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CUADERNILLO DE LECTURAS
Agosto 2017
¿Quién cuenta una historia y durante cuánto tiempo puede o debe detenerse a contarla?
¿Desde qué perspectiva la cuenta? ¿Desde qué distancia? ¿Qué deja afuera de su narración?
¿Por qué en las mismas treinta páginas un narrador puede contar los sucesos de una noche o
los de toda una vida?
Los diferentes tipos de narradores y el manejo del tiempo narrativo son dos de las herramientas
más poderosas con las que un escritor puede contar. El objetivo de este taller es, a partir de la
lectura de cuentos tanto clásicos como contemporáneos, repasar y analizar estas dos
nociones, en vista a sacarles el máximo provecho a la hora de enfrentar la propia escritura.
Cronograma de Lecturas.
Jueves 10 / 08:
+ Voces y puntos de vista. Ursula K. Le Guin. Tomado de “Steering the Craft”. Editorial Mariner
Books.
+ “Amorcito”. Anton Chejov. Tomado de “El beso y otros cuentos”. Editorial Edhasa.
Jueves 17 /08:
+ “Sombras sobre un vidrio esmerilado”. Juan José Saer. Tomado de “Cuentos completos”.
Editorial Seix Barral.
+ “El progreso del amor”. Alice Munro. Tomado de “El progreso del amor”. Editorial RBA.
Jueves 24 /08
+ “Un señor muy viejo con unas alas enormes”. Gabriel García Márquez. Tomado de “Todos
los cuentos”. Editorial DeBolsillo.
+ “ La hija del guardabosque”. Claire Keegan. Tomado de “Recorre los campos azules”.
Editorial Eterna Cadencia.
+ “Historias del 14”. Stephen Dixon. Tomado de “Calle y otros relatos”. Editorial Eterna
Cadencia.
Jueves 31 / 08
+ “Un apretón de manos de mierda”. Paula Bomer. Tomado de “Bebé y otros cuentos”. Editorial
Momofuku.
+ “Colinas como elefantes blancos”. Ernest Hemingway. Tomado de “Cuentos”. Editorial
Lumen.
+ “La casa del cerro El pino”. Oscar Colchado. Tomado de “Diez cuentos peruanos”. Editorial
Libro al viento.
VOCES Y PUNTOS DE VISTA.
Steering the craft. Ursula K. Le Guin
Versión adaptada.
Traducción de: Carla Chinzki, Paz Busquet, Julián Martínez Vázquez, Emilio Larrea y Federico Falco.
Punto de vista (PdV) es el término técnico que se utilizar para definir quién cuenta la
historia y cuál es su relación con esa historia.
Esta “persona”, si es un personaje de la historia, es llamada el personaje del PdV. En
caso de que el PdV no pertenezca a un personaje, la otra única “persona” que puede
aparecer como responsable del PdV es el Narrador.
“Voz” es una palabra que los críticos a menudo utilizan para analizar narrativa. Este uso
es siempre metafórico, ya que lo que está escrito no cuenta con voz hasta que es leído en
voz alta. A menudo, decir “voz” es una suerte de atajo para decir autenticidad (escribir
con tu propia voz, captar la verdadera voz de una persona, y así). En este caso, estoy
usando esta palabra de manera naif y pragmática para denominar la voz o las voces que
cuentan la historia, la voz narradora. En este libro, en este punto, trataré voz y punto de
vista tan íntimamente involucrados e interdependientes como si fuesen la misma cosa.
Lo que sigue es mi intento de definir y describir los cinco principales puntos de vista
narrativos. Cada descripción será seguida de un ejemplo: un párrafo narrado en ese PdV,
de una historia inexistente llamada “La princesa Sefrid”. La misma escena cada vez, la
misma gente, los mismos eventos. Solo cambia el punto de vista.
La princesa Sefrid, como se verá al comparar su relación con aquellos otros personajes
de punto de vista, es enteramente confiable.
En la narración en primera persona, el punto de vista (PdV) es el del personaje que dice
“yo”. “Yo” cuenta la historia y está involucrada en ella de manera central. Solo se puede
contar lo que “yo” sabe, siente, percibe, piensa, adivina, espera, recuerda, etc. El lector
puede inferir lo que otros piensan y sienten, y quiénes son, solo a partir de lo que “yo”
ve, escucha y dice sobre ellos.
Me sentí tan extraña y sola entrando a la habitación llena de desconocidos que quise dar la
vuelta y correr, pero Rassa estaba justo detrás de mí, y tuve que avanzar. La gente me
hablaba, le preguntaban a Rassa mi nombre. En mi estado de confusión, no podía distinguir
una cara de la otra ni entender lo que me decían, así que les contestaba casi al azar. Solo por un
momento mis ojos se cruzaron con los de una persona en la multitud, una mujer que me miraba
directamente; en su mirada había una bondad que me hizo desear ir con ella. Parecía alguien
con quien una podría hablar.
El PdV pertenece al personaje llamado “él” o “ella”. “Él” o “ella” cuenta la historia y está
involucrada en ella de manera central. Solo puede ser contado aquello que sabe, siente,
percibe, piensa, adivina, espera, recuerda, etc., el personaje con quien está el PdV. El
lector puede inferir lo que las otras personas sienten y son solo a partir de lo que el
personaje con el PdV observa sobre su comportamiento. Esta limitación a la percepción
de una sola persona podría ser constante a lo largo de todo un libro, o bien el PdV
podría desplazarse de un personaje a otro a lo largo de la narración. Tales cambios se
señalan, por lo general, de alguna manera, y usualmente no ocurren por intervalos
demasiado cortos.
Tácitamente, la tercera limitada es idéntica a la primera persona. Tiene exactamente la
misma limitación esencial: que nada puede ser visto, sabido o contado excepto lo que el
narrador ve, sabe y siente. Ésta limitación concentra la voz y le da un cierto aspecto de
autenticidad.
Pareciera que se pudiera cambiar la narración de primera persona a tercera persona
limitada solo con darle órdenes a la computadora para que cambie el pronombre, luego
corregir las terminaciones verbales a lo largo del texto, y voilà. Pero no es tan simple. La
primera persona es una voz diferente a la tercera limitada. La relación del lector con esa
voz es diferente—porque la relación del autor con ella es diferente. Ser “yo” no es
exactamente lo mismo que ser “él” o “ella”. A la larga, se requiere una energía
imaginativa bastante diferente, tanto para el escritor como para el lector.
No hay garantías, por cierto, de que el narrador limitado en tercera persona sea
confiable.
El flujo de conciencia es una forma particularmente interiorizada de la tercera persona
limitada.
Sefrid se sentía aislada, expuesta, entrando a la habitación llena de extraños. Hubiese dado la
vuelta y regresado a su habitación, pero Rassa estaba justo detrás de ella, y tuvo que avanzar.
La gente le hablaba. Le preguntaba a Rassa su nombre. En su estado de confusión, ella no
podía distinguir una cara de la otra, ni entender lo que le decía la gente. Les contestaba al
azar. Solo una vez, por un momento, una mujer la miró directamente a los ojos atravesando la
multitud; tenía una mirada ávida, bondadosa, que hizo que Sefrid deseara cruzar la
habitación para hablare.
Narrador omnisciente
La historia no está contada desde ningún personaje. Puede haber numerosos PdV
ubicados en diferentes personajes; la voz narradora puede cambiar en cualquier
momento, pasar de un personaje a otro a lo largo de la historia, o bien pasar a un PdV,
percepción, predicción, o análisis que sólo el narrador tiene la capacidad de hacer o
tener. (Por ejemplo, la descripción de una persona que está sola o la descripción de un
paisaje o de una habitación en un momento en el que no hay nadie ahí para verla.) El
narrador tiene la potestad de decirnos qué piensa o siente cualquiera de los personajes,
puede interpretar sus comportamientos e incluso puede emitir juicios respecto de ellos.
Es la voz familiar del que nos cuenta una historia, aquel que sabe al mismo tiempo todo
lo que está pasando en cada uno de los lugares en los que se encuentran los diferentes
personajes, y qué ocurre en el interior de cada uno de ellos, y qué ha pasado, y qué va a
pasar inevitablemente.
Todos los mitos, leyendas y cuentos folclóricos, todas las historias de niños, incluso toda
la ficción producida hasta aproximadamente el año 1915 y una cantidad muy vasta de
ficción posterior a esa fecha, se han servido de esta voz.
En parte como reacción a la afición victoriana por la narración de narradores
omniscientes y por los muchos posibles abusos del mismo, la voz ficcional predominante
en la modernidad es la de la tercera persona limitada en su PdV.
El narrador omnisciente es el más obvio y abiertamente manipulador de todos los
puntos de vista. Pero la voz de aquel narrador que conoce toda la historia, la voz que
cuenta la historia porque ésta es importante, la voz que está profundamente involucrada
con todos los personajes, no puede ser desestimada sólo por estar “pasada de moda” o
por ser poco cool. El narrador omnisciente no es solo la voz más antigua y la más
ampliamente utilizada para contar cuentos, es también el más versátil, flexible y
complejo de todos los puntos de vista—y probablemente, llegado este punto, el más
difícil para los escritores.
Narrador imparcial (“la mosca en la pared”, “el ojo de la cámara”, “narrador objetivo”)
Princesa Sefrid: narrador imparcial (“la mosca en la pared”, “el ojo de la cámara”, “el
narrador objetivo”)
La princesa de Tufar entró en la habitación seguida muy de cerca por el hombre grande de
Hemm. Caminó con pasos largos, los brazos a los costados y los hombros para adentro. Tenía el
pelo grueso y electrizado. Se quedó quieta hasta que el hombre de Hemm la presentó,
llamándola Princesa Sefrid de Tufar. Sus ojos no se fijaron en los ojos de ninguno de los que se
amontonaron alrededor de ella, mirándola y haciéndoles preguntas. Ninguno intentó tocarla.
La chica respondía brevemente a todo lo que se le decía. Ella, y una mujer mayor que estaba
cerca de las mesas de comida, intercambiaron miradas.
Narrador- observador en primera persona. (Narrador testigo en primera)
Ella usaba ropa Tufariana, una bata roja y pesada que Anna no había visto en quince años.
Empujada hacia adelante por su dueño, un negrero de Hemmia llamado Rassa, la princesa
parecía pequeña, encorvada, a la defensiva, pero mantenía una distancia alrededor suyo que
era todo lo que poseía. Era una prisionera, una exiliada, y sin embargo Anna veía en su rostro
joven el orgullo y la amabilidad que amaba en los Tufarianos, y por eso ansiaba mucho hablar
con ella.
Soy tan puntillosa en los detalles porque el problema más frecuente que encuentro en los
talleres de narrativa (también en trabajos publicados) está en el manejo de los Puntos de
Vista: inconsistencias e innecesarios cambios frecuentes del PdV.
Es un problema incluso en la no ficción, cuando el autor empieza diciendo qué estaba
pensando la tía Jane y por qué el tío Fred se tragó la arandela. Un biógrafo no tiene
derecho de cambiar el punto de vista salvo que indique que los pensamientos de la tía
Jane y las motivaciones del tío Fred son solo suposiciones, opiniones o interpretaciones.
Los biógrafos no pueden ser omniscientes, ni siquiera por un segundo.
En la ficción, las inconsistencias en el PdV son un problema frecuente. Salvo que se
manejen con cuidado y talento, los cambios en el punto de vista marean al lector, lo
hacen ir de un lado al otro con identificaciones incompatibles, emociones confusas,
enredando la historia.
El cambio de un PdV a cualquiera de los otros cinco mencionados arriba es sumamente
riesgoso. Pasar de primera a tercera persona es siempre un gran cambio, o de un
narrador omnisciente a un narrador observador. El cambio modificará toda la estructura
y el tono de la narración.
Los cambios dentro de una tercera persona limitada, pasando de la mente de un
personaje a la de otro, también requiere de advertencias y cuidados. El escritor tiene que
tener recaudos, razones para hacerlo y tener el control de todos los cambios de PdV.
Amorcito
Antón Chéjov
Oleñka, la hija del asesor de colegio retirado Plemiannikov, estaba sentada, pensativa,
en un peldaño del pórtico, en el patio de su casa. Hacía calor, las moscas insistían en
molestar y resultaba agradable pensar que la noche ya estaba cerca.
Desde el este avanzaban oscuras nubes y, de vez en cuando, llegaba una brisa húmeda.
De pie, en medio del patio, mirando al cielo, estaba Kukin, empresario del parque de
diversiones Tívoli, quien se hospedaba en un pabellón de la casa.
—¡Otra vez! —decía con desesperación—. ¡Otra vez habrá lluvia! ¡Todos los días llueve,
todos los días! Como si fuera a propósito… ¡Es la muerte! ¡Es la ruina! ¡Todos los días
tengo tremendas pérdidas!
Agitó los brazos y prosiguió, dirigiéndose a Oleñka:
—Ya ve usted, Olga Semionovna, cómo es nuestra vida. ¡Es para llorar! Uno trabaja, se
afana, sufre, no duerme de noche, pensando en la manera de mejorar las cosas y todo
¿para qué? Por un lado, es el público, ignorante y salvaje. Le doy la mejor opereta, la
magia, excelentes cupletistas, pero ¿le interesa eso acaso? ¿Lo entiende acaso? No, lo
que el público necesita es un teatro de feria. ¡Quiere vulgaridades! Por otro lado, mire
usted el tiempo. Casi todas las noches llueve. Desde que empezó, el diez de mayo, siguió
lloviendo sin parar todo el mes de mayo y luego también en junio, ¡es algo terrible! El
público no viene, y sin embargo el arrendamiento ¿lo pago o no? A los actores ¿les pago
o no?
Al atardecer del día siguiente el cielo volvió a nublarse y Kukin decía con risa histérica:
—¡Muy bien!… ¡Que llueva! ¡Que se inunde todo el parque y que me ahogue allí mismo!
Ya sé que no voy a tener suerte en este mundo ni tampoco en el otro… ¡Que los actores
me demanden ante el juzgado! ¡Que me manden a Siberia a los trabajos forzados! ¡Que
me lleven al cadalso! ¡Ja, ja, ja!
Al tercer día sucedió lo mismo… Oleñka escuchaba a Kukin en silencio, con expresión
seria, y a veces las lágrimas asomaban a sus ojos. Al final, las desgracias de Kukin la
conmovieron y terminó enamorándose de él. Era flaco, de baja estatura, con cara
amarilla y el cabello peinado sobre las sienes; hablaba con una débil vocecita de tenor y
al hablar torcía la boca; en su cara siempre estaba reflejada la desesperación; y a pesar de
todo, suscitó en Oleñka un sentimiento auténtico y profundo. Constantemente, ella
amaba a alguien y no podía vivir sin ello. Antes amaba a su papá, que ahora estaba
enfermo y pasaba el tiempo sentado en su sillón, a oscuras, respirando con dificultad;
luego amaba a su tía, que vivía en Briansk y los visitaba una vez cada dos años; y antes
aun, cuando era alumna del colegio, amaba a su profesor de francés. Era una señorita
apacible, bondadosa y compasiva, de mirada mansa y tierna; tenía buena salud. Mirando
sus llenas y sonrosadas mejillas, su blanco y suave cuello, que tenía un lunar, su ingenua
y bondadosa sonrisa, que aparecía en su rostro cuando ella escuchaba algo agradable,
los hombres pensaban: «Sí, no está mal…» y sonreían también, mientras que las damas
no podían contenerse y, en plena conversación, la asían de la mano y exclamaban,
contentas: —¡Amorcito! La casa que habitaba desde el día de su nacimiento y que en el
testamento estaba anotada a su nombre, se hallaba en un extremo de la ciudad, en el
arrabal gitano, cerca del parque Tívoli; por las noches, al oír la música y el estallido de
los cohetes, ella imaginaba a Kukin desafiando a su destino y acometiendo en un ataque
frontal contra su principal enemigo: el indiferente público; su corazón latía con dulce
ansiedad, ahuyentando el sueño, y cuando él, a la madrugada, regresaba a casa, ella,
desde su dormitorio, golpeaba suavemente en la ventana y le sonreía con cariño, sin
mostrarle, a través de las cortinas, más que la cara y un hombro… Él pidió su mano y se
casaron. Y cuando vio mejor su cuello y sus hombros redondeados y sanos, levantó los
brazos y exclamó:
—¡Amorcito!
Era dichoso, pero como llovió el día de la boda y también por la noche, su rostro no
cesaba de trasuntar un aire de desesperación.
Después de la boda las cosas marcharon bien. Ella atendía la caja, vigilaba el orden en el
parque, anotaba los gastos, se ocupaba de pagar los sueldos, y sus mejillas rosadas, junto
con su ingenua y radiante sonrisa, aparecían fugazmente ya en la ventanilla de la
boletería, ya entre bastidores, ya en el bufet. Y ya empezaba a decir a sus conocidos que
lo más notable, lo más importante y lo más necesario que había en el mundo era el teatro
y que sólo en el teatro uno podía obtener el gozo auténtico y llegar a ser culto y humano.
—Pero ¿acaso el público lo es capaz de entenderlo? —decía ella—. Lo que él necesita es
teatro de feria. Anoche poníamos en escena Fausto al revés y casi todos los palcos
estaban vacíos; si Vanechka y yo hubiéramos ofrecido alguna obra vulgar, puedes estar
seguro, el teatro habría estado repleto. Mañana Vanechka y yo representaremos Orfeo
en los infiernos. ¡Venga usted también!
Todo lo que Kukin decía sobre el teatro y los actores, lo repetía ella también. Igual que
él, despreciaba al público por su indiferencia hacia el arte y por su ignorancia; intervenía
en los ensayos, dando indicaciones a los actores; vigilaba la conducta de los músicos, y
cuando el periódico local publicaba alguna nota desfavorable al teatro, ella lloraba y más
tarde iba a la redacción a pedir explicaciones.
Los actores la querían y la llamaban «Amorcito» y «Vanechka y yo»; a su vez ella los
compadecía y les daba pequeños préstamos, y cuando la engañaban a veces, lloraba a
escondidas, sin quejarse a su marido.
También en invierno las cosas marchaban bien. Arrendaron el teatro de la ciudad por
toda la temporada y lo alquilaban por períodos breves ya al elenco ucraniano, ya al
prestidigitador, ya a los aficionados locales. Oleñka engordaba y resplandecía de
satisfacción, mientras que Kukin se tornaba más flaco y más amarillo y se quejaba de las
tremendas pérdidas, aunque durante todo el invierno las cosas iban bastante bien. Por
las noches tosía y ella le hacía beber té de frambuesa y de tilo, le frotaba el pecho con
agua de colonia y lo envolvía en sus suaves chales.
—¡Lindo mío! —le decía con absoluta sinceridad, alisándole los cabellos—. ¡Lindito
mío!
Durante la cuaresma Kukin viajó a Moscú para formar la compañía y ella no podía
dormir sin él y pasaba las noches junto a la ventana, mirando las estrellas. En aquellos
momentos se comparaba con las gallinas, que tampoco duermen de noche y se sienten
intranquilas, si el gallo no está en el gallinero. Kukin se demoró en Moscú, le escribió
que pensaba volver para la Semana Santa y en sus cartas ya hacía disposiciones con
respecto a Tívoli. Pero en víspera del Lunes Santo, a avanzadas horas de la noche,
resonaron de repente lúgubres golpes en el portón; alguien golpeaba el postigo y éste
retumbaba como un tonel: ¡bum! ¡bum! ¡bum! La somnolienta cocinera corrió a abrir la
puerta, chapoteando en los charcos con los pies descalzos.
—¡Abra, por favor! —decía del otro lado del portón una sorda voz de abajo—. ¡Un
telegrama!
También antes Oleñka recibía telegramas de su marido, pero esta vez, sin saber por qué,
se quedó atónita. Con manos temblorosas abrió el telegrama y leyó lo siguiente:
«Iván Petrovich falleció hoy súbitamente coratán esperamos disposiciones tepelio
martes».
Así estaba en el telegrama: «tepelio» y una palabra incomprensible «coratán»; la firma era
del director de la compañía de operetas.
—¡Palomito mío! —exclamó entre sollozos Oleñka—. ¡Vanechka, querido mío! ¿Para
qué te habré yo encontrado? ¿Para qué te habré yo conocido y amado? Y ¿Por qué
dejaste sola a tu pobre y desgraciada Oleñka?
El sepelio de Kukin se realizó el martes, en Moscú, en el cementerio de Vagañkovo;
Oleñka regresó a casa el miércoles y apenas entró en su dormitorio cayó sobre la cama y
comenzó a llorar en voz tan alta que se la oía en la calle y en las casas vecinas.
—¡Amorcito! —decían las vecinas, persignándose—. Amorcito, Olga Semionovna,
¡cómo se desespera la pobre!
Tres meses después, Oleñka regresaba un día de misa, triste, vestida de riguroso luto.
Por casualidad, caminaba a su lado un vecino suyo, Vasily Andreich Pustovalov,
encargado del depósito de maderas del mercader Babakaiev. También él salía de la
iglesia; llevaba un sombrero de paja y un chaleco blanco con cadenita de oro, y más
parecía un terrateniente que un comerciante.
—Cada cosa tiene su orden, Olga Semionovna —decía en tono reposado y con
compasión en su voz—. Si alguno de nuestros íntimos se muere es porque Dios lo desea
así, y en estos casos debemos recordarlo y resignarnos.
Después de acompañar a Oleñka hasta la puerta de su casa, él se despidió y siguió su
camino. Durante el resto del día, su reposada voz resonó en los oídos de Oleñka y
apenas cerraba ella los ojos se le aparecía su oscura barba. Por lo visto, ella a su vez le
causó impresión, ya que poco tiempo después fue a visitarla una señora de edad, a quien
ella apenas conocía y quien, no bien se había sentado a la mesa, se puso a hablar sin
tardanza acerca de Pustovalov, en el sentido de que era una persona buena y seria y que
cualquier mujer estaría muy contenta, casándose con él. Tres días más tarde el mismo
Pustovalov le hizo una visita; se quedó poco tiempo, unos diez minutos, y habló poco,
pero Oleñka lo quería ya, lo quería tanto, que no pudo pegar ojo en toda la noche, ardía
como si tuviera fiebre y a la mañana siguiente mandó llamar a la señora de edad. Al cabo
de poco tiempo se comprometieron; luego celebraron la boda.
Después del casamiento las cosas marcharon bien. Habitualmente él permanecía en el
depósito de maderas hasta la hora de almorzar, luego iba a hacer diligencias y lo
reemplazaba Oleñka, quien quedaba en la oficina hasta la noche, escribiendo las cuentas
y despachando las mercaderías.
—El precio de la madera sube ahora cada año un veinte por ciento —decía ella a los
compradores y a sus conocidos—. Figúrese, antes vendíamos maderas locales, pero
ahora Vanechka tiene que viajar todos los años a las provincias de Moguilev para buscar
madera. ¡Y qué tarifas! —exclamaba, cubriéndose ambas mejillas con las manos, en
señal de terror—. ¡Qué tarifas!
Le parecía que desde tiempos remotos se dedicaba a comerciar en madera, que lo más
importante y lo más necesario en la vida era la madera y que había algo íntimo y
conmovedor en las palabras: viga, estaca, tabla, listón, alfarjía, rollizo, tirantillo,
costero… Por las noches soñaba con montañas enteras de tablones y de tirantes; con
interminables caravanas de carros que transportaban madera a largas distancias; soñaba
que todo un regimiento de troncos, del tamaño de doce por cinco, atacaba el depósito
de madera en una acción de guerra, y que los troncos, las vigas y los costeros se
golpeaban, emitiendo el sonoro ruido de madera seca; todos caían y de nuevo se
levantaban encaramándose unos sobre otros; Oleñka dejaba escapar un grito y se
despertaba, mientras Pustovalov le decía con ternura:
—Oleñka, ¿qué tienes, querida? ¡Persígnate!
Sus pensamientos eran los mismos que los de su marido. Si él opinaba que en la
habitación hacía calor o que los negocios marchaban con cierta lentitud, lo mismo
pensaba ella. Su marido no era afecto a las diversiones y en los días festivos se quedaba
en casa; ella hacía lo mismo.
—Ustedes siempre están en casa o en la oficina —les decían sus conocidos—. ¿Por qué
no van alguna vez al teatro o al circo?
—Vanechka y yo no tenemos tiempo para ir al teatro —respondía ella con dignidad.
Somos gente de trabajo y no estamos para estas cosas. Y además ¿qué hay de bueno en
estos teatros?
Los sábados iban a oír Las Vísperas, los días de fiesta a misa y, regresando de la iglesia,
caminaban juntitos, con rostros enternecidos; los dos olían bien y el vestido de seda de
ella producía un agradable murmullo; en casa tomaban té con pan de leche y con toda
clase de dulces, luego comían un pastel. Todos los días, a mediodía, en el patio de la
casa y aun en la calle flotaba un sabroso olor a borsch, cordero asado o pato; en los días
de vigilia olía a pescado y no se podía pasar cerca del portón sin sentir ganas de comer.
El samovar en la oficina siempre estaba con agua hirviente y a los clientes se les
convidaba con té y rosquillas. Una vez por semana los esposos iban a la casa de baños y
volvían caminando juntitos, los dos con rostros colorados.
—Estamos bien, gracias a Dios —decía Oleñka a sus conocidos—. ¡Ojalá que todos
vivan como nosotros!
Cuando Pustovalov partía a la provincia de Moguilev para traer madera, ella lo
extrañaba mucho, no podía dormir por las noches, lloraba. A veces la visitaba el
veterinario militar Smirnin, hombre joven, que alquilaba un pabellón de su casa. Le
contaba alguna historia o jugaba con ella a los naipes y esto la divertía. Especialmente
interesantes resultaban los relatos de su propia vida familiar; estaba casado y tenía un
hijo, pero se hallaba separado de su mujer porque ella lo había engañado; ahora la
odiaba y le enviaba mensualmente cuarenta rublos para la manutención del niño.
Escuchándolo, Oleñka suspiraba y meneaba la cabeza, y sentía lástima por él.
—¡Que Dios guarde a usted! —decía, despidiéndolo, mientras lo acompañaba con la
bujía hasta la escalera—. Gracias por haber compartido mi aburrimiento y que la Reina
de los cielos le dé a usted mucha salud…
Imitando a su marido, se expresaba siempre en forma digna y juiciosa; el veterinario
desaparecía detrás de la puerta, cuando ella lo llamaba para decir:
—Sabe, Vladimir Platonich, debería usted de hacer las paces con su mujer. Debería de
perdonarla, aunque sea por el hijo… El chico, seguramente, ya entiende todo.
Y cuando regresaba Pustovalov, le contaba a mecha voz acerca del veterinario y de su
desdichada vida familiar, y los dos suspiraban, meneando la cabeza, y hablaban sobre el
chico, que, seguramente, extrañaba a su padre; luego, por un extraño correr del
pensamiento, ambos se colocaban ante los iconos y, haciendo profundas reverencias,
rogaban a Dios que les mandara hijos.
Y así vivieron los Pustovalov en paz, en amor y en completa concordia durante seis años.
Pero una vez, en invierno, Vasily Andreich, después de beber té caliente en el depósito,
salió sin la gorra a despachar madera, tomó frío y cayó enfermo. Lo atendían los
mejores médicos de la ciudad, pero la enfermedad se impuso y él murió al cabo de cuatro
meses. Y de nuevo Oleñka quedó viuda.
—¿Por qué me has abandonado, palomito mío? —sollozaba después del entierro—.
¿Cómo voy a vivir ahora sin ti, sola y desgraciada? Buena gente, tengan piedad de mí
que soy una huérfana…
Llevaba vestido negro con crespones y desechó para siempre el sombrerito y los
guantes; salía pocas veces y sólo lo hacía para ir a la iglesia o a visitar la tumba de su
marido; vivía en su casa como una monja. Y sólo al transcurrir seis meses, se quitó los
crespones y comenzó a abrir los postigos de las ventanas. A veces se la veía ir al mercado
con su cocinera, pero cómo vivía ahora en su casa y qué pasaba ahora allí, de eso sólo
podían hacerse conjeturas. Algunos, por ejemplo, adivinaban algo porque la habían
visto tomar el té en su pequeño jardín, en compañía del veterinario, quien le leía el
periódico en voz alta, y aun porque, al encontrarse en el correo con una dama conocida,
Oleñka le había dicho:
—Nuestra ciudad carece de un adecuado control veterinario y ésta es la causa de
muchas enfermedades. En todo momento se oye hablar de que la gente se enferma por
causa de la leche y porque se contagian de los caballos y de las vacas. En realidad, hay
que cuidar la salud de los animales domésticos de la misma manera como se cuida la de
las personas.
Repetía las ideas del veterinario y sobre cualquier asunto tenía ahora la misma opinión
que tenía él. Era evidente que no podía pasar ni siquiera un año sin cariño y que
encontró su nueva dicha en un ala de su propia casa. A otra mujer en su lugar la
hubieran juzgado con severidad, pero nadie podía pensar mal de Oleñka, pues todo era
muy claro en su vida. Ni ella ni el veterinario revelaban a nadie el cambio que se había
operado en sus relaciones; más aun, trataban de ocultarlo, pero no lo lograban, ya que
Oleñka no podía tener secretos. Cuando lo visitaban los colegas del regimiento, ella,
sirviéndoles el té o la cena, se ponía a hablar de la peste de los vacunos, de la perlesía, de
los mataderos de la ciudad, mientras que él se sentía terriblemente confundido y, una
vez retirados los visitantes, la cogía por la mano y le susurraba, enojado:
—¡Te he pedido ya que no hables de lo que no entiendes! Cuando los veterinarios
conversamos entre nosotros, hazme el favor de no entrometerte. ¡Al final, esto ya resulta
tedioso!
Ella lo miraba, sorprendida y alarmada, y le preguntaba:
—Volodechka ¿y de qué quieres que hable?
Y lo abrazaba, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no se enojara, y ambos eran
dichosos.
Empero, esta dicha no fue larga. El veterinario se había ido junto con su regimiento, se
había ido para siempre, ya que el regimiento había sido trasladado muy lejos, poco
menos que a Siberia. Y Oleñka quedó sola.
Esta vez estaba ya completamente sola. Su padre hacía tiempo ya que había muerto y su
sillón se hallaba tirado en el desván, cubierto de polvo y con una pata menos. Ella estaba
más delgada y menos bella, y en la calle los transeúntes ya no la miraban como antes ni le
sonreían; por lo visto, habían pasado ya sus mejores años, se había quedado atrás, y
comenzaba ahora una nueva vida desconocida, en la cual mejor era no pensar. Al
anochecer, Oleñka se sentaba en el pórtico y desde el Tívoli llegaba a sus oídos la música
y el estallido de los cohetes pero eso ya no suscitaba en ella ninguna clase de ideas.
Paseaba su mirada indiferente por el patio vacío, sin pensar ni desear nada, y luego, al
llegar la noche, iba a dormir; en los sueños se le aparecía su patio desierto. Comía y
bebía como por obligación.
Pero lo fundamental, y lo peor, era no tener ninguna opinión. Ella veía los objetos que la
rodeaban y comprendía todo lo que pasaba alrededor de ella, pero no podía formar su
opinión sobre ningún asunto ni sabía tampoco de qué hablar. ¡Y qué terrible resulta no
tener ninguna opinión! Se ve, por ejemplo, una botella en pie, o si está lloviendo, o bien
un mujik está viajando en su carro, pero para qué está allí la botella o la lluvia, o el mujik
y qué sentido tienen, eso ni se sabe ni se sabría explicar, aunque le dieran a uno mil
rublos. En los tiempos de Kukin y de Pustovalov y más tarde con el veterinario Oleñka
podía explicarlo todo y hubiera podido dar su opinión sobre cualquier asunto, ahora, en
cambio, sus pensamientos y su corazón estaban tan desiertos como su patio. Y sentía
miedo y amargura, como si hubiera comido ajenjo hasta hartarse.
Poco a poco, la ciudad se ensanchaba en todas direcciones; el arrabal gitano era una
calle, y en el sitio donde antes tenían ubicación el parque Tívoli y los depósitos de
madera, crecieron edificios y se formó una red de callejuelas. ¡Cuán rápido corre el
tiempo! La casa de Oleñka se tornó más oscura, el techo está oxidado, el cobertizo
tiende a inclinarse hacia un costado y todo el patio exterior se halla cubierto de maleza y
de ortigas. La misma Oleñka está más vieja y más fea; en verano permanece sentada en
el pórtico, y su alma, igual que antes, está vacía; sólo hay en ella un tedio y un leve sabor
a ajenjo. En invierno ella se queda sentada junto a la ventana, contemplando la nieve. Y
cuando llega un soplo de primavera, cuando el viento trae el tañido de las campanas de
la catedral, y los recuerdos del pasado de golpe invaden su mente, su corazón se oprime
con dulzura y le hace derramar abundantes lágrimas, pero sólo por un instante; luego
vuelve el vacío y uno no sabe para qué vive. Bryska, la gatita negra, buscando mimos,
ronronea suavemente, pero estas caricias gatunas no conmueven a Oleñka. ¿Acaso es
esto lo que ella necesita? Si tuviera un amor que se apoderara de todo su ser, su alma, su
mente; que le diera ideas, dirección a su vida; que calentara su sangre aletargada…Y ella
echa a la negra Bryska de sus rodillas, diciéndole con fastidio:
—Vete, vete… ¡Nada tienes que hacer aquí! Y así día tras día, año tras año, sin ninguna
alegría y sin ninguna opinión. Con lo que decía Mayra, la cocinera, estaba ya todo dicho.
Al anochecer de un caluroso día de julio, cuando por la calle arreaban un rebaño y nubes
de polvo llenaban el patio, de pronto alguien golpeó en el portón. Oleñka misma fue a
abrir y apenas miró al visitante quedó atónita: en la calle estaba el veterinario Smirnin,
ya canoso y vestido de civil. De repente ella recordó todo y, sin poder contenerse,
rompió a llorar y apoyó la cabeza sobre el pecho de él; sin decir una palabra, presa de
una fuerte agitación, no se dio cuenta cómo habían entrado en la casa y cómo se habían
sentado a la mesa para tomar el té.
—¡Palomito mío! —murmuraba, temblando de alegría—. ¡Vladimir Platonich! ¿De
dónde lo trae Dios?
—Quiero instalarme aquí definitivamente —contaba él—. Pasé a retiro y quiero probar
suerte aquí; anhelo una vida libre y estable. Además, ha llegado el momento de mandar a
mi hijo al colegio de secundaria. Ha crecido. Me he reconciliado con mi mujer ¿sabe?
—¿Y dónde está ella? —preguntó Oleñka. —Está en una hostería, junto con mi hijo,
mientras yo ando buscando un apartamento.
—Dios mío, y ¿por qué no toma mi casa? ¿Acaso no sirve para vivir? Ay Dios, si yo no
pienso cobrarles… —se agitó Oleñka y volvió a llorar—. Ustedes vivirán aquí… para mí
es suficiente el pabellón. ¡Qué alegría, Dios mío!
Al día siguiente ya estaban pintando el techo y blanqueando las paredes de la casa y
Oleñka, en jarras, andaba por el patio dando órdenes. Su rostro estaba iluminado por su
antigua sonrisa, y toda ella parecía animada y remozada, como si se hubiera despertado
de un largo sueño. Llegó la mujer del veterinario, una dama flaca y fea, de cabellos
cortos y cara caprichosa, acompañada de Sasha, un niño regordete, de claros ojos
azules, con hoyuelos en las mejillas, y cuya poca estatura no correspondía a su edad
(tenía nueve años cumplidos).Y apenas entró en el patio, el chicuelo se puso a correr tras
la gata y no tardó en oírse su risa alegre.
—¡Tía!… ¿Es suya esta gata? —preguntó a Oleñka—. Cuando tenga crías, regálenos,
por favor, un gatito. A mamá le dan mucho miedo los ratones.
Oleñka conversó con él, le hizo tomar el té y sintió de repente que entraba un calor
agradable en su pecho y que su corazón se oprimía dulcemente como si el chiquillo fuese
su hijo. Y cuando, por la tarde, él estaba haciendo los deberes en el comedor, ella lo
miraba con ternura, susurrando:
Palomito mío… lindito… ¡Chiquillo mío, qué inteligente que eres, qué blanquito!
—Se llama isla una porción de tierra —leyó el chico— rodeada de agua por todas partes.
—Se llama isla una porción de tierra… —repitió ella, y era esta la primera opinión suya
expresada con seguridad, después de tantos años de silencio y de vacío en la mente.
Y ya tenía sus opiniones y durante la cena conversaba con los padres de Sasha acerca de
las dificultades que los niños tenían ahora para estudiar en los colegios, recalcando que,
a pesar de todo, la instrucción clásica era mejor que la profesional, por cuanto el colegio
ofrecía todas las perspectivas: uno podía estudiar luego lo mismo para médico que para
ingeniero.
Sasha empezó a ir al colegio. Su madre había ido a Karkov, para visitar a su hermana y
no volvía; su padre partía todos los días a inspeccionar rebaños y solía pasar afuera
varios días, y le parecía a Oleñka que Sasha quedaba completamente abandonado, que
era un extraño en casa de sus padres y que se moría de hambre; y ella lo trasladó a su
pabellón y lo acomodó allí en una pequeña habitación.
Hace ya medio año que Sasha vive en su casa. Todas las mañanas Oleñka entra en su
cuarto, el niño duerme profundamente, sin respirar, apoyando la mejilla en una mano.
Le da lástima despertarlo.
—¡Sasheñka, Sasheñka! —le dice tristemente—. ¡Levántate, palomito! Es hora de ir al
colegio.
El muchacho se levanta, se viste, dice una oración y se sienta a tomar el té; bebe tres
vasos de té y come dos rosquillas y la mitad de un pan francés con manteca. Aún no se ha
despertado del todo y está de mal humor.
—Sasheñka, no conoces la fábula de memoria; no la has aprendido bien —dice Oleñka y
lo mira de tal manera, como si lo despidiera para un largo camino—. Estoy preocupada
por ti. Trata de estudiar bien, palomito… Hay que obedecer a los profesores.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —dice Sasha.
Luego él va por la calle al colegio, pequeñito, pero con una gorra grande y con un
cartapacio a la espalda. Tras él camina sigilosamente Oleñka.
¡Sasheñka—a! —lo llama.
Él se vuelve y ella le pone en la mano un dátil o un caramelo. Al doblar por el callejón en
que está el colegio, el chico siente vergüenza de ser acompañado por una mujer alta y
corpulenta; vuelve la cabeza y dice:
—Regresa a casa, tía; a partir de aquí ya llegaré solo.
Ella se detiene y lo sigue con la mirada, sin pestañear hasta que el chicuelo desaparece
en la entrada del colegio. ¡Ah, cómo lo quiere! Entre sus cariños anteriores ninguno
había sido tan profundo; nunca su alma se había sometido de manera tan desinteresada,
tan abnegada y tan placentera como ahora, al tomar cada vez más incremento su
sentimiento maternal. Por este chiquillo, que le era extraño, por los hoyuelos de sus
mejillas, por su gorra, ella daría su vida, la daría con satisfacción, con lágrimas de
alegría. ¿Por qué? Vaya uno a saber por qué…
Después de acompañar a Sasha al colegio, regresa a casa, sin apresurarse, satisfecha,
sosegada, llena de amor; su rostro, rejuvenecido en el último año y medio, sonríe,
radiante; los transeúntes, mirándola, sienten satisfacción y le dicen:
—¡Buenos días, Olga Semionovna! ¿Cómo le va, amorcito?
—Ahora ya no es tan fácil estudiar en el colegio —cuenta ella en el mercado—. Figúrese,
ayer, en primer año mandaron tantos deberes: una traducción del latín, un problema y
una fábula de memoria… ¿Acaso es fácil para un chico?
Y ella se pone a hablar de los deberes, de los profesores, de los manuales, diciendo lo
mismo que dice Sasha.
Después de las dos almuerzan juntos; al anochecer, juntos hacen los deberes y lloran.
Acostándolo en la cama, lo santigua largamente y susurra una oración; luego, acostada
ella misma, piensa en aquel lejano y nebuloso futuro en que Sasha, terminados sus
estudios, será algún día médico o ingeniero, tendrá una gran casa propia, caballos y
carruajes; se casará y tendrá hijos… Ella se duerme, pensando siempre en lo mismo, y de
sus ojos cerrados se asoman las lágrimas y se deslizan lentamente por las mejillas. Y la
gatita negra está recostada cerca de ella y ronronea:
—Mur… mur… mur…
De repente se oyen fuertes golpes en el portón. Oleñka se despierta y el miedo le corta la
respiración; su corazón late con fuerza. Pasa medio minuto y vuelven a resonar los
golpes. «Debe ser un telegrama de Karkov —piensa ella y todo su cuerpo empieza a
temblar—. La madre quiere que Sasha vaya a vivir con ella, en Karkov… ¡Dios mío!».
Está presa de desesperación; la cabeza, los pies y las manos se le ponen fríos y, al
parecer, en todo el mundo no hay persona más desdichada que ella. Pero transcurre un
minuto más, se oyen voces: es el veterinario que regresó del club. «Ah bueno, no es nada,
gracias a Dios», piensa ella. Poco a poco cae el peso de su corazón y vuelve a sentirse
bien; se acuesta y piensa en Sasha, quien duerme profundamente en la habitación vecina
y, de vez en cuando, dice en sueños:
—¡Te voy a dar! ¡Vete! ¡No me toques!
Sombras sobre un vidrio esmerilado
De Juán José Saer
¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora estoy sentada en
el sillón de Viena, en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se
desviste en el cuarto de baño. Parece muy sencillo al pensar "ahora", pero al
descubrir la extensión en el espacio de ese "ahora", me doy cuenta enseguida de
la pobreza del recuerdo. El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada
"ahora", y el resto del "ahora" no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces,
y de un modo muy fugaz, como recuerdo. Tomemos el caso de mi seno
derecho. En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros senos crecían
lentamente en otros pechos menos gastados por el tiempo que el mío? Y en este
ahora en el que veo la sombra de mi cuñado Leopoldo preyectándose sobre los
vidrios de la puerta del cuarto de baño y llevo la mano hacia el corpino vacío,
relleno con un falso seno de algodón puesto sobre la blanca cicatriz, ¿cuántas
manos van hacia cuántos senos verdaderos, con temblor y delicia? Por eso digo
que el presente es en gran parte recuerdo y que el tiempo es complejo aunque a
la luz del recuerdo parezca de lo más sencillo.
Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y
seis años y he publicado tres libros: "El camino perdido", "Luz a lo lejos" y "La
dura oscuridad". Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose
agrandada sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da propiamente
al living, sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque
está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he
traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El
sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente
por el calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros
polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale
nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y pidió turno para el
médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome lentamente veo como
Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y después se da
vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el
pantalón. Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da
forma al corpino en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto
crecer y cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero nunca he
podido soportar ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque
he permanecido intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente
inmutabilidad. Y he descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo
que le permite a una seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una
intacto, puede cambiarla para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el
vidrio esmerilado, de un modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se
inclina para sacarse el pantalón, encorvándose para desenfundar una pierna
primero, irguiéndose al conseguirlo, y volviéndose a encorvar para sacar la
otra, irguiéndose otra vez en seguida.
("Sombras" "Sombras sobre" "Cuando una sombra sobre un vidrio veo" No.) Ese
chico, ¿cómo se llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la
mesa redonda sobre la influencia de la literatura en la educación de la
adolescencia. Yo no quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino el
editor y me dijo: "¿No te parece que si te presentaras más seguido en público
para exponer tus puntos de vista "La dura oscuridad" podría salir un poco más,
Adelina? " Así que me vi sentada en el escenario frente a la sala llena. Había
cientos de caras que me miraban esperando que yo diera mi opinión, en ese
salón frío y lleno de ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa.
Hice una corta exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me
inhibía mucho. (Leopoldo acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo
desde las botamangas, con el brazo alzado para conservar la raya. Después lo
dobla y comienza a pasarlo por el travesaño de una percha; lo veo.) Cuando
terminé de hablar, Tomatis se echó a reír. "La señorita Flores -dijo, riéndose y
poniéndose como pensativo— ha dicho hermosas palabras sobre la condición
de los seres humanos. Lástima que no sean verdaderas. Digo yo, la señorita
Flores, ¿ha estado saliendo últimamente de su casa? " Los cientos de personas
que estaban sentadas contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una
palabra más; y cuando terminó la mesa redonda y fuimos a la comida que nos
ofreció la universidad, Tomatis se sentó al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo
charlando y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte se volvió hacia
mí y me dijo: "¿Usted no cree en la importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí
creo. Eso les pasa a ustedes, los de la vieja generación: han fornicado demasiado
poco, o en su defecto nada en absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno
de menos. No, no estoy borracho. O sí, capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No
piensa que usted misma lo ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae
muy simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena.
Perdóneme la franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina,
sabe, romper la camisa de fuerza del soneto -porque las formas heredadas son
una especie de virginidad— y empezar con otra cosa. Me juego la cabeza de que
usted es capaz de salir adelante. Usted que la tiene cerca, páseme esa botella de
vino. Gracias". Recuerdo perfectamente el lugar: un restaurante del centro con
manteles cuadriculados, rojos y blancos, los platos sucios, los restos de pescado,
y las botellas de vino tinto a medio vaciar. Ahora Leopoldo se ha sacado el
calzoncillo y lo observa. Ha quedado completamente desnudo. Se inclina para
dejarlo caer en el canasto de la ropa sucia que está en el costado del baño, junto
a la bañadera. Puedo ver su sombra agrandada, pero no desmesuradamente,
sobre los vidrios esmerilados de la puerta del baño que da a la antecámara.
("algo que amé" "Veo una sombra sobre un vidrio. Veo" "algo que amé" "hecho
sombra, proyectado" "hecho sombra y proyectado" "Veo una sombra sobre un
vidrio. Veo" "algo que amé hecho sombra y proyectado") Puedo escuchar el
crujido lento y uniforme del sillón de Viena. Sé pasarme las horas
hamacándome con lentitud, la cabeza reclinada contra el respaldar, mirando
fijamente un punto del vacío, sin verlo, en el interior de mi habitación, rodeada
de libros polvorientos, oyendo crujir la vieja madera como si estuviera oyendo a
mis propios huesos. Desde mi habitación he venido escuchando durante treinta
años los ruidos de la casa y de la ciudad, como celajes de sonido acumulados en
un horizonte blanco. Ahora escucho el ruido súbito de la cadena del inodoro y
el del agua en un torrente rápido, lleno de tintineos como metálicos; después el
chorro que vuelve a llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los
vidrios esmerilados de la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en el
espejo. ¿Se afeitará? Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la
línea, durante tantos años, pero se ha llenado de endeblez y fragilidad. Al
hamacarme, yendo para adelante y viniendo para atrás, la sombra da primero
la impresión de que avanzara, y después la de que retrocediera. Vino a casa por
mí la primera vez, pero después se casó con Susana. Todo es terriblemente
literario, ("en el reflejo oscuro"). Fue un alivio, después de todo. Pero los
primeros dos años, antes de que se casaran y Leopoldo empezara a trabajar
como agente de publicidad del diario de la ciudad, —el primer agente de
publicidad de la ciudad, creo, y en eso fue un verdadero precursor— los
primeros dos años nos divertimos como locos, sin descansar un solo día, yendo
y viniendo de día y de noche por la ciudad, en invierno y verano, hasta un día
cuya víspera pasamos entera en la playa, en que Leopoldo vino a la noche a
casa y le pidió al finado papá la mano de Susana después de la cena. Pero el día
antes había sido una verdadera fiesta. Fue un viernes, me acuerdo
perfectamente. Leopoldo pasó a buscarnos muy de mañana, cuando recién
había amanecido, estaba todo de blanco, igual que nosotras, que llevábamos
unos vestidos blancos y unos sombreros de playa blancos como estoy segura de
que ni hasta hoy se ha atrevido a llevar nadie en esta bendita ciudad. Yo llevaba
conmigo los versos de Alfonsina. [Va a afeitarse, sí. Ahora ha abierto el botiquín
y mira su interior buscando los elementos ("en el reflejo oscuro" "sobre la
transparencia" "del deseo") Alza los brazos y comienza a sacar los elementos].
Ya era diciembre, pero hacía fresco de mañana. Yo misma manejaba el
Studebaker de papá, y Susana iba sentada al lado mío. En el asiento de atrás iba
Leopoldo al lado de la canasta de la merienda, tapada con un mantel blanco. El
aire ("sobre la transparencia del deseo" "como sobre un cristal esmerillado")
fresco, limpio, resplandecía, penetrando por el hueco de las ventanillas bajas
que vibraban con la marcha del automóvil. Yo podía ver por el retrovisor la
cara de Leopoldo vuelta ligeramente hacia la ventanilla mirando pensativa el
río. Nos fuimos a una playa desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné.
Había tres sauces inclinados hacia el río —la sombra parecía transparente— y
arena amarilla. Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y
cuando llegué a donde dice "Una punta de cielo/rozará/la casa humana", me
separé de ellos y me fui lejos, entre los árboles, para ponerme a llorar. Ellos no
se dieron cuenta de nada. Después extendimos el mantel blanco y comimos
charlando y riéndonos bajo los árboles. Habíamos preparado riñón —a
Leopoldo le gustan mucho las achuras— y yo no sé cuántas cosas más, y
habíamos dejado toda la mañana una botella de vino blanco en el agua, justo
debajo de los tres sauces, para que el agua la enfriara. Fue el mejor momento
del día: estábamos muy tostados por el sol y Leopoldo era alto, fuerte, y se reía
por cualquier cosa. Susana estaba extraordinariamente linda. Lo de reírnos y
charlar nos gustó a todos, pero lo mejor fue que en un determinado momento
ninguno de los tres habló más y todo quedó en silencio. Debemos haber estado
así más de diez minutos. Si presto atención, si escucho, si trato de escuchar sin
ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga daño, puedo oír con qué
nitidez los cubiertos chocaban contra la porcelana de los platos, el ruido de
nuestra densa respiración resonando en un aire tan quieto que parecía
depositado en un planeta muerto, el sonido lento y opaco del agua viniendo a
morir a la playa amarilla. En un momento dado me pareció que podía oír cómo
crecía el pasto a nuestro alrededor. Y en seguida, en medio del silencio, empezó
lo de las miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como cinco minutos,
serios, francos, tranquilos. No hacíamos más que eso: nos mirábamos, Susana a
mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente serenos, y después
no me importó nada que a eso de las cinco, cuando volvía sin hacer ruido
después de haber hecho sola una expedición a la isla —y volvía sin hacer ruido
para sorprenderlos y hacerlos reír, porque creía que jugaban todavía a la escoba
de quince-, los viese abrazados desde la maleza y oyese la voz de Susana que
hablaba entre jadeos diciendo: "Sí. Sí. Sí. Sí. Pero ella puede venir. Puede venir.
Ella puede venir. Sí. Sí. Pero puede venir." Los vi, claramente: él estaba echado
sobre ella y tenía el traje de baño más abajo de las rodillas. La parte de su
cuerpo que yo no había visto nunca era blanca, lechosa, y a mí se me ocurrió
lisa y la idea de tocarla alguna vez me revolvió el estómago. En ese momento se
oyó un crujido en la maleza y Leopoldo se paró de un salto, dejando ver
enteramente a Susana que había dejado correr los breteles de su traje de baño y
había sacado los brazos por entre ellos de modo tal que el traje de baño había
bajado hasta el vientre. Yo conocía ya esas partes del cuerpo de Susana que no
estaban tostadas, las había visto muchas veces. Pero cuando Leopoldo saltó,
dificultosamente, con el traje de baño más abajo de la rodilla, se volvió en la
dirección en que yo estaba, por pudor, ya que el ruido se había oído en
dirección contraria al lugar donde yo estaba. Vi eso, enorme, sacudiéndose
pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he visto otras veces en
caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue un segundo, porque
Leopoldo se subió en seguida el traje de baño y se sentó rápidamente frente a
Susana - y no pude ver en qué momento Susana se alzó el traje de baño, se
acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo estaba esperando cuando él se
sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del suelo. Me quedé
inmóvil más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y yo misma me
sentí así. Después nos bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció —me
parece oír todavía el chapoteo de nuestros cuerpos húmedos que relumbraban
en la oscuridad azul —y al otro día Leopoldo le pidió al pobre papá la mano de
Susana.
En este momento ("Y que por ese olor") En este momento Susana debe estar
bajando lentamente, con cuidado, las escaleras de mármol blanco de la casa de
médico. Puedo verla en la calle ("y que por ese olor reconozcamos"), en el
crepúsculo gris, parada en medio de la vereda, tratando de orientarse ("el solar
en el que" "dónde debemos edificar" "el lugar donde levantemos' "cuál debe ser
el sitio"). Está con su vestido azul, que tiene costuras blancas, semejantes a
hilvanes, alrededor de los grandes bolsillos cuadrados y en los bordes de las
solapas. Sus ojos marrones, achicados por las formaciones adiposas de la cara,
como dos pasas de uvas incrustadas en una bola de masa cruda, se mueven
inquietos y perplejos detrás de los anteojos. Está tratando de saber dónde queda
exactamente la parada de colectivos. Leopoldo pasa ahora a la bañadera. Lo
hace de un modo dificultoso, ya que advierto que su sombra se bambolea y se
mueve con lentitud. Trata de no resbalar ("de la casa humana") Ahora Susana
descubre por fin cuál es la dirección conveniente y comienza a caminar con
dificultad, debido a sus dolores reumáticos. Aparece envuelta en la luz del
atardecer: la misma luz gris que penetra ahora a través de las cortinas verdes y
se condensa en mi batón gris y a mi alrededor, como una masa tenue que
resplandece opaca y se adelanta y retrocede rígidamente adherida a mí
mientras me hamaco en el sillón de Viena. Atraviesa las calles de la ciudad,
pesada y compacta. Puedo escuchar el rumor inaudible de su desplazamiento.
Las calles están llenas de gente, de coches y de colectivos. El rumor de la ciudad
se mezcla, se unifica y después se eleva hacia el cielo gris, disipándose, ("el
lugar de la casa humana" "cuál es el lugar de la casa humana" "cuál es el sitio de
la casa humana") Ahora la escalera en la casa del médico está vacía. La vereda
delante de la casa del médico está vacía. Susana extiende el brazo delante del
colectivo número dieciséis, que se detiene con el motor en marcha. Susana sube
dificultosamente. Alguien la ayuda. Susana siente ("como reconocemos por
los") en la cara el calor que asciende desde el motor del colectivo. Se tambalea
cuando el colectivo arranca. Le ceden el asiento y ella se sienta con dificultad,
agarrándose del pasamanos, sacudiéndose a cada sacudida del colectivo,
tambaleándose, resoplando, murmurando distraídamente "Gracias", sin saber
exactamente a quien ("por los ramos") Estaba verdaderamente ("por los ramos"
"de luz solar") hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, cuando Leopoldo se
levantó de un salto, volviéndose hacia mí con el traje de baño a la altura de las
rodillas —la cosa, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí—, dejando
ver al saltar las partes de Susana que no se habían tostado al sol. No era la
blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que deslumbraba. Pero
no piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la ciudad gris —un
gris ceniciento, pútrido— que se desplaza hacia atrás mientras el colectivo
avanza hacia aquí. Leopoldo abre la ducha y comienza a enjabonarse. Todos sus
movimientos son lentos, como si estuviera tratando de aprenderlos ("de luz
solar la piel de la mañana") Como si estuviera tratando de aprenderlos y
grabárselos. Se refriega con duros movimientos el pecho, los brazos, el vientre,
y ahora sus dos manos se encuentran debajo del vientre y comienzan a refregar
con minucia; eso es lo que me dice su sombra reflejándose sobre los vidrios
esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis huesos crujen como la madera
del sillón, pulida y gastada por el tiempo, mientras me inclino hacia adelante y
vuelvo hacia atrás, hamacándome lentamente, rodeada por la luz gris del
atardecer que se condensa alrededor de mi cabeza como el resplandor de una
llama ya muerta. ("Y que por ese olor reconozcamos" "cuál es el sitio de la casa
humana" "como reconocemos por los ramos" "de luz solar la piel de la
mañana").
ENVIO
Sé que lo que mamá quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida.
Odiamos la vida porque no puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos
que vamos a morir. Pero lo que tiene un núcleo sólido —piedra, o hueso, algo
compacto y tejido apretadamente, que pueda pulirse y modificarse con un
ritmo diferente al ritmo de lo que pertenece a la muerte— no puede morir. La
voz que escuchamos sonar desde dentro es incomprensible, pero es la única
voz, y no hay más que eso, excepción hecha de las caras vagamente conocidas,
y de los soles y de los planetas. Me parece muy justo que mamá odiara la vida.
Pero pienso que si quiso decírmelo antes de morirse no estaba tratando de
hacerme una advertencia sino de pedirme una refutación.
EL PROGRESO DEL AMOR
Alice Munro
Mi madre rezaba de rodillas a mediodía, por la noche y nada más despertarse por la
mañana. Cada día que se abría ante ella estaba destinado al cumplimiento de la voluntad
de Dios. Todas las noches repasaba lo que había hecho, dicho y pensado para
comprobar si a Él le cuadraba bien la suma. La gente piensa que esa clase de vida es
monótona, pero es porque no la entienden. Para empezar, semejante vida nunca puede
resultar aburrida, y no te pasa nada de lo que no saques algún provecho. Aunque te
abrumen los problemas, estés enfermo y seas pobre y feo, te queda el alma, que
conservas durante toda la vida como un tesoro. Al subir a rezar después de comer, mi
madre rebosaba de fuerza y esperanza y sonreía plácidamente.
Se salvó en un campamento, a los catorce años. Ese fue el verano en que murió su
madre, mi abuela. Durante varios años mi madre asistió a reuniones con otras muchas
personas que también habían sido salvadas, salvadas una y otra vez, antiguos pecadores
conversos. Contaba anécdotas sobre lo que ocurría en aquellas reuniones, las canciones,
los gritos, el desenfreno. Me contó que un día un anciano se levantó y chilló: «¡Baja, oh,
Señor, baja hasta nosotros! ¡Baja por el tejado y yo pagaré la reparación!».
Había vuelto a la religión anglicana, muy en serio, cuando se casó. Tenía veinticinco
años, y mi padre treinta y ocho. Una pareja simpática, altos los dos, buenos bailarines,
buenos jugadores de cartas, muy sociables. Pero personas serias; así los definiría yo. Con
una seriedad que ya apenas nadie mantiene. Mi padre no era religioso en el mismo
sentido que mi madre. Era anglicano y conservador, porque así le habían educado. El
fue el hijo que se quedó en la granja con sus padres para cuidarlos hasta que murieron.
Conoció a mi madre, la esperó, se casaron; entonces se consideró afortunado por tener
una familia para la que trabajar. (Tengo dos hermanos, y una hermana que murió al
poco de nacer.) Estoy convencida de que mi padre no se acostó con ninguna mujer antes
de mi madre, ni tampoco con ella hasta que se casaron. Y tuvo que esperar, porque mi
madre no quería casarse antes de haberle pagado a su padre hasta el último centavo que
había gastado desde que muriera su madre. Llevaba la cuenta de todo —alojamiento,
libros, ropa— para devolverlo. Cuando se casó, no tenía ahorrillos, como la mayoría de
los maestros, ni ajuar, ni sábanas, ni vajilla. Mi padre solía decir, con expresión sombría
y jocosa, que él habría querido encontrar a una mujer con dinero en el banco. «Pero si
aceptas el dinero del banco, también tienes que aceptar la suerte que lo acompaña, y a
veces no es ninguna ganga», añadía.
La casa en la que vivíamos tenía habitaciones grandes y altas, con persianas de color
verde oscuro. Cuando estaban bajadas para protegernos del sol, me gustaba mover la
cabeza para ver los destellos de luz por los agujeros y las ranuras. Otra cosa que me
gustaba mirar era las manchas de la chimenea, las antiguas y las recientes, que yo
transformaba en animales, caras de personas, incluso ciudades lejanas. Un día se lo conté
a mis dos hijos, y su padre, Dan Casey, dijo: «Es que como los padres de vuestra madre
eran tan pobres no podían comprar un televisor, así que tenían manchas en el techo.
¡Vuestra madre tenía que conformarse con ver las manchas del techo!». Le encantaba
tomarme el pelo porque yo pensaba que la pobreza era algo estupendo.
Cuando mi padre era muy viejo, comprendí que no le importaba tanto que la gente
hiciera cosas nuevas —por ejemplo, que yo me divorciara— como que tuviera razones
nuevas para hacerlas.
Gracias a Dios nunca hubo necesidad de que se enterase de lo de la comuna.
«Nunca fue esa la intención del Señor», decía. Sentado con los demás ancianos en el
asilo, en la galería alargada y oscura, insistía en que nunca fue intención del Señor que la
gente corriera como loca por el campo en motocicletas y trineos. Y en que tampoco era
intención del Señor que las enfermeras llevaran pantalones de uniforme. A las
enfermeras no les importaba. Le llamaban «guapo» y me decían que era un cielo, un
verdadero caballero, muy religioso. Les maravillaba su abundante pelo negro, que
conservó hasta su muerte. Se lo lavaban y se lo peinaban de una forma muy bonita,
ondulándoselo con los dedos.
A veces, y a pesar de todos los cuidados que recibía, se sentía un poco triste. Quería irse
a casa. Se preocupaba por las vacas, las vallas, por quién se levantaría a encender el
fuego. Tuvo unos cuantos detalles crueles, pero muy pocos. En una ocasión me dirigió
una mirada hostil y atravesada cuando entré a verle. Me dijo:
—Me extraña que no se te hayan despellejado las rodillas.
Yo me eché a reír y repliqué:
—¿De qué? ¿De fregar suelos?
—¡De rezar! —contestó con un bufido.
No sabía con quién estaba hablando.
No recuerdo a mi madre sino con el pelo blanco. Mi madre encaneció a los veintitantos
años, y no le quedó un solo cabello de su antiguo color castaño. Yo intenté muchas veces
que me describiera el tono exacto.
—Oscuro.
—¿Como el de Brent, o el de Dolly?
Eran nuestros caballos, los que trabajaban en la granja.
—No sé. No tenía pelo de caballo.
—¿Era como el chocolate?
—Algo parecido.
—¿No te dio pena cuando se te puso blanco?
—No, me alegré.
—¿Por qué?
—Me alegré de no tener el mismo color de pelo que mi padre.
El odio es siempre un pecado, me repetía mi madre. Recuérdalo. Una sola gota de odio
en tu alma se extenderá por todas partes y lo destruirá todo, como una gota de tinta en la
leche blanca. Aquello se me quedó grabado y me habría gustado probarlo, pero sabía
que no debía desperdiciar la leche.
Todas estas cosas recuerdo. Todas las que sé, o que me han contado, sobre personas que
ni siquiera he visto nunca. Me pusieron Euphemia, como la madre de mi madre. Un
nombre espantoso, que hoy en día no le ponen a nadie. En casa me llamaban Phemie,
pero cuando empecé a trabajar, me puse Fame.[1] Mi marido, Dan Casey, también me
llamaba Fame. Años más tarde, después de divorciarme, salía bastante, y en el bar del
hotel Shamrock un hombre me dijo un día:
—Fame, hace tiempo que tenía ganas de preguntarte una cosa. ¿Por qué eres famosa?
—No lo sé —le contesté—. No lo sé, a menos que sea por perder el tiempo con
imbéciles como tú.
Después pensé en volver a cambiármelo, algo como Joan, pero a no ser que me fuera a
vivir a otro sitio, ¿cómo hacerlo?
Yo estaba nerviosa porque iba a venir Beryl, una visita, y nada menos que desde
California. Además, porque había ido al pueblo a finales de junio para hacer los
exámenes de ingreso y esperaba enterarme pronto de que había aprobado con
sobresaliente. Los que terminaban octavo curso en las escuelas rurales tenían que ir al
pueblo a hacer ese examen. A mí me encantaba todo aquello: los crujientes pliegos de
papel, el silencio grave, el enorme edificio de piedra del instituto, con las viejas iniciales
grabadas en los pupitres, oscurecidas con el barniz. La primera explosión del verano, la
luz verde y amarilla, los castaños como los de la ciudad, y la madreselva. Y solo era un
pueblo, el lugar donde he pasado más de la mitad de mi vida. Me maravillaba. Y
también me maravillaba de mí misma: dibujaba mapas con facilidad y resolvía
problemas, conocía montones de datos. Me creía muy lista, pero no lo era lo suficiente
para comprender lo más sencillo. Ni siquiera entendía que en mi caso los exámenes no
representaban nada. Yo no iría al instituto. ¿Cómo? Era antes de que pusieran autobuses
escolares; había que vivir en el pueblo. Mis padres no tenían dinero. Sobrevivían con
cantidades muy pequeñas, como tantos agricultores en aquella época. Los pagos de la
fábrica de queso eran prácticamente los únicos ingresos regulares. Y no pensaban que mi
vida debiera seguir ese camino, el camino del instituto.
Pensaban que me quedaría en casa para ayudar a mi madre, que quizá trabajaría
ayudando a otras mujeres del vecindario que estuvieran enfermas o con hijos recién
nacidos. Hasta el momento en que me casara. Esperaban a decírmelo cuando me dieran
los resultados de los exámenes.
Lo lógico habría sido que mi madre hubiera opinado de otra forma, ya que ella había
sido maestra, pero decía que a Dios eso no le importaba. A Dios no le interesa el trabajo
que desempeñas ni la educación que recibes, me decía. No le importa tres pepinos, y lo
único que importa es lo que a Él le interesa.
Fue la primera vez que comprendí que Dios podía convertirse en un enemigo real, no
solamente en una pesadez o un enorme motivo decorativo.
Tenía el corazón destrozado. Eso es lo que siempre le oía decir a mi madre. Era el fin.
Con aquellas palabras quedó cerrada la historia, sellada para siempre. Yo jamás le
pregunté: «¿Quién se lo había destrozado?». «¿Por qué destilaba veneno la conversación
de los hombres?» «¿Qué significa la palabra infame?»
La madre de Marietta se reía después de no haberse ahorcado. Llevaba un buen rato
sentada a la mesa de la cocina de la señora de Sutcliffe, sin parar de reírse. Estaba
destrozada.
Yo siempre tenía la sensación de que algo se hinchaba tras la charla y las historias de mi
madre. Como una nube a través de la cual no se ve nada ni se puede llegar al fondo.
Había una nube, un veneno, que impregnaba la vida de mi madre. Y cuando yo le
causaba alguna pena, pasaba a formar parte de la nube. Entonces yo golpeaba la cabeza
contra el estómago y el pecho de mi madre, contra su delantera firme y erguida,
rogándole que me perdonara. Mi madre me decía que se lo pidiera a Dios. Pero no era
con Dios, sino con mi madre con quien tenía que reconciliarme. Parecía como si supiera
algo de mí, algo mucho peor que las mentiras y los trucos y las mezquindades normales
y corrientes; era una vergüenza realmente deshonrosa. Golpeaba la delantera de mi
madre para hacérselo olvidar.
A mis hermanos no les preocupaba nada. Eso creo. A mí me parecían felices salvajes,
que correteaban libremente, sin mucho que aprender. Y cuando yo tuve a mis dos hijos,
ninguno de ellos niña, pensé que quizá cambiaría algo: las historias, las penas, los viejos
rompecabezas que no se pueden evitar ni resolver.
La tía Beryl dijo que no la llamáramos tía. «No estoy acostumbrada a ser la tía de nadie,
nena. Ni siquiera a ser madre. Yo soy solamente yo. Llamadme Beryl.»
Beryl empezó como taquígrafa y después montó una empresa de mecanografiado y
contabilidad, en la que trabajaban muchas chicas. Apareció con un amigo, el señor
Florence. En su carta decía que iba a viajar con otra persona, pero no si tal persona se
quedaría o se iría. Ni siquiera especificaba si se trataba de un hombre o una mujer.
El señor Florence iba a quedarse. Era un hombre alto y delgado, de rostro alargado y
bronceado, ojos de color muy vivo y una forma de torcer las comisuras de la boca que
podía interpretarse como una sonrisa.
Él fue quien durmió en la habitación que habíamos empapelado mi madre y yo, porque
él era el desconocido y además un hombre. Beryl tuvo que dormir conmigo. Al principio
pensamos que el señor Florence era muy grosero, porque no estaba acostumbrado a
nuestra forma de hablar ni nosotros a la suya. La mañana del primer día, mi padre le
dijo:
—Bueno, espero que haya dormido bien en esa vieja cama.
(La cama del dormitorio libre era maravillosa, con una funda de plumas cubriendo el
colchón.) Eso debía darle pie al señor Florence para responder que nunca había dormido
mejor.
El señor Florence torció la boca.
—He dormido fatal.
Su sitio predilecto era el coche. Era un Chrysler azul real, de la primera remesa que
sacaron después de la guerra. Por dentro, la tapicería y las cubiertas de techo y suelo y el
acolchado de las puertas eran de color gris perla. El señor Florence era muy puntilloso
con aquellos colores y te corregía si decías simplemente «azul» o «gris».
—Pues a mí me recuerda a la piel de un ratón —decía Beryl maliciosamente—. ¡Yo le
repito que no es más que una piel de ratón!
El coche estaba aparcado a un lado de la casa, bajo los algarrobos. El señor Florence
fumaba dentro, con las ventanillas subidas, rodeado de un intenso olor a coche nuevo.
—Me parece que no estamos haciendo gran cosa para entretener a tu amigo —dijo mi
madre.
—Yo no me preocuparía por él —replicó Beryl.
Siempre hablaba del señor Florence como si hubiera alguna broma sobre su persona que
únicamente ella entendía. Durante mucho tiempo pensé si tendría una botella guardada
en la guantera y tomaría un traguito de vez en cuando para animarse. Se dejaba el
sombrero puesto.
Beryl se divertía por los dos. En lugar de quedarse en casa y hablar con mi madre, como
normalmente hacían las invitadas, pedía que le enseñaran todo lo que había que ver en la
granja. Decía que la acompañara yo y le explicara cosas y no la dejara caerse en los
montones de estiércol.
Yo no sabía qué enseñarle. La llevé al almacén de hielo, donde estaban enterradas las
barras, del tamaño de un cajón de armario, o más grandes, bajo el serrín. Cada pocos
días mi padre cortaba un trozo y lo llevaba a la cocina, y allí se derretía en una caja
recubierta de estaño en la que se enfriaban la leche y la mantequilla.
Beryl me dijo que no tenía ni idea de que el hielo se hiciera en trozos tan grandes.
Parecía empeñada en encontrarlo todo raro, horrible o gracioso.
—¿De dónde demonios sacáis esas barras tan grandes?
Yo no sabía si se trataba de una broma.
—Del lago —contesté.
—¡Del lago! ¿Aquí hay lagos con hielo todo el verano?
Le conté que mi padre arrancaba el hielo del lago en invierno, lo llevaba a casa y lo
enterraba bajo el serrín, y que así no se derretía.
Beryl exclamó:
—¡Es increíble!
—Bueno, se derrite un poco —repliqué.
Beryl me decepcionó profundamente.
—¡Increíble de verdad!
Cuando iba a buscar las vacas, Beryl venía conmigo. Un espantapájaros con pantalones
blancos (así la llamaría mi padre más adelante), con un sombrero también blanco atado
bajo la barbilla, adornado con una ostentosa cinta roja. Se pintaba las uñas de manos y
pies —llevaba sandalias— de un color a juego con la cinta. Llevaba las gafas de sol
pequeñas que usaba la gente por entonces. (No la gente que yo conocía; ellos no tenían
gafas de sol.) Su boca era grande y roja, se reía a carcajadas, tenía el pelo de un color
nada natural y un brillo muy fuerte, como de madera de cerezo. Era tan llamativa y
deslumbrante, iba tan arreglada, que resultaba difícil distinguir si era guapa, o feliz o lo
que fuera.
No hablábamos mientras volvíamos con las vacas, porque Beryl se mantenía alejada de
los animales e iba pendiente de dónde pisaba. Cuando las ataba al pesebre se acercaba
más. Encendía un cigarrillo. Nadie fumaba en el establo. Mi padre y otros granjeros
mascaban tabaco. Yo no encontraba la forma de pedirle a Beryl que mascara tabaco.
—¿Sabes ordeñarlas o tiene que hacerlo tu padre? —me preguntó—. ¿Es difícil?
Saqué un poco de leche de la ubre de una vaca. Uno de los gatos se acercó y se quedó
esperando. Le lancé un chorrito a la boca. El gato y yo estábamos luciéndonos.
—¿No le haces daño? —preguntó Beryl—. Imagínate que fueras tú.
Nunca se me había ocurrido pensar que la ubre de una vaca se correspondiera con
ninguna parte de mi cuerpo, y semejante indecencia me escandalizó. Aún más; jamás
volví a agarrar una ubre cálida y llena de verrugas con tanta firmeza y seguridad.
Beryl dormía con un camisón de rayón de color albaricoque con encaje de color crudo.
Tenía una bata a juego. Era tan puntillosa con la palabra crudo como el señor Florence
con el azul real y el gris perla.
Yo conseguía desnudarme y ponerme el camisón sin que en ningún momento quedara al
descubierto ninguna parte de mi cuerpo. Era bastante complicado. Me quedaba con las
bragas y esperaba que Beryl hiciera lo propio. La idea de compartir mi cama con una
persona mayor era una tortura para mí. Pero al final conseguí ver el contenido de lo que
Beryl llamaba su estuche de belleza. Había frascos de cristal pintados a mano llenos de
bolas de algodón, polvos de talco, lociones lechosas, crema astringente. Tarritos de
pintura de labios roja y malva, muy grasienta. Lápices azules y negros. Limas, piedra
pómez, esmalte de uñas con un asfixiante olor a plátano, polvos en una caja de celuloide
en forma de concha, con nombre de postre: «Delicia de albaricoque».
Calenté agua en el fogón de carbón y petróleo que utilizábamos en verano. Beryl se frotó
bien la cara y en ella se obró tal cambio que casi llegué a pensar que habían quedado
tiras de maquillaje en la palangana, como cuando empapamos y arrancamos el papel
viejo de la pared. La piel de Beryl estaba pálida, cubierta de finas grietas, como el barro
brillante que se seca en el fondo de los charcos a principios de verano.
—Fíjate en lo que le ha pasado a mi cara —dijo—. Por hacer régimen. Antes pesaba
setenta y siete kilos. Me los quité de encima demasiado deprisa y se me cayó la piel.
Pero ahora uso esta crema. Tiene una fórmula secreta y no se compra en las tiendas.
Huélela. ¿Ves? No huele a perfume. Tiene un olor serio.
Se extendía la crema sobre la cara dándose golpecitos con un trozo de algodón, hasta
que no quedaba nada en la superficie.
—Parece manteca de cerdo.
—¡Maldita sea mi estampa! Espero no haber pagado tanto dinero para ponerme
manteca en la cara. Oye, no le cuentes a tu madre que digo tacos.
Echó agua en el vaso de lavarse los dientes y humedeció el peine, se peinó y retorció
cada mechón con un dedo, sujetándoselo a la cabeza con dos horquillas cruzadas. Yo
haría lo mismo al cabo de dos años.
—Cógete el pelo siempre húmedo. Si no, no sirve de nada —me dijo Beryl—. Y
enróllatelo siempre por debajo aunque luego te lo levantes con los dedos. Así.
Cuando me cogía el pelo —algo que hice durante años— a veces pensaba en las palabras
de Beryl, y en que, de todos los consejos que me había dado la gente, ése era el que más
al pie de la letra seguía.
Apagamos la lámpara y cuando nos metimos en la cama, Beryl dijo:
—Nunca me había imaginado que pudiera ponerse tan oscuro. En mi vida había visto
una oscuridad tan negra como esta.
Hablaba en susurros. Tardé en comprender que estaba comparando las noches del
campo con las de la ciudad, y me pregunté si la oscuridad del condado de Netterfield
sería de verdad mayor que la de California.
—Oye, nena —susurró Beryl—. ¿Hay animales fuera?
—Vacas —contesté.
—No, animales salvajes. ¿Hay osos?
—Sí —contesté.
Mi padre había encontrado una vez huellas y excrementos de oso en el bosque y un
manzano silvestre con todos los frutos arrancados. Ocurrió hace años, cuando mi padre
era joven.
Beryl soltó un gemido y una risita.
—¿Te imaginas si el señor Florence tuviera que salir y se encontrara de manos a boca
con el oso?
Al día siguiente era domingo. Beryl y el señor Florence nos llevaron a mis hermanos y a
mí a la escuela dominical en el Chrysler. Eran las diez de la mañana. Regresaron a las
once para llevar a mis padres a la iglesia.
—Sube —me dijo Beryl—. Y vosotros también —dirigiéndose a los chicos—. Nos
vamos de paseo.
Beryl se había puesto un vestido de satén de color marfil, con lunares rojos y un volante
también rojo alrededor de las caderas, y zapatos de tacón del mismo color. El señor
Florence llevaba un traje de verano azul claro.
—¿Vosotros no vais a la iglesia? —pregunté.
Según mi experiencia, para eso se arreglaba la gente. Beryl se echó a reír.
—No es precisamente la religión lo que le gusta al señor Florence, nena.
Yo estaba acostumbrada a salir de la escuela dominical e irme directamente a la iglesia,
donde pasaba otra hora y media sentada. En verano entraban por las ventanas abiertas el
olor a cedro del cementerio y de vez en cuando el ruido, casi sacrílego, de un coche que
iba como un rayo por la carretera. Aquel día pasamos el mismo tiempo paseando en
coche por una zona que yo nunca había visto. Nunca la había visto, a pesar de que estaba
a menos de treinta kilómetros de casa. En el camión íbamos a la fábrica de queso, a la
iglesia y al pueblo los sábados por la noche. Lo más parecido a un paseo era cuando
íbamos al vertedero. Yo había visto la parte más cercana a nosotros del lago Bell, porque
allí cortaba mi padre el hielo en invierno. En verano no te podías ni acercar; las orillas
estaban plagadas de espadañas. Yo pensaba que el otro extremo del lago sería muy
parecido, pero cuando llegamos allí vi casas, muelles y barcas, agua oscura en la que se
reflejaban los árboles. Tantas cosas, y yo sin saberlo. También aquello era el lago Bell.
Me alegré de haberlo visto al fin, pero en cierto modo la sorpresa no me dio ninguna
satisfacción.
Por último apareció un edificio blanco con terrazas y macetas de flores, y unos álamos
rutilantes delante. El hotel Wildwood. Hoy en día este edificio está recubierto de estuco
y adornado con vigas de estilo Tudor y se llama Hideaway. Han talado los árboles para
construir un aparcamiento.
Cuando volvíamos a la iglesia para recoger a mis padres, el señor Florence giró hacia la
granja vecina a la nuestra, propiedad de los McAllister. Los McAllister eran católicos.
Las dos familias se llevaban bien, pero no tenían amistad.
—Vamos, chicos, salid —les mandó Beryl a mis hermanos—. Tú no —me dijo—. Tú te
quedas.
Llevó a los chicos hasta el porche, desde donde los observaban algunos miembros de la
familia McAllister. Llevaban los pingos de ropa de andar por casa, porque su iglesia, o la
misa, o como se llamara, acababa temprano. La señora McAllister salió y se quedó
escuchando, boquiabierta, la charla y la risa de Beryl.
Beryl volvió al coche sola.
—Ya está —dijo—. Van a jugar con los hijos de los vecinos.
¿Jugar con los McAllister? Además de católicos, todos menos el pequeño eran niñas.
—Todavía llevan la ropa de los domingos —objeté.
—¿Y qué? ¿No pueden divertirse con la ropa de los domingos? ¡Yo sí!
A mis padres también los pilló por sorpresa. Beryl bajó del coche y le dijo a mi padre
que se sentara delante, porque tenía más sitio para las piernas. Ella se colocó detrás, con
mi madre y conmigo. El señor Florence volvió a tomar la carretera del lago Bell, y Beryl
anunció que íbamos a comer al hotel Wildwood.
—Como estáis todos arreglados, vamos a aprovecharlo —dijo—. Hemos dejado a los
niños con vuestros vecinos. Yo pienso que son demasiado pequeños para apreciarlo, y a
los vecinos les encanta que vayan a su casa.
Añadió con vehemencia que ellos invitaban. El señor Florence y ella.
—Bueno —dijo mi padre. Seguramente no llevaba ni cinco dólares en el bolsillo—.
Bueno, pero ¿dejarán entrar a los campesinos?
Hizo varias bromas más por el estilo. En el comedor del hotel, todo blanco —manteles
blancos, sillas pintadas de blanco, con las jarras de cristal rezumando gotas de agua y los
ventiladores zumbando en el alto techo— cogió una servilleta del tamaño de un pañal y
me dijo susurrante, aunque con voz bastante fuerte:
—¿Se puede saber para qué sirve esto? ¿Me lo pongo en la cabeza para protegerme de la
corriente?
Naturalmente, había comido en hoteles otras veces. Sabía cómo utilizar las servilletas y
los cubiertos. Y mi madre también; para empezar, ni siquiera era campesina, aun así se
trataba de un acontecimiento extraordinario. No exactamente de un placer —como sin
duda era la intención de Beryl—, pero sí de un acontecimiento extraordinario,
emocionante. Comer en público, a pocos kilómetros de casa, en una habitación llena de
gente desconocida, y con la comida servida por una extraña, una chica con expresión
cortante, que probablemente estudiaba en la universidad y trabajaba en verano.
—Yo quiero pollo —dijo mi padre—. ¿Cuánto tiempo lo han dejado en la cazuela?
Como bien sabía mi padre, es de buena educación bromear con las personas que te
sirven.
—¿Cómo dice? —preguntó la chica.
—Pollo asado, si os parece bien a todos —intervino Beryl.
El señor Florence tenía expresión sombría. Quizá no le gustaran las bromas cuando era
su dinero el que se gastaba. Quizá esperara algo más que agua fría para llenar los vasos.
La camarera puso en la mesa un plato con apio y aceitunas, y mi madre dijo:
—Esperad un momento a que rece.
Inclinó la cabeza y, en voz baja pero audible, murmuró: «Señor, bendice los alimentos
que vamos a tomar, y nosotros te serviremos, en el nombre de Cristo. Amén».
Reconfortada, se enderezó en la silla y me pasó el plato, al tiempo que me advertía:
—Cuidado con las aceitunas. Tienen hueso.
Beryl sonreía, mirando a su alrededor.
Volvió la camarera con una cesta de panecillos.
—¡Qué maravilla! —Beryl se inclinó y aspiró el aroma—. Comedlos calientes para que
se derrita la mantequilla.
El señor Florence torció el gesto y miró atentamente el plato de la mantequilla.
—¿Eso es mantequilla? Parecen los rizos de Shirley Temple.
Aunque su expresión era apenas un poco menos sombría que antes, se trataba de una
broma, y con ella parecimos recibir algo de lo que acababa de pedirse públicamente: una
bendición.
—Cuando dice algo gracioso —explicó Beryl, que muchas veces se refería al señor
Florence en tercera persona incluso si lo tenía al lado—, ¿no os habéis fijado en que se
pone muy serio? Me recuerda a mamá. Quiero decir a nuestra madre, la de Marietta y
mía. Cuando gastaba una broma, a papá se le notaba a la legua, no sabía disimular; sin
embargo, con mamá era otra cosa. Podía poner cara de vinagre, pero era capaz de
bromear incluso cuando se estaba muriendo. Y eso fue precisamente lo que hizo.
Marietta, ¿te acuerdas de aquel día de primavera que estaba en la cama antes de morir,
en la habitación de delante?
—Recuerdo que estaba en la cama en aquella habitación —contestó mi madre—. Sí.
—Bueno, pues entró papá y ella tenía un camisón limpio y le habían quitado las sábanas,
porque la señora alemana de la casa de al lado acababa de ayudarla a lavarse y estaba
todavía allí recogiendo la habitación. Papá quería animarla, y dijo: «La primavera debe
de estar cerca. Hoy he visto un cuervo». Era marzo. Y mamá replicó: «¡Pues entonces
más vale que me tapes, antes de que se asome a esa ventana y se le ocurra alguna idea
rara!». La señora alemana, según papá, estuvo a punto de dejar caer la palangana. Porque
realmente mamá era pura piel y huesos; se estaba muriendo, pero era capaz de bromear.
El señor Florence dijo:
—Mejor, cuando no sirve de nada llorar.
—Aunque llevaba las bromas demasiado lejos. Mamá era así. Una vez quiso darle un
susto a papá. Al parecer, le interesaba una chica que iba continuamente al taller. Bueno,
era un hombre alto y guapo. Así que mamá dijo: «Pues voy a quitarme de en medio y tú
podrás irte con ella. Ya veremos qué dices cuando se te aparezca mi fantasma». Él le
contestó que no dijera tonterías y se fue al pueblo. Y mamá entró en el granero, se subió
a una silla y se puso una soga alrededor del cuello, ¿verdad, Marietta? ¡Cuando Marietta
fue a buscarla se la encontró así!
Mi madre inclinó la cabeza y se puso las manos en el regazo, casi como si estuviera a
punto de rezar otra oración.
—Papá me lo contó, pero de todos modos lo recuerdo perfectamente. Me acuerdo de
Marietta corriendo como loca cuesta abajo, en camisón, y supongo que la señora
alemana debió de verla, porque salió a buscar a mamá, y todos acabamos en el granero,
yo también, y varios niños con los que estaba jugando, y allí estaba mamá, dispuesta a
darle a papá un susto de muerte. Mandó a Marietta a buscarle. Y la señora alemana se
puso a gritar: «¡Ay, señora, baje usted, señora, piense usted en sus ninitos! (no podía
pronunciar la eñe y decía ninitos), piense en ellos». Hasta que llegué yo. A pesar de que
era una mocosa, fui la primera que se fijó en la cuerda. La seguí con los ojos y me di
cuenta de que simplemente colgaba de la viga, que estaba allí suspendida pero no
enganchada. Marietta no lo había notado, ni la señora alemana. Entonces yo dije:
«¿Mamá, cómo piensas ahorcarte sin atar la cuerda a la viga?».
El señor Florence dijo:
—Sí, un poco difícil.
—Le agüé la fiesta. La señora alemana preparó café, y fuimos a su casa y nos dio
golosinas y tú no encontraste a papá, ¿verdad, Marietta? Se la oía chillar al subir la
cuesta desde una manzana de distancia.
—Normal que se preocupara —intervino mi padre.
—Pues claro. Mamá fue demasiado lejos.
—Lo hizo en serio —dijo mi madre—. Mucho más en serio de lo que crees.
—Lo que quería era que papá picase el anzuelo. Así fue siempre su vida en común. Papá
decía que resultaba muy difícil vivir con ella, porque tenía un carácter muy fuerte. De
todos modos, estoy segura de que eso lo echaba de menos con Gladys.
—No lo sé —replicó mi madre en aquel tono especialmente tranquilo con que siempre
hablaba de mi padre—. O sea, lo que pensaba o dejaba de pensar.
—Ahora están muertos —intervino mi padre—. No es cosa nuestra juzgarlos.
—Lo sé —convino Beryl—. Sé que Marietta siempre ha tenido un punto de vista
diferente.
Mi madre miró al señor Florence y le dirigió una sonrisa radiante.
—Seguramente no le interesarán estos asuntos de familia.
La única vez que fui a ver a Beryl, cuando ella era ya vieja y estaba toda torcida y llena de
bultos a causa de la artrosis, me dijo:
—Marietta tenía la misma cara de papá. Y nunca hizo nada para arreglarse. ¿Te
acuerdas de que llevaba un vestido azul marino de crep, muy viejo, el día que fuimos al
hotel? Claro, sé que seguramente era lo único que tenía, pero ¿por qué? En el fondo me
daba un poco de miedo. No podía quedarme sola con ella en la misma habitación. Pero
era realmente guapa.
Al tratar de recordar una ocasión en la que me hubiese fijado en el aspecto de mi madre,
pensé en el día del hotel, en su pálida piel verde oliva recortada contra el abundante pelo
blanco y rizado, su cara luminosa y hermosa sonriendo al señor Florence, como si fuera a
él a quien hubiera que perdonar.
La granja se vendió por cinco mil dólares en 1965. La compró un señor de Toronto,
para convertirla en casa de veraneo o simplemente como inversión. Al cabo de un par de
años se la alquiló a una comuna. Se quedaron allí, con diferentes personas que iban y
venían, unos doce años. Criaban cabras y vendían la leche a la tienda de alimentos
integrales que habían abierto en el pueblo. Pintaron un arco iris en el lateral del granero
que daba a la carretera. Colgaron sábanas teñidas en las ventanas y dejaron que la hierba
y los hierbajos se adueñaran del patio. Aunque mis padres habían acabado instalando la
electricidad, aquella gente no la usaba. Preferían las lámparas de petróleo y la estufa de
leña, y llevar la ropa sucia a lavar al pueblo. La gente decía que no sabían manejar las
lámparas de petróleo ni las estufas de leña y que acabarían por quemar la granja. Pero no
fue así. En realidad, no se las arreglaban demasiado mal. Mantenían la casa y el granero
en buen estado y cultivaban un huerto grande. Incluso rociaron las patatas con
productos para las plagas, aunque me enteré de que hubo una pelea por este motivo y se
marcharon los miembros más intransigentes. La granja tenía mucho mejor aspecto que
algunas de los alrededores que aún seguían en manos de las mismas familias. El hijo de
los McAllister había instalado un taller de reparación de coches en la suya y mis
hermanos se habían ido hacía tiempo.
Yo sabía que no tenía ninguna razón, pero pensaba que prefería que la granja quedara
abandonada —mejor eso a que cayera en manos de unos vagos— a ver aquel arco iris en
el granero y unos signos que parecían egipcios en la pared de la casa. Me parecía una
broma de mal gusto. Me molestaba incluso encontrarme con aquellas personas cuando
venían al pueblo: los hombres con cola de caballo y agujeros en el mono que, a mi
entender, se hacían a propósito, y las mujeres con el pelo largo, sin maquillar y con
expresión de mansedumbre y superioridad. ¿Qué sabéis vosotros de la vida?, me daban
ganas de preguntarles. ¿Por qué venís aquí a burlaros de mi padre y mi madre, de su vida
y su pobreza? Pero cuando pensaba en el arco iris y los signos comprendía que no
querían burlarse de mis padres ni imitar su forma de vida. La habían sustituido por otra,
sin apenas saber de su existencia. En su lugar habían colocado sus propias creencias y
costumbres, y yo deseaba que todo les saliera mal.
Y así ocurrió, más o menos. La comuna se desintegró. Las cabras desaparecieron.
Algunas de las mujeres se instalaron en el pueblo, se cortaron el pelo, se maquillaron y se
pusieron a trabajar de camareras o cajeras para mantener a sus hijos. El señor de
Toronto puso la casa en venta y al cabo de un año la vendió por un precio más de diez
veces superior al que había pagado. La adquirió una pareja joven de Ottawa. Han
pintado la casa por fuera de gris pálido con adornos de color gris perla y han abierto
tragaluces y una bonita puerta con faros a ambos lados. Por dentro la han cambiado
tanto que, según me han dicho, no la reconocería.
Entré una vez, antes de que llegaran sus últimos ocupantes, cuando la granja estaba vacía
y en venta. La empresa para la que trabajo se ocupaba de ella, y yo tenía una llave,
aunque la enseñaba otro agente. Fue una tarde de domingo. Me acompañaba un
hombre, no un cliente, sino un amigo, Bob Marks, a quien veía con frecuencia por
entonces.
—Es la casa de los hippies —dijo Bob Marks cuando paré el coche—. He pasado por
aquí otros días.
Era abogado, católico y estaba separado de su mujer. Decía que quería sentar cabeza y
ejercer en el pueblo. Pero ya había un abogado católico. El negocio resultaba lento. Un
par de veces a la semana, Bob Marks se emborrachaba antes de cenar.
—Es algo más —repliqué—. Yo nací y me crié aquí.
Nos metimos entre los hierbajos y al final abrí la puerta.
Bob Marks dijo que, por mi forma de hablar, creía que la casa estaría más lejos.
—Entonces parecía más lejos.
Todas las habitaciones estaban vacías y los suelos barridos y limpios. Acababan de pintar
los marcos de las ventanas; me sorprendió no ver manchas en los cristales. Habían
cambiado algunos y habían dejado los ondulados. Una pared de la cocina estaba pintada
de azul oscuro, con una enorme paloma. En una de las paredes de la sala había unos
girasoles gigantescos y una mariposa casi del mismo tamaño.
Bob Marks silbó.
—Por aquí ha pasado un pintor.
—Si se le puede llamar así —repliqué, y volví a la cocina. Seguía en su sitio el fogón de
leña—. Mi madre quemó un día tres mil dólares —dije—. Quemó tres mil dólares en
esta cocina.
Bob Marks soltó un silbido, pero diferente.
—¿Qué quieres decir? ¿Que tiró un cheque al fuego?
—No, no. Eran billetes. Lo hizo conscientemente. Fue al banco del pueblo y le dieron
todo el dinero, en una caja de zapatos. Lo trajo a casa y lo metió en el fogón. Metía unos
cuantos billetes de cada vez, para que no saliera mucha llama, mientras mi padre la
miraba.
—No te entiendo —dijo Bob Marks—. Creía que erais muy pobres.
—Y lo éramos. Muy pobres.
—Entonces ¿cómo tenía tres mil dólares? Serían como treinta mil de ahora, incluso más.
—Era su herencia —contesté—. Lo que le dejó su padre. Su padre murió en Seattle y le
dejó tres mil dólares, pero ella los quemó porque le odiaba. No quería su dinero. Le
odiaba.
—Mucho tenía que odiarle —replicó Bob Marks.
—No se trata de eso, no tanto de odio, ni de que se portara tan mal con ella que tuviera
derecho a odiarle. Probablemente no se portó mal, aunque no se trata de eso.
—El dinero —dijo Bob—. El dinero siempre es la clave.
—No. El problema es que mi padre la dejara hacerlo. Al menos para mí esa es la clave.
Mi padre se limitó a observarla, sin protestar. Si alguien hubiera intentado detenerla, él
la habría defendido. A eso le llamo yo amor.
—Algunas personas lo llamarían locura.
Recuerdo que Beryl opinaba exactamente lo mismo.
Entré en el salón y me quedé mirando la mariposa, con sus alas rosas y naranjas.
Después fui al dormitorio principal, en una de cuyas paredes vi dos figuras humanas
pintadas, un hombre y una mujer cogidos de la mano, el uno frente a la otra. Estaban
desnudos y eran de tamaño superior al natural.
—Me recuerda a esa fotografía de John Lennon y Yoko Ono —le dije a Bob Marks, que
se había puesto detrás de mí—. En la carátula de un disco, ¿no?
No quería que pensara que lo que había dicho en la cocina me había molestado.
Bob Marks contestó:
—El color del pelo es distinto.
Era verdad. Las dos figuras tenían el pelo amarillo, en un color plano, como en los
tebeos. Unos mechones rizados también amarillos les caían sobre los hombros y unos
bucles decoraban sus partes no tan pudendas. La piel era de color crema y rosa y los ojos
de un azul vivo, como el de la pared de la cocina.
Observé que no habían arrancado por completo el papel de la pared antes de pintar las
figuras. En el rincón quedaba un trozo que coincidía con el de las otras paredes, con un
dibujo modernista de burbujas entrecruzadas, rosas, grises y malvas. Debía de haberlo
puesto el señor de Toronto. No habían quitado el de debajo antes de colocarlo. Vi un
fragmento, los acianos sobre fondo blanco.
—Supongo que aquí celebrarían sus orgías —comentó Bob Marks, en un tono que me
resultaba familiar. Un tono tenso, triste pero resuelto. El de la lujuria, no especialmente
agradable, de los hombres respetables de mediana edad.
No repliqué. Seguí explorando el papel de las burbujas para ver mejor los acianos. De
pronto di con un trozo que estaba suelto y arranqué una gran tira. Pero también se
desprendió el papel de los acianos, junto a una pequeña cascada de cemento seco.
—¿Me quieres explicar por qué? —dije—. Dime por qué ningún hombre puede hablar
de un sitio como este sin mencionar el tema del sexo al cabo de dos segundos. ¡Solo con
pronunciar las palabras hippy o comuna, en lo único que pensáis es en follar! ¡Como si
no hubiera detrás de eso más que orgías y situaciones fantásticas y folleteo! ¡Me pone
mala! ¡Es tan ridículo que me pone mala!
Al subir al coche para volver a casa, nos colocamos como antes: los hombres en los
asientos de delante, las mujeres en los de atrás. Yo iba en medio, entre Beryl y mi
madre. Sus cuerpos se apretaban contra el mío y me transmitían calor bajo la ropa; su
olor desplazaba los olores del bosque de cedros que atravesábamos y de los pantanos,
ante cuyos nenúfares Beryl no paraba de proferir exclamaciones. Beryl olía a todos
aquellos potingues de los botes y frascos; mi madre a harina, a jabón ordinario y al cálido
crep de su vestido elegante y al queroseno con el que le había quitado las manchas.
—Ha sido una comida estupenda —dijo mi madre—. Gracias, Beryl, y también a usted,
señor Florence.
—No sé quién va a estar ahora en condiciones de ordeñar, después de comer así —
continuó mi padre.
—Hablando de dinero —terció Beryl, aunque nadie había mencionado el tema—, ¿te
importa que te pregunte qué has hecho con el tuyo? Yo invertí el mío en bienes raíces,
en California. Hay ganancias seguras. Había pensado que podíais compraros una cocina
eléctrica, para que no tuvieras el engorro de encender fuego en verano en ese trasto de
carbón y petróleo.
Todos los que iban en el coche se echaron a reír, incluso el señor Florence.
—Es buena idea, Beryl —replicó mi padre—. Podríamos utilizarla para guardar cosas
hasta que nos instalen la electricidad.
—¡Dios mío! —exclamó Beryl—. ¡Mira que soy tonta!
—Y además, no tenemos el dinero —añadió mi madre alegremente, como continuando
la broma.
Pero Beryl replicó con aspereza:
—Me escribiste diciendo que lo tenías. Recibiste lo mismo que yo.
Mi padre se volvió hacia nosotras.
—¿De qué dinero habláis? —preguntó—. ¿A qué os referís?
—Al dinero del testamento de papá —contestó Beryl—. El que recibisteis el año
pasado. Bueno, a lo mejor no debería haber preguntado. Si tuvisteis que pagar algo, eso
también es útil, ¿no? No importa. Estamos en familia. O casi.
—No pagamos nada con ese dinero —dijo mi madre—. Lo quemé.
A continuación nos contó que un día había ido al pueblo en el camión, hacía ya casi un
año, y que les había pedido a los del banco que le metieran todo el dinero en una caja de
zapatos que había llevado con tal fin. Al volver a casa lo metió en la cocina y lo quemó.
Mi padre se dio la vuelta y fijó la vista en la carretera.
Noté que Beryl se retorcía a mi lado mientras mi madre hablaba. Se retorcía e incluso
gemía un poco, como si tuviera un dolor insoportable. Al final emitió un ruido de
sorpresa y sufrimiento, un gruñido de cólera.
—¡Que quemaste el dinero! —dijo—. ¡Quemaste el dinero en la cocina!
Mi madre aún parecía alegre.
—Lo dices como si hubiera quemado a uno de mis hijos.
—Has quemado sus posibilidades, todo lo que podían haber adquirido con el dinero.
—Lo que menos necesitan mis hijos es dinero. Ninguno de nosotros necesita su dinero.
—Es un crimen —replicó Beryl desabridamente. Elevó la voz al dirigir sus palabras al
asiento de delante—. ¿Por qué la dejaste hacerlo?
—No estaba conmigo —contestó mi madre—. No había nadie.
Mi padre añadió:
—Era su dinero, Beryl.
—Da igual —dijo Beryl—. Es un crimen.
—Cuando hay un crimen se llama a la policía —intervino el señor Florence.
Al igual que otras cosas que había dicho aquel día, la frase creó una islita de sorpresa y
un sentimiento de gratitud.
Una gratitud no compartida por todos.
—¡No me vengas con que no es la mayor estupidez que has oído en tu vida! —gritó
Beryl dirigiéndose al asiento de delante—. ¡No me digas que no! Porque sabes que no es
verdad. ¡Tú piensas lo mismo que yo!
Mi padre no estaba en la cocina observando cómo mi madre alimentaba las llamas con el
dinero. Al parecer, no. No lo sabía, y si mal no recuerdo no se enteró hasta aquel
domingo por la tarde, en el Chrysler del señor Florence, cuando mi madre nos lo contó
a todos. ¿Por qué, entonces, recuerdo la escena con tanta claridad, tal y como se la
describí a Bob Marks? (y a otros; él no era el primero). Veo a mi padre junto a la mesa,
en medio de la cocina —la mesa con el cajón para los cuchillos y los tenedores, y el hule
por encima—, y la caja del dinero. Mi madre arroja los billetes al fuego con sumo
cuidado. Sujeta la tapa ennegrecida del fogón con una mano. Y mi padre, allí de pie, no
parece permitírselo, sino protegerla. Una escena solemne, pero no absurda. Unas
personas que hacen algo que les parece normal y necesario. Al menos, una de ellas hace
lo que le parece normal y necesario, y la otra piensa que lo importante es que esa persona
sea libre, que haga su voluntad. Comprenden que quizá otros no piensen lo mismo. No
les importa.
Me cuesta trabajo creer que yo lo inventara todo. Parece tan cierto que es la verdad; yo
estoy convencida, y nunca he dejado de estarlo. Pero sí he dejado de contar esa historia.
Nunca he vuelto a contársela a nadie después de Bob Marks. Eso creo. No es que dejara
de contarla porque no fuera auténtica, en sentido estricto, sino porque comprendí que
tenía que renunciar a que la gente lo viera de la misma manera que yo. Tuve que
renunciar a esperar que la gente aceptase lo que había ocurrido. ¿Cómo podía decir ni
siquiera yo que lo aceptaba? Si hubiera sido de las personas que aceptan esas cosas, y
¿quién lo hubiera aceptado?, no habría hecho todo lo que he hecho: abandonar mi casa
para trabajar en un restaurante del pueblo cuando tenía quince años, ir a clase de
contabilidad y mecanografía por las noches, entrar a trabajar en la agencia inmobiliaria y
por último sacar el permiso de agente profesional. No estaría divorciada. Mi padre no
habría muerto en el asilo del condado. Tendría el pelo blanco, mi color natural durante
años, y no de un tono llamado «Amanecer de cobre». Y en realidad, no cambiaría ni una
sola de estas cosas, si pudiera.
Bob Marks era un buen hombre generoso, y a veces con imaginación. Después de
espetarle aquello replicó:
—No te pongas así. —Luego añadió—: ¿Era ésta tu habitación de pequeña?
Creía que por eso me había molestado que mencionara lo de las orgías.
Y yo pensé que daba igual que siguiera creyéndolo. Contesté que sí, que era mi
habitación de pequeña. Casi mejor hacer las paces de inmediato. Vale la pena vivir los
momentos de dulzura y reconciliación, aun cuando la separación haya de producirse
tarde o temprano. Me pregunto si esos momentos no se valoran más, y se buscan a
propósito, en la situación en que algunas personas como yo estamos ahora que en los
antiguos matrimonios, donde el amor y el rencor podían crecer subterráneamente, tan
confusos y rotundos que debía de parecer que estaban allí desde siempre.
Un señor muy viejo con unas alas enormes
Gabriel García Márquez
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo
tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo
estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de
la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo
de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que
se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que
era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que
estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le
quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la
boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para
siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se
sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se
atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena
voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron
con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el
temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de
la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo
que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de
carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para
matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las
gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y
Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos
de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero,
retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de
las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia.
A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho
toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería
nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido
a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban
que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres
alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura,
había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y
todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que
más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un
rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de
desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo,
apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre
Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera
sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a
sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las
plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba
de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un
breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el
demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los
incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las
diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los
ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra
al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con
tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y
tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto
de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al
ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata
volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le
hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de
salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba
contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no
podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se
levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros
de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra,
Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron
de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar
llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le
iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio
trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina
sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin
probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por
ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única
virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le
picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los
baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos
le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que
consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos,
porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que
provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico
que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de
rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría
entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un
cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de
inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del
cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba
en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si
podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego
con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del
Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña
por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada
para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda
condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad
del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una
doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera
aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había
escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque
después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en
dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su
único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en
la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible
escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se
dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel
revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le
salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de
ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos
milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían
quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de
aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de
Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy
altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las
ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y
Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda
tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos.
El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y
quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por
conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y
estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se
cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a
jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue
menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más
ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al
mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel,
y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció
posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas.
Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía
entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo
encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a
pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de
ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que
andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las
últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en
el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en
trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque
pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía
con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde
nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas
grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la
decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de
que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba
bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el
almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se
asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan
torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo
hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible
que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.
La hija del guardabosques
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UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA
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Desde ahí las cosas habían ido barranca abajo. Había asis-
tido a todas las reuniones, como le habían indicado. Pero a
medida en que las reuniones se amontonaban, también lo
hacía la sensación de que todos lo que concurrían a ellas es-
taban llenos de bosta. No más llenos de bosta que cualquier
otro grupo de gente, pero igual. Ella era escritora por un mo-
tivo—odiaba los grupos de gente. Pero también se había dado
esta oportunidad por un motivo, y habían cosas que le gusta-
ban. Le gustaba pasar el rato, hablar de excesos con la bebida.
Le gustaba esa honestidad canalla. Lo que le parecía hipócrita
era esa culpa tan generalizada. La sentía forzada. ¿A ninguna
de estas personas le había gustado jamás tomar? Gran parte
de la conversación parecía de una nostalgia melancólica cui-
dadosamente disfrazada de vergüenza y arrepentimiento. A
pesar de los recelos, le gustaban las oraciones. Amaba las ora-
ciones. Rezar sola acurrucada de su lado de la cama no era
igual. Rezar con otros, tomados de las manos—hacía que los
ojos se le llenaran de lágrimas, de tan bien que se sentía.
Un par de semanas después de empezar, Tom la ha-
bía llamado, algo fuera de lo habitual. “¿Cómo va eso?”.
“Bueno, no me siento tan conectada con todo el
asunto de AA”.
Hubo una pausa.
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UN APRETÓN DE MANOS DE MIERDA
A veces pensaba que tomar era lo único que hacía que su ma-
trimonio se sostuviera. No tomar no sólo hacía que se diera
cuenta de que envejecía, sino que hacía que se diera cuen-
ta de cuánto despreciaba a Dan. Y tomar era una forma tan
buena de odiarse a sí misma, además de un buen descanso
de odiar a su marido. Cuando tomaba, podía sentir cómo el
mundo se preocupaba por ella, cómo giraba en torno de ella
y sus fechorías. Sobria, la fría realidad de la indiferencia del
mundo le dolía. Sí que creía en Dios, siempre lo había hecho.
Pero si se suponía que el bondadoso Dios del amor tenía que
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COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS
Ernest Hemingway
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había
sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la
pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú
colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la
muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía
mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos
en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había
puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los
portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de
colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Si dijo la muchacha—- Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha
esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue
ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar
bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me
refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre—.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad
no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo
es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no
quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿nunca volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son
como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes
cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado,
había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del
río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el
río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos
más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre
la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy
perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se
interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
El no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de
todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos
portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
El recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías.
Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera
del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban
razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada
y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.