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http://www.sdpnoticias.com/columnas/2014/05/24/el-suicidio-de-jaime-torres-bodet
Columnas
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No se sabe que Torres Bodet se haya enriquecido como hace la mayoría de los
burócratas y políticos actuales ni que haya caído en actos de corrupción. Todo lo
contrario, su carrera burocrática-administrativa se mira como intachable.
Torres Bodet nunca se afilió al partido hegemónico, pero fue uno de esos
funcionarios públicos que dieron legitimidad al régimen post revolucionario y
que cumplieron su labor con eficiencia, responsabilidad, probidad e
inteligencia. Y sobre todo, con verdadero interés en el desarrollo del país y la
educación de la población nacional, particularmente aquella a la que todavía
no “hacía justicia” la revolución (y que nunca haría al final de cuentas).
No se sabe que Torres Bodet se haya enriquecido como hace la mayoría de los
burócratas y políticos actuales ni que haya caído en actos de corrupción. Todo
lo contrario, su carrera burocrática-administrativa se mira como intachable.
“- Solamente escribía sus memorias. Aquí puedo decirle una cosa personal
mía. Creo que don Jaime había ya proyectado terminar su vida al concluir sus
memorias y que la prolongó un año más porque yo le hice notar que se
necesitaba un último tomo más. Él decía que no se necesitaba porque a esa
época que va entre el final de Tiempo de arena y el principio de los otros
volúmenes de sus memorias, aludía constantemente. Yo le insistía mucho en
que no bastaba que aludiera, sino que tenía que organizarlo todo. Por fin lo
convencí y se tardó un año en escribir Equinoccio (en mi criterio, ambas
obras, la primera y la última del conjunto de sus memorias, son, literariamente
hablando, las mejores) Y el día mismo en que devolvió las pruebas a la casa
Porrúa, fue cuando se suicidó.
“- Quién sabe. Esto lo saben los psicólogos que dicen que eso (el suicidio) es
un sentimiento que trae escondido la gente y que los suicidas están
determinados, ya que no es siempre un hecho –y este caso es clarísimo que no
fue un hecho concreto- lo que obliga ir al suicidio, como era el caso de
Mauricio Urrieta, entre otros políticos. Y tampoco era un drama familiar, un
drama de amor, ni un drama de enfermedad, como los suicidios de los artistas
Jorge Negrete o Pedro Armendáriz, que al sentirse que estaban condenados a
muerte, la precipitaron.
“- Novo ha dicho que Torres Bodet no tenía vida, que sólo construía su
biografía.
“- Sí, esa es una frase del viperino Salvador Novo, que siempre hacía frases
ingeniosas. Pero, ¡cómo no va a tener vida! Una vida intensamente dedicada a
México y al pueblo mexicano”.
http://www.jornada.unam.mx/2002/05/05/05aa1cul.php?printver=1
Elena Poniatowska
Josefina, su esposa, era una gordita callada y buena gente que se iba de lado
cada vez que se ponía de pie. Parecía querer borrarse, y eso que fue esposa
del mejor secretario de Educación que ha tenido nuestro país. Embajadora de
México en París, figura de proa ante la UNESCO (su marido ha sido el único
mexicano presidente de la UNESCO), ocupó (como compañera de Torres
Bodet) los puestos más importantes imaginables en la política y la diplomacia.
Cuentan que en su desesperación Jaime Torres Bodet intentó una carta a sus
amigos o a México o a la posteridad o a la historia, y como no le salió dejó
regados en torno a su escritorio alrededor de diez o veinte bolitas de papel
arrugado. Carito Amor de Fournier me contó que Josefina le dijo: "Jaime estaba
acostumbrado a dar órdenes, y como no tenía a quien mandar, salvo a mí, su
existencia perdió todo sentido".
Torres Bodet y Josefina se reunían a celebrar el 14 de julio, todos los años de
su vida, con Salvador Novo (que se pitorreaba de él y decía: "Jaime no tiene
vida, tiene biografía"), Ignacio y Celia Chávez, Eduardo y Laura Villaseñor
(quien habría de traducir al inglés Muerte sin fin, de José Gorostiza), Daniel y
Emma Cosío Villegas y los médicos Martínez Báez, que también habían
sacado su doctorado en Francia.
La crème de la crème
La huella que dejó Torres Bodet en la educación del país fue tan honda que
volvió a ser secretario de Educación en el sexenio de Adolfo López Mateos.
Para entonces había escrito muchos libros de poesía como El corazón
delirante, Cripta, Fronteras, Margarita de niebla, Fervor... pero se le reconocía
mucho más como funcionario público que como escritor.
''Pero no pienso que se haya usted molestado en venir a verme para que
comentemos mis propias incertidumbres. Tomemos, por lo pronto, lo que usted
tan amablemente calificó de entereza por una simple voluntad de entereza, y lo
que usted menciona como integridad por un anhelo sincero de integridad''.
-Bueno, doctor, puesto que usted lo prefiere tomemos las cosas así. No
obstante, quisiera insistir en el fondo de mi pregunta.
-Le confieso que ahora me siento más libre para examinar la cuestión. Y
permítame principiar recordando a un clásico. ¿Quién no ha citado, alguna vez
en la vida, la frase célebre: el estilo es el hombre mismo? A pesar de la
reiteración de la cita, la fórmula continúa siendo certera. En cuanto he escrito
(por lo menos durante los últimos 30 años), he aspirado a ser claro, aunque la
claridad me obligase a parecer redundante. Y, según lo ha dicho algún crítico
amigo, a extremar a veces la explicación.
''De todos modos estimo que la claridad es un deber en literatura, como la
cortesía lo es en el trato humano. Ahora bien, claridad supone equilibrio. Y el
equilibrio exige una valoración incesante de cada frase, de cada término, y, por
consiguiente, de las ideas que en esos términos y esas frases tiene que
resumir''.
-Eso, de lo que usted habla, ¿es lo que algunos designan como difícil facilidad?
-No estoy seguro de que lo sea. Porque ser claro no es, por cierto, cosa muy
fácil. Y puede que sea mejor así, pues la excesiva facilidad pudiera inducirnos
a la indolencia. Y la indolencia -tarde o temprano- acabaría por reducir nuestro
margen de lucidez. No deberíamos decir sino lo esencial. Pero, ¿dónde
principia -y dónde concluye- la esencia de un sentimiento?... Cuanto más
avanzamos en el estudio de nuestro oficio, más advertimos que el problema
fundamental radica, precisamente, en averiguar cuál es la esencia de lo que
pretendemos decir; dónde está lo efímero, lo episódico, lo superfluo; qué teoría,
en cambio, por sólida que parezca, entraña solamente un esguince, una
digresión.
-Lo que digo acerca de la prosa lo digo también de la poesía. Desde el punto
de vista de la exigencia literaria, no establezco una frontera muy rígida entre las
obligaciones del poeta y las del prosista, como no sea el prosista un Monsieur
Jourdain, quien (¿se recuerda usted?) ya encontrándose en plena madurez se
dio cuenta un día, y no sin satisfacción, de que, sin saberlo, había hablado toda
su vida en prosa...
''El prosista, al igual que el poeta, ha de sentir que su compromiso más alto es
el que intenté examinar, en determinada ocasión, al iniciar un ciclo de
conferencias sobre Stendhal, Dostoievski y Pérez Galdós. Este compromiso
consiste, a mi juicio, en que el autor consagre su libertad a una tarea constante
e imprescindible: el dominio de lo inefable. Esto es: la revelación de lo que
existe en cada uno -todavía oscuro e inexpresado-, pero que ansía integrarse
ya a la verdad de lo conocido. El que se expresa -si lo hace con honradez-
libera múltiples energías que, de otro modo, podrían esclavizarlo''.
-Don Jaime, he encontrado en alguna parte esta frase suya: "Desde chico me
había enseñado mi madre a preferir las dificultades a los placeres, las
privaciones a los excesos..." Le aseguro que me interesaría saber qué
resultados tuvo, en su labor literaria, la actitud espiritual que esa frase
consigna.
-Le agradezco mucho que se haya usted tomado el trabajo de encontrar esa
frase sobre la educación que me dio mi madre. Y se lo agradezco tanto más
cuanto que estoy convencido de que, si algo vale en mí, por poco que sea, a
ella se lo debo. Veló con admirable perseverancia sobre mis aprendizajes, mis
aficiones y mis lecturas. Y lo que más me sorprende ahora es considerar que
esa vigilancia suya no se ejerció en términos absolutos. Y, mucho menos,
limitativos. Mi madre cultivaba la pedagogía del estímulo, no la de la sensación.
Me alentaba en lo que ella creía bueno y valioso o justo. Ese aliento me alejaba
insensiblemente de lo demás. Y me alejaba de lo demás con mayor eficacia
que una serie de prohibiciones y de censuras. No restringió nunca mi libertad.
Le bastó guiarla.
-Por lo que atañe al sentido profundo que mi madre tenía del deber, el
espectáculo de su vida me inclinó a sentir, desde muy pequeño, la necesidad
de una disciplina. No la disciplina exterior, que impone el magister dixit, sino
aquella -en ocasiones mucho más dura- que se impone uno a sí, para llegar a
ser lo que anhela ser.
-Esto, que la vida cívica nos demuestra en todas partes y a todas horas, es
aplicable también al trabajo del escritor. Todos nacemos. Y, a partir de ese
instante, todos tenemos que construirnos. Lo que traemos, al nacer, constituye
-a lo sumo- una buena, mala o mediocre materia prima: piedra o mármol, que
es preciso pulir -y labrar- si queremos darle una forma exacta.
Cátedra de modestia
-Lo que usted dice, don Jaime, en términos generales, tiene sin duda sus
excepciones.
-Formula usted una hipótesis discutible. Los hombres que parecen mejor
dotados poseen, posiblemente, aptitudes de que carecen sus semejantes. Pero
esas mismas aptitudes se frustrarían si no las configura el trabajo y no las
perfeccionara el sentido crítico. Por pobre que sea un espíritu -o por opulento
que lo juzguemos- ha de aprender, con los años, a actuar simultáneamente,
como maestro y discípulo de sí. Nos enseñan mucho los libros de los demás;
pero nada nos enseña tanto como advertir los errores en que incurrimos, al
redactar nuestras propias obras. Cuando reconocemos tales errores nos
damos cuenta de lo mucho que nos faltaba cuando escribíamos esas obras. Y
comprendemos, también, que siempre algo nos faltará; pero que semejante
carencia puede amenguarse con el rigor, merced al esfuerzo y en el esfuerzo.
El orgullo debería ser sometido cada mañana a una cátedra de modestia.
La auténtica libertad
-¿Cree usted que esa cátedra de modestia sería útil para todas las edades?
-Sí, pero acaso sería más provechoso en la juventud. A la supuesta libertad del
artista (que, a menudo, sólo es jactancia), tendrá que sobreponerse la honda,
la responsable, la auténtica libertad. No la que trata de izar, en quién sabe qué
mástil de vanidad, la bandera de un egoísmo, sino la que los hombres postulan,
como garantía indispensable para dedicarse a cumplir lealmente con su deber.
Porque, sin el cumplimiento consciente de nuestros deberes, no habría libertad
que no terminase por defraudarnos, ni impulso que no acabara por convertirse
en ambición de dominio y de primacía.