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Contenido

Primera descarga........................................................................................................................... 4
I. Arte poética ............................................................................................................................ 5
II. Explicación del juego ............................................................................................................. 6
III. Episodio aberrante ............................................................................................................... 7
IV. Hospedaje nocturno............................................................................................................. 8
V. La pierna................................................................................................................................ 9
VI. Hombre armado ................................................................................................................. 11
Recarga 0 ..................................................................................................................................... 12
Sueño recurrente .................................................................................................................... 13
Segunda descarga........................................................................................................................ 16
I. Problema de lógica #1 .......................................................................................................... 17
II. La soledad de las especies ................................................................................................... 18
III. Pistola cargada ................................................................................................................... 19
IV. Problemas domésticos ....................................................................................................... 21
V. No sólo los dinosaurios duermen ....................................................................................... 22
VI. La mujer que ama a los hombres ....................................................................................... 23
Recarga 0 ..................................................................................................................................... 24
Objetos muertos ..................................................................................................................... 25
Tercera descarga ......................................................................................................................... 35
I. Novela negra ........................................................................................................................ 36
II. Tres con catorce p. m. ......................................................................................................... 38
III. Dormir con Julio ................................................................................................................. 39
IV. Procedimiento sin anestesia .............................................................................................. 40
V. Cuerpos secundarios ........................................................................................................... 41
VI. Espantos congénitos .......................................................................................................... 42
Recarga 0 ..................................................................................................................................... 44
La última desaparición del escritor Marcelo Chiriboga........................................................... 45
Tiro de gracia ............................................................................................................................... 58
Tiempo de parejas ................................................................................................................... 59
Vuelves a mí porque el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.
Óscar Hahn, Lugar común
Primera descarga
I. Arte poética
Al cuentista le irrita la novela. Siente aversión por la descripción pormenorizada de
los personajes, la ampulosidad del verbo, por el entramado nudoso de los hechos. El
cuentista aborrece la novela por su extensión mastodóntica, por sus recursos retóricos,
por el espacio extenso y vacío en el que se van plasmando los acontecimientos a golpes
de martillo. El cuentista odia la novela con toda la simplicidad de sus vísceras. Entonces,
con ira, decide zarandearla. La azota contra el piso, la doblega, la revienta, la desata, la
desgarra, la desparrama… El escritor sólo tolera la novela cuando ésta se vuelve un
compendio de hojas voladoras, una colección de pequeños cuentos.
II. Explicación del juego
—Primero vas a engrosar la hilera. Es una cola enorme que da varias vueltas y se
dobla sobre sí misma para volver a empezar. Hay siempre mucha gente que quiere
jugarlo: muchos postulantes. Es difícil, muy difícil; debes llevar agua y algo de comer —
cuidado te descubran haciéndolo, las sanciones son durísimas—, porque seguro estarás
allí muchos días y, si te desmayas, los otros —los que compiten contigo—, te dejarán caer
y van a pisotearte. En este juego no hay caridad, ni reservas. Todos, absolutamente todos,
quieren jugarlo. Después, si logras llegar con fuerzas a la cabeza de la fila, te van a
examinar minuciosamente el iris de los ojos y la musculatura. Si estás demasiado débil,
no van a aceptarte, y te enviarán de vuelta a la cola. Es como no haber hecho nada;
también puede que existan castigos: detestan perder el tiempo con participantes débiles.
Una vez seleccionados los cientos, los miles que han elegido, las instrucciones son
simples. Se trata de empujar y correr, de empujar y correr en círculos hasta que no
puedas más, hasta que pienses que eso que brilla es la esperanza y luego descubras que
sólo se trata de los ojos de algún otro que está agonizando y necesita que lo contemples
unos segundos, para que al menos quede un testigo de su muerte, de su participación en
el juego. Pero no puedes detenerte, debes seguir… seguir hasta que tu cuerpo se
entumezca y caigas, te arrastres y avances gracias al azar contrayéndote, para que los
otros —los que vienen tras de ti—, no pisen tu mano que se extiende engarrotada, ni
sometan el espasmo que te sacude, o bien terminen majando, sin querer, el corazón que
se sale por tu boca.
—¡Qué terrible! ¿Y qué es lo obtiene el que gana?
—¿Ganar? ¡No he sabido jamás de alguien que ganara el juego!
III. Episodio aberrante
Estamos inquietos, seriamente preocupados por un rumor que altera a la
población, y que precisamos contener. Una historia que está relacionada con el episodio
al que llamaremos «aberrante», debido a la naturaleza de su intercambio. Como es
sabido, 36 años luego de haberse eliminado a la ‘Gran enfermedad’, la comunidad
mundial ha seguido exigiendo a los habitantes del planeta continuar con las medidas
pandémicas tales como la utilización de prendas aislantes y de condones bucales, en los
casos en los cuales el contacto físico fuese inminente. Esto ha sido documentado por
vigilantes externos para su posterior estudio médico, según consta en los informes
públicos de los que hemos dado ya reporte detallado.
Ha costado mucho educar a la especie, contenerla y aleccionarla dado su
empecinamiento y su porfía. Pero sucesos como el que citaré, no hacen más que
desconcentrarla de la prioridad de su supervivencia. Por ello, sabemos que dentro de
poco no van a bastarles ni las familias virtuales ni los dobles sintéticos, porque el apetito
por la carne les es atávico: está en su propia naturaleza. Y aunque los disidentes fueron
ya eliminados, ambos sexos no hacen más que dirigir sus fantasías eróticas hacia aquel
anochecer infausto en el que ella, una hembra jovencísima de la especie, decidió
trasgredir las normas higiénicas y zafar su mano del guante de vinilo, y en el que él —
alentado por la humana—, hizo lo mismo pero con agravantes: no sólo quiso acariciar
con el índice desnudo el contorno de la cara de la muchacha, sino que además buscó su
boca y la besó.
IV. Hospedaje nocturno
La joven Diana, con mucho esfuerzo económico, empieza a vivir sola y, dada como
es a la imaginación, supone que en el piso en el que vive —por las noches—, sale de sus
escondrijos gente pequeña que corretea y fuma. Como son torpes pero también tímidos,
causan estruendo al tropezarse con los muebles, y luego hacen el favor de lavar los
trastos a manera de disculpa. Yo también he llegado a pensar que en el piso en el que
vivo hay personas que utilizan la cocina: cada tanto se escucha el entrechocar de platos,
y hasta tienen devoción por los objetos pequeños como broches y botellas, que primero
toman prestados y luego pierden. Diana supone, alegremente, que son duendecillos
buenos como los que terminaron la tarea del zapatero en el famoso cuento infantil; yo
he llegado a pensar —con el desencanto que dan los años—, que las mías son astutas
mujeres solteras que subalquilan a un mejor precio mi departamento.
V. La pierna
Parece que la historia comenzó cuando la piel del muslo adquirió un tono lechoso
brillante. Fue entonces cuando por primera vez los hijos consideraron sacar a su madre
del pueblo. Ella insistió en que estaría bien, que ya se le pasaría la enfermedad. Era
persistente; no en vano había resistido instalada en el pedazo de monte en donde vivía,
los partos, la neumonía, la bubónica, y se bastaba sola para poner en orden a todos en la
casa, entre la friega de la ropa, el horno y la fuga de los perros. Desde la hacienda del
costado los veíamos ir y venir: eran trece, como los apóstoles —pero lelos y ni una sola
hembra—. Vinieron luego la subida de las aguas y la edad, pero todo lento, como el
mudar de la piel de las serpientes… muy lento. En el campo se vive a otro ritmo; los que
venimos de fuera padecemos, pero ellos sí tuvieron paciencia, mucha paciencia.
Mientras tanto se dice que la madre, desde la hamaca de totora —porque jamás se
había acostumbrado a los colchones—, daba órdenes a los más jóvenes como quien dirige
el mundo. Pocas veces se levantaba o lo hacía solamente para lo imprescindible: reunir a
la jauría, por ejemplo. Ella sí que dominaba a los perros; hasta los que estaban de nuestro
lado de la cerca tironeaban de la correa para irse. Fue en uno de esos recorridos
bamboleantes —que ya para ese entonces se le hacían difíciles— cuando los hijos se
dieron cuenta de que bajo el faldón de lino, la pierna derecha estaba hinchada y venosa,
como un animal que sumara varios días de muerto. Ella no decía nada, arrastraba el pie
con furia y sin queja crispando los puños. Supongo que la tenacidad de la tierra siempre
la había impulsado; había algo poderoso y ciego dentro de aquella campesina, por eso
siempre limitamos los tratos y dejamos las cosas claras. Lo nuestro comienza aquí, lo suyo
empieza allá, pero en medio del descampado uno tiene que escuchar. Es inevitable no
escuchar.
Comentan que una vez ya no pudo moverse: la pierna estaba tan grande que
parecía una criatura de tres años, y los hijos tuvieron que quemar flores de vainilla para
que el aire no estuviera tan pesado. Decidieron trasladarla a la ciudad en una carroza que
en su tiempo se utilizó para pasear a la reina del caserío en los días de fiesta. Los vimos
partir en aquel camión de flores como si fuesen una comitiva de circo. La madre volvió
hecha una furia muda, no les perdonó llevarle la contraria. Ella hubiera querido que todo
siguiera como antes, con los perros durmiendo al calor de su muslo hinchado y con la
rutina de arriar a los cerdos —que ya para ese entonces se comían los retoños de sus
propios sembríos—. Así que ella jugó a volverse un mueble, un enorme mueble blanco
que no contestó las preguntas del médico y que nunca más les volvió a dirigir la palabra
a sus vástagos.
Rumoran que la pierna parecía lo único tranquilo en esa casa; en su contundencia
había algo de la calma de las rocas, algo de hielo o de un pedazo de sal. Empezó una
época terrible para la familia. Aunque eran muchos, no se daban abasto para las tareas
de la siembra. Por la mañana hacían litros de una infusión de manzanilla con albahaca
que debía durar todo el día. Con ese líquido bañaban a la madre, pero sobre todo,
limpiaban su pierna con cuidado, sin dejar un solo lugar sin enjuagar, porque el aseo era
importante para evitar el olor; después, aplicaban ungüentos caseros de rosas, verbena
y menta, así como emplastos de cuanta cosa hubiera, para mantener fresco a aquel otro
ser que había empezado a ocupar sus vidas. Luego ponían la media de lana para hacer
presión y la abanicaban por horas para evitar el calor y la humedad. Cuentan que la madre
apenas si probaba bocado, apenas si gemía, pero la pierna tenía demandas urgentes
porque luego de la merienda había que repetir todo el rito de limpieza, nuevamente.
A veces, un vecino amable iba a devolverles algún animal perdido que había ido a
parar a sus tierras, pero a los pocos días estos volvían a extraviarse. El corral estaba vacío
y los campos arrasados. Si su madre seguía debajo, aplastada por el peso o murió de
hambre, no lo supieron: la pierna de dedos abotagados y transparentes, siguió creciendo
hasta hacerse espacio en la casa. Dicen que algunos de los hijos partieron a la ciudad para
olvidar, pero otros permanecieron consagrados a esa nueva vida que les exigía devoción
absoluta.
Comentan que los que han quedado se mueven por los campos de noche para
conseguir comida, y que a veces han entrado a las iglesias o a las casas vecinas en asaltos
salvajes (yo tengo a mano un machete, por si acaso). Los municipales no sospechan de
ellos porque la casa luce vacía; parecería que nadie habitara allí, pero algunos sabemos
—ya he dicho que con tanto silencio es inevitable escuchar—, que ciertas madrugadas
forman un círculo junto a la gigantesca pierna y dan inicio al ritual: canturrean, se inclinan
hasta tocar el suelo con los labios y cuando levantan los rostro flacos, mojados de
lágrimas y de sudor, hasta pueden ver en la superficie de aquella extremidad amoratada,
unos pequeños ojos acuosos que han surgido donde antes parecía que estaba la rodilla.
VI. Hombre armado
El amor —piensa el hombre— es como un misil en el pecho: una munición que a lo
largo de la vida se va volviendo más pesada y contundente. Si no tiene un objetivo al cual
dirigirse, el misil se oxida entre los flujos humanos y el alma es, entonces, una tumba de
tierra, una mina que nunca llegó a la explosión redentora.

Así lo medita el hombre armado cuando ve a la mujer que lo apasiona caminando


hacia la trinchera de su vida, lejana y plácida, sin sobresaltos. A ella el cariño le sabe a
refrescantes copos de algodón en las heridas. No tiene idea de las cicatrices porque nunca
ha sangrado, pero a veces —por sentir algo—, sospecha que se muerde el interior de sus
labios para repasar el dolor con la lengua y entretenerse así con la sensación.

El hombre nunca ha entrenado su puntería y menos aún con un blanco tan móvil y
bello; lo resiente verla a salvo de todo, pero también le incomoda saberla sana e indemne
de la guerra de su amor.
Llegado a ese punto, el hombre no lo piensa y dispara. El sonido de la bala enciende
la cuadra y consterna el aire. El proyectil va confiando hacia la carne que le pertenece…
mas, en un último segundo, la mujer lo nota y lo esquiva empleando una indiferente
sacudida de cabello. El misil, confundido, emprende su regreso al hombre llevándose
todo lo que puede por delante. Uno a uno van cayendo los cuerpos anónimos mientras
el tirador, pasmado, no da crédito a tanto desastre. Finalmente, la bala se incrusta en el
alma del hombre y la destroza con estruendo.
Del hombre y del misil han quedado, únicamente, sangre enamorada que brilla en
medio de las velas, que algún caritativo ha puesto en la calzada. A los heridos se les
aplican los primeros auxilios. La mujer es llevada para investigaciones. Mientras la
registran, ella cuida muy bien ese blindaje que guarda en el pecho y que la ha salvado de
tantas muertes violentas.
—No lo vi venir —afirma—, y el metal palpita tranquilo, aplomando su pulso en el
detector de mentiras.
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Sueño recurrente
De manera recurrente sueño con Rubén. Nos topamos en el trabajo todos los días,
aunque el poco tiempo libre que deja el horario de oficina, apenas si nos permite
saludarnos con la mano o esbozar un cuarto de sonrisa mientras digitamos informes
infinitos o realizamos llamadas para ofrecer servicios en los que nadie parece interesarse.
Cuando el trabajo es excesivo, me lo llevo para terminarlo en casa porque en la noche el
silencio me permite una mejor concentración a pesar de que a veces —para sentir el
departamento un poco menos desocupado—, enciendo el televisor de mi pieza y la radio
de la cocina. Entonces me imagino que alguna madre, que algún hermano, que algún
esposo la apagará antes de acostarse; y con esas ideas que me sosiegan dormito frente
al computador, tecleando con los ojos cerrados y la cabeza ladeada, mientras sueño con
Rubén teniendo de banda sonora a comerciales de detergentes, cánticos evangélicos o
la voz llorosa de alguien que no encuentra a algún pariente desaparecido.
Pero también tengo otro sueño recurrente: estoy en un hogar mucho más grande
que la pieza en la que vivo, en donde hay muchos cuartos y un manojo de llaves para abrir
todas las puertas. Pero sólo una es la llave de salida a la realidad. En mi búsqueda onírica
no hago más que probar cada cerradura con cada llave; a veces, una que otra ingresa en
el orificio… pero nada, jamás giran. Cuando tengo ese sueño me despierto con un torozón
de hielo en la garganta y descalza, me dirijo a la portezuela que da al jardín y la contemplo:
no se puede abrir desde dentro porque alguien perdió el llavín, en uno de los tantos
períodos de alquiler por los que ha pasado este apartamento; sé lo que hay del otro lado
porque paso frente a sus plantas florecidas y a su rosa de viento todos los días. Ningún
misterio: es un asunto no resuelto que intento solucionar con creatividad y con la ayuda
de mi analista, aunque cuando no se trata de soñar con Rubén, el juego de las puertas se
torna la película preferida de mi inconsciente.
Todo continúa idéntico, hasta que un día Rubén, pálido como una hoja de
fotocopiadora, en lugar de sentarse como siempre a trabajar en su silla, ha llegado y se
ha puesto a mirar el reloj central que nos cobija, con su tiempo mecánico como un dios
Sol.
—Me siento vacío —ha dicho—. El jefe sugirió que desayunara algo. Con estos
horarios imposibles, uno no tiene tiempo ni de lanzarse un café a las tripas —añadió
preocupado.
Buscó con la mirada y yo era la única pendiente de la escena; los demás ya estaban
ocupándose de sus asuntos, aporreando dígitos.
—Oye tú, ¿Felicia?
Miré a los lados, era a mí.
—Alicia —corregí.
—Alicia, lleva a este muchacho a tomar alguna cosa y tráelo cuando se sienta mejor.
Y nos escapamos. Lo monté en mi coche y atravesamos la ciudad como una flecha
hasta llegar a casa. Mientras aparcábamos al pie de la puerta del jardín volteé para verla,
siempre con sospecha. Junto al muro que daba a la calle, dos pájaros amarillos picoteaban
vorazmente en la hierba.
Rubén no había abierto la boca en todo el trayecto, se dejaba hacer. No hubo
cortesías, ni comentarios por el desorden en que tenía la sala: un cúmulo de zapatos y de
ropa que me quitaba en cuanto llegaba del trabajo; faldas y blusas lanzadas a los muebles
que tuvimos que apartar para poder sentarnos. Hice algo de té, pero él se negó a
probarlo. Era un bulto silencioso de labios amoratados que únicamente movía de vez en
cuando los ojos.
—¿Qué te ha pasado, Rubén?
No podíamos hablar del clima como preámbulo, su salud era un tema tan obvio que
no había forma de tratar otra cosa.
—Tengo un sueño recurrente —dijo con un hilo de voz—. En verdad, dos sueños.
Uno es siempre contigo, el otro es que estoy muerto. Me muero de golpe, paso la noche
muerto y amanezco muerto, voy al trabajo muerto; luego retorno a casa, bebo cerveza,
voy a un bar, me seduce una mujer, me la cojo. Después resulta que me gusta para esposa
y tenemos hijos. Pero siempre muerto, todo muerto porque nadie se atreve a decirme
una sola palabra sobre el tema. La indiferencia de los otros me hace sufrir. Bueno… todo
lo que puede sufrir un muerto.
De golpe se sintió un cambio en el ambiente de la habitación, una variación
energética apenas perceptible, como cuando se enciende algún aparato eléctrico y
alguien lo percibe desde el otro lado del cuarto.
—¿Y anoche te ha parecido particularmente real? —pregunté.
—Sí.
—No te preocupes Rubén —le dije sujetando con solidaridad su palma helada—.
Lo supe en cuanto te vi. ¡Estás muerto!
Sus ojos se volvieron brillosos y llenos de un líquido que bien podían ser lágrimas o
algún fluido secreto que los cadáveres exhalan para expresarse en casos de emergencia.
—¡Gracias!
Cuánta alegría y paz había en su voz. A modo de pago, haciendo girar la muñeca —
como en un movimiento de magia—, hizo aparecer una llave pequeña de color cobre. La
reconocí inmediatamente: era el acceso a la puerta del jardín, desde dentro. Ambos
sostuvimos la mirada mientras sonreíamos: él con las comisuras tiesas, yo ruborizada.
Apenas si tuve tiempo de tomar una bufanda y chicles, tras meter una muda de
ropa interior limpia en el bolso.
—Vamos —lo invité
¿No te hace ilusión ver qué hay del otro lado?
—Lo siento, Alicia… les daría una contrariedad muy grande a mis familiares si es
que no los dejara enterrarme.
La llave entró en la cerradura y giró con un clic herrumbroso, como si corriesen las
aldabas del universo. Rubén se había recostado en el mueble, aplastando mi ropa, un
poco endurecido ya de miembros, con la tez cerúlea y los ojos apenas más grandes de lo
que yo recordaba. Se había quitado los lentes para verme mejor, porque me parecía
recordar que era hipermétrope en lugar de miope. Nos dedicamos una última sonrisa
antes de separarnos. Ese cuarto de sonrisa aprendido en la oficina desde el que nos
reconocíamos tan cercanos y distintos al resto. Entonces, antes que él se descompusiera
por el exceso de emoción, giré la cerradura y crucé.
Segunda descarga
I. Problema de lógica #1
Se llama Salvador, aunque nunca auxilió a nadie. Tiene los ojos amarillos de los
ciervos y los brazos nervudos como ramas. No sabe manejar ni las bicicletas ni las
pérdidas, pero intenta mantener su vida en equilibrio. Como todos los hombres, se
estrella a veces: eso lo desquicia. Prefiere aceptar el gato a la liebre, aunque su signo
zodiacal chino es el Conejo. En consecuencia, suele ser firme como los clavos o como los
postes en verano, cuando a la vez hace sol y llueve, bajo un cielo acalambrado de
relámpagos.
A ella no la salva nadie: se salva sola. Por ser ‘Renata’, ha renacido varias veces del
cordón umbilical de sus amigos, que una noche sí y otra noche no le han rescatado, entre
filmes apoteósicos de Billy Wilder. Calza 34B de pecho, pero no le da el corazón móvil —
igual a un trompo—, para ser como quisiera, del tamaño de la luna. No se chupa el pulgar,
pero sí moja sus dedos; en consecuencia, suele ser flexible porque su carta del Tarot es
El Mundo. Eso sí, tiene esperanzas; por lo tanto, no pregunta.
Calcule el índice de productividad individual de estos dos sujetos ¿Cuántas
pulsaciones se requieren para evaluar que sus separaciones son siempre un fracaso?
Extrapole este resultado comparándolo con su uno que otro éxito. Contrástelos.
Identifique quién es la víctima y quién el victimario. Si no logra resolverlo, pase al
siguiente problema.
II. La soledad de las especies
Hay que rebasar una prueba de tres círculos: el de espinas que desgarra, el de hielo
que paraliza y el de fuego, que encandila. De pecho aplomado bajo un peto de malla, se
ha dicho que el varón temerario deberá llegar con el corazón nervioso pero bien estacado
entre las costillas. Se espera que resista, pese a que las zarzas le herirán las carnes y que
la helada tratará de disuadirlo. Mas, cuando le falten las fuerzas, el grito orgánico, el olor
a sexo fragante rugirá desde el pubis de la mujer que lo espera del otro lado de la
hoguera. Ella lo persuadirá con su lujuria, dejando la estepa esparcida de cenizas
hirvientes.
Cuentos, leyendas, habladurías… Desde que existe memoria, el viento seco de la
planicie donde habita, ulula y le llama a lametones con encendidas promesas eróticas,
mientras ella entra y sale de su torrencial incendio como la aburrida figura de un reloj,
porque dejaría caer la castidad de su pesado vestido con escamas, si tan solo uno —
cualquiera— hubiese estado interesado en correr el riesgo. Desolada se lamenta la mujer
dragón mientras contempla el camino de la estepa, permanentemente desierto, salvo
por algunas hojas que caen durante el tiempo de otoño.
III. Pistola cargada

Una pistola que cuelga de una pared, tarde o temprano será disparada.
Proverbio ruso

Sobre la mesa de comedor de la casa donde habita la pareja se encuentra una


pistola cargada con tres balas que el autor de la historia ha colocado allí, para crear
tensión. El lector espera —«al filo de la hoja»—, que los protagonistas acudan a usarla
buscando dar fin a una riña que ha durado veinte años de vida conyugal. Como el lector
de este cuento ha estudiado algo de Preceptiva, sabe que si en una narración un
elemento es mencionado con especial insistencia, más adelante deberá ser empleado
como recurso dramático, así que aguarda con cierta zozobra el momento en que el arma
será utilizada, tal como aconsejan los teóricos. Ya se imagina con morbo el tronar de la
bala, el olor picante de la pólvora, el vuelo libre de la sangre y un impreciso quejido agudo
atravesándolo todo hasta llegar al vacío. Debido a que es un lector disciplinado sabe que
sólo entonces podrá cambiar de página, y hasta pueda que llegue a terminar el resto de
los cuentos de este libro.
Los actuantes discuten acaloradamente mientras dan vueltas por todo el cuarto, se
han tomado ya algunas copas de vino y humores rencorosos les vaporizan el cerebro. Se
reclaman el uno al otro por la cama que estuvo inmóvil durante semanas; por la vez en la
que él se fue de viaje y olvidó de telefonear; por la ocasión en que ella se mandó flores
firmando la tarjeta como si se tratase de otro hombre; por el olvido cuando él no reservó
los pasajes para ir a Argentina a tiempo y ambos tuvieron que hacer cola en el aeropuerto
junto con toda la selección nacional de fútbol; por la leche para el hijo, por la comida para
el canario, por los pechos de fulana. Llueven perros y gatos mientras ellos parlotean
reproches con la voz cruzada de amenazas punzantes, y todo ello lo aguanta el lector
esperando con paciencia el momento en que la mano prometida tome la pistola y
finalmente hale el gatillo. Será pronto —piensa con alivio—, cuando ve que la botella de
vino vuela por el aire.
Por eso, cuando lee que la pareja está dispuesta a reconciliarse, no lo tolera.
Apegado como es a las reglas de la estructura, el lector entra de puntillas a la narración,
toma el arma que espera sobre la mesa, y con sumo cuidado para no dejar huellas, da
dos tiros limpios mientras ellos bailan abrazados una música inaudible, tan antigua como
su historia conyugal.
Le dispara primero a ella, quien cae con la torpeza de un bulto de arena, y luego a
él. Por idiota —piensa el lector—: cinco horas con la selección de futbol de Argentina y
no pudo sacarles ni un autógrafo. Entonces, se escucha a lo lejos el grito necio de una
sirena; la envía el escritor para salvar a sus personajes que aún boquean como peces. Con
el arma todavía en la mano, el lector piensa fríamente qué hacer mientras el sonido de
auxilio se hace cada vez más cierto.
Cuando la puerta se abre por la fuerza, se escucha un último tiro en el escenario de
la historia. El lector, quien es muy disciplinado en sus estudios, sabe que en los libros de
Teoría literaria, también se habla de la incertidumbre de los finales abiertos.
IV. Problemas domésticos
¡Qué contrariedad son las hormigas de la cocina! Cuando no hay sobras, se
alimentan del puñado de chicharras que sobrevuelan la alfombra o de las salamandras
que buscan refrescarse en el agua de la ducha. Se deslizan con sigilo hacia sus escondites
porque saben que pueden terminar siendo la cena del fénix que dormita en los armarios,
arriesgándose a ser presa fácil de las águilas que han anidado descaradamente en la
lámpara de fórmica, mientras el tigre hace la siesta en los sillones, y los elefantes pastan
tranquilamente en el jardín, ignorantes del acecho del hombre salvaje al que yo devoro
ocasionalmente en la recámara, cuando tengo muchos antojos de carne.
V. No sólo los dinosaurios duermen

Para Kiki
En la oscuridad, un montón de ropa sobre una silla puede parecer, por ejemplo, un
pequeño dinosaurio en celo. Imagínese entonces, por deducción y analogía, lo que puede
parecer en la oscuridad el pequeño dinosaurio en celo que duerme en mi habitación.
Ana María Shúa, Dinosaurio en celo

La salamandra y yo intercambiamos miradas antes de hacer peligrosas piruetas en


el aire, porque sus ojos oscuros y temblorosos me indicarán el momento exacto en el que
vamos a hacer el salto. Es un movimiento complicado que exige un total esfuerzo de mi
cuerpo, porque no sólo debo elevarme lo suficiente para hacer el mortal, sino que
también debemos estar perfectamente sincronizadas. Lo divertido de esa actividad es
que, a pesar de que ella pareciera estar hecha únicamente de cartílago amarillo, ambas
podemos hacer los brincos de manera simultánea, aunque yo sea diez veces más pesada.
Una y otra vez, muy contentas, saltamos con elegancia de trapecistas sobre el
fuego, dejando que las llamas nos laman el estómago. Mientras lo hacemos, yo admiro
de reojo el brillo de las canas plateadas de su lomo y la madeja de intestinos azules
translucirse por su piel arrugada (porque ella es más vieja que yo y lleva muchos años
dando brincos).
Luego caemos la una en los brazos de la otra, y yo siento el impacto frío y viscoso
de su pesito sobre mi hombro, que golpea con toda la energía de sus miembros cortos.
La salamandra me abraza, y yo junto mi rostro al suyo mientras chasqueamos la lengua
alto, muy alto, en un canto coral de celebración que ningún público aplaude, pero que
nosotras sabemos, es perfecto y magnífico. Somos las únicas habitantes de un mundo
brusco y continuo donde hacemos cabriolas cada vez más y más perfectas. Luego
retornamos a nuestras posiciones y volvemos a empezar. Entonces yo le digo con la
mirada —el único modo con el que contamos para entendernos realmente—, que soy
inmensamente feliz y que ojalá ella jamás, jamás jamás, despierte.
VI. La mujer que ama a los hombres
Constan en el inventario: un hombre que era tan cruel, pero tan cruel, que cada vez
que estábamos juntos me aseguraba —miembro en mano— que esa era la última, y
permanecía convencido de eso hasta el siguiente encuentro. Un hombre que era tan
etéreo y tan fluido, que dormir a su lado era una experiencia mística: cuando se levantaba
del lecho, había que sacudir las sábanas por eso de las plumas, y dejarlas secando al sol,
por aquello del agua. Un hombre que terminó conmigo y con quien en lugar de ser
amantes, éramos rivales; intentando acabarnos mutuamente, nos retábamos en un duelo
de palabras, del cual salíamos heridos donde más nos dolía: en la lengua. Un hombre que
era tan gracioso, pero tan gracioso, que nadie lo podía tomar en serio, ni siquiera yo. Un
hombre que era tan pragmático que no toleraba las despedidas, por eso hacía el amor
con los ojos cerrados, para evitar extrañar, para evitar ir partiendo. Un hombre que decía
que el sexo era la mejor forma de amistad que conocía; por eso tenía muchísimas amigas.
Un hombre que olía a tierra, aunque en él no se podía sembrar ningún desasosiego. Un
hombre que en lugar de entrar, salió de mi vientre. Un hombre que era tan rápido que
no lo vi venir. Un ser disfrazado de hombre, al que jamás conocí en su forma humana. Un
hombre que era tan elegante, que hacía el amor con los guantes puestos. Un hombre tan
alto y tan frondoso —al igual que una arboleda—, que provocaba ir hasta él y perderse,
¿o no? También cuento, por supuesto, al hombre que está por venir, a ese que yo espero
mientras me dedico a amar a los hombres.
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Objetos muertos
Le asombró que el cadáver del pájaro empezara a consumirse lentamente como si
el ave hubiera estado llena de aire y le hubiese costado poco esfuerzo disecarse. A los
tres días de haber muerto, ya era una masa vacía: un envoltorio seco de plumas y
esqueleto, como si jamás hubiera tenido carne por dentro.
El robo del pájaro no tuvo buen fin porque fue demasiado improvisado —
pensaba—. No había comprado una jaula, por ejemplo; lo mantuvo metido dentro de un
cajón desocupado del velador, alimentándolo con frutas, porque al trabajar en horarios
completos, apenas si tenía tiempo de barrer el polvo de la casa, y masticar cualquier cosa
que colocara entre dos láminas de pan.
Pero sus hurtos eran así, arrebatados: primero la idea de un objeto le daba vueltas
y vueltas, haciéndole sentir calores agradables en el estómago; después el impulso hacía
lo demás. Diez minutos antes de que el supermercado cerrara, ella pidió un reemplazo
para su turno de inspección arguyendo cólicos, y fue directamente a la sección de
mascotas —los escasos clientes estaban agolpados todos en las perchas de víveres
tomando provisiones para el largo fin de semana—.
Al meter la mano en la jaula, los pájaros, nerviosos, empezaron a chocarse contra
los barrotes. Ella eligió al más tranquilo, al que se había quedado en el piso sin aletear,
observándola impávido con sus ojillos negros. Antes de colocarlo dentro de uno de los
amplios bolsillos de su cartera, sintió en la palma el cuerpo vibrátil del animal y
experimentó un miedo leve que se convirtió rápidamente en bienestar. Marcó su código
de salida a toda prisa, les deseó buenas noches a las cajeras, y alargó un poco más la
despedida con el aburrido oficial de seguridad, procurando sonreír y hacer contacto con
sus ojos. Dentro del bolso casi vacío, el botín de esa semana empezaba a dar pequeños
brincos que acompañaban el revoloteo eufórico de su presión sanguínea.
Cuando recibió la noticia —el domingo por la tarde—, había hecho un semicírculo
sobre la mesa del comedor con algunas de sus piezas más recientes: el peón de un tablero
de ajedrez, tres pastillas antigripales, una cucharilla de plata que tenía inscrita la inicial
de un hotel, y la llave del baño de los empleados —objeto cuya pérdida había causado tal
alboroto, que hubo que derribar la puerta y despedir a la encargada del aseo—.
Entrenada como estaba en controlar el temple de sus nervios, fue capaz de rebatir
la furiosa defensa de la encargada de la limpieza. Dentro, en algún lugar de su organismo,
el placer de sentir la llave —que se encontraba envuelta entre la carne blanda de sus
pechos—, se asemejaba a la vanidad de un cazador que ve correr de un lado a otro a un
grupo de animales confundidos.
Todos los objetos improvisaban un modesto altar que rendía homenaje al cuerpo
del pájaro que acababa de descubrir, entre los puñados de comida que no había probado.
Sintió una pena infinita, como la que se experimenta ante la noticia de un aborto, de un
despido o de algún proyecto que no progresará. En teoría, el canario era una buena idea,
y justo cuando empezaba a acostumbrarse al sonido persistente de sus patas sobre la
madera, se había transformado de golpe en otro de los secretos que irían a parar a la
maleta que estaba bajo la cama.
Entonces sonó el timbre. Al otro lado de la mirilla estaba una versión más vieja y
rizada de sí misma, que se lanzó a berrear entre sus brazos en cuanto ella abrió la puerta.
Las lágrimas le empaparon el pelo y parte del cuello, haciéndole sentir un
estremecimiento imprevisto que la visitante interpretó como una respuesta tierna ante
su llanto.
La aferró con fuerza y la llamó por un nombre secreto: el apodo cariñoso que solía
usar la familia de la que alguna vez formó parte, pero que ahora era sólo una referencia
lejana. Ella había crecido, pronto cumpliría treinta y seis años y, sin embargo, bastaba la
sola presencia de esa actriz de una representación ya superada, para que volviera a
sentirse como una chiquilina. La última gota de sangre de una saga que había tenido
varias muertes súbitas, víctimas de la mala suerte o del destino.
Por eso, cuando su hermana le dio la mala nueva, fue extraño no sentir ninguna
identificación con su pena, como si le hubiesen dado la noticia del fallecimiento de un
hijo imaginario.
—Papá se murió hace tres días —lo dijo lentamente, repitiéndolo varias veces como
para desgastar la emoción a punta de palabras—. Recién lo supe hoy. Yo le dejé mensajes,
montones de mensajes en el aparato desde el miércoles, pero le dio un infarto. Ahora
hay que poner en orden los papeles, vaciar la casa, todos esos libros. Yo no soy capaz, te
juro, no soy capaz. ¿Qué vamos a hacer nosotras dos solas con todo eso? ¡No sé ni por
dónde empezar! ¡Tienes que ayudarme! —la miró con terror, con el miedo de quien debe
encomendar algo preciadísimo a una desconocida.
En el fondo habían sido dos huéspedes de paso, turistas del vientre de una madre
que se marchó pronto y las dejó con un hombre que apenas si les dirigía la palabra. En
lugar de aliarse para sobrevivir, eligieron caminos privados, puertas cerradas y ciudades
diferentes. Seguían enlazadas a su pesar, cada cierto tiempo las unían las desgracias.
Con el roce de la cuerda de la soledad, ella soltó lágrimas extrañas, impersonales,
que sabía que atraerían más lágrimas. Dejar entrar a la tristeza, era permitir que todos
los sentimientos se agolparan también para aparecer por turnos; y así como ahora lloraba
con la boca abierta, apoyando la cabeza en ese otro desamparo que su hermana había
traído consigo, luego podría reír hasta sentir punzadas, y después encariñarse quién sabe
con quién.
Le había costado mucho tiempo llegar a su centro y ahora la muerte la sacudía
colocándole nuevos puntos cardinales que apuntaban —otra vez—, a la casa de su
infancia, para decidir qué debía llamarse recuerdo y qué basura.
¿Quién era ella para tener el acopio de toda una vida entre sus manos? Lloraba por
eso y también porque si le hubieran concedido la posibilidad de tener una última
conversación con su padre, no habría tenido de qué hablarle después de agotar las
usuales preguntas sobre la salud. Las respuestas, a esas alturas, resultaban bastante
obvias.
La hermana se quedó allí unos minutos. Mientras gimoteaba y bebía café, tuvo
tiempo de analizar —todavía con sus ojos enrojecidos— la casa, cuya decoración era
confusa y colorida, ataviada con las primeras cosas que su huésped había encontrado, sin
percatarse mayormente de la armonía de sus adornos.
—Tienes demasiados relojes en las paredes —le reprochó—. ¿Cuántos relojes
puede necesitar una persona? Debes tirar algunos y colocar flores, las flores alegran.
¡Parece la casa de una mendiga!
Ella asintió para no perturbarse, prefería dar siempre la razón; pero la crítica de ‘la
extranjera’ que no lograba comprender las intimidades del territorio por el que se
paseaba, le molestaron.
Mientras estaba ocupada sonándose la nariz, con una habilidad de seda, atrajo
hacia sí las gafas de montura negra con las que la otra mujer había llegado; no era
demasiado, pero eso le bastaba para suavizar su furia. Luego, con calma lejana, la vio
buscar y rebuscar en la cartera, hacer llamadas, indagar y por último concluir que el dolor
le volaba la cabeza, que detestaba los imprevistos, y que por eso terminaba extraviando
hasta los pies.
—Seguro a ti no te pasa —bromeó fuera de lugar—. A ti más bien todo se te
amontona como a papá.
Ella tuvo una imagen, la del padre derrumbado, de bruces sobre montones de
diarios o cajas de cartón, cosas que los ancianos dejan acumular por senilidad o por
pereza, y le pareció insoportable. Le pidió a su hermana que se fuera porque quería llorar
a solas. Después pensó colocar las gafas junto al pájaro, como último honor funerario,
pero estaban húmedas y prefirió arrojarlas a la basura.
No fue al funeral. Siempre sintió artificiales las demostraciones públicas de
conmiseración; tampoco tenía respuestas para las preguntas familiares de rigor sobre su
vida privada. Sabía que ya la habían juzgado, y desfilar con el cortejo luciendo un negro
riguroso no iba a salvarla de ser la hija soltera que se había negado a convivir con su padre
en la vejez. No obstante, no era una victimaria ni tampoco una víctima del infortunio.
Su padre era una estadística: el 80% de los ancianos que viven solos son
encontrados muertos por vecinos o por amigos, dos días después de su fallecimiento.
Aquellos que llegan a estar tan abandonados como para servir de alimento a sus mascotas
hambrientas, eran una minoría que servía para que los diarios sensacionalistas lucraran
con su desgracia.
A su padre lo había encontrado muerto el casero la mañana del domingo. En la
desesperación del infarto se había tropezado con la endeble mesa de centro y se había
roto la ceja derecha; la casa paterna se parecía mucho a la escena de un crimen debido a
la cantidad de sangre seca que estaba cerca del teléfono. Sobre el comedor se
encontraban todavía los restos de un desayuno saludable: yogur, frutas y láminas de
queso que ahora alimentaban a las hormigas. Ese recibimiento la abrumó tanto, que tuvo
ganas de volver a cerrar la casa; pero sabía que no había nadie que pudiera encargarse
de hacer ese inventario.
—Las personas deben enterrar a sus propios muertos —se dijo—, pero la tarea no
termina con la tierra que se deja caer sobre el féretro o con la lápida que se sella para
siempre con cemento. El cadáver tiene un pasado encarnado en otros cuerpos, en cosas
acumuladas que han tenido recuerdo o historia, que antes de volverse deshechos fueron
imágenes y emoción, y previo a eso, un proyecto.
Desde la cuenta de luz sin pagar, hasta la invitación a un baile de jubilados que
habían colado por debajo de la puerta, la casa del cadáver era un gran ataúd que ahora
se había cerrado con ella dentro. Sobresaltada como se encontraba, no tenía idea de
cuándo podría empezar a excavar para liberarse.
El plazo que recibió por parte de la administración del edificio para vaciar el
departamento fue de una semana, pero llevaba más de diez días en eso, porque sólo
trabajaba por la noches empaquetando, rompiendo y descartando cosas hasta cerca de
las tres de la mañana, en que se dejaba caer sobre la dura cama de su padre, con las
manos sucias y la nariz congestionada, esperando despertar espoleada por su fantasma.
No pudo salvar a los peces de colores que decoraban la cocina, tarde se enteró de
que había que cambiar el agua para renovar el oxígeno; a los pocos días los descubrió
flotando en el tanque como pequeños globos. Tiró todos al escusado, menos a uno. Pensó
en conservar al más colorido para que le hiciera compañía al pájaro muerto.
Al día siguiente, sintiéndolo inflado y pegajoso sobre su palma, renunció a la idea.
No sabía cuál era el proceso de descomposición de los peces, y si no tenía cuidado, la caja
bajo la cama exhalaría su fetidez, tornando demasiado obvia su presencia.
Su padre tampoco llegó a descomponerse: era una suerte también que no hubiera
tenido ningún animal grande como mascota. Aquellas anécdotas donde el gato
querendón terminaba devorando la nariz de su ex dueño, eran realmente desagradables.
Poco a poco fue conociendo, por sus deshechos, a un hombre acostumbrado a
comprar semanalmente revistas de fisicoculturismo —si bien no entendía por qué, pues
tuvo lesionada la espalda desde los cuarenta años—; a dejar envoltorios de caramelos de
miel en cualquier parte, y con cierta afición por los analgésicos y el ron.
No le dijo nada a su hermana, pero le pareció decidor hallar cinco botellas en todo
el departamento, incluso una a medio vaciar guardada en la mesita de noche. Ya fuera
por vicio o por sentido común, su padre pasaba el tiempo muerto entre el azúcar y el
alcohol, quizás, como el estereotipo de viejo promedio, dormitando frente al televisor,
haciendo crucigramas o leyendo con una lupa —que ella misma había encontrado en el
sanitario—, uno de los tantos libros mohosos amontonados por todos lados.
Recién a las dos semanas tuvo valor de hurgar en el armario del dormitorio y le
sorprendió hallar un paquete a medio usar de condones y un par de revistas para adultos.
Esos indicios de que su padre había tenido hasta hacía poco una vida erótica, le
provocaron una profunda sensación de incomodidad. Ella no tenía sexo desde hacía más
de dos años y el saber que su padre viudo tenía pasiones venéreas la parecía obsceno;
uno de aquellos secretos familiares que van a dar también al fondo de las cajas, pero
ocultas bajo la memoria.
Esa noche, antes de ponerse a dormir sobre la cama que jamás ordenaba, hojeó las
revistas; se trataba de una colección escueta de mujeres grandes y rosadas. Algunos de
los ejemplares se notaban muy pasados por las manos y otros estaban subrayados en las
secciones de relatos eróticos. ¿Hacía eso su padre en los ratos libres que le había dejado
la jubilación? ¿Se dedicaba a pasar y repasar sus manos sudorosas sobre hembras
abiertas? ¿Para eso usaba la lupa hallada en el baño? ¿Para apreciar hendiduras y
pliegues?
Lo meditó hasta cerca de las dos de la mañana en que sonó el teléfono, como un
llamado de ultratumba. En medio de la discreción de la noche, resultaba impertinente
que uno de los objetos de esa casa —todos difuntos y con las horas contadas— hubiera
cobrado repentinamente vida. Ella corrió a la sala y se dobló en un rincón para pasar
desapercibida, como si quien llamara pudiese descubrir que ella era una pieza
completamente fuera de lugar allí.
Luego de diez timbrazos se escuchó la voz en el contestador, acongojada y
femenina.
—«Querido, ¿te he gustado? ¿Por qué no he vuelto a saber nada de ti? Esto de
hacernos llamadas y dejarnos notas me enerva bastante (…) ¿Verdad que quieres volver
a verme?, ¿deseas que sea en persona?, ¿esta vez se te antoja que yo te ordene cosas?
(…) Bueno, si quieres hablar ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo. ¿Qué estás
haciendo con las manos? (…) Me avisas».
¿Una amante?, ¿una cita? ¿O quizá alguien que no estaba enterado de que el
montaje se había acabado, y que permanecía representando su papel sin que nadie
acudiera a aplaudirle? Quizá, también como ella, la persona que había hecho la llamada
se encontraba agazapada e insomne en algún rincón de un departamento muerto; esa
noche no tendría paz. Era una gemela que, seguramente, también escuchaba el latido de
su corazón en los oídos.
La mujer del teléfono jamás tendría nada parecido al sosiego si es que seguía sin
tomar en sus manos la verdad; a ella le pasaba lo mismo, pero sumado al ansia por
apropiarse de las cosas. Desde que empezaba a levantarse la adrenalina, podía presentir
entre sus dedos la textura de los cuerpos pequeños que en el futuro se guardaría en los
bolsillos… su redondez y sus aristas.
En los días siguientes, aprovechando que los turnos del supermercado le permitían
tener tiempo para caminar, lo hacía. En vez de pasearse por la ciudad caminaba entre las
hortalizas y la carne congelada que se iba reponiendo a medida que eran retiradas de los
estantes, mientras contemplaba la expresión frenética de ciertas personas que metían al
carrito más cosas de las que podrían consumir en la semana, para luego echar los frascos
expirados a la basura.
Después, mucho después, concluiría que lo que le causaba más perturbación de
todo ese asunto era la ternura desviada de su padre. Todas aquellas horas en las que
seguramente pasaba encontrándose con la mujer, o desencontrándose; todo el tiempo
o todas las horas en las que había rechazado invitaciones de la hermana con el fin de que
acariciara a su nieto —se supone que a los abuelos les gustan esas cosas—, para mirar
álbumes familiares o incluso abrazarla a ella si coincidiesen por casualidad en alguna
reunión.
Y mientras pensaba todo esto, abría al disimulo un frasco de crema de rosas y se
untaba un poco en las manos, sólo un poco, lo suficiente para que el olor del perfume la
animara levemente y también pasara desapercibida. Estar y no estar. Ella había
escuchado de gente que se empleaba como ayudante de cocina sólo por el placer de
escupir en la comida de los comensales. Eso le parecía asqueroso, pero no se diferenciaba
demasiado de lo que ella hacía: tomar cosas esperando permanecer en esa ausencia, en
el sitio vacío que ocupaba ese cuerpo robado.
Dio con los prismáticos cuando el departamento estaba ya casi desocupado, en un
sitio tan obvio que habría sido de idiotas no percatarse de que uno de los elementos de
ese sector no venía al caso: colgando tras la puerta entre los paraguas y los abrigos. Pensó
llevárselos a casa como había hecho con las revistas y las botellas que todavía estaban
llenas, pero los dejó sobre la mesa. Eran raros, enormes, tan «discretos» como un
elefante en medio de una sala.
Como final de la rutina de todos los días, ella llamaba a la hermana para hacer una
lista de todo lo que había encontrado. Ella conocía por dónde iban sus intenciones, al
haberle pedido que limpiara el departamento: esperaba secretamente que en algún lugar
hubiera algo valioso: dinero, algún anillo de oro que no se hubiera vendido durante la
crisis de los noventa, algo de platería que pudiera reportarle un dinero extra.
Cada anochecer escuchaba la misma pregunta: «¿Seguro que has buscado bien?».
Y ella le respondía que sí, con los secretos del padre bailando sobre la punta de su lengua.
Alcohólico, diabético, cardíaco, aficionado a la pornografía y al sexo casual. Esas podían
ser las características de cualquier hombre, pero jamás las de un padre. Ella era capaz de
compadecerse de la humanidad de ese hombre porque —apática como era su
costumbre—, pasadas las primeras semanas, el efecto de la muerte había cobrado los
tintes de una historia ajena. Pero, ¿podría entenderlo su hermana?
Entonces volvió a sonar el teléfono. Timbró diez veces y después la voz en la
contestadora anunció:
—«Perdona que te llame tan temprano. Mañana estaré en el parque otra vez (…)
¿No quieres nada especial? ¿Me visto como siempre? Si quieres algo o cambias de idea,
avísame y lo consigo. Me voy a quedar levantada hasta tarde esperando tu nota bajo la
puerta. ¿Todo está bien, verdad?».
La voz alargó la última sílaba en un falso tono infantil, que quedó retumbándole en
los oídos hasta bien entrada la madrugada; esta vez, con la certeza de que en otra parte
de la ciudad tenía una compañera de malestar que tampoco se dormía.
Mientras repasaba el mensaje en su cabeza, se dio cuenta de que a medida que iba
llegando al final de las frases, la mujer fingía dejar a un lado su enojo y se dulcificaba, se
volvía melosa, deseosa… como las mujeres de las fotografías eróticas que iban al sexo
dando saltitos de alegría y que de seguro lo oficiaban con una sonrisa mojada.

Ella no, ella sabía que desde siempre había sido seca para esos menesteres. Sus
pasiones se desviaban hacia otras cosas. A su padre le gustaban las mujeres alegres, ¿a
quién no? ¿Y aquella cosa tan rara de la nota bajo la puerta? ¿Sería alguna vecina? ¿Algún
juego privado entre amantes viejos? Harta de dar vueltas en la cama se levantó a tomar
el fresco de la noche. Desde el balcón la vista de la ciudad adormecida le daba sosiego.
No había salido a apreciar el paisaje jamás y era agradable; seguramente el panorama era
una de las razones del apuro del casero para pedir el departamento.
Son cosas que los encargados de bienes raíces omiten y que usualmente colocan
como hoja final en sus carpetas de cuerina. Hay que volver a pintar muy bien la que fue
la casa de un muerto: ocultar la silueta tras colores cálidos, pulir muy bien los pisos,
quemar velas aromáticas, abrir los ventanales de par en par y sobre todo, dejar pasar un
tiempo sin hablar del tema. Omitiendo se puede llegar con calma hasta el olvido.
La vista era magnífica: se apreciaba una amplia avenida principal en la que uno que
otro automóvil cruzaba rápidamente partiendo en dos la oscuridad. Más allá había un
caserío menor, y más allá el bosque de cinamomos, quizá un parque.
De golpe, ese descubrimiento le restalló en la cabeza y casi se fue de bruces por ir
en busca de los prismáticos. Cuando los usó para mirar desde el balcón hacia la calle tuvo
una corazonada que la hizo caminar hasta el teléfono, para buscar el número de la mujer
que registraba la contestadora. Alcanzó a marcar dos números, pero al sentir las teclas
del aparato empolvadas, se despertó del trance frenético y se dejó caer en el suelo para
recuperarse. Empezaba a sentir un malestar en el pecho. Se le ocurrió que tal vez había
heredado, de entre todos los azares genéticos, el corazón débil de su padre, muy dado a
guardar más cosas de las que podía realmente utilizar.
Una mesa, los prismáticos; el resto en cajas, en enormes fundas para basura,
envuelto todo en papel periódico o hecho girones y listo para tirar. Ese era el resumen
del mes de estancia en el piso paterno.
Montó guardia desde la mañana —afortunadamente no era su día de turno
completo—, y al llegar a media tarde, decidió que no asistiría a trabajar. Sentía que
empezaban a crecer los antojos por poseer alguna cosa indeterminada —por hurtar—,
pero no sabía claramente qué.
Desde la atalaya podía ver una frutería y una gran farmacia; ir hasta allá significaba
desconcentrarse de su objetivo y actuar peligrosamente lejos de su territorio conocido.
Nunca se sabía cuándo un código de barras sonaría o cuándo un policía podría estar
verdaderamente interesado en su trabajo.
¿Cómo se lo explicaría a su hermana? Se la imaginó rebuscando en la casa,
queriendo hallar respuestas que explicasen su conducta, mientras ella estaba en la cárcel.
Se la imaginó encontrando lo que contenía la maleta que estaba bajo la cama. Se imaginó
el grito. Ella era capaz de comprender a su padre, pero su hermana jamás podría entender
el gusto de él por las colecciones.
Desde ese acontecimiento y en adelante, sufriría cada evento familiar esperando el
momento de lo no dicho, aguardando que la siguiente línea que saliera de su boca fuese
una frase acusatoria, algo parecido a una sentencia.
Cerca de las cinco apareció la mujer; sabía que era ella porque resultaba extraña a
la zona de los columpios en donde había madres y niños, y porque empezó a mirar en
dirección a su edificio. Traía una falda que le apretaba los muslos y una chaqueta azul
marino, que podía ser tanto el traje de cualquier corporación, como el diseño para
protagonizar la fantasía sexual de quien gustara de los uniformes.
A esas alturas del día, el deseo se le había instalado en el estómago y le hacía sentir
una mezcla de sapos con mariposas. Bajó los siete pisos a pie, con las manos estremecidas
y con la certeza de que ese encuentro debía producirse; más que la curiosidad, la
motivaba la opción que le presentaba el destino de modificar una vida, de alterar un
cauce que hasta hacía nada había venido fluyendo sin mayores problemas. Y ahora
sobrevenía el azar: ella era el azar. Le diría de la muerte, la vería llorar… Incluso, si se
presentaba la oportunidad le contaría los detalles sórdidos: el color amoratado de las
uñas de su padre, todos aquellos trastos viejos y descascarados en los que comía…
Cruzó veloz la avenida sin mirar a los lados, tomó una peatonal para atravesar el
caserío y fue derecho hasta ella aún con los binoculares entre las manos. Atontada,
atraída por esa carnada oscura en medio de los vistosos gritos infantiles y las formas
caprichosas de los juegos. Lerda se colocó frente a la mujer y proyectó su sombra escueta
sobre su cara: le pareció corriente, indigna de erotismo alguno. Fue entonces cuando la
desconocida soltó una carcajada. Su risa, en cambio, era agua: un borboteo abundante
entre piedras, un bosque lleno de pájaros vivísimos. No pudo impedir que la tomara de
la mano y que la contagiara con su calidez. «¡Eres tú!» —le dijo pensando que era ella
quien jugaba el juego anónimo—. Ella, en lugar de su padre. «Sabía que eras así, siempre
lo supe. ¿Te gusta lo que traigo puesto?» Y volvió a tocarla otra vez, pero en la mejilla.
Entonces, ella cedió al deseo que traía apelmazado en la garganta y soltó una risa
nerviosa que se pareció mucho a las arcadas de un vómito. Después también le sonrió.
Tercera descarga
I. Novela negra
Saltándome la hilera de los autógrafos, me detuve ante él con uno de sus libros en
la mano. Me sonrió, y sacó un bolígrafo dorado del bolsillo de su chaqueta: una pluma
fuente.
—Tengo una siempre lista para las lectoras especiales. ¿Cómo te llamas?
Le devolví la sonrisa, y negué con la cabeza. Sabía hacia dónde iban los tiros.
—Ahora no. Por la noche —a las diez y media—, aquí mismo. Quiero que me firmes
en un sitio muy especial. ¿Vendrás?
Tardó unos segundos en comprender que hablaba en serio. Para animarle, le miré
con una calculada mezcla de ruego y admiración; además, tengo lo mío: un cuerpo que
un cincuentón vanidoso como él no iba a dejar escapar. Por supuesto que acudió a la cita.
El cerrojo saltó con un solo golpe. Cuando llegó, yo estaba ya dentro de la librería familiar.
Tiré de él hacia el interior, le puse un dedo en los labios.
—No hay nada más aburrido que la conversación de un escritor —le dije—, y me
quité la camiseta de amplio escote.
—La dedicatoria, ¡aquí!
Mi dedo índice señalaba justo por encima de la cintura del pantalón. Asintió con un
gesto irónico; se arrodilló, besó el lugar que marcaban mis uñas y escribió donde le había
ordenado.
—¿De verdad crees que la escritura te vuelve inmortal?
Se lo había oído alguna vez en una conferencia: «La literatura es una forma de
luchar contra la muerte».
Él estaba para entonces muy ocupado desabrochándome el cinturón, por lo que
respondió algo distraído.
—Por supuesto.
Creo que ni siquiera sintió el primer corte. Al segundo, se llevó una mano a la
yugular, y con la otra se puso a dar tirones de mi pantalón —como si aún pretendiera
bajármelo—.
—No tengas miedo. Tu literatura es eterna.
Intenté sujetar su cabeza contra mi estómago, pero se zafó y cayó, derribando
libros a patadas y manotazos. Gritó no sé qué cosa desde el suelo. Su sangre comenzó a
ser absorbida por las páginas de su propia novela.
No era verdad… no creía que la literatura le volviera inmortal. Yo había visto el
miedo en sus ojos. Hablan por hablar estos intelectuales. Le dejé desangrándose sobre
los libros, que eran su vida, o al menos eso había escrito. La dedicatoria que escribió sobre
mi piel está cada vez más borrosa.
II. Tres con catorce p. m.

Para Bruno

Porque ella había sido metódica toda la vida, incluso desde que fue una célula
cronometrada: cuidadísima como un proyecto arquitectónico que iba, mes a mes,
creciendo, mientras los médicos la palpaban como por el ojo de una cerradura; porque
él llegó súbitamente, sin pan bajo el brazo, pero con mucha determinación para tener
sólo los siete meses; porque ella fue princesita de Navidad, reina de la fiesta, cristal
cortado y eligió su primer novio de una lista organizada por apellidos, en orden
descendente, como quien toma un bocadillo; porque él era rápido, veloz, inasible y toda
estancia suya fue breve, inclusive aquella vez que vivió con el padre por sólo dos semanas
(que le bastaron porque desde el edificio pudo ver a lo lejos el mar aunque estuviera
lejos); porque ella era un bellísimo animal, parsimonioso y terráqueo; porque él era una
bestia líquida. Porque él siempre llegaba demasiado tarde a todos lados; porque ella,
aquella rara vez había arribado demasiado temprano.
Ambos coincidieron al tomar el transporte de las tres de la tarde. Pero cuando ella
alzaba los ojos para verlo, él ya había esquivado la mirada, y cuando él buscaba dar con
la suya, ella estaba concentradísima en memorizar las formas barrocas del reloj de la
estación, de esos que jamás marcan la hora correcta, bajo ninguna circunstancia.
III. Dormir con Julio
Haciendo en la cama lo que Julio hace, es fantástico… eso no está en duda. Lo que
usualmente me frena es dar con él, porque cambia de dirección todo el tiempo, y debo
ir preguntado a los conocidos, invitarlos a un cafecito primero, introducir el tema con
delicadeza, como quien habla del clima y, mientras indago, ellos me miran con ojos duros:
seguro es otra más que quiere ser escritora y cree que se pasa por frote —piensan—.
Sólo a veces resulta salir con la certeza de que voy a encontrarme con él de manos a boca
y cuando eso pasa, cuando la luna es un fuego cómplice de artificio, cruzo dando
brinquitos la puerta de su casa, con sumo cuidado de no pisar ni gatos ni mancuspias ni
conejos que dormitan en los rincones, y voy directo a su colchón donde lo espero hecha
un ovillo hasta que escucho su voz que viene con olor a dulce de leche: «Escucha
pequeña, escucha —me dice mientras me arropa hasta las orejas—, tengo una nueva
historia que contarte».
IV. Procedimiento sin anestesia
—Sí, la paciente está mal; pero si somos positivos, no tan mal. Verán, el miembro
está enfermo desde arriba, desde su raíz en el hueso. Las venas no irrigan bien y por eso
tiene ese tono amoratado. Es la sangre que no circula la que la hace lucir como si fuera
una bolsa a punto de explotar; eso sin contar con el verdadero problema que está en el
cartílago, que ya no existe y ahora —por el roce—, ha dividido lo que queda en pequeños
huesecillos que traquetean y se hunden en los músculos, punzándolos con dolor. Si ella
intenta caminar con bastón, corre el peligro de tropezarse, caer y ni les cuento… Si usa
una silla de ruedas es probable que por el desuso, el miembro se gangrene.
Por eso yo recomiendo la operación: una sencilla intervención para sustituir el
cartílago por una prótesis de metal. Los pernos insertados en la piel serán menos
molestosos con el tiempo, y la rehabilitación —aunque larga— es probable que dé cierta
movilidad a la articulación; no obstante ella no podrá correr ni arrodillarse nunca más.
Eso sí, como soy su amigo, les digo que si bien hay probabilidades de que el
procedimiento tenga éxito, hay un 70% de riesgo de que el torniquete que deba realizar
para operar cause una trombosis: un minúsculo coágulo que viaje por el torrente
circulatorio y vaya a parar al cerebro o a los pulmones causando un infarto fulminante.
Pero, ¿qué operación no acarrea inconvenientes?
En resumen, la enfermedad que ella tiene no es mortal: es degenerativa. Se puede
extender a la otra pierna e inmovilizar a la paciente para siempre, pero definitivamente
no es mortal. Se los digo yo que llevo tantos años manejando la sierra eléctrica. No hay
que preocuparse demasiado; por eso, siempre me llena de gusto dar buenas noticias a
personas tan llenas de esperanza como ustedes. Medítenlo mientras me cambio este
mandil lleno de sangre. Operar, como todo en la vida, conlleva cierto riesgo.
V. Cuerpos secundarios
Lo miro, me mira. Desviamos la vista que se posa sin ganas sobre la superficie de
cuerpos secundarios, para retornar luego nerviosa. Pudiera ser… en el café hay humo y
voces. Tiene los ojos claros —yo los recuerdo negros, muy negros—, borroneados del
secreto que tienen los desconocidos con los que uno va a encontrarse por primera vez.
Tal vez si hablara… pero se ha sentado lejos. No tiene caso. Bebe a sorbos cortos. Han
sido meses y meses de un vaivén frenético y estamos frente a frente, aunque ni tanto…
como de costado, más bien, y no buscó puesto en la ventana como acordamos. Tampoco
yo he cumplido: no llevo el pelo suelo, ni traje crisantemos; pero me observa, nos
miramos con insistencia lenta, pero insistencia al fin.
Quizá busca a la otra, a la que imaginó que soy: más quieta, más pequeña, más
envalentonada. El tiempo se pasa entre flores de plástico, el tictac, el cenicero y sus
parpados; el desgraciado tiempo que todo lo consume y que me hace ser impuntual y
pronto cuarentona, y a él lo ha vuelto alguien que busca —que buscaba sin pestañear—
con la mirada intensa. Es improbable y sucede; tanta coincidencia en la cara de aquel
hombre conocido y extraño que no muestra los dientes, aunque es probable que sonría.
Estoy casi segura de que es él mismo y no el otro que tengo frente a mí, que habla de las
cartas que hemos intercambiado, que me toma la mano, que ha asistido a nuestra cita.
El otro es semejante; el desconocido se me hace tan idéntico, tan parecido al recuerdo
del hombre que vive adentro mío. Tal vez si yo sonrío él corresponda un poco, desde esta
lejanía, deje quieta la taza, me reconozca al fin… me late más que sí. Nunca se sabe.
VI. Espantos congénitos
—Es… es una historia larga —intentó explicar él entre tartamudeos.
En un descuido, ella había confundido la puerta del baño con la de la habitación
que escondía el secreto y se había quedado mirándolo. Ni siquiera se molestó en fingir
que estaba haciendo otra cosa cuando él salió de la cocina. Ese era el problema de llevar
mujeres a la casa: solían ser curiosas. En la oscuridad de la pieza, una figura reptante y
húmeda se movía entre gorgoteos; era una sombra móvil de intensos ojos amarillos con
hedor a pantano. La muchacha la contemplaba valientemente apretando las mandíbulas.
Tenía la mano derecha engarrotada en el pomo: parecía soldada a él con acero y hielo.
Ni lo soltaba ni cerraba del todo la puerta del monstruo… cualquiera hubiera dicho que
se había vuelto de piedra o de sal. Y pensar que él tenía helándose desde la tarde una
botella de Cuvée Belle Epoque para la ocasión.
—Nos la heredó mi abuela, y ella a su vez de su abuela griega. Es una Erinia: viene
del otro mundo convocada por una vieja maldición realizada en Patmos para vengar una
deuda de sangre: un asesinato. Espera, quiero que escuches algo hermoso —le dijo— y
se dirigió al estéreo para bajar el volumen. Buscando llegar al otro lado de la habitación
tuvo que empujarla de los hombros porque ella seguía aún pegada a la puerta.
En el silencio de la noche se escuchó un canto agudo acompañado del chasquido
de cascabeles. Él tenía razón, era bello pero terrible.
—¿Es hipnótico, no? Lo he venido oyendo durante toda mi infancia. Con el tiempo
uno se acostumbra y hasta lo extraña. No te inquietes, nena, no nos va a hacer daño. Le
he hablado de ti, le he dicho que eres única.
—¿Y no puedes deshacerte de ella, o algo? —Ella se dio cuenta de que susurraba:
el sonido de las escamas agitándose, lo invadía todo.
—No —replicó horrorizado—, se supone que la Erinia pasa de generación en
generación al primogénito, y debe atormentarlo con sus aullidos y provocarle pesadillas.
Sin embargo, esta es como un miembro de la familia del que yo debo hacerme cargo, ya
te he lo dicho, como lo hice con mi mamá, ya sabes… tanto tiempo agonizando… Aquello
lo dijo con la voz muy baja, imitando las palabras de ella.
—Hemos llegado a un acuerdo: ella come carne todas las semanas, y si se la
consigo, me deja en paz. No sé cuantas generaciones falten, pero confío que mis hijos ya
estén libres del hechizo.
Y tomó la mano de ella que había estado sujetando la perilla, la cual notó fría e
inexpresiva.
—Nuestros hijos.
—¿Come carne? —era lo único que había escuchado.
—Carne de oveja, tontita. No tienes idea de lo que he pasado para conseguir un
proveedor de ovejas en la ciudad.
—¡Pobrecito! —ella le lanzó los brazos al cuello—. Por un momento volvió a ser la
chica comprensiva y dulce de siempre. —Ya que hablas de tema, yo también cargo con lo
mío —le habló al oído aprovechando la cercanía—. El cáncer de mi padre, la diabetes de
los abuelos, de esa que hace que te vayan cortando en pedacitos, la alopecia juvenil, la
artrosis de cadera. Todavía no sé de qué lado de la familia voy a heredar las várices, ni de
qué tipo sean; esto sin mencionar que todas las hermanas de mi padre se han vuelto locas
al llegar a los 60 años. Por ahí se me escapa alguna cosa, quizá la osteoporosis, la dispepsia
que alguna vez tuve.
Correspondiendo al abrazo, él sintió como sus músculos se engarrotaban de
espanto. Ahora, el silbido de la Erinia era sólo una referencia lejana que se mezclaba con
el ruido de la voz de ella. La chica seguía enumerando síntomas y él sentía miedo, mucho,
mucho miedo.
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La última desaparición del escritor Marcelo Chiriboga
Cuando Orlando Guerra entró a inspeccionar la oficina de su amigo, el escritor
Marcelo Chiriboga, se llevó la mano al corazón. La sorpresa lo dejó sin aliento y tuvo que
retroceder hasta apoyarse en la puerta. En la oscuridad del cuarto, iluminado por la tenue
luz de la pantalla del computador, un sujeto de ojos enormes color topacio, lo quedó
mirando con azoro.
—¡Hombre! ¿Qué le pasa? Casi me mata de un susto —protestó la voz.
Orlando extendió la mano derecha en busca del interruptor y lo encendió de golpe,
haciendo un gesto tan torpe que le dolieron los dedos. El pequeño estudio se iluminó
dramáticamente y pudo ver quién lo miraba: un individuo grande, de barba y cabellos
blancos, tan largos e hirsutos, que le daban una cierta apariencia de árbol. Pero lo
llamativo resultaban ser esos ojos que lo habían contemplado desde las tinieblas. Lo
miraban con el descaro de un animal que siente su territorio invadido.
—¿Quién es usted? —el tono de ofensa acompañó a la mirada.
—Yo le podría preguntar lo mismo —contestó Guerra, volviendo del aturdimiento.
Deslizó luego la vista por las enciclopedias, los libros acumulados sobre el escritorio,
los cajones en el piso: papeles que estaban puestos a manera de fajos hasta llegar a los
cinco centímetros. Todo lucía muy desordenado.
—Le pregunté primero quién es usted —replicó el sujeto de la mirada impertinente.
Orlando avanzó dando trancos largos y enérgicos. Respiraba para controlarse. El
otro individuo era de miembros largos. Rostro anguloso, barbilla pronunciada y pómulos
marcados, del tipo que siempre luce joven, a pesar de que su edad bien podía rondar
entre los 50 y los 70 años. Orlando se colocó frente al escritorio, cortándole el paso. No
tenía mucho tamaño, aunque sí determinación.
—Yo soy Orlando Guerra, editor y albacea de todo el material de Marcelo Chiriboga
—lo dijo con formalidad, soltando las palabras como piedras que se dejan caer desde el
aire—. ¿Usted qué hace utilizando esta oficina? Su esposa me extendió un documento…
—hablaba con tanta vehemencia que la voz se le quebraba en la garganta— en donde
pide estrictamente que sólo yo pase a buscar ciertos apuntes, que sólo yo estoy
autorizado a…
El otro hombre lo miró unos segundos, luchando por no mostrar la sonrisa que le
templaba los labios. Sus ojos, siempre cambiantes, ahora con una pinta de verde, se
habían iluminado por algo que le decía ese tipillo atildado, de saco y corbata, que le hacía
mucha gracia.
—Así que nos visita nada menos que Orlando Guerra. ¿Un poco tarde, ah? —lo dijo
en un estado de alegría tan honesta que aumentó más la desconfianza del ecuatoriano—
. Marcelo hablaba mucho de su país, sobre todo cuando estaba borracho y le daba
nostalgia. Guardaba todas las cartas que venían de allá. Creo que hay alguna de las suyas
sobre la mesa, en medio de toda esta basura. Pero bueno, yo soy Leonardo Isara —le
extendió la mano, y Orlando se la estrechó sin demostrar mayor interés—. Doy Letras
centroamericanas. Compartía con Marcelo la oficina. Es lo más interesante que ha pasado
en este semestre en la universidad; que se pierda un profesor residente de un momento
a otro ha alterado a los chicos, y obviamente también nos dejó una plaza disponible.
Todos los latinos quieren venir a México. El departamento de Filología no ha parado de
recibir condolencias y carpetas. Si Marcelo volviera —así fuera como cadáver—, ya no
sabríamos qué hacer con su cuerpo.
—¿Su cuerpo? —repitió Orlando—. Pero, ¿es que cree usted que está muerto?
—¿Qué se yo? Se evaporó en el aire, ¡puf! Nadie sabe dónde ha ido a parar. Hasta
la policía vino, por ahí —empujada por la francesa— preguntando algo; pero se notaba
que era sin ganas. ¡Vamos! A nadie le interesa realmente que un profesor viejo se haya
esfumado de la faz de la tierra.
—Escritor —corrigió Guerra ofendido—. Uno de los más grandes autores de la
literatura ecuatoriana, el más leído en la década del setenta. Estábamos reuniendo firmas
para candidatizarlo al Nobel, cuando pasó esta desgracia. La caja sin secreto es la novela
más estudiada en los centros educativos de toda América.
—Isara hizo con las manos un gesto de entender las alabanzas que seguían, y se
giró en redondo dejándolo con la palabra en la boca. Apagó el computador con rapidez y
empezó a juntar libros en un maletín. De pie, era realmente alto, puede que llegara a
medir dos metros. Guerra, bastante más pequeño, estiró el cuello para seguir con interés
sus movimientos.
—¿Y a usted le importa que no esté Marcelo? No lo noto muy preocupado.
—Nos conocemos desde hace unos minutos, ¿qué sabe de mis preocupaciones?
Seleccionó otros textos del aparador y los colocó rápidamente dentro de la maleta,
pero después se detuvo y miró a Orlando con esos ojos pasmados con los que se había
dado de bruces. Su voz había cambiado, ya no era amable.
—¿Y por qué usa ese tono de inspector conmigo? Yo trabajo aquí, el extranjero es
usted.
—Anette hizo mucho hincapié en que venga por las cosas de valor y me asignó un
poder especial en donde solicita que revise todos los documentos de Marcelo para que
los clasifique por fecha, tema… alfabéticamente.
—Perdone, pero debo preparar mis clases, y ya que no piensa marcharse de la
oficina, me marcho yo.
Intentó hacerlo, pero la prominente barriga de Guerra no le dejaba paso. Antes de
usar su cuerpo para empujarlo, Isara prefirió rodear el escritorio y salir por el otro lado
con mucha dificultad debido al escaso espacio que le quedaba para mover las piernas.
Mientras, Orlando iba de un lado a otro de la pequeña oficina examinando hojas,
revisando solapas de libros; inclusive se inclinó para husmear en el cesto de los papeles.
Desde la puerta, antes de salir, Isara sacó una liga elástica de uno de sus bolsillos y se
sujetó el abundante cabello cano en una coleta. Miró de soslayo a Guerra. Estaba
empezando a tironear uno de los cajones cerrados del escritorio cuando Isara dejó caer
el maletín al piso, y fue directo hacia él para impedir que siguiera con la búsqueda que a
todas luces era desesperada y cegatona.
—Un momento hombre, pare, pare, esas son cosas mías. ¿Qué diablos hace?, ¿qué
es lo que necesita? —lo tomo por los hombros, presionándolo hasta hacerlo caer de una
sentada en la silla giratoria que estaba frente al computador—. Dígame qué es lo que
quiere y yo le ayudo a buscarlo, pero no puede aparecer de un momento a otro y poner
esto de cabeza. Bueno, de cabeza ya está, pero tiene un sentido. ¿Comprende? Los
pendientes de Marcelo están aquí: me ha llevado seleccionarlo dos días… —dio un golpe
sobre la mesa que por el tamaño de la palma resonó de forma estridente—. El resto me
pertenece y ahora que Marcelo no está, me pertenece aún más. ¿Ha comprendido?
Orlando asintió con la cabeza e intento incorporarse del asiento. Leonardo no lo
dejó.
—¿Así que ella le pidió ayuda? ¿Sabe quién es
Anette, la desvalida Anette que se dedica a mandar espías en lugar de levantarse
de la poltrona donde está echada como una vaca allá en París? Sólo una voz por teléfono
que llamaba para echar números. Una vez vino por acá, escandalizada porque no
comprendía qué razones tenía Marcelo para preferir dar clases en una universidad a estar
con ella, allá en Europa. Lo que podía ver es que su ambición era tan enorme, que a él no
le quedaba siquiera espacio en ese pedacito de departamento que tenían en
Louveciennes. Jamás le interesó lo que Marcelo hacía y ahora resulta que de golpe se
desvive… ¿Qué puede haber de valor en este revoltijo que a ella le interese tanto?
—No sé si deba decirle —Guerra pasó saliva por la garganta antes de hablar—, pero
si alguien más se enterara de esto, me ayudaría mucho a saber dónde buscar. Yo no sabía
que Marcelo compartía su oficina con alguien, por eso me he pegado un susto de muerte
cuando lo encontré adentro.
—Bueno, no llevaba mucho tiempo, y se lo he pedido yo. Llegué hace un año de El
Salvador. Esta oficina siempre tuvo algo mágico que lo inspira a uno para trabajar.
—Justamente, hay un texto importante que necesito, una novela…
—¿Una novela?
—¿Marcelo nunca le habló de lo que hacía? Preparaba su regreso. ¡Iba a ser
grandioso! Anette estaba alistando los contactos con las editoriales y me llamó para que
moviera las piezas en Ecuador. La última vez que visitó a Marcelo lo encontró trabajando
en una nueva historia. ¿Sabe lo importante que es? Él había sufrido un bloqueo creativo
desde el setenta y seis, y ahora volvía a escribir. ¿No le dijo nada de esto?
—No, jamás… —Isara levantó una ceja e hizo una mueca parecida a una sonrisa: la
mirada entretenida había vuelto otra vez—. Hablábamos de otras cosas…
—¡Qué terrible, qué terrible! —exclamó Guerra, apartándose el cabello ralo que le
caía sobre la frente—. Ya estaba todo anunciado.
—Déme un segundo… puede que algo haya en la computadora. ¿Ya buscó en su
habitación de la residencia? —Isara empezó a manipular el aparato, mientras que Guerra
se lamentaba yendo de aquí para allá apretándose la cabeza con sus manos.
—Esa es otra historia de terror. Vivía con lo mínimo, casi como un pordiosero,
¿puede creer? Un escritor tan famoso, tan reconocido. Se estaba gestionando para él una
pensión del gobierno desde hacía ya cinco años, pero faltaba la famosa aprobación del
Ministerio de Economía; ya sabe como es la cosa en el tercer mundo. Pero iba a salir, iba
a salir… Al cuarto llegué demasiado tarde: la policía había hecho la labor de una tropa de
polillas. Dejó un desorden peor que éste, muchos papeles en el piso, pero ni una sola
línea escrita. ¡Nada!
—Puede que esto le interese —arguyó Isara.
En la pantalla tenía abierto el directorio general de archivos, y había detenido el
cursor sobre una de las carpetas. El nombre del documento era: atolladero.
—No es mío y no recuerdo haberlo visto antes. Quizá sea de Marcelo.
—¡Sí! —Guerra pegó un grito de júbilo, al tiempo que se sacudía moviendo el puño
en el aire. Corrió hasta la espalda de Isara y le dio fuertes palmadas a modo de
felicitación—. ¡Ese era el nombre que me dio Anette!, ¡esa es la historia! ¡Usted es un
genio!, ¡un genio!
Ambos hombres se inclinaron sobre el ordenador hasta juntar sus cabezas. Isara
intentó abrir el documento de la forma usual, pero exigía un código. El acalorado rostro
de Guerra tomó un matiz amarillento, mientras sus facciones volvían a alterarse. Isara
intentó entrar una y otra vez, dando siempre con la misma pared. A esas alturas Guerra,
colapsado de emociones, se había sentado sobre una caja en la cual se podía leer con
grafía roja el rótulo de ‘Teoría literaria’.
—¿Y si empezamos a probar palabras al azar? —sugirió Guerra mirando las puntas
descascaradas de sus zapatos, completamente desalentado.
—Es una probabilidad… pero se nos puede ir la vida en esto. No tenía planificado
andar de espía esta noche, iba de salida cuando usted llegó.
—Entonces, me tengo que llevar el aparato.
—¡Sobre mi cadáver! —replicó Isara, mientras los ojos volvían a cambiarle, ahora
eran determinados y fríos—. Recuerde que esta oficina también es mía y estos equipos
le pertenecen a la universidad.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—No sé, llévese únicamente ese archivo.
—Tendría que llevarme también todo el contenido del aparato, cómo sé que ese
es el archivo correcto.
—Esa es mi oferta, Guerra —Leonardo se puso de pie y enfiló hacia la puerta—.
Sáquelo ahora: en el primer cajón hay una caja de disquetes.
—Usted no entiende. Tengo una autorización del director de la carrera para poder…
—Me pregunto, ¿qué pensará el rector de la universidad cuando se entere que una
obra inédita del célebre Marcelo Chiriboga está atrapada en esta computadora? —y dio
tres golpecitos al monitor— ¿A quién le pertenece más El atolladero, Guerra? ¿A la quinta
esposa de Marcelo Chiriboga que no lee una sola línea de español? Bueno, miento, jamás
ha leído una sola línea de nada, según me han contado. ¿A la Universidad
Hispanoamericana que lo acogió piadosamente durante cinco años aunque ya nadie se
inscribía en sus clases sobre el boom latinoamericano? ¿A su ambicioso editor? ¿O a su
buen amigo, Leonardo Isara, que pasó con él las últimas horas antes de que se lo tragara
la tierra?
El dardo llegó efectivo y rápido. Las cejas de Guerra mostraron una pequeña
contracción hacia arriba y se juntaron en un gesto patético de desconsuelo; luego sujetó
su panza considerable y se dejó caer sobre la primera silla que encontró, devastado.
—Hombre, pero no se ponga así, yo sólo le exponía las posibilidades.
Guerra lo miró con los ojos impotentes, ya sin rastros de la soberbia con la que
había ingresado a la habitación.
—Usted no entiende, Leonardo: hay mucho dinero en juego… mucho dinero. Se ha
despertado una ola de expectativa tremenda y yo tenía la primicia. Mi editorial no es
grande, pero he realizado préstamos para ampliarla, para contratar más personal. Si no
hay novela me van a comer vivo, los capitalistas me van a comer vivo. Cuento con las
ventas para cumplir con los pagos.
—¿Y por qué se arriesgó a tanto si todavía no conocía la novela?
—¿Usted no ha leído a Marcelo Chiriboga? Todo lo que él ha escrito ha sido
sinónimo de calidad, sus ensayos… — el acento arrogante retornó otra vez a la voz aguda
del ecuatoriano.
—Leí tres, uno sobre la obra de José Donoso. Me aburrieron… lo siento.
—Bueno sí, sus ensayos no… pero La caja sin secreto, La caja sin secreto era una
novela…
—Dejé el libro a la mitad, aunque todo el mundo dice que lo ha leído. Yo también
lo digo, sobre todo a él —pobrecito—, ¡imagínese! Trabajando juntos.
—Hay que ser un verdadero ecuatoriano para entenderla; puede que no se sepa
mucho de nuestra literatura afuera, pero Marcelo nos ha dejado llenos de gloria.
Isara se acercó hasta Guerra y tomándolo del brazo lo ayudó a levantarse para salir
del estudio. El reloj con manecillas de la pared marcaba las ocho menos cuarto.
—¿Gloria? Mire Orlando, no sé porque razón usted me cae bien. Vino acá con esas
ínfulas de agente de novela negra, pero me cae bien. Van a cerrar el edificio en quince
minutos, y estoy seguro de que no quiere amanecer sobre este alfombrado polvoso. Me
ha pasado, ¿eh? Por eso le digo, si quiere hablar de literatura, vamos a otro sitio. Yo lo
invito. Vamos al lugar favorito de Marcelo, ¿quiere?
—De acuerdo.
Guerra se colocó de pie con dificultad; sentía los músculos del cuello
congestionados por pequeños nudos nerviosos.
—Pero antes pase por el baño, refrésquese. Está al fondo del pasillo. Lo va a
necesitar —volvió a hacerse la coleta, pues tenía el cabello blanquecino muy grueso y
enmarañado—. Es un sitio muy concurrido —añadió.
II
Cachivaches de todos los colores pendían del techo: sombreros, bateas, jaulas con
pájaros disecados, zapatos de payaso, pósters, manteles parchados, imágenes de
desnudistas, máscaras de lucha, y con ellos una raída bandera de México sujetada al
tumbado por sus cuatro puntas. Más allá, sobre la barra en la que Guerra e Isara bebían,
estaba el mascarón de proa de un barco con cara de muchacha sorprendida. Un rostro
de ojos saltones y boca abierta en el que los clientes eran invitados a colocar monedas
luego de ser atendidos, las que luego caían en una pequeña pecera, a manera de propina.
Sobre el pecho desgastado de la figura, la gerencia había colocado un cartelito que
rezaba: «Lagarto que traga, no vomita».
Una virgen de escayola atada con cadenas completaba el decorado de feria del
antro. Había sido construida basándose en dimensiones humanas, aunque de ella sólo
quedaban pedazos deformes que insinuaban sus formas de mujer. En su torno se
ordenaban las mesas formando un círculo. Su rostro doliente y sus manos de dedos rotos
se extendían hacia la clientela —en su mayoría nutrida de muchachos—, que se
comunicaban por medio de grandes gestos debido al volumen de la música ranchera. Una
mesa en particular llamaba la atención de Guerra; en ella, un grupo de mujeres con ropa
brillante discutía con el que parecía ser un turista norteamericano. Él, indicaba el número
dos con los dedos, y las mujeres se señalaban las unas a las otras sin decidirse. Volvió la
mirada a la mesa de los jovencitos, le pareció que una de las chicas que tenía enfrente,
lo observaba con disimulo. Cuando parecía que le clavaba los ojos, dejaba caer las
pestañas.
Desde que ingresaron, Leonardo Isara lucía rejuvenecido. Se había quitado los
lentes de modo que sus ojos amarillos y vibrátiles lucían más grandes, y sonreía, sonreía
todo el tiempo, y aunque el buen humor parecía darse en él de forma natural, estaba
particularmente locuaz.
—Como ya vio, la del centro es la única virgen que hay aquí y porque está sujeta —
dijo Leonardo señalando a la figura—. Lanzó una carcajada para sí mismo y después le
pegó un trago largo a la cuarta cerveza Horus que se bebía.
—¿Este era el sitio favorito de Marcelo? ¿Está seguro?
—¡Sí! ¿Qué esperaba, un café literario? No, hombre, ¿cómo cree? Marcelo estaba
vivo, bien vivo —hizo una pausa para empinar la botella otra vez—. Justamente por eso
se largó, por vivo.
—¿Y usted no sabe dónde está?
—No, no sé. Pero estaba frito, bien jodido. Le rondaban abejorros cerca todo el
tiempo: tal y como usted vino a zumbar, se le aparecía mucha gente para pedirle cosas,
favores, ensayos, lecturas. Todas las semanas le caía el manuscrito de algún novato que
necesitaba su opinión, pero siempre eran bodrios. Y él decía para zafar: «Tiene madera,
siga escribiendo», si bien lo que en realidad había era puro árbol talado, puras astillas…
¿Va a pedir otra cerveza?
—Gracias, pero no puedo, mi gastritis…
—Dos más —grito Isara, alzando la mano en dirección del cantinero—. ¿Ya eligió
una vieja? Elija que este sitio también es para eso. Si no se decide por una rápido, ella va
a venir por usted y yo no voy a poder salvarlo —dijo Leonardo achispado—. Le cuento
una historia. Hace dos semanas hubo acá una fiesta de disfraces: una locura total.
Nosotros, como puede darse cuenta, más que actores, somos espectadores. La mierda
de la edad hace que uno en lugar de vivir recuerde, pero bueno. Una mujer vestida de
caperucita se subió a la mesa que está allá al frente y empezó a gritar: «Quiero macho
cabrones, necesito un macho ahorita».
—¿Y ustedes qué hicieron?
—¿Qué más se podía hacer? Lo que hicieron todos los hombres que estábamos
aquí: salir corriendo.
Guerra, por primera vez en esa noche, sacó una carcajada de sus tripas. Se reía
sujetándose el estómago, inclinándose hacia adelante con todo su volumen. Tenía una
risa ahogada y ronca.
—Buenas noches, licenciado —la misma chica que llevaba rato observándolos a la
distancia ahora estaba parada frente a ellos y se dirigía a Isara—. ¿Cómo la está pasando?
Ya se me hacía raro el no haberlo visto por aquí.
—Leonardo, tan lleno de recursos, se quedó en blanco ante la joven. Ella tenía la
boca en forma de corazón; hacia allí se iba naturalmente la mirada: hacia esos labios
pulposos, inconscientes de su sensualidad. El resto era la anatomía firme de una chiquilla
de quizás veinte años, evidentemente nerviosa porque abría y cerraba
espasmódicamente las manos.
—Caramba, señorita Gamboa, casi no la reconozco. Está muy guapa. Le presento a
don Orlando Guerra, editor del maestro Chiriboga. Ha venido desde Ecuador para hacerse
cargo de sus bienes intelectuales —Isara usó una variante formal hasta ahora
desconocida en su registro—. Ella es Moira, la alumna más aventajada del profesor
Chiriboga.
—No, eso no es cierto…
—Y también su ayudante semestral. No sea modesta Moira, usted puede recitar de
memoria pasajes de La caja sin secreto. ¿Cómo es ese de las gordas al que tanto atacan
las feministas?
Ella, muy seria, ocultando las manos inquietas tras la espalda, como quien se
esmera en dar una lección y quiere obtener una excelente nota, contestó:
—«Prefiere siempre a las mujeres magras antes que a las gordas, ya que las gordas
son apasionadas, pero desmedidas. Tienen problemas de voracidad, al punto de que se
quieren comer todo, incluso a los hombres que se ponen entre las piernas».
—¿Ve? Va a ser una ‘chiriboguista’ brillante, mejor que ese Gustavo Zuleta que
asesora tesinas allá en Chile. ¿Lo ha leído? ¡Pura paja! No tiene idea de lo que habla.
—¿Saben algo de Marcelo, profe? ¿Tienen ustedes alguna noticia?
—Nada de nada —contestó Guerra concentrándose en no mirar la boca de Moira,
enfocándose en escucharla mirándola a los ojos, jamás a la boca—. De eso hemos pasado
platicando toda la tarde.
—Lamento mucho haberles interrumpido la charla, pero como se dicen tantas
cosas…
—¿Como qué cosas? —preguntó Isara.
—Como que se ha peleado con una alumna.
—Marcelo jamás haría eso, estaba felizmente casado —replicó Guerra
sorprendidísimo.
Miró a Leonardo para encontrar en él, eco en su alarma; pero Isara únicamente alzó
las cejas aplicado en terminar su botella de cerveza.
—Hay otros rumores mal intencionados —añadió Moira.
—¿Como cuáles?
—Como que se ha peleado con un alumno.
—Ambos hombres rieron de forma incontrolable. Isara tuvo que apoyarse en el
mostrador para no caer del asiento.
—O que lo han raptado porque tiene algo valioso, revalioso: una nueva novela. Pero
eso es imposible, estaría enterada. Yo llevaba los apuntes del profesor…
Isara y Guerra cortaron en seco las risas.
—Mi querida Moira, le aseguro que en cuanto haya alguna novedad, se lo
informaré personalmente. Pero usted no vino aquí a angustiarse… verla ha sido una
afortunada coincidencia.
—¡Gracias profe! Va a ser una pena no poder despedirme de Marcelo; pasado
mañana me vuelvo a Cuernavaca. Me hubiera gustado darle un abrazo, pero se lo voy a
dar a usted, que es casi lo mismo.
—¿Se va a mitad de semestre?
—No he podido mantener la beca. Pensé que Marcelo le había dicho.
—Moira, últimamente me estoy enterando de cada cosa que es un milagro que
todavía no me haya dado una embolia. Que sea un buen viaje. En el departamento la
vamos a extrañar mucho.
Isara le tendió los brazos, y ella le correspondió con mucha ternura. Los chicos que
estaban bebiendo en la mesa de la joven empezaron a silbar y a aplaudir. La muchacha
apuró su salida con suma cortesía. Al darse vuelta, Guerra apreció otro atributo notable
de la anatomía de Moira, resaltado por el contoneo sugerente de los tacones altos.
—¿Linda hembra, no? Esas nalgas no van a caerse nunca… pero hay que eliminarla,
como escuchó, sabe demasiado —Isara empezaba a hablar masticando las palabras.
—¿Usted cree que ella y Marcelo…?
—¿Quién sabe? Es el principio básico de la pedagogía, ¿no? Y la chica hacía más de
dos semestres que no era su alumna… aunque no creo. Mire Orlando, cuando uno es
viejo ya sólo le toca conformase con mirar. «Un taco de ojo» dicen los mexicanos; uno es
como un gato viejo sin dientes: siente hambre pero tiene miedo de empezar a morder.
Ya la vio, ella está espléndida. Se marcha, ¡caray! Eso sí tiene más sentido.
Leonardo acabó la segunda botella que había solicitado, puso su frente sobre el
mostrador y se quedó quieto, meditando con los ojos abiertos.
—¿Nos marchamos ya? —preguntó Guerra intranquilo, imaginándose cómo haría
para moverse por las desconocidas calles del D.F. si es que Isara se embriagaba hasta no
poder conducir.
—No, al amanecer. Hoy estamos recordando a Marcelo, y vamos a hacer
justamente lo mismo que él haría. Relájese, hombre, desanúdese esa corbata, quítese
ese saco. ¿Cómo puede estar tan tieso todo el tiempo?
—¿Se siente bien?
—Estoy un poco… ¿sabe que a los treinta años el tema de conversación de los
hombres son las mujeres y a los sesenta la salud? Estoy bien Guerra, mire a su alrededor,
mire todo lo que pueda que le prometo que hoy resolvemos esto…
Luego de esa oferta hubo un silencio largo en el que Guerra se percató de que la
costumbre que tenía Leonardo Isara de llenar el silencio con palabras era bastante
irritante. Así, sin su influencia parlanchina, podía pensar con más claridad. Sí, se llevaría
la novela, conseguiría a un técnico en computación que averiguaría el código y luego —
una vez publicada—, ganaría millones. «En realidad» —se dijo— «todo se ha dado fácil,
muy fácil». Volvió a buscar con la mirada a Moira, pero los cuerpos de sus amigos la
ocultaban.
—¡Ahí está José Alfredo! —dijo de pronto Isara, con los ojos cerrados.
Orlando miró nerviosamente en todas las direcciones.
—El que canta esa ranchera que está oyendo: José Alfredo Jiménez. ¡Ay, Orlando,
usted sí que es imbécil! No entiende nada. Nada de nada. Pídase una más que ya le dije,
hasta que claree no nos vamos —se incorporó otra vez y empezó con su habitual
cháchara—. Total, me parece que ambos sabemos que la clave que falta está frente a
nosotros.
III
Arrastrando las luces de las seis, cuando la universidad empezaba a ponerse en
movimiento, Orlando y Leonardo volvieron a entrar a la oficina de Marcelo Chiriboga.
Isara había procurado tropezarse con cuanta puerta, escalón y mueble se le pusiera en el
camino, lo que generaba en ambos risas estruendosas y mutuas peticiones de silencio a
gritos, observadas con curiosidad por los escasos alumnos que a esa hora circulaban por
el campus. En medio del vuelo alcohólico, Guerra pensó que para un hombre de las
dimensiones y el tamaño de Isara, ser torpe se daba fácil, y el equilibrio debía ser cosa de
mucho cuidado. Dando tumbos el uno contra el otro, peleándose por probar las llaves,
abrieron la puerta.
—¡No encienda la luz, por ningún motivo encienda la luz! Luz no, no —vociferó
Isara mientras deslizaba la espalda por una pared hasta caer en el piso—. La coleta se le
había deshecho liberando el abundante cabello blanco que para entonces lucía húmedo
y sucio. Tenía el rostro congestionado, pero los ojos más vivos que nunca.
Guerra, tanteando la forma de las cosas, fue hasta la computadora. La encendió,
buscó el archivo y sin titubear escribió como clave de acceso el nombre: Moira. Tenía la
total certeza de que iba a funcionar y lo hizo: el documento se abrió liberando cerca de
cien hojas de un texto completamente en blanco.
—¿No hay novela? —todo el alcohol que Guerra había consumido le dio a la
decepción una sensación amortiguada de irrealidad.
—Eso mismo dijo Anette cuando llegó y encontró a Marcelo sentado ahí a esta
misma hora: «¿No hay novela?» Él dijo que sí para calmarla, y ella se lo dijo a usted; pero
no, no hay novela, no hay novela. Quizá había una en la cabeza de Marcelo, pero no llegó
a escribirla. Todos pensaban que él pasaba allí horas sentado por la novela, pariendo la
novela, ideando la novela y como le dije estaba frito, muy frito. Ahora ella se va, él se fue.
Hay que verla por última vez.
—No comprendo, ¿Moira se lleva la novela?
—¿Cómo dijo usted? ¡La gran novela latinoamericana! ¿Puede existir eso? Antes
que ser escritor, hay que ser vividor. La novela no escrita es la mejor novela, la que está
allá…
—Y entonces un bombillo se encendió en el edificio que estaba frente a ellos, a
unos cien metros. Una construcción moderna con apariencia de bloque de
departamentos. A contraluz, todo lo que la cortinada descorrida permitía apreciar. Se
podía ver un dormitorio desordenado y una figura que se movía con rapidez, como un
insecto.
—¿Moira? —Guerra la vio vistiéndose a toda prisa: los pechos altos, el cabello
suelto, el vientre ligeramente curvo y detrás un mural desdibujado como una borrasca—
. ¿Ella sabe que Marcelo la espiaba?
—No lo sé, los chicos son como las computadoras, las nuevas generaciones pueden
entender a los modelos viejos, pero nosotros a ellos no.
—¿Y si no hay novela, entonces qué voy a hacer yo? ¿Cómo voy a responder al
banco?, ¿a Anette?, ¿a los editores de Madrid? —gimió Guerra desorientado.
Isara iba dejando caer los párpados con pereza. Sus ojos se fueron apagando poco
a poco. Del otro lado, Moira había desplegado una gran maleta sobre la cama. Ocultó la
cara entre las manos. A Orlando le pareció que ella iba a empezar a llorar.
—¡Qué se yo! —masculló Leonardo Isara antes de quedarse medio dormido.
—¿Desaparecer?
Tiro de gracia
Tiempo de parejas

Para Marcela Holguín

Me levanto temprano porque he decidido que este día voy a pasar tiempo de
parejas. Mi esposo está dormido. En la penumbra, su cabello abundante podría ser el de
cualquier muchacho que ha decidido mantenerse lejos del peluquero por unos meses —
si entrecierro los párpados y lo contemplo así, de espaldas y tendido, parece mucho más
joven—; pero tengo cosas que hacer y no hay como demorarse demasiado en fantasías.
Ha sido mi compañero de cama durante los últimos veinte años: el sonido de su
respiración me resulta inconfundible. Así que me levanto sin hacer ruido, me restriego
los ojos y me dirijo a la cocina. No hay azúcar ni hay filtros para el café, tampoco hay pan
fresco. Nadie lo ha comprado. Ese es el precio de ser un matrimonio ocupado, un dúo
que vive más dentro de su cabeza que fuera de sí mismos.
Pero no importa, porque he reservado parte de la mañana para pasar tiempo de
parejas. Me repito eso en la ducha, frotándome el jabón perfumado con alegría, haciendo
afirmaciones positivas y hasta cantando… no tengo muchas ganas, pero es importante
aparentar ser una mujer feliz. Soy afortunada. Me he casado con un hombre exitoso. No,
miento: cuando lo conocí no era un hombre exitoso. Era un hombre corriente con una
nariz muy parecida a la de mi padre. Uno se enamora de la gente por las razones más
idiotas. Si hubiera vislumbrado algo de la rueda de feria en la que se iba a convertir mi
vida por culpa de nuestra trepidante demanda laboral, creo que ambos nos lo
hubiéramos pensado dos veces… pero nos amábamos.
Pico fruta para el desayuno, frío unos huevos, pongo flores, pero como el hombre
exitoso trabaja mucho, duerme hasta tarde. Ya se despertará. No enciendo la luz para
evitar importunarlo. Me visto a oscuras dentro del armario, eligiendo con mucho cuidado
las prendas que voy a ponerme. Me decido por un vestido lila. Yo sé que el lila es mi color,
aunque él no me lo dice. ¿Dónde andaría yo si requiriera de la aprobación de los otros
para cada cosa? Detesto los pantalones, la tela se templa entre mis muslos… y así, a la
tenue luz del dormitorio, contemplo a una mujer que se aproxima a los cuarenta años y
empieza a tener bolsas en lugar de mejillas. Las estiro hacia arriba con la palma de la
mano. El maquillaje se corre, me desdibujo un poquito en la parte de las cejas.
Ese es otro de los problemas de los hombres exitosos. El éxito es un imán terrible
para el resto de mujeres. Me ha exigido congelarme en el tiempo allá por los veinte años
y por las ciento veinte libras. Hay quinientas jovencitas sedientas de figuración que nunca
recibieron un par de bofetones de sus madres por subirse a los autos de los extraños,
jadeantes por revolcarse con los hombres exitosos y pensando que así acelerarán sus
procesos de crecimiento. Muchachas de voces realmente bellas que llaman a la casa a
preguntar por él y después cuelgan. Y bueno, yo jamás he pesado ciento veinte libras y
estoy por sospechar que jamás tuve veinte años. Nunca he lucido joven —quizá
ingenua—, pero no joven, no niña. El ser una mujer-niña te facilita encontrar algún buen
pastor que se compadezca de tu mirada desvalida. Siempre alguien va a abrir el bote de
aceitunas por ti. En mi caso no: sencillamente o lo abro sola o me quedo sin comer
aceitunas. El hombre exitoso no tiene tiempo de ayudarme o alentarme: siempre está
ocupado en cosas trascendentales o espantando llamadas de las jovencitas. Digamos que
las ensaladas que hemos comido juntos, últimamente han estado desabridas.
El plan es éste: mientras el hombre exitoso está filmando las secuencias finales de
un documental de proyección internacional, yo, la mujer ocupada, realizará varias
diligencias bancarias, resolverá pendientes, beberá café con una amiga de la capital que
no veo hace tiempo; luego ella se encontrará con su atosigado esposo para pasar con él
algo de tiempo de parejas. Entonces hablarán, tomarán unos tragos, y puede que incluso
lo convenza de que no vuelva al rodaje hasta mucho más tarde; hasta después de que
hayan hecho el amor en una escapada digna de una novela romántica —porque hay que
ser versátil—. La rutina nos viene pisando los talones hace rato. Son las nueve y el hombre
exitoso no se despierta. Se lo dejo todo escrito en una nota que pego en la cabecera de
la cama y le estampo un beso que él espanta de un manotón en la inconsciencia de su
sueño. Siempre ha tenido muy mal dormir.
Como es normalísimo, todo se complica: el banco abre tarde porque es sábado, los
auspiciantes del documental no han depositado los cheques en las cuentas porque se
acerca un feriado; los aviones se atrasan y la amiga de la capital no arriba puntual al
aeropuerto. Termino tomando un cóctel en un local familiar a las once la mañana,
preocupada porque se acerca la hora del almuerzo y porque no he hecho nada de lo
planificado. La preocupación me da para dos cócteles más y para masticar un puñado de
maníes. Comería algo, pero quiero tener apetito para cuando esté viviendo mi tiempo de
parejas: debo lucir saludable y sobre todo despreocupada. Cuando almuerce con el
hombre exitoso pediré ensalada, él comentará que si sólo trago yerbas pronto voy a
verme desnutrida; pero como los hombres no saben decir piropos, yo asumiré eso como
un halago y le daré entre carcajadas estudiadísimas —con movimiento de cabeza
incluido— la razón.
Ya cerca de la una, con el vuelo de la amiga retrasado y con la mitad de las
diligencias aún por realizar, me enfilo a la casa a esperar mi tiempo de parejas. El tráfico
es un desfilar de tortugas y la ciudad hierve. Todos los autos quieren pasar por la misma
avenida que lleva al centro y suenan pitidos entre voceos de venta de agua e insultos. Un
hombre que va en una motocicleta se estaciona junto a mí y empieza a mirarme. Temo
por mi bolso que está debajo del asiento, pero parece honesto interés erótico. Mantengo
la mirada fija en las placas del auto de adelante mientras él escudriña mi cuerpo. Cuando
se cansa de mi desinterés, se marcha.
Ya en casa aguardo hasta las dos de la tarde y el hombre exitoso no aparece. Me
muero de hambre. La nota que dejé sobre su cabeza está enrollada en el piso del
dormitorio, así que la ha leído. Llamo a su celular y no contesta. Le dejo un mensaje agrio
y furioso. He cruzado el punto en el que todas las mujeres dejamos de ser las cordiales
compañeras entrañables y nos convertimos en las brujas castradoras que deseamos que
se haga nuestra voluntad. A los cinco minutos el hombre exitoso me devuelve la llamada
para decirme que con el escándalo de la filmación no ha escuchado el timbre del celular,
que el documental se ha retrasado y que mejor nos veamos a las seis de la tarde para
tomar una botella de vino y pasar —más relajados—, el tiempo de parejas. Yo acepto aún
molesta. Me siento frustrada, pero intuyo que, si lo digo, voy a destrozar el precario
equilibrio de algo conseguido con mucho esfuerzo.
Abro el refrigerador y encuentro los huevos del desayuno aún intactos. Hambrienta
los mastico así, cauchosos y fríos. Seguramente el hombre exitoso ha salido atrasado para
la locación y apenas si ha tenido tiempo de embutirse el café. Cuando las náuseas se
arremolinan en mi garganta, trago un trozo de pan viejo y me doy valor, pensando en mi
futuro tiempo de parejas.
A las tres llama la conocida de Quito a decirme que ya está en la ciudad. Salgo
corriendo a tomar un taxi para cumplir mi promesa de beber un café con ella, en el mismo
centro comercial en el que había estado en la mañana. Idéntico embotellamiento; se
sospecha que han atropellado a alguien, pero no hay cadáver. Ella se encuentra ansiosa
con la nariz perlada de sudor y la cabeza en otro lado. Está sola porque su esposo se halla
haciendo negocios y desea quemar la tarde conmigo porque en la noche le han
prometido pasar tiempo de parejas. Nos tomamos el café en un sitio carísimo que nos
hace sentir alegres de ser mujeres que disponen de cierto poder económico, mientras los
demás pasan y nos ven mover nuestras aburridas cucharitas. Obviamente hablamos de
hombres, jamás de los esposos, sino de hombres, de los que no podremos jamás tener:
de Sean Connery, de George Clonney, de Daniel Craig y de lo guapo que está el hijo mayor
de tal compañera de colegio. «Par de mujeres calientes» —dice mi amiga haciendo señas
para que el mesero eche a su café un chorrito de licor—. Nos reímos de buena gana y nos
consolamos pensando en que esa noche habrá luna en el puerto, y que seguramente ese
será un bello paisaje de fondo para nuestro tiempo de parejas.
Bastante más tarde de lo previsto llega a recogernos su esposo, quien acaba de
alquilar un carro para movilizarse por las calles, según él, sin menos riesgos de accidente.
Sin embargo, más se atasca que avanza. ¡Qué tráfico imposible el de esta ciudad! ¿Será
que todo el mundo quiere ir al mismo lado, a pasar tiempo de parejas? Huyendo del
atolladero nos propone tomar un atajo desviándose hacia el Sur; como yo no tengo
apuro, estoy de acuerdo.
Mi amiga, en cambio, quiere pasar cada minuto de su noche de parejas,
completamente a solas. De ser por ella me habría lanzado por la ventana sin
contemplaciones. Incómoda, vuelvo a llamar al celular de mi hombre exitoso y no
contesta. ¡Para qué demonios tiene celular si ni lo escucha, digo yo! Empiezo a ponerme
oscura como un nubarrón. El esposo de mi amiga hace bromas para alegrarnos, no sabe
por qué ambas estamos tan calladas de ponto. Enciende la radio: el reloj no marca las
horas porque voy a enloquecer. Así pasamos los minutos hasta darnos cuenta que
estamos perdidos. Parece mentira que tres adultos cosmopolitas se pierdan en el sur de
una ciudad como el puerto, pero pasa.
—Esto jamás nos habría sucedido en Barcelona —despotrica él—, los carteles
podrán estar en catalán, pero sí que tienen buena señalización.
Damos vueltas y vueltas, y no conseguimos salir de la maraña de calles yermas.
Como ya ha empezado el feriado, no hay nadie a quién preguntarle; poco a poco vemos
caer la noche desde el auto que rueda sin ninguna certeza y que amenaza con quedarse
sin gasolina.
Con mucha dificultad logramos salir del territorio desconocido y volvemos al
embotellamiento habitual de las vías principales, que para esas alturas colapsa y
ensordece. Ya he perdido la cuenta de las veces en que he intentado comunicarme con
el hombre exitoso. Ha de tener cerca de cien llamadas perdidas. Me angustio porque
estoy desperdiciando mi tiempo de parejas. Otra vez junto a nuestro automóvil se
parquea el hombre de la mañana y vuelve a mirarme con interés. Este debe ser su sector,
y el tipo de vehículo que usa le permite esquivar con facilidad el tráfico. Se quita el casco
plateado y sonríe. Es joven, muy joven. Usa el cabello cortado a cepillo y no debe pasar
de los veinte años. Tiene todo el tiempo del mundo para jugar a perseguir el auto; éste
avanza unos metros —porque no es un hombre exitoso—, quizá sólo un mensajero que
se dedica a coquetear con mujeres mayores por diversión, utilizando su encanto y su
claxon.
—¿Qué diablos hace? —se pregunta el esposo de mi amiga, abriendo de golpe la
puerta del conductor… pero ya es demasiado tarde, el hombre de la moto me ha
dedicado un guiño y luego se desvanece con destreza entre el laberinto de automóviles.
A eso de las diez, todavía la casa luce a oscuras desde afuera. Los amigos que se
han ofrecido a irme a dejar se despiden con un gruñido, lo que le da a nuestra relación la
certidumbre de los días contados. Supongo que el hombre exitoso debe detestarme
ahora porque le reclamo que me dedique atención, pero llego tarde y mal a la cita que
he concretado para ambos.
Me duele la cintura, me arde el estómago, siento las piernas un poco más pesadas.
Subo las escaleras, lentamente, meditando qué diré. Me siento descompuesta: he
envejecido diez años. Cuando entro, el hombre exitoso está dormido en el sillón, tendido,
con esas piernas infinitas de las que me prendé una vez, laxas y desmadejadas. Se ha
bebido la mitad de la botella de vino de nuestro tiempo de parejas, y una música suave
lo arrulla desde el estéreo. Suspiro. Estoy frente a lo que será el final del día.
Me descalzo y avanzo hasta sentarme en el piso, junto a su cabeza, que conserva
aún ese cabello revuelto y frondoso —aunque algo encanecido—, en el cual alguna vez
me hundí con alegría. Tengo miedo de tocarlo, de hacerme presente, de privarlo del
espacio en el que luce tan cómodo. Me enrollo a su lado y cierro los ojos. Mis
pensamientos huyen lejos y veloces, mucho más rápido que el hombre de aquella moto.
Empiezo a asumir nuestro tiempo de parejas como algo muy parecido a dos soledades
individuales que buscarán coincidir a través de los años, pero que serán cada vez más
irrevocables.

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