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Centro Cultural San Martín

Leer para sentarse a escribir: Narradores y tiempos narrativos.

CUADERNILLO DE LECTURAS
Agosto 2017

¿Quién cuenta una historia y durante cuánto tiempo puede o debe detenerse a contarla?
¿Desde qué perspectiva la cuenta? ¿Desde qué distancia? ¿Qué deja afuera de su narración?
¿Por qué en las mismas treinta páginas un narrador puede contar los sucesos de una noche o
los de toda una vida?
Los diferentes tipos de narradores y el manejo del tiempo narrativo son dos de las herramientas
más poderosas con las que un escritor puede contar. El objetivo de este taller es, a partir de la
lectura de cuentos tanto clásicos como contemporáneos, repasar y analizar estas dos
nociones, en vista a sacarles el máximo provecho a la hora de enfrentar la propia escritura.
Cronograma de Lecturas.

Jueves 10 / 08:

+ Voces y puntos de vista. Ursula K. Le Guin. Tomado de “Steering the Craft”. Editorial Mariner
Books.
+ “Amorcito”. Anton Chejov. Tomado de “El beso y otros cuentos”. Editorial Edhasa.

Jueves 17 /08:

+ “Sombras sobre un vidrio esmerilado”. Juan José Saer. Tomado de “Cuentos completos”.
Editorial Seix Barral.
+ “El progreso del amor”. Alice Munro. Tomado de “El progreso del amor”. Editorial RBA.

Jueves 24 /08

+ “Un señor muy viejo con unas alas enormes”. Gabriel García Márquez. Tomado de “Todos
los cuentos”. Editorial DeBolsillo.
+ “ La hija del guardabosque”. Claire Keegan. Tomado de “Recorre los campos azules”.
Editorial Eterna Cadencia.
+ “Historias del 14”. Stephen Dixon. Tomado de “Calle y otros relatos”. Editorial Eterna
Cadencia.

Jueves 31 / 08

+ “Un apretón de manos de mierda”. Paula Bomer. Tomado de “Bebé y otros cuentos”. Editorial
Momofuku.
+ “Colinas como elefantes blancos”. Ernest Hemingway. Tomado de “Cuentos”. Editorial
Lumen.
+ “La casa del cerro El pino”. Oscar Colchado. Tomado de “Diez cuentos peruanos”. Editorial
Libro al viento.
VOCES Y PUNTOS DE VISTA.
Steering the craft. Ursula K. Le Guin
Versión adaptada.
Traducción de: Carla Chinzki, Paz Busquet, Julián Martínez Vázquez, Emilio Larrea y Federico Falco.

Punto de vista (PdV) es el término técnico que se utilizar para definir quién cuenta la
historia y cuál es su relación con esa historia.
Esta “persona”, si es un personaje de la historia, es llamada el personaje del PdV. En
caso de que el PdV no pertenezca a un personaje, la otra única “persona” que puede
aparecer como responsable del PdV es el Narrador.

“Voz” es una palabra que los críticos a menudo utilizan para analizar narrativa. Este uso
es siempre metafórico, ya que lo que está escrito no cuenta con voz hasta que es leído en
voz alta. A menudo, decir “voz” es una suerte de atajo para decir autenticidad (escribir
con tu propia voz, captar la verdadera voz de una persona, y así). En este caso, estoy
usando esta palabra de manera naif y pragmática para denominar la voz o las voces que
cuentan la historia, la voz narradora. En este libro, en este punto, trataré voz y punto de
vista tan íntimamente involucrados e interdependientes como si fuesen la misma cosa.

PRINCIPALES PUNTOS DE VISTA

Lo que sigue es mi intento de definir y describir los cinco principales puntos de vista
narrativos. Cada descripción será seguida de un ejemplo: un párrafo narrado en ese PdV,
de una historia inexistente llamada “La princesa Sefrid”. La misma escena cada vez, la
misma gente, los mismos eventos. Solo cambia el punto de vista.

Una nota sobre el “narrador fiable”


En la autobiografía y en las memorias –en la narrativa de no ficción de cualquier tipo- el
Yo (lo explicite o no el escritor) es el autor. En estos géneros nosotros normalmente
esperamos que el autor/narrador sea fiable: que trate honestamente de contarnos lo que
él piensa que ocurrió; que no invente, sino que relate.
La inmensa dificultad de relatar hechos honestamente ha sido empleada para justificar la
elección de no relatar los hechos honestamente. Algunos escritores de no ficción,
reclamando para sí mismos privilegios de la ficción, deliberadamente alteran hechos en
pos de presentar una “verdad” superior a lo que realmente sucedió. Los memoristas y
escritores de no ficción que yo respeto son sumamente cuidadosos ante la imposibilidad
de ser perfectamente factuales, y luchan con esto como contra un ángel, pero nunca
utilizan este argumento como excusa para mentir.

En las obras de ficción, no importa cuán autobiográfica o confesional sea, el narrador es


por definición ficcional. De todos modos, la mayoría de los narradores de ficción, en
primera o tercera persona, solían ser confiables. Pero los cambiantes tiempos que corren
tienden a favorecer “narradores poco confiables” que –deliberada o inocentemente-
distorsionan los hechos.
La motivación aquí es muy diferente de la propia del escritor de no ficción deshonesto.
Los narradores de ficción que suprimen o distorsionan hechos o cometen errores al
relatar o interpretar eventos están casi siempre diciéndonos cosas acerca de ellos mismos
(y quizás acerca de nosotros). El autor nos permite ver o suponer lo que “realmente”
sucedió, y usando esto como piedra de toque, nosotros los lectores somos llevados a
entender cómo otra gente ve el mundo, y por qué ellos lo ven (¿y nosotros lo vemos?) de
esa manera.
Un ejemplo familiar de un narrador a medias confiable es Huck Finn. Huck es una
persona honesta, pero él malinterpreta mucho de lo que ve. Por ejemplo, él nunca
entiende que Jim es el único adulto en su mundo que lo trata con amor y honor, y él
nunca realmente entiende que ama y honra a Jim. El hecho de que él no pueda entender
esto nos dice una consternante verdad acerca del mundo en el que él y Jim viven –y en el
que nosotros también vivimos-.

La princesa Sefrid, como se verá al comparar su relación con aquellos otros personajes
de punto de vista, es enteramente confiable.

Narrador en Primera Persona

En la narración en primera persona, el punto de vista (PdV) es el del personaje que dice
“yo”. “Yo” cuenta la historia y está involucrada en ella de manera central. Solo se puede
contar lo que “yo” sabe, siente, percibe, piensa, adivina, espera, recuerda, etc. El lector
puede inferir lo que otros piensan y sienten, y quiénes son, solo a partir de lo que “yo”
ve, escucha y dice sobre ellos.

Princesa Sefrid: Narración en primera persona

Me sentí tan extraña y sola entrando a la habitación llena de desconocidos que quise dar la
vuelta y correr, pero Rassa estaba justo detrás de mí, y tuve que avanzar. La gente me
hablaba, le preguntaban a Rassa mi nombre. En mi estado de confusión, no podía distinguir
una cara de la otra ni entender lo que me decían, así que les contestaba casi al azar. Solo por un
momento mis ojos se cruzaron con los de una persona en la multitud, una mujer que me miraba
directamente; en su mirada había una bondad que me hizo desear ir con ella. Parecía alguien
con quien una podría hablar.

Narrador en Tercera persona limitada. (“Tercera con”, “Tercera loro en el hombro”).

El PdV pertenece al personaje llamado “él” o “ella”. “Él” o “ella” cuenta la historia y está
involucrada en ella de manera central. Solo puede ser contado aquello que sabe, siente,
percibe, piensa, adivina, espera, recuerda, etc., el personaje con quien está el PdV. El
lector puede inferir lo que las otras personas sienten y son solo a partir de lo que el
personaje con el PdV observa sobre su comportamiento. Esta limitación a la percepción
de una sola persona podría ser constante a lo largo de todo un libro, o bien el PdV
podría desplazarse de un personaje a otro a lo largo de la narración. Tales cambios se
señalan, por lo general, de alguna manera, y usualmente no ocurren por intervalos
demasiado cortos.
Tácitamente, la tercera limitada es idéntica a la primera persona. Tiene exactamente la
misma limitación esencial: que nada puede ser visto, sabido o contado excepto lo que el
narrador ve, sabe y siente. Ésta limitación concentra la voz y le da un cierto aspecto de
autenticidad.
Pareciera que se pudiera cambiar la narración de primera persona a tercera persona
limitada solo con darle órdenes a la computadora para que cambie el pronombre, luego
corregir las terminaciones verbales a lo largo del texto, y voilà. Pero no es tan simple. La
primera persona es una voz diferente a la tercera limitada. La relación del lector con esa
voz es diferente—porque la relación del autor con ella es diferente. Ser “yo” no es
exactamente lo mismo que ser “él” o “ella”. A la larga, se requiere una energía
imaginativa bastante diferente, tanto para el escritor como para el lector.
No hay garantías, por cierto, de que el narrador limitado en tercera persona sea
confiable.
El flujo de conciencia es una forma particularmente interiorizada de la tercera persona
limitada.

Princera Sefrid: Tercera persona limitada

Sefrid se sentía aislada, expuesta, entrando a la habitación llena de extraños. Hubiese dado la
vuelta y regresado a su habitación, pero Rassa estaba justo detrás de ella, y tuvo que avanzar.
La gente le hablaba. Le preguntaba a Rassa su nombre. En su estado de confusión, ella no
podía distinguir una cara de la otra, ni entender lo que le decía la gente. Les contestaba al
azar. Solo una vez, por un momento, una mujer la miró directamente a los ojos atravesando la
multitud; tenía una mirada ávida, bondadosa, que hizo que Sefrid deseara cruzar la
habitación para hablare.

Narrador omnisciente

La historia no está contada desde ningún personaje. Puede haber numerosos PdV
ubicados en diferentes personajes; la voz narradora puede cambiar en cualquier
momento, pasar de un personaje a otro a lo largo de la historia, o bien pasar a un PdV,
percepción, predicción, o análisis que sólo el narrador tiene la capacidad de hacer o
tener. (Por ejemplo, la descripción de una persona que está sola o la descripción de un
paisaje o de una habitación en un momento en el que no hay nadie ahí para verla.) El
narrador tiene la potestad de decirnos qué piensa o siente cualquiera de los personajes,
puede interpretar sus comportamientos e incluso puede emitir juicios respecto de ellos.
Es la voz familiar del que nos cuenta una historia, aquel que sabe al mismo tiempo todo
lo que está pasando en cada uno de los lugares en los que se encuentran los diferentes
personajes, y qué ocurre en el interior de cada uno de ellos, y qué ha pasado, y qué va a
pasar inevitablemente.
Todos los mitos, leyendas y cuentos folclóricos, todas las historias de niños, incluso toda
la ficción producida hasta aproximadamente el año 1915 y una cantidad muy vasta de
ficción posterior a esa fecha, se han servido de esta voz.
En parte como reacción a la afición victoriana por la narración de narradores
omniscientes y por los muchos posibles abusos del mismo, la voz ficcional predominante
en la modernidad es la de la tercera persona limitada en su PdV.
El narrador omnisciente es el más obvio y abiertamente manipulador de todos los
puntos de vista. Pero la voz de aquel narrador que conoce toda la historia, la voz que
cuenta la historia porque ésta es importante, la voz que está profundamente involucrada
con todos los personajes, no puede ser desestimada sólo por estar “pasada de moda” o
por ser poco cool. El narrador omnisciente no es solo la voz más antigua y la más
ampliamente utilizada para contar cuentos, es también el más versátil, flexible y
complejo de todos los puntos de vista—y probablemente, llegado este punto, el más
difícil para los escritores.

Princesa Sefrid: narrador omnisciente.


La chica Tufarian entró en la habitación dudando, los brazos a ambos lados, los hombros para
adentro; parecía asustada e indiferente, como una animal atrapado pero salvaje. El gran
Hemmian la acompañó con aire de propietario y la presentó complaciente como “Princesa
Sefrid” o “la princesa de Tufar”. La gente se apretó impaciente por conocerla o simplemente
para mirarla; ella los soportaba levantando a veces la cabeza, respondiendo brevemente a su
estupidez en una voz apenas audible. Incluso en la multitud opresiva y gritona, ella creó un
espacio a su alrededor, un lugar donde estar a solas. Nadie la tocó. Ellos no se daban cuenta de
que la evitaban, pero eso hacían. Ella miró fuera de esa soledad para encontrar unos ojos que no
eran curiosos sino abiertos, intensos, compasivos—un rostro que le dijo, a través del mar de
extraños, “soy tu amiga”.

Narrador imparcial (“la mosca en la pared”, “el ojo de la cámara”, “narrador objetivo”)

El PdV no está en ningún personaje. El narrador no es un personaje y sólo puede decir


de los personajes lo que ve objetivamente (como si fuera una mosca inteligente en la
pared), puede hacer inferencias sobre ellos a partir del comportamiento o lo que dicen.
El narrador nunca entra en la mente de un personaje. Las personas y los lugares pueden
ser descriptos exactamente, pero los valores y los juicios sólo pueden ser descriptos
indirectamente. Esa voz, popular en 1900 y en la ficción “minimalista” y de autor, es la
menos obvia y la más ocultamente manipuladora.
Es una práctica excelente para escritores que esperan lectores dependientes. Cuando
somos nuevos escribiendo, solemos esperar que nuestros lectores respondan exactamente
igual a como nosotros respondemos a aquello sobre lo que escribimos—que lloren
porque nosotros lloramos. Pero esta es una relación infantil y no del todo literaria con el
lector. Si logran movilizar al lector usando esta voz distante y fría, entonces algo
verdaderamente movilizador está ocurriendo en lo que tienen entre manos.

Princesa Sefrid: narrador imparcial (“la mosca en la pared”, “el ojo de la cámara”, “el
narrador objetivo”)
La princesa de Tufar entró en la habitación seguida muy de cerca por el hombre grande de
Hemm. Caminó con pasos largos, los brazos a los costados y los hombros para adentro. Tenía el
pelo grueso y electrizado. Se quedó quieta hasta que el hombre de Hemm la presentó,
llamándola Princesa Sefrid de Tufar. Sus ojos no se fijaron en los ojos de ninguno de los que se
amontonaron alrededor de ella, mirándola y haciéndoles preguntas. Ninguno intentó tocarla.
La chica respondía brevemente a todo lo que se le decía. Ella, y una mujer mayor que estaba
cerca de las mesas de comida, intercambiaron miradas.
Narrador- observador en primera persona. (Narrador testigo en primera)

El narrador es uno de los personajes de la historia pero no el principal –está presente,


pero no es el protagonista de los eventos. La diferencia con el narrador en primera
persona es que la historia no es sobre el narrador. Es una historia que el narrador
presenció y nos la quiere contar. Tanto la ficción como la no ficción usan este tipo de
voz.

Princesa Sefrid: narrador-observador en primera persona


Ella usaba ropa tufariana, una bata roja y pesada que yo no había visto en años; su pelo
sobresalía como una nube de tormenta alrededor de su cara delgada y oscura. Empujada hacia
adelante por su dueño, el negrero de Hemmia llamado Rassa, se la veía pequeña, encorvada, a
la defensiva, pero mantenía una distancia alrededor suyo que era todo lo que poseía. Era una
prisionera, una exiliada, y sin embargo vi en su rostro joven el orgullo y la amabilidad que yo
amaba en los de su clase, y por eso ansié mucho hablar con ella.

Narrador - Observador en tercera persona. (Narrador testigo en tercera)

Este punto de vista es exclusivo de la ficción. La táctica usada es similar a la anterior. El


personaje dueño del punto de vista es un narrador en tercera persona limitado, testigo de
los eventos.
Como la falta de rigurosidad es una manera compleja y sutil de mostrar la personalidad
del narrador, y el observador-narrador no es el protagonista, el lector asume que este
punto de vista es bastante confiable, al menos transparente, tanto en primera como en
tercera persona.

Princesa Sefrid: Narrador - Observador en tercera persona.

Ella usaba ropa Tufariana, una bata roja y pesada que Anna no había visto en quince años.
Empujada hacia adelante por su dueño, un negrero de Hemmia llamado Rassa, la princesa
parecía pequeña, encorvada, a la defensiva, pero mantenía una distancia alrededor suyo que
era todo lo que poseía. Era una prisionera, una exiliada, y sin embargo Anna veía en su rostro
joven el orgullo y la amabilidad que amaba en los Tufarianos, y por eso ansiaba mucho hablar
con ella.

Consideraciones al cambiar el PdV

Soy tan puntillosa en los detalles porque el problema más frecuente que encuentro en los
talleres de narrativa (también en trabajos publicados) está en el manejo de los Puntos de
Vista: inconsistencias e innecesarios cambios frecuentes del PdV.
Es un problema incluso en la no ficción, cuando el autor empieza diciendo qué estaba
pensando la tía Jane y por qué el tío Fred se tragó la arandela. Un biógrafo no tiene
derecho de cambiar el punto de vista salvo que indique que los pensamientos de la tía
Jane y las motivaciones del tío Fred son solo suposiciones, opiniones o interpretaciones.
Los biógrafos no pueden ser omniscientes, ni siquiera por un segundo.
En la ficción, las inconsistencias en el PdV son un problema frecuente. Salvo que se
manejen con cuidado y talento, los cambios en el punto de vista marean al lector, lo
hacen ir de un lado al otro con identificaciones incompatibles, emociones confusas,
enredando la historia.
El cambio de un PdV a cualquiera de los otros cinco mencionados arriba es sumamente
riesgoso. Pasar de primera a tercera persona es siempre un gran cambio, o de un
narrador omnisciente a un narrador observador. El cambio modificará toda la estructura
y el tono de la narración.
Los cambios dentro de una tercera persona limitada, pasando de la mente de un
personaje a la de otro, también requiere de advertencias y cuidados. El escritor tiene que
tener recaudos, razones para hacerlo y tener el control de todos los cambios de PdV.
Amorcito
Antón Chéjov

Oleñka, la hija del asesor de colegio retirado Plemiannikov, estaba sentada, pensativa,
en un peldaño del pórtico, en el patio de su casa. Hacía calor, las moscas insistían en
molestar y resultaba agradable pensar que la noche ya estaba cerca.
Desde el este avanzaban oscuras nubes y, de vez en cuando, llegaba una brisa húmeda.
De pie, en medio del patio, mirando al cielo, estaba Kukin, empresario del parque de
diversiones Tívoli, quien se hospedaba en un pabellón de la casa.
—¡Otra vez! —decía con desesperación—. ¡Otra vez habrá lluvia! ¡Todos los días llueve,
todos los días! Como si fuera a propósito… ¡Es la muerte! ¡Es la ruina! ¡Todos los días
tengo tremendas pérdidas!
Agitó los brazos y prosiguió, dirigiéndose a Oleñka:
—Ya ve usted, Olga Semionovna, cómo es nuestra vida. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se
afana, sufre, no duerme de noche, pensando en la manera de mejorar las cosas y todo
¿para qué? Por un lado, es el público, ignorante y salvaje. Le doy la mejor opereta, la
magia, excelentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso? ¿Lo entiende acaso? No, lo
que el público necesita es un teatro de feria. ¡Quiere vulgaridades! Por otro lado, mire
usted el tiempo. Casi todas las noches llueve. Desde que empezó, el diez de mayo, siguió
lloviendo sin parar todo el mes de mayo y luego también en junio, ¡es algo terrible! El
público no viene, y sin embargo el arrendamiento ¿lo pago o no? A los actores ¿les pago
o no?
Al atardecer del día siguiente el cielo volvió a nublarse y Kukin decía con risa histérica:
—¡Muy bien!… ¡Que llueva! ¡Que se inunde todo el parque y que me ahogue allí mismo!
Ya sé que no voy a tener suerte en este mundo ni tampoco en el otro… ¡Que los actores
me demanden ante el juzgado! ¡Que me manden a Siberia a los trabajos forzados! ¡Que
me lleven al cadalso! ¡Ja, ja, ja!
Al tercer día sucedió lo mismo… Oleñka escuchaba a Kukin en silencio, con expresión
seria, y a veces las lágrimas asomaban a sus ojos. Al final, las desgracias de Kukin la
conmovieron y terminó enamorándose de él. Era flaco, de baja estatura, con cara
amarilla y el cabello peinado sobre las sienes; hablaba con una débil vocecita de tenor y
al hablar torcía la boca; en su cara siempre estaba reflejada la desesperación; y a pesar de
todo, suscitó en Oleñka un sentimiento auténtico y profundo. Constantemente, ella
amaba a alguien y no podía vivir sin ello. Antes amaba a su papá, que ahora estaba
enfermo y pasaba el tiempo sentado en su sillón, a oscuras, respirando con dificultad;
luego amaba a su tía, que vivía en Briansk y los visitaba una vez cada dos años; y antes
aun, cuando era alumna del colegio, amaba a su profesor de francés. Era una señorita
apacible, bondadosa y compasiva, de mirada mansa y tierna; tenía buena salud. Mirando
sus llenas y sonrosadas mejillas, su blanco y suave cuello, que tenía un lunar, su ingenua
y bondadosa sonrisa, que aparecía en su rostro cuando ella escuchaba algo agradable,
los hombres pensaban: «Sí, no está mal…» y sonreían también, mientras que las damas
no podían contenerse y, en plena conversación, la asían de la mano y exclamaban,
contentas: —¡Amorcito! La casa que habitaba desde el día de su nacimiento y que en el
testamento estaba anotada a su nombre, se hallaba en un extremo de la ciudad, en el
arrabal gitano, cerca del parque Tívoli; por las noches, al oír la música y el estallido de
los cohetes, ella imaginaba a Kukin desafiando a su destino y acometiendo en un ataque
frontal contra su principal enemigo: el indiferente público; su corazón latía con dulce
ansiedad, ahuyentando el sueño, y cuando él, a la madrugada, regresaba a casa, ella,
desde su dormitorio, golpeaba suavemente en la ventana y le sonreía con cariño, sin
mostrarle, a través de las cortinas, más que la cara y un hombro… Él pidió su mano y se
casaron. Y cuando vio mejor su cuello y sus hombros redondeados y sanos, levantó los
brazos y exclamó:
—¡Amorcito!
Era dichoso, pero como llovió el día de la boda y también por la noche, su rostro no
cesaba de trasuntar un aire de desesperación.
Después de la boda las cosas marcharon bien. Ella atendía la caja, vigilaba el orden en el
parque, anotaba los gastos, se ocupaba de pagar los sueldos, y sus mejillas rosadas, junto
con su ingenua y radiante sonrisa, aparecían fugazmente ya en la ventanilla de la
boletería, ya entre bastidores, ya en el bufet. Y ya empezaba a decir a sus conocidos que
lo más notable, lo más importante y lo más necesario que había en el mundo era el teatro
y que sólo en el teatro uno podía obtener el gozo auténtico y llegar a ser culto y humano.
—Pero ¿acaso el público lo es capaz de entenderlo? —decía ella—. Lo que él necesita es
teatro de feria. Anoche poníamos en escena Fausto al revés y casi todos los palcos
estaban vacíos; si Vanechka y yo hubiéramos ofrecido alguna obra vulgar, puedes estar
seguro, el teatro habría estado repleto. Mañana Vanechka y yo representaremos Orfeo
en los infiernos. ¡Venga usted también!
Todo lo que Kukin decía sobre el teatro y los actores, lo repetía ella también. Igual que
él, despreciaba al público por su indiferencia hacia el arte y por su ignorancia; intervenía
en los ensayos, dando indicaciones a los actores; vigilaba la conducta de los músicos, y
cuando el periódico local publicaba alguna nota desfavorable al teatro, ella lloraba y más
tarde iba a la redacción a pedir explica­ciones.
Los actores la querían y la llamaban «Amorcito» y «Vanechka y yo»; a su vez ella los
compadecía y les daba pequeños préstamos, y cuando la engañaban a veces, lloraba a
escondidas, sin quejarse a su marido.
También en invierno las cosas marchaban bien. Arrendaron el teatro de la ciudad por
toda la temporada y lo alquilaban por períodos breves ya al elenco ucraniano, ya al
prestidigitador, ya a los aficionados locales. Oleñka engordaba y resplandecía de
satisfacción, mientras que Kukin se tornaba más flaco y más amarillo y se quejaba de las
tremendas pérdidas, aunque durante todo el invierno las cosas iban bastante bien. Por
las noches tosía y ella le hacía beber té de frambuesa y de tilo, le frotaba el pecho con
agua de colonia y lo envolvía en sus suaves chales.
—¡Lindo mío! —le decía con absoluta sinceridad, alisándole los cabellos—. ¡Lindito
mío!
Durante la cuaresma Kukin viajó a Moscú para formar la compañía y ella no podía
dormir sin él y pasaba las noches junto a la ventana, mirando las estrellas. En aquellos
momentos se comparaba con las gallinas, que tampoco duermen de noche y se sienten
intranquilas, si el gallo no está en el gallinero. Kukin se demoró en Moscú, le escribió
que pensaba volver para la Semana Santa y en sus cartas ya hacía disposiciones con
respecto a Tívoli. Pero en víspera del Lunes Santo, a avanzadas horas de la noche,
resonaron de repente lúgubres golpes en el portón; alguien golpeaba el postigo y éste
retumbaba como un tonel: ¡bum! ¡bum! ¡bum! La somnolienta cocinera corrió a abrir la
puerta, chapoteando en los charcos con los pies descalzos.
—¡Abra, por favor! —decía del otro lado del portón una sorda voz de abajo—. ¡Un
telegrama!
También antes Oleñka recibía telegramas de su marido, pero esta vez, sin saber por qué,
se quedó atónita. Con manos temblorosas abrió el telegrama y leyó lo siguiente:
«Iván Petrovich falleció hoy súbitamente coratán esperamos disposiciones tepelio
martes».
Así estaba en el telegrama: «tepelio» y una palabra incomprensible «coratán»; la firma era
del director de la compañía de operetas.
—¡Palomito mío! —exclamó entre sollozos Oleñka—. ¡Vanechka, querido mío! ¿Para
qué te habré yo encontrado? ¿Para qué te habré yo conocido y amado? Y ¿Por qué
dejaste sola a tu pobre y desgraciada Oleñka?
El sepelio de Kukin se realizó el martes, en Moscú, en el cementerio de Vagañkovo;
Oleñka regresó a casa el miércoles y apenas entró en su dormitorio cayó sobre la cama y
comenzó a llorar en voz tan alta que se la oía en la calle y en las casas vecinas.
—¡Amorcito! —decían las vecinas, persignándose—. Amorcito, Olga Semionovna,
¡cómo se desespera la pobre!
Tres meses después, Oleñka regresaba un día de misa, triste, vestida de riguroso luto.
Por casualidad, caminaba a su lado un vecino suyo, Vasily Andreich Pustovalov,
encargado del depósito de maderas del mercader Babakaiev. También él salía de la
iglesia; llevaba un sombrero de paja y un chaleco blanco con cadenita de oro, y más
parecía un terrateniente que un comerciante.
—Cada cosa tiene su orden, Olga Semionovna —decía en tono reposado y con
compasión en su voz—. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea
así, y en estos casos debemos recordarlo y resignarnos.
Después de acompañar a Oleñka hasta la puerta de su casa, él se despidió y siguió su
camino. Durante el resto del día, su reposada voz resonó en los oídos de Oleñka y
apenas cerraba ella los ojos se le aparecía su oscura barba. Por lo visto, ella a su vez le
causó impresión, ya que poco tiempo después fue a visitarla una señora de edad, a quien
ella apenas conocía y quien, no bien se había sentado a la mesa, se puso a hablar sin
tardanza acerca de Pustovalov, en el sentido de que era una persona buena y seria y que
cualquier mujer estaría muy contenta, casándose con él. Tres días más tarde el mismo
Pustovalov le hizo una visita; se quedó poco tiempo, unos diez minutos, y habló poco,
pero Oleñka lo quería ya, lo quería tanto, que no pudo pegar ojo en toda la noche, ardía
como si tuviera fiebre y a la mañana siguiente mandó llamar a la señora de edad. Al cabo
de poco tiempo se comprometieron; luego celebraron la boda.
Después del casamiento las cosas marcharon bien. Habitualmente él permanecía en el
depósito de maderas hasta la hora de almorzar, luego iba a hacer diligencias y lo
reemplazaba Oleñka, quien quedaba en la oficina hasta la noche, escribiendo las cuentas
y despachando las mercaderías.
—El precio de la madera sube ahora cada año un veinte por ciento —decía ella a los
compradores y a sus conocidos—. Figúrese, antes vendíamos maderas locales, pero
ahora Vanechka tiene que viajar todos los años a las provincias de Moguilev para buscar
madera. ¡Y qué tarifas! —exclamaba, cubriéndose ambas mejillas con las manos, en
señal de terror—. ¡Qué tarifas!
Le parecía que desde tiempos remotos se dedicaba a comerciar en madera, que lo más
importante y lo más necesario en la vida era la madera y que había algo íntimo y
conmovedor en las palabras: viga, estaca, tabla, listón, alfarjía, rollizo, tirantillo,
costero… Por las noches soñaba con montañas enteras de tablones y de tirantes; con
interminables caravanas de carros que transportaban madera a largas distancias; soñaba
que todo un regimiento de troncos, del tamaño de doce por cinco, atacaba el depósito
de madera en una acción de guerra, y que los troncos, las vigas y los costeros se
golpeaban, emitiendo el sonoro ruido de madera seca; todos caían y de nuevo se
levantaban encaramándose unos sobre otros; Oleñka dejaba escapar un grito y se
despertaba, mientras Pustovalov le decía con ternura:
—Oleñka, ¿qué tienes, querida? ¡Persígnate!
Sus pensamientos eran los mismos que los de su marido. Si él opinaba que en la
habitación hacía calor o que los negocios marchaban con cierta lentitud, lo mismo
pensaba ella. Su marido no era afecto a las diversiones y en los días festivos se que­daba
en casa; ella hacía lo mismo.
—Ustedes siempre están en casa o en la oficina —les decían sus conocidos—. ¿Por qué
no van alguna vez al teatro o al circo?
—Vanechka y yo no tenemos tiempo para ir al teatro —respondía ella con dignidad­.
Somos gente de trabajo y no estamos para estas cosas. Y además ¿qué hay de bueno en
estos teatros?
Los sábados iban a oír Las Vísperas, los días de fiesta a misa y, regresando de la iglesia,
caminaban juntitos, con rostros enternecidos; los dos olían bien y el vestido de seda de
ella producía un agradable murmullo; en casa tomaban té con pan de leche y con toda
clase de dulces, luego comían un pastel. Todos los días, a mediodía, en el patio de la
casa y aun en la calle flotaba un sabroso olor a borsch, cordero asado o pato; en los días
de vigilia olía a pescado y no se podía pasar cerca del portón sin sentir ganas de comer.
El samovar en la oficina siempre estaba con agua hirviente y a los clientes se les
convidaba con té y rosquillas. Una vez por semana los esposos iban a la casa de baños y
volvían caminando juntitos, los dos con rostros colorados.
—Estamos bien, gracias a Dios —decía Oleñka a sus conocidos—. ¡Ojalá que todos
vivan como nosotros!
Cuando Pustovalov partía a la provincia de Moguilev para traer madera, ella lo
extrañaba mucho, no podía dormir por las noches, lloraba. A veces la visitaba el
veterinario militar Smirnin, hombre joven, que alquilaba un pabellón de su casa. Le
contaba alguna historia o jugaba con ella a los naipes y esto la divertía. Especialmente
interesantes resultaban los relatos de su propia vida familiar; estaba casado y tenía un
hijo, pero se hallaba separado de su mujer porque ella lo había engañado; ahora la
odiaba y le enviaba mensualmente cuarenta rublos para la manutención del niño.
Escuchándolo, Oleñka suspiraba y meneaba la cabeza, y sentía lástima por él.
—¡Que Dios guarde a usted! —decía, despidiéndolo, mientras lo acompañaba con la
bujía hasta la escalera—. Gracias por haber compartido mi aburrimiento y que la Reina
de los cielos le dé a usted mucha salud…
Imitando a su marido, se expresaba siempre en forma digna y juiciosa; el veterinario
desaparecía detrás de la puerta, cuando ella lo llamaba para decir:
—Sabe, Vladimir Platonich, debería usted de hacer las paces con su mujer. Debería de
perdonarla, aunque sea por el hijo… El chico, seguramente, ya entiende todo.
Y cuando regresaba Pustovalov, le contaba a mecha voz acerca del veterinario y de su
desdichada vida familiar, y los dos suspiraban, meneando la cabeza, y hablaban sobre el
chico, que, seguramente, extrañaba a su padre; luego, por un extraño correr del
pensamiento, ambos se colocaban ante los iconos y, haciendo profundas reverencias,
rogaban a Dios que les mandara hijos.
Y así vivieron los Pustovalov en paz, en amor y en completa concordia durante seis años.
Pero una vez, en invierno, Vasily Andreich, después de beber té caliente en el depósito,
salió sin la gorra a despachar madera, tomó frío y cayó enfermo. Lo aten­dían los
mejores médicos de la ciudad, pero la enfermedad se impuso y él murió al cabo de cuatro
meses. Y de nuevo Oleñka quedó viuda.
—¿Por qué me has abandonado, palomito mío? —sollozaba después del entierro—.
¿Cómo voy a vivir ahora sin ti, sola y desgraciada? Buena gente, tengan piedad de mí
que soy una huérfana…
Llevaba vestido negro con crespones y desechó para siempre el sombrerito y los
guantes; salía pocas veces y sólo lo hacía para ir a la iglesia o a visitar la tumba de su
marido; vivía en su casa como una monja. Y sólo al transcurrir seis meses, se quitó los
crespones y comenzó a abrir los postigos de las ventanas. A veces se la veía ir al mercado
con su cocinera, pero cómo vivía ahora en su casa y qué pasaba ahora allí, de eso sólo
podían hacerse conjeturas. Algunos, por ejemplo, adivinaban algo porque la habían
visto tomar el té en su pequeño jardín, en compañía del veterinario, quien le leía el
periódico en voz alta, y aun porque, al encontrarse en el correo con una dama conocida,
Oleñka le había dicho:
—Nuestra ciudad carece de un adecuado control veterinario y ésta es la causa de
muchas enfermedades. En todo momento se oye hablar de que la gente se enferma por
causa de la leche y porque se contagian de los caballos y de las vacas. En realidad, hay
que cuidar la salud de los animales domésticos de la misma manera como se cuida la de
las personas.
Repetía las ideas del veterinario y sobre cualquier asunto tenía ahora la misma opinión
que tenía él. Era evidente que no podía pasar ni siquiera un año sin cariño y que
encontró su nueva dicha en un ala de su propia casa. A otra mujer en su lugar la
hubieran juzgado con severidad, pero nadie podía pensar mal de Oleñka, pues todo era
muy claro en su vida. Ni ella ni el veterinario revelaban a nadie el cambio que se había
operado en sus relaciones; más aun, trataban de ocultarlo, pero no lo lograban, ya que
Oleñka no podía tener secretos. Cuando lo visitaban los colegas del regimiento, ella,
sirviéndoles el té o la cena, se ponía a hablar de la peste de los vacunos, de la perlesía, de
los mataderos de la ciudad, mientras que él se sentía terri­blemente confundido y, una
vez retirados los visitantes, la cogía por la mano y le susurraba, enojado:
—¡Te he pedido ya que no hables de lo que no entiendes! Cuando los veterinarios
conversamos entre nosotros, hazme el favor de no entrometerte. ¡Al final, esto ya resulta
tedioso!
Ella lo miraba, sorprendida y alarmada, y le preguntaba:
—Volodechka ¿y de qué quieres que hable?
Y lo abrazaba, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no se enojara, y ambos eran
dichosos.
Empero, esta dicha no fue larga. El veterinario se había ido junto con su regimiento, se
había ido para siempre, ya que el regimiento había sido trasladado muy lejos, poco
menos que a Siberia. Y Oleñka quedó sola.
Esta vez estaba ya completamente sola. Su padre hacía tiempo ya que había muerto y su
sillón se hallaba tirado en el desván, cubierto de polvo y con una pata menos. Ella estaba
más delgada y menos bella, y en la calle los transeúntes ya no la miraban como antes ni le
sonreían; por lo visto, habían pasado ya sus mejores años, se había quedado atrás, y
comenzaba ahora una nueva vida desconocida, en la cual mejor era no pensar. Al
anochecer, Oleñka se sentaba en el pórtico y desde el Tívoli llegaba a sus oídos la música
y el estallido de los cohetes pero eso ya no suscitaba en ella ninguna clase de ideas.
Paseaba su mirada indiferente por el patio vacío, sin pensar ni desear nada, y luego, al
llegar la noche, iba a dormir; en los sueños se le aparecía su patio desierto. Comía y
bebía como por obligación.
Pero lo fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos que la
rodeaban y comprendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no podía formar su
opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y qué terrible resulta no
tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella en pie, o si está lloviendo, o bien
un mujik está viajando en su carro, pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el mujik
y qué sentido tienen, eso ni se sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil
rublos. En los tiempos de Kukin y de Pustovalov y más tarde con el ve­terinario Oleñka
podía explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier asunto, ahora, en
cambio, sus pensamientos y su corazón estaban tan desiertos como su patio. Y sentía
miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta hartarse.
Poco a poco, la ciudad se ensanchaba en todas direcciones; el arrabal gitano era una
calle, y en el sitio donde antes tenían ubicación el parque Tívoli y los depósitos de
madera, crecieron edificios y se formó una red de callejuelas. ¡Cuán rápido corre el
tiempo! La casa de Oleñka se tornó más oscura, el techo está oxidado, el cobertizo
tiende a inclinarse hacia un costado y todo el patio exterior se halla cubierto de maleza y
de ortigas. La misma Oleñka está más vieja y más fea; en verano permanece sentada en
el pórtico, y su alma, igual que antes, está vacía; sólo hay en ella un tedio y un leve sabor
a ajenjo. En invierno ella se queda sentada junto a la ventana, contemplando la nieve. Y
cuando llega un soplo de primavera, cuando el viento trae el tañido de las campanas de
la catedral, y los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente, su corazón se oprime
con dulzura y le hace derramar abundantes lágrimas, pero sólo por un instante; luego
vuelve el vacío y uno no sabe para qué vive. Bryska, la gatita negra, buscando mimos,
ronronea suavemente, pero estas caricias gatunas no conmueven a Oleñka. ¿Acaso es
esto lo que ella necesita? Si tuviera un amor que se apoderara de todo su ser, su alma, su
mente; que le diera ideas, dirección a su vida; que calentara su sangre aletargada…Y ella
echa a la negra Bryska de sus rodillas, diciéndole con fastidio:
—Vete, vete… ¡Nada tienes que hacer aquí! Y así día tras día, año tras año, sin ninguna
alegría y sin ninguna opinión. Con lo que decía Mayra, la cocinera, estaba ya todo dicho.
Al anochecer de un caluroso día de julio, cuando por la calle arreaban un rebaño y nubes
de polvo llenaban el patio, de pronto alguien golpeó en el portón. Oleñka misma fue a
abrir y apenas miró al visitante quedó atónita: en la calle estaba el ve­terinario Smirnin,
ya canoso y vestido de civil. De repente ella recordó todo y, sin poder contenerse,
rompió a llorar y apoyó la cabeza sobre el pecho de él; sin decir una palabra, presa de
una fuerte agitación, no se dio cuenta cómo habían entrado en la casa y cómo se habían
sentado a la mesa para tomar el té.
—¡Palomito mío! —murmuraba, temblando de alegría—. ¡Vladimir Platonich! ¿De
dónde lo trae Dios?
—Quiero instalarme aquí definitivamente —contaba él—. Pasé a retiro y quiero probar
suerte aquí; anhelo una vida libre y estable. Además, ha llegado el momento de mandar a
mi hijo al colegio de secundaria. Ha crecido. Me he reconciliado con mi mujer ¿sabe?
—¿Y dónde está ella? —preguntó Oleñka. —Está en una hostería, junto con mi hijo,
mientras yo ando buscando un apartamento.
—Dios mío, y ¿por qué no toma mi casa? ¿Acaso no sirve para vivir? Ay Dios, si yo no
pienso cobrarles… —se agitó Oleñka y volvió a llorar—. Ustedes vivirán aquí… para mí
es suficiente el pabellón. ¡Qué alegría, Dios mío!
Al día siguiente ya estaban pintando el techo y blanqueando las paredes de la casa y
Oleñka, en jarras, andaba por el patio dando órdenes. Su rostro estaba iluminado por su
antigua sonrisa, y toda ella parecía animada y remozada, como si se hubiera despertado
de un largo sueño. Llegó la mujer del veterinario, una dama flaca y fea, de cabellos
cortos y cara caprichosa, acompañada de Sasha, un niño regordete, de claros ojos
azules, con hoyuelos en las mejillas, y cuya poca estatura no correspondía a su edad
(tenía nueve años cumplidos).Y apenas entró en el patio, el chicuelo se puso a correr tras
la gata y no tardó en oírse su risa alegre.
—¡Tía!… ¿Es suya esta gata? —preguntó a Oleñka—. Cuando tenga crías, regálenos,
por favor, un gatito. A mamá le dan mucho miedo los ratones.
Oleñka conversó con él, le hizo tomar el té y sintió de repente que entraba un calor
agradable en su pecho y que su corazón se oprimía dulcemente como si el chiquillo fuese
su hijo. Y cuando, por la tarde, él estaba haciendo los deberes en el comedor, ella lo
miraba con ternura, susurrando:
Palomito mío… lindito… ¡Chiquillo mío, qué inteligente que eres, qué blanquito!
—Se llama isla una porción de tierra —leyó el chico— rodeada de agua por todas partes.
—Se llama isla una porción de tierra… —repitió ella, y era esta la primera opinión suya
expresada con seguridad, después de tantos años de silencio y de vacío en la mente.
Y ya tenía sus opiniones y durante la cena conversaba con los padres de Sasha acerca de
las dificultades que los niños tenían ahora para estudiar en los colegios, recalcando que,
a pesar de todo, la instrucción clásica era mejor que la profesional, por cuanto el colegio
ofrecía todas las perspectivas: uno podía estudiar luego lo mismo para médico que para
ingeniero.
Sasha empezó a ir al colegio. Su madre había ido a Karkov, para visitar a su hermana y
no volvía; su padre partía todos los días a inspeccionar rebaños y solía pasar afuera
varios días, y le parecía a Oleñka que Sasha quedaba completamente abandonado, que
era un extraño en casa de sus padres y que se moría de hambre; y ella lo trasladó a su
pabellón y lo acomodó allí en una pequeña habitación.
Hace ya medio año que Sasha vive en su casa. Todas las mañanas Oleñka entra en su
cuarto, el niño duerme profundamente, sin respirar, apoyando la mejilla en una mano.
Le da lástima despertarlo.
—¡Sasheñka, Sasheñka! —le dice tristemente—. ¡Levántate, palomito! Es hora de ir al
colegio.
El muchacho se levanta, se viste, dice una oración y se sienta a tomar el té; bebe tres
vasos de té y come dos rosquillas y la mitad de un pan francés con manteca. Aún no se ha
despertado del todo y está de mal humor.
—Sasheñka, no conoces la fábula de memoria; no la has aprendido bien —dice Oleñka y
lo mira de tal manera, como si lo despidiera para un largo camino—. Estoy preocupada
por ti. Trata de estudiar bien, palomito… Hay que obedecer a los profe­sores.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —dice Sasha.
Luego él va por la calle al colegio, pequeñito, pero con una gorra grande y con un
cartapacio a la espalda. Tras él camina sigilosamente Oleñka.
¡Sasheñka—a! —lo llama.
Él se vuelve y ella le pone en la mano un dátil o un caramelo. Al doblar por el callejón en
que está el colegio, el chico siente vergüenza de ser acompañado por una mujer alta y
corpulenta; vuelve la cabeza y dice:
—Regresa a casa, tía; a partir de aquí ya llegaré solo.
Ella se detiene y lo sigue con la mirada, sin pestañear hasta que el chicuelo desaparece
en la entrada del colegio. ¡Ah, cómo lo quiere! Entre sus cariños anteriores ninguno
había sido tan profundo; nunca su alma se había sometido de manera tan desinteresada,
tan abnegada y tan placentera como ahora, al tomar cada vez más incremento su
sentimiento maternal. Por este chiquillo, que le era extraño, por los hoyuelos de sus
mejillas, por su gorra, ella daría su vida, la daría con satisfacción, con lágrimas de
alegría. ¿Por qué? Vaya uno a saber por qué…
Después de acompañar a Sasha al colegio, regresa a casa, sin apresurarse, satisfecha,
sosegada, llena de amor; su rostro, rejuvenecido en el último año y medio, sonríe,
radiante; los transeúntes, mirándola, sienten satisfacción y le dicen:
—¡Buenos días, Olga Semionovna! ¿Cómo le va, amorcito?
—Ahora ya no es tan fácil estudiar en el colegio —cuenta ella en el mercado—. Figúrese,
ayer, en primer año mandaron tantos deberes: una traducción del latín, un problema y
una fábula de memoria… ¿Acaso es fácil para un chico?
Y ella se pone a hablar de los deberes, de los profesores, de los manuales, diciendo lo
mismo que dice Sasha.
Después de las dos almuerzan juntos; al anochecer, juntos hacen los deberes y lloran.
Acostándolo en la cama, lo santigua largamente y susurra una oración; luego, acostada
ella misma, piensa en aquel lejano y nebuloso futuro en que Sasha, terminados sus
estudios, será algún día médico o ingeniero, tendrá una gran casa propia, caballos y
carruajes; se casará y tendrá hijos… Ella se duerme, pensando siempre en lo mismo, y de
sus ojos cerrados se asoman las lágrimas y se deslizan lentamente por las mejillas. Y la
gatita negra está recostada cerca de ella y ronronea:
—Mur… mur… mur…
De repente se oyen fuertes golpes en el portón. Oleñka se despierta y el miedo le corta la
respiración; su corazón late con fuerza. Pasa medio minuto y vuelven a resonar los
golpes. «Debe ser un telegrama de Karkov —piensa ella y todo su cuerpo empieza a
temblar—. La madre quiere que Sasha vaya a vivir con ella, en Karkov… ¡Dios mío!».
Está presa de desesperación; la cabeza, los pies y las manos se le ponen fríos y, al
parecer, en todo el mundo no hay persona más desdichada que ella. Pero transcurre un
minuto más, se oyen voces: es el veterinario que regresó del club. «Ah bueno, no es nada,
gracias a Dios», piensa ella. Poco a poco cae el peso de su corazón y vuelve a sentirse
bien; se acuesta y piensa en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina
y, de vez en cuando, dice en sueños:
—¡Te voy a dar! ¡Vete! ¡No me toques!
Sombras sobre un vidrio esmerilado
De Juán José Saer

¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora estoy sentada en
el sillón de Viena, en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se
desviste en el cuarto de baño. Parece muy sencillo al pensar "ahora", pero al
descubrir la extensión en el espacio de ese "ahora", me doy cuenta enseguida de
la pobreza del recuerdo. El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada
"ahora", y el resto del "ahora" no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces,
y de un modo muy fugaz, como recuerdo. Tomemos el caso de mi seno
derecho. En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros senos crecían
lentamente en otros pechos menos gastados por el tiempo que el mío? Y en este
ahora en el que veo la sombra de mi cuñado Leopoldo preyectándose sobre los
vidrios de la puerta del cuarto de baño y llevo la mano hacia el corpino vacío,
relleno con un falso seno de algodón puesto sobre la blanca cicatriz, ¿cuántas
manos van hacia cuántos senos verdaderos, con temblor y delicia? Por eso digo
que el presente es en gran parte recuerdo y que el tiempo es complejo aunque a
la luz del recuerdo parezca de lo más sencillo.

Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y
seis años y he publicado tres libros: "El camino perdido", "Luz a lo lejos" y "La
dura oscuridad". Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose
agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da propiamente
al living, sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque
está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he
traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El
sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente
por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros
polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale
nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y pidió turno para el
médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome lentamente veo como
Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y después se da
vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el
pantalón. Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da
forma al corpino en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto
crecer y cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero nunca he
podido soportar ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque
he permanecido intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente
inmutabilidad. Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo
que le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una
intacto, puede cambiarla para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el
vidrio esmerilado, de un modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se
inclina para sacarse el pantalón, encorvándose para desenfundar una pierna
primero, irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a encorvar para sacar la
otra, irguiéndose otra vez en seguida.

("Sombras" "Sombras sobre" "Cuando una sombra sobre un vidrio veo" No.) Ese
chico, ¿cómo se llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la
mesa redonda sobre la influencia de la literatura en la educación de la
adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino el
editor y me dijo: "¿No te parece que si te presentaras más seguido en público
para exponer tus puntos de vista "La dura oscuridad" podría salir un poco más,
Adelina? " Así que me vi sentada en el escenario frente a la sala llena. Había
cientos de caras que me miraban esperando que yo diera mi opinión, en ese
salón frío y lleno de ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa.
Hice una corta exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me
inhibía mucho. (Leopoldo acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo
desde las botamangas, con el brazo alzado para conservar la raya. Después lo
dobla y comienza a pasarlo por el travesaño de una percha; lo veo.) Cuando
terminé de hablar, Tomatis se echó a reír. "La señorita Flores -dijo, riéndose y
poniéndose como pensativo— ha dicho hermosas palabras sobre la condición
de los seres humanos. Lástima que no sean verdaderas. Digo yo, la señorita
Flores, ¿ha estado saliendo últimamente de su casa? " Los cientos de personas
que estaban sentadas contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una
palabra más; y cuando terminó la mesa redonda y fuimos a la comida que nos
ofreció la universidad, Tomatis se sentó al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo
charlando y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte se volvió hacia
mí y me dijo: "¿Usted no cree en la importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí
creo. Eso les pasa a ustedes, los de la vieja generación: han fornicado demasiado
poco, o en su defecto nada en absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno
de menos. No, no estoy borracho. O sí, capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No
piensa que usted misma lo ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae
muy simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena.
Perdóneme la franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina,
sabe, romper la camisa de fuerza del soneto -porque las formas heredadas son
una especie de virginidad— y empezar con otra cosa. Me juego la cabeza de que
usted es capaz de salir adelante. Usted que la tiene cerca, páseme esa botella de
vino. Gracias". Recuerdo perfectamente el lugar: un restaurante del centro con
manteles cuadriculados, rojos y blancos, los platos sucios, los restos de pescado,
y las botellas de vino tinto a medio vaciar. Ahora Leopoldo se ha sacado el
calzoncillo y lo observa. Ha quedado completamente desnudo. Se inclina para
dejarlo caer en el canasto de la ropa sucia que está en el costado del baño, junto
a la bañadera. Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente,
sobre los vidrios esmerilados de la puerta del baño que da a la antecámara.

En este momento, únicamente esa sombra es "ahora", y el resto del "ahora" no es


más que recuerdo. Y a veces, tan diferente del "ahora", ese recuerdo, que es cosa
de ponerse a llorar. Es terrible pensar que lo único visible y real no son más que
sombras. Si pienso que en este mismo momento los bañistas se pasean en traje
de baño bajo los árboles tranquilos del parque del Sur, sé que eso no es ahora,
sino recuerdo. Porque es posible que en este momento no haya ni un solo
bañista en el parque del Sur, o, si hay alguno, no esté paseándose precisamente
bajo los árboles que yo creo recordar; hasta es probable que estén todos echados
en la arena de la playa, o en el agua, mientras el sol del crepúsculo vuelve roja
la laguna y dos chicos se tiran uno al otro una pelota de goma que retumba en
medio del silencio cuando choca contra la tierra. Pero me gusta imaginar que en
este momento, en los barrios, las chicas se pasean en grupos de tres o cuatro
tomadas del brazo, recién bañadas y perfumadas, y que grupos de muchachos
las contemplan desde la esquina. Puedo ver las calles del centro abarrotadas de
coches y colectivos y a Susana bajando lentamente, con cuidado por su pierna
dolorida, las escaleras de la casa del médico. Es como si estuviera aquí y al
mismo tiempo en cada parte. ¡Es tan complejo y sin embargo, tan sencillo!
Ahora vuelvo ligeramente la cabeza y veo la mampara que da al patio. Entreveo
los vidrios encortinados y el último resplandor de la tarde que penetra en el
living a través de las grandes cortinas verdes. También veo los sillones vacíos,
abandonados — ¡y cuántas veces nos hemos sentado en ellos Susana, Leopoldo,
o yo o las visitas! — forrados en provenzal floreado. Las flores son verdes y
azules, sobre fondo blanco. Hay una lámpara de pie, al lado de uno de los
sillones, apagada. Pero yo me he traído el viejo sillón de Viena de mamá desde
mi habitación y me he sentado en él —estoy hamacándome lentamente— para
que el aire de la calle atraviese el living y se impregne como agua fría o como
un olor sobre mi cuerpo. Ahora que no veo la puerta de vidrios esmerilados del
baño, ¿qué estará proyectándose sobre ella? Seguramente el cuerpo desnudo de
Leopoldo — ¡el cuerpo desnudo de Leopoldo! —, pero ¿en qué posición?
¿Tendrá los brazos alzados, se rascará el pecho con las dos manos, se tocará el
cabello, o se habrá echado ligeramente hacia atrás para mirarse en el espejo? Es
terrible, pero ese ahora, tan cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la
cabeza otra vez hacia la puerta que da a la antecámara el "ahora" de los sillones
de funda floreada, vacíos y abandonados, y las cortinas a través de las cuales
penetra la luz crepuscular, no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora.
La sombra de Leopoldo ha desaparecido. Ha de estar sentado, haciendo sus
necesidades. ("Veo una sombra sobre un vidrio" "Veo" "Veo una sombra sobre
un vidrio. Veo.")

En el vidrio vacío no se ve más que el resplandor difuso de la luz eléctrica,


encendida en el interior del cuarto de baño. Es uno de esos días terribles de
enero, de luz cenicienta; no está nublado ni nada, pero la luz liene un color
ceniza, como si el sol se hubiese apagado hace mucho tiempo y llegara al
planeta el reflejo de una luz muerta. Mi sencillo vestido gris y mi pelo gris
condensan esa luz húmeda y muerta, y están como nimbados por un
resplandor pútrido; y como acabo de hañarme no he hecho más qué condensar
humedad sobre mi vieja piel blanca llena de vetas como de cuarzo. Tengo los
brazos apoyados sobre la madera curva del sillón de Viena. Con el tiempo, si es
que estoy viva, tomaré el rolor de la esterilla del sillón, me iré volviendo
amarillenta y lustrosa, pulida por el tiempo. En eso fundo su sencillez. En que
solamente pule y simplifica y preserva lo inalterable, reduciendo todo a
simplicidad. Me dicen que destruye, pero yo no lo creo. Lo único que hace es
simplificar. Lo que es frágil y pura carne que se vuelve polvo desaparece, pero
lo que tiene un núcleo sólido de piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido
con el tiempo y permanece. Ahora Susana debe estar bajando lentamente las
escaleras de mármol blanco de la casa del médico, agarrándose del pasamanos
para cuidar su pierna dolorida; ahora acaba de llegar a la calle y se queda un
momento parada en la vereda sin saber qué dirección (porque sale muy poco y
siempre se desorienta en centro de la ciudad; está con su vestido azul, sus
anteoios (siempre creen que Adelina Flores es ella, por anteojos, y no yo) y sus
zapatones negros de grueso taco bajo, que tienen cordones como los zapatos
masculinos, mira como desconcertada en distintas direcciones, porque por un
momento no sabe cuál tomar, mientras a la luz del crepúsculo pasa gente
apurada y vestida de verano por la vereda, y un estruendo de colectivos y
automóviles por la calle. Ahora con un movimiento de cabeza y un gesto que no
revela el menor sentido del humor, sacándose los dedos de los labios, donde los
había puesto mecánicamente al adoptar una actitud pensativa, Susana recuerda
en qué dirección se encuentra la esquina donde debe tomar el colectivo y
comienza a caminar con lentitud, decrépita y reumática, hacia ella. Hay como
una fiebre que se ha apoderado de la ciudad, por encima de su cabeza -y ella no
lo nota- en este terrible enero. Pero es una fiebre sorda, recóndita, subterránea,
estacionaria, penetrante, como la luz de ceniza que envuelve desde el cielo la
ciudad gris en un círculo mórbido de claridad condensada. ("Veo una sombra
sobre un vidrio. Veo.") Veo a Susana atravesar lentamente el aire pesado y gris
dirigiéndose hacia la parada de ómnibus donde debe esperar el dieciséis para
volver en él a casa. Eso si es que ya ha salido de lo del médico porque es
problable que ni siquiera haya entrado todavía al consultorio y esté sentada
leyendo una revista en la sala de espera. El techo de la sala de espera es alto, yo
he estado ahí cientos de veces, muy alto, y el juego de sillones de madera con la
mesita central para las revistas y el cenicero es demasiado frágil y chico en
relación con ese techo altísimo y la extensión de la sala de espera, que
originariamente era en realidad el vestíbulo de la casa.

("algo que amé" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que amé" "hecho
sombra, proyectado" "hecho sombra y proyectado" "Veo una sombra sobre un
vidrio. Veo" "algo que amé hecho sombra y proyectado") Puedo escuchar el
crujido lento y uniforme del sillón de Viena. Sé pasarme las horas
hamacándome con lentitud, la cabeza reclinada contra el respaldar, mirando
fijamente un punto del vacío, sin verlo, en el interior de mi habitación, rodeada
de libros polvorientos, oyendo crujir la vieja madera como si estuviera oyendo a
mis propios huesos. Desde mi habitación he venido escuchando durante treinta
años los ruidos de la casa y de la ciudad, como celajes de sonido acumulados en
un horizonte blanco. Ahora escucho el ruido súbito de la cadena del inodoro y
el del agua en un torrente rápido, lleno de tintineos como metálicos; después el
chorro que vuelve a llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los
vidrios esmerilados de la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en el
espejo. ¿Se afeitará? Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la
línea, durante tantos años, pero se ha llenado de endeblez y fragilidad. Al
hamacarme, yendo para adelante y viniendo para atrás, la sombra da primero
la impresión de que avanzara, y después la de que retrocediera. Vino a casa por
mí la primera vez, pero después se casó con Susana. Todo es terriblemente
literario, ("en el reflejo oscuro"). Fue un alivio, después de todo. Pero los
primeros dos años, antes de que se casaran y Leopoldo empezara a trabajar
como agente de publicidad del diario de la ciudad, —el primer agente de
publicidad de la ciudad, creo, y en eso fue un verdadero precursor— los
primeros dos años nos divertimos como locos, sin descansar un solo día, yendo
y viniendo de día y de noche por la ciudad, en invierno y verano, hasta un día
cuya víspera pasamos entera en la playa, en que Leopoldo vino a la noche a
casa y le pidió al finado papá la mano de Susana después de la cena. Pero el día
antes había sido una verdadera fiesta. Fue un viernes, me acuerdo
perfectamente. Leopoldo pasó a buscarnos muy de mañana, cuando recién
había amanecido, estaba todo de blanco, igual que nosotras, que llevábamos
unos vestidos blancos y unos sombreros de playa blancos como estoy segura de
que ni hasta hoy se ha atrevido a llevar nadie en esta bendita ciudad. Yo llevaba
conmigo los versos de Alfonsina. [Va a afeitarse, sí. Ahora ha abierto el botiquín
y mira su interior buscando los elementos ("en el reflejo oscuro" "sobre la
transparencia" "del deseo") Alza los brazos y comienza a sacar los elementos].
Ya era diciembre, pero hacía fresco de mañana. Yo misma manejaba el
Studebaker de papá, y Susana iba sentada al lado mío. En el asiento de atrás iba
Leopoldo al lado de la canasta de la merienda, tapada con un mantel blanco. El
aire ("sobre la transparencia del deseo" "como sobre un cristal esmerillado")
fresco, limpio, resplandecía, penetrando por el hueco de las ventanillas bajas
que vibraban con la marcha del automóvil. Yo podía ver por el retrovisor la
cara de Leopoldo vuelta ligeramente hacia la ventanilla mirando pensativa el
río. Nos fuimos a una playa desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné.
Había tres sauces inclinados hacia el río —la sombra parecía transparente— y
arena amarilla. Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y
cuando llegué a donde dice "Una punta de cielo/rozará/la casa humana", me
separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos no
se dieron cuenta de nada. Después extendimos el mantel blanco y comimos
charlando y riéndonos bajo los árboles. Habíamos preparado riñón —a
Leopoldo le gustan mucho las achuras— y yo no sé cuántas cosas más, y
habíamos dejado toda la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo
debajo de los tres sauces, para que el agua la enfriara. Fue el mejor momento
del día: estábamos muy tostados por el sol y Leopoldo era alto, fuerte, y se reía
por cualquier cosa. Susana estaba extraordinariamente linda. Lo de reírnos y
charlar nos gustó a todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento
ninguno de los tres habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber estado
así más de diez minutos. Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar sin
ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga daño, puedo oír con qué
nitidez los cubiertos chocaban contra la porcelana de los platos, el ruido de
nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que parecía
depositado en un planeta muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a
morir a la playa amarilla. En un momento dado me pareció que podía oír cómo
crecía el pasto a nuestro alrededor. Y en seguida, en medio del silencio, empezó
lo de las miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como cinco minutos,
serios, francos, tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a
mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente serenos, y después
no me importó nada que a eso de las cinco, cuando volvía sin hacer ruido
después de haber hecho sola una expedición a la isla —y volvía sin hacer ruido
para sorprenderlos y hacerlos reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba
de quince-, los viese abrazados desde la maleza y oyese la voz de Susana que
hablaba entre jadeos diciendo: "Sí. Sí. Sí. Sí. Pero ella puede venir. Puede venir.
Ella puede venir. Sí. Sí. Pero puede venir." Los vi, claramente: él estaba echado
sobre ella y tenía el traje de baño más abajo de las rodillas. La parte de su
cuerpo que yo no había visto nunca era blanca, lechosa, y a mí se me ocurrió
lisa y la idea de tocarla alguna vez me revolvió el estómago. En ese momento se
oyó un crujido en la maleza y Leopoldo se paró de un salto, dejando ver
enteramente a Susana que había dejado correr los breteles de su traje de baño y
había sacado los brazos por entre ellos de modo tal que el traje de baño había
bajado hasta el vientre. Yo conocía ya esas partes del cuerpo de Susana que no
estaban tostadas, las había visto muchas veces. Pero cuando Leopoldo saltó,
dificultosamente, con el traje de baño más abajo de la rodilla, se volvió en la
dirección en que yo estaba, por pudor, ya que el ruido se había oído en
dirección contraria al lugar donde yo estaba. Vi eso, enorme, sacudiéndose
pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he visto otras veces en
caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue un segundo, porque
Leopoldo se subió en seguida el traje de baño y se sentó rápidamente frente a
Susana - y no pude ver en qué momento Susana se alzó el traje de baño, se
acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo estaba esperando cuando él se
sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del suelo. Me quedé
inmóvil más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y yo misma me
sentí así. Después nos bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció —me
parece oír todavía el chapoteo de nuestros cuerpos húmedos que relumbraban
en la oscuridad azul —y al otro día Leopoldo le pidió al pobre papá la mano de
Susana.

En este momento puedo ver cómo Leopoldo, imprimiendo un movimiento


circular a su mano, se llena la cara de espuma con la brocha. Lo hace
rápidamente; ahora baja el brazo y la sombra de su cara, sobre el vidrio
esmerilado que refleja también la luz confusa del interior del cuarto de baño, se
ha transformado: la sombra de la espuma que le cubre las mejillas parece la
sombra de una barca, un matorral de pelo oscuro. Alza el brazo otra vez y con
la punta de la brocha se golpea el mentón, varias veces y suavemente, como si
se hubiese quedado pensativo; pero eso no puede verse. Deja la brocha y
después de un momento alza otra vez las dos manos, en una de las cuales tiene
la navaja, y comienza a rasurarse lentamente, con cuidado. Lentamente, con
cuidado, Susana ha de estar bajando ya las escaleras blancas de la casa del
médico, en dirección a la calle. Va a pararse un momento en la vereda, para
orientarse, porque no va casi nunca al centro. La sombra de Leopoldo se
proyecta ahora mostrando cómo se rasura, lentamente, con cuidado, con la
navaja; ahora cambia la navaja de mano y se pasa el dorso de la mano libre por
la mejilla, a contrapelo, para comprobar la eficacia de la rasurada. Sé qué va a
hacer cuando termine de afeitarse y de bañarse: va a llevar la perezosa al patio,
entre las macetas llenas de begonias, de helechos, de amarantos y de
culandrillos, y va a sentarse en la perezosa en medio del patio; va a estar un
rato ahí, fumando en la oscuridad; va a decir: "¿Quedan espirales, Susana,
querida? " y después va a ponerse a tararear por lo bajo. Todos los anocheceres
de setiembre a marzo hace exactamente eso. Después de un momento va a
servirse el primer vermut con amargo y yo podré saber cuándo va a llenar
nuevamente su vaso porque el tintineo del hielo contra las paredes del vaso
semivacío me hará saber que ya lo está acabando. Va a ("En confusión,
súbitamente, apenas"). Siento crujir los huesos del sillón de Viena. Apenas se
haya afeitado y se haya bañado lo va a hacer: va a llevar la perezosa al centro
del patio de mosaicos, la perezosa de lona anaranjada, después de ponerse su
pijama recién lavado y planchado y va a fumar un cigarrillo antes de ("vi que
estallaba" "vi" "vi el estallar de un cuerpo y de una" "y de su " "la explosión" "vi
la explosión de un cuerpo y de su sombra" "En confusión, súbitamente, apenas",
"vi la explosión de un cuerpo y de su sombra") La brasa del cigarrillo, un punto
rojo, va a parecer un ojo único, insomne y sin parpadeos, avivándose a cada
chupada. Y cuando escuche el tintineo del hielo contra las paredes frías del
vaso, voy a saber que ha tomado su primer vermut con amargo y que va a
servirse el segundo.

El tiempo de cada uno es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al


que la mano de Dios le hace un nudo de cuando en cuando y en el que la
fluencia parece detenerse nada más que porque la vertiente pierde linealidad. O
como una línea recta marcada a lápiz con una cruz atravesándola de trecho en
trecho, que se alarga ilusoriamente ante los ojos del que mira porque su visión
divide la línea en los fragmentos comprendidos entre cruz y cruz. Lo de la cruz
está bien, porque cruz significa muerte. Papá y mamá murieron el cuarenta y
ocho, con seis meses de diferencia uno del otro. El peronismo se llevó a papá:
fue algo que no pudo soportar. Y mamá terminó seis meses después que él,
porque siempre lo había seguido. "Después del primer año de casados —me
dijo mamá en su lecho de muerte— nunca tuvo la menor consideración
conmigo. Pero, ¿qué puedo hacer sin él? " Yo estaba con un traje sastre gris, me
acuerdo perfectamente; mamá se incorporó y me agarró de las solapas, y me
atrajo hacia ella; tenía los ojos extraordinariamente abiertos y la cara
apergaminada y llena de arrugas, y eso que no era demasiado vieja. Nunca la
había visto así. Y no era que le tuviese miedo a la muerte. Nunca se lo había
tenido. Comenzó a hacer un esfuerzo terrible, jadeando, pestañeando, estirando
los labios gastados y lisos que se le llenaban de saliva o de baba —no sé qué
era— y me di cuenta de que quería decirme algo. No lo consiguió. Murió
aferrada a las solapas de mi traje sastre gris y -("ahora el silencio teje
cantilenas") Durante todos estos años no hago más que reflexionar sobre lo que
mamá trató de decirme. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para arrancar de
mis solapas sus manos aferradas; y estaban tan tensas y blancas que yo podía
notar la blancura feroz de los huesos y de los cartílagos. Cuando doce años
después me cortaron el pecho, yo soñé que arrancaba de mis solapas las manos
de mamá ("más largas" "ahora el silencio teje cantilenas", "más largas") y que
una de sus manos se llevaba mi pecho. Pero no se lo llevaba para hacerme mal,
sino para protegerme de algo. Ese sueño vuelve casi todas las noches, como si
una aguja formara con mi vida, de un modo mecánico y regular, un tejido con
un único punto. Sé que esta noche va a volver. Voy a despertarme jadeando y
sollozando apagadamente en mi cama solitaria, rodeada de libros polvorientos,
cerca de la madrugada, pero después voy a respirar con alivio. Cada uno
conoce secretamente el significado de sus propios sueños, y sé que si mamá
quiere llevarse mi pecho a la tumba, hay algo bienintencionado en ella, aunque
su acto pueda parecer malo —y capaz que lo sea. No podemos juzgar nuestros
actos más que en relación con lo que hemos esperado de la vida y lo que ella
nos ha dado. A mamá y a mí nos dio también esa mañana —ese nudo, esa
cruz— en la que papá se sentó muy temprano a desayunar con nosotros. Fue al
día siguiente de haberse afiliado al partido peronista. ("Ahora el silencio teje
cantilenas" "más largas") Papá estaba sentado en la cabecera y no le dirigíamos
la palabra porque nos dábamos cuenta de que estaba muy nervioso ("que duran
más.") No nos hablaba cuando estaba irritado. Siempre me había llamado la
atención la piel de su cara por lo blanca que la tenía y cómo sin embargo, en la
parte alta de las mejillas, cerca de los pómulos, se le habían ido formando unas
redes tenues, complicadas, de venillas rojas. Papá tomó su segunda taza de café
y después se recostó sobre el respaladar de la silla y empezó a roncar. Eran
unos ronquidos silbantes, secos, recónditos y cavernosos ("que duran más que
el cuerpo" "y que la sombra" "que duran más que el cuerpo y que la sombra").
Primero vi la mosca recorriendo la red de venillas rojas sobre la mejilla derecha,
como una señal negra desplazándose por una red ferroviaria dibujada en líneas
rojas en un mapa proyectado en una pared transparente. Pero no empecé a
murmurar "Mamá. Mamá" —sin desviar ni un momento la mirada del rostro de
papá— hasta que no vi cómo la mosca comenzaba a bajar, con la misma
facilidad con que podría haberlo hecho sobre una piedra, desde el pómulo hasta
la comisura de los labios, y después entraba en la boca. No parecía haber
entrado en la boca de papá, haber estado recorriendo el cuerpo de papá, sino
nada más que una reproducción en piedra de él, porque ya ni siquiera roncaba.

Ahora Leopoldo vuelve a cambiar la navaja de mano y sigue rasurándose.


Cuando se inclina hacia el espejo para verse mejor el perfil de su sombra
desaparece, cortado rectamente por el marco de madera de la puerta, y sobre el
vidrio se ve reflejo difuso —como unas escaras de luz dispuestas de un modo
concéntrico, puntillista— de la luz eléctrica. Me balanceo suavemente en el
sillón de Viena. Doy vuelta la cabeza y veo cómo la luz gris penetra en la
habitación a través de las cortinas verdes, empalideciendo todavía más. Los
sillones vacíos saben estar ocupados a veces —pero eso no es más que recuerdo.
Con levantarme y llegar al patio y alzar la cabeza, podría ver un fragmento de
cielo, vaciándose en el hueco que dejan las paredes de musgo, agrisadas.
Saliendo a la puerta miraría la calle vacía, sin árboles,llena de casas de una
planta, enfrentándose en dos hileras rectas y regulares a través de la vereda de
baldosas grises y de la calle empedrada. De noche, en las proximidades de la
luz de la esquina se ve relucir opacamente el empedrado. Los insectos
revolotean alrededor de la luz, ciegos y torpes, chocan contra la pantalla
metálica con un estallido, y después se arrastran por el adoquín con las alas
rotas. Puede vérselos de mañana aplastados contra las piedras grises por las
ruedas de los automóviles. De noche sé escuchar su murmullo. Y cuando había
árboles en la cuadra, a esta hora empezaba el estridor monótono de las cigarras.
Comenzaban separadamente, la primera muy temprano, a eso de las cinco, y en
seguida empezaba a oírse otra, y después otra y otra, como si hubiese habido
un millón cantando al unísono. Yo no lo podía soportar. El haber cedido y
venirme a vivir con ellos ya me resultaba insoportable. Tenía miedo, siempre,
de abrir una puerta, cualquiera, la del cuarto de baño, la del dormitorio, la de la
cocina, y verlo aparecer a él con eso a la vista, balanceándose pesadamente,
apuntando hacia mí desde un matorral de pelo oscuro. Nunca he podido
mirarlo de la cintura para abajo, desde aquella vez. Pero lo de las cigarras ya era
verdaderamente terrible. Así que me vestía y salía sola, al anochecer; a ellos les
decía que me faltaba el aire. Primero recorría el parque del Sur, con su lago
inmóvil, de aguas pútridas, sobre el que se reflejaban las luces sucias del
parque; atravesaba los caminos irregulares y después me dirigía hacia el centro
por San Martín, penetrando cada vez más la zona iluminada; de allí iba a dar
una vuelta por la estación de ómnibus y después recorría el parque de juegos
que se extendía frente a ella antes de que construyeran el edificio del Correo;
iba hasta el palomar, un cilindro de tejido de alambre, con su cúpula roja
terminada en punta, y escuchaba durante un largo rato el aleteo tenso de las
palomas. Nunca me atreví a caminar sola por la avenida del puerto para cortar
camino y llegar a pie al puente colgante. Al puente llegaba en ómnibus o en
tranvía. Me bajaba de la parada del tranvía y caminaba las dos cuadras cortas
hacia el puente, percibiendo contra mi cuerpo y contra mi cara la brisa fría del
río. Me gustaba mirar el agua, que a veces pasa rápida, turbulenta y oscura,
pero emite un relente frío y un olor salvaje, inolvidable, y es siempre mejor que
un millón de cigarras ocultas entre los árboles y - ("Ah") Volvía después de las
once, con los pies deshechos; y mientras me aproximaba a mi casa, caminando
lentamente, haciendo sonar mis tacos en las veredas, prestaba atención tratando
de escuchar si oía algún rumor proveniente de aquellos árboles porque ("Ah si
un cuerpo nos diese" "Ah si un cuerpo nos diese" "aunque no dure" "una señal"
"cualquier señal" "de sentido" "oscuro" "oscura" "Ah si un cuerpo nos diese
aunque no dure" "una señal" "cualquier señal oscura" "Ah si un cuerpo nos
diese aunque no dure" "cualquier señal oscura de sentido" "Veo una sombra
sobre un vidrio. Veo" "algo que amé hecho sombra y proyectado" "sobre la
transparencia del deseo" "como sobre un cristal esmerilado" "En confusión,
súbitamente, apenas", "vi la explosión de un cuerpo y de su sombra" "Ahora el
silencio teje cantilenas" "que duran más que el cuerpo y que la sombra" "Ah si
un cuerpo nos diese, aunque no dure" "cualquier señal oscura de sentido") Si
podían oírse, entonces, me volvía y caminaba sin ninguna dirección, cuadras y
cuadras, hasta la madrugada. Porque estar sentada en el patio, o echada en la
cama entre los libros polvorientos, oyendo el estridor unánime de ese millón de
cigarras, era algo insoportable, que me llenaba de terror.

Ahora la sombra sobre el vidrio esmerilado me dice que Leopoldo ha


terminado de afeitarse, porque ya no tiene la navaja en las manos y se pasa el
dorso de las manos suavemente por las mejillas ("como un olor" "salvaje" "como
un olor salvaje") Había migas, restos de comida, manchas de vino tinto sobre el
mantel cuadriculado rojo y blanco. Era un salón largo, y el sonido polítono de
las voces se filtraba por mis tímpanos adormecidos, atentos únicamente a las
fluctuaciones hondas de mí misma, parecidas a voces. Me he estado oyendo a
mí misma durante años sin saber exactamente qué decía, sin saber siquiera si
eso era exactamente una voz. No se ha tratado más que de un rumor constante,
sordo, monótono, resonando apagadamente por debajo de las voces audibles y
comprensibles que no son más que recuerdo, ("que perdure") sombras. Él me
daba frecuentemente la espalda, mientras hablaba a los gritos con el resto de los
invitados. Parecía reinar sobre el mundo. Yo lo hubiese llevado conmigo esa
noche, me habría desvestido delante de él y agarrándolo del pelo le hubiese
inclinado la cabeza y lo hubiese obligado a mirar fijamente la cicatriz, la gran
cicatriz blanca y llena de ramificaciones, la marca de los viejos suplicios que
fueron carcomiendo lentamente mi seno, para que él supiese. Porque así como
cuando lloramos hacemos de nuestro dolor que no es físico, algo físico, y lo
convertimos en pasado cuando dejamos de llorar, del mismo modo nuestras
cicatrices nos tienen continuamente al tanto de lo que hemos sufrido. Pero no
como recuerdo, sino más bien como signo. Y él no paraba de hablar. "¿De veras,
Adelina? ¿No le parece, Adelina? ¿Qué cómo me siento? ¡Cómo quiere que me
sienta! Harto de todo el mundo, lógicamente. No, por supuesto, Dios no existe.
Si Dios existiera, la vida no sería más que una broma pesada, como dice
siempre Horacio Barco. Somos dos generaciones diferentes, Adelina. Pero yo la
respeto a usted. Me importa un rábano lo que digan los demás y sé que a la
generación del cuarenta más vale perderla que encontrarla, pero hay un par de
poemas suyos que funcionan a las mil maravillas. Dirán que los dioses los han
escrito por usted, y todo eso, sabe, pero a mí me importa un rábano. Hágame
caso, Adelina: fornique más, aunque en eso vaya contra las normas de toda una
generación." Era una noche de pleno ("contra las diligencias"). Era una noche de
pleno invierno. Los ventanales del restaurante estaban empañados por el vaho
de la helada. Y cuando nos separamos en la calle la niebla envolvía la ciudad;
parecía vapor, y a la luz de los focos de las esquinas parecía un polvo blanco y
húmedo, una miríada de partículas blancas girando en lenta rotación. Apenas
nos separábamos unos metros los contornos de nuestras figuras se desvanecían,
carcomidos por esa niebla helada. Me acompañaron hasta la parada de taxis y
Tomatis se inclinó hacia mí antes de cerrar de un golpe la portezuela: "La
casualidad no existe, Adelina", me dijo. "Usted es la única artífice de sus sonetos
y de sus mutilaciones." Después se perdió en la niebla, como si no hubiese
existido nunca. Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Puede faltar
dentro de él, pero no estando ya fuera. Existen los sonetos, pero no las
mutilaciones: hay únicamente corredores vacíos, que no se han recorrido nunca,
con una puerta de acceso que el viento sacude con lentitud y hace golpear
suavemente contra la madera dura del marco; o desiertos interminables y
amarillos como la superficie del sol, que los ojos no pueden tolerar; o la
hojarasca del último otoño pudriéndose de un modo inaudible bajo una gruta
de helechos fríos, o papeles, o el tintineo mortal del hielo golpeando contra las
paredes de un vaso con un resto aguado de amargo y vermut; pero no las
mutilaciones. Las cicatrices sí, pero no las mutilaciones. El taxi atravesaba la
niebla, reluciente y húmedo, y en su interior cálido el chofer y yo parecíamos
los únicos cuerpos vivos entre las sólidas estructuras de piedra que la niebla
apenas si dejaba entrever, ("las formaciones" "contra las diligencias" "contra las
formaciones") Afuera no había más que niebla; pero yo vi tantas cosas en ella,
que ahora no puedo recordar más que unas pocas: unos sauces inclinados sqbre
el agua, proyectando una sombra transparente; unas manos aferradas —los
huesos y los cartílagos blanquísimos— a las solapas de mi traje sastre; una
mosca entrando a una boca abierta y dura, como de mármol; algunas palabras
leídas mil veces, sin acabar nunca de entenderlas; un millón de cigarras
cantando monótonamente y al unísono ("del olvido"), en el interior de mi
cráneo; una cosa horrible, llena de venas y nervios, apuntando hacia mí,
balanceándose pesadamente desde un matorral de pelo oscuro; una imagen
borrosa, impresa en papel de diario, hecha mil pedazos y arrojada al viento por
una mano enloquecida. Todo eso era visible en las paredes mojadas por la
niebla, mientras el taxi atravesaba la ciudad. Y era lo único visible.

En este momento ("Y que por ese olor") En este momento Susana debe estar
bajando lentamente, con cuidado, las escaleras de mármol blanco de la casa de
médico. Puedo verla en la calle ("y que por ese olor reconozcamos"), en el
crepúsculo gris, parada en medio de la vereda, tratando de orientarse ("el solar
en el que" "dónde debemos edificar" "el lugar donde levantemos' "cuál debe ser
el sitio"). Está con su vestido azul, que tiene costuras blancas, semejantes a
hilvanes, alrededor de los grandes bolsillos cuadrados y en los bordes de las
solapas. Sus ojos marrones, achicados por las formaciones adiposas de la cara,
como dos pasas de uvas incrustadas en una bola de masa cruda, se mueven
inquietos y perplejos detrás de los anteojos. Está tratando de saber dónde queda
exactamente la parada de colectivos. Leopoldo pasa ahora a la bañadera. Lo
hace de un modo dificultoso, ya que advierto que su sombra se bambolea y se
mueve con lentitud. Trata de no resbalar ("de la casa humana") Ahora Susana
descubre por fin cuál es la dirección conveniente y comienza a caminar con
dificultad, debido a sus dolores reumáticos. Aparece envuelta en la luz del
atardecer: la misma luz gris que penetra ahora a través de las cortinas verdes y
se condensa en mi batón gris y a mi alrededor, como una masa tenue que
resplandece opaca y se adelanta y retrocede rígidamente adherida a mí
mientras me hamaco en el sillón de Viena. Atraviesa las calles de la ciudad,
pesada y compacta. Puedo escuchar el rumor inaudible de su desplazamiento.
Las calles están llenas de gente, de coches y de colectivos. El rumor de la ciudad
se mezcla, se unifica y después se eleva hacia el cielo gris, disipándose, ("el
lugar de la casa humana" "cuál es el lugar de la casa humana" "cuál es el sitio de
la casa humana") Ahora la escalera en la casa del médico está vacía. La vereda
delante de la casa del médico está vacía. Susana extiende el brazo delante del
colectivo número dieciséis, que se detiene con el motor en marcha. Susana sube
dificultosamente. Alguien la ayuda. Susana siente ("como reconocemos por
los") en la cara el calor que asciende desde el motor del colectivo. Se tambalea
cuando el colectivo arranca. Le ceden el asiento y ella se sienta con dificultad,
agarrándose del pasamanos, sacudiéndose a cada sacudida del colectivo,
tambaleándose, resoplando, murmurando distraídamente "Gracias", sin saber
exactamente a quien ("por los ramos") Estaba verdaderamente ("por los ramos"
"de luz solar") hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, cuando Leopoldo se
levantó de un salto, volviéndose hacia mí con el traje de baño a la altura de las
rodillas —la cosa, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí—, dejando
ver al saltar las partes de Susana que no se habían tostado al sol. No era la
blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que deslumbraba. Pero
no piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la ciudad gris —un
gris ceniciento, pútrido— que se desplaza hacia atrás mientras el colectivo
avanza hacia aquí. Leopoldo abre la ducha y comienza a enjabonarse. Todos sus
movimientos son lentos, como si estuviera tratando de aprenderlos ("de luz
solar la piel de la mañana") Como si estuviera tratando de aprenderlos y
grabárselos. Se refriega con duros movimientos el pecho, los brazos, el vientre,
y ahora sus dos manos se encuentran debajo del vientre y comienzan a refregar
con minucia; eso es lo que me dice su sombra reflejándose sobre los vidrios
esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis huesos crujen como la madera
del sillón, pulida y gastada por el tiempo, mientras me inclino hacia adelante y
vuelvo hacia atrás, hamacándome lentamente, rodeada por la luz gris del
atardecer que se condensa alrededor de mi cabeza como el resplandor de una
llama ya muerta. ("Y que por ese olor reconozcamos" "cuál es el sitio de la casa
humana" "como reconocemos por los ramos" "de luz solar la piel de la
mañana").

ENVIO

Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida.
Odiamos la vida porque no puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos
que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo sólido —piedra, o hueso, algo
compacto y tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con un
ritmo diferente al ritmo de lo que pertenece a la muerte— no puede morir. La
voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única
voz, y no hay más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas,
y de los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara la vida.
Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de
hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.


EL PROGRESO DEL AMOR
Alice Munro

Me llamaron por teléfono al trabajo, y era mi padre. Ocurrió poco después de mi


divorcio, en las oficinas de la agencia inmobiliaria. Mis dos hijos estaban en el colegio.
Era un día de septiembre bastante caluroso.
Mi padre era muy educado, hasta con la familia. Tardó un rato en preguntarme qué tal
estaba. Modales de campesino. Incluso si alguien te telefonea para decirte que tu casa
está ardiendo, primero te pregunta qué tal te encuentras.
—Bien —contesté—. ¿Y tú?
—Pues no muy bien —replicó mi padre, con su tono característico, de disculpa pero
también de amor propio—. Me temo que tu madre se ha ido.
Yo sabía que «se ha ido» significaba «ha muerto». Lo sabía, aunque durante unos
segundos vi a mi madre con su sombrero negro de paja bajando por el sendero. Las
palabras se ha ido no parecían reflejar más que un profundo desahogo e incluso
emoción, la emoción que se siente cuando se cierra una puerta y tu casa vuelve a la
normalidad y te sumerges en el espacio libre que te rodea. También la denotaba la voz
de mi padre, bajo el tono de disculpa, un sonido extraño como si contuviera el aliento.
Mi madre no había sido una carga —no estuvo enferma ni un solo día—, y lejos de
sentirse aliviado por su muerte, mi padre se lo tomó muy mal. No se acostumbraba a
vivir solo, decía. Entró en el asilo del condado de Netterfield de buena gana.
Me contó que había encontrado a mi madre en el sofá de la cocina al volver a mediodía.
Ella había cogido unos tomates y los estaba colocando en el alféizar de la ventana para
que madurasen; debió de sentirse mal y se acostó. Al decir aquello su voz tembló —se
quebró, como era de esperar—, De puro aturdimiento. Vi mentalmente el sofá, la vieja
colcha que lo protegía, justo debajo del teléfono.
—Así que he pensado que debía llamarte —concluyó mi padre, y esperó a que le dijera
qué tenía que hacer.

Mi madre rezaba de rodillas a mediodía, por la noche y nada más despertarse por la
mañana. Cada día que se abría ante ella estaba destinado al cumplimiento de la voluntad
de Dios. Todas las noches repasaba lo que había hecho, dicho y pensado para
comprobar si a Él le cuadraba bien la suma. La gente piensa que esa clase de vida es
monótona, pero es porque no la entienden. Para empezar, semejante vida nunca puede
resultar aburrida, y no te pasa nada de lo que no saques algún provecho. Aunque te
abrumen los problemas, estés enfermo y seas pobre y feo, te queda el alma, que
conservas durante toda la vida como un tesoro. Al subir a rezar después de comer, mi
madre rebosaba de fuerza y esperanza y sonreía plácidamente.
Se salvó en un campamento, a los catorce años. Ese fue el verano en que murió su
madre, mi abuela. Durante varios años mi madre asistió a reuniones con otras muchas
personas que también habían sido salvadas, salvadas una y otra vez, antiguos pecadores
conversos. Contaba anécdotas sobre lo que ocurría en aquellas reuniones, las canciones,
los gritos, el desenfreno. Me contó que un día un anciano se levantó y chilló: «¡Baja, oh,
Señor, baja hasta nosotros! ¡Baja por el tejado y yo pagaré la reparación!».
Había vuelto a la religión anglicana, muy en serio, cuando se casó. Tenía veinticinco
años, y mi padre treinta y ocho. Una pareja simpática, altos los dos, buenos bailarines,
buenos jugadores de cartas, muy sociables. Pero personas serias; así los definiría yo. Con
una seriedad que ya apenas nadie mantiene. Mi padre no era religioso en el mismo
sentido que mi madre. Era anglicano y conservador, porque así le habían educado. El
fue el hijo que se quedó en la granja con sus padres para cuidarlos hasta que murieron.
Conoció a mi madre, la esperó, se casaron; entonces se consideró afortunado por tener
una familia para la que trabajar. (Tengo dos hermanos, y una hermana que murió al
poco de nacer.) Estoy convencida de que mi padre no se acostó con ninguna mujer antes
de mi madre, ni tampoco con ella hasta que se casaron. Y tuvo que esperar, porque mi
madre no quería casarse antes de haberle pagado a su padre hasta el último centavo que
había gastado desde que muriera su madre. Llevaba la cuenta de todo —alojamiento,
libros, ropa— para devolverlo. Cuando se casó, no tenía ahorrillos, como la mayoría de
los maestros, ni ajuar, ni sábanas, ni vajilla. Mi padre solía decir, con expresión sombría
y jocosa, que él habría querido encontrar a una mujer con dinero en el banco. «Pero si
aceptas el dinero del banco, también tienes que aceptar la suerte que lo acompaña, y a
veces no es ninguna ganga», añadía.
La casa en la que vivíamos tenía habitaciones grandes y altas, con persianas de color
verde oscuro. Cuando estaban bajadas para protegernos del sol, me gustaba mover la
cabeza para ver los destellos de luz por los agujeros y las ranuras. Otra cosa que me
gustaba mirar era las manchas de la chimenea, las antiguas y las recientes, que yo
transformaba en animales, caras de personas, incluso ciudades lejanas. Un día se lo conté
a mis dos hijos, y su padre, Dan Casey, dijo: «Es que como los padres de vuestra madre
eran tan pobres no podían comprar un televisor, así que tenían manchas en el techo.
¡Vuestra madre tenía que conformarse con ver las manchas del techo!». Le encantaba
tomarme el pelo porque yo pensaba que la pobreza era algo estupendo.

Cuando mi padre era muy viejo, comprendí que no le importaba tanto que la gente
hiciera cosas nuevas —por ejemplo, que yo me divorciara— como que tuviera razones
nuevas para hacerlas.
Gracias a Dios nunca hubo necesidad de que se enterase de lo de la comuna.
«Nunca fue esa la intención del Señor», decía. Sentado con los demás ancianos en el
asilo, en la galería alargada y oscura, insistía en que nunca fue intención del Señor que la
gente corriera como loca por el campo en motocicletas y trineos. Y en que tampoco era
intención del Señor que las enfermeras llevaran pantalones de uniforme. A las
enfermeras no les importaba. Le llamaban «guapo» y me decían que era un cielo, un
verdadero caballero, muy religioso. Les maravillaba su abundante pelo negro, que
conservó hasta su muerte. Se lo lavaban y se lo peinaban de una forma muy bonita,
ondulándoselo con los dedos.
A veces, y a pesar de todos los cuidados que recibía, se sentía un poco triste. Quería irse
a casa. Se preocupaba por las vacas, las vallas, por quién se levantaría a encender el
fuego. Tuvo unos cuantos detalles crueles, pero muy pocos. En una ocasión me dirigió
una mirada hostil y atravesada cuando entré a verle. Me dijo:
—Me extraña que no se te hayan despellejado las rodillas.
Yo me eché a reír y repliqué:
—¿De qué? ¿De fregar suelos?
—¡De rezar! —contestó con un bufido.
No sabía con quién estaba hablando.
No recuerdo a mi madre sino con el pelo blanco. Mi madre encaneció a los veintitantos
años, y no le quedó un solo cabello de su antiguo color castaño. Yo intenté muchas veces
que me describiera el tono exacto.
—Oscuro.
—¿Como el de Brent, o el de Dolly?
Eran nuestros caballos, los que trabajaban en la granja.
—No sé. No tenía pelo de caballo.
—¿Era como el chocolate?
—Algo parecido.
—¿No te dio pena cuando se te puso blanco?
—No, me alegré.
—¿Por qué?
—Me alegré de no tener el mismo color de pelo que mi padre.
El odio es siempre un pecado, me repetía mi madre. Recuérdalo. Una sola gota de odio
en tu alma se extenderá por todas partes y lo destruirá todo, como una gota de tinta en la
leche blanca. Aquello se me quedó grabado y me habría gustado probarlo, pero sabía
que no debía desperdiciar la leche.
Todas estas cosas recuerdo. Todas las que sé, o que me han contado, sobre personas que
ni siquiera he visto nunca. Me pusieron Euphemia, como la madre de mi madre. Un
nombre espantoso, que hoy en día no le ponen a nadie. En casa me llamaban Phemie,
pero cuando empecé a trabajar, me puse Fame.[1] Mi marido, Dan Casey, también me
llamaba Fame. Años más tarde, después de divorciarme, salía bastante, y en el bar del
hotel Shamrock un hombre me dijo un día:
—Fame, hace tiempo que tenía ganas de preguntarte una cosa. ¿Por qué eres famosa?
—No lo sé —le contesté—. No lo sé, a menos que sea por perder el tiempo con
imbéciles como tú.
Después pensé en volver a cambiármelo, algo como Joan, pero a no ser que me fuera a
vivir a otro sitio, ¿cómo hacerlo?

En el verano de 1947, cuando tenía doce años, ayudé a mi madre a empapelar el


dormitorio de abajo, la habitación que estaba vacía. Iba a venir de visita la hermana de
mi madre, Beryl. Las dos llevaban varios años sin verse. Poco después de la muerte de su
madre, su padre volvió a casarse. Se fue a vivir a Minneapolis, después a Seattle, con su
flamante esposa y su hija menor, Beryl. Mi madre no quiso irse con ellos. Se quedó en
Ramsay, donde habían vivido siempre, con unos vecinos que no tenían hijos. Beryl y ella
se habían visto un par de veces desde que eran adultas. Beryl vivía en California.
El papel tenía un dibujo de acianos sobre fondo blanco. Mi madre lo compró de oferta,
porque era el final de un lote. Por eso se nos presentaron problemas a la hora de casar el
dibujo, y detrás de la puerta tuvimos que ingeniárnoslas para poner tiras y restos. Aún
no había llegado la época del papel preengomado. Colocamos un tablero con caballetes
en la sala, mezclamos el engrudo y lo extendimos sobre el papel con grandes brochas,
teniendo cuidado de no dejar bultos. Trabajábamos con el cristal de las ventanas subido,
las persianas bajadas, la puerta de la casa abierta y la puerta de tela metálica cerrada. El
paisaje que se veía por entre la red que formaba la tela metálica y el viejo cristal
ondulado de la ventana era cálido, cuajado de flores: zanahorias silvestres en los prados,
algunos sembrados teñidos de color crema por el alforfón que se cultivaba entonces. Mi
madre cantaba. Cantaba una canción que, según decía, también cantaba su madre
cuando Beryl y ella eran pequeñas.
Cuando mi novio marchó
triste y sola me dejó.
Ahora lloro noche y día,
sin ninguna compañía.

Yo estaba nerviosa porque iba a venir Beryl, una visita, y nada menos que desde
California. Además, porque había ido al pueblo a finales de junio para hacer los
exámenes de ingreso y esperaba enterarme pronto de que había aprobado con
sobresaliente. Los que terminaban octavo curso en las escuelas rurales tenían que ir al
pueblo a hacer ese examen. A mí me encantaba todo aquello: los crujientes pliegos de
papel, el silencio grave, el enorme edificio de piedra del instituto, con las viejas iniciales
grabadas en los pupitres, oscurecidas con el barniz. La primera explosión del verano, la
luz verde y amarilla, los castaños como los de la ciudad, y la madreselva. Y solo era un
pueblo, el lugar donde he pasado más de la mitad de mi vida. Me maravillaba. Y
también me maravillaba de mí misma: dibujaba mapas con facilidad y resolvía
problemas, conocía montones de datos. Me creía muy lista, pero no lo era lo suficiente
para comprender lo más sencillo. Ni siquiera entendía que en mi caso los exámenes no
representaban nada. Yo no iría al instituto. ¿Cómo? Era antes de que pusieran autobuses
escolares; había que vivir en el pueblo. Mis padres no tenían dinero. Sobrevivían con
cantidades muy pequeñas, como tantos agricultores en aquella época. Los pagos de la
fábrica de queso eran prácticamente los únicos ingresos regulares. Y no pensaban que mi
vida debiera seguir ese camino, el camino del instituto.
Pensaban que me quedaría en casa para ayudar a mi madre, que quizá trabajaría
ayudando a otras mujeres del vecindario que estuvieran enfermas o con hijos recién
nacidos. Hasta el momento en que me casara. Esperaban a decírmelo cuando me dieran
los resultados de los exámenes.
Lo lógico habría sido que mi madre hubiera opinado de otra forma, ya que ella había
sido maestra, pero decía que a Dios eso no le importaba. A Dios no le interesa el trabajo
que desempeñas ni la educación que recibes, me decía. No le importa tres pepinos, y lo
único que importa es lo que a Él le interesa.
Fue la primera vez que comprendí que Dios podía convertirse en un enemigo real, no
solamente en una pesadez o un enorme motivo decorativo.

De pequeña mi madre se llamaba Marietta. Y así siguió llamándose, naturalmente, pero


hasta que llegó Beryl no oí su nombre en boca de nadie. Mi padre decía siempre
«madre». Yo tenía la infantil idea —sabía que era infantil— de que la palabra madre le
pegaba más a la mía que a las demás. Madre, no mamá. Cuando estaba lejos de ella, no
podía imaginar su cara, y eso me asustaba. En el colegio —que estaba en una cuesta
cerca de casa— a veces pensaba que si no podía recordarla quizá se hubiera muerto. Pero
la sentía cerca continuamente, y me la traían a la memoria las cosas más peregrinas: un
piano, una barra de pan blanco. Ridículo, pero cierto.
Para mí, Marietta ocupaba un lugar distinto, separado del cuerpo adulto de mi madre.
Marietta aún correteaba por Ramsay, a orillas del río Ottawa. En aquel pueblo las calles
estaban llenas de caballos y charcos, y oscurecidas por los hombres que abandonaban los
bosques los fines de semana. Leñadores. Había once hoteles en la calle mayor, donde los
leñadores se alojaban y bebían.
La casa en la que vivía Marietta estaba en mitad de una calle empinada que subía desde
el río. Era una casa doble, con dos ventanas saledizas en la fachada delantera. En la otra
mitad del edificio vivían los Sutcliffe, con los que se instaló Marietta cuando murió su
madre y su padre se marchó del pueblo. El señor Sutcliffe era inglés, radiotelegrafista.
Su mujer era alemana. Siempre hacía café en vez de té, y también strudel. La masa
colgaba de los bordes de la mesa como un paño fino. A Marietta le parecía a veces un
trozo de piel.
La señora Sutcliffe fue quien convenció a la madre de Marietta de que no se ahorcara.
Marietta no tenía clase aquel día, porque era sábado. Se despertó tarde y oyó el silencio
de la casa. Siempre le asustaba la casa silenciosa, y en cuanto abría la puerta al volver del
colegio gritaba: «¡Mamá, mamá!». Muchos días la madre no contestaba, pero estaba allí.
Marietta oía aliviada el estrépito de la rejilla de la chimenea o el golpeteo intermitente
de la plancha.
Aquella mañana no oyó nada. Bajó y se preparó una rebanada de pan con mantequilla y
melaza, doblada. Abrió la puerta del sótano y gritó. Entró en el salón y se asomó a la
ventana, mirando por entre los helechos. Vio a su hermana pequeña, Beryl, y a otros
niños del vecindario rodando por el terraplén cubierto de hierba que bajaba hasta la
acera. Se levantaban, subían a gatas hasta la cima y volvían a rodar cuesta abajo.
—¡Mamá! —gritó Marietta.
Atravesó la casa y salió al patio. Era a finales de la primavera, un día nublado y cálido.
En los huertos donde crecían las plantas la tierra estaba húmeda y las hojas de los
árboles parecían haber adquirido de repente el tamaño definitivo. Las gotas de agua que
quedaban de la lluvia de la noche anterior resbalaban por ellas.
—¡Mamá! —grita Marietta bajo los árboles, bajo la cuerda de la ropa.
En un extremo del patio hay un pequeño granero, en el que guardan la leña,
herramientas y muebles viejos. Por la puerta abierta se ve una silla, una silla de madera
de respaldo recto. Sobre la silla, Marietta ve los pies de su madre, los zapatos de
cordones negros de su madre. Después el vestido que se pone para trabajar en verano, de
algodón estampado, el delantal, las mangas enrolladas. Los brazos blancos y relucientes
de su madre, el cuello y la cara.
Su madre estaba de pie sobre la silla y no contestó. No miró a Marietta; sonrió y dio
unos golpecitos con el pie, como diciendo: «Bueno, aquí me tienes. ¿Qué piensas
hacer?». Algo tenía que andar mal, aparte del hecho de estar encima de una silla con una
sonrisa extraña, forzada. De pie sobre una silla vieja a la que le faltaban los barrotes del
respaldo y que había arrastrado hasta el centro del granero, donde bailaba sobre el suelo
desigual. Tenía una sombra en el cuello.
La sombra era una soga, un nudo corredizo al extremo de una soga suspendida de una
viga.
—¡Mamá! —repite Marietta, más débilmente—. Mamá. Baja, por favor.
Su voz es débil porque teme que si se pone a chillar su madre dará una sacudida,
descenderá de la silla y dejará todo el peso del cuerpo colgando de la soga. Pero aunque
quisiera chillar, no podría. No le queda más que un lastimoso hilo de voz, como cuando
en un sueño te acomete un animal o una máquina.
—Ve a buscar a tu padre.
Eso fue lo que le dijo su madre, y Marietta obedeció. Con el temor agarrotándole las
piernas, echó a correr. Iba en camisón, un sábado por la mañana. Pasó junto a Beryl y
los demás niños, que seguían deslizándose por el terraplén. Corrió por la acera, que por
entonces era de tablones, después por la calle sin asfaltar, llena de charcos de la noche
anterior.
La calle cruzaba las vías del tren. Al pie de la cuesta atravesaba la calle mayor del pueblo.
Entre esta y el río había varios almacenes y edificios de pequeñas fábricas. Allí era donde
tenía su taller de vehículos el padre de Marietta. Hacía carros, cochecitos de niño,
trineos. El padre de Marietta había inventado un trineo para transportar troncos en el
bosque, y se lo habían patentado. Acababa de empezar con el negocio en Ramsay. (Más
tarde, en Estados Unidos, ganó mucho dinero.) Un hombre aficionado a los bares de
hotel, las barberías, las carreras de carros y las mujeres, pero sin miedo al trabajo; eso
había que reconocerlo.
Marietta no le encontró en su lugar de trabajo aquel día. El despacho estaba vacío. Salió
corriendo al patio donde trabajaban los obreros. Resbaló en el serrín recién extendido.
Los hombres se rieron y movieron la cabeza. No. No está en este momento. No. ¿Por
qué no vas a mirar más arriba? Espera un momento. ¿No deberías ponerte algo de ropa
antes?
No querían meterse con ella. No tuvieron el sentido común de comprender que algo
pasaba, pero Marietta no soportaba que los hombres se rieran. Había sitios por los que
detestaba pasar, por no hablar de entrar en ellos, y esa era la razón. Hombres riéndose.
Por eso odiaba las barberías, su olor. (Cuando más adelante empezó a asistir a bailes con
mi padre, le pedía que no se pusiera brillantina en el pelo, porque el olor se las
recordaba.) Un grupo de hombres en la calle, a la puerta de un hotel, le parecía a
Marietta un cuajaron de veneno. Intentaba no oír lo que decían, pero sabía que era algo
infame. Si no decían nada, se reían y de todos modos destilaban infamia —veneno—.
Cuando se salvó por fin pudo Marietta pasar a su lado como si nada. Armada por Dios,
se metía entre ellos y no se le pegaba nada, nada la quemaba; estaba a salvo, como
Daniel.
Se dio la vuelta y echó a correr, por el mismo camino por donde había llegado. Cuesta
arriba, corriendo para volver a casa. Pensaba que había cometido un error al dejar sola a
su madre. ¿Por qué le había ordenado que se fuera? ¿Para qué quería a su padre?
Posiblemente para recibirle con aquella visión, la de su cuerpo aún caliente
balanceándose al extremo de una soga. Marietta debería haberse quedado, haberse
quedado y persuadido a su madre de que no lo hiciera. Debería haber acudido a la
señora Sutcliffe, o a cualquier vecino, en vez de perder así el tiempo. No había pensado
en quién podía ayudarla, quién habría dado siquiera crédito a sus palabras. Estaba
convencida de que todas las familias, excepto la suya, vivían en paz, de que las amenazas
y las miserias no existían en otras casas, de que no tenían cabida en ellas.
Un tren entraba en el pueblo. Marietta tuvo que esperar. Los viajeros la miraron desde
las ventanillas. Rompió a llorar ante todos aquellos desconocidos. Cuando hubo pasado
el tren, siguió subiendo la cuesta: todo un espectáculo, despeinada, los pies descalzos y
embarrados, en camisón, con la cara llena de lágrimas, enloquecida. Al entrar
precipitadamente en el patio de su casa, chilló ante el granero.
—¡Mamá! —aulló—. ¡Mamá!
No había nadie. La silla seguía en el mismo sitio. La soga se balanceaba, colgada del
respaldo. Marietta estaba segura de que su madre había seguido adelante, hasta el final.
Su madre estaba muerta; la habían descolgado y se la habían llevado.
Pero unas manos gruesas y cálidas se posaron en sus hombros, y la señora Sutcliffe dijo:
—Vamos, Marietta, no grites. Marietta, hija, no llores. Ven adentro. Tu madre está
bien, Marietta. Ven adentro y lo verás.
La señora Sutcliffe, con su acento extranjero, dijo «Ma-riet-cha», confiriéndole al
nombre un sonido potente, importante. No pudo ser más amable. Cuando, más
adelante, Marietta vivió con los Sutcliffe, la trataron como a una hija, y era una familia
tan tranquila y agradable como ella suponía que eran todas las demás. Pero nunca se
sintió hija suya.
En la cocina de la señora Sutcliffe encontró a Beryl sentada en el suelo, comiendo una
galleta de pasas y jugando con el gato blanquinegro, que se llamaba Dickie. La madre de
Marietta estaba sentada a la mesa, con una taza de café delante.
—Ha hecho una tontería —dijo la señora Sutcliffe.
¿Se refería a la madre de Marietta o a Marietta? No tenía suficiente vocabulario inglés
para describir las cosas.
La madre de Marietta se echó a reír y Marietta perdió el conocimiento. Se desmayó,
después de haber subido la cuesta a la carrera, berreando, en la mañana cálida y húmeda.
Cuando recobró la conciencia estaba tomando café solo, dulce, que le daba la señora
Sutcliffe con una cuchara. Beryl cogió a Dickie por las patas delanteras y se lo ofreció
como regalo para animarla. La madre de Marietta seguía sentada a la mesa.

Tenía el corazón destrozado. Eso es lo que siempre le oía decir a mi madre. Era el fin.
Con aquellas palabras quedó cerrada la historia, sellada para siempre. Yo jamás le
pregunté: «¿Quién se lo había destrozado?». «¿Por qué destilaba veneno la conversación
de los hombres?» «¿Qué significa la palabra infame?»
La madre de Marietta se reía después de no haberse ahorcado. Llevaba un buen rato
sentada a la mesa de la cocina de la señora de Sutcliffe, sin parar de reírse. Estaba
destrozada.
Yo siempre tenía la sensación de que algo se hinchaba tras la charla y las historias de mi
madre. Como una nube a través de la cual no se ve nada ni se puede llegar al fondo.
Había una nube, un veneno, que impregnaba la vida de mi madre. Y cuando yo le
causaba alguna pena, pasaba a formar parte de la nube. Entonces yo golpeaba la cabeza
contra el estómago y el pecho de mi madre, contra su delantera firme y erguida,
rogándole que me perdonara. Mi madre me decía que se lo pidiera a Dios. Pero no era
con Dios, sino con mi madre con quien tenía que reconciliarme. Parecía como si supiera
algo de mí, algo mucho peor que las mentiras y los trucos y las mezquindades normales
y corrientes; era una vergüenza realmente deshonrosa. Golpeaba la delantera de mi
madre para hacérselo olvidar.
A mis hermanos no les preocupaba nada. Eso creo. A mí me parecían felices salvajes,
que correteaban libremente, sin mucho que aprender. Y cuando yo tuve a mis dos hijos,
ninguno de ellos niña, pensé que quizá cambiaría algo: las historias, las penas, los viejos
rompecabezas que no se pueden evitar ni resolver.

La tía Beryl dijo que no la llamáramos tía. «No estoy acostumbrada a ser la tía de nadie,
nena. Ni siquiera a ser madre. Yo soy solamente yo. Llamadme Beryl.»
Beryl empezó como taquígrafa y después montó una empresa de mecanografiado y
contabilidad, en la que trabajaban muchas chicas. Apareció con un amigo, el señor
Florence. En su carta decía que iba a viajar con otra persona, pero no si tal persona se
quedaría o se iría. Ni siquiera especificaba si se trataba de un hombre o una mujer.
El señor Florence iba a quedarse. Era un hombre alto y delgado, de rostro alargado y
bronceado, ojos de color muy vivo y una forma de torcer las comisuras de la boca que
podía interpretarse como una sonrisa.
Él fue quien durmió en la habitación que habíamos empapelado mi madre y yo, porque
él era el desconocido y además un hombre. Beryl tuvo que dormir conmigo. Al principio
pensamos que el señor Florence era muy grosero, porque no estaba acostumbrado a
nuestra forma de hablar ni nosotros a la suya. La mañana del primer día, mi padre le
dijo:
—Bueno, espero que haya dormido bien en esa vieja cama.
(La cama del dormitorio libre era maravillosa, con una funda de plumas cubriendo el
colchón.) Eso debía darle pie al señor Florence para responder que nunca había dormido
mejor.
El señor Florence torció la boca.
—He dormido fatal.
Su sitio predilecto era el coche. Era un Chrysler azul real, de la primera remesa que
sacaron después de la guerra. Por dentro, la tapicería y las cubiertas de techo y suelo y el
acolchado de las puertas eran de color gris perla. El señor Florence era muy puntilloso
con aquellos colores y te corregía si decías simplemente «azul» o «gris».
—Pues a mí me recuerda a la piel de un ratón —decía Beryl maliciosamente—. ¡Yo le
repito que no es más que una piel de ratón!
El coche estaba aparcado a un lado de la casa, bajo los algarrobos. El señor Florence
fumaba dentro, con las ventanillas subidas, rodeado de un intenso olor a coche nuevo.
—Me parece que no estamos haciendo gran cosa para entretener a tu amigo —dijo mi
madre.
—Yo no me preocuparía por él —replicó Beryl.
Siempre hablaba del señor Florence como si hubiera alguna broma sobre su persona que
únicamente ella entendía. Durante mucho tiempo pensé si tendría una botella guardada
en la guantera y tomaría un traguito de vez en cuando para animarse. Se dejaba el
sombrero puesto.
Beryl se divertía por los dos. En lugar de quedarse en casa y hablar con mi madre, como
normalmente hacían las invitadas, pedía que le enseñaran todo lo que había que ver en la
granja. Decía que la acompañara yo y le explicara cosas y no la dejara caerse en los
montones de estiércol.
Yo no sabía qué enseñarle. La llevé al almacén de hielo, donde estaban enterradas las
barras, del tamaño de un cajón de armario, o más grandes, bajo el serrín. Cada pocos
días mi padre cortaba un trozo y lo llevaba a la cocina, y allí se derretía en una caja
recubierta de estaño en la que se enfriaban la leche y la mantequilla.
Beryl me dijo que no tenía ni idea de que el hielo se hiciera en trozos tan grandes.
Parecía empeñada en encontrarlo todo raro, horrible o gracioso.
—¿De dónde demonios sacáis esas barras tan grandes?
Yo no sabía si se trataba de una broma.
—Del lago —contesté.
—¡Del lago! ¿Aquí hay lagos con hielo todo el verano?
Le conté que mi padre arrancaba el hielo del lago en invierno, lo llevaba a casa y lo
enterraba bajo el serrín, y que así no se derretía.
Beryl exclamó:
—¡Es increíble!
—Bueno, se derrite un poco —repliqué.
Beryl me decepcionó profundamente.
—¡Increíble de verdad!
Cuando iba a buscar las vacas, Beryl venía conmigo. Un espantapájaros con pantalones
blancos (así la llamaría mi padre más adelante), con un sombrero también blanco atado
bajo la barbilla, adornado con una ostentosa cinta roja. Se pintaba las uñas de manos y
pies —llevaba sandalias— de un color a juego con la cinta. Llevaba las gafas de sol
pequeñas que usaba la gente por entonces. (No la gente que yo conocía; ellos no tenían
gafas de sol.) Su boca era grande y roja, se reía a carcajadas, tenía el pelo de un color
nada natural y un brillo muy fuerte, como de madera de cerezo. Era tan llamativa y
deslumbrante, iba tan arreglada, que resultaba difícil distinguir si era guapa, o feliz o lo
que fuera.
No hablábamos mientras volvíamos con las vacas, porque Beryl se mantenía alejada de
los animales e iba pendiente de dónde pisaba. Cuando las ataba al pesebre se acercaba
más. Encendía un cigarrillo. Nadie fumaba en el establo. Mi padre y otros granjeros
mascaban tabaco. Yo no encontraba la forma de pedirle a Beryl que mascara tabaco.
—¿Sabes ordeñarlas o tiene que hacerlo tu padre? —me preguntó—. ¿Es difícil?
Saqué un poco de leche de la ubre de una vaca. Uno de los gatos se acercó y se quedó
esperando. Le lancé un chorrito a la boca. El gato y yo estábamos luciéndonos.
—¿No le haces daño? —preguntó Beryl—. Imagínate que fueras tú.
Nunca se me había ocurrido pensar que la ubre de una vaca se correspondiera con
ninguna parte de mi cuerpo, y semejante indecencia me escandalizó. Aún más; jamás
volví a agarrar una ubre cálida y llena de verrugas con tanta firmeza y seguridad.

Beryl dormía con un camisón de rayón de color albaricoque con encaje de color crudo.
Tenía una bata a juego. Era tan puntillosa con la palabra crudo como el señor Florence
con el azul real y el gris perla.
Yo conseguía desnudarme y ponerme el camisón sin que en ningún momento quedara al
descubierto ninguna parte de mi cuerpo. Era bastante complicado. Me quedaba con las
bragas y esperaba que Beryl hiciera lo propio. La idea de compartir mi cama con una
persona mayor era una tortura para mí. Pero al final conseguí ver el contenido de lo que
Beryl llamaba su estuche de belleza. Había frascos de cristal pintados a mano llenos de
bolas de algodón, polvos de talco, lociones lechosas, crema astringente. Tarritos de
pintura de labios roja y malva, muy grasienta. Lápices azules y negros. Limas, piedra
pómez, esmalte de uñas con un asfixiante olor a plátano, polvos en una caja de celuloide
en forma de concha, con nombre de postre: «Delicia de albaricoque».
Calenté agua en el fogón de carbón y petróleo que utilizábamos en verano. Beryl se frotó
bien la cara y en ella se obró tal cambio que casi llegué a pensar que habían quedado
tiras de maquillaje en la palangana, como cuando empapamos y arrancamos el papel
viejo de la pared. La piel de Beryl estaba pálida, cubierta de finas grietas, como el barro
brillante que se seca en el fondo de los charcos a principios de verano.
—Fíjate en lo que le ha pasado a mi cara —dijo—. Por hacer régimen. Antes pesaba
setenta y siete kilos. Me los quité de encima demasiado deprisa y se me cayó la piel.
Pero ahora uso esta crema. Tiene una fórmula secreta y no se compra en las tiendas.
Huélela. ¿Ves? No huele a perfume. Tiene un olor serio.
Se extendía la crema sobre la cara dándose golpecitos con un trozo de algodón, hasta
que no quedaba nada en la superficie.
—Parece manteca de cerdo.
—¡Maldita sea mi estampa! Espero no haber pagado tanto dinero para ponerme
manteca en la cara. Oye, no le cuentes a tu madre que digo tacos.
Echó agua en el vaso de lavarse los dientes y humedeció el peine, se peinó y retorció
cada mechón con un dedo, sujetándoselo a la cabeza con dos horquillas cruzadas. Yo
haría lo mismo al cabo de dos años.
—Cógete el pelo siempre húmedo. Si no, no sirve de nada —me dijo Beryl—. Y
enróllatelo siempre por debajo aunque luego te lo levantes con los dedos. Así.
Cuando me cogía el pelo —algo que hice durante años— a veces pensaba en las palabras
de Beryl, y en que, de todos los consejos que me había dado la gente, ése era el que más
al pie de la letra seguía.
Apagamos la lámpara y cuando nos metimos en la cama, Beryl dijo:
—Nunca me había imaginado que pudiera ponerse tan oscuro. En mi vida había visto
una oscuridad tan negra como esta.
Hablaba en susurros. Tardé en comprender que estaba comparando las noches del
campo con las de la ciudad, y me pregunté si la oscuridad del condado de Netterfield
sería de verdad mayor que la de California.
—Oye, nena —susurró Beryl—. ¿Hay animales fuera?
—Vacas —contesté.
—No, animales salvajes. ¿Hay osos?
—Sí —contesté.
Mi padre había encontrado una vez huellas y excrementos de oso en el bosque y un
manzano silvestre con todos los frutos arrancados. Ocurrió hace años, cuando mi padre
era joven.
Beryl soltó un gemido y una risita.
—¿Te imaginas si el señor Florence tuviera que salir y se encontrara de manos a boca
con el oso?

Al día siguiente era domingo. Beryl y el señor Florence nos llevaron a mis hermanos y a
mí a la escuela dominical en el Chrysler. Eran las diez de la mañana. Regresaron a las
once para llevar a mis padres a la iglesia.
—Sube —me dijo Beryl—. Y vosotros también —dirigiéndose a los chicos—. Nos
vamos de paseo.
Beryl se había puesto un vestido de satén de color marfil, con lunares rojos y un volante
también rojo alrededor de las caderas, y zapatos de tacón del mismo color. El señor
Florence llevaba un traje de verano azul claro.
—¿Vosotros no vais a la iglesia? —pregunté.
Según mi experiencia, para eso se arreglaba la gente. Beryl se echó a reír.
—No es precisamente la religión lo que le gusta al señor Florence, nena.
Yo estaba acostumbrada a salir de la escuela dominical e irme directamente a la iglesia,
donde pasaba otra hora y media sentada. En verano entraban por las ventanas abiertas el
olor a cedro del cementerio y de vez en cuando el ruido, casi sacrílego, de un coche que
iba como un rayo por la carretera. Aquel día pasamos el mismo tiempo paseando en
coche por una zona que yo nunca había visto. Nunca la había visto, a pesar de que estaba
a menos de treinta kilómetros de casa. En el camión íbamos a la fábrica de queso, a la
iglesia y al pueblo los sábados por la noche. Lo más parecido a un paseo era cuando
íbamos al vertedero. Yo había visto la parte más cercana a nosotros del lago Bell, porque
allí cortaba mi padre el hielo en invierno. En verano no te podías ni acercar; las orillas
estaban plagadas de espadañas. Yo pensaba que el otro extremo del lago sería muy
parecido, pero cuando llegamos allí vi casas, muelles y barcas, agua oscura en la que se
reflejaban los árboles. Tantas cosas, y yo sin saberlo. También aquello era el lago Bell.
Me alegré de haberlo visto al fin, pero en cierto modo la sorpresa no me dio ninguna
satisfacción.
Por último apareció un edificio blanco con terrazas y macetas de flores, y unos álamos
rutilantes delante. El hotel Wildwood. Hoy en día este edificio está recubierto de estuco
y adornado con vigas de estilo Tudor y se llama Hideaway. Han talado los árboles para
construir un aparcamiento.
Cuando volvíamos a la iglesia para recoger a mis padres, el señor Florence giró hacia la
granja vecina a la nuestra, propiedad de los McAllister. Los McAllister eran católicos.
Las dos familias se llevaban bien, pero no tenían amistad.
—Vamos, chicos, salid —les mandó Beryl a mis hermanos—. Tú no —me dijo—. Tú te
quedas.
Llevó a los chicos hasta el porche, desde donde los observaban algunos miembros de la
familia McAllister. Llevaban los pingos de ropa de andar por casa, porque su iglesia, o la
misa, o como se llamara, acababa temprano. La señora McAllister salió y se quedó
escuchando, boquiabierta, la charla y la risa de Beryl.
Beryl volvió al coche sola.
—Ya está —dijo—. Van a jugar con los hijos de los vecinos.
¿Jugar con los McAllister? Además de católicos, todos menos el pequeño eran niñas.
—Todavía llevan la ropa de los domingos —objeté.
—¿Y qué? ¿No pueden divertirse con la ropa de los domingos? ¡Yo sí!
A mis padres también los pilló por sorpresa. Beryl bajó del coche y le dijo a mi padre
que se sentara delante, porque tenía más sitio para las piernas. Ella se colocó detrás, con
mi madre y conmigo. El señor Florence volvió a tomar la carretera del lago Bell, y Beryl
anunció que íbamos a comer al hotel Wildwood.
—Como estáis todos arreglados, vamos a aprovecharlo —dijo—. Hemos dejado a los
niños con vuestros vecinos. Yo pienso que son demasiado pequeños para apreciarlo, y a
los vecinos les encanta que vayan a su casa.
Añadió con vehemencia que ellos invitaban. El señor Florence y ella.
—Bueno —dijo mi padre. Seguramente no llevaba ni cinco dólares en el bolsillo—.
Bueno, pero ¿dejarán entrar a los campesinos?
Hizo varias bromas más por el estilo. En el comedor del hotel, todo blanco —manteles
blancos, sillas pintadas de blanco, con las jarras de cristal rezumando gotas de agua y los
ventiladores zumbando en el alto techo— cogió una servilleta del tamaño de un pañal y
me dijo susurrante, aunque con voz bastante fuerte:
—¿Se puede saber para qué sirve esto? ¿Me lo pongo en la cabeza para protegerme de la
corriente?
Naturalmente, había comido en hoteles otras veces. Sabía cómo utilizar las servilletas y
los cubiertos. Y mi madre también; para empezar, ni siquiera era campesina, aun así se
trataba de un acontecimiento extraordinario. No exactamente de un placer —como sin
duda era la intención de Beryl—, pero sí de un acontecimiento extraordinario,
emocionante. Comer en público, a pocos kilómetros de casa, en una habitación llena de
gente desconocida, y con la comida servida por una extraña, una chica con expresión
cortante, que probablemente estudiaba en la universidad y trabajaba en verano.
—Yo quiero pollo —dijo mi padre—. ¿Cuánto tiempo lo han dejado en la cazuela?
Como bien sabía mi padre, es de buena educación bromear con las personas que te
sirven.
—¿Cómo dice? —preguntó la chica.
—Pollo asado, si os parece bien a todos —intervino Beryl.
El señor Florence tenía expresión sombría. Quizá no le gustaran las bromas cuando era
su dinero el que se gastaba. Quizá esperara algo más que agua fría para llenar los vasos.
La camarera puso en la mesa un plato con apio y aceitunas, y mi madre dijo:
—Esperad un momento a que rece.
Inclinó la cabeza y, en voz baja pero audible, murmuró: «Señor, bendice los alimentos
que vamos a tomar, y nosotros te serviremos, en el nombre de Cristo. Amén».
Reconfortada, se enderezó en la silla y me pasó el plato, al tiempo que me advertía:
—Cuidado con las aceitunas. Tienen hueso.
Beryl sonreía, mirando a su alrededor.
Volvió la camarera con una cesta de panecillos.
—¡Qué maravilla! —Beryl se inclinó y aspiró el aroma—. Comedlos calientes para que
se derrita la mantequilla.
El señor Florence torció el gesto y miró atentamente el plato de la mantequilla.
—¿Eso es mantequilla? Parecen los rizos de Shirley Temple.
Aunque su expresión era apenas un poco menos sombría que antes, se trataba de una
broma, y con ella parecimos recibir algo de lo que acababa de pedirse públicamente: una
bendición.
—Cuando dice algo gracioso —explicó Beryl, que muchas veces se refería al señor
Florence en tercera persona incluso si lo tenía al lado—, ¿no os habéis fijado en que se
pone muy serio? Me recuerda a mamá. Quiero decir a nuestra madre, la de Marietta y
mía. Cuando gastaba una broma, a papá se le notaba a la legua, no sabía disimular; sin
embargo, con mamá era otra cosa. Podía poner cara de vinagre, pero era capaz de
bromear incluso cuando se estaba muriendo. Y eso fue precisamente lo que hizo.
Marietta, ¿te acuerdas de aquel día de primavera que estaba en la cama antes de morir,
en la habitación de delante?
—Recuerdo que estaba en la cama en aquella habitación —contestó mi madre—. Sí.
—Bueno, pues entró papá y ella tenía un camisón limpio y le habían quitado las sábanas,
porque la señora alemana de la casa de al lado acababa de ayudarla a lavarse y estaba
todavía allí recogiendo la habitación. Papá quería animarla, y dijo: «La primavera debe
de estar cerca. Hoy he visto un cuervo». Era marzo. Y mamá replicó: «¡Pues entonces
más vale que me tapes, antes de que se asome a esa ventana y se le ocurra alguna idea
rara!». La señora alemana, según papá, estuvo a punto de dejar caer la palangana. Porque
realmente mamá era pura piel y huesos; se estaba muriendo, pero era capaz de bromear.
El señor Florence dijo:
—Mejor, cuando no sirve de nada llorar.
—Aunque llevaba las bromas demasiado lejos. Mamá era así. Una vez quiso darle un
susto a papá. Al parecer, le interesaba una chica que iba continuamente al taller. Bueno,
era un hombre alto y guapo. Así que mamá dijo: «Pues voy a quitarme de en medio y tú
podrás irte con ella. Ya veremos qué dices cuando se te aparezca mi fantasma». Él le
contestó que no dijera tonterías y se fue al pueblo. Y mamá entró en el granero, se subió
a una silla y se puso una soga alrededor del cuello, ¿verdad, Marietta? ¡Cuando Marietta
fue a buscarla se la encontró así!
Mi madre inclinó la cabeza y se puso las manos en el regazo, casi como si estuviera a
punto de rezar otra oración.
—Papá me lo contó, pero de todos modos lo recuerdo perfectamente. Me acuerdo de
Marietta corriendo como loca cuesta abajo, en camisón, y supongo que la señora
alemana debió de verla, porque salió a buscar a mamá, y todos acabamos en el granero,
yo también, y varios niños con los que estaba jugando, y allí estaba mamá, dispuesta a
darle a papá un susto de muerte. Mandó a Marietta a buscarle. Y la señora alemana se
puso a gritar: «¡Ay, señora, baje usted, señora, piense usted en sus ninitos! (no podía
pronunciar la eñe y decía ninitos), piense en ellos». Hasta que llegué yo. A pesar de que
era una mocosa, fui la primera que se fijó en la cuerda. La seguí con los ojos y me di
cuenta de que simplemente colgaba de la viga, que estaba allí suspendida pero no
enganchada. Marietta no lo había notado, ni la señora alemana. Entonces yo dije:
«¿Mamá, cómo piensas ahorcarte sin atar la cuerda a la viga?».
El señor Florence dijo:
—Sí, un poco difícil.
—Le agüé la fiesta. La señora alemana preparó café, y fuimos a su casa y nos dio
golosinas y tú no encontraste a papá, ¿verdad, Marietta? Se la oía chillar al subir la
cuesta desde una manzana de distancia.
—Normal que se preocupara —intervino mi padre.
—Pues claro. Mamá fue demasiado lejos.
—Lo hizo en serio —dijo mi madre—. Mucho más en serio de lo que crees.
—Lo que quería era que papá picase el anzuelo. Así fue siempre su vida en común. Papá
decía que resultaba muy difícil vivir con ella, porque tenía un carácter muy fuerte. De
todos modos, estoy segura de que eso lo echaba de menos con Gladys.
—No lo sé —replicó mi madre en aquel tono especialmente tranquilo con que siempre
hablaba de mi padre—. O sea, lo que pensaba o dejaba de pensar.
—Ahora están muertos —intervino mi padre—. No es cosa nuestra juzgarlos.
—Lo sé —convino Beryl—. Sé que Marietta siempre ha tenido un punto de vista
diferente.
Mi madre miró al señor Florence y le dirigió una sonrisa radiante.
—Seguramente no le interesarán estos asuntos de familia.
La única vez que fui a ver a Beryl, cuando ella era ya vieja y estaba toda torcida y llena de
bultos a causa de la artrosis, me dijo:
—Marietta tenía la misma cara de papá. Y nunca hizo nada para arreglarse. ¿Te
acuerdas de que llevaba un vestido azul marino de crep, muy viejo, el día que fuimos al
hotel? Claro, sé que seguramente era lo único que tenía, pero ¿por qué? En el fondo me
daba un poco de miedo. No podía quedarme sola con ella en la misma habitación. Pero
era realmente guapa.
Al tratar de recordar una ocasión en la que me hubiese fijado en el aspecto de mi madre,
pensé en el día del hotel, en su pálida piel verde oliva recortada contra el abundante pelo
blanco y rizado, su cara luminosa y hermosa sonriendo al señor Florence, como si fuera a
él a quien hubiera que perdonar.

La historia que había contado Beryl no me causó ningún problema inmediatamente.


Para empezar, tenía hambre y era glotona, y dediqué casi toda mi atención al pollo
asado, la salsa y el puré de patatas, que me sirvieron en el plato con un cucharón, y las
brillantes verduras cortadas en dados, de lata, que yo consideraba muy superiores a las
frescas. De postre tomé helado de nueces y frutas con caramelo, tras descartar
dolorosamente el de chocolate. Los demás tomaron helado de vainilla.
¿Por qué no había de ser la versión que dio Beryl de aquel acontecimiento diferente a la
de mi madre? Beryl era extraña en todos los sentidos; todo en ella parecía distorsionado,
como visto desde un ángulo distinto. Fue la historia de mi madre la que perduró,
durante mucho tiempo. Absorbió la historia de Beryl, la tapó. Pero la de Beryl no se
borró; permaneció encerrada durante años, sin llegar a desaparecer. Era como el hecho
de conocer aquel hotel y su comedor. Yo lo conocía, pero no pensaba en él como en un
sitio al que volver. Y efectivamente, sin el dinero de Beryl ni el del señor Florence, no
podía hacerlo. Aunque sabía que estaba allí.
La siguiente vez que comí en el Wildwood fue después de casarme. El Lions Club
ofrecía un banquete y un baile. El hombre con el que me había casado, Dan Casey, era
miembro del club. Por entonces allí se podían tomar copas. Dan Casey no habría ido a
ningún sitio prohibido. Después arreglaron el local y lo convirtieron en el Hideaway, y
ahora hay striptease todas las noches, excepto los domingos. Los jueves el espectáculo
corre a cargo de un hombre. Yo voy allí con los de la agencia inmobiliaria para celebrar
cumpleaños u otros acontecimientos importantes.

La granja se vendió por cinco mil dólares en 1965. La compró un señor de Toronto,
para convertirla en casa de veraneo o simplemente como inversión. Al cabo de un par de
años se la alquiló a una comuna. Se quedaron allí, con diferentes personas que iban y
venían, unos doce años. Criaban cabras y vendían la leche a la tienda de alimentos
integrales que habían abierto en el pueblo. Pintaron un arco iris en el lateral del granero
que daba a la carretera. Colgaron sábanas teñidas en las ventanas y dejaron que la hierba
y los hierbajos se adueñaran del patio. Aunque mis padres habían acabado instalando la
electricidad, aquella gente no la usaba. Preferían las lámparas de petróleo y la estufa de
leña, y llevar la ropa sucia a lavar al pueblo. La gente decía que no sabían manejar las
lámparas de petróleo ni las estufas de leña y que acabarían por quemar la granja. Pero no
fue así. En realidad, no se las arreglaban demasiado mal. Mantenían la casa y el granero
en buen estado y cultivaban un huerto grande. Incluso rociaron las patatas con
productos para las plagas, aunque me enteré de que hubo una pelea por este motivo y se
marcharon los miembros más intransigentes. La granja tenía mucho mejor aspecto que
algunas de los alrededores que aún seguían en manos de las mismas familias. El hijo de
los McAllister había instalado un taller de reparación de coches en la suya y mis
hermanos se habían ido hacía tiempo.
Yo sabía que no tenía ninguna razón, pero pensaba que prefería que la granja quedara
abandonada —mejor eso a que cayera en manos de unos vagos— a ver aquel arco iris en
el granero y unos signos que parecían egipcios en la pared de la casa. Me parecía una
broma de mal gusto. Me molestaba incluso encontrarme con aquellas personas cuando
venían al pueblo: los hombres con cola de caballo y agujeros en el mono que, a mi
entender, se hacían a propósito, y las mujeres con el pelo largo, sin maquillar y con
expresión de mansedumbre y superioridad. ¿Qué sabéis vosotros de la vida?, me daban
ganas de preguntarles. ¿Por qué venís aquí a burlaros de mi padre y mi madre, de su vida
y su pobreza? Pero cuando pensaba en el arco iris y los signos comprendía que no
querían burlarse de mis padres ni imitar su forma de vida. La habían sustituido por otra,
sin apenas saber de su existencia. En su lugar habían colocado sus propias creencias y
costumbres, y yo deseaba que todo les saliera mal.
Y así ocurrió, más o menos. La comuna se desintegró. Las cabras desaparecieron.
Algunas de las mujeres se instalaron en el pueblo, se cortaron el pelo, se maquillaron y se
pusieron a trabajar de camareras o cajeras para mantener a sus hijos. El señor de
Toronto puso la casa en venta y al cabo de un año la vendió por un precio más de diez
veces superior al que había pagado. La adquirió una pareja joven de Ottawa. Han
pintado la casa por fuera de gris pálido con adornos de color gris perla y han abierto
tragaluces y una bonita puerta con faros a ambos lados. Por dentro la han cambiado
tanto que, según me han dicho, no la reconocería.
Entré una vez, antes de que llegaran sus últimos ocupantes, cuando la granja estaba vacía
y en venta. La empresa para la que trabajo se ocupaba de ella, y yo tenía una llave,
aunque la enseñaba otro agente. Fue una tarde de domingo. Me acompañaba un
hombre, no un cliente, sino un amigo, Bob Marks, a quien veía con frecuencia por
entonces.
—Es la casa de los hippies —dijo Bob Marks cuando paré el coche—. He pasado por
aquí otros días.
Era abogado, católico y estaba separado de su mujer. Decía que quería sentar cabeza y
ejercer en el pueblo. Pero ya había un abogado católico. El negocio resultaba lento. Un
par de veces a la semana, Bob Marks se emborrachaba antes de cenar.
—Es algo más —repliqué—. Yo nací y me crié aquí.
Nos metimos entre los hierbajos y al final abrí la puerta.
Bob Marks dijo que, por mi forma de hablar, creía que la casa estaría más lejos.
—Entonces parecía más lejos.
Todas las habitaciones estaban vacías y los suelos barridos y limpios. Acababan de pintar
los marcos de las ventanas; me sorprendió no ver manchas en los cristales. Habían
cambiado algunos y habían dejado los ondulados. Una pared de la cocina estaba pintada
de azul oscuro, con una enorme paloma. En una de las paredes de la sala había unos
girasoles gigantescos y una mariposa casi del mismo tamaño.
Bob Marks silbó.
—Por aquí ha pasado un pintor.
—Si se le puede llamar así —repliqué, y volví a la cocina. Seguía en su sitio el fogón de
leña—. Mi madre quemó un día tres mil dólares —dije—. Quemó tres mil dólares en
esta cocina.
Bob Marks soltó un silbido, pero diferente.
—¿Qué quieres decir? ¿Que tiró un cheque al fuego?
—No, no. Eran billetes. Lo hizo conscientemente. Fue al banco del pueblo y le dieron
todo el dinero, en una caja de zapatos. Lo trajo a casa y lo metió en el fogón. Metía unos
cuantos billetes de cada vez, para que no saliera mucha llama, mientras mi padre la
miraba.
—No te entiendo —dijo Bob Marks—. Creía que erais muy pobres.
—Y lo éramos. Muy pobres.
—Entonces ¿cómo tenía tres mil dólares? Serían como treinta mil de ahora, incluso más.
—Era su herencia —contesté—. Lo que le dejó su padre. Su padre murió en Seattle y le
dejó tres mil dólares, pero ella los quemó porque le odiaba. No quería su dinero. Le
odiaba.
—Mucho tenía que odiarle —replicó Bob Marks.
—No se trata de eso, no tanto de odio, ni de que se portara tan mal con ella que tuviera
derecho a odiarle. Probablemente no se portó mal, aunque no se trata de eso.
—El dinero —dijo Bob—. El dinero siempre es la clave.
—No. El problema es que mi padre la dejara hacerlo. Al menos para mí esa es la clave.
Mi padre se limitó a observarla, sin protestar. Si alguien hubiera intentado detenerla, él
la habría defendido. A eso le llamo yo amor.
—Algunas personas lo llamarían locura.
Recuerdo que Beryl opinaba exactamente lo mismo.
Entré en el salón y me quedé mirando la mariposa, con sus alas rosas y naranjas.
Después fui al dormitorio principal, en una de cuyas paredes vi dos figuras humanas
pintadas, un hombre y una mujer cogidos de la mano, el uno frente a la otra. Estaban
desnudos y eran de tamaño superior al natural.
—Me recuerda a esa fotografía de John Lennon y Yoko Ono —le dije a Bob Marks, que
se había puesto detrás de mí—. En la carátula de un disco, ¿no?
No quería que pensara que lo que había dicho en la cocina me había molestado.
Bob Marks contestó:
—El color del pelo es distinto.
Era verdad. Las dos figuras tenían el pelo amarillo, en un color plano, como en los
tebeos. Unos mechones rizados también amarillos les caían sobre los hombros y unos
bucles decoraban sus partes no tan pudendas. La piel era de color crema y rosa y los ojos
de un azul vivo, como el de la pared de la cocina.
Observé que no habían arrancado por completo el papel de la pared antes de pintar las
figuras. En el rincón quedaba un trozo que coincidía con el de las otras paredes, con un
dibujo modernista de burbujas entrecruzadas, rosas, grises y malvas. Debía de haberlo
puesto el señor de Toronto. No habían quitado el de debajo antes de colocarlo. Vi un
fragmento, los acianos sobre fondo blanco.
—Supongo que aquí celebrarían sus orgías —comentó Bob Marks, en un tono que me
resultaba familiar. Un tono tenso, triste pero resuelto. El de la lujuria, no especialmente
agradable, de los hombres respetables de mediana edad.
No repliqué. Seguí explorando el papel de las burbujas para ver mejor los acianos. De
pronto di con un trozo que estaba suelto y arranqué una gran tira. Pero también se
desprendió el papel de los acianos, junto a una pequeña cascada de cemento seco.
—¿Me quieres explicar por qué? —dije—. Dime por qué ningún hombre puede hablar
de un sitio como este sin mencionar el tema del sexo al cabo de dos segundos. ¡Solo con
pronunciar las palabras hippy o comuna, en lo único que pensáis es en follar! ¡Como si
no hubiera detrás de eso más que orgías y situaciones fantásticas y folleteo! ¡Me pone
mala! ¡Es tan ridículo que me pone mala!

Al subir al coche para volver a casa, nos colocamos como antes: los hombres en los
asientos de delante, las mujeres en los de atrás. Yo iba en medio, entre Beryl y mi
madre. Sus cuerpos se apretaban contra el mío y me transmitían calor bajo la ropa; su
olor desplazaba los olores del bosque de cedros que atravesábamos y de los pantanos,
ante cuyos nenúfares Beryl no paraba de proferir exclamaciones. Beryl olía a todos
aquellos potingues de los botes y frascos; mi madre a harina, a jabón ordinario y al cálido
crep de su vestido elegante y al queroseno con el que le había quitado las manchas.
—Ha sido una comida estupenda —dijo mi madre—. Gracias, Beryl, y también a usted,
señor Florence.
—No sé quién va a estar ahora en condiciones de ordeñar, después de comer así —
continuó mi padre.
—Hablando de dinero —terció Beryl, aunque nadie había mencionado el tema—, ¿te
importa que te pregunte qué has hecho con el tuyo? Yo invertí el mío en bienes raíces,
en California. Hay ganancias seguras. Había pensado que podíais compraros una cocina
eléctrica, para que no tuvieras el engorro de encender fuego en verano en ese trasto de
carbón y petróleo.
Todos los que iban en el coche se echaron a reír, incluso el señor Florence.
—Es buena idea, Beryl —replicó mi padre—. Podríamos utilizarla para guardar cosas
hasta que nos instalen la electricidad.
—¡Dios mío! —exclamó Beryl—. ¡Mira que soy tonta!
—Y además, no tenemos el dinero —añadió mi madre alegremente, como continuando
la broma.
Pero Beryl replicó con aspereza:
—Me escribiste diciendo que lo tenías. Recibiste lo mismo que yo.
Mi padre se volvió hacia nosotras.
—¿De qué dinero habláis? —preguntó—. ¿A qué os referís?
—Al dinero del testamento de papá —contestó Beryl—. El que recibisteis el año
pasado. Bueno, a lo mejor no debería haber preguntado. Si tuvisteis que pagar algo, eso
también es útil, ¿no? No importa. Estamos en familia. O casi.
—No pagamos nada con ese dinero —dijo mi madre—. Lo quemé.
A continuación nos contó que un día había ido al pueblo en el camión, hacía ya casi un
año, y que les había pedido a los del banco que le metieran todo el dinero en una caja de
zapatos que había llevado con tal fin. Al volver a casa lo metió en la cocina y lo quemó.
Mi padre se dio la vuelta y fijó la vista en la carretera.
Noté que Beryl se retorcía a mi lado mientras mi madre hablaba. Se retorcía e incluso
gemía un poco, como si tuviera un dolor insoportable. Al final emitió un ruido de
sorpresa y sufrimiento, un gruñido de cólera.
—¡Que quemaste el dinero! —dijo—. ¡Quemaste el dinero en la cocina!
Mi madre aún parecía alegre.
—Lo dices como si hubiera quemado a uno de mis hijos.
—Has quemado sus posibilidades, todo lo que podían haber adquirido con el dinero.
—Lo que menos necesitan mis hijos es dinero. Ninguno de nosotros necesita su dinero.
—Es un crimen —replicó Beryl desabridamente. Elevó la voz al dirigir sus palabras al
asiento de delante—. ¿Por qué la dejaste hacerlo?
—No estaba conmigo —contestó mi madre—. No había nadie.
Mi padre añadió:
—Era su dinero, Beryl.
—Da igual —dijo Beryl—. Es un crimen.
—Cuando hay un crimen se llama a la policía —intervino el señor Florence.
Al igual que otras cosas que había dicho aquel día, la frase creó una islita de sorpresa y
un sentimiento de gratitud.
Una gratitud no compartida por todos.
—¡No me vengas con que no es la mayor estupidez que has oído en tu vida! —gritó
Beryl dirigiéndose al asiento de delante—. ¡No me digas que no! Porque sabes que no es
verdad. ¡Tú piensas lo mismo que yo!

Mi padre no estaba en la cocina observando cómo mi madre alimentaba las llamas con el
dinero. Al parecer, no. No lo sabía, y si mal no recuerdo no se enteró hasta aquel
domingo por la tarde, en el Chrysler del señor Florence, cuando mi madre nos lo contó
a todos. ¿Por qué, entonces, recuerdo la escena con tanta claridad, tal y como se la
describí a Bob Marks? (y a otros; él no era el primero). Veo a mi padre junto a la mesa,
en medio de la cocina —la mesa con el cajón para los cuchillos y los tenedores, y el hule
por encima—, y la caja del dinero. Mi madre arroja los billetes al fuego con sumo
cuidado. Sujeta la tapa ennegrecida del fogón con una mano. Y mi padre, allí de pie, no
parece permitírselo, sino protegerla. Una escena solemne, pero no absurda. Unas
personas que hacen algo que les parece normal y necesario. Al menos, una de ellas hace
lo que le parece normal y necesario, y la otra piensa que lo importante es que esa persona
sea libre, que haga su voluntad. Comprenden que quizá otros no piensen lo mismo. No
les importa.
Me cuesta trabajo creer que yo lo inventara todo. Parece tan cierto que es la verdad; yo
estoy convencida, y nunca he dejado de estarlo. Pero sí he dejado de contar esa historia.
Nunca he vuelto a contársela a nadie después de Bob Marks. Eso creo. No es que dejara
de contarla porque no fuera auténtica, en sentido estricto, sino porque comprendí que
tenía que renunciar a que la gente lo viera de la misma manera que yo. Tuve que
renunciar a esperar que la gente aceptase lo que había ocurrido. ¿Cómo podía decir ni
siquiera yo que lo aceptaba? Si hubiera sido de las personas que aceptan esas cosas, y
¿quién lo hubiera aceptado?, no habría hecho todo lo que he hecho: abandonar mi casa
para trabajar en un restaurante del pueblo cuando tenía quince años, ir a clase de
contabilidad y mecanografía por las noches, entrar a trabajar en la agencia inmobiliaria y
por último sacar el permiso de agente profesional. No estaría divorciada. Mi padre no
habría muerto en el asilo del condado. Tendría el pelo blanco, mi color natural durante
años, y no de un tono llamado «Amanecer de cobre». Y en realidad, no cambiaría ni una
sola de estas cosas, si pudiera.
Bob Marks era un buen hombre generoso, y a veces con imaginación. Después de
espetarle aquello replicó:
—No te pongas así. —Luego añadió—: ¿Era ésta tu habitación de pequeña?
Creía que por eso me había molestado que mencionara lo de las orgías.
Y yo pensé que daba igual que siguiera creyéndolo. Contesté que sí, que era mi
habitación de pequeña. Casi mejor hacer las paces de inmediato. Vale la pena vivir los
momentos de dulzura y reconciliación, aun cuando la separación haya de producirse
tarde o temprano. Me pregunto si esos momentos no se valoran más, y se buscan a
propósito, en la situación en que algunas personas como yo estamos ahora que en los
antiguos matrimonios, donde el amor y el rencor podían crecer subterráneamente, tan
confusos y rotundos que debía de parecer que estaban allí desde siempre.
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Gabriel García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo
tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo
estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de
la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo
de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que
se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que
era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que
estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le
quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la
boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para
siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se
sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se
atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena
voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron
con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el
temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de
la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo
que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de
carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para
matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las
gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y
Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos
de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero,
retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de
las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia.
A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho
toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería
nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido
a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban
que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres
alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura,
había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y
todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que
más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un
rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de
desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo,
apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre
Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera
sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a
sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las
plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba
de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un
breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el
demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los
incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las
diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los
ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra
al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con
tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y
tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto
de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al
ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata
volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le
hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de
salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba
contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no
podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se
levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros
de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra,
Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron
de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar
llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le
iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio
trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina
sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin
probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por
ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única
virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le
picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los
baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos
le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que
consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos,
porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que
provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico
que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de
rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría
entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un
cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de
inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del
cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba
en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si
podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego
con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña
por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada
para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda
condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad
del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una
doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera
aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había
escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque
después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en
dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su
único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en
la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible
escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se
dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel
revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le
salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de
ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos
milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían
quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de
aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de
Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy
altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las
ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y
Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos.
El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y
quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por
conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y
estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se
cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a
jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue
menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más
ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al
mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel,
y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció
posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas.
Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía
entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo
encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a
pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que
andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las
últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en
el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en
trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque
pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía
con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas
grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la
decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de
que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba
bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el
almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se
asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan
torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo
hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible
que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.


La hija del guardabosques

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D eegan, el guardabosques, no es el tipo de hombre que
recuerda el cumpleaños de sus hijos, menos probable-
mente el de la menor, quien, con su expresión de bruja, se
parece muchísimo a su madre. Si se le cruzan por la mente
dudas ocasionales a propósito de su hija, Deegan no piensa
demasiado en ellas; hay que reconocer que no tiene mucho
tiempo para pensar en nada. En Aghowle hay tres adoles-
centes, el ordeñe y la hipoteca.
Algunas de las dificultades de Deegan se las buscó
él mismo. Cuando su padre falleció y les dejó el lugar a
sus hijos, Deegan, quien en ese entonces todavía no tenía
treinta, solicitó un préstamo hipotecario y les compró la
parte a sus hermanos. Estos, que tenían otras ambiciones,
se quedaron contentos con el dinero y se fueron para hacer
sus vidas en Dublín. La noche anterior a que el banco se
quedara con la escritura, Deegan caminó por los magní-
ficos prados que daban al sur. Hipotecar el lugar le rom-
pía el corazón, pero no veía otra solución. Compró unas
vacas frisonas, instaló alambrados eléctricos alrededor de
la propiedad y un tambo. Poco después, condujo hasta
Courtown Harbour para conseguir esposa.
Conoció a Martha Dunne un sábado por la tarde en el
salón de baile Tara. Sentado ahí, con un traje azul oscuro

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a rayas y la barba recortada, Deegan observó a esa mujer de
anchas caderas, que describía atrevidas figuras en brazos de
un extraño. Tenía la piel suave como un plato y su perfu-
me, cuando bailaban el vals, le recordaba el de la aulaga al
quemarse.
Mientras la banda tocaba la última canción, Deegan le
preguntó si volvería a verlo.
–Ah, no –le respondió.
–¿No? –preguntó Deegan–. ¿Por qué no?
–No me parece.
–Ya veo –dijo Deegan.
Pero Deegan no vio nada y por esa simple razón, per-
sistió. El domingo siguiente volvió a Courtown y encon-
tró a Martha comiendo sola en el hotel. Sin preguntarle,
se sentó y le hizo compañía. Mientras ella comía, llevó la
conversación del buen tiempo a los titulares del diario, y
terminó hablando de Aghowle. Mientras le describía su
casa, comenzó a imaginarla allá, untándole manteca a los
nabos, remendándole los pantalones, colgando a secar sus
camisas en una cuerda.
Pasaron los meses y, aunque más no fuera por nada más
fuerte que el hábito, siguieron viéndose. Deegan siempre la
sacaba a cenar y a bailar, asegurándose de pagar por todo lo
que pasaba por sus labios. A veces, caminaban por el mar.
En la playa, las huellas de las gaviotas se veían durante un
rato y luego desaparecían. Deegan odiaba la sensación de
la arena bajo sus pies, pero el andar de Martha era libre y
sus ojos marrones sostenían la mirada. Paseaba, agachán-
dose de tanto en tanto para recoger caracoles. Martha era
el tipo de mujer contenta con su cuerpo, pero lenta para
hablar. Deegan confundió su silencio con pudor y, antes
de un año de cortejo, se le declaró.
–¿Considerarías casarte conmigo?

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Mientras la pregunta flotaba en el aire, Martha dudó.
Deegan estaba de espaldas a la sala de juegos recreativos.
Con todas las luces detrás de él, Martha apenas podía
verlo; lo único que veía eran las máquinas tragamonedas
y estantes con peniques que, de vez en cuando, empuja-
ban a los que sobraban a una artesa inclinada para permitir
que alguien ganase. Un niño se servía algodón de azúcar
de una furgoneta. El gentío se hacía menor; el verano lle-
gaba a su fin.
El instinto le aconsejó a Martha que dijera que no, pero
tenía treinta años, y si decía que no, tal vez nunca le vol-
vieran a hacer esa propuesta. No estaba segura de Deegan,
pero ninguno de los otros le había mencionado jamás casa-
miento, de modo que Martha, con su propia lógica, conclu-
yó que Victor Deegan debía quererla y aceptó. A lo largo
de los años siguientes, Deegan nunca lo pensó, pero la
amó; nunca lo pensó, pero le demostró su amor.
La primavera siguiente, mientras las aves buscaban la
rama perfecta y el azafrán se extendía por el pasto, se casa-
ron. Martha se mudó a la casa que Deegan le había descrito
en detalle, pero Aghowle le pareció una maraña de cuar-
tos oscuros e invivibles y de muebles inestables. De las
ventanas colgaban cortinas de nylon sucias. Los pisos de
madera estaban pelados de alfombras; los techos, llenos
de carcoma, pero, al no ser ama de llaves, a Martha no le
importaba realmente. Ella se levantaba tarde, bebía su té
en la puerta e improvisaba comidas como quien llena una
valija. A menudo Deegan volvía a la casa del trabajo con la
expectativa de que ella estuviera esperándolo con una cena
caliente, pero por lo general la casa estaba vacía. Deegan
entonces se agachaba y encontraba una gran fuente enlo-
zada con papas fritas y un par de huevos completamente
secos en el horno.

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Martha prefería estar afuera, con sus botas de goma,
recogiendo una hilera de cebollas o cortando ortigas por
el sendero. El guardabosques le traía almácigos que había
hallado en el bosque, sicomoros y castaños de Indias que
ella colocaba en la tierra, en aquellos lugares donde los
setos se habían quebrado. A modo de compañía, se había
comprado dos docenas de gallinas Rhode Island Red y un
gallo. A veces se quedaba de pie en el granero, observan-
do cómo sus aves picoteaban las semillas, sintiéndose feliz
hasta que se dio cuenta de que no lo era.
Antes de que hubiese pasado un año, la futilidad de la
vida de casada se le impuso dolorosamente: la futilidad de
hacer la cama, de correr y descorrer cortinas. Se sintió más
sola de lo que jamás se había sentido cuando era soltera. Y
poco y nada había alrededor de Aghowle para distraerla.
Cada semana iba en bicicleta hasta el pueblo, pero Park-
bridge consistía solo en una estafeta de correo y un pub
con almacén, cuyo encargado era muy curioso.
“¿Victor está bien? Es un gran hombre, un gran traba-
jador. No perderá el tiempo.”
“A usted debe de gustarle vivir allí, ¿no? Una linda
casa, ¿no?”
“Y entonces, ¿dónde fue que la encontró? ¿Courtown?
No tuvo que ir muy lejos para encontrarla, ¿no?”
Un jueves, cuando estaba por ir en bicicleta a comprar
provisiones, se le apareció un extraño con un remolque.
Era un hombretón apuesto, con un bigote grueso, que es-
tacionó en el centro del patio y se dirigió a la puerta.
–Por casualidad, ¿le interesan las rosas?
Allí, en el remolque, el extraño tenía todo tipo de plan-
tas: rosales, brotes de arces, ciruelos Victoria, frambuesos.
Era finales de abril. Ella dijo que ya era tarde para plan-
tar, pero el vendedor le dijo que lo sabía y que no le iba a

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cobrar caro. Ella le preguntó cuánto pedía por las rosas, y
su precio parecía justo. Con el té, hablaron de vegetales,
de lo mágico que era recoger las papas ya que uno nunca
sabía exactamente cuántas habría. Cuando él partió, ella
juntó con la pala caca de las gallinas y plantó profunda-
mente los rosales, a ambos lados de la puerta de entrada,
desde donde podría guiarlos para que trepasen alrededor
de las ventanas.
Cuando Deegan volvió a la casa, le contó lo que había
pasado.
–¿Te gastaste mi dinero en rosas?
–¿Tu dinero?
–¿Con qué clase de estúpida me casé?
–¿Así que soy una estúpida?
–¿Qué otra cosa?
–Supongo que fui lo bastante estúpida como para ca-
sarme contigo.
–¿Conque esas tenemos? –dijo Deegan y se agarró la
punta de la barba, como si pensara que podía arrancárse-
la–. Los tiempos difíciles se acabaron. Todo está perfecto
para ti, sentada aquí todos los días. No trajiste ni un pe-
nique a este lugar. Y un hombre que trabaja precisa algo
más que papas quemadas para la cena.
–No parece que eso te haya afectado para nada.
Y era verdad: Deegan había ganado peso, tenía la lozanía
que los hombres tienen después de casarse.
–Si es así, no es gracias a ti –dijo Deegan y se fue a
ordeñar las vacas.
Ese verano, las rosas de Martha se abrieron color escar-
lata, pero mucho antes de que el viento les hiciera perder
los pétalos, la mujer se dio cuenta de que había cometido
un error. Lo único que tenía era un marido que, desde que
se había casado con ella, apenas hablaba, una casa vacía y

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ningún ingreso propio. Se había casado con un hombre
al que no amaba. ¿Qué había esperado? Había esperado
que la relación creciera y se convirtiese en amor. Y ahora
se moría de ganas de tener intimidad y el tipo de conver-
sación que superara los malentendidos. Pensó en buscarse
un trabajo, pero era demasiado tarde: estaba por llegar un
hijo, listo para la cuna.
Martha dio a luz a hijos a quienes crió despreocupada-
mente, sin amenazarlos nunca con nada más filoso que una
cuchara de madera. Cuando le entregaron al primogénito, la
risa de Martha fue como un faisán surgido de entre las matas.
El niño, un muchachito chillón, resultó ser alto, pero pronto
se hizo evidente que no sentía cariño por las tareas agrícolas;
cuando el niño se sentaba a ordeñar, en vez de salir leche, esta
le subía a la vaca hasta los cuernos. Iba a ver a sus tíos, a quie-
nes visitaba de vez en cuando en Dublín, y era difícil hacerle
mover un dedo. Se escapaba apenas veía la oportunidad.
El segundo hijo resultó lelo: un chico hermoso y pá-
lido, con un par de ojos verdes que miraban desde una
cáscara de cabello castaño. No iba a la escuela, sino que
vivía en un mundo propio y tenía el alarmante talento de
decir la verdad.
La niña fue la que tuvo cerebro, la niña que atravesó
la juventud como si la juventud fuese un cálido trecho de
agua que podía cruzar con facilidad. Terminaba la tarea
antes de que el bus escolar llegase al sendero, se negaba a
comer carne y tenía mano con los animales. Cuando otros
tenían miedo de entrar en el campo donde estaba el toro,
ella podía entrar y sacarle la argolla del hocico. Y sentía
afición por su hermano lelo. Siempre estaba instándolo
a que hiciera las cosas que nadie más creía que era capaz
de hacer. Le enseñó a hacer nudos y anzuelos, a encender
fósforos y a escribir su nombre.

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Rara vez los vecinos entraban en esa casa, pero cuando
lo hacían, Martha les contaba historias. De hecho, lo que
mejor hacía era contar historias. En esas raras noches, la
veían inventar cosas de la nada y desplegarlas delante de
sus ojos. Cuando se iban, los vecinos no se acordaban de la
magnífica casa antigua que siempre les había impresionado,
ni del hombre con mirada preocupada que era su dueño, ni
del extraño rebaño de adolescentes, sino de la mujer con el
cabello castaño oscuro, que se iba soltando a medida que
transcurría la noche y de sus manos pálidas que arrancaban
historias inverosímiles como ciruelas verdes que madura-
ban con el relato en su chimenea. Al cabo de esos cuentos,
a veces, los vecinos tenían demasiado miedo de salir a la
noche y Deegan tenía que acompañarlos hasta el camino.
Después de tales noches, siempre se llevaba a la mujer a su
cama para que no solo ella supiera, sino también él mismo,
que Martha no era de nadie más que de él. A veces él creía
que por eso ella había contado tan bien la historia.
Pero en esa casa, como en cualquier otra, llegaban los
lunes. Ya sea que el alba fuese rojo sangre o húmeda y gris
ceniza, Deegan se levantaba y apoyaba los pies descalzos
sobre el piso frío y se vestía. A menudo sus piernas estaban
entumecidas, pero, sin quejarse, ordeñaba, tomaba el de-
sayuno y se iba a trabajar. Trabajaba todo el día y algunos
días eran largos. Si por las noches los ojos se le cerraban
solos al ocuparse nuevamente de las vacas, era un consue-
lo manejar por la colina y ver las ventanas iluminadas, el
colmillo de humo de la chimenea y saber que su trabajo
no era en vano. Antes de jubilarse, el banco le devolvería
la escritura y, por fin, Aghowle sería suya.
El hecho de que la hubieran levantado en una hondo-
nada, de que sus paredes interiores no fueran más anchas
que cartón no importaba. Ahora que sus padres habían

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muerto y que sus hermanos se habían ido, Deegan se esta-
ba poniendo sentimental. Recordaba no que su madre se
había pasado buena parte de su juventud en cama con las
cortinas corridas o las noches en que su padre se quitaba
el cinturón diciéndole que él no podía hacer todo lo que
quisiera, sino cosas más sencillas, hechos básicos. La fila de
robles del sendero de Aghowle había sido plantada por su
bisabuelo. No importaba lo duro o lo alto que sus hijos se
hamacaran, esas ramas nunca se romperían. Secretamente,
sabía que el lugar le daba más satisfacciones que las que
alguna vez le darían su mujer y sus hijos.
Deegan ahora es un hombre maduro. Si ese es el mo-
mento en que algunos creen que buena parte de la vida ya
pasó, y suponen que lo que queda es una pendiente en la
que hay que vivir con las limitaciones propias de las elec-
ciones, para Deegan es al revés. En su caso, la jubilación
será la recompensa por todos los riesgos que siempre co-
rrió. Para cuando le llegue la pensión, sus hijos se habrán
criado. Se imagina en Aghowle, con un Shorthorn para la
casa. Se levantará cuando le convenga, revisará las piedras y
reparará los muros del huerto. Sacará la pala, plantará más
robles en la tierra. Ya puede sentir la piedra seca, la sombra
azul del roble. El hijo mayor se habrá casado, tendrá hijos
y transmitirá el apellido. Pero entretanto, antes de que pue-
da jubilarse tempranamente y retirarse a esa vida fácil que
ansía, hay hijos a los que hay que terminar de criar, cuentas
que pagar y años de trabajos que deben ser hechos.

Un día húmedo, mientras está trabajando más allá de


Coolattin, podando una hilera de abetos Douglas, Deegan se
tropieza con un perro de caza. El perro se ha refugiado de-
bajo de los árboles para pasar la noche y el guardabosques,

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de hecho, lo ha despertado de un sueño en el que unos
ponis lo perseguían por el pantano. Intrigado al principio
por la presencia de un extraño, el perro mira a su alrededor
y, de pronto, recuerda el día anterior: O’Donnell intentó
dispararle, pero en ese momento su enojo fue como siem-
pre mayor que su puntería. En una palabra, un caso de mal
cazador que culpa a su perro. Ahora ese extraño barbudo,
que huele a resina y a leche de vaca, está allí parado, ofre-
ciéndole pan con manteca. El perro lo come y deja que el
extraño lo acaricie.
Deegan hace eso sabiendo que algún día –si no viene
el dueño a reclamarlo– se va a quedar con el animal, por-
que el perro es magnífico. Oleadas de oro blanco descien-
den del lomo del animal. El hocico está frío, sus ojos son
marrones y están alertas. Llegado el atardecer, Deegan no
tiene que convencerlo de que suba al auto. El perro salta
y apoya las patas sobre el tablero. Con el sol dándole so-
bre el pelaje y el viento en las orejas, bajan por las colinas
hacia Shillelagh y la carretera.
Cuando llegan a Aghowle, como siempre, Deegan está
contento de ver su casa con la chimenea que envía humo a
los cielos, y no es porque crea en el cielo. Deegan no es un
hombre religioso. Sabe que más allá de este mundo no hay
nada. Dios es un invento creado por un hombre para man-
tener a su mujer y a la tierra a una distancia segura de otro
hombre. Pero siempre va a misa. Sabe el poder que tiene la
opinión de los vecinos y no permitirá que digan que algún
domingo faltó. Es otoño. Las hojas marrones de los robles
giran con espasmos secos alrededor del patio. Exhausto,
Deegan le da el perro al primer hijo que ve. Ocurre que es
la menor y sucede que es el cumpleaños de la niña.
Y así, la niña, cuyo padre jamás le ha dicho nada cari-
ñoso, abraza al perro y, con él, la posibilidad de que, al fin

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y al cabo, Deegan la quiera. Siendo una niña astuta, mi-
tad inocencia y mitad intuición, se queda allí, de pie, con
un vestido amarillo, y le agradece a Deegan por su regalo
de cumpleaños. Por alguna razón, oírla decir eso casi le
rompe el corazón al guardabosques. Después de todo, es
humana.
–Ahí está –dice él–. ¿Te estás haciendo fuerte?
–Tengo doce –responde–. Alcanzo la parte de arriba del
aparador sin usar el banquito.
–¿De veras?
–Mami dice que seré más alta que tú.
–No hay duda de ello.
Arrojándole cebada a las gallinas, Martha alcanza a oír
la conversación y sabe la verdad. Victor Deegan nunca se
metería la mano en el bolsillo para el cumpleaños de la
pequeña. Recogió el perro en algún lado: tal vez ganó en
uno de esos juegos de cartas suyos, o quizás está perdido
y lo encontró por el camino. Pero como su hija, que es su
favorita, está contenta, no dice nada.
Martha es todavía lo suficientemente joven como para
recordar la felicidad. Vuelve a ella el día en que la niña
fue concebida. Empezó como un día poco prometedor,
con nubes suspendidas sobre un difícil cielo de febrero. Se
acuerda del sol matinal en el tambo, del viento trayendo la
lluvia al establo, de lo extrañas y suaves que le parecieron
las manos del vendedor comparadas con las de Deegan.
El vendedor se había tomado su tiempo, recostado sobre
la paja, y le había dicho que sus ojos eran del color de la
arena mojada.
Desde entonces, se había preguntado a menudo dón-
de estaba el muchacho, porque, ese día, sus pensamientos
estaban fijos en la posibilidad de que Deegan volviera a
la casa. Cuando volvió, se sentó a la mesa y comió como

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siempre, preguntando si había más. Martha esperó la san-
gre, pero al noveno día de la fecha en que tenía que venir,
se rindió e invitó a los vecinos, y les contó una historia, sa-
biendo cómo terminaría la noche. Esa parte no fue fácil.
Pero todo eso formaba parte del pasado. Ahora, su hija
está sentada sobre la tierra otoñal, mirando adentro de la
boca del perro.
–Tiene una mancha negra en la lengua, mami.
No podía dudarse de que era una niña extraña. La hija
menor de Martha organiza funerales para mariposas muer-
tas, se come las rosas y recoge renacuajos de las huellas
dejadas por el ganado y los libera para que les crezcan las
patas en las charcas.
–¿Es varón o nena?
Martha hace que el perro se ponga de espaldas.
–Es varón.
–Voy a llamarlo Judge.
–No te encariñes demasiado.
–¿Qué?
–Bueno, ¿qué pasa si alguien quiere que se lo de-
vuelvan?
–¿De qué estás hablando, mami?
–No sé –dice Martha.
Arroja lo que queda de centeno al piso y entra para
escurrir las papas.
Mientras los Deegan comen, Judge explora el patio.
No hay duda de que el lugar está bien. Hay un tambo
cuyo acero le devuelve su reflejo, un gallinero vacío con
un último huevo y un granero lleno de heno. Recorre el
sendero, orina sobre los troncos de los robles, caga y patea
las hojas caídas. La urgencia por rodar en la bosta de las
vacas es casi irresistible, pero esta es la clase de casa don-
de tal vez dejen que el perro duerma adentro. Se queda un

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buen rato observando el humo, considerando sus circuns-
tancias. O’Donnell debe andar por ahí, buscándolo. Judge
levanta un pedazo de turba y se lo lleva adentro de la casa.
Los Deegan, que están comiendo en silencio, lo observan.
El perro deja caer la turba dentro de la canasta que está al
lado del hogar y, antes de que puedan pronunciar palabra,
sale en busca de más. No para hasta que la canasta está llena.
Los Deegan se ríen.
–Ver para creer –dice Deegan.
–¿Dónde lo encontraste? –pregunta Martha.
Deegan la mira y menea la cabeza.
–¿Encontrarlo? Se lo compré a uno de los ingenieros
forestales.
La niña le da a Judge una porción de torta de cumplea-
ños y pisa manteca en las sobras de las papas para darle de
comer en el umbral.
Mientras están en el patio, ordeñando, Martha sale.
La noche es agradable. En el cielo, unas pocas estrellas
tempranas brillan por cuenta propia. Observa al perro la-
miendo el bol limpio. Está segura de que ese perro le va
a romper el corazón a su hija. Su deseo de echarlo es más
fuerte que cualquier emoción que haya sentido en los últi-
mos tiempos. Mañana, cuando la niña esté en la escuela, se
deshará de él. Lo llevará bosque arriba, le lanzará piedras
y le dirá que vuelva a su casa. El perro se lame los labios y
se queda mirando a Martha, agradecido. Le apoya la pata
encima de la rodilla. Martha lo mira y le llena el bol de le-
che. Esa noche, antes de irse a la cama, encuentra un viejo
edredón y le hace una cama al perro debajo de la mesa, de
modo que nadie vaya a pisarle la cola.
Judge está echado en su nueva cama, rueda sobre su
lomo y observa los cajones que hay debajo de la mesa.
Es un tipo de casa diferente, pero Deegan lo venderá tan

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pronto como se presente la oportunidad. A la mujer la
entiende: es solo la perra protectora preocupada por su
cachorro. El hijo mayor es muy reservado. El olor del mu-
chacho del medio no se parece a nada con lo que antes se
haya topado. Es algo que se aproxima a la ambrosía, más
cercano a una planta que a un animal, como las raíces de-
bajo de las cuales enterraste algo. Receloso de ese extraño
lugar, Judge lucha contra el sueño tanto como puede, pero
la oscuridad de la cocina y el calor del fuego no se parecen
en nada a las comodidades que antes conoció, y su voluntad
de permanecer despierto pronto se desvanece. Dormido,
vuelve a soñar con encontrar leche en una segunda teta. Su
madre fue campeona de cobradores en el Tinahely Show*.
Solía lamerlo hasta dejarlo limpio, cargarlo para cruzar los
arroyos, orgullosa de que él fuera suyo.
A la mañana siguiente, el lelo, quien duerme a las horas
más extrañas, es el primero en levantarse. Judge se despierta,
se estira y sigue al muchacho hasta el cobertizo. Traen ramas
secas y el muchacho, sabiendo que Judge espera eso, se
esfuerza para encender el fuego. Dispone las ramas sobre
las cenizas del día anterior y sopla sobre ellas. Sopla hasta
que la ceniza vuelve grises sus rostros. Cuando la niña des-
ciende, no se ríe de su hermano; sencillamente se arrodilla
y, con su voz de maestra, le muestra cómo debe hacerse.
Retuerce lo que queda del diario del domingo, levanta la
madera seca y enciende un fósforo. El muchacho la mira
intrigado. La extraña llama azul se hace más grande, cam-
bia y, en cierto momento, se convierte en fuego. Hay algo

* N. del T.: El Tinahely Agricultural Show es un festival de vera-


no que tiene lugar en County Wicklow todos los meses de agosto y
que involucra distintas actividades, entre las que destacan las destrezas
equinas y los concursos de perros.

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en ello que lo hace feliz, que lo maravilla. Él tiene la capa-
cidad de maravillarse, ve la mayor trascendencia en co-
sas comunes que otros desestiman, simplemente porque
suceden a diario.
Cuando Martha baja, la puerta está abierta de par en
par y no hay señal del perro. La noche anterior, ella deseó
que huyera de algún modo. Entra un viento frío. Ella cierra
la puerta y se mete en el lavadero para llenar la tetera. Allí,
en la pileta, está el perro y sus dos hijos menores, con ta-
zas de la mejor porcelana de Deegan, le están sacando del
lomo el agua con jabón. En realidad, no le importa, pero
la niña la ve y Martha se siente obligada a regañarlos.
–¿Acaso les dije que podían lavar a ese perro aquí?
–No dijiste nada sobre Judge.
–Judge. ¿Así se llama?
–Así le puse ayer.
–No vuelvas a bañarlo otra vez en esa pileta. ¿Oíste?
–Es mi regalo de cumpleaños. Al menos papi me compró
un perro. Tú no me compraste nada.
–¿Estás celosa? –pregunta el muchacho.
–¿Qué dijiste? –pregunta Martha.
–¿A quién le importa? –dice el chico. Es una frase que le
oyó usar a un vecino y que cree que vale la pena repetir.
–A mí –dice la niña, buscando más agua.
Martha toma el té afuera, en el patio, donde las cosas
siempre se ven un poco más fáciles. Mira hacia el sendero.
Los robles ahora parecen estar perdiendo las hojas muy
rápido. Bebe el té, saca la traba de la puerta del gallinero y
la abre totalmente. Sus gallinas salen en tropel, en un revue-
lo de plumas rojas y polvo, corriendo hacia la comida y el
aire. Martha se agacha y busca huevos en sus nidos.
Vuelve a entrar para preparar el desayuno, sintiéndo-
se una traidora. A menudo se siente una traidora por las

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mañanas. Desea que su marido e hijos se vayan todo el día.
Siempre, una parte de ella anhela la soledad que le permitirá
a su mente calmarse y que sus recuerdos surjan.
Observa cómo los huevos, en una sartén caliente, se
van poniendo blancos y consistentes. Nunca fue capaz de
comerlos. Esta mañana vuelve a desear hígado de oveja o
un riñón. A ella siempre le gustaron esas cosas, pero Dee-
gan no lo acepta. ¿Qué pensarían los vecinos? Los Deegan
solo comen lo mejor, y él no ve a su mujer ante el mostrador
del carnicero, pidiendo hígado. Ella está ahí, con su delan-
tal, un martes y deseando haberse casado con otro hombre,
un dublinés quizás, que se fuera caminando hasta lo del
carnicero y le comprara lo que ella quisiera, un hombre que
pudiera no preocuparse de lo que piensan los vecinos.
Con la sartén chisporroteando, sale y grita lo más fuerte
que puede. La desesperación que hay en su voz viaja a lo lar-
go del valle de Aghowle, y el valle le devuelve sus palabras.
–Dios mío –dice Deegan, cuando regresa de ordeñar–,
tendremos suerte si no viene toda la parroquia.
Los Deegan comen y, con los estómagos llenos, cada
cual emprende su camino. El hijo mayor pedalea hasta
la Escuela de Oficios. Acaba de cursar el primer año y
luego se hará aprendiz con su tío, el yesero que vive en
Harold’s Cross. El lelo va al salón de las visitas, se arro-
dilla y se pone a trabajar en su granja. Hasta ese momen-
to, ha construido un límite con piñas secas y marcado los
campos. Ese día comenzará con la vivienda. Antes de que
termine la semana, la habrá techado. Judge acompaña a la
niña por el sendero hasta el bus escolar. Cuando vuelve,
Martha pone la sartén sobre el piso de la cocina y lo mira
mientras la lame. Sin más que pasarle el trapo, la vuelve a
colgar de su gancho. Que se enfermen todos, piensa. No
le importa. Algo tiene que pasar.

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Lleva a Judge al bosque. El sol pega contra el avellano.
Son casi las diez. Para ese entonces, Martha puede decir la
hora sin siquiera mirar el reloj. El cielo azul derrama lluvia.
Hay cosas que jamás entenderá. ¿Por qué el sol invernal
es más claro que el de julio? ¿Por qué el padre de la niña
nunca escribió? Esperó demasiado. Sacude la cabeza ante
la absurda parte de sí misma que nunca se dio por vencida,
y se guarece, por un rato, debajo del castaño.
Judge está contento de no poder hablar. Nunca enten-
dió la compulsión humana por la conversación: cuando
habla, la gente dice cosas inútiles que rara vez mejoran sus
vidas. Sus palabras los entristecen. ¿Por qué no dejan de
hablar y se abrazan? Ahora la mujer llora. Judge le lame la
mano. Hay rastros de grasa y manteca en sus dedos. Deba-
jo de ese olor, el olor de ella no es como el de su marido.
Mientras el perro le lame la mano, el deseo que Martha
tenía de hacer que se fuera se evapora. Ese deseo era del
día anterior, se ha convertido en otra cosa más que nunca
será capaz de hacer.
De vuelta en la casa, se pasa espuma por los antebra-
zos y se los afeita, se corta las uñas de los pies, se cepilla el
cabello y se lo ata en un nudo húmedo en la nuca, como
cuando va a algún lado. Acto seguido, está en su bicicle-
ta, pedaleando debajo de la lluvia, camino a Carnew. En
Darcy’s se compra una blusa azul intenso de confección,
cuyos botones parecen perlas. No sabe por qué la com-
pró. Será un desperdicio en Aghowle. La usará para la
misa del domingo y la mujer de otro granjero se le acer-
cará en el mostrador del carnicero y le preguntará dónde
la compró.
Cuando regresa, vuelve a ponerse la ropa vieja y sale a
ver a las gallinas. A Jimmy Davis le robaron tres corderos,
y últimamente ella tiene miedo.

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–¡Cocococó! ¡Cocococó! –grita Martha, golpeando
el balde.
A su llamada, las gallinas acuden, desconfiadas como
siempre, cruzando la cerca. La mujer las cuenta, las llama
por sus nombres y se siente aliviada. Luego, está arrodi-
llada, arrancando hierbajos de los canteros de flores. Para
entonces, todas las flores se han marchitado, aunque no
hay escarcha por las mañanas. La sombra de la escoba se
inclina sobre el segundo cantero. Son casi las tres. Pronto,
los chicos habrán vuelto a casa, hambrientos, preguntando
qué hay de comer.
Mientras reaviva el fuego, llega Judge y le pone una pata
en la pierna. Menea la cola. Le apoya la pata varias veces
antes de que Martha advierta que trae algo en la boca. La
mujer se acuclilla y abre la mano. El perro deja caer algo
sobre su palma. La mano sabe lo que es, pero ella tiene que
mirar dos veces. Es un huevo cuya cáscara no está rajada.
Martha se ríe.
–¿De verdad eres un perro?
Martha le sirve leche de la olla y le dice que la niña
pronto volverá a casa. Van por el sendero a buscarla. Ella
desciende del bus escolar y les cuenta que resolvió un pro-
blema de palabras en matemática, que hace mucho Cristina
Colón descubrió que la tierra era redonda. Dice que permi-
tirá que el primer ministro se case con ella y luego cambia de
opinión. No se casará, pero se hará capitana de un barco.
Se ve a sí misma, de pie, sobre el puente, con una tormenta
que hace que su limonada se salga de la taza.
De vuelta en casa, el hijo lelo sigue adelante lo más
bien. En el salón, plantó robles con hojas de papel made-
ra para proteger su vivienda. Al muchacho le gusta estar
solo y no le preocupa el hecho de que la gente se olvide
de que está ahí.

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El hijo mayor vuelve de la Escuela de Oficios apestando
a cigarrillo. Martha le dice que se lave los dientes y sirve la
cena. Luego, sube. Tiene cosas en qué pensar. Lo que pien-
sa no es nuevo. Saca su vestido de novia del ropero, abre
la costura y mira el dinero. No tiene que contarlo. Sabe
cuánto hay allí. Hasta ese momento, quinientas siete libras
que ha ahorrado, mayormente de los gastos de la casa, al no
haberlos destinado a comida. Ya no es cuestión de tal vez o
por qué. Ya ha decidido exactamente cuándo partirá.
Deegan llega a la casa más tarde que de costumbre.
–Habría que vigilar al tipo nuevo. Si uno no lo vigilara,
ya se habría ido para las tres.
Deegan come todo lo que le pongan delante, se levan-
ta y enfila para el tambo. Las vacas ya están en el portón,
mugiendo.
Esa noche él se va temprano a la cama. Le duelen las
piernas de caminar por los empinados plantíos y tiene los
pies fríos, pero antes de que pueda darse vuelta, ya está
dormido. Entonces sueña que está debajo de los robles.
En el sueño no es otoño, sino un hermoso día estival.
Una ráfaga de viento sopla desde el valle. Es tan fuerte
y repentina que, venga de donde venga, asusta a Deegan
y los robles se estremecen. Las hojas empiezan a caer.
Todo parece equivocado, pero, cuando Deegan mira ha-
cia abajo, alrededor de sus pies hay billetes de veinte li-
bras. Hacia el final del sueño, es como un niño que tra-
ta, sin demasiado éxito, de atrapar esos billetes. Al final
tiene que traer una carretilla. La llena hasta el borde y la
empuja todo el camino hasta Carnew. Mientras recorre
los caminos, los vecinos salen y se quedan mirando. La
envidia que hay en sus ojos es inconfundible. Algunos
billetes caen revoloteando de la carretilla, pero no le im-
porta: tiene más que suficiente.

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Cuando se despierta, se levanta, va hasta la ventana y
mira los robles. Allí están, como siempre, en la oscuridad.
Deegan se rasca la barba y repasa su sueño. Soñar se ha
transformado en la cosa más parecida a tener alguien con
quien hablar. Mira a Martha. Su mujer se duerme ensegui-
da, los pálidos pechos apretados contra el algodón fino de
su camisón. Le gustaría despertarla y contarle su sueño. A
veces le gustaría sacarla de ese lugar y contarle lo que tiene
en mente y volver a empezar.

Ese invierno templado, llega la Navidad. La escarcha


es frágil, los pájaros están confundidos. Para ese entonces,
el pelaje de Judge está inmaculado y su sombra, nunca de-
masiado lejos de la niña. El humor de Deegan mejora por-
que ha trabajado más horas y atrapado ladrones robándose
árboles de Navidad. El Departamento Forestal le ha dado
una bonificación, que él gasta en nuevas tablas para el techo
de la casa. A lo largo de las vacaciones, mide y serrucha,
martilla y pinta. Cuando ha terminado con la última capa
de barniz, lleva a Martha a la ferretería y le dice que elija
un empapelado para la cocina. Ella lleva unos rollos que
representan madreselvas, cuyo diseño es poco económico
y difícil de combinar.
Esa Navidad, los vecinos van a la casa y observan cómo,
cada vez que van de visita, la casa ha mejorado.
–Oh, una casa vieja es difícil de mantener –protesta
Deegan–. Uno puede pasarse toda la vida haciéndolo, sin
notar la diferencia –agrega, pero se ve que está contento, y
la cerveza corre.
–Es fácil, sabiendo que hay una buena mujer detrás de
uno –dicen–. Donde hay una mujer hay un hogar.
–Eso es muy cierto.

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Martha no dice nada. Sonríe y bebe dos grandes whiskies
calientes, pero, a pesar de que tratan de convencerla, se
niega a contar una historia.
Para Navidad, la niña recibe un disco de Abba, que
pone dos veces seguidas y se aprende de memoria. “Water-
loo” es su canción favorita. Santa Claus baja por la chime-
nea y deja una bicicleta de segunda mano para el hijo del
medio. Él esperaba maquinaria para su granja: una rastra
para cargar el trigo temprano o una cosechadora, para su
remolacha azucarera casi lista para la fábrica. A veces de-
sea que llueva. Sus hojas, que hizo con gomas de bicicleta,
parecen secas y no están creciendo.
El mayor va a Dublín para las vacaciones. Deegan le
da un poco de dinero, de modo que no tenga que pedirle
nada a sus tíos. No importa que la mente del muchacho
esté en la ciudad. Deegan le legó el lugar y sabe que algún
día Aghowle lo traerá de vuelta. A su mujer le obsequia un
costurero, y con dinero de los huevos, Martha le compra a
su marido un par de pantuflas escocesas de Clark’s.
La noche de Saint Stephen, un zorro llega al patio. Jud-
ge puede olerlo, detecta su orín en el barril, por debajo de
la puerta antes de que el animal llegue al gallinero. Judge
se levanta, pero la puerta tiene puesta la traba. Sube y tira
del edredón de la niña hasta sacarlo de la cama. La niña se
levanta, lo mira y despierta a su madre. Martha oye la con-
moción en el gallinero y sacude a Deegan, quien baja en
pijama y carga el arma. Crece la excitación del perro. No
sabía que Deegan poseía un arma. Ambos corren al patio.
Hay una luna blanca, que desgarra las nubes con su luz.
El gusto en la lengua de Judge es picante como mostaza,
pero llegan demasiado tarde: la puerta del gallinero está
entreabierta y el zorro se escapó. Mató dos gallinas y se
llevó una tercera. Los pollitos parecen enloquecidos. En el

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caos, siguen buscando, pero cada ala que encuentran no es
la de su madre. Judge se queda mirando a Deegan, pero lo
único que este hace es disparar algunos tiros al aire, como
si fueran a hacerle alguna diferencia al zorro.
A la mañana siguiente, el guardabosques sale a des-
plumar las gallinas. Levanta la vista hacia el clavo donde
las colgó, pero allí no hay nada, apenas lo que queda del
cordel de embalar del que las colgó. Martha ya está ente-
rrándolas en el jardín. Tiene los ojos rojos.
–Qué desperdicio –dice Deegan y sacude la cabeza.
–Qué mal que estaríamos, si tuviéramos que comernos
a Sally y a Fern. Desentiérralas. Cómetelas. Haré la salsa.
–Nunca, en tu vida de casada, hiciste salsa.
–¿Sabes qué, Victor Deegan? Tú tampoco.
Las noches entre Navidad y Año Nuevo son largas.
El lelo, con trocitos de las tablas para el techo, construye
establos para su granja, en la que va avanzando. La niña
escribe sus objetivos y con esa capacidad de asombro de
su hermano lee el capítulo titulado “Reproducción” en el
nuevo libro de biología del mayor. Aghowle apesta a bar-
niz y no queda demasiado dinero. Deegan está intranqui-
lo. Sigue teniendo el mismo sueño: cada noche se mete la
mano en el bolsillo y ahí, la billetera, repleta con todo el
dinero que se ganó en la vida, está cortada en dos. Todos
los billetes están cortados por la mitad y no puede con-
vencer ni al comerciante ni al empleado del banco de que
son auténticos. Hacia el final, todos los vecinos están ahí,
riéndose, diciendo que ahora ya no habrá mejoras.
También sueña otro sueño extraño; con que vuelve a casa
atravesando el anochecer azul y se siente angustiado porque
no ve nada de humo, entra y la casa está vacía. Hay una nota
que lo pone triste por un rato, pero la tristeza no dura y, fi-
nalmente, vuelve a ser un jovencito, de rodillas, encendiendo

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el fuego. Después de este sueño se despierta y, en una ten-
tativa de lograr intimidad, se lo cuenta a su esposa.
Martha, todavía medio dormida, le dice “¿Por qué te
dejaría?”, y se da vuelta.
Deegan se endereza. Qué cosa extraña para decir. Jamás
pensó que ella lo dejaría, jamás tal cosa se le cruzó por la
mente. Esa noche la casa misma parece extraña. Las rosas
de Martha, con el paso de los años, se fueron trepando a las
paredes y, con el viento, raspan las ventanas. En la escalera,
tiembla como agua una sombra verde. Crispado, Deegan
baja a tomar un trago. Algún día todo se habrá terminado.
Le devolverán la escritura, comprará una caja fuerte y la en-
terrará debajo de los robles. Sin tener que preocuparse por
Aghowle, su futuro será como una mano abierta. Martha, la
madre de sus hijos, será feliz, porque habrá noches en casas
de huéspedes y ropas flamantes. Viajarán por el oeste de
Irlanda. Ella comerá hígado con cebolla para el desayuno.
Caminarán nuevamente por una playa cálida y Deegan no
se preocupará por la arena debajo de sus pies.
Bebe el trago en el salón. El perro está echado sobre la
alfombrilla del hogar, absorbiendo lo que queda de calor.
Deegan nunca encontró a nadie que se lo comprara. El
perro lleva un abrigo de terciopelo rojo que Martha, para
complacer a la niña, ha cosido durante las vacaciones. Su
mujer le ha puesto una cremallera en el vientre y le ha re-
cortado las mangas. Deegan menea la cabeza. En todo el
tiempo que llevan juntos, ni siquiera le ha cosido un parche
en los pantalones.
Abre el libro de contabilidad y le echa un vistazo a las
cuentas. El precio de los manuales escolares está fuera de
proporción. El termostato del refrigerador deberá ser reem-
plazado. Hay un seguro de la casa que renovar, pero puede
dejar eso por un tiempo más porque tiene que pagar los

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impuestos del auto. Saca el total de sus ingresos y de sus
egresos, se sienta y aspira. La primavera será mala, pero él
tendrá cuidado y la pasará como siempre lo hace. Algo que
los vecinos no pueden decir es que Victor Deegan es un mal
sostén. No hay el menor indicio de haraganería en la cabeza
de ese hombre. Cincuenta y nueve pagos más. Hace la cuen-
ta mentalmente. Cinco veces doce da sesenta. Le tomará casi
cinco años, pero ¿acaso los años no pasan de todas maneras?
Deegan vuelve a mirar los números, suspira.
El muchacho, quien durante todo ese tiempo ha estado
acostado adentro de su granero, mira.
–¿Es el dinero, papi?
–¿Qué?
–Mami dice que solo piensas en eso.
–¿Acaso lo sabe?
–Sí. Y dice que puedes coserte tu propio culo a los pan-
talones. ¿Por qué te coserías el culo a los pantalones?
–Cuidado con lo que dices –dice Deegan, pero de todos
modos se ríe. El muchachito, como muchas otras cosas de
la vida, ha sido una decepción. Se levanta y abre las cortinas.
El cielo se ve claro; la luna, cambiante. Ese año el acebo fue
rojo con bayas. El guardabosques pronostica un mal año y
vuelve a cerrar las cortinas. Sobre el aparador están los cua-
dernos de la niña, con el nombre escrito prolijamente en las
portadas. Victoria Deegan. El nombre de la niña le produce
orgullo; se parece tanto al suyo. Por la espalda le sube un
escalofrío. Trata de no pensar en nada, pero en lugar de ello
piensa en Martha, diciéndole “No te abandonaré”.
Con cuentas, uniformes escolares y el tácito deseo de
irse de su mujer, comienza otro año. El deseo de abando-
narlo que siente Martha disminuye cuando la gripe le nu-
bla la mente y vuelve casi inmediatamente cuando ella se
siente bien otra vez. Judge sigue a la niña a todas partes.

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Una noche prepara un baño sin haber trancado la puerta.
El perro mira por encima del borde de la bañera y olfatea
el agua. Huele raro, pero está caliente, y antes de que la
niña advierta lo que está haciendo, está al lado de ella.
En enero, los negocios de Dublín promocionan sus
ventas. Martha toma el bus hasta O’Connell Street, pero no
pasa cerca de los negocios. Deja atrás las tiendas Clery’s,
sigue, cruza el Liffey y termina en un cine de D’Olier
Street, comiendo dulces y llorando, mientras en la panta-
lla pasan una tragedia relacionada con una muchacha ir-
landesa que partió a los Estados Unidos. Martha vuelve
con su hijo mayor y barritas de regaliz, desilusionada con
su idea de irse. ¿Adónde se iría? ¿Cómo ganaría dinero?
Recuerda la frase “más vale malo conocido” y se pone de
mal humor. Deegan lo atribuye al hecho de que ella esté
atravesando ese cambio que hay en la vida de las mujeres,
y no dice nada. Ha empezado a estar muy preocupado por
su esposa y, para sentir algún tipo de ternura, a menudo
sienta a su hija en sus rodillas.
–Pichona –le dice–. Mi pichona.
Un viernes a la noche, cuando se siente deprimido,
apretado de dinero, Deegan va hasta la casa de los vecinos
a jugar a las cartas. Piensa que ver a los vecinos y jugar a
las cartas puede levantarle el ánimo, pero cuando está ahí
no puede concentrarse. Después de cinco partidas, ha per-
dido lo que normalmente duplica en una noche, y enton-
ces se levanta para irse. Los vecinos hacen todo lo posible
para que se quede, pero Deegan insiste en irse, y les desea
buenas noches.
Cuando está llegando a su auto, un extraño que sostie-
ne sus cartas cerca del pecho se le acerca.
–Entiendo que tiene un perro para vender.
–¿Un perro? –dice Deegan.

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–Sí –dice el hombre–. Un perro de caza. ¿Todavía lo
conserva?
–Bueno, sí –dice Deegan, poniéndose inmediatamente
a la defensiva, pero se recobra rápido–. Lo compré el sep-
tiembre pasado, pero tengo poco tiempo para cazar y es
una lástima verlo desaprovechado.
Deegan continúa describiendo al animal. Empieza a
hablar con soltura sobre faisanes y sobre cómo su perro
puede hacer que levanten vuelo, cómo la sopa hecha con
faisán tiene un sabor más fino que cualquier otra que uno
pueda encontrar en un hotel. Habla de la canasta de turba
y de cómo nunca está vacía desde que el perro llegó a la
casa. Apenas menciona la turba, el hombre se sonríe, pero
Deegan no lo nota, porque recuerda a la niña el día de su
cumpleaños y que ahora ella y el perro se bañan en la misma
agua. Pero es demasiado tarde para volverse atrás.
–¿Cuánto estaría pidiendo?
–Cincuenta libras –dice Deegan. Es un precio extra-
vagante (sería una suerte tener la mitad de eso), pero el
hombre no se mosquea.
–Si es lo que usted dice, podría estar interesado. ¿Cuándo
puedo verlo?
Deegan duda.
–Déjeme pensar…
–¿Le viene bien ahora mismo?
–¿Ahora? Bueno, supongo que sí.
–Bien. Entonces lo sigo.
Esa noche, Judge reconoce a O’Donnell antes de que
este atraviese la puerta. Siempre avanza primero con el pie
malo y el pie siempre duda antes de cruzar la puerta. Si la
mente de Judge alberga la menor duda, esta se desvanece
cuando percibe el olor del cazador. Es una mezcla de forraje
fermentado y algún tipo de fijador que usa para mantener

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el cabello en su lugar. Deegan entra primero. Judge salta y
rasga su abrigo de terciopelo con la punta del sillón.
–Bueno, aquí estás con tus mejores galas –dice O’Donnell
y se empieza a reír.
Deegan, sintiéndose ligeramente incómodo, también
se ríe.
–Es solo algo que la niña le puso.
Judge hace lo que puede para escapar, pero cada puerta
de salida de la cocina está cerrada y es solo una cuestión de
tiempo antes de que los dos hombres lo atrapen y lo pon-
gan, gimoteando, en el baúl del auto de O’Donnell.
–Ya está –dice Deegan. Es todo lo que puede hacer para
no darle la mano–. No lamentará haberlo comprado.
–¿Comprado? –dice O’Donnell–. ¿Alguna vez escuchó
que un hombre comprara a su propio perro?
Cuando Deegan observa las luces traseras surcando el sen-
dero, trata de no pensar en la niña con su vestido amarillo,
agradeciéndole. Trata de no pensar en ella, sentada sobre sus
rodillas. Se dice que no importa, que no hay nada que él hu-
biera podido hacer. Cuando se da vuelta para entrar, algo se
mueve arriba. Mira. Martha está en camisón, observando des-
de la ventana de su dormitorio. Ella levanta la mano y Deegan,
sintiéndose sorprendido, levanta la suya. Tal vez una parte
de ella está contenta de que el perro se haya ido. Mientras él
está parado ahí observando, la mano de su mujer se cierra en
un puño y el puño tiembla. Entonces todo sale a la luz.
Inútil decir que, a la mañana siguiente, la niña se pre-
gunta por qué Judge no la despierta.
–¿Dónde está Judge? –pregunta cuando baja. Mira a
sus padres. Deegan está sentado en la cabecera, tratando
de untar con manteca dura una rebanada de pan blanco. La
madre de la niña sostiene una taza de té negro contra los
labios, mirando fijo a su marido a través del vapor.

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–Pregúntale a tu padre –dice Martha.
–Papi, ¿dónde está? –dice la niña. Tiene la voz que-
brada.
Deegan tose.
–Vino a buscarlo un hombre.
–¿Qué hombre?
–Su dueño. Vino a buscarlo su dueño.
–¿Qué quieres decir con su dueño? Yo soy su dueña.
Tú me lo regalaste.
–En verdad –dice Deegan–, no. Lo encontré en el bos-
que y lo traje a casa. Eso fue todo.
–¡Pero Judge es mío! Tú me lo diste.
La niña sale corriendo y lo llama. Busca en el campo
y en todos sus escondites. “El tocador” donde él entierra
sus huesos, el túnel en el granero, la arboleda más allá de
los avellanos donde duermen los faisanes. Busca hasta que
asume el hecho de que el perro se fue y cambia su dispo-
sición mental. Su padre nunca la quiso, después de todo.
Decide que se escapará, pero descubre que ni siquiera es
capaz de ir a la escuela. Come poco más que un gorrión.
Para cuando ha pasado una semana, dejó de hablar. Cada
atardecer sale en su bicicleta llamándolo.
–¡Judge! ¡Judge! –se oye por toda la parroquia–. ¡Judge!
Deegan sabe que la niña se ha vuelto un tanto loca,
pero la niña lo superará. Solo es cuestión de tiempo. En
Aghowle, todo lo demás sigue más o menos igual: las vacas
bajan al portón para ser ordeñadas, la leche es puesta en
latas de la fábrica de productos lácteos y recogida. Las ga-
llinas de Martha picotean las semillas, entran para dormir
y ponen sus huevos. Se baja la sartén a la mañana tempra-
no, se la vuelve a poner en su gancho y se la vuelve a bajar.
Y los muchachos se pelean como siempre por lo que es y
lo que no es de ellos.

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A veces, sentado en el bosque, con su termo y sánd-
wiches, Deegan lamenta lo que pasó con el perro, pero la
mayor parte del tiempo no se le cruza por la cabeza. Las
consecuencias, no su origen, son las que más le duelen por-
que su esposa ya no le habla, ya no quiere dormir con él.
A veces Martha se ve a sí misma, esa mañana en el
bosque en que le arrojó piedras a Judge. El perro lleva la
cola entre las patas y se escapa. Se vuelve a mirar y ella
siente lástima, pero sabe que está haciendo lo que debe.
La mayor parte de su vida giró alrededor de cosas que
nunca sucedieron. Prepara tostadas con queso derretido,
pero la niña no las come. Martha se sienta en la cama de
la niña y trata de convencerla de que debería tener otro
perro, un cachorrito que fuera de su propiedad, un perro
al que pueda amar.
–Podemos fijarnos en el diario. Hay una camada a la ven-
ta fuera de Shillelagh. Jim Mullins los tiene. Lo querrías…
–¿Qué sabes tú de querer?
Es un golpe doloroso.
–Yo sé lo que es querer –insiste Martha.
–Ni siquiera quieres a papi. Lo único que les preocupa
a ustedes es el dinero.

Un atardecer, cuando Deegan va cruzando la colina, se


eleva más humo que el habitual. Deegan lo ve. De algún
modo casi lo ha sospechado. En el patio hay once autos
estacionados. Reconoce cada uno de ellos. Nunca han veni-
do tantos vecinos tan temprano. Está Davis, y Redmond. Y
Mrs Duffy, el “Evening Herald”. El cinco puertas granate
pertenece al cura.
Cuando Deegan atraviesa el umbral, un enorme fuego
lanza oleadas de calor por el piso de la cocina. Deegan,

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sintiendo que su ropa vieja es inadecuada, les desea las
buenas noches a todos y se saca el sombrero.
–¡Ah, el hombre en persona!
–¡Nada como el hombre trabajador!
–Victor, ¿tienes suficiente espacio para que te sirva la
cena?
–Los estamos importunando.
–Para nada, ¿acaso no los invité? –dice Martha.
Pone un plato caliente delante de su marido. Hay una
carne bien preparada, papas, cebollas y hongos asados. Un
bol de manzanas asadas rebosa de crema. Deegan se sienta a
la mesa, bendice la comida, levanta el cuchillo y el tenedor.
No sabe comer y ser hospitalario al mismo tiempo. No
hay señal de los niños. Su mujer está sirviendo la cerveza
negra y el Powers, sonriéndoles a los vecinos.
–¡Beban! –dice–. Hay mucho. ¿No les parece horrible
lo de ese jovencito Morrisey?
Su voz es extraña. Su voz no es la de siempre.
Los vecinos están allí sentados charlando, hablando
sobre el presupuesto, las golondrinas y la huelga de com-
bustible. Están entrando en calor, preparándose para una
noche entretenida. En la conversación, empieza a filtrarse
cierto chismorreo. Lo comienza Redmond, dice que fue
hasta lo de las hermanas Whelan para que, después de ha-
ber roto la manija de la suya, le prestaran una podadora y
las pescó comiendo de un mismo plato. “¡Moja el pan de
tu lado, Betty!”, dice, imitándolas. Hay un poco de risas
y, en la risa, un poco de amenaza.
El tendero les cuenta que llegó Dan Farrell y se comió
cinco bombones helados, ahí no más.
–¡Cinco bombones helados! ¡Qué corredera se habrá
pescado! Y entonces, cuando se enchastraba con el último,
¡me dice que se los anote en la cuenta!

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Martha sonríe. Parece sinceramente divertida. Busca
un paño, saca tartas y unas tortas decoradas. La masa está
dorada, los panecillos se han inflado.
–Miren esto –dice Mrs Duffy–. Ganarían un premio en
la televisión. Me hicieron creer que no los había horneado.
Martha los apila en las mejores bandejas de Deegan
y los reparte. Deegan se da cuenta de que está actuando.
Está actuando bien. ¿Acaso no creería todo el mundo que
todos los días son así? Las vacas están berreando en el
portón para que las dejen entrar, pero Deegan no puede
moverse. Todo en su cuerpo le dice que se levante, pero
su curiosidad es más grande que su sentido común. Cruza
las piernas y accidentalmente patea al muchachito que está
sentado, atento, en la vieja cama de Judge.
–Perdón –le dice.
Al oír su voz, los vecinos se dan vuelta, recordando
que está ahí.
Davis dice que caminó hasta Shillelagh, pero, para
cuando llegó, uno de sus pies le dolía terriblemente. Se
sacó la bota y ahí, en su interior, había una cuchara.
–No una cucharita, ¡sino una cuchara!
–¡No es cierto! –dice Sheila Roche. Es lo que siempre
dice después de oír algo en lo que no cree.
Tom Kelly dice que va a cerrar el tambo, que ordeñar
ya no da dinero.
–Los granjeros tienen los días contados –dice y menea
la cabeza–. ¿Acaso la leche no sigue costando lo que costaba
hace diez años?
El tema los mantiene entretenidos por un rato, pero
algo más tarde los asuntos de la granja pierden impor-
tancia y dejan de hablar. Hay algunos conatos de conver-
sación que se desvanecen porque nada resulta interesante
y terminan en silencio. Los vecinos se sirven más bebidas

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y empiezan a mirar a Martha. Se ponen silenciosos. Alguno
tose. Davis cruza las piernas. Dado que el cura está allí, se
le deja el pedido a él:
–He oído que usted cuenta muy bien historias, Mrs
Deegan –dice–. Nunca he tenido el gusto.
–Ah, padre, no es así –dice Martha.
–Sí. ¡Invéntanos una historia, Martha!
–Dios santo, nadie puede contarlas como ella.
–Lo que necesita es que la convenzan.
–Ah, no –dice Martha y traga lo que quedaba en su
vaso. Esa noche necesita un trago. Su madre siempre decía
que los del lado de su padre tenían sangre de trashumantes
y que esa sangre de gitanos los llevaría al camino. Más de
una vez la habían confundido con una gitana. Martha se
prepara, sabiendo la historia que contará. Es solo cuestión
de decidir dónde, exactamente, debería comenzar.
–Ah, ya las han oído todas antes.
–¡Si no nos cuentas una historia, nos iremos todos a
casa! –grita Breslin.
–Esa no es manera de persuadir a la mujer –dice el cura.
Martha se concentra en el cuarto. Sabe cómo hacer para
dar miedo. Se mira los pies y se concentra. Antes de que pue-
da comenzar, debe encontrar el aroma; cada historia tiene su
propio y particular aroma. Se decide por las rosas.
–Bueno, tal vez pueda contarles esta.
La mujer de Deegan se echa el cabello para atrás y se
humedece los labios.
–Ahora sí que estamos listos –dice Davis y se frota las
manos.
Ella vuelve a esperar hasta que el cuarto queda en silen-
cio. No tiene idea de lo que dirá, pero la historia está ahí,
lo único que tiene que hacer es desenterrarla y encontrar
las palabras.

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–Había una vez una mujer que tenía un trabajo con cama
en una casa de huéspedes al lado del mar –dice Martha–. No
era de ahí. Era una mujer de Bray que, buscando traba-
jo, había bajado al sur. La casa en la que trabajaba era un
bungalow nuevo y luminoso, parecido a esos que se ven
por Courtown. Nada lujoso, pero un lugar limpio y
ordenado. Mona era una mujer grandota, de piel suave.
Era alta y pálida, llena de pecas. La gente a veces la con-
fundía con una gitana, pero, a pesar de lo que pensaran, no
tenía ni una gota de sangre de ese origen. Era la hija única
de un cartero y bailar era una de las cosas que podía hacer
bien. Esa mujer podía contonearse en el reducido espacio
de una moneda de tres peniques.
–Un tipo de mujer encantador –dice Breslin en voz
baja, recordando algo propio.
–En todo caso, esa noche salió a bailar. Era verano, había
una gran multitud en el salón de baile. No estaba realmente
buscando un hombre, pero esa noche el mismo granjero se
la pasó invitándola a bailar. Era un tipo enjuto, con una gran
barba roja, pero bailaba bien. La llevaba por la pista del mis-
mo modo en que la lengua del gato se mueve en un platillo
de crema. Hablaban, pero el granjero no podía hacer otra
cosa que hablar de su granja. De los acres, de los árboles a lo
largo del sendero, de lo magnífica que era la casa. Hablaba
del nuevo tambo y del huerto y de los techos grandes y al-
tos. A falta de un mejor nombre, voy a llamarlo Nowlan.
”Este Nowlan le preguntó a la mujer si podría volver
a verla y ella le dijo que no, pero Nowlan no era el tipo de
hombre que acepta que le digan no. Siendo hijo mayor, es-
taba acostumbrado a hacer las cosas según su deseo. Siguió
a la mujer de aquí para allá. Cuando ella quería cenar, ahí
estaba él, mirándola por la ventana. Acosó a la mujer y la
mujer se rindió. Si es que saben a qué me refiero, al final

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era más fácil ser su novia que no serlo. Pero a su manera
él era bueno: le pagaba tazas de té y escones, nunca dejaba
que ella hiciera el menor gasto. Y siempre bailaban.
”Bailaban foxtrots y cuadrillas y valses, como si se
hubiesen criado sobre la misma pista, pero en su corazón
Mona no estaba prendada de él. Él olía raro, como a peras
próximas a pudrirse. Su transpiración era profusa y dul-
zona. En realidad, ya no era ningún jovencito. Todo esta-
ba bien cuando bailaban, pero tan pronto como la banda
se interrumpía y él apoyaba los labios sobre los de ella, la
mujer sabía que la pareja no combinaba. Pero como toda
mujer ella quería algo propio. Pensó en vivir en el lugar
que Nowlan le había descrito. Podía verse a sí misma
afuera, debajo de los árboles, sentada a la sombra en un
banco, leyendo el diario, un domingo después de misa.
También podía ver un hijo jugando en el fondo, golpean-
do dos tapas de cacerola como lo hacen los niños.
”Una noche, Nowlan le pidió que se casara con él.
‘¿Considerarías casarte conmigo?’ Le dijo eso con la luz a
sus espaldas, de modo que ella no pudo verlo debidamente.
Estaban cerca del mar. Mona podía oír las olas golpeando
contra la playa y a los niños gritando. Era el final del verano.
La mujer no quería realmente casarse con él, pero ya no era
tan joven y sabía que, si se negaba, tal vez esa proposición
fuera la última.
–Ahora estamos yendo al grano –dijo Redmond.
–Bueno, para abreviar…
–Pero ¿qué apuro hay? –dijo el cura–. Si es una historia
larga, no hay que abreviar.
–¿No es eso exactamente lo opuesto de lo que decimos
de sus sermones? –dice Davis, achispado. Se había apode-
rado de la botella de whiskey, y se servía las medidas más
grandes mientras todavía había.

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El cura alzó un hombro y lo dejó caer.
–Mis historias no tienen ni punto de comparación con
sus sermones, padre –dice Martha y mira a Deegan. Los
brazos de su esposo están congelados sobre su pecho. Ella
ve al muchachito debajo de la mesa, pero ya es demasiado
tarde para echarse atrás. Recuerda a la niña y el informe
que recibió de la escuela, y prosigue.
–Bien, esa mujer, Mona, aceptó la proposición. Se casó
con ese hombre y se fue a vivir a la granja. Por todo lo que
él le había dicho, pensaba que el lugar sería una mansión,
de modo que, cuando cruzó la puerta, el impacto que re-
cibió fue terrible. Lo único que se podría decir sobre esa
vieja casa es que no era húmeda. Nowlan tenía hacienda,
bien, y un tambo, pero el mobiliario estaba lleno de car-
coma y había cuervos anidando en las chimeneas. Hizo
todo lo posible por limpiar el lugar, pero cuando halló dos
pares de dentaduras postizas mezcladas con las cucharas,
se rindió. En su noche de bodas, sintió que los resortes de
la cama atravesaban el colchón como pecados mortales. Y
eso era lo único que podía hacer a veces para no llorar.
”Nowlan se la pasaba todo el día y la mitad de las no-
ches en los campos. Ya ven, tan pronto como la conquistó,
le prestaba poca o ninguna atención. La mayor parte del
tiempo no estaba. Mona no siempre sabía cuándo se iba.
No es que ella pensara que había salido con otras mujeres.
Lo había visto mirar a otras mujeres durante la misa, pera
sabía que, salvo a ella, nunca había tocado a ninguna. Si
hubiera tocado a otra mujer, los vecinos se habrían ente-
rado. Todo el mundo lo sabría y Nowlan, por encima de
todo, les temía a los vecinos.
”Cada noche llegaba quejándose de que tenía hambre
y esperaba la cena. A Mona no le preocupaban demasia-
do la comida o sus detalles, pero siempre tenía un puñado

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de papas con carne o un guiso. Pasaron unos pocos años
y todavía no había el menor signo de hijos. Los vecinos
empezaban a preguntar. Empezaron a hablar. Hubo una
serie de comentarios; algunos de ellos, observaciones obs-
cenas. Un hombre, un comerciante, le preguntó a Mona
dónde se habían conocido, y cuando ella le respondió, él
le dijo: ‘¿No es haber ido demasiado lejos por un hombre
mal equipado?’. Algunos empezaron a sentir lástima por
Nowlan. Y Nowlan, enterado de lo que la gente andaba
diciendo, empezó a sentir lástima de sí mismo porque –y
discúlpeme, padre– pensaba, como muchos hombres que
no han tenido hijos, que su semilla caía en tierra mala. Na-
turalmente, culpaba de eso a su mujer, sin importar cuántas
veces habían…
–Me parece que no debe de haber nada peor que estar
casado y no ser capaz de tener un hijo –dice Mrs Duffy–.
Desde que nació el mío, a menudo he pensado que es una
bendición.
–Y lo es –dice Sheila–. ¿Acaso no tienes al chiquillo
más lindo que haya cruzado las puertas de la capilla?
–Ah, pero no es eso lo que decía.
–Igual es la verdad.
–¿Quieren callarse? –dice Davis–. ¿Por qué no se callan
todas y dejan que la mujer cuente? He estado esperando
que cuente esto.
–Bueno, estaba haciendo una contribución.
–De eso se trata –dice Martha.
Martha vuelve a mirar a Deegan. Sus ojos le están pi-
diendo que se detenga. Ella baja la cabeza y espera que se
haga silencio para volver a levantarla y continuar. Ahora
está determinada. Pensó que contaría la historia disfrazán-
dola y que haría que el disfraz fuera lo más efectivo posible.
Ahora ya no está tan segura.

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–¿Por dónde iba?
–No la culparía por no saber por dónde iba –dice
el cura.
–Oh, sí –dice Martha, que sabe exactamente dónde
está–. Se habían casado. Habían estado casados por seis
años sin que hubiera señal de hijos y entonces, un buen
día, cuando Mona estaba sola, ¿quién llega a la puerta de
adelante con rosales? Un extraño. Mona nunca lo había
visto y no pensó que él se viera como ningún otro de esa
parroquia. Ese día, Nowlan había salido a comprar semillas
en la cooperativa y cada vez que iba a la cooperativa nunca
volvía rápido. Para entonces, Mona estaba un poco delgada.
Ahí, en la puerta de adelante, estaba ese vendedor…
–Oh, ¿qué era lo que vendía? –pregunta Davis en un
susurro.
–¿Quieres callarte, Davis?
Martha hace una pausa y deja crecer su enojo. Todos
lo sienten. Mrs Duffy la mira con simpatía, pero a Martha
la simpatía ya no le interesa.
–¡Rosas! –dice casi gritando–. Él vendía rosas. “¿Estaría
interesada en rosas?”, le preguntó. Era un tipo de buena apa-
riencia, alto y bien afeitado. No tenía la barba sucia que tenía
Nowlan y Mona tuvo la posibilidad de echarle una buena
mirada a la barbilla de él. Quería extender la mano y tocarle
la barbilla, pero él era muchos años menor que ella.
–¡Una criatura!
–¡Podría ser su madre!
–En la parte de atrás de su camioneta, el extraño tenía
todo tipo de rosales y árboles frutales, todo lo que existe.
Ella le compró todos los rosales y lo llevó adentro para
ofrecerle té. Mientras ella calentaba el jarro, él le preguntó
si era casada.
”–Sí, pero mi marido salió a comprar semillas.

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”–¿Qué? ¿No tiene sus propias semillas? –preguntó el
vendedor. Él estaba hablando de papas, pero entonces la
mujer se lo quedó mirando.
”–No –respondió ella con franqueza–. No tiene nin-
guna semilla propia.
”Lo dijo de tal modo que puso nervioso al vendedor.
Él se levantó y fue hasta la ventana. Le dijo que la horten-
sia de la mujer era la más azul que había visto en su vida.
Salió y tocó la flor. Fue el sol brillando sobre el hombre
que tocaba la hortensia lo que atrajo a la mujer. Cuando se
le acercó, la mano de ella tocó la garganta de él y entonces,
con el pulgar, él le acarició los labios. Comparada con la
de Nowlan, sus manos eran suaves.
”–Tus ojos son del color de la arena mojada –le dijo él.
Debajo de la mesa, el muchachito se concentra en las
palabras de su madre. Esta es un tipo de historia distin-
ta. Esa historia es lo que realmente sucedió, porque él se
acuerda del hombre y de la hortensia. Y además, están esas
cosas que su hermana le enseñó en Navidad, las cosas que
ella leyó en el libro de biología. Quiere que su madre con-
tinúe, que termine. Le gustan las personas en la cocina. Le
gustaría que pudieran estar así de felices todo el tiempo.
–La mujer plantó los rosales en el lado exterior de la
puerta de entrada –continúa Martha–. Esa noche, tarde,
cuando Nowlan volvió a casa le dijo que era una estúpida
por gastar todo el dinero.
”–¿Qué clase de mujer gasta todo el dinero en flores?
–dijo. Y no solo eso, sino que también la acusó de nunca
haberle preparado una cena decente–. Papas y calabaza no
es cena para un hombre que trabaja.
–Se la estaba buscando.
Deegan ya no aguanta más. Hay cosas que no necesi-
ta escuchar. Martha sacará lo del perro, la niña. Solo Dios

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sabe dónde se detendrá. Los vecinos escuchan de un modo
en que nunca antes escucharon, como si esa fuese la única
historia que ella les contó. Deegan se pone de pie. De in-
mediato, los vecinos se dan vuelta para mirarlo.
–No puedo escuchar más a esas pobres vacas mugiendo
–dice–. Tendrán que disculparme.
Los vecinos corren las sillas para abrirle paso. Las patas
de madera hacen ruido sobre el suelo a medida que lo dejan
pasar. Cuando llega a la puerta, él no sabe de dónde saca
la fuerza para correr el pestillo. Afuera, se las arregla para
cerrar. Se apoya contra la pared y hace lo imposible por no
escuchar. En lo profundo de su corazón, siempre supo que
la niña no era suya. Era demasiado extraña y encantadora
como para ser suya.
Oye por un rato la voz de Martha, tratando de no escu-
char las palabras. Pero no puede impedirse oír los detalles.
Se esfuerza para escuchar las palabras. Algo en la manera
en que se cuenta le hace saber que Martha es consciente de
que él está escuchando. Finalmente, oye a su hijo, el lelo, que
grita: “¡Mami tuvo un novio!”.
Los pies de Deegan lo llevan al patio, su mano se le-
vanta para encender luces y, de algún modo, una por una,
hace entrar las vacas en sus compartimientos, busca las
pezoneras y ordeña. No se toma su tiempo; tampoco se
apresura. Es meticuloso, eso es todo. Cuando está termi-
nando su trabajo, salen los vecinos. Se están yendo, pa-
san por la puerta de adelante. Él tenía otras ambiciones
para su puerta principal, pero ahora ya no. Saluda con
la mano a unos pocos que le responden, pero ninguno
dice nada.
Deegan se queda un buen rato en el tambo. Friega
los pasillos con el cepillo del patio, lava la bosta de los
compartimientos. Pone heno fresco en los comederos,

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reemplaza un eslabón flojo de una cadena. Hacía mucho
tiempo que quería hacerlo.
Finalmente, entra en la casa. Al fin y al cabo, es su casa.
Martha no se fue a la cama. Todavía está allí, sentada ante
el fuego. A su alrededor están las sillas vacías, los vasos
vacíos. Deegan mira debajo de la mesa, pero el muchachito
ya no está.
–¿Estás contenta ahora? –dice.
–Después de veinte años de casamiento, finalmente lo
preguntas.
–¿Era eso lo que querías?
Martha levanta un vaso de whiskey y se queda mirando
a su marido.
–Feliz cumpleaños, Victor –dice–. Qué cumplas mu-
chos más.

Un manto de silencio cae sobre la casa de Deegan. Ahora


que se ha dicho tanto, no queda nada que decir. Los vecinos
permanecen apartados. Deegan no va más a misa; ya no ve
razón de ir. Trabaja hasta tarde, come, ordeña las vacas y,
cada jueves, arroja el dinero sobre la mesa.
Martha ya no prepara el desayuno, pero a Deegan no le
importa. La niña vuelve a la escuela y, a pesar de que le va
bien, ya no es la misma. Ya no habla de ser la capitana de
un barco, o de casarse con el primer ministro. El lelo es el
único que es feliz. Ha convertido todo el salón de visitas
en una granja. Sus establos tienen pesebres, su cosechadora
está estacionada contra el zócalo. Los campos han ocupa-
do completamente el piso. En los bordes de su tierra, los
cortinados de nylon descienden como cortinas de lluvia.
Una noche, cuando está arreando su hacienda, el mu-
chachito oye algo del lado de afuera de la ventana. Es el

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viento que empuja los rosales. O tal vez es un ratón. El
muchachito se levanta y se pregunta si será capaz de ma-
tarlo. Dos veces ha visto cómo su padre le partía el lomo a
una rata con la pala. Son fáciles de matar. Sostiene el atiza-
dor y avanza en dirección a la puerta tan lentamente como
puede, y escucha. Oye las patas. Cuando abre la puerta,
hay un perro, uno perdido. Hay algo en él que le sugiere
otra cosa. El muchachito lo acaricia, siente los huesos de-
bajo del pelaje sucio. El perro está temblando.
–Acércate al fuego –le dice, con un empujón. Eso fue
lo que su madre le dijo al extraño y el extraño la siguió.
Ahora el perro perdido lo sigue, baja los escalones y en-
tra en la casa. En ese momento, el muchachito es el hom-
bre de la casa. Cierra la puerta y trata de recordar cómo
encender el fuego. No puede ser difícil. ¿Acaso no cons-
truyó una granja él solo? Saca diarios del cubo para el
carbón y los retuerce. Su hermana le enseñó cómo ha-
cerlo. Pone los diarios en el hogar de su casa, donde la
alfombra se une con el contrachapado. Le toma mucho
tiempo, pero finalmente se las arregla para encender uno
de los fósforos.
–Húmedos –dice–. Están húmedos.
Los robles de papel se prenden fuego y el muchachito
hace una pila con los setos.
–Está bien –le dice al perro–. Acércate al fuego y ca-
liéntate.
Intrigado, el muchachito contempla las llamas. Estas
hacen que el papel se vuelva negro y cruzan hasta el esta-
blo del heno, queman el techo y se propagan por el nylon
a las cortinas de lluvia. Es la cosa más linda que ha hecho.
Abre la puerta para dejar que el aire corra por la chime-
nea. Una pequeña parte de él está molesta, sin embargo
retrocede y se ríe.

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Mira a su alrededor, pero el perro se fue escaleras arriba.
Cuando salta sobre la cama, aterriza sobre Martha.
–Judge –dice la niña–. Judge.
Hay olor a humo que sube por las escaleras. Martha
también lo siente. Deegan está en el cuarto más alejado.
Tiene el sueño muy pesado.
–¡Papi! –grita la niña.
El humo avanza por los cuartos, llenando la casa. In-
trigado, el muchachito está con las puertas abiertas, ob-
servando las llamas azules que cruzan los techos de ma-
dera. Martha, en camisón, lo arrastra afuera. Deegan no
quiere levantarse. En sueños mira al perro. Por alguna ra-
zón está contento de verlo en casa. Se da vuelta y trata de
volver a dormirse. Parece que pasa una eternidad antes
de que admita que la casa está en llamas y que reúna el
coraje para bajar las escaleras.
Cuando todos están afuera, no pueden hacer otra cosa
que quedarse allí, mirando la casa. Aghowle está en lla-
mas. Deegan rompe la ventana del salón para arrojar agua
al fuego, pero cuando el vidrio se rompe, las llamas salen
hacia afuera y alcanzan los aleros. Las piernas de Deegan
no funcionan. Mira a sus hijos. El muchachito está bien.
La niña tiene los brazos alrededor del perro. Hay un ins-
tante durante el cual Deegan todavía cree que puede salvar
su casa. El instante pasa. La palabra “seguro” pasa por su
mente. Se ve a sí mismo, sobre el camino, pero eso tam-
bién pasa. Deegan, descalzo, va hasta donde está su mujer.
No hay lágrimas.
–¿Te arrepientes ahora?
–¿Arrepentirme de qué?
–¿Te arrepientes ahora de haberte descarriado?
La mira y le resulta claro que ella no siente el menor
arrepentimiento. Ella sacude la cabeza.

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–Lamento que te hayas descargado en la niña –dice
Martha–. Eso es todo.
–No sabía lo que estaba haciendo –dice Deegan. Es
la primera vez que admite algo. Si sigue por ese camino,
puede que no termine. Incluso en sus momentos de mayor
seguridad, Deegan nunca creyó realmente que habría un
fin para todo. Se quedan ahí hasta que el calor se vuelve
demasiado fuerte y tienen que retroceder.
Ahora deben darle la espalda a Aghowle. A algunos
el sendero nunca les pareció tan corto. Para otros es al
revés. Pero el sendero nunca ha estado tan brillante: chis-
pas y ceniza vuelan por el aire. Parece como si los robles
también pudieran incendiarse. Las vacas se han acerca-
do a la cerca para observar, para calentarse. Son figuras
espantosas y, sin embargo, parecen medio cómicas a la
luz del fuego.
Martha se agarra de la mano de su hija. Piensa en el
dinero que tenía, en el vendedor y esas rosas rojas ob-
soletas. La niña nunca ha conocido tal felicidad; Judge
ha vuelto, es todo lo que le importa, por ahora. Toda-
vía no se le ocurrió pensar que es la que le enseñó a su
hermano cómo encender un fuego. La culpa de eso sal-
drá a la luz más tarde. Deegan está entumecido y, no
obstante, se siente más ligero que antes. La monotonía
del pasado se fue y el nuevo trabajo todavía no ha co-
menzado. En el sendero, los charcos reflejan el fuego,
brillando tan vivamente como plata. Deegan se aferra a
pensamientos: que tiene trabajo, que es nada más que
una casa, que están vivos.
Es más difícil para el muchachito, cuya granja desapa-
reció. Todo su trabajo, por su propia culpa, se ha perdido.
Sin embargo, está intrigado. Se vuelve para ver su creación.
Es el fuego más grande que alguien haya producido. Al pie

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del sendero, se están juntando los vecinos, acercándose
lentamente hacia ellos. Ahora están más cerca, ofreciendo
camas para pasar la noche.
–¿A quién le importa? –sigue murmurando mientras va–.
¿A quién le importa?

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UN APRETÓN DE MANOS
DE MIERDA
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

Vio a Peter ascender desde las profundidades de la estación


de subte, una figura pálida hacia el radiante, por fin cálido,
día de primavera. Así era Brooklyn en los inicios de mayo,
un martes precioso, y Peter la vio en el mismo momento en
que ella lo vio a él. Rara vez lo había mirado a la luz del día,
si alguna. Tenía puesta una camisa gris harapienta y unos
jeans sueltos; una incipiente barba rubio-rojiza le cubría la
cara. Karen estaba empujando un cochecito con su bebé
grande adentro, y su hijo de tres años se aferraba a la barra
de metal, los ojos entrecerrados en la luz brillante.
Con poco entusiasmo, Peter hizo un saludo con la
mano. Ella le contestó el saludo. Ahora ya lo había pasado.
Después giró el cochecito ciento ochenta grados, un sudor
consistente crecía bajo sus axilas, y se le acercó a los tumbos.
“Peter”, dijo.
“Hey”. Parecía hecho mierda. Eran las once de la
mañana, y recién estaba saliendo de trabajar.
Trabajaba de noche, a eso lo sabía. Trabajaba en una
imprenta en Tribecca. Habían conformado una amistosa pa-
reja de pool en el bar cerca de su casa. Con frecuencia juga-
ban uno contra el otro—casi siempre ganaba él, pero cuando
Karen vencía, lo que sucedía con cierta frecuencia, siempre
parecía algo muy sexy.
Se inclino hacia él, hacia su cara. Peter se alejó un
poco, sorprendido, pero sin demasiado empeño. Con la
boca junto a su oreja, sintió emanar de su pelo un olor rancio
y desagradable. Cerró los ojos por un instante, el sol y el
nuevo día de primavera se esfumaron y estaba de vuelta en
el bar, fumando un cigarrillo atrás de otro, disparando en la
mesa de pool, tomando vodkas de arándanos en una pinta,
tarde en la noche.
“Te quiero coger”, dijo Karen, despacio, y después le
agarró el cuello y le mordió la oreja rápido.
“¿Cuándo?”.
“Te llamo”. Y con eso se dio vuelta, y se hizo camino
por la calle Smith hacia Carrol Park.

27
PAULA BOMER

Karen Valance se había casado con un hombre que no la


amaba. Quizás peor, se había casado con un hombre con un
apretón de manos de mierda. Por cierto, el novio con el que
casi se había casado antes de casarse con Dan también había
tenido un apretón de manos de mierda. Y eso que siempre
había considerado como indicador de carácter, de virilidad, al
apretón de manos. Ambos Dan y Sam (el hombre que había
precedido a Dan) tenían unos apretones de manos húmedos,
tibios, afeminados. Y nunca eran los primeros en extender
la mano. No, esperaban a que otro, algún hombre robusto o
alguna mujer confiada, les lanzara la suya. Y después—bue-
no, Karen podía ver la desilusión en sus caras. Y empatizaba.
Odiaba los malos apretones de mano. ¡Era del Midwest! Los
apretones de mano de la gente del Midwest no eran ninguna
mierda, a menos que fueran de traficantes de droga, un caso
especial de ama de casa llorona, o gays. Quizás fueran gays,
su marido, su ex novio. Quizás era por eso que estaba triste.
Peter tenía un apretón de manos de verdad. Te mi-
raba directo a los ojos, con un agarre firme. Era de Ohio, la
puta madre. Era un hombre en serio. Le resultaba gracioso,
cómo había odiado al Midwest cuando había vivido ahí y
cómo ahora se sentía tan nostálgica al respecto. De hecho, la
mayoría de la gente a la que se veía atraída en Nueva York
era gente del Midwest. Lo que era una cosa distinta de vivir
ahí. Quizás todos lo que valían la pena eran lo suficiente-
mente sabios como para irse, pero conservaban algo espe-
cial. Para empezar, un buen apretón de manos.

Había dejado de tomar en febrero. Había dejado porque es-


taba cansada de cuidar a sus hijos a la mañana, con resaca y
miedo de una insuficiencia cardíaca inesperada o, cuanto me-
nos, de andar vomitando el desayuno. Llamó a Tom Frohm,
un escritor al igual que ella, que sabía que estaba en AA. Es-
tuvo de acuerdo en llevarla al primer encuentro. Dan se había
quedado en casa en vez de ir a trabajar para que ella pudiera
ir a una reunión. La noche anterior, le había dicho que salía a

28
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

comprar leche. Había ido al almacén de la esquina y había


comprado leche y después había ido derecho al bar y había
tomado vodka de arándanos hasta las cuatro de la mañana.
Por lo que se acordaba, había sido una buena noche. Pero no
se acordaba de mucho. Y las partes borrosas la asustaban.
Dan se había quedado dormido en el sillón, en el living. Dijo
que estaba preocupado.
Cuando pensaba en Dan preocupándose por ella,
sabía a qué se refería. ¿Quién iba a ocuparse de los chicos?
¿Quién iba a comprarle ropa interior, darle de comer? Estas
eran las cosas por las que Dan se preocupaba.

El encuentro de AA era un encuentro “de orador”, había


explicado Tom, en el que una persona contaba su historia
en detalle y, después, el resto podía compartir algo de su
experiencia con los demás. Karen admiraba a Tom. Había
publicado dos novelas. Ella sólo había publicado dos cuen-
tos. Se habían sentado en las sillas plegables de esa capilla
en Brooklyn Heights. La resaca de Karen hacía que todo pa-
reciera sagrado; la frialdad del ambiente, el círculo desorde-
nado que formaban las sillas. Tenía la vista todavía nublada,
los latidos del corazón todavía erráticos. Con frecuencia se
ponía sensible y espiritual con la resaca. ¡La vida parecía tan
delicada! ¡Tan frágil y tan tierna, como un cordero a punto
de ser degollado! Y aún así, podía volcarse una botella de
vodka adentro del cuerpo y no morir.
“Un encuentro de orador. OK”. Karen sonrió en su
dirección.
No le había devuelto la sonrisa. De hecho, parecía
recular como si ella tuviera algún tipo de enfermedad. Más
tarde le iban a explicar que tanto él como el resto pensa-
ban que en efecto tenía una enfermedad, al igual que ellos.
Mientras tanto, Tom la había mirado con asco y odio. “Vos
escuchá y listo. Al principio tenés que escuchar mucho”.
Karen había asentido avergonzada. ¿Por qué la miraba
como si fuera el diablo?

29
PAULA BOMER

“Estoy sobrio hace diez años, pero todos estamos a


un trago de nuestra próxima borrachera”, había dicho de
forma poco convincente, con el mentón bien alto.
Había sentido vergüenza, náuseas, y estaba aterro-
rizada. Y sin embargo, en el comienzo de la reunión, antes
de que el orador empezara y cuando todos se estaban pre-
sentando, había levantado la mano y había declarado, llena
de agradecimiento, “Mi nombre es Karen, y soy alcohólica”.
¡Se sentía maravilloso! Siempre había tomado un montón,
desde una edad muy temprana. Siempre le había encantado
tomar y había tenido problemas con parar de hacerlo. ¡Sí!,
había pensado. ¡Soy alcohólica! ¡Sí!

Desde ahí las cosas habían ido barranca abajo. Había asis-
tido a todas las reuniones, como le habían indicado. Pero a
medida en que las reuniones se amontonaban, también lo
hacía la sensación de que todos lo que concurrían a ellas es-
taban llenos de bosta. No más llenos de bosta que cualquier
otro grupo de gente, pero igual. Ella era escritora por un mo-
tivo—odiaba los grupos de gente. Pero también se había dado
esta oportunidad por un motivo, y habían cosas que le gusta-
ban. Le gustaba pasar el rato, hablar de excesos con la bebida.
Le gustaba esa honestidad canalla. Lo que le parecía hipócrita
era esa culpa tan generalizada. La sentía forzada. ¿A ninguna
de estas personas le había gustado jamás tomar? Gran parte
de la conversación parecía de una nostalgia melancólica cui-
dadosamente disfrazada de vergüenza y arrepentimiento. A
pesar de los recelos, le gustaban las oraciones. Amaba las ora-
ciones. Rezar sola acurrucada de su lado de la cama no era
igual. Rezar con otros, tomados de las manos—hacía que los
ojos se le llenaran de lágrimas, de tan bien que se sentía.
Un par de semanas después de empezar, Tom la ha-
bía llamado, algo fuera de lo habitual. “¿Cómo va eso?”.
“Bueno, no me siento tan conectada con todo el
asunto de AA”.
Hubo una pausa.

30
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

Karen siguió. “Pero no volví a tomar, si es a lo que te


referís”.
“Bien, bien. Lo importante es ir a los encuentros y no
volver a tomar. Se trata de eso”.
De vez en cuando iba a algún encuentro en el que
algún borrachín intenso se ponía a explicar cuánto mejor era
su vida ahora que no se lo pasaba en pedo día y noche y en-
trando y saliendo de la cárcel. Ahora que ya no jugaba con
armas de fuego y no golpeaba a los miembros de su familia.
Esos encuentros tenían sentido. Pero otros no.
Como los encuentros para principiantes a los que le
habían dicho que fuera.
Le habían dicho que tenía que ir a uno porque, una
vez, había levantado la mano en uno de los encuentros
“abiertos” y había contado cómo había estado pensando en
volver a tomar. Eso estaba mal. La gente se le había acercado
después de la reunión, sus caras serias y enojadas. “Tenés
que ir a uno de los encuentros para principiantes”, le habían
dicho uno atrás del otro. Parecía confundida. ¿No se supo-
nía que AA era para hablar acerca de los problemas que uno
tenía con el alcohol?
Más tarde, ese día, había llamado a Tom y le había
transmitido su confusión.
“Pareció como si la gente le hubiera caído mal que
mencionara al alcohol. O que quisiera tomar”.
“Bueno, AA no es para todo el mundo. De hecho,
en el Gran Libro, se habla de cómo hay gente que no es ca-
paz de ser honesta consigo misma. Quizás seas una de esas
personas,” había dicho él, con amargura. “Mirá, me tengo
que ir. Y por favor, no me llames más. En realidad, en AA se
supone que sólo tenés que hablar sobre tus problemas con
otras mujeres. Está en los libros, que deberías leer. Los hom-
bres hablan con hombres. Las mujeres hablan con mujeres”.
Después había cortado.
Bueno, Tom la odiaba. Esto siempre lo había sabido. La
consideraba una perdedora servil, una patética sin-talento. El

31
PAULA BOMER

hecho de que él hubiera tenido un problema con el alcohol y


ella tuviera uno ahora no cambiaba nada.
Y por regla general Karen le tenía miedo a otras mu-
jeres. Tenía amigas mujeres, pero su redes no eran vastas.
Simplemente no era una fanática de las chicas. Nunca ha-
bía ido al baño acompañada de otra chica. Nunca había sido
una maestra del arte del chimento. Le gustaban los hombres.
Hombres heterosexuales. Le gustaban, sobre todo, los hom-
bres que se la querían coger.

Mientras tanto, en casa, las cosas no habían mejorado mu-


cho. Cierto, ya no había un malestar periódico en las maña-
nas. Pero sentía que no tenía nada por lo que esperar. Se sen-
tía… carente. Era un tema del cual había intentado hablar en
los encuentros, incluso en el encuentro de principiantes para
el cual había tenido que viajar hasta Park Slope.
Por las mañanas intentaba decir una oración. Gra-
cias, Dios, por ayudarme a no tener resaca. Sí que le gustaba
despertarse, sentirse saludable. Pero después se veía en el
espejo cuando se salpicaba la cara con agua fría y pensa-
ba, me veo vieja. Me veo como una vieja de mierda. Tenía
los ojos hinchados, parecía que tuviera papada. Sus pechos
se veían maltrechos de haber alimentado a dos niños y su
panza estaba arrugada. Se veía como una persona que no se
merecía acostarse con nadie. Pero eso era lo que más quería
en el mundo—que se la cogieran como se debe.

“Hay que aceptar lo que nos toca en la vida” había piado en


su dirección, con cara de sabionda, una estudiante de Har-
vard de veinticinco años después de una reunión de princi-
piantes. Era la líder del encuentro de principiantes y se había
acercado a Karen cuando había terminado, con los brazos
cruzados sobre el pecho como una perra. Venía liderando el
grupo hacía un año. “Aceptar lo que nos toca en la vida”, re-
pitió, y negó con la cabeza como si estuviera frustrada. Esto
fue después de que Karen hablara de la dificultad que sentía

32
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

de verse a sí misma con claridad, por quien realmente era,


en un sentido físico. Karen se había sonrojado. Cada vez que
trataba de hablar de sus problemas, alguien se comportaba
con ella como un verdadero hijo de puta.
Una vez, la chica de Harvard había contado su his-
toria. Era algo así: solía fumar porro a la noche. ¡Casi todas
las noches! ¡Un par de secas de una pequeña pipa que siem-
pre llevaba encima! En realidad odiaba el alcohol. Fumar un
poco de pasto de forma regular cuando tenés veinticinco no
le parecía algo horrible a Karen. De hecho, le parecía nor-
mal. La gente que no fumaba porro en la facultad o en los
tempranos veinte eran los verdaderos locos, pensaba Karen.
Desde el punto de vista de Karen, lo que la privilegiada y
tensa estudiante necesitaba en realidad era que le dieran
bien por el culo. No un poquitito de marihuana.
Karen había empezado a descreer. Había tenido que
morderse la lengua en casi todos los encuentros. Si no podía
decir nada sin que jovencitas creídas la sermonearan, iba a
dejar de ir. Era humillante—en tantas maneras mucho más
humillante de lo que había sido tomar.
Había hablado con Dan al respecto. “Lo que te pa-
rezca mejor, querida”, había dicho, sin levantar la vista del
diario. Ahora que la cena estaba servida, y la ropa estaba
limpia, Dan había dejado de preocuparse por ella. O por
cualquier otra cosa, dado el caso.

A veces pensaba que tomar era lo único que hacía que su ma-
trimonio se sostuviera. No tomar no sólo hacía que se diera
cuenta de que envejecía, sino que hacía que se diera cuen-
ta de cuánto despreciaba a Dan. Y tomar era una forma tan
buena de odiarse a sí misma, además de un buen descanso
de odiar a su marido. Cuando tomaba, podía sentir cómo el
mundo se preocupaba por ella, cómo giraba en torno de ella
y sus fechorías. Sobria, la fría realidad de la indiferencia del
mundo le dolía. Sí que creía en Dios, siempre lo había hecho.
Pero si se suponía que el bondadoso Dios del amor tenía que

33
PAULA BOMER

ser suficiente, ¿por qué estaban todos reunidos ahí, tomados


de la mano y rezando juntos? Ninguna cantidad de encuen-
tros grupales podría amortiguar el frío crudo que sentía. De
hecho parecía que lo incrementaba.

Dan llegó tarde de trabajar. Eran las nueve de la noche de


un jueves. Parecía como si recién hubiera oscurecido, de tan
largos que eran ahora los días. Los chicos estaban durmien-
do. A él le gustaba eso, llegar a una casa silenciosa. Muchas
veces llegaba tarde de la oficina.
“Me voy a una reunión”, dijo Karen.
“Pensé que habías dejado de ir”, dijo él, mientras
husmeaba en la cocina buscando comida. “¿Que hay para
comer?”
Dios, cómo odiaba alimentarlo. Era como un perro,
sólo que peor. Sin la inocencia animal. Los perros al menos
movían la cola agradecidos.
“No preparé la cena”, dijo Karen. Sus labios estaban
húmedos con maquillaje, las piernas depiladas.
“¿Qué?”, dijo él, levantando la vista hacia ella, con-
fundido. Lo había malcriado, la comida siempre lista cuan-
do llegaba. De alguna forma, su comportamiento infantil
también era su culpa. Y entonces se acordó—se suponía que
era su marido, no un hijo suyo.

Voy a morirme sin saber lo que es ser amada. Voy a morir-


me infeliz, llena de miedo y sola. Voy a morirme sin haber
publicado un libro. Estos eran los pensamientos que la atra-
vesaban mientras caminaba hacia lo de Peter. Y sin embargo,
nunca antes se había sentido tan viva y llena de posibilida-
des. Sentía que cada paso que daba tenía sentido. El ruido de
los autos en el aire primaveral era tan hermoso como el canto
de cualquier pájaro. Papeles y basura haciendo una danza en
el cemento, acompañando con gracia la música de la ciudad
a oscuras—la bocina de los autos, gritos en español, el tronar
del subte ahí abajo.

34
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

Peter vivía en Fort Greene, a unos veinte minutos a


pie de su barrio de Cobble Hill, más gentrificado. La hizo
pasar a su departamento—un espacio austero sucio de pin-
tura y lienzos. Sus cuadros eran buenos. Peter olía a whisky.
Tenía un vacito, con mucho hielo. Tomaba pequeños tragos,
apenas se mojaba los labios.
“¿Querés tomar algo?”.
“No, gracias”.
Después, en la cama, se puso en cuclillas. Le metió
un dedo adentro, sin preámbulos, y después se lo chupó.
“Vos. Vos tenés una concha. La posta, mujer”.
Después la puso boca abajo, las caderas suspendidas
en el aire, y procedió a chupársela.

Al día siguiente llamó su cuñada. Odiaba a su cuñada. Se


llamaba Alexis y era, más o menos, la persona más mala que
Karen conocía. Podés sacar a una chica del Upper East Side
(ahora vivía en LA) pero no podés sacar al Upper East Side
de la chica. Durante años había tratado de llevarse bien con
la familia de Dan. Años. Y aún así parecía que cada año eran
más desagradables con ella que el anterior. Cuando abando-
nó el alcohol, había decidido dejar de intentarlo. ¡Toda esa
energía desperdiciada! ¿Y para qué? ¿Para ser maltratada
por un grupo de mujeres feas, sin personalidad, a las que
nunca iba a caerles bien, más allá de lo que hiciera por com-
placerlas? De hecho cada vez se daba más cuenta de que
tratar de complacerlas había sido el problema. Despreciaban
la bondad: despreciaban el esfuerzo. Y ahí había estado ella
combinando ambas cosas, creyendo equivocada que esa era
la forma de comportarse de un ser humano decente.
“Hola, Karen. Soy Alexis”, mandó, tan tensa que con
tan sólo escucharla a Karen le empezó a doler la nuca.
“Qué hacés, Alexis”, dijo Karen.
“¿Cómo estás?”.
Acá era donde se suponía que Karen tenía que decir,
todo bien. Pero no podía. Odiaba decir, todo muy bien, ¿y vos?

35
PAULA BOMER

Con ese cantito idiota, como si estuvieran mirando Mary


Poppins.
“Todo bien, ¿y vos?”. Pronunció bien como si rimara
con pan.
“Muy bien, gracias”.
Hubo una pausa. Karen cerró los ojos. Dios, por fa-
vor hacé que milagrosamente empiece a caerme alcohol por
la garganta, como si fuera del cielo. Por favor Dios. A veces se
desataban oraciones malas en su cabeza. ¿Qué podía hacer?
“Nos estábamos preguntando si querrían venirse
unos días al Cabo con nosotros este verano. Nos encannntaría
verlos. Y Adrienne va a estar ahí. Así que los chicos se van a
divertir muchísimo”.
Muchísimo sonaba como machismo. Adrienne era la
niñera de la que se abusaban, quien muchas veces trabajaba
en Navidad, el Día de Acción de Gracias, por las noches—
lo que se te ocurra, ahí estaba. Siempre estaba ahí. A Karen
hasta le caía bien, pero no era suficiente. Pasar el rato en el
cuarto de atrás con una simpática pero desgraciada niñera
no era estar de vacaciones. Y eso era lo que ocurría cuando
pasaba tiempo con la familia de Dan. Terminaba en el cuarto
trasero con la niñera, después de que todos hubieran “visto”
a los niños y, después, terminaba lavando los platos.
“Gracias, Alexis. Pero no creo que pueda. Deberías che-
quear con Dan, igual. Estoy segura de que le encantaría ir.”
“¿Vos tenés otras planas?”.
“En realidad, no. Creo que no me sentiría cómoda,
pero gracias. Tenés el número del trabajo de Dan, ¿no?”.
“Creo que sí”. De vuelta con la pausa. ¿Que era lo
que Alexis quería que dijese? ¿Qué era esa pausa? Después
Alexis siguió: “¿No estarías cómoda?”. Karen podía escu-
char cómo su cuñada se acomodaba la vincha en la cabeza.
“No”.
“Perdón pero ¿por qué no?”. Alexis dijo esto con re-
solución. En el colegio, pupila, había sido una jugadora de
hockey salvaje. En ocasiones, el coraje volvía a nacer.

36
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

“Porque no me siento cómoda con vos ni con tu


familia”.
Silencio.
“Lo lamento”, dijo Alexis, con ninguna convicción
en la voz. En efecto, se trataba de una de esas disculpas que
en realidad querían decir andá a cagar.
“No hay necesidad de disculparse. Simplemente no
me siento cómoda con ustedes y no hay nada que ninguna
de las dos pueda hacer al respecto”.
“Bueno, ¿pero por qué no? Siempre felices de reci-
birlos”, mintió.
“Porque sos una perra y una snob”.
“¿Perdón?”.
“No estoy cómoda con vos porque sos una perra y
una snob. No hay nada que se pueda hacer a este punto. Es
lo que sos, es quien sos. Una perra, y una snob”. Los oídos
de Karen empezaron a sonar. Una corriente eléctrica la atra-
vesó y las luces de la cocina parpadearon. Así de poderosa
era la verdad. Porque sos una conchuda creída, pensó. Por-
que creés que tu mierda no tiene olor. Porque sos una asque-
rosa, trepadora, puta de mierda desalmada.

Cuando dejó el teléfono, estaba tan puesta que se dio cuen-


ta de que no necesitaba alcohol. No, sólo necesitaba decir la
verdad. Era una cosa tan poco común, la verdad desnuda, es-
pecialmente a partir de que uno se iba haciendo más grande.
Por supuesto, la sensación se fue apagando, lo mis-
mo que pasa con los efectos del alcohol. Sólo llevó dos días
para que el sentimiento de represión volviera a hundirla.
Fue amable con la maestra de la guardería, con la chica en el
almacén. Trató de ser paciente con sus hijos, incluso cuando
por adentro estuviera hirviendo de impaciencia. Y entonces.

Decidió empezar a tomar de vuelta. Si la iban a poner boca


abajo y la iba chupar un hombre que claramente amaba lo
que estaba haciendo—y ¡gracias, Dios, claro que iba a pasar!

37
PAULA BOMER

¡Él lo había dicho, ella era posta!—entonces iba a necesitar


algún refuerzo.
El primer trago fue cerveza, mientras preparaba la
comida para los chicos. Fue la mejor cerveza de su vida. Una
lata de Foster’s, una cerveza monstruosa. Le pareció dulce y
bendecida en el cielo. El sol brillaba en la cocina y puso mú-
sica, conciertos de piano de Ravel, y canturreó y cuchareó
algunos fideos para su hija de tres años, Sadie, y su hijo de
nueve meses, Nat. Su felicidad era infecciosa—las cositas co-
mieron bien, se rieron, no lloraron. Lo que era un milagro, la
verdad. Sus hijos lloraban seguido, en especial su hijo varón.
¿Qué más podía hacer alguien de nueve meses? ¿Hablar de
las cosas en forma civilizada? Por supuesto que lloraba. Pero
no esta noche, no. La cerveza había cambiado las cosas.
Cuando Dan llegó a casa, la rodeó con un brazo.
“¿Estás tomando?”.
“Sí”. Estaba dada vuelta. Una cerveza—bueno, una
cerveza del tamaño de dos, en realidad—y estaba totalmen-
te dada vuelta.
“Sabés qué, hoy mi hermana me llamó a la oficina.
Dijo que había hablado con vos la semana pasada”.
“¿En serio? Tengo que ir abajo. Se me acaba de ocu-
rrir algo para un cuento. Subo en un minuto”.
Karen bajó a su estudio. Prendió la computadora.
Hacía meses que no escribía nada. De hecho, no había es-
crito nada desde que había dejado de tomar en febrero. La
computadora bailaba enfrente suyo. Tomó un tiempo, pero
se las arregló para abrir un documento Word. Esto la incen-
tivó. Escribió “estoy borracha”. Después se acostó en el pe-
queño sofá al lado del escritorio y se quedó dormida.

Las cosas avanzaron rápido desde ahí. La cerveza pasó a ser


cerveza y después un poco de vino. Los chicos, que al prin-
cipio se habían alimentado de su renovado y liviano buen
humor, ahora empezaban a portarse mal y a tratar de llamar
la atención de su mirada borrosa. Nat tiraba la cuchara al

38
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

piso y la miraba. Sadie le pegaba a su hermano. Si Karen re-


accionaba con dureza, si gritaba o daba algún bofetón, aho-
gaba la vergüenza en otro vaso de vino. Si no reaccionaba
mal, se premiaba a sí misma con otro vaso de vino. Todo
tenía sentido.
Empezó a bajar a su estudio cuando Dan venía a
casa. Esto parecía complacer a Dan, convencido de que su
mujer había retomado su trabajo creativo. Por lo general, se
metía en Internet y leía, pero él no lo sabía. Ocasionalmente
pensaba ¿por qué me casé con él? Trataba de recordar los
eventos que habían conducido al casamiento. Lo único que
se le ocurrió fue: uno, era joven e idiota, y dos, sin querer se
había quedado embarazada. Pero tenía que haber otra cosa,
tenía que haber.
Se había sentido halagada. ¿Cómo podía ser que un
buen hombre de una buena familia gustara de una chica
como ella? ¿Una chica de Ohio, cuyo padre vendía piezas
de camiones? El ego había sido su perdición. El orgullo era
la causa de la propia existencia del demonio. En ocasiones
intentaba sentir compasión por la joven que había sido. Tra-
taba de entender que no había sido completamente estúpida
aún cuando se hubiera casado con el primer hombre que
había estado dispuesto. No sólo se había sentido halagada,
también había sentido miedo. No había querido estar sola. Y
ahora estaba más sola de lo que jamás hubiera podido ima-
ginar.
Pero ¿por qué Dan se había casado con ella? Estaba
claro que no le inspiraba ningún respeto, había descubierto
eso a medida en que habían pasado los años. Aunque quizás
esa había sido la idea. Casarte con alguien que te importara
tan poco que, en lo esencial, podías ser aún totalmente leal a
tu madre, tu hermana, tu clan superior. Casarte con alguien
que no representara ninguna amenaza. Casarte con alguien
que se ocupara de tu casa, limpiara los pisos, le lavara el
trasero a tu hijos—una niñera y una mucama. Y una puta, al
principio. Sí, había sido su puta, también.

39
PAULA BOMER

Una noche, en su escritorio, leyó una nota sobre una


casa en Pennsylvania que había estallado. Un abuelo que era
un reverendo retirado, y su mujer y una nieta de tres años,
todos habían muerto en la explosión. Nadie sabía por qué la
casa había estallado; simplemente lo había hecho. Esto tenía
sentido para ella, las cosas explotando sin razón. ¿Por qué
no pasaba más seguido? Siempre había pensado que todo
podía explotar en cualquier momento. Las casas, los autos.
Los hornos, también. Uno de los motivos por los cuales no
había sacado el registro de conducir hasta los treinta. Uno
de los motivos por los cuales prefería cocinar en el hornito
eléctrico.

Después de una Foster’s y un vino una noche, los chicos


estaban ya bañados y les había leído, pero todavía estaban
despiertos. Escuchó a Dan llegar y corrió escaleras abajo.
“Voy a salir”, dijo.
“¿A dónde?”.
Qué carajo te importa, quiso decir, pero Sadie estaba
sentada hecha un ovillo en la escalera, mirándolos con aten-
ción.
“A un encuentro”.
“Pero si estuviste tomando”.
“Ya sé. Pero está OK”, dijo ella, ya encima de la puerta.

“¿Querés tomar algo?”, preguntó.


“¡Sí!”, dijo ella.
Peter sostuvo sus dos pechos con una mano, tenía
unas manos así de grandes, y así de fuerte es como la apre-
taba. Todo su cuerpo se tensó. Después le puso la otra mano
alrededor del cuello con firmeza. Su respiración se entrecor-
tó, pero podía respirar.
Nunca antes había acabado con tanta fuerza.
Después él pregunto, “¿Por qué no te veo más en el bar?”
“Dejé de ir. No sé”.
Después se sentaron en la cama, tomando whisky

40
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

tras whisky. La tele estaba encendida y ellos acostados en


la oscuridad. El Comedy Channel. Podía sentir el olor a le-
vadura de su cuerpo desnudo, apretado distraído contra el
suyo. Era una noche cálida. ¡Dios mío, era verano! ¡Verano
otra vez! Tomó más whisky. Y más.
Cuando se despertó, estaba encima de las sábanas,
transpirando. Peter se había tapado, le daba la espalda. La luz
del departamento era gris; estaba empezando a amanecer.
Caminó de vuelta hacia Cobble Hill, envuelta entre
sus propios brazos en el aire fresco de la mañana, sorpren-
dida de cómo le dolía la cabeza. Se sentía corta de vista e in-
capaz de enfocar. Trató de mojarse los labios pero su lengua
estaba seca. Tenía resaca. Su primera verdadera resaca desde
que había vuelto a tomar. El corazón le empezó a latir con
locura y el torso le comenzó a temblar. Se sentó en la escalera
de la entrada de una casa sobre Stale y cerró los ojos. Apo-
yó la cabeza en un brazo y sintió el aroma dulce y pegajoso
del whisky que le salía por los poros. Empezó a forzar su
respiración a entrar y salir despacio. Esto ayudó algo. Des-
pués cerró los ojos, se reconfortó evocando una imagen de
su cuerpo, limpio y suave por fuera, una cáscara, y todo lo
venenoso en su interior rastrillado, afuera. Un vacío puro
adentro de la coraza de su piel. Mientras se levantaba para
seguir caminando a casa, se imaginó su cuerpo vacío lleno
de la luz del día.

Antes de que Dan se fuera al trabajo dijo, “Tenemos que hablar”.


Se veía asustado, pero decidido. Era un hombre ho-
nesto, capaz de cumplir con todas las formalidades del ser
normal con una ferocidad a Karen le resultaba escandalosa.
¿Cómo puede alguien comportarse como si todo estuviera
bien cuando las casas y los hornos estallan sin motivo algu-
no? ¿Cuando la vida se te está desmoronando, muy clara-
mente, frente a los ojos?
Los chicos comían cereal. Karen se tragó una aspi-
rina y tuvo una arcada. Se las ingenió para no vomitar la

41
PAULA BOMER

pastillita blanca, pero el corazón empezó a latirle con furia.


Fue al sillón y se sentó.
Sadie se le acercó.
“¿Estás bien, mami?”.
“Sí. Tuve un ataque de tos. Pero estoy bien”.
Sadie se trepó sobre la falda de su madre. El corazón de
Karen volvió a latir con fuerza. Nunca había sentido algo tan
pesado en toda su vida, esta hija suya sentada sobre su falda.
“Te ves vieja, mami”.
“Soy vieja”.
“Sí, pero hoy te ves como Abu”, dijo Sadie, con cara
triste. “Acá,” dijo, delineando con el dedito los bordes de la
boca de su madre. “Justo acá es donde te ves como Abu”.

Después de ponerle dibujitos a los chicos, fue a su escrito-


rio y prendió la computadora. Escribió “soy muy infeliz”.
Después empezó a navegar en la Internet. Leyó un artículo:
“Cinco signos principales de que tu pareja te engaña”. Uno:
se vuelve más cariñosa. Dos: empieza a usar su anillo de
casada más seguido. Tres: empieza a usar lencería delicada.
Y todo así. En otras palabras, si Karen empezara de pronto a
comportarse de forma agradable hacia Dan, y si empezaba
a importarle más cómo se veía, él iba a darse cuenta de que
se estaba cogiendo a otro. Esto la dejaba perpleja. ¿Para qué
gastarse? ¿Por qué no terminar con todo de una vez? Bajó
la vista hacia su dedo, el fino anillo de oro que lo envolvía.
Nunca pensaba en eso, en el anillo. Mierda, hacía años que
no pensaba en eso.
Esa noche, cuando Dan volvió a casa, tarde como
siempre—los chicos dormidos hacía rato—le revoleó el ani-
llo. Le pegó en el ojo.
“¡Dios mío! ¿Y eso a qué vino?”, preguntó. Todavía
no había terminado de entrar del todo.
“Me estoy cogiendo a otro. Así que andate a cagar,”
dijo ella, y salió de la casa con él todavía sosteniendo la
puerta.

42
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

La violencia hacia los hombres era entendible si ellos


habían sido violentos primero. Karen se acordaba de ver
Thelma y Louise y sentirse desilusionada. ¿Tenían que estar a
punto de violarte para que estuviera bien matarlos? Pero las
cosas eran así.
Una vez habían forzado a Karen en una cita en la
facultad. Había bebido mucho y todo estaba muy nublado.
Se acordaba de llevar al hermano mayor de una amiga suya
a su cuarto y después se acordaba de él garchándosela, para
su gran sorpresa. No había tratado de zafarse de ninguna
forma violenta, al menos no que se acordara, pero no había
querido, tampoco. Y eso era nada comparado con el peque-
ño infierno diario que vivía junto a Dan. La mañana después
de que la violaran, había estado enojada y avergonzada.
Pero no había querido matar al tipo. Dan, en cambio, le ins-
piraba fantasías locas, asesinas. Era la mansa estupidez de
los hombres “amables” la que la privaba de toda compasión
posible. Un hijo de puta era un hijo de puta y era todo tan
directo. Te mantenías lejos, no te arrepentías de nada, nadie
te hacía preguntas. ¿Pero qué pasaba con todos los Dan del
mundo? ¿Qué se hacía con ellos?
Cuando pensaba en el divorcio, ¡se imaginaba tan li-
bre! Su cabeza se llenaba de imágenes de sí misma volando
a través de un cielo azul salpicado de nubes, liviana como
una pluma. Se imaginaba a sí misma librada de todas las
cosas pesadas de la vida—librada de sus medias, su porta-
folio, sus cinturones y sus zapatos. Muchas veces fantaseaba
acerca de su partida, imaginaba la muerte de Tom en una
explosión de subte o en un accidente de tránsito.
Pero, en realidad, lo temía más de lo que lo deseaba.
Hacía ya casi una década que se venía definiendo a sí mis-
ma en base al odio que le tenía. Y si hubiera desaparecido,
¿quién sería ella sino el alma enferma y miserable que odia-
ba a Dan? Lo necesitaba.
Por tanto tiempo había visto a su matrimonio como
una prisión. Pero ahora que se daba cuenta de que en realidad,

43
PAULA BOMER

a nivel físico, no estaba en una prisión, de que era libre, la


libertad en sí la aterraba. Porque si no había ningún límite,
entonces no estaba segura. Todos los límites y fronteras que
se había impuesto a sí misma—lavarse los dientes cada ma-
ñana, decirle hola a la gente que conocía y se cruzaba en la
calle—eran precisamente eso: autoimpuestos. En realidad,
pensó Karen, el único verdadero límite al propio repertorio
de comportamientos es la muerte.

No había llamado a Peter. Decidió ir al bar y ver si estaba


ahí. Espió adentro: no estaba. Empezó a caminar hacia una
iglesia en Carroll Gardens. Era miércoles a la noche, y solía
ir a una reunión ahí, en el sótano.
De acuerdo con la terminología de los que van a
los encuentros de AA, no eran “buenas” reuniones. Tom,
y alguna otra gente—la chica de Harvard, por ejemplo—le
habían explicado que algunas reuniones eran “buenas”. O,
en realidad, que algunas reuniones juntaban más hipsters,
mejor conversación, y sucedían en lugares más agradables.
Todos los encuentros tenían nombres—Noveno paso, Un día
a la vez, Agnósticos de AA, Lesbianas y gays libres de alcohol, y
todo así. Este encuentro de los miércoles en Carrol Gardens
se llamaba Espíritu del universo.
Se detuvo en el almacén y compró una botella de
agua y unos caramelos para la tos sabor mentol. Empezó
a llover. Llegó un poco tarde y, apurada por la lluvia, casi
se cae en los escalones de cemento al entrar por una puerta
a un costado de la enorme, oscura iglesia católica. Bajó al
sótano. Estaba oscuro y gris, un poco húmedo. Olía raro, tal
como se lo acordaba. Era, en una palabra, deprimente. No
había nada del entusiasmo ni de la onda que había en otros
encuentros.
Habían tres personas sentadas formando un círculo
con sillas de metal herrumbosas, las mismas tres personas
que habían estado ahí hacía unos meses. Esto hizo que los
ojos se le humedecieran. Dios, pensó, qué hermoso. Una

44
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

bombita horrible y desnuda colgaba de un cable en el techo.


Karen entró a los tropezones. Agarró una silla y la acercó.
Todos se apuraron a correrse, rasguñando el piso de cemen-
to, para hacerle lugar. ¿Por qué, se preguntó Karen, se veían
relegados a este agujero asqueroso, cuando arriba había una
hermosa iglesia vacía? ¿Porque estaban todos en el mismo
infierno? ¿O es que este sótano pringoso y desagradable era
el purgatorio?
Una mujer gruesa, de pelo oscuro, que parecía ita-
liana y tenía cuarentilargos, lideraba al grupo. En efecto, era
su grupo, y Karen se acordó de que había parecido insegura
e incómoda ante el fracaso general del mismo—no era po-
pular, no era divertido. Se llamaba Mary, y era alcohólica.
Había estado sobria por casi una década, Karen se acordaba
también de eso. Y tomaba una gran cantidad de drogas psi-
cotrópicas—Prozac, pastillas para dormir, todo eso… La úti-
ma vez que Karen había estado ahí, había hablado de pasar
de una a otra, de Prozac a Zoloft, algo así.
Karen todavía se sentía un poco borracha. Se sacu-
dió en un espasmo de pánico. ¿Qué hacía ahí? ¡Estaba bo-
rracha!
“Bienvenida de vuelta, Karen,” dijo Mary, sonriendo
de esa manera en que sonríe la gente muy medicada. Pasó
el canasto y de pura culpa Karen metió un billete de cinco
dólares.
“Bienvenida de vuelta,” canturrearon los otros dos.
Uno de los hombres también tenía cuarentilargos, era blanco
y tenía puesta una inmaculada camisa de rayas verticales
y un moño. El otro era negro y asentía todo el tiempo. Ka-
ren sabía de qué se trataba. Había trabajado en un bar del
East Village antes de casarse y había un par de drogones que
siempre se daban en el baño y después se dedicaban a asen-
tir sobre sus tragos.
“¿Querés empezar, Percival? Vamos a tomar turnos
para hablar, ¿les parece?”, dijo Mary, todavía sonriente, con
los labios nerviosos estirados sobre los dientes.

45
PAULA BOMER

“Creo que por ahora voy a pasar,” dijo él. “Trabajé un


turno tarde. Estoy muy cansado. Quiero escuchar primero.”
“Bueno, está bien. ¿James? ¿Querés empezar?”. Mary
tenía el canasto sobre la falda. Estaba sentada muy recta.
James estuvo contento de ser el primero. Le encanta-
ba hablar y tenía mucho que contar. En particular, disfrutaba
compartir su angustia respecto de la bruja de su hija, quien
a la edad de trece años estaba en proceso de conseguir una
orden de restricción en su contra. Estaba logrando termi-
nar por vía legal con sus visitas, porque lo acusaba de abu-
so psíquico y sexual. “Estoy tan enojado”, decía. “Mi furia
contra ella me está consumiendo. Estoy intentando dejarlo
en manos de Dios y olvidarlo, porque entiendo que no hay
nada que pueda hacer. Pero me está matando. Tengo ganas
de estrangularla”. Hizo con las manos una mímica de es-
trangulación. Parecía un profesor de colegio pupilo en New
England, pero Karen se acordó de que era un abogado inha-
bilitado.
De pronto, el hecho de estar ahí cobró mucho senti-
do. “Estoy borracha,” dijo Karen. “Estuve tomando”.
“Oh”, dijo Mary, y se llevó la mano a la boca. Se su-
ponía que uno no podía hablar hasta que el otro había termi-
nado. Era una regla.
“Me gusta tomar”, continuó Karen. “Me gusta la li-
beración. Me gusta su efecto relajante. Cómo me entumece.
No quiero quebrar más. Sólo quiero tomar pero no tomar
demasiado.”
“Sé que se supone que no tengo que decir nada hasta
que el encuentro haya terminado, pero igual quiero señalar
que una de las premisas de AA es que esto es una enferme-
dad progresiva. Tu forma de tomar no va a mejorar. Sólo va
a ponerse cada vez peor y después va a matarte,” dijo Mary.
“¿Y de qué te vas a morir? Todos nos vamos a mo-
rir. No importa a cuantos encuentros vayamos, nos vamos a
morir. ¿Morirse es un fracaso tan grande? ¿Importa la forma
en que nos morimos?”.

46
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

Con mucho esfuerzo, Percival levantó la cabeza y a


través de una boca muy seca incrustada de lo que parecía
arena blanca, dijo, “Sí. Cómo morimos. Cómo vivimos. Sí
que importa”.
“Pero estás colocado. Sé que lo estás. Estás puesto con
esa mierda”, dijo Karen, revoleando las manos. “Esa no es una
forma muy linda de partir, con una sobredosis de heroína”.
“Oh, dios”, dijo Mary. “Creo que rompimos las re-
glas de AA. Es mi culpa. Empecé yo interrumpiendo. Y pido
disculpas”.
Percival miró a Karen.
“No estoy colocado, puta de mierda”.
“¡Andá a cagar! ¡Estás muy colocado!”.
“Karen, voy a tener que pedirte que te vayas”, dijo
Mary. “Podés volver cuando no hayas tomado, ¿OK? Nos
encantará tenerte de vuelta con nosotros. Vamos a rezar por
vos. Pero te ahora tenés que ir”.
Karen se levantó. Un abusador de menores, un he-
roinómano y una mujer severamente deprimida adicta a las
drogas prescritas iban a rezar por ella. Esto la hacía llorar,
hacía que su alma cantara con pena y alegría. “Gracias. Gra-
cias por rezar por mí”.

Cuando llegó a casa, Dan estaba sentado en el sillón del li-


ving, con la luz prendida, leyendo el diario.
“Por favor, no te vayas abajo enseguida. Tenemos
que hablar”.
Se sentó enfrente de él, con su abrigo y los zapatos
todavía puestos. Dan no sabía hablar. Estaba en su lista de
todas las cosas que odiaba de él. Hubo un silencio. Después
dijo, “¿Cómo estás?”.
“¿Cómo estoy? ¿Qué mierda es eso? ¿Algún tipo de
saludo de oficina? ¿Cómo estás? Dios mío, por favor rescata-
me de esto”.
Se lo veía abatido. Por una milésima de segundo,
sintió pena por él. Después pasó.

47
PAULA BOMER

“Dejame probar de vuelta”, dijo él, y suspiró. “¿Qué


tal estuvo la noche?”.
“Andá a cagar”.
“Mirá. Tenemos que pensar en los chicos”.
“¿Pensar en los chicos? Mejor vos dedicate a pensar
en los chicos. Casi ni te conocen”.
“No podés tomar así. En serio, pensá en los chicos.
Te necesitan”.
“Me perdiste, Dan. ¿Vos no tenés que aparecer a
cenar más que dos veces por semana y me decís que piense
en los chicos?”.
“Quiero que dejes de acostarte con ese hombre”.
“Vos y yo no tenemos relaciones”.
Aunque nunca había estado mirando del todo a
Karen, Dan apartó la vista. Parecía que había estado muy
concentrado en alguna cosa en la punta de su larga y aristo-
crática nariz, y ahora simplemente la había apuntado en otra
dirección.
“¿Qué hacés”, preguntó Karen, “si no te estás co-
giendo a otra persona? ¿Te masturbás?”.
Sus ojos se cerraron apenas y su cara se sonrojó un
poco. No era, en ningún sentido, un hombre de carácter
fuerte. “Basta, Karen”.
“Ay, perdón, Dan. ¿Te ofendí? ¿La palabra masturbar
te ofende?”.
Dan se puso de pie. “Perdiste el control. No sé qué
hacer. Quizás tenga que llamar a la policía”.
“¿Llamar a la policía?”.
“Estás borracha y fuera de control…”.
“¿Por qué usé la palabra masturbar?”.
“Voy a tener que meterte en un centro de rehabilita-
ción”. Dan caminó hasta teléfono. Karen lo siguió y revoleó
el teléfono.
“¡Andá a cagar! ¡Yo voy a llamar a la policía! ¿¡Me
tratás como tu esclava de mierda, tu negra de mierda, y vas a
llamara a la policía!?”.

48
UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA

“¡Basta! ¡Pará! ¡No me hablás de esa manera!”


“Ay, ¿que diga negra de mierda te molesta? ¡Negra de
mierda! ¡Negra de mierda negra de mierda negra de mierda!”
“Hacés esto sólo para ser despreciable conmigo”.
Dan se sentó de vuelta y puso la cabeza entre sus manos.
“No sé qué hacer. Lo lamento. Perdón por no haber sido un
buen marido”.
Fue como si una tormenta se hubiera retirado, el cli-
ma apaciguado tan de golpe. Toda la furia se había ido. ¿Era
el poder de la culpa? Lo que quedaba era pena y tristeza y
un vacío que hacía que Karen no pudiera respirar.
“No pidas perdón”, dijo Karen. “Hay gente que está
rezando por mí. ¿Sabés? Hay gente que reza por mí. Me ale-
gra que hayamos tenido esta conversación. Pero podemos
hablar más después. Quizás sobre divorciarnos. No sé”.

Se subió al subte F y se dirigió a la Segunda Avenida. En el


East Village, donde había trabajado, ya nadie la conocía. El
bar había cambiado de firma. Todos parecían ridículamente
jóvenes. ¿Ella había sido así de joven alguna vez? ¿Era eso?
Tomó hasta el amanecer. A la mañana temprano se tomó un
taxi a casa. Desde el Puente de Brooklyn, el sol de un amari-
llo translúcido se reflejaba sobre los barcos en el East River
y sobre los grandes edificios en su orilla, llenos de ventanas.
Era el principio de otro día y, más allá del cemento y la ba-
sura, el aceite en el río y el dolor y el sufrimiento de la gente
y de los animales, el mundo era un lugar glorioso, hermoso.
Le hacía pensar en Dios. El mundo estaba lleno de magia y,
aún así, había sido capaz de arruinar su vida. Convertirla
en un lío. Había esperado que Dan la salvara. Después sus
hijos. Pero los hijos y los maridos no salvaban la vida de
sus esposas ni la de sus madres, no en el universo de Karen.
Ninguna persona puede salvar a otra.
Se acordó de un vuelo que había tomado con Dan,
años atrás, antes de haber dejado de tomar, antes de haber
empezado de vuelta.

49
PAULA BOMER

“Estás furioso conmigo porque no me amás”, había


dicho, de frente, mirándolo con intensidad, deseando ver
que no fuera así.
“¿Qué?”.
“Creés que es mi culpa que no me quieras. Estás eno-
jado porque no soy querible, porque no te inspiro amor”.
“Qué ridículo. Estás loca. Te estás comportando
como una loca”, había dicho él, pero su cara lo había dela-
tado. Era cierto. Lo había shockeado. Karen se dio cuenta,
tomar nunca había sido el problema. Era el no creer en las
verdades que revelaba.
Era tonto ponerse mal por eso. O cualquier cosa. La
desilusión era parte de la vida, de la vida de todos. Y aún así
se preguntaba, ¿qué hacer ahora? ¿Irse a tomar algo por ahí?
Parecía la única respuesta.

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COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS
Ernest Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había
sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la
pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú
colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la
muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía
mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos
en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había
puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los
portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de
colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Si dijo la muchacha—- Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha
esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue
ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar
bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me
refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre—.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad
no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo
es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no
quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿nunca volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son
como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes
cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado,
había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del
río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el
río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos
más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre
la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy
perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se
interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
El no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de
todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos
portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
El recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías.
Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera
del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban
razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada
y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

© Herederos de Ernest Hemingway

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