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Fútbol, reivindicación marítima y nacionalismo

Dos eventos masivos marcan mis últimos días de marzo. El primero: soy convocada -o
mejor dicho- conminada por el excelentísimo Rector de la Universidad Mayor de San
Simón a marchar borreguilmente por la reinvindicación marítima. Gracias a Dios ese
día me ataca un fulminante reuma que impide mi asistencia a tan patriótico evento. El
segundo, la algarabía colectiva resultado del encuentro futbolero entre Argentina y
Bolivia. Nunca más borgiana que en estas ocasiones. No tanto porque al igual que el
venerable ciego este deporte me parezca innoble, agresivo, desagradable y meramente
comercial, o estéticamente horrible, zonzo, absurdo, pueril y ridículo, sino porque
ambos eventos en el fondo son manifestaciones propias de la estupidez popular que
responden a pulsiones de un nacionalismo barbárico.

Estudiantes, docentes, militares, gremios… masas sinfín que cada año marchan
impajaritablemente para autoafirmarse en un mismo anhelo impuesto: el retorno del mar
robado o ya también hinchadas fanáticas que apoyan a la selección nacional son a mi
juicio la expresión tangible de un nacionalismo patético que por contadas horas parece
falazmente unirnos bajo la sombra de una identidad común insuflada por similares
gritos de guerra contra el rival, sea este el enemigo político o el deportivo que al final de
cuentas sirven para un mismo propósito, la consolidación y diferenciación del grupo, de
la horda frente al otro, chileno o argentino o lo que sea. Y claro, bajo una simplificación
burda y maniquea, nosotros siempre seremos los buenos y nobles; los otros, los
malvados y ladinos. ¡Pobres “chilenos roba mares” en su día!

Lo peor empero es la instrumentalización política de estos impulsos atávicos


aprovechados por el gobierno (cualquier gobierno) para la distracción y la tregua
momentánea dentro del país. Masistas, filomasistas y furiosos opositores hermanados en
la borrachera patriotera que dura por supuesto lo que una salva de cohetes, la que se
lanza para festejar el triunfo en la cancha. Vuelvo al monumental vate para quien tanto
el nacionalismo como el fútbol le merecían no solo los mismos calificativos sino para
quien ambos tenían los mismos efectos: los de dividir a las personas por su pertenencia
a un país antes de unirlas como ciudadanos del mundo. Yo que abogo por un
cosmopolitismo humanitario no puedo dejar de abrazar con apego entusiasta estos
postulados. También Isaiah Berlin en su tiempo advertía que el nacionalismo era la
fuerza más poderosa y peligrosa; a más de medio siglo de esa declaración el peligro es
indudablemente inminente. El éxtasis tribal de los holigans, de los fundamentalistas
islámicos, de los neonazis, de Trumphismo, de la extrema derecha y del populismo es
un recordatorio constante de tal advertencia.

Para terminar, dicen que una imagen vale más que mil palabras, Jane Goodall, la
experta en primates, brinda una insuperable. A Goodall el fervor patriótico desplegado
en los estadios le recordaba mucho a las peleas con piedras entre las manadas de
chimpancés, ella había comprobado que cada banda rival de simios siempre tenía una
cuadrilla de hinchas que no participan directamente en la batalla pero no paraban de
gritar, golpearse el pecho y animar a los suyos. ¡Qué difícil será para mí mirar a
patrioteros y fanáticos, hijos bastardos del nacionalismo, y no reconocer en ellos a la
horda enardecida de primates!

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