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Josep Quetglas
Más que Roma, es Pompeya, donde Jeanneret pasa seis días, desde el 8 al 13
de octubre de 1911, lo que cierra con un episodio intensísimo su Viaje de
Oriente. Estambul y Pompeya habrán sido los dos grandes focos del viaje, a los
que Atenas y Roma apenas servirán, pese a todo, como contraste y pausa de
recuperación.
¡Qué unidad! ¡Qué inmutabilidad, qué sabiduría! ¡Ay!, ¿por qué se derrumba? Por
todas partes cae. Toda honradez cae. La Suciedad sube. ¿Dónde queda todavía Vida
casta, dónde la hay? Los horrores humillan por todas partes a las virtudes naturales.
El candor se avergüenza, se aparta; el Progreso se hace atilesco. […] Madame de Staël
no desearía morir junto al Nápoles de hoy. El Partenón ha muerto. Es un espectro, allá
arriba, que se derrumba al fin. […] Piero della Francesca o César Franck, ¿necesitan que
la masa los conozca? ¿Los necesita la masa? La muchedumbre se avergonzará siempre
de Cézanne y de Claudel. Nos quedan santuarios, para ir a llorar y dudar para siempre
jamás. Allí nada se sabe de hoy, estamos en el antes. Lo trágico alcanza una exaltante
alegría; quedamos sacudidos por entero porque el aislamiento es completo. Es sobre la
Acrópolis, sobre las gradas del Partenón, es en Pompeya a lo largo de las calles. Aquí
se ven realidades de otro tiempo, y el mar inmutable más allá. Ahí, realidades de otro
tiempo, y un cráter lleno de misterio terrible por encima. A 10 de octubre.
Así acaba el manuscrito del viaje, a los pies del terrible misterio que colma el crá-
ter del Vesubio. Pero en la versión editada de Le Voyage d’Orient, las cuatro pági-
nas finales se han reducido a poco más de una, constituyendo el último capítulo
del libro, brevísimo —«En Occident»—, ya en despedida. Todo el párrafo final
del manuscrito ha sido suprimido, sustituido por tres líneas que ahora cierran
el libro: «Es sobre la Acrópolis, sobre las gradas del Partenón. Se ven realidades
de otro tiempo y el mar más allá. Tengo veinte años y no puedo responder…».
El pasado no es un material inerte con el que levantar una historia que se loca-
lice allí, en su tiempo, alejado del presente, para que el presente la contemple
y comprenda, preservada como en un museo. Entre presente y pasado no hay
solución de continuidad, sino múltiples tangencias, contactos, anudamientos. El
pasado no puede ofrecer modelos ni citas, porque no está alejado del presente.
Pompeya es, precisamente, el lugar que impide cualquier historicismo, que no
permite distancia alguna entre visitante y pasado:
No debéis pensar que se puede pasear por esa Pompeya muerta como por un museo de
la antigüedad. No, en el bochorno que ahí normalmente reina, en las anchas calles sin
sombra, donde el oído no percibe ningún sonido y la vista sólo entrevé colores empa-
lidecidos, pronto el visitante se siente transportado a un estado singular. Se estremece
con sólo oír unos pasos, o cuando otro paseante solitario aparece frente a él.
Hasta Pompeya, el viaje de Oriente sólo ha llevado a Jeanneret hasta una exótica
naturalidad danubiana y mediterránea, y hasta verificar cuanto ya le era cono-
cido por los libros: nada que no pudiera encontrar en Choisy o Viollet. Toda la
arquitectura que lo había recibido, fuera popular o culta, histórica o tradicional,
estaba definida por un organismo articulado, en tanto que sistema lógico-cons-
tructivo, y por una posición en el paisaje, en tanto que objeto percibido desde
el exterior. Se trataba siempre de edificios presentados por sus rotundas masas
plásticas, matizadas por la ulterior composición de huecos y relieves. Cuando
se daban elementos de claroscuro siempre podían traducirse a una alternancia
rítmica en superficie de luces y sombras (en el templo griego, por ejemplo), o
a una puesta en orden escalonada de masas y contrafuertes (en Santa Sofía,
por ejemplo). Los espacios interiores, cuando existen, tienden a ser unitarios,
centrados, o a articular breves sucesiones que gravitan en torno a espacios cen-
trados. La construcción, como sistema operativo y mental, como sistema lógico
autónomo, es la base de toda esta arquitectura. El espectador es innecesario en
la constitución de tal arquitectura, y su experiencia perceptiva le dirige más
hacia el modelo al cual el edificio se refiere que a su experiencia concreta con el
propio edificio.
Ellos (los arquitectos romano) sabían cómo utilizar cada tipo de madera con seguridad,
en su lugar adecuado, con confianza, y cómo protegerlo de las inclemencias del tiempo.
Pero estos materiales de construcción y el sistema estructural de soportes verticales y
cargas horizontales eran de poco interés desde el punto de vista arquitectónico, puesto
que no tenían necesariamente una expresión visible. Era en las superficies dinámicas
de masa y volumen donde el arquitecto concentraba su esfuerzo y a las que confiaba
el efecto. Así, si bien el perfil, las juntas o el acabado de las piedras podrían ser trabaja-
dos para dejarlas vistas, y mostrar así sus cualidades, también, en el caso de muros de
ladrillo o de mampostería, podían quedar ocultos tras el estuco, el revoco o la pintura.
Del mismo modo, las superficies visibles de madera podrían ser talladas, pintadas o
revestidas con piezas de terracota.
No hay duda de que Le Corbusier es también uno de esos arquitectos que, como
los romanos, se apoyan en las superficies dinámicas de superficies, masas o vo-
lúmenes, en la inesperada secuencia de sus sucesivos equilibrios, más que en la
expresión «sincera» y descarnada de los materiales, en la tautología del sistema
estructural o en la autonomía de su sistema lógico. Henry-Russell Hitchcock ya
había tenido dificultades para hacer encajar a Le Corbusier en los principios del
International Style, el segundo de los cuales, «Concerning regularity», propug-
naba precisamente, partiendo de los sobrearticulados modelos góticos y griegos,
al sistema estructural como origen de la composición, y al valor del material
como origen del ornamento.
También aquí el pequeño vestíbulo que aparta a vuestro espíritu de la calle. Y ya esta-
mos en el cavaedium (atrium); cuatro columnas en medio (cuatro cilindros) se elevan de
un trazo hacia la sombra del techo, sensación de fuerza y testimonio de medios podero-
sos; pero, hacia el fondo, el resplandor del jardín visto a través del peristilo que desplie-
ga con un gesto amplio esta luz, la distribuye, la señala, extendiéndose lejos a izquierda
y derecha, haciendo un gran espacio. Entre los dos, el tablinum cerrando esta visión
como el ocular de un aparato. A derecha, a izquierda, dos espacios de sombra, pequeños.
Desde la calle de todo el mundo y hormigueante, llena de accidentes pintorescos, hemos
entrado en casa de un Romano. La grandeza magistral, el orden, la amplitud magnífica.
Estamos en casa de un Romano. ¿Para qué servían estas cámaras? Está fuera de cuestión.
Tras veinte siglos, sin alusiones históricas, sentimos la arquitectura, y todo esto es en
realidad una casa muy pequeña.
Se dispone de paredes rectas, de un suelo que se extiende, de huecos que son pasos de
hombre o de luz, puertas o ventanas. Los huecos iluminan u oscurecen, alegran o entriste-
cen. Las paredes están deslumbrantes de luz, o en penumbra, o en sombra, ponen alegre,
sereno o triste. Tenéis dispuesta vuestra sinfonía. La arquitectura tiene como meta poner
alegre o sereno. Sentid respeto por las paredes. El pompeyano no agujerea sus paredes;
tiene devoción por sus paredes, amor por la luz. La luz es intensa si está entre paredes
que la reflejan. Los Antiguos hacían paredes, paredes que se extienden y se enlazan para
ampliar aún más la pared. Así creaba volúmenes, base de la sensación arquitectónica,
sensación sensorial. La luz estalla en intención formal en uno de los extremos e ilumina
las paredes. La luz expande su impresión por los cilindros (no me gusta decir columnas,
es una palabra estropeada), los peristilos o los pilares. El suelo se extiende por todo donde
puede, uniforme, sin accidente. A veces, para añadir una impresión, el suelo se eleva un
peldaño. No hay otros elementos arquitectónicos del interior: la luz y las paredes que la
reflejan como un gran mantel y el suelo, que es una pared horizontal. Hacer paredes ilu-
minadas es constituir los elementos arquitectónicos del interior. Queda la proporción. […]
Y aquí, en la Casa del Poeta Trágico las sutilezas de un arte consumado. Todo está en
eje, pero pasaríais difícilmente una línea recta. El eje está en las intenciones, y el fasto
dado por el eje se extiende a las cosas modestas que este afecta con un gesto hábil (los
corredores, el pasaje principal, etc.), por las ilusiones de óptica. El eje no es aquí una
sequedad teórica; liga volúmenes capitales, netamente escritos y diferenciados unos de
otros. Cuando visitáis la Casa del Poeta Trágico, constatáis que todo está en orden. Pero
la sensación es rica. Observáis entonces hábiles desvíos del eje, que dan intensidad a los
volúmenes: el motivo central del pavimento queda desplazado hacia atrás, en medio de
la pieza; el pozo de la entrada está a un lado del estanque. La fuente, al fondo, está en el
ángulo del jardín. Un objeto puesto en el centro de una pieza mata a menudo esta pieza,
pues os impide colocaros en el centro de la pieza y tener la vista axial.
Una muestra evidente de esta falta de privacidad es la transparencia visual de la casa ro-
mana. Desde la entrada de una típica casa vesubiana, se le ofrece al visitante una visión
que llega hasta el corazón de la vivienda. La importancia enfática de esta visión es revelada
a través del elaborado encuadre simétrico, por medio de pasos y columnas a los lados, y
objetos focales a lo largo del eje central —el estanque del impluvium, una mesa de mármol
y una estatua o un altar al final—. El que esta visión no sea simétrica geométrica, sino
tan sólo ópticamente —es decir, simétrica desde el punto de vista del observador en una
sino algo diseñado para provocar un efecto determinado en el visitante. Esta visual suele
pasar directamente a través del punto central del tablinum y, dada su función de zona de
recepción matutina, uno debe reconstruir visualmente al propietario sentado en el punto
focal de la visual (o la de su mujer, que «va de un sitio para otro en el centro de la casa»).
Pero la visión no acaba con el tablinum: lo atraviesa, hasta el jardín del peristilo o hasta un
jardín pintado, imaginario, o incluso más allá, hasta los picos de las montañas del mundo
real. Más allá del propietario visible se encuentra (aparentemente), no el mundo cerrado del
espacio privado, ni, por supuesto, el de los vecinos congregándose alrededor, sino el campo
y la naturaleza, aunque adecuadamente domesticados.
Un caso que integra todos los apuntes de Le Corbusier, y que puede ser tomado
como modelo de la casa pompeyana, es la Casa dei Ceii (I 6, 15), que «está entre
las viviendas más pequeñas de Pompeya, pero también entre las más graciosas».
No es probable que Le Corbusier la visitara, puesto que sólo es excavada siste-
máticamente después de su partida, pero, en cuanto que concentra el tipo de la
casa y arquitecturas pompeyanas, manifiesta una inevitable coincidencia con
los aspectos recogidos por Le Corbusier. La casa se levanta sobre un rectángulo
regular, orientado con su fachada a sur y sus medianeras a oeste y este, de 10 m
de fachada por 20 de profundidad, con un anexo al fondo, más irregular, de 12
m de ancho por otros 10 de profundidad, donde se dispone el huerto con pórtico
en un lado y tres pequeños ámbitos anexos.
¿Los colores de las paredes? Ocres, rojos, tierras, verdes, azules, negros… (la
identificación de Le Corbusier con la paleta de colores pompeyana es continua y
bien documentada). No es necesario describirlos: son los que se encuentran en
cualquier interior de Le Corbusier de los años veinte.
Porque lo que adopta Le Corbusier de Pompeya es algo más que elementos sim-
ples y sintaxis abstracta de la arquitectura: hay todo un esquema tipológico, que
Le Corbusier resume en la secuencia «petit vestibule», atrio, tablinum y peristilo,
junto con sus dependencias laterales, y hay un esquema ritual: el de estar «en
casa de un romano». Más que los elementos en sí, en su integración en un rito,
en una representación, en una vuelta a hacer presente —antes de la erupción
del Vesubio y ahora—, lo que otorga a la casa pompeyana su capacidad de saltar
por encima del tiempo y venir al encuentro de Le Corbusier. Comentando la
indiferente expansión del espacio romano, su abertura irresuelta, Brown iden-
tificaba en el acto ritual uno de los elementos encargados de recoger la forma
del lugar, en la seguridad de fundarlo una y otra vez: «El envoltorio del espacio
era completo y rígido, aunque invisible e impalpable. Su configuración interior
venía fijada por el acto ritual»2. Incluso propone precisamente identificar en el
rito lo característico de la arquitectura romana.
La arquitectura de los romanos era, de principio a fin, el arte de dar forma al espacio al-
rededor de los rituales. Deriva directamente de la inclinación de los romanos a transfor-
mar la materia prima de la experiencia y el comportamiento en rituales, patrones for-
males de acción y reacción. Desde los albores de su historia encontramos a los romanos
sintiendo, pensando y actuando ritualmente. De modo individual o en grupo, buscaban
identidad y satisfacción en la creación y en la representación de formas de conducta
habituales y establecidas. Esta era la manera específicamente romana de reducir el
caos de la experiencia a dimensiones humanas y controlables. […] El ritual es un arte de
acción, pero para los romanos implicaba también un arte de otro tipo: la arquitectura.
La forma del ritual es una forma fugaz, encarnada en el propio acto o grabada en el
sistema nervioso del actor. Pero, para los romanos, tenía el poder de generar formas
arquitectónicas por el mero hecho de que tenía lugar en el espacio. El espacio estaba
informado por el ritual. Del mismo modo que el ritual depuraba el patrón formal a par-
tir de la cruda experiencia, el espacio indiferenciado se transformaba en configuración
significante. Un fragmento específico de espacio tomaba forma a partir de la acción
que tenía lugar en él. Se convertía en una cápsula, que volvería a tomar forma cada
Ibídem.
La antigua casa romana […] se conformaba como el molde del complejo ritual de la
vida doméstica romana. Encerraba, en una envolvente estructurada, una jerarquía de
espacios tan fijos y formales como los nexos de unión tradicionales que representaban.
El mundo exterior de la casa no era sino el caparazón de un mundo interior variado
y rigurosamente ordenado, que era la matriz de la autoridad del padre —absoluta,
codificada y fijada por el uso—. Sus partes fundamentales eran el ancho pasillo de
entrada, el vestíbulo con luz cenital y habitaciones alineadas a ambos lados, las alco-
bas enfrentadas, y el amplio salón abierto al vestíbulo. Todos estos espacios giraban
alrededor del espacio central y fuente principal de luz, en una planta articulada y muy
congestionada. Su deliberada simetría e insistente axialidad eran subrayadas por la
secuencia, tamaño, forma y gradación lumínica de sus partes. Tenían el contrapunto en
la atracción ejercida por su luminoso centro. La clara idea de jerarquía espacial, la clara
forma de delante, detrás, y al lado, y de grande y pequeño, expresaban y conducían al
deber, a la disciplina y al decoro.
Ibídem.
Fue también esta época la que descubrió el campo como el escenario de la plenitud de la
vida del romano culto y liberado, un escenario que iba a ser construido de acuerdo con
una visión deformada del mismo. El teatro de esta vida en el campo, aunque sin formar
parte del mismo, era la villa. Ésta se separaba claramente de su entorno como un cuerpo
compacto y extraño situado en una plataforma artificial. Su organización interior llevaba
la idea de urbanidad al campo, repitiendo el simétrico germen de la vida privada conven-
cional de la ciudad con su completa gama de obligaciones y compromisos, sus enfilades y
sus espacios envolventes. Pero la vida en el campo miraba también hacia fuera a través de
los ojos de la villa. Su caparazón estaba perforado por agujeros que procuraban vistas. Sus
habitaciones exteriores giraban alrededor de vistas previamente enmarcadas. Desde su
cota más alta, dirigía la mirada de su propietario con la misma seguridad con la que dirigía
los actos de su vida cotidiana, seleccionando las vistas de entre todas las que el campo
de visión podía ofrecer, dividiendo la extensión del paisaje en fragmentos significativos.
El modelo de la casa queda así constituido por la unión de dos casas completas:
una memorizada, la casa del recuerdo; la otra habitada, la casa de la vida, que se re-
corren en espacios y desplazamientos unificados. El modelo es el siguiente: frente
a la puerta, apenas como pequeño entrante escalonado que aparta de la calle a la
puerta, está el vestibulum. En «Les Heures Claires» (la Ville Savoie), está formado
por el entrante prismático de la puerta, con los dos breves tabiques laterales y el
escalón proyectado hacia el exterior, con la rejilla para desprender de la suela de los
zapatos el barro seco, tan abundante en las calles de Pompeya.
Las fauces llevan al atrio, uno de cuyos posibles tipos es el tetrástilo, según
Vitruvio, quien los clasifica por la solución constructiva de su cubierta. El atrio,
descubierto siempre en su centro, da salida al humo y recibe y recoge el agua
de la lluvia en su impluvium, un estanque poco profundo, a veces un simple
cambio de pavimento entre las columnas, entre las cuales, por lo tanto, no se
puede cruzar, tanto para no mojarse los pies como para no ensuciar el agua do-
méstica: es por esto que también Le Corbusier deja vacío el centro de sus atrios
tetrástilos en Garches y en Poissy. El agua del impluvium tiene una doble salida:
o expulsada hacia la calle, canalizada bajo la rampa de las fauces, cuando se trata
del agua de las primeras lluvias, sucia por la cubierta, o recogida en un aljibe
bajo el impluvium, que guarda el agua limpia para uso doméstico. Le Corbusier
anota que el pavimento del atrio fuera del impluvium se dispone en diagonal, y
así hará veinte años después en Poissy.
Entre el equipamiento del atrio está el brocal del aljibe y una mesa de piedra, el
cartibulum, que Varrón define como «una mesa en piedra, para la vajilla, cua-
drada, oblonga, con una pequeña columna: se llamaba cartibulum. Cuando yo
era niño muchos la tenían en un rincón junto al compluvium, y en ella y con ella
vasijas de bronce». Le Corbusier la hace de hormigón.
Cuando Varrón era niño el cartibulum aún era todavía una pieza viva del pro-
grama doméstico, como mesa de trabajo de la cocina, pero cuando escribe ya
es una práctica mantenida sólo en memoria de aquellos gestos. Varrón recoge,
pues, esa pérdida de actualidad del modelo primitivo de la mesa en el atrio, con-
servado como gesto simbólico, como memoria de la casa. Edmondo Saglio, en su
comentario a la definición de Varrón, escribe del cartibulum:
Mesa de piedra o de mármol, cuadrada, oblonga, sostenida por un solo pie o columna
y que hace las veces de trinchador para la vajilla. Varrón, que da estas informaciones,
añade que semejantes muebles se veían, cuando era niño, cerca del estanque del atrium
en muchas casas; se colocaban sobre él los jarrones de bronce, que se traían con el
mueble a este lugar. […] Varrón habla de ello como de una moda antigua: quizás el
nombre había envejecido y ya no se veía a menudo, en su tiempo, en las ricas casas de
Roma, la vajilla de cobre colocada en el atrium; pero, después, la transformación de la
casa romana relegó a cámaras diferentes todo el dispositivo de objetos necesarios para
la comida, al mismo tiempo que el fogón donde, antaño, se la preparaba; se conservó,
sin embargo, en la pieza principal de muchas viviendas, la traza de antiguas costum-
bres: es así que se ve en las de Pompeya, cerca del estanque central, una mesa (más a
menudo, es cierto, con dos pies que con uno, como lo dice Varrón) adosada a un cipo,
que no es otra cosa que el antiguo fogón doméstico, a veces cambiado fantasiosamente,
echando agua en un pilón (cantharus).4
Cartibula pompeyano.
Lo que se encuentra en Poissy no es sólo una cita al atrio tetrástilo, sino que se
asume programa y figura entera de la casa pompeyana. Sin duda, algunas modi-
ficaciones al modelo se imponen. Puesto que vivimos «après le cubisme» no es
posible una reproducción literal del motivo, hay que introducir deformaciones,
tanto para restablecer una armonía tensa, como para ocultar discretamente las
referencias. Quizás las alteraciones al modelo pompeyano en Poissy sólo hayan
sido dos: el cambio de posición de las fauces, que, de estar ante el atrio, se dispo-
nen tras él, como rampa de acceso a la planta piso, y el movimiento en dirección
contraria del peristilo, que, de estar en el interior de la casa, sale al exterior,
como recinto de pilotis, dejando en el interior el jardín, con sus cultivos.
Las épocas pasadas, y también la vida moderna, nos muestran en la vivienda del hom-
bre dos tipos de estancias o salas. La sala donde se vive, toda ella empapada de la inti-
midad cara al corazón; la cámara de parada, cámara de recepción, vestíbulo de honor,
imagen del fasto, de la grandeza con que el hombre ama rodearse en ciertas ocasiones.
Es, además, este alejamiento del Movimiento Moderno entendido como nueva
academia, lo que le permite a Le Corbusier acercarse hasta coincidir con el
origen de la Arquitectura, entendida como gesto cuyo sentido procede de la me-
moria, capaz de introducir o de reconocer, en el corazón mismo de las prácticas
cotidianas, la presencia afectiva del pasado. Del pasado, que no es una fecha, que
no es una cita, sino la atmósfera donde coinciden la memoria personal —el viaje
de Le Corbusier a Pompeya—, la memoria colectiva —la «historia» de la arqui-
tectura o, mejor, la «tradición» de la arquitectura, entendida como la sabiduría
práctica de las generaciones anteriores, las mismas que protegen la casa— y la
vida presente. «El ara de los sacrificios está solitaria, pero no fría», había escrito
Unamuno en 1982, en su artículo sobre Pompeya. Las villas de Le Corbusier ha-
cen que coincidan, en un mismo tiempo, la eficacia del programa doméstico y la
memoria íntima de la arquitectura, la obra de un arquitecto romano.
1
Le Corbusier, Vers une architecture, París, 1923.
2
Frank E. Brown, Roman Architecture, Op. cit.
3
August Mau, Pompeji in Leben und Kunst, Engelman, Leipzig, 1908 (2).
E. Saglio, voz «atrium», en Ch. Daremberg, Edm. Saglio, Dictionnaire des Antiquités
4
Les Heures Claires. Proyecto y arquitectura en la Villa Savoye de Le Corbusier y Pierre Jeanneret,
Massilia, Barcelona, 2008.