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La primera pregunta importante que tiene que afrontar el predicador es: «¿Qué
voy a decir y de dónde obtendré mi mensaje?». Se han dado diversas
respuestas equivocadas con respecto al origen y contenido del mensaje del
predicador. Vamos a empezar con algunas de carácter negativo.
No es un profeta
No es un apóstol
Esta evidencia sugiere un estrecho paralelo entre los profetas del Antiguo
Testamento y los apóstoles del Nuevo. Rengstorf dirige su atención a este
punto: «La unión de la conciencia del apóstol con la del profeta... enfatiza de
manera absoluta el hecho de que lo que predica es revelación y está
preservado de cualquier tipo de corrupción humana... Igual que el profeta,
Pablo es el siervo de su mensaje... El paralelo entre los apóstoles y los profetas
está justificado porque ambos son portadores de la revelación.»
Por tanto, la palabra «profeta» debería estar reservada a los hombres del
Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento a quienes vino la Palabra de Dios
de manera directa, se haya conservado o no su mensaje. De igual modo la
designación «apóstol» debe estar reservada a los doce y a Pablo, a quienes
Jesús comisionó especialmente e invistió con autoridad como sus shaliachim.
No es un «charlatán»
Es un administrador o mayordomo
En cuarto lugar, la metáfora del mayordomo nos enseña una lección práctica
sobre la necesidad de disciplina en el predicador. El mayordomo fiel llegará a
conocer muy bien todo lo que hay en su despensa. La despensa de la Biblia es
tan, grande que ni siquiera toda una vida de arduo estudio descubriría por
completo sus riquezas o su variedad.
Quizás por ello es tan poco frecuente. Sólo la realizarán los que estén
preparados para seguir el ejemplo de los apóstoles y decir: «No es justo que
nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas... Y nosotros
persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra» (Hch 6.2,4). La
predicación sistemática de la Palabra es imposible sin un estudio sistemático
de la Palabra. No es suficiente examinar superficialmente algunos versículos
durante nuestra lectura diaria, ni estudiar un pasaje sólo cuando tenemos que
hablar sobre él. No; hemos de sumergirnos diariamente en las Escrituras. No
debemos estudiar solamente las minucias lingüísticas de unos pocos
versículos, como a través de un microscopio, sino que hemos de sacar nuestro
telescopio y escudriñar los anchos espacios de la Palabra de Dios, asimilando
el gran mensaje de su soberanía divina en la redención de la humanidad. «Es
una bendición -escribió C. H. Spurgeon- alimentarse del alma misma de la
Biblia hasta llegar a hablar el lenguaje de las Escrituras, y hasta que el espíritu
esté sazonado con las palabras del Señor, a fin de que nuestra sangre sea
«bíblica» y la esencia misma de la Biblia brote de nuestro interior.»
Aparte de esta disciplina diaria y tenaz en el estudio de la Biblia, cada uno de
nosotros en particular necesitaremos aplicarnos al versículo o pasaje que
hayamos elegido para exponer desde el púlpito. Y vamos a necesitar energía
mental para esquivar los atajos. Tenemos que dedicar tiempo a estudiar el
texto de manera concienzuda, meditando en él, luchando, inquietándonos por
él como un perro con su hueso, hasta que veamos claro su significado; y
algunas veces este proceso irá acompañado de penas y lágrimas. Echaremos
mano también en este trabajo de todos los recursos de nuestra biblioteca: el
diccionario y la concordancia, las traducciones modernas y los comentarios.
Pero, por encima de todo, hemos de orar sobre el texto, puesto que el Espíritu
Santo, que es el autor final del libro, es, por tanto, su mejor intérprete.
Tomado del libro Imágenes del Predicador por John Stott, Editorial Nueva
Creación
www.iglesiareformada.com