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Carli, Sandra, comp. De la familia a la escuela: infancia, socialización y


subjetividad. Buenos Aires: Santillana, 1999.

Ficha bibliográfica

La obra aporta perspectivas teóricas, conceptos y reflexiones para el


análisis de la infancia de hoy, sin dejar de lado una mirada histórica de las
transformaciones de este siglo. Al ser producto de la convergencia de
especialistas provenientes del campo de la sociología, el psicoanálisis, los
Resumen: estudios literarios y la educación, cada autor se posiciona desde una
perspectiva teórica y disciplinaria propicia para desarrollar sus temas.
Propone sugerencias de actividades para que los educadores puedan
avanzar en una comprensión más compleja y creativa de algunas de las
cuestiones planteadas.
Notas: Fichados capítulos 1-2-4.

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Capítulo 1
La infancia como construcción social
Carli, Sandra

Presenta un conjunto de reflexiones acerca de los niños en la


sociedad contemporánea y de los desafíos de la educación infantil en la
Argentina actual. Explora cómo se están modificando las fronteras entre la
infancia y la adultez en un escenario de mundialización de la cultura y de
exclusión social, y cómo esta situación demanda la construcción de una
visión del niño como sujeto en crecimiento y formación. Analiza la
emergencia del concepto de infancia como construcción histórica de la
modernidad, centrándose en el papel que desempeñó la escolaridad
pública respecto de la población infantil, tanto desde una perspectiva de
Resumen: control y disciplinamiento, como de modulación cultural.
Efectúa un recorrido por algunos de los imaginarios acerca de la
infancia focalizados en el siglo XX y por las diferentes tesis sobre el niño,
teniendo en cuenta sus orígenes, como las formas de circulación y
resignificación en los lenguajes cotidianos, en los conflictos sociales y en
los procesos educativos y culturales actuales. La autora finalmente plantea
su postura acerca de la necesidad de construir una nueva mirada
pedagógica de la infancia, que favorezca tanto la comprensión de las
identidades de los niños como una problematización de la posición del
adulto educador.

Los niños por venir

El historiador francés Jean-Louis Flandrin, alude que la infancia se


convirtió en un objeto emblemático del siglo XX fijado por los saberes de
distintas disciplinas, capturado por dispositivos institucionales, proyectado
hacia el futuro por las políticas del Estado y transformado en metáfora de
utopías sociales y pedagógicas.
Sin embargo, la constitución de la niñez como sujeto sólo puede
analizarse en la tensión estrecha que se produce entre la intervención adulta y
la experiencia del niño, entre lo que se ha denominado la construcción social
de la infancia y la historia irrepetible de cada niño, entre las regularidades que
marcan el horizonte común que una sociedad construye para la generación
infantil en una época y las trayectorias individuales.
La mirada de los historiadores de la infancia, ha estado centrada en el
relato de los procesos por los cuales, a partir de la modernidad, la infancia
adquirió un status propio como edad diferenciada de la adultez, en cómo el
niño se convirtió en objeto de inversión, en heredero de un porvenir. La mirada
de los psicoanalistas en cambio ha estado atenta a la singularidad del niño, ha
focalizado la temporalización de la subjetividad para leer y analizar las

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articulaciones complejas que se tejen en la historia infantil con la histórica-


social.
Las nuevas formas de la experiencia social, en un contexto de redefinición
de las políticas públicas, de las lógicas familiares y de los sistemas educativos,
están modificando en forma inédita las condiciones en las cuales se construye
la identidad de los niños y transcurren las infancias de las nuevas
generaciones.
Los estudios sistemáticos, tales como los testimonios cotidianos,
coinciden en destacar esta mutación de la experiencia infantil que conmueve
a padres y maestros, seduce al mercado e intentan explicar los especialistas.
Si bien no es posible hablar de “la” infancia, sino que “las” infancias refieren
siempre a tránsitos múltiples, diferentes y cada vez más afectados por la
desigualdad, es posible situar algunos procesos globales y comunes que la
atraviesan.
Esa mutación se caracteriza, por el impacto de la diferenciación de las
estructuras y de las lógicas familiares, de las políticas neoliberales que
redefinen el sentido político y social de la población infantil para los estados-
naciones, de la incidencia creciente del mercado y de los medios masivos de
comunicación en la vida cotidiana infantil, y de las transformaciones culturales
que afectan la escolaridad pública y que convierten la vieja imagen del alumno
en pieza de museo.
Esta situación estructural, que distingue la mirada y la experiencia de las
edades, se agudiza en las últimas décadas, ante la impugnación de las
tradiciones culturales, la pérdida de certezas y la imposibilidad de prever
horizontes futuros. Desde la problemática del medio ambiente hasta los
fenómenos en el campo de lo genético, todo indica transformaciones
aceleradas que impactan sobre el registro temporal de las generaciones. Estos
fenómenos hacen que la frontera construida históricamente bajo la regulación
familiar, escolar y estatal para establecer una distancia entre adultos y niños, y
entre sus universos simbólicos, ya no resulte eficaz para separar los territorios
de la edad.
Algunos autores sostienen que los medios masivos de comunicación
barrieron con el concepto de infancia construido por la escuela. Postman, llega
a sostener la “desaparición de la infancia” de este artefacto social creado en el
Renacimiento, a partir de la erosión, provocada por los mass media, de la línea
divisoria entre la infancia y la adultez. Afirma que asó como los medios gráficos
crearon a la infancia, los electrónicos la están expulsando o haciendo
desaparecer, al modificar las formas de acceso a la información y al
conocimiento.
Los cambios en la esfera mundial provocados por la expansión planetaria
de los medios y las tecnologías a partir de los años 50 han favorecido una
mayor distancia cultural entre las generaciones.
El borramiento de las diferencias entre niños y adultos no es sólo un
fenómeno cultural provocado por el impacto del universo audiovisual, sino que
también puede explorarse en el terreno social. La vida cotidiana de amplios
sectores de niños no se distingue de la de los adultos en la medida en que
comparten cuerpo a cuerpo la lucha por la supervivencia. El trabajo infantil, los
chicos de la calle, el delito infantil, son fenómenos que indican experiencias de

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autonomía temprana, una adultización notoria y una ausencia de infancia, nada


inéditos América Latina. La pobreza, la marginación y la explotación social
reúnen a las generaciones en un horizonte de exclusión social que no registra
diferencias por edad.
Sea por efecto de la globalización del mercado y del impacto cultural del
consumo a nuevas edades o por la exclusión social que afecta a ambos
sectores, o por sus efectos combinados, el borramiento de las diferencias,
entre niños y adultos no nos permite afirmar en forma terminante que la
infancia desaparece. Se puede argumentar en este sentido que los medios, y el
mercado que se organiza en torno a ellos como potenciales consumidores, han
fundado una “cultura infantil”, con el mismo impacto que tuvieron en la
conformación de una cultura juvenil global a partir de la segunda posguerra.
Lo que sucede es que las infancias se configuran con nuevos rasgos en
sociedades caracterizadas, entre otros fenómenos, por la incertidumbre frente
al futuro, por la caducidad de nuestras representaciones sobre ellas y por el
desentendimiento de los adultos, pero también por las dificultades de dar forma
a un nuevo imaginario sobre la infancia.
“Desaparecer”, alude a “ocultarse, quitarse de la vista”, parecería que el
debate contemporáneo invita a volver a ponerlos a la vista, a volver a construir
una mirada de los cuerpos y de las almas de nuestros niños, ésos tan obvios y
tan naturalizados, tan dados por constituidos en las instituciones. Se carece no
de niños, sino de un discurso adulto que le oferte sentidos para un tiempo de
infancia que está aconteciendo en nuevas condiciones históricas, para niños
que son a la vez ciudadanos del mundo y objeto de exterminio. Y en un mundo
en el que los adultos deben redefinir su propia ubicación en una sociedad
compleja.

El niño como sujeto en crecimiento

Si se admite que la infancia es una construcción social, el tiempo de la


infancia es posible si hay, en primer lugar, prolongación de la vida en el
imaginario de una sociedad. Esto supone que pensar la infancia implica la
posibilidad de que el niño devenga un sujeto social que permanezca vivo, que
pueda imaginarse en el futuro, que llegue a tener historia. Esto remite a un
debate social acerca de lo que Arendt denomina “actitud hacia la natalidad”
entendiendo por ello el hecho de que “todos hemos venido al mundo al nacer y
de que este mundo se renueva sin cesar a través de los nacimientos”. Actitud
frente a lo nuevo que nace al mundo y que compromete a los adultos a una
transmisión del sentido propio de ese mundo.
Afirmar la continuidad de la vida no implica, sostener una visión naturalista
que ate la noción de niño a su status biológico, sino seguir valorando
simbólicamente la dimensión vital del crecimiento del niño, y de su proyección
hacia el futuro.
Los acelerados cambios científicos-tecnológicos que incluyen las nuevas
condiciones para la procreación y el nacimiento, los reposicionamientos de los
adultos frente a horizontes de desempeño y exclusión, con el consecuente
impacto sobre las prácticas de crianza y de educación, de transmisión, y la

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ruptura cultural de los lazos intergeneracionales y sociales, inciden en el


sentido de la vida que la sociedad modula.
La posibilidad de este tiempo de infancia requiere pensar en un tiempo de
vínculo entre adultos y niños en el que la erosión de las diferencias y de .las
distancias, no devenga obstáculo epistemológico o material para la
configuración de una nueva mirada pedagógica que permita la construcción
de otra posición del adulto educador. Desafío para una voluntad educativa que
respete el “derecho al crecimiento” entendiéndolo como “la posibilidad de
experimentar los límites-sean esos de naturaleza social, intelectual o personal,
no como prisiones o estereotipos, sino como puntos de tensión que condensan
el pasado y que se abren hacia futuros posibles”. Derecho que es condición de
lo que denomina “la confianza”, a la que se suman el derecho a la inclusión y el
derecho a la participación.
Tal como señala Freud, la brecha entre nuestra memoria de infancia,
siempre atravesada por la represión y por la amnesia, y el presente de los
niños debería dejar de ser motivo de repetición y de una nostalgia
conservadora para convertirse en argumento para restituir a niños y
educadores una nueva condición de sujetos.

Infancia y modernidad ¿Se perdió algo?

Al admitir la aparente extinción de la infancia moderna, se parte de un


supuesto y de la constatación de una pérdida. Ese supuesto es el que indica
que esa infancia tuvo un status histórico y que la crisis de la modernidad barrió
con ella.
Es importante destacar que en los proyectos de la modernidad europea y
latinoamericana la educación de la niñez fue una de las estrategias nodales
para la concreción de un orden social y cultural nuevo que eliminara el atraso y
la barbarie del mundo medieval y colonial. Un imaginario del cambio cultural y
social que, a la vez que supuso en América Latina la guerra contra el español y
el exterminio del indio, favoreció la significación de la infancia a partir de la
concepción de la niñez como germen de la sociedad política y civil del futuro, y
de su escolarización como garantía de un horizonte de cambio social y de
progreso.
En Sarmiento esta mirada resulta ejemplificadora. Este consideraba al
niño como un menor sin derechos propios, que debía subordinarse a la
autoridad disciplinaria del maestro y de los padres; pero a la vez lo consideraba
una bisagra con la sociedad futura, debía ser estudiado para lograr
proporcionarle una educación eficaz que lo situara generacionalmente como
pieza de una nueva cadena histórica.
La autoridad del maestro del Estado se sobreimprimió a la autoridad
familiar, en un proceso que marca la tensión entre el orden privado y el orden
público y que indica la gradual delegación de tareas en el Estado educador.
La educación moderna del siglo XIX en la Argentina se debatió entre la
pedagogía naturista de Rousseau, quien concebía al niño como una
prolongación del mundo de la naturaleza y cuya educación “negativa”
posibilitaría la constitución de un sujeto autónomo desde el punto de vista
moral, y la pedagogía social de G. Pestalozzi, obsesionado por la creación de

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un método de enseñanza de la lectoescritura que facilitara la educación de


masas de niños pobres por un único maestro.
Es posible concluir, que la historia de la infancia está atravesada por
las luchas políticas, las ideologías y los cambios económicos, como
cualquier otro objeto de interpretación historiográfica.
El punto de coincidencia entre los historiadores radica en localizar en la
modernidad, entre los siglos XVII y XVIII, la emergencia de un nuevo tipo de
sentimientos, de políticas y de prácticas sociales relacionadas con el niño. Las
tesis básicas de Aries, señalan que, a diferencia de la sociedad tradicional, que
no podía representarse al niño y en la que predominaba una infancia de corta
duración, en las sociedades industriales modernas se configura un nuevo
espacio ocupado por el niño y la familia que da lugar a una idea de infancia de
larga duración y a la necesidad de una preparación especial del niño. Este
vuelco hacía un mayor interés por el niño se vincula con la emergencia de la
familia nuclear y es acompañado más tarde por la reducción del número de
nacimientos y por la organización de la familia como espacio primario. Según
Aries, la asociación familiar reemplaza a la sociedad comunitaria,
produciéndose una “revolución sentimental y escolar”.
Una exploración de la experiencia argentina nos ubica en el, complejo
escenario de los siglos XVIII y XIX. En el 1800 había familias nucleares y
familias extensas, y “ello anuncia en la Argentina una voluntad general de
constituir familias pequeñas” Junto al modelo patriarcal hegemónico existía “el
complejo y variado sistema de hábitos sociales que incluyó consensualidad,
ilegitimidad y exogamia, produciendo sujetos de derecho al margen de la
normativa y del discurso oficial. En suma, “niños” y “menores” fueron luego los
nombres con los que se ordenó un mapa de la población infantil complejo y
heterogéneo (niños legítimos e ilegítimos, abandonados y huérfanos, alumnos
y asilados, etc.)
Los debates en torno a la sanción, en 1884, de la ley 1420, por la cual se
estableció la obligatoriedad escolar, reflejaron las polémicas acerca de las
concepciones vigentes sobre la familia y la ubicación del niño en un orden
privado y público en la etapa de fundación del sistema educativo. La polémica
se refería a si el niño debía ser la prolongación de la familia, un brazo o
propiedad de ella, o un sujeto de un nuevo orden social público.
El reconocimiento de los derechos de los menores fue el argumento que
esgrimió el liberalismo laico para imponer la obligatoriedad de la educación
pública, en u contexto de fundación del Estado nacional.
Este debate se agudiza hoy. La cuestión en juego no es cómo imponer a
los padres la obligación de enviar a sus hijos a la escuela, sino como el Estado
puede seguir siendo el garante principal de la educación pública.

La escolarización de la infancia

La construcción social de la infancia moderna se relaciona no sólo con las


transformaciones de la familia sino con la emergencia de la escolaridad. La
escuela “sustituyó el aprendizaje por medio de la educación” provocando el
cese de la cohabitación de los niños con los adultos y el aprendizaje por
contacto directo.

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Según Flandrin, el proceso de escolarización de la infancia desembocó en


“la infantilización de un amplio sector de la sociedad” que dio lugar, por otra
parte, a un proceso de pedagogización de la infancia.
La escolaridad obligatoria funcionó en la Argentina como un dispositivo
disciplinador de los niños de los sectores populares, hijos de la inmigración y
de la población nativa, pero al mismo tiempo tuvo una incidencia efectiva en la
conformación del tejido social y cultural del país. La escuela favoreció la
constitución de una cultura pública que incidió generacionalmente en el
quiebre de la sociedad patriarcal, en la lucha por un horizonte de ciudadanía
democrática y en la posibilidad de construir una sociedad integrada desde el
punto de vista cultural. Los niños se inscribieron, a través de la escuela, en
un orden público.
La implantación del sistema escolar supuso violentar el orden cultural
preexistente, al imponerse a la sociedad la obligatoriedad de asistencia a la
escuela de los menores de 6 a 14 años, esto incidió en la constitución de los
niños como sujetos.
Empezaron a ser visualizados como un colectivo, como una generación
constitutiva de la población argentina, y la educación fue el mejor espacio para
su inclusión. A partir de allí, la infancia se convirtió en el punto de partida y en
el punto de llegada de la pedagogía, pero una pedagogía que dialogaba con la
criminología, con la psicología experimental, con la literatura, con los estudios
médicos, es decir, con el conjunto de saberes que en la época otorgaba validez
científica a la pedagogía y prescribía acerca de la naturaleza y la identidad
propias del niño.

Los niños en el siglo XX: entre la permisión y la represión

La pretensión de sujetar al niño a un orden instituido (en este caso, el


escolar) y de definir desde allí su identidad, no llega a ser total, en la medida en
que, como toda identidad, la del niño es siempre precaria, relacional y abierta.
Los niños nunca quedan absolutamente capturados o fijados por las
prescripciones adultas o por la lógica de las instituciones: están atravesados
por la historia en su carácter de sujetos en constitución.
Las miradas a la infancia han oscilado muchas veces entre proclamas de
derechos del niño y mandatos represivos, desplazándose conflictivamente
durante el siglo XX por territorios de interpretación confrontados: entre la
libertad del niño y la autoridad del adulto.
Recorriendo el siglo XX partiendo de la hipótesis acerca de la tensión
entre permisión y represión es posible que:
I. Algunos períodos del siglo se han caracterizado por una ubicación del
niño en el centro de la escena educativa, con argumentos relacionados
con la valorización de “la naturaleza propia del niño”, con una notoria
recuperación de la idea de libertad infantil y con un énfasis puesto en el
aprendizaje y en la imposición de límites a la autoridad del maestro.
a) El período inicial es el que corresponde a las primeras décadas del
siglo. La divulgación de las ideas y propuestas pedagógicas del
Movimiento de la Escuela Nueva, como el psicoanálisis dan lugar a un
reconocimiento del niño y a un conjunto de críticas a los adultos por

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oprimir su espontaneidad y sus intereses. El niño comenzó a ser objeto de


miradas disciplinarias que toman como objeto de análisis la naturaleza
propia del niño y discuten el fenómeno de la autoridad escolar,
postulando la importancia del estudio del niño y de la renovación de
metodologías, planes de estudio y normas escolares. La infancia como
edad se resignifica en tanto tiempo genético de un nuevo orden social
durante el período que transcurre entre la Primera Guerra Mundial y la
Segunda, al calor de la expansión de posiciones socialistas. Esta mirada
al niño y a la escuela sucede a la etapa fundadora del sistema escolar.
b) El segundo período es el que corresponde a las décadas del ´60 y del
´70, donde se configura un nuevo imaginario sobre la infancia a partir de
la divulgación de distintas corrientes psicológicas y psicoanalíticas, de la
pedagogía de la autogestión, la psicología genética, la psicología
antiautoritaria, la literatura infantil. La infancia es analizada por un
conjunto de disciplinas frente a una sociedad que comienza a
transformarse en forma acelerada desde el punto de vista social, cultural y
político. Los niños se tornan objeto del mercado, de los medios masivos,
de la publicidad, pero también de nuevas políticas.

II. Otros períodos se han caracterizado por un borramiento del niño, por
una sujeción de la población infantil a la Nación, a la raza o al Estado,
mediante políticas represivas.
a) Desde esta lectura, es posible pensar el período correspondiente a la
década del ´30, cuando se produce en Europa el surgimiento del nazismo.
Existía una”teoría del niño” que daba sentido a muchas de las medidas
relacionadas con la selección racial de los elementos de la población
infantil del país nacional socialista. El desprecio del débil y la obediencia
al poderoso son el núcleo de toda ideología fascista, y desde esta
perspectiva la autoridad del poder se concibe como la determinante de la
identidad del niño. En la Argentina la política educativa de los gobiernos
conservadores de la década del ´30 estuvo permeada por este imaginario.
b) También es posible situar el período de los años ´70, caracterizado por
la presencia de dictaduras militares en América Latina. Como respuesta
regresiva, los niños fueron convertidos en botín de guerra (hijos de
desaparecidos), se opero la sustracción de sus identidades y se instalaron
diversas formas de control privado-familiar de la vida infantil desde el
poder del Estado. En la ruptura de la cadena generacional que ligaba a
los niños con sus padres, y en la ubicación de éstos en otras cadenas (las
de los apropiadores), los niños fueron anulados como sujetos. En la
actualidad encontramos esta tensión entre represión y permisión, que
es síntoma, de cómo la crianza y educación de un niño resultan hoy un
prisma para observar las dificultades de la generación adulta para
construirle un horizonte. Horizonte extensible a la sociedad en su
conjunto.

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Las tesis sobre el niño

La historia de la educación y de la pedagogía está vertebrada por tesis


acerca del niño que tienen la versatilidad, de permanecer en el tiempo como
residuos de concepciones sustancialistas que están en la base de muchas
prácticas educativas, pero que a la vez cristalizan y sedimentan un tipo de
relación histórica entre las generaciones.
La pedagogía moderna impugnó una tesis clásica, la que se refería al niño
como un “adulto en miniatura”. Acompañando la controversia acerca de la
condición infantil o adulta del niño, se reeditan otras tesis relacionadas con la
maldad o inocencia y con la autonomía o heteronomía del niño.
Un recorrido brinda un recorrido histórico por estas tesis permite para dar
cuenta de los conceptos. Rousseau es el referente en la historia de la infancia
por haber afirmado e el siglo XVIII el mito de la inocencia infantil, tesis a partir
de la cual se enfrentó a las posiciones eclesiásticas y a la pedagogía de los
jesuitas, que partían de la concepción de la existencia del pecado original en el
niño. El Movimiento de la Escuela Nueva y otras corrientes recuperaron la idea
roussoniana sobre la bondad infantil para cuestionar la excesiva autoridad del
maestro y para reclamar una urgente renovación de la educación.
La tesis acerca de la maldad del niño nos remite a la criminología del siglo
XIX, que encontró Lombroso un anatema de la tendencia del niño al delito, y a
las posiciones de los pedagogos positivistas, que definían su naturaleza como
la del salvaje de las sociedad primitivas.
Tema permanente de la historia de la infancia, la bondad o maldad del
niño, moduló vínculos educativos de confianza o de control, fue argumento
para distintas lógicas de enseñanza y permea aún los perjuicios sobre el niño-
alumno.
En algunas interpretaciones actuales del delito infantil y juvenil persiste
esta visión sobre la naturaleza maligna del niño, que se acentúa en el caso de
los pobres y los marginales, y se convierte en fundamento para la defensa del
descenso de la edad de imputabilidad del menor. Está presente también en el
debate sobre los castigos corporales, reeditado en esta última década, en el
que se proclama el retorno a prácticas medievales.
Como reverso, la presunción de la inocencia infantil ha sido argumento
jurídico para justificar la institucionalización del niño en las políticas de
minoridad; la idea de “protegerlo” implicaba su encierro de por vida, según la
Ley de Patronato de Menores (1919), hoy en proceso de derogación.
La tesis de Rousseau, sobre la inocencia infantil permitió ubicar
históricamente al niño en un lugar diferencial respecto del adulto, cuestionando
el castigo y reclamando un mayor respeto, en una época en la cual las
prácticas vigentes impedían la expresión y espontaneidad de los niños.
La tesis de Freud acerca de la existencia de la sexualidad infantil, más
que apelar a un mito diferenciador permitió ubicar al niño en un lugar de mayor
paridad respecto del adulto y afirmar la presencia de lo infantil en este último.
La construcción teórica y social de la infancia denuncia más que nunca en
este fin de siglo los pensamientos, deseos y temores de una sociedad.
Otra de las tesis acerca del niño que han atravesado la historia de la
educación se refiere a su autonomía o heteronomía, tesis que se articula con el

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problema de la autoridad, con los lazos entre las generaciones y con el papel
de la educación frente a un sujeto en constitución.
Castoriadis señala que la imposibilidad de la educación radica en
“apoyarse en una autonomía aún inexistente a fin de ayudar a crear la
autonomía del sujeto”, en promover las decisiones del sujeto partiendo de su
inscripción en la cultura instituida. Esta oposición entre la libertad y autoridad,
entre “necesidades” del niño y “mandatos” del adulto, sigue permeando los
debates del siglo XX.
Más que aferrarse a tesis ideológicas, una renovación de la educación
infantil debe atender tanto al debilitamiento de las tareas de transmisión cultural
de los educadores como a las nuevas identidades de los niños. Desde allí, será
importante construir una posición más compleja del educador frente a las
situaciones cotidianas que se presentan en las aulas entre los deseos del niño
y las normas instituidas hay decisiones autónomas del adulto que deben poder
equilibrar consenso y coerción y que no deben obviar la posición diferencial
que ocupa, en el proceso de transmisión, su lugar de educador.

La cadena de las generaciones

Durante el siglo XX se ha producido un pasaje de la búsqueda de sujeción


de los niños a las instituciones a su resujeción por la crisis de éstas.
La escuela pública se ha resignificado en éstas últimas décadas como un
espacio privilegiado para la población infantil en un contexto de desintegración
social, diversidad cultural y fuertes cambios respecto del sentido de lo público.
Pero las deterioradas condiciones de trabajo docente y el nuevo estatuto de la
pedagogía, afectada tanto para la multiplicidad como por la dispersión de
saberes, denuncian las dificultades de la empresa decimonónica de
escolarización y pedagogización de la infancia.
Incluso, ya no es la escuela la que produce “las” definiciones acerca de la
infancia o discute críticamente las definiciones heredadas, sino que son los
niños los que desafían a redefinir las escuelas; de esto resulta tanto un
emergente de la crisis de éstas como de las nuevas características del tejido
cultural y social.
Algunas de las problemáticas ligadas con la niñez que se presentan hoy
en las escuelas son:
1. problemáticas culturales y sociales relacionadas con el impacto de los
procesos migratorios que modifican a la población infantil e interpelan
a la cultura escolar;
2. problemáticas sociales y culturales relacionadas con el trabajo infantil y
la pobreza;
3. problemáticas relacionadas con el impacto socializador e identificatorio
del consumo sobre los niños;
4. problemáticas relacionadas con la conflictividad propiamente escolar
(violencia, etc.).
Se debe profundizar en cómo configurar una nueva mirada
pedagógica de la infancia hoy frente a esta diversidad de problemáticas
emergentes, frente a lo que informes recientes evalúan como un estallido de
los sujetos de la pedagogía moderna.

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Para ello se necesita en primer lugar una mirada con dimensión histórica,
en la medida en que ella permite restituir la cadena histórica entre las
generaciones en un contexto de desintegración de lazos sociales y volver a
ubicar la “condición humana” de todo proceso educativo para desde allí,
potenciar demandas, desafíos y espacios de responsabilidad pública.
Debe ser una mirada hacia lo contemporáneo, atenta al devenir y a los
registros de temporalidad de cada generación en un esfuerzo de
descentramiento de los adultos que favorezca la construcción de una nueva
posición educadora acorde con condiciones históricas siempre cambiantes, que
explore el impacto de esas nueva tecnologías de los cambios perceptivos, de
las formas de construcción del conocimiento, de los procesos de identificación
infantiles, de los cambios en la cotidianidad.
Por último tendría que ser una mirada constructora de futuros que
potencie tanto las demandas como las autocríticas, la imaginación pedagógica
y la toma de decisiones relacionadas con el cuidado y la orientación de la
trayectorias escolares de los niños, que permita producir nuevos pactos y abrir
puertas a tiempos más justos y dignos para la población infantil.
El educador de niños, se mueve siempre entre la sociedad de los niños y
la sociedad de los adultos, pero también entre los lazos familiares y los lazos
políticos, entre la privacidad doméstica y la esfera pública, y entre el pasado y
el futuro.
La constitución del niño como sujeto se relaciona con estas tensiones
donde lo que está en juego no sólo es su posición y su crecimiento sino,
además la posición del adulto y los proyectos de una sociedad. En la educación
de los niños se juega la singularidad del vínculo entre un adulto y una
generación en crecimiento, trabajo del tiempo y del deseo, de transmisión
siempre renovada.

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Capítulo 2
Las miradas sociológicas sobre los
procesos de socialización
Lezcano, Alicia

A través del presente capítulo la autora propone demostrar la


importancia que adquiere para la sociología la constitución compleja que
implica el proceso de socialización en las primeras etapas del desarrollo
psicofísico del niño. Aporta una mirada retrospectiva sobre algunas de las
contribuciones teóricas acerca de lo que significa este proceso, quiénes
son los que se encargan de él y que función social cumple. Destaca a la
escuela y al educador como agentes relevantes para la socialización y
desde esa perspectiva ofrece un marco conceptual que ayuda a repensar
Resumen: lugares, posicionamientos, intervenciones e interrelaciones profundas entre
los educadores y los niños.
El capítulo contiene aportes de dos corrientes antagónicas, en lo
teórico, lo epistemológico y lo metodológico: el positivismo y el marxismo.
Considera que la contribución más interesante sobre el tema fue la
consolidación de esas dos corrientes como paradigmas. Por entender que
el tema abordado constituye una asignatura pendiente, retoma aportes de
otros autores que permitirán mirar la realidad social desde una perspectiva
que admite la coexistencia de diversas modalidades de socialización.

El proceso de socialización adopta formatos sociales diferenciados que se


corresponden con situaciones, circunstancias y contextos específicos de
continentes, países, comunidades, barrios, etcétera.
El objetivo central de este capítulo es demostrar la importancia que
adquiere para la sociología la constitución compleja que implica el proceso de
socialización en las primeras etapas de desarrollo psicofísico de un niño. Se
trata de aportar una mirada retrospectiva acerca de lo que significa este
proceso, quiénes son los que se encargan de él y qué “función social” cumple.
Se abordan tres cuestiones: la primera enfoca el lugar que le corresponde
a la socialización en el proceso de constitución social de identidad de los
individuos. Es la interacción de éstos con los otros sociales, con los grupos de
referencia y/o pertenencia, con el medio, con las instituciones, y cómo estas
interrelaciones múltiples, personales e interpersonales, influyen de manera
positiva o negativa en la identidad social del individuo.
La segunda cuestión es mostrar cómo la familia, el género y la niñez están
fuertemente concatenados cuando se piensa en la socialización, entendiéndolo
como el lugar fundamental que tienen a la hora de constituir identidades
sociales.
La última cuestión es señalar que se interpreta por proceso de
socialización. Se trata de un proceso continuo en el que el o los individuos
aprehenden, aprenden y transmiten aspectos sustantivos, significativos y
simbólicos del mundo social que los involucra en un espacio y un tiempo

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específicos ((político, social, cultural, histórico). En este proceso sucesivo y


continuo, los niños irán edificando su propia historia y contribuyendo a la
construcción social en los lugares más simples, como familias o en los más
ampliados, como sus comunidades.
Este proceso tiene un tiempo en el que se cimientan las identidades
individuales y sociales, asimismo estos individuos tienen la potencialidad y
pueden generar la autonomía suficiente que les permita mejorar, romper y/o
modificar lo preestablecido que posee toda transmisión cultural, económica y
social realizada de generación en generación.

Sociedades conflictivas: la necesidad de generar las condiciones para el


“orden y progreso”

A partir del siglo XVIII, con el advenimiento de las revoluciones burguesas,


la caída del Antiguo Régimen en la Europa continental y la migración campo-
ciudad en torno a la Gran Industria, se imponen algunas cuestiones que
producen un cambio en la configuración social, política, económica y jurídica y
cultural de estas sociedades en el “mundo occidental”. Se trataba de una
sociedad que debía reorganizarse en torno a un nuevo modo de producción, el
capitalista, que implicaba no sólo nuevas formas de “hacer” y saber hacer
bienes, sino más bien una modalidad de organización social totalmente
opuesta a la preexistente, el feudalismo. Estos pobladores que venían del
trabajo en el campo, representaban para las clases dominantes el germen de la
desorganización, los vicios, el descontrol y la delincuencia, y según el
pensamiento de ese tiempo, esto implicaba la necesidad de un tipo de
organización social e institucional que “encauzara” los comportamientos, que
no amenazara la integración de esta “nueva sociedad”. Se promovía un tipo de
disciplinamiento de la sociedad que aseguraba la producción en masa y la
reproducción social sin demasiados costos para el incipiente capitalismo. Uno
de los problemas centrales era el de buscar estrategias que permitieran el
reaseguro del orden para el progreso “y la estabilidad social de las clases
dominantes”. En este contexto nacen y coexisten dos escuelas de pensamiento
antitéticas, en los cuales se encuentran los supuestos teóricos, epistemológicos
y metodologías de los que se nutren las ciencias sociales. Ambas corrientes
son el positivismo y el materialismo histórico.
El positivismo toma elementos de las ciencias naturales, equiparando
prácticamente lo social a un organismo, de modo que la observación y el
análisis de la sociedad serán orientados por esta asimilación. Los fenómenos
sociales son pasibles de ser explicados a partir de leyes generales o
universales.
Para el positivismo, la sociedad podía incluir procesos de cambio, pero
éstos debían ser introducidos en el marco del orden. La tarea a cumplir era
observar y corregir todas aquellas desviaciones que se produjeron en la
búsqueda y establecimiento de ese orden. Así, cualquier conflicto que tendiera
a destruirlo, debía ser prevenido y combatido.
La sociedad y sus instituciones estaban por encima de los hombres. Una
de las instituciones positivas encargadas de prevenir el conflicto y mantener el
orden era, por excelencia la familia.

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Una de las maneras de regular el conflicto de esta sociedad fragmentada


en la económico-social es hacerlo en un doble sentido: primero, reorientando
los comportamientos adultos, y segundo, en torno al eje de la prevención en la
transmisión y orientación de valores de la prole, o sea la socialización. El
ámbito de ejercicio de este tipo de controles es la familia. La mano ejecutora
será entonces la mujer, quien se encargará con “amor y devoción” de la
contención y atención de su marido y de la socialización de los niños.
La otra corriente teórica, el materialista histórico o marxismo, entiende que
el conflicto es el motor del cambio social. Parte de la concepción del hombre y
sus potencialidades, sostiene que estas se encuentran cada vez más
restringidas por la alineación que provoca la explotación de la fuerza de trabajo
humano. El hombre y sus potencialidades estarían por encima de las
estructuras de la sociedad, y él es el único capaz de cambiar su historia y la
historia. La transformación de la sociedad en manos de ese hombre con tanta
potencialidad es lo que define en cierto sentido a esta teoría, es decir, tiene una
mirada dinámica y contextuada en el tiempo y en el espacio. La relación
familiar es la sede de un conflicto que se origina en la naturaleza material de
sus miembros. Es el lugar donde se generan la totalidad de los sentimientos
humanos: odio, amor, altruismo, egoísmo. Es el ámbito en el que se construyen
la relación familiar y las relaciones sociales.

Sociedades sin conflictos, con niños adaptados y “normales”

El contexto histórico en el que se produce la teoría de la socialización


funcionalista el de la sociedad norteamericana del período de la Segunda
Guerra Mundial y de la posguerra. Tanto el ámbito de lo social como el de lo
económico, tratan de equilibrarse a través de un sistema de producción
masificada y paternalista. “Es una sociedad con un Estado de bienestar
generalizado, que tiende a asegurar el empleo adulto y la igualdad de
oportunidad de reproducción de la fuerza de trabajo, entendido esto último
como la posibilidad de dar cobertura y satisfacción a la necesidad de
educación, vivienda y salud. El orden social se pretende, a partir de una de sus
instituciones madres, la “familia nuclear aislada”, y de instituciones que
aseguren ese orden.
Para el funcionamiento la sociedad es un todo estructurado, entendido de
acuerdo con una concepción moral, con normas que regulan su funcionamiento
en busca de un orden regulado para defender la propiedad privada y para
lograr que se produzca la menor cantidad posible de tensiones o conflictos
sociales. La idea de una sociedad adaptada, ajustada, conlleva nociones de
orden y progreso. La sociedad debe de ser capaz de satisfacer algunas
necesidades – vitales y sociales – y de solucionar algunos problemas. Para que
este sistema pueda lograr el equilibrio entre sus partes, y con ello la integración
y continuidad sociales, hay instituciones que pueden regularlo, éstas
entendidas como subsistemas funcionales y cada una de las cuales cumple
una función, deben adaptarse y ajustarse recíprocamente a las necesidades,
expectativas y posibilidades de “esa” sociedad.
La posibilidad de dar respuesta tanto a las necesidades como a
problemas implica a los subsistemas en dos niveles u órdenes: el público que

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comprende lo político, lo jurídico, lo social, y el privado, que comprende las


relaciones e interacciones del mundo familiar. La función especializada de la
familia en la sociedad moderna será, para este enfoque, la socialización del
niño y la de ofrecer estabilidad y apoyo emocional a los miembros adultos de
esta.
La familia cumplirá con cuatro funciones básicas: la sexual, la económica,
la reproductiva – especialmente, la biológica – y la educativa. Es en esta última
función donde se incluye esencialmente la “socialización”. Tanto la educación
como la socialización pueden entenderse como la satisfacción de dos
requisitos: primero que los niños se desarrollen psicológicamente como
miembros de “una” sociedad y segundo que se conviertan en miembros de esa
sociedad “particular” en la medida en que adquieren valores, creencias,
expectativas y conocimientos acumulados que constituyan “su” cultura. Así la
socialización tendrá una función cultural.
La cultura es una pauta con tres características que la definen: la cultura
es transmitida, aprendida y compartida y, es el producto de los sistemas de
interacción social humana y una determinante de esos sistemas. Estos
procesos y los modos de adquisición son los que tomarán la forma de
socialización.
La socialización tiene para esta corriente tres funciones básicas:
1. Permite la formación de la personalidad.
2. Es agente de integración entre individuo y sociedad.
3. Asegura la transmisión de la cultura de generación en generación y,
con ello, la continuidad social.
En este sentido la formación de la personalidad y la transmisión de la
cultura tienen una estrecha relación con los imperativos de interdependencia
entre las motivaciones y las situaciones. La socialización de un niño será
entendida como un proceso de transformación de “organismo viviente” a
“individual social”. Dada la importancia que tiene el proceso de socialización, su
realización no puede ser aleatoria, sino que debe orientarse y adaptarse
equilibradamente a las necesidades de una sociedad ordenada.
En este sentido, la importancia de la familia como agente socializador es
fundamental. Las pautas que ella impone orientan la conducta de los
individuos, especialmente en la niñez. La familia cumple así, con una función
estratégica, en el sentido de que define los roles que el individuo desempeñará;
y es la que, en un sentido restringido, modela la personalidad del individuo.
El proceso de socialización será entendido como “la adquisición de las
orientaciones precisas para funcionar satisfactoriamente en un rol. Se trata de
un aprendizaje particular que permite la incorporación de elementos culturales
pautados en los sistemas de acción de los actores individuales y que en todo
caso son los que permitirán, una menor tensión. Es un tipo de aprendizaje que
permite “modelar” la conducta del niño, evitando o previniendo a posterior;
actitudes fuertemente lesivas o desviadas. De este modo el binomio
socialización – aprendizaje es de suma importancia para el funcionalismo.
Este proceso se hace efectivo cuando las pautas que el individuo – niño
adquiere o le son transmitidas son socialmente aceptadas como estilos o
modos de vida y valores institucionalizados para que haya continuidad e

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integración social. La posibilidad de mantener cierta correspondencia entre la


necesidad del individuo y su satisfacción es la que impide generar tensiones.
La socialización exitosa y los procesos que determinan la “normalidad” de
lo aprendido. Para el funcionalismo la socialización se asienta en la relación
entre estímulo y respuesta, es decir, el niño es asimilado a un objeto. Con una
estimulación “adecuada” se obtiene del niño – objeto una respuesta
“adecuada”, tal como se proponía modificar un fenómeno natural. Los
mecanismos a través de los cuales se logra una socialización “exitosa” son
aquellos que, de acuerdo con las circunstancias, variarán entre las
recompensas y el castigo, que son, por otra parte, los ejes de la corrección
permanente de la sociedad normalizada.
Este niño objeto tiene tres características esenciales que le permiten
responder a un estímulo y que son: su plasticidad para aprender, su
sensibilidad y su dependencia. Aunque los tres aspectos son fundamentales, la
dependencia afectiva y material será la palanca de la socialización. En esto se
apoya el agente socializador adulto para ejercer su poder de recompensa o
castigo con el niño.

Esquema 1
Proceso de socializaron estático- funcionalista

Agente socializador
(Padres, hermanos, otros familiares, instituciones, etc.)

Niño objeto de socialización

La unión casi simbiótica con la madre en primer lugar, la aparición del


padre en un rol complementario y más tarde, la de otros agentes socializadores
son las que en la relación “cara a cara” y cotidiana con el niño le atribuirán una
ubicación social primero dentro del grupo y luego en el mundo social.
Este proceso es mucho más complejo, ya que el niño irá aprendiendo e
internalizando situaciones particulares para construirlas progresivamente como
generales. Para esta teoría este proceso es unidireccional –donde el adulto
referente enseña qué está bien y qué no., qué es lo apropiado y qué, lo
inapropiado – el niño aprende a identificarse y, casi simultáneamente, a
diferenciarse por sexo y edad de los adultos y de sus pares. Esto es, aprende
de sus padres los roles de lo femenino y lo masculino, identificándose con uno
y diferenciándose del otro, por la interacción con ellos y a partir de roles
complementarios de estos agentes socializadores.
Para esta teoría es el padre el que impone una fuerte presión, para que el
niño renuncie al infantilismo y se desprenda del fuerte vínculo que lo une a la
madre y crezca. Es el momento de la definición social del rol sexual. Para este

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enfoque, lo que predomina dentro del proceso de socialización es la posibilidad


de que el niño asuma la identificación del rol (sexual) adulto, a partir de lo que
es cultural y socialmente aceptado.
Para este enfoque, en este momento de la primera socialización la
identificación social del rol sexual no es una cuestión menor, ya que la familia y
la distribución social y sexual del trabajo son uno de los aspectos más
relevantes para que esa sociedad tenga continuidad, para que no emerjan
conflictos en el interior de la familia.
En síntesis, el sujeto es portador de roles determinados por las
estructuras sociales, y tanto la socialización como el aprendizaje se conciben
como aquello que permite la integración del organismo en el sistema de roles
existentes. El niño aprende a ser niño, hijo, alumno, etc., y lo es en tanto tiene
frente a sí otro que es adulto, es madre o padre, es maestro, etc. Cuando el
niño aprende o internaliza al otro generalizado, ha terminado su etapa de
socialización primaria.
La segunda etapa de socialización, o socialización secundaria, es aquella
en la que se produce la internalización de la sociedad compleja y sus
instituciones. Es la adquisición del conocimiento específico de roles que están
vinculados con la división social y sexual del trabajo y con “cierta” distribución
del conocimiento. Es, por otro lado, la identificación subjetiva del “rol” y sus
normas, el mundo material y sus mecanismos legitimadores.
En esta etapa, los agentes socializadores son “funcionarios
institucionales”, como maestros, profesores, compañeros de trabajo, el jefe en
la oficina, el presidente del club de fútbol o los miembros de un club de fans,
etc. Mientras que en la socialización primaria, para que se produzca la
identificación debe prevalecer una fuerte relación afectiva, en la socialización
secundaria se puede prescindir de esta carga emotiva. El pasaje de una etapa
a otra va acompañando las primeras salidas del hogar hacia el sistema
educativo.

De la descripción a la prescripción. De la teoría a los mandatos sociales

La formación de una personalidad o una identidad del yo adaptada a lo


social y la potestad de transmitir un modelo socio y culturalmente aceptado y
establecido por las necesidades dominantes aseguran la posibilidad de
integración y de continuidad social. La probabilidad de mantener este
imperativo impone la necesidad de dos tipos de controles, uno preventivo y el
otro represivo, en marcos institucionales o subsistemas que se ajusten en
equilibrio simultáneo. La socialización en el marco institucionalizado de la
familia es un mecanismo que cumple ambos controles. La idea central de
socializar al individuo en el “deber ser” asegura la existencia de un sistema
ordenado y equilibrado. Se trata de pensar al individuo como objeto depositario
de lo esperable. Un individuo que, por lo tanto, debe transitar una trayectoria
lineal donde no tiene la posibilidad autónoma de elegir o emanciparse.
Cabe preguntarse: ¿Qué pasa con todos aquellos individuos, niños y
adolescentes, que no se ajustan a lo que se espera de ellos? ¿Son pasibles de
sanción social o legal? ¿Qué ocurre cuando la socialización se realiza en el
marco de familias ensambladas o monoparentales?

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Estos son aspectos del debate actual en las ciencias sociales, sobre todo
frente al desarrollo del capitalismo; se trata de lo que algunos han denominado
la posmodernidad y otros, la modernidad tardía.

Nuevos contextos y actores sociales

Las décadas del ´60 y del ´70 han sido simultáneamente momentos de
creatividad y convulsión. En estas épocas la crisis del Estado de bienestar y la
economía en los países centrales, las relaciones de dependencia externa y la
marginalidad social producida por una segunda etapa de migración campo –
ciudad en torno al proceso de sustitución de importaciones, primero, y al
agotamiento del impulso de la inversión local del capitalismo latinoamericano,
después, hacen que se cambien las condiciones y los estilos de vida.
Durante la década del ´70, aparecía la necesidad de ordenamiento e
intervención pública a partir de dos tipos de sistemas de control socio penal:
con el sistema tutelar, en casos de abandono, de asistencia por pobreza,
trabajo infantil, drogodependencia, etc., o con la fuerza represora del Estado,
que con el justificativo de “romper con los núcleos de la subversión” destruía
familias enteras o se apropiaban de niños, a los que arrancaba del seno
materno para someterlos a procesos de “re-socialización”.
En tanto se llevaba a cabo el disciplinamiento social, la economía se
orientaba hacia el sector externo tradicional y el Estado se convertía en
subsidiario, subordinando su participación en la economía, y así se facilitaba el
endeudamiento externo que traería consecuencias sociales importantes en las
décadas siguientes.
En la década del ´80, a nivel macroeconómico y social, los efectos de las
políticas de ajuste ampliaron los márgenes de la pobreza, la desocupación y la
falta de generación de empleo genuino. Uno de los efectos más importantes
fue la incorporación compulsiva de mujeres y niños al mercado de trabajo. A
nivel político, la desarticulación de las dictaduras militares y los incipientes
procesos de democratización en América latina significaron una redefinición en
los estilos de vida de la sociedad.
Así las prácticas sociales comenzaron a constituirse en modos de acción
social, y estilos de vida que los propios miembros de la sociedad fueron
definiendo a partir de estas nuevas realidades.
Entre las perspectivas sociológicas de estas últimas décadas puede
advertirse que no existe una sola dirección y, que tampoco existe una teoría de
la socialización, a diferencia de lo que se planteaba en las épocas del
funcionalismo. La riqueza de los nuevos aportes es la de retomar una
concepción diferente del hombre y de la sociedad. A la sociedad se la concibe
en una contínua retroalimentación de acciones e interacciones entre miembros
competentes y las formas de identidad individual. En este caso se trata de
sociedades que son construidas y reconstruidas por sujetos participantes y lo
social, como lo cultural, no es algo impuesto desde fuera por un sistema
institucionalizado; sino que está en la esencia de las prácticas de la vida
cotidiana, en la doble hermenéutica de la construcción y reconstrucción de una
sociedad dada en un tiempo y un espacio acotados. Aunque no se propone una
ruptura con la tradición cultural, con la tradición el individuo puede tener

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acciones que son productos de deseos y de un control reflexivo – acorde con


ciertas reglas, costumbres, hábitos, que no forman parte de conductas
intencionales –. Puede que éstas se conviertan en conductas no esperadas,
pero esto no provoca una situación de desviación o de acción lesiva contra el
resto de lo social, sino que pueden dar origen a nuevas tradiciones e incluso
manifestarse en forma de conflictos. Se trata de una continuidad histórica a
partir de fluir constante entre individuos y estructuras, aunque debido a esta
misma acción aparezca el conflicto.
“Niños sujetos” Socialización, una transformación y resignificación
simultánea entre niños y adultos. Mientras el positivismo y el funcionalismo
consideran a la socialización como el ámbito disciplinador de acciones,
actitudes, emociones y decisiones, a la familia como la herramienta coercitiva
para prevenir “disfuncionalidades o desviaciones” y al niño como un objeto
depositario de descripciones orientadoras., los nuevos aportes teóricos
recuperan la posibilidad de un “hombre” y con ello a un niño sujeto que, tiene la
capacidad autónoma de elegir desde formas de “ser” hasta modos de “hacer” ,
de emanciparse y, de ejercer una transformación en el otro social, se trate de
un adulto – agente socializado – o de otro niño.

Esquema 2
Proceso de socializaron dinámico y de retroalimentación permanente

Socializador Socializado

La socialización se hace en el niño a partir de un proceso complejo que


comprende desde el reconocimiento de sí mismo y de su cuerpo como
externalidad, la adquisición de sistemas simbólicos y del lenguaje, hasta la
construcción del pensamiento abstracto. Para ello debe haber otros actores
sociales que interactúen con el niño en un marco especial de protección,
nutrición y afecto. Estas son las condiciones indispensables para que tengan
un mínimo de estabilidad emocional necesaria para el proceso de socialización
y es lo que contribuirá a crear una estructura de confianza básica que le
permitirá, cuando sea adulto, construirse una coraza protectora para afrontar
los “riesgos” a lo largo de su vida. En este proceso el niño irá constituyendo su
identidad “individual” y “social”, y, con el desarrollo de habilidades estratégicas
a competencias interactivas, logrará distintos grados de autonomía y
emancipación.
Habermas retoma aspectos del proceso evolutivo y de los procesos
cognitivos como influyentes en la constitución de la identidad. En ese sentido
esboza cuatro estadios que muestran la evolución psicofísica y cognitiva del
individuo como tal: el primero es el simbiótico, y el segundo, el egocéntrico, el

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tercero el socio céntrico objetivista y el cuarto el universalista. Estas cuatro


etapas o estadios recorren un proceso de crecimiento del individuo:
- El primer estadio es el del niño recién nacido, el neonato. La relación
entre él y la persona de referencia. La madre, es tan fuerte en
términos de vinculación que parece imposible pensar que en esta
etapa el niño pueda identificar, por ejemplo, la diferencia entre su
cuerpo, sus sensaciones, sus expectativas, etc., y las de su madre.
- El segundo estadio, el niño está desarrollando “las fases sensorio
motoras y pre-operacionales, percibe su entorno físico, pero no
distingue las diferencias entre “lugares físicos y sociales”. Puede
estar en su propia casa, en la casa de sus abuelos o en el jardín
maternal. Es el centro del mundo; las cosas que le dan placer y que
los disgustan son las únicas que cuentan para él.
- En la tercera etapa, el niño que está comenzando con las etapas de
las operaciones concretas y con la latencia posedípica empieza un
proceso de conocimiento, entendimiento y comprensión que le
permite diferenciar entre su cuerpo, su perspectiva y el entorno físico,
natural (objetivo) normativo y social que lo rodea. Puede distinguir
entre fantasías y percepciones, impulsos y deberes. El desarrollo de
esta etapa se completa con el niño interactuando con el mundo social
en un plano de mayor complejidad.
- En la cuarta y última etapa – comienza en la adolescencia – se inicia
un proceso en el que el adolescente, el joven o el adulto puede poner
en duda todo lo dado, lo preestablecido; un proceso de
autoidentificación con algunos referentes primarios o secundarios y
de diferenciación, en cuanto a lo que él piensa y lo que tratan de
imponerle. Sus procederes, van a desplegarse teniendo en cuenta
estratégicamente su historia biográfica, su historia presente y el
contexto social en el que vive. Desarrolla una actitud reflexiva a partir
de la constatación y comparación permanente de normas, valores,
costumbres y de las acciones con los individuos con los que
interactúa en forma directa o indirecta. Este carácter reflexivo que el
sujeto social asigna a sus actos tiene gran influencia en la formación
de su personalidad, y ésta sobre los sistemas relacionales sociales
de los que interactúa. Por lo tanto la socialización como proceso
dinámico tiene dos momentos: uno en el cual se inserta en el mundo
simbólico-códigos, costumbres, hábitos normas- de su familia, que le
permite identificarse con ella y simultáneamente, establecer su
pertenencia, y el otro en el que intenta diferenciarse.
Los diferentes agentes socializadores, contextos y socializaciones.
Los escritos de Habermas, suponen la unidireccionalidad del proceso
de socialización. Esto es el adulto enseña y el niño aprende sin que
medien entre ellos transformaciones profundas, las cuales
implicarían que el niño enseñara y el adulto aprendiera o modificara
actitudes. Pero el avance de Habermas a diferencia de la teoría
parsoniana se centra fundamentalmente en repensar al individuo
como el sujeto agente productor y reproductor de su historia y su
cultura. Incluso Habermas reconoce una actitud reflexiva en la

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adolescencia que aparece construyéndose con el desarrollo cognitivo


del niño.
Pero si se analiza esto, hay un primer supuesto, es que este
desarrollo se va llevando a cabo en la primera infancia si se tiene en
cuenta, por un lado, que los niños contemporáneos tienen agentes
socializadores, grupos de pertenencia y de referencias múltiples que
les presentan distintas formas o estilos de vida, y por otro, que en su
acción cotidiana, se desempeñan estratégicamente representando
“papeles” que convienen a sus intereses.
Un segundo supuesto es que el desarrollo de estas y algunas otras
capacidades a edades muy tempranas es potenciado por diferentes
agentes sociales que no necesariamente se pueden identificar con el
entorno más inmediato y tradicional, como lo es la familia, sino que
varían según las circunstancias que implican a los niños y que
incluso pueden ser agentes virtuales.
- En el marco de estas reflexiones teóricas, no parece haber límites
entre quiénes pueden ser los agentes socializadores, siempre y
cuando exista un clima adecuado – afecto, protección, cuidado y
ritualización de la experiencia cotidiana durante la primera etapa de
socialización – para el proceso y desarrollo evolutivos físico y
psíquico. Esta idea, que parece asimilarse al precepto funcionalista,
la desarrolla Giddens, cuando dice que el anclaje de la personalidad
y de la identidad individual y colectiva depende en cierta medida de
las bases con las que se constituye la confianza básica.

Reflexiones finales

Los procesos de socialización se originan alrededor de transformaciones


de todo tipo: modelos de conducta y actitudes, de valores y prohibiciones, de
recursos lingüísticos, perceptivos, cognitivos, escolares, comunicacionales,
afectivos. Son más o menos “recibidos” y apropiados a lo que están
destinados. En todo caso, lo que haya “retenido” cada niño dependerá en gran
medida de su inserción social.
Para terminar se realiza un recorrido de lo expuesto en el capítulo. En
primer lugar se presentó un abordaje teórico – positivismo y funcionalismo –
que piensa en una sociedad que asegura su continuidad a través de controles y
agentes de prevención, represión o control de conflictos individuales o sociales.
Uno de los agentes o unidades fundamentales para controlar y mantener el
status quo es la familia. Si la socialización es exitosa los niños se adaptarán a
cualquier circunstancia, no pondrán en duda nada de aquello que les fue
enseñado/transmitido en la primera infancia. Esto puede ir desde la definición
del rol sexual, el rol social y el status ocupacional, hasta el lugar de inserción
en una clase social o los sistemas normativos vigentes, aunque todo esto
represente un orden injusto e inequitativa.
En segundo lugar se realizó un abordaje teórico – que deviene del
materialismo histórico paradigma interpretativo – que reconoce que pueden
existir múltiples agentes socializadores. Los niños y adolescentes “sujetos” con
potencialidades y capacidades autónomas e independientes capaces de poner

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en duda lo transmitido y lo aprendido incluso en la primera infancia. Y, con ello,


una sociedad que desde lo micro social puede ir modificándose cotidianamente
hasta cambiar o resignificar su forma de organización macrosocial.
Luego con los aportes de otros autores, que no trabajaban directamente
sobre el concepto de socialización, se planteó un horizonte teórico que permita
observar la realidad social profundizando la mirada sobre estas relaciones e
interacciones personales e interpersonales entre niños y adultos, teniendo en
cuenta estos “microclimas diferentes” y que aparecen resignificándose día a
día.

Capítulo 4
Escolaridad y rituales
Amuchástegui, Martha

La autora realiza un análisis de las significaciones presentes en las


normas de comportamiento escolar, en particular las que se relacionan con
el orden social y que tradicionalmente la escuela trasmite mediante rituales
(formar fila, guardar silencio durante determinadas ceremonias, etc.). El
análisis toma en cuenta las actuales dificultades para la construcción de los
sentidos que se representan en esas prácticas (obediencia, respeto,
reconocimiento del lugar del maestro y del alumno, etc.) y las presenta
Resumen:
como expresión de una fractura que ha desarticulado aquellas
significaciones constitutivas del orden simbólico tradicional.
Incluye aportes teóricos del campo antropolólogico para el estudio de
los rituales. Plantea que la pérdida de sentido de los rituales tradicionales
representa la pérdida de normas representativas del orden social y, por lo
tanto, del lugar de los sujetos, y pone al descubierto un vacío que es
necesario afrontar y problematizar.

Introducción

En este trabajo se intenta realizar un análisis de las significaciones


presentes en las normas de comportamiento, en particular, las que se
relacionan con el orden social y que tradicionalmente la escuela transmitió
mediante rituales (formar fila para entrar a clase, guardar silencio y permanecer
en posición de firme cuando se iza la bandera o se canta el himno).

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El ritual y la normativa social

Así como el niño se incorpora a la mesa como parte del proceso de


integración social, y participa de este ritual después de algunos aprendizajes y
destrezas, y en ese espacio aprende las modalidades y normas de ese grupo,
de manera similar podemos decir que ese niño se incorpora a la escuela, y en
ese espacio y tiempo de su vida aprenderá diversas prácticas en las cuales se
transmite, mediante rituales, normas de comportamiento social.

Acerca de los rituales

El estudio de los rituales fue abordado desde la antropología, como


práctica ceremonial religiosa propia de las sociedades a las que esa misma
disciplina llamó primitivas o “salvajes”, por considerar que en su organización
predomina un pensamiento regido por el inconsciente, mientras que en las
sociedades con historia, su devenir aparece signado por expresiones
conscientes de la vida social.
Desde esta perspectiva, un antropólogo y pedagogo norteamericano,
Peter Mclaren, analizó la práctica escolar desde la vinculación entre rituales,
cultura y escuela, en particular desde lo que él mismo denominó las
“dimensiones rituales de la escolaridad”. De acuerdo con este autor, la cultura
se manifiesta en un conjunto de símbolos transmitidos históricamente de
generación en generación a través de los cuales se comunican percepciones
y se desarrollan conocimientos.
Mclaren estudia los rituales socialmente construidos, poniendo énfasis en
el análisis de los procedimientos y actitudes de transmisión de valores e
ideología, así como en las distintas formas de producción de sentidos
vinculados con la dominación y la reproducción de desigualdades sociales en el
marco de las instituciones escolares.
El estudio de este capítulo parte del interés inicial por los actos escolares
y las normas de comportamiento que se enseñan en la escuela. Asimismo, se
analizan los aportes de Mclaren, y otras investigaciones antropológicas en
particular aquellos desarrollos teóricos que permiten distinguir elementos
constitutivos de una escena ritual, intentando caracterizar y reconocer con
mayor precisión “la ritualidad”, lo específicamente ritual de algunas prácticas
escolares. La búsqueda de estos aspectos relacionados con la especificidad
del ritual tiene por objeto diferenciarlos de otras prácticas educativas que se
consideran más vinculadas con los procesos rutinarios, donde predomina la
repetición de las mismas prácticas, que con la representación de símbolos y
significaciones sociales.
Turner, antropólogo contemporáneo. Concibe el ritual como una conducta
formal prescripta en ocasiones no dominadas por la rutina tecnológica y
relacionada con la creencia en seres o fuerzas místicas”. En relación con el
ritual, distingue en primer lugar la importancia de los símbolos y su
reconocimiento social, en segundo término, la pluralidad de significaciones que
se articulan en el ritual y por último destaca la importancia que tienen los
rituales por su función social, en tanto permiten vincular el simbolismo
representado con la funcionalidad de la norma.

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Los desarrollos teóricos sobre el ritual que señalan como elementos


estructurantes la representación de significaciones simbólicas y la articulación
de sentidos y símbolos para la transmisión de valores relacionados con la
cohesión social permiten analizar como rituales algunas prácticas escolares en
las que se transmiten normas de comportamiento.
Algunos actos escolares tradicionales (como el izamiento de la bandera, o
el ponerse de pie cuando entraba la maestra) pueden analizarse desde su
relación con sentidos vinculados simbólicamente al orden social y político. La
representación de ese vínculo con un orden simbólico y el carácter “histórico”
de esas significaciones (el sentido de ponerse de pie, por ejemplo), determinan
la posibilidad o imposibilidad de esas prácticas. Los símbolos se “crean” y se
transforman en una trama social (en un tejido de relaciones sociales) que se
expresa en lenguajes y prácticas relacionadas y sus sentidos no son nunca
fijos sino que están sujetos a los cambios históricos y políticos.

Algunas prácticas escolares y su carácter ritual

Cuando se afirma que los actos escolares tradicionales, como el saludo


diario a la bandera, fueron durante décadas rituales cívicos o patrióticos;
significa que esas prácticas representaban diversos símbolos con los cuales el
alumno y el ciudadano actuaban la norma exigida como conducta patriótica. El
cumplimiento de esas formas simbólicas (guardar silencio, pararse en posición
de firme, ponerse de pie), representaba el acatamiento de normas de
obediencia, respeto y buena conducta. Esos símbolos y esas significaciones
fueron transmitidos como parte de la enseñanza escolar, ya que uno de los
mandatos de la escuela era formar y enseñar las normas de comportamiento
del ciudadano, del ciudadano como súbdito de la Patria.
La formación cívica se transmitió en las escuelas mediante normas de
comportamiento que articulaban sentidos referentes a la sociedad, la cultura y
los vínculos políticos, y esas prácticas en las que se ponían en escena los
símbolos nacionales, el ordenamiento jerárquico y el cumplimiento de la norma
constituyeron durante décadas rituales en los que se actuaban
comportamientos vinculados al orden social del que se formaba parte.
Hoy en día, aunque en muchos casos se realizan ceremonias similares,
en las que participan del escenario, los mismos emblemas y se trata de
reproducir un comportamiento semejante a las tradicionales, estas prácticas y
representaciones no logran constituirse en rituales.

Cuando los actos patrióticos eran rituales

Los actos escolares repetían –como lo hacen a veces en la actualidad- los


ejes temáticos del discurso de la historia nacional incluido en los programas de
historia de principios de siglo. En cada una de estas fechas se representaban
aspectos de la versión que se enseñaba en clase y que se reproducía en
láminas y en textos. Esas imágenes no sólo fijaron aquella versión de la historia
sino que impusieron una estética escolar; que se mantiene hasta la actualidad.
El relato histórico convertido en leyenda, se representó y transmitió como
ritual.

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Asimismo esas representaciones estaban reglamentadas desde el


gobierno escolar, y periódicamente, mediante disposiciones que llegaban a las
escuelas, se exaltaba la importancia de la enseñanza de la historia, así como
su fuerza disciplinadota. Estas representaciones establecen una vinculación de
los actos escolares con la formación del espíritu patriótico, y de este con la
disciplina social.
Las normas enseñadas para manifestar el comportamiento disciplinado y
patriótico corresponden a símbolos ligados con la obediencia y la subordinación
al orden jerárquico. En la escuela, ese orden en el que el niño obedece a la
maestra, a la directora, a las autoridades… y, por encima de todo, a la patria
representada por sus emblemas, articuló los significados de su acatamiento a
ese orden como expresión de respeto.
La bandera representa a la patria, a la que debemos respeto (cabe
destacar que en el proceso de formación del sentido de patria, su simbolismo
alude al lugar donde nacimos, donde nacieron nuestros padres, nuestros
antepasados). El significado de respeto alude tanto a la obediencia como a la
subordinación, un niño que respeta a la patria lo manifiesta obedeciendo a los
mayores, en el pensamiento (no contradiciendo) y en el gesto (manteniendo
silencio y control corporal).

El sentido de la obediencia en los rituales tradicionales

El silencio como señal de obediencia fue durante décadas una norma


indiscutida de la vida escolar. La obediencia se refiere al vínculo entre los
miembros del grupo, y de cada alumno con el maestro y superior. El
ordenamiento jerárquico se asienta en la subordinación al maestro, condición
que alude a la diferencia de derechos de los sujetos. Estos sentidos definen
la constitución del escenario del aula, donde la norma está respaldada por el
castigo, y ambas, por el reconocimiento del orden establecido por parte del
sujeto.
El silencio como acatamiento de las instrucciones de la maestra, aparece
como condición necesaria para la enseñanza, y para lograrlo, aquélla sólo
necesitaba decir dos palabras imperativas, que actualizaban la norma: Niños,
silencio. Es la voz de la norma la que habla, marca a los niños sus
obligaciones y recuerda, a su vez, el castigo a la trasgresión y el lugar de la
escuela.
Las significaciones que articulan la escena indican el lugar de los sujetos y
de la escuela, el valor del cumplimiento de la norma, cuya trasgresión, será
castigada: los chicos obedecen un mandato familiar que acepta el juego.
Por su parte, los métodos de enseñanza también articulan con los
sentidos de la obediencia, en la escuela se aprende a obedecer y se aprende
obedeciendo normas de aprendizaje. Sentados en sus bancos, quietos y
atentos a las indicaciones del maestro, los niños debían incorporar los
conocimientos que se les impartían y debían aprender a reconocer y aplicar
esas normas de enseñanza.

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La cita anterior permite ilustrar un método de lectura con el cual


aprendieron varias generaciones. El contenido del texto y sus pormenores de
puntuación reproducen, hasta el último detalle, los signos con los cuales se
mide el aprendizaje de una manera de leer, la única correcta, y se ofrece al
alumno un ejercicio para memorizar los aspectos señalados. Los requisitos no
incluyen el saber, por ejemplo si Alicia entiende lo que está leyendo

La escuela ante los cambios políticos y culturales

Actualmente, la búsqueda de creatividad y pensamiento crítico en los


niños se fundamenta tanto en razones de índole política como también en
formas de socialización y aprendizajes acordes con ella; es decir, que
reconocen al niño como sujeto de derecho cuya relación con los adultos
requiere el respeto a sus derechos y no la subordinación.
Este cambio también plantea a los adultos, responsables de la
incorporación de los niños a ese mundo que les reconoce derechos, el
reconocimiento de responsabilidades y objetivos de formación. Es en este
cruce de cambios donde la sociedad actual no logra simbolizar, dar nuevos
sentidos a los derechos y obligaciones de los niños, en un vínculo de autoridad
responsable.

Compartir las significaciones

La ruptura de aquellos rituales que permitían señalar el lugar simbólico


del maestro y de los alumnos como consecuencia de la desarticulación de los
sentidos simbólicos que ligaban al docente, el estado, la escuela, la sociedad y
la familia deja desprovista de normas un conjunto de actividades escolares que
las requieren. El reconocimiento del rol del maestro por parte de sus alumnos
no es una significación que pueda construirse con una frase, es un largo
trabajo que necesita el reconocimiento, por parte de los alumnos, de su propio
lugar en la escuela y del sentido que otorgue la sociedad a los saberes que se
enseñan, entre otros.
Hoy en día, a diferencia de lo que sucedía en otras épocas, los niños
demandan explicaciones, buscan respuestas comprensibles para ellos. Para
que algo se entienda tiene que ser explicado, argumentado, y esto supone un
trabajo recíproco de aceptación y respeto; respeto no como sumisión sino
como reconocimiento de la tarea del otro y de la propia en ese espacio que es

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el aula; además, la escuela requiere su conocimiento y aceptación, con reglas


claras y acordes con los cambios culturales y políticos.
Los comportamientos que se les enseñan y exigen a los niños deben
guardar relación con los sentidos que la sociedad, aún en tiempos de crisis,
espera de ellos, y la escuela debe tomar en cuenta estos aspectos para hacer
un aporte activo a la construcción de sentidos nuevos de la cultura y de la
sociedad a la que pertenece.
Desde esta perspectiva, el espacio y el tiempo de la escuela deberán dar
respuesta, poblar de significaciones el hecho de asistir a ella para que este
período de la vida ayude a los niños a incorporarse, real e imaginariamente,
como miembros de la sociedad de la que forman parte. La realización y
cumplimiento de las normas claras irán construyendo nuevos rituales escolares
en los cuales los niños pondrán en práctica el comportamiento que se espera
de ellos.

La vigencia de algunos rituales

El acto del primer día de clases es el inicio de una nueva etapa, con
promesas y obligaciones que se traducen en emociones diversas. En ese
encuentro alumnos, docentes y familias recrean la importancia de la escuela en
la vida social, el hecho de pertenecer al mundo escolar.
Ese ritual tradicional que permanece permite enunciar y representar los
sentidos de esa etapa que se renueva cada año.

Empezar el día, entrar al aula y salir al recreo

Estos momentos, que tuvieron tradicionalmente normas ya


determinadas, pueden señalarse como momentos en los cuales es preciso
indicar el cambio de situación.
El paso de la casa a la escuela (de lo privado a lo público, de la legalidad
doméstica a una legalidad pública), tanto como el del recreo al aula, o de ésta
al recreo, deben poder marcar dos legalidades diferentes: el esparcimiento y el
trabajo. El esparcimiento como descanso, distracción, encuentro y diversión, y
el trabajo como responsabilidad, como la tarea propia de ese tiempo y lugar,
las posibilidades y alegrías de aprender, el reconocimiento de los cambios y
saberes.

La escena del aula

El aula como escenario educativo en el que se actúa el vínculo


pedagógico es una escena en la que se representa diariamente el lugar que le
corresponde a cada sujeto. Es decir que, para que se produzca la articulación
de significados que permitan la constitución de ese escenario ritual, los
participantes deberían creer, aceptar los códigos de ese encuentro, y las
normas de constitución y participación. Así como en la mesa hay reglas que en
la mesa nos fueron enseñados, en esta escena que se representa cada día, las
formas, costumbres y límites tienen que ser establecidos por los adultos, con la

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participación permanente de los alumnos. Si este escenario no se constituye,


será difícil realizar la tarea del día y la hora.

A modo de síntesis

Actualmente en muchas escuelas se continúa realizando ceremonias


tradicionales en algunos casos incorporando cambios significativos respecto de
los contenidos del discurso histórico (como por ejemplo, versiones críticas
sobre la conquista de América o la celebración del 12 de octubre como un
encuentro de los pueblos latinoamericanos)
También se advierte una mayor flexibilización en cuanto a las normas
protocolares con las que se organiza el acto 8como por ejemplo, alumnos que
coordinan las actividades o que dirigen el discurso al conjunto reunido).
Las modificaciones en los textos de las representaciones históricas, si
bien tratan de adaptarse a los nuevos contenidos curriculares propuestos
mantienen “actualizado” el cronograma de fechas y efemérides. La repetición
de las fechas, de un relato legendario se realiza mediante una representación
del orden escolar similar a la escuela de principios de siglo (formación frente a
la bandera, himno, abanderados, discurso…). En ese marco los enunciados
curriculares sobre formas de enseñanza que valorizan la participación y la
necesaria reciprocidad en el reconocimiento del lugar de los sujetos, maestro-
alumno, no aparecen representados en los actos escolares como normas de
comportamiento acordes con un nuevo orden social.
La mayor flexibilidad en el uso del protocolo tradicional, o la mayor
horizontalidad en el trato, pueden interpretarse como fracturas del
autoritarismo; de hecho lo son, pero no logran dar nuevos sentidos al lugar de
los sujetos (adultos-niños, maestros-alumnos), ni permiten simbolizar el vínculo
entre ellos.
Así, la pérdida de sentido de los rituales tradicionales representa la
pérdida de normas representativas del orden social, y por lo tanto, del lugar de
los sujetos, y pone al descubierto un vacío que es necesario afrontar y
problematizar. Reconocer los cambios y los nuevos valores culturales que
aportan las generaciones jóvenes en su encuentro con los mayores, aceptar
sus búsquedas y el tratamiento de los conflictos como parte de sus derechos,
es afirmar el lugar del adulto como responsable para garantizar un respeto
recíproco.

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