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#Resumen Crítica y Verdad, Roland Barthes

Barthes dice que lo que se llama "nueva crítica" es una cierta revisión de la literatura francesa
clásica al contacto de nuevas filosofías (el marxismo, psicoanálisis, existencialismo,
estructuralismo, entre otros). Entiende que los procedimientos regulares de la valoración es
retomar los objetos del pasado para saber qué se puede hacer con ellos.

Advierte que se ha acusado a la nueva crítica de impostura. Sobre sus obras han dicho que "son
obras vacías intelectualmente, verbalmente sofisticadas, moralmente peligrosas...". Barthes entiende
que dicho ataque se trata de un resistencia a formas nuevas de discurso; una especie de rito de
exclusión celebrado en una comunidad arcaica contra un tema peligroso.

Señala que estos ataques tienen una suerte marca ideológica. Entiende que su discurso pertenece
al pensamiento regresivo. Este vive en el temor; teme toda innovación, denunciada siempre como
"vacía". Este tradicional temor aparece complicado por un temor opuesto: el de resultar
anacrónico; la necesidad de "volver a pensar los problemas de la crítica", se aleja mediante un
hermoso movimiento oratorio "el vano regreso al pasado".

Según Barthes, lo que no se tolera es que el lenguaje pueda hablar del lenguaje. Las
instituciones mantienen la palabra sometida a un estrecho código, liberarla sería poner en tela de
juicio el poder del poder. En ese sentido, hacer crítica ("nueva crítica") resulta un desvío
sospechoso. Entiende que la verdadera crítica de las instituciones y de los lenguajes no consiste
en "juzgarlos", sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos. La crítica no necesita de
juzgar: le basta hablar del lenguaje, en vez de servirse de él. Así, para Barthes, lo que reprochan
a la nueva crítica no es tanto ser nueva: es el ser plenamente crítica.

Una vez dicho esto, Barthes comienza a atacar lo que se podría llamar la ideología de la crítica
tradicional francesa bajo una serie de subtítulos.

Lo verosímil crítico.

Así como algunos trabajos de literatura son interpretados acorde a la verosimilitud, es decir, aquello
que los lectores creen posibles; en la crítica existe una especie de verosímil. Lo verosímil
corresponde a lo que el público cree posible (por imposible que aquello sea, histórica o
científicamente).

La antigua crítica dispone de un público y se mueve en el interior de una lógica intelectual que no
permite contradecir lo que proviene de la tradición. Hay, en suma un verosímil crítico. Ese
verosímil, que no es expresado en declaraciones de principios, se capta sobre todo en sus asombros
e indignaciones ante la nueva crítica. Se torna visible cuando descubre supuestas transgresiones a
sus reglas. Así entendido, ese verosímil crítico es un sistema normativo muy estrecho.

Sus reglas son: la objetividad, el gusto y la claridad. Por último, Barthes habla de una deficiencia de
la crítica tradicional, la asimbolia.

La objetividad
Lo verosímil crítico gusta mucho de las "evidencias". Según la regla de la objetividad, la obra
literaria comporta "evidencias" que es posible deducir apoyándose en las certidumbres del lenguaje,
las implicaciones de la coherencia psicológica, los imperativos de la estructura de género.

Las certidumbres del lenguaje no son sino las certidumbres del diccionario. El problema, para
Barthes, es que el lenguaje de la obra es el de los sentidos múltiples: un lenguaje profundo,
simbólico, un lenguaje segundo que no contradice al primero (literal).

Coherencia psicológica. Barthes señala que hay muchas maneras de describir la coherencia
psicológica: las implicaciones de la psicología psicoanalítica difieren de las de la psicología
bahaviorista, etc. Dice que debemos sentirnos libres de interpretar a los personajes clásicos de la
literatura bjao la luz de los nuevos tipos de análisis psicológicos. La coherencia psicológica no está
dada, es una construcción que depende del sistema de valores de quien asume la crítica. Toda
perspectiva psicológica es histórica —incluida la de Picard, quien supuestamente aplica categorías
inmutables de análisis. La psicología corriente nos lleva a comprender a ciencia cierta un autor de
acuerdo con la imagen adquirida que de él teníamos.

Estructura de género. Barthes dice hay un estructuralismo "escolar" que consiste en darnos el plan
de una obra. Pero, asimismo, existen muchos otros estructuralismos: genético, fenomelógico, entre
otros. Concede que sepuede hablar de estructura de género con respecto a la tragedia, cuyo canon es
conocido a partir de la labor de los teóricos clásicos; sin embargo, sostiene que en la mayoría de los
casos el género en literatura no está definido. Ciertamente no están dados de una vez para siempre.
Y, como se ha visto, la propia palabra estructura abre múltiples desacuerdos en torno a una opción
metodológica para percibir una estructura en una obra.

En ese sentido, dichas evidencias son elecciones. Tomada al pie de la letra, la primera es irrisoria.
La obra tiene un sentido literal, la cuestión consiste en saber si se tiene el derecho o no de leer en
ese discurso literal otros sentidos que no lo contradigan; es decir, se trata de una decisión sobre la
naturaleza simbólica del lenguaje.

Con las otras evidencias sucede lo mismo: son, de antemano, interpretaciones porque suponen la
elección previa de un modelo psicológico o estructural. Toda la objetividad del crítico dependerá
del rigor con el cual aplique a la obra el modelo que haya elegido.

El gusto

El gusto es un sistema de prohibiciones. Prohíbe hablar de los objetos por ser demasiados concretos
y de las ideas pro ser demasiado abstractas. Para el gusto de lo verosímil, la crítica debe ser hecha
únicamente de valores. De esa forma, se le permite a la crítica tradicional rechazar cualquier
discurso con el que no esté conforme.

Barthes dice que toda escritura sobre la sexualidad está particularmente sujeta a esa prohibición.
Entiende que eso se debe a que a que la crítica tradicional tiene un concepto simplista de la mente
humana. El hombre de la crítica tradicional se halla compuesto de dos regiones anatómicas. Una
superior-externa: la cabeza, la creación artística, consciente. Otra inferior-interna: el sexo, los
instintos, inconsciente. Si bien es una petición de principio atribuir un valor superior al
pensamiento consciente, el psicoanálisis no reduce su objeto al inconsciente; sino que, para la
crítica psicoanalítica, el autor es el sujeto de un trabajo. Asimismo, el hombre psicoanalítica no es
geométricamente divisible y, según Lacan, su topología no es la de un arriba-abajo, sino la de un
anverso y reverso móviles.

La claridad

La última censura de lo verosímil crítico es la claridad. Ciertos lenguajes le son prohibidos al crítico
bajo pretexto de "jergas". Se le impone un lenguaje único: la claridad. El idioma en cuestión, la
claridad francesa, es una lengua originalmente política, nacida en el momento en el que las clases
superiores han deseado —según un proceso ideológico bien conocido— trocar la particularidad de
su escritura, erigiéndola en lenguaje universal. La antigua crítica es una casta entre otras, y la
"claridad francesa" que recomienda es una jerga como cualquier otra. El territorio concedido a la
crítica es sin embargo curioso: particular, puesto que en él no pueden introducirse palabras
extranjeras. se lo promueve no obstante a la dignidad de lenguaje universal. Este universal no es
más que otro particular.

Este narcisismo lingüístico puede expresarse de otra manera: la "jerga" es el lenguaje del otro. Ese
lenguaje sólo es claro en la medida en que es admitido. La crítica tradicional no puede escribir de
otra manera, a menos de pensar de otra manera. Porque escribir es organizar el mundo, es pensar
(aprender una lengua es aprender cómo se piensa en esa lengua). Es pues inútil pedir al otro que se
re-escriba, sino está decidido a re-pensarse.

Por último, Barthes dice que la claridad no es un atributo de la escritura: es la escritura misma,
desde el instante en que está constituida como escritura. Así, la jerga es una imaginación.

Asimbolia

Para Barthes, el antiguo crítico es víctima de una disposición que conocen bien los analistas del
lenguaje y que llaman la asimbolia: no pueden percibir o manejar los símbolos, es decir, las
coexistencias de sentido.

La antigua crítica dice que hay que respetar al especificidad de la literatura y acusa a la nueva
crítica de mostrarse indiferente en la literatura a lo literario y de destruir la literatura como realidad
original. Así, simulan que intima a la crítica a ser una ciencia que tome al objeto literario en sí, sin
deber nada a otras ciencias, históricas o antropológicas, que busque las leyes propias del género.

Para Barthes, procurar establecer la estructura de las obras literarias es una empresa importante;
pero la crítica tradicional pretende observar las estructuras sin hacer "estructuralismo". Dice que, sin
dudas, la lectura de una obra debe hacerse al nivel de la obra; pero no entiende cómo, una vez
establecida las formas, se podría evitar el encontrar los contenidos que vienen de la historia o de la
psiquis, es decir, de esos otros lados que la crítica tradicional no quiere para nada en su mundo;
pero, por otra parte, hablar en torno al plan de obra no se puede hacer sino en función de modelos
lógicos.
La crítica tradicional quiere una obra pura a la cual se evita todo compromiso con el mundo. Por el
contrario, Barthes advierte que la especificidad de la literatura no puede postularse sino desde el
interior de una teoría general de los signos: para tener el derecho de defender una lectura
inmanente de la obra, hay que saber lo que es la lógica, la historia, el psicoanálisis; en suma, para
devolver la obra a la literatura es precisamente necesario salir de ella y acudir a una cultura
antropológica.

Barthes dice que es posible hablar de una obra literaria haciendo abstracción de toda referencia al
símbolo. Esto depende del punto de vista que se elige y que basta anunciar. Pero desde el momento
en que se pretende tratar la obra en sí misma, según el punto de vista de su construcción, resulta
imposible no plantear en su dimensión más grande las exigencias de una lectura simbólica.

En la segunda parte de Crítica y Verdad, Barthes sigue argumentando en contra de la noción


simplista de la literatura de Picard. Mientras Picard dice que la literatura tiene un sentido verificable
objetivamente derivado por una revisión del sentido de las palabras en el período histórico cuando
fueron escritas; para Barthes, por el contrario, la crítica ha entrado en crisis desde los tiempos de
Mallarmé.

Tal crisis, a la que Barthes llama "crisis del comentario", deriva del hecho de que escritores como
Proust y Blanchot han demostrado que los límites entre la escritura creativa y la crítica realmente no
existe. Un escritor no puede ser definido por su estatus (el rol oficial que la sociedad le otorga), sino
por un consciencia del lenguaje. El escritor es una persona para quien el lenguaje crea un problema,
que siente su profundidad, no su instrumentalidad o belleza.

El primer punto se titula la crisis del comentario. Aquí Barthes hace una relación entre el escritor y
el crítico, pues para el semiólogo ambos se encuentran “frente al mismo objeto: el lenguaje” [1]. Por
lo tanto, la reflexión del crítico siempre provendrá de la “naturaleza simbólica del lenguaje”.
Barthes termina preguntando: “Si la obra es simbólica ¿a qué reglas de lectura debemos
atenernos?”[2]. ¿A las del signo? Pregunto ¿Aquellos con un contenido plural?

La lengua plural. Esta crisis del Comentario es, en efecto, inevitable desde que se descubre —o
redescubre— la naturaleza simbólica del lenguaje. Barthes entiende que ese es el debate en el cual
se necesita recolocar la crítica literaria, la puesta de que ella es en parte el objeto. El lenguaje no
tiene un sólo sentido dado por el diccionario y el período histórico que esta dado en la obra. Cara
época puede creer que detenta el sentido canónico de una obra, pero basta ampliar un poco ese la
historia para transformar ese sentido singular en un sentido plural y la obra cerrada en una obra
abierta. Esto se debe a que, por estructura, la obra detenta al mismo tiempo muchos sentidos, no por
la invalidez de aquellos que la leen.

La lingüística no trabaja para reducir las ambigüedades del lenguaje, sino para comprenderlas y, si
puede decirse, para instituirlas. La lengua simbólica a la cual pertenecen las obras literarias es por
estructura una lengua plural, cuyo código está hecho de tal modo que toda habla por él engendrada
tiene sentidos múltiples. El símbolo también tiene una función crítica, el objeto de esa crítica es el
lenguaje mismo.

Barthes entiende, entonces, que si la obra detenta por estructura un sentido múltiple, debe dar lugar
a dos discursos diferentes. La ciencia de la literatura (o de la escritura): discurso general cuyo
objeto es la pluralidad de los sentidos de la obra; y la crítica literaria: discurso que asume
abiertamente la intención de dar un sentido particular a la obra. Como la atribución de sentido
puede ser escrita o silenciosa, habrá de separarse la lectura de la obra de su crítica. La lectura es
inmediata; la crítica está mediatizada por un lenguaje intermedio que es la escritura del crítico.

El segundo criterio Barthes lo da a conocer como la lengua plural. El fin de explicar por separado
cada principio es por la obligación de esclarecer la pluralidad del lenguaje, me parece que el solo
título del apartado lo justifica, aunque no está de más ofrecer una cita de dicha pauta para ir
calentando el tema: “La variedad de lecturas capaces de inspirar una misma obra: son al menos los
hechos que atestiguan que la obra tiene muchos sentidos”[3]. Más adelante, el estructuralista francés
justifica la pluralidad con la idea de un segundo mensaje transmitido por una misma palabra.

Ciencia de la literatura. La ciencia de la literatura es un discurso general que tiene como objeto la
pluralidad de sentidos de la obra. Esta ciencia se basará en reconocer que el objeto literario está
construido con la escritura. Así como Chomsky desarrolló la idea de una gramática generativa del
lenguaje delineando los principios que rigen la construcción de oraciones en un idioma; Barthes
prefigura el desarrollo de una ciencia que defina las condiciones de existencia del contenido, es
decir, de una gramática generativa de los posibles sentidos de una obra.Será, en ese sentido, una
ciencia de las formas; no interpretará los símbolos, sino su polivalencia; su objeto será el sentido
vacío que sustenta a todos los sentidos.

La ciencia de la literatura pondrá en duda la noción de que el autor es origen y garante del sentido
de la obra. La ciencia de la literatura liberará a la obra de las sujeciones de la intención del autor. El
autor podrá ser el origen de la obra, pero la obra está, en realidad, habitada por un vasto sentido
mitológico y humano que no debe estar localizado en el autor.

La crítica. La crítica no es la ciencia. La ciencia trata de los sentido en general, la crítica produce
sentidos particulares. La crítica es un discurso que engendra un sentido y la une a una forma, la
obra. No puede traducir la obra, porque no hay nada más claro que la obra. Lo que puede es
engendrar cierto sentido derivándolo de una forma que es la obra.

Aunque la crítica imprime una anamorfosis (imagen distorcionada) en la obra, todas esta
proyecciones están, de hecho, distorcionadas, dado que la obra no es un objeto que pueda reflejar su
propio sentido.

La crítica desdobla los sentidos, hace flotar un lenguaje segundo por encima del primer lenguaje de
la obra, es decir, una coherencia de signos. Se trata de una especie de anamorfosis. Entonces, lo que
limita a la crítica no es el sentido de la obra, sino sólo el sentido de de lo que dice sobre la obra.

Contrario a lo que Picard aclama, que si sus pretensiones de objetividad son abandonadas, la crítica
podrá decir cualquier cosa sobre una obra; Barthes considera que la crítica opera con un conjunto de
sujeciones. La obra no se presta jamás a ser un puro reflejo y la anamorfosis es una transformación
vigilada. Las tres sujeciones de la crítica: de lo que se refleja, debe transformarlo todo; no
transformar siguiendo ciertas leyes; transformar siempre en el mismo sentido.
Los límites específicos son: primero, todo en una obra es significante, y el discurso crítico debe
poder dar cuenta de todo eso. Esta regla de exhaustivamente no debe ser confundido con el sistema
de verificación estadística de Picard. ¿Cuántas veces se deben repetir una idea o un tema en la obra
de un autor antes de que se pueda justificar realizar una generalización? Barthes cree que esta
pregunta se responde por un acto de elección de parte del crítico, quien debe decidir un patrón
significante ha emergido.

Segunda, la crítica opera transformaciones acorde a leyes, dice Barthes. Hay una lógica del
significante aunque no se la conoce bien y todavía no es sencillo saber de qué conocimiento puede
ser objeto. Sin embargo, algunos modelos transformacionales han sido enunciados por el
psicoanálisis y la retórica. De este modo, los críticos buscan en la obra transformaciones reguladas
y no azarosas que atañen a cadenas muy extendidas; buscan la lógica simbólica de la obra.

La tercera. La anamorfosis que el crítico imprime a su objeto está siempre dirigida: debe siempre ir
en el mismo sentido. La disputa no es entre la subjetividad y la objetividad en la crítica. Una
subjetividad cultivada, sistematizada (proveniente de una cultura) sometida a sujeciones inmensas,
surgidas ellas mismas de los símbolos de la obra, tiene más probabilidades de aproximarse al objeto
literario que una objetividad inculta, que se ampara detrás de la letra como detrás de una naturaleza.

La lectura. La lectura es el tercer discurso que circunda la obra. La lectura debe distinguirse de la
crítica. La crítica rearticula un pensamiento y redistribuye los elementos de un libro a partir de la
fractura y un rearmado de ellos. La crítica debe elegir las palabras que pondrá en el papel.

El crítico está obligado a tomar un tono afirmativo. La escritura crea un abismo entre la crítica y la
lectura. La lectura parece envolver una relación más sutil con el texto, según el punto de vista de
Barthes. Es una relación basada en el deseo, que reside fuera del código del discurso. Leer es desear
la obra, es querer ser la obra, es negarse a doblar la obra fuera de toda otra palabra que la palabra
misma de la obra: el único comentario que podría producir un puro lector sería el "pastiche". Pasar
de la lectura a la crítica es cambiar de deseo, es desear ya no la obra, sino su propio lenguaje.

Ciencia de la literatura como tercer principio. Barthes apunta que el fin de esta ciencia no es emitir
juicios de valor del por qué tal sentido debe aceptarse como inobjetable, sino la justificación del
crítico debe estar en el por qué tal sentido debería ser aceptable, y de ningún modo se debe recurrir
al significado impuesto, sino el crítico debe trabajar bajo las ambigüedades del lenguaje: “La
ciencia del lenguaje tendrá por objeto determinar no por qué un sentido debe aceptarse, ni siquiera
por qué lo ha sido, sino por qué es aceptable, en modo alguno en función de las reglas filológicas de
la letra, sino en función de las reglas lingüísticas del símbolo”[4]. Dentro de este mismo apartado,
aunque páginas siguientes, Barthes cuestiona la potestad del autor para hablar sobre su obra, pues se
piensa que el escritor puede reclamar el significado y definir ese sentido como legal. Para la
“nueva” crítica la obra ha dejado de pertenecer al autor, ahora el qué quiso decir lo define las
múltiples interpretaciones que cada lector hace de un texto.

Barthes para explicar el cuarto principio, la crítica, distingue entre la lectura que hace la vieja
crítica y las posibles lecturas de la “nueva” crítica. La primera tiene por tarea obedecer ciegamente
las reglas filológicas; en otras palabras, impone el significado de un enunciado y eso lo hace de
manera eficaz sin detenerse en los obstáculos lingüísticos que la misma obra como sistema presenta.
Mientras que la tarea para la “nueva” crítica está en comprender las certidumbres e incertidumbres
de la lengua, es decir, no sacarle la vuelta al principal componente del texto que por obvias razones
sería el lenguaje:

Hay en efecto dos maneras, es verdad que de brillo desigual, de no aceptar el símbolo. La primera,
ya la vimos, es harto expeditiva: consiste en negar el símbolo, en reducir todo el perfil significante
de la obra a las chaturas de una falsa letra o a encerrarlo en el callejón sin salida de una tautología.
Opuesta a ella, la segunda consiste en interpretar científicamente el símbolo: declarar, por una parte,
que la obra se ofrece al desciframiento, pero, por otra, llevar a cabo ese desciframiento mediante
una palabra en sí misma literal, sin profundidad, sin fuga, encargada de detener la metáfora infinita
de la obra para poseer en esa detención su “verdad”[5].

Además Barthes, si bien es fiel a los múltiples significados que una obra logra producir, sugiere
que el lenguaje del crítico tome distancia para no caer en las ambigüedades de la lengua.

La lectura es el último principio desarrollado por Barthes. En este apartado el ensayista galo
relaciona al crítico con el lector. El apunte inicia con la siguiente cita:

Aún queda una última ilusión a la que deberemos renunciar: el crítico no puede sustituirse en nada
al lector. En vano se atribuirá el derecho de prestar una voz, por respetos que sea, a la lectura de los
demás, de no ser él mismo sino un lector en el cual otros lectores han delegado la expresión de sus
propios sentimientos, en razón de un saber o de un juicio, en suma, de representar los derechos de
una colectividad sobre la obra. ¿Por qué? Porque hasta si se define al crítico cómo lector que
escribe, se está queriendo decir que ese lector encuentra en el camino a un mediador temible: la
escritura.[6]

Hay algo importante aquí que pone en riesgo a la convención, y no solo de la escritura, sino del
lenguaje también. Barthes comenta que la lectura del crítico no está por encima de las posibles
lecturas que cualquier lector lograr alcanzar, porque ni uno ni otro conocen el significado adherido
al texto. Es decir, que entre el texto y su significado plural no existe o no debería existir una
convención que sugiera a los lectores un sentido porque éste llega a ser insospechado hasta para el
escritor. Sería un error establecer una suerte de diccionario que oriente hacia una supuesta
convención: ¿quién tendría una lectura irrefutable para establecerlo? Ahora, si es imposible instituir
un consenso sobre el segundo mensaje, dado que texto y lenguaje ofrecen infinitas interpretaciones:
¿cómo se determina el primer mensaje? ¿Por consenso?

Bien sabemos que una palabra posee los dos lados de la moneda, tanto denota como connota; es
decir, existe un significado consensuado por el diccionario y otro que sugiere interpretaciones.
Entonces: ¿qué hay en el lado connotativo de la moneda que tanto da vueltas en la cabeza de
Barthes? ¿Pensará que el valor comunicativo, no solo de un texto sino también del lenguaje, está
más en el significado connotativo que en las denotaciones de la lengua? Lo cierto es que la
pluralidad, aquella por la que tanto aboga Barthes, no está sujeta a ninguna norma convencional.
Quien determina el significado de un texto —o de un mensaje— no debería ser o no es un acuerdo
explícito entre los lectores; de hecho, en el mismo momento que Barthes pondera la pluralidad
rechaza el consenso, pues éste amenaza los posibles significados que un texto pueda aportar. De
nuevo: ¿qué encuentra Barthes en esos múltiples sentidos que tanto defiende? ¿Un pensamiento
inclusivo? ¿Aquel que no excluye tras imponer una convención? Posiblemente, y claro con toda la
intención de arriesgar, Crítica y Verdad en un levantar la cabeza nos sugiere que la convención hace
de la lengua, como del texto, un medio tan excluyente que ni siquiera está dispuesta a dialogar.

Por hoy es suficiente, logré escribir tres páginas cuando la idea eran un total de cinco. Siento que
antes de iniciar con el análisis de la primera parte es necesario volver a ella. Estoy seguro que la
escritura de hoy me servirá para subrayar relaciones importantes. Otro aspecto que me gustaría
repasar es el tema de la convención de la lengua. Espero me dé qué escribir mañana.

Día dos. Ayer dejé de escribir por releer de nuevo Crítica y verdad, alcancé a subrayar comentarios
importantes que más adelante relacionaré. Sobre la convención del significado encontré a un
lingüista norteamericano, Donald Davidson, de los conocidos en los años sesenta como filósofos del
lenguaje. El estadounidense, en una serie de artículos publicados durante la década de los ochenta,
niega el tan sospechoso significado convencional, a diferencia de Wittgenstein que creo llega a
cuestionarlo, de eso último no estoy seguro. Para Davidson, “la comunicación verbal depende de
que hablante y oyente compartan tal habilidad, y no requiere nada más que eso”, y agrega:
“Encuentro que la idea de un lenguaje compartido, y los conceptos relacionados de significado
lineal y convención, no son importantes para comprender los fundamentos del significado
lingüístico”[7]. Espero su lectura me sirva para relacionarla más adelante con Barthes.

Decidí terminar este trabajo con la primera parte de Crítica y verdad porque el comienzo del
ensayo fue el que más motivó a preguntarme sobre dicha convención. Este primer apartado viene a
ser la respuesta que dio fin a las polémicas discusiones entabladas entre la crítica escolar y la ya
referida “nueva” crítica. Barthes por ahí de los años sesenta se enfrascó en un pleito literario con su
contemporáneo Raymond Picard, este último liderando el bando de los críticos academistas. Las
diferencias comenzaron después de que Barthes publicara su libro Sur Racine; Picard, estudioso a
profundidad del dramaturgo clasicista, acusa a la “nueva” crítica de impostura por producir trabajos
“intelectualmente vacíos”, “verbalmente sofisticados”, “moralmente peligrosos”. Un año después
del ataque de Picard, Barthes publica Crítica y verdad donde cuestiona, en esta primera parte, los
tres grandes principios de lo verosímil crítico, los cuales sugieren las bases a la crítica academista:
la objetividad, el gusto y la claridad.

Barthes en el inicio de su ensayo pregunta si necesariamente la crítica actual debe seguir los
anticuados mandatos impuestos por la crítica escolar. Para el antiacadémico, el supuesto gusto y la
hipotética claridad más que aportar libertad al crítico promueven la censura desde las instituciones
de poder, una de éstas: la academia, quien decide qué y cómo escribir y cómo y qué callar. Para
Barthes el gusto y la claridad, más allá de beneficiar al diálogo, funcionan como un medio de
subordinación.

La presunta objetividad tan defendida por la crítica academista, y tan discutida por Barthes, es uno
de los puntos importantes con relación al tema de este ensayo, pues una de las refutaciones que el
pensador francés hace a Picard es en la definición que este último da al término objetividad: una
obra literaria contiene objetivas evidencias que son posibles detectar en “las certidumbres del
lenguaje, las implicaciones de la coherencia psicológica, los imperativos de la estructura del
género”[8].

Certidumbre, coherencia e imperativos vienen a sugerir una suerte de consenso, es decir que, la
certeza, la relación lógica entre dos cosas y las imposiciones se presentan por lo general con rigidez
gracias a que existe un acuerdo que los valida como ciertos, sin necesariamente ser verdaderos.
Entonces, apostemos a la tarea del crítico: ¿quién legitima el significado convencional? ¿Una
institución? ¿La misma facultad del lenguaje? Suponemos que no hay objetividad sin convención,
nos han dicho que necesariamente para ser objetivos se ocupa de un consenso que valide como
cierto nuestro argumento; lo mismo sucede con lo verosímil donde también es el consenso quien
garantiza que tal comentario es coherente. Sin embargo, para Barthes, la objetividad “condena la
vida al silencio y la obra a la insignificancia”[9].

El lenguaje no manifiesta el supuesto consenso: “En suma, el lenguaje no propone más que una
certidumbre: la de la trivialidad: a ella, pues, siempre se la elige.” [10]. Es así que Barthes subraya la
condición trivial del lenguaje. Ahora bien, si el autor de Crítica y verdad rechaza la objetividad del
lenguaje, eso no va hacer que colapse el significado de una lectura, porque al fin y al cabo, con o sin
objetividad, texto y lenguaje algo comunican. Por lo tanto, y siguiendo a Barthes, si los usuarios de
una lengua optaran siempre por la trivialidad, entendiendo que éstos permanentemente infringen las
reglas de la convención, esta infracción que a diario cometen los hablantes, pregunto: ¿hace que
colapse la comunicación? Davidson, aquel lingüista norteamericano que arriba comenté, asegura
que si los supuestos principios de la convención son vulnerados impunemente es porque tales
normas no desempeñan función alguna; no obstante, las verdaderas convenciones son imposibles de
romper. Es por lo anterior que no podemos seguir llamando convención a un acuerdo que día a día
nadie respeta. Pienso, por ejemplo, en los supuestos acuerdos de las organizaciones internacionales,
aquellos que nunca llegan a concretarse: ¿son éstos verdaderas convenciones?

Por lo tanto ¿por qué no pensar que Barthes, en un segundo mensaje de Crítica y verdad, esté
cuestionando el significado convencional del lenguaje si su primer mensaje es sumamente severo
contra el significado convencional del texto?

A mi parecer, cuando Barthes expone la trivialidad del lenguaje a su vez propone dejar de pensar
bajo un patrón impuesto, donde las palabras y conceptos no están regidos por un sentido
consensuado. La trivialidad referida por Barthes me sugiere un segundo mensaje a favor de la
transgresión del consenso, pues el hablante jamás opta por el significado lineal, aquel significado
impuesto por un consenso. Me atrevería a decir que la propuesta de Barthes es pasar de un saber
vertical a un saber dimensional al enfrentar: la convención versus la pluralidad. El consenso censura
pura y llanamente la relación entre las ideas; en cambio el pensamiento plural, propuesto por
Barthes, no se casa con una idea, con una “verdad”, sino éste reflexiona por las regiones más
profundas del significado: las reglas de la pluralidad. Barthes propone a la “nueva” crítica no
imponer juicios de valor; al contrario, sugiere producir lecturas que favorecen a la fuga de ideas a
partir del desciframiento de otras lecturas, claro, sin imponer convenciones, pues esto último no
permite al crítico, ni al pensamiento en general, ver más allá del significado lineal.

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