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Antonio Montagna - Entre un “pesimismo positivo” y el “eterno

retorno”

Abstract: Uno de los sustentos del neoliberalismo es la construcción de un modelo de


subjetividad que se encarna en el "capital humano". El individuo como "emprendedor
de sí mismo". Como si fuera un recurso a capitalizar, liderándose solo a sí mismo. ¿Hay
posibilidades de transformación y de superación de la subjetividad neoliberal? El
intento vale la pena. Es rescatable una frase de Deleuze: "No hay motivo para temer o
esperar, sino para buscar nuevas armas".

“Quién como yo, se ha esforzado durante largo tiempo, con cierto afán enigmático,
por pensar a fondo el pesimismo…” [1]
Con estas palabras comienza Nietzsche el parágrafo 56 de “Más allá del bien y del
mal”, para luego hacer una referencia directa a la raíz schopenhaueriana de ese
sentido negativo de la existencia.
Siguiendo ese camino, me gustaría indagar sobre posibles articulaciones entre ese
sentido negativo de la vida, tan propio de Schopenhauer, y ciertas construcciones de
subjetividades neoliberales; algo así como un “pesimismo positivo” (aunque parezca
algo paradójico) en respuesta a una exacerbación de un individualismo emprendedor.
A su vez, desde esa respuesta, permitirnos también pensar posibilidades superadoras
desde la temporalidad del “eterno retorno”.
Comencemos por situarnos en Schopenhauer. “…El modo de pensar más negador del
mundo entre todos los modos posibles del pensar” [2], dice Nietzsche renglones más
abajo. ¿Será esta la respuesta al modo de ser neoliberal? No lo sé. Pero vale la pena
intentar pensarlo.
Haciendo un breve repaso del pensamiento de Schopenhauer, podemos decir a
grandes rasgos que hay una esencia que es “la Voluntad” que se objetiva en el mundo.
Hay un mundo empírico sujeto a categorías de la representación y un mundo real que
nos es incognoscible.
¿Qué quiere decir Schopenhauer con esto? Pues que hay una Voluntad como esencia,
única realidad que, a través de ciertas condiciones de producción de la apariencia
(tiempo, espacio y causalidad), se expresa, se objetiva en el mundo de los fenómenos;
en este sentido, la voluntad humana es una representación de esa esencia de Voluntad
real.
Aquellas condiciones de producción de la apariencia, se engloban en algo que es el
“principio de razón” o “principio de individuación”, por la tanto no es más que lo que
nosotros sabemos a priori de todas las formas de los objetos.
Pero más allá de este a priori, o más acá, si se quiere, la esencia de toda cosa, es la
Voluntad.
En este sentido, la voluntad humana, la voluntad fenomenizada, depende del motivo:
“principio de razón” de causalidad. Esto es obvio, cualquier movimiento de nuestra
voluntad tiene una causa, un motivo. Pero el conjunto de esos movimientos vienen ya
conformados en un carácter. El carácter es en definitiva esa objetivación inmediata de
la Voluntad. La Voluntad como esencia, se objetiva en forma inmediata en la voluntad
humana como carácter. Y si prescindo del carácter, la voluntad carece de fundamento.
Y aquí una mención a la libertad. Si todos nuestros actos están determinados por la
Voluntad como esencia, es “ahí” donde habita la libertad. ¿Cuál es el lugar del libre
arbitrio?. ¿Podemos hacer lo que queremos? La objetivación inmediata de la Voluntad
es nuestro querer, y a partir de ahí, lo que queremos está determinado. El sentimiento
a priori de la libertad se muestra a posteriori como una necesidad.
Entonces, una Voluntad como “cosa en sí”, como una fuerza real donde lo fenoménico
es su manifestación. Una esencia del mundo, no cognoscible. Condiciones de
posibilidad como principio de individuación, como condición del conocimiento humano
y de lo que queremos.
El mundo de la representación está al servicio de la voluntad y nos da el conocimiento
de lo que queremos, el “objeto” de la Voluntad. Nos da la vida misma. Podemos decir
entonces que la vida es querida por la Voluntad; en otras palabras, la vida es un
despliegue de la Voluntad.
La Voluntad es “Voluntad de vida”.
Siguiendo esta dirección, afirmar la vida no es otra cosa que la repetición del
movimiento de la Voluntad. Deseo y querer insaciable que ratifica el carácter finito del
hombre, ya que es una ausencia de satisfacción plena que conduce indefectiblemente
a la muerte.
“Ante todo, ruego al lector que recuerde la reflexión expuesta al final del libro II,
cuando nos preguntábamos cuál era el fin de la voluntad: a guisa de respuesta, hice
ver que la voluntad, en todos los grados de su fenómeno, desde los más altos a los más
elevados, carece de mira final: que aspira siempre, porque su esencia es únicamente
una aspiración perpetua a la cual no puede poner término fin alguno que consiga; que
por lo tanto, no puede ser finalmente saciada, y que solo los obstáculos pueden
suspenderla, más en sí se prolonga hasta el infinito” [3] .
Un deseo que es dolor. Dolor y desgarramiento por la pérdida constante. Una vez que
se satisface, inmediatamente busca saciarse otra vez y acude en búsqueda de otro
objeto, y así al infinito, hasta la muerte.
“Más la base de todo querer es la falta de algo, es la indigencia, o sea el dolor. Por su
origen y por su naturaleza el querer está condenado al dolor. A falta de objetos que
desear, cuando los consigue rápidamente, se apodera de él un vacío aterrador, el
aburrimiento; en otros términos, su ser y su existencia misma se convierten para él en
una carga insoportable. La vida oscila, como un péndulo, entre el dolor y el hastío, que
son, en verdad, sus elementos constitutivos” [4].
Esa carga insoportable no es más que la “afirmación de la muerte” en el movimiento
repetitivo de la Voluntad que a su vez “afirma la vida”.
El sufrimiento como motor de la vida.
“El aburrimiento no es un mal despreciable, acaba por imprimir un verdadero sello de
desesperación. Él hace que seres que tan poco se aman unos a otros, como los
hombres, se busquen, sin embargo, con empeño, convirtiéndose de esta manera en
una suerte de sociabilidad. Con sabiduría política se adoptan contra el tedio medidas
públicas, como contra otras calamidades generales, pues este azote, de igual modo
que el mas opuesto a él, el hambre, puede impulsar a los hombres a los mayores
excesos; hay que dar a la multitud panem et circenses” [5] .
El sufrimiento está en saber que nada nos satisface y es estúpido pensar en la felicidad
a través de objetos externos. Qué es sino la incitación al consumo, vendernos una
felicidad doblemente ficticia. Doblemente porque el mundo (nuestro querer incluido)
es una apariencia en tanto despliegue de una voluntad que se repite hasta la muerte, y
porque la satisfacción es algo efímero que solo nos distrae un momento del dolor.
Retomando una de las ideas iniciales, para una articulación posible entre la
subjetividad neoliberal y el movimiento de la voluntad en Schopenhauer, no podemos
pasar por alto características de la primera: sacralización de la competencia
generalizada, el mercado como modelo de las relaciones sociales y como
consecuencia, un sujeto transformado en empresa de sí.
Tomando lo dicho hasta ahora, adentrémonos en otro parágrafo del Mundo como
voluntad y representación.
“Como la voluntad presenta esta afirmación del cuerpo por sí mismo, en una multitud
innumerable de seres que viven unos junto a otros, el egoísmo natural a todos hace
que exceda fácilmente en un individuo del grado de una mera afirmación, y que llegue
hasta la negación de esa misma voluntad manifestada en otro. La voluntad del primero
traspasa los límites en que se afirma la voluntad del segundo, ya sea lesionando o
destruyendo el cuerpo de este segundo individuo, o ya ejerciendo coacción sobre las
fuerzas de ese cuerpo para que sirvan a su propia voluntad, en vez de servir a la del
cuerpo en que aparecen. Este hombre arrebata así a la voluntad, objetivada en un
individuo, las fuerzas por medio de las cuales se manifiesta, para aumentar en otro
tanto las fuerzas correspondientes a su propia individualidad; por consiguiente,
cuando afirma su voluntad, excede este hombre de los límites de su cuerpo y la niega
en otro individuo” [6] .
Esta ficción en la que se desenvuelve la Voluntad a través de la individuación es un
mundo donde el consumismo es el teatro donde desfilan objetos como inhibiciones
parciales de un deseo que tiende a lo infinito, especie de descanso de la Voluntad en
su despliegue irrefrenable; escenario donde los individuos, sus cuerpos, son un objeto
más que también pueden cumplir ese papel de satisfacción del deseo de otros y ser
consumidos en la competencia desenfrenada en el afán de mantener esa apariencia
de felicidad que esconde el desgarro y hastío permanente de la existencia. Espectáculo
engañoso donde surge un protagonista que se confunde con el papel de un triunfador,
dueño de sí que se cree dueño de su querer.
Creo que Schopenhauer da una prueba de que es posible vivir de otra manera. A esto
denomino “pesimismo positivo”.
Nos muestra que la vida cotidiana es una ficción que nos aleja de una realidad en el
fondo desgarradora. Encontramos, como hemos visto, una Voluntad incontenible que
se afirma como vitalidad que no cesa de sufrir.
Pero nos enseña también cómo liberarnos de esa Voluntad que nos abate.
Negándola. La negación de la Voluntad nos libera de esa opresión y ahogo y podremos
así alcanzar un estado de plenitud, libre de toda objetividad fuera del alcance de la
Voluntad. Habitando la nada de Voluntad nos redimimos. Un nihilismo que es
salvación de la Voluntad retornando a ella.
Una vida ascética o estoica que nos libere del dolor y el hastío asumiendo
intencionalmente una pobreza redentora.
¿Puede ser esta una respuesta a un modo de ser atravesado por el neoliberalismo?. Es
un intento. Lo importante, me parece, es que inquiete. Empezar a lanzar “flechas” que
inquieten a esa especie de fortaleza que no cesa de levantarse como resguardo de un
capitalismo cada vez más salvaje. Inquietar, como inquietaba Bartleby con su
“preferiría no hacerlo” [7].
Y para seguir inquietando, continuemos con Nietzsche.
Y partiendo de este intento schopenhaueriano, demos una “vuelta de tuerca” para
hacer más incisiva y filosa la “flecha” y veamos cómo “…sin que él lo quisiera
propiamente, ha abierto los ojos para ver el ideal opuesto: el ideal del hombre
totalmente lleno de vida y totalmente afirmador del mundo, hombre que no solo ha
aprendido a resignarse y a soportar todo aquello que ha sido y es, sino que quiere
volver a tenerlo tal como ha sido y como es, por toda la eternidad, gritando
insaciablemente da capo! (¡que se repita!) no solo a sí mismo, sino a la obra y al
espectáculo entero, y no solo a un espectáculo, sino, en el fondo, a aquel que tiene
necesidad precisamente de ese espectáculo – y lo hace necesario: porque una y otra
vez tiene necesidad de sí mismo – y lo hace necesario--¿Cómo? ¿Y esto no sería –
circulus vitiosus deus (dios es un círculo vicioso)? [8]
A Nietzsche no le basta una vida ascética y un detenimiento de la Voluntad para
mostrar que es posible otro tipo de vida. Y no le basta porque ese movimiento de la
Voluntad no deja de ser deudor de un más allá y de una ontología de la presencia.
Metafísica que tiene como sustento una temporalidad, que si bien deja de lado la
linealidad hacia un fin, no abandona una lógica de la sucesión.
Afirmar la vida, el mundo, habitar de alguna manera la totalidad, demanda otra
temporalidad: el eterno retorno. Pensar una ontología diferente implica dejar de lado
entes que se definen por su presencia en la linealidad del tiempo. Y para Nietzsche, la
circularidad del devenir de Schopenhauer mantiene la presencia del ente, no elimina
la necesidad del fundamento, condición indispensable si queremos otras perspectivas
desde la cual pensar otros tipos de vida.
Para Schopenhauer, el tiempo es una de las formas de todo fenómeno, pero también
el “lugar” donde suceden. La sucesión (recordemos ese despliegue de la Voluntad) es
la configuración del principio de razón y la Voluntad se actualiza, se manifiesta en el
presente.
“Quien quiera que reconozca claramente la perfecta identidad del principio de razón, a
pesar de la diversidad de sus formas, habrá de convencerse también de la importancia
que tiene, para concebir la esencia intima de este principio, el conocer ante todo la
más sencilla de sus formas, como tal forma, que es el tiempo. Así como en este último,
cada instante no existe más que en cuanto destruye al anterior que le ha hecho nacer,
para ser aniquilado con la misma rapidez; así como el pasado y el porvenir (abstracción
hecha del resultado de su contenido) son tan vanos como el más vano ensueño, no
siendo el presente más que el límite sin extensión, ni duración que los separa, de igual
manera hallaremos esta misma nada en todos los demás modos del principio de
razón” [9] .
En Schopenhauer, filósofo del absurdo, [10] Clément Rosset describe muy bien ésta
“última desmitificación”, a la que arriba el filósofo del absurdo, y la refiere a la
representación del tiempo. Ese mundo de apariencias en el cuál se despliega la
Voluntad es inseparable del devenir, haciendo perder la cualidad de “por-venir” de la
temporalidad lineal y cartesiana. Esa vuelta permanente al dolor y al sufrimiento
causado por una falta que se repite, es un círculo cerrado en sí mismo. Siempre
estamos en el punto de partida. Un tiempo detenido en el presente que posibilita una
repetición obsesiva. La Voluntad se repite al infinito en cada objetivación.
Se estructura en un presente constante que no cesa de devorar a sus hijos, sucesión
infinita y circular como ilusión de devenir. Un devenir que ratifica la presencia del ente
a cada instante. “Ahora el tiempo gira, pero no progresa” dice muy bien Rosset.
Pero la “vuelta de tuerca” de Nietzsche demanda un tiempo que “brote”. El tiempo
brota, no progresa ni gira, diría Nietzsche, si queremos pensar el “eterno retorno”.
Y también si queremos destruir esa ontología que sustenta la presencia constante. Si
queremos realmente transvalorar.
Para llegar a ese “hombre totalmente lleno de vida…” que menciona Nietzsche, hay
que superar las temporalidades lineales o circulares, que se atan a una ontología de la
presencia del ente.
Esa circularidad del devenir, no deja de entregarnos objetos, cuerpos que no cesan de
reclamar un fundamento, una justificación, en la sucesión infinita que repite sin cesar
la presencia de los mismos.
Para Nietzsche, afirmar el mundo, es quererlo sin ningún tipo de fundamentos. Una
afirmación de la vida, que no es deudora de una temporalidad vengativa que necesita
el presente para aniquilar lo pasado y aniquilarse en el porvenir.
Esta imposibilidad de ejercer la redención del pasado, puesto que no deja de repetirse
en el presente (“…el tiempo hace advenir el pasado” en el presente), es lo que
imprime un peso y una carga a la existencia, que la lleva a la instauración de un
trasmundo salvador.
El mundo metafísico otorga la posibilidad de escapar del sufrimiento originado ante la
impotencia por no dominar al tiempo. Este sufrimiento como carencia, que provoca
esa huida a la nihilidad se resuelve, para Nietzsche, con la Creación.
Superar esa idea de devenir de Schopenhauer, para clamar por la inocencia del
devenir. Así sí se puede acompañar el movimiento del devenir, y ajustarse a lo que no
es fijo e idéntico y crear hasta que la opacidad de la existencia se disuelva y se
convierta toda justificación en una superficialidad. Esta Creación sería la Voluntad
misma, lo liberador que aniquila la solidez sustancial formada por un pasado.
Nietzsche va al “hueso”, a ese esencialismo que es el ente de la metafísica, y con eso
quiere provocar una destrucción ontológica, transformando la noción de devenir, “…ha
abierto sus ojos para ver el ideal opuesto”.
Otro ángulo desde el cuál se puede ver esta crítica a la noción de temporalidad lineal,
que a pesar de su circularidad, subyace en el “modo de pensar más negador del
mundo”, es en su crítica a las concepciones causales que fundan ciertos pensamientos
morales.
En el capítulo “Los cuatro grandes errores” de Crepúsculo de los ídolos se puede pensar
cómo, todo los que es, lo es como querer. Querer de un querer infundado, que
devuelve la inocencia al devenir (ya no adviene pasado alguno) y que posibilita al
existente definir al mundo y definirse a sí mismo como pura posibilidad desde una
posibilidad concreta. Un querer del querer, donde el mundo aparece sin ocultamientos
metafísicos en su esencia de Voluntad de Poder.
Veamos lo que dice Nietzsche.
“La fórmula más general que subyace a toda religión y a toda moral dice: “Has esto y
aquello, no hagas esto y aquello - ¡así serás feliz! En otro caso…”. Toda moral, toda
religión es ese imperativo, - yo lo denomino el gran pecado original de la razón, la
sinrazón inmortal. En mi boca esa fórmula se transforma en su contraria…”.
“…un hombre bien constituido, un “feliz”, tiene que realizar ciertas acciones y recela
instintivamente de otras, lleva a sus relaciones con los hombres y las cosas el orden
que él representa fisiológicamente. Dicho en una fórmula: su virtud es consecuencia
de su felicidad…”
“La Iglesia y la moral dicen: “una estirpe, un pueblo se arruinan a causa del vicio y del
lujo”. Mi razón restablecida dice: cuando un pueblo sucumbe, cuando degenera
fisiológicamente, tal cosa tiene como consecuencia el vicio y el lujo (es decir, la
necesidad de estímulos cada vez más fuertes y frecuentes, como los conoce toda
naturaleza agotada).”
“El lector de periódicos dice: con tal error ese partido se arruina. Mi política superior
dice: un partido que comete tales errores está acabado – ya no posee su seguridad
instintiva” [11].
No es que, si hacemos las cosas bien, si somos virtuosos, entonces tendremos como
consecuencia la felicidad; como si esta fuera un premio a ser obtenido desde un lugar
donde se juzgan nuestros actos. No. “Se feliz”, dice Nietzsche, y serás virtuoso. La
voluntad asume su contenido como un querer propio e injustificado. No está sometida
a una medida extraña a ella. No hay lugar para una existencia en la cual haya que
rendir cuentas. Ella asume su abismalidad desde sí misma descubriéndose como
absoluto querer. Crea, transvalora, inventa.
Querer así, es liberación de la culpa; y todo lo que es, todo lo que pasa, es querido
absolutamente. Otra vez, el devenir se vuelve inocente, como un niño.
Nietzsche “ha abierto sus ojos” y lanza dardos y flechas con puntas envenenadas
porque quiere herir de muerte. No le basta el camino de la nihilidad como redención
del dolor y el hastío. No le alcanza con una pobreza redentora para volver a una
Voluntad metafísica. Ve ahí una repetición del presente que sigue manteniendo una
ontología atada a una temporalidad que no deja de culparnos en el existir. Una deuda
que se perpetúa.
Nietzsche quiere una liberación. Una política superior. Una política de acción. De actos
que quieran y se asuman en su totalidad. Actos acá, allá y donde se den las
posibilidades. Actos que tengan la “duración” de la eternidad en el instante de su
concreción. Creaciones espontaneas en los instantes y posibilidades de cada ocasión y
circunstancia.
Atacar a ese individualismo solipsista que no cesa de endeudarse en su opaca
existencia, con las armas de un querer que se quiere a sí mismo, que en su exuberancia
creativa se arriesga y apuesta a una amistad con otros lejanos, una amistad de
estrellas.

Antonio Montagna es Contador Público de la Facultad de Ciencias Económicas de la


UBA. Magister en Defensa Nacional. Estudia filosofía en forma independiente y
actualmente lo hace con el filósofo Diego Singer. Presidente de la Fundación Unión.
Dirigente gremial, integrante de Comisión Directiva de UPCN. Reside en Buenos Aires.

Notas bibliográficas:
[1] Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Sección tercera, parágrafo 56.
Alianza editorial, traducción Andrés Sánchez Pascual, Madrid, 1986.
[2] Ibid, parágrafo 56
[3] Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Libro IV,
parágrafo 56, Ediciones Orbis, Hyspamérica, Barcelona, 1986.
[4] Ibid, Libro IV, parágrafo 57
[5] Ibid, Libro IV, parágrafo 57
[6] Ibid, Libro IV, parágrafo 62
[7] Melville, H., Bartleby El Escribiente, Alianza Editorial, Madrid, 2012.
[8] Ibid, Más allá del bien y del mal, parágrafo 56
[9] Ibid, El mundo como voluntad y representación, Libro I, parágrafo 3.
[10] Clément Rosset, Schopenhauer, filósofo del absurdo, Cap,II; La ilusión del devenir
y la eterna repetición. El cuenco de plata. Traducción Silvio Mattoni
[11] Friedrich Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, los cuatro grandes errores,
parágrafo 2. Alianza Editorial, traducción Andrés Sánchez Pascual

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