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Cambiar la forma de cambiar

Por Fabián Mozzati

Quienes desean impulsar un cambio (en su empresas, en sus


comunidades, en sus familias, etc.), se esfuerzan porque las personas
mejoren su desempeño y cambien sus conductas inefectivas. En
respuesta a este desafío, los impulsores del cambio emprenden diversas
acciones: brindan retroalimentación sobre el desempeño, ofrecen
capacitación, ponen a disposición de las personas más recursos y
tecnología y ensayan diferentes medios para motivarlas. Sin embargo,
en más de una ocasión estas medidas no resultan en un cambio
sustancial y sostenible. ¿Por qué?

Fundamentalmente, porque -cuando se trata de ayudar a otras


personas a cambiar- se suelen olvidar dos cosas importantes:

1) Para que alguien cambie, no alcanza con apelar a su


entendimiento, a sus emociones, o a su voluntad. Suele
cometerse el error de pensar que -por decirle a una persona
qué se necesita y plantearle las consecuencias de no
obtenerlo- se logrará un cambio. Tal vez se logre por un
tiempo, pero no se podrá sostener en el largo plazo. Para
cambiar, a las personas no les alcanza con saber -o entender-
más, ni con desear -o temer- más.

2) La transformación siempre comienza por uno mismo.


Muchos promotores del cambio piensan que aprender y
cambiar es tarea de los demás. Pero todo cambio y mejora que
esperen en otras personas, primero deben vivirlos ellas
mismas.

Ignorar esto contribuye directamente con el fracaso de las


iniciativas de cambio, porque lleva al promotor del cambio a
orientarse a las técnicas, los programas y los métodos de
mejora del desempeño. Estos procedimientos apuntan a
cambiar conductas, motivaciones, estados de ánimo, actitudes,

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procesos de trabajo y conocimientos... pero estos son sólo
aspectos superficiales del cambio.

Existe una dimensión mucho más profunda del cambio, que


tiene que ver con las percepciones de las personas. Si no se
trabaja en la construcción de estas percepciones, sólo se
estarán atacando los síntomas de un desempeño inefectivo.

Las personas no actuamos simplemente a partir de la


información con la que contamos, los recursos de los que
disponemos y la motivación que recibimos. Actuamos -
principalmente- de acuerdo a la forma que tenemos de
observar la realidad y darle sentido. Cada uno de nosotros
interpreta el mundo de una determinada manera y tiene una
forma de pararse ante la vida y de encontrar coherencia a sus
experiencias. Miramos el mundo y a nosotros mismos, según el
tipo de observador que somos.

Por lo tanto, para cambiar, una persona necesita ver de un


modo diferente, o -lo que es lo mismo- convertirse en un nuevo
tipo de observador. Sólo modificando su forma de percibir e
interpretar la realidad, puede alguien visualizar nuevas
posibilidades de acción. Los cambios de conducta, siempre
van precedidos de cambios de conciencia. El rol de quien
facilita o promueve un cambio, es ayudar a las personas a
convertirse en nuevos observadores, para que luego puedan
ser nuevos actores.

El límite que encuentra cada persona para cambiar (dado por el


tipo de observador que es), es el mismo límite que encuentra
quien desea ayudar a esa persona a cambiar. Esta idea nos
conduce a la segunda creencia limitante que vimos
anteriormente: quien promueve y conduce el cambio debe -
primero- identificar y modificar el tipo de observador que es.

Para convertirse en un nuevo tipo de observador, el impulsor


del cambio necesita -en primer lugar- aprender a reflexionar. La
capacidad para ayudar a otras personas a mejorar su
desempeño, depende mucho de la habilidad propia para
meditar acerca de las situaciones que ellas enfrentan. Aprender
a reflexionar significa saber detenerse -aunque sea

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momentáneamente- de las tareas y compromisos habituales y
comprender que la inacción no es una pérdida de tiempo. Por
el contrario, pensar es una de las más fundamentales
competencias de liderazgo.

En segundo lugar, el promotor del cambio necesita aprender a


conocerse. El auto-conocimiento permite explorar las
fortalezas y debilidades propias, en lo que refiere a
sentimientos, motivaciones, reacciones y pensamientos. Su
importancia es trascendental, ya que no existe cambio más
importante que aquel que transforma la visión de una persona
sobre sí misma. Conocerse a sí mismo es una competencia de
liderazgo, porque tener acceso al mundo propio es una
condición para acceder al mundo de los demás.

Por último, debe aprender a aprender. El aprendizaje es una


acción dirigida a incrementar la capacidad de acción. Aprender
no es sólo incorporar nuevas habilidades y conocimientos,
sino -principalmente- aumentar las posibilidades de acción:
generar nuevas ideas, descubrir nuevos significados, visualizar
nuevos caminos, encontrar nuevas conexiones, etc. El
aprendizaje es una competencia esencial de liderazgo, porque
posibilita al impulsor del cambio identificar oportunidades que
no resultan evidentes para los demás.

Cuando quien intenta promover un cambio se convierte en un


nuevo tipo de observador, puede comprender mejor cómo los
demás interpretan su trabajo y su vida, entender cómo esas
percepciones influyen en su forma de actuar, e intervenir de
manera que las personas puedan modificar esas percepciones
y -por ende- sus conductas. Recién entonces, podrá ser
"agente de cambio" y estará en camino de convertirse en un
líder efectivo.

Para liderar un cambio efectivamente, es preciso cambiar la


forma de cambiar... tanto a los demás, como a uno mismo. Esta
es la única manera que tiene una persona de vencer los
obstáculos a su influencia como líder y ayudar a las personas a
vencer sus propios obstáculos a la mejora del desempeño.

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Ayude a producir cambios efectivos y duraderos en su
entorno!!!

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