Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
La Biblia menciona muchos tipos de lenguas. Entre ellas están la lengua lisonjera
(Sal. 5:9), la lengua jactanciosa (Sal. 12:3), la lengua mentirosa (Sal. 109:2; Pr.
6:17), la lengua fraudulenta (Sal. 120:2), la lengua perversa (Pr. 10:31; 17:20), la
lengua apacible (Pr. 15:4), la lengua como medicina (Pr. 12:18), la lengua
detractora (Pr. 17:4; 25:23), la lengua de vejación y maldad (Sal. 10:7), la lengua
blanda (Pr. 25:15), y la lengua falsa (Pr. 26:28). Santiago también habla acerca de
la lengua. Dice que es un miembro pequeño, pero que se jacta de grandes cosas.
La llama un fuego, un mundo de maldad, y dice que ningún hombre puede
domarla. Es salvaje, indomable y llena del veneno de la maldad. La misma lengua
es empleada para bendecir a Dios y para maldecir a los hombres. Pero Santiago
dice que “si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto…” (Stg. 3:2-10).
En el Salmo 64:3 la lengua es comparada con una espada afilada. Por cierto que
como espada la lengua ha dañado, herido y matado a más personas que todas las
demás espadas en todas las guerras desde el comienzo de la Historia. Lo habrás
visto muchas veces. Toma por ejemplo un matrimonio recién casado, que tanto se
quieren y tan enamorados están. Pero un día el hombre perdió el control de sí
mismo en un enfado y arremetió con la lengua contra su mujer, cortando su
corazón y su afecto con unas palabras mal escogidas. Su ira fue en aquel
momento incontrolable y, lástima, sus palabras inolvidables. Lo dicho, dicho
estaba, y el daño estaba hecho. ¡Cuántas veces deberíamos recordar aquel refrán
que dice que no se puede hacer volver la saeta una vez lanzada, ni el agua que ha
pasado debajo del puente, ni las palabras que han sido habladas! Como joven
aprendí una poesía, cuyas palabras son importantes, aunque no rime al traducirla.
Dice así:
¿Hay un número más grande que el de las estrellas del cielo, o el de la arena del
mar, o el de las hojas de los árboles? Creo que si pudiéramos sumar todas estas
cosas, aún habría un número que sobrepasa la suma de ellas, y es la cantidad de
cosas que dice este pequeño monstruo que llamamos la lengua. Es un rebelde
incontrolable que vive en una cueva roja cuya entrada está guardada por dos filas
de soldados blancos llamados dientes. Piensa en todas las palabras que se hablan
en un solo día por las redes telefónicas de todo el mundo. ¿Y cuántas más de ellas
vuelan de acá para allá en todo el mundo por las ondas de radio y televisión? La
lengua ha ocasionado más daño que cualquier otro órgano del cuerpo humano.
Somos responsables por las palabras que decimos. “Mas yo os digo que de toda
palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.
Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado”.
Nuestras propias palabras nos atrapan (Pr. 6:2). Somos atrapados por nuestros
votos y promesas que hemos hecho pero que después no cumplimos. Y también
nos atrapan nuestras críticas y juicios precipitados e indebidos. “¿Cómo podéis
hablar lo bueno, siendo malos? Porque de la abundancia del corazón habla la boca.
El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre
malo, del mal tesoro saca malas cosas”. (Mt. 12:34-35)
El corazón humano puede ser como un hoyo lleno de víboras, una cámara de
demonios, un pozo de perversidad, y una trinchera llena de porquerías. Realmente
es el lugar donde se elabora todo lo sucio y todo el pecado, y la lengua es el
mostrador de su género. Es imposible que mis palabras exageren la corrupción que
hay en el corazón, y toda la suciedad que de un corazón podrido sale entre los
labios. Pero cuando yo haya dicho todo lo que sepa decir acerca de la lengua, lo
más fuerte por cierto está dicho en Proverbios 18:21: “La muerte y la vida están
en poder de la lengua…”.
Las piedras rodantes no son musgosas, pero en una historia que se cuenta
chismeando una y otra vez, sí que hay algo que crece allí. Cada vez que la
repitamos, añadimos algo y quitamos algo, hasta que al final no se parece en nada
a lo que era en el principio. Un trozo jugoso de chismorreo empieza como un
cuchicheo, en voz baja, y crece y sube de tono hasta que se transforma en un
tumulto, y alguien queda quebrantado de corazón. ¿No te parece que Proverbios
10:19 tiene razón cuando dice: “En las muchas palabras no falta pecado; mas el
que refrena sus labios es prudente”? Y pregunto lo mismo acerca de Eclesiastés
10:14 que retrata el necio así: “El necio multiplica palabras”.
Tapa Tu Boca
David dijo: “Atenderé a mis caminos, para no pecar con mi lengua; guardaré mi
boca con freno” (Sal. 39:1). Solemos pensar en otras partes de nuestros cuerpos
como agentes del pecado y culpable de ello, pero no tanto así en cuanto a nuestra
lengua. David dijo: “Guardaré mi boca…”
Colosenses 4:6 dice “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal,
para que sepáis cómo debéis responder a cada uno”. ¡Dice “con sal”, no con
pimienta! A veces la ira entra en nuestro hablar y estropea todo lo que
hemos dicho. El Salmo 12:3 dice: “Jehová destruirá todos los labios lisonjeros, y
la lengua que habla jactanciosamente”. Seguramente esas advertencias son
fuertes para nosotros los creyentes.
¿Te parece extraño que sienta escalofrío cuando escucho a una congregación
cantar “Oh, que tuviera lenguas mil…”? ¡Por favor! ¡Si de veras tuvieran 1,000
lenguas, habría 999 veces más chismorreo, comentarios, críticas e infames que
hay ahora! La tierra sería un infierno y la Iglesia sería igual de mala. Oh, no, si no
podemos controlar la lengua que ya tenemos, ¿cómo controlaríamos otras 999? ¿Y
con qué frecuencia cantamos alabanzas al Redentor con la lengua que tenemos?
Muchos lo hacen solo por cinco minutos en dos himnos los domingos por la
mañana. Y el resto de la semana se llena de una forma de hablar que es
descuidada, necia, y de todo menos de las cosas profundas de Dios.
Los cristianos de hoy en día, ¿han hecho mejor que los de Corinto? Ellos no tenían
una Biblia para leer, pero Pablo les escribió con mucha franqueza: “Pues me temo
que cuando llegue, no os halle tales como quiero, y yo sea hallado de vosotros
cual no queréis; que haya entre vosotros contiendas, envidias, iras, divisiones,
maledicencias, murmuraciones, soberbias, desórdenes…” (2 Co.12:20). Todos esos
son productos de la lengua. Amigo, antes de ir más lejos, hazte una lista. ¿Tú has
estado involucrado de alguna manera en debates vanos y ridículos, y has discutido
solo para ganar una discusión o hacer prevalecer tu punto de vista? Muchas
veces ganamos la discusión y perdemos el amigo. Pablo dijo que entre los
que profesaban ser cristianos había contiendas, envidias, iras, divisiones,
maledicencias, murmuraciones, soberbias y desórdenes. Creo que después de
Jesucristo nuestro Señor, Pablo era el predicador de más potencia y renombre que
ha vivido. Pero cuando él escribió a los corintios, les dijo así: “Así que, hermanos,
cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia
de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna
sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y
mucho temor y temblor;” (1 Co. 2:1-3). Eso no se parece al apóstol Pablo que
pensamos que conocemos, que se vestía de toda la armadura de Dios,
destruyendo fortalezas y poniendo en fuga a los demonios. Pero él continúa en el
versículo 4, “y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de
humana sabiduría…”. No dudo que él fuera un predicador fascinante y que su
elocuencia dejara a cualquiera atónito por lo que hacía con las palabras. Su trabajo
fue glorificar al Señor Jesucristo. Si predicamos y después la gente se acuerda de
nosotros, lo hemos perdido. Él dice que su predicación no fue con palabras
persuasivas de humana sabiduría, “sino con demostración del Espíritu y de poder”.
Él no pasaba horas, como algunos predicadores, seleccionando las palabras más
fascinantes y llamativas. Tal vez debemos llamarlas “palabras carnales”. Su
preocupación era proyectar a Jesucristo solo y a Él crucificado. No había nada
“guay”, casual o carnal sobre lo que él decía, y no cabe duda de que no dijera
ninguna tontería. Pablo nos advierte, “En cuanto a la pasada manera de vivir,
despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y
renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado
según Dios en la justicia y santidad de la verdad. Por lo cual, desechando la
mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los
unos de los otros…Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que
sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes…Quítense
de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” (Ef.
4:22-31). Pablo también nos exhorta así: “ni palabras deshonestas, ni necedades,
ni truhanerías, que no convienen…”. (Ef. 5:4). He oído de predicadores que comen
juntos y empiezan a bromear rozando los chistes verdes, y después alguien pisa la
raya y da un disgusto a todos. Aprecio el humor, pero no la estupidez, la suciedad
y las truhanerías. ¡Cuántas cosas necias y estúpidas se dicen! El señor Tozer
acostumbraba a decirme: “Len, ten cuidado. Acuérdate de no hablar nunca
ligeramente del diablo. No cuentes chistes acerca del infierno”. El diablo no es
todopoderoso, pero no debemos olvidar que él es poderoso. Con demasiada
frecuencia se oye a los cristianos hablar con liviandad del reino de las tinieblas,
como si fuera cualquier cosa, o como si no fuera nada importante. (Jud. 9)
En la primavera mi madre solía decirme: “Saca la lengua y déjame ver cómo es”. Y
cuando lo hice a veces ella decía, “Oh, tú no estás bien”, y me preparó alguna
medicina horrible para tomar. Me pregunto, ¿Y si tuviéramos que sacar la lengua al
final de cada día, estarían sucias de todo su chismorreo, maledicencia, crítica y
amargura? ¿O tenemos nuestras lenguas controladas, para que sean como Pablo
dice, “palabra sana e irreprochable”? (Tit. 2:8). ¿Es nuestra conversación siempre
con gracia, sazonada con sal?
Asistí a un funeral una vez para tomar una pequeña parte con otro pastor. Había
varios jóvenes en la familia del difunto. Lloraban, suspiraban y gemían más que
otras personas que yo había observado en los entierros. Comenté al compañero,
“¡Ay, cuánto querían a su madre!” Él me contestó, “No, no es eso, es que lloran
con remordimientos de conciencia. Eran hijos desobedientes, sarcásticos y
respondones de manera que eran los peores. Siempre abusaban de su madre con
sus palabras. La ponían de vuelta y media cada día. La cortaban a pedazos con sus
lenguas”. Y como aquellos hijos, muchos de nosotros sentimos esa culpa
insoportable cuando alguien muere y no podemos retirar las palabras que
habíamos dicho ni sanar las heridas que ocasionamos.
Hoy la gente se preocupa mucho por la ecología. Es casi una obsesión. Queremos
ríos puros y aire puro. ¿Pero qué de corazones puros? ¡Qué lástima que no
alzamos nuestra voz en la iglesia y llamamos a todos a recitar el Salmo 51 e
implorar con David, “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio”. Wesley lo expresó
así en uno de sus himnos:
Cuando llegas a mi edad, echas una mirada atrás, y es algo asombroso. Pienso en
los millones de palabras que he dicho en 60 años predicando. Si hablo 120
palabras por minuto, entonces puedo decir 1,200 palabras en 10 minutos. En 60
minutos puedo decir 7,200 palabras, y eso lo he hecho 2 veces al día a
temporadas durante años. Y luego están todas las palabras que he escrito.
¡Qué día será cuando todos los grandes oradores estarán de pie ante el Señor!
¡Oh, que hallemos hoy a hombres cuyo corazón arde con amor y devoción al
Señor, y porque arde su corazón, también arde su conversación – con amor, con
adoración, y con un odio hacia el pecado. Mi oración es: “Señor, enséñame a
controlar mi lengua. Enséñame a hacer como el salmista, y poner guarda a la
puerta de mis labios para que mi conversación siempre sea sazonada con gracia.
Que mi lengua nunca sea una espada. Que mi hablar siempre sea para edificar y
animar a los oyentes y que glorifique a Dios”. Amén.