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El arquitecto del emperador chino, sobre La Casa Devastada de Carlos Cociña

En un cuento chino del libro El perfume del cardamomo se nos muestra cómo los arquitectos
en la antigüedad tenían construían un puente: tenían que soñarlo. Si el emperador mandaba
a edificar uno, la hazaña podía demorar días, meses e incluso años, pero no se podía hacer
de otra forma. El cuento, al mismo tiempo, nos señala que para los chinos un puente es un
vínculo doble que conecta, por un lado, este mundo con el mundo del sueño y por otro, dos
orillas, uniendo territorios escindidos. En este último caso, el vacío siempre era un lugar que
atravesar.

Esta práctica milenaria se actualiza de alguna manera en la última publicación del poeta
Carlos Cociña. La Casa Devastada parece una calculada revelación onírica sobre las ciudades
modernas, tanto en su lenguaje recortado, ampliado e intervenido de la jerga arquitectónica
que deviene tratado de urbanidad y asentamiento, como por la poética china que vuelve
transparente e inquietante cualquier cosa: “Al pasar de un sueño a otro, lo que llamamos
realidad se expande” se afirma en el segmento 05 del poema «Líquidos». Allí, en ese fluir
continuo del sueño a la realidad (donde bracea este hablante), Cociña logra insertar con lente
de laboratista las bacterias de un lenguaje que parasita la sequedad de los manuales y la
escritura técnico-teórica y con ello consigue algo sorprendente: que surja vida allí donde solo
pareciera haber rocas, arena y otros rastros de un lenguaje erosionado.

Parte troncal de La Casa Devastada son los espacios que se tambalean constantemente,
como si la fijeza de las construcciones y los habitáculos de la ciudad no pudieran
comprenderse sin su movimiento, reafirmando que la arquitectura no es un plano estático
independiente del entorno. Es permanente la correlación de lugares y objetos, planos,
relieves, habitantes, fauna y flora, el orden y la disposición; todo cae envuelto en un manto
difuso donde el hablante opera solo de mediador, dejando entrever las cosas, delegando una
responsabilidad mayor al lector al obligarlo a moverse en esa opacidad. Y aunque sea un libro
que trate sobre todo de urbanidad, en La Casa Devastada no encontramos, por ejemplo, la
“alta definición” de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, que nos encanta con un catálogo
de metrópolis imposibles condenadas a la majestuosidad y la autocontemplación. Acá Cociña
sabe que tanto el movimiento como la imagen son efectos difíciles de reproducir en el
lenguaje, henchido de torceduras y materialidades que solo el lector puede llenar: las
palabras son solo depositarias de fragmentos de visualidad. La cartografía mental puede ser
tanto una cesta vacía como un caos de elementos suspendidos en frágiles hilos de titiritero-
poeta. No obstante, Cociña, al igual que un eléctrico (el poeta como trabajador que suelda
con cautín los cobres del lenguaje) hace puentes de corriente que logran encender el motor
de estos circuitos: “Lo primero es soñar la casa, la intimidad. Soñar en los límites, donde el
recuerdo es secreto y nítido. La casa puede leerse sin sus moradores, que no pueden leerse
sin una casa” constatamos en el segmento 06, nuevamente en el poema «Líquidos».

Como en su antología El margen de la propia vida, el sujeto en La Casa Devastada habita de


forma implícita cada poema. Pero la impersonalización radical de este hablante no es más
que un aparente que se recarga de carne entre las elucubraciones que propone, por ejemplo,
en el poema «Aterrizar las palabras»: “Lo inexplicable hace hablar a la imagen. El silencio se
sitúa en la convulsión de estar atravesado por las percepciones que tienen casi toda la
historia que te permita hacer ésta, que lleva a la próxima que ya estuvo ahí.” Como en el
clásico de Hansel y Gretel, Cociña solo marca el camino a casa, no lo muestra ni indica,
cayendo en el riesgo deliberado de perderse en el bosque de significados, porque “Al caer,
las dudas dejan espacio a la imaginación, a una periferia circunstancial, a un sistema de
sustituciones” como plantea en el poema «Posibles». Sabe que un camino lleno de señales
es tan peligroso como intentar cruzar de un extremo a otro dos orillas de un salto.

Creo (y quizás allí estribe la real magnitud y maestría de este libro) que La Casa Devastada
como gran parte de la obra de Cociña nos somete a un vértigo similar al de la lectura en
braille, donde silenciar uno o más sentidos se hace indispensable para amplificar los otros
(sobre todo el sexto, ese que en el budismo hindú es “la mente”, ese espacio abstracto donde
el mundo ausente es representado). La escritura de Cociña es una bomba a presión que
satura todos los niveles de significado, entrampando al lector en la paradoja de creer
entender cuando el agua escapa por una cañería llena de hoyos: “todo lo que se percibe se
mueve. No se sabe más allá. Cada objeto, cada pensamiento, cada sensación, está en algún
ciclo, y percibir parece lo mismo. Caminar, que cada pie equilibre el otro. Que el oído interno
escuche, y sus aguas contengan el espacio que media entre los sentidos. Que la piel, antes
del roce, contenga las texturas” leemos en el poema «Aparecer» y eso es lo que nos conmina
a hacer este libro: encontrarse frente a uno mismo. Atravesar esos puentes que el poeta
tiende desde el sueño y llegar a nuestra casa, aunque esta esté hecha añicos. Porque, como
anota Antonio Porchia en uno de sus aforismos: “Mis ojos, por haber sido puentes, son
abismos”.

La Casa Devastada
Poesía, 110 páginas
Alquimia Ediciones

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