Вы находитесь на странице: 1из 178

ANDRES BARQUIN Y RUIZ

CRISTO, REY
DE MEXICO

MEXICO HEROICO
ANDRES BARQUIN Y RUIZ

CRISTO, REY
DE MEXICO

EDITORIAL JUS. MEXICO, 1967


Derechos Reservados ©
Por el albacea de la sucesión del autor, Arq. Ramón Ruiz Rueda
con domicilio en calle Cerro del Vigilante Núm. 153, México 21, D. F.

PRIMERA EDICION, de la Sucesión del autor.


Octubre de 1967.—2,000 ejemplares.
I

CRISTO REY TEMPORAL UNIVERSAL

JESÚS CRISTO O JESUCRISTO

En la octava década del siglo XVIII, se publicó en Madrid, el “Catecismo


del Santo Concilio de Trento para los Párrocos, ordenado por disposición de San
Pío V. Traducido en Lengua Castellana por el P. M. Fr. Agustín Zorita.
Religioso Dominico, según la impresión que de orden del Papa Clemente XIII
se hizo en Roma, Año de 1761”, de acuerdo con lo dispuesto por ese Soberano
Pontífice en su Encíclica dada en Castel Gandolfo el 24 de junio del mismo año,
en la que hizo la historia de la génesis del dicho Catecismo, que por disposición
pontificia se imprimió con el título de Catecismo Romano, en el que fueron
expuestas “sólo aquellas cosas, que son necesarias y muy útiles para la
enseñanza del pueblo cristiano explicadas con toda claridad y distinción”, y
añadió que por haberse agotado el libro resolvió: “poner de nuevo en manos de
los Curas de almas el mismo Catecismo Romano: para que del mismo con que
antiguamente fue confirmada la fe católica, y fortalecidas las almas de los fieles
en la doctrina de la Iglesia que es la columna de la verdad (I Tim. III, 15), sean
también ahora por la misma vía apartadas, cuan lejos se pudiere de las opiniones
nuevas, a las cuales ni favorece el unánime sentir, ni la antigüedad. Y para que
este libro se pudiese lograr más fácilmente, y saliese más corregido de los
yerros que había contraído por descuido de las prensas, hemos procurado, que
aplicada toda diligencia, se imprimiese de nuevo en esta Santa Ciudad, según el
ejemplar que por decreto del Concflio Tridentino publicó Nuestro Predecesor
San Pío V, el cual traducido en lengua vulgar, y dado a luz de orden del mismo
San Pío V, saldrá luego al público, impreso asimismo por Nuestro
mandamiento”. En ese Catecismo Romano se enseñó a los Párrocos, para que
éstos lo enseñaran a los fieles:

“Jesús, que quiere decir Salvador, es nombre propio de Aquél, que es


Dios y hombre, y se le impuso no casualmente o por dictamen y voluntad de
hombres, sino por consejo y mandato de Dios: pues el Angel anunció así a
María Santísima: He aquí concebirás en tu vientre, y parirás un Hijo, al que
llamarás Jesús (Luc. I, 31). Y después a José, esposo de la Virgen, no sólo
mandó que llamase al Niño con este nombre: sino también le declaró, por qué
había de ser llamado así; pues le dijo: José, hijo de David, no temas la
compañía de María tu Esposa, porque lo que se ha engendrado en su vientre es
obra del Espíritu Santo. Así que parirá un Hijo a quien pondrás por nombre
Jesús: pues él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados (Matth. I, 20-
21) ...
Al nombre de Jesús se añadió el de Cristo, que quiere decir Ungido, es
nombre de honor y de oficio, y no es propio de uno solo, sino común a muchos.
Porque aquellos nuestros Padres antiguos llamaban Cristos a los Sacerdotes y
Reyes, los cuales tenía mandado Dios, que fuesen ungidos por la dignidad de su
cargo: pues los Sacerdotes son los que encomiendan al pueblo a Dios con
oraciones continuas, los que ofrecen sacrificios y ruegan por el bien de la
República. Y a los Reyes está cometida la gobernación de los pueblos, y a ellos
pertenece muy en particular mantener la autoridad de las leyes, defender la vida
de los inocentes, y reprimir la osadía de los malhechores. Y como cada uno de
estos empleos representa en la tierra la Majestad de Dios; por eso los que eran
escogidos para ejercer el oficio Real o Sacerdotal, eran ungidos con óleo.
También fue costumbre ungir a los Profetas, los cuales como Intérpretes y
Embajadores de Dios nos descubrieron los secretos celestiales, y con saludables
preceptos y anuncios de las cosas venideras exhortaron a los pueblos a
enmendar las costumbres.
Pero viniendo al mundo nuestro Salvador Jesu-Cristo tomó sobre sí los
empleos y oficios de todas tres personas, de Profeta, de Sacerdote y de Rey; y
por estas causas fue llamado Cristo, y fue Ungido, para cumplirlos, no por obra
de algún hombre mortal, sino por virtud del Padre celestial; ni con ungüento
terreno, sino con óleo espiritual: como que se derramó sobre su alma santísima
la plenitud del Espíritu Santo, la gracia y la copia de todos los dones en
abundancia, mucho mayor que lo que pudiera recibir cualquier otra naturaleza
criada. Así lo mostró claramente el Profeta cuando dijo, hablando al mismo
Redentor: Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad: por eso te ungió Dios,
el Dios tuyo con óleo de alegría más que a cuantos participaron de él (Psalm.
XLIV, 8). Lo mismo también y mucho más abiertamente demostró Isaías por
estas palabras: El Espíritu del Señor está en mí: porque El me ungió con su
gracia, y me envió a predicar a los mansos (Isai. LXI, 1).
Y así fue Jesu-Cristo, sumo Profeta y Maestro, que nos enseñó la
voluntad de Dios, y por cuya doctrina recibió el mundo el conocimiento del
Padre celestial: y le conviene ese nombre tanto más esclarecida y
excelentemente, cuanto que todos los otros que fueron ennoblecidos con el
nombre de Profeta, fueron discípulos suyos, y determinadamente enviados para
que anunciasen a este Profeta que había de venir a salvar a todos. También fue
Cristo Sacerdote, no de aquel orden del que lo fueron en la ley antigua los
Sacerdotes de la Tribu de Leví; sino del que cantó el Profeta David: Tú eres
Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Psal. CIX, 4),
argumento que cuidadosamente prosiguió el Apóstol escribiendo a los Hebreos
(Hebr. V, 6). Asimismo reconocemos a Cristo por Rey, no sólo en cuanto Dios,
sino aun en cuanto hombre y en cuanto es participante de nuestra naturaleza.
Acerca de lo cual dijo el Angel: Reinará en la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin (Luc. I, 32-33) ... Y no recayó en El este Reino por derecho
hereditario o humano, aunque descendía de Reyes nobilísimos; sino que fue
Rey, porque Dios atesoró en aquel Hombre todo el poder, grandeza y dignidad
que puede caber en naturaleza humana. Dióle, pues, el reino de todo el mundo,
y en el día del juicio se le sujetarán cumplida y cabalmente todas las cosas,
como ya ha empezado a ponerse en obra”. 1

NIÑO REY ADORADO POR SANTOS REYES

El 6 de enero celebra la Iglesia Católica, con fiesta de primera clase, la


Epifanía o Manifestación de Jesucristo, cuyo carácter predominante hace que se
la haya llamado Fiesta de los Santos Reyes, que guiados por una estrella creada
por Dios con ese fin, llegaron a Belén y adoraron en el pesebre al Niño Dios y
Rey, ofreciéndole Melchor oro como a Rey, Gaspar incienso como a Dios y
Baltasar mirra como a Hombre, porque, como explicara Mons. Gaume:

“Fieles a la costumbre de los orientales que no se presentaban, y que ni


aun en el día se presentan, jamás delante de los reyes sin ofrecerles algún
presente, los Magos depusieron a los pies del niño Jesús ofrendas llenas de
misterios: con el oro reconocían su imperio y su dominio absoluto sobre el
universo y el derecho que tenía a los tributos de todas las naciones; con el
incienso su divinidad, pues el incienso es el emblema de la adoración, del
sacrificio, del aniquilamiento de la criatura delante de Dios, y con la mirra,
empleada en los embalsamamientos, su santa humanidad”. 2

1
Catecismo del Santo Concilio de Trento para los Párrocos, ordenado por disposición de San Pío V,
traducido en lengua castellana por el P. Fr. Agustín Zorita, Religioso Dominico, según la impresión que de
orden del Papa Clemente XIII se hizo en Roma, año de 1761. Segunda Impresión. Publicado por orden del Rey.
Con licencia en Madrid. En la Imprenta Real. MDCCLXXXV, pp. 20-21, 21-22.
2
“Catecismo de perseverancia o Exposición Histórica, Dogmática, Moral, Litúrgica, Apologética,
Filosófica y Social de la Religión desde el Principio del Mundo hasta Nuestros Días”. Por el abate J. GAUME,
Vicario General de la Diócesis de Nevers, Caballero. de la Orden de San Silvestre, Socio de la Academia de la
Religión Católica de Roma, etc. Traducido de la sexta edición francesa, revisada y aumentada con notas sobre la
geología, y una tabla general de materias, por D. Francisco Alsina y D. Gregorio Amado Labrosa. Tercera
edición, Barcelona, Librería Religiosa, 1883. t. VII, p. 363.
Mons. Gaume precisó que así lo enseñó la Santidad de Benedicto XIV, y
añadió extensas consideraciones que no se refieren al reconocimiento de Cristo
Rey, sobre lo que escribió el Pbro. Félix Sardá y Salvany:

“Jesucristo es Rey, he aquí la idea que más resalta entre el conjunto de


las muy elevadas y gloriosas que ofrece esta solemnidad. Sí, Jesucristo es Rey,
y el eterno Padre es quien a los pocos días de nacido, manda le sean tributados
esos honores Reales, por personas Reales, y en presencia y a despecho de otra
persona Real, para que con esta contradicción aparezca más calificado el caso.
Los Magos entrando en Jerusalén, corte de Herodes, no recatan que van a
ofrecer homenaje a otro Rey. Así es que se les oye repetir con el mayor
desembarazo estas textuales palabras: ¿Dónde está el Rey de los judíos que
acaba de nacer? Porque hemos visto en Oriente su estrella y venimos a adorarle.
Y sorpréndese Herodes y dase por entendido, y comprende que se habla del
Mesías, y tiembla por la seguridad de su usurpado trono; y manda consultar los
libros de los Profetas, para que se diga dónde debía nacer este Rey. Prueba esto
que todos sabían de qué Rey y de qué reinado se estaba tratando. Y cuando le
dicen los doctores que el lugar de su nacimiento debía ser, según los vaticinios,
Belén, va y refiere a los Magos esta respuesta; pero les encarga vuelvan a darle
cuenta del resultado de su viaje, para ir, dice él, también a adorarle;
escondiendo el perverso con estas palabras su negra intención de hacerle
desaparecer. Sí, Jesucristo es Rey: nadie vacila aquí sobre este su carácter de
realeza; confiésanla así amigos como enemigos; así los que van a visitarle con
presentes para reconocer su Real soberanía, como los que se proponen
destruirla por medio del asesinato. Con este carácter Real se anuncia el
Salvador al género humano desde Belén; con el mismo se presenta y no lo
niega ni lo encubre ante Pilatos; con el mismo muere en la cruz, bajo el rótulo
que como postrer significado escribe allí la mano del propio juez que sustanció
y falló el proceso: Jesus Nazarenus, Rex Judaeorum: Jesús Nazareno, Rey de
los judíos.
Significa esto que Jesucristo tiene la plenitud de la autoridad en el
pueblo cristiano, no sólo para poner su ley a los individuos, sí que para dictarla
a las colectividades o naciones. Jesucristo tiene sobre el mundo dos clases de
soberanía: la individual, de que exigirá en la hora del juicio estrecha cuenta a
cada uno de los hombres por lo que mira a su conducta particular; y la social, de
que han de responder los gobernantes de pueblos tocante al régimen y
gobernación cristiana de ellos, y aun los mismos más obscuros ciudadanos en la
parte más o menos significada que les toque desempeñar en esta gobernación.
Cristiana, es decir, sujeta a Jesucristo debe ser toda racional criatura, y
cristianas, es decir, marcadas con el sello de Jesucristo deben ser todas sus
cosas, sus letras, sus ciencias, sus artes, su hogar, sus leyes, sus instituciones
todas. Cristiana, es decir, organizada según Jesucristo, debe ser, en una palabra,
toda función social, toda justicia que se administre, toda legislación que se dé,
como que todos en la sociedad, desde el magistrado supremo que da su última
sanción a las leyes hasta el postrero de los vasallos que las ha de cumplir, deben
el uno dictarlas y el otro cumplirlas según Cristo y para servir a Cristo. Luego
el Liberalismo o sea el sistema que en mayor o menor grado predica o procura
o autoriza la emancipación del Estado de la autoridad de Jesucristo, es
radicalmente impío y anticristiano; grave pecado del entendimiento y de la
voluntad, que para un cristiano equivale a la formal apostasía.
De lo cual se deriva que sólo es sana la filosofía que enseña a gobernar
los Estados según esos principios, y que no es sana la que se opone a ellos o se
les muestra indiferente, aunque no les quiera parecer hostil. Si, porque en este
punto no cabe neutralidad. Se reniega de la soberanía divina con el mero hecho
de no profesarla y abiertamente defenderla. Hay, pues, en el fondo sólo dos
políticas en el mundo después de la venida de Cristo Dios: la que defiende el
reino de Cristo, y la que le combate; la de los Magos y la de Herodes. La
primera noble, leal, religiosa, guiada por la Iglesia católica, que es su estrella,
conduce a los pueblos al conocimiento de Cristo y a su adoración acá en la
tierra, para facilitarles en la otra vida su eterna posesión. La segunda solapada,
maquiavélica, cifrando únicamente en el bienestar y en el orgullo terrenos su
ideal, no tienen otro norte para llegar a él que sus groseras concupiscencias.
Ved cuán lejos empieza la cruda batalla que trae dividido y enconado en
irreconciliables bandos al mundo actual...
Al enviar el Eterno Padre a su Hijo Unigénito al mundo en carne
humana, para la obra sublime de la Redención, el primero de los soberanos
títulos que quiso trasmitirle por juro de heredad en medio de sus bajas y pobres
apariencias, fue éste de Rey. Nacido en pesebre, pero Rey; perseguido y
desterrado, pero Rey; manso y apacible adoctrinador de las turbas sencillas,
pero Rey; vendido, azotado y puesto en cruz, pero Rey. La invisible corona de
su realeza divina no se cae de su frente ni en las pajas de Belén, ni en los
campos y aldeas de Galilea, ni entre las convulsiones y estremecimientos del
Calvario. Con ella nace y con ella crece, y con ella predica y con ella muere, y
con ella surge del sepulcro y con ella asciende a los cielos, y con ella se sienta a
la derecha del Padre, y con ella bajará a juzgar al mundo en el postrer día de él,
y con ella reinará entre sus escogidos y sobre sus enemigos por toda la
eternidad. Sí, porque de Rey tiene la gloria, de Rey la potestad y el juicio, de
Rey el universal señorío, pero también de Rey tiene el contraste de siempre
obstinados y siempre vencidos contradictores. Por esto con espléndida pompa
celebra el mundo cristiano la gloria de Jesús Rey, por primera vez reconocido y
adorado por Reyes”. 3

CRISTO REY TEMPORAL

El 11 de diciembre de 1925 dio Pío XI su Encíclica Quas primas, en la


que, con su autoridad apostólica, estableció “la fiesta de Nuestro Señor
Jesucristo Rey, decretando que se celebre en todas las partes de la tierra el
último domingo de octubre, esto es, el domingo precedente a la fiesta de Todos
los Santos”, y de ella advirtió a los Obispos de todo el mundo:

“No es necesario, Venerables Hermanos, que os expongamos


detenidamente los motivos por los cuales hemos instituido la solemnidad de
Cristo Rey, distinta de la de otras fiestas en las cuales parece ya indicada e
implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que
mientras el objeto material de todas las fiestas de Nuestro Señor es Cristo
mismo, el objeto formal se distingue; y en ésta es el nombre y la potestad real
de Cristo... Pero para entrar de lleno en el asunto todos debemos reconocer que
es necesario reivindicar para Cristo Hombre, en el verdadero sentido de la
palabra, el nombre y los poderes de Rey; en efecto, solamente en cuanto
hombre se puede decir que ha recibido del Padre la potestad y el honor y el
reino (Dan., VII, 13-14), porque como Verbo de Dios, siendo de la misma
sustancia del Padre, forzosamente debe tener de común con El lo que es propio
de la Divinidad; y, por consiguiente, tiene sobre todas las cosas creadas sumo y
absolutísimo poder”.

Y agregó en síntesis histórica, escudriñando en el Antiguo y el Nuevo


Testamentos:

“¿Y no leemos, de hecho, con frecuencia en las Sagradas Escrituras que


Cristo es Rey? El es llamado el Príncipe que debe salir de Jacob (Núm. 24,
29), y que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión, y
que recibirá las gentes en herencia y tendrá en posesión los confines de la
tierra (Ps. II, 6 y 8). El salmo nupcial, que bajo la imagen de un Rey riquísimo
y potentísimo ha preconizado el futuro Rey de Israel, tiene estas palabras: Tu
sede, oh, Dios, en los siglos de los siglos; vara de rectitud, la vara de tu reino

3
Pbro. Félix Sardá y Salvany, Director de la Revista Popular. Año Sacro o Lecturas y Ejercicios para
las principales festividades del Calendario Cristiano. Barcelona, Librería y Tipografía Católica, 1901. Parte
primera o primer volumen, pp. 46-48, 48-49.
(Ps. XLIV, 7). Y dejando otros muchos testimonios semejantes, en otro lugar,
para ilustrar con más claridad los caracteres de Cristo, se preanuncia que su
reino será sin límite y enriquecido con los dones de la justicia y de la paz. En
sus días aparecerá la justicia y la abundancia de la paz, y dominará de un mar
a otro mar, y desde el río hasta los términos del orbe de la tierra (Ps. LXXI, 7-
8).
A este testimonio se añaden en el modo más amplio los oráculos de los
Profetas, y, sobre todo, el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo,
nos ha sido dado un Hijo y su principado sobre sus hombros, y se llamará su
nombre Admirable, Consejero, Dios, Fuerte, Padre del siglo futuro, Príncipe de
la paz. Se multiplicará su imperio y no tendrá fin la paz; sobre el trono de
David y sobre su reino se sentará, para confirmarlo y fortalecerlo en juicio y
justicia, ahora y para siempre (Is., IX, 6-7). Y los otros Profetas concuerdan con
Isaías. Así Jeremías, cuando predice que nacerá de la estirpe de David el
vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará
en toda la tierra (Jer., XXIII, 5); también Daniel predice el establecimiento de
un reino por parte del Rey del Cielo, reino que nunca será destruido...
permanecerá para siempre (Dan, II, 44). Y continúa: Contemplaba en la visión
de noche, y he aquí que venía sobre las nubes del cielo uno como el Hijo del
Hombre, y se llegó hasta el Anciano de días, y en su presencia fue presentado;
y le dio la potestad y el honor y el reino, y todos los pueblos, tribus y lenguas le
servirán; su potestad es eterna y no le será arrebatada, y su reino no se
corromperá jamás (Dan., VII, 13-14). Los escritores de los Evangelios aceptan
y reconocen como sucedido cuanto predijo Zacarías acerca del Rey manso, el
cual, subiendo sobre una asna y su pollino, estaba para entrar en Jerusalén
como justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas (Zach., IX,
9).
Por lo demás, esta doctrina acerca de Cristo Rey que hemos tomado aquí
y allá en los libros del Antiguo Testamento, no sólo no disminuye en las
páginas del Nuevo; más aún, en él se confirma por modo espléndido y
magnífico. Y aquí, pasando por alto el mensaje del Arcángel, por el cual fue
advertida la Virgen que debía dar a luz un Hijo, al cual Dios había de dar la
sede de David, su padre, y que había de reinar en la casa de Jacob para
siempre y que su reino no había de tener fin (Luc., I, 32-33), vemos que Cristo
mismo da, testimonio de su imperio.
En efecto, ya en su último discurso a las turbas, cuando habla del premio
y de las penas reservados perpetuamente a los justos y a los condenados; ya
cuando responde al presidente romano, que le preguntaba públicamente si era
Rey; ya cuando, resucitado, confió a los Apóstoles el encargo de amaestrar y
bautizar a todas las gentes, toma ocasión oportuna para atribuirse el nombre de
Rey (Matth., XXV, 31-40), y públicamente confirma que es Rey (Jo., XVIII,
13) y anuncia solemnemente que a El ha sido dado todo poder en el cielo y en
la tierra (Matth., XXVIII, 18). Con estas palabras, ¿qué se quiere significar sino
la grandeza de su potestad y la extensión inmensa de su reino? No puede, pues,
sorprendernos si Aquel que es llamado por San Juan Príncipe de los Reyes de la
tierra lleva, como apareció al Apóstol en la visión apocalíptica, en su vestido y
en su muslo escrito: Rey de Reyes y Señor de los señores (Apoc., XIX, 16).
Puesto que el Padre Eterno constituyó a Cristo heredero universal (Hebreos, X,
1), es necesario que El reine, hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de
sus pies (X Cor., XV, 25) ...
Queriendo expresar la naturaleza y el valor de este principado,
indicaremos brevemente que consta de una triple potestad, la cual, si faltase, ya
no tendríamos el concepto de un verdadero y propio principado. Los
testimonios sacados de las Sagradas Escrituras acerca del imperio universal de
nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es
dogma de fe que Jesucristo ha sido dado a los hombres como Redentor, en el
cual deben poner su confianza, y al mismo tiempo como Legislador, al cual
deben obedecer (Trident., ses. 6, can. 21). Los Santos Evangelios no solamente
nos dicen que Jesucristo ha promulgado leyes, mas también nos le presentan en
el acto mismo de legislar; y el Divino Maestro afirma en diferentes
circunstancias y con diversas expresiones que todos los que observen sus
mandamientos darán prueba de amarle y permanecerán en su caridad (Jo., XIV,
15; XV, 10). El mismo Jesús, delante de los judíos, que le acusaban de haber
violado el sábado por haber dado la salud al paralítico, afirmaba que el Padre le
había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie sino que dio
todo juicio al Hijo (Jo., V, 22). En lo cual se comprende también el derecho de
premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida, porque esto no puede
separarse de una cierta forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo, la
potestad ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato,
y nadie puede sustraerse a él ni a los suplicios establecidos.
Que este reino, por otra parte, sea principalmente espiritual y se refiera a
las cosas espirituales, nos lo demuestran los pasajes de la sagrada Biblia arriba
citados y nos lo confirma el mismo Jesucristo con su modo de obrar... Por otra
parte, erraría gravemente el que arrebatase a Cristo-Hombre el poder sobre
todas las cosas temporales, puesto que El ha recibido del Padre un derecho
absoluto sobre todas las cosas creadas, de modo que todo se somete a su
arbitrio; sin embargo, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo completamente
de ejecutar tal poder; y como despreció entonces la posesión y el cuidado de las
cosas humanas, así permitió y permite que los poseedores de ellas las utilicen.
A este propósito se acomodan bien aquellas palabras: No arrebata los
reinos mortales el que da los celestiales (Himn. Epiphan.) Por tanto, el dominio
de nuestro Redentor abraza todos los hombres, como lo confirman estas
palabras de Nuestro Predecesor, de inmortal memoria, León XIII, palabras que
hacemos Nuestras: ‘El imperio de Cristo se extiende no solamente sobre los
pueblos católicos y aquellos que, regenerados por la fuente bautismal,
pertenecen en rigor y por derecho a la Iglesia, aunque erradas opiniones los
tengan alejados o la disensión los separe de la caridad, sino que abraza también
a todos los que están privados de la fe cristiana; de modo que todo el género
humano está bajo la potestad de Jesucristo” (Encícl. Annum Sacrum, 25 mayo,
1899).
Ni hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los
individuos, unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la potestad de
Cristo que lo están cada uno de ellos separadamente. El es la fuente de la salud
privada y pública. Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido dado debajo del
Cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos ser salvos (Act, IV, 12).
Sólo El es el autor de la prosperidad y de la verdadera felicidad, tanto para cada
uno de los ciudadanos como para el Estado: No es felíz la ciudad por otra razón
distinta de aquella por la cual es feliz el hombre; porque la ciudad no es otra
cosa sino una multitud concorde de hombres (San Agustín, Epist. ad
Macedonium, 3). No rehusen, pues, los jefes de las naciones el prestar público
testimonio de reverencia al imperio de Cristo juntamente con sus pueblos si
quieren, con la integridad de su poder, el incremento y el progreso de la patria”.

Jesucristo mismo afirmó pública y categóricamente, al responder al


procurador romano en Judea, Poncio Pilatos, que era Cristo Rey, o simplemente
Rey, con palabras recogidas en los Cuatro Evangelios, por San Mateo, San
Marcos, San Lucas y San Juan Evangelistas, lo que se prueba leyéndolas, pues
dicen: “Y Jesús fue presentado ante el presidente, y el presidente le interrogó,
diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondióle Jesús: Tú lo dices: lo soy”
(Matth., XXVII, 11). “Y luego que amaneció, habiéndose juntado para deliberar
los sumos sacerdotes, con los ancianos y los escribas, y todo el consejo,
haciendo atar a Jesús, le llevaron y entregaron a Pilato. Y Pilato le preguntó:
¿Eres tú el rey de los judíos? Y él respondiendo le dijo: “Tú lo dices, lo soy”
(Marc., XV, 1-2). “Y se levantó toda aquella multitud, y lo llevaron a Pilato. Y
comenzaron a acusarle, diciendo: A éste le hemos hallado pervirtiendo a nuestra
nación, y vedando dar tributo a César y diciendo que él es el Cristo Rey. Y
Pilato le interrogó, diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Y él le respondió,
diciendo: Tú lo dices, lo soy” (Luc., XXIII, 1-3). “Entonces Pilato le dijo:
¿Luego rey eres tú? Respondió Jesús: Así es como dices, Yo soy Rey. Yo para
esto nací, y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad: todo
aquel que es de la verdad, escucha mi voz” (Joann, XVIII, 37).
Se ha subrayado el lo soy, porque así aparece en la traducción al
castellano de los Cuatro Evangelios hecha por el Prelado hispano Mons. Félix
Torres Amat, con lo que indicó éste el significado real del texto latino que narra
cómo afirmó Cristo que es Rey, y no sólo espiritual, sino también temporal,
pues como El mismo, una vez resucitado, lo dijo a sus once discípulos fieles, los
Apóstoles, apareciéndoseles en el monte de Galilea donde les había citado: “A
mí se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Matth., XXVIII, 18). De
tal potestad enseñó la Santidad de León XIII, en su Encíclica De Christo
Redemptore: “Como Creador y a la vez Redentor de la humana naturaleza, el
Hijo de Dios es el Rey y Señor de todo el universo; posee un soberano poder
sobre todos los hombres, individualmente, así como sobre todas las sociedades”.
Por lo que podemos concluir con los sacerdotes españoles R. P. Joaquín
Azpiazu, S. J., y Pbro. Félix Sardá y Salvany, el primero resumiendo la doctrina
de la Encíclica Quas primas, al incluirla en sus Direcciones Pontificias, y el
segundo en su luminoso comentario a la adoración de los Santos Reyes ante el
Niño Rey:

“El 11 de diciembre de 1925 proclamó el Sumo Pontífice Pío XI la


realeza de Cristo e instituyó su fiesta en la liturgia católica. Cristo es Rey;
¿quién lo duda? Pero el Sumo Pontífice pone especial empeño en que los
cristianos comprendan lo honorífico de este título y preeminencia de Cristo
Rey. Cristo es Dios, y como Dios Señor universal de todas las cosas. Rey, por
tanto, del mundo y de los siglos y de la creación entera. Pero Cristo es hombre
como nosotros, y lo glorioso para El –y para nosotros– es que sea Rey de la
sociedad y de los individuos, como hermano nuestro por naturaleza, en cuanto
hombre. ¿Qué clase de Rey es Cristo? ¿Rey espiritual? Indiscutiblemente.
Nació pobre y humilde, vivió desechado del mundo judío, desconocido de los
suyos; Vino a conducir al mundo por medio de la ley espiritual al reino eterno
de salvación; a renovar, por medio de su doctrina pura y santa, el ambiente
corrompido de los hombres; a constituir su Reino –la Iglesia– fundado en la
ley santa de Dios y en los consejos evangélicos; a dominar los corazones para
encauzarlos hacia Dios, de quien se habían apartado... Pero Cristo es también
Rey temporal. Y como tal tiene un poder de jurisdicción, potestad de gobernar
a los hombres. Y no es un poder que El recibiera en herencia de los hombres –
de su Madre, como descendiente legítima de David, sobre un territorio como
la Judea–, no; es un poder de gobierno recibido de Dios, excelentísimo y
admirable. No lo quiso ejercitar mientras vivió en el mundo, porque nos quiso
dar ejemplo de vida humilde y retirada, pero el poder lo tuvo, y lo tiene por
consiguiente en el cielo, prendido en su naturaleza humana semejante a la
nuestra. Así lo veía San Juan cuando decía de El que en su vestidura y en su
muslo lleva broslado el título de Rey de Reyes y Señor de los que dominan. 4
La Revolución por eso se llama Revolución, y el Liberalismo por eso
es Liberalismo, porque son lo opuesto y antitético a esa divina y real soberanía
de Jesucristo nuestro Dios y Señor. El cual es Rey, como es Hijo-Unigénito
del Padre, pues a El ha dado Este todo poder en el cielo y en la tierra y en los
abismos. Todo poder, entiéndase bien: no solamente el individual, que se
refiere a la conciencia o conducta privada de cada súbdito suyo, sino aun el
social, que se extiende a la vida pública de las naciones, y a sus costumbres y
a sus leyes, y a sus gobernantes y a sus gobernados. Todo poder, repetimos: es
decir, poder íntegro y absoluto; no menoscabado con indignas concesiones o
transacciones con el enemigo; no sometido a pactos y componendas de
pasajera conveniencia; no condicional e hipotético como han dado en la moda
de predicárnoslo recientemente no sabemos qué suerte de apóstoles de nuevo
cuño que todos hemos podido (y de sobras) escuchar por ahí. Poder real, en
una palabra; y como tal, poder de veras; sin cuya condición, cualquier cosa
que se llame realeza es realeza de burlas y de mera fantasía y oropel”. 5

“MI REALEZA NO VIENE DE ESTE MUNDO”

Con palabras arriba citadas expresó el P. Joaquín Azpiazu, S. J.: “Cristo


es Rey. ¿Quién lo duda?” Más que dudarlo, lo niegan hoy como siempre judíos,
masones, protestantes, liberales y revolucionarios, que afirman y repiten sin
dejar de poner mala fe en su torcida interpretación, que Cristo no es Rey
Temporal, porque El mismo lo negó ante Pilato, de acuerdo con el muy
divulgado texto del Evangelista San Juan (XVIII, 33-36), que en la versión en
castellano de Mons. Félix Torres Amat, que es la que más ha sido difundida en
México, dice así:

“Oído esto, Pilato entró de nuevo en el pretorio, y llamó a Jesús, y le


preguntó: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿dices tú eso de ti
mismo, o te lo han dicho de mí otros? Replicó Pilato: ¿Qué, acaso soy yo judío?
Tu nación y los pontífices te han entregado a mí: ¿qué has hecho tú? Respondió

4
JOAQUÍN AZPIAZU, S. J., Direcciones Pontificia. Editorial Voluntad, S. A., Madrid, 1927, pp.
328-329, 329-330.
5
Apud, nota 3, p. 49.
Jesús: Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, claro está
que mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los
judíos; mas mi reino no es de acá”.

Otro Prelado español, Mons. Felipe Scío de San Miguel, Obispo de


Segovia, tradujo también la frase inicial de la respuesta de Cristo a Pilatos, en el
versículo 36 del capítulo XVIII del Evangelio de San Juan: “Mi reino no es de
este mundo”. Y comentó en nota explicativa, dando su parecer equivocado por
lo absoluto: “Mi reino no es temporal: no es reino que deba causar recelos ni
sobresaltos a los otros reyes; y así ¿qué tienen que temer?” No incurrió en el
error de negar rotundamente que el Reino de Cristo es indudablemente
temporal, además de indiscutiblemente espiritual, el dominico francés Fr. M. J.
Ollivier, O. P., pues escribió de Poncio Pilato:

“Así que tuvo en su presencia al Maestro, le hizo esta pregunta: ¿Eres tú


verdaderamente el Rey de los judíos? Aunque indicada con naturalidad la
cuestión, parece que debía proponerse en otros términos; tan culpable resultaba
Jesús a los ojos de Tiberio y de su representante por pretender el título de rey,
como por serlo de verdad. Pilato, pues, se habría expresado con más exactitud
preguntando: ¿Has pretendido verdaderamente ser el Rey de los judíos? Sino
que, como ya admiraba el carácter de su interlocutor, no osaba atribuirle
pretensiones sin fundamento. Parecíale incapaz de esos ensueños orgullosos en
que sólo se abisman las almas vulgares, y aún menos de esas trapacerías que
deshonran igualmente a sus inventores y a sus adeptos. No quedaba, pues, sino
una cuestión que plantear; la misma cuya fórmula nos ha conservado el
Evangelio: ¿Eres tú verdaderamente el Rey de los judíos?
Jesús con una mirada profunda pareció que sondeaba el alma del
Procurador: ¿Dices esto por tu propio impulso, le preguntó, o repites lo que
otros te han dicho de mi? Grande hubo de ser la sorpresa de Pilato al ver
adivinado su pensamiento, pero no le convenía descubrirlo. En consecuencia,
abandonó bruscamente el terreno en que se había colocado, para buscar otro
más favorable: ¿Soy yo acaso judío?, respondió eludiendo una respuesta
directa: Tus conciudadanos y sus sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has
hecho? Quizá en aquel instante pálida sonrisa apuntaría en los labios del
Maestro al ver el aprieto en que se encontraba Pilato. El amor propio del
Procurador le habia hecho dar una respuesta poco digna de su persona y de su
ministerio: así lo comprendía y no podía orillar lo que más le preocupaba, lo de
la realeza atribuída a Jesús, de la cual conocía que sus acusadores no tenían
noción exacta. ¿Cómo volvería a este primer camino, abandonado demasiado
pronto, sin deslucirse?
Jesús tuvo compasión de él. Mi reino, le dijo, viniendo a la verdadera
cuestión, no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, mis ministros
sin duda pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos: mas ahora mi
reino no es de aquí. El pensamiento estaba claro. Rey o pretendiente de la
realeza, según las ideas ordinarias, habría tenido partidarios ligados a El con el
lazo de comunes intereses y esperanzas, obligados a defenderle con las armas,
como había acontecido recientemente con los últimos Asmoneos, con Herodes,
con Judas Gaulonita. Pero nadie podía echarle en cara que hubiese asalariado
una banda o un ejército para conservar o reivindicar su derecho. Tenía, pues,
esta realeza un carácter particular que la colocaba fuera y por encima de las
conocidas del mundo. Pilato aparentó no haber comprendido esta conclusión y
fijarse solamente en el título de Rey que reclamaba Jesús. ¿Luego eres Rey?
Cristo sin vacilar afirmó que lo era; pero quiso hacer más, refutando la pueril
objeción que pretende impedirle reinar en los tiempos presentes. Su reino no se
funda en la herencia ni en la elección, que son dos formas del asentimiento
humano; existe independientemente de la voluntad o del consentimiento de los
hombres”. 6

Fr. María José Ollivier, O. P., terminó de escribir su ensayo histórico La


Pasión en Jerusalén, donde fechó, el 2 de julio de 1890, Fiesta de la Visitación
de la Santísima Virgen, la dedicatoria de su libro “A todos los que Dios prueba
en el espíritu o en el cuerpo el autor dedica este libro, que escribió pensando en
ellos”; y siete lustros después, otro religioso francés, el R. P. Adhemar d’Alés,
S. J., –famoso en el orbe católico por su atinada dirección del Dictionaire
Apologetique de la Foi Catholique, y por los ensayos suyos en éste incluidos–,
escribió su magnífico estudio titulado “Le Regne Social de Jesus-Christ”,
publicado en el número del 20 de abril de 1925 de la famosa Revista Católica de
Interés General “Etudes”, editada entonces como ahora en París por la
Compañía de Jesús; y de estudio tan enjundioso en esta parte, relativa a una de
las objeciones –la que más se ha generalizado– contra el Reinado Temporal de
Cristo:

“Se objeta también lo dicho por Cristo a Pilato (Io., XVIII, 36): ¡Mi
reino no es de este mundo! Conocemos ya la respuesta de los Padres de la

6
FR. MARÍA JOSÉ OLLIVIER, O. P., La Pasión. Ensayo Histórico. Traducción del francés por el
Doctor D. Joaquín Torres Asensio, Canónigo Lectoral de la Santa Iglesia Catedral de Madrid. Librería Católica
de Gregorio del Amo, Madrid, 1892, pp. 229-231.
Iglesia. Cristo no pretendió negar que su reino estuviera en este mundo, ni que
El tuviera sobre los tronos de este mundo un derecho superior al de todos los
monarcas. Sólo se propuso señalar que no debía nada a este mundo y no
pretendía nada de él. Se ha visto que el día en que se le quiso hacer rey, se
ocultó. La Iglesia, en su liturgia, se inspira en una palabra de San Agustín, para
criticar suavemente a los poderosos de este mundo que desconfían de Jesús: no
ha venido a arrebatar los tronos de este mundo, Quien distribuye tronos en el
cielo:

Crudelis Herodes, Deum


Regem venire quid times?
Non eripit mortalia
Qui regna dat caelestia (Brev. Rom., Epifanía).

(¿Por qué temes, oh Herodes, rey tirano,


que se anuncie el Dios Rey de los mortales?
Pues qué, ¿con fuerte mano
Aquel que da los reinos celestiales
no quita los terrenos, no quita soberanos? 7)

Lo que es señalar la preeminencia de la realeza espiritual, pero no


excluir la temporal”.

Unos cuantos meses después, en su citado resumen y comentario de la


Encíclica Quas primas, escribió el religioso español R. P. Joaquín Azpiazu, S.
J., después de explicar con palabras ya transcritas, cómo Cristo es Rey
espiritual:

“Los judíos, soñadores de grandezas, no entendieron de este Reino, y lo


despreciaron; Herodes, prendido de las ideas judaicas, temeroso de que Cristo
le quitara el cetro, le buscó para matarle. Inútilmente. El Reino de Cristo no era
de este mundo. Así, con estas palabras, se lo dijo a Pilato en la Pasión”. 8

7
Esta traducción ha sido tomada del Novísimo Eucologio Romano. Devocionario Completo Compuesto
y Arreglado Según el Breviario y Misal Romano por el Iltre. Sr. D. José Sayol y Echeverría, Canónigo de la
Santa Metropolitana y Primada Iglesia de Tarragona. Quinta Edición. Lorrens Hermanos, Barcelona, 1877, p.
730.
8
Apud, nota 4, p. 329.
Y a continuación afirmó con verdad según ya se vio: “Pero Cristo es
también Rey temporal. Y como tal tiene un poder de jurisdicción”. Y agregó
con exactitud:

“A quien quiera recorrer las Sagradas Escrituras y sacudir el polvo a los


documentos venerandos de la tradición cristiana resalta esta realeza de Cristo
Hombre en multitud de pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento... Desde su
nacimiento fue Cristo Rey, y en el cielo lo sigue siendo, aun en cuanto Hombre,
de idéntica manera”.

Tres años después, el mismo P. Azpiazu escribió ya cerca de la clave de


la gran cuestión:

“A fuerza de comentar falsamente el dicho de Jesucristo, mi reino no es


de este mundo, a fuerza de gritar en todas partes que el sacerdote no es más que
un hombre de Iglesia, y que no deberá ser otra cosa, los enemigos de la Iglesia
parece que han terminado por hacer aceptar con verdad incontestable que el
sacerdote no se debe entremezclar en la política. Es fácil interpretar mal textos
del Evangelio. No dijo mi reino no es de este mundo, sino mi realeza no es de
este mundo, es decir, no me la han dado los hombres, sino que proviene de
Dios, es toda divina. La objeción escriturística ya con esto se ha desvanecido”. 9

Pero tampoco es exacto expresar que Cristo dijo a Pilato: mi realeza no es


de este mundo, lo que obligó al P. Azpiazu a explicar, advirtiendo que se basaba
en un artículo de otro jesuita, el francés H. Bercholis, titulado “Le role du clergé
dans la societé moderne”, que así manifestó Cristo que su realeza no se la han
dado los hombres, sino que proviene de Dios, es toda divina. Lo indicado
entonces es hacer la traducción al español sustituyendo el no es de, por no
proviene de, o sea, correspondiendo las palabras a lo que Cristo significó
realmente al decir a Poncio Pilato: “Mi realeza no proviene de este mundo”.
El 24 de agosto de 1865 recordó el Cardenal Miguel García Cuesta,
Arzobispo de Santiago de Compostela, España, estas palabras sapientísimas
sobre la traducción mi reino no es de este mundo, escritas por el Padre y Doctor
de la Iglesia San Agustín, Obispo de Hipona: “No dijo Cristo: mi reino no está
en este mundo, sino, no es de este mundo; no dijo: mi reino no está aquí, sino
mi reino no es de aquí”. Contundente argumento al que precedió escribiendo,

9
JOAQUÍN AZPIAZU, S. J., La Acción Social del Sacerdote. Editorial Voluntad, S. A., Artes
Gráficas, Madrid, 1929, pp. 480-481.
entre otras, estas palabras, que precisan el sentido de las de Cristo, regnum
meum non est de hoc mundo:

“Toda la equivocación viene de que la preposición de, en latín y en


castellano, significa unas veces el objeto, la materia de que se trata, y otras el
origen: cosa que por ser tan clara, no necesita prueba. Pues bien, la preposición
de, en el pasaje citado significa evidentemente el origen, como se ve por el
texto original en que la preposición no tiene el doble sentido que en latín y
castellano; y el mismo Jesucristo lo dijo bien claro, añadiendo: si ex hoc mundo
esset regnum meum, etc.: si mi reino fuese de este mundo, mis ministros
pelearían ciertamente para que no fuese entregado a los judíos; mas ahora mi
reino no es de aquí: regnum meum non est hinc. ¿Puede estar más claro el
pensamiento de Jesucristo, y que es una falsa inteligencia el afirmar que dijo en
este lugar que su reino no trataba de las cosas de este mundo?” 10

Sobre esto mismo se dijo, coincidiendo con lo dicho por el Cardenal


García Cuesta, si bien sin conocer el razonamiento del Purpurado español
décadas antes, en el editorial “La Vieja Argucia” del diario La Nación, número
del 11 de julio de 1912, periódico que se editaba en la ciudad de México y era
órgano oficial del Partido Católico Nacional, que tan corta existencia tuvo:

“Cuando Jesucristo dijo que su reino no era de este mundo, no se refirió


a la ubicación del reino sino a su origen. Su reino venía de lo alto y era para la
tierra. Porque Jesucristo no dijo: Mi Reino no está en este mundo (non est in
hoc mundo); sino que dijo: Mi Reino no viene de este mundo (non est ex hoc
mundo). La proposición griega ek y la latina ex...” 11

En ese su “notable trabajo”, en que “hace un señalado servicio a todas las


almas cristianas, presentándoles, con las palabras y la autoridad del texto
divino, la relación más completa y más auténtica de los actos del Hombre
Dios”, tradujo en esta forma el Cgo. Weber el versículo 36 del capítulo XVIII
del Evangelio de San Juan, dando a las palabras el sentido exacto con que las
dijo Cristo a Poncio Pilato: “Mi Realeza, respondió Jesús, no viene de este
mundo. Si mi Realeza viniera de este mundo, mis gentes no dejarían de

10
CGO.. ALFREDO WEBER, El Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, o los Cuatro
Evangelios en uno solo, traducción de la 48a. edición francesa, por el Pbro. José Domingo María Corbató.
Imprenta Zech e hijo, Braine-le Comte, Bélgica, 1924, pp. 9-10.
11
Aquí falta, en los originales, una cuartilla.
defenderme para que no cayese en poder de los judíos. No, ahora mi Reino no
es de acá”. Y replicó, precisando toda la verdad:

“La Realeza de Jesús viene de más arriba de este mundo; y si bien es


Rey de todos los pueblos, no aspira a una dominación puramente temporal.
Quiere reinar en las almas, en los corazones y en las voluntades. Pero si su
Realeza no viene de este mundo, en este mundo se ejerce y su dominio es
universal: su Realeza se extiende a los individuos, a las familias, a las
sociedades, a las naciones, a toda la humanidad”. 12

12
Ibid., p. 302.
II
IMPERIO DEL REINADO TEMPORAL DE CRISTO

EL REINO TEMPORAL DE CRISTO

En la primera de sus contrarrevolucionarias Encíclicas, E supremi


apostolatus cathedra, dada el 4 de octubre de 1903, recordó San Pío X, citando
al Santo Rey David, que “Dios es el Rey de toda la tierra” (Ps., LXVI, 8), por lo
que los católicos debemos proceder, “y esto es lo que importa más, por la
palabra y por las obras, afirmando y reivindicando públicamente para Dios la
plenitud de su soberanía sobre el hombre y sobre toda criatura, de modo que sus
derechos y su potestad de mandar sean con veneración por todos reconocidos y
prácticamente respetados”, y luchar como lo dijera el Apóstol de los Gentiles,
San Pablo de Tarso, por lo que sería para tan santo y combativo Papa el único
fin de su Pontificado: “el de restaurar todas las cosas en Cristo (Ad Ephes., I,
10), para que Cristo lo sea todo en todas las cosas (Ad Coloss, III, 11)”.
Diecinueve años después, también en su primera Encíclica, Ubi arcano Dei,
sobre la Paz de Cristo en el Reino de Cristo, lema de su Pontificado, dada el 23
de diciembre de 1922, enseñó la Santidad de Pío XI:

“Hemos visto y considerado que la causa principal del desconcierto, de


las inquietudes y peligros que acompañan a la falsa paz es el haber venido a
menos el imperio de la ley y el respeto a la autoridad, después que a una y otra
había faltado su misma razón de ser al serles negado su origen de Dios, Creador
y Ordenador universal, y hasta negados los derechos de Dios mismo. El
remedio está en la paz de Cristo, ya que la paz de Cristo es paz de Dios, y ésta
no puede existir sin respeto del orden, de la ley y de la autoridad; en el Libro de
Dios está escrito: Conservad la disciplina con paz (Eccli., XLI, 17). Gran paz
para los que aman tu ley, Señor (Ps., CXVIII, 165). El que teme el precepto,
vivirá en paz (Prov, XIII, 13).
Y Jesús mismo enseña más claramente: Dad al César lo que es del
César (Matth., XXII, 21); y hasta en el mismo Pilato reconoció la autoridad
social que viene del Cielo (Joann, XIX, 11), como había reconocido la
autoridad hasta en los escribas y los fariseos, que se sentaron en la cátedra de
Moisés (Matth., XXIII, 2); y reconociendo en María y José la autoridad
doméstica, sujetóse a ellos gran parte de su vida. Y hacía proclamar
solemnemente esta doctrina por sus Apóstoles, de los cuales San Pablo enseña
que: Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; porque no hay
potestad que no provenga de Dios (Rom., XIII, 1).
Pero aquellas mismas vicisitudes sociales que crearon y acrecentaron la
necesidad de cooperación del Clero y de los fieles han creado también peligros
nuevos y más graves a su triunfo. Son ideas no rectas y no sanos sentimientos
con que, después del huracán de la guerra mundial y de los acontecimientos
políticos y sociales que la siguieron, se diría infestada la atmósfera misma que
respiramos, pues como son tan frecuentes los casos de contagio, tanto más
peligrosos cuanto menos prontamente advertidos, merced a las innegables
apariencias de la verdad y del bien que los disimulan que aun los mejores entre
los fieles, y hasta de los Sacerdotes, no han quedado del todo inmunes.
No son pocos los que creen y dicen sostener las doctrinas católicas sobre
la autoridad social, sobre el derecho de propiedad, sobre las relaciones entre el
capital y el trabajo, sobre los derechos de los trabajadores de la industria y del
campo, sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, entre la Religión y la
Patria, entre clase y clase, entre Nación y Nación; sobre los derechos de la
Santa Sede y las prerrogativas del Pontífice Romano y del Episcopado; sobre
los derechos sociales de Jesucristo mismo, Creador, Redentor y Señor de los
individuos y de los pueblos; pero después hablan, escriben y, lo que es más,
obran, como si no tuvieran que seguir, o a lo menos no siguen con el rigor
primero, las doctrinas y las prescripciones solemne e invariablemente
recordadas e inculcadas en tantos documentos pontificios, señaladamente de
León XIII, Pío X y Benedicto XV, como normas que tienen su base y su raíz en
el dogma y en la moral de la Iglesia Católica. En esto hay que reconocer un
cierto modernismo moral, jurídico y social; el cual, juntamente con aquel
modernismo dogmático, enérgicamente reprobamos.
Es menester recordar aquellas doctrinas y aquellas prescripciones;
despertar en todos aquel espíritu de fe, de caridad sobrenatural y de cristiana
disciplina que sólo puede dar la recta inteligencia, e imponer el cumplimiento
de aquéllas. Es menester hacer esto más que nunca con la juventud, sobre todo
con aquella que se encamina al Santuario, para que en este tan gran trastorno de
cosas y tanta confusión de ideas, no sea que, como dice el Apóstol, ande
fluctuando a merced de todo viento de doctrina, por la malignidad de los
hombres, que engañan con astucia para introducir el error (Efes., IV, 14).
Si se considera que los pensamientos y las enseñanzas de Jesucristo
sobre los valores internos y espirituales, sobre la dignidad y santidad de la vida,
sobre la autoridad y la obediencia, sobre la ordenación divina de la sociedad,
sobre la santidad sacramental del matrimonio y la consiguiente santidad
verdadera y propia de la familia; si se considera, decimos, que estos
pensamientos y enseñanzas de Cristo (juntamente con todo aquel tesoro traído
por El a la humanidad, y en que aquellos encajan como complemento) fueron
confiados por El exclusivamente a su Iglesia, con promesa solemne de
indefectible asistencia, a fin de que en todos los siglos y entre todas las gentes
fuese la maestra infalible, no puede menos de reconocerse cuál y cuánta parte
debe tener la Iglesia Católica en la obra de remediar los males del mundo y de
conducir a los hombres a la sincera pacificación.
Precisamente porque, única e infalible depositaria e intérprete de estos
pensamientos y enseñanzas, ella sola posee verdadera e inextinguible la
capacidad de combatir eficazmente el materialismo, que tantas ruinas ha
acumulado y tantas amenazas acumula, introduciendo y manteniendo el
verdadero y sano espiritualismo, el espiritualismo cristiano, que tanto supera en
verdad y practicidad al puramente filosófico, cuanto la Revelación está por
encima de la pura razón; la capacidad para unir entre sí las diversas clases
sociales y el pueblo en general con sentimientos de elevada benevolencia y con
cierta fraternidad (San Agustín, De mor. Eccl. cath., I, 30), y elevando hasta
Dios en Cristo el valor de la dignidad humana; la capacidad, en fin, de corregir
verdadera y eficazmente toda la vida privada y pública, sujetándolo todo y
todos a Dios, que ve los corazones (III Reg., XVI, 7), a sus órdenes, a sus leyes
y a sus sanciones; penetrando así en el santuario de la conciencia, tanto de los
súbditos como de los que mandan, y formando a todos en los, deberes y en
todas las responsabilidades para que Cristo esté en todo y en todos (Col., III,
11).
“Por esto, por ser la Iglesia, y serlo ella sola, formadora segura y
perfecta de conciencias, merced a las enseñanzas y auxilios que a ella sola
confirió Jesucristo, no solamente puede contribuir al presente a la paz con todo
lo que le falta para ser la verdadera paz de Cristo; sino puede también, más que
todo otro factor, contribuir para asegurar esta paz hasta en el porvenir, que
ahora es tan tenebrosamente incierto, alejando el peligro de nueva guerra.
Enseña, en efecto, la Iglesia (y ella sola tiene el mandato, y con el
mandato el derecho de enseñarlo autorizadamente), que no sólo los actos
humanos privados y personales, sino también los públicos y colectivos, deben
conformarse con la ley eterna de Dios y con las disposiciones divinas; más
todavía que los primeros, los segundos, como que sobre ellos pesan
responsabilidades más grandes y terribles.
Cuando gobiernos y pueblos sigan en sus actos colectivos, tanto en los
internos como en las relaciones internacionales, aquellos dictámenes de
conciencia que las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Jesucristo
proponen, y se imponen a todo hombre, entonces podrán fiarse los unos de los
otros, y tener fe en la pacífica resolución de las dificultades y controversias que
por diferentes criterios y oposiciones de intereses pueda surgir.
Alguna tentativa se ha hecho ya en este sentido; pero con muy exiguo
resultado, especialmente, por confesión común, en las cuestiones más
importantes que dividen y encienden a los pueblos. Y no hay institución
humana que pueda dar a las naciones un código internacional correspondiente a
las condiciones modernas, cual tuvo en la Edad Media aquella verdadera
sociedad de naciones que fue la Cristiandad. Derecho con frecuencia violado en
la práctica, pero que permanecía, sin embargo, como un llamamiento y como
una norma, según la cual se podía juzgar los actos de las naciones.
Pero hay una institución que es capaz de custodiar la santidad del
derecho de gentes, una institución que pertenece a todas las naciones y a todas
ellas superior, y además, dotada de máxima autoridad y venerada por la
plenitud de su magisterio: la Iglesia de Cristo, ya por mandato divino, ya por su
misma naturaleza y constitución, por sus tradiciones, por el prestigio con que de
la guerra mundial salió, antes que disminuido, grandemente aumentado.
De cuanto hemos considerado aparece que la verdadera paz, la paz de
Cristo, no puede llegar a ser la bella y benéfica realidad que todos suspiramos,
si no son admitidos los principios, observadas las leyes y obedecidos los
preceptos de Cristo en la vida pública y en la privada; y una vez así ordenada la
sociedad humana, pueda por fin la Iglesia, ejercitando su divino mandato,
mantener todos los derechos de Dios, lo mismo sobre los individuos que sobre
la sociedad.
Todo se expresa con una sola palabra: ‘El Reino de Cristo’. Porque reina
Jesucristo en la mente de los individuos con su doctrina, en el corazón con su
caridad, en la vida de cada uno con la observancia de su ley y la imitación de
sus ejemplos.
Reina Jesucristo en la familia cuando, formada en la santidad del
verdadero y propio Sacramento, expresamente instituido para ella por el mismo
Jesucristo, conserva inviolado el carácter de Santuario, donde la autoridad de
los padres sea un reflejo de la paternidad divina, de la cual desciende y recibe
su denominación (Eph., III, 15); la obediencia y la piedad de los hijos se
asemeja a la del Niño Jesús en Nazareth; la vida y las conversaciones se
inspiran plenamente en la pureza, en la santidad y en la paz de la Sagrada
Familia.
Reina, finalmente, Jesucristo en la sociedad cuando es reconocida y
reverenciada la suprema y universal soberanía de Dios, con el origen divino y
ordenación de los poderes sociales, de donde se derivan en lo alto la base y la
norma para mandar, y abajo el deber y la nobleza de obedecer. Reina cuando es
reconocido a la Iglesia de Jesucristo el lugar que El mismo le asignó en la
sociedad humana, dándole forma y constitución de Sociedad, y por razón de su
fin perfecta, suprema en su orden; constituyéndola depositaria e intérprete de su
pensamiento divino, y por lo mismo maestra y guía de la sociedad puramente
natural; no para mermar la soberanía de ésta, dentro del propio orden de su
competencia, sino para perfeccionarla como la gracia perfecciona la naturaleza,
y para dar a los hombres una ayuda eficaz en orden a la consecución de su fin
último, o sea de la eterna felicidad, y con esto hacerles más merecedores y más
seguros de la posesión de los bienes temporales y eternos”.

SOBERANÍA SOCIAL Y SOBERANÍA POLÍTICA

En las palabras que se acaban de citar, es evidente que el Papa Pío XI se


refirió, al precisar en qué consiste el Reino de Cristo, en lo que respecta a lo
temporal, al reinado familiar, social y político de Jesucristo, que se ejerce por
medio de lo que el Soberano Pontífice denominó en su Encíclica-Programa, la
Ubi arcano Dei, “la autoridad de los padres” de familia, como “un reflejo de la
paternidad divina”, “los poderes sociales”, a los que aludió al hablar de “las
doctrinas católicas sobre la autoridad social”, mencionándola otra vez en esa
Encíclica; y en otra magnífica, la Quadragesimo anno, dada el 15 de mayo de
1931, volvió a hablar de ella juntamente con la autoridad política, y debe tenerse
en cuenta que esta Encíclica trata de la restauración del orden social cristiano,
sobre cuya realización enseñó:

“Al hablar de la reforma de las instituciones pensamos principalmente en


el Estado; no que deba esperarse de su influjo toda la salvación, sino que por el
vicio que hemos llamado ‘individualismo’ han llegado las cosas a tal punto que,
abatida y casi extinguida aquella exuberante vida social, que en otros tiempos
se desarrolló en las corporaciones o gremios de todas clases, han quedado casi
solos frente a frente los particulares y el Estado, con no pequeño detrimento
para el mismo Estado; pues, deformado el régimen social, y recayendo sobre el
Estado todas las cargas que antes sostenían las antiguas corporaciones, se ve él
abrumado y oprimido por una infinidad de negocios y obligaciones.
Es verdad, y lo prueba la historia palmariamente, que la mudanza de las
condiciones sociales hace que muchas cosas que hacían aun las sociedades
pequeñas, hoy no las puedan ejecutar sino las grandes colectividades. Y sin
embargo, queda en la filosofía social fijo y permanente, aquel principio, que ni
puede ser suprimido ni alterado: como es ilícito quitar a los particulares lo que
con su propia iniciativa y propia industria pueden realizar para encomendarlo a
una comunidad, así también es injusto, y al mismo tiempo de grave perjuicio y
perturbación del recto orden social, avocar a una sociedad mayor y más elevada
lo que pueden hacer y procurar comunidades menores e inferiores. Todo influjo
social debe por su naturaleza prestar auxilio a los miembros del cuerpo social,
nunca absorberlos y destruirlos.
Conviene que la autoridad pública suprema deje a las corporaciones
inferiores el cuidado de tratar por sí mismas los asuntos de menor importancia,
que de otro modo le serían de grandísimo impedimento para cumplir con mayor
libertad, firmeza y eficacia lo que a ella sola corresponde, ya que sólo ella
puede realizarlo, a saber: dirigir, vigilar, estimular, castigar según los casos y la
necesidad lo exijan. Por tanto, tengan bien entendido esto los que gobiernan:
cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las diversas
agrupaciones, quedando en pie este principio de la función supletiva del Estado,
tanto más firme será la autoridad y el poder social, y tanto más próspera y feliz
la condición de los asuntos públicos”.

Adelante señaló Pío XI en la misma Encíclica Quadragesimo Anno: “Una


severa disciplina moral, fuertemente mantenida por la autoridad social, podría
corregir o aun prevenir estos gravísimos inconvenientes; pero desgraciadamente
faltó muchísimas veces”. En la versión española de la Encíclica que más se ha
difundido en México, se traduce autoridad pública en vez de autoridad social, a
la que se refirió el Papa, y también a menudo se traduce asociaciones cuando se
trata de corporaciones, lo que es bien distinto, pues como lo explicó el gran
maestro católico tradicionalista español Juan Vázquez de Mella y Fanjul, el
mejor expositor de la soberanía social y la soberanía política, y autor del
nombre propio del orden jerárquico entre las diversas agrupaciones de que
habló Pío XI, todo ello en los discursos pronunciados por el gran orador y
escritor carlista en el Parlamento español los días 12 de noviembre de 1906, 18
de junio de 1907 y 17 de junio de 1914:

“Enfrente de esta inmensa burocracia, de este Estado omnipotente, yo he


proclamado aquí una teoría que no puedo naturalmente desarrollar en este
instante, que he indicado algunas veces en este recinto, donde las cuestiones
doctrinales y de principios está visto que no pueden ser acogidas con la
atención con que se acogen muchas veces los gracejos que sustituyen con gran
ventaja a las demostraciones y a los razonamientos. Yo expondría aquí una
teoría de la soberanía social diferente de la soberanía política, que vienen
confundidas desde los pensadores de Grecia; soberanía social que es la esencia
de las libertades públicas, enfrente de lo que sostienen los tratadistas modernos
y alguno muy distinguido de Hacienda, como Flora, que ha llegado a decir,
como otros muchos que podría citar, que las libertades regionales, que las
libertades jerárquicas de las clases, que la libertad económica de los gremios
entendidos en el sentido amplio en que puede caber la industria moderna, todo
eso no tiene derecho a existir en una democracia, porque, identificándose en
ella el objeto y el sujeto de la ley, los gobernantes y los gobernados, y
difundiéndose por todas partes la soberanía, ninguna sociedad necesita garantía
contra sí misma, porque, llegando a identificarse la sociedad y el Poder y a ser
una sola cosa mirada por dos aspectos diferentes, el Estado se confunde con la
sociedad y la sociedad con el Estado. Nadie tiene que escudarse y defenderse
contra las extralimitaciones propias; son inútiles todos esos contrarrestos de las
colectividades que forman lo que yo llamo la jerarquía ascendente de los
Poderes sociales, desde el solar de la familia hasta la más amplia región,
proclamando todas juntas, con su variedad y sus diferencias, que tienen el
derecho a una unidad directiva que es la causa del Estado nacional. 13
Toda persona tiene como atributo jurídico lo que se llama autarquía; es
decir, tiene el derecho de realizar su fin, y para realizarlo tiene que emplear su
actividad, y, por lo tanto, tiene derecho a que otra persona no se interponga con
su acción entre el sujeto de ese derecho y el fin que ha de alcanzar y realizar.
Eso sucede en toda persona. Y como, para cumplir ese fin, que se va
extendiendo y dilatando, no basta la órbita de la familia, porque es demasiado
restringida, y el deber de perfección que el hombre tiene la induce a extender en
nuevas sociedades lo que no cabe en la familia, por sus necesidades
individuales y familiares, y para satisfacerlas viene una más amplia esfera y
surge el municipio como senado de las familias. Y como en los municipios
existe esa misma necesidad de perfección y protección, y es demasiado
restringida su órbita para que toda la grandeza y la perfección humana estén
contenidas en ella, surge una esfera más grande, se va dilatando por las
comarcas y las clases hasta constituir la región. De este modo, desde la familia,
cimiento y base de la sociedad, nace una serie ascendente de personas
colectivas que constituye lo que yo he llamado la soberanía social, a la que
varias veces me he referido y cuya relación fundamental voy a señalar esta
tarde.
Así, desde el cimiento de la familia, fundada en ella como en un pilar,
nace una doble jerarquía de sociedades complementarias, como el municipio,
como la comarca, como la región; de sociedades derivativas, como la escuela,
como la Universidad, como la Corporación. Estas dos escalas ascendentes, esta
jerarquía de Poderes, surge de la familia y termina en las regiones, que tienen
cierta igualdad entre sí, aunque interiormente se diferencian por sus atributos y
propiedades. Los intereses y las necesidades comunes de esa variedad, en que

13
Obras Completas del Excelentísimo Señor Don Juan Vázquez de Mella y Fanjul, edición príncipe de
la “Junta del Homenaje a Mella”, en varios años antes y después del glorioso Alzamiento Nacional de España.
Tip. Clásica Española, Madrid, vol. VI, pp. 104-106.
termina la jerarquía, exigen dos cosas: las clases que la atraviesan
paralelamente distribuyendo las funciones sociales, y una necesidad de orden y
una necesidad de dirección. Puesto que ni las regiones ni las clases no pueden
dirimir sus contiendas y sus conflictos, necesitan un Poder neutral que pueda
dirimirlos y que pueda llenar ese vacío que ellas por sí mismas no pueden
llenar. Y como tienen entre sí vínculos y necesidades comunes que expresan las
clases, necesitan un alto Poder directivo, y por eso existe el Estado, o sea la
soberanía política propiamente dicha, como un Poder, como una unidad, que
corona a esa variedad, y que va a satisfacer dos momentos del orden: el de
proteger, el de amparar, que es lo que pudiéramos llamar el momento estático, y
el de la dirección, que pudiéramos llamar el momento dinámico.
Las dos exigencias de la soberanía social son las que hacen que exista, y
no tiene otra razón de ser, la soberanía política, y esas exigencias producen
estos dos deberes correspondientes para satisfacerlas, los únicos deberes del
Estado: el de protección y el de cooperación. De la ecuación, de la conformidad
entre esa soberanía social y esa soberanía política, nace entonces el orden, el
progreso, que no es más que el orden marchando, y su ruptura es el desorden y
el retroceso. Entre esas dos soberanía había que colocar la cuestión de los
límites del Poder, y no entre las partes de una, como lo hizo el
constitucionalismo.
Y cosa notable, señores: durante todo el siglo XIX, una antinomia
irreductible ha pasado por todos los entendimientos liberales, sin que apenas se
advirtiese la contradicción entre el derecho político y la economía
individualista. La economía individualista era optimista; suponía que la libertad
se bastaba a sí misma; que, dejados libremente todos los intereses, iban a volar
por el horizonte como las palomas y se iban a confundir en un arrullo de amor;
pero el derecho político, informado por Montesquieu, era pesimista, suponía
que el Poder propende siempre al abuso, y que había que contrarrestarle con
otro Poder; y como no alcanzó la profunda y necesaria distinción entre la
soberanía social y la política, unificó la soberanía: creyó que no había más que
una sola, la política, y le dio un solo sujeto, aunque por delegación y
representación parezca que existan varios, y vino a dividirla en fragmentos para
oponerlos unos a otros, y buscó así dentro el límite que debiera buscar fuera. 14
Unificadas las dos soberanías, unificadas la soberanía política y la
soberanía social, como las han manifestado todos los sistemas políticos
liberales modernos, entonces el límite tenía que buscarse dentro del Poder
mismo, y por eso se dividió el Poder; de cada facultad del Poder (con una
división semejante a la que los vitalistas han hecho de las facultades humanas,

14
Ibid., vol. X, pp. 176-180.
negando su unidad) se hizo un Poder nuevo; y así esas facultades –que se
encontrarán siempre en la función diplomática, en la mercantil, por ejemplo,
que existen hasta en el último expediente que se incoe en un Ministerio– se
separaron formándose aquella famosa trilogía del Poder: de un lado el Poder
legislativo, de otro el Poder ejecutivo, de otro el Poder judicial. 15
En la persona humana existen cuatro relaciones esenciales: la de
causalidad, la de finalidad, la de igualdad, y, por último, la de superioridad
sobre los seres que le son inferiores... Y ved, señores, aquí otra consecuencia
capital que se deduce de esta doctrina: la persona humana es el arquetipo de
todas las personas colectivas; a semejanza del hombre se constituyen las
sociedades; y estas relaciones que se encuentran como esenciales en el hombre,
tienen que encontrarse también de alguna manera en todas las otras sociedades,
porque dejarían de ser humanas si no se conformasen con la naturaleza del
hombre y no la reflejasen... En el Estado, señores, existen estas relaciones; ellas
marcan sus deberes, señalan sus derechos, son fuentes de sus atribuciones, y
establecen la verdadera distribución de la energía política del Estado, de su
soberanía, y una nueva clasificación de eso que se han llamado Poderes y que
son funciones del Poder... Así tendrá el Estado, no los tres famosos Poderes a
que desde Montesquieu vienen todos refiriéndose, sino que tendrá puede
decirse que siete: Poder religioso y moral, Poder internacional diplomático y
mercantil, Poder de superioridad y armónico para dirimir las contiendas de los
inferiores, Poder coercitivo para mantener el orden y amparar el derecho, Poder
militar y marítimo para la defensa. Poder económico. Poder de coordinación.
Y ved, señores, cómo, en vez de aquella simetría de los tres supuestos
Poderes o funciones del Poder, por una clasificación racional, elevada desde las
relaciones esenciales de la persona humana a las relaciones esenciales del
Estado, existen siete atribuciones o derechos que son los que verdaderamente
integran y constituyen la soberanía; y en aquella tríada constitucional que viene
imperando desde Montesquieu sin grandes alteraciones –porque no lo es la
añadidura del Poder regio o armónico para dirimir las contiendas entre los tres
famosos Poderes, puesto que por el refrendo le ejerce uno de los que debiera ser
equilibrado–, en esta teoría voy a demostrar que está el cimiento, la base del
centralismo moderno y la causa principal de la tiranía que con ella se trataba de
combatir.
En esa teoría se parte la soberanía política en fragmentos, se les opone
unos a otros mecánica y arbitrariamente, y se cree que con eso se evitan los
abusos del Poder; pero esa clasificación es absurda. El Poder judicial, el Poder
ejecutivo, el Poder legislativo, esos tres supuestos Poderes, no son más que

15
Ibid., vol. VIII, pp. 315-316.
medios, y medios comunes a todas las siete funciones que he demostrado; y es
que la división estaba hecha en aquello que no podía ser objeto de diferencia
por ser genérico y necesariamente común para cada una de las funciones del
Estado. Era, además, mecánica y absurda, y tenía que dar, por naturales
consecuencias, funestos resultados...
Ese afán de poner en un sujeto el Poder legislativo, en otro el ejecutivo y
en otro el judicial, creyendo que se va a conseguir en la práctica, y que así se va
a evitar todo abuso y toda tiranía, es una aberración semejante a aquella
aberración psicológica del vitalismo que ponía un alma para las facultades
intelectivas y las sensitivas, y otra para las orgánicas vegetativas, rompiendo así
la unidad de la persona humana revelada por la conciencia. No; ésa es una
aberración que no se realiza jamás en la práctica, porque la práctica tiene que
protestar contra ella; pero ha engendrado esta consecuencia funestísima: un solo
Poder administrativo, un solo Poder legislativo, un solo Poder judicial; y así ha
venido la centralización en todos los órdenes de la soberanía.
Señores: ¡un solo Poder legislativo, un solo Poder administrativo, un
solo Poder judicial, cuando no hay persona alguna que, en cierta medida, no
tenga dentro de su órbita jurídica como medios esos Poderes, que existen en la
persona humana, que tiene su facultad de legislar en la inteligencia, que tiene su
facultad ejecutiva en la voluntad y que tiene su Poder judicial en la conciencia!
Existe en el municipio, que tiene en las Ordenanzas municipales un Poder
legislativo, que tiene también medios de ejecución, que tiene la justicia
municipal, pues hasta en arábigo el nombre de ‘alcalde’ significa ‘juez’. Por
eso, señores, en toda sociedad veréis aparecer estos tres medios, porque son
necesarios para ejercitar la soberanía; pero medios comunes, para distintos
fines, y que, por ser comunes, no pueden servir para diferenciar nada, sino para
ser diferenciados...
Tenía razón –Montesquieu– al decir que el Poder tiende al abuso, y que
es necesario, por lo tanto, que otro Poder lo contrarreste; pero para eso no era
necesario dividir la soberanía política en fragmentos y oponerlos unos a otros;
para eso era necesario, y ésa es su primera función, reconocer su soberanía
social, que es la que debe limitar la soberanía política. La soberanía social es la
que debe servir de contrarresto; y cuando esa armonía se rompe entre las dos,
cuando no cumple sus deberes la soberanía política, entonces nacen las
enfermedades y las grandes perturbaciones del Estado. En un momento de
verdadero equilibrio, cumplen todos sus deberes, y a las exigencias de la
soberanía social corresponden los deberes de la soberanía política; pero cuando
la soberanía política invade la soberanía social, entonces nace el absolutismo, y,
desde la arbitrariedad y el despotismo, el Poder se desborda hasta la más
terrible tiranía.
El absolutismo consiste en la limitación jurídica del Poder, y consiste en
la invasión de la soberanía superior política en la soberanía social; y aun se
puede dar en los órganos de ésta, si penetran los principales en los subalternos.
He dicho soberanía política superior, y no lo es siempre. La soberanía social es
la que da todos los recursos que ahora se llaman medios de Gobierno; es la que
da todo el poder material, toda la fuerza que la soberanía política tiene el
derecho a exigir para gobernar; pero fuera de ese derecho es ella la que está
sometida a la soberanía social, porque la soberanía social es la que tiene el
derecho de ser ordenada y dirigida, con la consecuencia lógica de la resistencia
al Poder cuando se convierte pertinazmente en desordenador.
Y de esta manera, señores, se ve que, cuando la soberanía social se niega
en un pueblo porque la soberanía política la invade, empieza por las regiones,
sigue por las comarcas y los municipios y llega hasta las familias; y no
encontrando ya los derechos innatos del hombre un medio de asociación
permanente que esté fuera de la acción del Estado y que le sirva de escudo para
desarrollarse, los individuos mismos quedan sujetos a la tiranía del Estado; y
entonces, identificándose las dos soberanías, nacen los grandes socialismos
políticos, precursores de los económicos, por la absorción de todos esos
órganos en uno. La confusión de la soberanía social y política es la
característica de las sociedades paganas, y esta confusión sigue reinando en las
modernas con un neopaganismo que va extendiéndose cada vez más con el
acrecentamiento de atribuciones del Estado. Esta es la hora en que no hay una
sola entidad, una sola Corporación, una sola sociedad natural y de aquellas que
de las naturales se derivan, que no pueda levantarse contra el Estado y
demandarle por algún robo de algunas de sus facultades y de sus atributos.
Usurpándolo todo, avasallándolo todo, ha llegado a tener como derechos y
delegaciones suyas todas las demás personas jurídicas; ha llegado a más, a
considerarse como la única persona que existe por derecho propio, a sostener
que todas las demás existen en cierta manera por concesión o tolerancia suya. 16
He considerado a la soberanía social como naciendo y brotando del
manantial de la familia por una serie jerárquica ascendente y doble de
corporaciones, unas derivativas, como la escuela, la Universidad, y en cierto
modo las corporaciones económicas; otras complementarias, como la comarca
–y no digo la provincia, porque tiene un sabor imperial romano– y la región. Y
en esa serie ascendente de organismos sociales, que no brotan de arriba ni
nacen por merced ni concesión del Estado, sino que brotan y nacen de la
primera unidad social, esa jerarquía se despliega en una serie de autoridades

16
Ibid., vol. x, pp. 165-166, 167, 168, 171-172, 172-173, 174-176, 180-183.
iguales en cada grado de la jerarquía, en cada peldaño de ella, que termina en
una variedad de sociedades completas, como las regiones.
Ninguna puede resolver los conflictos que surjan entre ellas; no puede
tampoco ejercer la dirección de aquello que le es común; y como, además, esa
soberanía social no es sólo compuesta de esa doble jerarquía de Poderes, sino
también de las clases que las relacionan y cruzan y atraviesan paralelamente,
resulta la necesidad imperiosa de que exista un Poder de orden y de dirección
general, que sea verdaderamente moderador para resolver las contiendas, y,
además, para encauzar y dirigir todo lo que es común al fin colectivo de las
sociedades en que impera. Esa soberanía política tiene su origen inmediato en
una necesidad de orden y de dirección de la soberanía social.
La soberanía social es superior a la soberanía política, por algunos
conceptos: lo es la política en cuanto ordena y rige, pero es inferior en cuanto
necesita todos los medios materiales, económicos y de coacción, que tiene que
tomar de la soberanía social. Cuando la soberanía política invade la social nace
el absolutismo en la teoría, en todos sus grados; cuando la soberanía social
invade la política, la disgrega, la rompe, y entonces surge la anarquía; y si el
combate sigue en cada grado de la escala, la anarquía irá descendiendo hasta
producir la disolución de la sociedad; cuando chocan violentamente, estalla la
revolución.
Vosotros no admitís más que una sola soberanía, la famosa soberanía
inmanente, que está vinculada siempre en un cuerpo electoral más o menos
extenso; nosotros negamos esa soberanía, porque admitimos dos que difieren
substancialmente: la soberanía social y la soberanía política. La soberanía
social de todos sus órganos, fundados en la familia; los complementarios, como
el municipio, la comarca, la región; y los derivativos, como la escuela y la
Universidad, que deben tener la autarquía propia para dirigir su vida, forman
esa escala ascendente que termina en una gran variedad; y al llegar a esa
variedad, surge una necesidad común de orden y de dirección, pero sólo de
dirección del conjunto de los elementos inmediatamente componentes del todo
nacional, que son las regiones y las clases; y eso es lo que origina la soberanía
propiamente política del Estado, complemento de la soberanía social.
Vosotros afirmáis la unificación de la soberanía; para vosotros no existe
más que una, la política; para nosotros existe, además, la soberanía social,
constriñendo, limitando la invasión de la soberanía política. De aquí la
oposición radical, infranqueable, entre estos dos sistemas, el representativo-
social y el parlamentario-político... ¡Ah! es que hay dos sistemas opuestos y
contradictorios: el de la representación de los partidos y el de la representación
de las clases. Y no es lo mismo –como confundía mi querido amigo el señor
Cambó en su elocuente discurso; y no hay en esto censura, sino nada más que
una acotación a sus palabras– la representación por clases que la representación
corporativa. No se trata de la agremiación forzosa ni voluntaria, que es cosa
para nosotros secundaria, dentro de las clases, aunque yo me inclino más a la
voluntaria que a la forzosa.
No; se trata de la representación por clases, que no es lo mismo que la
representación corporativa. Puede haber voto corporativo y puede no haber voto
por clases; puede haber voto por clases y no haberle corporativo. Si no
estuvieran representadas más que ciertas corporaciones de orden económico, no
habría representación de las demás clases y habría voto corporativo. Pueden
estar representadas las clases sin tener interiormente corporaciones divididas en
secciones.
No hay, pues, que confundir los dos sistemas, aun cuando es natural y
lógico que la representación por clases lleve, como una derivación, el voto
corporativo dentro de ellas. Desde el momento en que existen estas categorías
sociales unificadas con un fin común colectivo, es natural que dentro de las
mismas clases se agremien sus miembros, y surge la Corporación y, por lo
tanto, el voto corporativo; pero repito que no son idénticos y que se pueden dar
las dos cosas separadas...
Pero yo distingo entre Asociaciones y Corporaciones. Para mí es
Asociación toda agrupación humana que tiende directamente al lucro
individual, al bienestar individual, y sólo indirectamente al bien social, como
todas las sociedades mercantiles y comerciales. Y son sociedades que merecen
el nombre de Corporaciones todas aquellas que tienden principalmente a un fin
social y sólo indirectamente a un fin individual, como son todas las
propiamente llamadas económico-sociales y las que se refieren al orden
religioso, al orden de la enseñanza, al orden de la caridad y al de la
beneficencia. Y hay, además, otra clase de Corporaciones que han precedido al
Estado, y a las cuales no tiene el Estado autoridad para darles el ser: las que de
la familia se derivan...
Los que afirmamos totalmente el orden cristiano nos encontraremos con
todos aquellos que establecen la negación revolucionaria en sus radicales y
extremas consecuencias... Así es que si yo quisiera dar una fórmula en cierta
manera moderna a mi sistema, como ni municipalismo ni regionalismo
expresan enteramente toda la gradación jerárquica de la soberanía y por las
clases y de la soberanía social, yo me atrevería a llamarle sociedalismo
jerárquico, idea que quiere restaurar la persona colectiva, las clases sociales,
mermando al Estado y arrancándole muchas de sus atribuciones, para que sea
ella, la sociedad entera, con todos sus miembros, la que pueda resolver la gran
cuestión social que el Estado solo no podrá resolver jamás”. 17

Exacta la diferencia entre Asociaciones y Corporaciones señalada por el


gran maestro Vázquez de Mella; por eso, al poner el nombre a la extinta
Asociación Católica de la Juventud Mexicana, su fundador, el R. P. Bernardo
Bergoënd, S. J., advirtió precisando conceptos:

“La A.C.J.M., más bien que una asociación única, es esencialmente una
federación de asociaciones o grupos diseminados por toda República, ligados
entre sí en un sistema jerárquico de tal naturaleza que, al mismo tiempo que les
comunica la unidad de doctrina y de acción necesaria para conseguir un mismo
fin, les deja también toda la autonomía suficiente para su pleno y competente
desarrollo local... El fin que se propone la A.C.J.M. no es otro que la
coordinación de las fuerzas vivas de la juventud católica mexicana, para
restaurar el orden social cristiano en México”. 18

Y repetía que nuestra A.C.J.M. era una Agrupación de Acción Social


Católica. Era en verdad una Corporación Nacional que propiamente debió
denominarse Agrupación Católica de la Juventud Mexicana.
El sociedalismo jerárquico definido por Vázquez de Mella es remedio
años más tarde señalado por la Santidad de Pío XI en su Encíclica sobre la
restauración del orden social cristiano, la Quadragesimo Anno, puesto que en
ella enseñó, a continuación de lo ya citado:

“El objetivo que deben ante todo proponerse el Estado y la flor y nata de
los ciudadanos, aquello a lo que deben aplicar desde luego su esfuerzo, es a
poner un término al conflicto que divide a las clases, y provocar y fomentar una
cordial colaboración de profesiones. La política social pondrá, pues, todo su
cuidado en reconstituir los cuerpos profesionales... Pero no se obtendrá una
curación perfecta, sino cuando, a esas clases opuestas se sustituyan órganos
bien constituidos del cuerpo social, esto es, órdenes y profesiones que agrupen
a los hombres, no según la posición que ocupen en el mercado del trabajo, sino
según las diversas funciones sociales que cada uno ejercita. De la misma
manera, en efecto, que aquellos a quienes aproximan relaciones de vecindad

17
Ibid., vol. VIII, pp. 309-311, 190-191, 155-156, 164, 200, 201.
18
BERNARDO BERGOËND, S. J., que no firmó su folleto, Asociación Católica de la Juventud
Mexicana. México, Imp. de “El Mensajero del Corazón de Jesús”, 1913, pp. 20, 8.
llegan a constituir ciudades, así la naturaleza inclina a los miembros de un
mismo oficio o de una misma profesión, cualquiera que sea, a crear grupos
corporativos, a tal punto que muchos consideran tales agrupaciones como
órganos, si no esenciales, al menos naturales en la sociedad”.

Cierta también la distinción hecha por Vázquez de Mella entre la


representación por clases y la representación corporativa, porque
verdaderamente no son la misma cosa, y “no hay, pues, que confundir los dos
sistemas, aun cuando es natural y lógico que la representación por clases lleve,
como una derivación, el voto corporativo dentro de ellas”; pero además fuera de
ellas, en cámaras legislativas corporativas, teniendo en cuenta que, como definió
la celebérrima Unión de Friburgo, en la que se elaboraron los estudios
preparatorios de la todavía más famosa Encíclica Rerum Novarum de León XIII:
“El régimen corporativo es el modo de organización social que tiene por base la
agrupación de los hombres según la comunidad de sus intereses naturales, y de
sus funciones sociales, y por coronación necesaria la representación pública
distinta de sus diferentes organismos”.
Exacta es, por último, la distinción hecha por Vázquez de Mella entre
soberanía social y soberanía política, entre Poderes sociales y Poder político,
misma teoría que predicó en su Encíclica Quadragesimo Anno la Santidad de
Pío XI –con palabras ya citadas–, y antes en la Encíclica Ubi arcano Dei, en
párrafos arriba ampliamente transcritos, enseñando que para que reine Cristo en
la sociedad civil y en el Estado, debe imperar en las autoridades sociales y en el
poder político que él mismo enumeró, y esto significa que el Reinado Temporal
de Cristo lo ejercita el Redentor por medio de aquellas autoridades sociales y de
aquel poder político, al que se refirió el gran Padre y Doctor de la Iglesia San
Agustín, al escribir en la carta CLXXXV al gobernador Bonifacio:

“Una cosa es, para el príncipe, servir a Dios en su calidad de individuo, y


otra cosa en su condición de príncipe. Como hombre, le sirve viviendo
fielmente; como rey, dictando leyes propias para hacer reinar la justicia y
desterrar la iniquidad, sancionándolas con un vigor conveniente. Los reyes
sirven al Señor como reyes, cuando hacen por su causa lo que los reyes
únicamente pueden hacer”. 19

19
ENRIQUE RAMIÉRE, S. J., La Soberanía Social de Jesucristo o Las Doctrinas de Roma acerca
del Liberalismo en sus Relaciones con el Dogma Cristiano y las Necesidades de las Sociedades Modernas,
traducción del francés, con permiso del autor, por el Canónigo Penitenciario de Barcelona, Dr. José Morgades y
Gili. Barcelona, Librería de la Viuda e Hijos de J. Subirana, Imp. de Magriña y Subirana, 1875, p. 37.
Y siglos después San Gregorio Magno escribió en epístola al emperador
Mauricio:

“Sabed, grande Emperador, que el poder os lo concede el cielo, a fin de


que se proteja la virtud, se ensanchen las sendas que a él conducen y el Imperio
de la tierra sirva al Imperio de Dios”. 20

EL ORIGEN DIVINO DEL PODER

Al describir lo que es el Reino de Cristo en la Encíclica Ubi arcano Dei,


Pío XI enseñó, con palabras ya citadas: “Reina, finalmente, Jesucristo en la
sociedad cuando es reconocida y reverenciada la suprema y universal soberanía
de Dios, con el origen divino y ordenación de los poderes sociales...” Se trata
del reconocimiento del origen divino del poder en sí mismo, de la autoridad,
según lo enseñó el Apóstol de los Gentiles desde los albores del Cristianismo,
en frase lapidaria frecuentemente citada por los Papas. Y si Pío XI aludió al
“origen divino y ordenación de los poderes sociales, poco más de cuatro
décadas antes había enseñado León XIII en su Encíclica Diuturnum illud
precisamente sobre el origen divino del poder público, de la autoridad política,
dada el 29 de junio de 1881, después de un párrafo que aquí se omite para no
repetirlo en texto de San Pío X, que adelante se reproducirá:

“Y por lo que a la autoridad política se refiere, la Iglesia rectamente


enseña que viene de Dios, como lo atestiguan las Sagradas Escrituras y los
monumentos de la más remota antigüedad cristiana; por lo demás ninguna otra
doctrina puede encontrarse más conforme a la razón ni más favorable para los
intereses de los soberanos y de los pueblos.
Este origen divino del poder humano, lo vemos confirmado de la manera
más patente, en muchos lugares del Antiguo Testamento: Por mí reinan los
reyes... por mí los príncipes imperan, y los poderosos imparten justicia (Prov.,
VIII, 15-16). Y en otra parte: Escuchad vosotros que gobernáis las naciones...
porque de Dios os ha venido la potestad y del Altísimo la fuerza (Sap, VI, 3-4).
Y lo mismo se nos dice en el libro del Eclesiástico: A cada nación puso Dios
gobernador (Eccl., XVII, 14).
La superstición pagana despojó poco a poco a los hombres de estas
verdades que había aprendido de Dios; corrompió, al mismo tiempo que las
verdaderas especies y muchas nociones de las cosas, la forma natural y la

20
Ibid., p. 36.
belleza de la autoridad. Más tarde, cuando brilló la luz clarísima del Evangelio
cristiano, la vanidad cedió el puesto a la verdad, y el nobilísimo y divino
principio de que desciende toda autoridad, empezó a brillar de nuevo.
A1 presidente romano que se arrogaba con ostentación el poder que tenía
de absolverle y de condenarle, respondió Nuestro Señor Jesucristo: No tendrías
poder alguno sobre mí, si no te fuera dado de arriba (Ioan., XIX, 11). Y San
Agustín, explicando este pasaje, dice: Aprendamos lo que dijo, que es lo mismo
que enseñó por medio del Apóstol, a saber, que no hay potestad sino de Dios
(Tract., CXVI in Ioan., 5). La voz fiel de los Apóstoles repitió como un eco la
doctrina y las enseñanzas de Jesucristo. Pablo dirigió a los romanos sometidos a
la autoridad de los príncipes paganos esta elevada e importante máxima: No hay
potestad sino de Dios; de la cual sacó luego la consecuencia diciendo: El
príncipe es ministro de Dios (Ad Rom., XIII, l, 4).
Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia profesar y
propagar esta misma doctrina en que habían sido formados. Dijo San Agustín:
No atribuyamos la potestad de dar el reino y el imperio, sino al verdadero Dios
(De Civ. Dei, lib. V, cap. 21). San Juan Crisóstomo dijo expresando la misma
sentencia: Que haya principados, y que unos manden y otros sean súbditos, no
sucede al azar y temerariamente... yo lo atribuyo a obra de la divina sabiduría
(In epist. ad Rom. homil. XXIII, n. 1). San Gregorio Magno expresó la misma
verdad en estos términos: Reconocemos que la potestad les viene del cielo a los
emperadores y reyes (Epist. lib. II, epist. 61). Además, los Santos Doctores
explicaron también estas mismas verdades a la luz natural de la razón, de modo
que son justas y verdaderas para los que tienen por guía a la sola razón.
Y en efecto, la naturaleza, o mejor dicho, Dios, Autor de la naturaleza,
quiere que los hombres vivan en sociedad: así lo demuestran claramente, ya la
facultad del lenguaje, la más poderosa mediadora de la sociedad, ya el número
de necesidades innatas en el alma, y muchas de las cosas necesarias e
importantísimas que los hombres, si viviesen solitarios, no podrían procurarse,
y que se procuran unidos y asociados entre sí. Ahora bien: no puede existir ni
ser concebida la sociedad, sin que haya quien modere las voluntades de los
asociados para reducir la pluralidad a cierta unidad, y para darle el impulso,
según el orden y el derecho, hacia el bien común. Dios ha querido, pues, que en
la sociedad civil hubiese hombres que gobernasen a la multitud.
Y he aquí otra razón de gran peso: los que administran la república
deben obligar a los ciudadanos a la obediencia, de manera que el no
obedecerlos sea pecado. Pero ningún hombre tiene en sí o por sí poder de ligar
con semejantes vínculos de obediencia la libre voluntad de los demás.
Unicamente a Dios, Creador y Legislador de todas las cosas, pertenece esta
potestad; y los que la ejercitan, es menester. que la ejerciten como comunicada
a ellos por Dios: Uno solo es el Legislador y el juez, que puede perder y liberar
(Jac., IV; 12).
Lo cual igualmente sucede en todo género de potestad. La que hay en los
Sacerdotes es tan notorio que procede de Dios, que en todos los pueblos son
considerados y llamados Ministros de Dios. Igualmente, la potestad de los
padres de familia lleva impresa en sí cierta efigie y forma de la autoridad de
Dios, de quien toda paternidad, en los cielos y en la tierra, toma su nombre
(Ad Ephes., III, 15). Y de este modo los diversos géneros de potestad tienen
entre sí admirables semejanzas, porque cualquiera que sea el imperio y la
autoridad, trae origen del mismo y único Autor y Señor, que es Dios.
Los que pretenden que la sociedad civil ha nacido del libre
consentimiento de los hombres, derivando de esa misma fuente el origen
también de la potestad, dicen que cada hombre cedió una parte de su derecho, y
voluntariamente se sometieron todos al poder de aquellos en quienes se
acumularon aquellas partes de sus derechos. Pero es gran error no ver lo que es
patente, es a saber: que no siendo los hombres una raza de solitarios, fuera de su
libre voluntad son llevados por la naturaleza a la comunidad social; además, el
pacto de que se habla es manifiestamente fantástico y ficticio, y no vale para
dar a la potestad política tanta fuerza, dignidad y estabilidad, cuanto exigen la
tutela de la cosa pública y el bien común de los ciudadanos. Todas estas
cualidades y preeminencias tendrá solamente el principado, cuando se haga
derivar de Dios augusto y santísimo su fuente”.

Esas enseñanzas las repitió León XIII durante su larguísimo Pontificado


muy frecuentemente, según lo exigían las circunstancias, para predicar la verdad
con el fin de que fuera bien aprendida y contrarrestar la tenaz y amplia
propaganda anticatólica y antisocial democratera de liberales y revolucionarios,
adiestrados, impulsados y dirigidos por el judaísmo masónico internacional. Y
como esas mentiras se generalizaron, hasta el grado de ser tenidas por verdades
por muchos católicos, tuvo que desmentirlas y refutarlas el Papa una y otra vez,
cumpliendo con su deber de luchar contra el error y predicar la verdad. Por eso,
después de haber enseñado esa verdad en la Encíclica Diuturnum illud, dio el 1°
de noviembre de 1885 la Encíclica Immortale Dei, sobre la constitución
cristiana de los Estados, en la que reprobó los errores de la Revolución Francesa
de 1789 al decir:

“El hombre está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política,


porque, no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el
decoro de la vida corporal exige, como tampoco lo conducente a la perfección
de su ingenio y de su alma, ha sido providencia de Dios que haya nacido
dispuesto al trato y sociedad con sus semejantes, ya doméstica, ya civil, la cual
es la única que puede proporcionar lo que basta para la perfección de la vida.
Mas como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer, si no
hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y
encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de
hombres una autoridad que la rija; autoridad que, como la misma sociedad,
surge y emana de la naturaleza, y por tanto, del mismo Dios, que es su Autor.
De donde también se consigue que el poder público, por sí propio o
esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el
propio, verdadero y supremo Señor de las cosas, al cual todas necesariamente
están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal punto, que todos los que tienen
derecho de mandar, de ningún otro lo reciben si no es de Dios, Príncipe sumo y
Soberano de todos: No hay potestad que no parta de Dios (Rom., XIII, l).
Pero las dañosas y deplorables novedades promovidas en el siglo XVI,
habiendo primeramente trastornado las cosas de la Religión Cristiana, por
natural consecuencia vinieron a trastornar la filosofía, y por ésta, todo el orden
de la sociedad civil. De aquí, como de fuente, se derivaron aquellos modernos
principios de libertad desenfrenada, inventados en la gran Revolución del
pasado siglo y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, nunca
jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes, no solamente del
derecho cristiano, sino también del natural.
Supremo entre estos principios, es el de que todos los hombres, así como
son semejantes en especie y naturaleza, así lo son también en los actos de la
vida; que cada cual es de tal manera dueño de sí, que por ningún concepto debe
estar sometido a la autoridad de otro; que puede pensar libremente lo que
quiera, y obrar lo que se le antoje acerca de cualquier cosa; en fin, que nadie
tiene derecho de mandar sobre los demás. En una sociedad informada de tales
principios, no hay más origen de la autoridad sino la voluntad del pueblo, el
cual, como único dueño que es de sí mismo, es también el único a quien debe
obedecer. Y si elige personas a las cuales se someta, lo hace de suerte que
traspasa a ellas, no ya el derecho, sino el encargo de mandar, y éste para ser
ejercido en su nombre. Para nada se tiene en cuenta el dominio de Dios, ni más
ni menos que si, o no existiese, o no cuidase de la sociedad del linaje humano, o
los hombres, ya por si, ya en sociedad, no debiesen nada a Dios, o fuese posible
imaginar un principado que no tuviese en Dios mismo el principado, la fuerza y
la autoridad para gobernar...
Cuánto se alejen de la verdad estas opiniones acerca del gobierno de los
Estados, lo dice la misma razón natural, porque la naturaleza misma enseña que
toda potestad, cualquiera que sea y donde quiera que resida, proviene de su
suprema y augustísima fuente, que es Dios; que el gobierno del pueblo, que
dicen residir esencialmente en la muchedumbre sin respeto ninguno a Dios,
aunque sirve a maravilla para halagar y encender las pasiones, no se apoya en
razón alguna que merezca consideración, ni tiene en sí bastante fuerza para
conservar la seguridad pública y el orden tranquilo de la sociedad”.

Después, en la Encíclica Libertas praestantissimum naturae bonum, o


más abreviadamente Libertas, sobre la verdadera y la falsa libertad, dada el 20
de junio de 1888, recordó León XIII, que “no constituye una actitud ilícita, el
preferir para el Estado una organización de carácter democrático, con tal que se
respete la doctrina católica sobre el origen y el ejercicio del poder”, lo que no se
hace en ninguna parte donde ha imperado y está en vigor la democracia política
de origen liberal y revolucionario. Y San Pío X, en su Encíclica Notre charge
apostolique, dirigida, el 25 de agosto de 1910, a los Cardenales, Arzobispos y
Obispos del Episcopado en Francia, condenando la organización política
democrática cristiana Le Sillon, o sea El Surco, existente en Francia, lo mismo
que sus perniciosas y anticatólicas doctrinas plenamente revolucionarias,
enseñó:

“Nuestro cargo apostólico Nos impone la obligación de velar por la


pureza de la fe y la integridad de la disciplina católica, y de preservar a los
fieles de los peligros del error y del mal, mayormente cuando al error y al mal
se les presentan con un lenguaje atrayente que, velando la vaguedad de las ideas
y el equívoco de las expresiones con el ardor del sentimiento y la sonoridad de
las palabras, puede inflamar los corazones en el amor de causas seductoras pero
funestas. Tales fueron no ha mucho las doctrinas de los pseudo-filósofos del
siglo XVIII, las de la Revolución y el liberalismo tantas veces condenadas;
tales son aún hoy las teorías del Sillón, las cuales, no obstante apariencias
brillantes y generosas, carecen con harta frecuencia de claridad, de lógica y de
verdad, y, por esta parte, no son propias ciertamente del espíritu católico y
francés...
Por lo pronto, en política, el Sillón no suprime la autoridad; antes al
contrario, la estima indispensable; pero quiere dividirla o, mejor dicho,
multiplicarla de tal manera que cada ciudadano llegue a ser una especie de rey.
La autoridad, es cierto, dimana de Dios; pero –según la falsa teoría de Le Sillón,
que resume y condena San Pío X– reside primordialmente en el pueblo, del cual
se desprende por vía de elección o, mejor aún, de selección, sin que por esto se
aparte del pueblo y sea independiente de él; será exterior, pero sólo en
apariencia; en realidad será interior, porque será una autoridad consentida...
Esta rápida exposición, Venerables Hermanos, os muestra ya cuánta razón
teníamos de decir que el Sillón opone doctrina a doctrina, que edifica su ciudad
sobre una teoría contraria a la verdad católica, y que falsea las nociones
esenciales y fundamentales que regulan las relaciones sociales de toda sociedad
humana. Las siguientes consideraciones pondrán todavía más de realce dicha
oposición.
El Sillón coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, de
quien se deriva luego a los gobernantes, de tal manera, sin embargo, que
continúa residiendo en él. Pero León XIII condenó formalmente esta doctrina
en su Encíclica Diuturnum illud, sobre el Principado político, cuando dice:
Muchísimos modernos, siguiendo las huellas de los que en el siglo pasado se
atribuyeron el nombre de filósofos, afirman que toda potestad procede del
pueblo, por lo cual los que la ejercen en la sociedad no la ejercen por derecho
propio, sino por delegación del pueblo, y con la expresa condición de ser
revocable por la voluntad del mismo pueblo que la confirió. Enteramente
contrario es el sentir de los católicos, que hacen derivar de Dios el derecho de
mandar, como de su principio natural y necesario. Sin duda el Sillón hace
descender de Dios esta autoridad, que coloca primero en el pueblo; mas de tal
manera que sube de abajo para ir arriba, mientras que en la organización de la
Iglesia desciende de arriba para ir abajo (Marc Sangnier, fundador y jefe de Le
Sillón, en su discurso de Rouen, en 1907). Pero prescindiendo de la anomalía de
una delegación que sube, cuando por su condición es natural que baje, León
XIII refutó de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica
con el error del filosofismo. Porque continúa: Importa advertir en este lugar
que los supremos gobernantes pueden en ciertos casos ser elegidos por la
voluntad y decisión del pueblo, sin que la doctrina católica lo contradiga ni
repugne; bien que esta elección designa al príncipe, mas no le confiere los
derechos del principado, ni delega el poder, sino que determina por quién ha
de ser ejercido. Por lo demás, si el pueblo permanece poseedor del poder, ¿qué
viene a ser la autoridad? Una sombra, un mito; no hay ya ley propiamente
dicha; no hay ya obediencia...
El Sillón, que enseña semejantes doctrinas y las pone en práctica en su
vida interior, siembra, por tanto, entre vuestra juventud católica nociones
erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia... El soplo de
la Revolución ha pasado por ahí, de donde podemos concluir que si las
doctrinas sociales del Sillón son erróneas, su espíritu es peligroso y su
educación funesta”.

Para que se realice imperando el Reinado Temporal de Cristo en una


sociedad civil determinada y en su correspondiente Estado, es necesario que,
tanto en lo social como en lo político, sea reconocido el origen divino de las
potestades sociales y del poder político, esto es, que las autoridades sociales y
políticas tengan conciencia de que han recibido de Dios sus respectivas
potestades, y las ejerciten para realizar el bien común, teniendo en cuenta que,
como enseñara el R. P. Bernardo Bergoënd, S. J.,

“no se debe buscar el derecho divino del poder político en el carácter


particular de las circunstancias históricas que hubieran dado origen a tal o cual
organización gubernamental, sino en la necesidad natural y providencial que
siempre y en todas partes exige imperiosamente la existencia de una autoridad
que garantice, por ser ésta la razón esencial de su ser, el bien común temporal
de los individuos, de las familias y de las agrupaciones particulares que
pertenecen al mismo cuerpo social. Lo que importa es que exista de hecho un
poder político, regular y pacíficamente constituido y legitimado; existiendo,
será el depositario y el representante de la autoridad que viene de Dios...” 21

EL BIEN COMÚN

Para que sea un hecho el imperio del Reinado Temporal de Cristo en un


Estado, es necesario que el poder político de éste, a sabiendas de que ejercita
una autoridad recibida de Dios, tienda en todos sus actos invariablemente a la
consecución del bien común, del que precisó León XIII, en su Carta Apostólica
Notre consolation, dirigida a los Cardenales franceses el 3 de mayo de 1892,
que “el bien común de la sociedad, es superior a todo otro interés, porque es el
principio creador, el elemento conservador de la sociedad humana, de donde se
sigue que todo verdadero ciudadano debe quererlo y procurarlo a toda costa;
pues de esta necesidad de asegurar el bien común deriva, como de su fuente
propia e inmediata, la necesidad de un poder civil que, orientándose hacia el fin
supremo, dirija sabia y constantemente las voluntades múltiples de los súbditos
agrupados en torno suyo”. Con esas palabras resumía y recordaba León XIII, lo
que él mismo había enseñado con estas otras en su Encíclica Rerum Novarum,
dada el 15 de mayo de 1891, sobre la condición de los obreros en la época en
que la publicó, predicando una doctrina de valor permanente:

21
BERNARDO BERGOËND, S. J., cuyo nombre no aparece en la edición impresa con el nombre de
la Asociación Católica de la juventud Mexicana. Encíclica Immortale Dei, con Divisiones, Notas Marginales y
Breves Comentarios. Imprenta “Claret”, México, D. F., sin fecha, pp. 30-31.
“Entendemos hablar aquí del Estado, no como existe en este pueblo o en
el otro, sino tal cual lo demanda la recta razón conforme con la naturaleza, y
cual demuestran que debe ser los documentos de la Divina Sabiduría que Nos
particularmente expusimos en la Carta Encíclica en que tratamos de la
constitución cristiana de los Estados. Esto supuesto, los que gobiernan un
pueblo deben primero ayudar en general, y como en globo, con todo el
complejo de leyes e instituciones, es decir, haciendo que de la misma
conformación y administración de la cosa pública espontáneamente brote la
prosperidad, así de la comunidad como de los particulares. Porque este es el
oficio de la prudencia cívica, este es el deber de los que gobiernan. Ahora bien:
lo que más eficazmente contribuye a la prosperidad de un pueblo, es la
probidad de las costumbres, la rectitud y orden en la constitución de la familia,
la observancia de la Religión y de la justicia, la moderación en imponer y la
equidad en repartir las cargas públicas, el fomento de las artes y del comercio,
una floreciente agricultura, y si hay otras cosas semejantes, que cuanto con
mayor empeño se promueven, tanto será mejor y más feliz la vida de los
ciudadanos. Con el auxilio, pues, de todas éstas, así como pueden los que
gobiernan aprovechar a todas las clases, así pueden también aliviar muchísimo
la suerte de los proletarios; y esto en uso de su mejor derecho y sin que pueda
nadie tenerlos por entrometidos, porque debe el Estado, por razón de su oficio,
atender al bien común. Y cuanto mayor sea la suma de provechos que de esta
general providencia dimanare, tanto será menos necesario tentar nuevas vías
para el bienestar de los obreros.
Pero debe además tenerse en cuenta otra cosa que va más al fondo de la
cuestión, y es ésta: que en la sociedad civil una es e igual la condición de las
clases altas y la de las ínfimas. Porque son los proletarios, con el mismo
derecho que los ricos y por su naturaleza, ciudadanos, es decir, partes
verdaderas y vivas de que, mediante las familias, se compone el cuerpo social,
por no añadir que en toda ciudad es la suya la clase sin comparación más
numerosa. Pues como sea absurdísimo cuidar de una parte de los ciudadanos y
descuidar otra, síguese que debe la autoridad pública tener cuidado conveniente
del bienestar y provechos de la clase proletaria; de lo contrario, violará la
justicia, que manda dar a cada uno su derecho. A este propósito dice sabiamente
Santo Tomás: Como las partes y el todo son en cierta manera una misma cosa,
así lo que es del todo es en cierta manera de las partes (II, II. Quest, LXI, a 1
ad 2). De lo cual se sigue que entre los deberes no pocos ni ligeros de los
príncipes, a quienes toca mirar por el bien del pueblo, el principal es proteger
todas las clases de ciudadanos, por igual, es decir, guardando inviolablemente
la justicia llamada distributiva.
Mas aunque todos los ciudadanos, sin excepción ninguna, deban
contribuir algo a la suma de los bienes comunes, de los cuales espontáneamente
toca a cada uno una parte proporcionada, sin embargo, no pueden todos
contribuir lo mismo y por igual. Cualesquiera que sean los cambios que hagan
en las formas de gobierno, existirán siempre en la sociedad civil esas
diferencias, sin las cuales ni puede ser ni concebirse sociedad alguna. De
necesidad habrá de hallarse unos que gobiernen, otros que hagan leyes, otros
que administren justicia, y otros, en fin, que con su consejo y autoridad
manejen los negocios del Municipio o las cosas de la guerra. Y que estos
hombres, así como sus deberes son los más graves, así deben ser en todos los
pueblos los primeros, nadie hay que no lo vea; porque ellos inmediatamente, y
por excelente manera, trabajan para el bien de la comunidad. Por el contrario,
distinto del de éstos es el modo y distintos los servicios con que aprovechan a la
sociedad los que se ejercitan en algún arte u oficio, si bien estos últimos,
aunque menos directamente, sirven también muchísimo a la pública utilidad.
Verdaderamente, el bien social, puesto que debe ser tal que con él se
hagan mejores los hombres, se ha de poner principalmente en la virtud. Sin
embargo, a una bien constituida sociedad toca también suministrar los bienes
corporales y externos, cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud (S.
Thom., De Reg. Princip, 1, c. 15). Ahora bien: para la producción de estos
bienes no hay nada más eficaz ni más necesario que el trabajo de los
proletarios, ya empleen éstos su habilidad y sus manos en los campos, ya los
empleen en los talleres. Aún más: es en esta parte su fuerza y su eficacia tanta,
que con grandísima verdad se puede decir que no de otra cosa sino del trabajo
de los obreros, salen las riquezas de los Estados. Exige, pues, la equidad, que la
autoridad pública tenga cuidado del proletario, haciendo que le toque algo de lo
que aporta él a la común utilidad, que con casa en que morar, vestido con que
cubrirse y protección con que defenderse de quien atente a su bien, pueda con
menos dificultad soportar la vida. De donde se sigue que se ha de tener cuidado
de fomentar todas aquellas cosas que se vea que en algo pueden aprovechar a la
clase obrera. El cual cuidado, tan lejos está de perjudicar a nadie, que antes
aprovechará a todos, porque importa muchísimo al Estado que no sean de todo
punto desgraciados, aquellos de quienes provienen esos bienes de que el Estado
tanto necesita.
Bien es, como hemos dicho, que no absorba el Estado, ni al ciudadano ni
a la familia; justo es que al ciudadano y a la familia se les deje la facultad de
obrar con libertad en todo aquello que, salvo el bien común y sin perjuicio de
nadie, se puede hacer. Deben, sin embargo, los que gobiernan, proteger la
comunidad y a los individuos que la forman. Deben proteger la comunidad,
porque a los que gobiernan les ha confiado la naturaleza la conservación de la
comunidad de tal manera, que esta protección o custodia del público bienestar
es, no sólo la ley suprema, sino el fin único, la razón total de la soberanía que
ejercen; y deben proteger a los individuos o partes de la sociedad, porque la
filosofía, igualmente que la fe cristiana, convienen en que la administración de
la cosa pública es por su naturaleza ordenada, no a la utilidad de los que la
ejercen, sino a la de aquellos sobre quienes se ejerce. Como el poder de mandar
proviene de Dios, y es una comunicación de la divina soberanía, debe
ejercitarse a imitación del mismo poder de Dios, el cual, con solicitud de padre,
no menos atiende a las cosas individuales que a las universales. Si, pues, se
hubiera hecho o amenazara hacerse algún daño al bien de la comunidad o al de
alguna de las clases sociales, y si tal daño no pudiera de otro modo remediarse
o evitarse, menester es que le salga al encuentro la autoridad pública.
Pues bien, importa al bienestar público y al de los particulares, que haya
paz y orden; que todo el ser de la sociedad doméstica se gobierne por los
mandamientos de Dios y los principios de la ley natural; que se guarde y
fomente la Religión; que florezcan en la vida privada y en la vida pública
costumbres puras; que se mantenga ilesa la justicia, ni se deje impune al que
viola el derecho de otro; que se formen robustos ciudadanos, capaces de ayudar,
y si el caso lo pidiere, defender la sociedad. Por esto, si acaeciere alguna vez
que amenacen trastornos, o por amotinarse los obreros o por declararse en
huelga; que se relajasen entre los proletarios los lazos naturales de la familia;
que se hiciese violencia a la Religión de los obreros, no dándoles comodidad
suficiente para los ejercicios de piedad; si en los talleres peligrase la integridad
de las costumbres, o por la mezcla de los dos sexos, o por otros perniciosos
incentivos de pecar; u oprimieren los amos a los obreros con cargas injustas o
condiciones incompatibles con la persona y dignidad humanas; si se hiciera
daño a la salud con un trabajo desmedido o no proporcionado al sexo ni a la
edad, en todos estos casos claro es que se debe aplicar, aunque dentro de ciertos
límites, la fuerza y la autoridad de las leyes. Los límites los determina el fin
mismo, porque se apela al auxilio de las leyes; es decir, que no deben éstas
abarcar más ni extenderse más de lo que demanda el remedio de estos males o
la necesidad de evitarlos.
Deben, además, religiosamente guardarse los derechos de todos en quien
quiera que los tenga; y debe la autoridad pública proveer que a cada uno se le
guarde lo suyo, evitando y castigando toda violación de la justicia. Aunque en
el proteger los derechos de los particulares débese tener cuenta principalmente
con los de la clase ínfima y pobre. Porque la raza de los ricos, como que se
puede amurallar con sus recursos propios, necesita menos del amparo de la
pública autoridad; el pobre pueblo, como carece de medios propios con que
defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el patrocinio del Estado. Por
esto, a los jornaleros, que forman parte de la multitud indigente, debe con
singular cuidado y providencia cobijar el Estado.

Medio siglo después, en su Radiomensaje de Pentecostés, el 1o. de junio


de 1941, Pío XII expresó: “Con sincera complacencia, Nos servimos hoy de este
maravilloso medio para llamar la atención del mundo católico sobre una
conmemoración que merece escribirse con caracteres de oro en los fastos de la
Iglesia; esto es, sobre el quincuagésimo aniversario de la publicación –ésta tuvo
lugar el 15 de mayo de 1891– de la fundamental Encíclica Social Rerum
novarum de León XIII”, con mucha razón llamada “la Carta Magna de la
actividad social cristiana”, que fue “germen fecundo en desarrollar una doctrina
social católica, que ofreció a los hijos de la Iglesia, sacerdotes y seglares,
ordenaciones y medios para una reconstrucción social, exuberante en frutos; de
suerte que gracias a ella surgieron en el campo católico numerosas y variadas
instituciones benéficas y centros florecientes de mutuo auxilio en favor propio y
ajeno”. Y en lo referente al bien común, enseñó:

“Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y


facilitarle el cumplimiento de sus deberes ha de ser oficio esencial de todo
poder público. ¿No es acaso esto lo que lleva consigo el significado genuino del
bien común, que es lo que el Estado debe promover? De aquí nace que el
cuidado de tal bien común no lleva consigo un poder tan amplio sobre los
miembros de la comunidad, que en su virtud esté concedido a la autoridad
pública disminuir el desarrollo de la acción individual antes descrita, decidir
directamente en torno al comienzo o, excluido el caso de una legítima pena,
sobre el final de la vida humana, determinar por su propia voluntad el modo de
ser de su movimiento físico, espiritual, religioso y moral en oposición a los
derechos y deberes personales del hombre, y para ello abolir el derecho natural
a los bienes materiales, o dejarlos sin eficacia. Deducir del cuidado del bien
común una extensión tan grande del poder, sería tanto como trastornar el
significado mismo del bien común y caer en el error de afirmar que el propio
fin del hombre sobre la tierra es la sociedad, que la sociedad es el fin de sí
misma, y que el hombre no tiene otra vida que esperar sino la que termina en la
tierra”.

Veinte años después, para conmemorar el septuagenario de la publicación


de la Rerum Novarum, dio Juan XXIII su Encíclica Mater et Magistra, fechada
el 15 de mayo de 1961, en la que hizo esta enumeración:
“En un plano nacional, han de considerarse exigencias del bien común:
el dar ocupación al mayor número de obreros; evitar que se constituyan
categorías privilegiadas, incluso entre los obreros; mantener una adecuada
proporción entre salarios y precios, y hacer accesibles bienes y servicios al
mayor número de ciudadanos; eliminar o contener los desequilibrios de la
agricultura, la industria y los servicios; realizar el equilibrio entre expansión
económica y adelanto de los servicios públicos esenciales; ajustar, en los
límites de lo posible, las estructuras a los progresos de las ciencias y las
técnicas; concordar los mejoramientos en el tenor de la vida de la generación
presente, con el objetivo de preparar un porvenir mejor a las generaciones
futuras. Son en cambio exigencias del bien común en un plano mundial: el
evitar toda forma de concurrencia desleal entre las economías de los varios
países; favorecer la colaboración entre las economías nacionales, mediante
convenios eficaces; cooperar al desarrollo económico de las comunidades
políticas económicamente menos adelantadas. Es obvio que las indicadas
exigencias del bien común, tanto en el plano nacional como en el mundial,
también han de tenerse en cuenta cuando se trata de determinar las partes de las
utilidades que corresponde asignar, en forma de ganancias, a los responsables
de la dirección de las empresas; y en forma de intereses o de dividendos, a los
que aportan capitales”.

Fue León XIII mismo quien, poco después de haber dado su Encíclica
Rerum Novarum el 15 de mayo de 1891, resumió su enseñanza con respecto al
bien común de la sociedad civil, al que también había hecho referencia en su
Encíclica Immortale Dei, dada el 1o. de noviembre de 1885, en esta
enumeración formulada en sus Letras Apostólicas Permeti Nos, dirigidas a la
Eminencia del Cardenal Dechamps, Arzobispo de Malinas, y demás Obispos de
la Jerarquía Católica en el Reino Belga, el 10 de julio de 1895:

“Procurar el bien común es hacer que la estima de la Religión sea


superior a otra cualquiera, y que penetre la Religión con su natural y
maravillosamente saludable influjo en los intereses políticos, domésticos y
económicos; es hacer que, fundadas en la ley cristiana la libertad y la autoridad
pública, quede la sociedad civil al abrigo de cualquier sedición y asegurada la
tranquilidad pública; que las buenas instituciones públicas, y sobre todo las
escuelas donde se educa la juventud, vayan cada día siendo mejores; que
mejoren las condiciones de las profesiones y gremios, sobre todo de la clase
media, que es de desear que se multipliquen en número, procurando que la
Religión las inspire y las sostenga; es hacer, además, que se obedezca a las
disposiciones soberanas de Dios, con todo el respeto que éstas merecen”.
Y señalando la relación que hay entre la efectividad del bien común que
debe imperar en la sociedad civil y el imperio del Reinado Temporal de
Jesucristo, escribió Pío XI al final de su Encíclica Quadragesimo Anno, sobre la
restauración del orden social cristiano en el mundo, dada el 15 de mayo de
1931, para conmemorar cuatro décadas después de haber sido dada por León
XIII el 15 de mayo de 1891 la Encíclica Rerum Novarum, de la que advirtió al
principio, que la experiencia de tantos años transcurridos desde que fue
publicada, demuestra por sus opimos frutos, que es como la “Carta Magna” en
la que debe fundarse toda actividad cristiana en cosas sociales, y los que
parecen menospreciar la conmemoración de dicha Encíclica pontificia,
blasfeman de lo que ignoran, o no entienden nada en lo que de algún modo
conocen, o si entienden, rotundamente han de ser acusados de injusticia e
ingratitud:

“No permitamos, Venerables Hermanos y amados Hijos, que los hijos de


este siglo parezcan ser más sagaces entre sí que nosotros que, por la divina
Bondad somos hijos de la luz (Cfr. Luc., XVI, 8). Los vemos, en efecto,
escoger con suma sagacidad adeptos llenos de actividad, y formarlos para
esparcir sus errores de día en día más extensamente, entre todas las clases, en
todos los puntos del globo. Siempre que su lucha contra la Iglesia de Cristo,
quieren hacerla más violenta, les vemos renunciar a sus querellas intestinas,
formar un solo frente de batalla con una concordia perfecta, y perseguir su
designio con una completa unidad de todas sus fuerzas.
No hay quien ignore cuántas obras magníficas emprende en todas partes
el celo infatigable de los católicos, sea para el bien social y económico, sea en
materia escolar y religiosa. Pero no es raro que la acción de este trabajo
admirable sea menos eficaz a consecuencia de una dispersión de las fuerzas.
Unanse, pues, todos los hombres de buena voluntad que, bajo la dirección de
los Pastores de la Iglesia, quieran combatir este buen y pacífico combate de
Cristo; que, bajo la guía de la Iglesia y a la luz de sus enseñanzas, cada uno
según su talento, sus fuerzas, su condición, todos se esfuercen en proporcionar
alguna contribución a la obra de la restauración social cristiana, que León XIII
inauguró con su inmortal Carta Rerum novarum; sin tener en mira ni a sí
mismos, ni sus ventajas personales, sino los intereses de Jesucristo (Cfr.
Philipp, II, 21); sin pretender imponer a toda costa sus propias ideas, sino
dispuestos a abandonarlas, por excelentes que sean, en el momento en que así
lo exija el más considerable bien común; de tal manera que, en todo y sobre
todo, reine Cristo, impere Cristo, a quien sea honor, gloria y potestad por los
siglos de los siglos (Apoc., V, 13)”.

LA IGLESIA Y EL ESTADO

Resta precisar la doctrina enseñada por los Vicarios de Cristo respecto a


las relaciones entre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana y la sociedad civil,
el Estado y el gobierno que encarna el poder público, y para hacerlo
auténticamente lo indicado es resumir aquí las sapientísimas enseñanzas de
aquellos Papas que supieron resumir claramente a León XIII, en las Encíclicas
Immortale Dei –ya en parte citada– y Sapientiae christianae sobre los
principales deberes cívicos de los católicos, dada el 10 de enero de 1890; y San
Pío X, en sus Encíclicas E supremi apostolatus cathedra, en que anunció el
programa de su Pontificado, consistente en lo que concretó en su lema como
Papa: Restaurado todo en Cristo, dada el 4 de octubre de 1903, y Vehementer
Nos, sobre la separación de la Iglesia y el Estado en Francia, dirigida a los
Cardenales, Arzobispos y Obispos de la Jerarquía Católica en la Nación
Francesa, y además “a todo el Clero y el pueblo francés”, dada el 11 de febrero
de 1906. Tomados de esas Encíclicas son los párrafos que a continuación se
reproducen, siendo los primeros de la Immortale Dei, en la parte que sigue a la
explicación de la constitución cristiana de los Estados y al origen divino de los
poderes sociales y políticos:

“Así fundada y constituida la sociedad política, manifiesto es que ha de


cumplir por medio del culto público las muchas y relevantes obligaciones que
la unen con Dios. La razón y la naturaleza, que manda a cada uno de los
hombres dar culto a Dios piadosa y santamente, porque estamos bajo su poder,
y de El hemos salido y a El hemos de volver, estrecha con la misma ley a la
comunidad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios, unidos
en sociedad, que cada uno de por sí; ni está la sociedad menos obligada que los
particulares a dar gracias al Supremo Hacedor que la formó y compaginó, que
próvido la conserva, y benéfico le prodiga innumerable copia de dádivas y
afluencias de haberes inestimables.
Por esta razón, así como no es lícito descuidar los propios deberes para
con Dios, y el primero de éstos es profesar de palabra y de obra, no la religión
que a cada uno acomoda, sino la que Dios manda, y consta por argumentos
ciertos o irrecusables ser la única verdadera; de la misma suerte, no pueden las
sociedades políticas obrar en conciencia, como si Dios no existiese; ni volver la
espalda a la Religión, como si les fuese extraña; ni mirarla con esquivez ni
desdén como inútil y embarazosa; ni, en fin, otorgar indiferentemente carta de
vecindad a los varios cultos; antes bien, y por el contrario, tiene el Estado
político obligación de admitir enteramente, y abiertamente profesar aquella ley
y prácticas del culto divino que el mismo Dios ha demostrado que quiere.
Honren, pues, como a sagrado los príncipes el santo nombre de Dios; y
entre sus primeros y más gratos deberes cuenten el de favorecer con
benevolencia y el de amparar con eficacia a la Religión, poniéndola bajo el
resguardo y vigilante autoridad de la ley; ni den paso ni abran la puerta a
institución ni a decreto alguno que ceda en su detrimento. Este deber de los
gobiernos nace, asimismo, del derecho de los ciudadanos cuyo bien
administran, porque a la verdad, y sin excepción, los hombres, todos cuantos
hemos venido a la luz de este mundo, nos reconocemos naturalmente inclinados
y razonablemente movidos a la consecución de un bien final y soberano que,
por encima de la fragilidad y brevedad de esta vida, está colocado en los cielos,
adonde han de aspirar todos nuestros propósitos y designios.
Si, pues, de este sumo bien depende el colmo de la dicha o la perfecta
felicidad de los hombres, no habrá quien no vea que su consecución tanto
importa a cada uno de los ciudadanos, que mayor interés no hay ni es posible.
Así que, estando como está, naturalmente instituida la sociedad civil para la
prosperidad de la cosa pública, preciso es que no excluya este bien principal y
máximo; de donde nacerá que, bien lejos de crear obstáculos, provea
oportunamente cuanto esté de su parte, toda comunidad a los ciudadanos para
que logren y alcancen aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente
desean. Y ¿qué medio hay cómodo y oportuno de que echar mano con ese
intento, que sea tan eficaz y excelente como el de procurar la observancia santa
e inviolable de la verdadera Religión, cuyo oficio consiste en unir al hombre
con Dios? Cuál es la verdadera Religión, lo ve sin dificultad un juicio imparcial
y prudente, toda vez que tantas y tan preclaras demostraciones como son la
verdad y cumplimiento de las profecías, la frecuencia de los milagros, la rápida
propagación de la fe aun a través de potestades enemigas y de barreras
humanamente insuperables, el testimonio sublime de los mártires, y mil otras
hacen patente que la única Religión verdadera es aquella que Jesucristo en
persona instituyó, confiándola a su Iglesia para que la mantuviese y dilatase en
todo el universo.
Porque el unigénito Hijo de Dios constituyó sobre la tierra la sociedad
que se dice la Iglesia, trasmitiéndole aquella propia excelsa misión divina que
El en persona había recibido de su Padre, y encargándole que la continuase en
todos tiempos: Como el Padre me envió, así también yo os envío (San Juan,
XX, 21). Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta que se acabe el
mundo (San Mateo, XXVIII, 20). Y así como Jesucristo vino a la tierra para
que los hombres tengan vida y la tengan en más abundancia (San Juan, X, 10);
no de otra suerte el fin que se propone la Iglesia es la eterna salvación de las
almas, por lo cual, en razón de su íntimo ser, se extiende y dilata, cobijando en
su regazo a todos los hombres, sin que haya límites, ni de lugar ni de tiempo,
que la circunscriban: Predicad el Evangelio a toda criatura (San Marcos, XVI,
15). A esta multitud tan grande de hombres asignó el mismo Dios Prelados con
potestad de gobernarla, y quiso que uno solo fuese el Jefe de todos, y fuese
juntamente para todos el máximo e infalible Maestro de la verdad, a quien
entregó las llaves del reino de los cielos: Te daré las llaves del reino de los
cielos (San Mateo, XVI, 19). Apacienta mis corderos...; apacienta mis ovejas
(San Juan, XXI, 16, 17). Yo he rogado por ti, para que no falte ni desfallezca tu
fe (San Lucas, XXII, 32).
Esta sociedad, pues, aunque consta de hombres, no de otro modo que la
comunidad civil, con todo, atendido el fin a que mira y los medios de que usa y
se vale para lograrlo, es sobrenatural y es espiritual, y por consiguiente, distinta
y diversa de la política; y lo que es más de atender, completa en su género y
perfecta jurídicamente, como que posee en sí misma y por sí propia, merced a
la voluntad y gracia de su Fundador, todos los elementos y facultades
necesarias a su integridad y acción. Y como el fin a que atiende la Iglesia es
nobilísimo sobre todo encarecimiento, así, de igual modo, su potestad se eleva
muy por encima de cualquier otra, ni puede en manera alguna estar subordinada
ni sujeta al poder civil.
Y en efecto, Jesucristo otorgó a sus Apóstoles plena autoridad y mando
libérrimo sobre las cosas sagradas, con facultad verdadera de legislar, y con el
doble poder emergente de esta facultad, conviene a saber: el de juzgar y el de
castigar: Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y
enseñad a todas las gentes... enseñándolas a observar todas las cosas que os he
mandado (San Mateo, XXVIII, 18, 19, 20). Y en otra parte: Si no los oyere,
dilo a la Iglesia (Ibid., XVIII, 17). Y todavía: teniendo a la mano el poder para
castigar toda desobediencia (II Cor. X, 6). Y aún más: Emplee yo con
severidad la autoridad que Dios me dio para edificación, y no para destrucción
(Ibid., XIII, 10). No es, por lo tanto, la sociedad civil, sino la Iglesia, quien ha
de guiar a los hombres a la patria celestial; a la Iglesia ha hecho Dios el encargo
de que entienda en las cosas tocantes a la Religión y dé provisión sobre ellas,
que enseñe a todas las gentes y amplifique cuanto cupiere en su poder el
imperio del nombre de Cristo; en una palabra, que, a su propio juicio, con
libertad y expedición gobierne a la cristiandad.
Pues esta absoluta y perfectísima autoridad, que filósofos lisonjeros del
poder secular impugnan ha largo tiempo, la Iglesia no ha cesado nunca de
reivindicarla para sí, ni de ejercerla públicamente. Por ella los Apóstoles
batallaron en primer término; y por esta causa, a los príncipes de la Sinagoga,
que les prohibían diseminar la doctrina evangélica, respondían constantes: Hay
que obedecer a Dios más que a los hombres (Act, V, 9). Esta misma autoridad
cuidaron de afianzar acertadamente los Santos Padres, con peso y claridad de
razones por demás convincentes, y los romanos pontífices, con invicta
constancia de ánimo, la vindicaron siempre contra sus enemigos.
Bien más: eso mismo ratificaron y de hecho aprobaron los príncipes y
gobernantes de la sociedad civil, supuesto que han solido tratar con la Iglesia
como con potencia legítima y soberana, ora por medio de pactos y
transacciones, ora enviándole embajadores y recibiéndolos, ora cambiando en
mutua correspondencia otros buenos oficios. En lo cual se ha de reconocer la
mano de la Providencia de Dios, quien señaladamente dispuso que esta misma
potestad de la Iglesia estuviera dotada del principado civil, que ciertamente es
óptima garantía y tutelar firmamento de su libertad.
Por lo dicho se ve cómo Dios ha hecho copartícipes del gobierno de todo
el linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida
directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de los celestiales y
divinos. Ambas a dos potestades son supremas, cada una en su género;
contiénense distintamente dentro de términos definidos conforme a la
naturaleza de cada cual y a su causa próxima; de lo que resulta una como doble
esfera de acción, donde se circunscriben sus peculiares derechos y sendas
atribuciones.
Mas como el sujeto sobre que recaen ambas potestades soberanas es uno
mismo, y como, por otra parte, suele suceder que una misma cosa pertenezca, si
bien bajo diferente aspecto, a una y otra jurisdicción, claro está que Dios,
providentísimo, no estableció aquellos dos soberanos poderes sin constituir
juntamente el orden y el proceso que han de guardar en su acción respectiva.
Las potestades que son, están por Dios ordenadas (Rom., XIII, 1). Si así no
fuese, con frecuencia nacerían motivos de litigios insolubles y de lamentables
reyertas, y no una sola vez se pararía el ánimo indeciso sin saber qué partido
tomar, a la manera de caminante ante una encrucijada, al verse solicitado por
contrarios mandatos de dos autoridades, a ninguna de las cuales puede, sin
pecado, dejar de obedecer. Todo lo cual repugna en sumo grado pensarlo de la
próvida sabiduría y bondad de Dios, que en el mundo físico, con ser éste de un
orden tan inferior, atemperó, sin embargo, las fuerzas naturales y ajustó las
causas orgánicas a sus mutuos efectos con tan arreglada moderación y
maravillosa armonía, que ni las unas impidan a las otras, ni dejen todas de
concurrir a la hermosura cabal y perfección excelente del universo.
Es, pues, necesario que haya entre los dos poderes cierta trabazón
ordenada; trabazón íntima, que no sin razón se compara a la del alma con el
cuerpo en el hombre. Para juzgar cuánta y cuál sea aquella unión, forzoso se
hace atender a la naturaleza de las dos soberanías, relacionadas así como es
dicho, y tener cuenta de la excelencia y nobleza de los objetos para que existen,
pues que la una tiene por fin próximo y principal el cuidar de los intereses
caducos y deleznables de los hombres, y la otra el de procurarles los bienes
celestiales y eternos. Así que todo cuanto en las cosas y personas, de cualquier
modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que pertenece a la salvación de
las almas y al culto de Dios, bien sea tal por su propia naturaleza, o bien se
entienda ser así en virtud de la causa a que se refiere, todo ello cae bajo el
dominio y arbitrio de la Iglesia; pero las demás cosas que el régimen civil y
político, como tal, abraza y comprende, justo es que le estén sujetas, puesto que
Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios. No obstante, a veces acontece que por necesidades de los
tiempos pueda convenir otro género de concordia que asegure la paz y libertad
de entrambas, por ejemplo, cuando los Gobiernos y el Pontífice Romano se
avengan sobre alguna cosa particular. En estos casos, hartas pruebas tiene dadas
la Iglesia de su bondad maternal, llevada tan lejos como le ha sido posible la
indulgencia y la facilidad de acomodamiento” (Immortale Dei).
“La Iglesia, sin duda alguna, y la sociedad política, tienen cada una su
soberanía propia; por consiguiente, en la cuestión de los intereses que son de su
competencia, la una no está obligada a obedecer a la otra, dentro de los límites
en que cada una está encerrada por su misma constitución. De lo cual, sin
embargo, no se sigue que naturalmente una y otra sociedad hayan de estar
desunidas y menos aún que sean enemigas la una de la otra. La naturaleza, en
efecto, no ha dado al hombre solamente el ser físico, sino también el ser moral.
Por esto de la tranquilidad del orden público, bien inmediato de la sociedad
civil, el hombre saca los medios para perfeccionarse físicamente y sobre todo
para buscar su perfección moral, que reside exclusivamente en el conocimiento
y en la práctica de la virtud. Quiere, al mismo tiempo, como es su deber,
encontrar en la Iglesia los recursos necesarios para su perfeccionamiento
religioso, que consiste en el conocimiento y en la práctica de la religión
verdadera, llamada reina de las virtudes, porque relacionándolas con Dios ella
las completa todas y las perfecciona.
Así pues, quienes redactan las constituciones y formulan las leyes, deben
tener en consideración la naturaleza moral y religiosa del hombre, ayudarlo a
perfeccionarse, pero con orden y rectitud, no ordenando ni prohibiendo cosa
alguna que se oponga al fin propio de cada una de las sociedades civil y
religiosa. La Iglesia, pues, no podría ser indiferente a estas o aquellas leyes que
rigen los Estados, no en lo que se relaciona con el orden civil y político, sino en
cuanto se apartan de esta esfera de acción e invaden sus derechos. Y no es sólo
esto: la Iglesia ha recibido de Dios el mandato de oponerse a las instituciones
que dañen la Religión, y realizar esfuerzos continuos para que en las leyes y en
las instituciones de los pueblos penetre la virtud del Evangelio.
Como la suerte de los Estados depende principalmente de las
disposiciones de quienes están a la cabeza del gobierno, la Iglesia no podría
patrocinar ni favorecer a los hombres que sabe le son hostiles, que abiertamente
rehusan respetar sus derechos, que procuran destruir la alianza establecida por
la naturaleza misma de las cosas entre los intereses religiosos y los intereses del
orden civil. Por lo contrario, su deber consiste en favorecer a quien tiene sanas
ideas acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y se esfuerza por
hacerlos servir en virtud de su acuerdo para el bien general. Estos preceptos
encierran la regla, a la cual todo católico debe conformar su vida pública. En
definitiva: en donde quiera que está permitido por la Iglesia tomar parte en los
asuntos públicos, debe sostener a los hombres de probidad reconocida y que
permitan merecer bien de la causa católica, y por ningún motivo sería permitido
preferir a quienes son hostiles a la Religión” (Sapientiae Christianae).
El día en que cada ciudad y cada aldea guarde puntualmente la ley del
Señor, respete las cosas santas, frecuente los Sacramentos, y, en suma, cuanto
constituye la vida cristiana vuelva a ser tenido en lo que se merece, nada faltará
de seguro, Venerables Hermanos, para que contemplemos la restauración de
todas las cosas en Cristo. Pero nadie imagine que esto dice solamente relación a
los bienes eternos; también los temporales y la prosperidad pública
experimentarán la benéfica influencia de estas cosas; porque, una vez que se
hayan obtenido esos resultados, los nobles y ricos sabrán ser caritativos y justos
para con los humildes, y éstos soportarán con paz y en paciencia las privaciones
de su infortunada condición; los ciudadanos obedecerán, no a la arbitrariedad,
sino a la ley, y todos mirarán como un deber el respeto y amor a los que
gobiernan, cuyo poder no viene sino de Dios (Ad Rom., XIII, 1). Pero, además,
entonces será para todos manifiesto que la Iglesia, tal como fue establecida por
Jesucristo, debe gozar de plena y absoluta libertad, y no verse sometida a
ningún poder humano; y que Nos mismo, al reivindicar esta libertad, no sólo
amparamos los derechos de la Religión, sino que proveemos igualmente al bien
común y seguridad de todos los pueblos. La piedad para todo es útil (Ad
Timoth., IV, 8), y allí donde reina, el pueblo está verdaderamente asentado en
la plenitud de la paz (Is., XXXII, 18)” (E supremi apostolatus cathedra).
“Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia, es una tesis
absolutamente falsa y un error pernicioso, porque, basada en el principio de que
el Estado no debe reconocer culto religioso alguno, es gravemente injuriosa a
Dios, fundador y conservador de las sociedades humanas, al cual debemos
tributar culto público y social. La tesis de que hablamos constituye, además,
una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del
Estado al logro de la prosperidad pública en esta vida terrena, que es la razón
próxima de las sociedades políticas, y no se ocupa en modo alguno de su razón
última, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya
terminado esta vida tan breve; pero como el orden presente de las cosas, que se
desarrolla en el tiempo, se encuentra subordinado a la conquista del bien
supremo y absoluto, es obligación del poder civil, no tan sólo apartar los
obstáculos que puedan oponerse a que el hombre alcance aquel bien para que
fue creado, sino también ayudarle a conseguirlo.
Esta tesis es contraria igualmente al orden sabiamente establecido por
Dios en el mundo, orden que exige una verdadera concordia y armonía entre las
dos sociedades; porque la sociedad religiosa y la civil se componen de unos
mismos individuos, por más que cada una ejerce, en su esfera propia, su
autoridad sobre ellos, resultando de aquí que existen materias en las que deben
conocer una y otra, por ser de la incumbencia de ambas. Roto el acuerdo entre
el Estado y la Iglesia, surgirán graves diferencias en la apreciación de las
materias de que hablamos, se obscurecerá la noción de lo verdadero, y la duda y
la ansiedad acabarán por enseñorearse de todos los espíritus. A los males que
van señalados añádase que esta tesis inflige gravísimos daños a la sociedad
civil, que no puede prosperar ni vivir mucho tiempo, no concediendo su lugar
propio a la Religión, que es la regla suprema que define y señala los derechos y
los deberes del hombre. Por lo cual los Romanos Pontífices no han cesado
jamás, según pedían las circunstancias y la ocasión, de refutar y condenar la
doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado” (Vehementer Nos)

En conclusión exígese la observancia fiel de toda esa doctrina enseñada


por los Vicarios del Redentor en la tierra, para que sea una realidad el Reino
Temporal de Cristo en las sociedades civiles y en los Estados, porque como lo
recordó resumiendo Pío XI, en su citada Encíclica Ubi arcano Dei, con palabras
ya transcritas, que es necesario repetir aquí, por ser lo mejor para cerrar
áureamente este capítulo:

“Reina [Cristo] cuando es reconocido a la Iglesia de Jesucristo el lugar


que El mismo le asignó en la sociedad humana, dándole forma y constitución
de Sociedad y por razón de su fin perfecta, suprema en su orden;
constituyéndola depositaria e intérprete de su pensamiento divino, y por lo
mismo maestra y guía de la sociedad puramente natural; no para mermar la
soberanía de ésta, dentro del propio orden de su competencia, sino para
perfeccionarla como la gracia perfecciona la naturaleza, y para dar a los
hombres una ayuda eficaz en orden a la consecución de su fin último, o sea de
la eterna felicidad, y con esto hacerles más merecedores y más seguros de la
posesión de los bienes temporales y eternos”.
III

CRISTO IMPERA EN EL MEDIEVO, LA NUEVA


ESPAÑA Y EL IMPERIO DE ITURBIDE

PROVIDENCIAL DESTRUCCIÓN DE LA ESTRUCTURA


PAGANA DEL IMPERIO ROMANO

En su magistralísimo discurso sobre “La iglesia independiente del estado


ateo”, pronunciado en el teatro de Santiago de Compostela, España. ciudad en
cuya prestigiosa Universidad estudió en su juventud doctorándose en Derecho,
dijo el 29 de julio de 1902 el gran maestro hispano Vázquez de Mella, que tenía
obligación de referirse a “una escritora insigne, ornamento de la literatura
gallega y de la literatura nacional, que ha dado el más hermoso de sus libros a la
Iglesia y a la cual rinde gustoso el tributo de respeto y amistad, Da. Emilia
Pardo Bazán”, 22 a la que llamó dieciséis años después, en discurso en el mismo
teatro, el 31 de julio de 1918, “la erudita escritora y crítica sin par”, 23 y de esto
es prueba plena precisamente aquel libro, su obra maestra, que es su San
Francisco de Asís ( siglo XIII), que comienza con un extenso y magnífico
ensayo titulado modestamente “Introducción”, del que son estos párrafos
iniciales que acreditan a la autora como maestra en Filosofía de la Historia, ya
que –lo que no es frecuente– tuvo en cuenta la acción de la Providencia en la
Historia:

“Apenas hay historiador que no se extienda en referir la corrupción de


costumbres que precedió a la caída del Imperio Romano: Tácito, Suetonio, la
musa indignada de Juvenal, abrieron camino a los modernos escritores para que
por los excesos de Roma explicasen su decadencia. Pocos toman en cuenta otro
elemento disolvente: el escepticismo romano. Escéptica era la señora del orbe:
a la sonrisa de los augures se asociaba el Senado recibiendo en el Panteón los
dioses de las comarcas vencidas, los monstruosos númenes de Cartago, las
simbólicas divinidades del Egipto. Quizá en su origen, cuando la componían
proscriptos y aventureros, creyó en sus tutelares la república romana:
seguramente no creía ya, cuando ante aquel Senado indiferente Julio César

22
Apud, nota 12, vol. V, pp. 313-314.
23
Ibid., vol. XXVIII, p. 312.
pone en tela de juicio la inmortalidad del alma, cuando el más elegante de los
poetas latinos comenta en verso a Epicuro. Faltó al pueblo rey, en los últimos
siglos de su soberanía, el nervio del alma, la fe.
Sin embargo, por singular contradicción, Roma se manifestó intolerante,
inexorable con una sola creencia. Cierto que no la profesaba ninguna gran
nación aliada: eran las doctrinas de un hebreo obscuro, colgado de un patíbulo
por sus mismos compatriotas con anuencia del pretor romano. Los discípulos
del novador nazareno, apartándose del teatro del cruento suplicio, se diseminan
por los países gentiles, anuncian las promesas y enseñanzas de su maestro, y
esparcen por todo el orbe la buena nueva, o el evangelio de ella; pero fuerza es
confesarlo: si hallan dondequiera oídos y ánimos dispuestos a acogerla, dan
también con tormentos y muerte; y en Roma, allí donde cabían todos los dioses,
el Dios de los cristianos carece de asilo, y ha menester ocultarse en las entrañas
de la tierra. Reos de Estado, acusados, a despecho de su fidelidad al César, de
revolucionarios peligrosos, sufren los moradores de las Catacumbas la más
terrible persecución; la ejercida por un pueblo que ahoga el secreto
remordimiento de su indiferentismo en sangre humana. En la moderna acepción
del vocablo, no eran revolucionarios los adeptos de Cristo; pero no erraba
Roma al tenerles por algo especial y distinto de lo existente: sus asambleas
subterráneas contenían el germen de otra sociedad: cuando los espectadores del
Coliseo miraban, tendidos sobre la arena los despedazados cuerpos de los
primeros mártires, quizá presintieron confusamente lo que en dulces estrofas
había cantado el príncipe de la poesía latina; que, próxima a bajar del cielo una
progenie nueva, había de marcar una nueva era, reintegrar el grande y primer
período de los siglos y abrir camino a un nuevo reinado de la Edad de oro. La
florescencia cabal de este reinado áureo, o de la soberanía de Cristo sobre el
orbe, fue sin disputa la Edad Media.
Para lograr su advenimiento, no bastaron los humildes que ofrecían en
holocausto la vida: necesitáronse los destructores que arruinasen el vetusto y ya
cuarteado edificio del mundo romano. Y merece notarse cómo el Imperio, que
se cebaba en los mansos hijos del Crucificado, acogió sin desconfianza a los
fieros hombres del Norte. En rigor, no invadieron los bárbaros a Roma: Roma
se les entregó, y ellos se posesionaron, ya del campo yermo que la escasa
población latina no alcanzaba a cultivar, ya de las mermadas legiones que
pedían soldados vigorosos, ya, por último, de los altos puestos que les cedía la
pereza de los degenerados patricios. Agricultura, ejército, generalato,
consulado, todo cayó en manos del bárbaro, auxiliar del Imperio. Pero todavía
no alcanza esta paulatina infusión de elementos bárbaros a transformar a Roma,
a concluir con el pasado, y es fuerza que concluya: escrita está su sentencia; a la
invasión pacífica suceden violentas irrupciones: los bárbaros se precipitan en
masa hacia la tierra deleitable en que madura el dulce racimo, en que la mies
alfombra las llanuras con dorado tapiz, en que palacios de mármol contienen
vasijas de plata.
No les impulsa únicamente la codicia, ni el ansia de trocar por más
benignas regiones la inclemencia de su cielo, el horror de sus erizadas selvas:
sienten que les impele al Mediodía fuerza providencial. Alguien me empuja –
dice Alarico al marchar sobre Roma–; Atila se llama a sí propio martillo del
universo, azote de Dios; la tribu más devastadora, los vándalos, se declaran
instrumento de la voluntad divina. Hasta la hechura de sus armas indica el
oficio que vienen a desempeñar: en vez de la aguda y corta espada romana, que
sólo sirve para el combate, los bárbaros empuñan su frámea contundente, su
hacha doble que así abate al enemigo como hiende trabes y derriba puertas.
Entran por Italia arrollándolo todo, haciendo riza y estrago: no respetan las
magnificencias del arte, el primor de los monumentos, las amenas quintas, los
ricos muebles: destruyen como niños, sin reparo ni previsión; cabe el roto lecho
de marfil y púrpura, duermen envueltos en ásperas pieles; quiebran el vaso
murino, y beben en el hueco de la mano.
En compensación de tantos despojos, los selváticos conquistadores traen
a Roma lo que más necesita. Próspero y victorioso se alzaba aún el imperio de
Nerva y de Trajano, cuando ya un eximio historiador latino, Cornelio Tácito,
reprendiendo indirectamente la desenfrenada licencia de las costumbres y la
enervación de las almas, describió a los bárbaros, a los germanos de azules ojos
y blonda cabellera, encomiando su castidad conyugal, su lealtad en los
contratos, su respeto a la mujer, sus toscas, pero varoniles costumbres. Raza
belicosa y sobria, ansiaban los germanos perecer batallando: tenían las madres
por afrentosa para sus hijos la muerte natural; a los cobardes se les imponía
castigo simbólico, ahogándoles en fango; consecuencia de tan recia disciplina
eran ciertas prácticas feroces: apenas se tenía por delito el homicidio; bañaba
sus altares de piedra sangre humana; el cráneo del enemigo hacía de copa en el
festín. No importa: a despecho de su braveza, la indómita horda estaba a punto
para recibir la amorosa ley de los perseguidos: el Cristianismo.
Creían ya los germanos en la inmortalidad del alma, mal afirmada por
César y Cicerón, negada por Lucrecio, concebida por Virgilio como ensueño
palingenésico; y no consideraban la vida futura descenso al vano reino de las
sombras, sino entrada real en el Valhalla glorioso, donde premian eternos goces
los merecimientos del héroe. De las páginas en que Tácito pinta a las mujeres
bárbaras, que reciben un solo esposo, así como tienen un solo cuerpo y vida,
parece que se ve surgir la austera y honesta figura de la virgen y de la esposa
cristiana. La energía, gravedad y pureza de los bárbaros los señala y diputa para
el apostolado, el sacerdocio y el martirio. Incapaces de comprender el
refinamiento de la podrida civilización que a su paso se desmorona y cae,
perciben la majestad y hermosura de la joven Iglesia. Genserico y Atila
retroceden, poseídos de respeto ante el Papa León; y cuando sus lugartenientes
se maravillan de la conducta del huno, Atila exclama que escudando al
Pontífice ha visto aparición terrible, de resplandecientes cabellos. Llegaba la
invasora tribu a las puertas de alguna indefensa ciudad, y veíase salir de ella a
un viejo con hábitos sacerdotales, un Obispo cargado de años, ofreciéndose por
sus ovejas a conjurar la furia de las hordas exterminadoras: no pocas veces lo
conseguía, y por su mediación se libraba la ciudad del degüello y del incendio.
Así se impuso el Cristianismo a la fantasía y corazón de los bárbaros; y si fue
memorable jornada aquella en que Constantino vio en los cielos el lábaro que
guía a la victoria, más solemne es la hora en que San Remigio derrama agua
bautismal por la cabeza del sicambro Clodoveo. Roma, decrépita y moribunda,
abrazó la causa de la cruz; los bárbaros la adoptaron jóvenes y pujantes”. 24

ANIQUILAMIENTO PROVIDENCIAL DEL MUNDO


PAGANO PRECORTESIANO EN MÉXICO

Exactamente lo mismo sucedió con respecto al conglomerado pagano


indígena, existente en el vastísimo territorio de lo que sería el Reino Mexicano
de la Nueva España, y que formaba lo que el religioso franco-mexicano R. P.
Bernardo Bergoënd, S. J., llamó “El País de Anáhuac”, porque, precisó, es
“nombre que corresponde más o menos al territorio conocido después con la
denominación de Nueva España”, del que dijo:

“Al desembarcar Hernán Cortés, el Viernes Santo de 1519, en las playas


de Anáhuac, once eran las entidades políticas de mayor importancia, que, a
modo de reinos, se repartían la posesión de su vasto territorio: el Imperio
Mexicano, la Península Maya (Yucatán), la república de Tlaxcala, los reinos de
Cholula, Huejotzingo, Alcohuacán (Texcoco), Tlacopán (Tacuba), los reinos de
Michoacán, Mixteca y Zapoteca, el señorío de Meztitlán, además de otros
muchos cacicazgos en Jalisco y Chiapas, y otras varias tribus nómadas al Norte,
conocidas con el nombre genérico de Chichimecas. Estas entidades políticas,
más bien que naciones formalmente constituidas, eran agrupaciones de pueblos
inferiores, sometidos por la fuerza de las armas, a alguna ciudad principal y
guerrera, con la cual no tenían de ordinario, más liga que la de pagarles tributos,

24
EMILIA PARDO BAZÁN, Condesa de Pardo Bazán, San Francisco de Asís (Siglo XIII). Primeros
párrafos de la magistralísima “Introducción”.
de forma variable y según la mayor o menor sujeción a que habían quedado
reducidos. Este y no otro era el estado que guardaba el mal llamado Imperio
Azteca, al iniciarse su conquista por los españoles. Lo formaba una ciudad de
cierta importancia, la Gran Tenochtitlán, con escaso territorio propio, pero con
un dominio extensísimo sobre ancha faja de tierra, que se extendía del Golfo de
México al Océano Pacífico, con una anchura que correspondía más o menos a
las costas conocidas hoy con el nombre de Veracruz y Tabasco, en la parte
oriental, y en su parte occidental a las de Guerrero y Oaxaca”. 25

En verdad, no existía el mal llamado Imperio Azteca, ni mucho menos el


también mal llamado Imperio Mexicano. Lo que había era un predominio
bárbaro del conglomerado azteca sobre otros conglomerados, a los que sujetaba
a brutal tiranía, y así lo reconoció el muy objetivo historiador mexicano Carlos
Pereyra y Gómez desde antes de convertirse al Catolicismo, al escribir:

“¿Había realmente un Imperio Azteca? Evidentemente, no. Lo que había


era un predominio de los aztecas, ya por vínculos de confederación con otros
pueblos vecinos, ya por haber logrado en una serie brillante de campañas que
fuera reconocida su potencia militar y que le pagasen tributo pueblos de lugares
muy remotos. La verdad era que el país no contenía elementos unificadores para
la creación de un Estado”. 26

Pereyra y Gómez liberal, había sido colaborador del falsificador de la


Historia Patria y de la Historia Universal que fue Justo Sierra Méndez, cuyo
indigenismo no tuvo fuerza para impedirle que confesara estas verdades:

“De cuando en cuando se levantaba un nuevo templo; cada nuevo


monarca necesitaba el suyo, como los faraones, y, entonces, el pueblo esclavo y
los cautivos concurrían sin recibir salario alguno, en multitudes profundas, a la
obra de los caudillos: sin más agente mecánico que la finísima y admirable
articulada palanca que se llama el hombre, a él recurrían y de él, a fuerza de
multiplicarlo y hacerlo sufrir, obtenían esos colosales trabajos que admiraron a
los españoles y que, en donde fueron hechos en piedra, han dejado grandes
vestigios; no en la capital de Anáhuac, en donde el material principal era el

25
BERNARDO BERGOËND, S. J., que no firmó su obra, que él mismo publicó. La Nacionalidad
Mexicana y la Virgen de Guadalupe. Primera Parte: Formación de la Nacionalidad Mexicana. México, D. F.,
1931, pp. 15-16.
26
CARLOS PEREYRA, Historia de América Española. Editorial “Saturnino Calleja”, Madrid, 1924,
t. III, p. 106.
barro, revestido o no de piedra, pero casi siempre desmoronado y vuelto al
suelo húmedo y fangoso de donde había salido... El culto a los dioses tomó
enormes proporciones; dos o tres coincidencias entre las hecatombes humanas
de los templos y el fin de alguna calamidad, acrecentaron por tal modo el
prestigio de las deidades antropófagas, que los sacrificios fueron matanzas de
pueblos enteros de cautivos, que tiñeron de sangre a la ciudad y a sus
pobladores; de todo ello se escapaba un vaho hediondo de sangre. Era preciso
que este delirio religioso terminara; bendita la cruz o la espada que marcasen el
fin de los ritos sangrientos”. 27

Claro es que Sierra Méndez se refería a la Cruz de Cristo y a la espada de


Hernán Cortés y Pizarro, del que bien escribió Mons. Francisco Clemente
Kelley, Obispo de Oklahoma en la Jerarquía Católica en los Estados Unidos:

“Como la espada que llevaba al cinto y que tenía dos filos muy
cortantes, pero cuya empuñadura afectaba la forma de una cruz; así el primer
Cortés –1a hoja de acero– era todo un capitán, mientras el otro Cortés, la
empuñadura, era un misionero, de gran celo aunque no de gran prudencia. La
dura necesidad de batallar mantuvo en él siempre al soldado, pero cuando
concluía la batalla, su corazón, cuando menos, era el de un fanático de Dios y
de México. Hasta tenía que irle a la mano su capellán fray Bartolomé de
Olmedo, por el celo rabioso con que pretendía persuadir a Moctezuma a que
aceptara la fe cristiana. Nunca olvidó su carácter de cruzado”. 28

Su personalidad de hombre providencial, que no supo comprender el


falso historiador liberal y revolucionario Lic. Alfonso Teja Zabre, por más que,
como lo prueban sus propias palabras, era bien visible, y no pudiendo
naturalmente dar una explicación, en su positivismo ciego, atribuyó a la suerte
lo que fue misión providencial, cuando escribió:

“En la conquista de México, sorprende la ejecución de una empresa


gigantesca, realizada con medios numéricos casi increíbles. Se han buscado las
causas de este aparente milagro. A primera vista, lo explican el genio de Cortés,
su capacidad de conquistador como empresario, político y soldado. A esto se
debe agregar la protección de la suerte. Cortés parece dirigido, en la conquista

27
JUSTO SIERRA, Evolución Política del Pueblo Mexicano, Fondo de Cultura Económica, talleres de
Gráfica Panamericana, México, D. F., 1950, pp. 27, 28.
28
FRANCIS CLEMENT KELLEY, México, el País de lo: Altares Ensangrentados. Documentos y
notas de Eber Cole Byam. Traducción de Guillermo Prieto-Yeme. Editorial “Polis”, México, D. F., 1939, p. 45.
de México, por una mano que lo salva y lo conduce por los mejores caminos”.
29

Cortés no parecía, sino que era en realidad dirigido por esa mano que era
la de la Providencia, que lo fue conduciendo ciertamente para que consumara la
misión providencial que le había encomendado, porque como bien dijo en
bellísimo pensamiento Mons. José Juan de Herrera y Piña, cuando era Obispo
de Tulancingo y Arzobispo de Linares, hoy Monterrey:

“Si a Cristóbal Colón nadie le puede disputar la gloria de haber


descubierto un Nuevo Mundo para España, para la civilización y para la Iglesia,
mal haría el que se propusiera desconocer que Hernán Cortés fue el
instrumento, predestinado por Dios desde toda la eternidad, para realizar los
propósitos de Isabel la Católica en Méjico, porción de los reinos, arrebatados a
la barbarie por esos conspicuos varones, justamente reconocida como principal.
Así lo demuestra el nombre de Nueva España, que se la dio a raíz de la
conquista. Si amamos a nuestra Patria, mal haríamos con renegar de la memoria
del Conquistador esclarecido, que rasgó sus cimientos y fijó sus fronteras”. 30

Si para que pudiera establecerse el Reinado Temporal de Cristo en


Europa, fue preciso destruir por medio de la fuerza el Imperio Romano y la
estructura pagana por él impuesta, labor en que los bárbaros obraron, según
queda demostrado a la luz de la Filosofía de la Historia, como instrumentos de
Dios; también en nuestro suelo fue indispensable aniquilar el caos pagano
indígena precortesiano, empresa en que la Providencia no usó a ningunos
bárbaros, sino utilizó a católicos españoles de los que dijo Mons. Kelley:

“Los cristianos de aquel tiempo eran, por regla general, más o menos
como Cortés y los otros conquistadores. Ellos lograron asir un hecho esencial
acerca del cristianismo, que los hombres de hoy solemos no advertir; me refiero
a que ellos supieron bien que el cristianismo no es un estado de perfección, sino
un camino que conduce a ella. No esperaban poder huír de todo pecado, pero
esperaban cometer los menos posibles. Reconocían el hecho de que el alma será
siempre un campo de batalla mientras le estorbe el cuerpo. La bondad era para

29
ALFONSO TEJA ZABRE, Breve Historia de México. Texto para escuelas rurales y primarias. 3a.
edición corregida y aumentada. Ediciones Botas, 1946, pp. 85-86.
30
América Española, editada en la ciudad de México, número del 13 de agosto de 1921, dedicado a
rendir homenaje a Hernán Cortés, p. 540.
ellos un ideal, pero los ideales a menudo interrumpen la acción durante una
lucha”. 31

Supieron mantenerlos siempre en alto, fieles a su misión histórica, o sea


su misión providencial, de la que dejó enseñado en suprema cátedra de Filosofía
de la Historia el P. Bergoënd, inmediatamente después de citar un testimonio
sobre los sacrificios humanos realizados por los aztecas en la dedicación de su
templo mayor de su capital:

“A muchos historiadores ha parecido exagerado el número de 80,400


víctimas. Si nos atenemos a la cifra de 20,000 que asigna el códice Telleriano-
Romano, o a la de 24,000 del Códice Vaticano, es aún por demás espantosa esta
carnicería. Y sin embargo, no es esto increíble si se considera la índole
sanguinaria de la religión de los aztecas. Se puede afirmar que toda su vida
privada y nacional giraba alrededor de los altares de sus templos, en que se
sacrificaban de continuo víctimas humanas, y a esto convergían todas las
actividades de su vida política. La guerra era para ellos una ocupación
permanente, con el fin casi exclusivo de proveerse de sangre humana para los
sacrificios. Preguntado Moctezuma en cierta ocasión por qué permitía se
conservará la independencia de la República de Tlaxcala, contestó
ingenuamente que para proporcionarse víctimas para los altares de sus
divinidades...
La más principal de ellas era el dios de la guerra, Huitzilopochtli, que era
también la divinidad tutelar de la nación. Tenía templos suntuosos en las
principales poblaciones. En su templo mayor de la Capital contaron los
Conquistadores 136,000 cráneos humanos. Las otras divinidades, aunque
menos sedientas de sangre, tenían sin embargo sus altares que a menudo
humeaban con sangre humana. De los dieciocho meses en que dividían los
Aztecas el año, no había uno que no comenzara con alguna sangrienta
ceremonia en honor de una deidad protectora, para alcanzar de ella, o bien
tiempos y lluvias favorables, o bien ayuda en otras empresas... Notaremos de
paso que los mexicas, a su tiempo eran antropófagos, ya que, como hemos
visto, con motivo de sus fiestas tenían convites de carne humana. Los demás
pueblos de Anáhuac tenían también sus sacrificios humanos. Los tarascos
sacrificaban esclavos; las víctimas de los mayas eran de ordinario niños y
cautivos, a quienes quemaban en un ídolo hueco que tenía forma de hombre; los
zapotecas inmolaban hombres a sus dioses y mujeres a sus diosas: en una
palabra, estaban las naciones y razas todas de Anáhuac entregadas a la potestad

31
Apud, nota 27, p. 46.
de las tinieblas, y víctimas de la más espantosa esclavitud, la del demonio, que
es carnicería, muerte, desolación e iniquidad.
Pero Dios N. S., en el tiempo fijado por su misericordia iba a poner fin a
tantas atrocidades, con un golpe maestro de su diestra y que había de repercutir
en todos los tiempos, como testimonio de amor preferente para con todos los
reinos del Anáhuac. Es el caso que les iba a dar la vida con la muerte, la vida de
los pueblos civilizados, con la muerte, por cierto tiempo, de su independencia,
si independencia se puede llamar a ese estado de abyección y de esclavitud en
que estaban sumidas las razas antagónicas que poblaban en aquel entonces el
suelo mexicano: formando con todos ellos una verdadera nacionalidad, cuyo
intento confiaría de maravillosa manera a la Madre de su Hijo, Cristo Jesús, a la
Virgen Santísima; y valiéndose para ello de un puñado de valientes españoles,
medio soldadones y medio misioneros, que surcarían los mares en busca de
tesoros para sí, de tierras para su rey y de almas para su Dios...
La conquista de Anáhuac por Hernán Cortés es tan sorprendente y
maravillosa, que de no haber sido escrita por historiadores presenciales y
dignos de todo crédito, y confirmada asimismo por cronistas indígenas, que la
dejaron consignada en sus manuscritos de representación jeroglífica, tendría
todas las características y matices de una verdadera leyenda. Son tan
extraordinarios los acontecimientos que vamos a consignar rápidamente que, de
no ver en ellos una muy especial intervención divina, no tienen explicación
satisfactoria. Si; sólo la mano de un Dios misericordioso, que se complace en
hacer cosas grandes, valiéndose de instrumentos humanos, sean o no aptos para
ello, y se aprovecha de todas las circunstancias en que se mueve la libertad del
hombre para ir en derechura al fin que se ha propuesto conseguir, ha sido capaz
de obrar el portento que en la historia se conoce con el nombre de conquista del
Imperio azteca o mexicano...
La conquista del Imperio Mexicano por un puñado de españoles, ofrece
tal cúmulo de circunstancias extraordinarias, que es preciso buscar fuera de lo
humano explicación que satisfaga. Para dar cumplida razón de ella, no basta
decir que los españoles eran sobremanera valientes y que eran tenidos como
seres superiores invencibles, porque valientes se mostraron sus contrarios y más
de una vez tuvieron que retroceder al empuje de sus ataques; –ni que causaran a
los indios demasiada impresión los caballos y las armas de fuego de los
castellanos, porque no tardaron en familiarizarse con ellos; –ni que debieron los
españoles su triunfo final al denuedo de los tlaxcaltecas y otras tribus amigas,
porque si bien es cierto que la ayuda que prestaron a Cortés fue uno de los
factores decisivos de la Conquista, no lo es menos que las tropas indígenas,
entregadas a sí mismas, nunca o muy difícilmente hubieran podido vencer a las
huestes aztecas.
Aquí no cabe más razón que la dada por Bernal Díaz del Castillo, con
motivo de los hechos de guerra llevados a cabo desde el principio de la
campaña hasta la prisión de Moctezuma, pero que nosotros extendemos a todo
el período de la conquista cortesiana: Muchas veces ahora que estoy viejo, me
paro a considerar las cosas heróycas que en aquel tiempo pasamos, que me
parece las veo presentes; y digo que nuestros hechos, que no los hacíamos
nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios, porque, ¿qué hombres
ha habido en el mundo, que osasen entrar cuatrocientos y cincuenta soldados,
y aun no llegábamos a ellos, en una tan fuerte ciudad como México, que es
mayor que Venecia, estando tan apartados de nuestra Castilla sobre más de
mil y quinientas leguas, y prender a un tan gran señor, y hacer justicia de sus
capitanes delante dél? Porque hay mucho que ponderar en ello. ¡Si, hay mucho
que ponderar en ello!
Los historiadores que no gustan de ver la mano de la Divina Providencia
en los acontecimientos humanos, al hablar de la Conquista de México por
Cortés y su puñado de hombres, la explican con decir que para vencer tuvieron
de su parte ‘la disciplina, una resolución desesperada y una ciega confianza en
su jefe’, y que contaban con ‘la influencia que ejerce la fortuna, la rara
casualidad, la estrella en el buen éxito de las operaciones militares’. Pero
nosotros decimos que el azar no explica nada, y que toda larga serie de sucesos
extraordinarios exige necesariamente una causa proporcionada. Los sucesos
subsiguientes nos dan la clave de las trazas de Dios con tal maravilla: se valió
de instrumentos tales como los tenía a mano; y por medio de soldados recios,
hijos de una nación católica, la católica España, que era entonces la nación
misionera por excelencia, prevenía la reunión en una sola familia, en un solo
pueblo, de todas las razas de Anáhuac, para librarlas definitivamente del culto
más sangriento y cruel que se conoce, y reducirlas al gremio de la Santa Madre
la Iglesia Católica”. 32

REINADO TEMPORAL DE CRISTO EN LA EDAD MEDIA

Exactísima es la afirmación hecha por doña Emilia Pardo Bazán, al


expresar con palabras ya citadas enteramente de acuerdo con la Filosofía de la
Historia, que la eflorescencia cabal del reinado áureo, o de la soberanía de
Cristo sobre el orbe, fue sin disputa la Edad Media, para cuyo advenimiento, no
bastaron los humildes que ofrecían en holocausto la vida: necesitáronse los
destructores que arruinasen el vetusto y ya cuarteado edificio del mundo

32
Apud, nota 24, pp. 23-24, 24-25, 31-32, 33, 51-53.
romano, para destruir por completo la antisocial y antinatural estructura pagana,
y poder edificar en su lugar el imperio de la Realeza Temporal de Cristo, una
vez robustecido el Cristianismo, pues Roma, decrépita y moribunda, abrazó la
causa de la Cruz, mientras que los bárbaros la adoptaron jóvenes y pujantes,
añadiendo a continuación:

“Unidos el mundo romano y el bárbaro, bajo leyes nuevas para


entrambos, comenzó la época de transición que dura hasta el siglo VIII, y
prepara la Edad Media. Anticipándose a Carlomagno, meditó ya Teodorico el
Imperio de Occidente; Carlomagno lo realiza. Extirpadora del arrianismo,
portadora del catolicismo a Sajonia, la raza franca produjo, no sólo al Carlos
cuyo martillo, machacando a los sarracenos en Poitiers, inicia los triunfos de
Occidente sobre Oriente, sino al otro Carlos, el jefe de la cristiandad, personaje
de desmesurado grandor, pórtico enorme de la Edad Media, que resucita la idea
de la unidad imperial, reúne bajo su cetro a francos y germanos, y es coronado
y llamado Augusto por el Papa. Engrandecido por el mismo poder eclesiástico
en que fundó su trono el merovingio Clodoveo, fue Carlomagno columna y
antemural de la Iglesia.
Escritores recientes, empeñados en amenguar la gloria del legendario
Emperador, buscan causas segundas a que atribuir el renacimiento que a él solo
se debe: como si en el siglo VIII cupiese impulsar letras, ciencias y artes, sin
contar con la Iglesia, su única depositaria. Iglesia y civilización eran una misma
cosa; los sabios insignes que Carlomagno descubrió en diversas regiones,
España, Italia, Anglo-Sajonia, para rodearse de ellos, llevaban en sus cabezas la
marca eclesiástica, la tonsura. Del fondo de los Monasterios salieron a la voz de
Carlomagno los despojos del naufragio de la sabiduría antigua, recogidos y
custodiados allí por manos piadosas. Mas el gran adelanto propio del reinado de
Carlomagno, y que lo distingue de todos los anteriores, es que el bárbaro
arraiga, se hace estable, se adhiere definitivamente a la tierra subyugada por sus
armas.
Hasta entonces, inquieto, movible, empujado por la incógnita fuerza de
que hablaba Alarico, no halla reposo; con la misma periodicidad que crecen los
ríos, descienden los bárbaros a inundar a Europa; no fundan, no se paran a
disfrutar lo conquistado; llegan, arrasan y se vuelven. Pero así que sobre las
ruinas de la época romana comienza a alzarse otra distinta, la voz que ordenó
(al bárbaro andar y andar, le manda detenerse; y si antes su fuerte brazo era
ariete, ahora sus hombros robustos serán base y cimiento de la nueva sociedad.
Cuando ve fijarse a las aventureras tribus, concibe Carlomagno la unidad
administrativa, legislativa, religiosa, anhelada por Teodorico en épocas menos
propicias. ¿Qué importa ya que al bajar al sepulcro su fundador se disuelva el
imperio carlovingio? Se ha logrado el objeto principal; está organizada la Edad
Media...
Hay en la Edad Media un elemento de unidad suprema: elemento no
material y externo, sino interno, profundo: la idea de Cristo, que a manera de
aura sutil penetra por todas partes, inspira leyes, costumbres, artes, ciencias;
guía a los pueblos errantes en el desierto de Europa, y les mueve a construir y
crear, en vez de sentarse afligidos sobre las ruinas que los cercan. No hay
palanca más poderosa que una creencia para mover las multitudes humanas; no
hay tampoco lazo más fuerte para unirlas: no en vano se dice que la religión
liga y aprieta a los hombres: otro tanto puede afirmarse de las razas y pueblos.
Síntesis de la Edad Media, la idea religiosa resuelve toda antinomia. Lucharán
entre sí poderes, naciones, ciudades, monarcas: que los llame el Cristianismo, y
veremos cómo se levantan unánimes. Cuanto elaboró la creadora actividad de la
Edad Media, lleva sello cristiano: filosofía, poesía, pintura, arquitectura,
ciencia, instituciones, derecho consuetudinario y escrito... Resalta en el cuadro
de la Edad Media la Iglesia como elemento de unidad moral. A no ser por ella,
Europa no hubiera conseguido nunca flotar sobre la anarquía y la barbarie ni
apartarlas de sí cada vez más, desterrándolas a los últimos límites de las
fronteras asiáticas y africanas”. 33

Así fue en verdad, y como expresó el gran Prelado mexicano que fue
Mons. José de Jesús Manriquez y Zárate, al referirse precisamente a la Edad
Media, después de evocar las invasiones de los bárbaros que aniquilaron el
Imperio Romano:

“De esta manera, en menos de dos siglos, Roma y todos sus dommios
habían caído ya bajo la garra de los invasores sin esperanza alguna de
resurgimiento... Como se presentan las aves de rapiña en grandes parvadas y se
lanzan sobre un cuerpo en descomposición, así los bárbaros, conscientes de su
fuerza, lanzáronse sobre el Imperio para desgarrarle y repartirse sus despojos...
Pero entonces preséntase la Iglesia, la gran civilizadora de los pueblos, a
cumplir, en nombre de Jesucristo, su altísima misión. Inmensa era la tarea que
pesaba sobre sus espaldas, pero más poderosa aún la gracia para triunfar de
todos los obstáculos e implantar definitivamente en los territorios conquistados
la bandera de Cristo, la enseña de la verdadera civilización. Había que hacerlo
todo: desde los sillares del nuevo edificio hasta las cúpulas y altos muros. Es
decir, la Iglesia debía formar al individuo, constituir la familia cristiana y

33
Apud, nota 24. Extractos de los párrafos de la “Introducción” que se refieren a Carlomagno y a la
Edad Media.
plasmar y modelar las nuevas sociedades conforme al espíritu y doctrina del
Cristianismo”. 34

A continuación hizo el intrépido primer Obispo de Huejutla sabia y


extensa exposición de la forma en que la Iglesia consumó esa obra, con palabras
imposibles de reproducir aquí por su gran número, lo que obliga simplemente a
extractarlas, y al hacerlo hay que advertir que cuando el Prelado aludió al
individuo, concretamente refirió a la persona humana:

“Desde luego, el individuo, esto es, el hombre completo en todos


sentidos, no existía; era menester infundir en el ánimo de cada hombre el
espíritu de Jesucristo para que resurgiera un hombre nuevo, en todo conforme el
Divino Modelo... Hombre completo es el hombre según la naturaleza y según la
gracia; es el hombre en quien lo natural y sobrenatural se dan estrecho abrazo;
en quien la naturaleza existe toda entera, bien que transformada y
sobrenaturalizada por la acción de la gracia... Y esto es cabalmente lo que
caracteriza la obra de la Iglesia cerca del individuo en la Edad Media. Ella tomó
al hombre como lo encontraba, e infundiéndole la vida sobrenatural, lo
perfeccionó, sin desfigurarlo; Io completó, sin confundirlo; y lo sublimó,
borrando todos los estragos que había hecho en él el pecado, y elevando. a un
orden sobrenatural y divino su nativa nobleza. La Edad Media es la época de la
caballería, no precisamente por abundar en ella los caballeros andantes, ávidos
de aventuras, de que nos hablan los Anales de aquellos tiempos, sino porque en
ella surgen los hombres completos, los hombres sin miedo y sin tacha, los
amantes no sólo de la gloria terrena, sino también de la celestial y sempiterna;
los cruzados de la justicia, los adalides de Cristo y de su Iglesia, los perfectos
cristianos, en una palabra...
De este modo la Iglesia labró los sillares con que había de fundar el
edificio de la Verdadera civilización. Preparados los elementos, pone mano a la
obra fundando desde luego la familia cristiana. La familia es también obra de la
Iglesia. En el paganismo, podemos muy bien decir que no existía la familia,
sino simplemente un conglomerado de hombres y mujeres que contribuían
ciertamente a la propagación del género humano, pero no en una forma
organizada e institucional. Conforme a la mente del Dios Creador, un solo
hombre se había de unir con una sola mujer para siempre. El género humano,
así como olvidó otras muchas verdades relativas a la moral, también echó en
olvido esta primitiva institución del matrimonio… Jesucristo, Redentor de la

34
DR. DON JOSÉ DE JESÚS MANRÍQUEZ Y ZÁRATE, Obispo de Huejutla, Jesucristo a Través
de las Edades. Instrucción Pastoral dirigida a sus Diocesanos con motivo del XIX Centenario de la Redención
del género humano. Imprenta de Herder & Cía., Friburgo de Brisgovia (Alemania), 1934, p. 89.
humanidad, redujo el matrimonio a su primitiva nobleza, estableciendo que
para lo sucesivo el matrimonio sería de uno con una y para siempre. Esta
doctrina la heredó la Iglesia y comenzó a ponerla en práctica desde su misma
cuna. En la Edad que nos ocupa, grandes, inmensos esfuerzos fueron puestos
por ella para la implantación del matrimonio cristiano...
Desde entonces vemos a la mujer ennoblecida, al hogar establecido y
dignificado por la unidad y perpetuidad del matrimonio, y a las puertas de cada
hogar el ángel de la Religión defendiendo con su espada de fuego la
inviolabilidad del Gran Sacramento que dijera San Pablo. El varón ya no debía
ser el verdugo de la mujer, sino su compañero y amigo inseparable,
considerando a ésta como carne de su carne y hueso de sus huesos. Esta,
aunque sujeta al varón, como a su cabeza, ya no era su esclava ni únicamente el
objeto de sus caprichos libidinosos, sino su costilla, esto es, el complemento de
su felicidad, el consuelo de sus penas, la alegría de sus tristezas, la educadora
de sus hijos y el sol de su hogar. Los vástagos ya no quedaban a merced de las
pasiones, sino al abrigo de la Religión. Debían recibir de sus padres el sustento
y la formación intelectual y moral hasta llegar a ser hombres perfectos, y
aquéllos a su vez, debían pagar a sus progenitores con el cariño, el respeto y la
obediencia”. 35

Mons. Manriquez y Zárate añadió:

“Pero más grandiosa aún es la acción de la Iglesia en la formación de las


nuevas sociedades. Ni en el orden religioso, ni en el meramente civil existía
propiamente la sociedad en los países dominados por los bárbaros, antes que la
Iglesia con su acción eminentemente bienhechora los sacase del seno de la
barbarie al ser de verdaderas sociedades civiles en el sentido estricto de la
palabra”. 36

Y luego, páginas después, aludió, a cómo “fueron apareciendo las


grandes naciones que constituyeron un día el orgullo de Europa”. 37 Varias
veces hizo amplia y detallada exposición de la formación de las sociedades
civiles y de las naciones, durante la Edad Media, el maestro español Juan
Vázquez de Mella, a cuyas enseñanzas preciso es recurrir aunque sea en lo
fundamental entresacado de sus sabias enseñanzas, para entender el Reinado

35
Ibid., pp. 90, 91, 91-92, 95, 95.
36
Ibid., p. 97.
37
Ibid., p. 103.
Temporal de Cristo en las autoridades sociales y políticas, por obra de la Iglesia
Católica en el medievo.
Tuvo cuidado de precisar, para que se comprendiera la verdad histórica
claramente, cuáles fueron los rasgos esenciales de la estructura pagana, anterior
al advenimiento y predominio del Cristianismo, por lo que al caso se refiere:

“Fijaos bien en que los caracteres de la sociedad pagana eran tres. La


civilización pagana estaba fundada sobre estos tres principios, que constituyen
sus atributos: la confusión de la potestad religiosa y de la potestad civil en una
sola entidad, que era lo que constituía el cesarismo, para que pudiera tiranizar a
un tiempo los cuerpos y las almas; la negación de la libertad y de la igualdad,
por consiguiente, de la fraternidad humana, con la esclavitud, las castas, y con
el destino que imperaba rígidamente sobre todas las conductas individuales y
colectivas del mundo antiguo; y, al mismo tiempo, la absorción en la soberanía
política del Estado de la soberanía social...” 38

Y en suprema síntesis enseñó:

“Hay tres constituciones en los pueblos, que el derecho político liberal


no sabe distinguir; la constitución social, que se refiere a la familia, a la
propiedad y a la autoridad; la constitución interna, que es el espíritu nacional, y
que se refiere a las grandes tradiciones de un pueblo, y la constitución política o
protártica, que se refiere a la organización de la soberanía política, que
constituye propiamente el Estado, y a sus relaciones con la soberanía social.
Estas tres constituciones puede decirse que son, en parte, obra de la Iglesia. La
Iglesia elevó a sacramento el vínculo familiar, y estableció la unidad e
indisolubilidad que el mundo pagano no conocía; la Iglesia acabó con el jus
abutendi del Derecho cesáreo, para afirmar un fin espiritual y colectivo a la
propiedad individual misma, poniendo además a su lado, para limitarla, la
propiedad corporativa, y ciñéndola con los deberes de caridad que establecen en
favor de los necesitados lo que podríamos llamar la legítima de la limosna. La
Iglesia separó las dos potestades, rompiendo el nudo del cesarismo que las
había juntado en una sola persona o clase para oprimir a un tiempo, sin barreras
ni límites, las conciencias y los cuerpos. Desde que ella existe hay relaciones
entre las dos potestades, que el mundo antiguo no conoció ni en Oriente ni en
Occidente, porque el cesarismo, que identificaba las dos potestades en la unidad
de sujeto, era afirmación común de los pueblos gentílicos. La Iglesia fijó la
distinción y la armonía entre el Derecho y el Poder, estableciendo una doble

38
Apud, nota 12, vol. XIV, pp. 232-233.
legitimidad, la de adquisición o de origen, y la de administración o ejercicio
para los Poderes públicos. La Iglesia informó todas las instituciones que brotan
de la familia y condensan la soberanía social. De las cofradías hizo nacer los
gremios; de las parroquias, los municipios; de los Concilios, las Cortes; del
atrio, la escuela; del claustro, la Universidad, y de la imitación de los grados de
su jerarquía, las clases sociales. Ella transformó la soberanía política del
Estado, creando la Monarquía cristiana y representativa como un poder entre
dos poderes que le limitan: arriba, por la potestad espiritual que le señala el
último fin, y abajo, por toda la serie de libertades locales y públicas, que pone
una muralla infranqueable a los desbordamientos de la soberanía. Y así, las tres
constituciones, la social, la interna y la política, llevan el sello y el espíritu de la
Iglesia, que, si no las creó enteramente, las transformó y las informó. 39
Hace tiempo que yo había formulado esta síntesis histórica, que había
recogido laboriosamente, estudiando las páginas y los anales de los pueblos
europeos: las naciones no son las soberanías políticas independientes que
forman los Estados oficiales, que se pueden constituir después de una batalla, o
que se pueden constituir por los náufragos sobre una isla desierta; sino las
unidades morales que enlazan simultánea y sucesivamente a muchas
generaciones hasta infundirles un alma colectiva, sellada con un carácter común
que se descubre en todas las manifestaciones de la vida. Y cuando quería saber
quién era el arquitecto de estos edificios europeos, llegaba a esta conclusión:
que la Nación la había formado la Iglesia con argamasa germánica, con sillares
rotos de Roma y con maderas indígenas, sobre el ara del altar y poniéndole por
plano su propia jerarquía.
A la caída del Imperio romano, en medio de la polvareda de las ruinas
producidas por los bárbaros, tres cosas quedaron en pie y en lucha: el elemento
que representaba Roma, que era el predominante; el de los pueblos indígenas,
tan vario, y el elemento bárbaro, que así puede llamarse para comprender a
todos los pueblos invasores, que no estaban comprendidos únicamente en el
germánico, que cayeron sobre los despojos del Imperio. Estos tres elementos
tenían caracteres contrapuestos, contradictorios; formaban una verdadera
antítesis; había necesidad de una unidad que los enlazara. 40 Era necesario un
género que hiciese posibles las especies nacionales, unos principios comunes
que enlazasen entendimientos y voluntades, estableciendo una solidaridad de
destinos y normas que sirviesen de centro a las unidades subalternas; fue
necesaria la suprema síntesis del Cristianismo... Eso demuestra que las naciones
necesitan, por encima de los factores naturales, una grande unidad moral, una

39
Ibid., vol. XIX, pp. 208-210.
40
Ibid., vol. XX, pp. 218-219, 219.
grande unidad religiosa, que podrá tener distintos grados de perfección, según
las consecuencias que se deduzcan del teísmo cristiano; y cuando esa unidad
religiosa brilla en el mundo, como al mediar la Edad Media en la época de las
Cruzadas de Occidente o de Oriente, es cuando surgen las naciones...” 41

En esa forma creó la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, durante la


Edad Media, la persona humana, la familia basada en el sacramento del
matrimonio –uno, perpetuo y fecundo éste–, las corporaciones sociales
derivadas y complementarias de la familia, la sociedad civil con clases sociales
según el plan divino de ella, y la Nación, haciendo que en todo ello fuera una
realidad el Reinado de Cristo, lo mismo en el hombre que en la familia, en las
corporaciones y clases sociales, en la sociedad civil y en la sociedad política o
Estado, ejercido por las potestades sociales y las potestades políticas
concretadas éstas en los gobiernos, confiados a hombres conscientes de haber
recibido su autoridad de Dios mismo, para ejercerla en orden a la plena
realización del bien común, autoridades políticas legítimas por origen y por
ejercicio, conocedoras de ser hombres cabales encargados de implantar,
mantener y defender el Reinado Político de Cristo.

REINADO POLÍTICO DE CRISTO EN LA EDAD MEDIA

Cierto es históricamente que, como lo precisó Vázquez de Mella, una de


las características de la estructura pagana fue “la confusión de la potestad
religiosa y la potestad civil en una sola entidad, que era lo que constituía el
cesarismo, para que pudiera tiranizar a un tiempo los cuerpos y las almas”, y
que “la Iglesia separó las dos potestades, rompiendo el nudo del cesarismo que
las había juntado en una sola persona o clase para oprimir a un tiempo, sin
barreras ni límites, las, conciencias y los cuerpos”; pero esa separación fue
distinción, de ninguna manera oposición, ni siquiera desunión entre ambas
potestades, porque como precisó León XIII en su citada Encíclica Sapientiae
christianae, de eso “no se sigue que naturalmente una y otra sociedad hayan de
estar desunidas y menos aún que sean enemigas la una de la otra”.
Siglos antes había expresado otro Papa, San Agatón, en Carta Apostólica
dirigida al Sexto Concilio Ecuménico, tercero de Constantinopla, reunido en esa
ciudad en 680-681: “El Todopoderoso, confiando a los príncipes la guarda de la
sociedad cristiana, quiso que usaran del poder que les fue dado, para inquirir y
41
Ibid., vol. XXVII, pp. 235-236, 237.
conservar inmaculada la verdad enseñada por ese Dios de quien procede su
soberanía, y que en sí mismo es el Rey de los reyes y el Señor de los señores”. 42
Centurias después, en 1146, San Bernardo de Claraval, que fuera ciertamente un
monje árbitro en el siglo XII y Doctor de la Iglesia, formuló en carta dirigida al
Papa Eugenio III la famosa alegoría de las dos espadas, al apremiar al Vicario
de Cristo para que acelerara cuanto pudiera la realización de la Segunda
Cruzada, llamada La Cruzada de los Reyes, en que tomaron parte el César
Conrado III de Alemania y el Rey Luis VII de Francia.
En esa carta se refirió San Bernardo a las dos espadas, consideradas
como símbolos de la potestad temporal que se llamaba la espada material, y de
la potestad eclesiástica que se llamaba la espada espiritual, y explicó: “Una y
otra corresponden a San Pedro. La una debe desenvainarse a petición suya, y la
otra con su propia mano cuando es necesario. De la que menos convenía a
Pedro, se le dijo que la envainara otra vez; luego también era suya; pero no
debía sacarla por su mano. Creo que es tiempo y aun es necesario emplear estas
dos espadas en defensa de la Iglesia de Oriente”. 43 Y en carta dirigida al
emperador Conrado III, que al principio se negaba a marchar a la Cruzada, pero
San Bernardo le convenció y la emprendió, expuso esta doctrina:

“Dios sólo es soberano en realidad, y el Hijo de Dios, hecho hombre, fue


investido por su Padre de este poder soberano, que no pueden tenerlo los
hombres sino de Dios y por su Verbo. Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre
es a la vez Soberano Pontífice y Rey Soberano, reuniendo en su Persona, y por
lo tanto en su Iglesia, el Sacerdocio y el Imperio. Pero el Sacerdocio es uno,
como Dios es uno, una la fe, una la Iglesia y una la humanidad. La Monarquía
es múltiple como las naciones, y fraccionada en distintos reinados
independientes unos de otros. Sin embargo, todas esas naciones tan diversas en
que se divide la humanidad, son restituidas a la unidad humana y a la divina por
medio de la unidad de la fe católica, de la Iglesia y de su sacerdocio. El deber,
el honor, y la prerrogativa del primer Rey cristiano, tal como el Emperador, es
ser el brazo derecho, la espada de la Cristiandad para defender todo el cuerpo, y
en particular la cabeza, y secundar su influencia civilizadora en lo exterior y en
lo interior”. 44

42
Apud, nota 18, pp. 37-38.
43
RECEVEUR, Historia de la Iglesia. Desde su Fundación hasta el Pontificado de N. SS. P. Gregorio
XVI. Traducida del francés para la Biblioteca Religiosa de Madrid, publicada en la ciudad de México por M.
Galván, imprenta de “La Voz de la Religión", 1852, t. III, p. 603.
44
MONSEÑOR GAUME, La Revolución. Investigaciones históricas sobre el origen y propagación del
mal en Europa, desde el Renacimiento hasta nuestros días. Traducción del francés al castellano del abogado José
Esa doctrina fue sostenida por los Papas en la Edad Media, y más de
centuria y media después la volvió a exponer Bonifacio VIII al principio de su
lucha frente al regalista Felipe el Hermoso, absolutista y orgulloso rey de
Francia, que echó los cimientos del galicanismo que llegaría a su apogeo bajo el
reinado de Luis XIV, atrabiliario como Felipe el Hermoso, quien arremetió
contra el Papa, cuya obediencia pretendía lograr, sin reparar en los medios para
imponerle su voluntad. Al principio de aquella lucha provocada por el rey de
Francia, y sostenida por él con actos cada vez más violentos, el Papa hizo
cuanto pudo por convencerle de su error y obrara como monarca católico que
decía ser, y se contentó con publicar dos Bulas, el 18 de noviembre de 1302. En
la primera, sin mencionar a Felipe el Hermoso, pero dirigiéndose realmente a él,
“imitando el ejemplo de sus predecesores, excomulgó en general a todas las
personas de cualquier dignidad que fuesen, aun reyes y emperadores, que
impidiesen el libre acceso a la Santa Sede, o que prendiesen, despojasen y
retuviesen a los que se encaminan allá o vuelven”, 45 que era precisamente lo
que había hecho el rey de Francia. Y en la segunda, la famosa Bula Unam
sanctam, concretamente aludió a la doctrina de las dos espadas, que enseñó con
estas palabras:

“La fe nos obliga a creer y profesar que la santa Iglesia Católica y


Apostólica es una sola... Por esta razón la Iglesia, una y única, no constituye
más que un solo cuerpo, que tiene, no dos cabezas, lo cual sería monstruoso,
sino un solo Jefe, a saber; Jesucristo y Pedro, su Vicario, así como los sucesores
de Pedro, pues a éste dijo el Señor: Apacienta mis ovejas en general, y esto
demuestra que se las confió todas sin excepción. Si, pues, los griegos y otros
también dicen que no fueron confiados a Pedro y a sus sucesores, tienen
precisamente que confesar que no son ovejas de Jesucristo, puesto que el Señor
dijo según San Juan, que no hay más que un solo Pastor y un solo rebaño.
El Evangelio nos enseña que tiene en su poder dos espadas, una
espiritual y otra temporal; pues los Apóstoles dijeron: dos espadas hay aquí, es
decir, en la Iglesia. El Señor no les respondió que esto era demasiado, sino que
era bastante; y el que niega que Pedro es dueño de ambas espadas, desconoce
seguramente estas palabras del Salvador: Vuelve la espada a la vaina. Las dos
espadas, pues, la espiritual y la material, son propias de la Iglesia; pero la
segunda debe usarse para ella, y la primera por ella. Esta debe estar en la mano

María Puga y Martínez, t. III: El Volterianismo, Madrid, imprenta de Alejandro Gómez Fuentenabro, librería de
Miguel Olamendi, 1857, pp. 255-256.
45
Apud, nota 42, t. IV, p. 196.
del sacerdote, y aquélla en la de los reyes y de los soldados, si bien bajo la
dirección y la dependencia del sacerdote. Una de dichas espadas debe estar
sujeta a la otra; el poder temporal debe someterse al espiritual. En efecto, según
el Apóstol, toda potestad viene de Dios, y las que existen, de El dimanan. Esto
no sería así, si una espada no estuviera sujeta a la otra y sirviese a la ejecución
de la voluntad soberana; pues según San Dionisio, es una ley de la Divinidad
que lo que es inferior, esté sujeto por intermedios a lo que es superior a todo.
Así es que, en virtud de las leyes del universo, todas las cosas van encaminadas
al orden, no inmediatamente y del mismo modo, sino las ínfimas por las
intermedias, y las inferiores por las superiores a ellas.
El poder, pues, espiritual es superior en nobleza y dignidad a todos los
de la tierra, y esto debemos tenerlo por tan cierto como que las cosas
espirituales son superiores a las temporales, demostrándolo con no menor
claridad la oblación, la bendición y santificación de los diezmos, la institución
del poder y las condiciones necesarias del gobierno del mundo. En efecto,
según el testimonio de la Verdad misma, pertenece al poder espiritual la
institución del de la tierra, y juzgarle si no es bueno. De este modo se verifica el
oráculo de Jeremías relativo a la Iglesia y al poder eclesiástico: He aquí que te
he colocado sobre los reinos y las naciones, con lo demás que sigue. Si pues el
poder terrestre se extravía, el poder espiritual debe juzgarle; si el poder
espiritual de un orden inferior llega a extraviarse también, será juzgado por el
que es superior. Si el que se extravía es el poder supremo, no puede el hombre
juzgarle, sino Dios sólo, según la palabra del Apóstol: El hombre espiritual
juzga, y no es juzgado por persona alguna.
Este poder, pues, aunque ha sido dado al hombre y él lo ejerce, es divino
y no humano, lo recibió Pedro de Dios mismo, que le hizo, para él y sus
sucesores, inquebrantable como la piedra. El Señor le dijo: Todo lo que atares
en la tierra, etc.; y por lo tanto el que resiste a ese poder ordenado de este modo
por Dios, contradice sus preceptos, a menos que, como los maniqueos,
supongan dos principios, lo cual juzgamos que es un error y una herejía. Así
que Moisés asegura que en el principio, y no en los principios, creó Dios el
cielo y la tierra. Por lo tanto, toda criatura humana debe estar sometida al
Romano Pontífice, y Nos declaramos, afirmamos, definimos y pronunciamos
que esta sumisión es de necesidad para salvarse”. 46

Además, recordó Mons. Gaume que todavía en la Europa del siglo XIV,

46
Apud, nota 43, pp. 299-302.
“a pesar de la momentánea obstinación y Violencias culpables de Felipe
el Hermoso; a pesar de las protestas revolucionarias de los Estados Generales
de 1302, reproducidas en los de 1360 y de 1460; a pesar de las demostraciones
casi iguales de los barones ingleses en 1301; y a pesar de la gritería de los
togados, que se constituyeron en guardianes y defensores de las pretendidas
franquicias y libertades cesáreas, la Sede Apostólica continuó siendo el alma de
la Religión, y la Religión el alma de las sociedades”,

y añadió en comprobación de su afirmación:

“Esto es tan cierto, que en vano quisieron Arnaldo de Brescia y el


tribuno Rienzi, infatuados con la antigüedad clásica, restablecer en Roma el
imperio romano con las prerrogativas del César. Esto es tan cierto, que vimos a
los reyes de Francia, de Inglaterra y de Aragón, someter humildemente sus
altercados a la decisión del soberano Pontífice, y atenerse fielmente a ella”. 47

Agregó a continuación, que además lo prueba plenamente el hecho de que


en 1303, el emperador Alberto I escribió en comunicación oficial dirigida al
Papa, estas palabras que demuestran absoluta sumisión a la doctrina de las dos
espadas:

“Reconozco que el Imperio Romano fue transferido por la Silla


Apostólica de los griegos a los germanos en la persona de Carlomagno; que ella
concedió a ciertos príncipes eclesiásticos y seglares el derecho de elegir el Rey
de los Romanos destinado a ser Emperador; que los Reyes y Emperadores
reciben de la misma el poder de la espada material, y que los Reyes de
Romanos, que deben ser promovidos al Imperio, son agraciados por dicha Silla
Apostólica para ser principal y especialmente abogados y defensores de la santa
Iglesia romana y de la fe católica”. 48

Y añadía :

“Esto es tan cierto, que los emperadores de Alemania, sucesores de


Alberto, continuaron, según la Bula áurea dada en 1530, considerándose como
la espada de la Iglesia; que recibieron la corona de manos del Papa; que la
asamblea de electores del imperio parecía más bien cónclave de cardenales que

47
Ibid., pp. 303-304.
48
Ibid., p. 304.
reunión de príncipes seglares; que los derechos de inmunidades y de anatas,
doble homenaje de respetuosa sumisión de la Europa y de su piedad filial para
con la Santa Sede, fueron generalmente respetados; que los crímenes contra
Dios fueron siempre los más enormes de todos a los ojos de la ley; que la
herejía fue siempre considerada como una calamidad, y perseguida como un
enemigo público; y, en una palabra, que en todos los códigos de Europa el rey
venía siempre después de Jesucristo, y el hombre después de Dios”. 49

Antes había expresado Mons. Gaume que “la historia europea de la Edad
Media está llena de monumentos y actos solemnes, que hacen brillar la ley
fundamental de la política cristiana, o sea el reinado de Jesucristo y la autoridad
social del Papa”; y a punto y aparte recordó que los Capitulares de Carlomagno
principiaban de este modo:

“Nuestro Señor Jesucristo, que eternamente reina: Yo, Carlos, por la


gracia y misericordia de Dios, Rey y Jefe del Reino de los Francos, devoto
defensor y humilde auxiliar de la Iglesia santa de Dios, a todos los órdenes de la
piedad eclesiástica y a todos los dignatarios del poder secular, salud de la paz
perpetua y bienaventuranza en Cristo, Señor y Dios eterno”.

Y agregó:

“En los actos de los particulares, durante la Edad Media, se hallaba, con
el año del reinado de los príncipes, la siguiente fórmula de los primitivos
cristianos: Regnante Jesu-Christo; Reinando Jesucristo. Muchas veces a la
muerte de un monarca, se leía lo siguiente: Hecho en el año en que falleció el
rey N., y en el reinado de Jesucristo, mientras esperábamos de El un nuevo rey.
Según el protestante Blendel, nuestros antepasados consignaban esta fórmula en
sus actos, para recordamos sin cesar que todo cuanto nos concierne, es regido
por Jesucristo y depende y debe referirse a El, y que los mismos reyes,
directores de los negocios bajo sus órdenes, son siervos suyos en unión con sus
pueblos, reconociéndose todos ellos vasallos de aquel Rey soberano”. 50

Hoy existe una oropelesca Organización de las Naciones Unidas, cuyos


integrantes en su mayoría no son Naciones, sino simples Estados, como pasó en
su antecesora la mal llamada Sociedad de Naciones, de la que dijera

49
Ibid., pp. 304-305.
50
Ibid., pp. 264-265.
certeramente Vázquez de Mella lo mismo que hay que reconocer en la ONU:
que era “Liga de Tiburones, más que de Naciones; y no es Liga de todas sino de
algunas contra otras”. 51 Ni la actual ONU, ni su antecesora SDN, han sido
capaces de hacer prevalecer la justicia y el derecho, porque como dijera Pío XI
en la Enciclica Ubi arcano Dei, los gobiernos que las han integrado, en general,
no han seguido “en sus actos colectivos, tanto en los internos como en las
relaciones internacionales, aquellos dictámenes de conciencia que las
enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Jesucristo proponen, y se imponen a
todo hombre”; por lo que su acción ha tenido “muy exiguo resultado,
especialmente, por confesión común, en las cuestiones más importantes que
dividen y encienden a los pueblos”; lo que ha sido natural ocurriera, porque “no
hay institución humana que pueda dar a las naciones un código internacional
correspondiente a las condiciones modernas, cual tuvo en la Edad Media aquella
verdadera sociedad de naciones que fue la Cristiandad”, en la que si era el
“Derecho con frecuencia violado en la práctica”, es un hecho “que permanecía,
sin embargo, como un llamamiento y como una norma, según la cual se podía
juzgar los actos de las naciones”.
En la Edad Media fue una realidad, concretada en la Cristiandad, el
Reinado Político de Cristo, cuya Soberanía Temporal se reconocía no solamente
por los monarcas, sino también por los pueblos mismos, y una prueba de tal
realidad histórica, es el hecho de que el Gran Consejo de la República de
Florencia, en sesión del 9 de febrero de 1527, por mil votos en pro contra veinte
desfavorables, a proposición del Gonfalonero de Justicia y presidente del
Senado, Nicolás Capponi, eligió a Cristo Rey perpetuo de Florencia, y ordenó se
hiciera constar el hecho en una lápida que se puso encima de la puerta del
Palacio Viejo, y que tenía esta inscripción conmemorativa memorable: “Jesus
Christus Rex Florentini Populi P. Decreto Electus”, lo que significa: “Jesucristo,
elegido Rey del Pueblo Florentino por decreto público”. Esa inscripción no
existe ya, porque fue alterada más tarde en su redacción por Cosme de Médicis,
que ordenó fuera sustituida por esta otra, que aún perdura en el mismo lugar, y
que, bajo los rayos llameantes que rodean el monograma Jhs, pregona con
palabras tomadas de San Juan en el Apocalipsis (XIX, 16): “Rex regum, et
Dominus dominantium”, o sea: Jesucristo, Rey de reyes, y Señor de los que
dominan.

51
Apud, nota 12, vol. XIX, p. 49.
REINADO TEMPORAL DE CRISTO EN LA NUEVA
ESPAÑA

El abnegado y tenaz luchador católico mexicano Lic. Octavio Elizalde y


Ramos Natera, segundo y último de los presidentes generales de la Agrupación
de Acción Social Católica que fue la primitiva, genuina, gloriosa y por
desgracia desaparecida –desde fines de 1929– Asociación Católica de la
Juventud Mexicana, militante como todos los acejotaemeros de la vieja guardia
en la Institución Cívica Católica Nacional que fue la Liga Nacional Defensora
de la Libertad Religiosa, en cuya Delegación Regional del Distrito Federal llegó
a ser jefe de la Sección de Conferencias y Círculos de Estudios, buen orador y
todavía mejor escritor, fue el primer director del órgano oficial de la citada Liga,
Reconquista, en la que se encargó de redactar la columna “Nuestros
Patrimonios”, en el primero de los cuales, La Cruz de Cristo, publicado en el
número correspondiente a noviembre y diciembre de 1930, escribió con entero
apego a la verdad histórica y elocuencia que brotaba de su gran corazón:

“La Historia de México podemos sintetizarla en dos grandes etapas,


simbolizada la primera por Huitzilopochtli, la segunda por Jesucristo.
Huitzilopochtli, el dios sanguinario y feroz, síntesis de las costumbres,
del culto, de la ideología política y social de la multitud de razas y tribus que
poblaban el inmenso territorio que forma hoy nuestra Patria.
Durante su reinado no había surgido, ni podía surgir la nacionalidad
mexicana: entre el gran número de pueblos que habitaban nuestro suelo no
existía ningún lazo que los uniera, ningún interés común material, espiritual o
moral que formara un principio de nacionalidad: hablaban en multitud de
lenguas, profesaban distintas religiones, practicaban variadísimas costumbres,
estaban sujetos a todas las formas de gobierno y la sola ley que los relacionaba
era la ley brutal del más fuerte, que los hacía estar en continuas y desastrosas
guerras de conquista, con su saldo trágico de hambres, pestes, miseria,
esclavitud y sacrificios humanos hechos en aras del dios del triunfador.
Y por sobre todo este caos político, religioso y social, se levantaban
aplastantes y simbólicos, los ‘teocalis’, chorreando sangre humana, coronados
por la figura repelente del dios de la guerra y de la abominación:
Huitzilopochtli.
Hasta que un buen día vinieron del oriente los hombres rubios y
barbados, anunciados por Quetzalcoatl, los unos caballeros en fantásticos y
veloces seres de pesadilla, cubiertos con relucientes túnicas de hierro,
blandiendo en la diestra mano los rayos terribles de sus espadas conquistadoras;
los otros vestidos con humilde sayal, calzados con sandalias franciscanas, y que
elevaban, con dulce gesto de paz, en sus manos firmes y blancas, como hechas
para bendecir, una cruz: la Cruz de Jesucristo.
Desde ese momento iba a terminar el predominio de Huitzilopochtli, y a
dar comienzo el Reinado de Cristo.
Hay pueblos que han creado su nacionalidad guiados por distintos
móviles y al impulso de fuerzas muy variadas: la nacionalidad mexicana se
forjó al solo calor del leño del Calvario, que como inestimable patrimonio nos
legaron los heroicos misioneros españoles, padres de la Patria nuestra.
La Cruz de Jesucristo es el eje de nuestra Historia.
Ella fue la que inundó con la luz regeneradora de la fe y de la doctrina
cristiana, el alma del indio entenebrecida por todos los errores.
Ella fue la que contuvo el impulso de destrucción del vencido, que
alienta con fuerza incontenible en el ánimo esforzado y recio de todo
conquistador, en los audaces y ardientes mílites que sólo rendían su espada ante
la figura doliente del Mártir del Calvario.
Ella fue la que dio ánimos, vigor, entereza y constancia a los frailes, en
la obra titánica de la evangelización de la Nueva España.
Alrededor de la Cruz, la Iglesia Católica fue levantando templos,
construyendo escuelas, fundando misiones, asilos, hospitales, orfanatorios,
multitud de obras de beneficencia, soberbias universidades, y así creó la
civilización mexicana, cuyos destellos magníficos deslumbraron en siglos
pasados a la misma Madre Patria; y así forjó la nacionalidad nuestra e hizo
surgir del caos el verdadero pueblo mexicano.
La Cruz de Jesucristo es el más fuerte lazo de unión entre los mexicanos;
es el elemento coercitivo que nos hace convivir en el territorio que forma
nuestra Patria; lo único que nos hace sentirnos como hermanos.
Del Arbol ensangrentado del Calvario brotó, como fruto precioso, el
culto a la Virgen de Guadalupe, consuelo, esperanza y fortaleza de México.
Todo se lo debemos a la Cruz, en tal forma que el día en que nos
apartemos de ella, o permitamos que los traidores a la Patria la inmolen en los
altares del nuevo Huitzilopochtli, México se hundirá para siempre, y en una
regresión absurda volverá a los tenebrosos tiempos de antes de la conquista.
La Revolución maldita es lo que siempre ha intentado apartarnos de la
Cruz de Cristo. Comenzó por desterrarla de las leyes, de las instituciones
públicas, de las escuelas, de los tribunales, de la política, y la relegó a las
sacristías de los templos y al seno de los hogares. Ahora intenta arrancarla del
corazón de nuestros hijos.
Hay mentecatos que pretenden resucitar el ‘aztequismo’ para desterrar al
Cristianismo. Quieren substituir a Cristo por Huichilobos vestido de frac y
marcado con la frase ‘Made in U. S. A.’
Pero la Revolución y esos tales ridículos y necios, aún no han
comprendido que el pueblo mexicano con ese instinto admirable de que está
dotado, no quiere ser ingrato, y está dispuesto a ir a todos los sacrificios para
conservar el patrimonio inestimable que un día de gloria le legaron los
hombres rubios y barbados que vestían sayal y calzaban sandalias, y de cuyos
labios brotaban palabras de amor”.

Cierto es que los soldados de la Madre Patria y los frailes de las Ordenes
Religiosas, traían respectivamente, al llegar a nuestro suelo, en sus manos,
flamígeras espadas y la Cruz de Cristo, y que, desde ese momento iba a
terminar el predominio de Huitzilopochtli, y a dar comienzo el Reino de Cristo;
pero debe tenerse en cuenta que, para establecer éste y mantenerlo en todos los
órdenes, colaboraron las autoridades militares, sociales y políticas españolas,
con la potestad eclesiástica; y es obligatorio, en acatamiento a la verdad
histórica, considerar que, como con legítimo orgullo nacional, con sano
patriotismo, lo hizo notar con estas palabras completamente veraces, el religioso
español, R. P. Pablo Hernández, S. J.:

“Yerro, y no pequeño, ha sido el de algunos escritores que en su afán de


hallar materia de acusación contra los españoles y contra los gobiernos de
España, han representado la acción de los españoles y de la nación como
dividida de la acción de los misioneros, contraponiendo la una a la otra, para
deprimir la primera tanto como merecidamente ensalzaban la segunda.
Semejante manera de escribir muestra o ignorancia de la historia, o lo que sería
más vituperable, voluntad de desfigurarla. Una y otra acción procedían del
mismo origen. Era el Rey de España quien enviaba a la América los virreyes y
gobernadores, y él era quien enviaba los misioneros. Españoles eran los
gobernantes, y los misioneros eran también españoles. Era España católica
quien por todos los caminos procuraba comunicar a América lo mejor que
tenía: sus hombres de gobierno, su sabiduría y el tesoro de su religión. Y si es
justo exigir la responsabilidad de los excesos cometidos en América,
haciéndola recaer sobre los autores, que fueron personas particulares que
obraban contra las prescripciones de las leyes de España, sería por lo mismo
injusticia notoria negar a España como nación y a los españoles sus hijos, el
mérito de la grande obra que emprendieron y llevaron adelante, la conversión y
civilización de los indios y el establecimiento en América de la verdadera
religión. Las expediciones de misioneros, franciscanos, agustinos, jesuitas y
otros se hacían, no sólo con conocimiento del Rey, sino a costa del Real Erario,
que ayudaba a los gastos de transporte, solicitando el Supremo Consejo de las
Indias por todos los medios que no faltase nunca el número necesario de
conversores”. 52

Así ocurrió sistemáticamente porque, como apuntó el insigne español,


expositor y mártir de la Hispanidad, Ramiro de Maeztu:

“El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo


designaba propiamente con el título de Monarquía católica... No hay en la
Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos
incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo
nuestra influencia... La eficacia, naturalmente, de esta acción civilizadora,
dependía de la perfecta compenetración entre los dos poderes: el temporal y el
espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la Historia, y que es la
originalidad característica de España ante el resto del mundo. El militar español
en América tenía conciencia de que su función esencial e importante, era
primera solamente en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era
la del misionero que catequizaba a los indios. De otra parte, el misionero sabía
que el soldado y el virrey y el oidor y el alto funcionario, no perseguían otros
fines que los que él mismo buscaba. Y, en su conciencia, había una perfecta
compenetración entre las dos clases de autoridades, las eclesiásticas y las
civiles y militares, como no se ha dado en país alguno”. 53

Monarquía misionera era ciertamente España, cuyos reyes eran monarcas


de los dominios que en la América Española tenía el Imperio Hispano, y que no
eran en verdad colonias suyas, sino reinos que le integraban, al igual que los
reinos europeos que le constituían; reinos hispanoamericanos entre los que se
contaba el mexicano de la Nueva España, a cuyo cuadragésimo primer virrey,
Francisco de Güemes y Horcasitas, Primer Conde de Revillagigedo, que había
enviado una carta al Rey Fernando VI, le fue dirigida, el 16 de octubre de 1755,
esta real orden, que demuestra que España continuaba siendo una Monarquía
misionera:

52
PABLO HERNÁNDEZ, S. J., “¿Qué ha dado España a la América Latina?” Revista Razón y Fe,
redactada por Padres de la Compañía de Jesús, Madrid, t. X, pp. 285-286.
53
RAMIRO DE MAEZTU, Defensa de la Hispanidad. Editorial “San Francisco”, Padre Las Casas,
Chile, 1936, pp. 28, 93, 97.
“He hecho presente al Rey el contenido de la citada carta y autos, y en su
inteligencia me manda S. M. decir a V. Exa. le es muy grato el celo que tiene
V. Exa. por el aumento y conservación de su real erario, pero que la piedad de
S. M. juzga y encarga a V. Exa. no se detenga en gastos tocante a misiones, a
las iglesias y doctrinas porque todo es necesario para satisfacer la conciencia y
obligación de S. M. de preferir esos gastos a cualesquiera otros, como se lo
tiene S. M. encargado a V. Exa. en carta particular firmada de su real mano, en
que dice a V. Exa. que más servicio hará a S. M. en adelantar la conservación
de las almas, en evitar escándalos y administrar justicia, que en enviarle todos
los tesoros de las Indias”. 54

El citado Mons. Kelley escribió al respecto:

“El patronato real era poderoso... Este gran poder, en lo general, fue por
mucho tiempo ejercido bien y con prudencia. Se hicieron nombramientos o
designaciones eclesiásticas con tino. Se fomentó el celo para ganar almas y se
favoreció la enseñanza. La autoridad real sintió su deber de propagar la Fe. Se
mantuvo firme contra las quejas presentadas en el sentido de que se estaba
educando a los indios y con ello se les hacía iguales a los españoles... El
gobierno de España aceptaba en la práctica la teoría de que lo más prudente era
estorbar la iniciativa privada... Y no perdió España por la libertad que concedió
así a la acción privada. Los conquistadores jamás olvidaron que eran hispanos y
súbditos de su rey. 55

Pero fue más amplio el respeto de los monarcas españoles a la iniciativa


privada, pues como enseñó el gran maestro católico tradicionalista mexicano
Toribio Esquivel Obregón, al precisar el régimen jurídico de las asociaciones en
la Nueva España:

“Las normas del derecho no sólo afectaban al hombre como individuo,


sino también como parte integrante de un cuerpo social, en los casos en que no
domina la voluntad de cada uno, sino la de la mayoría o voluntad colectiva.
Cuando estas asociaciones nacen de la misma ley y tienen por objeto un interés
general, se las llama ahora personas morales de derecho público. A la cabeza
de ellas se halla el Estado, expresión desconocida, en esta acepción, en la
legislación antigua española, y sólo puede encontrarse el equivalente en la

54
TORIBIO ESQUIVEL OBREGÓN, Influencia de España y de los Estados Unidos sobre México,
Madrid, 1918, p. 260.
55
Apud, nota 27, pp. 54, 55.
unión de los conceptos de rey y de reino como lo establecía el Fuero Juzgo, Ca
los reys son dichos reys porque regnan, et el regno ye lamado regno por el rey.
Pero puede aún entonces encontrarse parcialmente la idea moderna del Estado
en la entidad a quien competía dentro del territorio el poder independiente. El
rey era así la personificación del Estado.
Las asociaciones. comunales, territoriales, o corporaciones territoriales
ordenadas o reconocidas por el Estado, cuyos derechos se consideran hoy
derivados y dependientes del Estado, pero que en el derecho tradicional español
se consideraban existentes por sí, también son de derecho público. La Iglesia no
se tomaba como dimanada del Estado, sino como institución creada
directamente por Dios, pero que en lo temporal se subordinaba al Estado y sus
leyes eran parte del derecho público. Finalmente, lo eran las asociaciones para
fines públicos, como las Universidades, los colegios, consulados, y
corporaciones no territoriales para diversos fines, que entonces formaban parte
del derecho público en cuanto tenían facultades de darse sus leyes, dentro de las
ordenaciones generales del reino, y de juzgar a sus miembros, en lo tocante al
cumplimiento de sus estatutos.
Se llama hoy autonomía a la facultad que tienen las entidades que no son
el Estado, de establecer normas jurídicas. Y en esa acepción, cada una de esas
asociaciones o corporaciones era autónoma en Nueva España... La política
española en los reinos de Indias había sido basada en el principio de división
del trabajo legislativo, administrativo y judicial, dejando que cada agrupación
social, política o de intereses, se diera su ley, reservándose el poder central su
aprobación y coordinación; las costumbres de cada pueblo eran consideradas
como fuente de derecho, y de ese modo la organización social estaba
caracterizada por una heterogeneidad en la unión y colaboración. Eran los
expertos los llamados a resolver las cuestiones que afectaban a cada grupo y en
cada lugar”. 56
“No había municipio que no tuviera sus ordenanzas, y por ley y de hecho
no había ninguno que no las hiciera él mismo. Cada municipio tenía su
ayuntamiento compuesto de vecinos del lugar, y cada año el día primero de
enero se elegían los alcaldes, estando prohibida la reelección. El municipio
hacía sus gastos con los productos de unos bienes que desde su fundación se les
asignaban, bienes rústicos y urbanos conocidos con el nombre de propios, que
rentaba o administraba por medio de sus empleados y con total independencia,
que después no ha tenido, de toda autoridad superior. De este modo los vecinos
eran libres de todo gravamen municipal, y sólo si los productos de esos bienes
no alcanzaban para alguna obra de utilidad general, se votaban arbitrios, con

56
TORIBIO ESQUIVEL OBREGÓN, Apuntes para la Historia del Derecho en México, t. III: Nueva
España. Derecho Privado y Derecho de Transición. Publicidad y Ediciones, México, D. F., 1943, pp. 31-32.
aprobación virreinal. El ayuntamiento tenía además el cuidado del pósito o
fondo de previsión para el crédito y fomento agrícola, y de la alhóndiga o
depósito y bolsa de cereales para regularizar su precio y acudir a las
necesidades públicas. Bajo su vigilancia se remataban cada año el mercado de
la carne y del pan a favor de quien ofrecía darlos mejor y más baratos, sin
perjuicio de la libertad de aquellos que podían vender esos productos. Esto daba
al municipio una vida mucho más activa que la que hoy tiene, para el bien
común, pues hoy sólo se ocupa en asuntos políticos en beneficio exclusivo de
los políticos. Y que todo esto no era meramente escrito en las leyes, puede
cualquiera cerciorarse viendo las actas de los ayuntamientos de cualquier
población, existentes en los archivos que no han incendiado nuestros
revolucionarios en nombre de la libertad, del progreso y de la civilización; pero
principalmente las del ayuntamiento de la ciudad de México que corren
impresas y comienzan en 1524...
Lo que parece ignorar el señor Roa es que las Ordenanzas de Minas,
modelo de sabiduría legislativa, no las hizo el rey ni el Consejo de Indias, sino
el cuerpo de mineros de Nueva España; que el Consulado de los Comerciantes
de México, pidió a Felipe II autorización para gobernarse en asuntos
mercantiles por las Ordenanzas del Consulado de Sevilla, y el rey negó el
permiso porque el gremio de comerciantes de Nueva España debía de hacer sus
propias leyes y por ellas juzgar los asuntos de comercio, y así se hizo; que la
Iglesia se daba sus leyes en sus concilios provinciales, sujetándose
naturalmente a las del Concilio de Trento; que el claustro de Profesores de la
Real y Pontificia Universidad de México aprobaba las constituciones por las
que se regía y juzgaba a los profesores y alumnos; que la Audiencia presidida
por el virrey, formaba un cuerpo legislativo de la colonia, que derogaba a veces
las leyes dadas por el Consejo de Indias, por medio de lo que se llamaba autos
acordados, de los que corren impresos dos grandes volúmenes; que cada
ayuntamiento formaba las ordenanzas del municipio, y cada gremio de
médicos, abogados, plateros, artesanos, etcétera, etcétera, se daba su propia ley.
Y todas esas leyes eran mandadas al Consejo de Indias para que,
coordinándolas unas con otras, las aprobara. De esa manera la colonia usaba de
la mayor autonomía; pero eso sí, las leyes eran dadas, no por diputados
procedentes de circunscripciones geográficas, sino por diputados especialmente
entrenados en la materia sobre que legislaban. De esa manera la legislación
correspondió a las cosas y a las necesidades de la nación, y así ésta vivió en paz
tres siglos”. 57

57
TORIBIO ESQUIVEL OBREGÓN, Carta a los señores Directores de la Dotación Carnegie para la
Paz Internacional –establecida en New York City–, publicada en el número del 1o. de mayo de 1940 de la
revista Abside de la ciudad de México.
Lo que significa que. la Madre Patria España y la Santa Madre la Iglesia
Católica, Apostólica y Romana, en íntima colaboración crearon en nuestro
suelo, en el Reino Mexicano de la Nueva España, la persona humana, la familia
cristiana, y fomentaron, respetando la iniciativa privada, las corporaciones
complementarias y derivativas de la misma familia, cuya soberanía social
dejaron libremente desarrollarse, y aun hicieron cuanto pudieron para que
imperara, todo ello impregnado del espíritu cristiano, de tal manera que fue un
hecho el Reinado Social de Cristo, cuya soberanía fue ciertamente efectiva en
las personas, en las familias, en las corporaciones, en la administración pública
y en la autoridad política, pues como bien lo dijo el entonces Cgo. Dr. Salvador
Martínez Silva –más tarde Obispo Titular de Jasso y Auxiliar primero de
Zamora y luego de Morelia–, en discurso leído en la velada organizada en Los
Angeles, Cal., por la Unión Nacionalista Mexicana, rama de la Liga Nacional
Defensora de la Libertad Religiosa de México en los Estados Unidos, en la
Fiesta de Cristo Rey, 28 de octubre de 1928:

“Volad ahora a la Nueva España y seguid invisibles los pasos de una


india, que va apresurada a buscar a Quiroga o a Motolinía, a Garcés o a Las
Casas en la iglesia parroquial; lleva en los brazos al fruto de sus entrañas, al
hijo de uno de los soldados de Hernán Cortés, va canturreando llena de alegría
una canción, que no le enseñó su madre, en que se habla del beso que una
Mujer más bella que aurora puso en las mejillas del Niño Jesús la noche de
Belén; habla en la portería del convento con el fraile y luego lo acompaña a la
tosca fuente bautismal, que hicieron sus hermanos: invoca allí el franciscano a
la Trinidad y, derramando una poca de agua en la cabeza del niño, entrega al
hijo de la india “el gran legado eterno”, y le abre las puertas de la Iglesia, y
mientras cantan con acentos que no perciben los oídos humanos los ángeles del
Cielo y palpita con una vida nueva el Continente Americano, pone el fraile en
la frente y en el pecho del niño la señal de la cruz, que viene a ser símbolo de la
Soberanía de Cristo, sobre el pensamiento y sobre el corazón de la raza que
surgía, la voz de mi Patria, que nacía gritando ‘vivas’ a Cristo Rey.
A medida que avanzaba la obra de la conquista y de la civilización de la
Nueva España, se afirmaba más y más la Soberanía del Salvador: las escuelas y
las Universidades, los oradores y los poetas, todos los sabios de entonces con
los frutos de su ingenio; los hospitales y asilos con su caridad; los hogares con
su espíritu y costumbres que habían de ser el origen de tradiciones
queridísimas; las pequeñas iglesias, los hermosos templos, las soberbias
Catedrales de México y de Puebla, con la Cruz de sus torres y las reliquias de
sus aras: todo pregonaba que aquel pueblo reconocía por Rey al Nazareno. En
las grandes manifestaciones de la vida nacional, cuando llegaban los Virreyes y
los Arzobispos, cuando se publicaba la coronación de los Soberanos, cuando se
sufría el azote de la peste o se inauguraban monumentos de arte, que son gloria
de España, orgullo de México y envidia de otros países americanos: siempre
aparecía el Crucificado al frente de aquel pueblo y siempre recibía el homenaje
de la alabanza, el incienso de la plegaria y la protesta del agradecimiento, de la
fidelidad y del amor”. 58

En cuanto a la Nación Mexicana, es obra conjunta de la Madre Patria


España, la Santa Madre la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, y la Santísima
Madre María de Guadalupe del Tepeyac, Reina de México, Emperatriz de
Hispanoamérica, Patrona de la América Latina y Virgen de la Hispanidad, de la
que bien ha escrito el Cgo. Enrique de Jesús Ochoa y Diaz:

“Pero María es por Jesucristo: es su Madre, es su Precursora, es su


Apóstol; y si México habría de ser la porción predilecta, la nación de María de
Guadalupe, habría de ser también la porción escogida de Cristo. Y, al adoptarlo
Cristo como a hijo mimado y amadísimo, al estrecharlo contra su pecho, las
espinas del Corazón de Jesús tendrían que clavarse en el corazón de la Patria
Mexicana: México, por su origen, por su vocación, tendría que ser el pueblo
mártir. De hecho, unido a Cristo, ha participado de su cruz y sus espinas, y
sangrándole el alma por cien heridas, ha sido el pueblo de Jesucristo-Rey”. 59

La Nación Mexicana misma, nuestra Patria, fue desde su concepción,


gestación y nacimiento –lo que ocurrió, según lo demostró históricamente, sin
dejar lugar a la menor duda, en soberbia cátedra de Filosofía de las Historia, el
R. P. Bernardo Bergoënd, S. J., el 12 de diciembre de l747–, un imperio real del
Reinado Temporal de Cristo, y tuvo plena razón el gran escritor católico
mexicano que fue el Dr. Ernesto González Aguilar, al expresar que al surgir a la
vida la nacionalidad mexicana, “en el ambiente había la sensación grave y seria
de un vigoroso estilo nuevo que nacía”, del que hizo esta elocuentísima

58
Texto íntegro publicado en el número del 18 de noviembre de 1928 del semanario acejotaemero La
Voz de la Patria, editado en Los Angeles, Cal, y reproducido en toda su extensión en el número del 25 de
octubre de 1931 de La Palabra, bisemanario católico editado en la ciudad de México bajo la dirección del autor
de este ensayo.
59
SPECTATOR, seudónimo del Sr. Cgo. ENRIQUE DE JESÚS OCHOA Y DÍAZ, Los Cristeros del
Volcán de Colima, Escenas de la lucha por la libertad religiosa en México: 1926-1929. Segunda edición en
lengua castellana, Editorial Jus, S. A., México, 1961, t. I, p. 15.
explicación, redactada en aquel tono heroico, como él decía, que dominaba y
brotaba coruscante de su pluma:

“Era el estilo hispánico de una nueva nacionalidad, que nacía con sangre
de España y con sangre de convertido, para saludar a las otras naciones con la
mirada imperial de su cultura y de su predominio. La nueva nacionalidad, para
la que no tenía valor ni el color de la piel ni el acento de la voz ni la traza del
vestido, porque existía ya como un valor eterno, que era el valor inmortal de las
almas que se sintetizaba en el símbolo mejicano de Guadalupe. La nueva
nacionalidad valiente como su fundador, soñadora como los sueños de Cortés, y
como Cortés al servicio de las causas imposibles; porque era una nacionalidad
de Cruzada y de Conquista, y por eso nacionalidad de Trigarante, de
Conservador y de Cristero. Era la nacionalidad mejicana, nueva de nombre,
moza en la vida y con hogar en la tierra nueva de América, pero que era
fundamentalmente una prolongación personalísima y singularizada de la vida
intransigente de España, y por eso la nacionalidad católica y guerrera de
Méjico. Porque Méjico, que es la Nueva España, tiene la escala heroica de una
vida militar”. 60

REINADO TEMPORAL DE CRISTO EN EL PRIMER


IMPERIO MEXICANO

Alberto de Mestas, escritor y diplomático español contemporáneo


nuestro, escribió el libro Agustín de Iturbide, Emperador de Méjico, que se
publicó en Barcelona, España, en 1939, y en el que hace plena justicia al héroe
nacional mexicano Agustín de Iturbide y Arámburu, al que, por prejuicio
inherente a su nacionalidad española, tilda de traidor a España, por haber
realizado la independencia política de la Nación Mexicana en 1821, mas su
misma honradez le hace rechazar esa imputación, ya que se ve obligado a juzgar
con equidad notoria que en Iturbide y Arámburu “es digna de loa la rectitud y
pureza de los principios políticos que profesa..., porque por aquéllos la
sublevación no fue tanto contra la dominación española como contra el
liberalismo, la impiedad y la democracia triunfantes en el gobierno de la

60
ERNESTO GONZÁLEZ AGUILAR, “La Nueva Nacionalidad”, artículo publicado en el número de
diciembre de 1941 de la revista mensual Orientación Española, editada en Buenos Aires, Argentina, p. 14.
metrópoli”, 61 lo que es cierto a la luz de la Filosofía de la Historia, siéndolo
también este puñado de aseveraciones suyas:

“Vencido Morelos, la paz había vuelto al Virreinato, y sólo perduraba en


sus vanos esfuerzos, escondida en el macizo montañoso del sur, la partida
insurgente que acaudillaba Guerrero. Así llegó el año 1820, de aciaga memoria
para la historia de España. La anciana metrópoli que lentamente venía
desertando de su misión histórica y de sus tradiciones nacionales, se sintió
nuevamente sacudida por un estallido revolucionario. A la gravedad del hecho
en sí, se unían circunstancias que ponían muy de relieve a dónde había llegado
la decadencia de España y la crisis del patriotismo de los nacionales.
Para sofocar definitivamente la rebelión que persistía aún en los
Virreinatos de la América del sur, se hallaba presta a embarcar una división al
mando del General Riego. Pero la masonería y las ideas de la Revolución
francesa, no habían trabajado en balde para adueñarse de las inteligencias, ni
para aunar con secretos lazos las voluntades. Y así surgió el motín vergonzoso e
incalificable, digno de ponerse al lado de la deserción de Don Opas y de los
hijos de Witiza (Menéndez Pelayo, Heterodoxos), cuya absurda finalidad era la
de restaurar nuevamente la vigencia de la Constitución dada por las Cortes de
Cádiz de 1812. Fernando VII, cuyo temperamento no le destinaba ciertamente
para el papel de héroe, se prestó a jurar nuevamente fidelidad al código
derogado, y más tarde, de acuerdo con el espíritu que a éste animaba, fue
promulgando leyes ‘de acuerdo con la ilustración de los tiempos’. La nueva
epidemia de liberalismo desató la fobia anticlerical y antimilitarista, y el trabajo
intenso de las logias masónicas. Las interminables y estériles discusiones de las
Cortes versaban casi únicamente sobre el modo de oprimir mejor a la Iglesia...
La noticia de lo ocurrido en España causó en América una conmoción
profunda. En Méjico se vuelve a hablar con insistencia de una posible
independencia. Y esta vez no son quienes la anhelan clérigos apóstatas, ni
ignorantes campesinos fanáticos, sino el clero, la clase alta de la sociedad
criolla, gran parte de la oficialidad del ejército virreinal... Por aquellos mismos
días en que todo Méjico se iba tras Iturbide, aplaudiendo al plan de Iguala,
arreciaba en España la revolución liberal, y a sus gobernantes no les turbaba el
sueño la posibilidad de que se deshiciera el Imperio, más atentos a sus estúpidas
querellas y a sus violentas y vanas luchas de banderías políticas. Los gobiernos
y los ministros se sucedían sin cesar. A unos los despachaba el Rey, en un
alarde de sus veleidades, y a otros las mismas Cortes, insaciables devoradoras

61
ALBERTO DE MESTAS, Agustín de Iturbide, Emperador de Méjico. Talleres gráficos de “El
Noticiero”, Zaragoza, Editorial Juventud, S. A., Barcelona, España. El libro fue impreso, según se dice en él, en
1939, lo que se tapó con una tira de la editorial “Juventud”, que lo lanzó en 1949, p. 6.
de los mismos personajes que elevaban fugazmente a las alturas codiciadas del
poder. De hecho el gobierno había caído por completo en manos de la
Masonería, de la que era filial la misteriosa y entonces temible asociación
secreta de los ‘comuneros’, también llamados ‘los hijos o vengadores de
Padilla’. El misticismo revolucionario, la idolatría a los principios del 89,
preside toda la obra legislativa de las Cortes españolas...
Triste es confesarlo y sabe algo a paradoja, pero es una realidad
innegable, que más sentían la solidaridad imperial de los pueblos hispanos, más
puros principios políticos profesaban (lejos de la ideología nefasta del 89),
Agustín de Iturbide y sus secuaces, que los mismos gobernantes en cuya mano
estaban los destinos del Imperio de España. El plan de Iguala es obra que revela
en su autor grandes dotes de estadista, y claras y firmes convicciones políticas...
Si la revolución de independencia de los Estados americanos reviste
sucesivamente varias fases que hacen que no pueda considerársela en conjunto,
definiéndola “ex cathedra” como movimiento revolucionario a la moda de
1789, o como reacción antiliberal, es no obstante indudable que a la guerra de
independencia mejicana, tal y como se presenta en 1821, no puede menos de
estimársela como un claro ejemplo de contra-revolución católica, monárquica,
antidemocrática y antiliberal”. 62

Así fue ciertamente, y una década antes había escrito en síntesis


magnífica el religioso mexicano R. P. Eduardo Iglesias, S. J.:

“Los insurgentes intentaban destruir lo que se había cimentado durante


la dominación española, por el único motivo de que lo habían traído los
españoles, y a fuerza de cubrir de ruinas y escombros la extensión del territorio
nacional, y de aventar las cenizas de todo el orden social establecido; fundar un
país nuevo sin tradición, sin conexión con el pasado, sin cimientos en la
experiencia, sin sacar provecho de la sociedad real, que la fusión de dos razas
había formado. Iturbide supo, reconocer los hechos innegables, y las
circunstancias reales de México: supo que los aztecas y la sociedad que
separaba del dominio español no tenían nada de común; que las experiencias
del pasado forman el substratum psicológico, por decirlo así, de las
generaciones presentes, y que no se puede fundar el porvenir en la nada, sino
que hay que prepararlo en el presente y soldarlo con la tradición y con el
pasado. Los insurgentes tomaron como grito de guerra el odio a España, al
trono, al orden social y religioso establecido: Iturbide tomó como grito de
guerra la defensa de su Patria del poder absorbente de los Estados Unidos, la

62
Ibid., pp. 59-60, 60, 73, 76, 77.
defensa del orden social y religioso que formaba la tradición y los sentimientos
del pueblo que habitaba México, al darle la Independencia. Los insurgentes
hicieron una revolución, que como toda revolución destruye y aniquila: Iturbide
intentó hacer sobre la base de la independencia nacional una evolución, que
como toda evolución tendía al progreso y a la prosperidad”. 63

Iturbide y Aramburu salvó a la Nación Mexicana ya existente, y


dotándola de la Independencia política, hizo con ella y a su imagen y semejanza
un auténtico Estado Nacional, que fue el primer Imperio Mexicano, en el que
hizo prevalecer el espíritu nacional sobre el Estado, preservando el orden social
cristiano y el orden religioso católico establecido, realizando lo prescrito por él
mismo en su

“Plan o indicaciones para el gobierno que debe instalarse


provisionalmente con el objeto de asegurar nuestra sagrada Religión y
establecer la independencia del Imperio Mexicano: y tendrá el título de Junta
Gubernativa de la América Septentrional, propuesto por el Sr. Coronel D.
Agustín de Iturbide al Excmo. Sr. Virrey de Nueva España Conde del
Venadito”,

o sea, el personal Plan de Iguala de Iturbide, fechado en Iguala el 24 de


febrero de 1821, cuyos son estos artículos:

1. La Religión de la Nueva España es y será la Católica, Apostólica,


Romana, sin tolerancia de otra alguna. 2. La Nueva España es independiente
de la Antigua y de toda otra potencia, aun de nuestro Continente. c. Su
Gobierno será Monarquía moderada con arreglo a la Constitución peculiar y
adaptable del Reino. 12. Todos los habitantes de la Nueva España, sin
distinción alguna de europeos, africanos, ni indios, son ciudadanos de esta
Monarquía con opción a todo empleo, según su mérito y virtudes. 13. Las
personas de todo ciudadano y sus propiedades, serán respetadas y protegidas
por el Gobierno. 14. El Clero secular y regular será conservado en todos sus
fueros y preeminencias. 15. La Junta cuidará de que todos los ramos del
Estado queden sin alteración alguna, y todos los empleados políticos,
eclesiásticos, civiles y militares en el estado mismo en que existen en el día.

63
AQUILES P. MOCTEZUMA, seudónimo del R. P. Eduardo Iglesias, S. J., El Conflicto Religioso de
1926. Sus Orígenes, su Desarrollo, su Solución. Edición clandestina hecha en la ciudad de México en 1929, p.
111. La segunda edición es de la Editorial Jus.
Sólo serán removidos los que manifiesten no entrar en el plan, substituyendo en
su lugar los que más se distingan en virtud y mérito”.

En el primer Imperio Mexicano, creado con la Nación Mexicana misma,


por Agustín de Iturbide y Arámburu, del que tuvo que ser Emperador, se respetó
y mantuvo el orden social cristiano, el orden religioso católico y el orden
político católico pleno de Hispanidad, que había prevalecido en el Reino
Mexicano de la Nueva España, y se dejó libre acción a las potestades sociales, a
la autoridad eclesiástica y se limitó la autoridad política a su campo propio. Y
así se realizaban todas las condiciones que un siglo después enumeró Pío XI
para que exista en una sociedad civil, en una Nación y en un Estado, el Reinado
Social y Político de Cristo. En aquel primer Imperio Mexicano prevalecía sin
duda ninguna el Reinado Temporal de Cristo.
IV

LA REVOLUCION DESTRUCTORA DEL REINADO


TEMPORAL DE CRISTO

LA REVOLUCIÓN, OBRA MAESTRA DEL JUDAÍSMO 64

Después de probar con abundantes citas históricas que los principios


característicos esenciales de la raza judía son: el materialismo de las sanciones,
que sostiene que el premio y el castigo deben ser en la vida temporal; la
convicción de que el pueblo judío es el elegido por Dios, y su ley es la ley de
Dios; la creencia en el advenimiento de un mesías que ha de dar a los hebreos el
imperio del mundo, lo que exige la desaparición del espíritu de nacionalidad,
sustituido por el internacionalismo; y como consecuencia de todo ello, el odio al
Cristianismo, que es manifestación de su odio a Cristo mismo y el origen del
virulento anticristianismo que impregna el mundo moderno, pasó el maestro
Esquivel Obregón a enumerar los rasgos del judaísmo, que es:

“1o. Materialista. Por lo tanto, mientras ante los males sociales el


mahometano responde con impasibilidad fatalista, y el cristiano con elevación
espiritual, que puede ser resignación ante lo inevitable o empeño intelectual
para vencer el obstáculo, el judío no tiene otra respuesta que la revolución, para
alcanzar pronta y cumplida satisfacción.
2o. Exclusivista. Dondequiera que sea y cualquiera que sea el orden
establecido, como ni se funda ni se fundará jamás en la estricta observancia de
la ley de Jahvé; jamás será conforme al sueño de Israel. El judaísmo no puede
menos que desear la destrucción de ese orden; es el deber del judío, de
acuerdo con su instinto formado por tradiciones tres veces milenarias, prestar
la mano a su destrucción. El exclusivismo judío exige así y justifica el espíritu
de revolución. 65 Hasta en los momentos más obscuros de su historia, y de la
historia, estos eternos vencidos conservan en su corazón fiel la promesa de una
eterna victoria. 66

64
Véase Nota del Editor en pág. 124.
65
BALUAT, Le Probleme Juif. Cita del maestro Toribio Esquivel Obregón en la obra citada en la nota
55, pp. 138-139.
66
ELIE FAURE, L’Ame Juive, p. 32. Apud, nota 55, p. 139.
30. Mesiánico. Para preparar al advenimiento del mesías que ha de dar a
los judíos el imperio del mundo, es necesario acabar con todo orden espiritual,
moral y social cristiano, para poder gozar de la felicidad material, y en el orden
político es necesario substituir el patriotismo por el internacionalismo; fundir
primero a Europa y Africa en un imperio; a Asia en otro, y a América en otro
facilitando así el advenimiento del imperio universal.
Las cuatro potencias, pues, del alma judía: el materialismo, el
exclusivismo, el mesianismo, y el odio al cristianismo trabajan de consuno en la
producción de esta idea maestra del judaísmo: la revolución”. 67

Páginas después citó el maestro Esquivel Obregón esta confesión del muy
famoso judío de nacionalidad francesa Bernard Lazare, hombre de gran
autoridad entre los hebreos, autor de la farsa para exculpar y rehabilitar al
célebre israelita francés Alfredo Dreyfus, en lo que tuvo papel espectacular otro
judío francés, famoso novelista pornográfico, Emilio Zola:

“De un lado [los judíos], están entre los fundadores del capitalismo
industrial y financiero, y colaboran activamente en esta centralización de los
capitales, que facilitará sin duda su socialización; del otro están entre los más
ardientes adversarios del capital;... A Rotschild corresponden Marx y Lasalle; al
combate por el dinero, el combate contra el dinero, y el cosmopolitismo del
agiotaje, se convierte en la internacional proletaria y revolucionaria”. 68

A lo que comentó certeramente:

“Fuerzas que parecen opuestas y que no son sino complementarias,


palabras seductoras de libertad, igualdad, fraternidad, democracia, ponen a los
cristianos a trabajar por la causa judía y a matarse unos a los otros por ella.
Nesta H. Webster, en su ya célebre libro Secret Societies and subversive
movements, dice, refiriéndose a la secta masónica de los Iluminados, que,
reduciendo a una fórmula sencilla sus intentos, se puede expresar en los seis
puntos siguientes: 1. Abolición de la monarquía y de todo gobierno ordenado.
2. Abolición de la propiedad privada. 3. Abolición de la herencia. 4. Abolición
del patriotismo. 5. Abolición de la familia, es decir, del matrimonio y de toda
moralidad, y la educación común de los niños. 6. Abolición de toda religión.
Sabido es que el iluminismo es una secta masónica originada en España,
desarrollada en Prusia y dirigida aparentemente en el siglo XVIII por Adán

67
Apud, nota 55, pp. 138-139.
68
BERNARD LAZARE, L’Antisemitisme, pás. 4. Apud, nota 55, p. 145.
Weishaupt, individuo que, fuera de sus actividades masónicas y directivas de la
revolución francesa, no es conocido, y se pregunta con razón la citada autora si
es posible que haya surgido en él ese gigantesco plan de revolución mundial. La
duda es sobradamente fundada, y queda sin resolver satisfactoriamente por la
autora. Y no la resolvió porque su obra es marcadamente una tesis de acusación
de la masonería alemana, para arrojar sobre ella la responsabilidad de la
revolución francesa y de la anarquía actual, en tanto que la masonería inglesa
queda inmaculada, como una institución de filantropía. La duda queda aclarada
si se atiende a que la masonería, aunque regenteada entre cristianos, y aun
prohibiendo a veces la admisión de los judíos, saca todo su ritualismo de ideas
y ritos judíos, y sus tendencias todas coinciden con los planes judíos”. 69

Ya el 21 de noviembre de 1873, en su Encíclica Etsi multa luctuosa,


después de recordar las condenaciones fulminadas por sus predecesores contra
la masonería, llamó Pío XI certeramente a ésta: la Sinagoga de Satanás, lo que
ciertamente significa que la masonería es el templo judío de Luzbel. Es arma
judaica para realizar la Revolución en todas sus formas, lo que claramente
percibió Vázquez de Mella, que afirmó en artículo publicado el 28 de octubre de
1919, que es “el gran fabricante de la Revolución moderna, el judaísmo, padre
de la masonería y del anarquismo, como lo es también del capitalismo sin
entrañas, para que no quede fuera de su radio semita ninguno de los factores de
la Revolución fraguada en los consistorios israelitas, pórticos de las logias”, 70
lo que explicó con más amplitud en su artículo Judaísmo, publicado en el
número del 28 de febrero de 1920 del diario El Pensamiento Español, en el que
enumeró “algunos hechos, que servirán de punto de partida para tratar de la
cuestión semita, sin la cual no puede ser comprendida la social, ni la obra
revolucionaria que agita al mundo hace más de un siglo”, iniciando así su
catálogo:

“Primer hecho: La logia masónica es el atrio de la sinagoga. De los


consistorios israelitas ha salido la masonería, como lo demuestran, con datos
abrumadores, los historiadores modernos de la secta, y como lo revelan los
símbolos, desde el templo, la hoja de acacia y el triángulo, hasta los nombres
que reciben los principales dignatarios de su jerarquía. Segundo hecho: El
primer impulsor y director de la revolución universal, y en dos formas, al
aparecer opuestas y, en realidad, convergentes, es el judaísmo. Tanto el

69
Apud, nota 55, pp. 145-146.
70
Apud, nota 12, vol. XXIVI, pp. 119-120.
movimiento socialista desde Carlos Marx y Fernando Lasalle, como el
anarquismo comunista iniciado en la Internacional, es judío. Y judío es
también, en su forma más opresora, el movimiento capitalista israelita, que, por
medio de empréstitos usurarios, ha clavado sus garras en la hacienda de las
principales naciones. Quebrantando a los Estados cristianos, por un lado, y
saqueándolos, por otro, se va preparando aquel mundo nuevo, edificado sobre
las ruinas del actual, en que dominará el judaísmo, según su nueva concepción
mesiánica, creyendo que el pueblo proscrito es su salvador y el que establecerá
su imperio sobre todos los pueblos”. 71

Imperio judaico-masónico totalmente anticristiano, al que se refirió


concretamente el rabino francés que dijo en 1880:

“Hace dieciocho siglos que nuestros sabios luchan denodadamente


contra la Cruz con una perseverancia que nada puede abatir... Dieciocho siglos
han pertenecido a nuestros enemigos, pero el siglo actual y los siglos venideros
deben pertenecemos a nosotros, al pueblo de Israel... Es necesario, por lo tanto,
infiltrar hasta donde sea posible, en las inteligencias de los que profesan la
religión cristiana, las ideas de libre pensamiento, escepticismo y cisma, y
provocar las controversias religiosas”. 72

Si en la asamblea general de 1913 del Gran Oriente de Francia, dijo con


orgullo el masón Sicard des Plauzoles, refiriéndose a Bord: “Un enemigo de
nuestra Orden ha dicho que el espíritu masónico creó el espíritu revolucionario.
Es el más precioso testimonio que se puede rendir a la acción masónica en el
pasado”; 73 debió reconocer que tal espíritu fue infundido en esa secta por el
judaísmo, que lo creó y ha mantenido, dentro y fuera de la masonería, y del que
muy satisfecho escribió el judío francés James Darmesteter:

“El judío es el doctor del incrédulo. Todas las revoluciones del espíritu
vienen de él, a la sombra o a cielo abierto. Está escondido en el inmenso taller
de blasfemias del gran emperador Federico y de los príncipes de Suabia y
Aragón. Es él quien forja todo ese arsenal homicida de razonamientos y de
ironías que legará a los escépticos del Renacimiento, y a los libertinos del Gran

71
Ibid., vol. III, pp. 222-223.
72
El Contemporáneo, de 1o. de julio de 1886, citado por Mons. Jouin en El peligro judeo-masónico, t.
I, p. 19. Cita de Maurice Fara. La Masonería en Descubierto. Ediciones la Hoja de Roble, Buenos Aires, 1960,
p. 48.
73
Memoria de la Asamblea general del G.˙. O.˙. de Francia, 1913, p. 337. Cita de Fara en la obra
citada en la nota 70, p. 63.
Siglo. Tal sarcasmo de Voltaire no es más que el último y sonoro eco de una
palabra pronunciada seis siglos antes en la sombra del Ghetto, y antes aún, en
tiempos de Celso y de Orígenes, en la cuna misma de la religión cristiana”. 74

LA REVOLUCIÓN ANTICRISTIANA

En su artículo La Revolución y los Vínculos Sociales, publicado el 30 de


octubre de 1919, advirtió Vázquez de Mella: “Una revolución (no la
Revolución, que tiene un sentido doctrinal e histórico diferente) es el cambio
violento del régimen establecido en un pueblo. Puede ser justa o injusta, según
el régimen que derriba y el régimen que establece”. 75 Más de medio siglo antes,
había hecho distinción análoga el integérrimo Prelado francés Mons. De Segur,
al principio de su magnífico opúsculo La Revolución, que terminó de escribir el
8 de diciembre de 1862, festividad de la Inmaculada Concepción, fecha de la
dedicatoria A los jóvenes, a quienes advirtió en el párrafo final: “El Papa ha
bendecido este trabajo. Espero que esta sagrada bendición se extenderá a cada
uno de mis lectores, y suplirá la pobreza de mis palabras”. 76 A continuación se
reproducen el capítulo primero y casi todo el segundo de dicho opúsculo,
intercalándose entre ambos, enseñanzas luminosas de otros dos insignes
Prelados, como fueron el Arzobispo de México Mons. Pelagio Antonio de
Labastida y Dávalos, y el Obispo de Angers, Francia, Mons. Carlos Emilio
Freppel:

“Palabra es ésta muy elástica, y abúsase a cada paso de ella para alucinar
la inteligencia de los hombres. Revolución, en general, es cualquier cambio
radical en las costumbres, ciencias, artes o letras, y sobre todo, en la legislación
y en el gobierno de las sociedades. En religión y en política es el completo
triunfo de un principio subversivo de todo el antiguo orden social. La palabra
Revolución se toma por lo regular en mal sentido: esta regla, sin embargo, tiene
excepciones. Así se dice: El cristianismo causó una gran revolución en el
mundo, y esta revolución fue muy provechosa. Lo mismo se dice: Ha estallado
en tal o cual país una revolución, que lo ha pasado todo a sangre y fuego.
También esto es revolución, pero muy mala. Hay diferencia esencial entre una
revolución y lo que desde hace un siglo se llama la revolución. En todos

74
Apud, nota 55, p. 147.
75
Apud, nota 12, vol. XXIV, p. 121.
76
MONS. DE SEGUR, La Revolución. Versión española tomada de la 22a. edición francesa, corregida
y aumentada. Con aprobación eclesiástica. México, imprenta dirigida por J. Aguilar Vera, 1895, p. 6. En la
transcripción se corrige el uso de las palabras rebelión y rebeldía, que el traductor empleó como sinónimas.
tiempos ha habido en la sociedad humana revoluciones, mientras que la
Revolución es fenómeno del todo moderno.
Creen muchos (porque así lo dicen en los periódicos) que todos los
adelantos en industria, comercio, bienestar; que todas las invenciones modernas
en artes y ciencias de sesenta años acá, se deben a la Revolución; que sin ella
no tendríamos telégrafos, ni ferrocarriles, ni vapores, ni máquinas, ni ejércitos,
ni instrucción, ni gloria: en una palabra, que sin la Revolución todo estaría
perdido, y que el mundo caería nuevamente en las tinieblas. Nada más falso. Si
en tiempo de la Revolución se ha realizado algún progreso, no ha sido obra
suya. El gran sacudimiento que ha impreso al mundo entero, habrá precipitado
sin duda en algunos casos el desarrollo de la civilización material; pero en
cambio, en muchos otros lo ha hecho abortar. La Revolución, considerada en sí
misma, nunca ha sido el principio de progreso alguno.
Tampoco ha sido, como se nos quiere hacer creer, la libertad de los
oprimidos, la supresión de los abusos inveterados, el mejoramiento y progreso
de la humanidad, la difusión de luces y conocimientos, la realización de todas
las aspiraciones generosas de los pueblos, etc., etc.; y de esto los
convenceremos cuando a fondo la conozcamos. Ni es la Revolución el grande
hecho histórico y sangriento que trastornó a Francia y aun a Europa al concluir
el último siglo. Este hecho sólo fue un fruto, un producto de la Revolución, que
en sí es más bien una idea, un principio, que un hecho. Es muy importante no
confundir estas cosas. ¿Qué es, pues, la Revolución? 77
Cuando Jesucristo, Señor Nuestro, en su ardiente celo contra los
enemigos de su Reino, quiso prevenir a sus discípulos y en ellos a su Iglesia,
contra los muchos peligros que constantemente debieran evitar, llamó de
preferencia la atención sobre cierto linaje de hombres, a quienes consideraba
sin duda como los más temibles, por estar encubiertos y disfrazados, los falsos
profetas: Guardaos, decía, de los falsos profetas que vienen a vosotros vestidos
con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces; vosotros los conoceréis
por sus frutos (S. Math. cap. VII, v. 15). Desde entonces, hermanos e hijos
carísimos, quedó perfectamente caracterizada la lucha que en todos los siglos
había de sufrir la Iglesia de Dios, y en consecuencia todo cuerpo social animado
de su espíritu y fundado en los principios del Evangelio. Desde entonces
quedaron perfectamente deslindados los dos campos de esta contienda, que no
acabará jamás: el de la verdad eterna con sus principios inmutables, la moral
cristiana con sus reglas infalibles, y la sociedad civil con sus bases eternas y
con sus garantías divinas; y el de la razón indómita con sus falsas teorías, la
voluntad rebelde con sus pretendidos derechos, y la política impía, con sus

77
Ibid., pp. 7-9.
conatos contra Dios, con sus instituciones transitorias y sus desórdenes
permanentes. Desde entonces, por último, el error y el vicio, despechados
contra los triunfos de la Cruz, tomaron proporciones más colosales, redujeron
sus imposturas, sus artificios y sus odios a un sistema diestramente combinado,
dieron un grito de alarma contra todo lo establecido, levantaron su bandera y se
esforzaron por reunir en torno de ella todas las inteligencias, todas las
sociedades y todas las instituciones.
¿Y sabéis, hermanos e hijos carísimos, cómo se llama esta secta impía,
que desde el principio de la Iglesia y la institución definitiva de la sociedad
política pugna incesantemente, sin perdonar medio alguno, para derrocarla? Se
llama la Revolución. ¿Sabeis cuál es el traje que han tomado siempre sus
agentes para sorprender la credulidad, corromper el buen sentido y
desnaturalizar el carácter de los individuos y de los pueblos? El más vistoso y
atractivo, el más interesante y simpático, el que más a propósito se juzga para
cautivar la confianza y penetrar en el corazón de la multitud; esto es: toman la
piel de oveja, para encubrir corazones de tigre. Viéndolos, y sobre todo
escuchándolos, parecen en el orden especulativo los defensores de la verdad, y
en el orden práctico los precursores del bien: nada esquivan a trueque de llegar
a su intento: en los primeros siglos son apologistas, en los siglos medios son
teólogos, en el Renacimiento reformadores de las costumbres, restauradores de
la ciencia, vindicadores del sentido legítimo de la Santa Escritura, miembros de
una iglesia reformada. A veces los veréis tan celosos contra el vicio y dados a la
contemplación, que parecen emular a los Bernardos y a las Teresas: en el siglo
XVIII los veis aparecer en las academias, en los colegios, en los parlamentos y
en las cortes, con el noble intento de dilatar la esfera del pensamiento,
arrasando los diques que les pusieran antiguas preocupaciones, devolver al
hombre sus derechos y a la sociedad sus títulos, poner la legislación en armonía
con la voluntad de los pueblos como única fuente del poder público, y por
último, desembarazar los caminos que debe recorrer la sociedad, de todos estos
obstáculos que por siglos habían amontonado la religión, la Iglesia y su
ministerio, retardando sus pasos, para acelerar su arribo a la más alta
civilización y al mayor número de goces a que tiene derecho de aspirar.
Mas al través de estos diferentes vestidos descubriréis el mismo cuerpo
bajo las apariencias de estos diversos planes, o programas como se dice hoy,
encontraréis el mismo pensamiento; y sin embargo de esos diversos amaños,
descubriréis ya el hereje que elige, ya el cismático que instituye, ya el apóstata
que forma iglesias, ya el político que reforma y acelera el paso de la sociedad;
pero siempre una misma cosa en el fondo: siempre el antiguo conspirador
contra la verdad y la virtud, a ese viejo corifeo de la legión anticatólica, a esta
Revolución siempre antigua y siempre nueva, cuyas fases diversas, expresión
de las circunstancias en que se halla, del siglo en que vive y de los medios que
emplea, no alteran en lo más mínimo su identidad personal. He aquí, os lo
diremos, resumiéndolo todo en las palabras de Jesucristo, el mayor de todos los
peligros que corréis: los falsos profetas vestidos de corderos para encontrar
francas las puertas de vuestro corazón, pero trayendo en la sangre la venenosa
rabia de la fiera del desierto para devorar a todos. Estad, pues, alerta; nada
importan sus disfraces, nada su idioma, nada sus promesas; pues basta que
consideréis sus obras, para conocerlos y detestarlos: Ex fructibus eorum
cognoscetis eos.” 78
Para comprender la Revolución, es preciso remontarse hasta el padre de
toda rebelión, el primero que se atrevió a decir y tendrá la osadía de repetir
hasta la consumación de los siglos: Non serviam: No obedeceré. Sí, el padre de
la Revolución es Satanás. Es obra suya, comenzada en el cielo, y que viene
perpetuándose entre los hombres de siglo en siglo. El pecado original, por el
cual nuestro padre Adán se rebeló asimismo contra Dios, introdujo en el
mundo, no precisamente la Revolución, pero sí el espíritu de orgullo y de
rebelión, que es su principio: y desde entonces el mal fue aumentando de día en
día hasta la aparición del Cristianismo, que lo combatió y obligó a retroceder.
El Renacimiento pagano, más tarde Lutero y Calvino, y en fin Voltaire y
Rousseau, reanimaron el poder maldito de Satanás, su padre; y este poder,
favorecido por los excesos del cesarismo, recibió en los principios de la
Revolución Francesa una especie de consagración, una constitución que no
había tenido hasta entonces, y que hace decir con justicia que la Revolución
nació en Francia en 1789. 79
No, no es sólo la Iglesia católica, su jerarquía y sus instituciones lo que
la Revolución francesa intenta desterrar del orden civil, político y social. Su
principio y objeto es eliminar el cristianismo todo, la revelación divina y el
orden sobrenatural, para atenerse únicamente a lo que sus filósofos llaman los
datos de la naturaleza y de la razón. Leed la ‘declaración de los derechos del
hombre’, ya sea la de 1789 o ya la de 1793, y ved qué idea se tiene en ese
tiempo de los poderes públicos, de la familia, del matrimonio, de la enseñanza,
de la justicia y de las leyes: leyendo todos estos documentos y viendo todas
estas instituciones nuevas, diríase que no ha existido jamás el cristianismo en
esta nación, cristiana por espacio de catorce siglos, y que no hay motivo
siquiera para tomarlo en consideración. Atribuciones del clero como cuerpo

78
“Carta Pastoral, que el Ilmo. Sr. Dr. D. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, dirige al
Venerable Clero y Fieles del Arzobispado de México, con motivo de su promoción a aquella Archidiócesis”.
Dada en la Puebla de los Angeles, el 8 de octubre de 1863. Fue incluida íntegramente como último documento
del “Apéndice” por José Sebastián Segura, en el volumen del Boletín de las Leyes del Imperio Mexicano, o sea
Código de la Restauración. México, Imprenta Literaria, 1863, pp. 548-574. La cita en las pp. 550-552.
79
Apud, nota 74, pp. 13-14.
político, restricción o supresión de privilegios, todo esto es de un interés
secundario. Lo que se trata de destruir y de borrar hasta el más ligero vestigio
es el reinado social de Jesucristo.
La Revolución es la sociedad descristianizada; es Cristo relegado al
fondo de la conciencia individual, separado de todo lo que es público, de todo
lo que es social; desterrado del Estado, que no busca ya en su autoridad la
consagración de la suya propia; desterrado de las leyes, de las cuales su ley no
es tampoco la regla soberana; desterrado de la familia, constituida sin su
bendición; desterrado de la escuela, donde su enseñanza no es ya el alma de la
educación; desterrado de la ciencia, donde no obtiene por homenaje más que
cierta neutralidad no menos injuriosa que la contradicción del alma, donde se
consiente en dejarle un vestigio de dominación. La Revolución es la nación
cristiana desbautizada, repudiando su fe histórica, tradicional y pretendiendo
reconstruirse fuera del Evangelio, sobre bases de la razón pura, que viene a ser
la fuente única del derecho y la sola regla del deber.
Una sociedad que no tenga otra guía que las luces naturales de la
inteligencia, aisladas de la revelación, ni otro fin que el bienestar del hombre en
este mundo, hecha abstracción de sus fines superiores y divinos: he aquí en su
idea esencial, fundamental, la doctrina de la Revolución. Ya no bastará, pues,
solamente la Revolución francesa de destruir el Estado cristiano, la familia
cristiana, el matrimonio cristiano, la justicia cristiana, la enseñanza cristiana.
No, se verá conducida por la lógica de su principio a querer establecer el Estado
sin Dios, la familia sin Dios, el matrimonio sin Dios, la escuela sin Dios, el
tribunal sin Dios, el ejército sin Dios, es decir, a separar la idea de Dios de
todas las leyes y de todas las instituciones. 80
La Revolución Francesa, decía en 1793 el feroz Babeuf, no es más que
la precursora de otra revolución mucho más grande, mucho más solemne, y
que será la última. Esta revolución suprema y universal que llena ya el mundo,
es la Revolución. Por primera vez, después de seis mil años, ha tenido la osadía
de tornar a la faz del cielo y de la tierra su verdadero y satánico nombre: la
Revolución; esto es, la gran rebelión. Tiene por lema, como el demonio, el
famoso Non serviam. Es satánica en su esencia, y aspirando a derribar todas las
autoridades, tiene por fin postrero la destrucción total del reinado de Jesucristo
en la tierra. La Revolución, no hay que olvidarlo, la Revolución, es ante todo un
misterio del orden religioso, es el Anticristianismo, como lo hizo constar en su
Encíclica de 8 de diciembre de 1849 el soberano Pontífice Pío IX: La

80
MONSEÑOR FREPPEL, Obispo de Angers, La Revolución Francesa con motivo del centenario de
1789. Traducción de don Francisco Pons Boignes. Madrid, 1889. Cita en Jesús García Gutiérrez, Pbro., de la
Academia de la Historia. Acción Anticatólica en México. Editorial Jus, Núm. 30 de Figuras y Episodios de la
Historia de México. México, D. F., 1959, pp. 15-16.
Revolución es inspirada por el mismo Satanás. Su objeto no es otro que
destruir completamente el Cristianismo y reconstituir sobre sus ruinas el orden
social del paganismo. Aviso solemne confirmado al pie de la letra por la
Revolución misma: Nuestro objeto final, dice la Instrucción secreta de la Venta
suprema, es el mismo de Voltaire y de la Revolución francesa: El
aniquilamiento completo del catolicismo y hasta de la idea Cristiana”. 81

Hay que aclarar que, al señalar el Papa Pío IX en la Encíclica Noscitis et


nobiscum, que es la que dio el 8 de diciembre de 1849, que el objeto de la
Revolución satánica, judaica y masónica mundial, “no es otro que destruir
completamente el Cristianismo y reconstruir sobre sus ruinas el orden social del
paganismo”, con respecto a esto último se refirió simplemente al designio
revolucionario de reconstruir, sobre las ruinas del Cristianismo, la estructura
pagana anterior a él, que no era ningún orden social, sino un completo desorden.
Se trata sencillamente, como bien expresó Vázquez de Mella, de “la reacción
pagana, que constituye la esencia de la Revolución”, 82 o sea, el paganismo que
“revive y es la encarnación, la fórmula, del derecho nuevo; siendo éste, por lo
tanto, un paganismo postcristiano, un paganismo por apostasía después de haber
conocido a Jesucristo, el que revive como una fórmula del progreso, para que
sea sarcástica hasta la fórmula que lo expresa en el mundo moderno”. 83 Y como
precisaron Mons. De Segur, Vázquez de Mella y el religioso español R. P.
Victorino Feliz, S. J.:

“La Revolución no es cuestión puramente política, sino también


religiosa; y bajo este punto de vista únicamente hablo aquí de ella. La
Revolución es no solamente una cuestión religiosa, sino la gran cuestión
religiosa de nuestro siglo. Para convencerse de ello, basta precisar las ideas y
reflexionar. Tomada en su sentido más general, la Revolución es la rebelión
erigida en principio y en derecho. No se trata del mero hecho de la rebelión,
pues en todos tiempos la ha habido: se trata del derecho, del principio de
rebelión elevado a regla práctica y fundamento de las sociedades; de la
negación sistemática de la autoridad legítima; de la teoría de la rebelión; de la
apología de la misma; de la consagración legal del principio de toda rebelión.
Tampoco es la rebelión del individuo contra su legítimo superior: esto se llama

81
Apud, nota 74, pp. 14-15.
82
Apud, nota 12, vol. XIX, p. 189.
83
Ibid., vol. XIV, p. 233.
desobediencia; es la rebelión de la sociedad como sociedad; el carácter de la
Revolución es esencialmente social y no individual.
Hay tres grados en la Revolución: 1o. La destrucción de la Iglesia como
autoridad y sociedad religiosa, protectora de las demás autoridades y
sociedades; en este grado, que nos interesa directamente, la Revolución es la
negación de la Iglesia, negación erigida en principio y formulada como
derecho; la separación de la Iglesia del Estado, con el fin de dejar a éste
descubierto, quitándole su apoyo fundamental. 2o. La destrucción de los tronos
y de la legítima autoridad política, consecuencia inevitable de la destrucción de
la autoridad católica. Esta destrucción es la última expresión del principio
revolucionario de la moderna democracia, y de lo que se llama hoy día la
soberanía del pueblo. 3o. La destrucción de la sociedad, esto es, de la
organización que recibió de Dios: o sea la destrucción de los derechos de la
familia y de la propiedad, en provecho de una abstracción que los doctores
revolucionarios llaman el Estado. Es el socialismo, la última palabra de la
Revolución, la última rebelión, destrucción del último derecho. En este grado,
la Revolución es, o más bien sería la destrucción total del orden divino en la
tierra, y el reinado completo del demonio en el mundo.
Claramente formulada primero por Rousseau, y después en 1789 y 1793
por la Revolución francesa, la Revolución se mostró desde su origen, enemiga
implacable del Cristianismo. Sus furiosas persecuciones contra la Iglesia
recuerdan las del paganismo. Ha dado muerte a Obispos, asesinado sacerdotes y
católicos, cerrado y destruido templos, dispersado las Ordenes religiosas, y
arrastrado por el fango las cruces y reliquias de los santos. Su rabia se ha
extendido por toda Europa; ha roto todas las tradiciones, y hasta ha llegado a
creer por un momento que había destruido el Cristianismo, al que ha llamado
con desprecio: antigua y fanática superstición. Sobre todas esas ruinas ha
levantado un nuevo régimen de leyes ateas, de sociedades sin religión, de
pueblos y de reyes absolutamente independientes. Desde hace un siglo va
dilatándose más y más; crece y se extiende en el mundo entero, destruyendo en
todas partes la influencia social de la Iglesia, pervirtiendo las inteligencias,
calumniando al clero y minando por su base todo el edificio de la fe. 84
Puede decirse que la Iglesia ha pasado por el mundo con su gigantesca y
poderosa unidad, que ata las conciencias y une las almas, sembrando
Sociedades y Corporaciones, y que el Estado anticristiano ha pasado por el
mundo negándolas y destruyéndolas; toda la obra de la Revolución consistió en
destruir esa cadena de Corporaciones intermedias entre el individuo y el Estado;
arriba el Estado con su inmenso poder, el Estado con todas sus atribuciones, el

84
Apud, nota 74, pp. 9-11.
Estado con todas las funciones que antes pertenecían a la sociedad; abajo, los
individuos dispersos; y viene siempre a los labios la frase de Renán: Arriba, la
pirámide; abajo, el polvo del desierto, la arena que arrastra el simún de la
Revolución, formando inmensos torbellinos que parecen el manto de la muerte.
85

Antes de la revolución francesa, salvo raras excepciones, la sociedad


estaba organizada a base de Cristianismo. Los Gobiernos debían, no solamente
respetar, sino tutelar los derechos de la Iglesia; y a los gobernantes se les
imponía el profesar públicamente la religión católica. Sin que quiera decirse
que no diera esto lugar a abusos, como el que muchos politicastros abusaran de
la religión, convirtiéndola en instrumentum regni... Pero todos estos abusos, por
malos que fueran, no impedían que la idea religiosa fuese como el armazón de
todo el organismo social... Pero el liberalismo moderno, hijo del
enciclopedismo francés y nieto del racionalismo protestante, rompió la
compaginación de la civitas christiana al conceptuar la religión como un
negocio privado y al eximir a los Gobiernos de todos los deberes para con
ella...
La consecuencia práctica de este principio fue la separación de la
religión de toda manifestación de la vida colectiva. De ahí la separación de la
Iglesia del Estado; separación de la ciencia y del arte de la religión, del
derecho de la moral cristiana. De ahí la laicización de todas las
manifestaciones de la vida pública, de la legislación política y social, de las
instituciones públicas, de todos los servicios estatales. Quedó laica la escuela,
en todos los grados; laica la familia, con el matrimonio civil; laico el ejército,
con la supresión de los capellanes y del servicio religioso; laica la beneficencia,
con la sustracción de las obras pías a la ingerencia de la Iglesia; laico el Código
legislativo; laicos todos los órganos de la vida pública.
Consecuencia de todo esto fue el indiferentismo religioso y el
anticlericalismo, que caracterizan nuestra época y que han penetrado ya en
todos los estratos sociales. De esta manera la religión quedó privada de su
secular función social, reducida a la impotencia, relegada a las conciencias
individuales y a los templos. Y ni aún así se la dejó tranquila, puesto que la
proclamada separación de la Iglesia y el Estado, como tenía que suceder, se
convirtió en persecución del Estado contra la Iglesia. El Estado laico vino a
ser el Estado cómitre”. 86 “Desde el punto de vista religioso, la Revolución

85
Apud, nota 12, vol. VIII, pp. 166-167.
86
VICTORINO FELIZ, S. J., Manual del Joven Católico. Editorial Voluntad, S. A., Madrid, 1929, pp.
42, 42-43, 43-44.
puede definirse del modo siguiente: Negación legal del reinado de Jesucristo en
la tierra; destrucción social de la Iglesia”. 87

LIBERALISMO REVOLUCIONARIO CONTRA CRISTO


REY EN MÉXICO

El católico español Alberto de Mestas, ya citado, escribe refiriéndose al


intrigante hugonote Joel Roberts Poinsett, emisario del imperialismo
angloamericano, sin carácter oficial, en el Imperio Mexicano cuya corona ceñía
Agustín de Iturbide y Arámburu:

“Llega por entonces a Méjico, como agente confidencial del presidente


de los Estados Unidos, Monroe, un tal Poinsett. Atiza éste el fuego republicano,
de acuerdo con las instrucciones recibidas de sus amos; y procura sobre todo
infiltrar sus ideas en el Ejército, asegurando a los demócratas que el gobierno
de los Estados Unidos jamás reconocerá la monarquía de Iturbide. Las logias
del rito de York, cada vez más fuertes, se ponen incondicionalmente a sus
órdenes, y se convierten en centros de activa conspiración contra el Imperio.
Pronto habrá de abandonar Iturbide su aspiración al poder hereditario, y de
no hacerlo así será destronado y derrotado, escribe Monroe a Jefferson el 25
de agosto. No dice el motivo, pero es que a los Estados Unidos les es más
peligroso un Imperio mejicano que un Virreinato de Nueva España. Quieren a
toda costa evitar en el país vecino un gobierno fuerte que pueda ser obstáculo a
su expansión”. 88

Apunta con igual veracidad histórica De Mestas, que “la masonería


trabaja febrilmente” contra el Emperador, a pesar de que Iturbide y Arámburu
hizo la independencia política de la Nueva España, por la que ella misma
pugnaba, mas se había esforzado en realizarla revolucionariamente, de modo
liberal anticatólico:

“Pero la reacción católica y monárquica, que había caracterizado la


guerra de la independencia mejicana, no podía ser de su agrado. Por eso, a raíz
del plan de Iguala, las logias habían ordenado a algunos de sus miembros, entre
otros a Almela, que abandonasen a Iturbide. Una monarquía católica en Méjico
sería aún más contraria a sus planes que la continuación del país como parte

87
Apud, nota 74-, p. 11.
88
Apud, nota 60, pp. 117-118.
integrante del Imperio español. Por eso, proclamado el Imperio, con un
Emperador sincera y prácticamente católico como Iturbide, son las logias
centros activísimos de conspiración contra él, y según escribirá más tarde un
masón, Zavala, se llega en ellas hasta proponerse su asesinato”. 89

Fue lógica y natural la complicidad del imperialismo yanqui con la


masonería en México, que desde un principio en la vida del México
independiente fue su instrumento, porque tal imperialismo y esa secta no eran
entonces –ni son ahora–, sino armas revolucionarias del judaísmo internacional
anticristiano, que es, como dijera el maestro hispano Vázquez de Mella el
“verdadero director espiritual de la Revolución”, 90 misma de la que precisó el
maestro mexicano Esquivel Obregón, con palabras ya citadas, que es obra
maestra de la acción conjunta de las cuatro potencias del alma judía: el
materialismo, el exclusivismo, el mesianismo y el odio al Cristianismo, que es
odio permanente a Cristo, cuyo reinado secularmente trabaja por destruir el
semitismo mundial, para restaurar la estructura pagana y con ello el imperio
universal de la Revolución. Y añadió Esquivel Obregón, dando cátedra de
Filosofía de la Historia, en que era gran maestro:

“Ninguno de los planes o programas de los jefes que encabezaron el


movimiento de insurrección contra España en sus antiguos reinos de América,
sintetizó el anhelo de sus habitantes y la fórmula para su engrandecimiento
como el Plan de Iguala, compendiado en lo que se llamó las Tres Garantías de
‘Religión, Unión e Independencia’, que conquistó pronto todas las voluntades y
consumó la Independencia a la vez que la Unión de Centro-América a México.
Pero también era la fórmula más segura para atraer la hostilidad de todas las
fuerzas internacionales organizadas en Europa y los Estados Unidos contra
España y el Catolicismo... Si Iturbide se hubiera prestado a ello, su perpetuidad
en el poder habría sido segura; pero no quiso destruir la religión ni atacar la
unión de españoles peninsulares y americanos, porque era la fuerza de nuestro
pueblo, y quizá el resurgimiento de la hispanoamericanidad. 91
Los escritores de todos los matices están de acuerdo en reconocer que
Iturbide era inmensamente popular. Porque el mexicano sentía traducidos sus

89
Ibid., p. 140. El Zavala cuyo testimonio se invoca, es el revolucionario traidor a la Patria, fautor de
motines, organizador de la canalla –según él mismo decía–, cómplice de Joel Roberts Poinsett y servidor del
imperialismo yanqui Lorenzo de Zavala.
90
Apud, nota 12, vol. XIV, p. 135.
91
Tommo ESQUIVEL OBREGÓN, Apuntes para la Historia del Derecho en México, t. IV: México.
Relaciones Internacionales, 1821-1860. Antigua Librería Robredo, de José Porrúa e Hijos, México, D. F., 1947,
p. 793.
sentimientos, como en emblema nacional, en las Tres Garantías: Religión,
Unión, Independencia. Eran la expresión más feliz de la Hispanoamericanidad.
Iturbide no buscó el apoyo de nuestros vecinos; su obra era exclusivamente
mexicana y exaltaba lo mexicano. Un grupo pequeño de hombres, oscuros casi
todos, pero bien organizados en sociedades secretas de origen anglosajón y
dirigiendo a un congreso que no reflejaba el sentimiento popular, primeramente
le hizo imposible gobernar, y acabó poniéndolo fuera de la ley y legalizando su
muerte. La tragedia conmovió el corazón de los mexicanos, pero fue peor aún la
confusión que produjo en su espíritu. 92
La caída y la muerte de Iturbide fue la primera y más fácil parte de la
lucha; siguió después el ataque a la unión de españoles y mexicanos y a la
Iglesia Católica. Era necesario aprovechar los odios que la guerra de
independencia había sembrado para desprestigiar a España y a todo lo que de
ella procede, y los pasos dados en esa dirección se bautizaban con los términos
seductores de la época: ‘extender las luces’, ‘realizar el progreso’, ‘asegurar la
felicidad’, ‘luchar por la libertad y por la democracia’, etc., etc., aunque con
ello se suprimieran escuelas, se cerraran universidades, se abandonaran
hospitales, se arruinara a los pueblos y se persiguieran las ideas predominantes
en ellos; pero se construía una máquina política para contrariar la voluntad
popular y organizar el absolutismo constitucional irresponsable. 93
Un nuevo orden de derecho comenzó entonces, en un sentido
diametralmente opuesto al anterior; las costumbres de los pueblos, las leyes que
se inspiraban en sus deseos, en los intereses de sus agrupaciones, van a ser
substituidas y sacrificadas en aras de una abstracción bajo el nombre de
progreso, que en el fondo no significa mejorar lo propio, sino destruirlo para
imitar lo ajeno; o de otra bajo el nombre de democracia, que en el fondo no
significa la voluntad del pueblo, sino el poder absoluto de un grupo de
irresponsables que, sin tener que dar cuenta a nadie de sus acciones, imponen al
pueblo normas que ni conoce ni entiende. Es el retorno del Estado antiguo,
soberano absoluto, sin limitación por los derechos humanos que el Cristianismo
había conquistado”. 94

Era “la reacción pagana, que constituye la esencia de la Revolución”,


para decirlo con frase ya citada de Vázquez de Mella; era la Revo [aquí falta en

92
Discurso del Lic. Toribio Esquivel Obregón en respuesta al leído al ingresar como socio de número
en la Academia Mexicana de la Historia correspondiente de la Real de Madrid, el P. José Bravo Ugarte, la noche
del 15 de diciembre de 1944, publicado íntegramente en el semanario La Nación, editado en la ciudad de
México, número del 24 del mismo mes y año.
93
Apud, nota 89, p. 794.
94
Apud, nota 55, p. 669.
los originales una cuartilla] leyes supremas de la nación todas las que atacaban a
la Iglesia y al clero; todas las que los señores obispos y el mismo Sumo
Pontífice Pío IX habían condenado con toda energía”, y que Díaz Mori al
triunfar aplicó durante su larga tiranía liberal laica y anticatólica, de modo que
“los constituyentes de 1857 forjaron las cadenas; Lerdo de Tejada las apretó y el
Gral. Díaz las remachó”, 95 manteniendo durante su largo despotismo el
laicismo en todos los órdenes, en repudio completo del Reinado Social y
Político de Jesucristo.

LA “REVOLUCIÓN MEXICANA” CONTRA CRISTO REY

Contra esa tiranía liberal anticristiana inició su rebelión armada el


hermano masón, espírita y liberal Francisco I. Madero González, de acuerdo
con el “Plan de San Luis”, en el que categóricamente prescribió que se
declaraban leyes supremas de la República, “la Constitución y Leyes vigentes”,
de tal manera que procedió exactamente como Díaz Mori en su “Plan de
Tuxtepec”, ya que así “reconocía como leyes supremas de la nación todas las
que atacaban a la Iglesia y al clero; todas las que los señores obispos y el mismo
Sumo Pontífice Pío IX habían condenado con toda energía”. De él dice Mons.
Joseph H. L. Schlarman, Obispo de Peoria, Ill., en la Jerarquía Católica en los
Estados Unidos:

“En The New Age Magazine, XVIII (Marzo, 1913), 255, George
Fleming Moore, 33 degree, Editor, escribe: Fue un Miembro Activo del
Supremo Consejo A. & A. Rito Escocés de la Francmasonería de México, y fue
Masón. Y en el mismo The New Age Magazine, XIX (Septiembre, 1913), 272,
William R. Tourbillon escribe: Los principios del Gobierno de Madero estaban
basados en ideas Masónicas”. 96

Es un hecho histórico que el desgobierno de Madero quedó en manos de


la masonería, y que oficialmente fue un centro de propaganda masónica, y así
puede comprobarlo todo el que lea la colección del diario La Nación, publicado
en aquella época por el Partido Católico Nacional, en cuyo número del 23 de

95
LIC. FÉLIX NAVARRETE (seudónimo del Pbro. Jesús García Gutiérrez), La lucha entre el Poder
Civil y el Clero a la Luz de la Historia, o sea Comentario al Estudio Histórico y Jurídico del Señor Licenciado
Don Emilio Portes Gil, Procurador General de la República”. Revista Press, El Paso, Tex., Estados Unidos,
1935, pp. 177 y 181.
96
JOSEPH H. L. SCHLARMAN, México, Tierra de Volcanes. De Hernán Cortés a Miguel Alemán.
Traducción de Carlos de María y Campos. Editorial Jus, México, 1950, pp. 492-493.
julio de 1912 se publicó al artículo “Propaganda Masónica” de J. A. Escobar,
con rango de editorial para que la publicación fuera oficial, en el que
comenzaba diciéndose:

“Un hecho que nadie puede negar es la activa propaganda masónica que
está haciéndose en todo el país, comenzada desde que, de golpe y porrazo, se
dio en la orden el grado más alto al Presidente de la República, y activada de
poco tiempo acá con un tesón digno de mejor causa. A dondequiera que los
ojos se dirijan podrá verse el hecho que apuntamos, pues los propagandistas no
se excusan de lo que hacen ni ocultan los medios coercitivos de que se valen
para conseguir adeptos”.

En prueba de ello, se hacía un resumen a continuación de la actividad


masónica “en Aguascalientes, ... en San Luis Potosí, en Guadalajara, ... en
Veracruz, ... en Tlaxcala, ... en Durango, ... en Guanajuato, ... ¿pero a qué
continuar con una exposición que nos obligaría a recorrer la nación entera, si
todos creemos que con lo expuesto basta para fijar el hecho, hecho que nadie se
atreve a negar? Y se concluía:

“Mas no sólo quiero llamar la atención de mis lectores sobre ese hecho,
ya deplorable, porque la masonería tenebrosa, así niegue perseguir fines
religiosos o políticos, ha sido causa de todas nuestras desdichas nacionales, sino
que pretendo fijar su génesis para que se vea la importancia enorme del
movimiento masónico. Porque la propaganda a que me refiero, no es producto
del esfuerzo particular, sino que es oficial, la están haciendo o protegiendo los
mismos gobernantes o sus amigos más íntimos y sus consejeros más conocidos;
de manera que, lógico es suponerlo, dadas nuestras costumbres políticas, los
elementos del gobierno están dedicándose al desarrollo de la masonería, sin que
de ello se haga un misterio, sino al contrario, con alarde de que así es, sin duda
para que los serviles y los convenencieros entren sin vacilaciones a la funesta
hermandad”.

De Francisco I. Madero testificó Edith Coues de O’Shaughnessy, esposa


del diplomático yanqui Nelson O’Shaughnessy, residente en la ciudad de
México en misión oficial, refiriéndose inicialmente en lo que transcribo a
continuación, al presidente Madero y su esposa, en una recepción pública en
Palacio Nacional:
“Detrás de ellos, y rebosando hasta los demás salones se hallaban, de los
232 miembros de la familia Madero, cuantos pudieron acudir a México, junto
con sus amigos y los amigos de sus amigos... De la sinceridad inicial de
Madero nadie ha dudado nunca. Su honradez era visible para cualquiera que se
aproximase a él; en cambio, su falta de preparación para gobernar, se dio a
conocer tan pronto como subió al poder... siempre se le veía ávido de
manifestaciones ostensibles de popularidad... Era completa y fatalmente
‘amateur’, cuando lo que hacía falta era capacidad técnica de gobierno... Por
desgracia, no conducía un barquichuelo propio, sino la Nave del Estado”. 97

Ni siquiera conducía ésta, pues la dejó en manos de la masonería y de La


Porra, de la que bien escribe el muy objetivo R. P. José Bravo Ugarte, S. J., que
era “asociación de demagogos (dirigidos por Gustavo Madero, Sánchez Azcona,
Jesús Urueta, G. León, Mariano Duque, Serapio Rendón) para aterrorizar a la
sociedad y a los adversarios del maderopinismo, reemplazando el temor de las
bayonetas con el terror de las multitudes”. 98 Su gobierno había degenerado en
tiranía masónica terrorista y despotismo demagógico brutal, sistemáticamente
contrario al bien común, por lo que había perdido su legitimidad de origen y era
nocivo a la Nación y a la sociedad civil.
Le son aplicables estas palabras de Francisco Bulnes escritas en 1905:

“Gómez Farías incurría en el error funesto, de confundir a la canalla con


su hambre de rata de albañal, con sus uñas enlutadas y acaracoladas, con su
lenguaje de pasquín, con su aliento de mezcal, con su envidia de ramera
cesante, con su ambición de destruir, violar, aniquilar todo lo que sobre ella se
levanta y la desprecia por fisiológica necesidad; con la democracia. Ese mismo
fue el error de Hidalgo, de Victoria, de Guerrero, del Juárez de 1861 a 63, de
González Ortega durante toda su vida política... ¡Pobre del gobernante que deja
que la broza se le acerque! La sociedad entera lo rechaza, hasta la misma plebe.
Al mismo lépero disgusta que la política se identifique con el chiribitil y que
huela a patio de comisaría de policía. El gorro frigio escarlata, mugriento,
sirviendo de cofre de raterías y de vaso de bacanales de figón, no lo soporta ni
en la cabeza ni sobre la mesa de la autoridad ninguna clase de nación”. 99

97
EDITH O’SHAUGHNESSY, Intimitate Pages of Mexican History. New York, 1920, pp. 130, 152,
163, 164. Apud nota 95, pp. 490, 494.
98
JOSÉ BRAVO UGARTE, “Historia de México”. Tomo Tercero: México. Independencia,
Caracterización Política e Integración Social. Editorial Jus. México, MCMXLIV, p. 433.
99
FRANCISCO BULNES, Juárez y las Revoluciones de Ayutla y de Reforma. Antigua Imprenta de
Murguía, México, 1905, p. 150. Hay una edición de 1967 de la Editorial H. T. Milenario, edición impresa en
Jus.
Fue precisamente lo que le ocurrió a Madero, cuya populachería
demagógica lo hizo ser completamente repudiado por la inmensa mayoría de los
mexicanos, que le mostraban su desprecio y anhelaban que cayera, lo que fue
causa de que, cuando se le derrocó, exultaran y evidenciaran el desbordante
júbilo que con estas palabras recuerda el P. Bravo Ugarte:

“A pesar de lo inmoral del desenlace del conflicto, en el que chocaron


dos culpas: la obstinación del presidente en no renunciar aun cuando su
ineptitud nociva era notoria, y la traición del comandante de la plaza, hubo
alegría: se repitieron los entusiasmos desbordantes del pueblo, con la misma
intensidad que cuando se anunciara en mayo de 1911 la renuncia del Sr. Gral.
Díaz. Las calles presentaban ese típico aspecto del 15 de septiembre o del
sábado de gloria: unos a otros se abrazaban y deseábanse felicidades (Extra de
Revista de Revistas, dom. 23 febr. 1913)... El procedimiento, ajustado a los
requisitos legales, que elevó a la presidencia al general Huerta, puede
considerarse viciado por el cuartelazo que le dio origen y forzó así las renuncias
del presidente y vicepresidente anteriores, como su aceptación por las Cámaras
y el advenimiento al poder del propio Huerta. Mas en lo que no cabe duda
alguna, es en que el gobierno huertista –como la mayor parte de los que ha
habido en México– quedó legitimado por el reconocimiento que obtuvo del
Congreso, de la Suprema Corte y de todos los Gobiernos de los Estados de la
República, excepto dos”. 100 “El cuartelazo huertista no provocó más oposición
armada que la de Carranza y algunos sonorenses”. 101

Entre éstos se contaba al más famoso de los cabecillas carranclanes,


Alvaro Obregón, que hizo gala de su cinismo característico al decir en
convención de generales revolucionarios en la ciudad de México, al 5 de
octubre de 1914: “Nuestra bandera de revolucionarios dice ‘cons-ti-tu-cio-na-
lis-mo’, y nuestros hechos afirman lo contrario: ‘an-ti-cons-ti-tu-cio-na-lis-mo’.
Si porque somos constitucionalistas fuéramos a respetar la Constitución,
habríamos tenido que reconocer a Huerta, puesto que el Congreso lo había
reconocido y la Constitución así nos lo mandaba”. 102 Además de ser
anticonstitucional la “Revolución Constitucionalista”, fue desde que se inició
repudiada por el pueblo, como lo reconoció el Lic. Paulino Machorro Narváez,

100
Apud, nota 97, pp. 453, 453-454.
101
JOSÉ BRAVO UGARTE, Compendio de Historia de México Hasta 1946. Cuarta Edición,
Revisada y Adicionada. Editorial Jus, México, 1952, p. 268.
102
El Liberal, ciudad de México, número del 6 de octubre de 1914.
nada menos que en pleno congreso constituyente o sea la reunión de
revolucionarios que hizo la llamada Constitución del 5 de febrero de 1917:

“La Revolución actual todavía no es popular en México. La mayoría del


pueblo mexicano está todavía contra la Revolución; las clases altas, las clases
medias en gran parte y el elemento intelectual antiguo, están contra la
Revolución; las clases trabajadoras de cierta categoría, los empleados
particulares, los que forman principalmente la clase media, están contra la
Revolución. Todavía somos la minoría”. 103

Lo que demuestra que el pueblo mexicano estuvo en general conforme


con el gobierno del general Victoriano Huerta, combatido por la minoría
revolucionaria de la que desde un principio emanó rabioso anticatolicismo, y
cuyos cabecillas podían haber dicho con verdad, lo que de sí mismo dijo Alvaro
Obregón, en discurso en el viejo y ya desaparecido teatro Hidalgo de la ciudad
de México, el 4 de marzo de 1915: “La división que con orgullo comando, ha
cruzado la República de uno al otro extremo entre las maldiciones de los frailes
y los anatemas de los burgueses. ¡Qué mayor gloria para mí! ¡La maldición de
los frailes entraña una glorificación!” 104 Por el estilo eran los generales
revolucionarios, de los que escribió en un momento de sinceridad el
revolucionario Martín Luis Guzmán, ahora al frente de las ediciones
revolucionarias de los textos únicos escolares, que nada tienen de gratuitos por
ser publicados empleando mal el dinero del pueblo mexicano contra sus
creencias católicas:

“Porque Iturbe era uno de los poquísimos revolucionarios que habían


pensado por su cuenta en el problema moral de la revolución y que habían
venido a ésta con la conciencia limpia. Aunque muy joven, su impulso
revolucionario arrancaba más de la convicción que del entusiasmo. Y en él la
convicción no se reducía, como en otros –los principales, los guiadores– al
ansia de crear un estado de cosas dócil al imperio propio, sino al imperativo de
obrar bien, de obrar moralmente, religiosamente. No en balde Iturbe era el
único general revolucionario que creía en Dios y que afirmaba sus creencias en
voz alta, no en tono de estarse disculpando. Y eso solo, creer en Dios, lo
levantaba a gran altura por sobre todos sus compañeros de armas, casi siempre

103
Diario de los Debates, t. II, p. 71. Cita de JORGE VERA ESTAÑOL en Al Margen de la
Constitución de 1917, Wayside Press, Los Angeles, Cal., 1920, p. 15.
104
El Liberal del 4 de marzo de 1915, según cita de JORGE VERA ESTAÑOL en su obra citada en la
nota 103, p. 30.
descreídos e ignorantes, bárbaros, audaces, sin sentido ninguno de los valores
humanos, y desconectados de todas las fuentes posibles del menor momento de
virtud...
Aquel detalle pintaba al general Iturbe de cuerpo entero. Lo pintaba,
salvo para unos cuantos imbéciles, con líneas y colores favorabilísimos. Porque
es un hecho que muy pocos habrían tenido entonces el valor de confesar en
público sus creencias religiosas, en el supuesto de tenerlas o conocerlas. El
ambiente y el momento otorgaban prima a los descreídos. Más todavía: el deber
oficial casi mandaba, o suponía, negar a Dios. Don Venustiano, que soñaba con
la mitad de su persona en parecerse a don Porfirio, soñaba también con la mitad
restante en parecerse a Juárez... En punto a política religiosa, la inclinación del
Primer Jefe a ganarse determinado pedestal en la Historia marcaba el paso:
quienes lo seguíamos, o parecíamos seguirlo, nos jactábamos de un
jacobinismo, de un reformismo de edición nueva y contenido más lato. 105

Dijo de ellos con entera verdad, René Capistrán Garza, cuando escribió
pregonando lo cierto y autorrefutando de antemano las falsedades que hoy
pregona:

“Tuvo la Revolución, desde sus primeras actividades, un perfil


netamente sectario: sus elementos directores, que habían forjado su mentalidad
al calor de las ideas importadas e impuestas por la dictadura del Gral. Díaz, y
que habían bebido en las fuentes del positivismo y del liberalismo, que eran
como la meta y último horizonte de aquel régimen, fueron todos ellos, sin
excepción, enemigos personales del Catolicismo, unos por convicción, otros
por prejuicios, otros por conveniencia, otros por simple corrupción personal, el
hecho es que ni uno solo de los elementos que han tenido en sus manos la alta
dirección del movimiento revolucionario de México, ha dejado de probar con
palabras y con hechos, que es enemigo del Catolicismo: para justificar esta
tendencia uniforme, diéronse al principio razones de carácter político, según las
cuales la persecución religiosa no era sino una especie de represalia por la
supuesta y nunca probada complicidad en acontecimientos históricos anteriores;
pero la realidad era, y posteriormente se ha visto clarísima, que la Revolución
combatía a la Iglesia por la razón fundamental de que entre ambas ideologías
existe un abismo; y que no es posible el triunfo de la una sin la derrota de la
otra; lo cual, ciertamente, no era ninguna novedad”. 106

105
MARTÍN LUIS GUZMÁN, El Aguila y la Serpiente. Segunda edición. Compañía Ibero-Americana
de Publicaciones, S. A. Tip. Yagües. Madrid, 1928, pp. 87, 102.
106
RENE CAPISTRÁN GARZA. Artículo “Porfirismo, Catolicismo, Revolucionarismo”, publicado
en el número del 5 de julio de 1925 de La Epoca, semanario católico editado en Guadalajara.
Y no lo era, porque la Revolución Mexicana es desde sus orígenes
completa y esencialmente anticatólica, y así se recordó en un documento tan
oficial como fue el “dictamen del C. Procurador General de la República
licenciado Emilio Portes Gil, relativo a la consignación enviada por el C.
Presidente sustituto Constitucional de la República, respecto a la labor
sediciosa del clero católico a pretexto de la reforma al artículo 3o. de la
Constitución Federal de México”, del 7 de noviembre de 1934, en que
reprodujo estas palabras de “un publicista mexicano”, que no es otro que el
masón ultrajacobino Lic. Alfonso Toro, cuyas obras son libros de texto en las
escuelas oficiales, haciendo la transcripción como expresión de la verdad:

“La lucha con el clero está de tal manera identificada con la esencia de
los principios de la Revolución Mexicana, que no puede encontrarse en los
últimos veinte años momento más importante de nuestra vida pública o
actuación trascendental del régimen que no se ligue en forma más o menos
directa con la lucha contra la Iglesia, su poder económico y eI dominio sobre
las conciencias logrado durante cuatro siglos de hegemonía casi absoluta”. 107

Seis años antes otro revolucionario prominente, secretario de Agricultura


y Fomento en el gabinete del tirano Plutarco Elías Calles, el jacobino, furibundo
anticatólico, Luis L. León, afirmó en discurso el 22 de septiembre de 1928,
refiriéndose a los revolucionarios mexicanos que entonces, como hoy,
despotizaban a México entero: “Nosotros somos los abanderados, que
tremolamos el estandarte, no sólo de la Revolución Mexicana, sino de la
Revolución Mundial, y hemos sabido llevar con dignidad ese estandarte”. 108 Lo
que significa que los auténticos revolucionarios mexicanos han sido los
abanderados y ejecutores –y continúan siéndolo– de la Revolución satánica,
judaica y masónica mundial, que tiene por fin la destrucción del orden social
cristiano, el aniquilamiento del Reinado de Cristo en todos los órdenes, para

107
Cita en el Dictamen del C. Procurador General de la República Licenciado Emilio Portes Gil,
relativo a la consignación enviada por el C. Presidente sustituto Constitucional de la República, respecto a la
labor sediciosa del Clero Católico a pretexto de la Reforma al artículo 3o. de la Constitución Federal de
México, fechado en México, D. F., a 7 de noviembre de 1934, y publicado en el libro titulado La lucha entre el
Poder Civil y el Clero. Estudio Histórico y Jurídico del Señor Licenciado don Emilio Portes Gil, Procurador
General de la República, en edición oficial de la tiranía revolucionaria. México, 1934, p. 10.
108
Información publicada en el número del 25 de septiembre de 1928 del diario Excélsior, editado en
la ciudad de México.
reimplantar el paganismo en su abominable integridad, que es sencillamente el
imperio de Satanás en el mundo.
Señalando que la Revolución satánica, judaica y masónica mundial en
México, concretada en la Revolución Mexicana, continúa la lucha multisecular
contra Jesucristo, dijo el prominente masón y revolucionario Lic. Emilio Portes
Gil, cuando usurpaba la silla presidencial de México, brindando en el banquete
con que los masones revolucionarios festejaban el solsticio de verano, el 27 de
julio de 1929: “Muy Venerable Gran Maestre: Venerables Hermanos:... La
lucha no se inicia. La lucha es eterna; la lucha se inició hace veinte siglos. De
suerte, pues, que no hay que espantarse; lo que debemos hacer es estar en
nuestro puesto... En México, el Estado y la Masonería en los últimos años ha
sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los
hombres que en los últimos años han estado en el Poder, han sabido
solidarizarse con los principios revolucionarios de la Masonería”. 109 Lo que
demuestra una vez más, que la Revolución Mexicana iniciada por Madero en
1910 y continuada por Carranza en 1913, es la lucha de la Revolución satánica,
judaica y masónica mundial contra el Reinado de Cristo.

NOTA DEL EDITOR.- El autor de esta obra la escribió antes del


Concilio Vaticano II, pero podemos afirmar que su juicio sobre el Judaísmo
Internacional no es contrario a las decisiones del Concilio, porque éste deja en
libertad al pueblo cristiano para defenderse en el terreno político-social y en el
histórico de la conspiración del Judaísmo Internacional, que nada tiene que ver
con el pueblo hebreo como tal ni mucho menos con la religión mosaica, pues
consideramos que los primeros en sufrir el yugo de dicho Judaísmo son la
generalidad del propio pueblo hebreo, en virtud de que el Judaísmo
Internacional es un fenómeno de tipo político que al margen de toda religión
lucha por la conquista del poder mundial.

109
Versión taquigráfica del .˙. José López Lira, publicada en la revista masónica Crisol, editada en la
Ciudad de México, número de agosto de 1929, pp. 116-122.
V

PROCLAMACION DEL REINADO POLITICO DE CRISTO


EN MEXICO

SOLICITUD DEL EPISCOPADO MEXICANO APROBADA


POR SAN PÍO X

Tras de aludir al derrocamiento de la tiranía masónica maderista, en


febrero de 1913, afirmó Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, Arzobispo de Morelia,
en sus memorias póstumas:

“Hacia años que un alma piadosa a quien yo dirigía, me había pedido


que promoviera el que Jesucristo fuera aclamado Rey de las Naciones,
comenzando por México, y que la mejor manera de hacerlo sería la de coronar
en todos los templos la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, poniendo a los
pies la inscripción ‘Cristo Rey’. Yo estudié el asunto, lo consulté con todos los
Obispos y una vez que todos estuvieron de acuerdo en hacer tal petición al
Papa, resolví ir a Roma incorporándome en una Peregrinación que había
organizado el Sr. Arzobispo de Puebla, D. Ramón Ibarra. Me acompañó mi
sobrino el Pbro. D. Vicente Chaparro. En Cádiz me separé de los peregrinos
que iban directamente a Tierra Santa y me dirigí a Roma”. 110

Dada la suma ligereza y teniendo en cuenta la inexactitud característica


en los escritos de Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, no es posible considerar, a la
luz de la Filosofía de la Historia, como expresión de la verdad, su testimonio,
completamente desmentido por la verdad histórica, fijada en la parte relativa por
todos los Prelados de la Jerarquía Católica en México, al expresar en su Carta
Pastoral Colectiva del 19 de marzo de 1913, rubricada por el propio Mons.
Leopoldo Ruiz y Flores, no que hubieran accedido a la iniciativa del “alma
piadosa” dirigida por éste, quien al respecto les había consultado, sino que:

“en el año de 1913 y en vista de los terribles males que amenazaban a la


Patria, germinó en muchos corazones piadosos el feliz pensamiento de

110
“Recuerdo de Recuerdos. Autobiografía del Excmo. y Rvmo. Sr. Dr. Don Leopoldo Ruiz y Flores,
Arzobispo de Morelia y Asistente al Solio Pontificio. Elogios Fúnebres de Morelia y México”. “Buena Prensa”,
México, D. F., 1942. pp. 65-66.
proclamar solemnemente el reinado del Sagrado Corazón de Jesús en México, y
con este motivo se pidió a la Santa Sede facultad de coronar las Imágenes del
mismo Corazón Deífico, en señal de sumisión y humilde vasallaje a la innata
realeza de Cristo Redentor”.

Y es claro que “los terribles males que amenazaban a la Patria”, y que se


trataban de evitar con esa proclamación, eran los que habían comenzado a
evidenciarse con los sistemáticos actos anticatólicos y antipatrióticos de la
Revolución satánica, judaica y masónica mundial en México, auténticamente
encarnada en la rebelión carrancista, de los que dijeron Mons. José Mora y del
Río, Arzobispo Primado de México, Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, Arzobispo
de Michoacán, Mons. Martín Tritschler y Córdova, Arzobispo de Yucatán,
Mons. Francisco Mendoza y Herrera, Arzobispo de Durango, Mons. Francisco
Plancarte y Navarrete, Arzobispo de Linares y Administrador Apostólico de
Tamaulipas, Mons. Francisco Uranga y Sáenz, Obispo de Sinaloa, Mons.
Ignacio Valdespino y Díaz, Obispo de Aguascalientes, Mons. Juan de J. Herrera
y Piña, Obispo de Tulancingo, Mons. Jesús María Echavarría y Aguirre, Obispo
de Saltillo, Mons. Miguel María de la Mora y Mora, Obispo de Zacatecas,
Mons. Maximino Ruiz y Flores, Obispo de Chiapas, Mons. Manuel Reinoso,
Vicario Capitular de Querétaro, y Mons. Martín Portela, Vicario, Sede Vacante,
de Sonora, en su “Protesta que hacen los Prelados Mexicanos que suscriben,
con ocasión de la Constitución Política de los Estados Unidos publicada el día 5
de febrero de 1917”, protesta acordada por ellos el 24 de febrero de 1917:

“Los atropellos cometidos sistemáticamente por los revolucionarios


contra la Religión Católica, sus templos, sus ministros, sus instituciones, aun
las de enseñanza y simple beneficencia, algunos meses después de iniciada la
revolución en 1913 y continuados hasta hoy, manifiestan sin que quede lugar a
duda, que aquel movimiento, simplemente político en un principio, pronto se
trocó en antirreligioso; por más que sus directores, para negarle tan
ignominioso carácter, hayan apelado a múltiples explicaciones cuya misma
variedad revela su mentira. Porque ya decían que los Obispos y los sacerdotes
habíamos prestado ayuda para derrocar al gobierno nacional establecido en
1911; y que habíamos sido cómplices del que se estableció en 1913; ora
aseguraban que pretendíamos apoderarnos del gobierno de la República y matar
para siempre la libertad; otra, que unidos al poder público que rigió por largos
años en la época de la paz, y confabulados con las clases acomodadas de la
sociedad, tiranizábamos a los proletarios. No se omitían falsedades para
explicar los sacrilegios: se acusaba al Clero de todo género de vicios; se daba
por cierto haberse hallado en los templos, depósitos de armas; afirmábase que
había sacerdotes y aun Obispos dirigiendo los combates en las filas
reaccionarias; se negaban luego los atropellos cometidos por la Revolución y se
confesaban después, pero atribuyéndolos al ardor de los combatientes al entrar
a sangre y fuego en las ciudades, como si no fuera patente que los ordenaban
los jefes y los cometían los soldados aun en aquellas (la mayor parte de las
tomadas) que se habían entregado inermes y temerosas.
Este espíritu antirreligioso, entonces negado con empeño, ya se traducía
en la prensa revolucionaria que aseguraba sin embozo que se pretendía quitar al
Clero el poder amplísimo de que gozaba en la República. Y como quiera que
ese poder no había de ser el civil que la Iglesia nunca ha ejercido en México, ni
el procedente de su unión con el Estado, rota hace más de medio siglo, no podía
pretenderse destruir otro que el moral, es decir el influjo natural y necesario,
que toda religión ejerce en la ordenación moral de la vida de los individuos que
la profesan y por este medio en la familia y en la sociedad”.

Sobre tales crímenes revolucionarios y su significado, expresó Mons.


Aguedo Felipe Alvarado, Obispo de Barquisimeto, Venezuela, en su Carta
Pastoral del 7 de octubre de 1917:

“La República de México, nuestra hermana por tantos vínculos, sufre


hace ya largo tiempo el cruel azote de una revolución impía que se ha propuesto
desquiciar en aquel desgraciado país todos los fundamentos del orden social,
político y religioso. La rapiña, la crueldad, el bandidaje con todo su cortejo de
desvergüenzas e ignominias, han humillado profundamente, y casi destruido las
más hermosas e ilustres ciudades de la República. Pero sobre todo la Iglesia,
Venerables Hermanos y amados hijos, sobre todo la Iglesia ha sido víctima del
odio: sus Obispos, sus sacerdotes y religiosos han sido inicuamente
maltratados, muchos de ellos asesinados, la mayor parte desterrados hasta el
punto de que hoy no se encuentra un solo Obispo en territorio mexicano.
Juzgad cuál será el dolor de esas atribuladas Iglesias en viudez y desolación”.

Ciertamente, como decía Mons. Alvarado, “una revolución impía”, que


era la “Revolución Mexicana”, anticatólica y antimexicana en verdad, mostró
con sus crímenes sistemáticos contra el Catolicismo y contra la Patria,
cometidos desde un principio de su acción, que se había propuesto destruir en
México, “todos los fundamentos del orden social, político y religioso”, esto es,
trataba de aniquilar por completo en nuestro suelo el Reinado tanto espiritual y
religioso, como social, cívico y político de Cristo, y precisamente porque así lo
comprendieron los católicos mexicanos, fue por lo que, según testimonio citado
de todos nuestros Arzobispos y Obispos, “en el año de 1913 y en vista de los
terribles males que amenazaban a la Patria, germinó en muchos corazones
piadosos el feliz pensamiento de proclamar solemnemente el reinado del
Sagrado Corazón de Jesús en México”.
Nuestros Prelados hicieron suyo ese luminoso pensamiento, por lo que
según añadieron, “con este motivo se pidió a la Santa Sede facultad de coronar
las Imágenes del mismo Corazón Deífico, en señal de sumisión y humilde
vasallaje a la innata realeza de Cristo Redentor”; rogativa de la que bien expresó
el sacerdote mexicano Pbro. Dr. Roberto Ornelas: “Esta es la primera vez en la
historia en que se hace semejante petición a la Santa Sede, por lo que constituye
para México un timbre de gloria en la historia del Reinado de Cristo”. 111
A punto y seguido de lo arriba citado escribió Mons. Leopoldo Ruiz y
Flores:

“Su santidad Pío X acogió benignamente la súplica, diciéndome que iba


a escribirnos una carta a los Obispos mexicanos concediéndonos lo que
pedíamos para Cristo Rey, pero que la corona y el cetro habían que ponerse a
los pies de la imagen y no en la cabeza y manos de la misma, porque sólo así se
expresaba la idea de Cristo Rey de Reyes y Señor de los que dominan. Recibí
esa carta e inmediatamente volví a México y se señaló el 6 de enero de 1914
para la ceremonia que se llevó a cabo con gran solemnidad en todo el país”.

Pero lo cierto es que tal fecha fue fijada antes de elevar la petición, cuyo
texto no se publicó y de la que fue portador aquel Prelado, así lo demuestra el
Breve Consilium aperuistis cum vobis, que es la carta de San Pío X a la que
Mons. Leopoldo Ruiz y Flores aludía, en el que aquel gran Papa
contrarrevolucionario explicó por qué ordenó que el cetro y la corona fueran
puestos a los pies de las estatuas del Sagrado Corazón de Jesús, lo que es muy
diferente a lo que lo atribuyó el inexacto Prelado.
Dice el Breve:

“A Nuestros Venerables Hermanos los Arzobispos y Obispos de la


República Mexicana.– Pío Papa X.– Venerables Hermanos: Salud y Apostólica
Bendición.– Nos habéis propuesto un proyecto, tanto más honroso para
vosotros, cuanto para Nos indeciblemente grato.– Porque meditando vosotros

111
PBRO. ROBERTO ORNELAS, Bosquejo Histórico de la Devoción a Cristo Rey en México.
Cuautla, Mor., México, 1939. Lib. y Tip. Guadalupana, México, pp. 9-10.
con grande atención lo que Nuestro Predecesor León XIII, de feliz memoria,
escribió el año de 1899, en su Enciclica Annum Sacrum, relativo a la
consagración de los hombres al Corazón Sacratísimo de Jesús, habéis resuelto
consagrar, el próximo día seis de enero, al mismo Corazón Divino, Rey
Inmortal de los siglos, la República de México, y para dar mayor solemnidad a
esta consagración que pensáis hacer, y mostrar a vuestros pueblos toda la
importancia trascendental de ella, determináis decorar las imágenes del
Corazón de Jesucristo con las insignias de la realeza.– Todo esto, Nos lo
aprobamos de buen grado.– Mas como quiera que el Rey de gloria eterna haya
sido ornado con corona de espinas, la cual mucho más hermosa aún que el oro
y las piedras preciosas vence en esplendor a las coronas de estrellas: las
insignias de majestad regia, es a saber, la corona y el cetro, habrán de colocarse
a los pies de las sagradas imágenes.– Desde hace ya mucho tiempo que con
grande solicitud hemos considerado a vuestra Nación y a vuestros asuntos
perturbados por graves desórdenes, y bien sabemos que para conservar y
sostener la salud y la paz de los pueblos, es de todo punto necesario conducir a
los hombres a este puerto seguro de salvación, a este sagrario de la paz que
Dios, por su infinita benignidad se dignó abrir al humano linaje, en el Corazón
augusto de Cristo su Hijo.– De ese Corazón brote para vosotros, venerables
Hermanos, y para vuestra Nación entera, agitada rudamente por incesantes
discordias, la gracia que habéis menester para la salvación eterna, y la paz que
como fuente inagotable de todos los bienes, con tan indecible ansia anhelan a
una voz vuestros conciudadanos.– En presagio de ambos bienes y en testimonio
de Nuestra benevolencia, sea ésta Nuestra Bendición Apostólica, la cual, a
vosotros, Venerables Hermanos, lo mismo que al Clero y al pueblo
encomendados a cada uno de vosotros, de lo íntimo de Nuestro corazón
enviamos en el Señor.– Dado en Roma, junto a San Pedro, el día doce de
noviembre de mil novecientos trece, año undécimo de Nuestro Pontificado.—
PÍO PAPA X”. 112

Con la lectura del Breve que se acaba de transcribir se concluye que no


contiene lo que le atribuyó Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, quien aseguró en sus
memorias póstumas que él mismo lo trajo a México, lo que suponemos sea
cierto, pero no lo es que hasta su retorno a la Patria, “se fijó el 6 de enero de
1914 para la ceremonia que se llevó a cabo con gran solemnidad en todo el
país”, pues si en esa fecha se realizó en tal forma dicha solemnidad, esa data la

112
Traducción reproducida en el número de enero de 1914 de El Mensajero del Corazón de Jesús,
revista editada por la Compañía de Jesús en la ciudad de México, que advirtió que tomaba la traducción del
famoso diario católico, también publicado en la ciudad de México, El País.
fijaron los Obispos mexicanos en sus preces a San Pío X y éste hizo referencia a
la misma en su Breve, al expresar a dichos Prelados: “habéis resuelto consagrar,
el próximo día seis de enero, al mismo Corazón Divino, Rey Inmortal de los
siglos, la República de México”. Y hay que tener en cuenta que no se trataba de
una consagración, sino de “La Renovación solemne de la Consagración de
México al Divino Corazón de Jesús”, según se titulaba en síntesis lapidaria el
artículo del jesuita mexicano J. R. Carrión, publicado en el número de enero de
1914, mismo en que se insertó el Breve de San Pío X citado, de El Mensajero
del Corazón de Jesús, editado entonces como ahora por la Compañía de Jesús
en la ciudad de México, escrito del que son estos veraces párrafos:

“Respondiendo a la súplica que en nombre del Episcopado Mexicano se


ha hecho al gran Papa que en la hora presente rige los destinos de la Iglesia,
pidiéndole el aprobar y bendecir la idea de renovar solemnemente ‘en toda la
República la Consagración al Sagrado Corazón de Jesús, el 6 del presente mes,
depositando al pie de sus imágenes la corona y el cetro’; el Vicario de Cristo no
sólo ha aprobado y bendecido de todo corazón la sublime y oportunísima idea;
pero aún, mostrando con ello de cuán inmensa importancia juzga el hecho para
la suerte presente y futura de México, ha ofrecido que ese día, desde allá, de
Roma, uniéndose en espíritu a sus hijos mexicanos, en nombre de la Patria,
presentará él mismo tan magnífico tributo al Divino Corazón de Jesús. Así se le
anunciaba, días ha, al Ilustrísimo Señor Arzobispo de la Metrópoli en un
cablegrama de Roma.
En siendo así, y porque la inmensa significación que ese hecho ha de
tener no sólo ante el Sagrado Corazón pero aun ante el mundo, exige que él
haya de efectuarse con la grandiosidad y fervor que cumple, ora al gran pueblo
que va a rendir el magnífico tributo; ora, principalmente, al Divino Señor a
quien se lo ofrenda: nosotros, queriendo contribuir a ello con nuestro granito de
arena, encendiendo –si tanto podemos– en el alma de nuestros lectores el afán
por hacer de esa Renovación la mejor corona, ¡corona de corazones! que la
Patria vaya a depositar ese día a los pies del Divino Corazón de Jesús; nosotros,
decimos, hemos creído, si difícil, gratísimo deber nuestro el intentar mostrarles
–como vamos a hacerlo brevemente– que la Renovación solemne y cariñosa de
la Consagración de México al Divino Corazón de Jesús en medio de las
tremendas angustias de lo presente, tiene que ser la mejor prenda de salvación
para la Patria.
Y, para no ir más lejos, lo que esa nueva Consagración, así tributada,
significa en sí misma, es ya magnífica prueba de lo que decimos. Porque,
notadlo bien: ella no es ni puede ser sólo ceremonia, consigna, acto si grande y
hermoso, sólo exterior y material; ¡oh no! ella, en sí misma, es idea; más,
proclamación; más aún, tributo del corazón de todo un pueblo, que frente a
frente de la apostasía casi universal de todos los pueblos, y aun de las horribles
amarguras que a él mismo le martirizan y abaten; de repente, yérguese
magnífico y creyente; levanta los ojos al cielo: clávalos amoroso y confiado en
el Divino Corazón, y entre el espantoso retumbar del cañón fratricida y las
cobardes blasfemias de chusmas y de impíos, corre a sus campos, ciudades,
hogares y templos llamando a niños, matronas vírgenes y sacerdotes, en una
palabra, a todos sus hijos; y cuando ya los ve congregados al pie de sus altares,
hace que allí, como el mejor pregón de su fe y aun de su esperanza, y muy al
contrario de los judíos allá en Jerusalén, depositando en su nombre la corona y
el cetro a las plantas del Divino Corazón de Jesús, clamen ante el mundo y el
cielo: ¡Volumus hunc regem: Este es nuestro Rey; sólo este Rey queremos…!
¡Salve, mil veces salve! Así, con esa sola proclamación, síntesis maravillosa de
todo lo que le enseña la fe y la razón, ese pueblo no sólo confiesa al Divino
Corazón de Jesús, Rey por naturaleza, Rey por herencia, Rey por conquista;
pero aun Rey por elección, libre, voluntaria, soberana; y ello de tal manera, que
si por imposible no lo fuera ya por aquellos y otros infinitos títulos, hiciérale
Rey su elección, su amor, su corazón...
Y no, esto no es todo lo que esa Consagración significa, ¡oh no!
significa, además, que ese pueblo ni estima, ni quiere estimar, como bastante
tributo al Sagrado Corazón el que sus hijos le ofrenden su vida, su corazón y
todo su ser allá en el rincón de un templo o en las intimidades del hogar;
significa que ese pueblo no se contenta con haber ofrecido una sola vez al
Divino Corazón todo lo que un pueblo puede ofrecer a su Dios; significa, en
fin, que precisamente cuando casi todas las otras naciones se glorían de haberse
divorciado de Dios, y hasta de poner sus sacrílegas lenguas en el mismo Divino
Corazón –sólo porque su infinita paciencia no quiere reinar sobre los hombres
sino por medio del amor–; México, vuestro México, el pueblo de la
Renovación, a la luz del sol, en medio de sus mismas tristezas y desventuras
presentes, hace grande e inolvidable fiesta para ir de nuevo a probar su
soberanía a todos los hombres y los pueblos, poniéndola, sintetizada en una
corona y un cetro, a los pies del Sagrado Corazón, el Rey de reyes... ¡el único
Rey de su corazón y de su historia! Entonces, hijos de México, si queréis salvar
a la Patria, alzaos, alzaos generosos y confiados a consagraros de nuevo al
Divino Corazón de Jesús; porque esa sola Renovación es, por el mismo caso, la
entrega formal, repetida y soberana que hacéis a la Bondad y Omnipotencia
infinitas no sólo de nuestros corazones y vuestras vidas; pero, primeramente, de
la paz, la ventura y la independencia de la Patria! ...
Entonces, alcémonos todos, quienquiera que seamos; y tomando nuestro
propio corazón en las manos, en un solo amor y un solo sentimiento, como
soldados del mismo Capitán, como hijos de la misma Madre y súbditos del
mismo Rey, vayamos todos al Divino Corazón de Jesús, el ya próximo día en
que el Papa va a ser nuestro intérprete delante de El; y al depositar nuestros
corazones, representados en una corona y un cetro, a sus plantas soberanas:
¡Esto Rex noster! digámosle en nombre de la Patria: ¡Sé Tú nuestro Rey! ... Y
Esto Rex noster díganle los huerfanitos con sus lágrimas; Esto Rex noster las
vírgenes con sus plegarias; Esto Rex noster las viudas de los desiertos hogares,
el indito desde sus campos y el sacerdote desde el altar: ¡Esto Rex noster, sé Tú
nuestro Rey! Así, creédnoslo –el mismo Divino Corazón es el fiador– así,
aunque se levanten contra la Patria todas las tempestades y revoluciones, y la
afrenten todos los Caínes de su raza, y la persigan, hipócritas y viles, todos los
enemigos de su nombre y los vampiros de la moderna Historia... México vivirá
grande, soberano y glorioso; porque tras de ser delante del mundo y el cielo el
pueblo de Santa María de Guadalupe, México, desde el 6 de enero de 1914, será
también el pueblo del Divino Corazón de Jesús...!”

Lo que acordó el Episcopado Mexicano fue que el 6 de enero de 1914 se


hiciera solemne Renovación de la Consagración de México al Sagrado Corazón
de Jesús, ya que la primera Consagración al mismo Corazón se había realizado
en Roma, el 11 de junio de 1899, por los Prelados mexicanos que concurrieron
al Concilio Plenario de la América Latina, juntamente con la Consagración de
las demás Naciones de ésta, hecha por sus respectivos Obispos asistentes a ese
Concilio, acto del que dijo vibrante de emoción el Primado del Ecuador:

“Jamás olvidaremos aquellos momentos en que la América Latina, en la


persona de sus Pastores, caía de rodillas ante el Rey de los siglos, para
encomendarle sus más caros intereses y pedirle que levantara un trono de amor
sobre todos los corazones que le consagraban, desde México hasta la Tierra del
Fuego. ¡América entera, en los trémulos brazos del anciano León XIII, recibió
en su joven frente el beso del Rey de los corazones, el beso dulcísimo de
Cristo! ¡Cómo debieran surcar las páginas de las Historias Patrias las memorias
de aquellos Pastores de Israel, puestos por el Espíritu Santo para gobernar la
Iglesia en América! Cristo Rey, título abominable para el mundo que no conoce
otra soberanía que la que dimana de sus propios vicios y ansía sacudir las
ligaduras de la Ley Sinaítica, cuya fuente es Dios, cuyo territorio es el universo
y cuyo Maestro, Redentor y Rey es Cristo”. 113

113
Apud, nota 110, pp. 9-10.
RENOVACIÓN DE LA CONSAGRACIÓN DE MÉXICO AL
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

El lo. de enero de 1914, dirigió el Deán de la Catedral de México, Cngo.


Gerardo M. Herrera, al presidente del Centro de Estudiantes Católicos
Mexicanos, esta invitación oficial que era orden: “He de agradecer a V. tenga la
bondad de nombrar una comisión de seis personas de la respetable Asociación
que V. dignamente preside, para que represente a la misma en la solemne
función que, en honor del Sacratísimo Corazón de Jesús, ha de cele- brarse, el
día 6 del presente, a las ocho y media de la mañana, en la Santa Iglesia Catedral.
La Comisión presentará, en nombre de todos los asociados, la ofrenda de oro,
incienso y mirra: de oro, en una moneda adherida a una tarjeta; con el nombre
de la Asociación, y guardada dentro de un sobre lacrado; el incienso y la mirra
en una caja cerrada y que tenga también el nombre de la Asociación”. La misma
orden se comunicó a otras asociaciones, corporaciones y gremios, como lo
indica lo expresado en la crónica de la ceremonia que se publicó en el número
del 7 de enero de 1914 del diario La Nación, órgano del Partido Católico
Nacional, en la que informó que la víspera, en la Catedral de México:

“La ceremonia en honor del Sagrado Corazón de Jesús celebrada en la


Santa Iglesia Catedral principió a las ocho y media de la mañana, iniciándose
con la tercia. En este instante se presentó, revestido según el ritual, seguido de
varios Reverendos sacerdotes, el Ilmo. señor Arzobispo, el cual ocupó su sitial.
Inmediatamente después el Ilustrísimo señor Arzobispo bendijo la corona, que
los sacerdotes y fieles del Arzobispado ofrecieron al Corazón Sacratísimo de
Jesús, en testimonio de reparación, amor y vasallaje. Con esto, se organizó la
procesión e inmediatamente se celebró la Misa Pontifical, la cual fue cantada
por el Ilustrísimo Señor Arzobispo, acompañado de los Diáconos Reverendos
Padres Benavides y Buitrón.
En la Misa Pontifical, a la hora del Ofertorio, la Corte de Honor del
Sagrado Corazón de Jesús, las Asociaciones piadosas y los Gremios Católicos,
presentaron las oblaciones de oro, incienso y mirra, para glorificar las ofrendas
que en este día hicieron al Niño Dios los Santos Reyes, Melchor, Gaspar y
Baltasar. Terminada la Misa Pontifical, ocupó la cátedra sagrada el Deán de la
Catedral, el cual dijo un hermoso y sentido sermón, en el que cantó el amor y la
vida del Salvador del mundo. El momento más emocionante, el más
intensamente sentido, el que puso más éxtasis en el alma, fue cuando el
Ilustrísimo señor Arzobispo, tomando en sus manos el cetro y la corona los
depositara a los pies de Jesucristo Rey y se rezara el Acto de Consagración
prescrito por Su Santidad el finado León XIII”.

No hizo el cronista la enumeración de “las Asociaciones piadosas y los


Gremios Católicos”, que “presentaron las oblaciones de oro, incienso y mirra
para glorificar las ofrendas que en este día hicieron al Niño Dios los Santos
Reyes, Melchor, Gaspar y Baltasar”, ni mencionó al Centro de Estudiantes
Católicos Mexicanos, que no era ni asociación piadosa ni gremio católico, sino
un grupo de acción social católica, que era Centro General de la Liga Nacional
de Estudiantes Católicos Mexicanos, y cuya Mesa Directiva desde luego acató
la orden que del Arzobispo Primado de México había recibido, y determinó
llevar una bandera, de la que carecía, y de cuya confección se encargaron las
Damas Católicas, haciéndola rápidamente, sin que le fuera factible poner un
distintivo del Centro, por carecer éste de él, aunque, “sin llegar a generalizarse”,
muchos de sus socios usaban “un botón dorado en su circunferencia, esmaltado
de rojo y con una cruz romana dorada sobre la superficie”. 114 Fueron los
estudiantes del Centro los que agregaron la imagen de la Guadalupana, como se
apuntó en la crónica oficial publicada en el número de enero de 1914 de El
Estudiante, órgano del Centro, en la que se lee:

“El inolvidable 6 de enero de 1914, tuvimos la dicha de recibir a Jesús


Sacramentado, en nuestros corazones, la mayor parte de los miembros del
Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos. Después, presididos por nuestro
Asistente Eclesiástico, el R. P. don Bernardo Bergoënd, S. J., asistimos a la
grandiosa ceremonia de la Consagración de la República Mexicana al Sagrado
Corazón de Jesús, en la Santa Iglesia Catedral, donde recogimos una hermosa
prenda que siempre conservaremos y cuidaremos con más amor que a las
pupilas de nuestros ojos: la Asociación de Damas Católicas Mexicanas, nos
obsequió una hermosísima bandera; nuestro Ilmo. y querido Prelado, el Sr. Dr.
don José Mora y del Río, tuvo la dignación de bendecirla inmediatamente
terminada la Consagración, y aquella bandera trigarante, con su águila, con sus
tres brillantísimos colores y con algo que no tienen las demás banderas
nacionales, la imagen de la Reina de los Mexicanos, la Santísima Virgen de
Guadalupe, fue la que representando a todo el Pueblo Mexicano, fue puesta a
los pies del Dios de las Naciones, abajo del cetro y la corona que el Jefe de la

114
Carta de Bernardo Fernández y Grajales sobre el distintivo de la A.C.J.M., que él dibujó por
encargo y bajo la dirección del R. P. Bernardo Bergoënd, S. J., dirigida a Andrés Barquín y Ruiz el 16 de
noviembre de 1963. MS en el Archivo Histórico de Integrismo Nacional.
Iglesia Mexicana había colocado, en señal de vasallaje y amor. ¡Oh recuerdos
imborrables de actos tan sublimes, cómo nos tienen llenos de ardimiento, y
cómo nos harán sentir felicidad cada vez que los renovemos!
Durante todo el resto del día, estuvimos por turnos a los pies del Sagrado
Corazón, formados en guardia de honor, y a los lados de nuestra bandera. A las
seis de la tarde se celebró un acto piadoso que dirigieron los padres de la Orden
de los Sagrados Corazones, el cual terminó con una procesión muy lucida, en la
que nuestro pabellón fue paseado, precediendo al Santísimo Sacramento, por
todas las naves de nuestra Catedral. Volvió a quedar nuestra enseña a los pies
del Sagrado Corazón, hasta las 10, en que fue llevada al Centro. Finalmente, en
numeroso grupo nos dirigimos al Templo de San Francisco, hoy iglesia del
Sagrado Corazón de Jesús, donde presenciamos nuevamente la ceremonia de la
Consagración, que el Sr. Arzobispo repitió, y que rivalizó en esplendor,
solemnidad, devoción y entusiasmo, a la efectuada por la mañana”.

Respecto a esta ceremonia, se informó en la crónica publicada en el


número del día siguiente del diario La Nación, aunque equivocadamente se
atribuyó en el subtítulo como celebrada en el templo expiatorio de San Felipe de
Jesús, contiguo al de San Francisco:

“Después del rezo del rosario y del sermón, se organizó la procesión


llevando la imagen del Sagrado Corazón, y además la Corona y el Cetro. La
procesión estaba formada por centenares de personas que forman distintas
Congregaciones, encontrándose entre ellas, respetables damas, caballeros,
jóvenes y señoritas. En regios cojines de seda llevaban la Corona y el Cetro, los
señores generales Angel Ortiz Monasterio y Eduardo Paz, los cuales vestían el
uniforme del alto grado que tienen en el ejército. A continuación caminaba el
Ilustrísimo señor Arzobispo, e inmediatamente la imagen del Sagrado Corazón,
a la cual rodeaban numerosos pajecillos vestidos de blanco. Al llegar la
procesión al presbiterio el Ilustrísimo señor Arzobispo bendijo el cetro y la
corona con la fórmula de ritual. Después se dirigió con su cortejo a depositar la
corona y el cetro ante los pies del Sagrado Corazón, y en este momento estalló
tal regocijo, tan puro, tan emocionante, tan apasionadamente lleno de unción y
de amor, que las manos batieron palmas y se oyó un grito de hosanna. Al
descubrirse el Santísimo se cantó el Tantum ergo y se rezó la fórmula de
consagración dándose finalmente la bendición del Santísimo”.

Si los altos jefes militares citados en la crónica publicada en el diario La


Nación, concurrieron tan ostensiblemente como en ella se precisó, fue porque
indudablemente contaron con la previa autorización del entonces presidente de
México, general Victoriano Huerta, para proceder así, lo que produjo en los
miembros del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos –Centro principal de
la Liga Nacional de Estudiantes Católicos– la impresión expresada en la crónica
oficial publicada en el número de enero de 1914 de su órgano El Estudiante, con
estas vigorosas palabras, insertadas a continuación de lo ya citado en que se
resumió lo acaecido en el templo de San Francisco, ubicado en la primera calle
del mismo nombre:

“No dejaremos de consignar una nota que a nosotros los jóvenes, nos
resultó en extremo simpática y alentadora; nos referimos a la procesión en que
fueron llevados la corona y el cetro: Portador de la primera iba el señor General
de División don Eduardo Paz, y del segundo, el señor General de División y
Contralmirante de la Marina Mexicana, don Angel Ortiz Monasterio, dos de las
más respetables figuras de nuestro ejército, vistiendo uniforme de gran gala.
Tras de ellos, unos niños vestidos de pajes llevaban los gorros montados de
esos militares, y se nos antojó ver simbolizados en los primeros a los pocos
católicos valientes que nos quedan, de épocas mejores, y en los segundos a los
muchachos que ahora queremos seguir los ejemplos de nobleza, devoción, valor
e hidalguía, que nos dejaron nuestros abuelos”.

Al terminar la parte relativa a esta ceremonia en la información publicada


en el número del 7 de enero de 1914 del diario La Nación, se decía:
“Prometemos a nuestros lectores dar en nuestra edición de mañana una crónica
más detallada sobre esta gloriosa fiesta en honor del Sagrado Corazón de Jesús,
ceremonia en la que se pidió por la salvación de todos los mexicanos”. En la
crónica que así se anunció, se hizo la rectificación de que la ceremonia se
realizó en el templo de San Francisco, y también la de que no fueron cientos
sino millares de católicos los que concurrieron. Se precisó:

“Del lado del Evangelio asistían también con sus uniformes de gala dos
ameritados generales de nuestro ejército, haciendo guardia de honor al Señor
Dios de los Ejércitos”.

Eran los divisionarios Eduardo Paz y Angel Ortiz Monasterio, que luego
en la procesión portaron respectivamente la corona y el cetro. Y finalizaba la
crónica con estas palabras:

“Terminada la procesión, fue el momento solemne de la ofrenda de la


corona real y del cetro al Sagrado Corazón de Jesús. El Ilmo. señor Arzobispo
depositó a los pies de Jesús, la corona y el cetro reales, y entonces fue cuando
llegó a su colmo el fervor, el entusiasmo y el delirio del pueblo, que viendo
realizados sus sublimes ideales, rompió en atronadores ¡vivas! y aplausos al
Divino Corazón, en fervientes súplicas y ruegos para nuestra querida Patria,
como en otro tiempo el apóstol San Pedro, a punto de zozobrar: ‘Rey del Cielo,
salva la República Mexicana’. Qué patriotismo tan sublime el que clama a
Dios, cuando peligra la vida nacional de los pueblos”.

En la crónica publicada el día 7 se decía al final de la narración de la


ceremonia de la víspera en la Catedral de México:

“En este templo como en todos los de esta capital y poblaciones


foráneas, grande fue el entusiasmo con que fue acogida tan trascendental
ceremonia, recibida con verdadera unción por parte de los concurrentes que
llenaban las naves de los templos, los que con todo fervor pedían al
Todopoderoso por intercesión de la consagrada Imagen, la paz de nuestro
ensangrentado territorio nacional. En varios templos, entre ellos el de San
Hipólito, al terminar la ceremonia de la Consagración al Sagrado Corazón de
Jesús, los concurrentes prorrumpieron en vivas y hurras, en medio del mayor
entusiasmo y llenos de esperanza en que el Cielo oirá nuestros ruegos por la
Paz”.

No estaban apochados los católicos mexicanos para prorrumpir en hurras,


y lo que lanzaron en los templos, en la Capital y en Provincias, fueron
resonantes ¡vivas!, y como recordaron todos los Prelados de la Jerarquía
Católica en México, en su citada Carta Pastoral Colectiva del 19 de marzo de
1921,

“el memorable día 6 de enero de 1914, en medio de un júbilo


desbordante que conmovió como una inmensa onda eléctrica a toda la Nación,
y en medio de las manifestaciones más espléndidas de fe y de piedad, se puso a
los pies de las veneradas imágenes del Sagrado Corazón de Jesús el cetro y la
corona de rico simbolismo; y de un confín a otro del País, resonó como un coro
gigantesco, majestuoso, arrebatador, no ya el Corazón Santo, tú reinarás, que
se cantaba antiguamente, sino el: ¡Corazón Santo, Tú reinas ya, Tú nuestro
encanto, Siempre serás!”
INICIATIVA DE PROCLAMACIÓN DEL REINADO
TEMPORAL DE CRISTO EN MÉXICO

Los combativos muchachos del Centro de Estudiantes Católicos


Mexicanos, al conocer que por acuerdo episcopal, aprobado por el Papa, se iba a
realizar en los templos la renovación de la consagración de México al
Sacratísimo Corazón de Jesús, a cuyos pies, en las imágenes que lo representan,
por orden de San Pío X, se colocarían la corona y el cetro, “en señal de
sumisión y humilde vasallaje a la innata realeza de Cristo Redentor”, como lo
recordaron los Arzobispos y Obispos mexicanos en su Pastoral Colectiva citada,
en la que precisaron que así se realizaría “el feliz pensamiento de proclamar
solemnemente el reinado del Sagrado Corazón de Jesús en México”,
comprendieron aquellos muchachos, repito, que para proclamar efectivamente
el Reinado de Cristo en México, era necesario que esa proclamación no se
redujera al imperio espiritual pregonado en solemnes ceremonias en los
templos, sino que abarcara el imperio temporal de Cristo, y que así se pregonara
por medio de una manifestación cívica de varones, que debería efectuarse en las
ciudades mexicanas, en muchas de las cuales no era posible hacerlo por estar en
poder de las hordas revolucionarias que invariablemente mostraban su
anticatolicismo, y actuaban sistemáticamente en contra del Reinado de Cristo, lo
mismo en lo espiritual, que en lo social, lo cívico y lo político. Los mismos
muchachos del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, precisaron así su
pensamiento y la génesis de su memorable iniciativa, en el artículo Homenaje
Nacional a jesucristo Rey, que publicaron en el número de enero de 1914 de su
órgano El Estudiante:

“Como la luz recorre los espacios cuando el Sol sale, intensos


sentimientos de piedad y de verdadero patriotismo recorrieron los corazones de
todos los católicos mexicanos, al aparecer entre las borrascas que destruyen la
patria de la Guadalupana, la figura del Corazón enamorado de los hombres que,
abiertos sus brazos, nos invita a arrojarnos en ellos, único asilo en que
habremos alivio de nuestras desgracias. Esos pensamientos pasaron por los
pechos jóvenes, como pasan las aguas del río por las presas que, henchidas
hasta el colmo, dejan desbordarse las aguas, que rompen sus diques y se
derraman a los cuatro vientos inundándolo todo.
Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera, fue el himno con que los
mayores saludaron al Señor, y los jóvenes repetimos delirantes: ¡Viva Cristo,
reine Cristo, impere Cristo! Sí. ¡Reine Cristo! Pero... Señor, ¿va tu reinado a
permanecer más tiempo, circunscrito en las naves de tus templos y en los
corazones de tus fieles? No, Señor, que ya en nuestros pechos no cabes; tu
inmensidad necesita ocuparlo todo, y si has de ser Rey de nuestra nación, si has
de ser Rey de México, despéjense nuestros campos, ábranse las puertas de
nuestras ciudades y llénalo todo, Señor, abrázalo todo.
¿Qué hacer, Señor, para que tú reines de veras en nuestra amada tierra?
¡Ah, Señor! Te daremos primero posesión de nuestras almas, el día en que
nuestros padres te la den de nuestros hogares y nuestros Prelados de toda
nuestra Patria; después, haremos que te enseñorees del lugar en que nos hemos
congregado para trabajar por tu gloria y por la felicidad de nuestra República,
ese Centro al que acuden los jóvenes que te aman y que aman a su patria, para
abrevarse en las fuentes de cristianos entusiasmos que allí brotan: ese lugar que
por medio de la caridad de algunas almas celosas del bien, nos ha preparado
para que a él vayamos a conocerte para amarte y a amarte para ser felices
soldados que luchen por ti; ese nido en el que se abrigan todos nuestros ideales
de católicos y de mexicanos... y después, Señor, después... saldremos a las
calles, iremos a las plazas, adonde haya mucho aire, adonde haya mucha luz, y
mucha gente que nos oiga, para gritar a voz en cuello: ¡Gloria a Dios en los
cielos y paz en la tierra a los hombres de buen corazón! ¡Gloria! ¡Gloria a
nuestro Rey! ¿Sabéis quién es nuestro Rey, hombres todos de la tierra? Pues es
nada menos el Rey del Universo, el Creador de todas las cosas, el Inmenso, el
Infinito, el Eterno; Aquel de quien hace poco celebrabais la memoria de su
venida al mundo, hecho hombre por amor a los hombres; sí, ese es, ya lo
conocéis, ya sabéis cómo se llama, es el más hermoso de todos los reyes, y el
más fuerte y el más poderoso. Ese es: Jesucristo, el Corazón amoroso de Jesús.
Ese es nuestro Rey. ¡Ya van a cesar nuestras desdichas, ya van a quedar
confundidos nuestros enemigos; ya se va a salvar la Patria! ¡Paso a nuestro Rey,
paso al Rey de México! No lo estorbéis y tened cuidado de no cerrar el camino
que vayamos abriendo, porque el Señor se enojará y se irá de nosotros. ¡Ah, no
hagáis, por Dios, que nos abandone, no lo arrojéis de vuestra casa, ah, no, antes
gritémosle todos fuerte, muy fuerte: ¡Señor, quédate con nosotros, porque
nuestro día está para declinar!”

A continuación afirmaban categóricamente los miembros del Centro de


Estudiantes Católicos Mexicanos, reivindicando para sí mismos la paternidad,
exclusivamente suya, de la iniciativa de la proclamación pública, en las calles
de las ciudades de la nación, por medio de manifestaciones cívicas, de varones
católicos, del imperio de la Realeza Temporal de Cristo en México: “Gracias a
Dios, así logramos hacerlo; todo nuestro programa lo pudimos llevar a cabo”.
Fue una obra de aquel Centro, que lo era principal de la Liga Nacional de
Estudiantes Católicos, que añadió adelante de lo que se acaba de citar:

“Al concebir nuestro proyecto, nos hallábamos solos y sin elementos;


pero el Señor proveyó: un día nos encontramos a un católico que nos hizo esta
pregunta: –¿Qué piensan hacer, muchachos, para celebrar la proclamación del
Sagrado Corazón de Jesús, por Rey de México? –Pues, primero, una Comunión
general... –¿Y qué más? Tímidamente agregamos: –Una manifestación... ¡Eso!
Desde aquel momento el señor Lic. don Juan N. Villela, secundado por los
abogados don Leopoldo y don José del mismo apellido y por el Lic. Francisco
Traslosheros, fueron los que atizaron el fuego que ya ardía en nuestros pechos,
y nos prestaron todo el apoyo que necesitábamos para nuestros trabajos.
Llevamos nuestro proyecto al Ilmo. Sr. Arzobispo de México que no sólo con
benevolencia, sino con entusiasmo, lo acogió y bendijo. Se escribió a casi todos
los Venerables Prelados de la República, y de igual modo recibieron la idea”.

La Mesa Directiva del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos,


presentó en diciembre de 1913, en forma oficial, a Mons. Mora y del Río, en
bien sencilla entrevista privada, el proyecto de proclamar el imperio de la
Realeza Temporal de Cristo en México, por medio de una manifestación cívica
de católicos varones, que sería oficialmente denominada “Homenaje Nacional a
Jesucristo Rey”. Bien sabían los miembros de la Mesa Directiva de aquel
Centro, que éste había contado siempre con la paternal protección del Jefe de la
Iglesia Católica, Apostólica y Romana en México, quien personalmente –como
queda ya explicado– acudió a bendecir la fundación del mismo Centro, al
mismo tiempo que a la inauguración de su local; y conocían perfectamente que
Mons. Mora y del Río se había destacado como un Prelado eminentemente
social, desde que fue primer Obispo de Tehuantepec, donde inició los fecundos
Congresos Agrícolas, y luego siendo Obispo de León, instituyó las asimismo
fructíferas Semanas Católico-Sociales –o simplemente Sociales– Mexicanas, e
impulsor de los Congresos Católicos en México, propugnando invariablemente
por el Reinado Social de Cristo en la Sociedad Civil Mexicana.
Era, pues, enteramente natural que Mons. Mora y del Río, al presentarle
la Mesa Directiva del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, el proyecto
de Homenaje Nacional a jesucristo Rey, como se apuntó en la crónica oficial
con palabras ya citadas, “no sólo con benevolencia, sino con entusiasmo, lo
acogió y bendijo”. Esto lo hizo por medio de un breve pero significativo texto
autógrafo, sin fecha, en que dijo, midiendo perfectamente las palabras que
utilizó, para concretar con exactitud los actos a los que sencilla y
elocuentemente se refería: “Bendecimos y aprobamos el homenaje de amor y
veneración que el Centro de Estudiantes desea ofrecer a Cristo Rey con ocasión
de la consagración al Sacratísimo Corazón de Jesús. Bendiga Dios tan santos
propósitos. ♱ José, Arz° de México”. 115
Para que fuera publicada cuando lo creyera oportuno, entregó Mons.
Mora y del Río esa bendición y aprobación a los miembros que le entrevistaron
de la Mesa Directiva del Centro de Estudiantes Católicos, la que, contando con
ella como base para la propaganda en orden a la realización del proyecto al que
se refería, procedió inmediatamente, como era natural y necesario que lo
hiciera, a nombrar un Comité Organizador del Homenaje Nacional a jesucristo
Rey, que a sí misma se denominó en sus documentos de propaganda, Comisión
organizadora de la manifestación cívica en honor de Cristo Rey, designando
para integrarla a Luis B. Beltrán y Mendoza –que entonces, según puede verse
en la propaganda, firmaba simplemente Luis Beltrán, jr.–, Rafael Capetillo y
Jorge Prieto Laurens.

“Invitación.– Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos.– 1a. Calle del


Correo Mayor, 4.– La Comisión organizadora de la manifestación cívica que
habrá de celebrarse el domingo once del presente, en honor de Cristo Rey,
deseosa de que dicho acto revista el mayor esplendor posible, se permite invitar
por la presente, a todas las agrupaciones católicas, civiles, religiosas o sociales,
así como a los católicos en general, a que tomen parte en dicha manifestación.
Con objeto de formar y publicar oportunamente el programa de organización de
la columna que ha de desfilar del monumento de Carlos IV a la Catedral, lugar
en que se verificará el Solemne Homenaje Nacional, cuyo pormenor se dará a
conocer a su debido tiempo, se suplica a los jefes de las referidas agrupaciones,
que se sirvan aceptar esta invitación, lo comuniquen por escrito, y antes del día
nueve del presente, al secretario del Comité organizador, a la dirección arriba
expresada, dando aviso del número de personas de que, poco más o menos, se
compongan los grupos respectivos. Se recomienda a los manifestantes que
lleven, si les es posible, un moño en el brazo o en el pecho con los colores
nacionales. Por la índole especial de la manifestación, se encarece a todos los
asistentes a ella, que se abstengan de llevar consigo insignias religiosas o
retratos de personajes políticos, así como de lanzar gritos de cualquier clase
alusivos a religión o política. México, cinco de enero de mil novecientos

115
Facsímil en el número del 8 de enero de 1914 del diario La Nación.
catorce. Comité organizador, Luis Beltrán, jr., Rafael Capetillo, Jorge Prieto
Laurens, secretario”.

Esa invitación fue publicada en el número del día siguiente del diario La
Nación, en la página permanente que durante seis días consecutivos insertó con
el título general “Homenaje Nacional a Jesucristo Rey”, que es a lo que se
refirió la citada crónica oficial de El Estudiante al expresar, refiriéndose
indudablemente a la acción de propaganda de la Comisión organizadora de la
manifestación cívica católica de varones, en la que se proclamaría el Reinado
Temporal de Cristo en México:

“La manifestación se anunció todo lo más que pudo. La Nación en todas


sus ediciones del 6 al 11 del corriente inclusive, y en cuatro ediciones
especiales que galantemente nos obsequió, la menor de diez mil y la mayor de
cuarenta mil ejemplares, y El Cruzado en siete ediciones dedicadas
exclusivamente al objeto, así como gran parte de los diarios de esta Capital y de
los Estados, esparcieron por doquier el anuncio, que fue clarinada de vida para
los católicos”.

Al mismo tiempo en que se hacía la renovación de la consagración de


México al Sagrado Corazón de Jesús, y junto a esa invitación apareció esta
excitativa en el número del 6 de enero de 1914 de La Nación:

“No hay paz para el impío: Así lo dijo el Señor Dios, y se está
cumpliendo en nuestra pobre patria. Por medio de maussers, las
ametralladoras, los cañones de grueso calibre, los grandes cuerpos del
ejército, podrá restaurarse en la nación la paz material. Mas ya se vio que no
basta con esa paz impuesta por la fuerza; se necesita de la paz orgánica, de la
paz de los espíritus, fruto de la moral y de la justicia, que emanan de Dios,
Príncipe de la paz. La paz impuesta por la fuerza se turba fácilmente, y no se
recobra sino a costa de sangre y exterminio, para volverse a perder al primer
golpe de viento. Mucho tiempo llevamos ya de cruenta y desesperada lucha, y
la ambicionada paz parece cada vez más alejada de nosotros; la hoguera de los
odios fratricidas se enciende con más fuerza cada día y con su furia amenaza
devorarnos. Quisieron los impíos arrojar a Dios de nuestra Patria, y han
llovido sobre ella males sin cuento, cumpliéndose el oráculo divino: ‘No hay
paz para el impío’. Para que cesen esos males, necesitamos volver nuevamente
a Dios, restituirle al trono del que ingratos le arrojamos, reparar la apostasía
nacional con un acto nacional de reparación y homenaje. Por eso os
convocamos a una manifestación cívica que tendrá lugar el día 11 del presente,
en la que esperamos que tomarán parte los hombres de todas las clases sociales,
al grito unánime de: ¡Cristo Vive! ¡Cristo Reina! ¡Cristo Gobierna!”

Así lanzó públicamente la propaganda sobre su iniciativa para proclamar


en la ciudad de México el imperio del Reinado Social, Cívico, Nacional, de
Cristo, el Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, que advirtió en aviso
publicado en el número del 7 de enero del diario del Partido Católico Nacional:
“La manifestación cívica que preparamos no tiene ningún carácter político.
Jesucristo Nuestro Señor debe reinar sobre todos los mexicanos, y para
conseguir que le rindan pleito homenaje todos, sin distinción, hemos convocado
a los católicos en general. Usamos La Nación para la propaganda de esta idea,
porque es el único diario católico de la Capital. El Comité Organizador”. Y así
ejerció el Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos limpiamente, con su
iniciativa, y exhortó a los católicos mexicanos a que la ejerciera, la acción cívica
católica, de acuerdo con las enseñanzas del entonces Papa gloriosamente
reinante, San Pío X, que catorce años después fueron recordadas en el artículo
La milizia del regno sociale di Cristo, publicado en el número del 28 de octubre
–Fiesta de Cristo Rey– de 1928 del diario pontificio L’Osservatore Romano:

“La admonición del Vicario de Cristo resume las razones, la legitimidad,


el deber de la acción cívica de los católicos, que tiende en el Estado cristiano a
tener leyes cristianas, según la fe, la tradición y las costumbres del pueblo
cristiano; que persigue el garantizar aquel bien común, propio según Santo
Tomás, de la sociedad civil, que se apoya sobre todo en el orden y en las
disciplinas jurídicas y sociales que de él derivan y son salvaguardia del
consorcio civil, de sus actividades y de sus fines. De aquella acción cívica, que
el mismo León XIII reconocía ser propia de los ciudadanos católicos, y por la
cual siendo ellos, por la doctrina que profesan, los más sólidos sostenedores del
orden, tienen derecho al respeto; como si la virtud y el mérito fueran
igualmente apreciados, tendrían también derecho a los honores y a la gratitud
de los gobernantes. De aquella acción cívica, por la que Pío X preparaba a los
católicos a salvar el orden, a defender la civilización, a abarcar la vida política
en el omnia que hay que restaurar en Cristo, sin la cual hoy ninguna fuerza del
mundo hubiera podido salvaguardar la Italia de las catástrofes a las que
nosotros opusimos el primero e indestructible fundamento, ahora hace veinte
años.
Y la Acción Católica ha combatido y combate en este campo. Es
política, pero política de Cristo, querer que las leyes civiles no se opongan a las
de la Iglesia, sino que al unísono con ellas, responden a los mismos fines; es
politica de Cristo dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios;
consagrar en el derecho público la familia, tal cual El la ha hecho, las libertades
que El ha dado a las almas, a la Iglesia, a su Representante en la tierra, las
verdades, las enseñanzas y los principios de los que nace la moral, la justicia, la
hermandad y la paz social; es política cristiana contra política laica; es esta
política, la religión aplicada a la vida colectiva, del mismo modo que el
laicismo es la abstracción de Dios impuesta a las conciencias del pueblo; es el
Reino de Cristo, simplemente el Reino de Cristo, al que deben obediencia
individuos y colectividades, tronos y pueblos, clases y Estados. La
reivindicación, la meta, es siempre católicamente cristiana, la acción es siempre
católica; es actividad que nuestra Acción –Católica Italiana– siempre ha
desplegado por fuera y por encima de todo particular interés de partido”.

El Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos no era una organización de


acción católica específica, sino como quedó prescrito en la primera de sus bases
constitutivas, “una Asociación de carácter netamente católico-social”, de tal
manera que, como se aclaró en la cuarta de aquellas bases, “siendo
esencialmente católico-social el fin de este Centro, excluye de él toda política,
como parte integral o accidental suya”. Para evitar malas interpretaciones, el
comité organizador del Homenaje Nacional a Jesucristo Rey cuidó de precisar,
en aclaración que con su firma se publicó en el número del 7 de enero de 1914:
“La manifestación cívica que preparamos no tiene ningún carácter político”; lo
que significaba que no era acción del Partido Católico Nacional, como pudiera
creerse por la utilización de su órgano oficial, explicando al respecto: “Usamos
La Nación para la propaganda de esta idea, porque es el único diario Católico de
la Capital”. Aclaración avalada por el propio Partido Católico Nacional, al
expresar en el mismo número de su órgano oficial: “Si este periódico publica
estas excitativas, no es como órgano del Partido Católico, sino como el único
diario católico, que presta graciosamente sus columnas a los organizadores de la
manifestación. Por ello le damos las gracias. Pero ni La Nación, ni el Partido
Católico, ni los organizadores de la manifestación obran de concierto, ni para
fines de partido. Claro que La Nación aplaude y que el Partido simpatiza con la
manifestación, pero ni la iniciaron, ni la organizaron, ni la dirigirán, porque no
es de su competencia”.
En el mismo número se volvió a insertar la Invitación del Comité
organizador de la manifestación, con este aditamento:
“Convocatoria. Se convoca a los Estudiantes Católicos Mexicanos para
la Asamblea Extraordinaria que tendrá verificativo hoy, a las 7 p.m., en el local
del Centro, para fijar los últimos detalles de la manifestación cívica organizada
por este Centro. Se encarece la puntual asistencia, para dar gran lucimiento a la
manifestación. México, enero de 1914. El Secretario”.

Se reafirmó así, con entera verdad, que era el Centro de Estudiantes


Católicos Mexicanos el iniciador y organizador de la manifestación cívica
católica de varones en que se haría la proclamación del imperio del Reinado
Temporal de Cristo en México. Y no sólo se publicó esa convocatoria dirigida
exclusivamente a los miembros de aquel Centro, sino esta excitativa del citado
Comité:

“Venid y adoremos. Hombres de la generación presente que, unos por


indiferencia, otros por cobardía y otros por malicia, habéis permitido y
cooperado a la entronización de la impiedad en vuestra patria: ya que gustáis de
los amargos frutos que la maldita simiente ha producido, reparad los desastres
que habéis ocasionado con un acto de reparación y de homenaje, que no será
tardío, a Jesucristo Rey. Juventud Mexicana, esperanza querida de la nación,
dueña de sus futuros destinos y víctima inocente de la apostasía de tus mayores,
rompe las cadenas de la impiedad, y echa los cimientos de la ciudad del
porvenir, en que han de vivir la paz y la justicia, al amparo de la verdadera
libertad, volviéndote a tu Dios. Patria querida, hoy triste y desolada, enjuga el
llanto, regocíjate y llénate de alegría, porque ya luce en el cielo el iris de
esperanza y va a despuntar la aurora de mejores días; volverán a cubrirse tus
campos de flores y de frutos; al estruendo de la guerra, sucederá el rumor del
trabajo; olvidando sus odios fratricidas, tus hijos se darán el ósculo de paz y
serás grande y feliz, bajo el amparo de Jesucristo Rey. Venid, mexicanos,
grandes y pequeños, pobres y ricos, sabios e ignorantes, a tributarle con
nosotros un rendido homenaje de adoración y amor”.

APROBACIONES Y BENDICIONES PONTIFICIA Y


EPISCOPALES A LA INICIATIVA

Mons. Mora y del Río, según queda explicado, al ser entrevistado, en


diciembre de 1913, por los miembros de la Mesa Directiva del Centro de
Estudiantes Católicos Mexicanos, para exponerle su iniciativa de organizar una
manifestación cívica católica de varones, en las calles de la ciudad de México,
en la que, con el carácter oficial de Homenaje Nacional a Jesucristo Rey, se
haría en realidad pública proclamación del imperio de la Realeza Temporal de
Cristo en México, en repudio al laicismo social y estatal liberal y
revolucionario, aprobó entera y entusiastamente el proyecto, y lo hizo constar al
escribir brevemente, de su puño y letra, precisando cuidadosamente la
naturaleza de los actos a los que se refería y al autor de la iniciativa que se le
presentaba: “Bendecimos y aprobamos el homenaje de amor y veneración que el
Centro de Estudiantes Católicos desea ofrecer a Cristo Rey con ocasión de la
consagración al Sacratísimo Corazón de Jesús. Bendiga Dios tan santos
propósitos. ♱ José, Arz° de México”. Los muchachos del Centro de
Estudiantes, procediendo sensatamente, acordaron reservar la publicación de la
bendición y aprobación de su Prelado, hasta que se hiciera la renovación de la
consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús, día mismo en que
comenzarían a lanzar la propaganda para el Homenaje Nacional a Jesucristo-
Rey, al que ya se aludió en esta circular que se giró por acuerdo de Mons. Mora
y del Río:

“Señores Curas de las parroquias del Distrito Federal: El Ilmo. y


Rvmo. señor Arzobispo, con el vivo deseo de que las fiestas que se han
organizado con motivo de la consagración de la República al Sacratísimo
Corazón de Jesucristo tengan el mayor lucimiento y resplandor posibles y de
que públicamente se haga solemne confesión del entusiasmo que nos embarga
al consagrarnos al Corazón Divino, ha tenido a bien disponer diga a ustedes:
que con grande celo y empeño se sirvan exhortar a los fieles a que adornen e
iluminen los exteriores de sus casas, los días 5, 6 y 11 del presente. Además,
accediendo gustoso S. S. Ilma. y Rvma. a la petición que le han hecho varios
católicos, de que se invite a los verdaderos creyentes a la pública manifestación
que se está organizando en honor de Jesucristo Rey, la cual tendrá verificativo
el día 11 del corriente, según el orden que se dará a conocer, ha dispuesto que
se sirva usted exhortar con igual celo y no menor entusiasmo a los fieles a que
se apresten a secundar tan preciosa iniciativa y a llevarla a cabo con el celo y
ardor que estas causas de Dios necesitan. Sírvanse ustedes, por tanto, invitar a
los fieles a esta demostración de la manera que juzguen más conveniente,
seguros de que si hay celo, habrá de realizarse felizmente la empresa, que
derechamente se encamina a glorificar a Jesucristo Rey. S. S. Ilma. y Rvma.
espera confiadamente del espíritu que anima a ustedes por la gloria de Dios,
obedecerán con fidelidad y oportunamente las disposiciones que preceden. Dios
guarde a ustedes muchos años. México, 3 de enero de 1914. Rafael Favilla
Vargas”.
Si el Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos no publicó desde luego
la bendición y aprobación de Mons. Mora y del Río a su iniciativa, sí remitió
copias de ellas a los demás Arzobispos y Obispos mexicanos, cuyas respuestas
publicó, junto con la aprobación y la circular citadas del Arzobispo de México,
en el número del 8 de enero de 1914 de La Nación, contestaciones que se
reproducen a continuación, y que no son lo numerosas que podrían haber sido,
porque muchos Prelados estaban fuera de sus Diócesis, debido a que en ellas
predominaban las anticatólicas hordas revolucionarias:

“Oaxaca, 2 de enero de 1914.– Recibí su atenta con fecha 27 de


diciembre próximo pasado y enteramente de acuerdo con su contenido, ya se
procede a organizar en esta capital una gran demostración en el sentido que
usted indica para el próximo día seis –era para el once– de enero. Lo que
probablemente causará más sensación será la acción del Círculo Católico de
Obreros, que es numeroso, y no solamente tomarán parte en la demostración los
socios del Círculo, sino que en las Iglesias de esta ciudad han puesto avisos
invitando a todos los artesanos, para que se unan a ellos y vengan desde el
Carmen a la Catedral en formación. Ese Círculo tiene para las demostraciones
cívicas su estandarte y además el que corresponda a cada gremio; mucho me
agradará que se presenten también con los colores nacionales y habrá que
entenderse sobre el particular con el Gobierno para que no le entrañe o dé
equívoca interpretación. Por conducto del señor Secretario de Cámara y
Gobierno, que es el Director de ese Círculo, he dado a conocer los impresos que
usted me remitió sobre el particular. ♱ Eulogio C. Gillow, Arzobispo de
Oaxaca.
León, Gto., 4 de enero de 1914.– Tengo la honra de referirme a la atta.
de usted, de 31 de diciembre próximo pasado, en la que se sirve usted
preguntarme mi parecer sobre una manifestación pública de homenaje a Cristo
Rey, en la que tomen parte todas las clases sociales. Muy bien me parece la
idea, supuesto que cuenta con la aprobación del Ilmo. señor Arzobispo de
México, Presidente de la Acción Católico-social, y supuesto también que dicha
manifestación no ha de ser en forma religiosa, ni ha de revestir carácter político.
Es indudable que siendo Jesucristo el Rey de las Sociedades, se ha hecho muy
mal en prescindir de El, y ahora, aunque sea después de nuestros desastres, es
de todo punto necesario volvernos a El, y darle el lugar que en justicia le
corresponde. Voy a mandar las hojas a La Defensa para que las reproduzca. ♱
Emeterio, Obispo de León.
Aguascalientes, 5 de enero de 1914.– Por encargo de mi Ilmo. y Rvmo.
Prelado tengo la honra de referirme a su grata del 31 de diciembre próximo
pasado, para manifestarle que S. S. I. aprueba la idea del Homenaje Nacional a
Cristo Rey y Señor Nuestro, que tributarán todas las clases sociales de esta
ciudad el próximo día once. Como hasta hoy se recibió su citada se va a hacer
lo posible por organizar lo conveniente para la manifestación, tal como se
desea. Trinidad Medina.– Zacatecas, 5 de enero de 1914. Digna de toda loa me
parece la idea de organizar una pública manifestación de vasallaje, en honor del
Sacratísimo Corazón de Jesús, Rey de México. Cuente usted con que en
Zacatecas haremos esa manifestación con el mayor fervor que nos sea posible”.
Zamora, 5 de enero de 1914.– Ayer recibí sur muy grata carta en la que
se digna invitarme para que en esta ciudad se verifique una manifestación
pública en honor del Sagrado Corazón, el domingo once del corriente. Algunos
caballeros de esta ciudad, sin saber lo que proyectaban los católicos de esa
ciudad, se acercaron a mi, comunicándome la misma idea, antes de que
recibiera la carta de usted. La acepté con entusiasmo y estábamos
preparándonos para que la manifestación se verificara mañana; pero habiendo
leído la mencionada carta resolví que la manifestación se verifique el domingo
próximo. Hoy expedí circular para que en el día mencionado se verifique la
manifestación en todas las parroquias. También se están repartiendo con
profusión hojas semejantes a las que tuvo usted la bondad de mandarme. ♱ José
Othón, Obispo de Zamora.
Guadalajara, 7 de enero de 1914.– Ayer reprodujeron quince mil
ejemplares ‘Cruzado’, aprobando y bendiciendo proyecto homenaje nacional.
Gestiona licencia. El Arzobispo de Guadalajara. Morelia, Mich., 7 de enero de
1914. Adhiérome gustoso aprobación homenaje ilustrísimo Sr. Arzobispo
México. Leopoldo Ruiz. Este último telegrama, redactado con la ligereza
característica en Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, Arzobispo de Michoacán,
significaba que ese Prelado se adhería con gusto a la aprobación dada por el
Arzobispo de México al Homenaje Nacional a Jesucristo Rey, que estaba
organizando el Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, que había creado
con ese fin el Comité Organizador ya mencionado, mismo que publicó en el
número del 9 de enero de 1914 de La Nación, esta nueva exhortación oficial:
A los estudiantes Católicos Mexicanos.– México, 8 de enero de 1914.
Compañero: Como habrá sabido usted por la prensa, este Centro está
organizando en honor del Sagrado Corazón de Jesús, proclamado Rey de
México, para gloria suya y honra de nuestra Patria, un homenaje público, que se
verificará el próximo domingo once, consistente en una manifestación, que,
partiendo del Paseo de la Reforma, a las nueve de la mañana, se dirigirá a la
Santa Iglesia Catedral, donde se cantará con solemnidad un Credo, un Te
Deum, y se aclamará una vez más a Aquél nuestro Rey. Naturalmente que para
tal empresa nos es indispensable la cooperación de todos y cada uno de los
jóvenes que sean verdaderamente católicos, pues sin ella no se lograría el
esplendor que tal homenaje debe tener. Contamos con usted en el número de los
que saben amar a Dios y a la Patria, de los que son cristianos de hecho y no sólo
de nombre, pues nos son reconocidos su piedad y su patriotismo. Por esto, nos
permitimos exhortarle, no sólo a que asista a la manifestación, pues hasta lo
creemos innecesario, sino a que, constituyéndose al menos por unos días, en
ferviente apóstol de la gloria de Dios y de la regeneración de nuestro país,
procure animar a cuantos tenga a su alcance para que ayuden a su vez.
Principalmente le encarecemos forme un grupo numeroso de jóvenes que con
usted asistan a la manifestación, pues es preciso que ya que de la juventud ha
salido esta idea, sea ella el factor más importante y poderoso para llevarla a
cabo, ya que, por otra parte, parece haber cundido la animación por todos lados,
notándose entusiasmo aun entre los más fríos. Debemos advertir a usted que
casi todos los Ilustrísimos y Reverendísimos Arzobispos y Obispos de la
República, han aprobado y bendecido esta iniciativa, y han recomendado a
todos los católicos mexicanos que tomen parte, en ella. Muchos han dicho que
de hacerse con el fervor y el entusiasmo debidos, este acto público de adoración
a Dios, públicamente ofendido por todos los mexicanos, que hemos permitido
cobardemente que su Santísimo Nombre sea borrado de nuestra bandera, de
nuestras leyes, de nuestros documentos; que sea proscrito de nuestras oficinas,
de nuestras escuelas, de nuestros tribunales; de hacerse bien este acto debido de
satisfacción, mucho se alcanzará de la Justicia Divina para que cesen las
calamidades que pesan sobre nosotros. Mas, para esto, es preciso que no haya
un solo católico que se abstenga de concurrir; por lo cual recomendamos
procure usted que todos sus parientes y amigos acudan; fuerza es que todas las
clases sociales lo hagan, principalmente aquellas personas que por su posición
social, por su cultura e ilustración, están más obligadas a dar ejemplos
edificantes que contribuyan a levantar el nivel moral del pueblo. Contamos
seguramente con usted, y al efecto, le rogamos pase al Centro de Estudiantes
Católicos Mexicanos, 1a. Correo Mayor número 4, para recoger su distintivo, y,
por si acaso desea usted algunos pormenores, para todo estamos a sus órdenes.
Dios guarde a usted muchos años. Por Dios y por la Patria. El Comité
Organizador: Luis B. Beltrán, (h), Jorge Prieto Laurens, Rafael Capetillo”.

En la plana dedicada al Homenaje Nacional a Jesucristo Rey del mismo


número de La Nación, figuró como editorial, el largo artículo México,
conviértete a tu Dios, en cuya parte medular se decía, tras de trazar el cuadro de
los crímenes de la Revolución y su acción satánica para arrancar su Dios a
México:
“Es necesario proclamar a Jesucristo por nuestro Rey, públicamente. Y
esto haremos en imponente manifestación. Os convidamos, católicos
mexicanos, a que forméis parte de la gran manifestación pública que se prepara
en nombre de Dios y para su honra. Acudid todos con banderas, y sobre todo
con valor. Sepa el mundo que no nos avergonzamos de Dios, ,y que lo tenemos
por nuestro Dios, y la paz, el bienestar, la honra volverán a reinar en este
pueblo escogido, en este pueblo todo de María”.

Así se convidaba, una vez más, a los católicos mexicanos varones, a que
concurrieran, repudiando el laicismo liberal y revolucionario, en un magnífico
acto de valor civil, a la manifestación cívica de varones que organizaba el
Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, en la que se haría el anunciado
Homenaje Nacional a Jesucristo Rey, en el que no estaban de ninguna manera
excluidas las mujeres, a las que en el mismo número se hizo esta exhortación:

“A las Damas Mexicanas. Vosotras, cuyo corazón está lleno siempre de


entereza, de fe y de entusiasmo por todas las nobles causas, haced vuestra la
obra del Homenaje Nacional, que es una de las más grandes que darse puede en
la tierra, porque es al mismo tiempo la obra de reparación a Cristo Redentor,
por los ultrajes que en medio siglo ha sufrido en este suelo, y de salvación para
esta pobre patria, tan digna de mejor suerte, y que hoy se postra a sus plantas
desangrada y agonizante en solicitud de piedad y de misericordia. Animad a
vuestros padres, esposos, hijos y hermanos a concurrir a la gran manifestación
que para el próximo domingo se prepara; adornad e iluminad ese día vuestras
casas; honradnos con vuestra presencia y prestad, en fin, vuestro eficaz e
inestimable concurso en nuestra empresa, eminentemente católica y mexicana,
Dios sabrá premiároslo”.

En el número del día siguiente, 10 de enero de 1914, apareció en La


Nación, el programa del Solemne Homenaje Nacional a Jesucristo Rey, y abajo
esta excitativa:

“Aragoneses: Los últimos de vosotros, por atenta indicación, que mucho


agradecemos, de las Juventudes Católicas Mexicanas, se dirigen a todos sus
coterráneos para invitarlos a que asistan, entre el grupo de extranjeros, a la
manifestación que, en honor de Cristo Rey, partirá de la estatua de Carlos IV, el
domingo once del presente, a las nueve de la mañana. Se trata de desagraviar al
Corazón Sacratísimo de Jesús, rogándole reine en este queridísimo país, para
que cesen las calamidades que le afligen, y de pedirle perdón por culpas
pasadas. En parte nos alcanzan: que si trajimos el bien inestimable de la Cruz,
también todos nuestros defectos se los dejamos por herencia a los mexicanos.
Somos, pues, hermanos, hijos todos predilectos de María, que si a los unos nos
lo demostró, dignándose posar sus divinas plantas, en carne mortal, a orillas del
Ebro, a los otros se los dijo apareciendo en el Tepeyac; juntos rindamos
vasallaje, y elevemos nuestras preces al Redentor del Mundo y Soberano de
todas las naciones. Augusto Ibáñez. Manuel Ibáñez. Felipe Pardiñas. Vicente
Gállego”.

Pero lo más importante en esa edición era la noticia que se daba en forma
breve y destacada como lo merecía:

“S. S. Pío X Bendice la obra del Homenaje Nacional. El Ilmo Sr.


Arzobispo de México tuvo la bondad de solicitar una bendición especial de S.
S. el Papa, en favor de la obra del Homenaje Nacional a Jesucristo-Rey, por
medio de un mensaje dirigido a Roma el jueves último y del que ayer recibió
contestación favorable. El texto de ambos mensajes es el siguiente: México,
Enero 8 de 1914. Cardenal Merry del Val. Vaticano, Roma. Estudiantes
católicos organizarán domingo once solemnísimo homenaje Cristo Rey.
Imploran bendición apostólica. Arzobispo de México. 197. Roma 12 CBW.
Enero 9 de 1914. Arzobispo México. Santo Padre Envíale pedida bendición
apostólica. Cardenal Merry del Val. 3 24 PMC”.

Buen resumen de lo referente a las bendiciones y aprobaciones pontificia


y episcopales a la iniciativa de hacer la proclamación cívica del Reinado
Temporal de Cristo en México, por medio de una pública manifestación de
varones, de carácter cívico-católico, que fuera un Homenaje Nacional a
Jesucristo-Rey, lanzada por el Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, fue
lo expresado en el número de enero de 1914 del órgano de éste, El Estudiante,
con estas palabras, en la crónica oficial citada:

“Llevamos nuestro proyecto al Ilmo. Sr. Arzobispo de México, que no


sólo con benevolencia, sino con entusiasmo, lo acogió y bendijo. Se escribió a
casi todos los Venerables Prelados de la República, y del mismo modo
recibieron la idea. Finalmente, nuestro bondadosísimo Prelado, nos honró
grandemente implorando de Su Santidad Pío X su bendición para nosotros y
para todos los que tomaran parte en el homenaje que se preparaba. La bendición
llegó y su resultado no se hizo esperar, pues desde el día en que fue recibido el
cablegrama que la traía, el entusiasmo aumentó visiblemente”.
COOPERACIÓN A LA INICIATIVA DEL PRESIDENTE DE
MÉXICO GENERAL HUERTA

Ya se dijo que el, gobierno presidido por el general Victoriano Huerta


además de ser recibido con aplauso general en México, quedó establecido con
apego a las fórmulas legales entonces constitucionalmente vigentes, por lo que
escribe el muy objetivo R. P. José Bravo Ugarte, S. J., con palabras ya citadas
en transcripción más amplia:

“Mas en lo que no cabe duda alguna, es en que el gobierno huertista –


como la mayor parte de los que ha habido en México– quedó legitimado por el
reconocimiento que obtuvo del Congreso y de todos los Gobiernos de los
Estados de la República, excepto dos, como después veremos. Y es que, siendo
general el deseo de establecer el orden y la paz sin recurrir a las armas, para lo
que era una garantía el Gabinete impuesto a Huerta, en el que figuraban de la
Barra, García Granados, Vera Estañol, Esquivel Obregón, Robles Gil, Rodolfo
Reyes y Martínez Carrillo, se apresuraron todos a colaborar para conseguir
dicho restablecimiento... El cuartelazo huertista no provocó más oposición
armada que la de Carranza y algunos jefes sonorenses... Carranza mismo
fluctuó entre la Revolución y el reconocimiento de Huerta...” 116

Cita luego el P. Bravo Ugarte las palabras de Venustiano Carranza a


Rafael Martínez “Rip-Rip”, por este mismo hechas públicas:

“Es verdad que me iba a sublevar contra el gobierno del señor Madero
días antes de que estallara el cuartelazo, pero no con otro fín, que el de salvar a
la Revolución, al señor Madero y a quienes desempeñaban puestos oficiales de
importancia, ya que el señor Madero, por su idealismo extraordinario, se había
entregado a los enemigos y había licenciado a los soldados revolucionarios,
quedando en poder de los que no le perdonarían jamás que los hubiese
vencido”. 117

Reconocía su intención de rebelarse contra Madero, pero encubría con


frases oropelescas la causa de ella, misma que le hizo llamar públicamente la
atención, “por la contienda que tuvo con el Presidente Madero acerca de las

116
Apud, nota 96, pp. 454, 461, 462.
117
Ib., p. 463.
fuerzas irregulares de Coahuila, que la Federación pagaba y Carranza quería, no
obstante, que siguiesen bajo sus inmediatas órdenes”, pugna que llevó al
subordinado de Carranza, que era Pablo González, a combatir el 11 de febrero
de 1913, en el mismo momento en que en la ciudad de México se desarrollaba
la Decena Trágica felicista contra Madero, en Julimes, Chih., por lo que “hubo,
pues, una rebelión; carrancista contra Madero, simultánea a la de la Ciudadela”.
118

Mons. Kelley escribió al respecto, después de referirse al saqueo hecho


por el desgobierno maderista de los millones que dejó en el erario Porfirio Díaz
Mori, con directa alusión al masón espírita Francisco I. Madero González:

“No lo entusiasmaba, ni poco ni mucho, la idea de andar dando propinas


a los gobernadores para que cumpliesen con su deber. Tampoco aprobaba la
idea de que robasen. Y como algunos de sus partidarios no simpatizaban
tampoco con el gobernador de Coahuila, por decisión unánime se quedó éste
sin fondos. Cuando cayó Madero, Carranza convino en reconocer a Huerta,
bajo la condición de que lo dejara de Gobernador en Coahuila y que se le
restableciera la asignación para ‘su ejército’. Huerta objetó la demanda de
dinero. Los maderistas no habían dejado huevo de oro alguno en el nido, y el
legado de Díaz ya había pasado a la historia. Sin embargo de ello, Carranza
notificó a Mr. Holland, Cónsul americano en Saltillo, que aceptaba al gobierno
de Huerta. Pero el primero de marzo, Huerta telegrafíó a Carranza pidiéndole
explicara por qué había tomado $ 50,000.00 de los bancos. Esto era llanamente
un insulto. Carranza tenía que ver con los bancos, pero Huerta no. Carranza se
rebeló, y Madero, que iba a ser atacado por Carranza mismo en una proyectada
revuelta, muerto ya, pasó a ser el santo patrono de la rebeldía de Carranza”. 119

El P. Bravo Ugarte precisa:

“El 4 rompió Carranza definitivamente con Huerta, negándose a


informar, como éste le pedía, con qué objeto había extraído 50,000 pesos de los
Bancos: No he extraído ningún dinero de Bancos a que se refiere; y si así lo
hubiera hecho, no es usted a quien deba darle cuenta. Pero hasta fines del mes
(26 marzo 1913) no lanzó el Plan de Guadalupe (Coah.), que desconocía a
Huerta, a los Poderes Legislativo y Judicial de la Federación y a los
Gobernadores que continuasen reconociendo a Huerta treinta días después del

118
Ib., pp. 462, 462-463.
119
Apud, nota 27, p. 213.
Plan: el Ejército que haría cumplir dicho Plan se llamaría Constitucionalista y
tendría por Primer Jefe a Carranza, el cual (o su substituto) se encargaría
interinamente del Ejecutivo al ocupar la ciudad de México. Sonora desconoció
también a Huerta (Decr. de la Legislat. 5 marzo 1913). El gobernador
Maytorena se inclinaba a reconocerlo, pues a Calles que le incitaba al
levantamiento le contestó: particípole que está castigado severamente por este
Gobierno todo el que intente trastornar el orden, y a Obregón le dijo: no son
hombres de armas los que necesito en este momento; lo que necesito es que me
ayuden a guardar el orden (Manifiesto del 22 febr.); pero prevaleció la presión
del prefecto político de la ciudad Benjamín G. Hill y la actividad revolucionaria
de los que se levantaron en armas (Bracamontes en Nacozari, Calles en Agua
Prieta, Diéguez en Cananea, Campos en Frontera); por lo cual Maytorena
prefirió pedir una licencia (26 febr.), irse temporalmente a los Estados Unidos y
dejar el poder en manos de D. Ignacio L. Pesqueira, quien promulgó el decreto
de desconocimiento”. 120

Hay que recordar que el más famoso de los cabecillas sonorenses y el de


mayor efectividad como guerrillero fue Alvaro Obregón, mismo que, como
queda apuntado, tuvo el cinismo de reconocer y pregonar más tarde, en plena
convención de cabecillas revolucionarios en la ciudad de México, el 5 de
octubre de 1914: “Nuestra bandera de revolucionarios dice ‘cons-ti-tu-cio-na-
lis-mo’, y nuestros hechos afirman lo contrario: ‘an-ti-cons-ti-tu-cio-na-lis-mo’.
Si porque somos constitucionalistas fuéramos a respetar la Constitución,
habríamos tenido que reconocer a Huerta, puesto que el Congreso lo había
reconocido y la Constitución así nos lo mandaba”. 121 Con tan categórica
declaración proclamó su más alto cabecilla carrancista en una convención de
cabecillas revolucionarios, que el general Victoriano Huerta era presidente
constitucional de México desde el 19 de febrero de 1913, y que los
revolucionarios que le desconocieron lo hicieron contra lo mandado en la
Constitución, por lo que fueron ellos los que conscientemente rompieron el
orden constitucional.
Cierto es, por otra parte, que al iniciar Carranza su rebelión, oficialmente
el 26 de marzo de 1913, fecha de su Plan de Guadalupe, posteriormente
publicado, la situación era la que resumió Mons. Kelley al escribir que “la
revolución no parecía tener ni la más remota posibilidad de triunfo, pues no

120
Apud, nota 97, pp. 463-464.
121
Apud, nota 101.
apuntaba sino como movimiento de guerrillas mal financiado”, 122 y que, como
se dijo un año después en editorial de la revista yanqui Columbian:

“Hay que advertir que Huerta había formado un Gobierno estable y se


había ganado la confianza de todos los elementos sanos de la población,
incluyendo a los residentes americanos, y había establecido el orden en todas
partes, a excepción de alguno que otro distrito del Norte de México en donde el
desorden siempre ha sido crónico. Por otra parte, la nueva revolución que
comenzaba no tenía entonces nada de formidable, y parecía cierto que Huerta
podría sofocarla con suma facilidad”. 123

Tal era la situación cuando, en la noche del 1o. de abril de 1913, el


general Huerta rindió su primer informe presidencial, al abrirse el segundo
período de sesiones del XXVI Congreso de la Unión, y después de haberse
acabado de leer el documento, así como de la respuesta relativa, dirigió el
presidente a los congresistas y a cuantos asistían en las tribunas de la Cámara
de Diputados, una breve alocución en la que inicialmente expresó vibrante de
emoción:

“Concluida la ceremonia oficial, terminada la ceremonia que manda la


Constitución, voy a dirigiros dos palabras, y espero que si traspaso ese limite,
me perdonéis. No os titulo senadores y diputados, sino hermanos míos; estamos
en presencia de la República, en presencia de... ¡qué digo, de la humanidad!, ni
de la humanidad, estamos en presencia de Dios. Declaro que soy liberal de
convicciones; mas soy también extraordinariamente religioso, y por ello creo
que Dios es un poderoso elemento para darnos no sólo fuerzas morales, sino
fuerzas físicas”.

Desde luego hay que señalar que no es posible ser liberal de convicciones
y al mismo tiempo extraordinariamente religioso, y por ser esto último
proclamó en su carácter de presidente del Estado su creencia en Dios, lo que era
un acto de repudio enteramente oficial del laicismo liberal, que fue
precisamente la significación del acto de fe del general Victoriano Huerta, de
cuya alocución, después de insertarla, en la crónica publicada en La Nación al
día siguiente, se dijo:

122
Apud, nota 27, pp. 213-214.
123
“La Masonería”. Editorial de la revista yanqui Columbian, cuya traducción al español publicada en
El Amigo de la Verdad, semanario católico editado en la ciudad de México, fue reproducida en el número del 27
de junio de 1920 del semanario católico La Epoca, editado en la ciudad de Guadalajara.
“La muchedumbre en las afueras se aglomeraba batiendo palmas; los
foquillos en las columnas y el ático y las rojas colgaduras encuadraban la
exaltación patriótica del momento y en las alturas los astros parecían esculpir
con cifras de diamante el himno celestial ¡Gloria a Dios en las Alturas y Paz en
la tierra... a los hombres de buena voluntad! ... Así, por vez primera, después de
muchos años de ateísmo oficial, en el seno del Parlamento, un Presidente de la
República invocó el santo nombre de Dios”.

Del efecto de las palabras de Huerta, se informó en el citado editorial de


la revista estadounidense Columbian:

“El pueblo aplaudió con entusiasmo el suceso; pero muchos de los


diputados, que eran masones, se mostraron inmediatamente hostiles al nuevo
presidente. A los pocos días, una comisión de masones shriners representantes
de las masonerías mexicana y americana, se presentó al Presidente Huerta, y le
propuso que si se afiliaba a la masonería, los masones se comprometían. a que
saliera electo Presidente en las próximas elecciones y que el Gobierno
americano lo reconocería y sostendría. Uno de los que formaban parte de esta
comisión de masones fue el senador mexicano don José Castellet, el cual
acababa de recibir de la masonería americana una medalla de oro por los
buenos servicios que había prestado a la masonería americana en México. El
Presidente Huerta rehusó terminantemente la proposición de los shriners y con
un gesto muy propio de su carácter, sacando del pecho un pequeño escapulario
de la Virgen del Carmen, les dijo a los masones que esa era su insignia y que,
aunque no se había portado con ella como debía, sin embargo, no lo cambiaría
nunca por los emblemas masónicos, porque estaba resuelto a vivir y morir
como católico. Los masones no desistieron de su intento, a pesar de estas
respuestas del general Huerta, y dos semanas más tarde le enviaron por escrito
la misma proposición con las mismas promesas. Huerta rehusó
terminantemente. Pero apenas se supo en los Estados Unidos la resolución del
Presidente de México, cuando una comisión de masones americanos fue a
conferenciar con Carranza y Villa, resultando de esa conferencia que la
Revolución del Norte comenzó a formalizarse y a ser cada día más formidable”.

Y a dar muestras de un anticatolicismo virulento y sanguinario, atizado,


naturalmente, por el judaísmo masónico internacional, que llevó a los cabecillas
revolucionarios a torturar y martirizar a muchos sacerdotes, con júbilo exultante
del ególatra judío masón Woodrow Wilson, presidente puritano de los Estados
Unidos, de quien fue agente personal en México el asimismo masón John Lind,
que “sólo dio oídos a las acusaciones de los masones enemigos de Huerta y no
fraternizó sino con los que se mostraban hostiles al clero católico”, y por saber
precisamente que lo eran, “aseguró a los revolucionarios que tendrían el apoyo
de los americanos”, 124 y hasta exclamó alegremente, según testimonio del
prominente católico yanqui William Frank Buckley en el Senado de los Estados
Unidos, cuando tuvo conocimiento del asesinato de varios sacerdotes católicos
por los revolucionarios: “esto es buena noticia: mientras más sacerdotes maten
más complacido estará el Presidente”, 125 o en traducción del P. Bravo Ugarte,
“que cuantos más sacerdotes fuesen muertos, tanto más complacido estaría el
presidente Wilson”. 126
En documento oficial revolucionario, como es el citado Dictamen... de
masón destacado como es el Lic. Emilio Portes Gil, llamó éste a Huerta
vandálico católico –cuando los vandálicos eran los anticatólicos
revolucionarios–, y afirmó que sólo “para hacer creer al clero que era suyo”, fue
por lo que “invocó el nombre de Dios en el Congreso, y si no recibió del clero
innumerables muestras de adhesión, sí es cierto que éste lo miró con ojos de
esperanza y lo consideró como Gobierno legal”. 127 México entero –porque la
minoría revolucionaria anticatólica encarnaba sólo al Anti-México–, como ha
quedado demostrado, tuvo esa esperanza e hizo la misma consideración –que
además objetivamente era cierta–, y aun el Partido Católico Nacional expresó
en el editorial del número del 3 de abril de 1913 de su órgano diario La Nación,
después de recordar los actos públicos de fe católica, hechos en el mismo
recinto especialmente por los diputados del Partido Católico Nacional:

“Pero si esas confesiones en la Cámara eran consoladoras, ya las


formulasen, como ha sucedido representantes del pueblo católico o liberal –esto
es, representantes de los partidos católico y liberal, porque el pueblo mexicano
no era católico o liberal, sino católico–, ninguna tan trascendental ni tan
solemne, por su honda significación y por el momento en que fue hecha, que la
franca y explícita y reiterada que el primer magistrado de la República lanzara
anteanoche en el seno de la representación nacional, en los instantes en que con
su alta investidura iba a cumplir un deber constitucional, y en que, posesionado
de la angustiosa situación en que la Patria se encuentra, desgarrada en su seno

124
Ibidem.
125
REGIS PLANCHET, El robo de los Bienes de la Iglesia, ruina de los pueblos. Segunda edición,
editorial “Polis”, México, 1939, p. 187.
126
Apud, nota 97, p. 488.
127
Apud, nota 106, p. 90.
maternal, dolorida por crueles desencantos, para excitar a los mejicanos a la
concordia y para ratificar un compromiso sagrado, recordó que estábamos en
presencia de Dios y le rindió ofrenda de vasallaje, reconociendo que de El
debemos esperar la fortaleza para el triunfo... Por hoy, el señor general Huerta
ha ganado la primera batalla contra los respetos humanos y los prejuicios
tradicionales, y es por ello digno de loa; pero, éste es sólo el primer paso. Sin
embargo ¡sursum corda! Aún hay esperanza. Confiemos en que coronará la
obra emprendida con valor; esperemos que Dios reine, y entonces vendrán el
mármol y el bronce”.

Fue natural que el presidente de México, general Victoriano Huerta, que


públicamente había proclamado su fe en Dios en pleno recinto parlamentario, en
un acto en que actuaba con su investidura oficial, y que se había negado a
ingresar a la masonería porque afirmó ser católico, y además combatía a la
Revolución satánica, judaica y masónica mundial en México, encarnada en la
rebelión carrancista, fomentada por la judería masónica intemacional, y cuyo fin
principal era la negación y la destrucción del Reinado de Cristo en México,
haya enviado a los divisionarios Eduardo Paz y Angel Ortiz Monasterio, para
que, en uniforme de gran gala, fueran portadores respectivamente de la corona y
del cetro, en el acto de coronación del Sagrado Corazón de Jesús, en la iglesia
de San Francisco, en la noche del día 6 de enero de 1914, y que haya cooperado
a la esplendorosa realización del anunciado Homenaje Nacional a jesucristo
Rey, en que se haría la proclamación de la Realeza Temporal –Social, Cívica y
Política– de Cristo en México, dictando espontáneamente las órdenes a que se
aludió en la edición extraordinaria –como lo merecía la noticia de que se
informaba– lanzada en la tarde del 10 de enero de 1914 por La Nación, dando
cuenta de lo acaecido con estos encabezados y texto:

“El Pdte. de la República concedió a los estudiantes católicos licencia


para la manifestación de mañana. ‘El Centro’ hace presentes sus
agradecimientos al Primer Magistrado de la Nación. Una comisión del Centro
de Estudiantes Católicos Mexicanos se acercó esta mañana al señor Presidente
de la República, general don Victoriano Huerta, solicitando de él se sirviera
autorizar al señor Gobernador del Distrito, para que pudiera verificarse la
manifestación cívica de mañana. El señor general Huerta, bondadosamente
recibió a la comisión y una vez que se hubo enterado del objeto de la visita, se
dignó acceder desde luego a lo solicitado, manifestando que ya había dado las
instrucciones necesarias al Gobernador del Distrito, para que sin obstáculo
ninguno se llevara a cabo la manifestación. El Centro de Estudiantes Católicos
Mexicanos por nuestro conducto reitera al señor Presidente sus agradecimientos
por la acogida que dio a la comisión de su seno y por la deferencia en acceder a
su petición”.

En la edición de La Nación del día siguiente, 11 de enero de 1914, en que


se realizó el Homenaje Nacional a Jesucristo Rey, volvió a insertarse esa
información, que aunque afirmaba que Victoriano Huerta había tenido la
deferencia en acceder a la petición del Centro de Estudiantes Católicos
Mexicanos, de la que se daba cuenta, bien se comprendía que la deferencia del
presidente de México había consistido en recibir a la comisión del mencionado
Centro, no en acceder a su solicitud, pues cortésmente manifestó a la comisión a
la que inmediatamente recibió, que antes de que nadie se lo pidiera, obrando por
propio impulso, conforme a sus deberes oficiales presidenciales, “ya había dado
las instrucciones necesarias al Gobernador del Distrito, para que sin obstáculo
ninguno se llevara a cabo la manifestación” cívica-católica de varones, en que
se haría la proclamación del imperio en México del Reinado Temporal de
Cristo, y porque los manifestantes que hicieron tal proclamación así lo
entendieron, surgieron de muchos de ellos cálidos vivas a Huerta, bien por
debajo naturalmente de los vivas generales a Cristo Rey.
Imperioso deber de hacer justicia obliga ineludiblemente a reconocer de
acuerdo con la Filosofía de la Historia, que gracias al proceder espontáneo del
general Huerta, obrando en su carácter oficial de presidente de México, en
efectiva cooperación para la coronación de Cristo Rey y para la proclamación
del imperio de la Realeza Temporal de Cristo, fue posible que en esos dos actos
trascendentales participaran además de la autoridad eclesiástica, no sólo las
potestades sociales que encarnan la soberanía social, sino la suprema potestad
política del Estado, y fuera proclamado a un tiempo, social, cívica, nacional y
políticamente aquel Reinado Temporal de Jesucristo, en abierto repudio del
laicismo liberal y del anticatolicismo revolucionario.
Victoriano Huerta, en esos mismos momentos, había rechazado a la
masonería, negándose a ingresar en ella, y aceptar su oferta de que si se hacía
masón, la secta le mantendría en el poder, y combatía a la Revolución
anticatólica protegida de la masonería. Además, según apunta un personal
amigo mío, al referirse a los actos de aquel presidente de México en favor de los
católicos:

“Así, permitió la grandiosa manifestación de fe en toda la nación,


cuando se proclamó el 11 de enero de 1914 el reinado cívico de Jesucristo sobre
México. Las manifestaciones por las calles en las capitales y pueblos, fueron
tales, que alarmaron a los Estados Unidos y a las) logias. Un México católico
siempre será tenido como una amenaza para la Unión. Por otra parte, desde el
Congreso Masónico de 1906, celebrado en Buenos Aires, la masonería latino-
americana había decretado poner todas sus fuerzas en sostener o elevar a los
gobiernos o a los políticos que se ajustaran al programa de destrucción de la
Iglesia católica; y esa masonería está desde el tiempo de Poinsett sujeta en todo
a los americanos. Era, pues, evidente que Huerta no podría sostenerse en el
poder, aun aceptándole la nación”.

Tan cierto es ese juicio histórico que, apenas tres meses después, esto es,
el 21 de abril de 1914, en un acto pirático personalmente ordenado por el judío
masón presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, sin declaración
previa de guerra, la marina de guerra yanqui atacó y se apoderó del pacífico
puerto de Veracruz, que después entregó a Venustiano Carranza, cometiendo un
crimen de guerra para impedir que Huerta recibiera el armamento alemán que
traía el vapor “Ipiranga” e iba a entregar ese día. Con cínico desparpajo declaró
dos años después, en entrevista publicada en el número del 16 de julio de 1914
del diario New York Herald, el miembro del gabinete de Wilson que era
Franklin K. Lane:

“No fuimos a Veracruz para obligar a Huerta a que saludara nuestra


bandera, sino para mostrar a México que hablábamos en serio al exigir que
Huerta abandonara la presidencia. El gobierno de los Estados Unidos le había
ordenado que se marchara, y él debía hacerlo”.

No se marchó, porque no era un servil lacayo del imperialismo yanqui


judaico-masónico, al que se enfrentó valientemente cuanto pudo, con
admiración y aplauso del pueblo mexicano, y dio esta norma a su secretario de
Relaciones, Lic. José López Portillo y Rojas, que éste incluyó en su informe al
Congreso precisamente aquel trágico 21 de abril de 1914: “¡No se admite la
imposición de los Estados Unidos! Vamos a donde el destino nos lleve; pero es
necesario, ante todo, salvar el honor de la nación”. 128 Como patriota procedió
Huerta, y como antipatriotas todos los revolucionarios que se negaron a
combatir contra la invasión del imperialismo yanqui hecha sin duda en su favor,
precisamente porque eran sus instrumentos, y aun ocurrió que el patriotero
forajido Francisco Villa, llegara al extremo al que aludió Luis Lara Pardo, al

128
Apud, nota 97, p. 467.
escribir que había extremado su amistad con Wilson, “siendo el único
mexicano, que yo sepa, que haya ido a estrechar la mano de un alto jefe de los
Estados Unidos mientras las ametralladoras barrían las calles de Veracruz
asesinando a sus heroicos e impotentes defensores”. 129
Bien resumió el famoso historiador mexicano Lic. Carlos Pereyra:

“Militarmente, el golpe fue decisivo. Las fuerzas que inmovilizó Huerta


para hacer frente a los norteamericanos, dieron una superioridad aplastante a
sus enemigos. Wilson fue el verdadero vencedor en Zacatecas y en el occidente.
Los partes de las victorias de Villa, de Angeles, de Obregón y de los otros jefes,
entonces carrancistas, debieron haber contenido una mención de la deuda
contraída con Wilson”. 130

Más de un lustro después así lo pregonó con su habitual cinismo Alvaro


Obregón, al decir estas palabras publicadas en el número 17 de enero de 1920
del semanario católico El Amigo de la Verdad, que entonces se editaba en la
ciudad de México:

“¿Qué os ofrezco para el porvenir? Derrumbe de iglesias, abolición de la


misa, incendio de confesionarios y, como acto representativo del progreso, lo
que hice en el templo de Santa Brígida de México: vestir a los Cristos con el
traje revolucionario, fajarles la canana y colocar en sus manos ensangrentadas
el rifle redentor que en santa hora nos procuró el gran Wilson”.

En un acto de justicia, exigido imperiosamente por la Filosofía de la


Historia, hay que proclamar que Victoriano Huerta, en su carácter de presidente
de México, espontáneamente cooperó a las solemnidades de la renovación de la
consagración de México al Sagrado Corazón, al que se coronó Rey “en vista de
los terribles males que amenazaban a la Patria” –por parte de la Revolución tan
anticatólica como antimexicana–, según dijeron todos los Prelados en su citada
Carta Pastoral Colectiva del 19 de marzo de 1921, lo mismo que al Homenaje
Nacional a Jesucristo Rey, en que se proclamó el imperio del Reinado Temporal
de Cristo en lo social, lo cívico y lo político. Por haber procedido así merece su
memoria justiciera loa, y debemos glorificarle porque fue arrojado del poder por
el imperialismo yanqui judaico masónico, para el que “un México católico
siempre será tenido como una amenaza”.

129
Ib., p. 484.
130
CARLOS PEREYRA, México Falsificado. Editorial “Polis”, México, 1949, t. I, p. 250.
ABANDERAMIENTO EPISCOPAL DEL CENTRO DE
ESTUDIANTES CATÓLICOS MEXICANOS

El 3 de junio de 1951, en la mañana, en la Basílica de San Pedro, en la


Ciudad del Vaticano, la Santidad de Pío XII beatificó al Papa Pío X –al que
canonizaría el 29 de mayo de 1954–, y por la tarde, desde lo alto de marmórea
escalinata de la misma Basílica, el mismo Pío XII, rodeado de Cardenales y de
más de doscientos Obispos, después de haber orado con profundo recogimiento
breve rato, se irguió para dirigirse a la muchedumbre de más de doscientos
cincuenta mil católicos, no sólo de Roma sino de toda Italia y del mundo entero,
que se apretujaban en la Plaza de San Pedro, y en magnífico y elocuente
discurso hizo magistralísimo panegírico del santo Papa Pío X, apología de la
que son estos párrafos:

“Un voto común se ha cumplido. Desde el día de su piadoso tránsito,


mientras cabe su tumba se hacían cada vez más numerosas las devotas
peregrinaciones, desde todas las naciones afluían súplicas implorando la
glorificación del inmortal Pontífice. Provenían de los más altos sitiales de la
Jerarquía Eclesiástica, del Clero secular y regular, de todas las clases sociales, y
especialmente las más humildes, en las que él mismo había florecido como flor
purísima. Y he aquí que tales votos han sido escuchados; he aquí que Dios, en
los arcanos designios de su Providencia, ha elegido a un indigno Sucesor suyo,
para darles cumplimiento, y hacer resplandecer, en la triste penumbra que
ofusca el camino todavía incierto del mundo de hoy, el fúlgido astro de su
blanca figura, a fin de que ilumine el derrotero y fortalezca los pasos de la
humanidad extraviada... Desde hace más de dos siglos que no amanecía sobre
el Pontificado Romano un día de esplendor comparable con éste, que no
razonaba con tanta vehemencia y unanimidad la voz, para ensalzarlo, de todos
aquellos, para quienes la Cátedra de Pedro es roca sobre la que se halla anclada
su fe, faro que robustece su indefectible esperanza, vínculo que los consolida en
la unidad y en la caridad divina...
Pastor, buen Pastor, fue él. Parecía nacido para serlo. En todas las etapas
que poco a poco lo iban conduciendo desde el humilde rincón lugareño, pobre
de bienes terrenos, pero rico de fe y de virtudes cristianas, hasta la Cumbre
Suprema de la Jerarquía, el hijo de Riese, permanecía siempre igual a sí mismo,
siempre sencillo, afable, accesible a todos en su casa parroquial de campaña, en
el escaño capitular de Treviso, en el Obispado de Mantua, en la Sede Patriarcal
de Venecia, en el esplendor de la púrpura romana, y continuó siendo tal en la
Majestad Soberana, sobre la silla gestatoria y bajo el peso de la tiara, el día en
que la Providencia, de largas miras, modeladora de las almas, inclinó el espíritu
y el corazón de sus Pares a colocar la vara, caída de las manos debilitadas del
gran anciano León XIII, en las suyas paternalmente firmes. De semejantes
manos el mundo necesitaba precisamente entonces...
Ahora, cuando el más minucioso examen ha escrutado a fondo todos los
actos y las vicisitudes de su Pontificado; ahora, cuando se conocen las
consecuencias de aquellos hechos, no cabe ya ninguna duda, ninguna reserva, y
es necesario reconocer que en los períodos más difíciles, más arduos, más
llenos de responsabilidad, Pío X, asistido por la grande alma de su fidelísimo
Secretario de Estado, el Cardenal Merry del Val, dio pruebas de aquella
prudencia iluminada, que jamás falta en los santos, ni siquiera cuando en su
aplicación, se encuentra en pugna dolorosa pero inevitable, con los engañosos
postulados de la prudencia humana y puramente terrena. Con su mirada de
águila, más perspicaz y más segura que las miras mezquinas de los razonadores
miopes, veía el mundo tal como era, veía la misión de la, Iglesia en el mundo,
veía con ojos de Pastor santo, cuál era el deber en medio de una sociedad
descristianizada, de una cristiandad contaminada o por lo menos amenazada
por los errores de la época y por la persecución del siglo.
Iluminado por la caridad de la Verdad Eterna, guiado por una conciencia
delicada, lúcida, de rígida rectitud, él poseía, a menudo con respecto al deber
del momento, a las resoluciones que debía adoptar, intuiciones, cuya perfecta
rectitud desconcertaba a aquellos que no estaban dotados de las mismas luces.
Por naturaleza, nadie más dulce, más amable que él, nadie más amigo de la paz,
nadie más paternal. Pero cuando en él hablaba la voz de su conciencia pastoral,
ya no existía sino el sentimiento del deber; éste imponía silencio a todas las
consideraciones de la debilidad humana; cortaba con todas las tergiversaciones;
decretaba las resoluciones más enérgicas, aunque resultaran penosas para su
corazón. El humilde cura de campiña, como a veces se le ha querido llamar –y
no para disminución suya–, ante los atentados contra los derechos
imprescindibles de la libertad y dignidad humanas, contra los sagrados
derechos de Dios y de la Iglesia, sabía erguirse como un gigante en toda la
majestad de su autoridad soberana. Entonces su non possumus hacía temblar y
también retroceder a los poderosos de la tierra, fortaleciendo al mismo tiempo a
los indecisos y galvanizando a los tímidos...
Defensor de la fe, heraldo de la verdad eterna, custodio de las tradiciones
más santas, Pío X dio muestras de poseer un sentido finísimo de las
necesidades, de las aspiraciones, de las energías de su época... Por medio de su
persona y por medio de su obra, quiso Dios preparar a la Iglesia para los
nuevos y arduos deberes que los tormentosos tiempos futuros le reservaban.
Preparar con oportunidad una Iglesia concorde en la doctrina, sólida en la
disciplina, eficiente en sus Pastores; un cuerpo de seglares generosos, un pueblo
instruido; una juventud santificada desde sus primeros años; una, conciencia
cristiana alerta a los problemas de la vida social. Si hoy la Iglesia de Dios, lejos
de retroceder frente a las fuerzas destructoras de los valores espirituales, sufre,
y por divina virtud avanza y redime, se debe en gran parte a la acción
altamente previsora y a la santidad de Pío X, hoy se hace manifiesto cómo todo
su Pontificado fue dirigido desde lo alto, según un designio de amor y de
redención, a disponer las almas para que pudieran enfrentarse con nuestras
propias luchas y para asegurar nuestras victorias y las victorias venideras”.

En el mismo magistralísimo discurso, expresó la Santidad de Pío XII, al


referirse sintéticamente al valor de las normas de San Pío X en el terreno de
Acción Católica:

“El árido vacío, que el espíritu sectario del siglo había socavado
alrededor del sacerdocio, se apresura él a colmarlo mediante la activa
colaboración de los laicos en el apostolado. A pesar de las circunstancias
adversas, antes bien, por ellas estimulado, Pío X cuida, si realmente no
comienza, con frecuentes directivas, la formación de un laicado fuerte en la fe,
unido con perfecta disciplina a los varios grados de la Jerarquía Eclesiástica. Y
cuanto hoy nos es dado admirar en Italia y en el mundo, en el vasto campo de
la acción católica, demuestra cuán providencial ha sido la obra del Beato, la
cual nos ilumina con una luz que, durante su vida, quizá muy pocos alcanzaron
a presagiar plenamente, por lo que, los cuadros de la acción católica, con toda
justicia, deben colocar al Beato Pio X entre las almas elegidas que ellos
recuerdan y veneran como señeras y promotoras de tan vitalizador
movimiento”.

Sobre esto, precisamente, San Pío X dirigió a los Arzobispos y Obispos


de la Jerarquía Católica en Italia, su celebérrima Encíclica Il fermo proposito,
sobre la reorganización de la Acción Católica en Italia, el 11 de junio de 1905.
Las enseñanzas de San Pío X en esa Encíclica tuvieron y tienen valor universal,
y son guía para los católicos, como lo precisó la Santidad de Pío XII, “en Italia
y en el mundo”. De aquella luminosa Encíclica, hoy generalmente desconocida
entre los católicos mexicanos desgraciadamente, son los párrafos que a
continuación se transcriben, por ser necesario el conocimiento de lo que en ellos
enseñó aquel gran Papa, para comprender y justipreciar con exactitud la acción
de Mons. Mora y del Río al abanderar solemne y públicamente al Centro de
Estudiantes Católicos Mexicanos:

“Tales son, Venerables Hermanos, las características y las condiciones


de la Acción Católica, considerada en su parte más importante, que es la
solución de la cuestión social, merecedora, por consiguiente, de que a ella se
apliquen con la mayor energía y constancia todas las fuerzas católicas. Lo cual
no obsta para que se favorezcan y promuevan otras obras de distinto género y
diversa organización; pero todas igualmente destinadas a procurar este o aquel
bien particular de la sociedad, o del pueblo, y el reflorecimiento de la
civilización cristiana en sus varios y determinados aspectos. Es lo ordinario que
estas obras nazcan del celo de algunas personas particulares, y se difundan en
cada Diócesis y a veces se agrupen en federaciones más amplias.
Ahora bien, siempre que sea laudable el fin que se propongan, que sean
firmes los principios cristianos que sigan y justos los medios que empleen, son
también dignas de alabarse y alentarse por todos los medios posibles. Y aun
deberá, en verdad, dejarlas una cierta libertad de organización, ya que no es
posible que donde muchas personas se juntan, se modelen todas conforme a un
mismo tipo, o se concentren bajo una dirección única. “En cuanto a la
organización, debe nacer espontáneamente de las obras mismas, so pena de
tener edificios de bella arquitectura, pero privados de fundamento real, y por lo
tanto, completamente efímeros. Conviene también tener en cuenta la índole de
cada población, porque los usos y tendencias varían según los lugares. Lo que
importa es que se edifique sobre buenos cimientos, con solidez de principios,
con celo y constancia; y si esto se consigue, el modo y la forma que adopten las
diferentes obras, son y permanecen como cosas accidentales...
Nos resta hablar, Venerables Hermanos, de otro punto de suma
importancia, y es el de la relación que todas las obras de la acción católica
deben tener con la autoridad eclesiástica. Si bien se considera la doctrina que
hemos expuesto en la primera parte de estas nuestras letras, fácilmente se
deducirá que todas aquellas obras que vengan en auxilio del ministerio
espiritual y pastoral de la Iglesia y que, por consiguiente, se proponen un fin
religioso, con la mira de procurar el bien directo de las almas, deben, hasta en
las cosas más pequeñas, estar subordinadas a la autoridad de la Iglesia, y por lo
mismo hallarse supeditadas a la autoridad de los Obispos, puestos por el
Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios en las Diócesis que les han sido
asignadas.
Pero también las otras obras que, como hemos dicho, se han instituido
principalmente para restaurar y promover en Cristo la verdadera civilización
cristiana, y que constituyen en el sentido ya explicado, la acción católica, no se
pueden en modo alguno concebir independientes del consejo y de la alta
dirección de la autoridad eclesiástica, especialmente en cuanto que deben
todas informarse en los principios de la doctrina y de la moral cristiana; y es
mucho menos posible concebirlas en oposición, más o menos abierta, con esta
misma autoridad.
Cierto es que tales obras, dada su naturaleza, deben moverse con la
libertad que razonablemente les conviene, pues sobre ellas mismas recae la
responsabilidad de su acción, sobre todo en los asuntos temporales y
económicos, así como en aquellos que pertenecen a la vida pública,
administrativa o política, cosas todas ellas extrañas al ministerio puramente
espiritual. Pero, ya que los católicos alzan siempre la bandera de Cristo, por
esto mismo alzan la bandera de la Iglesia, es razonable que de manos de la
Iglesia la reciban, que la Iglesia vele porque se conserve su honor inmaculado,
y que a esta maternal vigilancia de la Iglesia, se sometan los católicos a fuer de
hijos dóciles y amorosos”.

Mons. Mora y del Río sabía que el Centro de Estudiantes Católicos


Mexicanos, cuya fundación él mismo había sancionado con su presencia y cuyo
local había solemnemente bendecido al mismo tiempo el 2 de febrero de 1913,
era, según lo prescrito en la primera de sus bases constitutivas por él también
aprobadas, “una Asociación de carácter netamente católico-social”, o sea, una
Agrupación de acción social católica, de la cual él propio era Presidente en la
Nación Mexicana, esto es una de aquellas obras de las que San Pío X, entonces
Papa gloriosamente reinante, había prescrito que “dada su naturaleza, deben
moverse con la libertad que razonablemente les conviene, pues sobre ellas
mismas recae la responsabilidad de su acción, sometidas a la “maternal
vigilancia de la Iglesia”, y que por alzar la bandera de Cristo y de la Iglesia, “es
conveniente que de manos de la Iglesia la reciban”.
Cumpliendo con esa norma pontificia, Mons. Mora y del Río resolvió
abanderar al Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, haciéndole solemne y
pública entrega de la bandera que la Asociación de Damas Católicas Mexicanas
había puesto en sus manos, para que fuera él mismo quien la colocara en las de
aquel Centro, como lo hizo después de bendecirla en la ceremonia de
renovación de la consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús, el 6 de
enero de 1914, en la Catedral de México, en que aquella enseña representó a
México entero, como habría de hacerlo en la manifestación cívica en que
proclamaría el imperio del Reinado Temporal de Cristo. De la ceremonia del
abanderamiento se publicó, en el número de enero de 1914 de El Estudiante, la
veraz y conmovedora crónica en que se decía:

“Eran las seis de la tarde del 10 de enero; el Ilmo. Sr. Arzobispo, doctor
don José Mora y del Río, entraba al salón principal del ‘Centro de Estudiantes
Católicos’ en medio de explosiones de regocijo, producido por su presencia.
Llegado al lugar en que había de presidir la fiesta, la orquesta preludió nuestro
himno patrio, que fue cantado por un numeroso coro formado por socios del
Centro, mientras otro grupo de compañeros nuestros introducía al salón, en
medio de una ovación majestuosa, nuestra nueva bandera, que fue puesta en
manos de nuestro venerable Pastor. Terminó el Himno, cesaron los aplausos y
callaron las voces; entonces la del señor Arzobispo se levantó para hacer
entrega del pendón a nuestro presidente, y sus palabras fueron escuchadas por
todos, con grande atención y respeto; en nosotros hicieron eco profundisimo:
Os felicito, nos dijo, porque habéis escogido por vuestra bandera la verdadera
nacional; vosotros la habéis completado fijando en ella la imagen de la Virgen
Santísima de Guadalupe, que es algo indispensable, algo de lo que no debemos
prescindir cuando se trate de simbolizar la Patria Mexicana. Este acto en que
os hago entrega, como jefe de la Iglesia Mexicana, de esta bandera, es un acto
solemnísimo para vosotros, ya que confío a vuestro cuidado, algo muy sagrado
que habréis de guardar y conservar siempre con honor. Al haceros esta
entrega, como lo hace un general con sus soldados, debo pediros que al
recibiría, me juréis estar dispuestos a dejaros arrebatar la vida antes que este
lienzo bendito que pongo en vuestras manos.
Trémulas estaban las manos venerables del que hacía la entrega,
trémulas, muy trémulas las de nuestro presidente que recibía y más trémulos
aún nuestros corazones, sobre los que sentíamos pesada aquella enseña gloriosa
que nos legó el inmortal Iturbide, con todo el peso de lo grandioso, de lo
sublime, de lo santo que simboliza.
Quiera Dios que, sintiendo siempre sobre nuestros pechos peso tan
enorme y tan enormemente dulce y amable, no haya lugar para que nuestros
corazones palpiten sino por la santa religión, por la Unión y la caridad entre
nuestros hermanos, por que tanto suspiramos ahora, y por la Independencia,
integridad, honor y gloria de nuestra Patria.
Entusiasmado nuestro presidente y recogiendo las últimas palabras del
señor Arzobispo, nos invitó a hacer el juramento que su Ilustrísima pedía, y éste
brotó de nuestros pechos, vibrante, sonoro, enérgico. Los aplausos se
produjeron atronadores y prolongados.
La orquesta ejecutó un selecto trozo, mientras nuestro amado Pastor se
revestía de los ornamentos sagrados para bendecir una imagen del Corazón de
Jesús que se ha colocado en nuestro salón de actos.
Bendecido el cuadro, el Ilmo. Señor se arrodilló, y todos los que allí
estábamos, y procedió a consagrar al Sacratísimo Corazón de Jesús, Rey de
México, el Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos y todo lo que éste
encierra empezando por todos sus miembros, así como de su órgano El
Estudiante; a la voz del Señor Arzobispo siguió la de nuestro querido Asistente
Eclesiástico, el R. P. don Bernardo Bergoënd, que llevando la de todos
nosotros, hizo al Sagrado Corazón la entrega de todo lo nuestro y la promesa de
eterno, amoroso y fiel vasallaje. Fue solemne, solemnísima la ceremonia, y
cuando levantamos del suelo, en que estuvimos postrados, se produjeron nuevas
explosiones de entusiasmo. Nuestro Ilmo. Prelado se retiraba y para
demostrarle nuestra gratitud y nuestro cariño salimos a despedirlo a las puertas
del Centro”.

PROCLAMACIÓN DEL IMPERIO DEL REINADO


TEMPORAL DE CRISTO EN MÉXICO

En las ediciones del 10 y del 11 de enero de 1914, apareció en el diario


La Nación el minucioso Programa del Solemne Homenaje Nacional a jesucristo
Rey, que no hay para qué reproducir aquí, pues fue observado con entera
escrupulosidad y la crónica que a continuación se transcribe en toda su
integridad no es sino relato vivo y emocionante de la realización de tal
programa, que terminaba con ocho notas importantes, la última de las cuales
advertía: “8a. Se encarece la estricta observancia de las prescripciones
anteriores, advirtiéndose que las personas que traten de quebrantar el orden o
infringir la ley, serán consignadas inmediatamente a la autoridad”. A la
autoridad política que, por orden del presidente Huerta, colaboraba en la
realización del acto, cuya crónica oficial, publicada en el multicitado número de
enero de 1914 de El Estudiante, informó verazmente:

“Todas las sociedades católicas, cuya lista sería interminable, trabajaron


por ella, y el domingo 11 de enero de 1914, una muchedumbre inmensa que
llenaba las avenidas, desde la estatua de Colón a la de Carlos IV, hasta la
Avenida de San Francisco y hasta el atrio de la Catedral, vio jubilosa y atónita
desfilar a más de doce mil católicos varones, la flor de todas las clases sociales;
desde la más alta hasta la más humilde, representadas por lo más granado de
ellas; dijéranlo si no, los grupos de profesionistas, en el que formaron los más
conspicuos miembros del foro mexicano, los más sabios doctores, los más
notables arquitectos e ingenieros; dijéranlo si no, los respetables grupos de
extranjeros; dijéranlo si no, los correctísimos grupos de obreros cuya
compostura, cuya admirable disciplina y corrección, dejaron puesto muy en alto
el nombre de las nobles clases trabajadoras.
Todo fue hermoso, todo severo, todo digno de lo que significaba. Aquel
ejército de hombres que con la elocuencia de la majestad del silencio
publicaban el Reinado de Jesucristo en esta católica Patria, y le rendía el culto
de su amor y de su vasallaje, cruzó por entre la multitud, azotada
constantemente por una torrencial lluvia de flores y entre un rumor incesante de
aplausos.
Las campanas de todos los templos aclamaban con repiques de gloria a
nuestro Rey, los corazones se transportaban, los ojos eran manantiales de
lágrimas, la atmósfera que se respiraba estaba impregnada de grandeza... ¡cómo
no, si iba recogiendo tantos suspiros! ¡cómo no, si de todas las almas se
desbordaban infinitas ternuras, tristezas sublimes, dolores santos, alegrías
benditas, anhelos muy grandes, esperanzas incontables!
La columna que parecía no tener término, majestuosa, ordenadísima,
perfectamente organizada, avanzaba lentamente. Abría la marcha la magnífica
banda de estudiantes salesianos, y a la cabeza iban como director y subdirector
generales, el señor ingeniero don Rafael de la Mora y nuestro presidente don
José Pedro Durán, acompañados por los señores don Ramón Rivero, don
Francisco Manzano, don Benjamín Anguiano, don Estanislao Suárez y don
Alejandro Traslosheros. Seguía la Juventud Católica en este orden: Centro de
Estudiantes Católicos, Congregación Mariana de Nuestra Señora de Guadalupe
y San Luis Gonzaga, Estudiantes y Jóvenes en general; Asociaciones Piadosas
de Varones; Caballeros de Colón; Profesionistas, divididos como sigue:
Abogados y Notarios, Médicos y Farmacéuticos, Ingenieros y Arquitectos,
Profesiones Diversas; Prensa Católica Nacional; Industriales; Comerciantes;
Agricultores; Propietarios; Católicos Extranjeros; Empleados de Comercio y
Particulares; Agrupaciones de Obreros.
Cada uno de estos grupos y los subgrupos respectivos, estuvo dirigido
por comisiones formadas por socios del Centro de Estudiantes Católicos.
Al llegar a la Plaza de Armas la cabeza de la manifestación, los bronces
majestuosos de Catedral, que hasta entonces habían estado mudos, se unieron a
los de las demás iglesias, llevando el alborozo a su plenitud.
En aquel momento se abrieron las puertas del templo y apareció la
venerable figura del Sr. Arzobispo, acompañado de su Vicario Capitular, el
muy Rerevendo señor Canónigo, don Samuel Argüelles, y del muy Reverendo
Canónigo don Alfonso Villagrán y Heras, Provisor de la Sagrada Mitra, y
seguido por todo el Cabildo.
Poco después un grupo de estudiantes del Centro se adelantó hasta la
mitad del atrio, y el que la llevaba, despegó en lo alto la hermosísima bandera
de nuestra agrupación. El sol brillaba en aquellos momentos con esplendor y
sus rayos fueron a quebrarse sobre la seda del pabellón, que pareció hecho de
luz. Un ¡Viva! unánime y atronador, un aplauso que rivalizaba con el clamoreo
de las campanas; una cascada de flores que cayó sobre la bandera... El
abanderado sale al encuentro del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos;
pone aquélla en manos de su presidente; llégase éste hasta las puertas de la
iglesia, y en sus umbrales tiende el lienzo santo a los pies del General en Jefe de
los Católicos Mexicanos, que toma el hisopo, empapa con el agua bendita los
pliegues tricolores y precede a los manifestantes que penetran al templo...
Allí se desbordan todos los afectos, todos los sentimientos, comprimidos
durante el trayecto: gritos, aplausos, llantos, suspiros, quejas, himnos de triunfo,
cantos de alabanza, clamores implorando misericordia y voces lanzando
bendiciones... ¡delirio!
Llega el esclarecido Príncipe de la Iglesia al trono, en que ya hacía falta
su figura serena y respetable; el pueblo le aclama loco de entusiasmo; los
estudiantes que le seguían hacen una reverencia y se dirigen adonde el Corazón
Sacratísimo de Jesús estaba, adonde el Rey que aclamábamos aguardaba con
los brazos abiertos, que difícilmente las puertas del cielo serán tan hermosas
como aquellos brazos en que se destaca ‘el Corazón que tanto ha amado a los
hombres’, ¡esas son las verdaderas puertas de la gloria!
Todas las miradas convergen allí, todos los corazones allí se
concentran... los estudiantes se postran y dejan a los pies del Rey la bandera de
la Nación en que reina. Nueva e imponentísima ovación al Salvador del Mundo,
que ha venido a México para salvarlo... nuevamente los corazones salen por la
boca en gritos y gemidos, las lágrimas empapan los vestidos, porque no pueden
llegar al suelo, tales son las apreturas que sufre aquel pueblo apiñado alrededor
de su Dios, y, como si se hubiesen rasgado los velos del cielo y dejaran caer un
nuevo diluvio, pero de flores, el pedestal de la Imagen queda cubierto con las
galas de nuestros jardines. Cerca de una hora que tarda en penetrar al templo la
procesión, duran el caer de las flores, el rodar de las lágrimas, el ahogarse de
los pechos.
La multitud, en las afueras, ya no grita, ruge; el recinto santo está pleno
y todos quieren entrar...
¡Ah, las tempestades de los mares, no son tan imponentes como las que
se desatan en el corazón humano, cuando el amor, el arrepentimiento, el dolor,
la alegría, la esperanza, se dan a rugir en su seno a un tiempo mismo! ¡Si no
fuera por la ternura, que tiene la virtud de convertirlo todo en lágrimas, el
hombre moriría! ...
¿Creo en Dios Padre Todopoderoso? Sí, el pueblo mexicano cree, y por
eso fue a cantar su fe, como el himno más: sublime que él conoce.
Al terminar el Credo, el R. P. Eduardo Peza, S. J., habló desde el púlpito
a los fieles; sus palabras no fueron sino traducción de las emociones que
embargaban a los circunstantes; tanto fue así que cuando decía: Esta
manifestación era una necesidad nacional que se imponía, la satisfacción se
transformó en un aplauso delirante: Es necesario que Jesucristo reine y este es
el sentimiento general del pueblo, porque el pueblo mexicano es católico, es de
Jesucristo, y el alma nacional no la representan los que sin cesar repiten, los
modernos judíos que blasfeman: no queremos que reine Jesús; sino la mayoría
inmensa que hoy pide a gritos su reinado, y si no, responded todos a esta
pregunta: mirad, alli tenéis el mundo con todos sus esplendores, con todas sus
impiedades, con todas sus corrupciones, con todas sus pompas y todos sus
atractivos; de este otro lado se encuentra Jesús el despreciado, el escarnecido,
el burlado, cubierto todo de llagas y de sangre, insultado, desnudo, coronado
de espinas: ¿a quién queréis, al mundo o a Jesús? –¡¡¡A Jesucristo!!! ¡¡¡A
Jesucristo!!!, exclamó toda la gente, con verdadero frenesí. Ya lo veis, he aquí
la prueba, este día será una fecha de las más gloriosas en las páginas de
nuestra historia, será inolvidable, cómo no lo ha de ser, el dia en que proclamó
a Jesucristo por su Rey esta bendita República, hoy República Mexicana del
Sagrado Corazón de Jesús. ¡Viva el Rey de México! ¡Viva nuestro Rey! ¡Viva
nuestra República!, prorrumpió el pueblo, ya fuera de sí. ¡Ah, mexicanos, si
Jesucristo es vuestro Rey, obligados estáis a serle siempre fieles y a serlo en
todas partes; aquí, doblada la rodilla, y en la calle, alta la frente, sin
avergonzaros nunca de El. Son estos momentos supremos y voy, con mi
autoridad de sacerdote, a pediros este juramento: ¿Juráis solemnemente ser
siempre fieles a Jesucristo, siempre y en todas partes y no avergonzaros nunca
de El? ¿Juráis, cuantos estáis aquí, convertiros desde hoy en apóstoles del
reinado de Cristo, para que impere de veras en nuestra patria? –¡Sí lo
juramos!, exclamaron todas las voces. –Ya lo habéis jurado aquí, delante de
Dios; ahora es preciso que cuando salgáis, no vayáis a negar a Jesús volviendo
a una vida pagana; id a trabajar por establecer su reinado en todas partes, sin
temores sin cobardías, sin respetos humanos; no olvidéis que lo habéis
prometido, porque si faltaseis seríais perjuros. ¡Paso a Jesucristo!, sea de hoy
en adelante vuestra divisa; ¡paso a Jesucristo!, sea la señal porque se
conozcan los verdaderos cristianos, allá afuera. ¡Ah, de ser asi, la Patria
Mexicana no perecerá, porque nuestro Rey es Dios, y nosotros pueblo suyo
predilecto, y no permitirá que nuestros enemigos puedan arrancarnos el más
pequeño jirón de nuestro suelo, porque mientras seamos fieles a nuestro Rey,
nuestro Rey estará con nosotros. ¡Corazón de Jesús, perdónanos! ¡Corazón de
Jesús, sálvanos! ¡Viva el Sagrado Corazón de Jesús!
Cuando pasó la tremenda conmoción que produjeron tan sublimes
expansiones, que hemos procurado transcribir lo más fielmente posible, todos
cantaron con grande amor el himno al Sagrado Corazón. Fue majestuoso; pero
mucho más resultó el ‘Tantum Ergo’, cuya música severa hizo entrar en calma
los espíritus y los preparó para recibir la bendición que, con el Santísimo, dio el
señor Arzobispo, y que cayó sobre aquellas almas, como un rocío vivificante
que las fortaleció para poderse levantar de donde habían quedado postradas.
¡Bendito sea Dios, que dio a nuestro humilde homenaje tanto esplendor!
En otras poblaciones de la República, no fueron menos entusiastas los
tributos de vasallaje rendidos al Señor. En Guadalajara, Puebla, Aguascalientes,
Lagos, Oaxaca, Tulancingo, Toluca, Morelia y otras muchas, los manifestantes
ascendieron a muchos millares, y el fervor, la esplendidez y la suntuosidad con
que se contribuyó en ellas al Homenaje Nacional a Cristo Rey, fueron dignos de
su objeto”.

Lo trascendental está en que con las manifestaciones cívicas católicas,


con participación de los Prelados para organizarlas, se repudió aquel
conformismo producido por la perniciosa política de conciliación de Porfirio
Díaz, de quien bien precisó Mons. Amado Villanueva:

“Sin embargo, la actuación de Díaz, siempre maquiavélica y engañosa,


dividió las opiniones, desorganizo las débiles fuerzas del catolicismo en el
orden civil, extendió las ideas liberales por todas partes y ellas prevalecieron,
¡quién lo creyera!, hasta en algunos de sus impugnadores; y fue él quien logró
un verdadero culto a Juárez, el Buda de los liberales. Se enervaron las energías,
cayeron los hombres en la molicie, los luchadores descansaron armas, y la
Iglesia misma entró en una senda de funesta pasividad, cediendo siempre a la
opresión, ‘para evitar mayores males’; pasividad de que siempre abusó el
Gobierno yendo cada vez más adelante, en cuanto a mermar los derechos de la
Iglesia y destruir el espíritu público de los católicos”. 131

131
CÉSAR MILES, “¡Víctimas y verdugos! Estudio Sobre la Persecución Antirreligiosa en México”.
Traducido de la tercera edición inglesa, secundando los nobles deseos del Autor. Belfast, 1927, p. 20. Lo cierto
es que este libro de 126 páginas, sólo tuvo una edición, hecha en la ciudad de Roma, y fue escrita en español y
financiada por su autor, el mexicano Mons. Amado Villanueva, secretario particular de Mons. Emeterio
Valverde y Téllez, Obispo de León, México, quienes residían en Barcelona desde que se desintegró la Comisión
de Obispos Mexicanos Residente en Roma Ante la Santa Sede, de la que Mons. Valverde y Téllez fue
secretario. Sobre esta obra suya me decía Mons. Villanueva, en carta fechada en Barcelona, a 4 de junio de
1929, al remitírmela para que la utilizara en la campaña de la Asociación Católica de la Juventud Belga contra la
La manifestación cívica de más de doce mil católicos varones que
hicieron la proclamación del imperio del Reinado Temporal –Social, Cívico,
Político– de Cristo en México, con la bendición y aprobación de San Pío X y
muchos Prelados mexicanos, y con la colaboración del presidente del Estado
Mexicano, fue sin duda ninguna principio de abandono de la funesta pasividad
episcopal frente a la Revolución, rechazo de la suprema autoridad política de la
imposición del laicismo liberal, y revivir esplendoroso y galvanizante del
agonizante espíritu público de los católicos a impulso reciamente vigorizante,
con ímpetu juvenil, del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos, Asociación
de carácter netamente católico-social, Centro principal de la Liga Nacional de
Estudiantes Católicos, del que habría de surgir, andando el tiempo, la
Agrupación de Acción Social Católica que fue la primitiva Asociación Católica
de la Juventud Mexicana.

¡VIVA CRISTO REY!

Aludiendo a la Cruzada Conservadora en 1858 frente a las hordas


liberales laicizadoras, enemigas del Reinado de Cristo en todos los órdenes,
escribió Carlos Sánchez-Navarro y Peón: “Los principales acontecimientos de
armas en aquella época fueron favorables al ejército conservador y a los
‘cristeros’, como llamaban los liberales a los guerrilleros partidarios de los
conservadores, porque en algunas regiones del país entraban a combate al grito
de Viva Cristo Rey”. 132 Aclamación que nació de nuestros primeros Cristeros a
los que no hizo referencia –por desconocer el dato, que reveló Sánchez-Navarro
y Peón posteriormente– Luis B. Beltrán y Mendoza, al decir en su discurso
citado del 5 de octubre de 1938, después de leer en gran parte la crónica oficial
publicada en El Estudiante de la renovación de la consagración de México al
Sagrado Corazón de Jesús y del Homenaje Nacional a Jesucristo Rey:

persecución al Catolicismo en México y en defensa de los católicos mexicanos, cuya oficina de documentación
tenía a mi cargo en el Secretariado de la misma A. C. J. B., en Lovaina, donde residía: “Le mando por correo
separado un ejemplar de un librito publicado hace ya casi dos años... Opine con libertad sobre él y guárdele
siempre el secreto a César Miles que se vio obligado a llamarse así para rehuír la Censura eclesiástica que
acaso le hubiera zarandeado bien y bonito con lápiz rojo... Consérvelo como un recuerdo de un acejotaemero
de corazón, que, aunque no conoció antes demasiado a la benemérita institución, la ama de verdad porque
conoce su mérito fundado desde luego en sus destinos providenciales”. El subrayado, y en rojo en el original, es
de Mons. Villanueva, quien años después me autorizó, porque ya no había motivo para conservarlo en secreto, a
revelar que era el autor del libro, cuando citara párrafos de su contenido, como lo hago ahora, rindiendo al
mismo tiempo homenaje a su memoria.
132
CARLOS SÁNCHEZ-NAVARRO Y PEÓN, “Miramón. El Caudillo Conservador”. Editorial Jus,
México, 1945, p. 72.
“Pues bien, señores, agrego a esta crónica la consignación de un
incidente del que no hace mención el cronista, pero cuya importancia
reconoceréis desde luego: En aquellas memorables jornadas, lo tengo muy
grabado, los anhelos y las resoluciones de nuestra juventud, se concretaron y
expresaron en un grito que se le escapó del alma en los momentos sublimes en
que Mons. Mora y del Río concluía la consagración de nuestra Patria al
Corazón de Jesús, depositando a los pies de la Sagrada Imagen la corona y el
cetro; grito que es todo un programa expuesto en fórmula rotunda, brevísima,
pero completa; grito que se ha quedado vibrando desde entonces en el ambiente
patrio, que lo llevan de un rumbo a otro las auras vivificantes de nuestros
bosques, los ecos de nuestras serranías, las brisas de nuestros campos:
preguntádselo a nuestros valles, a nuestros bosques, a nuestras montañas y
sabréis cuántas veces ha resonado entre ellos con acento de heroísmo, con
estridencias de dolor, con cadencias de indestructibles esperanzas; y hasta
nuestras ciudades os darán razón de él, sus calles y sus plazas llenas de luz,
también las lobregueces de las prisiones y los sótanos; vibra siempre ese grito
como un canto en las frecuentes expansiones de nuestros jóvenes, se ha hecho
ya la voz clásica con que responden de presentes nuestros hombres en sus
reuniones y se ha vuelto arrullo de cuna en los labios de las madres mexicanas,
que lo cantan meciendo a sus hijitos en los brazos; es plegaria suprema cuando
conmueve las naves de nuestros templos en los días más solemnes de nuestras
tribulaciones o nuestros regocijos, y vuestros propios corazones, señores, se han
desbordado más de una vez en ese grito, que también lo habéis hecho vuestro
porque es ya el grito de todos los católicos mexicanos: ¡Viva Cristo Rey!”. 133

Aclamación que brotó también naturalmente del pueblo católico


mexicano, cinco días después de aquel en que se hizo la renovación de la
consagración de México al Sagrado Corazón de Jesús en la Catedral de la
Capital mexicana, hecho que rememoró el Lic. Miguel Palomar y Vizcarra, al
escribir:

“El 11 de enero de 1914, día imperecedero en la Historia Eclesiástica, se


rindió Homenaje Nacional, se proclamó el imperio del Reinado Temporal de
Cristo en México, por miles de miles de hombres de todas las clases sociales,
marchando en manifestaciones cívicas en ciudades y pueblos de nuestro
territorio, siendo entonces cuando, por primera vez en nuestra Patria, y en el
mundo, fue lanzado al aire por el pueblo, en todas aquellas poblaciones,

133
Apud, nota 123, p. 13.
brotando espontáneamente en arrolladora avalancha el grito ¡Viva Cristo Rey!
...” 134

Lo que no es históricamente cierto es que en dichas manifestaciones


cívico-católicas, haya sido la primera vez que se gritó en nuestra Patria ¡Viva
Cristo Rey!, pues tal gloria pertenece a nuestros primeros Cristeros de 1858, y
cinco días antes de llevarse al cabo tales manifestaciones, había resonado, según
queda dicho, en la Catedral de la ciudad de México.
Mas sí se lanzó esa aclamación en el gran Homenaje Nacional a
Jesucristo Rey, del que dijeron todos los Arzobispos y Obispos mexicanos, en
su citada vibrante Carta Pastoral Colectiva de 19 de marzo de 1921:

“Y como no cabían ya en el recinto estrecho de los templos esas


ardientes explosiones de amor, y el pueblo quería que el Reinado de Jesucristo
no tuviera grillos ni cadenas, sino la amplitud y libertad a que tiene derecho, ya
que le dijo al Señor: pídeme y te daré las naciones en herencia tuya y en
posesión tuya los términos de la tierra (Salmo II, V. 8.), las multitudes
delirantes de entusiasmo, invadieron las calles y las plazas, y el glorioso día 11
de enero del mismo año, se hicieron manifestaciones tan grandiosas al Sagrado
Corazón en las vías públicas de muchas ciudades como antes no se había visto
jamás; los vítores y aplausos, y los cánticos de alabanza y las aclamaciones a
Cristo Rey, brotaron ensordecedoras, como el ruido de muchas cataratas, en
aquellos lugares públicos donde hacía muchos años no hablaba la fe, engrillada
y muda, como la tenían las leyes impías que tanto deshonran a nuestro país”.

Años después, haciendo plena justicia, escribió Mons. Louis Picard,


Conciliario –Asistente Eclesiástico, decimos en México– General de la
Asociación Católica de la Juventud Belga, en su espléndido resumen del
Congreso de ésta, celebrado en la famosa ciudad de Lieja del Reino Belga, los
días 27 y 28 de agosto de 1927:

“Un grito ha dominado en el Congreso de Lieja, un clamor unánime de


sesenta mil pechos de jóvenes: ¡Viva Cristo Rey! Esa aclamación conmovió y
entusiasmó el alma de la Ciudad Ardiente, y ha tenido un eco poderoso en toda
Bélgica y bien lejos aún, en todos sentidos, más allá de nuestras fronteras; Si

134
MIGUEL PALOMAR Y VIZCARRA, Caballero de la Orden Pontificia de San Gregorio Magno,
Hacia la Cumbre de la Cristiandad, primer volumen de la colección “El Caso Ejemplar Mexicano”. Editorial
“Rex-Mex”, Guadalajara, Jal., 1945, p. 203. La edición la hizo el Lic. Palomar y Vizcarra y se hizo en una
imprenta particular en la ciudad de México, lo que personalmente me consta. Rex-Mex significa Cristo Rey y
México.
comprendéis el significado de estas palabras: ‘Viva Cristo Rey’, que han
galvanizado al ejército de Lieja, habréis captado esencialmente el alcance de
una aclamación que ha entrado en la Historia Religiosa, en la gran Historia de
nuestro País. Pero la Historia, no ya de nuestro País, sino del Mundo y de la
Iglesia Universal, nos enseña que el pueblo que lanzó primero esta magnífica
aclamación, es el pueblo mexicano”. 135

Año y medio después, en sermón predicado en el púlpito de la Catedral


de Tournai, dijo el propio Mons. Picard:

“Entre todos los mártires cuyo heroísmo y gloria empurpuran la Historia


de la Iglesia, no hay ningunos cuyo testimonio supremo –ese testimonio de fe y
de amor que el mismo Cristo afirmó que sobrepasaba a todos los otros–, sea
más luminoso y magnífico que el de los mártires mexicanos. Es libremente y
por Cristo como se han expuesto a la muerte, y han arrostrado todos los
peligros y resistido todas las solicitaciones. Es aclamando a Cristo Rey como
han resuelto combatir los designios antirreligiosos e impíos de un gobierno
masónico. Es aclamando a Cristo Rey como han sostenido el valor y el
entusiasmo de todo un pueblo. Es el grito de ¡Viva Cristo Rey! el que ha hecho
exclamar a las multitudes reunidas para la oración o para la protesta. Y cuando,
arrestados, se les propuso probar su lealtad en favor de la República y de su
presidente, por medio de una aclamación que ellos juzgaron impía y blasfema,
expresaron su repudio y su entereza aclamando a Cristo Rey. ¡Viva Cristo Rey!
salía aún de sus labios cuando los jueces regulares e improvisados, a veces un
jefe de bandoleros cualquiera, les notificaron la condena capital. ¡Viva Cristo
Rey! era la oración de su cautiverio, el saludo mutuo de los confesores de la fe.
Ante el pelotón de ejecución, ahí sobre todo, quisieron que ese grito marcara la
significación de su sacrificio y expresara lo que había de más profundo, de más
ferviente, de más absoluto en su espíritu y en su corazón. ¡Viva Cristo Rey! es
como un rito del martirio mexicano. Es la última palabra de las gloriosas
víctimas: ese grito sale con su sangre, con su alma. ¡Viva Cristo Rey! Ese grito
se une a través de los siglos a una frase de los orígenes del Cristianismo, una
frase salida del corazón ardiente del Apóstol: Oportet Illum regnare! ¡Es
necesario que El reine! Oportet Illum regnare!, en estilo moderno, en estilo

135
Mgr. LOUIS PICARD, Prelat Domestique de Sa Santité, Aumonier Général de l’A.C.J.B. “Journée
Royale. Le Congrés de la Jeunesse Catholique á Liége, le 28 aout 1927”. En Pages de Gloire, 7e. série, 1928-
1929, Conseil Central de l’Enseignement Primarie Catholique, Liégue, Desclés De Brouwer & Cie. Imprimeurs-
Editeurs, Bruges. Ps. 43-44.
mexicano, en estilo de acción católica, se traduce muy exactamente: ¡Viva
Cristo Rey!” 136

Un lustro después, en octubre de 1934, en el celebérrimo XXXII


Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires, Argentina, al
que la Santidad de Pío XI envió como su Legado a latere a la Eminencia del
Cardenal Eugenio Pacelli Graziosi, entonces Secretario de Estado de la Santa
Sede y futuro gran Papa Pío XII, expresó el Obispo de Santa Fe, Argentina, con
palabras en que hizo evocación de la solicitud para imponer las insignias de la
realeza temporal a las estatuas del Sagrado Corazón de Jesús al renovarle la
consagración de México entero, y de la aprobación de San Pío X, ordenando
que fueran colocadas a los pies de las imágenes, quedando así coronadas:

“Y apareció Cristo Rey en México. El 6 de enero de 1914, cuando la


Cristiandad recordaba a los Reyes Magos, de rodillas ante el Párvulo de Belén:
Obispos, sacerdotes y católicos mexicanos, ante Cristo, por primera vez
presentado Rey a todo un pueblo, le ofrecieron su Patria y le juraron ser
católicos siempre: y al proclamarlo Rey, le ofrendaron sus cuerpos, sus almas,
su sangre y sus vidas todas. Por eso al grito de ¡Viva Cristo Rey! Vosotros y
Vuestros Hermanos, dignísimos Prelados de México y católicos de aquella
privilegiada tierra mártir, habéis escrito una página de gloria para la Iglesia, de
honor para vuestra Patria, y habéis rubricado vuestra consagración a Cristo con
la roja sangre de vuestros martirios: y esa sangre, siempre, como en las
primitivas centurias, es semilla de cristianos: hará resurgir a vuestro País y lo
saludaremos resplandeciente todos los Hermanos como el Pueblo Mártir de
Cristo, Rey de la América Latina”. 137

Poco tiempo después, en la Madre Patria estaba en apogeo el glorioso


Alzamiento Nacional que fue una Cruzada, de la que descubrió el insigne
católico nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, que

“había surgido en gran parte, a la hora tremenda y original de la espada,


por la virtud ejemplar de México. ¡Sí, de México! ¡Navarra misma –reserva
incólume de la Tradición Hispana– había escuchado, junto a la voz de la sangre,

136
Mgr. PICARD, Le Christ-Roi. Editions Rex, Louvain, 1929, pp. 11-112 y 128. El libro fue escrito
con las versiones de los sermones predicados por el propio autor en la Catedral de Tournai, Bélgica, en la
Cuaresma de 1929. El capítulo Les Martyrs du Christ-Roi, lo publiqué íntegro, en versión mía al castellano, con
el título Los Mártires de Cristo Rey, en el número del 27 de septiembre de 1933 del bisemanario católico La
Palabra, que en la Capital mexicana editaba José Murillo Erro y yo dirigía.
137
Apud, nota 110, p. 14.
el ‘levántate y anda’ dicho por el verbo en martirio de los Cristeros! ... Lo sé.
Lo vi. Lo oí. México, quijotescamente cristiano, fracasado, burlado en su
esfuerzo grandioso, repercutía sin embargo en España, animaba su empresa,
nutría su heroísmo... salvaba a España, cuando no había podido salvar a
México”. 138

Sin vislumbrar esa trascendencia de nuestra Epopeya Cristera, expresaron


nueve Arzobispos –uno electo y dos titulares– y dos Obispos –uno titular– de la
Jerarquía Católica en México, en mensaje oficial del Comité Ejecutivo
Episcopal Mexicano, dirigido el 27 de julio de 1937 a la Eminencia del
Cardenal Ysidro Gomá y Tomás, Arzobispo de Toledo y Primado de España:

“En nombre del Venerable Episcopado mexicano dirigimos las presentes


letras a V. Emma. Reverendísima, con objeto de manifestarle la profunda pena
que nos ha causado la sangrienta persecución que viene padeciendo, desde hace
un año, la gloriosa Iglesia de España, nuestra Madre Patria. Acostumbrados
Nosotros a ser perseguidos desde hace muchos años, nos hacemos
perfectamente cargo de las penalidades que tanto el Venerable Episcopado
español, como el Clero y los fieles han padecido por el nombre de Jesús. Pero, a
pesar de los grandes sufrimientos de la Iglesia mexicana, comprendemos que el
año de persecución padecido por la Iglesia española supera a los nuestros, y es
digna de compararse con la terrible persecución de los primeros tiempos del
Cristianismo. Nuevo timbre de gloria es para la Iglesia española esta sangrienta
persecución, pues en aras de su Fe, han sido inmoladas innumerables víctimas,
cuya sangre atraerá sin duda las bendiciones del cielo sobre España. Por eso,
Emma. Rvdma., fundadamente esperamos para la Nación española y para la
Iglesia de España mejores días, confiando que, al terminar la sangrienta guerra
civil, quedará abatido por completo el feroz monstruo del comunismo, que
tantos estragos ha causado en la pobre Rusia y en la heroica España. España,
tierra de mártires, de santos, de guerreros y de conquistadores, resurgirá más
pujante después de esta terrible prueba, y así, como en otro tiempo la escogió
Dios para traer la luz del Evangelio, que ha vivificado toda su Historia.
Encontrándonos hoy reunidos los miembros del Comité Episcopal y varios
Arzobispos y Obispos de la República, hemos querido manifestar a V. Emma.
Rvma., en nombre del Episcopado mexicano, de nuestro Clero y de nuestro
pueblo, lo muy unidos que estamos en espíritu con el Episcopado, Clero y fieles
de la Iglesia española, y lo mucho que pedimos al Corazón Sacratísimo de

138
PABLO ANTONIO CUADRA, México, Baluarte Cultural y Reserva Moral en Hispanoamérica.
Ensayo publicado en el número del 30 de octubre de 1941 del semanario El Sinarquista, editado en la ciudad de
México por la Unión Nacional Sinarquista.
Jesús, y a la Inmaculada Virgen María, Reina de cielos y tierra, por nuestros
Venerables Hermanos los Prelados españoles, por su Clero y por sus fieles”. 139

Como lo apuntara Pablo Antonio Cuadra, nicaragüense, al mexicano Ing.


Jaime Sordo H., cuatro años después:

“el ejemplo inmediato, el acicate directo, el empuje más hondo que sintió
España para levantarse contra la Asquerosidad, fue México. De boca en boca, de
corazón en corazón corría, en las primeras horas, la razón divina de los ‘cristeros’.
España no ponía sus ojos en Europa para mover su pasión, sino en México. De ustedes
recibía el verdadero fuego, el auténtico, para el sacrificio”. 140

Y en su citado artículo testificó que: “a mi alrededor hasta el mismo


Generalísimo Franco respiraba admiración por México y los soldados y los
héroes, y una madre me dijo: Mi hijo murió exclamando ‘¡Viva Cristo Rey!’
como los mártires mexicanos”. 141
Los obispos españoles contestaron:

“Con profunda gratitud hemos recibido el mensaje de afecto y


condolencia que os habéis dignado dirigir al Episcopado Español. Plácenos
manifestaros que este mensaje ha llegado a lo íntimo de nuestras almas, por ser
de Hermanos que saben de persecuciones. Son incontables por su número e
incomprensibles por su enormidad los crímenes cometidos por los enemigos de
Dios y los vejámenes a que se ha sometido a los seguidores de Cristo,
particularmente a las almas a El consagradas. Es también de proporciones
aterradoras la catástrofe de nuestras iglesias y de ciudades enteras. Pero hay un
motivo de grande esperanza: la sangre tan generosamente vertida que clama
misericordia. Nuestros sacerdotes, religiosos y fieles aprendieron del temple
heroico de sus hermanos de México, que la fe y la caridad cristianas conservan
en el siglo XX la eficacia recibida de Jesucristo y que hizo gloriosos los
primeros siglos con el martirio de los confesores de la fe. Y por eso nuestros
fieles en la hora de la persecución, recogieron de manos de los mártires
mexicanos el lema de su bandera y murieron con el mismo grito de Victoria:
¡Viva ¡Cristo Rey!” 142

139
Centro de Información Católica Internacional, El Mundo Católico y la Carta Colectiva del
Episcopado Español. Ediciones R A Y F E, Burgos, Imprenta Editorial Gambón, España, 1938, pp. 132-133.
140
Apud, nota 145, p. 214.
141
Apud, nota 149.
142
Apud, nota 110, pp. 28-29.
El 6 y el 11 de enero de 1914 surgió ese grito del pueblo católico
mexicano mismo. Siete años después, ya fundada la Asociación Católica de la
Juventud Mexicana en 1916, uno de sus miembros, Rómulo González Reyes, lo
lanzó en la manifestación cívica católica del 12 de mayo de 1921 en la Vieja
Valladolid –revolucionariamente denominada Morelia–, en la que fueron
asesinados los protomártires mexicanos de Cristo Rey, que murieron con esa
aclamación en los labios. Poco después, el 1o. de mayo de 1922, los miembros
del Centro de Estudiantes Católicos Mexicanos –desde 1916 grupo fundador de
la A. C. J. M., y por lo tanto acejotaemeros–, vitoreando a Cristo Rey
defendieron a balazos su local asaltado por la horda de la C. R. O. M.
revolucionaria y socialista. Unos cuantos meses más tarde, el 11 de enero de
1923, al ser colocada y bendecida por el Delegado Apostólico en México la
primera piedra del Monumento Nacional a Cristo Rey, iniciativa que surgió de
la Adoración Nocturna Mexicana, otra vez del pueblo mismo salió aquella
aclamación.
Exactamente dos años y once meses después, el 11 de diciembre de 1925,
dio Pío XI su espléndida Encíclica Quas primas sobre la Realeza de Cristo, que
vino a ser el coronamiento pontificio posterior, de lo realizado en México con
aprobación y bendición expresas de San Pío X, el 6 y el 11 de enero de 1914,
respectivamente con la ceremonia de renovación de la consagración de México
al Sagrado Corazón de Jesús y el Homenaje Nacional a Jesucristo Rey en que se
hizo, en manifestaciones públicas cívico- católicas, la proclamación del Imperio
del Reinado Temporal de Cristo en México, en repudio abierto al laicismo
liberal y revolucionario en lo familiar, lo social, lo cívico y lo político, ya que
en esa Encíclica instituyó el Papa la Fiesta de Cristo en, la liturgia católica, y
explicó y ordenó al respecto:

“Ahora, si mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos
del mundo, con ello proveeremos a las necesidades de los tiempos presentes,
aportando un remedio eficacísimo a la peste que infesta la humana sociedad. La
peste de nuestra edad es el llamado laicismo, con sus errores y sus impíos
incentivos; y vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que tal impiedad no
maduró en un solo día, sino que desde hace mucho tiempo se incubaba en las
vísceras de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas
las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, que se deriva del derecho de Cristo,
de enseñar a las gentes, esto es, de dar leyes, de gobernar los pueblos para
conducirlos a la eterna felicidad. Poco a poco la religión cristiana fue igualada
con las otras religiones falsas e indecorosamente rebajada al nivel de éstas; por
tanto, se la sometió a la potestad civil y fue arrojada al arbitrio de los príncipes
y de los magistrados; se fue más adelante todavía: hubo algunos que intentaron
sustituir la Religión de Cristo con cierto sentimiento religioso natural; no
faltaron Estados que entendieron pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la
irreligión y en el desprecio de Dios mismo...
Tal estado de cosas se atribuye tal vez a la apatía o timidez de los
buenos, que se abstienen de la lucha, o resisten flacamente; de lo cual los
enemigos de la Iglesia sacan mayor temeridad y audacia. Pero cuando los fieles
todos comprendan que deben militar con valor y siempre bajo las insignias de
Cristo Rey, se dedicarán con ardor apostólico a reconducir a Dios a los rebeldes
e ignorantes, y se esforzarán en mantener incólumes los derechos de Dios
mismo. Y para condenar estas públicas defecciones que el laicismo produjo,
con grave perjuicio de la sociedad, ¿no parece que debe ayudar grandemente la
celebración de la solemnidad anual de Cristo Rey entre todas las gentes? En
verdad, cuanto más se pasa en vergonzoso silencio el nombre suavísimo de
Nuestro Redentor, así en las reuniones internacionales como en los
Parlamentos, tanto más es necesario aclamarlo públicamente, anunciando por
todas partes los derechos de su real dignidad y potestad...
Por tanto, con Nuestra Apostólica Autoridad instituimos la Fiesta de
Nuestro Señor Jesucristo Rey, decretando que se celebre en todas las partes de
la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo precedente a la
Fiesta de Todos los Santos. Igualmente ordenamos que, en ese mismo día, se
renueve todos los años la consagración de todo el género humano al
Sacratísimo Corazón de Jesús, que Nuestro Predecesor, de santa memoria, Pío
X, había mandado que se repitiera anualmente... No es necesario, Venerables
Hermanos, que os expongamos detenidamente los motivos por los cuales
hemos instituido la Fiesta de Cristo Rey, distinta de las otras fiestas en las
cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad
real. Basta advertir que, mientras el objeto material de todas las fiestas de
Nuestro Señor es Cristo mismo, el objeto formal se distingue: y en ésta es el
nombre y la potestad real de Cristo.
La celebración de esta fiesta, que se renovará todos los años, será
también advertencia para las naciones de que el deber de venerar públicamente
a Cristo y de prestarle obediencia, se refiere no sólo a los particulares, sino
también a todos los magistrados y a los gobernantes; les traerá a la mente el
juicio final, en el cual Cristo, arrojado de la sociedad o simplemente ignorado y
despreciado, vengará acerbamente tantas injurias recibidas, reclamando su real
dignidad que la sociedad entera se uniforme a los divinos mandamientos y a los
principios cristianos, tanto al establecer leyes como al administrar la justicia, y
ya, finalmente, en la formación del alma de la juventud en la sana doctrina y en
la santidad de las costumbres”.

Antes, al principio de la Encíclica, expresó el Papa que él mismo había


conmemorado el decimosexto centenario, en el año de 1925, del primero de los
Concilios Ecuménicos, que fue el primero de Nicea o Niceno, reunido en el año
325, y que hizo la conmemoración “en la Basílica Vaticana, con tanto mayor
gusto, cuanto que aquel sagrado Concilio definió y propuso como dogma la
consubstancialidad del Unigénito con el Padre, e incluyó en el símbolo la
fórmula Cujus regni non erit finis, proclamando la dignidad real de Cristo”; y
que le parecía “que haremos cosa muy conforme con Nuestro Oficio Apostólico
si, secundando las súplicas de muchísimos Cardenales, Obispos y fieles, hechas
a Nos, ya solos, ya colectivamente”, introducía, para cerrar el Año Santo de
1925, “en la sagrada liturgia, una fiesta especial de Jesucristo Rey”.
Pero hubo una causa determinante, que el Papa no precisó en la Encíclica
Quas primas, porque no juzgó conveniente hacerlo, y fue la que reveló en su
citado discurso el Pbro. Roberto Omelas, al decir:

“Su Santidad Pío XI, a quien Dios guarde por muchos años, por su
Encíclica Quas primas del 11 de diciembre de 1925, establece para toda la
Iglesia la festividad de Cristo Rey, con rito doble de primera clase. Este hecho
glorioso del actual Pontífice ha venido a colmar nuestros ardientes anhelos de
vasallos de Cristo; pero al mismo tiempo ha venido a colmarnos de un santo
orgullo, porque sabedlo, señores, lo que determinó al Vicario de Cristo a
establecer esta festividad, según el mismo Pontífice lo refirió a los Excmos.
Señores Arzobispos Mora y del Río, y González Valencia, fue el movimiento
ferviente de los mexicanos hacia la Realeza de Cristo”. 143

El Pbro. Ornelas confundió a Mons. Miguel María de la Mora y Mora,


Obispo de San Luis Potosí, con Mons. José Mora y del Río, Arzobispo Primado
de México, porque fue el primero de aquellos insignes Prelados el que, en
compañía de Mons. José María González y Valencia, Arzobispo de Durango,
formaron la Comisión Episcopal, presidida por éste, fue al Vaticano en
representación de todo el Episcopado Mexicano, para informar de la realidad de
la situación religiosa en México a la Santidad de Pío XI, quien los recibió en
audiencia privada el 23 de diciembre de 1925, y entonces ha de haber sido
cuando les confió que para instituir la Fiesta de Cristo Rey, apenas doce días
143
Ib., pp. 27-28.
antes con la Encíclica Quas primas, lo que le determinó “fue el movimiento
ferviente de los mexicanos hacia la Realeza de Cristo”, según reveló el Pbro.
Ornelas, quien añadió a punto y seguido: “Por lo que el grito de ¡Viva Cristo
Rey!, que fue de los acejotaemeros y de los adoradores, de los obreros católicos
y de nuestros mártires, es ahora de todos los cristianos”. 144
Para que así haya sucedido, fue necesario que tan glorioso grito se
propagara en el orbe católico, no sólo con la sangre misma de los mártires
mexicanos de Cristo Rey, sino con el heroísmo bélico de nuestros Cristeros de
1926 en adelante, a quienes precisamente aludió la Santidad de Pío XII
tributándoles público y encendido elogio, al mismo tiempo que lanzaba con voz
firme la misma aclamación, que por primera vez exclamó un Papa, en su cálido
radiomensaje en español a los católicos mexicanos, el 12 de octubre de 1945,
con motivo del cincuentenario de la coronación de Santa María de Guadalupe
del Tepeyac, celebrado con fiestas en que se desbordó la piedad popular hacia
su Reina, medio siglo antes coronada como tal:

“Venerables Hermanos y amados hijos, que reunidos en torno a la


persona de Nuestro Cardenal Legado, conmemoráis los cincuenta años de la
coronación canónica de la Virgen de Guadalupe: ... Al comprobar que el centro
de todos esos fervores sigue siendo vuestra Excelsa Patrona, al ver casi con
Nuestros propios ojos que continuáis aclamando a la Virgen de Guadalupe
como vuestra Madre y vuestra Reina, elevamos al Cielo los ojos y damos
gracias al Autor de Todo Bien, porque en este amor y en esta fidelidad
queremos ver la garantía de la conservación de vuestra fe por Ella, católicos
mexicanos, ya que vuestros hermanos y vuestros padres fueron víctimas de
persecución, y para defenderla se encararon, sin vacilar, hasta con la muerte
misma, al doble grito de: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!”

Millares de veces se ha elevado el mismo grito de los católicos que han


concurrido en innumerables peregrinaciones al Monumento Nacional a Cristo
Rey en el antiguo cerro del Cubilete, así como en el monumento que al mismo
Rey de Reyes se ha levantado en Los Remedios, extramuros del viejo Santuario
de Nuestra Señora de los Remedios, en el que a iniciativa y bajo la dirección de
Integrismo Nacional, Institución Cívica Católica, para conmemorar la
proclamación del Imperio del Reinado Temporal de Cristo en México, en el
cincuentenario de haber sido hecha, se renovó con una ceremonia cívica-

144
Ib., p. 28.
católica, en la que volvió a hacerse esta “Proclamación Nacional de la Realeza
Temporal de Cristo: ¡Oh Cristo Jesús! Te proclamamos Rey: Rey de nuestros
cuerpos y de nuestras almas, de nuestros bienes y nuestras vidas, de nuestras
familias y nuestros gremios, de nuestras escuelas y nuestros talleres, de nuestros
campos y nuestras ciudades, de nuestros municipios y nuestras regiones, Rey
del Estado Nacional y de México entero. Señor, acéptanos por tus vasallos.
Venga a nosotros tu Reino. ¡Viva Cristo Rey!”

CRISTO, REY DE MÉXICO

Cristo es Rey de México. No han podido, evitarlo, ni los masones yanquis


encabezados por Poinsett o por los Woodrow Wilson; ni los masones mexicanos
encabezados por Melchor Ocampo, Benito Juárez, Obregón o Calles. Inútiles
han sido la escuela laica (o socialista), los intentos de cisma, la propaganda
protestante, las leyes (?) anticristianas y antinaturales... Cristo es Rey de
México. Esa proclamación ha resonado no solamente en los hogares católicos o
en el interior de los templos; ha resonado en la calle, en los recintos oficiales y
también en los cadalsos... Esa proclamación no ha sido solamente un grito dado
a mansalva por pura “beatería”; ese grito se ha lanzado cuando el hacerlo cuesta
la libertad, el destierro o la vida. . .
Fue un día del mes de septiembre de 1927. La Cámara de Diputados de la
ciudad de México rebosaba “padres de la Patria”. Se comentaba acaloradamente
algún desmán realizado por El Catorce en Jalisco y todos se sentían rayos de la
guerra, acariciaban la pavorosa 45, de la cual no carecía nadie, y hacían
enumeración de los Cristeros que se echarían al plato si los dejaran a ellos dar
una vueltecita “por alla’”. Suena un campanillazo llamando a sesión y todos
ocupan sus puestos. Transcurrieron varios minutos de silencio espectante. El
presidente de debates examinaba algunos papeles y hablaba en voz baja con el
secretario. Repentinamente allá en la galería suena, mejor dicho, estalla un grito
vibrante, apasionado, desafiante... su eco parece un latigazo... sudor frío inunda
las frentes de muchos diputados, mientras en el aire se pasean triunfantes tres
palabras: “¡Viva Cristo Rey!” El tumulto es indescriptible. Ondulante de miedo
hay una exclamación en varias partes: “¡ ...los cristeros... !” y las 45 salen a
relucir: se escuchan varios disparos, todos se agachan bajo las curules y nadie
pone atención a la campanilla del presidente, que quizá es el único que guarda la
calma. La huida se inicia con pretexto de ver si los cristeros están afuera; van
ciegos, las pistolas en las crispadas manos, se arremolinan en la puerta, se
empujan, resuenan exclamaciones, blasfemias... y no se dan cuenta de que entre
ellos, con paso tranquilo, las manos en las bolsas y mascando chicle va un
“acejotaemero”.

9 de febrero de I929. A lo lejos acaban de sonar doce campanadas. Un sol


brillante ilumina el patio de la penitenciaría y en él un montón de sacos de arena
cerca del muro norte. Por la reja empieza a salir un pelotón de soldados al
mando del mayor Raviela. Casi al final avanza un joven con los ojos en alto y
los labios moviéndose en silenciosa oración. Su paso es firme y su mano no
tiembla, como no tembló al hacer una famosa caricatura. Lentamente se coloca
frente a los sacos de arena. Hay ruido de armas, voces militares y
repentinamente, con un vigor insospechado, un grito empieza a resonar: “Viva
Cr...” Una tremenda detonación lo corta.

José de León Toral...


Por eso en el patíbulo, como mártir cristiano,
mueres serenamente y arrojas al tirano
¡el grito que a la Gloria has ido a terminar!
Acabóse de imprimir el día 12
de octubre de 1967 en los Talleres
de la Editorial Jus, S. A.
Plaza de Abasolo número 14,
Col. Guerrero. México 3, D. F.
El tiro fue de 2,000 ejemplares.

Вам также может понравиться