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LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD

CONFERENCIA INAUGURAL EN EL COLEGIO NACIONAL


EL VIERNES 3 DE NOVIEMBRE DE 1972

por Rubén BONIFAZ ÑUÑO

Puede leerse en muchos textos antiguos que pueblos enteros, elegidos


para ciertas finalidades altísimas, emprenden migraciones hacia el en­
cuentro de una tierra, hacia el establecimiento de una ciudad en donde
llevarán a término el cumplimiento de su destino.
Así, por ejemplo, en la Biblia se narra el camino de los hijos de
Israel rumbo a una tierra buena y espaciosa, rumbo a una tierra donde
fluyen la leche y la miel, camino que habrá de verse coronado, en la
consumación de los tiempos, por el descenso de la celeste Jerusalem
cúbica, con aquella luz igual a la de la piedra preciosa, como la piedra
de jaspe, semejante al cristal, júbilo y justificación de todo cuanto existe.
Y, entre otros, en los textos mexicanos recopilados por Sahagún y que
están en el Códice Matritense de la Real Academia de la Historia, se
cuenta cómo las tribus, después de salir de su morada de las Siete Cuevas,
viajaron y padecieron hasta llegar a las orillas del lago en cuyo islote
central un águila, erguida sobre un nopal, desgarraba al comérsela una
serpiente que sostenía entre las garras. En ese momento se detuvieron,
porque adquirieron el conocimiento de que habían llegado al lugar de la
ciudad que buscaban. Y la Eneida de Virgilio refiere la historia de un
hombre que es empujado, desde las ruinas humeantes de una ciudad que
para él ha sido bien amada, a una tierra accesible sólo a través del
vencimiento de trabajos sin número; tierra que soportará los cimientos
de una ciudad que él no conoce, y cuyo establecimiento en el tiempo está
obligado a dejar preparado. Y en algunos capítulos del Libro de Chilam
Balam de Chumayel, se alude de distintas maneras al congojoso itinerario
que hubo de seguir el pueblo de los itzaes para alcanzar, al fin, los
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sitios de la ciudad de Chichén; para establecer allí la ciudad, para


ocuparla; para reconocerse a sí mismos en el acto preciso de aquella
fundación.
Me he preguntado muchas veces cuál puede ser el significado de
tales peregrinaciones; cómo se hacían; cuál era realmente su objetivo;
hacia qué punto final —o inicial— estaban dirigidas. Pues su aparición
en culturas tan alejadas en tiempos y espacios permite suponer que ma­
nifiestan, con un símbolo único, algún aspecto esencial de la naturaleza
del hombre.
Sí. El hombre camina, guiado por la raíz de una visión, hacia algo
que existe, y que se le ha dicho que gracias a él existirá. Atraviesa por
entre guerras y amores y enfermedades; es acosado por los poderes mu­
chas veces incomprensibles del mundo exterior; va dejando en la ruta,
como señales de su paso, a quienes, más débiles en el cuerpo o en el
alma, no han mantenido en su interior el impulso necesario para llegar.
¿Llegar a dónde? Y esta pregunta última, la que inquiere la finalidad
misma del camino, es la interrogación fundamental, aquella cuya res­
puesta pueda acaso ser válida para iluminarnos en algo, aún ahora; para
aclarar en alguna manera el posible significado profundo de la exis­
tencia.
Siguiendo la luz de esa respuesta, trataré de penetrar en el problema
reduciéndome a lo que se desprenda de la lectura de dos libros, básicos
ambos de nuestra cultura, y, por esa razón, de nuestra especial condición
de hombres: la Eneida de Virgilio, uno de los poemas que más honda­
mente han determinado los rumbos del alma occidental, y el Libro de
Chilam Balam de Chumayel, libro colmado de significaciones ocultas y
que encierra muchos de los símbolos capaces de explicar el espíritu de las
culturas surgidas en nuestra parte del mundo. Libro —sus propias pala­
bras lo dicen—■ cuyo significado no es fácilmente inteligible, pero en
donde todo es verdad; tal como las cosas ocurrieron, están allí escritas.
Y alguna vez serán explicadas por completo.
Desde los primeros versos de su poema, Virgilio determina el sujeto
que va a desarrollar: las armas y los hechos del hombre que, expulsado
de los límites de su ciudad arruinada, se encamina, perseguido por el
hado, hostigado por la fuerza de los dioses, a través de tierras y mares
y guerra, en busca de una ciudad que todavía no nace en el tiempo y
cuya fundación, distante varios siglos, él debe disponer con sus hechos.
Pero este hombre se resiste a llevar al cabo la misión que para él fue
preparada, porque su pequenez humana le impide comprenderla. Como
si estuviera dormido, combate en sueños contra la verdad que encarniza-
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damente niega; la piedad, es decir el sentimiento que lo hace percibir


la voluntad divina, lo alcanza intermitentemente, como en forma de
relámpagos que lo alumbran un instante y vuelven a dejarlo a ciegas,
hasta la venida de un nuevo estallido de luz. Sólo después de una larga
serie de estas iluminaciones fragmentariamente percibidas, él abrirá su
conciencia a la evidente y total claridad que se resistía a ver; y libre ya,
despierto, hará que sus movimientos coincidan con la acción de los dioses;
pasará, para nacer de nuevo, por la temerosa experiencia de la muerte,
y colaborará conscientemente con aquéllos desde el comienzo hasta el
término último de su misión.
En lo que se refiere al Chilam Balam, hallamos en una de sus pá­
ginas iniciales la historia de una peregrinación emprendida por los
itzaes en épocas aureoladas por el mito, en busca del lugar donde debían
establecerse. Se cuenta en esa página cómo los itzaes, al mismo principio
del viaje, buscaron una mujer que fuera su madre; que los concibiera
y los diera a luz, tal como si el umbral del camino fuera el momento
inicial de su vida. Y habiendo encontrado a su madre, alcanzaron en su
marcha el sitio en que habrían de nacer. Y nacieron. Y su afán los fue
llevando, como en sueños, por trabajos dirigidos a enriquecer y afirmar
su conocimiento de las cosas: descubren la miel de los sacrificios; sacan
el agria —sustento esencial— de lo profundo de la tierra; soportan el
peso de las enfermedades; pueblan lugares cuyo nombre descubren; son
víctima de encantamientos portentosos; dolor de discordias encendidas
entre hermano y hermano; solaz de reconciliaciones; son aliviados; pre­
tenden y visitan la tierra donde se originaron sus abuelos. Y de paso en
paso, de trabajo en trabajo, adquieren las palabras que son el saber;
suavizan sus palabras, suavizan su conocimiento; meditan; compran a
gran precio las palabras y el saber, los bienes que, como hombres, les son
más preciosos. Ascienden a la conciencia.
¿Qué otra cosa hacen Eneas y los troyanos? Salidos como de ima
matriz del incendio humeante de Troya vencida, emprenden también su
camino. Dan nombre a ciudades por ellos construidas, hacen sacrificios
a las deidades, entran a lo profundo de la tierra a buscar la vida verda­
dera, son testigos y víctimas de encantamientos, padecen enfermedades,
buscan las regiones que vieron nacer a sus antepasados, y comprenden
finalmente que no son las que esperan; miran surgir las discordias entre
ellos, las vencen, se reconcilian. Y entre labores tan grandes, Eneas irá
adquiriendo paulatinamente, al principio en contra de sus deseos, el
conocimiento verdadero, y, por fin, de acuerdo con el mandato de la
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divinidad, reconocerá el orden instituido por ella y colaborará en su


existencia.
Quizá la comparación directa de ambos textos haga más probable
lo afirmado hasta aquí.
Dice el Chiiam Balam:
"Entonces partieron y llegaron a Ppole, donde lo que quedaba de
los itzaes creció. Allí tomaron por madre a Ix Ppol.
"Entonces llegaron a Aké. Allí nacieron en Aké. Akc se llama este
lugar, decían.
"Entonces llegaron a Alaa. Alaa se llama este lugar, decían.
"Y vinieron a Tixchel, donde crecieron sus palabras, creció su co­
nocimiento.
"Entonces llegaron a Ninum. Allí fueron muchas sus palabra,s, fue
mucho su saber.
"Entonces llegaron a Chikin dzonot, donde sus rostros se volvieron al
occidente. Chikin dzonot es el nombre de este lugar, decían.
"Entonces llegaron a Tzuc oop, donde se apartaron en grupos bajo
el árbol de anona. Tzuc oop se llamaba este lugar, decían.
"Entonces llegaron a Tah cab, donde los itzaes cataron miel. Enton­
ces la miel fue bebida por el de la máscara de oro. Cuando se cató la
miel, fue bebida en Cabilnebá, como se llamaba.
"Entonces llegaron a Kikil, donde se enfermaron de disentería. Kikil
se llamaba este lugar, decían.
"Entonces llegaron a Panab haá, donde cavaron en busca de agua;
entonces vinieron de allí con abundancia de agua, con agua profunda.
"Entonces llegaron a Yalsihon. Yalsihon se llamaba este lugar, don­
de asentaron un pueblo.
"Entonces llegaron a Xppitah. Un pueblo también.
"Entonces llegaron a Kancab dzonot. Salieron y llegaron a Dzulá.
"Entonces vinieron a Pib hal dzonot.
"Entonces llegaron a Tah haac, como se llama.
"Entonces vinieron a Ticooh, donde compraron palabras por un gran
precio. Ticooh se llamaba este lugar.
..."Entonces llegaron a Yobain, donde fueron convertidos en co­
codrilos por su abuelo Ah Yamasi, señor de la playa.
"Entonces llegaron a Zinanché, donde fueron embrujados por el
espíritu malo. Zinanché se llamaba este lugar.
. .. "Entonces llegaron a Dzeuc; los amigos lucharon unos contra otros.
Allí su abuelo llegó a reconciliarlos en Dzemul, como el lugar se
llamaba.
LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD 155,

..."Entonces llegaron a Zabacnail, lugar de sus abuelos, estirpe


primera de la familia de Ah Na. Los Chel Na eran sus abuelos.
"Entonces llegaron a Munaa, donde se suavizaron sus palabras, se
suavizó su conocimiento.
. . ."Estos son los hombres de todos los pueblos que había y los nom­
bres de los po20S, para que se pudiera saber por dónde pasaron ellos
en su camino, viendo si la tierra era buena para asentarse allí. Ellos
dieron orden a los nombres de la región, de acuerdo con el mandato de
nuestro Padre Dios. Él fue quien dio orden a la tierra. Él creó todas las
cosas en la tierra; Él les dio orden. Pero ésta fue la gente que nombró
la región, que nombró los pozos, que nombró los pueblos, que nombró la
tierra, porque nadie había llegado aquí a esta garganta de la tierra,
cuando llegamos nosotros".
Veamos ahora, aparte del evidente paralelismo general de ambas pe­
regrinaciones, por ejemplo la salida, o la fundación de ciudades en el
camino, algunas semejanzas más concretas entre los trabajos de la mar­
cha de los itzaes y de los troyanos.
Recordemos que dice el Chilam Balam que los itzaes, al llegar a
Tzuc op, se apartaron en grupos, y cuando llegaron a Dzeuc lucharon
entre sí, y que fueron después reconciliados.
En el libro V de la Eneida, las mujeres de Troya, mientras los hom­
bres celebran los juegos fúnebres en honor de Anquises, fatigadas por
el viaje que han hecho y por el que aún tienen que hacer, incitadas por
un mal espíritu, deciden quedarse en el lugar en que están y fundar allí
la ciudad, y, para conseguirlo, ponen fuego a barcos que deberían con­
ducir a todos a la tierra preordinada. Cuatro de éstos son destruidos como
resultado de la discordia; y los troyanos deciden apartarse en grupos y
establecer una ciudad en el lugar donde se encuentran, dejando en ella
a los que, fatigados, se resisten a seguir hasta el final. Y dice el viejo
Nautes a Eneas, indeciso ante el deber a que se enfrenta: "Tienes al
dardanio Acestes de estirpe divina; / toma a éste como socio a tus pla­
nes, y únete a él que lo quiere; / a éste entrega a los que sobran, per­
didas las naves, y a quienes / en exceso se hastiaron de tu magno intento
y tus cosas, / y a los longevos viejos y, cansadas del mar, a las madres,
/ y a lo que hay contigo de inválido y que teme el peligro / coge y,
cansados, deja que en esta tierra tengan murallas; / con permitido
nombre, Acesta llamarán a su urbe". (V, 712-718). De acuerdo con
este plan se dividen los troyanos, pero antes de despedirse definitiva­
mente llega para ellos la reconciliación: "Comienza ingente llanto en las
curvísimas costas; / abrazándose entre sí, una noche y un día se tardan.
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/ Ya las mismas madres, los mismos a quien áspero antes / pareció el


rostro del mar, y no tolerable su nombre, / quieren ir, y soportar todo
el trabajo del viaje". (V, 765-768).
Los itzaes, en Kikil, enfermaron de disentería; cuando los troyanos
intentaban establecer en Creta su ciudad, "atroz de pronto a los miem­
bros / —corrupto el espacio del cielo— llegó, miserable, / a árboles y
sembrados la epidemia y mortífero el año. / Dejaban sus dulces almas,
o, enfermos, traían / los cuerpos. . ." (III, 137-141).
Sufren los itzaes, en Yobain, los efectos de un encantamiento que los
transforma en cocodrilos; los troyanos, para evitar ser transformados en
bestias, rehuyen las playas de Circe: '"Desde aquí, se oían gemidos e
iras de leones / rechazando cadenas y rugiendo en la noche tardía; / y
los cerdosos puercos y, en los pesebres, los osos / se enfurecían, y las
formas de magnos lobos aullaban. / A ellos la cruel diosa Circe, con
potentes hierbas, había / cambiado de faz de hombres en rostros y lomos
de fieras". (VII, 15-20).
Y el episodio de Zinanché, donde los itzaes son embrujados por el
espíritu malo, puede tal vez parangonarse con la parte de la Eneida en
que las arpías —"no hay monstruo más triste que ellas, ni ninguna más
bárbara / peste e ira de los dioses se alzó de las ondas estígias" (III,
214-215)— dejan caer su maldición sobre los aterrados troyanos.
Por último, del mismo modo que los itzaes arriban a Sabacnail, tierra
de sus antepasados, los troyanos, por consejo de Anquises, llegan a
Creta, patria de Teucro, uno de sus abuelos comunes: "Oíd y aprended,
dijo (Anquises), vuestras esperanzas, oh proceres. / Creta, isla del mag­
no Jove, yace en medio del ponto, / donde está el monte Ideo y de
nuestra gente la cuna. / Cien urbes habitan magnas, ubérrimos reinos,
/ de donde el padre mayor, . . . / Teucro, fue primero traído a las cos­
tas reteas / y eligió lugar para el reino". (III, 103-109).
Ésta es, en general, la historia de las peregrinaciones. Terminan los
hombres su camino, y llegan. Pero a fin de comprender el significado
de esa llegada, y, por tanto, el del camino previamente recorrido, qui­
siera exponer algunos conceptos cuya explicación me es necesaria.
Supongamos, quizá no sea absurdo hacerlo, que existen dos distintos
niveles de duración: la eternidad y el tiempo. Todo existe dentro de la
primera, inmóvil, fijo, sin que dependa de un antes o de un después.
Todo es para siempre. Por el contrario, dentro del tiempo las cosas
transcurren, huyen irreparablemente; nacen, son y dejan de ser sin reme­
dio, determinadas por el puro accidente. Pero tal parece que las cosas
de la eternidad estuvieran de manera constante requiriendo la acción
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del hombre, que existe en el tiempo, para cobrar una existencia aún más
real. Si se examinan los textos a que me he venido refiriendo, se perci­
birá cada vez con mayor certeza que tanto Chichén como Roma existen
ya en el plano de la eternidad, mientras los troyanos y los itzaes las
buscan, y que, no obstante, solicitan la acción de éstos en el tiempo
para confirmarse.
Mírese, si no, el texto ya citado del libro de Chilam Balam, en donde
se aclara que los itzaes, al nombrar los pueblos y los pozos, no hacían
otra cosa que ratificar el orden establecido por Dios en la tierra. Y que
tal ratificación la hacían obedeciendo el mandato de Dios. Así pues,
Dios mandaba que los hombres ratificaran, con su acción en el tiempo,
lo que él tenía edificado perpetuamente en el nivel de la eternidad.
En la Eneida esta situación es, si cabe, más evidente todavía. Podrían
señalarse muchos ejemplos; pero uno me parece suficiente para probarlo.
En el libro I, mientras Eneas y los suyos recobran sus fuerzas en las pla­
yas de Cartago, a donde los echó la tempestad levantada por instigacio­
nes de Juno; esto es, cuando todavía tienen que recorrer para llegar a
Italia los más graves peligros del viaje, entre ellos el del ingreso en el
país de la muerte; mientras Eneas y los suyos, pues, se recobran cerca de
Cartago, Venus pregunta por el futuro de su hijo, a quien se había ofre­
cido que su descendencia tendría el mar y las tierras con entero poder.
Y Júpiter, llamando desde muy lejos lo establecido por los hados en la
eternidad, le hace ver cómo Roma, en siglos que han de transcurrir en
el tiempo, se encuentra ya establecida. Una vez asentado Eneas en Ita­
lia, habrá de reinar tres años, y treinta habrá de reinar Julo su hijo y
trescientos sus descendientes, y luego la sacerdotisa Ilia habrá de parir
dos hijos de Marte, Rómulo y Remo, el primero de los cuales reunirá
a la gente, y te dará el nombre de romanos dentro de las murallas que
ha de fundar. Y los romanos serán dueños de todo,sin límites de espacio
o de tiempo. "Nacerá César, del hermoso origen troyano, / que acabará
en el océano su imperio, en los astros su fama. / . . .Allí, ásperos siglos
se ablandarán, depuestas las guerras; / la cana Fe y Vesta, Quirino con
Remo su hermano, / darán leyes; se cerrarán, crueles, con hierro y estre­
chas / trabas, las puertas de la Guerra; dentro, el furor despiadado /
atado a su espalda, bramará hórrido con boca sangrienta". (I, 286-296).
Así pues, en tanto que Eneas se dirige todavía a la tierra en que Ro­
ma habrá de alzarse en el tiempo, y que sólo le será accesible después
de vencer inmensos trabajos, Júpiter habla de una Roma levantada y
firme en la eternidad, que solamente requiere la acción del héroe para
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alcanzar su plena existencia. Como en el caso de los itzaes, los troyanos


deberán tan sólo ratificar en el tiempo el orden lúcido de la eternidad.
Volvamos ahora, una vez esbozados estos conceptos, al momento
donde, terminado el viaje, los hombres tienen acceso al acto de la fun­
dación.
Refiere Virgilio (En., VIII, 374-386) que Venus, en el afán de pro­
teger a Eneas su hijo de los riesgos del combate en que está a punto
de mezclarse, ruega a Vulcano que fabrique para él armas inmortales
que lo guarden. Cede Vulcano a la súplica, y sabedor de lo que habría
de ocurrir en el tiempo, valiéndose de su arte, le construye a Eneas un
escudo en que esculpe los hechos principales de la historia de Roma,
desde la hora en que la loba amamantó en la gruta a los gemelos, hasta
la del triple triunfo que se otorgó a Augusto después que éste venció a
Antonio y Cleopatra en la batalla de Accio (VIII, 626-728).
Y Venus le entrega a su hijo aquel escudo, imagen de la Roma habi­
tada en la eternidad, y Eneas lo contempla. Y, por fin, absorto frente
a las representaciones que se le muestran, "Tales cosas en el escudo de
Vulcano, don de su madre, / admira, y de las cosas ignaro, con la imagen
se goza, / levantando, en el hombro, de sus nietos la fama y los hados".
Pienso que entonces ocurre para Eneas el instante de la fundación.
En efecto, al tomar sobre sí el pasado y el futuro de Roma, los sintetiza
en sí mismo, y hace coincidir en un punto los niveles del tiempo y de la
eternidad. Y adviértase cómo los dos niveles son definidos por Virgilio
en los versos que acabo de transcribir: Eneas ignora las cosas; es decir,
los hechos que acontecen en el tiempo; pero se goza con la imagen; esto
es, con el modelo —ya inevitable— asentado en la eternidad. Y cuando
se lleva a hombro el círculo del escudo, toma sobre sí la fama y los
hados de sus descendientes. En otras palabras, toma la fama, resultado
de las cosas, las hazañas llevadas a término en el orden temporal, y
toma los hados, la imagen constituida desde el principio, lo que equivale
a decir que asume y apoya lo que dispone el orden eterno. En este mo­
mento, repito, la ciudad recibe la fundación pedida por el destino.
El momento de la fundación de Chichén, a su vez, lo encuentro fi­
jado en el Canto de los itzaes que nos conserva el libro de Chilam Balam
de Chumayel. Es una página de cuyo esplendor y grandeza la traducción
está muy lejos de dar idea. Dice así:
"Uno imix es el día en que el sol fue capturado en el pozo del
occidente.
"Mira: colócate donde está tu dios.
LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD 159

"Mira. Uno imix es el día en que esto fue dicho entre los itzaes:
¿Vinieron o estaban?
"¡Oculto está en la tierra; oculto! Este era su grito: ¡Oculto, oculto!
"Esto también lo sabían los dispersados.
"Esto también gritaban en el día primero. Poderoso día fue, y otra
vez la gran oscuridad, cuando vinieron.
"¡Estaban, estaban, estaban! ¿Vinieron o estaban.^
"¿Existe, acaso, alguien que liaya despertado?
"Con fuerza dicen por segunda vez: ¡Estaban!
"Por tercera vez, el lamento: En el día de dios eran ya pobladores;
eran ya pobladores.
"Decían: No vinieron a Chichén los itzaes.
"¿Vinieron o estaban?
"Tres veces dicen así, en su día:
"Mira: ¿Soy alguien yo? Preguntan en el interior del hombre.
"¿Soy acaso el que soy? ¡Ay dolor!
"¿Soy alguien yo? Preguntan en medio de la tierra.
"Tú has de comprender. Yo fui creado de noche. ¿Acaso, pues, naci­
mos? Éramos los acompañantes de Miscit Ahau.
"Vendrá un término al mal.
"Esto es lo que recordé con mi canto.
..."¿Vinieron o estaban? ¡Ay dolor!
"Este es todo el canto. El acabado elogio del señor dios".
Vayamos ahora, en medio del misterio encubierto por la transparen­
cia de las palabras, a buscar una guía que nos dirija hacia un principio
de comprensión; contemplemos cómo, entre las preguntas hechas y las
respuestas planteadas, se va iluminando el oriente de un conocimiento
profundo, que trata de hacerse inequívoco incluso para quienes lo ig­
noramos todo.
Hablando los itzaes de su propia presencia en la ciudad de Chichén,
dejan salir de su corazón esta voz: "¿Vinieron o estaban?" Y ¿cuál
puede ser el sentido de la pregunta, si no que aquellos que la formulan
ponen duda en el hecho de su arribo a la ciudad, porque saben de alguna
manera que, desde antes, estaban poblándola ya? Y la primera contesta­
ción que encuentran es un grito cuatro veces repetido: "¡Está oculto en
la tierra!" Es decir que el conocimiento, en cuya búsqueda indagan, está
enterrado, sembrado como una semilla que a su tiempo habrá de reve­
larse en tronco indestructible, y en ramas robustas y variadas y en follaje
múltiple y protector y en lujo de flores y frutos cargados.
160 MEMORIA DEL COLEGIO NACIONAL

Y dicen después, no de otro modo que si supieran ya: "¡Estaban,


estaban, estaban!"; e inmediatamiente, asaltados otra vez por la vacila­
ción, vuelven a interrogarse: "¿Vinieron o estaban?" Para luego, por
haber advertido quizá las fuentes de su jncertidumbre, proponerse el
problema: "¿Existe, acaso, alguien que haya despertado?", al cual pare­
ce responder, al principio, tan sólo el inmenso, el espesísimo silencio
de los dormidos; pero más tarde emergerá de ese silencio, como resul­
tado de una agitación incomprensible, la respuesta que irá acercando
las puertas de entrada a las preguntas definitivas, que el hombre se for­
mulará a sí mismo en el último umbral de su sueño. Pues como en sue­
ños ocurre la vida, sujeta a la pesadumbre de la ignorancia, y solamente
el acto de despertar ofrece el acceso al conocimiento que está esperando
siempre.
Todavía sin alcanzar ese punto, pero ya más cercanos al objeto de su
exploración, los itzaes reúnen sus fuerzas para afirmar nuevamente:
"¡Estaban!" Y confirman en seguida: "En el día de dios eran ya pobla­
dores, eran ya pobladores". Y dicen más todavía: "No vinieron a Chi-
chén los itzaes".
Y como para preparar su enfrentamiento a las preguntas últimas,
vuelve el hombre a decirse: "¿Vinieron o estaban?" Y ahora sí, en un
triple tránsito hacia el encuentro de la verdad, el hombre indaga acerca
de sí mismo: "¿Soy alguien yo?", pregunta primero en su interior, den­
tro de sus mismas entrañas. "¿Soy este que soy?", se dice en los límites
entre el mundo interno y las cosas que desde afuera lo amenazan. Y por
fin: "¿Soy alguien yo?", vuelve a inquirir, pero aquí en medio de la tie­
rra, en el puro centro del mundo exterior, en donde forzosamente habita.
Como tres flechas encaminadas de manera infalible a un solo punto, las
tres preguntas obtendrán, en caso de ser respondidas, una respuesta
única: la identidad del mismo que se las formula. Pues la sola vía para
comprender el universo exterior y formar parte efectiva de él, es la que
tiene origen en la comprensión del universo interior; la conquista de la
propia conciencia podrá llevar a la comprensión de la conciencia univer­
sal, y al nacimiento de una existencia verdaderamente humana.
La respuesta viene: "Yo fui creado de noche". En la oscuridad, dor­
mido, a fin de que por su propio esfuerzo, pueda alcanzar el alba pri­
mero, y la mañana, y el poderoso mediodía. Sólo entonces el hombre
podrá decir que ha nacido.
¿Y la ciudad? La ciudad existe por siempre; existió, existe y existirá
en la eternidad. Con todo eso, un hombre ha de fundarla en el tiempo.
¿Cómo puede entenderse tal fundación? ¿En dónde se fundará lo ya
LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD l6l

fundado? El texto del Chilam Balam que he transcrito y procurado ana­


lizar, parece alumbrar la solución de estos problemas: la fundación se
aproxima más a un descubrimiento que a una creación. El fundador es
aquel que adquiere la conciencia de que la ciudad existe. De este modo,
ia fundación viene a ser una ampliación de la conciencia, un aconteci­
miento interior que confirma el orden del mundo externo. La ciudad,
fundada objetivamente en el plano de la eternidad, se transforma en
conocimiento de ese orden en el plano subjetivo del tiempo. Hay coinci­
dencia, en un instante dado, entre el plano del tiempo y el de la eterni­
dad, entre la labor del hombre y el trabajo universal.
Y pienso en la humilde labor del alquimista. En su peregrinar inte­
rior, dentro de la oscuridad del laboratorio, el filósofo, el artista, el
agricultor del cielo, repetía cotidianamente la misma acción, sembraba
la misma semilla de oro; mezclaba su sal, su azufre y su mercurio en las
mismas proporciones exactísimas. Y durante muchos días, durante mu­
chos años, su acción podía carecer de fruto, porque quedaba agotada en
sus propios límites. Pero en un instante elegido, la combinación de los
átomos en el atanor entraba en conjunción con las combinaciones verti­
ginosas de las estrellas. Todo estaba, así no fuera más que un instante,
en total armonía. Y la pequeña obra humana, el trabajo necesariamente
individual del sabio, al colaborar con el del universo todo, se veía trans­
formado en obra magna, con sus inmediatos resultados espirituales de
conocimiento, de libertad y de salvación.
Algo semejante podría ser el sentido del viaje de los pueblos hacia
las ciudades prometidas. Itzaes y troyanos en su combate, en su pere­
grinar, en su búsqueda, alcanzan, en un momento señalado, el acuerdo
de su impulso con las fuerzas universales. Y Roma y Chichén, ya existen­
tes en lo eterno, cobran, merced a su colaboración, una existencia reno­
vada por un sentido inmediato. El ser humano escucha el llamado de la
eternidad, y busca dentro de sí las correspondencias que guarda con
ella. Y logra encontrarlas. En ese momento, el tiempo se congela, se
apacigua, se alumbra. La eternidad se instala en ese momento. Y, a la
vez que el devenir adquiere las características del ser, la eternidad, el
ser, se pone en marcha, progresa merced a la intervención de la con­
ciencia humana.
Así pues, movidos por una esperanza que habrá de volverse en sabi­
duría, los itzaes emprenden un viaje sin regreso, en que paulatinamente
van adquiriéndose a sí mismos. Este viaje, al igual que el que Eneas
emprende en el verano que sigue a la caída de Troya, conduce a la
afirmación de la conciencia humana en el mundo.
162 MEMORIA DEL COLEGIO NACIONAL

Como si la verdad se manifestara en dos alturas de conocimiento:


la de la esperanza y la de la fe. Así, mientras el hombre recorre el cami­
no, lo hace impulsado por un conocimiento en cierta forma precario,
alentado sólo por una imperiosa esperanza cuyo objeto ni siquiera alcan­
za a adivinar por completo; pero cuando llega al término de la peregri­
nación, y encuentra la señal expresa o tácita de que en efecto lo ha
alcanzado, entonces, cambiada la esperanza en posesión, el conocimiento
logra la mayor altura y se transforma en fe. En asunción plena del mun­
do y de lo que en él pueda surgir.
Todo ocurre en el alma humana que despierta a la conciencia, y,
desde su centro, organiza aquello que en ella existe de manera indife-
renciada. La unidad ordenada con arreglo a su finalidad, se extrae de
la vasta, ilimitada unidad amorfa que precede a la conciencia. Y se da
comienzo de este modo a un mundo habitable, al tronco verdadero de la
comunidad, al principio de la historia humana, concebido como la con­
firmación de la eternidad por medio de la acción del hombre en el
tiempo. No se trata, así, de una regeneración de las cosas, sino de un
principio nuevo y original; de un origen que, al realizarse en el tiempo,
da validez a la eternidad y la sustenta con la concretísima duración. El
tiempo cobra así su pleno valor. Ünicamente la conciencia, el conoci­
miento, otorga realidad al mundo.
En otras palabras: la historia da al tiempo la función de poner en
marcha la eternidad que cobía, por obra del hombre, un sentido. El punto
de conjunción de la obra del hombre con la acción del universo, iguala
eternidad y tiempo, fijando a éste y confirmando y poniendo en movi­
miento a aquélla. El hombre forma parte activa y consciente del ser del
universo y de sus leyes.
Chichén existe desde antes, y, desde antes, los itzaes la pueblan. Pero
ellos no lo saben, y la eterna Chichén permanece inmóvil y en espera.
Pero cuando la conciencia de un hombre despierta, y recibe la ciudad
en su interior, la Chichén eterna, cumplida, bebe del tiempo la confir­
mación que le dará significado. La ciudad de lo eterno despierta cuando
despierta el hombre, y conquista su validez definitiva a partir de la
conciencia de éste.
Si así no fuera, ¿qué interés podría tener el hado en que Eneas se
trasladara a Italia para fundar allí sus reinos, pues que Roma existe ya
desde el principio? Roma existe, por cierto; pero inmóvil. Y su misma
inmovilidad necesita de la acción de Eneas para empezar a ser efectiva­
mente, para ser capaz de un rumbo y de una acción.
LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD l63

Lo fundado es anterior al fundador. La ciudad tiene ser real y cierto


en la eternidad, y el fundador, pues, viene tan sólo a dar testimonio
de tal existencia. Pero al dar ese testimonio, el fundador contagia con
el tiempo la eternidad de lo fundado.
Tal como parece desprenderse de los dos textos que estudio, el hom­
bre, muy lejos de ser el instrumento de las fuerzas exteriores, de estar
sujeto a las disposiciones de la eternidad, se erige en el factor que da
impulso a lo establecido en ese plano, y desde el plano del tiempo, lo
pone en movimiento y lo determina.
El pensamiento que guía esta concepción, es opuesto al que rige la
idea del eterno retorno, según la cual el hombre se mueve en un círculo
perpetuo, como el asno alrededor de la noria, tratando de aniquilar el
tiempo y, con él, su única posibilidad de salvación.
Y tal vez sería preciso volver a interrogar a la Eneida y al libro de
Chilam Balam de Chumayel, a fin de esclarecer todavía más algunos
pimtos.
Entre ellos, dos me parecen principales: lo que el hombre conquista
durante el camino a la ciudad, y aquello que la ciudad ya fundada signi­
fica para el hombre.
Para investigar el primer punto, recurriré al libro de Chilam Balam;
pienso que la Eneida será suficiente a revelar claramente el segundo.
Vuelvo al texto maya que, traducido, transcribí más arriba.
Uno de los elementos básicos de la comunidad, es la unidad del
idioma, del lazo comunicante más estrecho y deseado. Poco a poco, en
sus pasos de avance sonámbulo, los itzaes se van adueñando de él, lo van
estableciendo. Leemos así que llegaron a Tixchel, donde crecieron sus
palabras, creció su conocimiento; que vinieron después de Ninum, donde
se multiplicaron sus palabras, donde su saber se hizo abundante; empie­
zan a ser capaces de nombrar, de esclarecer con la palabra. Arribaron a
Ticooh donde, por un alto precio, compraron las palabras; luego, en
Munaa, sus palabras se hicieron suaves, su saber dulce y penetrante.
Y creo que estaremos en posibilidad de advertir el sentido que para
los itzaes tiene ese proceso hacia el señorío del lenguaje, con sólo que
reflexionemos que el texto establece la equivalencia entre la palabra y
el conocimiento. El conocimiento se iguala a la palabra y la palabra a la
creación. El establecimiento de la palabra es la adquisición del conoci­
miento, la base de la ciudad. Porque la palabra es la primordial función
del espíritu, el acto mismo del espíritu, el espíritu mismo en acto: el
verbo que era en el principio.
164 MEMORIA DEL COLEGIO NACIONAL

Así pues, lo que el hombre gana en el curso de su caminar es el


conocimiento.
Y cabría preguntar, por último, cuál era para Eneas el sentido de la
ciudad. Y podría responderse que era el establecimiento de la ciudad. Y
podría responderse que era el establecimiento de una ley justa de validez
universal. Esa ley a que se refería Cicerón diciendo que es la suma razón,
ínsita en la naturaleza; ese orden de las cosas que ordena la mente divi­
na, y que convierte al universo en una ciudad común de hombres y dioses
que coinciden en acciones y en finalidades. Y si el sentido de la ciudad
es la ley, ¿cuál es, en relación con el espíritu del hombre, el significado
de la ley? Y la contestación viene de suyo: la libertad. Porque la cons­
ciente adhesión a la voluntad universal en sus medios y en sus fines; la
colaboración, sustentada en el conocimiento, con los designios universa­
les, tiene que dar al hombre la posesión de la cabal libertad. Trataré de
explicarme: la conciencia humana, regida por la suma razón, al colaborar
conscientemente con la ley, se convierte en la ley, y dado que al hacerlo
se determina a sí misma, es soberanamente libre. Vuelvo a citar a Cice­
rón cuando afirmaba que la libertad de los buenos consiste en las leyes.
Y recapitulando, contamos ya con una explicación: la finalidad de
la peregrinación de los hombres hacia la ciudad prometida, es la adqui­
sición del conocimiento; sobre la base del conocimiento será fundada
la ciudad, cuya finalidad, a su vez, es la libertad del espíritu humano.
Conocimiento y libertad se justifican así mutuamente, y dan nacimiento
a un mundo realmente habitable.
Y ahora nosotros, en este momento en que nos vemos asaltados por
amenazas aparentemente incontrastables, acaso debamos pensar en la
lección de los antiguos.
Porque podría decírseme que el hombre de hoy, como si hubiera cedido
a las intimaciones de la locura, como si fuera arrastrado por las corrien­
tes de un sueño maligno, combate encarnizadamente contra la verdad
que dice conocer, pero cuya ignorancia demuestra, y se resiste a apoyar
desde su interior el orden único de todo cuanto existe.
Y muchos afirman que nuestro planeta, emponzoñado por lo que
los hombres gustosamente querrían llamar progreso en la paz y en la
guerra, va pereciendo aceleradamente de asfixia, ahogado entre aconte­
cimientos letales. Que el agua de los ríos y de los mares y las nubes se
preña incesantemente de venenos esparcidos por la ciega conducta de los
seres humanos; que se envenena la tierra, que el aire transporta emana­
ciones mortíferas; el fuego, perdida su virtud original de iluminación,
quema y destruye, y propaga absurdamente cenizas corrompidas.
LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD l65

Y no faltará quien se lamente hablando de que un número cada vez


mayor de criaturas debilitadas se precipita como en sueños hacia ese
envenenamiento, igual que si pretendiera aniquilarse en un suicidio
desesperado.
Pero en contra de tales palabras y tales lamentos, se mantiene una
certeza: la posibilidad de que el hombre inicie, en su propio interior,
esa peregrinación de que hablan los viejos textos, en busca de un cono­
cimiento profundo que, al proyectarse hacia afuera, permita fundar,
como una ciudad, una relación armónica; que coloque, por encima de
todo, el libre deber de cooperar con el orden benéfico del ámbito en que
está contenido. Alcanzar la libertad por la conciencia. Porque el conoci­
miento que el hombre alcanza de sí mismo, su propio despertar, es la
única vía posible para establecer la libre comunidad.

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