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ÉTICAS MATERIALES Y ÉTICAS FORMALES

Contenido
1. Éticas materiales ................................................................................................................. 5
1.1 Aristóteles ..................................................................................................................... 5
1.2 Epicureísmo .................................................................................................................. 6
1.3 Estoicismo .................................................................................................................... 7
1.4 Hume y el emotivismo moral ....................................................................................... 7
1.5 Ética de los valores (axiología) .................................................................................... 8
1.5.1 Scheler ................................................................................................................... 8
1.5.2 El utilitarismo .......................................................... Error! Bookmark not defined.
2. Éticas formales ................................................................................................................. 10
2.1 La ética kantiana ......................................................................................................... 10
2.1.1 El formalismo de Kant......................................................................................... 11
2.2 Las cuatro formulaciones del imperativo categórico .................................................. 14
2.3 Las éticas procedimentales ......................................................................................... 15
2.3.1 La ética del discurso: Apel y Habermas .............................................................. 16
2.3.2 J. Rawls................................................................................................................ 19
2.4 El prescriptivismo de Hare ......................................................................................... 19
2.5 Sartre........................................................................................................................... 20
3. Bibliografía ....................................................................................................................... 21

Fue Kant quien introdujo por vez primera la distinción entre éticas materiales y éticas
formales. A su vez Kant señala que las éticas precedentes eran materiales, que la suya es
formal. Las éticas materiales consideran que es tarea de la ética dar contenidos morales, dar
“materia” moral, mientras que las éticas formales atribuyen a la ética únicamente la tarea de
mostrar qué forma ha de tener una norma para que la reconozcamos. Por lo que respecta a
las éticas materiales se escinden tradicionalmente en éticas de bienes y de valores. Y las
primeras –las éticas de bienes– se han venido escindiendo también en éticas de móviles y
de fines.

Según las éticas de bienes, para entender qué es la moral conviene descubrir ante todo el
bien o fin que los seres humanos persiguen, es decir, el objeto de la voluntad humana, y
después esforzarse en describir su contenido y en mostrar cómo alcanzarlo.
Una ética de bienes sería aquella que se rige por los siguientes principios: 1) Esto debe
quererse como fin último porque es lo más bueno en el orden práctico; 2)Esto debe
quererse como medio porque es condición necesaria de lo más humano en el orden
práctico. Naturalmente, toda ética de bienes propone fines, pero los propone precisamente
por ser buenos. La ética de fines aceptaría los dos principios anteriores, pero añadiría un
tercero: 3) Y esto es lo más bueno en el orden práctico porque es el fin último querido por
Dios, la naturaleza, la naturaleza humana, el Estado, etc. Naturalmente, toda ética de fines
apela a la bondad de éstos; pero la justifica por ser queridos.

En el seno de las éticas de bienes se produce una escisión entre las éticas de fines y las de
móviles. Según los defensores de las éticas de fines, la ética de bienes se caracteriza porque
la bondad o maldad de los actos humanos dependen de la adecuación o inadecuación al fin
que se proponen. Estos fines pueden clasificarse en dos grandes bloques: fines egoístas
(donde todos los valores son auto-relativos) y fines altruistas (donde todos los bienes son
hetero-relativos). En ambos casos, sin embargo, ya se dé más importancia al propio yo o al
tú, hay algo común, a saber, que su objeto es algo concreto, dado en la naturaleza misma,
en la vida, o no separable totalmente de ella.

Por su parte las éticas de móviles juzgan necesario para determinar el bien de los seres
humanos indagar empíricamente cuáles son los móviles de la conducta humana: qué bienes
mueven a los hombres a obrar. Para descubrir tales móviles recurren a la psicología y a un
método empirista, capaz de detectar los móviles empíricos de la conducta.

La distinción entre éticas materiales y éticas formales –distinción propuesta por Max
Scheler– es una distinción de los tipos extremos de fundamentos que cabe atribuir a la
moral o la ética. La distinción propuesta por Scheler era, por lo demás, una generalización
de la distinción de Kant entre la materia y la formade la “facultad de desear”. Pero Kant
entendía la materia en el sentido subjetivo (inmanente al sujeto deseante) que afecta a
cualquier objeto empírico que pueda ser apetecido por la facultad de desear regulada por el
principio del placer, de la felicidad subjetiva ligada a la consecución del acto. Kant llama
imperativos (y no meras máximas o reglas subjetivas que pueden darse arbitrariamente en
la facultad de desear) a las reglas objetivas que obligan a la acción como deberes.

Pero Kant establece que cuando esos imperativos son las reglas que la voluntad debe
reconocer como necesarias para conseguir la materia previamente deseada, serán
imperativos hipotéticos y por tanto carentes de significado moral, pues ellos son un simple
episodio de la concatenación causal material y por tanto, no hay autonomía puesto que
ahora la voluntad se determina por una regla que, en realidad, está impuesta por una
materia empírica. Para que la regla se convierta en ley moral la voluntad habrá de limitarse
a suponerse a sí misma, es decir, habrá de eliminar toda materia y actuar en virtud de su
propia forma, a saber, la universalidad y la necesidad. El imperativo categórico kantiano
elimina, pues, toda materia subjetiva y se presenta, por tanto, como un imperativo formal.
Scheler, que considera correcta la hipótesis formulada por Kant, subraya la presencia
necesaria de una materia en todo acto de desear, pues sin materia alguna el acto de desear
sería vacío, si bien concede a Kant que tal materia no debe ser subjetiva y señala a otras
materias, no subjetivas, sino objetivas, como determinantes adecuados de la acción moral.
Distingue de este modo, en general, las éticas formales de las éticas materiales.
Opuestas al formalismo kantiano hay que distinguir entre la ética de los bienes y la de los
valores. La de los bienes comprende todas las doctrinas que, fundadas en el hedonismo o
consecución de la felicidad, comienzan por plantearse un fin. Según este fin, la moral se
llama utilitaria, perfeccionista, evolucionista, individual, religiosa, etc. Su carácter común
es el hecho de que la bondad o maldad de todo acto dependa de a adecuación o
inadecuación con el fin propuesto, a diferencia del rigorismo kantiano donde las nociones
de deber, intención, buena voluntad y moralidad interna anulan todo posible eudemonismo
en la conducta moral. En una dirección parecida, pero con distintos fundamentos, se halla la
ética de los valores, la cual representa, por un lado, una síntesis del formalismo y del
materialismo, y, por otro, una conciliación entre el empirismo y el apriorismo moral. El
mayor sistematizador de este tipo de ética, Scheler, la ha definido como un apriorismo
moral material, pues en él empieza por excluirse todo relativismo, aunque, al mismo
tiempo, se reconoce la imposibilidad de fundar las normas efectivas de la ética en un
imperativo vacío y abstracto. El hecho de que semejante ética se funde en los valores
demuestra ya el “objetivismo” que la guía, sobre todo si se tiene en cuenta que en la teoría
de Scheler el valor moral se halla ausente de la tabla de valores y, por lo tanto, consiste
justamente en la realización de un valor positivo sin sacrificio de los valores superiores y de
completo acuerdo con el carácter de cada personalidad.

Por “éticas materiales” no hay que entender éticas que propongan fines de tipo material o
“materialistas”. Las éticas materiales dan un contenido a la tarea moral, especificando
cuales deben ser los “fines morales” que debe proponerse el hombre y convirtiendo toda
“norma moral” ennorma para un fin.

Las éticas formales tratan de fundar la moral sin un contenido específico. La moral es una
“forma” cuyo contenido, en lo esencial, es algo circunstancial.

Además de la distinción entre éticas materiales y éticas formales, es usual agrupar las
teorías éticas en dos grandes grupos: deontologistas y teleologistas. Sin embargo, la
terminología varía aquí mucho: por “deontologistas” es frecuente emplear hoy
“contractualistas”, mientras que por “teleologista” se usa hoy generalmente
“consecuencialista”.

Una visión deontologista de la moral está estrechamente ligada con las ideas de derecho y
de democracia: la doctrina popular de los derechos humanos es precisamente el mejor
ejemplo de doctrina deontologista. Por el contrario, el punto de vista teleologista en la
moral guarda gran semejanza (como lo muestra la historia del utilitarismo) con el del
hombre práctico, el que busca “resultados”, el hombre de la actividad económica.

Las teorías deontologistas señalan la obediencia a la ley como elemento esencial de la


acción moral: sólo obramos moralmente cuando obedecemos a la ley y porque obedecemos
a la ley. Naturalmente, los deontologistas no toman la palabra “ley” en el sentido del
derecho positivo, pero tampoco en el sentido de la antigua ley natural, cargada de
contenidos concretos. En la forma más simple, propuesta por Kant, la obediencia se debe a
aquellas normas que puedan resultar universalizables, es decir, que reúnan las condiciones
formales (imparcialidad, utilidad general...) para ser leyes. El deontologismo kantiano era
demasiado abstracto; el actual suele expresarse en un estilo contractualista. De acuerdo con
él, son malas aquellas acciones que resultarían rechazadas bajo un sistema de regulación de
la conducta que nadie, en situación de igualdad y libertad, rechazaría como base de común
acuerdo. Como esta situación de igualdad y libertad completas sólo puede darse en una
situación hipotética, la de “estado de naturaleza”, los (hipotéticos) acuerdos en el estado
original de naturaleza constituían así las leyes o las instituciones morales.

Se consideran éticas deontológicas (del griego deon, deber) aquellas que encuentran en el
deber mismo incondicionado el elemento moral de la acción. Su punto central de interés
está constituido por lo moralmente exigible, que consiste en atender a los intereses
generalizables. Pera las éticas deontológicas contemporáneas (Köhlberg, Rawls, Apel) la
tarea moral consiste en “decir qué reglas mínimas hemos de seguir para que cada uno viva
según sus ideales de felicidad”. Los que se inscriben en esta línea, sitúan la esfera del deber
en los mínimos exigibles universalmente, mientras que los máximos sustanciales de
felicidad no se pueden exigir, sino únicamente invitar a su realización.

Mientras que en las éticas deontológicas el concepto central es el “deber”, lo “correcto”, lo


“exigible”, en las éticas teleológicas (telos, fin) el concepto estelar lo constituye lo “bueno”.
El “deber” es el correlato de un supuesto derecho natural, fundamental o consensuado, o de
un principio decretado por la razón, la comunidad dialogante, etc. Las éticas teleológicas,
en cambio, proponen un fin que, en todas ellas, es el desarrollo y autodespliegue del ser
humano, su emancipación y, por consiguiente, su felicidad.

Las éticas de fines creen que para determinar en qué consiste el bien humano es preciso
desentrañar cuál es la esencia del hombre, ya que, descubriéndola, podremos afirmar que su
bien y su fin consisten en realizarla en plenitud. Por eso acuden a la metafísica, que es el
saber capaz de desvelar la esencia de los seres, y recurren al método creado por Aristóteles,
el método empírico-racional, que parte de la experiencia y prosigue sus indagaciones a
través de los conceptos.

“Teleológico” y “teleología” aparecen también asociadas a problemas relacionados con la


filosofía práctica o ética como el siguiente: ¿cuáles son los criterios en virtud de los cuales
decidir la bondad moral de nuestras acciones o modos de acción? Se trata de analizar si las
acciones son siempre buenas o malas dependiendo de sus resultados y de las circunstancias
en que se llevan a cabo, o si hay acciones que son moralmente buenas independientemente
de sus resultados, etc. Básicamente hay dos respuestas incompatibles a esta cuestión:

1. La bondad moral de nuestras acciones o modos de acción dependerá de la bondad


moral de sus consecuencias en una situación dada (una de cuyas consecuencias, al
menos prevista, es el fin mismo de la acción);
2. El valor de nuestras acciones o modos de acción es una “cualidad intrínseca” de la
acción misma, independientemente no sólo de las consecuencias de la acción, sino
también de cualquier circunstancia en la que ésta tenga lugar.

A la primera tesis se la denomina criterio teleológico; a la segunda, criterio deontológico.


Según el criterio teleológico, el modo de acción consistente en “mentir”, por ejemplo, no
debe ser calificado de moralmente malo o inaceptable sin más, es decir, al margen de las
circunstancias y/o consecuencias a las que una realización concreta de ese modo de acción
pudiera dar lugar. Según el criterio deontológico, por el contrario, cualquier realización
concreta de ese modo de acción será moralmente inaceptable y, en consecuencia, el modo
de acción misma.

1. Éticas materiales

1.1 Aristóteles

En el libro I de la Ética a Nicómaco plantea Aristóteles un problema clave para la ética:


cada actividad humana persigue un bien que es, por tanto, su fin, como ocurre con la
medicina, que tiene por fin la salud, o con la construcción, que tiene por meta la casa; pero
los distintos fines tiene a su vez otros, porque siempre cabe preguntas: “salud, ¿para qué?”,
“edificios, ¿para qué?”. En esta jerarquía de fines, los subordinados tienen menor
importancia porque no se buscan por sí mismos, sino por el fin superior.

El pensamiento griego no podía soportar la idea de que una serie de elementos


subordinados entre sí fuera infinita. Por eso, según Aristóteles, todas las actividades
humanas tienden a un fin, y todos los fines son a su vez medios para un fin último, que da
razón de los restantes. Estudiamos para obtener un título, y queremos el título para
conseguir un puesto de trabajo; y, si seguimos preguntando ¿para qué?, acabaremos
reconociendo un fin último de nuestros actos: queremos ser felices.

El fin último natural de las acciones humanas es, pues, la felicidad, porque mientras tiene
sentido preguntar “construir casas, ¿para qué?”, y responder “para ser felices”, carece de
sentido preguntar, “felicidad, ¿para qué?”. Sin embargo, hay discrepancias a la hora de
determinar en qué consiste la felicidad, ya que unos la cifran en el dinero, otros, en recibir
honores. Por eso es preciso trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que la
identifiquemos con la felicidad y después buscar cuál de nuestras actividades los posee. La
felicidad será, pues,

 un bien perfecto, es decir, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él, a
diferencia de los bienes útiles, que se buscan por otra cosa;
 un bien suficiente por sí mismo, o sea, que hace deseable la vida por sí mismo, de
manera que quien lo posee ya no desea otra cosa, aunque no es incompatible con
gozar de otros bienes;
 el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser
humano, según la virtud más excelente;
 el bien que se consigue con una actividad continua.

Para aclarar estas dos últimas características intentará Aristóteles dilucidar cuál es la
función más propia del ser humano, y distinguir entre las acciones que tienen un fin en sí
mismas y las que se realizan por un fin externo a ellas.
Con el recurso a la función más propia del hombre enlazamos con la moral del mundo
homérico: cada ser humano tiene una función (ser soldado, gobernante) y sus obligaciones
morales consisten en desempeñarla bien y en intentar adquirir las virtudes adecuadas para
ello.

Pero Aristóteles va más allá del mundo de una comunidad y se pregunta si hay una función
propia, no del soldado, del músico o del deportista, sino una función propia del ser humano
como tal. Si existiera una actividad en la que se expresara esa función, en el desempeño de
esa actividad a lo largo de la vida entera consistiría la felicidad, y la virtud que preparara
para su ejercicio sería la más perfecta.

Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que aquellas
cuyos fines son distintos de ellas. Por ejemplo, charlar o pasear con los amigos son
acciones que se realizan por el disfrute mismo que proporcionan; mientras que ir a un lugar
determinado no se hace por disfrutar yendo, sino por llegar á él.

Las acciones más perfectas ni necesitan de algo más, ni hace falta que terminen, porque lo
que queremos conseguir con ellas en ellas mismas se contiene; por eso, si existe una
actividad propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y autosuficiente, será
del tipo de acciones que tiene el fin en sí misma.

Todos esos caracteres se encuentran en el ejercicio de la inteligencia teórica, que es lo más


propio del ser humano, se desea por sí mismo y puede ejercerse con continuidad, ya que la
satisfacción que proporciona se encuentra en su mismo ejercicio. De ahí concluirá
Aristóteles que el ejercicio de la actividad teórica, de la actividad contemplativa, constituye
la felicidad.

Sin embargo, el ejercicio continuo de la vida contemplativa es imposible para los seres
humanos, por eso se realizará también moralmente quien viva según su intelecto práctico,
es decir, dominando sus pasiones para lograr la felicidad. Y en esta tarea nos ayudarán las
virtudes, que pueden ser dianoéticas, o de la inteligencia, y éticas, o del carácter.

La virtud dianoética es la prudencia, que constituye la “sabiduría práctica” porque nos


ayuda a deliberar bien, sobre lo que nos conviene en el conjunto de nuestra vida; a
discernir, a tomar decisiones, entre el defecto y el exceso, orientado a las demás virtudes: el
valor, por ejemplo, será el término medio entre la cobardía y la temeridad.

Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita vivir en
una ciudad regida por leyes buenas, porque el logosque nos capacita para la vida
contemplativa y para tomar decisiones individuales prudentes también nos habilita para
vivir en sociedad. Por eso la ética exige la política; el bien supremo individual (la felicidad)
requiere una poliscon leyes justas.

1.2 Epicureísmo
Para los epicúreos, el principio supremo moral es la búsqueda del placer (hedonismo). Pero
estos placeres deben procurar tranquilidad de espíritu. De ahí que Epicuro se incline por
placeres de tipo espiritual, que son los que pueden procurar la ataraxia o ánimo sereno.

El primitivo significado de la palabra «bueno» no expresa una consonancia con cierto orden
de carácter ideal o real, sino que traduce en el fondo una relación con nuestras potencias
apetitivas. Por agradarnos una cosa y traernos placer, la llamamos buena; porque otra nos
desagrada y nos acarrea molestias, la llamamos mala.. No es el principio ético un bien
objetivo en sí, sino que el placer subjetivo se convierte en principio del bien. “El placer es
el principio y el fin de la vida feliz». “Una teoría no errónea de los deseos acierta a dirigir
toda elección nuestra y toda aversión hacia la salud del cuerpo y la imperturbabilidad del
alma, pues éste es el fin de una vida feliz; y todo lo que hacemos, lo hacemos para evitar el
dolor del cuerpo y la turbación del alma”.

Por placer se entiende la ausencia de dolor y la liberación de perturbaciones en el alma, la


paz y el sosiego del espíritu.

No ha de entregarse el hombre ciega y codiciosamente a los deleites que primero se ofrecen


y solicitan el apetito, sino que había que aplicar una regla de razón y cálculo que tuviera en
cuenta la vida entera y todo lo sopesara razonadamente, para no decidirse por un
momentáneo placer, que después acarrea dolor, o por un placer pequeño, avariciosamente
abrazado, que venga a aguar uno mayor en perspectiva. Son imprescindibles la razón y la
prudencia; sin ellas y sin la virtud no hay placer. “Principio de toda vida dichosa y, por ello,
el sumo bien es la prudencia; es superior a la misma filosofía; de ella se desprenden las
demás virtudes, pues sin prudencia, sin moralidad y sin justicia, no es posible vivir dichoso,
como viceversa, sin placer tampoco se puede vivir racional, moral y justamente. Las
virtudes, en efecto, se desarrollan a la par con el vivir agradable y dichoso, y de éstas, a su
vez, nos es dable separar la vida dichosa” (Carta a Meneceo, 132)

1.3 Estoicismo

Los estoicos propugnan un hombre virtuoso que actúe de acuerdo con su razón y que
domine sus pasiones. La apatía.

¿En qué consiste el bien moral? Cleantes acuñó el concepto básico de “vivir conforme a la
naturaleza”. Se expresaba comúnmente con esta norma un fin y orientación de la vida. Otra
fórmula rezaba así: bueno es lo conveniente, o lo que es justo y debido. Por ser el hombre
un ser racional, lo debido viene a concretarse en “una conducta a tono con la naturaleza
racional del hombre y fundada en ella”.

La ataraxia y la apatía sólo se pueden conseguir desentendiéndose del mundo y sus


problemas, encerrándose en uno mismo.

1.4 Hume y el emotivismo moral


Hume pensaba que los conceptos de bien y mal no son racionales, sino que nacen de una
preocupación por la felicidad propia. El supremo bien moral, según su punto de vista, es la
benevolencia, un interés generoso por el bienestar general de la sociedad, que Hume dividía
como la felicidad individual. Su teoría moral ha sido caracterizada de emotivismo.

Hume sostiene que la moralidad se determina mediante el sentimiento. Esto quiere decir
que en todo hombre hay una misma naturaleza emotiva, igual a la de cualquier otro
hombre, que le permite sentir la moralidad del mismo modo.

Hume plantea el siguiente problema: ¿cuáles son los principios generales de la moral?, ¿en
qué medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de alabanza o censura?
Y señala que la razón tiene una aportación notable en la alabanza moral: las cualidades o
las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación con la utilidad, con las
consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para su poseedor. Señala
también que, excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las leyes más justas,
leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas y las peculiares
circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son las
consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas, y por tanto, debe tener cierto papel en la
experiencia moral.

1.5 Ética de los valores (axiología)

Según la ética material de los valores, no toda ética material ha de estar sujeta a lo concreto
y empírico de este mundo; no toda ética material ha de ser de bienes y de fines. Los seres
humanos no sólo poseemos razón y sensibilidad, sino también una intuición emocional por
la que captamos el contenido de los valores –su materia–, sin necesidad de extraerla de la
experiencia: la ética puede ser material sin ser empirista.

1.5.1 Scheler

Scheler expone su teoría como contrapuesta a la “ética formal” de Kant, aunque acepta
diversos supuestos de la misma. Pretende probar que su teoría no incurre en los errores que
la de Kant atribuye a las éticas materiales. Ante todo, viene el reproche de que toda ética
material ha de ser ética de los bienes y de los fines. Scheler establece su ética material de
los valores arrancando de la fenomenología de Husserl, que establece la posibilidad de una
objetividad puramente ideal.

¿Qué son estos valores?. Los valores no son cosas, no son realidades que podamos
encontrar en el mundo: simplemente valen. Los valores son inespaciales e intemporales,
aunque para realizarse necesitan de seres espaciales y temporales. Pero los valores en sí
mismo gozan de una cierta idealidad, que los hace sustraerse a las condiciones del espacio y
del tiempo. De ahí que los valores tampoco sean relativos a las distintas épocas. Los valores
son inalterables. Lo único que puede considerarse relativo es la captación humana de
determinados valores. Ha habido épocas en las que no se han captado valores que ahora se
captan y, posiblemente, en un futuro se captarán otros valores que ahora no vemos.
Los valores son también bipolares: poseen un polo bueno o positivo y uno malo o negativo.
La tarea moral consiste en realizar los valores positivos y en evitar los negativos.

¿Cómo sabemos cuáles son unos y otros? Aquí podríamos interpretar la captación de los
valores desde un ángulo relativista. Para los distintos individuos los valores pueden ser
mejores o peores según el punto de vista que adopten.

Para Kant, toda ética material es empírica y a posteriori. La ética formal es a priori. Pero
Scheler reclama que el conocimiento de los valores no viene de esta experiencia común, ni
es empírico. La decisión no puede ser nunca fruto de una operación intelectual o racional.
Aquí expone Scheler su teoría de la intuición eidética de los valores, del mismo orden de la
intuición de las esencias lógicas que enseño Husserl. Los valores son percibidos por una
intuición emocional del orden del sentimiento y de la preferencia de su distinta jerarquía
axiológica. La intuición de los valores es a priori; pero este apriorismo es distinto del a
priori formal kantiano. El error de Kant está en haber confundido el a priori con lo formal,
y todo lo a posteriori con lo material y empírico.

Los valores son fruto de una intuición emocional porque los valores no se razonan: se
captan. Ahora bien, para que los valores se nos den, a esta captación intuitiva le hace falta
una preparación intelectual. Un hombre inculto tendrá mucho más disminuida su capacidad
para intuir determinados valores, y sólo captará los más brutos y primarios. En este sentido,
la ética de los valores no es una ética popular: a los elementales criterios de “bien” y “mal”
opone una serie de matizaciones o jerarquías. De ahí la necesidad de una preparación
intelectual.

La jerarquía de los valores: de menos valiosos a más valiosos, la establece Scheler así: 1)
valores útiles; 2) valores vitales; 3) valores espirituales; 4) valores religiosos. Los valores
estrictamente morales no figuran en la tabla. La tabla moral consiste en la realización de los
restantes valores. Bueno será realizar los valores positivos, y malo realizar los valores
negativos, preferir los valores inferiores y no realizar los valores positivos, que se
consideran dignos de realizarse. Porque la tarea moral no se agota en “preferir” unos
valores a otros; si no se realizan de modo efectivo, la vida moral queda incompleta. La ética
de los valores tiene en común con las éticas formales el no desear directamente que los
hombres sean “buenos” ni se realicen los valores por algo: los valores deben ser realizados
por ellos mismos, porque son algo superior, que vale y que debe ponerse en práctica. Los
valores son autónomos, atendibles por sí mismos. Ni son algo que el hombre crea, ni
tampoco algo que Dios crea.

Una ética material de los valores no es ni un hedonismo ni un utilitarismo. La valoración


moral deriva de la “preferencia axiológica” de los valores superiores y espirituales. La ética
valorista funda una moral autónoma en donde los valores se dan a la persona humana, y
constituyen normas de acción en cuanto ejercen una atracción emocional y se imponen a la
voluntad libre.
2. Éticas formales

Las éticas formales tratan de eludir cualquier contenido moral. Lo que importa es la
“forma” misma de la moralidad. Las éticas formales no se interesan ni por los fines ni por
las consecuencias de los actos morales (no son teleológicos), sino que fundan la moralidad
de un acto en el hecho moral de que se percibe su obligación (es deontológico). La moral de
Kant, para quien el único motivo de actuación moral es la voluntad buena, aquella que se
decide a obrar por fuerza del imperativo categórico, o simplemente por deber, es una ética
formal clásica; la ética de R.M. Hare, para quien moral es sólo aquella acción que se ajusta
a la prescriptividad y a la posibilidad de universalización, esto es, que se realiza sólo
porque está mandada y porque es una conducta que puede universalizarse, es un ejemplo de
formalismo (mitigado) ético actual.

2.1 La ética kantiana

La moral tiene que ser independiente de lo que sucede en el mundo. Kant da por supuesta la
existencia de una conciencia moral ordinaria. La moralidad es lo que es. ¿Qué forma tiene
que tener un precepto para que sea reconocido como precepto moral? Kant examina esta
cuestión partiendo de que no hay nada incondicionalmente bueno, excepto una buena
voluntad. La atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus móviles
e intenciones, y no en lo que realmente hace. El único móvil de la buena voluntad es el
cumplimiento de su deber por amor al cumplimiento de su deber. Por ello, establece un
contraste entre el deber y la inclinación de cualquier tipo. Pues la inclinación pertenece a
una determinada naturaleza física y psicológica, y no podemos, según Kant, elegir nuestras
inclinaciones. Podemos elegir entre nuestras inclinaciones y nuestro deber.

El deber se presenta como la obediencia a una ley que es universalmente válida para todos
los seres racionales. ¿Cuál es el contenido de esta ley? ¿Cómo tomo conciencia de ella?
Tomo conciencia de ella como un conjunto de preceptos que puedo establecer para mí
mismo y querer que sean obedecidos por todos los seres racionales. La prueba de su
auténtico imperativo es que puedo universalizarlo.

El imperativo categórico (a diferencia del hipotético) no está limitado por ninguna


condición. Simplemente tiene la forma: “Debes hacer tal y cual cosa”. Es el concepto de un
criterio racional y objetivo para decidir cuáles son los imperativos morales auténticos.

Según Kant, el ser racional se da a sí mismo los mandatos de la moralidad. Cada uno de
nosotros es su propia autoridad moral – autonomía del agente moral –. Por tanto, la
autoridad externa, aun si es divina, no puede proporcionar un criterio para la moralidad.

La ley moral debe ser completamente invariable. Cuando he descubierto un imperativo


categórico, he descubierto una regla que no tiene excepciones.

Según Kant, la razón práctica presupone una creencia en Dios, en la libertad y en la


inmortalidad. Se necesita a Dios como un poder capaz de coronar la virtud con la felicidad;
se necesita de la inmortalidad porque la virtud y la felicidad no coinciden en esta vida. La
libertad es el supuesto previo del imperativo categórico. El deber del imperativo categórico
sólo puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido, debes implica puedes.
Y ser capaz de obedecer implica que uno se ha liberado de la determinación de sus propias
acciones por las inclinaciones, simplemente porque el imperativo que guía la acción
determinada por la inclinación es siempre un imperativo hipotético. Ese es el contenido de
la libertad moral.

La palabra deber se define en términos de la obediencia a los imperativos morales


categóricos, es decir, en términos de mandatos que contienen los nuevos debes.

La moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con que lo
hacemos, pero no les da una dirección.

La doctrina del imperativo categórico me ofrece una prueba para rechazar las máximas
propuestas, pero no me dice de dónde he de obtener las máximas que plantean la exigencia
de una prueba. La prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad de
universalizarlo en forma consistente. El deseo de Kant es exhibir al individuo moral como
si fuera un punto de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real.

2.1.1 El formalismo de Kant

Kant construye su teoría en la Crítica de la Razón Práctica. La razón pura puede hacerse
práctica, en cuanto es “principio de determinación de la voluntad”. Su teoría moral la
completa con la adición de otras dos obras: Fundamentación de la metafísica de las
costumbres y Metafísica de las costumbres.

La ética de Kant se plantea como una ética del deber puro. No puede haber ningún móvil,
distinto del puro deber, que justifique una acción moral. Si actuamos en virtud de alguna
mira egoísta, de la índole que sea, actuamos obedeciendo lo que Kant denomina
“imperativos hipotéticos”. Un imperativo hipotético es el que se ajusta a la fórmula general:
“si quieres A, haz B”. Se trata de establecer nuestra acción como medio para conseguir un
fin. Pero Kant entiende que este fin es egoísta.

La voluntad humana, que es racional, no deber seguir los impulsos de los intereses de los
sentidos: la voluntad tiene que superar la estricta naturaleza y hacerse autónoma. Ha de ser
una voluntad que se de su propia ley. La ley moral no llega al hombre desde fuera, es un
medio de su misma constitución racional. Cuando sale de sí misma a buscar esa ley en la
constitución de sus objetos, entonces se produce siempre heteronomía, que será la
dependencia de nuestro obrar libre de los principios exteriores que vienen de los objetos, y
señalados como fundamentos de obrar materiales. La voluntad humana es en sí legisladora
bajo la regla de la razón, y no reconoce otro imperativo que vega de fuera y condicione su
autodeterminación bajo la propia ley a priori. Por ello, debe guiarse de un imperativo
categórico. Todo el ideal moral, según Kant, debe estar formado por estos imperativos
categóricos, que ordenan la ejecución – su omisión – de un acto, sin condición. Sólo al
excluir todo “fin” o “bien, la voluntad queda libre, al no estar determinada por ningún
objeto. El imperativo categórico dice: “obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda
siempre a la vez valer como principio de una legislación universal”.
Lo que cuenta es la “máxima de la voluntad”, es decir, la intención o ratio suficiens agendi
que es lo que constituye una buena voluntad. Se trata de obrar por el deber sin más; obrar
porque se considera que hay que obrar así, con independencia de cualquier juicio exterior
que pueda merecer nuestro acto.

Pero la máxima de la voluntad no queda reducida a una mera “intención” subjetiva; tiene
que valer, a la vez, como principio de legislación universal; si podemos querer que nuestro
modo de obrar se convierta en ley general, en modelo para cualquier acción en las mismas
circunstancias, entonces actuamos moralmente, entonces somos buenos.

Toda la teoría kantiana se centra en la determinación de esa ley moral. Para ello distingue
tres clases de principios prácticos: las máximas, los imperativos hipotéticos y los
imperativos categóricos:

1. las máximas son principios prácticos, pero de valor subjetivo. No son imperativos ni
leyes. La máxima es un principio conforme al cual obra un sujeto.
2. los imperativos hipotéticos son reglas de determinación de la voluntad que mandan
algo con vistas a un fin, es decir, una acción que es buena como medio para otra
cosa, no como acción buena en sí. Son preceptos prácticos o normas imperativas y
en esto se distinguen de las máximas; pero no son leyes porque carecen de
universalidad.
3. los imperativos categóricos deben ser absolutos o incondicionados, que obliguen a
la voluntad en cuanto voluntad, es decir, a toda voluntad. Y serán, por tanto,
imperativos universales que obliguen a todo ser racional, independientemente de
todo motivo, finalidad o condición, no sólo a las personas que deseen ciertos fines.
Un principio general de la filosofía kantiana es que la universalidad y necesidad no
pueden provenir de la experiencia ni de los objetos reales; la universalidad y la
necesidad provienen sólo de la razón, son a priori. De igual suerte, en el orden
moral, una ley universal y necesaria tiene que derivar de la razón, ha de ser a priori:
no puede proceder de fuera, de fines y objetos deseados.

¿Cómo hallar entonces esta ley moral? Para determinarla, Kant procede a la distinción entre
la materia y la forma de la ley. Para ello, sienta la siguiente afirmación: “Todos los
principios prácticos que suponen un objeto (materia) de la facultad de desear, como
fundamento de la determinación de la voluntad, son empíricos y no pueden proporcionar
ley práctica alguna o ‘ley moral’”.

Por consiguiente, la verdadera ley práctica universal del obrar moral que contenga el propio
fundamento de determinación de la voluntad no ha de tomarse por parte de la materia, que
son los objetos de deseo, principios de obrar subjetivos que determinen la voluntad por el
placer o la felicidad. La forma de legislación universal es lo único que puede constituir un
fundamento de determinación de la voluntad libre.

Esta ley moral será un imperativo categórico que exprese la mera forma de la ley, como
suprema condición de todas las máximas y con independencia de las condiciones empíricas
o de los móviles de obrar materiales, reducibles al placer subjetivo y egoísta. Sólo es
posible, admitiendo en la razón práctica una forma a priori, paralela a las formas aprióricas
de la razón teórica. Es el imperativo categórico del deber que se expresa como proposición
sintética a priori.

Kant desprecia todo lo material, todo lo que tenga contenido en la ética. Para él sólo es
ética la forma pura del deber. Kant no nos muestra ninguna forma objetiva que pueda
aceptarse como norma de comportamiento moral. Sin embargo, esto ofrece algunas
dificultades:

1. La ética de Kant plantea un problema radical de la moralidad: la necesidad de obrar


por el deber, excluyendo fines, temores a castigos, deseos de recompensa, etc. Se
mueve en el terreno ideal, pero, en cierto modo, utópico, porque el eudemonismo no
puede desterrarse del todo: el hombre desea ser feliz: éste es un fin subjetivo, en
cierto modo también formal, previo a cualquier contenido. El actuar “porque sí”
aunque sea más puro, puede resultar insuficiente para los seres humanos
2. Aparte de esto, el precepto kantiano – expuesto en el imperativo categórico –
aunque autónomo, es una norma-fin que, por su carácter formal, debe llenarse, en
cada caso, con contenidos concretos: es decir, lo que se debe hacer es algo concreto
– ayudar al prójimo, estudiar, etc. – Por tanto, la autonomía radica sólo en la
autodeterminación, pero es más difícil que lo sea respecto a la norma: si yo ayudo al
prójimo es porque considero que eso es “bueno”. Lo que debo hacer es lo bueno, y
lo que no debo hacer es lo malo. El riesgo que se corre en una moral del deber puro
es acatar, hasta cierto punto sin revisión, cualquier moral ambiental.
3. El cumplimiento de la “buena voluntad”, aunque no tiene como fundamento la
felicidad, puesto que no la busca directamente, si la tiene, en cambio, como
consecuencia. El fin que una voluntad enteramente moral produciría sería una
comunidad de bienaventurados, de santos felices. Este fin es un “postulado” de la
razón práctica. De ahí que como este fin no puede ser alcanzado en ningún
momento del tiempo, exija la inmortalidad del alma, y la existencia de Dios. El
eudemonismo, de un modo u otro, reaparece.

Lo que quizá haga de la ética kantiana algo verdaderamente atendible es su “humanismo de


base”, la concepción de que las acciones han de considerar siempre al hombre como fin,
jamás como medio. Este es el sentido que tiene la segunda máxima que propone Kant para
expresar la ley básica de la razón práctica: “Obra de tal manera que siempre tomes a la
humanidad como un fin y jamás la utilices como un medio, ya sea en tu persona, ya sea en
la persona de cualquier otro”.

Se trata de una normativa que, reconociendo la dignidad del hombre, viene a completar el
juicio vacío formal del imperativo categórico. Tomar a los demás como fines es obrar por el
deber; pero un deber que viene ya encarnado en algo más concreto.

Así pues, la ética kantiana va a ser puramente formal, una moral autónoma y apriórica. El
imperativo categórico no tolera ninguno de los supuestos “materiales”.

La voluntad es buena sólo por el querer (la intención). Lo único bueno entonces es esta
buena voluntad, como un valor absoluto. Kant no postula valores morales determinados
para saber qué es bueno o malo, sino sólo si se ha obrado con “respeto a la ley”, si se ha
cumplido el deber por el deber. Por ello, Kant no se preocupa de determinar cuáles son en
concreto los deberes del hombre.

En virtud de este formalismo y apriorismo autónomo de su principio formal supremo como


única regla de la moralidad, Kant rechaza su más todos los sistemas morales que “hasta
ahora ha habido”. Todos ellos habrían colocado el fundamento de la ética en principios
materiales o empíricos.

2.2 Las cuatro formulaciones del imperativo categórico

Kant ofrece cuatro formulaciones del imperativo categórico; de ellas, la principal es la


primera, mientras que las otras tres son una derivación de la formulación principal.

1. Fórmula de la ley universal. La primera es la fórmula general, y dice así: Obra sólo
según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.

Cuando pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta que


me es dada su condición, pero si pienso un imperativo categórico en seguida sé qué
contiene. En efecto, puesto que el imperativo no contiene, aparte de la ley, más que
la necesidad de la máxima de adecuarse a esa ley, y ésta no se encuentra limitada
por ninguna condición, no queda entonces nada más que la universalidad de una ley
general a la que ha de adecuarse la máxima de la acción, y esa adecuación es lo
único que propiamente representa el imperativo como necesario.

Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico, y dice así: obra sólo según
aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley
universal (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-
Calpe, 1994, pp. 91-92)

La “máxima” se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles


que, de no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la
voluntad. La máxima es la ley práctica, en la medida en que se convierte en fundamento
subjetivo de los actos, es decir, en principio subjetivo. Si se tiene en cuenta que la idea que
tenemos de la naturaleza es que se trata de nuestra experiencia explicada por leyes
universales, el ámbito de la moral regida también por leyes universales categóricas puede
ser considerado también como una segunda naturaleza.

Las otras tres formulaciones se derivan de éstas, pero sólo existe un imperativo categórico,
una sola ley moral suprema, aunque dicha de formas diferentes.

2. Fórmula de la ley de la naturaleza: la segunda fórmula, muy parecida a la anterior, reza


así: Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal
de la naturaleza.

Puesto que la universalidad de la ley por la que suceden determinados efectos


constituye lo que se llama naturaleza en su sentido más amplio (atendiendo a su
forma), es decir, la existencia de las cosas en cuanto están determinadas por leyes
universales, resulta que el imperativo universal del deber acepta esta otra
formulación: obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu
voluntad, en ley universal de la naturaleza (ibid., p. 92)

Esta formulación del deber excluye cualquier finalidad relacionada con principios
subjetivos (condicionados) de la voluntad, porque supone que no hay que buscar más que
una finalidad absoluta, ahora bien, sólo el ser racional es fin en sí mismo.

3. Fórmula del fin en sí mismo: la tercera formulación es la siguiente: Obra de tal modo
que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo, y nunca solamente como un medio.

La naturaleza racional existe como fin en sí misma. Así se representa


necesariamente el hombre su propia existencia, y en este sentido dicha existencia es
un principio subjetivo de las acciones humanas. Pero también se representa así su
existencia todo ser racional, justamente a consecuencia del mismo fundamento
racional que tiene valor para mí, por lo que es, pues, al mismo tiempo, un principio
objetivo del cual, como fundamento práctico supremo que es, han de poder
derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será entonces como
sigue: obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona
como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca solamente como un
medio (ibid., pp. 103-104)

La idea de un ser racional que es fin en sí mismo fundamenta la idea de autonomía moral.
Pues no se actúa moralmente sino en conformidad con uno mismo, esto es, el hecho de
tener como imperativo categórico el respeto a la misma humanidad como fin en sí misma
nos constituye a la vez en legisladores universales; por eso, la moralidad puede llamarse
también reino de los fines. “Reino”, o sea, sociedad de seres racionales sometidos a las
mismas leyes; “de fines2, es decir, sociedad en la que los miembros son seres racionales
autónomos; en este reino, los miembros, como soberanos legisladores, se dan la ley a sí
mismos y la moralidad consiste, una vez más, en actuar de acuerdo con una ley que haga
posible un “reino de los fines”.

4. Fórmula del legislador universal: «Obra siguiendo las máximas de un miembro


legislador universal en un posible reino de fines» (ibid., pp. 117-118). De este modo el ser
racional puede otorgarse a sí mismo una ley que no es la de la naturaleza, y en esto estriba
su grandeza y su dignidad. Y en esto consiste también la autonomía de la voluntad, que
radica, según Kant, en actuar por principios que puedan convertirse en leyes universales. La
conclusión de la explicación de Kant lleva a aclarar el principio: sólo una buena voluntad es
algo incondicionalmente bueno. Y así, la voluntad es buena porque se impone a sí misma la
única ley que puede compartir todo ser racional: la de actuar de acuerdo con el imperativo
categórico que no es más que una forma de querer, una forma sin un contenido moral
concreto. El fundamento de este imperativo categórico sólo lo puede analizar una crítica de
la razón pura (práctica).

2.3 Las éticas procedimentales


El hecho de que tanto los valores como la felicidad puedan considerarse en realidad como
“muy subjetivos” ha llevado a algunas teorías éticas de nuestros días a recuperar la
tradición kantiana, según la cual la ética ha de ocuparse de la vertiente universalizable de lo
moral, es decir, de las normas éticas. A diferencia de Kant, estas éticas actuales entienden
que no es una sola persona quien ha de comprobar si una norma es universalizable, sino que
han de comprobarlo los afectados por ella, aplicando procedimientos racionales.
¿Cuáles son esos procedimientos? Por el momento se han ofrecido dos sistemas éticos,
nacidos en la década de 1970.

 la ética del discurso de Apel y Habermas propone como procedimiento una


situación ideal de habla entre todos los afectados por la norma
 Rawls propone una situación ideal de negociación, a la que llama posición
original

2.3.1 La ética del discurso: Apel y Habermas

La ética del discurso ordena su tarea en dos partes: una dedicada a la fundamentación de la
moral y otra, a su aplicación a la vida cotidiana. La ética discursiva toma como concepto
fundamental el concepto de acción comunicativa. Una acción comunicativa es aquella en la
que hablante y oyente buscan el entendimiento mutuo, como un medio ineludible para
coordinar sus proyectos personales, mientras que es acción estratégica aquella en la que el
hablante y oyente se instrumentalizan mutuamente para lograr sus metas individuales,
tratándose, por tanto, como medios y no como fines. La acción comunicativa posee una
prioridad axiológica, porque el sentido y la meta del lenguaje consiste en lograr un
entendimiento; el uso estratégico del lenguaje es –por el contrario– derivado, ya que
instrumentaliza el mutuo entendimiento. Si no existe una racionalidad comunicativa
además de la estratégica, es imposible tomar en serio la afirmación kantiana de que todo ser
racional ha de ser tratado como un fin en sí, ya que a través del lenguaje no podemos sino
instrumentalizarnos recíprocamente.

Para que una acción comunicativa sea racional, es preciso presuponer que el hablante eleva
implícitamente cuatro pretensiones de validez del habla –inteligibilidad, veracidad, verdad
y corrección– y que el oyente también implícitamente las acepta. Si el oyente pone en
cuestión alguna de ellas, el hablante procederá racionalmente sólo si trata de explicarse
mejor (inteligibilidad), decir lo que piensa (veracidad), o aducir las razones por las que
considera que la proposición que emite es verdadera o que la norma de acción es correcta.
En los dos últimos casos, la verdad y la corrección no pueden quedar resueltas sino a través
de una argumentación, sujeta a reglas lógicas, y también a las reglas que surgen de
considerar la argumentación como un proceso de comunicación y como una búsqueda
cooperativa de la verdad y la corrección. Tal argumentación recibe el nombre de discurso.

Descubrir lo verdadero y lo correcto sólo es posible si suponemos la idea de una comunidad


ideal de comunicación o de una situación ideal de habla en la que los científicos, en el caso
de la verdad, y los afectados, en el caso de las normas, pudieran decidir a través de un
diálogo celebrado en condiciones lo más próximas posible a la simetría, atendiendo
únicamente a la fuerza del mejor argumento.
La ética discursiva tiene por justas sólo las normas de acción a las que todos los afectados
darían su consentimiento tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría, movidos por
la fuerza del mejor argumento, por el argumento de que la norma satisface intereses
universales.

Se trata de una “puesta en diálogo” del imperativo categórico kantiano y de una


reinterpretación del concepto de persona, que ahora se entiende como “interlocutor válido”
en la decisión de cuantas normas le afecten. Que las personas son dignas de respeto
significa en esta tradición dialógica que es preciso tomar sus intereses en cuenta y que son
ellas mismas las facultadas para defenderlos a través de un diálogo.

2.3.1.1 La fundamentación del principio dialógico

Si para Kant el punto de partida de la ética era el hecho de la conciencia del deber, ahora
partimos también de un hecho: las personas argumentamos sobre normas y nos interesamos
por averiguar cuáles son moralmente correctas. Entablamos argumentaciones sobre si la
insumisión y la desobediencia civil son moralmente correctas, pero también sobre la
distribución de la riqueza y sobre la violencia. En esas argumentaciones podemos adoptar
dos actitudes distintas:

 discutir por discutir, o intentando llegar a la conclusión que nos favorece, sin ningún
deseo de averiguar si podemos llegar a entendernos
 tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problema y queremos saber si
podemos entendernos

La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga sentido y
se convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección.

Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del
imperativo, la ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la
argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido. La conclusión es que
cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:

 que todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto, cuando se
dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y
defendidos a poder ser por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier
afectado por la norma, lo desvirtúa y lo convierte en una pantomima.
 que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo
el que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría
entre los interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso. Este discurso, según
Habermas, debe atenerse a las siguientes reglas

 cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso


 cualquiera puede problematizar cualquier afirmación
 cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación
 cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades
 no puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las
reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso

Para comprobar si la norma es correcta, habrá de atenerse también a dos principios: el


principio de universalización, que es una reformulación dialógica del imperativo kantiano
de la universalidad, y el principio de la ética del discurso, por el cual sólo tienen validez
las normas que son aceptadas por todos los afectados.

Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de
acuerdo en darle su consentimiento porque satisface, no los intereses de un grupo o de un
individuo, sino intereses universalizables. Con lo cual el acuerdo o consenso al que
lleguemos diferirá totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones.

En una negociación, los interlocutores se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar


cada uno sus metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian recíprocamente
como interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga
intereses universalizables. La meta de la negociación es el pacto de intereses particulares, la
meta del diálogo es la satisfacción de intereses universalizables. Por eso la racionalidad de
los pactos es racionalidad instrumental, mientras que la racionalidad de los diálogos es
comunicativa

2.3.1.2 Ética aplicada

El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante distinto de los diálogos
reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción, y en los que los
participantes no buscan satisfacer intereses universalizables, sino intereses individuales y
grupales. Sin embargo, cualquiera que argumenta, preocupado por averiguar en serio si una
norma moral es correcta, presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Por eso la
situación ideal de habla a la que nos hemos referido es una idea regulativa.

Una idea regulativa es la idea de una situación que no sabemos si se dará alguna vez, pero
que nuestra razón propone como deseable. Por eso, los que trabajan por realizarla obran
racionalmente. Por ejemplo, que haya paz en el mundo o que la distribución de riqueza sea
justa. La idea sirve como meta para nuestra acción y como criterio para criticar nuestras
situaciones concretas.

La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para nuestros diálogos reales
y un criterio para criticarlos cuando no se ajustan a la idea.

Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de que todas las
personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en cuenta en las decisiones que
les afectan, de modo que puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en las
condiciones más próximas a la simetría. Serán decisiones moralmente correctas, no las que
se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados estén
dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.
2.3.2 J. Rawls

En Teoría de la justicia aborda una de las cuestiones que más preocupan hoy: ¿qué es una
sociedad justa? Una sociedad justa –dice– es la que se somete a unos principios de justicia
que sus miembros elegirían en condiciones de justicia. Pero, ¿cuáles son esas condiciones?
Para responder diseña los trazos de los que llama una posición original.

Supongamos que tenemos que decidir las normas por las que vamos a guiarnos en una
situación concreta, y cada uno propone las que le favorecen a él. ¿Podríamos decir que esas
normas son justas? Según Rawls, no lo son, porque en la tradición democrática occidental
la justicia se entiende como equidad: una norma es justa cuando favorece a todos y cada
uno, con independencia de sus características. Lo contrario sería parcialidad y, por tanto,
injusticia.

Por eso Rawls diseña los trazos de una situación imaginaria, a la que llama posición
original. En esa situación los miembros de una sociedad todavía no saben qué
características naturales y sociales van a tener: están cubiertos de un velo de ignorancia. Y
tienen que decidir qué principios quieren que les gobiernen. Cada uno de ellos piensa que le
puede tocar en el futuro ser el peor situado: pobre, enfermo, miembro de una raza
discriminada. Por eso tratará de maximizar los mínimos: de proponer unos principios que
beneficien al máximo al peor situado, que es a lo que se llama principio maximin.

La situación que hemos descrito es una situación de equidad y, por tanto, de justicia, porque
proponemos principios poniéndonos en el lugar del peor situado. Rawls considera que
desde esta situación cualquier persona inteligente sugeriría dos principios:

 “Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades


básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los
demás”
 “Las desigualdades sociales y económicas han de regularse de tal modo que pueda
esperarse razonablemente que sean ventajosas para todos y que se vinculen a
empleos y cargos accesibles a todos

Este segundo principio necesita una cierta explicación: lo ideal sería que todas las personas
fueran iguales, pero, como no es así y como cada uno ha de dar lo mejor de sí para que se
beneficie la colectividad, sólo estarán justificadas las desigualdades que beneficien a los
menos aventajados.

El procedimiento racional de elegir principios justos consistiría, pues, en situarse


imaginariamente en una “posición original”. Elegiríamos en ella un principio que proteja
las libertades de todos y otro que sólo permita desigualdades que favorezcan al menos
aventajado. Y además por este orden, porque en una teoría liberal de la justicia como la de
Rawls, la protección de las libertades es siempre prioritaria.

2.4 El prescriptivismo de Hare


Hare encuentra que la lógica del lenguaje moral tiene dos requisitos: la prescriptividad y la
universalidad. El lenguaje propiamente moral consiste en deberes (prescripciones)
universalizables.

Las prescripciones en que consiste el lenguaje moral no provienen de la razón pura, pero sí
de la razón (ha de ser razonables, lógicas) lo que exige que respeten los requisitos generales
de la racionalidad y la lógica del lenguaje moral. Ello implica que las prescripciones deben
tener una doble base:

1. un conocimiento suficiente de los hechos, pues sólo así queda garantizada la


racionalidad de la prescripción, y
2. un compromiso con la justicia, esto es, la pretensión de lograr el mayor bien
alcanzable, lo cual se consigue tratando de que la prescripción sea la más
universalizable de las posibles

Ambos requisitos son inalcanzables para el individuo concreto, por lo que ha de


conformarse con aceptar como válidas normas que probablemente no sean totalmente
correctas desde el punto de vista de la racionalidad. Es decir, asumir una norma no implica
que sea correcta. El individuo se ve en la necesidad de adoptar una norma de acción, pero
no puede contrastar si es la correcta, de modo que su decisión se decantará como la más
razonable. Pero si la corrección de la norma no es segura, su valor moral no puede residir
en su contenido, sino en la mera forma. La forma se refiere aquí al hecho de adoptar una
norma razonable. El criterio moral radica en la decisión individual tomada desde la
imparcialidad y la racionalidad que puede ser universalizada. La acción que siga una norma
así adoptada será moralmente valiosa.

2.5 Sartre

Para Sartre Dios no existe, y de esta verdad hay que sacar todas las consecuencias. Al
desaparecer el fundamento último de los valores, ya no puede hablarse de valores,
principios o normas que tengan objetividad y universalidad. Queda sólo el hombre como
fundamento sin fundamento (sin razón de ser) de los valores.

Dos ingredientes fundamentales se suman en la filosofía de Sartre: su individualismo


radical y su libertarismo.

Según Sartre, el hombre es libertad. Cada uno de nosotros es absolutamente libre, y muestra
su libertad siendo lo que ha elegido ser. La libertad es, además, la única fuente de valor.
Cada individuo escoge libremente, y al hacerlo crea su valor. Así pues, al no existir valores
objetivamente fundados, cada uno debe crear o inventar los valores y normas que guíen su
conducta. Pero si no existen normas generales, ¿qué es lo que determina el valor de cada
acto? No es su fin real ni su contenido concreto, sino el grado de libertad con que se
efectúa. Cada acto o cada individuo vale moralmente no por su sumisión a una norma o a
un valor establecidos –con lo cual renunciaría a su propia libertad–, sino por el uso que
hace de su propia libertad. Si la libertad es el valor supremo, lo valioso es elegir y actuar
libremente.
Pero existen los otros, y yo sólo puedo tomar mi libertad como fin, si tomo también como
fin la libertad de los demás. Al elegir, no sólo me comprometo yo, sino que comprometo a
toda la humanidad. Así, pues, al no existir valores morales trascendentes y universales, y
admitirse sólo la libertad del hombre como valor supremo, la vida es un compromiso
constante, un constante escoger por parte del individuo, tanto más valioso moralmente
cuanto más libre es.

Sartre rechaza que se trate de una elección arbitraria, ya que se elige en una situación dada
y dentro de determinada estructura social. Pero, con todo, su ética no puede su cuño
libertario e individualista, ya que el hombre se define con ella: a) por su absoluta libertad de
elección (nadie es víctima de las circunstancias), y b) por el carácter radicalmente singular
de esta elección (se toma en cuenta a los otros y su correspondiente libertad, pero yo –
justamente porque soy libre– elijo por ellos, y trazo el camino a seguir por mí mismo –
incluso con respecto a un programa o acción común–, pues de otro modo abdicaría de mi
propia libertad).

3. Bibliografía

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 García Maza, D., Ética de la justicia, Madrid, Tecnos, 1992
 García Morente, M., La filosofía de Kant, Madrid, Espasa-Calpe, 1975
 Guisán, E., "Utilitarismo", en Camps, V., Guariglia, O., y Salmerón, F., (eds.),
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 ----, Introducción a la ética, Madrid, Cátedra, 1995
 Habermas, J., Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1985
 Hernández-Pacheco, J., Corrientes actuales de filosofía (II). Filosofía social,
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 López Aranguren J.L., Ética, Madrid, Rev. de Occidente, 1968
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 Rawls, J., Teoría de la justicia, Madrid, FCE, 1995
 Sánchez Vázquez, A., Ética, Barcelona, Crítica, 41984
 Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, Madrid, Santillana, 1996
 Scheler, M.: Etica formal y ética natural de los valores. Rev. de Occidente. Madrid,
1942

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