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Interpretar el cuento cortazariano «Las babas del diablo» como una obra sobre el acto de
la interpretación no es novedoso. Por eso, el presente trabajo tiene dos ejes principales
que se complementan mutuamente: uno es el eje creación-traducción-interpretación, y el
otro el eje dual obra abierta-obra cerrada. Cortázar usa las técnicas características de las
obras abiertas (concepto de Umberto Eco) en una obra que tiene un campo interpretativo
más limitado de lo que parece —tal como pasa en otro cuento del mismo autor,
«Continuidad de los parques»—. En conceptos cortazarianos, «Las babas del diablo» es
aparentemente un cuento sobre un lector hembra (Michel, interpretando la foto) para
lectores macho, pero, en realidad, Cortázar trata a los lectores como lectores hembra,
guiándolos de la mano hacia un círculo de interpretación bien estrecho.
Tampoco la forma de «Las babas del diablo» encaja en el género del cuento tradicional,
pues tiene un maracdo carácter parabólico y es, de algún modo, realista (en el sentido
que da Eco al término en La obra abierta). Según Eco, la obra abierta representa la
discontinuidad del mundo, pero no es que hable directamente de la discontiunidad, sino
que ella misma lo es (207). De esta manera, Ulises imita mejor el modo de ser de la
realidad que, por ejemplo, Los tres mosqueteros (250). «Las babas del diablo» también
imita fielmente (en su discontinuidad) los procedimientos mentales, no solo al interpretar
una escena, sino también al escribir sobre la experiencia de dichos procedimientos. De
ahí que podamos afirmar que este cuento cortazariano es un metacuento: un cuento
sobre escribir un cuento. Es un intento de salvar el sentido, de salir de un atolladero
interpretativo: es la traducción de la imagen en literatura, apuntando los pasos de la
creación, interpretación y reinterpretación de la foto, cuyo resultado es otra obra de arte,
un cuento, un metacuento. La técnica que parece seguir es la de la deconstrucción:
intenta guardar algo borrándolo/deconstruyéndolo primero, que es supuestamente la
forma de ser de la metáfora, incluso del arte como tal. La pregunta es si lo consigue y
cómo lo consigue. Como se ve, se trata de una situación bien difícil.
Para empezar, hay que aclarar qué es una obra abierta para Eco: «es relativizar el
sentido por hacerlo dependiente de la dirección»1 (85). Así que, el sentido de una obra
literaria no es único ni fijo, sino relativo y flexible, pues depende del punto de vista del
lector. Existen dos formas de obra abierta: la que caracteriza a todas las obras de
literatura (y de arte en general) y la apertura como último objetivo del autor (86-87).
Cortázar usa técnicas modernas desde las primeras palabras del cuento, inquietantes
para un lector hembra, y no solo complica a la figura central, sino también los tiempos y
niveles de la narración. «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto» (295) —la primera
frase es negativa, impersonal, en futuro, y está llena de conciencia literaria: plantea un
problema metaliterario, el de la narración—. Después varía con los pronombres
personales, hace juegos metalingüísticos para llegar a una versión, si no perfecta, por lo
menos correcta; pero todo eso en condicional, sabiendo que es imposible. Mientras
busca su voz y expresa sus dudas, el narrador anticipa la aparición de la mujer rubia, e
incluso el final, mencionando las nubes. Además, hace referencia al título con la última
frase del primer párrafo: «Qué diablos» (295). El comienzo es muy denso, contiene
muchos elementos para analizar, pero, al mismo tiempo, es completamente ligero y sin
peso. El juego y la burla están ocultos en cada frase. Por ejemplo, al idealizar el
automatismo del proceso de la escritura, aparece por primera vez el yo narrador. Escribir
a máquina supone una mediación, cierta distancia del resultado, y es un punto de
conexión entre el texto y la foto, tomada esta por otra máquina, la cámara. Aquí aparece
también el automatismo y la falta de lo humano como ideal, como garantía de la
objetividad. Incluso nombra las dos máquinas —una Remington y una Contax—
personalizándolas, haciéndolas más importantes que las personas (todavía no hay
personajes, ni sabemos quién es el narrador). Pero el «agujero que hay que contar»
(295), que se usa supuestamente como la metáfora del objetivo de la cámara, se refiere
también al vacío que queda después de las múltiples interpretaciones, y la máquina de
escribir puede sugerir el automatismo de la comprensión, la traducción (es decir, la
conversión de la imagen en texto) y la interpretación, que es otra forma de vaciamiento.
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16/12/2018 CVC. La tradición de las rupturas. «Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de la interpretación al …
Prosigue el razonamiento: «Yo que no veo más que las nubes» (295). Este vacío, que
sugiere tanto la muerte como el vaciamiento del acto interpretativo, aparece aquí como
un ideal, como el objetivo del proceso de la interpretación, pero ¿el vacío es la esencia
de la interpretación o es la falta de una esencia cualquiera? ¿El vaciamiento de la foto
abre una ventana a otra realidad? Pero en esta realidad no hay más que cielo, nubes y
algún pájaro. Dice que es bueno, porque así puede pensar, escribir (es decir, recrear lo
perdido) y acordar (otra forma de guardar lo perdido, una forma muy subjetiva e
imprecisa) sin distracción, pero justo aquí viene una intercalación sobre las nubes, de las
que hay muchas. Otra autocontradicción, otro juego, otra burla como esta: «yo que estoy
muerto», repite, «y vivo» (295); intercala y empieza a justificar las contradicciones con
otro problema metalitarario: ¿por dónde empezar a contar? Su elección es por la punta
de atrás, del comienzo, es decir, retrospectivamente, como verá también el lector; pero
antes de empezar, se divaga otra vez, ahora buscando el porqué del contar. Lo que
primero fue una necesidad externa, ahora se convierte en interna: lo cuenta para
contentarse, para tranquilizarse. Y añade: «cuando pasa algo raro […] hay que contar lo
que pasa» (296), sacando así la historia por contar del ámbito de lo cotidiano; en cambio,
los ejemplos que pone para definir lo raro son de lo más triviales.
Después de elegir la persona y la voz narrativa y justificar el porqué del narrar, sigue con
las dudas metaliterarias, ahora ya en primera persona del plural, e intenta ordenar los
acontecimientos, repitiéndolos para volver en el tiempo y para indicar el tiempo, el lugar y
el protagonista (no solo de lo contado, sino también en el momento de contar): un
domingo, siete de noviembre, justo un mes atrás, en París, un fotógrafo. Las dudas
metaliterarias no cesan de repetirse, pero lo hace conscientemente: «no tengo miedo de
repetirme» (296). Primero se preocupa por la manera de contar, después otra vez por la
persona que cuenta: si es un yo narrador, o la historia es la que se narra, o es el
resultado del proceso interpretativo (las nubes y palomas), o es solo una verdad personal
de la que quiere liberarse. Para superar sus dudas, decide empezar a escribir al azar con
el fin de ver qué ocurre, mediante el cambio de la voz narrativa, el agotamiento del tema
o el comienzo de otra cosa. Con esto, reconoce que el vacío no puede ser un objetivo
final, que tiene que escribirlo todo para llenarlo, para recobrar el sentido perdido. «Si algo
de todo eso…» (296), empieza la frase, pero no sabe acabarla porque no sabe qué es lo
que falta, ni si es posible recobrarlo. El no clausurar la frase anticipa la falta de la
clausura (o anticlausura) de la obra misma, el narrador adopta justamente esta palabra
en vez de acabar o terminar, por ejemplo. Como las preguntas (la interpretación de la
escena en la isla y la de la foto) solo le llevaron al vacío, escribe para encontrar una
respuesta, si no para sí mismo, al menos para los lectores. Quizás la nueva creación
llevada a cabo por parte del lector, a través de la interpretación del texto, consiga llenar el
hueco.
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16/12/2018 CVC. La tradición de las rupturas. «Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de la interpretación al …
El motivo central del cuento es la fotografía que aún no se ha sacado. Después de tantas
divagaciones, el narrador sigue la historia de la foto en primera persona, contándola en
indefinido, prestando actividad a lo dicho, frente a las partes anteriores contadas en
imperfecto y condicional. Aparecen la pareja y las palomas, futuras protagonistas del
incidente y de la historia imaginada, y de lo que queda de la foto, respectivamente. Al
mencionar las palomas, el narrador no deja de anticipar otra vez más el vaciamiento
posterior de la foto y su conversión en una ventana («por lo que estoy viendo» [298],
dice). Mientras tanto, la trama avanza muy lenta, predomina un ambiente aburrido y
pasivo que, paulatinamente, da paso a un interés creciente que terminará volviéndose
una obsesión.
«Sé mirar», dice el fotógrafo-narrador, y «todo mirar rezuma falsedad» (299), prosigue.
Saber mirar supone una actividad mental, una serie de elecciones (del punto de vista, del
objeto, de la distancia, del enfoque, etc.), es decir, una transformación consciente de la
realidad. Es un acto conscientemente subjetivo, reflexivo y nada ingenuo que tiene que
desnudar las cosas de lo ajeno, pero ¿qué pasa si no queda nada al final del proceso?
¿Cómo se reconocen los límites de lo ajeno y lo propio? Un cambio de persona en la voz
narrativa frena la divagación: aparece un narrador externo, en tercera persona, que llama
Michel al narrador en primera persona, pero la descripción de los dos personajes de la
foto sigue en primera persona. Dice que del chico recuerda mejor la imagen y de la
mujer, el cuerpo. Es la dualidad que reside entre la foto y la realidad, las dos cosas
recordadas, porque ninguna existe ya en el momento de narrar. Las anticipaciones son
continuas y cortan repetidamente la narración, dificultando la comprensión de la historia
propiamente dicha. El narrador acentúa lo fallido que es la descripción de la mujer por la
incapacidad de las palabras y le quita la validez de cada adjetivo, apenas haberlos
usado. Del proceso de la descripción dice que le sirve para entender, es decir, su
intención es más bien interpretar, otra vez, y no crear.
Para describir al chico, el narrador —ahora en primera persona, pero del plural— usa
muchas suposiciones e imágenes de su vida posible, es decir, no es omnisciente sino
que ofrece una posible interpretación de lo visto, por lo que adopta el modo condicional.
Es un chico cualquiera, la mujer es quien lo hace interesante y lleva al fotógrafo a
adivinar el pasado inmediato de los dos, las circunstancias de su encuentro, su estado de
ánimo, sus propósitos. Supone que la mujer quiere seducir al muchacho y que están
jugando al gato y al ratón. Basándose en su experiencia vital y literaria, piensa saber lo
que pasará y ofrece variaciones para el desenlace en modo condicional (huida o
seducción del chico). «Todo esto podía ocurrir pero aún no ocurría» (301), dice, lo que
significa que el acto de interpretación antecede a la captación de la foto. De este modo,
la foto es la concentración y conservación de la historia inventada por el fotógrafo, de una
escena ficcionalizada, y el proceso de interpretación no se acaba al sacar la foto. El
fotógrafo usa la foto como prueba (y no la mira como obra de arte, igual que en las
películas de Antonioni y Greenaway) para seguir interpretando e inventando la escena, y
este abuso de la foto conduce al vaciamiento de la misma.
La observación de la pareja llega a ser cada vez más perversa, no solo por las fantasías,
sino también por las ganas de fotografiarlos. Para justificarse, no solo piensa sacar una
foto pintoresca, sino que quiere liberar la escena de su carácter inquietante (de lo que
sus fantasías son culpables), restituyendo la objetividad a través de la cámara. Pero en
este momento aparece el tercer personaje del futuro incidente: el hombre del sombrero
gris, sentado en un auto. Primero es como un detalle un poco molesto de la imagen de la
pareja que altera la isla, que añade la excepción a la realidad, y por eso merece ser
fotografiada, en función del arte. Al principio, el tercer hombre parece otro testigo, pero el
fotógrafo lo va envolviendo en la historia de la pareja. Reinterpretando la escena, inventa
una historia cada vez más compleja y tensa: el juego al gato y al ratón se convierte en
una lucha desesperada y muy desigual. Al sacar la foto, el fotógrafo toma una serie de
decisiones (por ejemplo, quita el auto, incluye el árbol), que forman el resultado, según
su propia concepción, privando así a la cámara de su objetividad previamente supuesta.
Paralelamente, el narrador crea una atmósfera cada vez más inquietante sumando
matices a los detalles, como «el horrible auto negro» o «un espacio demasiado gris»
(301). Después de componer la imagen, el fotógrafo espera el momento clave que lo
resume todo para eternizarlo, y el narrador lo explica a fondo, bastante patético,
contrastando la vida y el movimiento con la imagen rígida que secciona el tiempo, si no
es la fracción esencial. Y llega el gran momento: la mujer avanza hacia el chico, y lo que
sigue
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16/12/2018 CVC. La tradición de las rupturas. «Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de la interpretación al …
sabe que no lo es, pero, al mismo tiempo, usa verbos como imaginé, preví, sospeché,
privando a sus palabras de su propia validez. Durante un acto creativo (sacar la foto),
interpreta una escena, cuyo resultado es una historia ficticia (otra creación), que nos
cuenta en un texto, junto a las demás interpretaciones posteriores de la misma escena
basadas en la foto, que se vacía como resultado de tantas ampliaciones e
interpretaciones. Una situación multiplicada y bien difícil, aunque, hasta cierto punto, el
acto creativo siempre conlleva una interpretación, y lo creado siempre inspira a su
público (incluyendo su creador) para (re)interpretar.
Para imaginar los finales posibles, el fotógrafo cierra los ojos, distanciándose de la
realidad, con el fin de poner «en orden la escena» (302), tal como un escritor, ordena sus
apuntes y, basándose en los fragmentos de la realidad y en sus ideas, crea la primera
versión de la historia de la pareja: «todo acabaría como siempre» (302), dice aludiendo a
la seducción del muchacho, que es una iniciación para el joven, interpretándolo con
cierta solemnidad. Pero con la palabra «quizás» abre paso a otros finales posibles e,
incluso, a otras interpretaciones. En la segunda versión, imagina un juego cruel en el que
la mujer se excita por algún otro, y aquí entra en juego la tercera persona, todavía vaga,
desconocida.
Nuevo cambio de enfoque brusco que corta la serie de desenlaces posibles y llama la
atención sobre el hecho de que lo que hace el fotógrafo es pura literatura —aunque
nadie diga que es buena literatura—. Michel busca excepciones e inventa monstruos al
ficcionalizar la realidad. Es su forma de buscar la verdad, una verdad más allá de la
realidad. Y en este punto del cuento, ocho páginas después del inicio, el fotógrafo toma
la foto, causando un incidente con la pareja, que se ha dado cuenta de que su imagen ha
sido robada. El narrador hace otra vez consideraciones metaliterarias sobre el modo de
narrar el incidente, y opta por un breve resumen, sin diálogos, en estilo indirecto,
quitando importancia a los acontecimientos. Las divagaciones, intercalaciones y
anticipaciones abruman la narración propiamente dicha. La mujer se irrita, el fotógrafo le
lleva la contraria por diversión y, mientras los adultos se pelean, el muchacho huye
corriendo, pasando al lado del auto —pequeñez que ganará importancia más tarde, en la
reinterpretación de la escena—. El chico se pierde «como un hilo de la Virgen» (303), así
se pierde la realidad entre las variaciones y la obra entre las interpretaciones. Los hilos
de la Virgen o las babas del diablo son dos nombres alegóricos y antagónicos de la
misma cosa. Del contraste entre lo bueno y lo malo, en el título aparece el segundo, lo
diabólico, que en el texto está relacionado irónicamente con la ira de la mujer, e introduce
la figura diabólica del hombre en el auto, primero gris, común, estricto y vagamente
negativo, después negro, elegante, viejo (en contraste con la juventud del muchacho),
monstruoso y espantoso, como la muerte o el diablo personificados. De testigo se
convierte en personaje activo, parte de la comedia, como dice el texto, pero esta comedia
se vuelve cada vez más sombría por su participación. El fotógrafo le teme, al tiempo que
le disgusta su presencia, y decide no entregarles la foto, porque adivina miedo y cobardía
en su exigencia, y justamente por estas sospechas busca siempre nuevas explicaciones
al incidente. Se repite la huida, pero ahora es el fotógrafo quien huye como un mozo,
cobarde, mientras los adultos (el hombre y la mujer) discuten. El incidente de la foto
termina con otro acecho oculto, de un lugar lejano y seguro: el hombre deja caer el diario
que le ha servido como disfraz, los dos están derrotados, pero el fotógrafo interpreta la
conducta de la mujer como la de una persona acosada que busca la salida, como si el
hombre la castigara.
En este punto del relato hay un corte bien visible, un espacio en blanco, al cual le sigue
un cambio de lugar y de plano temporal en un aquí y (casi) ahora. El narrador está en su
casa hablando de su pasado inmediato, por lo que usa el indefinido, pero no menciona
detalles, habla generalizando: «en una habitación de un quinto piso» (304). También hay
un cambio en la voz narrativa: el narrador habla en tercera persona sobre Michel. El
lapso elíptico está indicado, aunque sin exactitud: «pasaron varios días» (304) entre el
incidente y el revelado de las fotos de aquel domingo. El fotógrafo lo hace sin prisa, sin
interés especial. El narrador enumera la lista de las fotos tomadas aquel día, como para
desviar la atención y quitarle importancia a la cosa. Como si el fotógrafo se hubiera
olvidado del incidente y ahora volviera a captar su interés la foto, pues el negativo es
muy bueno. La ampliación sale aún mejor, por lo que hace otra y otra más, cada vez de
mayor tamaño, ya como un afiche, aunque no tiene ni motivo ni objetivo alguno para
gastar tanto tiempo con esta foto. Pero sabemos desde Kant que lo bello carece de
interés. Sin embargo, el narrador —posteriormente, a la hora de narrar— sí que busca
una explicación para tanta curiosidad por esa foto, haciendo consciente al lector de que
esta curiosidad sobrepasa los límites normales, y el incidente no es el único motivo de
ella. El acto de fijar la ampliación en la pared causa una presencia constante, inevitable,
y posibilita su transformación en una ventana. El traductor (porque ahora trabaja como
traductor, no como fotógrafo) la mira y se acuerda, es decir, ejerce una actividad mental
sobre ella que la modifica, porque el recuerdo es un filtro que cambia la realidad perdida
—tal como se pierden las babas del diablo en el aire (otra alusión al título y a lo diabólico
del proceso)—, pero la realidad en este caso ya en sí está cargada de interpretaciones y
ficciones. La foto es un recuerdo petrificado y completo a la que nada le falta, frente al
recuerdo mental que guarda ciertos detalles y se olvida de otros. Pero la foto tampoco es
completa si la comparamos con la realidad, porque es solo un trocito de ella,
minuciosamente compuesta por el fotógrafo. Pero sí, todavía contiene todos los
elementos fijados: un cielo fijo, frente al cielo en movimiento que aparece más tarde, al
que se refiere la intercalación entre paréntesis. Los dos primeros días después de la
captación de la foto son una preparación mental que va hacia la obsesión. El fotógrafo se
convierte en traductor, pero no puede con su deber, interrumpe constantemente la
traducción para observar la foto, situándose enfrente, reproduciendo el punto de vista del
objetivo. Esta posición es un reinicio, una vuelta a un punto de partida objetivo.
Basándose en la foto, recuerda el incidente y está satisfecho de sí mismo por haber
ayudado a escapar al chico. Se ve como un héroe, y considera la foto una buena acción,
aunque en ese momento piensa que es solo una suposición, su propia interpretación de
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autojustificación. Pero el traductor no deja de observar la foto, empieza a mitificar la
escena, la considera como un acto fatal que debe cumplirse y la reinterpreta. En este
momento empieza la parte fantástica de la obra: la animación de la foto. El primer
movimiento es el temblor de las hojas, un movimiento casi inadvertido en un detalle
menudo. El traductor no le atribuye importancia y sigue con su trabajo. La ampliación es
como una pantalla, y la foto se convierte en una película. Pero el segundo movimiento —
la mano de la mujer se cierra lentamente— es un golpe brusco, una sorpresa anihiladora
para Michel. Del traductor queda solo una frase inacabada en francés, una máquina de
escribir caída, una silla chirriando y temblando, una niebla; el narrador usa la técnica de
la cosificación, describe nominativamente la reacción del protagonista ante lo fantástico.
Y la película sigue, pero es muda (como en la escena real, ahora tampoco se oyen las
palabras): la mujer le explica algo al chico, y el traductor supone que le habla sobre el
hombre gris, del que solo recuerda que estaba en el auto, pero que no figura en la foto.
El paso siguiente de lo fantástico es la aparición del hombre en la foto. La intromisión de
un elemento exterior supone un nuevo nivel de la ficción. La escena animada en la
ampliación es la interpretación posterior a ella, es una realidad posible pero imaginada,
ficticia. Y, como todas las historias, necesita un desenlace, del que está privada por la
intervención del fotógrafo. Ahora, como traductor, piensa que el orden violado tiene que
materializarse y va a hacerlo en la ampliación que tiene ante sus ojos. La nueva
interpretación, la seducción del chico por la mujer para recreación del hombre, le parece
más horrible que la primera —pero sabemos que a Michel le gusta crear monstruos—, en
cambio, no tiene que ver mucho más con la realidad que las anteriores. El uso del modo
condicional también lo demuestra. Michel es otra vez solo observador, es incapaz de
actuar o intervenir, la foto solo le muestra «lo que iba a suceder» (307), porque están en
dos planos temporales diferentes: entre el de la foto y el del presente de Michel (el
traductor) hay un abismo de varios días consecutivos. El protagonista queda petrificado
en su realidad, mientras que los personajes de la foto viven y se mueven. Son potentes
frente a la impotencia de Michel, en ambos sentidos de la palabra. En este contexto
sexual bastante sucio y perverso, aparece también la palabra baba, enriqueciendo así
con un nuevo matiz al título. Michel grita por inercia, quebrantando de este modo el
inmenso silencio de la foto, y así consigue intervenir. Se acerca primero a la mujer,
después al hombre, ya totalmente convertido en monstruo («con los agujeros negros que
tenía en el sitio de los ojos» [308]), quien —como un último esfuerzo— quiere clavar a
Michel en el aire, al igual que él clavó la ampliación en la pared. Pero su intromisión en la
foto no es solo la cumbre de los acontecimientos fantásticos del relato, sino también es la
completa pérdida de la distancia, necesaria en cualquier proceso interpretativo; hecho
que conlleva el vaciamiento de la foto. La aparición del primer pájaro cierra la escena y
muestra el comienzo de la transformación de la foto en ventana. Michel vuelve a su
cuarto, es decir, al plano de la realidad de la obra, y se toma un descanso después del
gran trabajo. Se repite su momento de felicidad por haber salvado al chico, por verse
como héroe. Como el conflicto está resuelto, los personajes se van, es decir, salen de los
marcos de la imagen. Michel teme que entren en su plano de realidad, de ahí que se
comporte otra vez de forma cobarde e infantil (cierra los ojos, se tapa la cara y rompe a
llorar), pero ellos simplemente desaparecen, dejando vacía la foto.
Pero ¿por qué ha perdido Michel los límites? ¿Qué es lo que hizo mal? Michel es
traductor y fotógrafo de profesión, así que tiene cierta conciencia tanto lingüística como
visual. Pero no es ni escritor ni crítico: ficcionalizar e interpretar son su afición, no su
profesión. Interpreta la escena y no la foto. Usa la foto solo como prueba o ilustración
para sus suposiciones, que toma por verdaderas en vez de tomarlas como ficción, como
una realidad alternativa, artística. No trata ni la historia imaginada de la pareja como
literatura, ni la foto como obra de arte. Es el típico caso del uso y abuso del texto
(entendido como obra de arte en general) que describe Eco en Los límites de la
interpretación (46-48), y que lleva a una interpretación fallida, a un misreading. La
pregunta es si el cuento de Cortázar cuestiona en general la validez de cualquier
interpretación, cuyo resultado es un vaciamiento necesario, o solo llama la atención
sobre el abuso del texto cuando la medida de la interpretación ya no es el texto mismo,
como debería ser. En palabras de Eco: «Los límites de la interpretación recaen sobre los
derechos del texto» (19); o «el texto tiene que ser el criterio de su propia interpretación»
(51).
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16/12/2018 CVC. La tradición de las rupturas. «Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de la interpretación al …
Mientras que en la obra de Cortázar, el resultado es el vaciamiento y la pérdida de la
distancia hermenéutica, proceso descrito por Eco en la sección sobre el hermetismo,
cuyo resultado es el vacío y la interpretación continua (63-68). El narrador de «Las babas
del diablo» intenta recuperar esta distancia narrando todos los procesos interpretativos y
creativos. Describe la ficcionalización de una escena, de la que saca una foto para
captarla, con el fin de guardar la historia imaginada de una forma condensada y
petrificada, así como la reinterpretación de la misma escena basándose en la foto, que
no es más que la ilustración de la historia ahora recreada. Además, define el vaciamiento
de la foto como resultado de la reinterpretación y recreación continuas y de su intromisión
en ella. Su intención no se agota en dar una recreación literaria de la foto, sino que
quiere recobrar lo fallido, lo perdido durante el proceso de la interpretación, si no para sí
mismo, al menos para sus lectores. Además, también hace alusiones al proceso de la
narración; por consiguiente, el cuento es un metacuento, un cuento sobre escribir un
cuento.
Obras citadas
Cortázar, Julio. (2003). «Las babas del diablo». En Obras completas I. Cuentos.
Ed. Saúl Yurkievich. Barcelona: Galaxia Gutenberg. 295-308.
Eco, Umberto. (2006). A nyitott mu. Budapest: Európa [Obra abierta. Barcelona:
Seix Barral, 1965].
—(2013). Az értelmezés határai. Budapest: Európa [Los límites de la
interpretación. Barcelona: Debolsillo, 2013].
Kunz, Marco. (1997). El final de la novela: teoría, técnica y análisis del cierre en la
literatura moderna en lengua española. Madrid: Gredos.
Notas
(1) Todas las traducciones de la obra de Eco son mías. | volver |
(2) «La literatura confiere al mundo los desenlaces de que carece» (102). | volver |
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