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24/1/2019 Vida del Emperador Napoleón I el Grande / Instituto Napoleónico México-Francia, INMF

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COMENTARIOS SOBRE LA VIDA DE SU MAJESTAD

NAPOLEÓN I EL GRANDE
EMPERADOR DE LOS FRANCESES Y REY DE ITALIA

PRES ENTACIÓN

Líneas del Presidente

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El Alma de Napoleón
Apoteosis de Napoleón
Vida del Emperador Busto (detalle) por Bertel Thorvaldsen (1770-1844).
Napoleón I el Grande Galerías napoleónicas Ben Weider, M useo de Bellas
Artes de M ontreal; M BAM ©

Crónicas del Instituto Napoleónico México-Francia, INMF. ©


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Artículos y textos diversos
Por el Profesor
La Consagración
Sir Eduardo Garzón-Sobrado
S imbólica imperial
De la Academia Nacional de Historia y Geografía (UNAM)
Cartografía general Presidente-fundador del Instituto Napoleónico México-Francia, INMF.
Ideas del siglo napoleónico
Historia general
La leyenda napoleónica
Literatura durante el
Imperio
Religión
La obra civil

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El arte de la guerra
Economía, finanzas,
comercio
La Marina imperial
La vida cotidiana durante el
Imperio
La caída del Águila
S anta Helena y la
deportación E. Garzón-
El regreso de las cenizas S obrado
Cronología
Los Mariscales « La paz es la primera de las necesidades, como la primera de las glorias »
Los Hombres Napoleón I.

Genealogía
La Familia Imperial de
Francia
Libros y revistas
Imaginería
P RESENTACIÓN A LA VIDA DE NAPOLEÓN
Pintura durante el Imperio
Escultura y relieves Por el Señor Jean-Claude DAMAMME
De la Asociación de los Escritores Combatientes de Francia, A.E.C.
Música durante el Imperio
Consultor Histórico Especial del Instituto Napoleónico México-Francia
Numismática y falerística Representante en Francia de la S ociedad Napoleónica Internacional
Herencia y patrimonio ¿Hay acaso un personaje más universalmente conocido que el emperador de los franceses, Napoleón
Filmografía I?
Napoleón, México, y Pero de igual forma, ¿hay un personaje sobre el cual se hayan diseminado tantas calumnias y mentiras
América como sobre él? Sin perjuicio de insultos groseros.
Algunos – los más numerosos, y esto vale esencialmente para dos países: Francia e Inglaterra – no han
Colecciones y piezas
querido y siguen no viendo en él más que a un pendenciero inveterado, responsable, y subrayo «
históricas
responsable », de la muerte de centenas de miles de hombres, víctimas de su ambición insaciable, dos
Unidades y uniformología palabras que acompañan « fielmente » el nombre de Napoleón.
Monumentos y sitios Y esta ambición mortífera, sus detractores la fundan sobre la estafa semántica que constituye esta
históricos fórmula de « guerras napoleónicas » que conocemos bien. ¿Acaso no es cierto que se impone en la
mente que aquel cuyo nombre permitió forjar el adjetivo en cuestión, no puede más que ser el
Entrevistas
responsable de las guerras que marcaron trágicamente los años de 1800 a 1815?
Librerías Solapado y eficaz.
Napoleón para la juventud Pero el prodigioso administrador a quien debemos el Código civil, la Banca de Francia, el Consejo de
Estado (encargado de aconsejar al gobierno en materia jurídica), el Tribunal de Cuentas (encargado de
Los animales y la epopeya
examinar los gastos del gobierno), las prefecturas, los tribunales de comercio, los liceos, las
S ugerencias y correo de los M agistraturas del Trabajo (a las que se acude para defender su caso cuando se presenta un conflicto
lectores con su empleador), las cámaras de Comercio…
Tienda Pero el infatigable constructor que se encuentra en el origen de obras de arte parisinas como, entre
otras, los puentes de Austerlitz, de Jena, de las Artes; que hizo excavar las rutas del M onte-Cenis
Ligas de interés
(que enlazan Lyon a Turín y a Génova), del Simplón (que une Ginebra a M ilán), de Alejandría a
Libro de Oro Savona, de Génova a Alejandría, de Parma a La Spezia, de París a M adrid por Bayona, de París a
Voluntariado Amsterdam, de París a Namur-Lieja-Hamburgo, etc., sin menoscabo de un gran número de caminos
departamentales; que hizo cavar los canales como el canal lateral del Loira, de Nantes a Brest, de
Patrocinadores
Lübeck a Hamburgo, del Sambre al Escaut, del Rin al Rhône por el Doubs, enlazando el mar del Norte
Los Amigos del INMF al M editerráneo. En esto también, etc. etc.…
Patrocinar al INMF ¿Quién se preocupa por estas admirables facetas de un hombre admirable?
¿Quién se preocupa igualmente de aquel Primer Cónsul Bonaparte que recogió a una Francia
Publicidad y anunciantes
destrozada por los excesos del Terror, con sus puertos encenagados, sus caminos hundidos, sus
Anunciése en el INMF hospitales infectos, su industria muerta, sus fortificaciones derrumbadas, sus finanzas exangües, su
Inscríbase a nuestro boletín educación pública nula, y que hizo otra vez de ella una gran nación con la cual las monarquías
de información (gratuito) europeas tuvieron de nuevo que contar? Y eso para el gran pesar de Inglaterra que, desde ese
momento, se encarnizó, primero, en eliminar físicamente al hombre por medio de atentados
perpetrados por los realistas franceses, y luego, en arruinar al país a golpes de guerras de Coalición
pagadas por ella.
¿Quién sabe que este mismo hombre trajo de vuelta la paz en Francia volviendo a abrir las iglesias,
clausuradas desde la Revolución, pacificó la Vendea que los agitadores ingleses y realistas habían
vuelto un foco de infección política y militar…?
¿Y cómo olvidar que fue él quien, por primera vez y a pesar de una viva oposición, logró en 1807 dar
a los judíos, que no eran entonces más que parias sin ningún derecho, el estatuto de ciudadanos
enteramente?
La lista sería larga de los beneficios que el Primer Cónsul y luego Emperador Napoleón, aportó a
Francia, y es infinitamente lamentable que, víctimas de una activa desinformación que data de la caída
del Primer Imperio y de la Restauración de los Borbones, los franceses, mis compatriotas, no tengan
consciencia de ello.
Decenas de miles de libros han sido consagrados a Napoleón, ¿pero quién podrá leerlos jamás?
El profesor Eduardo Garzón-Sobrado, presidente-fundador del Instituto Napoleónico M éxico-Francia,
tuvo entonces la excelente idea, y sobre todo, la palabra no es demasiado fuerte, el valor –pues esta
empresa era un verdadero desafío– de proponerles un condensado de los eventos más importantes que
hicieron la vida y marcaron el reino de Napoleón.
Lo esencial de lo que se debe saber está en estas líneas.
Le agradezco sinceramente este hermoso trabajo, no porque es mi amigo, sino porque, por devoción a

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una memoria que nos es cara a ambos, devuelve a aquel hombre de bien que es Napoleón la justicia que
merece pero que se le niega demasiado a menudo.

INFANCIA Y F ORMACIÓN
« Tengo algún presentimiento de que un día esta pequeña isla sorprenderá al mundo »
Juan Jacobo Rousseau (1713-1788).

Salida del sol en las montañas corsas


Ilustración de André Castaigne (1860-1930).

APOLEONE DI BUONAPARTE nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de


la isla de Córcega que, desde el 15 de mayo de 1768, había pasado a ser propiedad del reino de Francia
en virtud del Tratado de Versalles, convenio que sellara la cesión de este territorio por Génova al Rey
Luis XV.
Evidentemente la transacción no se había hecho de un simple plumazo sobre el papel; una tozuda defensa
patriótica había hecho estragos en la ínsula y en su brava población, indómita entre las que más, según lo
refiee ya Tito Livio, pero, en aquel tiempo, la resistencia corsa ya había sido aplacada por el ocupante
francés desde el 9 de mayo de 1768 tras la victoria del conde de Vaux, en Ponte Corvo.
Aquella mañana del 15 de agosto, la muy piadosa María Laetitia Ramolino (1749-1836), mujer decidida
y afamada por su gran belleza, sin rival toda la isla decíase, y por ello apodada la « pequeña maravilla de
Ajaccio », regresa de misa a toda prisa y da a luz « casi sin dolor » a un precioso varón, no en la
recámara, a la que no alcanza a llegar, sino en pleno salón, a las 11 de la mañana.
El pequeño Napoleone es un niño diferente desde su nacimiento. Según una leyenda romántica tenaz,
apenas parido habría sido envuelto en una alfombra antigua en la que figuraban representados los
combates de la Ilíada, siendo el bebé elegido arrullado nada menos que por los manes de los héroes
homéricos. Un día, muchos años después, se interrogó a doña Laetitia al respecto y la matriarca, alzando
los hombros con una sonrisa retozona y algo sarcástica en los labios, respondió: « ¡no tenemos alfombras
en nuestras casas en Córcega, menos aún en verano que en invierno! ». Por lo pronto, el 21 de julio de
1771, el bambino es bautizado en la catedral de Ajaccio por el archidiácono Luciano, su tío abuelo.

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Predilección de la familia Bonaparte


El pequeño Nabulio, como es llamado cariñosamente en casa, no es el
mayor de la familia, dado que Giuseppe le ha precedido; pero se
esfuerza por tener ese empleo a fuerza de seriedad. Aquí le vemos
rodeado por su madre Laetitia y su tío Luciano, el archidiácono, quien
le bautiza y le hereda el nombre de Napoleone. Litografía de Denis-
Auguste Raffet (1804-1860).

Son muchos los que se preguntan de dónde viene este nombre predestinado, de sonoridades extrañas y
poéticas. Su etimología, muy discutida, es incierta, misteriosa.
Algunos literatos pretenden que significaría « el león del desierto »; es lo que pensaban poetas como
Víctor Hugo o la pareja legendaria de la épica napoleónica compuesta por Barthélémy y Méry; el Conde
de Las Cases, figura muy principal entre los evangelistas de Santa Helena, también hace referencia a esta
suposición en su Memorial.
Ciertos investigadores creen que este apelativo es de origen latino y se relaciona con la italiana villa de
Nápoles, pero otros historiadores afirman que más bien provendría del griego « Ne-Appolyon », que
quiere decir « el verdadero guerrero ».
Sin embargo, existe otra hipótesis mucho más interesante, y que es confirmada por la documentación
medieval de los siglos IX a XIII. Según esta teoría, nos hallamos frente a un nombre de origen germánico
ulteriormente adoptado y difundido en las regiones central y norte de la península italiana. Sería un
derivado del lombardo Nebulunc (o Nebulung), variante a su vez del germánico Niebelung, palabra que
viene de nibil (niebla) y que por consiguiente está vinculado con el alemán Nibelung, Nibelungen, propio
de la mitología germánica como se sabe. El nombre se habría fundido enseguida, en el transcurso de los
siglos, en formas preexistentes y comunes en los distintos dialectos italianos: Napoli (Nápoles), Leone
(León).
Más allá de estas sabias y, en ocasiones, un poco abstrusas especulaciones, en lo que se refiere a la
elección familiar de un nombre tan particular estamos bien seguros de dos cosas:
Primero, que lo hallamos regularmente en la genealogía de los Buonaparte, como es el caso de un tío de
Carlo María, padre de Napoleón, llamado Napoleone, quien fuera un ferviente patriota corso que
combatió a los franceses antes de morir en la ciudad de Corte, en agosto 1769.
Segundo, que Laetitia habría explicado que: « Es en recuerdo de aquel héroe que transmití este nombre a
mi segundo hijo. »
La vida de los Buonaparte, antigua familia italiana de ilustre abolengo establecida en Ajaccio desde el siglo
XV, se desarrolla en un clima apacible y familiar, pero también áspero y escueto. Laetitia tiene que hacerle
frente a una vida difícil con la llegada de doce niños pero, como buena matrona patricia, siempre logra
sacar adelante a la familia gracias a una férrea disciplina, un carácter a toda prueba, fundamentos
religiosos inamovibles y principios morales sólidamente establecidos: « tiene una cabeza de hombre en un
cuerpo de mujer », diría de ella Napoleón.
En cuanto al padre, Carlo, varón muy apuesto, gallardo y de emérita elocuencia, es un viajero incansable y
bastante mujeriego que se esmera con todas sus fuerzas por abrirse paso y lograr penetrar en la buena
sociedad francesa. Abogado y asesor de la jurisdicción de Ajaccio habiendo realizado estudios de leyes en
Roma y en Pisa, pertenece a la pequeña nobleza local (extracción de 1569, mantenida en 1771), y como
goza de la protección del gobernador, el marqués Charles-Louis-René de Marbeuf, logra beneficiarse de
los privilegios propios de su estatuto, con lo cual, tras un viaje a Versalles y la tramitación debida, estará
capacitado para enviar más tarde a sus dos hijos mayores, Giuseppe (José) y Napoleone, a las escuelas
reservadas para los jóvenes nobles sin recursos.
El primero, José, es un muchacho muy bueno, dulce y bastante flojo, que será destinado al sacerdocio,
eludiendo por poco este designio ya desde el principio todo trazado para él.
Napoleone, en cambio, pasa una infancia despreocupada y soleada, burguesa en casa y casi salvaje en las
callejuelas de Ajaccio y en el sendero del olivo y viña paternos, la bucólica propiedad campestre de los
Millelli. Como el padre, éste también es afecto a las bondades del sexo débil y, desde muy pequeño,
alguna vez estuvo muy apegado a una coqueta niñita local, lo cual le cuesta ser el blanco de las burlas de
los demás mozalbetes, que componen y le cantan un versito socarrón que ha llegado hasta nosotros:

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Napoleone di mezza calzetta fa l’amore a Giacominetta, « Napoleón con la calceta a medias le hace el
amor a Giacominetta ».
Hay que decir que los insolentes pagaban caro su atrevimiento pues, como recordará muchos años
después el Emperador: « Yo no podía soportar ser el objeto de este barullo. Palos, pedruscos, cogía todo
lo que se presentaba bajo mi mano, y me arrojaba a ciegas en medio de la melé. Felizmente siempre había
alguien para ponerme un alto y sacarme del aprieto; pero el número no me detenía, yo no contaba ».

Casa natal de Napoleón en Ajaccio, Córcega


La fachada de la calle M alherba en una tarjeta postal de
principios del siglo XX.

Tras esta infancia plácida y convencional, el pequeño Napoleone desembarca en el continente un


desconcertante día de enero de 1779 para ingresar, gracias a una beca otorgada por el Rey de Francia, al
colegio de Autun, donde reencuentra a su hermano mayor José, quien le había precedido.
El 5 de mayo siguiente, es admitido en la escuela militar de Briena (hoy Brienne-le-Château, Aube, en la
región de Champaña-Ardenas), institución administrada por los hermanos Mínimos de la Orden de San
Benito. Como todos los extranjeros, a menudo el exótico isleño es tomado en broma por sus camaradas
por su acento muy pronunciado, su vocabulario prácticamente inxistente y evidentemente vacilante; en
efecto a dejar Córcega el pequeño emigrante no hablaba ni una palabra de francés, idioma que tiene que
aprender desde cero, sin antecedente familiar alguno y a todo vapor. Su extraño nombre tampoco escapa
a la astucia de sus camaradas, que pronto le imputan el mote irrisorio de La paille au nez, « la paja en la
nariz », manera burlesca de imitar la forma como el pequeño pronuncia su nombre inverosímil,
Napolione. Por otra parte, una causa suplementaria que explica estos sarcasmos y el tratamiento
despectivo del que es víctima, son sus orígenes de la pequeña nobleza, así como su evidente pobreza, sus
ropas descoloridas, sus zapatos desgastados que hacen que el orgulloso infante se repliegue sobre sí
mismo, prefiriendo los grandes autores y los libros a sus compañeros y a los juegos de su edad. El 6 de
abril de 1783, sin haber alcanzado aún la edad de trece años, traza estas líneas imponentes en una carta
destinada a su padre:

« Briena, a 6 de abril de 1783.


-¡Padre mío, si vos, o mis protectores, no me dais los medios de sostenerme más
honorablemente, llamadme cerca de vos, estoy cansado de exhibirme en la indigencia y
de ver sonreír por ello a alumnos insolentes, quienes no tienen más que su fortuna
sobre mí, ya que no hay uno que no esté a cien picas por debajo de los nobles
sentimientos que me animan!
« ¡Eh! ¿¡Qué, Señor, vuestro hijo sería continuamente el hazmerreír de algunos nobles
patanes, quienes, orgullosos de los placeres que se dan, insultan sonriendo las
privaciones que padezco!? ¡No, padre mío, no! si la fortuna se rehúsa absolutamente a
la mejoría de mi suerte, arrancadme de Briena: Dadme, si hace falta, un estado
mecánico; que yo vea iguales a mi alrededor, sabré pronto ser su superior; por estos
ofrecimientos juzgad mi desesperación; mas, lo repito, prefiero ser el primero de una
fábrica que el artista desdeñado de una academia.
Esta carta, creedlo, no está dictada por el vano deseo de librarme a diversiones
dispendiosas, en nada estoy prendado de ellas. Siento solamente la necesidad de

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mostrar los medios que tengo de procurármelas como mis camaradas. Vuestro
respetuoso y afecto hijo,
De Buonaparte, cadete. »

Napoleón en la escuela de Briena


Estampa según el cuadro de M aurice Réalier Dumas (1860-1928).

Ante esta situación insostenible, extirpado en plena infancia a su familia, a su isla luminosa y cálida, y
sometido a una angustia constante en este pequeño presidio de ciento diez alumnos, el muchacho
orgulloso, altivo, de carácter templado cual navaja de acero, se retrae, devora libros y cualquier lectura
que esté a su alcance, medita, sueña, se prepara: « el genio no se perfecciona, pero el arte de combinar
bien las cosas es perfeccionado cada día por la observación y la experiencia », asegurará.
A pesar de tantas contrariedades, Napoleón guardará recuerdos entrañables de estos tiempos difíciles que
son los cinco años más delicados y secretos de la vida de un hombre.
El 14 de mayo de 1783, oficiada por el abate Geoffroi, tiene lugar en la capilla de Briena la primera
comunión de Napoleón, acto para el cual había sido preparado por el Padre Charles Patrault. Una
noche, ya en el crepúsculo de su vida en la bartolina de Longwood House, se le preguntó al Emperador
cuál fue la jornada de su vida en la que fue más feliz. Todos los oyentes allí congregados esperaban oír
los nombres de Josefina, del Rey de Roma, de los grandes reyes y potentados, las rememoraciones de la
Consagración o de Austerlitz; mas Napoleón, volviendo a sí de un breve ensueño, respondió
lacónicamente: « el día de mi primera comunión ».
En otra ocasión había dicho: « Para mi pensamiento, Briena es mi patria, es ahí donde sentí las primeras
impresiones del hombre ».

JUVENTUD: EL ÁGUILA EMPRENDE EL VUELO


« Bonaparte será quien pague el doble precio histórico de la Revolución: un estado fuerte y la guerra permanente ».
François Furet.

En octubre de 1784, Napoleón tiene quince años y se integra a la escuela militar de París.
Rápidamente promovido a segundo teniente de artillería, se incorpora en noviembre de 1785 al
regimiento de La Fère, en guarnición en Valence, en el sureste de Francia (Valence-sur-Rhône, antes
llamada en castellano Valencia de Francia).
Mucho mejor recibido que en Briena, puesto que
rodeado de camaradas de su condición, el joven
Bonaparte ejerce entonces su oficio con gran
dedicación, doblegándose dócilmente a las exigencias
de la disciplina. Valence es también para él la ocasión
de abrirse al mundo y de codearse con la sociedad
mundana y a veces frívola en la que, gracias a su gran
personalidad, pronto se hace notar favorablemente.
En cuanto a su persona, hay que decir que en ese
momento el muchacho no es lo que podríamos llamar
un vehemente amante de vida, y menos aún un
apasionado de la rutina de la guarnición y de la
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maniobra. Este hijo de las Luces o de la Ilustración es
un romántico genuino, solitario y melancólico; ya está
desencantado y, fiel a su costumbre, escapa al tedio
de la realidad ordinaria por medio de la lectura, la
reflexión y el estudio. También de la escritura,
actividad a la cual es muy proclive.
De hecho, sueña con dedicarse a las letras, con llevar
una vida literaria y seguir los pasos de su modelo del
momento, Juan Jacobo Rousseau, de quien escribió
un día esta frase plena de añoranza y de arrebato
juvenil: « ¡Oh Rousseau! ¿Por qué no viviste más que
sesenta años? ¡Para el interés de la virtud, hubieses
debido ser inmortal! ».

Napoleón alumno en la Escuela militar


Litografía de Nicolas-Toussaint Charlet (1792-1845).
Junto con Jean-Jacques, siempre conservará en su corazón un lugar especial para los autores que han
marcado su juventud, como Goethe o Bernardino de Saint-Pierre. En años posteriores, conforme su
espíritu va madurando se irá interesando en autores a veces hoy olvidados o poco conocidos por la gran
masa, pero de una gran importancia en su tiempo y sin duda para los vienen, tales como el Vizconde de
Bonald. Ciertamente merece un lugar central en nuestra evocación el divino Corneille, poeta sublime a
quien, de haber vivido en su tiempo, el Emperador hubiera hecho « un primer ministro; no son sus
versos lo que más admiro, es su gran sentido, su gran conocimiento del corazón humano, es la
profundidad de su política ».
-

Después de haber obtenido un permiso en septiembre de


1786, regresa a Córcega donde los negocios de la familia se
han deteriorado gravemente desde la muerte de su padre,
acaecida dieciocho meses antes en un hospital de la ciudad
sureña de Montpellier. Este suceso, que tuvo lugar lejos de
Napoleón, representó para él una pérdida muy dolorosa y
que causó en su espíritu un fuerte y durable impacto. ¡Pero
aún le quedaba su familia, y una madre amante y orgullosa
de su « pequeño Nabulio », que desde ese momento se
convierte en el jefe de la familia, ¡a la vez que en el primer
corso oficial del rey!
En uno de sus baúles de viaje, hallamos los siguientes libros,
inventoriados por su hermano José: destacan historiadores y
filósofos latinos y griegos, Platón, Plutarco, Cicerón,
Cornelius Nepos, Tito-Livio, Tácito, todas obras clásicas de
la biblioteca de un joven educado de aquel tiempo. Viaja
asimismo con cantidad de sus notas de lectura sobre Siria, el
gobierno de los persas, el antiguo Egipto, la religión en
Grecia, la Constitución de Esparta o de Atenas. Atraído por
el Oriente, posee la Historia de los Árabes bajo el gobierno
de los califas del abate de Marigny, o las Memorias del Última entrevista entre Bonaparte y Paoli
barón de Tott, sobre los turcos y los tártaros. Pintura anónima.
En cuanto a Europa, encontramos una Historia de Federico II, y una Historia de Inglaterra de John
Barrow, de la que copia la lista de reyes anglosajones. En materia de la corriente de las ideas políticas de
su tiempo, lee a Mirabeau, a Rousseau, a Voltaire, a Beaumarchais, y ha examinado El Espía Inglés (« El
observador inglés » ), de Pidansat de Mairobert. También ha resumido la República de Platón, y
plasmado análisis profundizados acerca de la administración y el funcionamiento de los Estados. Alma
romántica, como hemos dicho, se conmueve con Bernardino de Saint-Pierre, pasando de los sobresaltos
del corazón a los del honor, a los restauradores de la patria, los espartanos, Catón el estoico... Increíble
premonición, en la Geografía moderna de Lacroix, subraya una tierra aislada, Santa Helena, perdida en
las más remotas aguas del océano Atlántico, y anota en el margen del volumen: « pequeña isla » …
En abril de 1787 obtiene una prolongación de su permiso por « razones de salud » y algunos meses más
tarde lo encontramos en París, deambulando en las calles y haciendo solicitaciones en las
administraciones públicas, tratando de forzar al destino a fin de hacerse introducir en algunos salones
ancien régime.
En 1788 regresa con su guarnición a Auxonne y, el año siguiente, el 19 de julio de 1789, asiste a un

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motín en esta misma ciudad. Habiéndole « singularmente alarmado » el estallido de la Revolución
francesa en plena marcha, el joven militar solicita un nuevo permiso el 9 de agosto, que le es concedido,
y regresa de nueva cuenta a su isla natal, desgarrada ahora entre partidos antagonistas anglófilos y
francófilos, donde él preconiza la integración de Córcega a la « nueva Francia ».

En julio de 1790, Napoleón conoce a Pascual Paoli (1725-1807), jefe independentista corso y héroe de
su infancia, quien ha regresado hace poco del exilio. La entrevista es un claro fracaso, pero dejará para la
historia este testimonio profético del Babbu di a patria, el « Padre de la patria » corsa: « ¡Oh Napoleón!
No tienes nada de moderno; perteneces por completo a los hombres de Plutarco. ¡Ánimo, alzarás tu
vuelo! ».
El 1° de junio de 1791, en una Francia ya enteramente conflagrada por las contiendas revolucionarias y
la guerra civil, es asignado al 4º Regimiento de Artillería en Valence y obtiene el grado de teniente.
En aquellos tiempos tempranos, frecuentando a los jacobinos de la ciudad, su alma efervescente de
sueños de libertad e igualdad, no esconde en esa época su apoyo a la proclamación de la naciente
república. Obtiene un nuevo permiso en ocasión de las elecciones de la Asamblea legislativa que se llevan
a cabo en Corte en septiembre.
Le hallamos enseguida en París, en mayo de 1792, donde, ya detonado el incipiente periodo del Terror
con su cortejo de guillotinamientos y ejecuciones masivas, asiste a las insurrecciones del 20 de junio
y del 10 de agosto, siendo testigo ocular del brutal ataque a las Tullerías al que llega tras seguir a « un
grupo de hombres horrorosos, que llevaban una cabeza en el extremo de una pica » y presenciando el
pillaje del palacio, las masacres ignominiosas de los heroicos Guardias Suizos, y el destace e incluso la
violación sexual de sus cadáveres inertes por las mujeres callejeras, trastornadas y ebrias de sangre. « Me
encontraba en esa horrible época – recordará años más tarde – alojado en París, rue du Mail, plaza de las
Victorias. Al sonido del toque de alarma y de la noticia de que se daba el asalto de las Tullerías, corrí al
Carrusel... Me aventuré a entrar en el jardín. Nunca, desde entonces, ninguno de mis campos de batalla
me dio la idea de tantos cadáveres que lo que me presentaron las masas suizas... Recorrí todos los cafés
del vecindario de la Asamblea: por doquier la irritación era extrema, con rabia en todos los corazones; se
mostraba en todos los rostros, aun cuando no fuesen en absoluto gentes de la hez del pueblo ».
Estas manifestaciones bestiales, sus transgresiones y ultrajes repugnantes le marcarán para toda su vida, y
Napoleón guardará por siempre en la memoria aquellas imágenes espeluznantes cuyo espectro hará que
recuerde con asco y con el corazón estremecido de horror la guerra civil y el rostro sangriento y criminal
de la Revolución francesa, matriz de todos los regímenes totalitarios y genocidarios del Siglo XX. « De
joven fui revolucionario por ignorancia y por ambición », le confesará con toda franqueza al príncipe
de Metternich en el futuro (el historiador francés Louis Madelin, ilustre observador y cronista de los
tiempos modernos, describe como sigue lo que será la condición de su país como consecuencia del
periodo del Terror: « Francia está desmoralizada. Está agotada, es el rasgo final de este país en ruinas. Ya
no existe opinión pública, o más bien esta opinión ya no está hecha sino de odios. Se odia a los directores
(los miembros del Directorio) y se odia a los diputados; se odia a los terroristas y estos últimos odian a lo
chuanes (los realistas de la Vendea); se odia a los ricos y se odia a los anarquistas; se odia a la revolución
y se odia a la contrarrevolución… Pero donde el odio alcanza su paroxismo, es contra los nuevos ricos.
¿Para qué haber abolido a los reyes, a los nobles y a los aristócratas, puesto que los diputados, los
granjeros y los hombres de negocios los han remplazado? ¡Sólo gritos de odio!... Entre todas las ruinas
halladas por el Directorio y además acrecentadas por la ruina de los partidos, ruina del poder, ruina de la
representación nacional, ruina de las iglesias, ruina de las finanzas, ruina de las casas, ruina de las
consciencias, ruina de las inteligencias, no hay nada más lamentable aún que esto: la ruina del carácter
nacional »).

Mientras tanto, elevado al grado de capitán en julio de dicho año, vuelve a partir hacia Córcega en
octubre.

Napoleón presencia el saqueo de las Tullerías


« Antier, siete a ocho mil hombres, armados con picas, hachas, espadas, fusiles,

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martillos de herrador, palos puntiagudos, se dirigieron a la asamblea para hacer una
petición. De ahí fueron donde el rey. El jardín de las Tullerías estaba cerrado y
quince mil guardias nacionales lo guardaban. Echaron abajo las puertas, entraron en
el palacio, apuntaron los cañones contra el apartamento del rey, tiraron cuatro
puertas, le presentaron al rey dos cucardas, una blanca y la otra tricolor. Le dieron a
elegir,“escoge pues” le dijeron, “reinar aquí o en Coblenz”. El rey sí se mostró. Se
puso el gorro rojo. La reina y el príncipe real hicieron lo mismo. Le dieron de beber
al rey. Permanecieron cuatro horas en el palacio » (carta de Napoleón a su hermano
José). Estampa según la obra de M aurice Réalier Dumas (1860-1928).

En febrero de 1793, se presenta a la cabeza de los voluntarios corsos y participa en un ataque que
fracasa contra Cerdeña. En marzo, rompe definitivamente sus relaciones con el anglófilo Pascual Paoli y,
tras una breve estancia en el continente, desembarca en Ajaccio junto con el ejército republicano con el
objetivo de acabar con la revuelta de los partisanos paolistas. Ante su resistencia encarnizada y después de
haber escapado a un atentado, decide reembarcarse hacia Francia llevando consigo a su familia, que,
perseguida y seriamente amenazada de muerte por los grupos paolistas, se instala en Marsella.
Fue durante su estancia en Auxonne en donde se
entera de una terrible noticia: la ciudad de Tolón
(Toulon) se ha entregada a los ingleses.
Después de haberle propuesto un plan de
reconquista de la ciudad al Comité de Salud
Pública, el 16 de septiembre de 1793 obtiene el
mando en jefe de la artillería de la armada encargada
retomar la ciudad. Para él, es la ocasión idónea de
darse a conocer e imponer sus puntos de vista tras
haber puesto de lado al mustio general Carteaux,
juzgado incompetente y al que la Convención llama
de nuevo. Es entonces, bajo las órdenes del
benévolo general Dugommier, que el joven capitán,
poniendo de manifiesto un arrojo personal que
pasma a sus compañeros de batalla, demuestra por
vez primera a ojos del mundo sus prodigiosas
cualidades de táctico, y recoge sus frutos el 19 de
diciembre, al arrebatarle la ciudad a la flota inglesa.
Fecha histórica entre todas, en este día memorable
un verdadero jefe de guerra acababa de nacer.
A partir de este momento, la popularidad de La batería de los hombres sin miedo
Bonaparte ha recorrido toda Francia con la « M e hacen falta hombres, de verdad, con cojones, sobre
velocidad del rayo, y el esforzado capitán se ha todo no maricas. No les pediré nunca ir a tomar una
convertido ya en figura central de los medios militar posición enemiga, pero insisto en que me sigan en esta
y sociopolítico franceses, lo cual sin embargo no le posición. ¡Si sois de esos hombres, levantad la mano! »
exime de graves amenazas. Grabado de Denis-Auguste Raffet (1804-1860).
El 9 de Termidor del año II (27 de julio de 1794) Robespierre y sus asociados son derrocados y
enseguida guillotinados. El 9 de agosto Bonaparte recibe de la Convención la orden de dirigirse a la
Vendea y dirigir operaciones en el marco de la cacería y genocidio de católicos que en ese momento,
por decreto gubernamental fechado el 2 de agosto de 1793, se lleva a cabo en el Oeste de Francia. De lo
alto de sus 25 años de edad, el muchacho rechaza con aplomo y un enorme valor esta disposición
despreciable, lo que le cuesta ser « rayado » de los cuadros del ejército por el Comité de Salud Pública
y luego detenido bajo arresto domiciliario en Niza, en grave peligro de ser él también guillotinado como
« refractario ». No será sino gracias a la mediación de algunas de sus relaciones que escapará al cadalso,
saliendo de prisión el día 20. Se pone entonces del lado de la Convención termidoriana y posteriormente
del Directorio, siendo protegido por el vizconde Paul-François de Barras (1755-1829) a quien conoce
desde el sitio de Tolón. Ha escapado por poco a la cuchilla revolucionaria...

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El general Bonaparte y su ayuda de campo Junot en París en


1795
Ilustración de Jacques Onfroy de Bréville, « Job » (1858-
1931).

Con el vientre vacío y las pantorrillas enjutas, lo hallamos poco después en París, demacrado, macilento,
enfermo de una sarna pertinaz contraida en Tolón, desempleado y pisoteando calles y avenidas, sin un
céntimo en sus bolsillos apolillados.
Amigo del célebre actor Talma desde hace tres años, se ve forzado a pedirle prestado para subsistir… Ha
salvado el pellejo, pero ha caído en desgracia, en el aislamiento de la muerte pública, lo que en ese tiempo
se llama « la guillotina seca ». También se la pasa en la Biblioteca Nacional, donde escribe una novela
de amor; nada sorprendente para un joven romántico y solitario, extraviado en un París desenfrenado
donde el erotismo está a la orden del día, donde todo está permitido y las Maravillosas andan desnudas
bajo sus túnicas de muselina a la antigua.
La pequeña Laure Permon, cuya familia hospeda a Napoleón y algún día será duquesa de Abrantés,
nos dejó un vívido retrato del joven esparciata que lleva polainas de cartón a modo de calzado y se obliga
a no comer más que pan seco, « el gato con botas » decía, en esos tiempos de profunda miseria y
charreteras doradas: « Se le encontraba en las calles de París, errando con un paso torpe e incierto, con
un mal sombrero redondo hundido sobre sus ojos y que dejaba escapar dos orejas de perro mal peinadas
que caían sobre el cuello de su redingote gris hierro vuelto tan célebre ».

El 13 Vendimiario — [iglesia de] San Roque 1795


Litografía de Denis-Auguste Raffet (1804-1860).

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En 1795, el 13 de vendimiario exactamente (5 de octubre), Barras le encarga la represión de milicias
organizadas realistas que, deseosas de restaurar al rey en el trono de Francia, se sublevan en armas contra
la Convención, amenazando con hundir a Francia en una nueva guerra civil. Bonaparte duda al principio,
desconfía tanto de la encomienda como del comanditario, concupiscente y corrupto hasta la médula; pero
tras exigir plenos poderes y obtener las garantías exigidas, acepta el reto y decide pasar al acto,
sofocando prestamente la sedición. Su acción contundente al contrarrestar esta peligrosa arremetida le
vale ser nombrado comandante general segundo del Ejército del Interior tres semanas más tarde.

Encuentro de Napoleón y de Josefina


Cuadro de Jules-Georges Bondoux (?-1920).

Con su reputación a tope, de hecho ya internacional, será, nuevamente gracias a Barras, presentado a la
aristócrata martiniquesa María-Josefa-Rosa Tascher de la Pagerie, vizcondesa de Beauharnais, a
quien pronto nombra « Josefina ». Bastante mayor de edad que él y sin ser ya una mujer físicamente
muy hermosa, la criolla es en cambio extremamente sensual y de una portentosa femineidad, realzada por
un incomparable encanto y con una personalidad fuerte y muy atractiva. Viuda del vizconde Alexandre
de Beauharnais, general guillotinado durante el Terror y de quien tiene dos hijos, la antigua cortesana,
antaño figura notable del Antiguo Régimen y descendiente por ambas ramas de su estirpe de la reina
Leonor de Aquitania, es decir de sangre noble inmejorable, es una superviviente providencial de los
calabozos republicanos que para entonces vive de expedientes, frecuentando « íntimamente » a los
grandes personajes del Directorio. Napoleón se enamora perdidamente de ella y, después de un apasionado
cortejo, la desposa el 5 de marzo de 1796, justo cuando acaba de obtener el mando del Ejército de
Italia. Además de ser su mujer amada, locamente « venerada », « uno de los rayos de [su] estrella », la «
incomparable Josefina » será una poderosa palanca de elevación social, política y diplomática para
Napoleón, quien siempre lo reconocería y se lo agradecerá hasta el final: « La circunstancia de mi
matrimonio con Madama de Beauharnais me puso en punto de contacto con todo un partido que era
necesario a mi sistema de fusión, uno de los principios más grandes de mi administración. Sin mi mujer,
no habría podido nunca tener con ese partido ninguna relación natural ». Pero el vínculo entre estos dos
personajes elegidos iría todavía más allá de estas consideraciones terrenales, lo cual no escapará tampoco
al legendario y misterioso discernimiento de Napoleón quien, a guisa de obsequio de nupcias, ofrenda a su
novia un hermoso medallón esmaltado en oro, grabado con el lema predestinado: « Hacia el destino »...
Las festividades de la boda son por desgracia de muy corta duración, puesto que dos días después el
general Bonaparte, investido con una nueva misión, ésta de muy grandes proporciones, emprende su
ruta hacia Niza para ponerse a la cabeza de su nueva asignación y hacerle frente a los ejércitos de la
Primera Coalición.

Bonaparte y Josefina
Estampa nupcial de la época.

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NACE LA LEYENDA
« Yo me miraba por primera vez como un hombre llamado a influir sobre la suerte de un pueblo. Veía al mundo fugarse
bajo de mí como si yo fuera transportado en los aires ».
Napoleón acerca de la campaña de Italia.

BONAPARTE LE PONE FIN A LA PRIMERA COALICIÓN

Al llegar a Italia, el general Bonaparte se encuentra con un ejército devastado y en ruinas, en plena
descomposición. Está compuesto por hombres decaídos y hambrientos, en harapos y muchas veces
incluso descalzos. Estos hombres duros y feroces quedan sorprendidos al ver llegar a este « matemático
» veinteañero, casi imberbe, huesudo, desgarbado y pálido como la muerte. Su cabello largo y empolvado
según los cánones de la época, parece escurrirle por las mejillas huecas, y sus pómulos salientes ponen de
relieve una nariz afilada como navaja, rematada por dos férvidos ojos azules resplandecientes como
zafiros.
Thiébault recuerda que llevaba « su sombrerito coronado por un penacho bastante mal atado, el cinturón
tricolor más que negligentemente anudado, su traje hecho a la diabla y un sable que, en verdad, no parecía
el arma que debiera hacer su fortuna ».

¿De qué os quejáis?


Unidades del Ejército de Italia plasmadas por Denis-Auguste Raffet (1804-1860)

No obstante el general no tarda en subyugarlos e imponerse tanto como por sus dotes de seducción y de
diplomacia como por su poderosa autoridad innata y gran aplomo. Se dirige a sus soldados en estos
términos:
« ¡Soldados! Estáis desnudos y mal alimentados. El gobierno os debe mucho, pero nada puede por
vosotros. Vuestra paciencia, el coraje que mostráis en medio de las rocas son admirables, pero no os
procuran gloria alguna; ningún brillo relumbra sobre vosotros. Voy a conduciros a las planicies más
fértiles del mundo; allí encontraréis grandes ciudades y ricas provincias, en ellas hallaréis honor, gloria y
botín. Soldados de Italia, ¿os faltará coraje? »
Pronto dejan de refunfuñar y, con o sin zapatos, siguen al joven jefe con una suerte de fascinación.
Incontenible, éste último, entre marzo de 1796 y abril de 1797 desbarata uno tras otro a los ejércitos
italianos y austriacos, éstos últimos reputados por ser los primeros del mundo en aquellos días. Los
nombres gloriosos se suceden para la Historia: Montenotte, Millésimo, Mondovi, Lodi – donde el recibe
el título afectuoso del « pequeño cabo » –, que llevan a la toma de Milán el 15 de mayo de 1796. Les
siguen Castiglione, Árcole donde el general Bonaparte lleva a sus tropas al asalto del puente mítico;
Rívoli, la mayor victoria de la campaña, que abre la ruta de Viena y obliga a Austria a pedir un armisticio,
cuyos preliminares son firmados en Leoben el 18 de abril.
El general instala su Cuartel en Mombello y lleva una vida de procónsul, dirigiendo no sólo al ejército sino
de hecho ya gobernando desde allí a toda Italia, manejando la política local y en parte la vida cultural
(entre una contienda y una escaramuza, encuentra el tiempo de mandar restaurar muchas obras de arte
como La última Cena de Leonardo da Vinci) e intelectual, pues entre otras muchas iniciativas funda su
Journal de Bonaparte et des hommes vertueux (« Diario de Bonaparte y de los hombres virtuosos » )
que se difunde hasta en París. A pesar de ello no todo es radiante para este joven corazón taciturno que
languidece y concibe mil sueños de su lejana –y distante– Josefina: « No he pasado un día sin amarte. No
he pasado una noche sin estrecharte en mis brazos. No he tomado una taza de té sin maldecir la gloria y la
ambición que me tienen alejado del alma de mi vida… ».
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El general Bonaparte junto al fuego de campo la víspera de un combate


Escena de la campaña de Italia por Denis-Auguste Raffet (1804-1860).

En el plano político, todos estos éxitos absolutamente asombrosos y que cimbran a toda Europa acarrean
el tratado de paz de Campo-Formio del 18 de octubre de 1797, negociado y firmado exclusivamente
por Napoleón con las autoridades austriacas y que cierra por fin la Primera Coalición, que duraba desde
1793. En realidad este convenio se ha hecho un tanto en detrimento del Directorio, que deseaba que el
general Bonaparte explotara sin medida ni recato su victoria invadiendo Viena y destruyendo tanto a la
monarquía de los Habsburgo como al Vaticano, nada menos. Muy al contrario, durante toda la campaña,
el General que « no tiene más que dar una orden para derrocar y arruinar por completo al poder pontifical,
(...) se abstiene de perseguir a los sacerdotes franceses emigrados que se habían refugiado en tierra
pontificia en las legaciones arrebatadas a la Santa Sede » incluso haciendo « unírsele al obispo de Imola, el
cardenal Chiaramonti que será Pío VII, el Papa de su coronación », recuerda el historiador realista
Jacques Bainville.
En lo inmediato, el gobierno revolucionario, muy a su pesar pues carente de todo recurso, se verá forzado
a cerrar los ojos y a resignarse, agobiado por su desesperada situación económica pero también política,
después de que los realistas habían ganado las elecciones legislativas; en esas condiciones, acabará
contentándose con el botín de guerra que emprende la ruta de Francia y que subsana sus finanzas
exangües.
En lo que respecta al héroe de Rívoli, el tratado de Campo-Formio le confiere un renombre excepcional y
creciente en el país, redoblado a su regreso a casa en las esferas cultas tras su admisión en el Instituto
nacional (el Instituto de Francia) el 25 de diciembre de 1797. Abundando en el tema, digamos de paso
que Napoleón es el único jefe de Estado miembro de esta insigne institución con quien haya contado
jamás Francia (que no será el único país en reclamar crédito similar, pues Napoleón será nombrado por
aclamación miembro de la Academia de Bolonia en 1800, y miembro de la Academia de Artes de
Nueva York en 1803). Esta notoriedad inusitada resulta muy molesta para el gobierno del Directorio, que
ya percibe en aquel general a un rival potencial creciente y por ende se apresura a alejarlo de Francia. El
príncipe de Talleyrand lo recuerda en sus memorias: « le parecía tan útil al Directorio deshacerse de un
hombre que le hacía sombra que ordenó la expedición de Egipto, le dio el mando de ésta y preparó así los
eventos que más le preocupaba prevenir ». En efecto, a Barras y a sus colegas se les ocurre confiarle un
artificioso ejército, en primera instancia encargado de invadir Inglaterra, proyecto evidentemente ilusorio
en una Francia que no dispone de una armada naval capaz de hacerle frente a la poderosa Navy británica.
Sobra decir que Napoleón está bien consciente de ello, y en cambio, a instigación suya y gracias al apoyo
del mencionado Talleyrand, ministro de relaciones exteriores, se optará por confiarle en abril de 1798 la
expedición de Egipto, una campaña que, si desde un punto estrictamente militar se revelará a la larga
como un fracaso doloroso, no deja de ser una de las más hermosas páginas épicas y culturales de la
historia, tanto de Francia como de la universal.
Pero vayamos por partes.

Después de zarpar de Tolón el 19 de abril, la flota francesa de 300 bastimentos y llevando 36 000
soldados de infantería y 2500 de caballería, logra burlar la escuadra de Horacio Nelson que se afana
buscándola en Gibraltar. Después de forzar la capitulación de la isla de Malta, el ejército francés se
presenta finalmente el 1º de julio en el puerto de Alejandría; « ¡Ea, nuestro guía, derrota al enemigo y
así después te haremos nuestro rey! », recuerda Marmont haber exclamado tras el desembarque, y poco
después el general en jefe lanza su primera arenga en tierras faraónicas: « Soldados, la primera ciudad que
vamos a encontrar ha sido construida por Alejandro; hallaremos a cada paso grandes recuerdos dignos de
excitar la emulación de los franceses ». Los habitantes de la ciudad se muestran primero intimidados por
esta armada y desertan las costas permitiendo a los extranjeros desembarcar sin resistencia, pero pronto
algunos beduinos acuden para atacar a los puestos avanzados y decapitan a los franceses caídos en sus
manos. Notando la agitación de los defensores que se arremolinan en torno a las fortificaciones, el general
en jefe fuerza el ataque antes de que se organicen y puedan recibir refuerzos. Para el medio día del 2 de
julio Alejandría ha caído gracias a las brechas abiertas por la artillería y el valor de las divisiones Menou y
Kléber. Éste último queda sin embargo seriamente herido, por lo que se le asignan 9000 hombres y el
mando de la plaza mientras Napoleón marcha sobre El Cairo con el resto del ejército, atravesando como
los hebreos antiguos el desierto del Damanhur. Como a lo largo de toda la epopeya, el clima le hará pasar

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muy malos ratos y esta travesía resulta un martirio abominable, máxime para hombres provenientes de un
clima templado y no acostumbrados a canículas semejantes, por lo demás en pleno verano. Vestido con
insoportables uniformes de lana, sin agua ni la menor legumbre, el ejército se alimenta de raras sandías e
insectos, cuando los hay; muchos sucumben a las privaciones y otros a la desesperación; incluso entre
los bravos de Italia cunde el pánico en medio de esta tórrida desolación. En El Cairo, el terrible cacique
Murad Bey se entera de que un « ejército de infieles » avanza hacia su capital y se regocija de antemano
al enterarse de que su mayoría son unidades de a pie, a los que, pronostica, cortará la cabeza « como una
sandía » con su temible caballería mameluca. El 10 de julio, en Ramaniéh, luego en Chebreys, los bravíos
jinetes llegan por cientos al contacto de los franceses agotados. De cara los legendarios mamelucos, el
general Bonaparte no se amilana y dispone a sus hombres en cuadros bien formados flanqueados por
piezas de cañón que cruzan sus fuegos. Las temibles cargas de los hasta entonces invictísimos
mamelucos se quiebran una tras otra al chocar contra las ciudadelas móviles pero inquebrantables de los
occidentales.
El 21 de julio, antes de la batalla de las Pirámides que se producirá en breve contra el grueso del
ejército de Murad Bey, miles de jinetes furiosos determinados a defender su capital, ya se vislumbran al
sur las pirámides de Gizeh que darán su nombre a la batalla y Napoleón declara a sus soldados: « Pensad
que de lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan ». El combate es muy áspero y
disputado pero, bien conscientes de que en caso de una derrota todos los perdedores serían víctimas de
una masacre generalizada al estilo musulmán, los franceses redoblan esfuerzos y, gracias a las tácticas
móviles y a la resistencia sin falla de las divisiones Desaix y Reynier, se llevan la victoria. Esa noche, el
general Bonaparte duerme en Gizeh, en el palacio mismo de Murad Bey. La Batalla de las Pirámides le ha
dado El Cairo pero sobre todo le ha abierto las puertas del imperio otomano en Egipto.

Napoleón frente a las pirámides


Ilustración de Denis-Auguste Raffet (1804-1860).

Apenas instalado en la capital, Bonaparte, a quien los egipcios –maravillados por su « hermosa cabellera
amarilla » como lo referirá Gérard de Nerval en su Viaje a Oriente (1851)–, ahora llaman el « sultán El-
Kébir » –el más grande–, compone un « diwán », es decir un consejo de notables de la ciudad y organiza
varios regocijos para celebrar la capitulación de los turcos. Prefigurando su actividad como Primer
Cónsul, legisla, dicta una serie de medidas sociales, financieras y jurídicas que tienden a arrancar al país
de la anarquía en la que lo mantenían los beys. Por desgracia, nada de esto evitará la sublevación de una
parte de la población el 21 de octubre, provocada por los jefes religiosos fanáticos aconsejados por
agentes ingleses infiltrados y en contacto permanente con el « comandante de los creyentes », el gran
sultán, quien anunciará la declaración de guerra de Turquía en septiembre y el envío de dos ejércitos para
reconquistar Egipto. En efecto, el odio hacia los cristianos encuba, siempre latente y amenazante, en aquel
pueblo musulmán obcecado por un fanatismo mahometano encima de todo azuzado, para el cual dicho
aborrecimiento es un artículo de fe y que no puede conducirse « más que con la mayor severidad »,
según palabras del general, dado que « obedecer, para ellos, es temer », explica. ¿Debe sorprendernos tan
riguroso proceder, cuando sabemos la repulsión de Napoleón por el fanatismo, ese temible espectro cuyos
« efectos terribles ahogan las leyes sagradas de la humanidad, vuelven a los pueblo feroces y acaban por
forjarles hierros »?
Pero el 1° de agosto siguiente, la flota francesa es destruida por los ingleses del almirante Nelson en
Abukír. Esta derrota convierte a los franceses en prisioneros de su propia conquista, pues dicha flota
tenía como finalidad repatriar a Francia al ejército de Oriente en caso de desgracia. Napoleón recibe la
noticia el 14 de agosto con una impasibilidad de mármol que impacta a su entorno, estremecido por el
informe. Tiene cientos de proyectos en mente y junto con los sabios de la expedición se consagra a
realizar estudios de las más diversas naturalezas. Se toman medidas de la Esfinge, se descubren y
registran especies animales y vegetales, monumentos y palacios, y se asciende a la cima de la pirámide de
Keops. Napoleón, quien « planteaba las preguntas, sondeaba el mal e indicaba el remedio », funda en El
Cairo el Instituto de Egipto bajo la presidencia de Gaspard Monge con quien se adentra un día en el
desierto del istmo de Suez. « ¡Monge, estamos en pleno canal! », exclama. En efecto, se hallan en medio
del antiguo lecho cavado por el faraón Necao, y entonces manda que sus ingenieros empiecen a
reconocer su traza. Enseguida ordena que se lleve a cabo un estudio en vista del restablecimiento de la
comunicación entre el Mar Rojo y el Mediterráneo, anunciador del futuro Canal de Suez.
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El año 1799 ve realizarse la conquista de Siria con la toma de El-Alrich (el 20 de febrero) y de Jaffa (el
11 de marzo). En cambio, ante San Juan de Acre (marzo-mayo), es el fracaso. Tras la victoria del
Monte-Thabor (el 16 de abril) las tropas francesas salen de Siria. El fuerte de San Juan de Acre era en
efecto la clave estratégica militar y comercial del dominio de Oriente, y cuya caída hubiera puesto desde
ese momento a Inglaterra de rodillas ante Francia. Retrospectivamente, se puede considerar en cierto
modo que este descalabro, aunado al desastre de Abukír, selló desde ese momento la suerte ulterior del
futuro reinado de Napoleón, pues permitió a Albión mantener su potestad sobre las Indias y con ella el
dominio comercial en oriente, fondo inextinguible de recursos que le permitirán financiar todas las
guerras del periodo, una tras otra y hasta la última.
A pesar de todo, la expedición de Egipto queda como una cumbre de la Historia universal, pues aunada a
la multiplicidad de descubrimientos científicos, arqueológicos, artísticos, geográficos, zoológicos y
botánicos que suscitó, ha permitido la creación por Napoleón del Instituto de Egipto y engendrado la
egiptología, sembrado las semillas de la influencia y de la irradiación de la cultura francesa en el Oriente
Próximo, que tantos frutos han dado y laten intensamente en nuestros días.

Desembarco en Fréjus, el 17 de vendimiario del año VIII (9 de octubre de 1799)


Ilustración a colores según una litografía de Grenier.

Informado de la situación catastrófica de una Francia librada a la corrupción más descomedida, a la


venalidad y a la incompetencia del Directorio, despojada de sus adquisiciones territoriales y gravemente
amenazada en sus fronteras por los ejércitos enemigos, el general Bonaparte confía el mando de la
expedición al general Kléber el 22 de agosto, y decide zarpar hacia Francia. Aquí es el momento de
precisar un punto que los detractores de Napoleón, sirviéndose como siempre de la ignorancia y de la
buena fe del público, tratan permanentemente de explotar para infamar al Emperador, pretendiendo que
éste habría « abandonado » a sus hombres a su suerte, dándoles la espalda para alcanzar sus fines de
poder y de ambición personal en el Continente. En un manual escolar francés incluso hallamos esta
increíble acusación: « [Napoleón] regresa a Francia sin que el gobierno se atreva a castigarle por su
deserción »; ¡nada menos! La verdad, nunca dicha, del asunto, es que Napoleón, desde su partida,
estabaformalmente formalmente autorizado por el Directorio a volver « cuando y como él lo quisiera »,
y además, dichas autoridades le habían hecho llegar una comunicación demandando su regreso a Francia
ya desde el 26 de mayo de 1799. Efectivamente, ese mismo día Talleyrand escribe a Bruix lo siguiente: «
El Directorio acude a vos para instruirle [al general Bonaparte] acerca de la situación interior y exterior.
Traedle de vuelta » (Sorel, VI, 319).
Esto una vez precisado, tras una travesía de lo más peligrosa, arriesgando su vida sorteando
milagrosamente a la flota inglesa en acecho constante, Napoleón desembarca el 9 de octubre en las
costas de Saint Raphaël (departamento del Var) y después de un recibimiento triunfal, especialmente en
Lyon, emprende la ruta de París, donde a la noticia de su llegada se baila en los cruces de las calles: «
Viva Bonaparte que viene a salvar a la Patria », escucha y anota Marbot; y el publicista Fievée, entonces
retirado en el Bourdonnais, recuerda que « Cada campesino que me encontraba en los campos, las viñas o
los bosques, me abordaba para preguntarme si se tenían noticias del general Bonaparte. Nunca nadie se
informaba del Directorio ». Es que, apunta Renée Casin, « los franceses de todas las clases, de todos los
medios han reconocido en él de instinto al verdadero hombre de Estado que sería, contra las tiranías y las
facciones, el liberador; contra el desorden, el ordenador; y contra los odios, el pacificador ».

BONAPARTE SALVA A F RANCIA DE LAS


GARRAS ANGLO-JACOBINAS

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« El sistema del gabinete inglés será siempre aniquilar a Francia como su único rival, y reinar después despóticamente
sobre el universo entero ».
Conde M icheal Vorontzov, embajador de Rusia en Londres (1803).

18 de Brumario, 10 de noviembre de 1799


La Conspiración de los puñales representada por un autor anónimo. Escuela
inglesa de la época.

En la ciudad de París, los miembros del Directorio se encuentran cada vez más aislados; sofocados por
la corrupción, arrinconados por su propia mediocridad, su disolución y lamentables excesos, temen ser
pronto echados del poder.
En este marco inquietante y altamente explosivo, el cálculo de Bonaparte resultará correcto y más que
oportuno en vista de la opinión pública ambiente, y su providencial regreso se presenta como una
auténtica patada en el hormiguero de los clubes y de los cafés políticos, donde los chismorreos e infinitas
caricaturas cunden y estigmatizan a « la increíble facción » o mejor dicho a la « facción de lo Increíble »,
ese régimen directorial podrido y venal, monstruoso producto termidoriano del acoplamiento del
terrorismo y de la finanza, doblemente amenazado de un lado por la miseria del campesinado
desarraigado, desarticulado y despojado por el « progresismo » fisiocrático revolucionario, y del otro por
las conspiraciones realistas.
En verdad, la población aborrece este régimen en plena licuefacción, encarnado por Barras y sus
palinodias. La autoridad del gobierno es nula, los impuestos ya no entran a las arcas; bandas armadas de
truhanes y degolladores operan en todos los caminos y los hostales, incluso en las puertas mismas de la
capital. En el Oeste, la insurrección es latente, y por doquier en la administración se hacen amaños, se
roba y se despoja sin ley que valga. Las fuerzas vivas de Francia están hundidas en el desaliento, el
abatimiento profundo y general.
Ahora, la situación es de lo más peligrosa en Francia pues, además de todo esto, de las amenazas
armadas en las fronteras y de las conspiraciones de los grupos realistas, fermenta también,
apuntalada por agentes ingleses infiltrados, una letal maquinación jacobina, de lo más peligrosa, ya
que busca nada menos que restablecer el régimen del Terror en el país.

La Increíble facción
Infestado de jacobinos, cundido de traidores, infiltrado por agentes ingleses, el
ultra corrupto régimen del Directorio, aquí ataviado a la usanza de los disipados
y extravagantes Incroyables, trata de escabullirse de la doble amenaza que pesa
sobre él: los realistas (a la izquierda) y la profunda miseria popular,
representada por un campesino hambriento (a la derecha). Nótese que los tres
personajes están armados, poniendo el artista de manifiesto la tensión política
y social que se vivía en Francia al regreso de Napoleón de Egipto. Caricatura
anónima de la época.

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La llegada impromptu del general Bonaparte produce el efecto esperado entre la población y lógicamente
es primero censurada por las instancias gubernamentales; pero les es imposible exigirle cuentas al héroe
de las Pirámides. Éste en cambio adopta de inmediato la postura de procurador: « ¿Qué habéis hecho de
esta Francia que os dejé tan brillante? ¡Había dejado la paz, volví a encontrar la guerra; había dejado
victorias, he vuelto a hallar reveses; había dejado los millones de Italia, he vuelto a encontrar leyes
espoliadoras y miseria!... », ¡les increpa con indignación!
Aclamado desde su llegada a Aviñón por las multitudes delirantes, efectúa un trayecto triunfal hasta París
donde la oportunidad inesperada de su aparición es en cambio hábilmente aprovechada por el abate Sieyès
(Director) quien ve en el joven ídolo « la cabeza y la espada » que buscaba afanosamente y que, según
su plan, van a permitir el derrocamiento del Directorio. Su objetivo es claro: salvar a Francia de la
grave amenaza anglo-jacobina y hacer adoptar una nueva Constitución.
Puesto al tanto del proyecto, Bonaparte siente entonces todos los beneficios que puede sacar de tal
operación; desde hace tiempo ya, sueña con jugar un papel importante en la escena política; la ocasión le
es dada y conforme a su costumbre la toma sin chistar. El mecanismo de la operación ya está montado,
Luciano, hermano de Napoleón y diputado del Consejo de los Quinientos también forma parte del
proyecto y ha estado « trabajando » a los medios políticos. La hábil Josefina también ha contribuido a
neutralizar a los tres Directores con quienes la alianza es francamente imposible: Barras, demasiado
desprestigiado y además obstinado en defender « su » régimen y por ende sus intereses personales; «
Barras roba sin remordimientos », escribe un embajador extranjero, y bajo la mesa negocia secretamente
con Luis XVIII para librarle Francia a cambio de algunos millones. Quedan Gohier, y Moulins, sinceros
en su convicción republicana pero sin envergadura.
Con la justificación de la conspiración que ha sido descubierta, el Consejo de los Ancianos, de mayoría
moderada, proclama la transferencia de las asambleas al castillo de Saint-Cloud, alejando así a los
cuerpos legales de cualquier sobresalto posible que pudiera emanar de las masas populares. Al mismo
tiempo, el general Bonaparte es nombrado comandante de la plaza de París con el encargo de proteger al
gobierno.
El día 18 todo marcha en orden, pero el 19 de Brumario, las cosas se deterioran gravemente. En esta
jornada, Napoleón tiene que enfrentarse prácticamente cuerpo a cuerpo con la mayoría del Consejo de los
Quinientos, de tendencia jacobina… Luciano preside. En una sala contigua, los Ancianos están más bien
dispuestos a otorgarle plenos poderes al general Bonaparte, pero tergiversan; el traidor Moreau acecha,
Bernadotte, él también futuro traidor, casi no puede ocultar su envidia y Fouché calcula... Ante esta
atmósfera tensa y fluctuante, los Quinientos se crecen y se endurecen; teatralmente, afectan prestar
juramento a la Constitución y comienzan a proferir el alarido funesto que otrora tuviera razón de
Robespierre: « ¡Bonaparte, fuera de la ley! », vociferan airadamente. Cuando Napoleón se presenta ante
ellos en persona, de repente se encuentra solo ante una turba de energúmenos sedientos de sangre. De su
sangre. Entonces se enerva, se desconcierta; les grita con toda la razón: « ¡Pero ya no tenéis
constitución! ¡La habéis violado el 18 de fructidor! ». ¡No faltaba más: la chusma jacobina no le deja
decir ya ni una palabra, le insulta, le expulsa, le rodea, se echa sobre él y le sofoca: ¡algunas manos
homicidas ya empuñan las dagas!
Durante algunos momentos el destino bascula, está en juego. Entonces, Luciano, en su calidad de
Presidente del Consejo de los Quinientos, decide el éxito requisicionando a la tropa formada en los patios
del palacio, solicitando que se barra con la « dictadura del puñal ». En ese momento, conducidos
prestamente por el decidido Murat, a quien Napoleón había conocido durante el episodio de Vendimiario,
los granaderos entran en la sala y echan a los diputados, quienee en su mayoría no han esperado a ser
evacuados y, perdiendo de repente su hombría y toda pizca de decoro, escapan sin más, corriendo y
literalmente brincando por las ventanas…
A fin de cuentas, a pesar de lo aciago de la situación, se ha ganado la partida sin hacer que se derrame la
más mínima gota de sangre. De hecho, notemos de paso que la única en juego era la del propio Napoleón,
al haber sido declarado « fuera de la ley » por algunos legisladores histéricos. A pesar de todo, es de
observar que ni el más mínimo balazo ha estallado, lográndose dominar el temible tumulto que hubiese
podido poner un alto definitivo a sus ambiciones políticas y, más grave aún, a su misma vida a manos de
ciertos elementos desequilibrados que no dudaban en recurrir a la última extremidad para proteger sus
nefastos intereses.

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Los tres Cónsules


Bonaparte, Cambacerés y Lebrun. Dibujo y grabado de
Chataignier.

Tras reunir en los campos circundantes a un grupo desperdigado de diputados de los Quinientos,
despavoridos y repentinamente vueltos inusualmente dóciles y solícitos, se suspende la Constitución del
Directorio y se nombra a tres cónsules provisorios, Sieyès, Bonaparte y Roger Ducos, a quienes se
asigna la misión de redactar una nueva Constitución con el concurso de los demás representantes.
A partir del mes siguiente, el ahora Cónsul Bonaparte hace que se adopte un nuevo estatuto llamado
Constitución del año VIII, aprobado por plebiscito a razón de 3 011 007 sí, contra 1562 no. Se
convierte entonces en el Primer Cónsul; Sieyès y Ducos descartados enseguida, Cambacérès y Lebrun
son nombrados respectivamente Segundo y Tercer cónsules. En torno al hombre providencial, hallamos
pues la insospechada cooparticipación de un revolucionario regicida y de un realista moderado, « dos
hombres sabios, capaces, pero de un matiz totalmente opuesto », dirá Napoleón. Una nueva página de la
Historia se abre así, el Consulado ha nacido.

EL CONSULADO
« La Concordia, he allí lo que volverá a Francia invencible ».
Napoleón.

Bonaparte presenta el olivo de la paz a todas las potencias de Europa


El Tiempo cierra el portón del templo de Jano mientras lo soberanos de Europa
reciben el olivo de la paz de manos del Primer Cónsul, coronado por la Victoria que
trae de vuelta la Abundancia. Vemos en este orden al Gran Turco, a los reyes de
Portugal, al Papa, al rey de Inglaterra, al rey de España, al emperador de Alemania, al
rey de Prusia, al rey de Nápoles y al zar de Rusia. Estampa alegórica, c. 1800-1802.

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A partir de febrero de 1800, el Primer Cónsul se ha instalado en el palacio de las Tullerías y ha


puesto en pie una corte brillante y en continuo desarrollo. Procura ante todo evitar todo exceso
institucional y predisposición maniquea, lo que ilustra muy bien su famoso lema « Ni tacones rojos, ni
gorros rojos ». Como lo advierte el General Michel Franceschi, « es evidente que no pretende ser el
hombre de la ruptura histórica, sino el continuador de la Francia de siempre », lo cual el propio Napoleón
aseverará a través de una fórmula no menos célebre: « Asumo todo, de Clovis al Comité de Salud Pública
».
Al disponer de los amplios poderes que le confiere la nueva Constitución, la cual él mismo ha organizado,
Napoleón emprende entonces la reconstrucción de Francia que, en palabras del general Charles De
Gaulle, ha « recogido en pedacitos » (« ramassée à la petite cuillère » ). Francia está en ruinas, el país
devastado, desgarrado por facciones y partidos corruptos y representantes demagogos, inmorales y
desacreditados. El pueblo dividido y hambriento –no hay harina, no hay habas ni carbón– no tiene
recursos ni medios para procurárselos, pues el desempleo es general y devastador. Los talleres ya no
cuentan más que con 1/8 de su personal obrero. Los puertos están desiertos. Tampoco existen garantías
de ningún tipo y menos aún una autoridad capaz de protegerlas, ya no se diga de asegurarlas; la
inseguridad pública es abrumadora, en ciudades como Burdeos ya ni siquiera se enciende el alumbrado en
las noches; las calles y los caminos a todo lo largo de la nación, ya lo hemos dicho, están infestados de
bandidos, de traficantes y de matones. « Si los crímenes y los delitos aumentan, es una prueba de
que la miseria se incrementa, de que la sociedad está mal gobernada. Su disminución es la prueba
de lo contrario » diría Napoleón sobre este tema, lo cual debería dar mucho que pensar a nuestros
gobernantes actuales, y muy en particular a los de nuestro país...
También la inmoralidad, la indecencia, el libertinaje reinan, y la familia, célula básica de toda
sociedad humana, está dislocada por el caos y la acción de leyes e ideologías disfuncionales.
Tenemos el ejemplo de una mujer que en cinco años se casó con cinco maridos diferentes. ¡Otro hombre
que había desposado sucesivamente a dos hermanas, pide casarse con la madre de éstas, su madrastra y
su doble madrastra! Y se veían todavía cosas peores, abominaciones de la peor naturaleza, y contrarias a
ésta. El estado de la infancia es también alarmante, pocas épocas han visto tantos niños abandonados
como aquella era de convulsiones. La instrucción pública está hecha pedazos; no hay locales ni maestros,
y Chaptal escribe: « las escuelas primarias no existen casi en ninguna parte ». En cuanto al Tesoro, está
compuesto por pagarés y asignados, papel viejo y sin valor alguno, no tiene dinero sólido, contante y
sonante, ni siquiera lo suficiente –dice un cronista– ¡para costear un pollo! En realidad quedaban en total
60 000 libras. Ciertamente, por retomar una expresión elocuente y muy de actualidad, hablamos, y es
poco decirlo, de un « Estado fallido », si acaso de « Estado » se puede hablar.
No obstante, una vez Napoleón en el poder, en tan sólo dieciocho meses, hermosos napoleones de oro
ya estarán en circulación en todo el país, y la moneda francesa quedará estabilizada por más de un
siglo. ¡El kilogramo de pan, que costaba 120 francos antes del inicio del mandato del Primer Cónsul, ha
bajado a 0,5 francos! La nación se cubre de canteras y trabajos, las ruinas se levantan y Francia
experimenta un insólito y vigoroso florecimiento.
Esta peliaguda y milagrosa reorganización, sin precedetes en la historia, el Primer Cónsul la materializará
por medio de una obra profunda y vastísima, rica en una multiplicidad de preceptos pacificadores como la
entrañable amnistía general del 6 de Floreal del Año X (26 de abril de 1802), e instituciones que, en
casi todos los casos, siguen vigentes todavía en nuestros días: 1800, fundación del cuerpo prefectoral,
Banca de Francia; 1801, Concordato; 1802, creación de la Orden de la Legión de Honor; 1803,
Franco germinal; 1804, Código civil (Código Napoleón) etc.
El Primer Cónsul « sabe todo, hace todo, puede todo », ¡constata pasmado el Abate Sieyès!

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El Primer Cónsul en el ayuntamiento de Bruselas


Óleo (1804) de Charles M eynier (1763-1832).
« Se hicieron en Bruselas, en el corriente de mesidor (junio de
1803) los más brillantes preparativos para recibir en esta ciudad
al Primer Cónsul; un arco de triunfo en el estilo romano es
erigido en la entrada de la Allée-Verte. El 2 de termidor (21 de
julio de 1803), el Primer Cónsul, montado en un caballo blanco,
hace su entrada en Bruselas; diez mil hombres, tanto de
infantería como de caballería, le preceden. Una soberbia guardia
de honor, portando un uniforme escarlata, solapas, cuello y
bocamangas azul obscuro, ricamente bordados en plata, se había
organizado en Bruselas. Las fiestas públicas duraron varios días.
La del ayuntamiento fue magnífica: el exterior de este edificio
presentaba una masa de fuego variada de todos los colores; la
iluminación del Parque, durante la fiesta del departamento,
brindaba en un bello día de verano un espectáculo encantador. A
media noche, cien mil farolillos, dispuestos en los uniformes más
agradables, propagaban, en las bellas avenidas y los bosquecillos
del Parque, una claridad magnífica. Bonaparte tenía el proyecto
de embellecer Bruselas por medio de magníficos bulevares. Según
un plano que se le sometió y que él aprobó, una parte de los
suburbios de Lovaina, de Namur y de Flandes habrían sido
circunscritos en el recinto de la ciudad; una vasta explanada
habría sido contigua al Parque; de la explanada, una magnífica
calzada, bordeada por una doble fila de arboles, habría conducido
al bosque de Soigne. Fue en Bruselas donde el Primer Cónsul
proyectó unir el Rin al M osa por un canal comenzado durante el
reino de la infanta Isabel. Bruselas rindió homenaje al Primer
Cónsul con un magnífico coche enteramente confeccionado en los
talleres del Sr. Simon, y a su esposa, con un vestido de encajes de
Bruselas ». « Visita del Primer Cónsul a Bruselas »; Gautier, Le
Nouveau Conducteur dans Bruxelles et ses environs, 1827.

Estas fundaciones hunden sus raíces en ciertas nociones primordiales del pensamiento napoleónico como
son los ideales de igualdad de todos los hombres ante la ley y el impuesto, la libertad de culto, de
pensamiento y de acción y, tal vez la más representativa de todas, la
substitución del mérito a la heredad, piedra de ángulo de la edificación por
Napoleón de una sociedad donde todos tienen acceso a la educación y la
oportunidad de ascender y realizarse, no por su origen, procedencia social
o alcurnia familiar, sino por su trabajo, esfuerzo y valor personales, nociones
que hoy en día –al menos en la teoría– nos parecen derechos naturales pero
que entonces eran ideas completamente novedosas y peligrosamente
sediciosas en el sistema feudal imperante en Europa: « Quiero que el hijo de
un cultivador pueda decirse: yo seré un día cardenal, mariscal del Imperio o ministro », declarará
en 1803. Napoleón decía que la Instrucción era « su primer cuidado para la paz, pues es la garantía del
porvenir. Quiero que sea pública, para todos », y apenas al mando del país había hecho regresar a los
Frères des Écoles Chrétiennes – Hermanos de las Escuelas Cristianas, que habían sido proscritos y
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perseguidos por la revolución. Ulteriormente, ordenará abrir « clases normales » en cada academia de
Francia con el fin de formar maestros cualificados, y encargará al propio Cuvier viajar a Alemania y a
Holanda « para tomar de la instrucción primaria un conocimiento detallado » que se concretizará con un
decreto para la aplicación de « los excelentes métodos observados en aquellos países ». En cuanto a la
enseñanza media y superior bastará recordar que el Emperador Napoleón será el fundador de los Liceos,
del Bachillerato, de las Casas de educación de la Legión de Honor y de la Universidad Imperial, que
afianzan las insignes instituciones arriba mencionadas, fundamentos del gran proyecto napoleónico basado
como lo hemos visto en la premiación del esfuerzo y el valor personales. Esta estructura
meritocrática es a la vez simbolizada y encarnada por la Legión de Honor, distinción de un prestigio sin
paralelo que, bajo la elocuente divisa « Honor y Patria », estaba dedicada a recompensar las hazañas y
sacrificios hechos en beneficio de la Patria en los ámbitos civil y militar, substanciando el espíritu de la
futura nobleza de Imperio. Ésta última, una nobleza mayoritariamente caballerezca y de espada,
dedicada al servicio, a la defensa y protección del pueblo, conjuntamente con el restablecimiento de la
Iglesia y la instauración del trono y la monarquía imperiales, volvía la vida y daba un renovado significado
al antiguo equilibrio tripartita –laboratores (tercer estado), bellatores (nobleza), oratores (clero)
ampliamente estudiado por Georges Dumézil– previamente corrompido por la ideología de la Ilustración y
degenerado por la perversión moral en los últimos años del Antiguo Régimen y de la Corte real, y
enseguida destruido por el capitalismo burgués revolucionario: « No reconozco otra aristocracia que la
otorgada por el valor, el esfuerzo, el trabajo y el buen corazón », afirmaba el Emperador.
Este espíritu eminentemente elevado, a la vez humanista y universalista, es descrito muy concisamente en
la frase siguiente, dicha por el Emperador a Louis de Fontanes, Gran Maestre de la Universidad Imperial:
« ¿Sabéis lo que admiro más en el mundo? Es la impotencia de la fuerza para organizar algo. No hay
sino dos potencias en el mundo, el sable y el espíritu. Entiendo por espíritu, las instituciones civiles y
religiosas. A la larga, el sable siempre es vencido por el espíritu » (en la lengua francesa, la palabra
esprit tiene la doble connotación de espíritu y mente).
El bienestar social y la asistencia a los desvalidos y discapacitados no se quedan atrás y, a lo largo de
todo el reinado napoleónico, se desarrollará una muy rica red de instituciones varias de beneficencia
pública como, por ejemplo, los Burós de beneficencia y los Comités de beneficencia, la institución
Sainte-Périne de Chaillot, el Monte de piedad, la Sociedad maternal, la institución de los
sordomudos, el Hospicio central de vacunación gratuita, el Hospicio imperial de los ciegos, los
depósitos de mendicidad, los talleres de caridad, sin olvidar la « Sociedad de prevención », primer
experimento de seguro social, establecido en las hulleras de Lieja, entonces departamento del Ourthe, en
la actual Bélgica.

En el ámbito militar, a partir de 1800, Napoleón entabla una política de apaciguamiento, multiplicando
sus iniciativas reconciliatorias para sanar las llagas dejadas por años de luchas fratricidas, decretando el
perdón a los emigrados y favoreciendo su regreso y bienvenida a casa; y ante todo, respondiendo a los
anhelos profundos del pueblo, tanto materiales como espirituales pues, como él afirmaba: « el enemigo
más temible no es el fanatismo, sino el ateísmo ».
En efecto, perfectamente consciente de la
importancia esencial de la religión para
fundamentar los buenos y sanos principios, así
como para consolidar la pacificación y cimentar
la cohesión y la fraternidad en el seno de las
comunidades humanas y de la patria, dado que «
Se puede aplastar a una nación religiosa,
pero no dividirla », restablece – sobre los viejos
escombros de los mortíferos y falsos cultos
cívicos revolucionarios « de la Razón » de los
hebertistas ateos (1793-1794), y « del Ser
supremo » de los montañeses deistas (1794) – la
religión católica, firmando con la Santa Sede el
Concordato (15 al 16 de julio de 1801), tratado
con el cual Francia recobra su fe milenaria y,
conducida de nueva cuenta por el sendero de su
primigenia vocación histórica, vuelve a
convertirse en « la Hija mayor de la Iglesia ».
Según sus palabras, « Ninguna sociedad puede
existir sin moral. No hay buena moral sin
religión. Luego no hay más que la religión que
dé al Estado un apoyo fuerte y durable. Una Retrato del Primer Cónsul Bonaparte
sociedad sin religión es como un navío sin Óleo de Thomas Phillips (1770-1845).
brújula ». El mensaje no puede ser más claro.
Muchos años después, en una misiva escrita al cardenal Consalvi, Secretario de Estado del Vaticano, el
propio Papa Pío VII proclama que « a Napoleón debemos sobre todo dar las gracias, después de a
Dios, por el restablecimiento de la religión en el gran reino de Francia […]. El Concordato fue
un acto cristiano y heroicamente salvador [...], una obra de redención humana, digna de un
héroe ».
Formalmente, si bien la religión católica ya no es jurídicamente definida como la « religión de Estado »,

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como durante el Antiguo Régimen, se la contempla con el estatuto de « religión de la mayoría de los
franceses ». El clero, que hasta entonces había sufrido tanto la cruel persecución de los ideólogos,
autoridades y turbas ateos revolucionarios, ha recuperado toda su dignidad y obedece ahora natural y
libremente a las directivas del Papa, pero debe también prestar juramento de lealtad al gobierno consular,
el cual a su vez lo retribuye encomiablemente con rentas y subsidios y garantiza su protección, asimismo
restaurando las iglesias, proveyéndolo con nuevos inmuebles y mobiliario para los seminarios, y
restableciendo paulatinamente a las otrora disueltas, emigradas o agonizantes congregaciones y
comunidades consagradas al ejercicio de los ministerios eclesiásticos: Lazaristas, padres de las Misiones
Extranjeras, Hermanos de las escuelas cristianas, Hermanas de la Caridad, etc. Así como si nada (en
oposición al mortífero dogma del laicismo masónico revolucionario militante que –neo-religión cívica
totalitaria y universalista– a la larga habrá logrado imponerse en nuestra actualidad como lo advertía el
visionario Mons. Henri de Lassus en su obra La conjuración anticristiana), con el Concordato Napoleón
acaba de plantear las bases modernas de la laicidad y del derecho de conciencia en el Estado,
principio de pacificación social y de respeto privado juzgado fundamental en toda sociedad libre
contemporánea, consciente de la necesidad para dicho Estado de asegurarle a la Iglesia su plena
autonomía, sin invadir su campo ni adjudicarse sus poderes y prerrogativas naturales e inherentes, y
cuyo cabal reconocimiento, más allá de su ámbito puramente espiritual, debe abordar la legitimidad de
su intervención en el espacio público. Es ésto a lo que el papa Pío XII se referiría, muchas décadas
más tarde, con su concepto de la « Sana Laicidad » (el 23 de abril de 1958, es decir, y es importante
subrayarlo, antes del concilio Vaticano II), y que Su Santidad Benedicto XVI refrendará enseguida, ya
entablado el segundo milenio, bajo el calificativo de « laicidad positiva », aquella, señaló, « abierta y que,
fundada en una justa autonomía del orden temporal y del orden espiritual, favorezca una sana
colaboración y un espíritu de responsabilidad compartida », respetuosa de la libertad religiosa y «
capaz de superar el relativismo » (11 de enero de 2010).

Firma del Concordato entre Francia y la Santa Sede, el 15 de julio de 1801


Tras la rúbrica de este importante documento, el Primer Cónsul ordena celebrar una misa en la
catedral de París con el fin de dar gracias a Dios por el Concordato y por la Paz de Amiens. Sólo
uno de los tres cónsules será asperjeado por el celebrante con agua bendita : Napoleón.
Lavado bistre y realces de blanco por el barón François-Pascal-Simon Gérard (1770-1837).

En el ámbito personal, a partir de la firma del Concordato Napoleón vuelve a emplazar una capilla en el
palacio y asiste puntualmente a misa todos los domingos. De hecho, a partir de 1802 se esmera en
identificar su imagen con la de los reyes de Francia, viajando a las provincias y recordando así el
ceremonial de las visitas reales del Antiguo Régimen.
Más modestamente, cuando encuentra algún tiempecillo para sí y no lo emplea descansando donde su
esposa, bromeando y jugando con ella y su séquito, gusta de pasearse en su « buena villa de París »,
recorriendo las calles en un total incógnito en compañía de un asistente. Narra su entonces secretario
Bourrienne como, en París, « dejaba aun menos a Bonaparte que en la Malmaison. A veces íbamos
juntos, durante la tarde, a dar paseos en el jardín de las Tullerías, pero para ello, él esperaba siempre que
las rejas estuviesen cerradas. En aquellas salidas nocturnas, él llevaba siempre un redingote gris y un
sombrero redondo. Al “¿¡Quién vive!?” de los faccionarios, yo estaba encargado de responder: “El Primer
Cónsul”. Cuando nos paseábamos en la ciudad, [las salidas] eran a menudo muy picantes […] cuando yo
veía a Bonaparte, vestido con su redingote gris, entrar en nuestro gabinete a las 8:00 horas de la noche,
sabía que iba a decirme: “Bourienne, vamos a dar una vuelta”. Algunas veces entonces, en vez de salir por
los arcos del jardín, salíamos por la portezuela cerca del portillo del Louvre. Tomaba mi brazo e íbamos a
regatear objetos de poco valor en las boticas de la rue Saint-Honoré o la rue de l’Arbre sec. Mientras yo
hacía desplegarse ante sus ojos los objetos que parecía querer comprar, él, jugaba su papel de

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cuestionador, y no había nada más placentero que verle entonces tomar el tono ligero y guasón de los
jóvenes a la moda. Qué torpe era para darse gracias, cuando alzando las esquinas de su corbata, decía
con una voz apagada: “¿Y bien señora, qué hay de nuevo?” “Ciudadano, ¿qué se dice de Bonaparte?”
“Vuestra botica me parece bien surtida, ¿debe venir mucha gente aquí?” “Veamos, ¿Qué se dice de ese
farsante de Bonaparte?” Uno de los momentos más graciosos de aquellas escapadas fue, sin duda, cuando
se vio obligado a partir a rienda suelta para “¡huir de las tonterías que les había atraído el tono irreverente
con el que Bonaparte hablaba del Primer Cónsul! ».

« El Emperador habiéndole preguntado a un bisutero lo


que se pensaba de ese farsante de Napoleón, estuvo a
punto de ser echado a escobazos ». Grabado según un
dibujo de Jules David (1808-1892).

EL PELIGROSO TRAMPOLÍN DE LA SEGUNDA COALICIÓN


« Podemos permitirnos todo en la empresa contra Francia. Hay que destruir la anarquía en Francia. Debemos impedir
que retome su antigua preponderancia. Parece que ambos objetos bien pueden ejecutarse a la vez. Apoderémonos de las
provincias francesas que nos son convenientes (…). Una vez esto hecho, trabajemos todos de concierto para dar a lo que
quede de Francia un gobierno estable y permanente. Se convertirá en una potencia de segundo orden que ya no será
temible para nadie y haremos desaparecer de Europa el foco de democracia que ha pensado abrasar a Europa ».
Conde M arkov, plenipotenciario ruso.

En el marco internacional, Napoleón no escatima energías en su tarea pacificadora y de inmediato


despacha misivas a todos los monarcas europeos a fin de hacerlos entrar en razón y consumar una paz
duradera, un estado de armonía que anhela con todas sus fuerzas y que es imprescindible para su
proyecto de reconstrucción. Sabe que al no ser un monarca de antigua estirpe, el más ligero desliz, la
menor derrota en el campo de batalla pueden costarle su posición, por no mencionar su vida.
Por desgracia, a pesar de todos sus esfuerzos pronto se ve forzado a emprender una segunda campaña de
Italia, con el fin de detener a los ejércitos austriacos que, gracias a los subsidios del ministro inglés
William Pitt, avanzan amenazando con invadir la frontera sur de Francia. Cruza entonces los Alpes con
su valeroso ejército y, gracias a la intervención milagrosa del general Desaix, obtiene una difícil victoria
en Marengo, el 14 de junio de 1800, venciendo a las fuerzas austriacas estupefactas por esta hazaña que
no se había visto desde Aníbal. Es éste el preludio a la paz de Lunéville, que es firmada el 9 de febrero
de 1801. Gracias a este convenio se ha asegurado la paz en toda la Italia del Norte, que se llena de
repúblicas amparadas bajo la protección de Francia.
Acto seguido, el Primer Cónsul restaura los Estados Pontificios conforme a los límites estipulados en el
tratado de Tolentino (firmado el 19 de febrero de 1797), y entabla las primeras aperturas diplomáticas
apuntando a restablecer la religión católica en Francia, como ya se ha relatado más arriba. Las
tramitaciones son dirigidas al cardenal Martiniana, a quien corresponderá dar parte del proyecto al papa
recientemente electo, el benedictino Bernabé Chiaramonti, nombrado Pío VII, antiguo obispo de Imola,
cuya elección el 14 de marzo de 1800 (entronizado el 21 siguiente) había indispuesto mucho al
emperador Francisco I de Austria –quien no se había privado de externarlo con un insultante desplante
público y político–, pero que Napoleón, conocido suyo y por él apreciado desde la víspera de la
capitulación de Mantua (2 de febrero de 1797), había reconocido formalmente.
Pero volvamos un momento a nuestra evocación de Marengo.
Fortalecido por este legendario éxito, pero también sabedor de la precariedad de su condición, de que un
sólo descalabro puede echar por tierra todos sus proyectos y los destinos de Francia, la concreción de
una paz general, que es su deseo más caro, se convierte en una verdadera obsesión para el Primer Cónsul.
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Como será el caso a lo largo de todo el Consulado y enseguida del Imperio, en la obra de Napoleón el
aspecto civil se antepone siempre al militar. Él sabe que la guerra es un escollo gigantesco para
las numerosas reformas que pretende poner en marcha. Igualmente, pone todo en práctica para
convencer a España, Holanda y la muy hostil Inglaterra de ir a sentarse en la mesa de negociaciones a fin
de discutir condiciones que pudieran, por fin, poner un término a aquellas guerras que duran desde hace
diez años y que ahorcan humana y económicamente a las partes concernidas. No habrá para ello ventajas
materiales y territoriales que Napoleón no consienta, y así sería desde la primera misión diplomática de su
enviado Duroc, quien el 3 de diciembre de 1799 lleva el primer mensaje de amistad de los Cónsules al
Rey de Prusia Federico Guillermo III. Otro gesto amistoso y muy simbólico que es menester recalcar
es la liberación sin condiciones y el repatriación a Rusia de los 7000 prisioneros rusos capturados
por los ejércitos revolucionarios desde 1792. Equipados por orden y cortesía de Napoleón con uniformes
nuevos, enviados a casa sin demanda de intercambio ni contraparte, fueron entregados el 21 de marzo de
1801 al general Sprengtporten, quien los recibía gustoso en representación de un admirativo Zar Pablo I,
monarca dulce, pacífico y favorable que pagaría muy caros su entusiasmo y aprecio por la persona del
Primer Cónsul, con su vida misma en verdad, cayendo víctima de asesinos conjurados patrocinados
por los ingleses. El propio Luis XVIII, pretendiente Borbón al trono de Francia quien entre 1807 y 1814
vivirá exiliado en el condados ingleses de Essex y de Buckingham, reconocería que: « Pablo I había sido
víctima de una conspiración de palacio en la que se encontraron el oro y la mano del gobierno
británico ».
Por último, recordemos igualmente que ya desde el 5 de Nivoso del Año 8 (jueves 26 de diciembre de
1799), el Primer Cónsul había dirigido al Rey Jorge III de Inglaterra, así como a Francisco II,
emperador de Austria, la carta siguiente, reiterada en el futuro sin mayor éxito:

« Señor mi Hermano,
Llamado por el deseo de la nación francesa a ocupar la primera magistratura de la
República, creo conveniente, al entrar en funciones, hacer parte de ello inmediatamente a
Vuestra Majestad.
¿La guerra que desde hace ocho años, asola las cuatro partes del mundo, debe pues ser
eterna? ¿No hay acaso ningún medio de entenderse?
¿Cómo las dos naciones más ilustradas de Europa, poderosas y fuertes más allá de lo
que lo exige su seguridad y su independencia, pueden sacrificar a ideas de vana
grandeza, el bien del comercio, la prosperidad interna, la felicidad de sus familias?
¿Cómo no sienten que la paz es la primera de las necesidades, como la primera de las
glorias?
Estos sentimientos no pueden ser extraños al corazón de Vuestra Majestad, quien
gobierna una nación libre, y con el único fin de hacerla feliz.
Vuestra Majestad no verá en esta apertura más que mi deseo sincero de contribuir
eficazmente, por segunda vez, a la pacificación general, por medio de un trámite pronto,
todo de confianza, y despejado de esas formas que, necesarias tal vez para disfrazar la
dependencia de los Estados débiles, no perciben en los Estados fuertes más que el deseo
mutuo de engañarse.
Francia, Inglaterra, por el abuso de sus fuerzas, pueden aún por largo tiempo, para la
desgracia de todos los pueblos, retrasar el agotamiento de aquellas; mas, me atrevo a
decirlo, la suerte de todas las naciones civilizadas está atada al término de una guerra que
abrasa al mundo entero. »
Firmado
BONAPARTE

ASPECTOS DE LA OBRA COLOSAL DE RECONSTRUCCIÓN DE FRANCIA


« Los panfletarios, estoy destinado a ser su comidilla, pero temo poco ser su víctima: morderán sobre granito »
Napoleón.

Gracias a la victoria de Marengo, triunfo portentoso en sí pero además apuntalado por el del general
Moreau en Hohenlinden, el Primer Cónsul se ha instalado definitivamente en la gloria y es capaz de
organizar su poder, así como de atiborrar a voluntad de instituciones y adelantos a esa Francia de la que
es amo y señor absoluto a los treinta años de edad. Dos palabras engloban toda la titánica tarea que
recae sobre sus hombros y que Francia espera de él: Reconciliación y Reconstrucción. Su espíritu, su
mente y su corazón están hechizados por una obsesión, su grande pensée – el gran pensamiento de la
fusión de la Francia nueva con la Francia del pasado. « Mi principio es Francia ante todo », expone
firme y sumariamente.

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El Primer Cónsul en su gabinete de trabajo en las Tullerías


Dibujo entintado a la pluma de Pierre Audouin (1768-1822).

Durante los primeros años de su gobierno, pasará la mayor parte de su tiempo en su hermosa residencia
de campo de Malmaison, cerca de París, donde sus familiares le encuentran siempre atareado pero
igualmente accesible, alegre y enamorado de su céfira Josefina. Cuando Napoleón deja la Malmaison, es
para dirigirse a su gabinete de trabajo de las Tullerías, donde labora de dieciocho a veinte horas al día y
dicta a tres secretarios a la vez, relevándolos cuando alguno se encuentra extenuado. Uno de ellos
exclamará: « hay tres Atlas en él… », estupefacto por la profundidad y la prodigiosa profusión de su
memoria histórica, política y geográfica. « He nacido para el trabajo. Conozco el límite de mis ojos, el
límite de mis piernas, pero no el límite de mi cerebro », asegura por su parte. Si acaso se aleja de
París, es para alentar la implantación o el desarrollo de talleres y manufacturas. En efecto, nada es
más urgente que recuperar el enorme terreno perdido durante la revolución y ponerse a tono en el plano
industrial europeo. La ciencia y las artes no están de más y conocen una rápida recuperación. Un día de
1801, será en las Tullerías donde el Primer Cónsul invite al físico Alessandro Volta para que reproduzca
sus experimentos sobre la pila eléctrica, que ha inventado, frente a los miembros del Instituto. Ese mismo
año el vizconde de Chateaubriand publica su Atala, Georges Cuvier sus Lecciones de anatomía
comparada, Laplace prosigue con la publicación del Tratado de Mecánica celeste y el abate René-Just
Haüy termina su monumental Tratado de Mineralogía.
Las obras públicas apasionan al Primer Cónsul. Cuando una discusión surge entre los ingenieros que
dibujan el trazado del canal de Saint-Quentin, él se presenta in situ y decreta con autoridad decisiones que
han probado su lucidez, pues sus resultados prácticos prevalecen y son funcionales todavía hoy en día,
en pleno el siglo XXI. En el mismo contexto por ejemplo, el Primer Cónsul también hará emprender los
canales del Ourcq, y de Nantes, en Brest. De igual forma insistirá en ser él quien pose simbólicamente la
primera piedra de la reconstrucción de la ciudad de Lyon, arrasada como sabemos durante la revolución.
Esta noble villa le guardará desde entonces un indefectible apego, que resistirá a todos los reveses.

Posa por el Primer Cónsul de la primera piedra de la reconstrucción de Lyon


Litografía de Horace Vernet (1789-1863).

Otra obsesión lo hechiza, la de los caminos y los ríos, las rutas fluviales, base fundamental de la
comunicación y del desarrollo, ya sea industrial, comercial, cultural etc., y no meras vías cuyo sólo fin
sería el de « facilitar la rapidez de movimiento del ejército », como algunos han lerda e insidiosamente
afirmado.
Desde la fundación de la República Cisalpina, el Primer Cónsul ha ordenado la creación de la carretera
del Simplón, nada menos que el más audaz paso de montaña nunca antes construido. Después de la Paz
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de Lunéville Napoleón le da la orden al general Turreau de que su cuartel general se desplace
Domodossola, al pie del Simplón, con el fin de que sus soldados le echen la mano a los obreros; de esta
forma se alcanzará la cifra de 30 000 hombres que trabajarán de 1801 a 1807 en dicha carretera, que al
final comportará 613 puentes, 20 casas de refugio y 8 galerías emparedadas. De esta fecha data
igualmente la decisión de emprender en Cherbourg grandes obras que devolverán al puerto sus antiguas
glorias, perdidas incluso ya en tiempos del Antiguo Régimen, y que Napoleón, vuelto emperador,
consagrará con una magnífica inauguración solemne.
Amberes (Flandes), Quiberón, Belle-Île y sobre todo el puerto comercial de Lorient serán igualmente
beneficiarios de este tipo de iniciativas y edificaciones.

El Primer Cónsul durante una sesión del Consejo de Estado


Grabado de Nicolas Barbant (1806-1879).

A este periodo pertenece también otra obra magna de la obra Napoleónica, el Código Civil, elaborado por
el consejo de Estado bajo la impulsión y presencia constantes del Primer Cónsul en persona, quien asiste a
cincuenta y siete sesiones de una duración de 5 a 6 horas cada una, examinando diligentemente, una por
una, cada cuestión planteada por los abogados y juristas expertos de todas las escuelas y familias del
Derecho, tanto antiguas como modernas, uno de ellos incluso distinguido por haber sido abogado del rey
Luis XVI.
De la misma forma que la Gran Armada va a simbolizar la fusión de los ejércitos de la monarquía con los
del año II, así como el régimen napoleónico juntará nobles emigrados y republicanos, el Código Civil
marca la síntesis del Derecho romano, del Derecho consuetudinario, del trabajo legislativo a veces
admirable pero confuso y a menudo incoherente llevado a cabo por las asambleas revolucionarias.
Tras dos años de elaboración, este monumento jurídico, el más importante que un Estado haya realizado
desde el emperador Justiniano, es promulgado, en 37 leyes, del 5 de marzo de 1803 al 15 de marzo de
1804. El 21 de marzo de 1804 una última ley los reúne en un sólo cuerpo que comporta 2281 artículos.
El Gran Maestre de la Universidad, Fontanes, le presenta el Código Civil al Primer Cónsul durante una
arenga en la que, una vez más, la hipérbola no excede a la verdad. Al respecto, Sainte-Beuve escribirá: «
un consejo de sabios, enardecidos por un héroe, aprovechó el momento decisivo en que la nación,
profundamente conmovida, se hallaba repentinamente puesta de nueva cuenta bajo un mejor genio y
asociaba el vigor de un nuevo pueblo a la madurez de un pueblo antiguo ».

INGLATERRA VUELVE A DESATAR A LOS DEMONIOS DE LA GUERRA


« Si fuéramos justos un sólo día, no nos quedaría un año de vida »
William Pitt.

« Vuestra única política, el gran Federico lo ha dicho hace mucho tiempo, es ir a tocar a las puertas con una bolsa en la
mano »
Napoleón, en Le Moniteur; marzo de 1805.

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Fox en la Cámara de los Comunes


Charles James Fox se opone, sin éxito, a la política bélica y anti-francesa de la
gentry, encarnada por William Pitt. Litografía de Horcholle.

En primera instancia, como lo hemos visto, los esfuerzos del Primer Cónsul por lograr una paz general y
durable no son totalmente vanos. España y Holanda se asocian al tratado por lo que, quedándose
momentáneamente sola en sus afanes bélicos, la beligerante Inglaterra se verá obligada a firmar, muy a
regañadientes, la efímera y de hecho prácticamente virtual paz general en Amiens, el 25 de marzo de
1802.
Albión devuelve entonces a Francia las Antillas y los establecimientos de la India, conservando por su
cuenta Trinidad, sustraída a España, y Ceilán, arrebatada a Holanda; restituye el Cabo a ésta última. Pero
ante todo, Inglaterra se compromete a evacuar Egipto y a restituir Malta a su Orden dentro de los
tres meses siguientes. Esta última cláusula va a constituir una verdadera manzana de discordia,
voluntariamente fatal para la paz pues, en efecto, las verdaderas intenciones del gabinete de Londres,
disimuladas alevosamente en la mesa de negociaciones, son claras en su proyecto geopolítico desde el
principio. Así, el jefe del gabinete británico Lord Addington, ante su Parlamento, presentaba la situación
del momento a la vez anunciando la inminente violación del tratado de Amiens en estos términos como
mínimo claros: « Por ahora, nuestro deber es conservar nuestras fuerzas. Reservémoslas para
ocasiones futuras, cuando podamos RETOMAR LA OFENS IVA con esperanza de éxito ».
Estas pocas palabras, muy edificantes, debemos tenerlas siempre en mente, pues contienen por sí solas
toda la esencia y filosofía guerreras de Inglaterra, que, hasta 1815, llevará a cabo una constante y
deshonrosa política de guerra por procuración, es decir, perpetrada por medio de perversos ataques
interpuestos ejecutados por sicarios y ejércitos continentales a su sueldo. En efecto, todo lo demás
que pueda alegarse para buscar contestar esta verdad pertenece al ámbito de una retórica engañosa, como
lo revelan las declaraciones hechas a su colega ruso por el embajador británico en París, lord Wittworth,
en una confidencia notable por su disimulo y su cobardía: « Mi corte querrá sin duda prevalecerse de las
ventajas de su posición actual que la pone en situación de propinar a Francia golpes muy sensibles sin
tener nada que temer ».
Por su parte, el Primer Cónsul espera candorosamente, y varios años después, desposeído y recluído, un
desencantado Napoleón dirá desde su suelo de deportación que « en Amiens, yo creía de muy buena fe la
suerte de Francia, la del Imperio, la mía, fijadas. Para mí, yo iba a dedicarme únicamente a la
administración de Francia, y creo que hubiese concebido prodigios ».
Ciertamente, aunque por el momento ya ha logrado algunos cuantos de ellos, y nada desdeñables por
cierto, ya que, desde el punto de vista diplomático, debemos recalcar que entre 1800 y 1803 el Primer
Cónsul habrá concluido la sorprendente cantidad de dieciséis tratados y convenciones internacionales,
extraordinario concatenamiento de convenios cuyo resultado será que Francia ya no esté en guerra
contra nadie, una situación que el país no conocía desde el 20 de abril de 1792. Le ha aportado pue sa
la nación la paz exterior general, y el pueblo francés retribuirá este obsequio inapreciable profesándole
desde entonces un culto que no se desmentirá más, como lo veremos más lejos. En las calles y en la
prensa proliferan las estampas y grabados, los buhoneros distribuyen bustos y estatuillas con su efigie de
aire etrusco; también se componen versos y canciones en honor al joven dirigente, « el soldado que sabe
hacer la guerra pero aun mejor la paz », según una copla popular muy sonada.

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Instalación del gobierno consular en las Tullerías


Litografía francesa de la época.

Pero antes de proseguir, volvamos por un momento a la Constitución del año VIII.
Diseñada por el Primer Cónsul, ha sido redactada por Daunou, un ideólogo republicano liberal hostil al
jacobinismo. Esta carta magna refuerza al poder ejecutivo confiando únicamente a los notables el poder de
representación; no obstante, el sufragio universal es mantenido.
Para 1802, tras haber erradicado en el interior la doble oposición realista y jacobina, y en el exterior la
amenaza de agresión extranjera, Napoleón ha logrado afirmar sólidamente la paz social, reactivar
campo laboral, impulsar la industria y la agicultura y reanimar la economía en Francia. Ante
semejantes beneficios, el Tribunado interviene manifestando su voluntad de darle al Primer Cónsul una «
prueba brillante de agradecimiento nacional », sugiriendo entonces el Senado una prolongación por diez
años del mandato del Primer Cónsul. Por su lado, Napoleón plantea la realización de un senadoconsulto
que prevé el consulado vitalicio y, por decreto consular, el 20 de floreal del año X (10 de mayo de
1802) se somete a plebiscito la pregunta: « ¿Será Napoleón Cónsul vitalicio? ».
El 12 de mayo, el voto resulta en una unanimidad menos una voz (la de Lazare Carnot) en el
Tribunado, y una unanimidad menos tres voces en el Cuerpo Legislativo. Ahora, otra de las grandes
líneas directrices del régimen napoleónico es el muy distintivo llamado o convocación al pueblo, que se
lleva a cabo a través del sistema del referendo o democracia directa, en la que el pueblo se manifiesta
sin que su voto pase por el filtro de representantes ni de intermediarios, una figura electoral ante la cual
incluso (¿o deberíamos decir sobre todo?) nuestras pseudo democracias actuales, confiscadas por la
oligarquía de la hiper-clase cosmopolita, tiemblan de horror. Para tal efecto, en cada comuna se abren
registros en los que los ciudadanos son invitados a consignar sus votos disponiendo de tres semanas de
plazo a partir del día de publicación del decreto por los ayuntamientos. En el caso que nos ocupa, el
plebiscito también es avalado palmariamente por el pueblo francés con el resultado sobradamente
elocuente de 3 568 885 votos a favor, y 8 374 en contra, sobre un total de 3 577 259 de electores.
De esta forma, al término del plebiscito, el 2 de agosto de 1802 Napoleón es proclamado Cónsul de
por vida por deseo expreso del pueblo de Francia y de las Cámaras el Estado.

Proclamación del Consulado vitalicio


Estampa popular francesa de la época.

Dos días después, el 4 de agosto de 1802, se adapta la Constitución del año VIII naciendo entonces la
Constitución del año X, que modifica la composición del Tribunado reduciendo a sus miembros de
100 a 50. Asimismo, le otorga al Primer Cónsul el privilegio de nombrar a los miembros del Senado y de

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disolver el Cuerpo legislativo y el Tribunado. Le concede igualmente los derechos de firmar sólo los
tratados y el de gracia. Finalmente, este documento determina que el sufragio universal será parcialmente
abandonado en provecho del sufragio censitario.
Enseguida, aprovechando la ocasión del aniversario del Primer Cónsul, el 15 de agosto se conmemora la
institución del Consulado vitalicio con la celebración de un solemne Te Deum en la Catedral de Nuestra
Señora de París.
Por desgracia, todas estas solemnidades son de corta duración y la paz tan arduamente adquirida en
Amiens es violada sin más el 18 de mayo de 1803 por el ministro William Pitt, de vuelta al poder en
Londres. ¿Cómo procede este sujeto para disparar las hostilidades? Comienza con un acto de alevoso
bandidaje: sin siquiera molestarse en emitir una declaración previa de guerra, Inglaterra asalta y se
apodera de todos los navíos franceses y holandeses que su flota de guerra halla a su paso. Bastimentos
neutros de comercio, son presas fáciles cuyo cargamento, con un valor de 200 millones, iría a enriquecer
a los ruines mercantes de la City, y cuyas tripulaciones, sin más ni más, son echadas en las mazmorras.
Los pobres infelices que caían en las garras británicas terminaban sus días en los « ponts-ships », los
pontones de siniestra memoria donde, sin esperanza de indulto o de fuga, se pudrían literalmente hasta
morir. Profundamente consternado, Napoleón respondería a estos abusos indescriptibles decretando que
todos los sujetos de su Majestad Británica « actualmente en Francia » (Moniteur) serían constituidos
prisioneros de Guerra. ¿Cuál fue la suerte de esto individuos? Quedaban prisioneros bajo palabra y la
mayoría de ellos trabajaba con empleadores o en residencia donde los habitantes, percibiendo según su
estatuto la mitad del sueldo asignado a los suboficiales y soldados en actividad en las tropas francesas o el
medio sueldo de los simples soldados, ¡y gozando del derecho de hacer ir a su mujer a Francia! En el
Memorial, Napoleón aclara que « Propuse el intercambio durante toda la duración de la guerra. Los
ingleses prefirieron dejar a sus prisioneros diez años, antes que renunciar en el futuro a sus
incalificables métodos de rapiñas en la mar » (1º de noviembre de 1816).
Inglaterra no ha respetado tampoco su promesa de evacuar Malta, y el gabinete de Londres, al tanto que
prodiga enormes cantidades de dinero, organiza ya la Tercera Coalición que constará de Inglaterra
(financiando el proyecto), Austria, el reino de Nápoles y Rusia. Ante tan violenta e inicua acometida, el
Primer Cónsul se ve forzado a replicar, lo cual hace el 20 de junio por medio de un decreto de
interdicción económica que prohíbe la entrada a Francia de toda mercancía proveniente de
Inglaterra o de sus posesiones. También se propone lavar la afrenta y cortar de tajo la conspiración
desde su raíz considerando una expedición punitiva al corazón mismo de Albión, para lo cual moviliza la
flota y el ejército de tierra a Boloña (Boulogne-sur-Mer, en las costas de Bretaña).
Pero un peligro más fermenta en las entrañas de la misma Francia.

Desde Inglaterra, amparados y generosamente respaldados por el Gabinete de Londres, un conciliábulo de


ultrarrealistas fanáticos emigrados en la capital inglesa y encabezados por el conde de Artois (futuro rey
Carlos X), mente taimada y criminal, buscan, ya no derrocar, sino liquidar llana y físicamente al Primer
Cónsul. Para tal fin fomentan en 1804 un elaborado complot, apoyándose entre otros en el traidor general
Pichegru, en el férreo rebelde Georges Cadoudal y su camarilla de cómplices.

Atentado de la Calle Saint-Nicaise, el 24 de diciembre de 1800


Al dirigirse a la Ópera para escuchar una adaptación de La Creación del mundo de Franz Joseph Haydn, su
compositor preferido, el Primer Cónsul escapa de milagro a la brutal explosión de una “máquina infernal”. Se
trata de una bomba oculta en una carreta confiada por los terroristas a una pobre niña de catorce años llamada
M arianne Peusol, a quien han dado 12 céntimos a cambio de que sujete a la yegua que lleva atado el mortífero
dispositivo. Ambas quedarán pulverizadas por el estallido que causa 22 muertos más y un centenar de
heridos. Inicialmente se sospecha de los jacobinos, pero tras las investigaciones de la “policía científica” los
culpables del complot resultan ser los realistas bajo el mando del duque de Enghien y su agente Georges
Cadoudal. Entre varios ejecutores más, será el antiguo jefe chuán Joseph Picot de Limoëlan quien se habrá
encargado de embaucar a la pequeña Peusol, logrando escurrirse de los agentes de Fouché y escapando de

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París. Huirá a los Estados Unidos y, desgarrado el resto de sus días por el remordimiento, se hará sacerdote.
Sin volver nunca más a Francia, muere en Carolina del Sur el 29 de septiembre de 1826. Litografía de la época.

A la larga estos conspiradores caerán en mano de la eficaz policía de Fouché, siendo luego juzgados y
condenados. Sin embargo, planes homicidas como los suyos, ilustrados especialmente por el providencial
fracaso del atentado de la máquina infernal de la calle Saint Nicaise, perpetrado el 24 de diciembre de
1800, víspera de la Navidad, siguen pesando como una amenaza constante para la vida del Primer Cónsul,
quien nunca dejará de ser el blanco de grupos organizados como los misteriosos Chevaliers de la Foi («
Caballeros de la Fe »), igualmente dirigidos por de Artois (fundados en 1810). Gracias a las confesiones
de Pichegru y otros personajes de alto rango pertenecientes a los círculos del realismo militante, se
conoce que, conforme a los proyectos de una conspiración en curso, un « joven príncipe » debe llegar a
París y « unir » al país tras el asesinato del Primer Cónsul, con el objetivo de operar una restauración
realista. Efectuada una indagación, Bonaparte hace arrestar el 15 de marzo de 1804 en Ettenheim, en el
gran ducado de Baden, al duque de Enghien, hijo único del último príncipe de Condé. Llevado a
Estrasburgo y transferido la fortaleza de Vincennes, es juzgado allí mismo y, a espaldas del Primer
Cónsul, condenado precipitadamente a muerte por una comisión especial presidida por el general Hulin,
quien tratará de justificarse cerca de veinte años más tarde al publicar sus Explicaciones ofrecidas a los
hombres imparciales. A instancias y por imposición directa del general Savary y el clan de los regicidas
(Talleyrand, Fouché y sus compinches), el príncipe es fusilado subrepticiamente en las fosas, apenas
pronunciada la sentencia, sin obtener que le fuera otorgada la entrevista personal que solicitaba con el
Primer Cónsul. Éste último acaba de ser víctima de una grosera manipulación que años después
describirá de esta forma en el Memorial de Santa Helena: « Con toda seguridad, si hubiese sido instruido
a tiempo de ciertas particularidades concernientes a las opiniones y al natural del duque de Enghien, y
sobre todo si hubiera visto la carta que me escribió y que Talleyrand no me entregó más que cuando él
ya no era, bien ciertamente hubiese perdonado (…) Todo se había previsto con anterioridad. Las
piezas se encontraron totalmente listas, sólo había que firmar. Y la suerte del príncipe ya estaba decidida
». Por lo pronto, su secretario Menevál describe el momento en que la noticia llega a los oídos del Primer
Cónsul quien dejó escapar un brusco movimiento de sorpresa y de descontento. Constant, su ayuda de
cámara, nos cuenta en sus memorias que, al anunciarse este terrible acontecimiento, la esposa del Primer
Cónsul, Josefina, « entró o más bien se precipitó en la recámara gritando: “¡el duque de Enghien está
muerto! ¡Ah! ¿Amigo mío, qué has hecho?”... Éste palideció como la muerte, y dijo con una emoción
extraordinaria: “¡Los infelices se han apresurado demasiado! ¡Ya sólo me queda llevar la responsabilidad!”
». A su hermano José ha escrito algo similar: « Hay que soportar la responsabilidad del evento; echarla
sobre otros, incluso con verdad, se parecería demasiado a una cobardía, [lo suficiente] para que
quiera dejar que se sospeche de mí ». Y entonces, manda que a la duquesa de Borbón, madre del
príncipe, se le asigne un socorro de 100 000 francos que la víctima acepta, lo cual no puede dejar de ser
como mínimo desconcertante para los que se empeñan en imputarle el crimen a como dé lugar. ¿Quizás
sea por ello por lo que nunca hagan mención del hecho?
Diecisiete años más tarde, al redactar su testamento, tres semanas antes de morir, el Emperador Napoleón
vuelve nuevamente sobre el asunto y procede a una última aclaración. Asume la entera responsabilidad del
arresto del duque y de su presentación ante la justicia como una decisión legítima. No obstante, no se
siente culpable en absoluto de la orden de ejecución, por lo tanto, no tiene ninguna razón de sentir
remordimientos, a lo mucho sólo la frustración de no haber podido ejercer su derecho de gracia, lo cual
hubiera sido, además de un magnífico gesto humano y altamente simbólico, una poderosa palanca
política. Aunada al horror intrínseco del crímen, siente como una profunda injusticia la acusación del
mismo. Ya en su lecho de muerte, asumiendo la responsabilidad de la terrible transgresión perpetrada por
otros, escribe con un carácter estoico y mano firme: « Hice arrestar y juzgar al duque de Enghien
porque era necesario para la seguridad, el interés y el honor del pueblo francés, en el momento en que
el conde de Artois mantenía, según su confesión, a sesenta asesinos en París. En una situación
similar, actuaría todavía de la misma manera. »
Por lo pronto, el lúcido conspirador Cadoudal, que percibe nítidamente el significado profundo y todo el
alcance de este acto paradigmático que marca la ruptura definitiva con la Familia Real y corta con
cualquier pretensión de restauración borbónica, concluye con esta frase amarga, llena de desilusión,
proferida mientras sube junto con sus secuaces las escalas del cadalso, el 28 de junio de 1804: «
¡Queríamos devolver un rey a Francia, le hemos dado un emperador! »...

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Ejecución del duque de Enghien, 20 de marzo de 1804


Ilustración anónima de la época.

Pero dejemos la controversia histórica a los polemistas y volvamos a la realidad del momento.
De cara a la verosimilitud del peligro constante que se cierne sobre la vida del Primer Cónsul, interviene
un tema que no podía escapar a la clase dirigente, a saber la cuestión de la supervivencia del régimen y de
sus adquisiciones ante la hipótesis de que el joven regente llegase a desaparecer brutalmente por propósito
y obra de manos homicidas.
En estas circunstancias, durante el mes de abril de 1804, mientras se llevaba a cabo la instrucción de las
actas de Cadoudal y de sus cómplices, entre los cuales figuraban los generales traidores Pichegru y
Moreau, un miembro del Tribunado hizo entrega ante la Asamblea de una propuesta que tendía a investir
al Primer Cónsul de la dignidad imperial y declarar el imperio francés hereditario en su familia.
La idea no era espontánea, pues en opinión de algunos partidarios sólo la fundación de una dinastía podría
asentar definitivamente los logros obtenidos durante la revolución y el Consulado, y garantizar su
perennidad. Muchos años después, en Santa Helena, Napoleón expondría esta idea al conde de Montholon
de la manera siguiente: « El Imperio, como yo lo comprendía, no era sino el principio republicano
regularizado [es decir, entendiéndolo en su sentido original, el de la res publica, el bien común];
consolidaba la obra reformadora de la Asamblea constituyente; hacía de la vieja monarquía una joven
monarquía plena de grandeza y de porvenir ».
Es pues así como una comisión encargada del examen de la proposición hizo entrega de su reporte
algunos días después y concluyó su adopción.
Una sola voz discordante se elevó en medio de esta unanimidad, nuevamente la del matemático y antiguo
miembro del Directorio, Lazare Carnot, un republicano inflexible que, como hemos visto, ya se había
señalado por su negativa de votar el consulado vitalicio, al que veía con gran recelo presintiendo desde
entonces el retorno definitivo a las formas monárquicas. Lo volveremos a encontrar más adelante, durante
los días sombríos de 1814-1815 en condiciones emotivas.
Entretanto, el 2 de mayo de 1804, después de haber proclamado que « no hay título más conveniente a la
gloria de Bonaparte y a la dignidad del jefe supremo de la nación francesa que el título de emperador » –
dignidad de impecable atribución, máxime considerando que, más allá de la autoridad implícita que
supone, se refiere en su más pura acepción latina no sólo al que comanda, sino al que organiza–, el
Tribunado formula los estatutos siguientes:
« El Tribunado, ejerciendo el derecho que le es atribuido por el artículo 29 de la
Constitución emite el voto:
1° Que Napoleón Bonaparte, Primer Cónsul, sea proclamado Emperador de los
franceses, y, en dicha calidad, encargado del gobierno de la república francesa;
2° Que el título de emperador y el poder imperial sean hereditarios en su familia, de
varón en varón, por orden de primogenitura;
3° Que al hacer en la organización de las autoridades constituidas las modificaciones que
podrá exigir el establecimiento del poder hereditario, la igualdad, la libertad, los
derechos del pueblo sean conservados en su integridad.
El presente voto será presentado al Senado por seis oradores, que permanecen encargados
de exponer el voto del Tribunado. »

Llegó entonces el turno del Senado.

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Napoleón recibe en Saint Cloud el senadoconsulto que lo proclama emperador, el 18 de mayo de 1804
Óleo de Georges Rouget (1783-1869).

Consultado por medio de un plebiscito acerca de la cuestión, el pueblo francés se expresa sin ambigüedad
alguna; los resultados hablan por sí solos: 3 572 329 de voces « a favor », 2 569 « en contra ».
Todos estos sufragios honraban no sólo a las instituciones, sino esencialmente al hombre que, en
solamente cinco años, había salvado a la Francia moribunda y le había vuelto a dar una fuerza, una
influencia y un prestigio sin precedentes. Tras una década de masacres y
persecuciones más horribles unas que otras, el pueblo le estaba agradecido por la paz
civil que él les había devuelto; la misma catoliquísima Vendea, suelo fertilizado en la fe
más profunda y pura por San Luis María Grignion de Montfort, heroica e irreductible, y
ayer tan profundamente realista, le otorgaba una cuasi unanimidad al hombre que había
puesto un término a los exterminios masivos revolucionarios (según Louis-Marie Clénet
unas 200 000 víctimas entre los habitantes autóctonos consecutivas al periodo del
Terror en medio de matanzas y suplicios de una espantosa y refinada crueldad): « Los vendeanos
aceptaron con premura al Consulado cuyo primer esmero fue devolverles sus templos y sus sacerdotes »,
pormenoriza Émile Gabory, archivista de dicho departamento, en el prefacio de su libro Napoleón y la
Vendea (1913).
Consiguientemente, el 4 de mayo, los senadores reconocen el principio de transmisión hereditaria como
base fundamental del Estado y adoptan a unanimidad de los sufragios un nuevo comunicado en el cual
refrendan el establecimiento de la dignidad imperial hereditaria en la persona y familia del Primer
Cónsul.
El 18 de mayo, los senadores reunidos escuchan a su antiguo presidente, el eminente naturalista
Lacepède, quien fue igualmente el primer gran canciller de la Legión de Honor, leer el texto del
senadoconsulto que daba su forma oficial y legal a estas nuevas instituciones de facto monárquicas.
Enseguida, se dirigieron todos al castillo de Saint-Cloud, hoy desaparecido, donde el Primer Cónsul,
acompañado por su esposa Josefina, aguardaba a los magistrados. Según los testimonios de los presentes,
el Cónsul estaba « tranquilo, digno y sin rigidez ». Este hombre, de apenas 35 años de edad a quien,
hasta entonces, nadie se había dirigido de otra forma que llamándolo « ciudadano general » o « ciudadano
Primer Cónsul », oyó a Cambacérès decirle, ceremoniosamente, al acercarse a él con un andar
acompasado: « Sire… »: acababa de ser proclamado Emperador de los franceses con el nombre de
NAPOLEÓN I.
Terminada la arenga solemne del delegado, el Emperador prorrumpe: « Todo lo que puede contribuir al
bien de la Patria, está esencialmente ligado a mi dicha. Acepto el título que me creéis útil para la gloria de
la nación. Someto a la sanción del pueblo la ley de la heredad. Espero que Francia no se arrepienta nunca
de los honores con que rodeará a mi familia ».
En ese momento el estruendo de todos los cañones de París se dejó oír hasta Saint-Cloud y, tras el
discurso de Cambacérès, un grito, el primero de una larga serie que hasta hoy nunca se ha extinguido ni
se extinguirá jamás, les hizo eco:

¡VIVA EL E MPERADOR!

EL GRAN IMPERIO
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« Sí, es verdaderamente el trono de Carlomagno que vuelve a levantarse después de diez siglos »
Pierre Louis de Lacretelle, el mayor.

Armas del Imperio francés

Sin perder tiempo, a partir del 19 de mayo Napoleón nombra a muchos de sus grandes dignatarios; los
ex segundo y tercer Cónsules, Cambacérès y Lebrun, son nombrados respectivamente archicanciller y
architesorero, y el Emperador eleva igualmente a catorce generales a la dignidad de Mariscal de Imperio:
Berthier, Lannes, Murat, Moncey, Jourdan, Masséna, Augereau, Bernadotte, Soult, Brune,
Mortier, Ney, Davout, y Bessières. Les siguen igualmente generales senadores y otros nombramientos
que empezarán a dar cuerpo y forma al nueva Casa que, si bien ya estaba formalizado desde el punto de
vista jurídico y legal, todavía estaba por cristalizarse de una forma más excelsa, más sublime y única
suprema y trascendentemente legítima: la espiritual.
Para hablar de esta nueva etapa que conllevará nuevos y espinosos desafíos para el Emperador, nos es
preciso volver un poco hacia atrás.

El 23 de abril de 1804, durante una sesión privada del Consejo de Estado, además de la cuestión de la
transmisión hereditaria se evocó el tema de la consagración del jefe de una nueva dinastía. Esta noción
fue abordada por el mismo Napoleón, perfecto conocedor de todo el apoyo, licitud y soberanía que aporta
a un trono la caución de la religión.
Ahora bien, en esta asamblea, toda poblada de revolucionarios, la simple mención de esta eventualidad
había levantado más que fuertes reticencias, desatando de hecho una viva y en ocasiones violenta
oposición.
A pesar de estos obstáculos, apenas nombrado emperador, Napoleón buscó la manera de hacer sancionar
por la Iglesia católica, por él restaurada, los derechos al trono que la nación acababa de conferirle. Este
designio implicaba recibir la unción sacra de manos del Soberano Pontífice, nada menos.
Como era de esperarse, para muchos esta voluntad era un grave error argumentando entre otras cosas,
imputación absurda, que « la intervención de un pontífice no añade nada a los derechos de los príncipes
ni a las obligaciones de los pueblos ». Para otros tantos, republicanos, no cabía ni siquiera lugar para
discutir el tema.
A todos ellos, el Primer Cónsul les había respondido como sigue, con toda la gran simplicidad y el
implacable realismo propios de toda verdad: « Todo lo que tiende a volver sagrado a quien gobierna es
un gran bien », tras lo cual, superando toda polémica y objeción, se entablan las tramitaciones y, por
medio de una misiva, solicita personalmente a Su Santidad Pio VII ir a ungirle y consagrarle en París.
Evocando todos los beneficios que el joven soberano le ha prodigado a la cristiandad, el ministro de
Relaciones exteriores, Talleyrand, envía también por su lado una serie de comunicados al Vaticano. En
uno de ellos le pregunta al Santo Padre « ¿qué monarca podría ofrecerlos tan grandes, tan
numerosos en el corto espacio de dos o tres años? ». El Papa asiente.
Pronto, tras recorrer cerca de 2200 kilómetros, su Santidad Pío VII arribaba a París el 29 de noviembre.
Su llegada desencadenaría la ira de republicanos, jacobinos, anarquistas y demás proto-ácratas, pero
también de los realistas, de por sí furiosos por el fracaso de sus tentativas de asesinato contra el Primer
Cónsul (nada menos que siete complots históricamente documentados tan sólo entre 1800 y 1804,
todos patrocinados desde Londres, en aquel entonces ya capital mundial de la finanza, epicentro
planetario del crimen organizado y del pirataje internacionales). Iracundo, el conde Joseph de Maistre
incluso maldice a ese « pontífice indigno ».
En cuanto a los republicanos, como decíamos vivamente desazonados, no se quedan atrás, y se indignan
de que « Bonaparte », ese « hijo de la revolución » –etiqueta reductora que por desgracia no le dejará
nunca– la « prostituyera » a los pies de un sacerdote...

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La llegada de Pío VII a Fontainebleau


Dibujo de François M artinet.

Mientras en París las diferentes facciones se libraban a las argucias y a los altercados, muy lejos de allí se
deja oír una voz que llega el 6 de junio desde la lejana Varsovia. Es el clamor acerbo de un hombre que
por el momento no era más que el conde de Provenza, y que pretendía reinar bajo el nombre y dignidad
real de Luis XVIII.
Al tener conocimiento de la accesión de Napoleón al trono, escribe la protestación siguiente:

« Al tomar el título de emperador, queriendo volverlo hereditario en su


familia, Bonaparte pone el sello a su usurpación. Este nuevo acto de una
revolución en la que todo, desde su origen, ha sido nulo, no podría sin
duda infirmar mis derechos; pero, contable de mi conducta a todos los
soberanos, cuyos derechos no están menos dañados que los míos y cuyos
tronos están todos estremecidos por los principios peligrosos que el senado
de París ha osado sentar; contable hacia Francia, mi familia, mi propio
honor, yo creería traicionar la causa común guardando silencio en esta
ocasión. Declaro pues, en presencia de todos los soberanos que, lejos de
reconocer el título imperial que Bonaparte acaba de hacerse deferir por
un cuerpo que ni siquiera tiene existencia legítima, protesto contra este
título y contra todos los actos subsecuentes a los que pudiera dar lugar ».
Napoleón, mente visionaria cuyo intelecto era tan agudo y penetrante, percibió de inmediato todo lo que
podría sacar de ventaja de este documento torpe y de doble filo. Lejos de ocultarlo, con mucha sagacidad
lo mandó publicar in extenso en el diario oficial, el Moniteur del 1º de julio. Los eventos que seguirían
demostraron cuánta razón tenía pues, en verdad, este pronunciamiento resultó ser una ayuda inapreciable
brindada, aunque muy involuntariamente, a la nueva corona y a la dinastía naciente. Las palabras del
conde de Provenza, que no eran otra cosa que la negación rotunda y el cuestionamiento en bloque de las
adquisiciones derivadas de la revolución, entre ellas la abolición de los privilegios feudales, el
reconocimiento de los derechos civiles y de propiedad tan arduamente ganados, así como de la
pacificación social y de la reconciliación nacional por fin conquistados a precio de tanta sangre y
sacrificios, lograron como por arte de magia lo que parecía y había sido imposible alcanzar hasta
entonces: ¡hicieron unirse de golpe a todos los que, de espíritu tenazmente republicano, todavía
rechazaban al Imperio!

Juramento durante la ceremonia de distribución de la Legión de Honor en Boloña


Litografía coloreada decimonónica.

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En medio de ese marco inaudito e inesperado, quince días después, el 15 de julio, Napoleón procede a las
primeras entregas de las medallas de la Legión de honor, inicialmente durante una ceremonia magna
en la capilla de la iglesia San Luis del Hotel de Los Inválidos. El legato a latere del Papa, el cardenal
Giovanni Battista Caprara, oficia la misa y el conde de Lacépède, Gran Canciller de la Legión de
Honor, pronuncia el discurso de honor, señalado por restas palabras: « ¡Honor, Patria, Napoleón! Sed
por siempre jamás la divisa sagrada de Francia y la garantía de su eterna prosperidad ». Entre los
primeros condecorados figuran el cardenal de Belloy, el conde de Rochambeau, y los cardenales
Fesch y el propio Caprara.
El 28 de termidor (15 de agosto), el Emperador se desplaza a Boloña, en el Paso de Calais, donde como
sabemos le esperan las tropas reunidas en previsión de la incursión planeada en Inglaterra, una flotilla de
2400 bastimentos y un contingente de 200 000 hombres.
Al borde de una calle bautizada Napoleón en honor al nuevo soberano que cumple años en aquel día
solemne, adornada con tres arcos triunfales y bordeada por brillantes fanfarrias y lozanas dríades
danzantes, se encuentra el circo de Therlincthum que, engalanado con trofeos, estandartes y una corona
de oro en fondo de pañerías tornasoladas que ostentan los símbolos del Imperio, será sede en unos
momentos de la segunda ceremonia de entrega de las cruces de la Legión de Honor.

Retrato de Giovanni Battista Caprara Montecuccoli


Óleo de Gerolamo Stambucchi Protaso (1757-1833).
Arzobispo de M ilán, legado apostólico del Papa Pío VII en
Francia, S. Em. el cardenal Caprara presidirá varias de las
mayores ceremonias del Imperio, y en particular
consagrará y bendecirá a Napoleón durante la de su
coronación como Rey de Italia. M uy estimado por el
Emperador, M ons. Caprara recibirá cargos importantes y
grandes honores, siendo Gran Dignatario de las Órdenes de
la Legión de Honor y de la Corona de Hierro.
Fallecido en 1810 en París, será honrado con exequias
fastuosas en la catedral metropolitana y un elogio fúnebre
del abate Jean-Baptiste Rauzan, fundador de los Padres de
la Misericordia. Será asimismo el primer extranjero en ser
–por orden expresa del Emperador Napoleón– inhumado
en el Panteón (en la iglesia de Santa Genoveva), donde sus
restos permanecerán hasta 1861, fecha en que fueron
transferidos a Roma.

LA CONSAGRACIÓN Y EL CORONAMIENTO
« Decid bien que soy Carlomagno »
Napoleón al Cardenal Fesch.

« La superioridad de la razón da la fe »
Napoleón al conde de Ségur, la víspera de la Consagración.

El 2 de diciembre de 1804 era un gran día para Napoleón, quien, el 7 de septiembre (20 de fructidor
del año XII), se había recogido frente a la tumba de Carlomagno, en Aquisgrán (de paso,
mencionémoslo, aprovechando su estancia para restituirle a dicha villa una parte de los bienes pillados por
los revolucionarios del general Dumouriez (quien ulteriormente tornara casaca y se volviera consejero del
Ministerio de Guerra británico...) tras la toma de la ciudad en 1794).
La crónica de la época indica que aquel día la nieve, que la víspera había caído sin interrupción,
desapareció por completo para ceder su lugar a un cielo díáfano iluminado por un sol puro y radiante.
Según un testigo, « A las diez de la mañana, el Emperador salió de las Tullerías para dirigirse a Nuestra
Señora. Su cortejo era numeroso y magnífico: cinco coches escoltaban al suyo, una carroza enteramente
dorada con siete ventanas ».

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El cortejo de la Consagración
El Emperador deja las Tullerías para dirigirse a la catedral de Nuestra Señora de París.
Dibujo de Isabey para Le Livre du Sacre.

Afuera, « había 50 000 hombres bajo las armas, y 500 000 curiosos en las ventanas o en las calles. La
iglesia estaba totalmente tendida en telas de seda carmesí, ornamentadas con franjas, galones de escudos
de armas bordados de oro. La nave, el coro y el santuario estaban cubiertos con tapicerías de Aubusson y
de la Savonnerie. Gradas dispuestas en forma de anfiteatro estaban cargadas de espectadores: las mujeres
brillantes de encantos y de aderezos, los hombres vestidos con atuendos resplandecientes, plazas
asignadas a todos los dignatarios del Estado, el trono del Emperador elevado en medio de la nave, el del
Papa en el santuario. Todo aquello era hermoso, magnífico y bien ordenado. Esta mezcla de la pompa de
las ceremonias de la Iglesia romana con la magnificencia de la Corte de las Tullerías presentaba a la vista,
hay que convenirlo, un brillante espectáculo ».
Los infinitos lienzos rutilantes, lábaros e insignias resplandecientes de telas preciosas que caracterizan el
espíritu y ponen de relieve los símbolos majestuosos del Imperio naciente y de la Santa Sede también
cumplen la función, ésta menos conocida, de disimular los graves destrozos causados por los
revolucionarios durante las convulsiones de los años pasados cuando, con toda su furia y codicia
fantásticas, las hordas desencadenadas de gentuza habían saqueado el tesoro de la catedral y barrido con
su contenido histórico e invaluable, dispersándolo a los cuatro vientos, o menos poéticamente dicho, por
las calles y cunetas de la ciudad.
Al llegar el suntuoso cortejo a la catedral, el Emperador, « muy conmovido y de una palidez extrema »,
abandona su traje a la francesa, terciopelo rojo bordado de oro, bufanda blanca, manto corto sembrado de
abejas, sombrero rematado con plumas blancas, collar de la Legión de Honor en diamantes, y reviste sus
atuendos de consagración. Porta en ese momento una simple corona de laurel que le da a sus facciones
el aspecto de una medalla antigua.

Enseguida se procede a la ceremonia, lectura del Evangelio y Divina Liturgia, que se lleva a cabo en
presencia de unos veinticinco mil asistentes. El Papa se halla en el altar, de espaldas al maravilloso
Descendimiento de la Cruz o Pietà de Nicolas Coustou. Napoleón avanza hacia él, se arrodilla, y recibe
del Vicario de Cristo el sacramento de la triple unción, sello del Espíritu Santo, que le consagra
como Emperador, grandioso espectáculo que no se había visto desde Carlomagno (coronado por el papa
León III mil años antes, el 25 de diciembre del año 800). Toma entonces la corona, que se hallaba posada
sobre el altar, y la coloca con gran majestad sobre su cabeza.

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Las Unciones
Su Santidad el Papa Pío VII da la bendición a Napoleón arrodillado y le aplica
las tres unciones sagradas que le consagran emperador de los franceses. En
otro momento, durante la entronización, el Sumo Pontífice, acompañado por
todo su alto clero, se aproximará a saludar a Napoleón I, quien ha subido solo
al trono. El Santo Padre le besa la mejilla: como Carlomagno, Napoleón,
Ungido del S eñor, desde ahora « hijo mayor de la Iglesia », se presenta como
el jefe de los cristianos de la tierra, el « nuevo Constantino ». En efecto, es el
fundador de una monarquía de derecho divino (y no de una « dictadura »,
como lo pretende con estulticia la difamatoria retórica republicana, a fin de
formatear y de manipular las conciencias induciéndolas deliberada e
insidiosamente a asociarlo con caudillos de regímenes fascistas), aquella de la
« cuarta raza » según sus propias palabras, la de los Napoleónidas, inscrita
en la continuidad histórica (tras las de los M erovingios, los Carolingios, y los
Capetos), y que se verá apuntalada posteriormente por medio de su unión
con la estirpe de los Habsburgo (1810) y otras en lo sucesivo, incluida en la
actualidad la de los Borbones. En ese sentido, en 1806, el catecismo imperial
rezará un discurso imitado de la teología de Bossuet, que señala puntualmente
que « Dios que crea los imperios y los distribuye según Su voluntad,
colmando a nuestro emperador de dones, le ha establecido nuestro soberano ».
Es así como, en la documentación oficial del Imperio, el preclaro monarca es
designado cabalmente como « emperador por la gracia de Dios ».
Aguafuerte y buril (detalle) proveniente de El libro de la Consagración
(1805-1811); dibujo de Isabey y Fontaine, grabado por Delvaux.

Enfatizamos un poco más arriba que la corona imperial reposaba sobre el altar. Mencionemos pues
aquí, ya que es importante subrayarlo, que contrariamente a la perniciosa mentira inventada por Adolphe
Thiers, Napoleón nunca le arrebató la corona al Papa, como se tiene la necia costumbre de decirlo, y
que no sólo es esto una gran falacia, sino también una gran tontería y sobre todo una innoble calumnia.
El pontifical romano nos indica puntualmente que es la tradición de la coronación la que le da su
significado a la consagración. En él encontramos lo que sigue: « Recibe, dice el ritual, la corona del
reino que es puesta sobre tu cabeza por las manos, aunque indignas, de los obispos, en nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ».
Ahora, llevar a cabo este procedimiento al pie de la letra, representaba para Napoleón –que estaba ungido
ya de facto con el crisma sagrado– reconocer públicamente que le debía su corona imperial únicamente
al Papa y a la Iglesia, implícitamente negando las atribuciones e investidura previas del Senado y de las
Cámaras, y descartando así a los cuerpos legales del Estado. En vista del contexto socio-político muy
particular y delicado en el que había accedido al trono, suscribir a esta forma representaba un motivo de
conflicto y de enfrentamiento, por lo cual informó cabalmente a Pío VII que, dadas las circunstancias,
deseaba –lo citamos textualmente– « tomar la corona para evitar toda discusión entre los grandes
dignatarios del Imperio que pretendieran [sic] dársela en nombre del pueblo » [nótese la elección del
verbo empleado, aunado al uso de un subjuntivo: « (...) qui prétendraient la lui donner au nom du peuple
»]. Esencial puntualización, siendo que, en el plano de la jerarquía trascendental, toda y única autoridad
legítima y verdadera es aquella, fruto de un poder consagrado, bendecido y santificado, que proviene de
Dios.
Espíritu profundo, mente fina y curtido diplomático, el Papa no vio en ello inconveniente alguno y accedió
de buena voluntad a la petición; por consiguiente, el gesto en cuestión se realizó con su pleno
consentimiento y además tal y como se había previsto e incluso ensayado con antelación durante la
serie de repasos previos a la ceremonia.
Como podemos verlo, la realidad no tiene
nada que ver con la historia establecida, la
doctrina « oficial », diremos, esos dogmas
públicos absurdos, sin fundamento, pero
machacados al infinito, con los que los
ignorantes, los maledicentes y los negligentes
siempre se empeñan en presentar a Napoleón
como un salvaje, como un déspota perverso
sin el menor miramiento por los demás.
Añadamos finalmente que este procedimiento
estaba estipulado muy claramente y con
anterioridad en los artículos XXX, XXXI y
XXXII del Extracto del ceremonial relativo a
la consagración y a la coronación, manual
programático impreso por la Imprenta
Imperial, conocido y avalado por la Santa
Sede, en el cual se consigna con lujo de
detalle que el Emperador « hará entrega al
archicanciller de la mano de Justicia, del cetro
al architesorero, subirá al altar, tomará la
Napoleón corona a la emperatriz corona, la colocará sobre su cabeza, cogerá
Depués de tomar la corona sobre el altar, el Emperador la en sus manos la de la emperatriz, regresará

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posa suavemente sobre la cabeza de Josefina, quien la recibe para colocarse cerca de ella y la coronará. La
con las manos en posición de plegaria. Grabado romántico. emperatriz recibirá de rodillas la corona ».

Tras esta digresión ciertamente muy justificada, y una vez Napoleón coronado, el Santo Padre abraza al
Emperador, le besa y, volteándose hacia la asistencia, grita él mismo:

« ¡Vivat Imperator in æternum! »


Entonces, el jefe de los heraldos de armas proclama con una voz sonora:
« El muy glorioso y muy augusto emperador Napoleón, emperador de los franceses, está coronado y
entronizado, ¡viva el Emperador! »
Y en la nave, la asistencia, conmocionada, respondió con ovaciones repetidas que hicieron temblar las
bóvedas:
« ¡Viva el Emperador! ¡Viva la Emperatriz! »

« Si babbu ci vidia », ¡si papá nos viera!, murmura Napoleón al oído de su hermano José, conmovido.
Es así como, al son de los órganos majestuosos y de los repiques sonoros de las campanas de las torres
de Nuestra Señora de París, nace la IV Dinastía francesa, la de los Napoleónidas, hoy en día encarnada
y encabezada noblemente por Su Alteza Imperial y Real Don Juan Cristóbal, Príncipe Napoleón.

Retrato del Emperador Napoleón I


M odelo magnífico realizado en el año 1807, el cuadro
definitivo, por desgracia hoy perdido, se encontraba
expuesto en el Palacio de Cassel, donde reinaba el rey
Jerónimo de Westfalia.
En esta magnífica representación, vemos al Emperador
Napoleón en una actitud de plácida majestad, con mirada
baja y serena, observando a sus pueblos. De pie junto al
trono imperial, ha posado la corona de Carlomagno y la
Mano de Justicia, « vara de la virtud y de la verdad », para
tomar el globo crucífero, símbolo del mundo, coronado por
la cruz del rey Luis IX, S an Luis. « Está bien, está muy
bien, David. Habéis adivinado todo mi pensamiento. Me
habéis hecho un caballero francés », dirá el soberano a su
pintor oficial. Óleo de Jacques-Louis David (1748-1825).

Tres días después de su coronación en la catedral metropolitana de París, consagrado por la religión y
la Cruz del Salvador, revestido con el manto purpúreo carolingio, y empuñando al Águila de Júpiter, ave
de luz, Napoleón I ostenta un trono y rige un imperio cuya irrebatible cuádruple legitimidad se sustenta:
- En el derecho natural, al haber sido Napoleón el único apto y capaz de salvar a Francia de las
guerras internas y de las invasiones extranjeras, de sacarla de la ruina económica, y de detener su debacle
socio-política;

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- En el aval e investidura del cuerpo legislativo constituyente;
- En el apoyo popular y en el sufragio universal, mismos que le aseguran la fidelidad y el
reconocimiento moral y afectivo de sus súbditos, el pueblo de Francia;
- En la bendición y consagración espirituales de la Iglesia, recibidos de manos de su cabeza misma,
el Sumo Pontífice, quien le ha ungido solemnemente.
Expresándolo de manera más humilde, y en respuesta a los embates feroces que sufre de sus detractores
durante su deportación, Napoleón dirá a Montholon muchos años después: « Yo no he usurpado la
corona, la he levantado en el riachuelo y el pueblo la ha puesto sobre mi cabeza ».
Es en este contexto en el que el águila, adoptada desde junio de 1804 como emblema del Imperio por
decisión del propio Napoleón, así como las banderas y estandartes que esta corona, deberán ser
entregados por el Emperador a los guardias nacionales de los 108 departamentos, así como a todos los
cuerpos de armada del ejército, lo cual tendrá lugar durante una grandiosa ceremonia en el Campo de
Marte, el 5 de diciembre de 1804.

Para el evento, los dos más distinguidos arquitectos del Imperio, Percier y Fontaine, han concebido y
montado una imponente tribuna alegórica frente a la fachada de la Escuela militar. Sedente sobre un
regio estrado, el Emperador Napoleón, acompañado por su familia y rodeado por los altos dignatarios de
la corona, presta juramento a la vez que recibe el de todos los cuerpos de tropas presentes.
La ceremonia se desarrolla en un clima nevado y lluvioso; no obstante, la solemnidad del evento anima y
enardece todos los corazones: « Soldados, he aquí vuestras banderas; estas Águilas os servirán
siempre como punto de reunión; estarán por doquier donde vuestro Emperador las juzgue necesarias
para la defensa de su trono y de su pueblo. Juráis sacrificar vuestra vida para defenderlas, y
mantenerlas constantemente por vuestro valor en el camino de la victoria », exclama.
Tras enunciar esta alocución enérgica y grave, el soberano avanza dignamente rodeado por sus nuevos
mariscales Lannes, Berthier, Murat, Augereau, Masséna, Bernadotte... tiende el brazo a la manera de los
emperadores romanos y, absortos en el oleaje de una algarabía universal, cazadores, granaderos, dragones
y zapadores – el conjunto de los guerreros y patriotas reunidos lanza el grito delirante al Emperador: « ¡Lo
juramos! », envueltos todos entre las águilas esplendentes y los sedosos lienzos flotantes de las banderas
irisadas.
¡Viva el Emperador!

Juramento del ejército hecho al Emperador tras la ditribución de la águilas, 5 de diciembre de 1804, más comunmente
llamado La distribución de las Águilas
Cuadro de 1810 por Jacques-Louis David (1748-1825); M useo nacional del Castillo de Versalles.

LA TERCERA COALICIÓN
« Es con pesar, con horror que voy a hacer la guerra »
Napoleón al conde M orkoff.

En virtud de un decreto promulgado por una delegación de notables italianos y votado por consulta
del 17 de marzo de 1805, el Emperador Napoleón acaba de ser promulgado Rey de Italia.
El 26 de mayo siguiente ha sido coronado en la catedral San Ambrosio (el Domo) de Milán durante una
excelsa ceremonia oficiada por el arzobispo de la ciudad y legado del Papa en París, el Cardenal
Caprara.
Como en la catedral de Nuestra Señora de París, Napoleón posó él mismo sobre su cabeza, tocada con la
corona imperial, la Corona de Hierro, mítico nimbo de los reyes lombardos, que contiene un aro
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inalterado forjado a partir de un clavo de la cruz de Cristo y que el propio Carlomagno portara a partir
del año 774. « ¡Dios me la da, cuidado a quien la toque! » fueron las palabras sacramentales
pronunciadas con una voz tonante por el Emperador según la fórmula consagrada, así « asumiendo la
altiva divisa vinculada a la antigua diadema por sus primeros poseedores », observa Sir Walter
Scott.
Napoleón se convertía de esta forma en el promotor de la Independencia y la unificación de Italia,
perpetuamente amenazada por las miras austriacas que hacían de esa « expresión geográfica », como la
designara desdeñosamente Metternich, su coto de caza privado, y nombraba un virrey en la persona del
valeroso Eugenio de Beauharnais, su hijastro.
Asimismo, menos de dos semanas después de su consagración en Milán, el Emperador sienta las bases de
una nueva orden de caballería imperial promulgando un decreto que crea la Orden de la Corona de
Hierro.

Consagración de Napoleón I como rey de Italia


El Emperador posa sobre su cabeza la Corona de Hierro de los reyes lombardos.
Grabado de Henri Félix Emmanuel Philippoteaux (1815-1884).

Siempre en el marco de su proyecto de reconstrucción de Francia y con el objetivo de inscribir su


régimen en la duración y evitar todo retorno a ciertas estructuras feudales del antiguo régimen, el
Emperador Napoleón creará a la larga una nobleza imperial. Sin embargo, a pesar de la adopción
progresiva por Francia de formas y tradiciones de tipo monárquico, la corte de Viena no tiene oídos más
que para sus afanes de venganza y Austria adhiere ese año de 1805 a la anglo-rusa convención de San
Petersburgo, con lo cual la tercera coalición contra Francia se pone en marcha.
El 27 de agosto, tras enterarse de que el almirante Villeneuve se había refugiado con su flota en el
puerto de Cádiz, el Emperador, profundamente consternado ante semejante pusilanimidad, juzga incierta
una invasión de Inglaterra y, ante las muy apremiantes amenazas en el Este, de donde los ejércitos
extranjeros ya marchan hacia Francia, ordena a su armada dejar el campo de Boloña y avanzar a grandes
pasos hacia Alemania. Las tropas se ponen prontamente en movimiento en varias columnas que pasarán a
la historia bajo el apelativo de « Los siete Torrentes ».
El 21 de octubre, la marina francesa es destruida frente a Trafalgar por la flota inglesa del almirante
Nelson, quien de un certero balazo de mosquete disparado por un tirador del buque Redoutable («
Temible ») deja la vida en la batalla. La muerte del héroe del Nilo es para Marina Real británica una
sensible pérdida, pero, para Francia, esta derrota es una absoluta catástrofe cuya extensión sólo podría
compararse a la de Waterloo, pues cortando de tajo y definitivamente a los franceses cualquier posibilidad
futura de travesía marítima, en cierta forma haciéndolos presos del continente, vuelve por ende imposible
cualquier ataque directo al núcleo mismo del problema: el Gabinete de Londres, sólidamente
resguardado del otro lado de su marítima barrera natural del Canal de la Mancha. En cuanto al
desdichado Villeneuve, hecho prisionero, perfecto sabedor de la extensión y costo de su error, víctima del
oprobio general y agobiado por la íntima vergüenza y el deshonor, se suicida a su regreso a Rennes, el 22
de abril de 1806, después de haber sido liberado bajo palabra.

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El Redoutable en la batalla de Trafalgar


Óleo de Louis-Philippe Crépin (1772-1851).

Por su lado, a la cabeza de la Gran Armada adentrada en las llanuras de la Europa central, tras una
campaña fulgurante Napoleón se lleva la más prestigiosa batalla de su vida y de la Historia universal en las
cercanías del pueblo de Austerlitz en Bohemia (hoy llamado Slavkov u Brna, República Checa), el 2 de
diciembre de 1805, fecha del aniversario de su Coronación, enfrentándose a los temibles ejércitos
austro-rusos que buscaban invadir Francia por el Este y cuya ofensiva había penetrado hasta los
territorios violados de Baviera (aliada de Francia), siendo la vanguardia austriaca comandada por el
general Mack categóricamente detenida en Ulm, actual estado de Baden-Wurtemberg (15-17 de octubre
de 1805).
Como será el motivo recurrente a lo largo de todo su reinado, el Emperador Napoleón lo habrá intentado
todo para evitar el conflicto armado. Poco antes de la batalla de Austerlitz, le había escrito a su ministro el
príncipe Talleyrand: « Habrá probablemente mañana una batalla muy seria con los rusos. Hice mucho
para evitarla pues es sangre vertida inútilmente. No habléis de batalla pues sería inquietar mucho a
mi mujer. No os alarméis; estoy en una fuerte posición; lamento lo que costará y casi sin objetivo ». Al
mismo tiempo, en una misiva íntima, le escribe a Josefina: « Se sufre, y el alma está oprimida de ver
tantas víctimas ». También había solicitado el día anterior una entrevista personal con el zar Alejandro, a
quien le había propuesto una suspensión de armas. Por desgracia, estimando la invitación por debajo de
su dignidad, Alejandro, de modo muy desdeñoso e insultante, decidió enviar en su lugar, para discutir de
tú a tú con Napoleón, soberano de un gran país, a un simple ayuda de campo, el príncipe Dolgorouki.
Haciéndose el desentendido, el Emperador decidió soportar este agravio cuyo objetivo era humillarlo y,
superando su irritación, declaró: « Es la paz, y no concibo por qué vuestro señor no puede entenderse
conmigo. No pido más que verle y presentarle una hoja en blanco firmada “Napoleón”, sobre la cual
inscribirá él mismo las condiciones de paz ». Pero el Emperador ignoraba que, tras bambalinas,
consciente de lo que estaba en juego, el gobierno inglés había –¡ya desde mediados del año 1804!–
depositado dos millones y medio de libras en las cajas de los Tesoros ruso y austriaco, y que, a fines
de ese mismo año de 1804, los mercaderes de Londres se habían aligerado los bolsillos de cinco
millones de libras más a fin de asegurar financieramente la coalición. Por consiguiente, la oferta de paz
de Napoleón es rechazada con singular desprecio.
Sin otra solución, la confrontación armada estalla el día siguiente, será la arriba anunciada Batalla de
Austerlitz, combate mítico que pertenece a la leyenda y es conocido igualmente como la « Batalla de
los Tres Emperadores »; tras ella, con la coalición hecha trizas por el genio estratégico de Napoleón, el
coraje tenaz del mariscal Davout y la bravura indómita de la Grande Armée, los agresores se ven
obligados a firmar el Tratado de Presburgo (26 de diciembre de 1805), con lo cual Austria pierde
numerosos territorios y obre todo presencia el fin del Santo Imperio Germánico, el cual, en Alemania,
cede su lugar a la Confederación del Rin en julio de 1806.

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Victoria de Austerlitz el 2 de diciembre de 1805


Taller de Carle Vernet, M useo Napoleón del castillo de Grosbois.

A partir de entonces una gran reorganización europea tiene lugar.


En el reino de Italia, el Código civil napoleónico es puesto en aplicación el 1º de enero de 1806.
Con el fin de reconfortar su política en los estados anexados, afianzando su seguridad ante posibles
nuevos embates del extranero, Napoleón distribuye las coronas a sus hermanos: José es proclamado rey
de Nápoles el 15 de febrero de 1806, Luis recibe el reino de Holanda el 5 de junio siguiente. El mismo
Napoleón se convierte en Protector de la Confederación del Rin. Acto seguido el régimen feudal es
abolido en el reino de Nápoles.
Finalmente, con el doble prestigio obtenido en la defensa de Francia durante la campaña de Bohemia, y
tras haber restaurado la Iglesia de Francia luego de las exacciones y crímenes de la política de
descristianización llevada a cabo por la revolución francesa (iconoclasia, persecuciones, subversión y
matanzas de sacerdotes, masacres y decapitaciones públicas, saqueos y pillajes de lugares de culto, cierre
y demolición de iglesias y campanarios, fundición y venta de campanas y de objetos consagrados,
destrucción de reliquias sacras, autos de fé, profanación de las tumbas reales de la basílica de San
Dionisio en 1793 por el Comité de Salud Pública, supresión del calendario gregoriano y de toda referencia
a los santos el 15 de vendimiario del año II, genocidio en la Vendea, etc.), el Emperador se vuelve hacia
Roma y solicita el apoyo del Papa en su lucha contra Inglaterra, reino « hereje y apóstata », patrocinador
de todos los conflictos europeos, pidiéndole cerrar sus puertos a los navíos y al comercio ingleses.
Velando por los intereses comerciales de los Estados Pontificios y las necesidades materiales de los
feligreses de dichos territorios, el Santo Padre se hace el sordo, lo cual es sentido por Napoleón como una
traición.

LA CUARTA COALICIÓN
« Si Su Majestad el rey de Inglaterra quiere realmente la paz con Francia, nombrará un plenipotenciario para dirigirse a
Lille. El Emperador está listo para hacer todas las concesiones que podéis desear obtener »
Napoleón al Primer ministro británico Charles James Fox (20 de febrero de 1806).

Al no aceptar la supremacía francesa ahora en sus mismísimas puertas, animada por el odio visceral de
sus reyes y espoleada por Inglaterra, la Casa real de Prusia, que no llegó a la cita de Austerlitz y por
consiguiente mantiene todas sus fuerzas armadas intactas, se prepara a su vez para declararle la guerra a
Francia.
A pesar de los incansables esfuerzos hechos por el Emperador para evitar un nuevo conflicto (éste es uno
de los más ejemplares en este aspecto), y no bastando las numerosas pruebas de su tenaz voluntad de
paz, Prusia, que tiene el henchidos el corazón de odio y los bolsillos de oro inglés, decreta la movilización
militar el 9 de agosto de 1806, desencadenando la campaña de Prusia. La Gran Armada sale a su
encuentro y, en el espacio de unas cuantas horas, el ejército agresor es hecho trizas en otro
enfrentamiento grabado en los anales de la leyenda, la doble batalla de Jena y Auerstaedt el 14 de
octubre siguiente; « el Emperador silbó, y Prusia ya no existía », dirá lapidariamente el poeta Heine.
Presente en la propia ciudad de Jena, el filósofo stuttgartense Hegel ha sido testigo presencial de los
hechos, contemplando desde su ventana aquellos eventos que « no se producen más que todos los cien o
mil años ». Profundamente impactado, El Viejo, como se le apoda en los salones de Tubinga, le escribe
de un plumazo a su amigo Niethammer: « He visto al Emperador –esa alma del mundo– salir de la ciudad
para ir de reconocimiento; es efectivamente una sensación maravillosa el ver a semejante individuo que,
concentrado aquí en un punto, sentado sobre un caballo, se extiene sobre el mundo y lo domina ».

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Batalla de Jena (14 de octubre de 1806)


Óleo de Charles Thévenin (1764-1838), M useo Napoleón del castillo de Grosbois.

El día 26, Napoleón entra a Potsdam, donde lleva a cabo una visita a los restos de Federico el Grande,
monarca por él muy admirado desde su juventud y frente a cuya tumba pronuncia para la historia las
palabras siguientes, después de haber ordenado a sus mariscales descubrirse la cabeza: « Si él estuviera
todavía vivo, nosotros no estaríamos aquí hoy ». En un plano mucho menos lírico que esta estampa a la
vez gloriosa y poética, el Emperador, durante su paso por la ciudad, obtuvo para su gran tristeza y
decepción la prueba inesperada pero fehaciente de que la corte de Madrid maniobraba en el doble juego y
el disimulo constantes, al toparse por pura casualidad con una correspondencia entre el rey de España
Carlos IV y el rey de Prusia, documento dejado atrás por éste último durante su huida frenética del
palacio tras la reciente derrota de su ejército. En efecto, haciendo gala de su duplicidad habitual, el Borbón
español, en dicha misiva, se ofrecía abierta y obsequiosamente a « atacar por la espalda » a su aliado
Napoleón mientras éste se encontraba lejos y ocupado en la lejana Prusia. Es evidente que este hallazgo,
cuerpo del delito factual de una conspiración que ya se urdía, tendrá consecuencias determinantes en el
futuro dentro del marco de la campaña española de 1808. Asimismo, sobra decir que, como tantas otras
felonías de su naturaleza, la aquí referida es omitida de manera sistemática y deliberada por la historia
oficial y la enseñanza pública.
El día siguiente, 27 de octubre, aclamado por el pueblo alemán, Napoleón realiza una entrada triunfal en
Berlín, desfilando bajo la Puerta de Brandenburgo a la cabeza de la Gran Armada triunfante.
Internacionalmente humillada, y después de muchos reveses, Prusia se tiene que resignar a firmar un
armisticio en Charlottenburg. Así, fortalecido por los nuevos territorios exigidos a Prusia en legítima y
justa –pero además indulgente– compensación de guerra, Napoleón, ovacionado, venerado, idolatrado por
un millón de polacos que ven en las banderas tricolores marcadas con la N la señal inequívoca del
libertador, escucha los clamores anhelantes de este pueblo cuya patria yacía despedazada, y decide hacer
renacer a la sufrida Polonia, suelo hermano, tierra de héroes y mártires, creando el Gran Ducado de
Varsovia. « Es un pueblo, verdaderamente, y que merece que se piense en él », dícele el Emperador a su
fiel Duroc. Tomando la palabra ante los diputados del Palatinado el 19 de noviembre, les anuncia con
aplomo que « Francia nunca ha reconocido el reparto de Polonia; que la ilustre nación polaca ha prestado
los más grandes servicios a Europa entera, y que el principio político que ha llevado a Francia a
desconocer el reparto de Polonia haciéndole desear su restablecimiento, los polacos podían siempre
contar con su poderosa protección ». En 1807, después de la constitución del Gran Ducado de Varsovia,
y en 1809 tras su agrandamiento, Polonia está casi restablecida. En 1812 la Dieta suprema de
Varsovia proclamará: « ¡Luego [es decir, por consiguiente], Polonia existirá! » El rey Federico
Augusto I de Sajonia, aliado fiel del Emperador, es nombrado duque de Varsovia, título que conservará
hasta 1813.
Entre tanto, Napoleón, a quien el pueblo polaco le quedará por siempre agradecido y en cuyo himno
nacional su nombre figura inscrito hasta el día de hoy, habrá suprimido la servidumbre y hallado el
tiempo de ceder a los encantos de una patriota tan hermosa como fervorosa, la condesa María
Walewska.

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Entrada de Napoleón a Berlín. 27 de octubre de 1806


Óleo de Charles M eynier (1763-1832).

Ahora bien, después de la lamentable bravata y postrera catástrofe prusiana, ¿cuál es la opinión de
Napoleón al respecto de Alemania?
Hallamos la respuesta en el Memorial: « Pude imponerle muchos millones, pero sí que me habría cuidado
de insultarla con desprecio. La estimaba. Que los alemanes me detesten, es bastante simple; se me forzó
diez años a batirme sobre sus cuerpos. No pudieron conocer mis verdaderas disposiciones ». « En
realidad es popular en Alemania », comenta la historiadora Renée Casin, y anota que « Nietzsche fue
bastante duro hacia sus compatriotas al respecto: “Cuando se vio aparecer entre dos siglos de decadencia
una fuerza mayor de genio y de voluntad, una fuerza lo bastante poderosa para hacer de Europa una
unidad política y económica que hubiera dominado al mundo, fueron otra vez los alemanes con sus
guerras de independencia quienes frustraron a Europa del significado maravilloso que recelaba la
existencia de Napoleón; así pues se cargaron la consciencia de todo lo que ha sucedido desde entonces,
de todo lo que existe hoy; son responsables de esta enfermedad, de esta sinrazón supremamente anti-
civilizadora que se llama el nacionalismo, neurosis de la que sufre Europa y que perpetúa la monomanía de
los pequeños Estados y de la pequeña política; le quitaron a Europa su sentido y su razón; la acorralaron
en un impase” » (Ecce Homo). Sin duda, este extracto de un extraordinario profetismo adquiere todo su
luminoso significado cuando la historia es vista retrospectivamente, a través del filtro de las dos guerras
mundiales que conflagrarían a Europa en el siglo siguiente.
Una nueva página de la historia del Imperio se abre el 21 de noviembre de 1806, cuando, desde Berlín,
el Emperador decreta el Bloqueo Continental que prohíbe a los países bajo influencia francesa todo
comercio con Inglaterra. Privado de su flota después de Trafalgar y por ende imposibilitado para atacar
directamente a la isla infame, Napoleón ve en este medio la mejor –y de hecho única– manera de asestar
un golpe terrible a la economía inglesa; por otro lado espera que esta medida, originando una inflación que
ocasione el derrumbe e implosión del sistema financiero británico, incite al pueblo inglés a levantarse
contra sus abusivos dirigentes.
Es importante resaltar que la decisión del bloqueo nunca fue una despótica agresión gratuita ni un
fantasma de « dictador », como, evidentemente, suele presentársele, sino una necesidad absoluta a fin de
ahogar al Gabinete de Londres, que, el primero, había tomado la iniciativa el 16 de mayo de 1806,
decretando el bloqueo –nada menos– de todos los puertos y costas del continente, desde Brest hasta la
embocadura del Elba…

Bombardeo de Copenhague, durante la noche del 3 al 4 de sept. de 1807

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Bombardeo terrorista por la flota británica de civiles desarmados, en país
neutro, y sin aviso previo. « Si los franceses hubiesen atacado a Dinamarca
tan injustamente como los ingleses y matado a dos mil burgueses por medio
del bombardeo de Copenhague, cómo se gritaría contra ellos. “Qué
monstruos”, diríase. Pero los ingleses son ángeles ». Carlos José, príncipe de
Ligne. Óleo de Christoffer Wilhelm Eckersberg (1783-1853).

El mismísimo Talleyrand, en el reporte que dirigió al Emperador al respecto, escribió: « Contra una
potencia que desconoce a tal grado todas las ideas de justicia, ¿qué puede hacerse sino olvidarlas uno
mismo un instante para constreñirla a no violarlas más? El derecho de la defensa natural permite
oponer a su enemigo armas de las que él se sirve, y hacer actuar contra él sus propios furores ».
Lógicamente el Gabinete de Londres no se quedará de brazos cruzados ante la riposta y, no contento con
el criminal ataque que ha perpetrado en Dinamarca de agosto a septiembre (bombardeo reiterado de
civiles en Copenhague), expedirá una surrealista orden del Consejo real, fechada el 11 de noviembre de
1807, prohibiendo a todo bastimento neutro navegar sin procurarse previamente, en Londres o en Malta
(nunca devuelta), una licencia y, de paso, ¡pagar impuestos considerables por la misma y por su
cargamento!
Por si hubiera que ilustrar aún más la escandalosa piratería y el vandalismo impúdico característicos de
la Inglaterra de aquel tiempo, admiremos la arrogancia y el cinismo del ministro inglés William Pitt, «
doctrinario de la guerra a ultranza », quien antes de morir a principios de 1806, había afirmado sin la
menor vergüenza que « todos los [países] neutros deben someterse a la inspección del último
corsario inglés. Renunciar al derecho de inspección es sufrir [es decir, soportar] que Francia resucite su
marina y su comercio. Nunca Inglaterra renunciará a estos derechos [!] indisputables cuyo ejercicio es
absolutamente indispensable para la conservación de los intereses más caros de su imperio. Las leyes
invocadas por los neutros son atentatorias contra las bases de nuestra grandeza y nuestra
seguridad marítima; son un principio jacobínico [sic] de los derechos del hombre, que nos conduciría
a renunciar a todas las ventajas para las cuales hemos desde hace tanto tiempo y con tanto provecho
desplegado toda la energía británica ».
Este pasaje edificante bien vale la pena de ser divulgado, pues como vemos, ¡bastaba con que un país
neutro invocara sus derechos elementales de circulación e intercambio para que el Gabinete británico
viera en ellos una insolencia y un atentado contra su hegemonía comercial y expansionista, verdadero
núcleo y corazón, revelado aquí en palabras de su más inflexible exponente, de las guerras de Inglaterra
contra Napoleón! (y no « guerras napoleónicas » como insidiosa y falazmente se les llama).

M IDAS, transmutándolo todo en ORO [tachado] PAPEL


La escasez de oro, el pánico bancario derivado de la
crisis económica y los costos siempre ascendentes de
las interminables guerras patrocinadas por Inglaterra,
llevaron al ministro William Pitt, aquí representado, a
suspender los pagos en metal y substituirlos por
papel moneda. Caricatura satírica inglesa de James
Gillray (1757-1815).

Pero volvamos al 26 de noviembre, cuando, en una actitud impropia de su condición soberana, el rey
Federico-Guillermo de Prusia se rehúsa a ratificar el armisticio de Charlottenburg. Por supuesto,
cuenta con apoyos como el del gabinete de Londres y el de la corte rusa para salirse de problemas. O
al menos en eso confía, pues para su desgracia, Rusia, que de paso pretende invadir y hacerse de Polonia,
es vencida por el Emperador quien, previendo la jugada, se adelanta y acude primero al rescate. Brutal, un
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encontronazo inicial se produce el 8 de febrero de 1807 en Eylau. Victoria un tanto indecisa, esta
confrontación épica, una de las más costosas de la epopeya, se termina por una auténtica carnicería.
Unos 20 000 franceses quedan fuera de combate; los generales d’Hautpoul, Desjardins, Corbineau,
Dahlmann, Bonnet, Varé, dejan la vida en el campo de honor y se ve a Napoleón llorar con profundo
desconsuelo frente a tanta miseria y desolación. Permanece en el campo hasta el siguiente día 16, velando
personalmente por la evacuación y el cuidado de los heridos, ayudando a transportarlos con sus propias
manos y asistiendo físicamente al personal médico. « Un padre que pierde sus hijos no encuentra
ningún encanto en la victoria », exclama, y el 12 de febrero todavía escribe que « Cuando el corazón
habla, la gloria ya no ofrece ilusión alguna ». Leamos al respecto las palabras del príncipe Don Carlos
Napoleón: « Napoleón se considera como el padre de sus soldados. Comparte sus pruebas y sus
sufrimientos. Numerosos testimonios lo muestran conmocionado por los gritos de los heridos y los
campos de cadáveres. Pero su sacrificio es el precio que exige el cumplimiento de su deber y del de ellos.
Semejante pensamiento pertenece a los tiempos de guerra. Felizmente, vivimos hoy un periodo de paz, al
menos en Europa. No podemos juzgar la historia pasada con conceptos contemporáneos. Lo repito, sus
guerras no produjeron masacres de poblaciones ni engendraron odios étnicos o religiosos.
Ciertamente, hubo muertes civiles. Pero las hubo mucho menos que en las guerras de hoy en día. Las
proporciones son incluso inversas: diez a veinte por ciento del total entonces, mientras que llegamos a
ochenta por ciento en los conflictos de la segunda mitad del siglo XX y de los principios del XXI. Cada
vida merece respeto. Cada muerte es una muerte en demasía. Pero algunas llaman a la venganza y
siembran el fanatismo, no aquellas cuya responsabilidad él lleva ».
Mientras el Emperador, a quien siempre se imputa soezmente la responsabilidad de los famosos « dos
millones de muertos » de las guerras llamadas « napoleónicas », se afanaba en la noble y terrible tarea
arriba mencionada, unos extraños personajes recorrían también el campo de batalla, aunque con otros
fines bien distintos: llegados del otro lado del Canal de la Mancha bajo el aspecto de agentes delegados
del Tesoro británico, la misión de estos buitres inenarrables era llevar una siniestra contabilidad,
verificando in situ el resultado de las operaciones de los ejércitos aliados de modo que Londres pudiera
llevar un balance preciso del número de heridos y muertos antes de saldar sus cuentas... Pues, como
buen usurero, de 1805 a 1815, durante todas las guerras de Coaliciones, el gobierno de Su Majestad
británica Jorge III no suministraba sus preciosas libras y guineas sin velar escrupulosamente por que
éstas fueran rentabilizadas cabalmente para el mayor beneficio de sus intereses y, según una crónica del
tiempo, « verificar si los reyes habían legítimamente ganado sus subsidios ». No por nada el
emperador de Austria, Francisco II, había confesado después de Austerlitz, no obstante refiriéndose a sus
compinches y benefactores, que « Los ingleses son mercaderes de carne humana ». Los comentarios
salen sobrando.

El campo de batalla el día siguiente de la batalla de Eylau


Óleo Charles M eynier (1763-1832).

Un segundo choque se producirá en Friedland el 14 de junio siguiente. Ésta vez el resultado es claro y,
sin necesidad de explayarse al respecto, Napoleón escribe estas dos líneas a su dulce María, la polonesa,
quien ya no le dejará más: « Batimos al enemigo, la paz está a la vista. Pienso en ti. Te amo ». Menos
modesto, ante el significado histórico de esta victoria que tras las de Marengo y Austerlitz han hecho de
Napoleón el mayor capitán de todos los tiempos, el historiador John Robert Seeley, evocando el
senadoconsulto del 18 de mayo de 1804, constata: « el título de emperador significó en 1804 poco más
que [el de] regente militar. Pero ahora [la dignidad de] emperador tiene más bien su connotación
medieval de supremacía sobre una confederación de príncipes. Napoleón se ha convertido en un rey
de reyes ». De nueva cuenta, Rusia se ve forzada a aceptar las condiciones de paz así como la alianza
francesa por medio del del tratado de Tilsit, del 7 de julio siguiente.
Napoleón, consciente de que su titánico bloqueo contra los intereses británicos requiere el dominio global
de las costas, se acerca a España y obtiene de ella el derecho de paso que les permite a las tropas

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francesas, bajo el mando de Junot, dirigirse a Portugal, reino sempiternamente aliado de los ingleses y
puerto abierto de entrada para sus productos, pero también cabeza de puente permanentemente tendido
para el ingreso de sus tropas de incursión en el continente.
Las fuerzas de Junot llegan a Lisboa el 30 de noviembre de 1807, mientras en España el débil rey
Carlos IV se enfrenta en una reyerta doméstica a su propio hijo, el ruin príncipe Fernando, quien
apoyado por una red de conspiradores ultraconservadores y violentamente francófobos pretende despojar
a su padre y hacerse de la corona.
Frente al giro muy alarmante que toma este delicado asunto, el rey de España, sabiendo su título
amenazado, decide solicitar el arbitraje del Emperador. Tras un encuentro muy lamentable en Bayona,
en el que la Familia real se desgarra mutuamente en medio e gritos e injurias indignas de su estirpe y linaje,
Napoleón, exasperado ante semejante espectáculo propio no de soberanos sino de verduleras, pone a todo
el mundo de acuerdo expidiendo al hijo funesto a Valençay, en residencia vigilada, y obteniendo de Carlos
IV, notorio por su indolencia y su duplicidad, la cesión de todos los derechos al trono de España a
cambio de los castillos de Compiègne, de Chambord, y de una muy desahogada y placentera
renta. Ahora, un reino no puede quedarse sin un rey. Por ende, viendo el peligro que se cierne en el reino
fronterizo, este « vientre flojo » que es España, navío sin rumbo y objetivo militar principal de
Inglaterra, el Emperador hace acudir a su hermano José del reino de Nápoles, entrega su corona a
Murat, y le concede a cambio la de España. Cuando José sube al trono, don Fernando, por iniciativa
propia, le escribe para manifestarle « el juramento que os debo, así como el de los españoles que
están conmigo ».
Entre tanto, del otro lado de la frontera, ha sido anexado Portugal, desertado a toda prisa por la familia
real que medrosamente ha huido hacia Brasil, sin más ni más abandonando a su pueblo a su suerte en
manos del ocupante.
Evidentemente, Inglaterra no se ha quedado de brazos cruzados ante tal avalancha de sucesos. El
advenimiento del rey José al trono español ha provocado una insurrección general acicateada por
agitadores cuyos cabecillas han apelado al gabinete de Londres, el cual ha despachado prontamente un
cuerpo expedicionario.
Tratando de desbloquear los restos de la marina francesa cercada tras de catástrofe de Trafalgar, las
tropas del general Dupont avanzan hacia Cádiz. Repentinamente, intranquilo por el sublevamiento de
Andalucía, Dupont abandona el proyecto y decide replegarse en la Sierra Morena. Primer error: las tropas
españolas del general Castaños le cierran el paso en Bailén, obligando a Dupont a intentar un ataque, sin
éxito, el 19 de julio de 1808. Tres días después, segundo error, accede a firmar una convención
infamante y comete la gravísima sinrazón de incluir en ella la capitulación a la división Vedel, que en ese
mismo momento ya estaba empezando a darle la vuelta peligrosamente al enemigo; es así como,
confiados en la probidad y en la palabra del contrinante, 15 000 franceses bajan las armas de un
desventurado plumazo. Vaya si les pesó, pues si bien es cierto que Castaños había prometido repatriarlos,
la Junta de Sevilla no ratifica esta cláusula y en cambio envía a los desdichados a pudrirse literalmente
en una lenta agonía a los diabólicos pontones Cádiz o en la nefanda isla de Cabrera…
En el plano internacional, esta defección deshonrosa, funesta en sí, tiene una repercusión colosal en
Europa. La noticia de que la Gran Armada « no es invencible » se propaga como el rayo, pero además
desata una ola de violencia surrealista en la Península, convertida en un degolladero: se suceden
emboscadas, atentados, ejecuciones, combates, incendios, masacres que rebasan la imaginación. Al
horror se suma la mancilla: el Comandante Henri Lachouque rememora la manera como « algunos jefes
españoles llevaban puestos uniformes arrancados a los cadáveres e incluso adornaban las crines de sus
caballos con la Legión de Honor ». La situación es tan delicada y acuciante que el propio Napoleón se
verá obligado a dejar sus asuntos y acudir para intervenir personalmente.
Previamente, reúne a sus aliados en la ciudad de Erfurt donde por medio de un congreso (del 27 de
septiembre al 14 de octubre de 1808) tratará de llegar a un punto de acuerdo con el zar de todas las
Rusias. Está en juego la neutralidad militar de Prusia pero sobre todo la de Austria mientras Francia esté
comprometida en España. Para este efecto, Napoleón debe proteger sus espaldas obteniendo de su aliado
ruso la garantía de su movilización en caso de una nueva agresión armada contra Francia. Estas
precauciones y la fatalidad que vanamente buscaban prever no impiden que el Emperador, dos días antes,
despache una nueva propuesta de paz hacia Londres, misiva (¡conjuntamente firmada Alejandro!) que
reza lo siguiente: « Nos reunimos para rogar a Su Majestad escuchar la voz de la humanidad haciendo
callar la de las pasiones, buscar con la intención de lograrlo conciliar todos los intereses, y a través de
ello, garantizar a todas las potencias que existen, y asegurar la dicha de Europa ».

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Napoleón recibe en Erfurt al embajador de Austria


Óleo de Nicolas Gosse (1787-1878).

De toda Europa acuden a la cita reyes, reyezuelos y príncipes que concurren para halagar al Señor de
Occidente, que frente a este « auditorio de reyes » se complace en recordar « cuando tenía el honor de
ser teniente de artillería en Valence ». Desafortunadamente no se llega a nada consistente y menos estable
con el esquivo Alejandro; se parlamenta, se discurre y se discute pero Napoleón no logra obtener más que
un remiendo incierto en vez de la renovación firme presupuesta esperada en virtud de la alianza franco-
rusa. No obstante las importantes concesiones ofrecidas y hasta la petición de la mano de la joven
hermana del zar, la gran duquesa Ana, Alejandro, carácter fundamentalmente soslayado, sigue
permaneciendo ambiguo y huidizo acerca del punto capital de la intervención del ejército ruso en caso de
ataque de Austria. Como consecuencia ambos potentados se separan disgustados, especialmente
Napoleón quien se da cuenta de toda la fragilidad de la inconsistente alianza con Rusia.
El Emperador toma entonces la ruta de España y, contrariamente a sus generales, lo arrolla todo a su
paso. Tras la victoria de Somosierra el 30 de noviembre de 1808, entra en Madrid y acomete
francamente hacia el cuerpo expedicionario inglés, que emprende la fuga.
El 22 de diciembre, el Emperador se pone en marcha hacia el norte donde proyecta destruir las fuerzas
de Sir John Moore quien se ha aventurado en la región de Valladolid, lo que da lugar a una escena muy
representativa y nunca contada en los libros de historia. Demorado considerablemente por el frío, la nieve
y el lodo, Napoleón no puede alcanzar a tiempo a Moore quien escapa por un pelo al aniquilamiento. En su
fuga frenética, incluso abandona, dejándolos en manos de ese « satélite del diablo » que según él es
monarca francés, a un millar de mujeres y de niños ingleses, hallados por los franceses el 2 de enero de
1809 en un cobertizo de Astorga, hambrientos, tiritando de frío y temblando de miedo ante la llegada del
monstruo. Desencajadas, las madres se echan a los pies del Emperador y le suplican preservar la vida de
sus hijos. Tranquilizándolas, Napoleón hace que se tomen todas las disposiciones para alojar, calentar,
vestir y alimentar a todos esos desdichados, antes de enviarlos de regreso en excelente estado de salud al
ejército británico. Esta anécdota ejemplar no puede dejar de recordarnos el poco glorioso aforismo del
duque de Wellington, que nos permite poner en clara perspectiva a las partes envueltas en estos
conflictos: « Ningún verdadero caballero existe más allá de los confines de las islas británicas;
simplemente no es posible » (!)
En pocas semanas España estará pacificada, pero este fugaz sosiego no será más que una flor de un día.
En efecto, Napoleón será maltratado en este reino por las incesantes y brutales revueltas del pueblo
excitado por agitadores recalcitrantes y un sector fanático del clero español, que rechaza la imposición del
rey José y está frenética contra Napoleón, a quien tacha de « anticristo » a raíz entre otras cosas de su
decreto de supresión de la Inquisición española (4 de diciembre de 1808), de la cesión del derecho de
culto a los protestantes o la polémica liberación de los judíos de los guetos en Italia y el reconocimiento de
su ciudadanía en Francia (decretos de 1806, y ulteriormente de 1811, cuyo antecedente histórico hallamos
en los esfuerzos del rey Luis XVI, quien preparó la emancipación de ese grupo social). A pesar de tan
enconosos ataques, es manifiesto que el Emperador, por medio de este tipo de reformas, sentaba las bases
modernas de la libertad religiosa y –lo decíamos más arriba– de la libertad de conciencia, « principio
universal » que Su Santidad el Papa Benedicto XVI, en tiempos recientes, ha definido como « el
corazón de toda libertad » (Iglesia, ecumenismo y política, 1987) y « la fuente de todas las demás
libertades » (discurso del 29 de octubre de 2009).
A la larga, este triste asunto español acabará en un terrible fracaso que menguará gravemente las fuerzas
del ejército francés, minándolo paulatinamente y acabando a fuego lento con sus mejores elementos. Las
consecuencias de este desastre umbrío se resentirán profundamente en las futuras campañas emprendidas
Napoleón, y serán la piedra de ángulo que, rematada por la catástrofe de la retirada de Rusia en 1812,
fundamenten el postrer triunfo de las coaliciones aliadas. « Esta desdichada guerra de España fue una
verdadera llaga, la causa primera de las desgracias de Francia », fallará el Emperador.
Mientras tanto, como era de esperarse, apenas las dificultades en España son conocidas a lo largo del
continente, la corte de Austria, no sin haberse asegurado previamente de la alianza de los ingleses, y
motivada por los nuevos subsidios proporcionados por el gabinete de Londres, ataca a Napoleón por la

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espalda retomando las armas contra las tropas francesas estacionadas en Alemania. Así, el 8 de abril de
1809, el ejército austriaco invade, una vez más, el reino de Baviera, leal aliado de Francia como hemos
visto. De esta forma la Quinta Coalición ve la luz.

Rendición de Madrid
Litografía de la época.

LA QUINTA COALICIÓN
« He mostrado que quiero cerrar la puerta a las revoluciones. Los soberanos me deben el haber detenido el torrente del
espíritu revolucionario que amenazaba sus tronos. Todos sus tronos caerían, se derrumbarían si el de mi hijo cayera ».
Napoleón.

Confrontado a esta nueva agresión en un momento en que la situación se torna muy sensible, el
Emperador Napoleón tiene que dejar de nueva cuenta su gabinete en París y parte prestamente para
ponerse nuevamente al mando de la Gran Armada.
A pesar de todas las contrariedades, galvanizado por su presencia, el ejército francés vence al archiduque
Carlos en Abensberg el 20 de abril de 1809 y obtiene la victoria dos días después en Eckmühl.
El 13 de mayo, el Emperador consigue la capitulación de la ciudad de Viena, y el día 15 ofrece la
independencia a los húngaros.Vale la pena detenerse un minuto en este episodio que nadie evoca nunca
y cuya naturaleza la alocución siguiente nos esclarece muy patentemente: « Os ofrezco la paz, la
integridad de vuestro territorio, de vuestra libertad, de vuestras constituciones. No quiero nada de
vosotros, no deseo más que veros [ser] una nación libre e independiente. Vuestra unión con Austria ha
hecho vuestra desgracia. Tenéis costumbres nacionales, una lengua nacional; os jactáis de un ilustre y
antiguo origen: retomad pues vuestra existencia como nación. Una paz eterna, relaciones de comercio,
una independencia asegurada, tal es el precio que os espera, si queréis ser dignos de vuestros ancestros y
de vosotros mismos ». Así como los húngaros, por cierto, los eslavos apelan al Emperador: « Sí que
esperamos que Napoleón nos libere pronto a todos del yugo extranjero », revelará un eslavo de Austria a
Dezydery Chlapowski, lancero polaco al servicio del Imperio.
También Iliria será regenerada tras el paso de las águilas francesas. De península de los Balcanes, el
célebre patriota Jorge Negro Petrovich, fundador de la Casa Real de Karadjordjevitch, primera
dinastía de los Reyes de Serbia, escribió al monarca francés: « sois llamado con justicia Napoleón el
Grande, pues muchos pueblos os deben su existencia y su bienestar actuales, y particularmente Iliria,
recientemente resucitada que habitan nuestros hermanos de raza ».
Movilizándose para enfrentar en el Danubio a las tropas austriacas del archiduque Carlos Luis, y
sobreponiéndose luego a un durísimo choque en [Aspern]-Essling (21 y 22 de mayo), duelo no
concluyente que ha supuesto enormes pérdidas y costado la vida del irremplazable mariscal Lannes,
segado por un obús, los días 5 y 6 de julio Napoleón gana finalmente la tremenda batalla de Wagram,
brutal confrontación en la cual registramos, entre tantos más, otro gesto de gran humanidad del
Emperador, quien, en pleno periodo de conflicto, le ordena a Daru, intendente general del ejército,
suministrar parte de los alimentos de sus propios hombres a los soldados enemigos menesterosos: « Me
entero con terror de que los 18 000 prisioneros en la isla de Lobau sufren hambre, es inhumano e
imperdonable. Enviadles de inmediato 20 000 raciones de pan e igual número de raciones de harina
para las panaderías ».
Al fin, el 12 de julio, doblegada y sin más recursos, Austria firmará el armisticio en Znaim, ratificando el
tratado de paz en Viena el 14 de octubre siguiente.

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Napoleón en Wagram
Por Horace Vernet (1789-1863).

Nueva « aliada » de Francia, será en Austria donde el Emperador elija a su segunda esposa, de quien
espera tener por fin un hijo, ese tan esperado heredero al trono de Francia que no ha podido darle
Josefina, de la que tras muy dolorosos episodios se divorcia muy a su pesar y por evidentes razones de
Estado el 16 de diciembre de 1809, decisión ratificada por medio de un senadoconsulto del Senado.
Después de varias peripecias y frente los ojos de despechado zar Alejandro –dolido a pesar de que, como
lo habíamos visto, había desestimado la petición de la mano de su hermana y dado largas sin resolver
nada– el emperador de Austria, Francisco I, gana la partida y concede la mano de su hija, la
archiduquesa María-Luisa, a quien Napoleón desposa, primero por procuración el 11 de marzo de
1810 en la iglesia de los Agustinos de Viena, y enseguida por lo civil y religiosamente los días 1° y 2 de
abril de 1810 en la Gran Galería del castillo de Saint-Cloud y el Salón Cuadrado del Louvre (vuelto
capilla), respectivamente. De esta unión nace, el 20 de marzo de 1811, un hermoso bebé llamado
Francisco-Carlos-José-Napoleón, quien recibe inmediatamente el título de Rey de Roma en virtud del
senadoconsulto del 17 de febrero de 1810. Este título tiene un profundo significado y simbolismo, pues
se inscribe en la lógica del legado del Imperio Romano Germánico, en el cual el sucesor del
emperador recibía de los Electores el título de « Rey de los romanos ».
El Emperador, jubiloso, cuenta a partir de entonces con un heredero dinasta. En medio de festejos y
fuegos artificiales, pueblo exulta y celebra. Sin enemigos que amenacen inmediatamente la integridad de
Francia, y con una Inglaterra prácticamente exhausta y al borde de la quiebra, el reino de Napoleón se
encuentra en ese momento en su apogeo y el Emperador casi palpa la paz general con la que tanto ha
soñado, disfrutando de un por desgracia breve pero intenso periodo de tranquilidad.

Boda del Emperador Napoleón y de la archiduquesa María Luisa de Austria, el 2 de abril de 1810
Estampa de la época (detalle).

Es de mencionar que a pesar de los diferentes conflictos que se concatenan inexorablemente a lo largo de
todo el reinado imperial, Napoleón no ceja ni un momento en sus esfuerzos, siempre realizados a
contracorriente y en medio de las constantes agresiones, por continuar sus reformas y dotar a Francia de
fundaciones y de instituciones sólidas, a las que metafóricamente él llama sus « masas de granito »:
Creación de la Universidad, de los consejos de los magistrados del trabajo (Prud’hommes) (1806), el
Tribunal de Comercio (1807), etc. ¿Acaso no decía en una de sus más hermosas frases que « Los
hombres no son verdaderamente grandes más que por lo que dejan de instituciones después de sí
»? Bajo su impulso, industrias diversas, inmuebles, monumentos, carreteras y caminos, calzadas, puentes,

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canales y servicios sociales se suceden, creándose más de ellos en sus breves 15 años de reinado que
en el de todos los reyes borbones reunidos. En su libro Napoleón el Constructor, el historiador Louis
Madelin comenta en ese sentido que « él vuelve a hallar en sí los amplios y fuertes instintos del
constructor romano, porque él es romano, y los vuelve a hallar también porque Francia se presta a esa
reconstrucción por un instinto que se encuentra igual al suyo ». El bloqueo internacional refuerza la
industria francesa. Nunca en la historia de Francia las empresas químicas y textiles han conocido
semejante prosperidad. Sin embargo, víctimas del dominio total de la flota inglesa en los mares, es de
mencionar que aquellas dedicadas la exportación se hallan fatalmente confrontadas a las peores
dificultades para despachar su producción, y a menudo son rápidamente conducidas a la quiebra,
agudizando la tensión.
Mientras produce sus tan esperados frutos, el bloqueo continental arrastra a Napoleón a los cuatro
rincones de Europa en un intenso trabajo de organización. Al norte, incorpora la provincia de Hanover al
reino de Westfalia en cuyo trono ha instalado a su más joven hermano, Jerónimo, desde 1807.
Al sur, su voluntad inflexible de ver su bloqueo continental –que no podía permitirse resquicio alguno–
respetado por todos, incluido el propio Papa cuyos estados siguen comerciando con Inglaterra y con
quien por consiguiente la relación se ha agriado de forma alarmante, le lleva inclusive a ocupar Roma el 2
de febrero de 1808. Había otra razón más que motivara esta acción muy enérgica: en paralelo, la Corte
de Austria se movilizaba militarmente amenazando a la Confederación del Rin, conjunto de príncipes y
estados orientales y meridionales alemanes aliados de Francia y por ella protegidos, al tanto que, junto con
las de España e Inglaterra, proyectaba levantar una sublevación general en Italia. Por si fuera poco,
este movimiento insurreccional latente estaba siendo ordenado in situ por el cardenal Bartolomeo Pacca,
quien lo organizaba en los Estados Romanos. Así pues, confrontado a semejante bomba de tiempo, ¡y de
paso siendo excomulgado (aunque sin ser citado nominalmente en la bula)!, Napoleón, ganándose todo el
furor y reprobación de Pío VII, quien como decíamos no quita el dedo del renglón y persiste en su
negativa de cerrar sus puertos al comercio inglés y a todos sus tráficos, mandará al general Radet
dirigirse a Roma y pedirle renunciar a la propiedad temporal de los Estados de la Iglesia. La noche del 5 al
6 de julio, obedeciendo órdenes indirectas, Radet toma la iniciativa y arresta literalmente al Sumo
Pontífice en el Palacio del Quirinal, llevándole detenido a Florencia. Al enterarse de los hechos, el
Emperador escribe desde el palacio de Schönbrunn: « Estoy enojado, de que se haya arrestado al Papa;
es una gran locura. Había que arrestar al cardenal Pacca y dejar al Papa tanquilo en Roma. Pero en fin
ya no hay remedio; lo que está hecho está hecho ». Se le asignará posteriormente una residencia bajo
vigilancia en Savona, en 1809, siendo transferido luego, en 1812, al palacio de Fontainebleau, donde en
medio de apasionadas discusiones y controversias permanecerá dos años más, lo que constituye sin duda
más aberrante y grave falta diplomática de la política imperial, así como la que más deplorará Napoleón a
la postre desde un punto de vista personal. Es « mi querido hijo », decía de él el Santo Padre, « un hijo un
poco testarudo, pero un hijo no obstante ».
Por el momento, quince días después, el 17 de febrero de 1810, los Estados Pontificios son
incorporados al Imperio por decreto. Evidentemente la relación no cesa de deteriorarse y el Papa se
niega desde ese momento a entronizar con la institución canónica a los obispos nombrados por Napoleón
en los Estados anexados...

¡Es un Rey de Roma!


Grabado de Denis-Auguste Raffet (1804-1860).

Mohíno obsequio de cumpleaños, el 15 de agosto de 1811, el zar Alejandro I, rompiendo el tratado de


Tilsit y en violación abierta de su palabra y rúbrica, vuelve a abrir sus puertos a los ingleses, para
quienes esta transgresión política pero también de honor es un verdadero don « providencial » que les
permite aa la cabeza del pozo y respirar cuando ya estaban al borde de la asfixia económico-comercial y
de la bancarrota. Napoleón le hará saber a Kurakín, embajador de Rusia en Francia, que no se quedará
con los brazos cruzados ante la actitud inaceptable de Alejandro, quien de inmediato quiere ver en esta
advertencia una situación de casus-belli.
A la larga, al no moverse el zar de su posición, Napoleón ordena entonces la partida de la Gran Armada

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hacia la frontera rusa el 8 de febrero de 1812; comienza así el juego de las alianzas y las traiciones.
El 18 de febrero, el mariscal Bernadotte,
hermano de armas de juventud, llamado con el
asentimiento de Napoleón a sentarse en el trono
de Suecia, traiciona nuevamente al Emperador
proponiendo una alianza sueco-rusa. Este
renegado, que debe toda su fortuna, sus
riquezas, sus honores y hasta un trono a la
mano generosa de Napoleón, no dudará,
llegado el momento, en ordenar abrir fuego
sobre sus antiguos camaradas y compatriotas,
y mancillarse las manos de sangre francesa. En
el origen de esta liga crapulosa hallamos al
diplomático archi-traidor Carlos Andrés Pozzo
di Borgo, quien, tras pasar un periodo como
prófugo en Londres, llamado por el zar y
optando por olvidar que los Bonaparte les
habían dado a él y a su familia un techo,
abrigo y alimento durante las persecuciones y
penurias de las guerras entre partidarios
anglófilos y francófilos corsos, intrigará
enérgicamente y finalmente asegurará la
cooperación de Bernadotte contra el
Emperador, implicándose personalmente contra él como consejero del coaligado Ejército del Norte en las
batallas de Gross Bereen, Dennewitz y Lipcia (Leipzig). Le hallaremos igualmente interviniendo, en
1814, en la invasión de Francia por los ejércitos coaligados y maquinando en el Congreso de Viena, en
calidad de embajador de Rusia en París.
En cuanto a la corte de Francia, negocia y se entiende con las de Prusia ( el 24 de febrero) y de
Austria (14 de marzo). Sin embargo, el 9 de abril, el acuerdo entre Suecia y Rusia es firmado y la
traición se consolida. Aun cuando sabe de sobra cuál es la mano que instiga, sufraga y arma a este nuevo
frente bélico, Napoleón envía una enésima misiva de paz al Gabinete de Londres: « Su Majestad (el
Emperador), siempre animada de los mismos sentimientos de moderación y de paz, ha querido hacer de
nuevo una diligencia para ponerle un término a las desdichas de la guerra (...) Yo deseo la paz. Le es
necesaria al mundo. Cuatro veces desde la ruptura que ha seguido al tratado de Amiens, la he propuesto
en trámites solemnes. He hecho conocer los sacrificios que yo podía hacer... ». Clamor lanzado al silencio
del vacío.
Del otro lado del mundo, el 18 de junio, los Estados-Unidos de América le declaran la guerra a
Inglaterra rehusándose a someter a su flota a las órdenes de los ingleses, que pretenden conservar la
supremacía en todos los mares y sobre todo aquello que se aventure a navegar en él. Recordémoslo:
¿acaso no había ordenado el Consejo británico desde el 11 de noviembre de 1807 que todos los navíos
neutrales debían hacer escala en Gran Bretaña antes de acostar en el continente europeo? El 23 de
noviembre siguiente, Napoleón había replicado ordenando la confiscación de todo navío que se hubiera
sometido a las exigencias británicas.
Lo que es importante destacar aquí, es que, por medio de esta declaración de guerra, los Estados Unidos
reconocían la legitimidad del combate que llevaba Napoleón contra Inglaterra desde la ruptura de
la paz de Amiens.
Pero no eran los únicos en América en hacerlo.
En efecto, disgustados por los abusos interminables y la catastrófica gestión de los virreinatos y colonias,
y sobre todo aprovechando el derrumbe del imperio español y la tremenda conmoción sufrida en la corte
de Madrid en 1808, surgían por doquier movimientos emancipadores, e incluso, en medio de ese
efervescente amasijo de focos de insurgencia, elementos de simpatía bonapartista que poco a poco
cundían por toda la América Latina, extendiéndose desde Texas y la alta California, entonces territorios
novohispanos (es decir mexicanos), hasta la cuna del Río de la Plata. Independientemente de sus orígenes,
afinidades y objetivos (la mayoría de ellos de vocación liberal, otros conservadores y monárquicos;
algunos de tendencia religiosa y otros infiltrados por entidades masónicas teledirigidas especialmente por
logias estadounidenses) todos recordaban y trataban de recuperar en su provecho el apoyo manifestado
por el Emperador Napoleón al principio independentista americano cuya lógica, como lo había
afirmado el soberano en 1809, « está en el orden necesario de los acontecimientos, está en la justicia, está
en el interés bien entendido de las potencias ». ¿No había por ventura reivindicado su apoyo a esta causa
en este mismo 1812 cuando, en una elocución ante el Cuerpo Legislativo, había refrendado que « Las
jóvenes naciones de la América han lanzado un grito de la Independencia; los deseos del Universo
los acompañan en una lucha tan gloriosa »? Los émulos más ilustres del Emperador nunca olvidarán la
infinita deuda de los países americanos en su lucha en el camino hacia la libertad y la soberanía tan
largamente anheladas.

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La Gran Armada entra a Rusia


Ilustración de Jacques Onfroy de Bréville, « Job » (1858-1931).

Pero regresemos a Rusia.


Tras el envío de una última oferta de paz a San Petersburgo, sin cambios en la actitud nada honrosa de
Alejandro y no recibiendo respuesta alguna de su parte, el Emperador Napoleón da la orden de avanzar,
cruza la Polonia rusa y, junto con la Gran Armada compuesta de diez cuerpos y la Vieja Guardia bajo el
mando del mariscal Lefèbvre, cruza el río Niemen en Kovno (hoy Kaunas, Lituania) el 24 de junio de
1812. Tras una serie de victorias, incluida la de la Moskova (llamada por los rusos de Borodino), entran
en Moscú el 14 de septiembre. A partir del día siguiente, los primeros incendios abrasan la ciudad,
provocados no por Napoleón, como se le acusa falsamente hasta nuestros días a pesar de la evidencia,
sino por los hombres del gobernador, el conde Fiódor Vasílievich Rostopchín, quien había ordenado
armar al pueblo y liberar a los presidiarios, mandando quemar los almacenes de aguardiente y los
barcones que transportasen alcohol. Evidentemente, Rostopchín negará su responsabilidad en un folleto
publicado en 1823.
En ese marco ya de por sí dantesco, los rusos aplican la bárbara política de la tierra quemada. Escenario
apocalíptico, Moscú arde en llamas altas como montañas durante cuatro días. Las tropas francesas allí
presentes se esfuerzan por apagarlas y Napoleón envía cantidad de emisarios ante el zar Alejandro,
refugiado en San Petersburgo; pero éste último, porfiado hasta el final, rechaza todo compromiso «
mientras quede un soldado francés en el suelo ruso ». Comienza entonces la espera fatal...
El 13 de octubre, la primera nieve, muy prematura, hace su aparición, seguida bien pronto por un frío
glacial que rebasa todo lo que los soldados franceses habían visto hasta entonces.
El día 19, el Emperador, harto de esperar inútilmente un cambio en la disposición de Alejandro, vegetando
en una ciudad fantasma, abandonada a su suerte por la corte zarista y completamente asolada por el fuego
y el pillaje de las catervas de truhanes y desesperados que merodean en las calles, ordena finalmente el
regreso al país.
Desgraciadamente, las condiciones climáticas van a degenerar y a hacerse tales, que esta retirada se
convertirá en una auténticay mortífera pesadilla. Sin entrar en interminables y dolorosos detalles,
dejaremos a los testigos que tuvieron la desdicha de vivir esa tragedia y han dejado algunos testimonios,
así como a los grandes autores que se han explayado con gran arte en sus relatos, la tarea de describirnos
las escenas apocalípticas que tuvieron razón de nuestra valiente Gran Armada, cogida en la trampa mortal
de los hielos eternos, perforada por las ventiscas glaciales, hostigada por hordas salvajes de cosacos
despiadados y en ocasiones antropófagos. « La guerra es un oficio de bárbaros », lamentábase Napoleón
al confiarse al Conde de Ségur. Poco después, en espacio de algunas semanas tan sólo, la Gran Armada,
invencible para los hombres y para las naciones, habrá cesado de existir, barrenada por los elementos,
desgarrada y disipada por los carámbanos y las corrientes de las álgidas aguas de la Berezina, segada por
el hambre, minada por los parásitos, la tifoidea y la desesperación. El doméstico Constant relata que una
noche de 1808, él y el mameluco Roustam habían despertado violentamente en medio de la noche al oír
gritos provenientes de la recámara del Emperador. Temiendo un atentado homicida, acuden a toda prisa y
descubren que el soberano ha tenido una terrible pesadilla, que les explica enseguida: « soñé que un oso
me abría el pecho y me devoraba el corazón ».
¿Sueño premonitorio? ¿¡Quién lo duda!? Como recalca el príncipe don Carlos Napoleón, « es en efecto el
oso ruso el que el primero llevará al Imperio a su pérdida ».

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Episodio de la retirada de Rusia


Óleo de Nicolas-Toussaint Charlet (1792-1845).

Por si fuera poco, desde París llegan noticias alarmantes: el general traidor Malet ha difundido la falsa
noticia de la muerte del Emperador tratando por medio de este ardid de derrocar al soberano, deponer al
Rey de Roma, y hacerse del poder.
Así, el 5 de diciembre de 1812, Napoleón transfiere el mando de lo que queda del ejército al rey Murat y
parte hacia Francia a rienda suelta. En el boletín que envía y que le precede en la capital francesa anuncia
toda la extensión del desastre acaecido. La noticia se esparce a través Europa como un reguero de
pólvora. ¡El Águila está herida! Es la ocasión tan esperada por muchos para formar una nueva
coalición contra Francia...

LA SEXTA COALICIÓN
« No he vencido y conquistado más que en mi propia defensa. Es una verdad que el tiempo desarrollará cada día más.
Europa no cesó nunca de hacerle la guerra a Francia, a sus principios, y nos era preciso abatir so pena de ser abatido ».
Napoleón en Santa Helena.

Sabedora de que Napoleón se ha quedado prácticamente sin defensas, la corte de Prusia, vislumbrando
una invasión de Francia que hasta el momento sólo podía concebir en sueños y que ahora conjetura
plausible, se alía sin tardarse con Rusia.
Por su lado, privado de ejército, sin la menor sombra de una caballería y de cara a tan grave amenaza, el
Emperador, el 11 de enero de 1813 y con el objetivo de reconstituir un ejército, decreta la movilización
de 350 000 hombres, la mayoría de ellos jóvenes sin experiencia, como es fácil imaginarlo.

Dos días después, el 13 de enero, el rey Murat abandona su comando durante la retirada de Rusia y
regresa a su reino de Nápoles. Es penoso decirlo, pero el 26 de febrero, aquel a quien Napoleón había
colmado de beneficios y de la nada hecho mariscal y rey, cuñado y compañero de mil batallas, torna
casaca y propone sus servicios a Austria con el afán de preservar su reino... La indignidad es tal, o la
desconfianza, que la propia Austria rechaza la oferta...
El 3 de marzo llega el turno de Bernadotte, quien con el mismo objetivo, pacta nada menos que con
Inglaterra...
El 11 de marzo las tropas rusas ya se encuentran en Berlín.
El 17, Prusia declara la guerra a Francia y, el 28, el Emperador, que sabe muy bien el alud de hierro y
fuego que se viene sobre Francia, nombra un Consejo de regencia, poniendo a su cabeza a la emperatriz
María Luisa, quien presta juramento.
El 3 de abril, se produce una nueva movilización de 180 000 hombres. El Imperio se tambalea, pero
Napoleón aún tiene esperanzas y se mantiene bien firme.
El día 13, llega otra noticia: Austria le hace saber que está lista para entablar un nuevo
enfrentamiento. El discurso de los aliados y las aún más elocuentes monedas inglesas han sabido
persuadirle, y el suegro resentido está dispuesto a todo, incluso a pelearse con su yerno y derribar el trono
de su propia hija. Seducido por tan convincentes argumentos, poco le importa que ésta sea regente de
Francia, emperatriz de aquel país, y que su nieto predestinado, piedra de ángulo de la nueva dinastía, sea
el heredero del más hermoso imperio jamás creado desde Carlomagno.

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La emperatriz María Luisa y el Rey de Roma


Óleo de Joseph Franque (1774-1833).

Con la mesa puesta como se ha enunciado más arriba, el 15 de abril el Emperador Napoleón parte para
reunirse con su ejército en Alemania, llegando a Erfurt el día 25.
El 2 de mayo gana la batalla de Lützen contra las fuerzas ruso-prusianas que se baten en retirada, y
prosigue su ruta al Este hacia Dresde, donde llega el 8 de mayo.
El 20 de mayo, ocurre una nueva victoria francesa en Bautzen, luego otra más en Würchen al día
siguiente. Sin embargo, estos triunfos no son decisivos en la medida en que, faltos de caballería tanto en
número como en calidad, los franceses no pueden perseguir al enemigo en fuga y aniquilarlo
definitivamente, lo que le permite a éste último reorganizarse constantemente y volver siempre al ataque
en los días siguientes cual inagotables enjambres de insectos feroces.
A pesar de todo, la inesperada serie de victorias francesas desconcierta al enemigo. Se organiza y lleva a
cabo entonces el Congreso de Praga, cima diplomática que, del 4 de junio al 10 de agosto, reunirá a
Prusia, Rusia y Francia bajo la mediación del príncipe de Metternich, quien pretenderá hacer pasar a
Austria por una conciliadora imparcial. Desde el 4 de junio, Napoleón ha pedido el cese de las
hostilidades hasta el 20 de julio, lapso que será prorrogado hasta el 10 de agosto; este tiempo será
aprovechado por todas las partes para reforzarse. En realidad, Napoleón aceptó casi la totalidad de las
condiciones aliadas, lo cual no evitó que el plenipotenciario austriaco retomara las hostilidades al término
del congreso. En efecto, hoy sabemos que Austria había adherido en secreto al tratado de
Reichenbach, decreto que estipulaba que todo acuerdo debía recibir previamente la sanción de
Inglaterra, lo cual equivale a decir que en esta mascarada cualquier esfuerzo del Emperador por alcanzar
la paz sería fatalmente vano y estaba condenado al fracaso de antemano.
El 2 de julio, las tropas francesas inician su salida de España y emprenden su camino hacia Francia.
Evidentemente, para los coaligados esta renuncia es una nueva confesión de debilidad por parte del
ejército francés y, sobre todo, una nueva prueba de que su jefe, a fin de cuentas, no es invencible.

El 12 de agosto, Austria hace oficialmente su declaración de guerra a Francia. Las hostilidades


reinician; sigue entonces una sucesión de combates ora favorables a las armas francesas, ora a las de sus
enemigos.
El 23 de agosto, en Gross-Beeren, anunciada más arriba, el soez Bernadotte, a la cabeza de un cuerpo
de 23 000 suecos, da la orden de inicua de abrir fuego contra los soldados franceses, sus compatriotas y
prójimos, y vence a su otrora hermano de armas Oudinot.
Todos estos combates sucesivos cuestan muy caro en vidas humanas, y una nueva leva de 280 000
hombres es decretada el 9 de octubre.
Napoleón, tras haber batido al mariscal prusiano Blücher en Düben el 10 de octubre, concentra sus
fuerzas en Lipcia (Leipzig) el día 14.
Del 16 al 19, se lleva a cabo en los alrededores de dicha ciudad la batalla de Leipzig, llamada más tarde
en virtud de sus dimensiones épicas la « Batalla de las Naciones », en donde los 190 000 hombres y 700
cañones de que dispone el Emperador (inicialmente, ¡pues el ejército de Sajonia le da la espalda el día 18 y
cambia de bando en plena batalla, disparando contra sus camaradas de la víspera!) no pueden hacerle
frente a 330 000 hombres y 1500 bocas de fuego de los coaligados. Sin embargo, a pesar del número
abrumador, la cantidad de caídos es menor del lado francés (en una proporción de aproximadamente 30%
/ 70%), y Napoleón logra entablar una retirada ordenada en dirección de Erfurt, operación que nos hará

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rememorar a continuación otra anécdota reveladora. En aquellos momentos, el Emperador había mandado
pedir a sus enemigos un armisticio de algunas horas para que los civiles pudieran evacuar la ciudad
de Leipzig. Esta petición le fue denegada, recuerda Marbot, pues los Aliados sospechaban que su moción
no era sino un ardid circunstancial para ganar tiempo y reorganizar al ejército francés (ladino pretexto,
dado que, además de la inferioridad numérica y de las bajas sufridas, bien sabían que Napoleón no
contaba con una suficiente ni adecuada caballería, literalmente extinta en las estepas rusas unos meses
antes). En realidad, las tropas ya estaban en marcha, y para facilitar su movimiento y estorbar el de sus
perseguidores le había sido propuesto a Napoleón el recurso de incendiar por completo la ciudad, lo cual
habría protegido la retirada de sus hombres y le hubiera aportado varias ventajas militares, entre ellas,
como decíamos, bloquearle el paso a los ejércitos enemigos. ¿Y qué fue lo que decidió el « déspota
sediento de sangre »? Rechazó semejante barbarie aun cuando las huestes aliadas le pisaban los tobillos,
buscando su completo exterminio y el de sus hombres a punta de balloneta.

La batalla de Leipzig
Óleo de Alexander Zauerweid (1783-1844).

Para el 2 de noviembre, el Emperador estaba de regreso en París. Trata de tranquilizar a su entorno,


dado que a pesar de la precariedad de la situación y la inminencia de una invasión masiva por parte de los
ejércitos enemigos, nada está aún perdido, a condición de hacerse un llamado al valor y al patriotismo de
los franceses. Por consiguiente el día 15 se decreta una nueva leva de urgencia de 180 000 hombres.
El 16, sintiendo nacer el recelo a su alrededor, el Emperador propone un congreso de paz. Convencidos
de su superioridad y henchidos de soberbia, los coaligados, desfachatadamente, le hacen saber por medio
de la declaración de Frankfurt que « los Aliados no hacen la guerra a Francia, sino a Napoleón ».
Indicación tan hipócrita como interesante, máxime cuando uno piensa que, ciertamente, esta sarta de
buitres no había esperado su accesión al poder, en 1800, para librarse a sus embestidas rapaces
contra Francia.
Pero como decíamos antes, ha llegado la hora de las traiciones.
Notables, comerciantes y financieros ven sus privilegios y fortunas tambalearse sobre la cuerda floja y
así, el 29 de diciembre, el Cuerpo legislativo, a través de su ponente Laîsné, denuncia « la actividad
ambiciosa de Napoleón ». Esta vez la impresión del texto es votada por doscientos veintitrés voces contra
cincuenta y una. Napoleón se opone a ella y, el 1º de enero de 1814, declara ante el Cuerpo legislativo:

« Vuestra comisión ha sido guiada por el espíritu de la Gironda.


¡En lugar de ayudarme, secundáis al extranjero!... ¿Es momento de hablar de los
abusos cuando doscientos mil cosacos cruzan nuestras fronteras?
No se trata de libertad y de seguridad individual, se trata de independencia
nacional. ¿No estábais contentos con la constitución? Hace cuatro años que había que
pedir otra ».

También es la hora del estigma y la deshonra.


Al mismo tiempo, exiliado desde hacía veintitrés años, el futuro Luis XVIII hace llegar a París un
comunicado por el cual llama a los franceses a « recibir con los brazos abiertos » a los invasores
Aliados...
El 24 de enero, el Emperador parte una vez más a ponerse a la cabeza de su joven ejército, la invasión
inminente de Francia por los Aliados estando ya en puertas. De tal forma se inicia la gloriosa y apoteósica
Campaña de Francia, una de las más bellas y heroicas que registra la historia y en la que, en defensa de
Francia, Napoleón le hará frente, él solo, a la manada feroz de todos los monarcas absolutistas
coaligados.

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LA CAÍDA DEL ÁGUILA


« Si la guerra no entra en los cálculos de Napoleón, debe esencialmente entrar en los nuestros ».
Conde Johann Philipp von Stadion (1763-1824), ministro austriaco de Asuntos extranjeros.

El Conde Alexandre d’Hauterive (1754-1830), estadista y diplomático bien curtido, había anunciado
anteriormente que « La coalición habrá destruido al Imperio francés el día en que lo haya hecho
retrogradar, pues, en esta marcha uno no se detiene », palabras premonitorias que ahora demostraban
toda su lucidez visionaria.
Al inicio de la nueva campaña que ha iniciado en Champaña, 65 000 franceses, en su mayoría
adolescentes y reclutas inexpertos enrolados de urgencia y al azar, se ven confrontados a una masa
invasora de 250 000 soldados aliados profesionales, es decir una relación de 1 contra 4 a favor de éstos
últimos en términos de estadística general, pero que en ciertas batallas, llegará a traducirse en un plano
real en una diferencia de 1 contra 8 (sin mencionar el fondo de eventuales reservas listas para allegarse
desde sus tierras de origen).
A pesar de todo su prodigioso talento y de numerosos y portentosos éxitos (Briena el 28 de enero,
Champaubert el 10 de febrero, Montmirail el 11, Château-Thierry el 12, Vauchamps el 14,
Mormant y Nangis el 17, Montereau el 18, Méry el 23, Craônne el 7 de marzo) el número termina por
tener razón del valor. Aunque se multiplica desempeñándose en una compleja e imbricada red de
intervenciones, el Emperador es abrumado por la masa y no puede impedirle a las fuerzas coaligadas
entrar en París, el 31 de marzo de 1814.

¡Atención, el Emperador nos tiene echado el ojo!


Un veterano se dirige a los jóvenes conscriptos en una escena de la campaña de Francia. Litografía de Denis
Auguste M arie Raffet (1804-1860).

Las tropas extranjeras atraviesan la capital en medio de una población agotada y pávida, pero son
aclamadas en ciertos barrios opulentos por los sectores de la nobleza realista, ávida de recobrar los
privilegios de los que ésta gozaba durante el Antiguo Régimen. Consiguientemente, se posicionan
pasivamente del lado del ocupante con la esperanza de una próxima restauración des los Borbones,
olvidando de golpe la solidaria amnistía de los emigrados con la que fueron beneficiados bajo el
Consulado, y la mano abierta y fraterna que les había tendido el Emperador tras su coronamiento, en
especial tras la fundación de la nobleza de Imperio el 1° de marzo de 1808. En efecto, apuntalando a la
dinastía napoleónida y desprovista de todo privilegio innato contrariamente a la antigua nobleza, la nueva
nobleza imperial, cuerpo de élite meritocrática compuesto por 42 príncipes y duques, unos 500
condes, 1550 barones y 1500 caballeros, se fundamentaba en la virtud, la valía y el coraje personales,
la excelencia cívica y los grandes logros y aportes civiles (ciencias, artes, industria, etc.), las hazañas
militares y el sacrificio personal a la Patria y al Imperio, teniendo como objetivo estimular y
recompensar todos los talentos e incorporar en el régimen a los grandes sabios, creadores, héroes y
notables de la mano con la antigua nobleza, como sabemos previamente perseguida, desterrada,
asolada y socialmente sepultada por los revolucionarios.
Ya hemos visto más arriba que la monarquía napoleónica era en su esencia y espíritu una monarquía de
derecho divino, pero en su estructura política de gobierno y administrativa adoptaba la
configuración de una monarquía parlamentaria enraizada –ya lo decíamos más arriba, y así lo
categorizará en 1851 el príncipe Luis-Napoleón Bonaparte– en el muy bonapartista appel au peuple («
llamado al [es decir, consulta del] pueblo »), y no absolutista, como la del Antiguo Régimen francés y de

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las demás grandes Casas reales e imperiales europeas de su tiempo.
Trágicamente, y de manera muy irónica, los integristas realistas arriba mencionados, al colaborar en 1814
con Inglaterra y con los ejércitos extranjeros en pro del derrumbe de la monarquía parlamentaria del
Imperio apostando por la restauración de la antigua monarquía absolutista, sin siquiera imaginárselo se la
están jugando al todo o nada: efectivamente, aunque en lo inmediato, con la caída del Emperador y de su
corona, tendrán la ilusión de haber ganado su apuesta y la partida –en todo caso en lo que a sus propias
personas concierne– en realidad están sacrificando a mediano plazo y sin sospecharlo a la monarquía
a secas en Francia, y por ende privando a sus nietos y descendencia de ella y de sus beneficios y
prerrogativas, de los que serán definitivamente expoliados por la república a partir de 1870 y hasta el día
de hoy... Atentos a las enseñanzas históricas de tan grave lección, es éste un craso error que no
cometerán otros países europeos, algunos de los cuales han logrado preservarla hasta el día de hoy,
aunque, evidentemente, paulatinamente desvirtuadas y vaciadas de su substancia, remodeladas por los
poderes supra-estatales y bancarios con una forma e incluso una naturaleza muy diferentes a las de
aquella época y de su contexto. « Los grandes ayudan a cegar al resto de los hombres, y se ciegan ellos
mismos después, aún más peligrosamente que el resto de los hombres », advertía dos siglos antes el
cardenal de Retz.

Entrada de las Potencias aliadas en París por la Puerta San Martín el 31 de marzo de 1814
Grabado popular francés de la época.

Pero cerremos este paréntesis y volvamos a la invasión de 1814, apuntando que este desastre es tanto
más doloroso para Napoleón cuanto que el pueblo parisino le esperaba para salvar la capital; pero nadie
contaba, y él menos que cualquiera, con que el mariscal Marmont, duque de Ragusa (1774-1852), en
cuyas manos había confiado la defensa de la capital hasta la llegada del Emperador, ordenara
inopinadamente la retirada de sus 20 000 hombres… Esta traición fue tan vivamente sentida, tan profunda
la herida, que dio nacimiento al popular vocablo francés raguser, es decir « ragusar », verbo que hasta
hoy en día es empleado como sinónimo de traición, mancomunado al acto de traicionar.
Pobre consolación sin embargo, pues esta vez el Águila está en tierra, y si acaso una de sus alas bate
todavía, será enseguida el Senado el que se encargue de neutralizarla, votando el 2 de abril la deposición
del Emperador Napoleón I.
Luego, también los mariscales le abandonarán, deseosos de preservar sus adquisiciones, sus fortunas y
sus privilegios.
El Emperador se ha replegado en el castillo de Fontainebleau, donde todavía dispone de 70 000
soldados de indefectible fidelidad que le vitorean y le motivan al grito de « ¡A París, a París! ». Sin
embargo, el 6 de abril, Napoleón, decorazonado y abatido, firma su abdicación sin condiciones. El 20 de
abril, a las once horas, en una punzante escena, le dice adiós a sus soldados, titanes de mil combates que
han hecho temblar al mundo y que ahora, quebrantados, con el alma hecha trizas como un harapo,
rompen en llanto: « Soldados de mi Vieja Guardia, os hago mis adioses. Desde hace veinte años os he
encontrado constantemente en el camino del honor y de la gloria. Os habéis conducido siempre con
bravura y fidelidad. Aún en estos últimos tiempos, me habéis dado pruebas de ello (…) Yo seguiré
siempre vuestros destinos y los de Francia. No lamentéis mi suerte; he querido vivir para serle todavía útil
a vuestra gloria, escribiré las grandes cosas que hemos hecho juntos. La dicha de nuestra cara patria
era mi único pensamiento; será siempre el objeto de todos mis votos ».
Enseguida, le hace una última recomendación a sus fieles: « He sacrificado todos mis intereses al bien de
la patria; parto. La serviréis siempre con gloria y honor, seréis fieles a vuestro nuevo soberano (el
rey Luis XVIII). Adiós, mis hijos… »
Después de abrazar al general Petit, de besar el pabellón glorioso y, a través de éste, el corazón
palpitante de todos los veteranos allí reunidos, contemplado a su alrededor las imponentes y señoriales

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águilas brónceas que surcaran toda Europa, Napoleón parte para asumir la irrisoria soberanía de la isla de
Elba, burlesco reino-confeti de opereta de 222 km² y 12 000 habitantes que los Aliados se han dignado
otorgarle, y en el cual se verá constreñido a vivir semejando la ilustración viva de aquella sentencia, en
apariencia paradójica, que, cerca de un siglo más tarde, trazara en sus Diarios el luminoso León Bloy, su
futuro biógrafo y apologista: « el ejercicio de la libertad consiste en despojarse de la propia voluntad »...

Los adioses de Fontainebleau. 20 de abril de 1814


Desgarradora escena representando la despedida del Emperador Napoleón a sus bravos, el 20 de
abril de 1814, en el patio del Caballo Blanco del castillo de Fontainebleau, desde entonces también
llamado patio de los Adioses. Óleo de Émile-Jean-Horace Vernet (1789-1863).

Ese mismo día, el 3 de mayo de 1814, el rey Luis XVIII regresa a Francia. Llega a París plácidamente
instalado « en los furgones del extranjero », y se sienta sobre el trono que los intrusos le han servido
en charola de plata tras haberlo conquistado a precio de la preciosa sangre de la juventud francesa, aquella
de los conscriptos valientes y heroicos llamados al frente por decreto de la emperatriz en 1813 y que,
en su mayoría todavía imberbes, pasarán a la historia como los « María-Luisa ».
Por otro lado, en lo tocante a un hecho muy revelador, prácticamente desconocido y por lo mismo
doblemente interesante de resaltar, observemos que, a su regreso triunfal a París, el rey Luis XVIII se
presentaba no solamente como el restaurador del Antiguo Régimen, sino también como el presunto
paladín « salvador » de la religión católica, haciendo como que el restablecimiento y el renacimiento de
ésta última tras la amenaza de total aniquilación previamente urdida por la cábala revolucionaria no habían
sido obra, mérito y fruto exclusivos del Primer Cónsul, lo cual por el contrario será plenamente
reconocido y agradecido por escrito por el papa Pío VII. Esto, además, en una época en la que el
entonces conde de Provenza no había tenido el menor resquemor, como lo hemos visto, en aliarse de
facto, conspirar activamente y ulteriormente buscar refugio (en 1808) en el seno de aquella misma
nación, Inglaterra – archi enemiga histórica del reino de Francia –, cuyos dirigentes habían no sólo
instigado el estallido y financiado el desarrollo de la revolución y de todas las guerras que segaban a la
juventud francesa, sino que además mantenían el culto del catolicismo prohibido y tipificado como «
delito » en el territorio inglés. En efecto, no será hasta 1829 cuando se vote en Inglaterra el acto de
emancipación que permitirá a los católicos profesar legal y públicamente su fe, y hasta 1850
cuando la jerarquía católica será restablecida por la Santa Sede en dicho país.
El 30 de mayo, el tratado de París reduce a Francia a sus fronteras de 1792, perdiendo casi todas las
adquisiciones de la Revolución y, en ultramar, la isla de Francia, Santa Lucía y Tobago.
Pronto, el pabellón blanco remplaza al tricolor, que ha flotado sobre tantas victorias coronado con esas «
Águilas francesas [que] llevaron a los pueblos la libertad y la igualdad », como lo diría Sir Winston
Churchill en una de sus alocuciones durante la II Guerra Mundial.
En Austria, da inicio el 18 de septiembre de 1814 el Congreso de Viena, magna cima en cuyo marco y,
hasta el 9 de junio de 1815, los Aliados se repartirán los pedazos del Imperio francés desmembrado,
reconfigurando a placer y bajo la tutela rigurosa de Inglaterra el mapa de Europa. En medio de esa
soberbia platea de soberanos infatuados, sólo una voz se elevará en apoyo al vencido: es la del Papa Pío
VII quien, habiendo despachado al cardenal Consalvi para pedirles a las potencias comprometerse a unir
esfuerzos a fin de obtener « la abolición entera y definitiva » de la esclavitud, « un comercio tan odioso y
altamente reprobado por las leyes de la religión y las leyes de la naturaleza », aprovecha la embajada para
solicitar en beneficio del proscrito, a cuya familia ha dado amparo y asilo, y de quien no ha olvidado los
méritos y prestaciones: « Napoleón es desdichado, muy desdichado, nosotros hemos olvidado sus
entuertos. LA IGLES IA NO DEBE JAMÁS OLVIDAR S US S ERVICIOS . Él hizo a favor de su sede lo que
ningún otro tal vez, en su posición, habría tenido el valor de emprender. No le seremos ingratos ».

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Por su lado, en su estudio del palacio de las Tullerías, Luis XVIII se dedica a escribir versos latinos
dejando actuar a su hermano d’Artois y a los emigrados que desde hace veinte años « no han aprendido
nada ni olvidado nada ». Se instaura en el reino un semblante de parlamentarismo y pronto los viejos
privilegios feudales vuelven a hacer su aparición.
La mayoría de los viejos soldados son puestos en situación de paga restringida y se ven reducidos a la
miseria, a menudo relegados coactivamente en sus provincias y puestos bajo vigilancia policial, dando
nacimiento a la tragedia pero también al mito de los « medio-sueldo ». Desde la lejanía de sus confines
campestres, hambrientos y humillados, no se privan de incitar a la revuelta mientras cultivan la memoria
del Emperador, difundiendo la leyenda entre un pueblo mortificado que ha perdido toda su dignidad y que
escucha gustoso las historias de las hazañas del tiempo pasado. Pero el descontento no sólo cunde en los
campos, incluso la burguesía se muestra disgustada por la torpeza de los nuevos gobernantes y añora la
eficacia de la administración imperial, ese aparato acertado y vigoroso, « clase nueva » forjada
pacientemente por Napoleón, conformada por, « gentes remarcables por el mérito » y fuertemente
apegadas al Estado. La clase intelectual igualmente, pensadores y artistas se dejan llevar en sus obras y
cantos a las evocaciones líricas y poéticas de las grandes glorias del ayer, cuyos ecos resuenan a través
de Europa y repercuten hasta el pie de las cúpulas áuras de la propia Rusia en los versos de sus más
inspirados exponentes, Lermontov y Pushkin.
Así, en Porto Ferraio, ya sea en su jardín del palacio dei Mulini (« de los Molinos ») o en su residencia
de campo de la villa San Martino, el Emperador empieza a ver llegar desde Francia emisarios cada vez
más abundantes que imploran su regreso.

Llegada del Emperador Napoleón a la isla de Elba


Apenas desembarcado en la isla de Elba, Napoleón se dedica plenamente a la
reconstrucción y organización de su nuevo mini reino, en el cual residirá 300 días. Este
periodo se caracterizará por una actividad desbordante, al ordenar el Emperador el
ordenamiento del presupuesto y de la economía locales, la reparación de calles y servicios
públicos, la traza y construcción de nuevas carreteras, el aprovisionamiento de recursos
para Portoferrajo, el acondicionamiento de las residencias imperiales, e incluso la
fortificación militar insular. Estampa alemana de la época.

Es durante esas semanas dolientes cuando la imaginación popular inventa para Napoleón un apodo
enternecedor y lleno de esperanza: le Père la Violette, el « Padre la Violeta ». La razón es que el último
mensaje del Emperador a sus seguidores tras la capitulación de París había ido de carácter profético:
habíales anunciado que volvería junto con las violetas, flor de primavera. Y es así como esta delicada
planta herbácea se convirtió en un símbolo bonapartista, señal de reunión para veteranos, fieles
exaltados, entusiastas inconformes, ciudadanos desesperados y simples revoltosos que se intercambian
tarjetas y viñetas sediciosas al tanto que beben a la salud y honor del Caporal Violette – el « Cabo Violeta
»: Napoleón.

Por su parte, el Emperador tiene también motivos para quejarse.


Su esposa María Luisa y su hijo el Rey de Roma están lejos de él
en Viena, virtualmente incautados en manos del emperador
Francisco que les retiene celosamente.
Por otro lado, satisfecho de sí mismo y confiado a una cándida
fatuidad, el rey Luis XVIII viola alegremente las cláusulas del
tratado de Fontainebleau, que le obligaban a garantizar a
Napoleón el pago de una renta anual de dos millones de
francos.
Finalmente, las cortes Aliadas, nada incautas y sí bien conscientes
de la inepcia del nuevo régimen y sobre todo del apoyo popular
enorme y creciente de que gozaba el Emperador, temerosos de su
sombra acechante y de algún potencial sobresalto, se arrepienten
de haber dejado en libertad al « Usurpador » y empiezan a discutir
la posibilidad de su transferencia a algún lugar perdido en los

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extremos del mundo; de hecho ya se habla de Santa Helena.
Por si esto fuera poco, los servicios secretos de Napoleón
descubren varias conjuras simultáneas que apuntan llanamente a
asesinar al Emperador, ya sea por envenenamiento o por un
franco atentado físico, medio ciértamente más expeditivo que las
estériles reyertas en las mesas de negociaciones.

Violetas imperiales
Imagen popular sediciosa que disimula
los perfiles en silueta del Emperador, de
la emperatriz, y del rey de Roma.
Es así como, menos de un año más tarde, aprovechando la ausencia imprudente del comisario inglés
Campbell, partido a una excursión galante donde una dama florentina, Napoleón inicia la tentativa más
extraordinaria de su epopeya y, armando una flotilla de seis navíos, se embarca el 26 de febrero de 1815
en el bergantín l’Inconstant, decidido a conquistar él solo todo el reino de Francia, acompañado tan
sólo por un pequeño puñado de setecientos hombres irreductibles y cuatro piezas de cañón que le
siguen siendo fieles, y contando con el apego del pueblo francés que le espera. Para entonces ya es más
que claro que éste nunca ha aceptado a Luis XVIII, ese rey obeso, indolente y cobarde que, durante
años, desde su cómodo sillón en el exilio y bajo el ala protectora de los ingleses, promovió guerra tras
guerra contra sus propios compatriotas y que ahora se anquilosa en el trono impuesto por la fuerza por
las potencias extranjeras.
Así, mientras él dormita o se lamenta horriblemente agobiado por un mal de la gota que no le deja reposo,
Napoleón desembarca en Vallauris el 1º de marzo de 1815, en pleno día frente a los pescadores y
agentes aduaneros atónitos, instala su vivaque en el Golfo Juan, y por lo que hoy conocemos como « La
Ruta Napoleón », emprende su travesía épica, sin paralelo en la Historia universal, que le llevará en
pocos días de vuelta hasta el trono de Francia.

Dejemos que sea el historiador estadounidense John Stevens Cabot Abbott (1805-1877) quien nos relate
este episodio:
« Esta jornada triunfal de Napoleón por casi setecientas millas, a través del corazón de
Francia, invadiendo por sí solo y sin ayuda un reino de treinta millones de habitantes,
venciendo a todos los ejércitos de los borbones y recuperando el trono sin
desenvainar la espada ni disparar un sólo mosquete, presenta una de las más
notables instancias que se registren en cuanto al poder de una mente poderosa sobre
los corazones humanos. Entusiasmo sin límites, de parte de ciudadanos y soldados, le
acogieron en cada paso de su camino. Un voto más enfático a favor del Imperio no
podía haber sido dado. Nunca monarca alguno gozó de título más legítimo al trono. ¡Y
sin embargo, los aliados, al renovar la Guerra contra él, tuvieron sin siquiera
ruborizarse el descaro de proclamar que estaban luchando por las libertades del pueblo
contra la tiranía de un usurpador! En vista de semejantes logros por parte de
Napoleón, no nos maravillamos de que Lamartine, su implacable enemigo político,
dijera que, como hombre, “Napoleón era la mayor entre las creaciones de Dios”. »

Regreso de la isla de Elba, por Bellangé


En su camino a París, el 7 de marzo de 1815, en Laffrey, cerca de
Vizille, una tropa formada realista sale al encuentro del Emperador a fin
de llevar preso al « usurpador » ante Luis XVIII, es el 5° regimiento de
línea bajo las órdenes del comandante Delessert. Después de ordenar a

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sus hombres bajar las armas poniendo en tierra las bocas de sus fusiles,
Napoleón se apea de su caballo y camina tranquilamente hacia la tropa.
Al llegar a veinte pasos del frente de batalla, abriendo su redingote y
descubriendo su pecho, Napoleón se detiene y dice con voz firme y
clara « ¡Soldados! Si hay uno sólo entre vosotros que quiera matar a
su Emperador, puede hacerlo... ¡heme aquí! ». Un sólo clamor
respondió: ¡Viva el Emperador! y tanto soldados como oficiales,
echando a tierra las armas, corrieron a mezclarse con los veteranos de la
isla de Elba.

En efecto, como el propio Napoleón lo había presagiado, « el Águila vuela de campanario en


campanario hasta las torres de Nuestra Señora » y en veinte días arriba a París, que para entonces
ya había sido abandonado literalmente a rienda suelta durante la noche del 19 de marzo por Luis XVIII.

A uno de sus personajes, un viejo granadero, Honorato de Balzac le hace decir: « ¿Habrase visto jamás a
un hombre reconquistar un trono sólo mostrando su sombrero? ¡Es el mayor milagro que Dios ha hecho!
»
Sabedores del pronto avance y de la ineluctable llegada del « Usurpador », algunos consejeros reales,
entre los cuales destacaba Chateaubriand, habían invitado al rey a esperar a Napoleón con el pie firme y
defender virilmente las Tullerías, encarándolo. Pero hay que decir que Luis XVIII no era muy dado a los
actos de bravura, y prefirió escapar en medio del llanto de sus partidarios sin siquiera llevarse sus papeles
de Estado. En cambio, sí ha tenido la precaución y el tiempo de empacar los diamantes de la corona.

Luis XVIII abandonando París el 19 de marzo de 1815


Grabado romántico francés.

En oposición a esta escena desoladora, cuando Napoleón llega a las Tullerías en la noche del día 20,
aniversario del nacimiento del Rey de Roma, estalla un alborozo popular indescriptible. De hecho está a
punto de ser sofocado por los cientos de sujetos que le han esperado durante todo el día, que le arrancan
literalmente a su coche y le llevan en hombros hasta su gabinete del palacio, escena que la imaginería
popular reproducirá enseguida abundantemente.
Recordando esos momentos portentosos en que había reconquistado el trono de Francia sin haber
disparado un sólo tiro, Napoleón dirá más tarde: « me bastó rascar la puerta con la tabaquera ». Pero el
milagro del regreso de Elba no radicaba solamente en el mirífico ascendente del Emperador y en el amor
entrañable que el pueblo le profesaba. Más allá de eso, Napoleón era un símbolo vivo, era la encarnación
misma de todas las esperanzas y los anhelos de los pobres y los desheredados: el honor, la dignidad, el
respeto, la equidad y la justicia. No por nada era llamado, según la fórmula famosa y consagrada, « el
padre del pueblo y del soldado », un sentimiento íntimo, muy hondamente enraizado en el corazón de
los franceses, y que Stendhal plasmará sobre el papel sentando que « Napoleón restableció la moral del
pueblo, esa es su gloria más verdadera. Se trata del hombre más grande que haya aparecido sobre la
tierra desde Julio César. Él fue nuestra única religión. Cometimos más tarde infidelidades a esta religión,
pero en todas las grandes circunstancias, así como la religión católica lo hace con sus fieles, retomó su
imperio en nuestros corazones ».
A este testimonio con tintes de confesión, añádamos que, más allá de significar el impulso patriótico y los
más altos principios y valores del respeto, de la integridad y de la defensa nacionales y populares, el
Emperador será asimismo y paralelamente –siendo así percibido por la población–, la personificación de
la primacía de la voluntad individual, suprema y preponderante por encima de esa aletargada, ciega,
sumisa y manipulable « voluntad general » evocada por Rousseau en su Contrato Social, aquella misma
que, negando la voluntad del ser invididual libre (sobre el que tanto meditaría Aristóteles, la persona de la
que discurrírá más tarde Santo Tomás), constituirá décadas más tarde la esencial y avasalladora
manifestación primigenia de la dictatura del sovietismo y, en nuestro tiempo actual, la del marxismo
cultural que hoy en día carcome y demuele a nuestra civilización occidental mesmerizada y envilecida,
espiritual y moralmente corrompida, emasculada y desfalleciente.

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Se inicia entonces el breve y onírico lapso conocido como los Cien Días, poderoso periodo caracterizado
por el impulso popular y el renacimiento del patriotismo libertario del pueblo francés, avivado por su líder
incontestado, héroe y padre a la vez, el Emperador Napoleón.

Entrada de Napoleón en las Tullerías, el 20 de marzo de 1815


Tras la fuga del rey Luis XVIII, el Emperador es llevado en triunfo hasta su
despacho por la muchedumbre delirante. Grabado romántico francés.

Apenas instalado en su despacho, Napoleón afirma con fuerza su voluntad de paz interior y sobre todo
exterior. Pero, rechazando de entrada toda discusión, los Aliados, aterrorizados ante la situación, se
apresuran a poner a Napoleón al margen de Europa el 13 de marzo en Viena. Ahora bien, como
además de ser un soberano legítimo, el Emperador es apoyado por la cuasi totalidad del pueblo francés,
luego entonces resulta que es Francia la que es puesta al margen de Europa...
Hay que poner mucha atención a lo que acabamos de mencionar, pues en este momento, el verdadero
móvil de los enemigos de Francia sale a resplandecer en plena luz: desde la perspectiva de los soberanos
coaligados, el imperdonable crimen de Napoleón –quien para Inglaterra es además el único obstáculo a
su hegemonía político-comercial planetaria– es haber restaurado la soberanía del pueblo, después de
haberla instaurado durante el Consulado.

LA SÉPTIMA COALICIÓN
« El deseo del pueblo francés, incluso formalmente expresado, no tendrá ningún efecto ni peso alguno ».
Friedrich von Gentz (1764-1832), consejero prusiano.

Al dejar la isla de Elba y emprender su camino de regreso a Francia, el Emperador había dicho,
refiriéndose a sus enemigos y a los traidores de 1814: « No castigaré a nadie, oísteis, quiero olvidarlo
todo, todos tenemos reproches que hacernos », y apenas instalado en las Tullerías había despachado
sus propuestas de paz a los Aliados, haciéndoles saber que aceptaba el tratado de París. Con esta
declaración Napoleón renunciaba formalmente y por escrito a toda reconquista de las fronteras de
1792 y además se comprometía a respetar las de 1789. El lector juzgará si es posible desplegar mejor
voluntad de paz. Todo lo que el Emperador les pide a los coaligados es dejar a Francia la libre elección
de su régimen político. En una carta personal, trata de convencer a los soberanos de Europa de que el
Antiguo Régimen ya no conviene a la Nación francesa: « Los Borbones no quisieron asociarse ni a sus
sentimientos, ni a sus costumbres. Francia tuvo que separarse de ellos. Su voz llamaba a un libertador
(…). Bastante gloria ha ilustrado por turnos las banderas de las diversas naciones. Las vicisitudes de la
suerte bastante han hecho suceder grandes reveses a grandes éxitos. Una arena más bella está hoy
abierta a los soberanos, y soy el primero en bajar a ella ». Esa arena, era la de la paz y el buen
entendimiento; la del trabajo conjunto de un pueblo hermanado.
Pero los Aliados, contrariamente a él, no estaban dispuestos a olvidar nada.
Para el 25 de marzo de 1815 ya han puesto en pie una nueva coalición, la séptima, en la que Francia se
enfrentará sola contra todos y que esta vez pondrá un término definitivo a la carrera de Napoleón, luego
de la derrota del ejército francés en las mesetas sombrías de Bélgica.
La auténtica cruzada que se prepara en vista de una nueva restauración de los Borbones constituye una
monstruosa injerencia en los asuntos interiores de Francia, según el mismísimo calificativo de la
oposición parlamentaria británica cuyo portavoz en la Cámara de los Comunes declaró que «
Bonaparte ha sido recibido en Francia como un libertador. Los Borbones perdieron su trono por sus
propios errores. Sería una medida monstruosa hacerle la guerra a una nación para imponerle un
gobierno que no quiere ». Todo está dicho en unas cuantas palabras honestas y clarividentes: Francia
está siendo víctima de un triple atentado a su Libertad, a su Soberanía y a su Independencia; se le
niega el derecho a disponer de sí misma. La prensa británica no se queda atrás y el diario The Morning
Chronicle interpela a Lord Castlereagh, ministro de Asuntos Exteriores en estos términos: « Los
patriotas ingleses piensan que es menos contra Bonaparte que contra el espíritu de libertad que

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se unen los potentados del continente ». Estas líneas clarividentes –y sobre todo honradas– no son
más que un eco doloroso de lo que ya varios años antes había señalado Charles James Fox, al reprochar
a los parlamentarios británicos que si el Emperador era un « conquistador a su pesar » (Aubry) era porque
« [los británicos] Le hicimos a Francia una ley de la conquista indefinida ». ¡Frase evidentemente
desconocida pero que sin duda figuraría como el más excelente y probo epígrafe en cualquier libro sobre
Napoleón!
Enfrentando a una fuerza dos veces mayor que la suya, el Emperador, con sus 300 000 hombres alzados
a toda prisa, es acometido por una apisonadora de 700 000 combatientes que ataca masivamente las
fronteras de Francia en tres direcciones de invasión, los Alpes (austriacos), el Rin (austro-rusos), y el
Norte (anglo-prusianos). Se lleva una victoria contra los prusianos del mariscal Blücher en Ligny (16 de
junio de 1815), pero no puede continuar la persecución a causa de una tormenta salvadora para el teutón,
y despacha para tal efecto al mariscal Grouchy, encargado de impedir la concentración de las tropas en
fuga, y de ser necesario contenerlas.
Dos días más tarde, el 18 de junio de 1815, Napoleón se enfrenta en Waterloo a los ejércitos anglo-
holandeses. Contrariamente a lo planeado, se ve obligado a iniciar la batalla no al amanecer sino al medio
día, cuando el terreno se ha medio secado tras una fuerte tromba nocturna que ha causado estragos,
impidiendo el empleo de la artillería y el buen desempeño de la caballería en un terreno convertido en un
lodazal.
Una vez iniciada, la lucha es feroz.
El príncipe de Orange muere en la refriega y, al caer la tarde, el centro inglés, que se ha mantenido en su
posición en una defensa férrea, está vacilando, listo para romperse. Resignado, el duque de Wellington
prepara ya la retirada de su tropas hacia la costa cuando, súbitamente, en la lejanía, entre las humaredas
que se alzan como torres renegridas, hace su aparición un cuerpo armado. ¿Como en Marengo, con la
llegada de Desaix, será el refuerzo el que decida la victoria?
« Es Grouchy », dice el Emperador.
Era Blücher...
Desorientado y ofuscado por su acato estricto a las órdenes, el desdichado mariscal francés se había
negado a marchar al cañón, ¡y los prusianos se le habían escurrido bajo las narices hasta el campo de
batalla!
Aplastados por la masa, los franceses tratan de hacer maniobras de ajuste pero son hundidos por todos
los frentes. Sólo queda una esperanza. « ¡La Guardia muere y no se rinde! », exclama el heroico
general Cambronne, y la Guardia (de hecho la Media Guardia, pues la Vieja se enfrentaba a los prusianos
en Plancenoit), sola en medio del horno, avanza y se interna en la hoguera.
En ese momento, un traidor, un oficial realista de carabineros, llega al galope ante las filas inglesas y
anuncia a los oficiales de Wellington por dónde iba a atacar la Guardia... Ésta es interceptada en su
movimiento por las fuerzas británicas que, « inexplicablemente », ya la estaban esperando. Sorprendida,
es recibida brutalmente con un fuego tupido y mortífero, « segada cual espigas de trigo » relatará un
testigo. Los heridos entonces retrogradan, en un intento por no estorbar los movimientos de sus
camaradas; pero en la atmósfera reinante de angustia y de traición ambiente, corre la voz del retroceso de
los Guardias, quienes más que hombres eran un símbolo. Más que un grito, un alarido rasga las espesas
cortinas de humo y fuego: « ¡la Guardia recula! ». Entonces estalla y cunde el pánico general; todo está
perdido. Napoleón, cubierto de fango y con el rostro atezado, se interna en el Último Cuadro, el «
Batallón Sagrado », y busca morir peleando entre sus bravos, pero es arrancado al hervidero por los
generales desesperados, y se logra organizar la retirada.
El Águila acababa de replegar sus alas, esta vez para siempre, y Lord Byron lanza su sentencia como un
rayo en la eternidad: « La victoria nunca antes fue echada a perder en un suelo tan imposible de
aprovechar, como esta colina de estiércol de tiranía... »; y el comandante Henry Lachouque cierra con
este colofón: « comprenderán que un drama se terminó aquí; el telón cayó sobre el final del último acto
comenzado el 24 de junio de 1812, día en que el Ejército de Europa pasó el Niemen. La Confederación de
la Europa nueva, la del Código, de la Libertad, de la Civilización mediterránea, concebida según la
lección de Roma y realizada por Napoleón, se derrumbó en estos lares bajo los golpes de la Vieja Europa
de la Santa Alianza. He aquí el balance de la Europa de 1815: Francia amputada, Polonia repartida, Italia
recortada, Bélgica ligada a Holanda a su pesar, Alemania desgarrada, parcelación incoherente,
confederación de Europa, es decir alianza de los pueblos, aplastada, barreras aduanales todos los cien
kilómetros. Consecuencias: revoluciones, guerras, destrucciones, deportaciones, sangre. Imposibilidad de
establecer la paz. En Santa Helena, Napoleón previó todo eso: “La aglomeración de Europa, dijo, llegará,
tarde o temprano, por la fuerza de las cosas; el impulso está dado y no pienso que tras mi caída y la
desaparición de mi sistema, haya en Europa otro equilibrio posible que la aglomeración de los grandes
pueblos”. Hizo falta más de un siglo, media docena de revoluciones, dos guerras mundiales, la
imposibilidad de concluir la paz, para que hombres de Estado europeos pensaran en rehacer lo que
Napoleón había creado y Waterloo, ¡destruido! ».

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Retirada del Batallón Sagrado, en Waterloo, 18 de junio de 1815


Litografía de Denis Auguste M arie Raffet (1804-1860).

De regreso a París, por increíble que parezca, todavía existen los medios de preparar la resistencia. La
derrota en Bélgica ha sido estrepitosa, pero las pérdidas no han sido pesadas. El pueblo, como siempre,
aclama a su emperador, le suplica defenderlo, le insta a defender el honor y la integridad de Francia. Pero
las cámaras le dan la espalda. Talleyrand ya se entiende con el invasor, Fouché confabula en la
sombra, conspirando por la eliminación de su soberano.
Tomada su decisión, el Emperador abdica una última vez, el 22 de junio, en favor de su hijo Francisco,
Rey de Roma, quien se convierte en Napoleón II: « Me entrego en sacrificio al odio de los enemigos de
Francia », escribe, y añade esta frase desconsolada y llena de aflicción: « Ojalá que mis enemigos sean
sinceros en sus declaraciones y que no la hayan traído realmente más que contra mi persona (…) Uníos
para la salud pública y para permanecer una Nación independiente ».
Apenas ha firmado su abdicación, se encuentra solo, abandonado por todos en los salones desiertos del
palacio del Eliseo.
El hermano Luciano se presenta ante el Emperador y le pide reiniciar el combate. Igual a sí mismo,
revolucionario hasta el fin, le aconseja instalar una « dictadura de salud pública » que permita continuar el
combate, no para pretender aplastar a los coaligados, sino para arrancarles un tratado de paz; el apoyo
franco y masivo del pueblo le inviste con la legitimidad democrática de continuar la lucha. El argumento,
al menos en su última parte, es coherente y se sostiene, pero semejante manera de proceder equivaldría
ineluctablemente a hacer correr sangre entre franceses. El soberano se rehúsa categóricamente y
desiste. ¿Imponer una dictadura? ¿Acaso no es él un monarca ungido, el emperador de los franceses?
Privado del apoyo de las instancias y cuerpos legales, de ninguna manera se rebajará a ser el vulgar
cacique partidista de una turba callejera. Por lo demás, demasiada sangre ha sido ya derramada, sobre
todo la francesa, y de ninguna manera será él quien inicie una guerra civil; no extinguió una revolución
fratricida para reiniciar otra.
Otro visitante se presenta, muy inesperado éste, el ultra republicano Carnot. Es verdad que durante los
Cien Días había sido nombrado ministro del Interior, pero como lo hemos visto en otros tiempos ya
lejanos se había opuesto en dos ocasiones cardinales a Napoleón, votando en contra del Consulado
vitalicio y más tarde contra la consagración del Emperador. Éste último, que respetaba al hombre, nunca
le guardó rencor por ello; « ¡Carnot, os he conocido demasiado tarde! », exclama, y estas palabras
resuenan melancólicamente en el silencio y en la soledad del palacio.
Afuera el escenario es muy distinto. Todos los días una multitud se aglutina frente a las rejas del palacio.
Varios cientos, tal vez miles de individuos se amontonan y por la ventana llegan los clamores de un
remolino humano compuesto por soldados, comerciantes, artesanos, obreros y campesinos. Es el pueblo
de París, que de esta forma quiere impedir que se vaya: « ¡Viva el Emperador! ¡No nos abandonéis! », le
imploran.
Observándolos detenidamente y pensando en todas esas personas a quien llenó de honores, de títulos y
hasta de tronos, y que hoy le han dado la espalda, dice con una mirada afligida y llena de ensoñación: « a
estos, nada les di; los encontré pobres y los dejo pobres ». Pero no era así; les había legado algo mucho
más grande que las riquezas y los honores que se van con el viento, era la dignidad, era el honor, era un
espíritu, una fe: « Felizmente, – recuerda el bravo Coignet en el ocaso de su vida –, yo había
memorizado lo que el Emperador nos dijo tantas veces, que “el hombre puede lo que quiere” » (Veinte
años de Gloria con el Emperador).
Sin duda, la historia del Imperio se confunde con una interminable y gloriosa resistencia militar, cuya
duración es propiamente milagrosa. Dada la desproporción de las fuerzas en presencia, el fracaso final era
ineluctable; sin embargo, su caída sólo fue una apariencia engañosa. « En 1815, concluye el General
Michel Franceschi, se derribó al portador de la esperanza libertaria, pero no a la esperanza misma que se
puso en hibernación. Después de un primer brote en 1830, volvería a florecer en 1848, imperial,
permitiendo al pueblo volver a ceñirse su corona usurpada. Por doquier en Europa, las poblaciones se

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sacudieron entonces el yugo de sus opresores al grito de “¡Viva Napoleón!” ». « Meteoro destinado a
arder para iluminar al mundo », su mensaje libertador retumbó en todo el planeta.
Mas por el momento el Emperador ensimismado se da la vuelta y, rodeado por fantasmas y voces lejanas,
lentamente se eclipsa por la puerta que da a los Campos Elíseos. Enseguida, por « invitación »
apremiante del gobierno provisional presidido por Fouché, sale de la ciudad de París.

Napoleón I en Fontainebleau en 1814


Óleo de Paul Delaroche (1797-1859).

CONSIDERACIONES A MANERA DE EPÍLOGO


« Su vida brilló con un esplendor del que el mundo jamás había sido testigo, y es dudoso que se capaz de poderlo ver otra
vez »

« El mundo no avanza más que gracias a quienes se oponen a él »


Johann Wolfgang von Goethe.

Así es como se cierra el trágico capítulo de lo que erróneamente se conoce, en virtud de un vicioso y
falaz artificio semántico y una hábil propaganda cultivada en toda libertad a partir de 1815, divulgada
hasta nuestros días complacientemente por los manuales escolares orientados y difundida a placer por
autores, docentes y periodistas que hallan en ella un fructuoso fondo de comercio, lo que erróneamente
se conoce, decíamos, como las pseudo « Guerras Napoleónicas », serie prácticamente ininterrumpida de
cruentos y alevosos conflictos por procuración que deben ser llamados « Guerras de las Coaliciones »,
pues fueron, todos y cada uno, impúdicamente promovidos y financiados por Inglaterra e ideados por
sus codiciosos dirigentes: William Pitt, Lord Castealreagh, Lord Liverpool y demás oligarcas
desalmados, verdaderos vampiros sin escrúpulos responsables de toda esa sangre y auténticos carniceros
de Europa.
En efecto, las ambiciones hegemonistas de Albión, ese país de mercantis y usureros, « nación de
tenderos » llamábale el Emperador, le habrán costado la vida a unos seis millones de hombres en los
campos de batalla, sin contar las incalculables pérdidas colaterales, y representado para el gabinete de
Londres la suma de –nada menos– 66 millones de libras de oro entre 1794 y 1815 (la mitad de éstas
pagadas entre 1811 y 1815), destinadas a financiar el terrorismo de Estado, los atentados políticos y
civiles, las incautaciones, los piratajes, los asesinatos y guerras sin fin en el continente europeo y
más allá. ¡Qué contraste en relación al gran hombre de paz que clamaba que « una guerra entre europeos
es una guerra civil »!

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Observemos con atención, pues ningún manual oficial se detendrá jamás en este punto, que para evitar
revoluciones sangrientas Napoleón no buscó nunca sublevar a los pueblos contra sus déspotas,
¡procedimiento que éstos últimos intentaron en vano contra él! Aun cuando tras la victoria ocupase su
capital, no emprendió nunca –con la excepción justificada de los Borbones de Nápoles– derrocar sus
viejos regímenes absolutistas, tratando en cambio de sellar con ellos alianzas de paz y constituir una
relación durable y de buen entendimiento. En cierto modo, podemos incluso afirmar que la causa
primera de la caída final del Emperador Napoleón se debe sin duda a su excesiva benevolencia para con
las dinastías reinantes; de hecho se roería después los puños por ello en Santa Helena, quejándose de que
« Aunque en nombre de los soberanos se me haya proclamado “moderno Atila”, “Robespierre a caballo”,
todos saben en el fondo de su corazón que ellos descienden de él. ¡De haberlo sido yo, tal vez reinaría
aún, pero ellos, bien seguramente y desde hace mucho, no reinarían más! ». Es también patente que en
todas las guerras que le fueron impuestas, Napoleón dio muestra de una moderación que hoy nos
parece incomprensible. ¿Cuántas veces no acabó una victoria con tal de detener la efusión de sangre,
creyendo cándidamente –o mejor dicho, queriendo creer– que el enemigo le estaría agradecido por su
clemencia? Así sucedió en Austerlitz, en Friedland, en Wagram, en la Moskova, en Bautzen, etc.
¿Y qué decir de las sempiternas peticiones de paz realizadas por el Emperador, por no citar aquí en lo
inmediato más que las hechas a Inglaterra, todas y cada una rechazadas sistemáticamente y con
desdeño por el Gabinete de Saint-James: 1799, 1803, 1805, 1806, 1808, 1812, 1813, 1815…?
Ahora, pregúntese el lector:
– ¿Por qué nunca son citadas en los manuales escolares?
– ¿Por qué se omiten invariablemente en las series televisivas, en las reseñas editoriales y en los
reportajes y documentales supuestamente serios?
– ¿Por qué se olvidan sistemáticamente en las « enciclopedias », impresas o digitales, no obstante
destinadas, teóricamente, a ilustrar al público en general?
– ¿Por qué se descartan de oficio en los medios de comunicación?
– Más inquietante aún: ¿por qué los « especialistas » asalariados (a menudo auto-proclamados),
supuestamente dedicados –y para ello remunerados– a enseñar la historia de Napoleón y
defender su obra y legado contra los embates de sus detractores y enemigos, no hacen mención
de ellas?...
– Y finalmente, ¿por qué son precisamente dichos « especialistas » institucionalizados los que,
invariablemente, son convocados por dichos medios de comunicación?
Sin desear abundar en este tipo de cuestiones, terminemos resaltando junto con el general Michel
Franceschi que, contrariamente al estereotipo mostrenco pero siempre divulgado y remachado hasta el
hastío, Napoleón no fue un conquistador, inversamente a los dos « monstruos sagrados » de la
Historia a los que se le compara frecuentemente, Alejandro Magno y Julio César. Como lo hemos
demostrado en estos sucintos párrafos, el Emperador nunca tuvo como fin la conquista de los países
y la dominación de los pueblos. Su persistente e intangible finalidad en la guerra se limitó siempre a la
anulación del ejército enemigo y siempre agresor con el único objetivo de lograr una apertura de
negociaciones de paz. Incluso la expedición de Egipto, la que más presenta la apariencia de una
conquista y cuyo origen ni siquiera puede achacársele exclusivamente a él (el proyecto primigenio es
obra del político y filósofo Leibniz durante el reinado de Luis XIV, retomado enseguida por el conde de
Choiseul bajo Luis XV), no debe ser entendida más que como lo que fue, una operación de gran
geoestrategia indirecta en remplazo del entonces imposible desembarco en Inglaterra. ¿Acaso Napoleón
no había proferido –y demostrado con sus innumerables leyes e instituciones– que: « Las verdaderas
conquistas son las que se hacen sobre la ignorancia »? En cambio, mientras los fundamentos
juridico-legales del mundo libre contemporáneo reposan plenamente en la colosal obra civil y legislativa
del Emperador Napoleón, ¿qué dejaron sus enemigos a la posteridad?

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Por otro lado, el Emperador tampoco buscó jamás
destruir a los reyes como han dicho a tontas y a locas
ideólogos y sofistas iconoclastas y corruptores, deseosos
de recuperar su figura histórica y aprovecharla para
diseminar su desinformación y alcanzar sus propios fines
deletéreos. En Santa Helena, Napoleón se explayó muy
claramente acerca de « la causa que hice triunfar por
doquier, regenerar a los pueblos por [es decir, a tavés
de] sus reyes », misma que, agregaba, incumbiría a su
hijo continuar.
El 21 de enero de 1798, el arrogante Directorio había
organizado una « fiesta » para celebrar el asesinato del
rey Luis XVI. Profundamente agraviado, aquel jovencito
que no era entonces más que el general Bonaparte y
nunca temió jugarse el pellejo, escribió de inmediato al
Directorio que « celebrar la muerte de un hombre por
medio de una fiesta no puede ser nunca el acto de un
Retrato del Emperador
gobierno, sino el de una facción y de un club de sangre
Último retrato de Napoleón, pintado durante los
Cien Días. Erróneamente atribuida a Prud’hon,
»; unos años después sería él mismo quien suprimiera
debemos esta bella obra, símbolo de nuestro esta celebración abyecta, así como ordenaría el
Instituto, al barón François Gérard (1770-1837). restablecimiento de la fiesta de santa Juana de Arco en
Orleáns y la restauración de las tumbas reales en la
basílica de San Dionisio, odiosa y bestialmente saqueada
por los revolucionarios en 1793.
En el mismo registro, también se pronunció claramente sobre la inmolación monstruosa de la reina:
«...debe ser motivo de gran pesar para todos los corazones franceses el crimen cometido en la
persona de esta desdichada reina. Hay una gran diferencia entre su muerte y la de Luis XVI, aunque,
ciertamente, él tampoco merecía su desgracia. [María Antonieta que] era una mujer que no tenía
honores, que no era más que una princesa extranjera, una rehén sagrada, fue llevada de un trono a la
guillotina pasando por todo tipo de ultrajes ¡Hay allí algo peor que el regicidio! ».
En cuanto al pequeño niño rey y mártir Luis XVII, sería igualmente objeto de una mención específica
del Emperador, plasmada durante su deportación: « El 8 de junio, Luis XVII había muerto víctima de los
tratos odiosos que había recibido en su prisión ». Y es que, ¿acaso podía el Emperador ser insensible a
éste abominable infanticidio, dado el horror criminal intrínseco del mismo, evidentemente, mas también
al ser padre él mismo de un predestinado soberano en ciernes –el pequeño Rey de Roma– presunto
heredero del gran imperio napoleónico pero también, en cierto modo, del espectral Santo Imperio
Romano Germánico? Infante providencial en virtud de cuyo nacimiento, estirpe y condición reales
deberían volcarse contra el Emperador, con ensañamiento e ímpetu redoblados, la feroz Albión,
naturalmente, pero a la par de ella también todo el resentimiento y la vindicta de las viperinas élites
masónicas, amargadas desde 1804 (año de la Consagración y del coronamiento), alarmadas en 1807 (por
el acercamiento a la Rusia zarista y la supuesta amistad en germen de Napoleón con el zar Alejandro) y, a
partir de 1809 (en virtud de la alianza de sangre con la dinastía Habsburgo), abierta y ferozmente hostiles
al ver paulatinamente:
1) Aplacado, descartado y desplazado por la dinastía napoleónida su monstruoso y
sanguinario producto liberal – la república francesa y su oligárquica pseudo democracia
representativa, ésta última fundamento del poder bancario institucionalizado y del mercado
especulativo, de la finanza basada en la usura, de los falsificadores de moneda y de la
mezquindad burguesa.
2) Abismadas sus veleidades de imponer un mercantilismo bancario-financiero
expansionista (zoclo éste y vector materiales de las aspiraciones de los nómadas financieros
depredadores por suprimir las estructuras morales y las fronteras territoriales, por abolir la
independencia y la soberanía nacionales, por minar toda moral y confundir en un sólo
magma amorfo e impersonal, apátrida, deletéreo y carente de toda identidad, tradición o
valor particulares a todos los pueblos una vez desarraigados y desposeídos) gracias a la
economia nacional y proteccionista agraria e industrial del Consulado y ulteriormente del
Imperio, adversaria del régimen de la deuda pública y del empréstito – « a la vez inmoral y
funesto; [pues] grava por adelantado a las generaciones futuras; sacrifica al momento
presente lo que los hombres tienen más caro, el bienestar de sus niños; arruina
insensiblemente el edificio público y condena a una generación a las maldiciones de las que la
siguen », basada en la propiedad territorial y el amor y el respeto a la tierra, en el valor
real e intrínseco, abocada a garantizar la defensa y la protección del pueblo y de sus
intereses (lo cual, lo hemos dicho, le valdría a Napoleón –y Balzac no se cansará de
redundar en ello– el muy significativo sobrenombre de « padre del pueblo »). El Emperador
ciertamente no se andaba por las ramas cuando advertía que « los financieros no tienen
patriotismo y no tienen decencia; su único objetivo es la ganancia ». Pero tampoco lo
hacía el banquero francfortés Jacobo « James » Rotschild, quien, emigrado a París en
1812, y operando como representante local de su hermano Nathan, enquistado éste en
Londres, minaba en secreto al Imperio napoleónico canalizando subrepticiamente fondos
franceses para alimentar las campañas militares de Arthur Wellesley, futuro duque de
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Wellington (11 de mayo de 1814), y a la vez preparando el camino para cimentar a futuro su
dominio y control absolutos sobre la finanza y la economía de Francia a través de la
imposición del préstamo a interés y de la dominación y extorsión políticas por medio del
endeudamiento una vez alcanzada la Restauración de la Familia Real, ésta última de
indiscutible legitimidad de sangre, pero de antemano ya plenamente corroída, socavada,
supeditada y sumisa a la Casa Real de Inglaterra, y por fatalmente, como ésta última, a la
Banca de Inglaterra. En su libro Los Rotschild, una familia de financieros judíos en el siglo
XIX (1896), Edouard Demachy puntualiza que « Escribir la historia de la Restauración y la
de Luis-Felipe sin pronunciar el nombre de los descendientes de Mayer Amschel, es escribir
la historia del Primer Imperio sin pronunciar el nombre de Napoleón I », pormenorizando,
con una elocuencia menos cruda que veraz, que « Amschel, al ver la decadencia de la realeza
de raza, preveía su remplazo por la realeza del oro, y les preconizaba a sus hijos el
evangelio del robo legal. Predecía la grandeza de su raza elevada sobre montones de oro
recogidos en el lodo y en la sangre ».
3) Restablecida la Iglesia católica en Francia y, así revivificada la esencia espiritual
primordial de la patria, dispuesto junto con ella un sistema social de protección campesina y
obrera a la vez tradicionalista y vanguardista que prefigurará al catolicismo social puesto de
facto en acción más tarde por su sobrino, Napoleón III (ver al respecto, de Renée Casin:
Napoleón III o el catolicismo social en acción; 1995), y que subsiguientemente, ya
formalmente institucionalizado bajo dicha apelación, y aunque con formas más tradicionales
y una orientación doctrinal más conservadora, será llevado a su máxima expresión por el
legitimista conde Albert de Mun, pensador calificado como « de élite » por Su Santidad Pío
XII.
4) Por dicha Iglesia, en la Catedral de Nuestra Señora de París y de la mano misma del
propio Vicario de Cristo, sacralizada enseguida la consagración monárquica del « nuevo
Constantino », con la triple unción solemne y religiosa del nuevo fundador dinasta de
derecho divino, « Emperador por la gracia de Dios », Napoleón I (domingo 2 de
diciembre de 1804).
5) A partir de 1807 con el tratado franco-ruso de paz en Tilsit, muy gravemente
amenazadas las aspiraciones británicas de una completa hegemonía comercial y
mercantil mundial (ya gravemente comprometida por la posesión francesa de los puertos
nórdicos de Bélgica y de los Países Bajos), al dejar dicho convenio vislumbrar la concreción
de una alianza transcontinental que, de lograr fructificar, conllevaría la potestad conjunta
de la Europa atlantico-mediterránea bajo la tutela e/o influencia napoleónicos (extendiéndose
en 1811 de Gibraltar hasta Polonia), y de los bloques territoriales que el geoestratega inglés
Halford Mackinder denominará, un siglo después en su Teoría del Corazón Continental
(1904), el « Heartland » euroasiático, núcleo medular y bisagra geopolíticos sobre los cuales
se fundamentan y articulan el dominio y el control planetarios.

En resumen, siempre atacado, el Emperador Napoleón, gran reconciliador, único soberano de su tiempo
en plantarle cara y combatir en un duelo sin cuartel a la pérfida Albión –al imperium británico del saqueo,
de la expoliación, del terrorismo, de la explotación y de la muerte– y a la casta oligarco-tribal de usureros
de la finanza especulativa, viril campeón del Estado-nación y de los sublimes principios del honor, de la
patria, del orden, de la disciplina y del trabajo, de la civilización latina y cristiana, de la familia y del
arraigo al país, a la parroquia, al terruño y a la tierra –todo aquello que la plutocracia cosmopolita
apátrida y la alta finanza de la usura internacionalista execran y vomitan– no hizo más que defender con
uñas y dientes a la Francia regenerada y al país real, según la expresión acuñada más tarde por Charles
Maurras, afrontando a siete implacables coaliciones militares, auténticas expediciones punitivas en
masa lanzadas contra su persona y los arriba mencionados ideales que encarnaba, cuando la gigantesca
obra de construcción civil de la refundación de Francia que él había cristalizado requería toda su energía
y era, fundamentalmente, incompatible con los azares y enormes riesgos y peligros mortales de las
aventuras militares (no olvidemos que el Emperador se comprometía personalmente en las campañas,
arriesgando su integridad física y hasta su propia vida en los campos de batalla). Sin haber nunca
deseado y menos querido la conmoción, el cambio radical, pero participando activamente en él ya sea
voluntariamente o a su pesar, según el caso, lo había fecundado. « En esta inmensa lucha del presente
contra el pasado, soy el árbitro y el mediador natural » concluiría, bien consciente de haberse encontrado
en el eje mismo de dos épocas, en la encrucijada paradigmática de dos eras, de dos placas tectónicas
históricas.
Un contemporáneo de la epopeya, el general barón Pelet fue uno de los primeros en comprender toda la
amplitud y el alcance esta asombrosa coyuntura, y así lo consigna con gran sutileza en su obra Cuadro de
las Campañas de Napoleón en el Continente de Europa por un testigo ocular: « Napoleón, muy por
encima de sus victorias y de las ambiciones ordinarias, se había impuesto la más bella, la más grande de
las misiones. Dominando Europa a consecuencia de la constante coalición de sus enemigos, de sus
ataques perpetuos, de su rechazo obstinado de la paz general, había sabido juzgar inevitable la
regeneración moderna y pretendía dirigirla. Colocado en el más alto punto de las Luces [la Ilustración],
por encima de los intereses como de las pasiones, había podido pesar las necesidades del tiempo ».

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Estatua ecuestre del Emperador y rey Napoleón I


Escultura de Armand Le Veel (1821-1905), en el puerto de Cherbourg, señalando a Inglaterra.

EL F IN
« La muerte no es nada; pero vivir vencido y sin gloria, es morir todos los días »
Napoleón.

« Vivo no había conseguido el mundo. Muerto, lo conquista »


Vizconde François-René de Chateaubriand.

Arribado al sur de Francia, de paso por Rochefort y enseguida haciendo su última etapa en la isla de
Aix, la semana del 8 al 15 de julio de 1815, el Emperador está acompañado por una pequeña comitiva
que concibe una serie de proyectos para transladarlo a América, a los Estados Unidos o a México, a fin
de establecerse e iniciar en el Nuevo Continente una nueva vida. Sin embargo Napoleón renuncia a la
idea de una fuga, improcedente con su título y su dignidad y, en cambio, cual Temístocles el ateniense,
decide ponerse bajo la protección de las leyes de su peor enemigo. Redacta estas líneas históricas y
llenas de honor y grandeza dirigidas al entonces príncipe Regente de Inglaterra, futuro rey Jorge IV:

« Alteza Real,
Confrontado a las facciones que dividen a mi país, y a la enemistad de las
mayores potencias de Europa, he terminado mi carrera política y vengo,
como Temístocles, a buscar amparo en el hogar del pueblo británico.
Me pongo bajo la protección de sus leyes, que reclamo de Vuestra Alteza
Real, como del más poderoso, del más constante y más generoso de mis
enemigos.
Napoleón ».

Ciertamente la corte de Inglaterra no se esperaba a tanto, y mucho menos lo hacía el destinatario del
egregio llamado, personaje frívolo, engreído y fatuo que, con su silencio displiscente, se enfangaba desde
ya en una imperecedera marisma de deshonor y desdoro que Napoleón conceptuaría más tarde con la
fórmula siguiente, referida por el conde de Las Cases: « Este soberano se compromete, se degrada, se
pierde en mí »...
El 15 de julio a las seis horas, rodeado por estrepitosos « ¡Viva el Emperador! » emitidos por cien
hombres en llantos y cuyo corazón sangra, Napoleón se embarca en el Belerofonte, navío inglés de 74
cañones.
A bordo, el capitán Maitland, ansioso y trémulo, todavía un poco incrédulo, le pregunta al señor Andrew
Mott, su segundo a bordo: « ¿Le tenéis? »...

El 23 de julio, a la altura de la isla de Ouessant (Bretaña), a través de su catalejo de Austerlitz, el


Emperador Napoleón contempla la tierra de Francia una última vez.

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Último adiós a Francia


Litografía de Denis-Auguste Raffet (1804-1860).

Napoleón es llevado a las costas de Portsmouth donde el 25 de julio tiene lugar un espectáculo
extraordinario e inesperado en la pequeña localidad de Torbey, en cuya rada, desde el día anterior, se
encuentra anclado el Belerofonte.
Desde el día 24, los habitantes de la región, curiosos y anhelantes por ver al hombre que durante 15 años
llenó sus pensamientos cotidianos de curiosidad, de fascinación y de terror, se han reunido en torno al
buque del prisionero, y el 25, las balsas y embarcaciones diversas son ya tantas, que tapizan el mar y éste
no se distingue más. En ese bullicio improvisado, surge de repente la silueta fantástica de Napoleón. Sin
aviso ni señal alguna acaba de aparecer en la cubierta, y se presenta a las ojeadas estupefactas de tan
dispar y caótico público. Tras un brevísimo murmullo, casi sordo, el « Ogro corso » levanta su sombrero
y, con la mayor sencillez, saluda a la multitud atónita. Un breve silencio casi palpable inunda la atmósfera.
Súbitamente, el espacio es desgarrado por un grito lejano, al cual sigue otro, y otro más, e inmediatamente
las ovaciones son tantas y tales, que el Emperador, desconcertado ante un clamor popular tan intenso
como inesperado, repite su gesto algunas veces más, antes de desaparecer por donde salió, frente a la
miradas azoradas de los oficiales británicos acoquinados.
Ese mismo día, 25 de julio, Lord Liverpool escribe: « Santa Helena es el lugar del mundo mejor
elegido para encerrar a semejante personaje. A tal distancia y en semejante lugar, toda intriga le
resultará imposible, y, alejado de Europa, pronto será olvidado ».
En efecto, el Emperador, sin haber podido pisar el suelo insular, y por ende privándosele de toda
posibilidad de recurir al writ de habeas corpus que pretendía reclamar a las autoridades gubernamentales
británicas, se entera de que Inglaterra le niega su título de emperador y le ha clasificado como «
prisionero de guerra ».
Así, engañándole como sólo ella sabe hacerlo, pues el comandante inglés había afirmado que «
recibiría a Napoleón a bordo de su nave y le conduciría a Inglaterra si lo deseaba », asegurándole
que sería allí bien recibido y cobijado, Albión le retiene prisionero a bordo y enseguida le deporta a
traición, confinándole en un tenebroso y remoto peñasco perdido en el hemisferio austral, la roca más
aislada del océano Atlántico, distante de 1900 kilómetros de las costas de África y 2900 kilómetros del
Brasil, llamado Santa Helena, « isla cagada por el diablo en su vuelo de un mundo a otro », según el decir
de Madama Bertrand...

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Plano de la isla Santa Helena
La isla fatal en un mapa de 1764 por el geógrafo Jacques-Nicolas Bellin (1703-1772).

Una vez desembarcado el pequeño remanente de la corte Imperial en el puertito de Jamestown, al caer la
tarde del 16 de octubre, para los ingleses está fuera de toda discusión poner a disposición del monarca
caído la residencia del gobernador, Plantation House, la edificación principal de la isla y más o menos –
dadas las circunstancias– digna de recibir al antiguo soberano. Al contrario, al llegar, el prisionero, a quien
de manera despectiva ya no se le llama más que « general Buonaparte », será confinado en una vieja
granja para animales, « aglomeración de barracas construidas para servir de abrigo a las bestias de
ganado », precisa Lord Rosebery, húmeda, eternamente golpeada por los vientos e infestada de
insectos y ratas, éstas últimas que circulaban en manadas bajo la duela podrida, incluso en plena
superficie, y que eran tantas y tan hambrientas, que se comían a las gallinas del recinto y les mordían los
muslos a los caballos. « Nunca he visto ninguna habitación humana en semejante estado de
enmohecimiento y de humedad », se indigna el médico militar Barry O’Meara, quien ha ingresado en la
recámara del Emperador, donde el papel tapiz en jirones se cae en pedazos pútridos y en la que los
residentes tendrán incluso que secar los naipes con una plancha previamente a poder utilizarlos durante su
tiempo de recreo. Nada comparable pues al agradable y esmeradamente amenizado museo gubernamental
existente en nuestros días para el agrado y holganza del turismo tendente a las sensaciones exóticas.

Vista de Longwood
Acuarela del fiel Louis-Joseph-Narcisse M archand (1791-1873), primer valet de cámara y compañero de
deportación del Emperador Napoleón.

Un día, en un momento de abandono, entreviendo una catástrofe que le parecía inevitable y que suponía
ordenada, dice a Las Cases: « Me espero a todo, me matarán aquí, es seguro », detallando en otra
ocasión: « Me están matando a alfilerazos. La falta de todo aquello que puede sostener la vida me llevará
pronto al sepulcro ». A veces se despierta a media noche, tras un sueño agitado, y busca a su hijo amado
entre las sombras. Pero todo lo que le responde es el sonido sordo de la lluvia que golpea los postigos de
su ventana o que destila lánguidamente de los plafones cubiertos con cartón embadurnado de alquitrán,
substancia bituminosa que, en tiempo de verano, vuelve la atmósfera de la habitación sofocante, incluso
asfixiante. En otra ocasión, remembrando lo que ha sido y no será ya más, acongojado por lo
desesperanzado de su situación, suspira de lo alto de su peñón, árido monte calvario oceánico: « Sólo el
infortunio le faltaba a mi renombre. He llevado la Corona Imperial de Francia, la Corona de Hierro
de Italia; y ahora Inglaterra me ha dado otra más grande aún y más gloriosa –la que fue llevada por el
Salvador de Mundo–, una Corona de Espinas ».
Y un tiempo después, el 1° de enero de 1817, cuando el médico irlandés arriba citado acude para
presentarle sus buenos deseos de año nuevo, el imperial cautivo le responde: « Tal vez me moriré y será lo
mejor, explica, porque no puedo estar peor de lo que estoy ». Afirmación en su última parte errónea,
como lo veremos a continuación.
Muy lejos de allí, desde Roma, el papa Pío VII reiteraba sus instancias al gabinete de Londres: « Saber
que este infortunado sufriría por nosotros es ya casi un suplicio sobre todo en el momento en que
pide un sacerdote para reconciliarse con Dios. No queremos, no podemos, no debemos, no debemos
participar en nada en los males que sobrelleve, deseamos al contrario desde lo más profundo de
nuestro corazón que se los aligere y que se le haga la vida más dulce. Pedid esta gracia al príncipe
regente de Inglaterra ».
Sin que el monarca británico condescendiera nunca a dar la menor respuesta a estos ruegos, en
Longwood, postrado en la soledad de su prisión, abandonado a sus recuerdos y pesares, inmerso en la
oración y en la intimidad profunda de sus sentimientos, de su fe y de sus meditaciones, el coloso todavía
será temido por sus captores. Relegado en una planicie yerma y rodeada de precipicios y barrancas
escarpadas, será custodiado en permanencia por una guarnición de 5000 soldados, 500 cañones, y una
flotilla en maniobras perpetuas.
Esta vigilancia desproporcionada, surrealista,

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aunada al « hospedaje » del prisionero, le
costaban a Inglaterra la suma propiamente
descomunal de £ 300 000 anuales, según
palabras del propio rey Jorge IV, es decir
más de 3 000 000 de francos oro. Para
darnos una idea más clara de la fabulosa
magnitud de estas cifras, precisemos que esta
suma es el equivalente de 60 millones de
francos del año 2000, motivo –toda persona
lúcida y de buena fe convendrá en ello– más
que suficiente para justificar la eliminación
del indeseable y oneroso « perturbador del
reposo público ».
Así pues, sumido en la impotencia, en la
desesperación y en el olvido, pasaban los
Napoleón en Santa Helena dictando sus memorias a Las Cases años y junto con ellos se extinguía la vida del
Esbozo al óleo de Ary Scheffer (1795-1858). Emperador, cuya salud y vitalidad empezaron
a menguar; a deteriorarse de forma extraña.
En efecto, tras haber sido envenenado metódicamente con dosis sistemáticas de arsénico mineral
(raticida), como se demostró científicamente en sendos e irrefutables análisis llevados a cabo en 2003 y
en 2005, aislado de sus seres queridos y presa de una lenta y dolorosa agonía, « el Emperador devolvió a
Dios el más poderoso soplo de vida que animó jamás a la arcilla humana », según la expresión memorable
del vizconde de Chateaubriand, a las 17:49 horas del 5 de mayo de 1821. Los tres minutos previos de
su muerte, « rindió tres suspiros », nos dice el gran Mariscal Bertrand, quien añade que « en la noche,
el Emperador había pronunciado el nombre de su hijo antes de: “a la cabeza del ejército”. El día anterior,
había preguntado dos veces: “¿cómo se llama mi hijo?”. Marchand había respondido: “Napoleón” ».
Sus últimas palabras para la historia serían sonidos inarticulados que, según lo refiere Marchand, fueron
traducidos por « Francia… mi hijo… ejército… ». Otros, creen distinguir, en el efluvio difuso de un
íntimo susurro: « Josefina »…

Así, acompañado en su lecho de muerte por un puñado de fieles, Napoleón fallece « en la religión
apostólica y romana en cuyo seno h[a] nacido », según lo había consignado en la primera línea de su
testamento algunos días antes. Ha sufrido durante más de cinco interminables años vejaciones, acosos y
privaciones sórdidos y permanentes, que por siempre mancillarán de vergüenza y de ignominia a aquellos
quienes tan bajamente se las infligieron: « Mi muerte es el resultado de una serie de ultrajes dignos
de la mano que me los prodigó. Yo había venido a sentarme junto a los lares del pueblo británico, en
demanda de una hospitalidad leal; y he aquí que, contra todos los derechos imperantes sobre la
tierra, me respondieron con las cadenas… Pero, sin duda, a Inglaterra le estaba reservado sorprender
y arrastrar a los reyes europeos a dar al mundo el espectáculo inaudito de cuatro grandes potencias
encarnizadas contra un sólo hombre. ¿Y cómo me habéis tratado desde que fui desterrado? No hay
una indignidad, no hay un horror que no os hayáis complacido en infligirme. Me habéis asesinado
incesantemente en detalle, con premeditación, y el infame Hudson ha sido el verdugo de vuestros
ministros. ¡Acabaréis como la altanera república de Venecia, y yo, moribundo en este peñón espantoso,
privado de los medios y careciendo de todo, lego el oprobio y el horror de mi muerte a la familia
reinante de Inglaterra ». Terrible anatema. Así se lo había expresado el 20 de abril a Bertrand bajo la
forma de una patibularia oración fúnebre que se vería sucintamente recalcada en su testamento: « Muero
prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa y su sicario. El pueblo inglés no tardará en
vengarme ».
Muy lejos de ahí, bajo las bóvedas del Parlamento británico, Lord Holland, indignado y ultrajado,
enunciaba con admirable arrojo que « ¡Europa entera lleva el luto del héroe; y quienes han
contribuido a esta fechoría están destinados al desprecio de las generaciones presentes así como al de la
posteridad! »

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Tumba de Napoleón en Santa Helena


Pequeña y modesta, compuesta por tres losas tumularias sin nombre ni epitafio alguno y
bordeada por un sencillo enrejado circular, fue ubicada en el Valle del Geranio, una
hondanada plácida y aereada aunque de acceso abrupto situada al pie de los acantilados
del « Bol de ponche del Diablo ». Estaba rodeada en aquel tiempo por dos frondosos y
melancólicos sauces llorones (progresivamente deshojados y entallados hasta su extinción
por los coleccionistas de reliquias) y situada cerca de una fuente donde en una ocasión, en
el transcurso de un paseo a caballo, Napoleón sació su sed y halló cierto solaz. La
bondadosa fuente seviría desde ese día para proveer de agua fresca al Emperador hasta el
fin de su vida, y, a partir de entonces, a los innumerables peregrinos que acudían de todas
partes del mundo para visitar y honrar el sepulcro. Litografía de la época por Villeneuve.

Tras la muerte heroica del mártir de Santa Helena, el gobernador de la isla, Sir Hudson Lowe, burócrata
inflexible e intransigente, neurótico obesivo y probablemente paranoico, siempre fiel a su naturaleza cerril
y cuya infamia a la larga le costaría el escarnio incluso de sus propios compatriotas, se negará
pertinazmente a inscribir sobre la losa sepulcral el nombre « NAPOLEÓN », quedando pues ésta llana y en
blanco... Para él como para las despiadadas élites de Inglaterra, jamás existió el soberano, tan sólo el «
general Buonaparte »… En aquel entonces, el hosco y obtuso carcelero no podía adivinar que, escasos
19 años más tarde, él mismo asistiría absorto al retorno triunfal del Emperador a París y presenciaría la
misa solemne que le es ofrendada en la iglesia de Los Inválidos al son egregio y radiante del Oficio de
los Mártires, ni que 34 años después, el 24 de agosto de 1855, la reina Victoria de Gran Bretaña iría
personalmente a rezar (o en todo caso a fingir hacerlo) bajo el Domo dorado de Los Inválidos, al pie de la
tumba del gran Emperador Napoleón, gigante sin paralelo en la Historia universal, fuente inagotable de
inspiración y semilla de siembra cuya figura supo infundir a los pueblos orgullo y valor, un ideal de
gloria y de grandeza inextinguibles que aún hoy nos inspiran y deslumbran, imprimiendo a la vez –
conformemente al visionario vaticinio de Goethe– una huella profunda e indeleble en las arenas de los
siglos. « Y yo, extranjero a Francia, compatriota de los verdugos de Napoleón, quise echar algunas flores
sobre su tumba, para esconder el oprobio de mi país », se lamentará a su vez Lord Byron, él mismo
memorable exiliado.
En efecto, por petición expresa del rey Luis Felipe de Orleáns, las cenizas (expresión para designar
figurativamente los restos físicos) del gran monarca habían sido restituidas a Francia en 1840 y
depositadas entre las bóvedas marmóreas de Los Inválidos, preciosamente resguardadas bajo el áureo
Domo « a orillas del Sena, en medio de ese pueblo francés al que tanto am[ó] », donde, a pesar de « los
envidiosos y de los mediocres », como pronosticaba el comandante Lachouque, reposa y reposará para
siempre, en la gloria eterna, hasta que se acabe el mundo.

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Tumba del S .M. el Emperador y Rey Napoleón I


Iglesia San Luis del Hotel de Los Inválidos, en París.
« La tumba del Emperador, para franceses de 20 años, no es el lugar de la
paz, el filosófico foso en el que un pobre cuerpo que tanto se agitó se
deshace; es el crucero de todas las energías que se llaman audacia,
voluntad, apetito. Desde hace cien años, la imaginación por doquier
dispersada se concentra en este punto. Soterrad por el pensamiento esta
cripta en la que lo sublime está situado; nivelad la historia, suprimid a
Napoleón: aniquiláis la imaginación condensada del siglo. No se oye aquí
el silencio de los muertos, sino un rumor heroico; este pozo bajo el domo,
es el clarín épico donde remolinea el soplo por el cual toda la juventud
tiene el pelo erizado ».
M aurice Barrès,
La novela de la energía nacional. Tomo 1, Los desarraigados. 1897.

Bibliografía: Lista de autores napoleónicos recomendados.

"Vida de Napoleón Bonaparte" "Vie de Napoléon Bonaparte" "Life of Napoleon Bonaparte" "Al P acino" "Guerras Napoleónicas"

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