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19 de diciembre, 2018

El (no) saber en psicoanálisis

Por Elías Figueroa C.

Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que Freud publicó su Traumdeutung,
fundando una nueva manera de pensar la clínica. Hoy encontramos su nombre en numerosos y
variados trabajos teóricos y literarios, así como también en los más ridículos artículos de
merchandising y memes. Como resultado, en la experiencia analítica nos encontramos con
sujetos que vienen en parte advertidos del lenguaje freudiano, pero de una forma en que éste cae
fácilmente en la categoría de ser uno más entre los discursos que permiten pensar la vida
psíquica.

Así, por ejemplo, en la lógica del “todos traumatizados” (Solís, 2014) o la insistencia del
trauma en el discurso popular, hallamos la presencia de un Otro social que nombra al sujeto como
víctima del trauma. Es decir, la inclusión de un término cuya importancia en la teoría freudiana
fue fundamental en algún momento, pero que en un contexto diferente toma la forma de
nombramiento o hasta clasificación, obstaculizando al sujeto de hacerse cargo e implicarse en lo
que le convoca. Esto, para ser más específico, puede notarse en los casos en donde los pacientes
llegan con una disertación articulada respecto a lo que es la “causa” de sus síntomas: “soy tímido
porque mis padres no me validaban”, “no me siento capaz de tener una relación porque fui
abusado en mi infancia”, etc.

La primera pregunta, entonces, es acerca de cómo situar estos fenómenos, cómo


abordarlos. Una posible vía de entrada es la del concepto de yo en tanto que definido por Lacan
como función de desconocimiento (Lacan, 1949), en tanto que es un sentido que pretende hacer
caso omiso de lo que hay más allá de él. O sea, hay algo así como un intento de generar
consistencia, de hacer sentido, cada vez que un sujeto se apropia de las palabras del Otro y se
hace su portavoz. Son los saberes y las explicaciones, que intentan decir lo que “les pasa” a las
personas, para no decir que éstos sujetos han consentido, más o menos, en tales embrollos.
Entonces, se trata de pensar precisamente como salvar el espacio de lo que no se sabe, lo que es
obturado por este empuje al sentido. Con todo, si el inconsciente se adapta incluso al
psicoanálisis (Brodsky, 2000), la pregunta que queda es una y otra vez cómo reintroducir algo del
enigma, uno que permita abrir esta obturación en la dimensión de la causa.

Si tenemos suerte, la dialéctica entre lo que se sabe y no se sabe en la experiencia analítica


nos servirá como punto de referencia para preguntarnos por lo que implica la posición del analista
en estos tiempos del saber y las explicaciones diversas. Para ello, se hará un recorrido que, sin
pretensión de ser exhaustivo o acabado, dará lugar para discutir diferentes dimensiones del
problema; incluyendo la importancia del saber supuesto como articulador de la transferencia, la
sorpresa como característica de la interpretación y el silencio como vacío necesario en la posición
del analista. Este último punto, articulado a un caso clínico en la medida en que esto permita
“aterrizar” lo discutido y a la vez dar lugar a algunas consideraciones finales respecto a nuestras
interrogantes.

De esta manera, si seguimos a Francisco Aliste (comunicación personal, 27 de septiembre,


2018), diremos que el analista vale por su barra, es decir, por su habilidad para mantener las
preguntas abiertas. Esto quiere decir que, de entrada, se requiere que falte saber de parte del
analista para que haya el espacio mismo que permite al discurso del paciente desplegarse. Luego,
del lado del sujeto analizante, lo que ocurre puede leerse en clave de lo que éste demanda (F.
Aliste, comunicación personal, 3 de octubre, 2018). En un primer nivel, hallamos la demanda de
ayuda, en donde el paciente supone que el analista tiene lo que le falta, y es por esto que ha
acudido a él. Podemos hablar de una dimensión inicial de no saber de parte del sujeto, en tanto
que apuesta por una contraparte que lo complete, en un sentido tanto existencial como de sentido.
Si el paciente trae alguna explicación, probablemente es porque le sigue faltando una pieza, es
decir, si seguimos recibiendo pacientes es porque pareciera que detrás de la pluralidad de saberes
sigue oculto en todo caso un sujeto barrado. Sin embargo, en la medida en que se instala la
transferencia, lo que se pone en juego poco a poco es el repertorio de demandas que al sujeto le
permiten insistir en una cierta posición: el sujeto demanda al otro ser ese Otro que lo vuelve a
situar en el mismo lugar. Tenemos, por tanto, la operatividad de un saber que no se sabe
conscientemente, pero que insiste en las dinámicas interpersonales al modo de una repetición, y
una demanda que la perpetúa. Pero frente al sujeto que espera (y demanda) al analista que vuelva
a ocurrir lo de siempre, el analista produce el enganche por vía de mantener su deseo vacante, es
decir, por no hacer consistir las demandas de la transferencia, mostrando que allí actúa un saber
que está del lado del sujeto. Recordaremos que lo que se ha llamado el Sujeto Supuesto Saber
consiste precisamente en este desplazamiento desde lo que se supone en el analista en un primer
tiempo, y que luego se intuye en otro lugar.

Por otra parte, en La prisa y la espera, Graciela Brodsky (2000) plantea algunos
lineamientos que permiten decir más acerca de cómo ocurre este desplazamiento en los tiempos
que corren. La autora habla de tiempos en los que existe una declinación social de la sorpresa, es
decir, que hay una dificultad para sospechar de los saberes, para advertir cómo es que estos fallan
en explicarlo todo. En ese sentido, se entiende por qué en la experiencia analítica se requiere
histerizar al sujeto, ya que se requiere un mínimo de división, de falla en el saber, de
discontinuidad en el campo del sentido para que emerja lo que está más allá de él.

Pero ¿a qué “más allá” nos estamos refiriendo? Decíamos más arriba que el yo desconoce
por vía de hacer sentido, así como también hablamos de una inclinación del sujeto a ponerse en
un cierto lugar repetido, de un discurso que opera en un nivel que no es el consciente. A esto,
agregaremos ahora, que si el sujeto repite es porque encuentra allí satisfacción, y es esto lo cual
quiere desconocer. Por lo tanto, no es cualquier sorpresa a la que se apunta en un análisis, ni
tampoco cualquier fuera de sentido sino a aquel que compete al sujeto en su mayor intimidad: el
goce. El punto en donde se goza constituye la brújula, orienta los cálculos del analista cada vez
que interpreta, por eso Miller (2012) va a decir que la interpretación ha de articularse con lo real,
ya que devela allí en el discurso del sujeto no sólo un querer decir, sino un querer gozar que lo
excede. Entonces, la sorpresa puede aparecer al modo de resignificación o reordenamiento de la
cadena, como algo que siempre estuvo ahí pero que no se vio en el lugar que le corresponde, pero
también puede aparecer en la dimensión de lo imposible de decir. La interpretación, desde esta
perspectiva, no es otra cosa que abrir el campo para la aparición de ambas opciones como matices
en los que el goce puede presentarse: desde el saber que no se sabe hasta la imposibilidad de
saber.

Por consiguiente, teniendo en cuenta esta gama o variedad, vale la pena pensar qué
implicancias tienen estas dimensiones del saber y no saber para la posición del analista en un
caso clínico particular. Así, se trata de una primera entrevista con J., hombre de alrededor de 40
años, que consulta en un contexto de consulta particular porque se está sintiendo muy mal,
además de confundido, luego de que la pareja con la que tenía una relación de tres años lo dejara.
Cuando se le pide que profundice en los efectos que esto ha tenido, menciona que se siente
inestable emocionalmente, y que en el trabajo le han dicho que está muy distraído. Al hablar de la
relación con su pareja, dice que hace algunos meses su pareja le dijo que “se estaba
desenamorando” de él, a lo que él respondió “esperando que se le pasara”. Ella habría comenzado
a salir de Santiago los fines de semana a pasar más tiempo con su familia de origen, y él decidió
“darle su espacio”, aunque comenzó a sentir que ella lo dejaba de lado. Esto siguió así hasta el
término de la relación. Por otra parte, su expareja tiene un hijo de 9 años, que él adoptó “como su
hijo”. Actualmente dice sentir un gran temor de que él quede “abandonado” luego de su
separación, por lo que pretende mantener el contacto en la medida de lo posible, manteniéndose
como una figura de padre disponible para él. Cuando se le pregunta el por qué de este interés, J.
dice que lo que más quiere es evitar que se repita lo que le pasó a él, cuando sus padres se
separaron y él se sintió “abandonado”. Finalmente, dice que quiso venir con alguien “que sabe
más de estas cosas”, ya que no sabe qué hacer con esta relación, dado que él quisiera volver con
ella, pero sus intentos no han dado resultados.

Con todo, lo que se juega en los distintos momentos de la entrevista va en línea con lo que
Petrucci (1996) sitúa como el silencio del analista. Es decir, están las preguntas al paciente, pero
también hay una posición que es la de no dar significación, de no decir más que nada. En un
primer nivel, puede sentirse la demanda del paciente de que esto se le pase, que pueda volver a la
normalidad lo antes posible. Ante esto, la prisa, lo que se ofrece es una pausa (A. Solís, 12 de
diciembre, 2018) que permita articular lo problemático, viendo qué es lo que le confunde de todo
esto, podando las palabras de otros frente a las del sujeto, filtrando los lugares comunes para
permitir la emergencia de sus posiciones. Es de esta forma en que aparece y se remarca que él
haya “esperado que se le pasara” y que le haya “dado espacio” a su expareja, así como el que
ahora esté firmemente interesado en estar disponible para su hijo, más allá de lo que ocurra en su
relación de pareja. Situar estos aspectos en sesión, permite al paciente hallarse a sí mismo en la
novela que cuenta, lo cual le permite localizar de mejor manera lo que sigue siendo confuso de lo
que no, trayendo a su vez efectos de alivio.

Por consiguiente, se trata de que el analista no sepa bien por qué hay prisa, así como
también mantenga el semblante, la promesa de que hay una respuesta para su confusión, aunque
no esté dicha aún. Con esto, lo que se logra es que sea el paciente mismo quien lo diga, poniendo
sobre la mesa sus propios ideales y fantasmas. En este sentido, no asumimos de antemano cuál es
la importancia de rendir bien en el trabajo, o que le llamen “distraído”, así como no se asume que
la inestabilidad emocional esté dentro o fuera de lugar en una situación como ésta. De tal manera,
por ejemplo, fue posible que J. dijera que le pone triste mirar su celular y ver que no ha recibido
mensajes de su ex, pero que es “de hueón no más” que lo sigue haciendo, es decir, algo que
aparece como un exceso sin sentido, en donde se piensa tanto en el otro que se abandona a sí
mismo. Asumir que cualquier persona estaría triste por las mismas razones no permitiría la
aparición de esta otra parte, que parece apuntar al funcionamiento de una identificación que es
propia de J., en tanto que se la apropió del discurso del Otro (sus amigos): “eres tan bueno que
eres hueón”. Marcar tal identificación es entonces necesario para hacer notar su contingencia,
para permitir un eventual movimiento. Es muy lindo porque el paciente mismo nos marca el
camino cuando cuenta que sus amigos lo aconsejan pero que eso sólo lo confunde más. No hay
que dar una respuesta, hay que preguntar: ¿por qué quiere volver a una relación en la que lo dejan
de lado? Para invitar a J. a dar cuenta de su posición de querer volver, al tiempo que se
rearticulan sus motivos, pasando por la identificación de “hueón”, pero también en relación con
lo que significa para él mantener unida la familia, el nexo entre abandono y repetición, y dónde
queda él en todo esto.

Finalmente, puede decirse que en cierto modo J. trae como motivo de consulta su
confusión. Nos enfrentamos con un caso en donde el sujeto llega barrado, por lo que la dimensión
de la causa no está llena de sentido, aunque tampoco se haya elaborado en pregunta como tal. No
obstante, hay algo que podemos decir que el paciente entra sabiendo, y es que ha venido con
“alguien que sabe”. Frente a esto, queda la impresión de que la entrevista provocó algo del
desplazamiento mencionado arriba, en donde la sorpresa es que el terapeuta no es tan depositario
de las respuestas como la conversación misma. Razones para pensar que esto fue así es el hecho
de que J. se permitiera mayor libertad al hablar a medida que pasaba el tiempo, llegando incluso a
asociar lo que le pasa ahora con lo que alguna vez fue para él importante en su infancia. En mi
opinión, esto habla de una mayor creencia en el poder de la palabra como tal, lo cual no hubiera
sido posible con un analista que detente las respuestas, uno que “pise el palito” de creer que el
saber está efectivamente de su lado. El analista está en silencio porque no es su función saber,
sino escuchar, ¿cómo vamos a escuchar si ya sabemos? No somos maestros sino compañeros del
sujeto, en el aprendizaje de su propia gramática.
Referencias

Brodsky, G. (2000). La prisa y la espera. El caldero de la Escuela, 80, 22-25. Buenos Aires,
Argentina: EOL.

Lacan, J. (1949). El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos
revela en la experiencia psicoanalítica. En Escritos 1, 99-105. México: Siglo veintiuno.

Miller, J.-A. (2012). La fuga de sentido. Buenos Aires, Argentina: Paidós.

Petrucci, V. (1996). ¿Qué lugar para el silencio? En El tiempo de interpretar. Buenos Aires,
Argentina: EOL.

Solís, A. (2014). Todos traumatizados. Rufián, 20(1). Disponible en:


http://rufianrevista.org/portfolio/todos-traumatizados/

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