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“Me pregunto quien seria el primero en descubrir la eficacia de la poesía para cavar con el

amor” Elizabeth Bennet. Orgullo y Prejuicio

http://www.sdpnoticias.com/columnas/2014/05/24/el-suicidio-de-jaime-torres-bodet

Columnas

El suicidio de Jaime Torres Bodet

Héctor Palacio @NietzscheAristo sáb 24 may 2014 11:32

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No se sabe que Torres Bodet se haya enriquecido como hace la mayoría de los
burócratas y políticos actuales ni que haya caído en actos de corrupción. Todo lo
contrario, su carrera burocrática-administrativa se mira como intachable.

El 13 de mayo de 1974, Jaime Torres Bodet tomó un revólver, lo introdujo en


su boca y jaló el gatillo (algunos dicen que perforó la sien).

Torres Bodet nunca se afilió al partido hegemónico, pero fue uno de esos
funcionarios públicos que dieron legitimidad al régimen post revolucionario y
que cumplieron su labor con eficiencia, responsabilidad, probidad e
inteligencia. Y sobre todo, con verdadero interés en el desarrollo del país y la
educación de la población nacional, particularmente aquella a la que todavía
no “hacía justicia” la revolución (y que nunca haría al final de cuentas).

No se sabe que Torres Bodet se haya enriquecido como hace la mayoría de los
burócratas y políticos actuales ni que haya caído en actos de corrupción. Todo
lo contrario, su carrera burocrática-administrativa se mira como intachable.

Uno de los principales integrantes de la generación de Los Contemporáneos,


los poetas y escritores que desde poco antes de los años veinte enriquecieron
el ámbito cultural mexicano, dedicaría su vida no literaria a la diplomacia y la
administración pública nacional e internacional alcanzando la cúspide de las
Secretarías de Educación Pública (en dos ocasiones), Relaciones Exteriores y
la Dirección General de la UNESCO.

Al cumplirse los cuarenta años de su muerte, he leído en varios sitios


oficiales y también en Wikipedia, que la determinación de suicidarse fue
debido a la enfermedad, al cáncer. El escritor Rafael Solana, su amigo y
colaborador como secretario particular durante el período de López Mateos,
me concedió una entrevista a raíz de la tesis de licenciatura, Obra diplomática
y educativa de Jaime Torres Bodet, que realizaba por entonces. Solana
desmiente categóricamente a quienes afirman la enfermedad como la causa
del suicidio.

Se trató de una decisión absolutamente consciente y en la plenitud de las


facultades físicas y mentales a una edad en la que todavía el cuerpo
mantiene cierto vigor. Se trató de una determinación de la inteligencia. Aquí,
el fragmento de la entrevista (que va como apéndice a mi tesis) que se refiere
al asunto:

“- ¿Aparte de escribir sus memorias, a qué otras actividades solía dedicarse


Torres Bodet en los últimos años de su vida?

“- Solamente escribía sus memorias. Aquí puedo decirle una cosa personal
mía. Creo que don Jaime había ya proyectado terminar su vida al concluir sus
memorias y que la prolongó un año más porque yo le hice notar que se
necesitaba un último tomo más. Él decía que no se necesitaba porque a esa
época que va entre el final de Tiempo de arena y el principio de los otros
volúmenes de sus memorias, aludía constantemente. Yo le insistía mucho en
que no bastaba que aludiera, sino que tenía que organizarlo todo. Por fin lo
convencí y se tardó un año en escribir Equinoccio (en mi criterio, ambas
obras, la primera y la última del conjunto de sus memorias, son, literariamente
hablando, las mejores) Y el día mismo en que devolvió las pruebas a la casa
Porrúa, fue cuando se suicidó.

“- Usted escribió en el prólogo a su obra novelística, editada por EOSA, que él


renunció a la vida por designo propio. ¿Por qué es esto?

“- Él encontró que ya no tenía nada que hacer en la vida. Terminada su obra


literaria con la redacción de sus memorias, terminada su obra administrativa
con el remate de su segundo periodo (como secretario de Educación) y
terminada su obra diplomática al cumplir 65 años de edad, que es la edad que
se pone de límite a los embajadores, encontró que no tenía nada que hacer. Su
familia era solamente su esposa, no tuvo hijos, ni sobrinos…, algunos
sobrinos, pero más bien del lado de su mujer. Entonces encontró que era
ocioso seguir viviendo. Se ha dicho que padecía de cáncer o de alguna cosa,
nada de eso es cierto. Yo estaba tan cerca de él que lo veía ir, lo acompañaba
incluso, a ver a sus médicos, uno de los cuales era Césarman, que vive, otro de
los cuales era el hijo de Marte Gómez, que vive también, otros eran los Cueto.
Todos ellos viven y podrían decir, si fueran solicitados, que don Jaime lo
único que padeció en el final de sus días fue una especie de fractura, una
fisura en el coxis de un tropezón que dio dentro de su propia biblioteca y que
lo obligó a guardar la silla de ruedas durante un corto tiempo y luego a
caminar con un bastón durante otro corto tiempo; pero esto no lo afligía, su
vida intelectual y mental era tan intensa como siempre.

“- En una publicación de la Universidad, Ensayos contemporáneos sobre


Jaime Torres Bodet, usted establece una relación entre la destrucción de un
templo japonés y la decisión de Torres Bodet de terminar con su vida.

“- Sí, la lectura de un libro que se llamaba El templo dorado, de Mishima –


autor japonés que ahora es muy conocido, que ya se ha divulgado y ha sido
muy traducido, pero que en aquel tiempo no lo era- lo impresionó mucho, y
también una anécdota de un pintor francés (¿François Lemoyne?),…, que el
día que terminó de pintar los plafones del Palacio de Versalles se presentó
ante el rey y le dijo, “he terminado mi obra”, y ese mismo día se suicidó. Don
Jaime estaba muy impresionado por esta destrucción del templo de oro, que
era tan perfecto que no valía la pena esperar a que se deteriorase, sino cortarle,
poner el incendio antes de que comenzara a declinar. Quizá haya algo de
aparentemente vanidoso. Piensan que él se consideraba perfecto, pero ya había
culminado lo que se había propuesto en vida, ya lo había realizado y no quería
deteriorarse, irse a menos. Hubo tres muertes de amigos suyos que lo
impresionaron muy hondamente. Una de ellas, la de Salvador Novo, que se
tiraba de la cama a veces y se rompía la cabeza cuando estaba ya en el lecho
de muerte… Otra de ellas, la de don Adolfo López Mateos, quien se quedó en
estado vegetativo durante tanto tiempo. Otra, la de José Gorostiza, tal vez el
más querido de todos sus amigos, que también se fue deteriorando, perdiendo
el habla, el conocimiento de sus familiares, el uso de la palabra, el uso del
pensamiento, hasta quedar hecho una piltrafa, un guiñapo antes de morir. Don
Jaime tal vez temió verse en ese estado penoso y cortó su vida en el
momento en que estaba en la cumbre de su poderío intelectual y en cierta
manera, físico. Nunca fue un atleta ni muchísimo menos, pero sí era un
hombre relativamente sano, la única lesión grave que tuvo fue la pérdida de un
ojo por desprendimiento de retina.

“- ¿Cree usted que haya influido en él el hecho de que en años anteriores


algunos de sus compañeros Contemporáneos también se suicidaron?

“- No creo. Se suicidó Jorge Cuesta, pero él no tenía, no creo que tuviera


particular aprecio por esa relación. De los Contemporáneos, al que más quería
y apreciaba era sin duda a Carlos Pellicer.

“- En Tiempo de arena, comenta ampliamente sobre el suicidio de varios


personajes de la obra de Dostoievski.

“- Él estudió muy cuidadosamente a Dostoievski, es uno de sus constructores.


Inventores de la realidad es uno de sus más bellos libros; pero no creo que
hayan sido los…
“- ¿Habría desde entonces un germen?

“- Quién sabe. Esto lo saben los psicólogos que dicen que eso (el suicidio) es
un sentimiento que trae escondido la gente y que los suicidas están
determinados, ya que no es siempre un hecho –y este caso es clarísimo que no
fue un hecho concreto- lo que obliga ir al suicidio, como era el caso de
Mauricio Urrieta, entre otros políticos. Y tampoco era un drama familiar, un
drama de amor, ni un drama de enfermedad, como los suicidios de los artistas
Jorge Negrete o Pedro Armendáriz, que al sentirse que estaban condenados a
muerte, la precipitaron.

“- Novo ha dicho que Torres Bodet no tenía vida, que sólo construía su
biografía.

“- Sí, esa es una frase del viperino Salvador Novo, que siempre hacía frases
ingeniosas. Pero, ¡cómo no va a tener vida! Una vida intensamente dedicada a
México y al pueblo mexicano”.

Fragmento de la entrevista realizada en Coyoacán, México, en agosto de 1989.

http://www.jornada.unam.mx/2002/05/05/05aa1cul.php?printver=1

Elena Poniatowska

Las enseñanzas de Torres Bodet /I


Además del estupor que causó el suicidio de Jaime Torres Bodet, que se
disparó un balazo en la sien frente a su escritorio, recuerdo que Carito Amor de
Fournier, consternada, me dijo en tono de reproche: "No le dejó ni un recado
siquiera a Josefina".

Josefina, su esposa, era una gordita callada y buena gente que se iba de lado
cada vez que se ponía de pie. Parecía querer borrarse, y eso que fue esposa
del mejor secretario de Educación que ha tenido nuestro país. Embajadora de
México en París, figura de proa ante la UNESCO (su marido ha sido el único
mexicano presidente de la UNESCO), ocupó (como compañera de Torres
Bodet) los puestos más importantes imaginables en la política y la diplomacia.

Cuentan que en su desesperación Jaime Torres Bodet intentó una carta a sus
amigos o a México o a la posteridad o a la historia, y como no le salió dejó
regados en torno a su escritorio alrededor de diez o veinte bolitas de papel
arrugado. Carito Amor de Fournier me contó que Josefina le dijo: "Jaime estaba
acostumbrado a dar órdenes, y como no tenía a quien mandar, salvo a mí, su
existencia perdió todo sentido".
Torres Bodet y Josefina se reunían a celebrar el 14 de julio, todos los años de
su vida, con Salvador Novo (que se pitorreaba de él y decía: "Jaime no tiene
vida, tiene biografía"), Ignacio y Celia Chávez, Eduardo y Laura Villaseñor
(quien habría de traducir al inglés Muerte sin fin, de José Gorostiza), Daniel y
Emma Cosío Villegas y los médicos Martínez Báez, que también habían
sacado su doctorado en Francia.

Todos eran francófilos; degustaban quesos espléndidos y brindaban con vinos


franceses. Su francés era impecable, pero nunca como el de Torres Bodet, que
usaba verbos que deslumbraban a los mismos franceses, quienes ya jamás los
usaban: "que nous voulumes", "que vous fites", "que nous decidames".

La crème de la crème

Estudiantes universitarios, poetas, artistas, políticos y


modelos de Vogue, cubiertas de joyas y pieles,
asistían a sus conferencias. Jacques Prevert trataba
de disimular su importancia en una fila de rostros
anónimos, pero sin lograrlo. Charles Béistegui acudía
gustoso a la embajada para posar sobre las grandes
salas su ojo azul experto en descubrir súbitas e
imprevistas bellezas. Carmen Corcuera de Baron
promovía con gran encanto a Christian Dior, el rey de
la moda francesa. Carmen Landa de Béistegui y
Jacques Béistegui decían que la comida de la
embajada era una verdadera delicia. Denise Bourdet,
escritora y crítica; Germaine de Beaumont, novelista amiga de Colette; Loli
Larriviere, presidenta de la Prensa Latina y el escritor Jules Romains eran
habitúes de l'ambassade du Mexique y de la revista Nouvelles du Méxique, así
como Edgar Gaure y Jacques Rueff, quienes eran atendidos por Miguel de
Iturbe, consejero de por vida de la representación diplomática.

Un mundo brillante de pensadores giraba en torno a la embajada atraídos por


la figura de su titular, Torres Bodet, quien disertaba con igual maestría de
literatura que de educación, de política internacional que de su amistad con
José Vasconcelos, del que fue secretario en la UNAM cuando fue rector en
1921.

Se interesaba en la política exterior mexicana y fue un buen secretario de


Relaciones Exteriores en el sexenio de Miguel Alemán, pero todos lo recuerdan
como un extraordinario secretario de Educación Pública durante el sexenio de
Manuel Avila Camacho, cuando "veinte millones de mexicanos no pueden estar
equivocados". Recuerdo que nos estimuló a todos para que enseñáramos a
leer y a escribir por lo menos a una persona a nuestro lado, y yo me ensañé
contra Magda, que nos cuidaba a Kitzia y a mí. Tenía nueve años y era mucho
peor que la señorita Secante. "No me dejes tanta tarea niña, que no me da
tiempo de lavar sus calcetines".

La huella que dejó Torres Bodet en la educación del país fue tan honda que
volvió a ser secretario de Educación en el sexenio de Adolfo López Mateos.
Para entonces había escrito muchos libros de poesía como El corazón
delirante, Cripta, Fronteras, Margarita de niebla, Fervor... pero se le reconocía
mucho más como funcionario público que como escritor.

Miembro del Colegio Nacional, pertenecía a la crème de la crème de México, y


todos le rendían homenaje.

La indolencia reduce la lucidez

Lo entrevisté en algunas ocasiones, pero la última fue cuando publicó su


poema Civilización y empezó a perder la vista, cosa que lo deprimió
bárbaramente. A casi treinta años de distancia encuentro la entrevista tiesa y
pomposa, pero Torres Bodet era prosopopéyico; no echaba ni tantito relajo, no
había en él la coquetería lúdica de don Alfonso Reyes o el sarcasmo de
Salvador Novo ni los grandes ademanes histriónicos de Carlos Pellicer.
Seguramente me comunicó la idea que tenía de sí, quizá a pesar de sí, y me
dediqué a tallarlo en mármol para la posteridad.

Entonces escribí: "Conmueve don Jaime Torres Bodet. Conmueve su entereza


ante el dolor, su inconmensurable capacidad de trabajo, su espiritualidad, su
señorío, su rigor. Conmueve su inteligencia que nos va rayando el alma como
el diamante raya a las piedras menos nobles.

-Don Jaime, mi primera pregunta le parecerá quizás comprometedora, pero


hace tiempo que tenía intención de hacérsela. ¿Cree usted que su entereza y
su integridad de hombre reflejan, de alguna manera, su producción de escritor?

-En efecto, su pregunta me desconcierta. Y me desconcierta por el elogio que


implica para virtudes que no sé si realmente poseo. ¿Entereza? ¿Integridad?...
Siempre quise alcanzar tales cualidades. Sin embargo, a menudo, el menor
dolor suele deshacer el equilibrio obtenido por quien se imaginaba ya dueño de
sí. No me refiero, en estos momentos, a los dolores llamados físicos, sino a
otros que -por la resonancia que tienen en todo el ser- no podríamos llamar
exclusivamente morales.

''Pero no pienso que se haya usted molestado en venir a verme para que
comentemos mis propias incertidumbres. Tomemos, por lo pronto, lo que usted
tan amablemente calificó de entereza por una simple voluntad de entereza, y lo
que usted menciona como integridad por un anhelo sincero de integridad''.

-Bueno, doctor, puesto que usted lo prefiere tomemos las cosas así. No
obstante, quisiera insistir en el fondo de mi pregunta.

-Le confieso que ahora me siento más libre para examinar la cuestión. Y
permítame principiar recordando a un clásico. ¿Quién no ha citado, alguna vez
en la vida, la frase célebre: el estilo es el hombre mismo? A pesar de la
reiteración de la cita, la fórmula continúa siendo certera. En cuanto he escrito
(por lo menos durante los últimos 30 años), he aspirado a ser claro, aunque la
claridad me obligase a parecer redundante. Y, según lo ha dicho algún crítico
amigo, a extremar a veces la explicación.
''De todos modos estimo que la claridad es un deber en literatura, como la
cortesía lo es en el trato humano. Ahora bien, claridad supone equilibrio. Y el
equilibrio exige una valoración incesante de cada frase, de cada término, y, por
consiguiente, de las ideas que en esos términos y esas frases tiene que
resumir''.

-Eso, de lo que usted habla, ¿es lo que algunos designan como difícil facilidad?

-No estoy seguro de que lo sea. Porque ser claro no es, por cierto, cosa muy
fácil. Y puede que sea mejor así, pues la excesiva facilidad pudiera inducirnos
a la indolencia. Y la indolencia -tarde o temprano- acabaría por reducir nuestro
margen de lucidez. No deberíamos decir sino lo esencial. Pero, ¿dónde
principia -y dónde concluye- la esencia de un sentimiento?... Cuanto más
avanzamos en el estudio de nuestro oficio, más advertimos que el problema
fundamental radica, precisamente, en averiguar cuál es la esencia de lo que
pretendemos decir; dónde está lo efímero, lo episódico, lo superfluo; qué teoría,
en cambio, por sólida que parezca, entraña solamente un esguince, una
digresión.

-Entiendo, doctor, que está usted refiriéndose, preferentemente, a las obras en


prosa. ¿Y los versos?

-Lo que digo acerca de la prosa lo digo también de la poesía. Desde el punto
de vista de la exigencia literaria, no establezco una frontera muy rígida entre las
obligaciones del poeta y las del prosista, como no sea el prosista un Monsieur
Jourdain, quien (¿se recuerda usted?) ya encontrándose en plena madurez se
dio cuenta un día, y no sin satisfacción, de que, sin saberlo, había hablado toda
su vida en prosa...

''El prosista, al igual que el poeta, ha de sentir que su compromiso más alto es
el que intenté examinar, en determinada ocasión, al iniciar un ciclo de
conferencias sobre Stendhal, Dostoievski y Pérez Galdós. Este compromiso
consiste, a mi juicio, en que el autor consagre su libertad a una tarea constante
e imprescindible: el dominio de lo inefable. Esto es: la revelación de lo que
existe en cada uno -todavía oscuro e inexpresado-, pero que ansía integrarse
ya a la verdad de lo conocido. El que se expresa -si lo hace con honradez-
libera múltiples energías que, de otro modo, podrían esclavizarlo''.

A mi madre le debo todo

-Don Jaime, he encontrado en alguna parte esta frase suya: "Desde chico me
había enseñado mi madre a preferir las dificultades a los placeres, las
privaciones a los excesos..." Le aseguro que me interesaría saber qué
resultados tuvo, en su labor literaria, la actitud espiritual que esa frase
consigna.

-Le agradezco mucho que se haya usted tomado el trabajo de encontrar esa
frase sobre la educación que me dio mi madre. Y se lo agradezco tanto más
cuanto que estoy convencido de que, si algo vale en mí, por poco que sea, a
ella se lo debo. Veló con admirable perseverancia sobre mis aprendizajes, mis
aficiones y mis lecturas. Y lo que más me sorprende ahora es considerar que
esa vigilancia suya no se ejerció en términos absolutos. Y, mucho menos,
limitativos. Mi madre cultivaba la pedagogía del estímulo, no la de la sensación.
Me alentaba en lo que ella creía bueno y valioso o justo. Ese aliento me alejaba
insensiblemente de lo demás. Y me alejaba de lo demás con mayor eficacia
que una serie de prohibiciones y de censuras. No restringió nunca mi libertad.
Le bastó guiarla.

-¿Pero qué reflejo queda de todo ello en su producción de escritor?

-Por lo que atañe al sentido profundo que mi madre tenía del deber, el
espectáculo de su vida me inclinó a sentir, desde muy pequeño, la necesidad
de una disciplina. No la disciplina exterior, que impone el magister dixit, sino
aquella -en ocasiones mucho más dura- que se impone uno a sí, para llegar a
ser lo que anhela ser.

-Siempre he pensado que la verdadera libertad no se hereda. La verdadera


libertad tiene que conquistarse. Y no se conquista nunca sin la subordinación
voluntaria a un método y sin la aceptación moral de una disciplina.

-Esto, que la vida cívica nos demuestra en todas partes y a todas horas, es
aplicable también al trabajo del escritor. Todos nacemos. Y, a partir de ese
instante, todos tenemos que construirnos. Lo que traemos, al nacer, constituye
-a lo sumo- una buena, mala o mediocre materia prima: piedra o mármol, que
es preciso pulir -y labrar- si queremos darle una forma exacta.

Cátedra de modestia

-Lo que usted dice, don Jaime, en términos generales, tiene sin duda sus
excepciones.

-Formula usted una hipótesis discutible. Los hombres que parecen mejor
dotados poseen, posiblemente, aptitudes de que carecen sus semejantes. Pero
esas mismas aptitudes se frustrarían si no las configura el trabajo y no las
perfeccionara el sentido crítico. Por pobre que sea un espíritu -o por opulento
que lo juzguemos- ha de aprender, con los años, a actuar simultáneamente,
como maestro y discípulo de sí. Nos enseñan mucho los libros de los demás;
pero nada nos enseña tanto como advertir los errores en que incurrimos, al
redactar nuestras propias obras. Cuando reconocemos tales errores nos
damos cuenta de lo mucho que nos faltaba cuando escribíamos esas obras. Y
comprendemos, también, que siempre algo nos faltará; pero que semejante
carencia puede amenguarse con el rigor, merced al esfuerzo y en el esfuerzo.
El orgullo debería ser sometido cada mañana a una cátedra de modestia.

La auténtica libertad

-¿Cree usted que esa cátedra de modestia sería útil para todas las edades?

-Sí, pero acaso sería más provechoso en la juventud. A la supuesta libertad del
artista (que, a menudo, sólo es jactancia), tendrá que sobreponerse la honda,
la responsable, la auténtica libertad. No la que trata de izar, en quién sabe qué
mástil de vanidad, la bandera de un egoísmo, sino la que los hombres postulan,
como garantía indispensable para dedicarse a cumplir lealmente con su deber.
Porque, sin el cumplimiento consciente de nuestros deberes, no habría libertad
que no terminase por defraudarnos, ni impulso que no acabara por convertirse
en ambición de dominio y de primacía.

Directora General: Carmen Lira Saade


México D.F. Domingo 5 de mayo de 2002

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