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Leonardo Rosiello: Barco en la

nieve

¿Puedes vislumbrar esa verdad


intolerable para los mortales: que todo
pensamiento profundo y honrado no es sino
el intrépido esfuerzo del alma para
mantener la libre independencia de su mar,
mientras que los vientos más feroces del
cielo y la tierra conspiran para arrojarla
contra la costa servidora y servil?
Herman Melville (Moby Dick, XXIII)
Cuando aquella mañana fui al barco a buscar
órdenes estaba lejos de sospechar que sería la
última vez. El día anterior la temperatura había
subido y la nieve se había derretido, pero por la
noche hubo cinco grados bajo cero; un manto de
hielo cubría el muelle. La cellisca se desplomaba
sobre el puerto. La nieve asordina los ruidos hasta
extremos tales que ningún sonido parece haber en
torno de nosotros. Yo caminaba con cuidado sobre el
silencio, y mientras mis oídos lloraban por él, la
nevada se espesaba sobre las grúas, los cargueros, el
agua congelada. Sólo cuando empecé a divisar los
mástiles, ya sobre el espigón, fue que las nubes se
abatieron hacia el suelo, el viento y la nieve cesaron
y una niebla de clara ceniza envolvió todo. Me detuve
y permanecí de pie en medio de un atroz sosiego
blanco. Yo sospechaba, tal vez sabía que estaba en
algún lugar sobre el muelle, pero ninguna referencia
me orientaba. ¿Dónde estaba el arriba, el abajo?
¿Dónde el sur? Cerré los ojos y la albura
deslumbrante se transformó en palpitante
oscuridad. Sin moverme del lugar, me saqué los
guantes y extendí los brazos; sentí la crudeza de la
nieve en la palma de mis manos. Me quité la gorra y
el frío me alcanzó la nuca. Estaba, pues, no de pie,
sino de espaldas. Abrí los ojos y vi un ampo
compacto, sin matices. La bruma era tan espesa que
no podía verme ni las botas ni las manos. Miré el
reloj largamente. Estaba detenido en las diez y diez.
Visto desde mi perspectiva las agujas formaban una
V. Quise ver en el tiempo suspendido en la blancura,
en el silencio, el signo de victoria. Cerré los ojos y
viajé en el tiempo hasta un recuerdo de días felices.
Estuve no sé cuánto en aquellas vacaciones de la
memoria. Cuando regresé, abrí los ojos y aún estaba
como flotando en medio del aire aneblado; aún eran
las diez y diez. ¿Qué estaba haciendo yo allí?
Los que hablan, no saben. Los que saben, no
hablan. Tal había escrito el mando. Como el mando
era sabio emitía sus órdenes a través de mensajes
escritos. Eran engranajes misteriosos para el logro
de metas. Estaba escrito: "Alcanzar objetivos a fin
de poner orden en el desorden". Para mi grupo, las
misivas eran expresión de designios insondables. No
incumbía a mis obligaciones entender el porqué de lo
que había que hacer, ni comprender cómo lo
realizado ordenaba el caos. Sólo cumplir. Cumpliendo,
me sentía seguro.
A veces, el mando dejaba en sus escritos no
mandatos, sino aseveraciones. No tenían una relación
directa con las instrucciones que recibía mi grupo.
Tal vez eran para que yo reflexionara. Una vez, el
mando había escrito: "Los grupos varían con
respecto al número de personas que lo componen".
Esta afirmación me hizo comprender por qué mi
grupo estaba compuesto sólo por mí. Siempre había
sido así, pero no era seguro, por lo visto, que fuera
de ese modo para siempre. Si lo que estaba escrito
era cierto, el número de personas que componía mi
grupo "variaba". Es decir, podía variar. Un día
podíamos ser dos. O más. El mando intercalaba las
aseveraciones entre una seguidilla de órdenes.
Nunca se sabía cuándo uno iba a encontrarse con una
de aquellas sentencias. La última que había leído me
impresionó: "La cantidad de sentido común con la
cual está dotada una persona, es por lo general una
cantidad fija desde el nacimiento". Esta afirmación
me había hecho pensar.
Mientras durara la niebla era peligroso moverme,
pero tenía que llegar hasta el barco a buscar las
órdenes —si las había— y cumplirlas. Resolví
arrastrarme en alguna dirección hasta que el piso se
acabara. Entonces yo habría llegado hasta el canto
del muelle. Continuaría de esa manera
arrastrándome a lo largo del borde. Con suerte,
estaría en el lado conveniente. Con más suerte,
reptaría en dirección al barco. Era, me pareció,
mejor que no hacer nada.
Pasé a ejecutar mi plan, pero casi de inmediato la
niebla se disipó. Recobré el sentido del equilibrio y la
orientación. Las nubes, convencidas por una brisa
firme, se alejaron hacia el horizonte y el sol iluminó
la belleza radiante del fondeadero. Me puse de pie y
miré el reloj: eran ya las diez y veinte. El barco me
miraba desde la inmovilidad de la proa y su figura
blanca fue acercándoseme paso a paso. Sólo pedía
navegar. Yo veía ahora el puente y la cubierta
tapados de nieve. De las sogas de amarre, de los
estayes, de los tensores de viento y obenques
colgaban estalactitas de hielo. Caminé a lo largo de
la banda de estribor, mirando la arboladura sin velas,
sin jarcias de maniobra ni gallardetes. Subí a bordo;
abrí la escotilla y me introduje en la cabina. Apenas
mis ojos se acostumbraron a la oscuridad vi el pliego
que me esperaba en la mesa de navegación. Era parte
de mis deberes de rutina controlar la hora cada vez
que abría un sobre con órdenes, y controlar la hora
en el momento en que quedaban cumplidas. Eran
entonces las diez y media en punto.
Las disposiciones eran forrar un cabo en
descuello. Como siempre, el mando no se había
contentado con establecer el objetivo. También
había señalado los medios y el modo de lograrlo. Yo
tenía que usar una maceta de forrar, con una
canaleta opuesta al mango, de modo que se adaptase
bien al cabo. Tenía que ir liando en torno a él un
meollar B, con las vueltas juntas y tirantes, pasando
tres vueltas por la cuerda y una por la meceta, en
sentido contrario a la colcha. Al final, tenía que
armar una gaza doble de encapilladura, uniendo las
filásticas de los chicotes de dos cabos con los
firmes del otro.
Yo tenía una noción: una sospecha de qué podrían
ser las filásticas, los chicotes y los firmes. Concluí
que no era un mal comienzo, pero después de haber
releído las instrucciones me convencí de que el
mando tenía una indiscutible tendencia a
sobrevalorar mi capacidad. Después me puse a
pensar, profunda y honradamente, creo, aun
sabiendo que lo que debía hacer mi grupo, lo que se
suponía y se esperaba que hiciera, no era pensar,
sino pasar a la acción. Cumplir la orden. Cumplirla,
aunque para ello debiera despejar primero las
incógnitas. Averiguar qué era "en descuello", cómo
era una maceta de forrar y dónde podía obtenerla,
enterarme de qué demonios eran un meollar B, una
gaza doble y una encapilladura. Y obtener un cabo en
descuello.
Soy corto de pensamiento. Pensé, pero no llegué a
ninguna revelación. Tampoco a saber quién era el
mando, ni por qué yo recibía y cumplía órdenes. Uno
a veces hace esfuerzos intensos, dolorosos, y no
llega al objetivo. A veces llega, pero no lo sabe. A
veces, sólo avanza, y eso tal vez no esté mal. Alcancé
a pensar que aquel barco en la nieve era yo, y que
mientras estuviera fondeado, estaría seguro.
Continuaría recibiendo órdenes del mando. Y lo que
era peor: cumpliéndolas. Mientras yo pensaba,
mientras llegaba a esas módicas certezas, todo en
torno de mí volvió a ponerse albo, como cuando la
bruma bajó sobre el muelle. Miré el reloj: eran las
diez y diez. Desde la esfera del tiempo, alguien me
saludaba con los brazos en alto.

Leonardo Rossiello nació en Montevideo en 1953 y


vive en Suecia desde 1978. Es investigador y
escritor.

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