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Isomorfismos: Ausencias y presencias

La violencia se ha convertido en un referente de nuestras experiencias cotidianas


y, también, de nuestra mirada y de la manera en que, con la mediación de esta
última, convertimos aquellas en arte. Sin embargo, que la violencia se haya
convertido en el hilo conductor de muchas de las narrativas con las que
explicamos nuestro lugar en el mundo y nuestra relación con los demás, no
significa que seamos conscientes de nuestra actitud hacia ella. En la televisión, el
último reporte sobre la represión policiaca a una manifestación destaca el número
de víctimas, nunca sus nombres ni las ausencias que significan en las casas que
dejaron para defender sus derechos; en las así llamadas narcotelenovelas,
quienes han empobrecido y violentado nuestros espacios comunes se convierten
en modelos de éxito social, y se silencia la estela de muerte e incertidumbre que
dejan tras su paso; incluso, cuando el arte ha tratado de representar nuestro ser
violento y violentado – como es un texto relacionado con una obra y un artista
especifico, el nombrar a otros artistas se puede malinterpretar en que uno se esta
colocando al nivel de ellos y el público lo puede tomar como una actitud
egocéntrica de mi persona, más que nada por el peso que tienen esos nombres,
en especial el de Francisco Toledo, pienso en la obra reciente de Francisco
Toledo o de Patricia Henríquez, o en la fotografía de Enrique Metinides–, siempre
queda la interrogante de cómo es que el público la recibirá: ¿se sentirá fascinado
u horrorizado por la exposición de cuerpos lastimados y personas comunes
convertidas en familiares dolientes de muertos? ¿Pensará, entonces, que se trata
el arte –como se decía en la época de la Guerra Sucia en México– como un delito
de disolución social que quiere sacarnos del adormecimiento que nos hace pensar
que la muerte repentina y arbitraria son cosas que les ocurren a los otros, en un
país distinto, y nunca a nosotros y a la vuelta de la esquina?

El joven artista visual plástico Joel Tlatelpa cree en el carácter polisémico de las
respuestas a estas preguntas y en la responsabilidad de la que no se nos puede
despojar respecto de entender cómo nuestras miradas sobre la violencia pueden
ser enriquecidas –y complejizadas– por el arte; pero también, él sabe del poder de
la imagen para –todavía– sacudirnos respecto de una relación que hemos vuelto
familiar, cercana y –aunque parezca paradójico– hasta cordial con la violencia.
Porque si no cuestionamos y desmontamos el aparente carácter inevitable y
natural de la violencia que nos hace escondernos en casa por miedo a las balas
perdidas o a las órdenes militares de las que nadie en el poder quiere
responsabilizarse –pero también de la mirada cómplice que vuelve merecidas las
agresiones sobre los cuerpos de, por ejemplo las mujeres, los indígenas, la
diversidad sexual o los migrantes–, entonces habremos perdido –valga la
expresión– la batalla contra las fuerzas que imponen su lógica utilitaria donde
debería prevalecer la igualdad, la justicia y la paz. Hay ocasiones en las que las
intervenciones artísticas trascienden las intenciones estéticas y se vuelven
preguntas éticas sobre lo que somos: por eso es que Joel Tlatelpa ha elegido la
técnica de la transferencia de imágenes desde la fotografía hasta el soporte de
papel, para tener la libertad de intervenirlas, resignificarlas y mostrarnos que la
violencia no es algo natural y merecido, sino históricamente construido y –por
tanto– erradicable. No nos merecemos, por supuesto, la violencia; pero las
imágenes de este joven artista tlaxcalteca nos cuestionan acerca de si
verdaderamente estamos dispuestos a cambiar este estado de cosas y a
observarnos a nosotros mismos de diferente manera.

Por todo esto, podemos observar a la obra de Joel Tlatelpa no como un lamento
por el pasado sino como una apuesta por el futuro, como la cartografía de un
paisaje politizado –al no mostrar esta serie de trabajos en la exposición no va a
existir un referente visual en el público de que es el paisaje politizado, como él
mismo tituló a una serie plástica previa– que tenemos que cambiar, que intervenir
para que no sigamos acostumbrados a la violencia que gradualmente se
incrementa y que nos hacen ser sobrevivientes de todas las muertes y heridas de
las que somos potencialmente receptores en un futuro abstracto pero probable,
quizá más de lo que quisiéramos. Su obra es disidente del nacionalismo, de la
retórica populista, pero también de esa falta de compromiso social que hace a
aparecer como inocuos y superfluos a muchos de los artistas de su generación o
anteriores. Las obras que conforman Isomorfismo: ausencias y presencias son un
acontecimiento –como Heidegger pensaba el término, es decir, como una ruptura
con la forma tradicional de observar un cierto campo del conocimiento– que nos
obliga a pensar cómo nos hemos acostumbrado a vivir con la violencia, a hacerle
un lugar en nuestras rutinas cotidianas y nuestros imaginarios colectivos, y cómo
nos deberíamos desacostumbrar a aceptar la muerte y destrucción como destino
inexorable de nuestro tiempo. Así, las imágenes creadas y recreadas por Joel
Tlatelpa son las presencias que, en este sentido, buscan visibilizar todas aquellas
ausencias –personas, paisajes, valores– que son desplazadas cuando la violencia
se ha hecho con el control del barco.

Mario Alfredo Hernández

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