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i bien es cierto que la filosofía exige un devenir del pensamiento supremamente más
riguroso que todos aquellos misticismos espirituales y religiosos (a los que la tradición nos
mantiene lamentablemente acostumbrados), también es factible observar nacer de ella una
teología, pero proveniente de los más profundos abismos mentales de varios reconocidos y
escrupulosos pensadores. Esto no debe entrañar una contradicción, pues, como ya se ha
dicho anteriormente en estas páginas, cada Dios es del tamaño de la conciencia que lo
elucubra. Justo por esto, analizar el problema de Dios desde el punto de vista de la filosofía,
más que parecer algo insólito, es elevar el nivel del debate a uno más sublime, responsable y
profundo.
Bajo una concepción metafísica en la que Platón había dividido el mundo en dos, a saber, en
una realidad de las ideas y de las cosas en sí y en una realidad ilusoria, remedo imperfecto
de la primera, que sería la que nos rodea y a la que estamos acostumbrados; Aristóteles
había analizado esta concepción, la había puesto bajo sospecha, y luego logró refutarla para
hacer de lo que había de cierto en ella una filosofía mucho más sólida e inexpugnable. Así
fue cómo Aristóteles se coronó como el padre del Realismo, al refutar elegantemente ese
dualismo platónico de dividir la realidad en dos planos, y al demostrar que no existe un
mundo atrás del mundo, ni por encima del mundo, ni más allá del mundo.
Desafortunadamente pareciera que aún hoy varios “pensadores” no se han percatado de
esta refutación, e insisten en colocar el centro de gravedad de la verdad en planos místicos,
imperceptibles y anacrónicos de realidad alterna. No es de extrañar que muchos
“filosofillos” y “espirituales” del hoy sean preponderantemente platónicos. O Kantianos.
Un fenómeno en la vida es contingente si así como ha ocurrido muy bien pudo haber
ocurrido de otra manera. Nosotros, por ejemplo, hemos nacido, pero si las circunstancias
hubiesen sido de forma diferente, no estaríamos aquí. Es decir, que nosotros somos
contingentes, o para decirlo en otras palabras (a fin de llegar a la rigurosidad filosófica), no
somos necesarios: al ser pero con la posibilidad de no haber sido, no tenemos (en nosotros)
una razón que fundamente o justifique nuestra existencia. Existe pues una identidad, una
especie de equivalencia, entre ser contingente y no ser necesario. Luego, después de unos
momentos reflexivos, es fácil concluir que todo en la vida es contingente o innecesario; que
así como han ocurrido los eventos que han desembocado en este presente muy bien
pudieron haber derivado en algún otro. Vale destacar que gracias a que somos contingentes
se demuestra que somos libres, y por lo tanto, responsables de nuestros actos.
Es por ello que para este filósofo no haría mayor falta demostrar la existencia de Dios,
porque si su argumento de la no-contingencia es cierto, tan solo con ver las cosas que nos
rodean estamos certificando que Dios existe. ¿Cómo es que las cosas y nosotros existimos?
Existimos porque tenemos un fundamento, una razón de ser para existir, y la fuente de ese
fundamento es justamente Dios. Por lo tanto, todo lo que existe nos remite inevitablemente
a la absoluta necesidad (no-contingente) de una divinidad planificadora.
Asimismo, si Dios resulta inmovible, entonces no puede ser material. Todo lo que posee
materia es susceptible de movimiento, pues lo material cambia, es y no es sucesivamente. Y
lo material no solo posee movimiento en cuanto a naturaleza y esencia, sino que también,
desde un punto de vista más básico, es susceptible de cambio en cuanto a posición y forma.
Por todas estas razones, por ser lo material un sinónimo de lo mutable, la inmaterialidad de
Dios es otra de Sus características.
Como se puede deducir, esta “especie” de divinidad no puede hacer algo más que pensar,
porque sino violentaría su inmovilidad. No puede permitirse el sentir, pues sentir es
imperfección. No puede desear, ni apetecer, ni querer, pues esos son síntomas de latencia y
carencias. No puede emocionarse; mucho menos, en contraste con las divinidades
populares, podría ser juez o verdugo, ni un ente que premie o castigue. Este Dios somos
nosotros mismos y todo lo que nos rodea, somos sus pensamientos. La realidad, la única
realidad existente, es un subproducto de la intelección pura de Dios, en donde Él sería su
base creadora primera y su justificación única primigenia. Cabe destacar que cualquier rito o
tradición religiosa en esta concepción está completamente fuera de lugar.
Pues bien, he aquí a grandes rasgos toda la teología aristotélica. Es con certeza una
concepción de Dios mucho más avanzada y profunda que la concepción antropológica
tradicional (un dios padre, moral, bueno, represor y cumplidor de deseos), aunque para ser
rigurosos, todavía persisten en el filósofo algunas ideas muy antropológicas, como eso de un
"dios pensante", por ejemplo. En el mismo orden de ideas, bien vale acotar que la
arquitectura filosófica de Aristóteles fue válida hasta el siglo XVI, en donde los nuevos
avances científicos y el movimiento renacentista que le hizo compañía echaron por tierra sus
bases metafísicas y ontológicas. Digamos que el asunto de la contingencia y de las causas
primeras fue resuelto luego, sin necesidad de intervenciones divinas.
Aristóteles: El Universo y Dios
Gracias a sus descubrimientos metafísicos, Aristóteles es el primer filósofo que establece vías
universalmente válidas del pensamiento hacia Dios.
Aristóteles no elaboró una astronomía, se limitó a adoptar las teorías vigentes en su tiempo,
las cuales no pretendían describir la realidad sino tan sólo explicar las “apariencias celestes”.
La Astronomía de Eudoxio de Cnido (408-355, a.C.) mejorada por Calipso de Cízico, es
adoptada por Aristóteles, que la puso en estrecha vinculación con ideas metafísicas. Así cada
una de las esferas o cielos, de que consta el Cosmos, es un cuerpo indestructible, hecho de una
“quinta esencia” o materia sutil e incorruptible (“éter”), que está animado por un principio
vital a modo de forma sustancial: una inteligencia también incorruptible. La Inteligencia que
anima el primer cielo, es el Primer Motor Inmóvil, de la Física.
La Tierra se encuentra en el centro (geocentrismo) del sistema de los cielos, inmóvil. Las
esferas giran en torno a la Tierra, incorruptibles y perfectas. La perfección de las esferas
celestes es mayor cuanto más se alejan de la Tierra. Hay siete esferas por encima de la Tierra,
que contienen 34 órbitas, esto es, sistemas orbitales, giratorios, en los que se sitúan la Luna, el
Sol, y los planetas conocidos (Venus, Mercurio, Marte, más Júpiter y Saturno), finalmente, hay
la órbita de las estrellas fijas, que los contiene todos. Cada movimiento orbital está equilibrado
por una esfera compensatoria, que gira en sentido contrario con la misma velocidad angular,
de manera que el total de esferas o orbes es de 55 o de 47. Con este modelo de “máquina de
los cielos” Aristóteles sólo pretendía “explicar las apariencias”, es decir, aquello que vemos en
la alternancia del día y la noche, los meses, las estaciones, etc.
2. LA EXISTENCIA DE DIOS.
2.1. Argumento general: prioridad absoluta del ser en acto sobre el ser en potencia.
Aristóteles llega a la existencia de un Dios único por la línea de la absoluta prioridad del acto
sobre la potencia. Un principio netamente aristotélico, de gran trascendencia es prioridad del
acto respecto al ser en potencia. El acto es “antes” que el ser en potencia, no sólo según la
perfección, sino también según el tiempo, y en todos los sentidos. Por tanto allí donde se
encuentre ente en potencia es preciso que haya un ser en acto, superior, que le comunique
actualidad; y así siempre, hasta llegar a un Acto tal que, no teniendo potencialidad alguna, sea
Acto “puro”, el Acto superior a cualquier acto; y en consecuencia, no puede ser precedido por
ningún otro acto, antes bien los precede a todos, no depende de nada ni es causado, sino que
todos dependen de Él. La prioridad del acto exige la existencia del Acto puro (= sin potencia),
ya que la actualidad no se sostiene en la potencia sino precisamente a la inversa. Ahora bien,
tal prioridad se contempla según dos ópticas: la del conocimiento y la del cambio físico en el
mundo.
Como la primera significación de “ser en acto “ es el conocer (como el que está despierto al
que duerme, como el que piensa a quien puede pensar), acto es sinónimo de perfección. La
acción cognoscitiva es superior a la acción física. Cuando consideramos en acto, «vemos»,
pero, no lo sabemos todo: podemos saberlo todo, pero no lo sabemos todo. En la línea del
acto vital, se ve una potencialidad distinta de la material: no lo sabemos todo, no lo sabemos
siempre, aunque saber es perfección; esta perfección no se sostiene por sí sola, por lo tanto
hay una Inteligencia en acto de entender, plena y eterna: esto es, el Acto puro, el entender de
un Inteligente que entiende en plena actualidad. Es vida perfecta y eterna. Esto es el Dios de
Aristóteles.
Allí donde hay un más y un menos de perfección, tiene que haber un Ser perfectísimo, un
Máximo, y Éste es Dios: «Se puede afirmar que en todas partes donde hay una jerarquía de
grados y, por tanto, un acercamiento mayor o menor a la perfección, existe necesariamente
una cosa absolutamente perfecta. Ahora bien, como en todo lo que existe se da una gradación
de cosas más o menos perfectas, por la misma razón existirá también un Ser más perfecto que
todos, el cual podría ser Dios».
Aristóteles solía decir que «la idea de Dios viene en los hombres de dos fuentes distintas: en
primer lugar, de las experiencias de la vida psíquica; después, de la contemplación de los
cuerpos celestes. En cuanto a la primera, tiene en cuenta los influjos divinos y la clarividencia
que sobreviene al sueño».
Más que en Platón, para Aristóteles es imprescindible postular alguna forma de influjo divino
en el alma humana, para que ésta sea capaz de formular la idea de Ser infinito, por mucho que
contemple el cielo estrellado; en efecto, si todo nuestro conocimiento deriva de la experiencia
sensible, ¿de dónde proviene la idea de Dios, como Ser infinito? Ninguna sensación puede
proporcionar la idea del infinito positivo.
En efecto, no hay ninguna cosa en el mundo que no cambie. Ahora bien, “todo lo que se
mueve, es movido por otro” (principio de causalidad). Todo movimiento requiere un motor
distinto del móvil. Pero la serie de motores móviles, que se subordinen en el acto de moverse,
no puede remontarse al infinito. Es necesario pararse, llegamos así a un Primer Motor que
mueve todas las cosas sin ser movido él mismo. El Primer Motor es inmóvil y eterno, puesto
que el movimiento cósmico es también único y eterno.
El Primer Motor de la Física aparece como una parte del mundo: comunica la rotación a la
periferia suprema del Universo. Por lo tanto este Primer Motor formaría parte del mundo. Es
el alma del primer cielo. Lo mueve físicamente, por impulso y contacto, de modo semejante a
como el alma mueve al cuerpo. El Primer Motor es inmóvil, activo, inteligente y alma del
primer cielo que circunda el Universo. Aristóteles en la Física no le da el nombre de Dios.
En suma, más allá de los movimientos y variedad de sustancias cambiantes de la Tierra, y más
allá de los cuerpos celestes que comunican movimiento y vida, ha de haber un Ser que mueve
sin ser movido, que es Acto y no es en potencia en ningún sentido: «Y esto es Dios», afirma
(Metaph., XII, 7).
3. NATURALEZA DE DIOS.
El Acto puro que es Dios, es vida y felicidad perfectas: «Su actividad es como la más perfecta
que nosotros somos capaces de vivir por un breve intervalo de tiempo. Es siempre feliz, cosa
que para nosotros es imposible, porque su actividad es gozo (por esto, el estar despierto, la
sensación y el pensamiento son sumamente placenteros, y en virtud de estos, lo son la
esperanza y los recuerdos)».
Dios es vida, más aún, es la forma más alta de vida: es Acto de pensar, contemplación que
nunca acaba:
«Así pues, si Dios se encuentra siempre tan bien como algunas veces nos encontramos
nosotros, es admirable. Y si se encuentra mejor, todavía más admirable. Y así es. Y en El hay
vida -- porque la actividad del entendimiento --; es vida y es idéntico a tal actividad. Y su
actividad es, en sí misma, vida perfecta y eterna. Afirmamos, pues, que Dios es un Viviente
eterno y perfecto. Así, pues, a Dios le corresponde vivir una vida continua y eterna. Esto es,
pues, Dios» (Metaph.,XII, 7)
.
Pero la vida divina se encuentra encerrada sobre sí misma: el Acto puro de pensar no
contempla nada exterior a sí, porque esto lo supondría en potencia. Conocer cosas externas a
Él, sería imperfección y dependencia -- considera Aristóteles --, por tanto, no conoce nada
fuera de sí mismo y en sí encuentra la plenitud de la felicidad.
El hombre y las inteligencias de las esferas pueden conocer y amar a Dios; pero El no puede
amar. Para Aristóteles, lo que nosotros llamamos amor implica indigencia, deseo (orexis),
potencialidad; pero el Entendimiento, que es Acto puro de ser, no puede estar en potencia
respecto a nada. Por eso Aristóteles sostiene que Dios no conoce el mundo, ni los hombres.
Tampoco es el Creador. Su causalidad sobre el mundo no es eficiente, sino final: “mueve como
amado”, con una especie de causalidad psicológica.
Extracto del libro S. Fernández Burillo – J. García del Muro i Solans, Història de la Filosofía,
Lérida 1998, pp. 63-67 [ISBN: 84-605-8095-4]. Traducción de A. Orozco-Delclós