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Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 5 – Miérc. 7 de septiembre de 2016
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad 1. 3. Gusto, arte y política después de Kant. Las estéticas
del primer romanticismo: la ironía y el sistema. Punto 3. La ironía en el primer
romanticismo.
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[42] La filosofía es la auténtica patria de la ironía, que desearía definirse como belleza
lógica. Pues en todas las conversaciones orales y escritas en las cuales no se filosofa
sistemáticamente hay que brindar y exigir ironía. Incluso los estoicos consideraban la
urbanidad como una virtud. Hay, además, una ironía retórica que, utilizada con discreción,
tiene un efecto óptimo, especialmente en lo polémico. Sin embargo, se enfrenta a la sublime
urbanidad de la musa socrática, como la magnificencia del más brillante discurso de arte
se enfrenta a una tragedia antigua de alto estilo. Sólo la poesía puede también elevarse
desde este lugar hasta la altura de la filosofía, y no está fundamentada en pasajes irónicos
como la retórica. Hay poemas antiguos y modernos que respiran constantemente en el todo
y por doquier el hálito divino de la ironía. En ellos vive realmente una bufonería
trascendental. En el interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se eleva
infinitamente encima de todo lo condicionado, incluso encima de su propio arte, virtud y
genialidad. En el exterior, en la ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano
habitual. [Schlegel, Friedrich, Fragmentos críticos, en: Lacoue-Labarte, Philippe y Nancy,
Jean-Luc, El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán, trad. Cecilia
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González y Laura Carugati, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 117-118]
Uno podría pensar, en primera instancia, que la ironía socrática –tal como la
presenta Schlegel en este fragmento, es un antecedente de la ironía romántica; pero la
relación es no es tan obvia. Schlegel reconoce que hasta la ironía socrática, aun siendo la
forma de ironía más involuntaria (por darse dentro del marco de una cultura natural, aunque
sea en un momento de crisis de esa naturalidad), aun siendo la forma de ironía más difícil
de recrear (o de imitar) en la cultura artificial moderna, tiene un elemento de fingimiento.
Es decir, es parte del programa de toda ironía jugar con el interlocutor. Hay una estructura
dialógica, y el interlocutor es objeto de mofa, de bufonería trascendental, como dice
después. De hecho, la figura que caracteriza a la ironía en el sentido romántico es la del
Witz, una palabra que en alemán corriente y contemporáneo quiere decir “chiste”. Sánchez
Meca la traduce como “ingenio”, y Laura Carugati y Cecilia González la dejan en alemán
y en el Glosario del libro aclaran que significa “chiste” o “juego de palabras”, pero
también la facultad de producirlos. Este matiz es importante: el ingenio es tanto la facultad
de producir chistes o juegos de palabras como su producto. Hay un elemento lúdico en el
Witz, y un elemento combinatorio que es el propio del humor: superponer elementos de
distinto origen; por ejemplo, elementos de origen espurio con otros de origen noble,
elementos de origen popular con otros de origen culto. Es decir, hacer un constructo de
elementos dispares. Esta es la facultad del Witz.
Decíamos que en la ironía socrática también hay algo de artificio, aun cuando se
trate de una ironía propia de una cultura natural, algo de fingimiento, de juego, de tramoya,
de conspiración para llevar al interlocutor, por la vía negativa, no a una definición, sino a
una aporía. La ironía socrática también tiene algo de artificial y artero, aunque pertenezca a
una cultura natural, donde todo es bello. Dividimos en partes, ahora, el fragmento 42, para
poder analizarlo en detalle:
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mündlichen oder geschriebenen Gesprächen, und nur nicht ganz systematisch
philosophiert wird, soll man Ironie leisten und fordern;...]
...incluso los estoicos consideraron la urbanidad una virtud. […und sogar die Stoiker
hielten die Urbanität für eine Tugend.]
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El diálogo en el modo de la oralidad cotidiana (el conversar con un interlocutor que no
es un filósofo) aparecen reivindicados como artes propias de los antiguos. En un modo de
urbanidad y la urbanidad, una modo de la virtud. No sólo Sócrates era un autor que no escribía
y no publicaba (podríamos decir), sino que también los estoicos eran “prácticos de la
urbanidad”. Hay, además, un arte estoica de la paradoja: “la risa en las lágrimas” –según la
fórmula hegeliana-. La ironía en sentido antiguo no puede ser separada del diálogo y de la
oralidad (incluso cuando se la usa en la polémica escrita aparece la figura del interlocutor: el
escribir contra alguien).
Hay, además, una ironía retórica que, utilizada con discreción, tiene un efecto óptimo,
especialmente en lo polémico. Sin embargo, se enfrenta a la sublime urbanidad de la musa
socrática, como la magnificencia del más brillante discurso de arte se enfrenta a una
tragedia antigua de estilo elevado. [Freilich gibts auch eine rhetorische Ironie, welche sparsam
gebraucht vortreffliche Wirkung tut, besonders im Polemischen; doch ist sie gegen die erhabne
Urbanität der sokratischen Muse, was die Pracht der glänzendsten Kunstrede gegen eine alte
Tragödie in hohem Styl.]
Schlegel diferencia el uso retórico de la ironía del uso filosófico de la ironía. La ironía es
una forma de hacer filosofía. No es que Schlegel practique la ironía como una forma de
exposición de una filosofía que no tendría forma fragmentaria sino sistemática (la filosofía de
Fichte), sino que su pensamiento irónico es su (única) filosofía. Si el pensamiento de Fichte es
un “kantismo consecuente” o un “kantismo sin Kant (o después de Kant)”, el de Schlegel es
un “fichtismo consecuente” o un “fichtismo sin Fichte (o después de Fichte)”. Schlegel pone
en práctica el Yo absoluto de la filosofía de Fichte y la forma filosófica que toma es la de la
ironía.
El uso retórico de la ironía, por eso mismo, no debe confundirse con la ironía filosófica.
La polémica más elevada no se puede ni comparar con la ironía socrática. La ironía socrática
se caracteriza por la “sublime urbanidad”: aún la ironía antigua ya tiene en sí un componente
propio de la ironía moderna, que es la paradoja. Una urbanidad sublime es, de algún modo,
una urbanidad paradójica. En lo sublime conviven dos elementos opuestos que no pueden
conciliarse: la totalidad y la infinitud. De ahí que la idea de la razón se imponga a partir del
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fracaso de la imaginación (en la Analítica de lo sublime de Kant). Sócrates, en este sentido,
pensado schlegelianamente, es alguien que, por la vía de la ironía, entra en conflicto con la
urbanidad propia de la polis. Busca poner en crisis al interlocutor, haciéndolo dudar de lo que
sabe, porque no puede fundamentarlo. Pero tampoco la línea mayéutica del diálogo –como
contrapeso de la línea irónica- le devuelve al interlocutor la tranquilidad, llevándolo hacia una
verdad alternativa a la que perdió.
Pero la vía de acceso al saber absoluto no la garantiza en exclusividad la filosofía. La
filosofía está en pie de igualdad con la poesía, también en relación a la ironía.
Sólo la poesía puede también elevarse desde este lugar hasta la altura de la filosofía, y no
está fundamentada en pasajes irónicos como la retórica. Hay poemas antiguos y modernos
que respiran constantemente en el todo y por doquier el hálito divino de la ironía. En ellos
vive realmente una bufonería trascendental. [Die Poesie allein kann sich auch von dieser Seite
bis zur Höhe der Philosophie erheben, und ist nicht auf ironische Stellen begründet, wie die
Rhetorik. Es gibt alte und moderne Gedichte, die durchgängig im Ganzen und überall den
göttlichen Hauch der Ironie atmen. Es lebt in ihnen eine wirklich transzendentale Buffonerie.]
La ironía no puede ser una forma puramente retórica que se le incorpora a la filosofía o a
la poesía en tanto se busca la polémica. Schlegel plantea que existe una ironía antigua y otro
moderna, pero todavía –en este fragmento- no plantea las diferencias (estas diferencias las
plantea en el fragmento 108). No obstante, en el fragmento 42 termina presentando uno de los
rasgos principales de la ironía moderna: la infinitud del yo que la hace posible.
En el interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se eleva infinitamente encima de
todo lo condicionado, incluso encima de su propio arte, virtud y genialidad. En el exterior, en
la ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano habitual. [Es lebt in ihnen eine
wirklich transzendentale Buffonerie. Im Innern, die Stimmung, welche alles übersieht, und
sich über alles Bedingte unendlich erhebt, auch über eigne Kunst, Tugend, oder Genialität: im
Äußern, in der Ausführung die mimische Manier eines gewöhnlichen guten italiänischen
Buffo.]
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cosa puede volverse su objeto. Al contrario, la ironía antigua estaba circunscripta a ciertas
actitudes excéntricas, por las que se ponía en crisis la organicidad de la polis. Por eso aparece
asociada a lo retórico, a lo poético, al diálogo socrático, pero esa asociación (con la retórica, la
poesía o la filosofía) requiere de fuerte componente racional. Es la razón la que hace irrumpir
la paradoja en el mundo antiguo. Schlegel no pretende -podríamos sobreentender- la traslación
de la ironía antigua al contexto moderno, sino que exista una forma enteramente moderna de la
ironía, sin que pierda esta característica de bufonería trascendental.
La infinitud del yo que se descubre en la modernidad permite aplicar la ironía,
conscientemente, a cualquier tipo de objeto y que ese objeto, por haber pasado por el tamiz de
la ironía, se convierta en un objeto moderno. Por tratarse de una disposición de ánimo que
todo lo abarca, la ironía hace coincidir la infinitización del yo con la infinitización de sus
posibilidades: por eso se crea una disposición de ánimo lánguida, porque un yo infinito se
puede disponer sobre cualquier objeto, pero la infinidad de posibilidades lleva a la indecisión
sobre cuál elegir. Por otro lado, esta disposición del ánimo se eleva por encima de todo. Todo
lo que es condicionado ella lo puede superar, como si todo le fuera exterior y, por esa misma
razón, por resultarle exterior, lo puede hacer propio y luego abandonarlo. En el fragmento 108
aparece más desarrollado en qué consiste esta capacidad. Como este fragmento es aun más
largo que el 42, lo voy a ir leyendo a medida que lo analizamos:
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La ironía moderna es una ironía creada artificialmente y que se debe crear
artificialmente, porque no puede ser pertenecer a la urbanidad –a los modos de conversación y
argumentación vigentes- de manera espontánea o natural. No obstante, hasta la ironía socrática
tiene algo de fingimiento, aún siendo la más involuntaria, la más natural (sabiendo que la
ironía es algo de por sí artificial) y la más difícil de recrear dentro de la urbanidad moderna.
El primer problema de la ironía es su relación intrínseca con el yo (con el yo del
ironista). El propio yo del ironista está incluido y excluido, al mismo tiempo, de la ironía. La
ironía moderna, en su infinitud, no debe dejar a nadie fuera del juicio, pero actúa como si el
propio yo nunca pudiera ser abarcado por ella.
La ironía siempre encierra la paradoja de tener que abarcar a todo el mundo y, para
eso, debe incluir al propio yo del ironista, pero actuar como si el yo del ironista no estuviera
incluido en ella. Más allá de la molestia que pueda sentir el yo del ironista por estar incluido
en la ironía, ella debe incluirlo. De lo contrario, su negatividad no es una negatividad absoluta.
Pero ésa es, precisamente, la inconsistencia estructural que tiene la ironía: la de no incluir al
propio yo cuando, para no ser inconsistente, debería incluirlo. Ese resguardo del propio yo es
su condición de posibilidad y, al mismo tiempo, su paradoja.
Es que la naturaleza misma de la ironía es paradójica (aún en su versión antigua).
Sócrates –según Schlegel- no pretende engañar a nadie. Pero corre permanentemente el riesgo
de ser malentendido y generar en sus interlocutores el sentimiento de estar siendo engañados.
La ironía puede dejar afuera a aquellos sobre quienes es aplicada (devenidos entonces sus
objetos, sus víctimas). A quienes ella engaña es a aquellos que la toman por engaño, que no
participan de sus códigos. Los interlocutores de Sócrates serían, en este sentido, sus
“víctimas”. Pero lo serían en la medida en que se sientan engañados. O, en todo caso, son sus
víctimas en la medida en que no entran en el juego del diálogo socrático de otro modo que
para que ese diálogo exista como tal (como si fueran la condición mínima para que la ironía de
Sócrates sea dialógica, en lugar de monológica).
Si algo tiene la ironía en su carácter paradojal, precisamente, es que actúa en
relación al interlocutor como si estuviera haciéndolo participar de una totalidad de la cual el
ironista y el interlocutor serían excepciones. La trampa en la que cae el ironista es que, para
poder realizar esa operación, tiene que considerarse excluido de la totalidad en la cual
estaría, sí, incluido el interlocutor. De ahí la burla y lo simulacral de la operación. Lo único
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que puede salvar al ironista de creerse un dios que mira desde arriba (y, en este sentido, de
volverse capaz de reírse de todo, menos de sí mismo), es el fenómeno de la autoironía.
Sobre este aspecto autorreflexivo de la ironía hace hincapié una filósofa contemporánea
formada en la Teoría crítica, Julianne Rebentisch:
Para Hegel, el ironista ironiza sobre todo, menos con respecto a sí mismo y a su propia
libertad de arbitrio, que se encuentra por encima de todo. Sin embargo, en el sujeto
autoirónico se expresa una distancia del sujeto con respecto a sí mismo que se resiste a esta
interpretación de una manera fundamental. La distancia de la que se trata aquí no es una
distancia con respecto a toda determinación social sino la distancia puntual del sujeto
frente a algunos aspectos concretos de su identidad social. El sujeto no se libera de tales
aspectos en la medida en que asume la posición imaginaria de un dios que se coloca sobre
sí mismo, sino al experimentar aspiraciones que son contrarias a las imágenes establecidas
de sí. A un distanciamiento con respecto a la imagen disciplinada de uno mismo no se llega
por medio de la elevación del yo por encima de esta imagen, como si aquel fuera el
soberano de su propia soberanía. Se trata más bien de una experiencia en el marco de la
cual el yo es confrontado de tal forma con las aspiraciones del propio yo que contradicen
esa imagen, que el yo (riéndose de sí mismo) se vuelve libre para otra comprensión de sí.
[Julianne Rebentisch, “Estetización: ¿qué relación existe entre la estetización y la
democracia, por qué se la debería defender, por qué motivo es necesaria la filosofía para
hacerlo y qué se sigue de este hecho para la crítica de la sociedad”, trad. María Verónica
Galfione, en: Modernidad estética y filosofía del arte I. La estética alemana después de
Adorno, M. V. Galfione y E. A. Juárez (eds.), Córdoba, UNC, 2013, pp. 123124]
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De todas maneras, hay un uso de la ironía que está intrínsecamente vinculado a la
polémica. No es la ironía sólo en el modo socrático antiguo ni en el modo romántico
moderno, sino una posibilidad suya que está implícita en ambas, entendida como el arte de
la polémica o, mejor, como lo que la polémica tiene de arte, lo que necesita toda polémica
como componente artístico (el arte de injuriar borgiano sería un ejemplo). La ironía, en la
polémica, es una manera de llevar al otro sin que el otro se dé cuenta de que es llevado;
arrinconarlo sin que se dé cuenta de que está siendo arrinconado; poner los argumentos del
otro de manera tal que se conviertan en lo opuesto de lo que el otro ha querido decir. Es
decir, hay algo de la ironía que tiene que ver con el filo de la polémica; con hacer estallar lo
que dice el otro; poner al otro en la posición indeseada. La ironía romántica no busca
decidirse por uno de los extremos, es decir, lo que pueda tener de brillo o de filo de la
polémica, o lo que pueda tener de búsqueda de la verdad, aun en sus formas de deriva, la
ironía socrática.
Mientras no hay sistema -dice Schlegel- hay ironía: la ironía se convierte en la otra
mitad del sistema (el sistema encarnado por Schelling y por Hegel). Para Schelling, la
forma irónica es inadecuada al programa del primer romanticismo; es casi parte de la
impotencia filosófica del primer romanticismo y no parte de su potencia. De todas maneras,
Schlegel no ve la ironía como una incapacidad, un no poder llegar al sistema, sino de este
modo: cuando no se quiere hacer filosofía sistemática se mantiene el fragmento, se lo
enarbola como la forma única posible de filosofar de manera no sistemática, incluso en la
forma antigua.
Estudiante: ¿Hay algún tipo de búsqueda de verdad? ¿O la verdad, como
trascendental, no es fin de ese método?
Profesora: no es que haya en el primer romanticismo, en un sentido nietzscheano
avant la lettre, una asunción de la no verdad o una voluntad de salirse del canon de la
verdad en filosofía. Lo que equipara al primer romanticismo con la búsqueda de la verdad
es el hecho de que tanto en la poesía como en la religión como en la filosofía hay relación
con la verdad. Y además, no hay una diferencia jerárquica entre ellas. No estamos ante un
uso escéptico -o descarado o desafiante- del fragmento en contra de la verdad, sino que es
un modo en el cual se puede llevar al extremo, en la fundación de la artisticidad de la obra
de arte que hace el crítico, la capacidad productiva del yo.
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Podemos decir que los límites que tiene esa verdad son los del postkantismo, leídos
desde Hegel pero también leídos desde sí mismos. Hay una productividad del juicio en el
programa de la revista Athenaeum por el cual se puede prácticamente instaurar la belleza. Y
no se trata de una belleza formal, lúdica, sino una en la cual el arte entra en el mismo nivel
de conocimiento que la filosofía y que la religión. Así, al conectar el arte con la verdad, es
muy difícil decir que la filosofía esté en una posición desmitificadora, en tanto no tiene una
diferencia jerárquica con el arte, con la poesía, con la religión. De este modo, el estatuto de
la verdad no está puesto en duda.
Estudiante: No sería una verdad que busque sistema.
Profesora: No sería una verdad sistematizable. Pero, insisto, esto no quiere decir que
haya una desconfianza respecto de la verdad, como si la filosofía se pusiera en un lugar de
bufona, que es lo que a veces parece que se buscara, como si en el primer romanticismo
convivieran una filosofía muy débil y una aspiración artística muy alta; como si se tratara
de crear la figura del filósofo-artista, en el modo del filósofo-poeta, como una figura de la
no-verdad. Quien sí ha logrado esta figura más acabadamente que Schlegel es Hölderlin,
pero considerarlo un filósofo –en lugar de un poeta- sería una falsa heideggerianada (para
Heidegger, la filosofía tiene que aprender de la poesía, no al revés). La poesía romántica es
una poesía directamente conectada con la verdad, no una “poesía filosófica”.
En todo caso, pareciera que la filosofía fuera la que queda a la retaguardia, dentro
del programa protorromántico, pero no porque haya una declaración de principios que la
pusiera en ese lugar. Lo que dice Hegel de los Schlegel en las Lecciones sobre la estética
es: tenían poco talento para la filosofía. Y si bien lo dice con una cierta maldad, de todos
modos acierta: donde menos se desarrollaron los primeros románticos fue, precisamente, en
lo especulativo de la filosofía.
En este sentido, también existe el problema de que en su época nadie se los tomó en
serio, empezando por Fichte y terminando por Hegel. Y por otro lado, durante todo el siglo
XIX, prácticamente, se consideró a Schlegel un mal literato y un mal filósofo. Recién en la
primera década del siglo XX, cuando Behler hace la edición de la obra completa, y cuando
Benjamin escribe su tesis doctoral sobre el primer romanticismo: El concepto de crítica de
arte en el romanticismo alemán, en 1919, se rehabilita el programa protorromántico como
un programa filosófico pensado desde la crítica. Hasta entonces, siempre tuvo más
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importancia el primer fragmento de sistema -de escritura conjunta entre Hegel, Hölderlin y
Schelling- que los fragmentos de los Schlegel y los de Athenaeum en general.
Volviendo a la pregunta: un texto como Conversación sobre la poesía, de Friedrich
Schlegel, que está escrito al modo de un diálogo entre cuatro personajes, si bien no puede
equipararse a los diálogos socráticos de Platón, ni a los diálogos platónicos de madurez,
tampoco puede decirse, por eso, que las distintas posiciones sobre la poesía que aparecen
allí no formen parte de una discusión filosófica. No es que haya un programa literario en
esa discusión, sino uno filosófico. Y lo mismo pasa en el género epistolar con la carta de
Schlegel Sobre la filosofía, dirigida a Dorothea Veit, que, como interlocutora de la carta, se
está iniciando en la filosofía. El problema entonces es cómo aprende filosofía una mujer, no
cómo se escribe románticamente en el género epistolar.
Estudiante: ¿Y es distinto que un hombre?
Profesora: Sí, pero es un tema de la época, porque empiezan a incluirse las mujeres
en la cultura y la filosofía aparece como parte de lo que una mujer cultivada tiene que
conocer. Así, en el modo epistolar, Schlegel hace toda una reflexión sobre cómo hay que
aprender filosofía: empezando por los contemporáneos, y por Fichte antes que por Kant. No
hay que empezar por los clásicos. Se entiende qué es la filosofía en el modo contemporáneo
de practicarla.
Así, cuando en estos textos que estoy mencionando aparecen las equiparaciones
entre filosofía, religión y arte, uno piensa que, si bien ellos no practicaban la filosofía
sistemáticamente, la consideran uno de los saberes capitales para poder entender el todo.
Salvo que el todo, que para Schelling requiere de un abordaje sistemático, para Schlegel no
puede ser abordado en el modo de la totalidad. No hay filosofía totalizadora, en Schlegel,
para lo que, de todos modos, es un todo. Este es el problema. Sólo se lo puede comprender
fragmentariamente: pero hay un todo. En este sentido, podemos pensar que la figura de la
verdad no está desmantelada, desmitificada, puesta en burla.
No hay tampoco aquí, entre lo finito y lo infinito, entre lo determinado y lo
indeterminado, una posibilidad de decidir. El contenido del fragmento nunca es totalmente
claro; nunca predomina el espíritu científico por sobre el artístico. Pero tampoco al revés.
No se trata de pura poesía, o puro lenguaje poético. Hay allí una indeterminación que es lo
propio de la ironía. No es el juego por el juego mismo ni es el juego puesto al servicio de
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alguna verdad. Sigo con la lectura del fragmento 108:
En la ironía todo tiene que ser broma y todo seriedad, todo tiene que ser sinceramente
abierto y profundamente simulado. La ironía surge de la unión del sentido artístico de la
vida y del espíritu científico, del encuentro de la filosofía de la naturaleza acabada y la
filosofía del arte acabada [In ihr soll alles Scherz und alles Ernst sein, alles treuherzig
offen, und alles tief verstellt. Sie entspringt aus der Vereinigung von Lebenskunstsinn und
wissenschaftlichem Geist, aus dem Zusammentreffen vollendeter Naturphilosophie und
vollendeter Kunstphilosophie.]
Lo que la ironía trata de hacer convivir son siempre pares de opuestos. Pero, por
otro lado, la ironía no se define, en relación a esos opuestos, ni por uno ni por otro. La
broma y la seriedad están juntas, sin que una absorba a la otra; esto significa no tomar a la
broma por lo serio ni tomar a lo serio por la broma. Pero, por otro lado, en la ironía siempre
se corre el riesgo de que eso suceda. Si conviven la seriedad y la broma y ninguna de las
dos instancias absorbe a la otra, el riesgo es que el interlocutor confunda la broma con la
seriedad y la seriedad con la broma. Es decir, es parte del programa de la ironía ser mal
entendida, o correr siempre el riesgo de ser mal entendida. No es que el malentendido
aparece como una aberración, sino casi como un riesgo que el ironista debe correr. Por eso,
como les decía antes, la paradoja propia de la ironía es que el ironista siempre se tiene que
dejar afuera de una universalidad que necesariamente lo incluye. El que se burla, se está
burlando de algo que lo incluye y pretende que el interlocutor tenga complicidad con él,
pero es en realidad el burlado. Y, por otro lado, es muy fácil sacar al ironista de su
operación mostrándole que él también caería dentro de aquello de lo que se está burlando.
No habría que preocuparse entonces de que la ironía siempre se preste a la mala
interpretación. Hay que aceptar que no hay garantía, para el ironista, de encontrarse con una
comunidad de espíritus irónicos que pueda participar de la ironía con total complicidad. El
interlocutor siempre podría quedar fuera de la ironía, aunque no siempre el interlocutor –
como los interlocutores socráticos, leídos desde la perspectiva nietzscheana de “Sócrates y
la tragedia”- esté en la posición de víctima. No existe la ironía si no existe la posibilidad
que el interlocutor sea a la vez otro yo (o el propio yo, otro, como en el caso de la
autoironía). No obstante, la ironía, en lo que tiene de indefinición entre la seriedad y la no
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seriedad, siempre puede fallar.
La ironía antigua está unida a un sentido de la vida y a un sentido del arte a los que se los
consideraba como dados de antemano y sobre los que no se acostumbraba indagar. De hecho,
por indagar sobre esos sentidos (el de la vida y el del arte), Sócrates es malentendido hasta el
punto de terminar condenado a elegir entre la muerte y el exilio. La artificialidad de la ironía
era más fácil de lograr en un contexto de naturalismo político y de cultura natural como el
antiguo, pero, por eso mismo, su ejercicio podía ser malentendido hasta el punto de pagar
como precio el exilio o la pena de muerte.
La ironía socrática –podría decirse- termina en tragedia. Es esencialmente malentendida.
Su “espíritu científico” choca con lo que la comunidad da por supuesto como natural. Lo
mismo que la hace fácil de practicar para el ironista la hace peligrosa a los ojos de la
comunidad. De algún modo, al estar ligada al espíritu científico de la pregunta por algo que
todos ya saben qué es (pero no pueden definirlo), la ironía forma parte de todo lo que tiene de
disruptiva la figura de filósofo que encarna Sócrates. Alguien que interroga a sus
contemporáneos respecto de aquellos sentidos que están dados en la polis como conocidos y
reconocidos es alguien que parece estar burlándose de todos y de todo. Esa es la parte lúdica
de la ironía socrática: el “sentido artístico de la vida” del que habla el fragmento 108.
Así como la ironía tiene una parte científica, tiene una parte artística. La combinación de
dos actitudes opuestas –una científica y otra artística- es lo que hace de la ironía –de todo lo
que la ironía es- una paradoja. Por ejemplo, preguntarle a un militar qué es el valor o
preguntarle a un rapsoda qué es la belleza -como un modo de no aceptar que lo que el
interlocutor sabe desde el punto de vista vivencial, lo que se sabe a través de la práctica, es un
saber en sí mismo- no sólo es fingir que no se sabe, sino fingir que no se sabe para enseñarle
algo al otro (mostrándole primero su ignorancia), no para aprender algo de él. Sócrates se
finge ignorante para mostrar la ignorancia ajena. “Sólo sé que no sé nada” –como paradoja-
sería la síntesis (además de la vulgata) de la ironía socrática. Lo disruptivo de Sócrates -en una
polis que aparentemente es armoniosa y donde está dado naturalmente el sentido de todas las
cosas- es comportarse como un ironista, no simplemente como un racionalista. Cuando
pregunta, Sócrates no sólo finge no saber para poner en práctica la mayéutica, sino que finge
para burlarse de todos y de todo. En la ironía, la actitud científica se combina con la actitud
artística o lúdica.
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[La ironía] contiene y excita el sentimiento del conflicto indisoluble entre lo
incondicionado y lo condicionado, [entre] la imposibilidad y la necesidad de una
comunicación cabal. Es la más libre de todas las licencias, pues a través de ella uno se
pone por encima de ella. No obstante, es la licencia más regulada, pues es absolutamente
necesaria. [Sie enthält und erregt ein Gefühl von dem unauflöslichen Widerstreit des
Unbedingten und des Bedingten, der Unmöglichkeit und Notwendigkeit einer
vollständigen Mitteilung. Sie ist die freieste aller Lizenzen, denn durch sie setzt man sich
über sich selbst weg; und doch auch die gesetzlichste, denn sie ist unbedingt notwendig.]
Schlegel empieza a interpretar la ironía en sentido antiguo con los supuestos fichteanos
de la ironía moderna. El yo de la ironía –por su carácter absoluto- se pone por encima de todo
y es capaz de una negatividad absoluta. Incluso en la lectura schlegeliana de la ironía socrática
aparece un yo absolutizado: el ponerse por encima de todo, por parte del yo, hace que todo lo
que no sea el yo tenga que estar puesto por ese yo. De algún modo, la figura platónica de
Sócrates hace eso: se pone por encima de todo, resguarda su yo, en su absolutez, de esa
capacidad disolutoria que ejerce sobre todo lo que no es sí mismo. Como si fuera un yo libre
que somete a sus rigores a todo lo que no es sí mismo (de ahí que el fenómeno de la autoironía
sólo pueda ser concebible dentro de la ironía moderna). El yo, en la práctica de la ironía, se
toma la más libre de todas las licencias. No es que el yo socrático sea efectivamente tan libre
como el yo moderno, sin embargo, en tanto ironista, ese yo actúa como si fuera absoluto. Se
toma, de hecho, la máxima de las licencias. Se pone a sí mismo como si estuviera por encima
de todo.
Es una señal muy buena si los simples adeptos de la armonía no saben cómo tienen que tomar
esta continua autoparodia, si creen y descreen, una y otra vez, hasta marearse, si toman la
broma por la seriedad y la seriedad por broma. [Es ist ein sehr gutes Zeichen, wenn die
harmonisch Platten gar nicht wissen, wie sie diese stete Selbstparodie zu nehmen haben, immer
wieder von neuem glauben und mißglauben, bis sie schwindlicht werden, den Scherz grade für
Ernst, und den Ernst für Scherz halten.]
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Una de las dificultades de la ironía es que, de algún modo, tiende a ser interpretada por
lo contrario de lo que pretende ser. Suele ser tomada en serio cuando es en broma y tomada en
broma cuando es en serio. Y este no es solamente un problema de interpretación del
interlocutor, se trata más bien de un mal estructural -o de un bien estructural, según se lo
interprete- de la ironía. Yo me inclinaría a decir que es un bien estructural de la ironía el tener
esa capacidad de ser doble, de ser siempre susceptible de una mala interpretación. Eso es, en
última instancia, lo que le permite al ironista el resguardo de su yo y la posibilidad de
absolutizarlo, pero también, de convertirlo en una autoparodia.
La ironía socrática, en la lectura schlegeliana, ya tiene algo que no debe ser confundido
con engaño ni burla, sino que debe ser tomado como paradójico en sí. La paradoja
característica de la ironía moderna, en la lectura schlegeliana de la ironía socrática, aparece
pensada como una invariante de toda ironía: la diferencia está en que la ironía moderna es
artificial en una urbanidad artificial y la antigua artificial en una urbanidad natural.
La ironía socrática es una forma de ironía que si bien está ligada a una forma de
urbanidad (en lo que tiene de natural) es, de algún modo, disruptiva respecto de esa forma
misma de urbanidad. Si bien la ironía no es algo que lo podamos entender como disociado del
arte de la conversación que practica Sócrates, es algo que es disruptivo incluso como parte de
esa misma forma de conversación. Pues la conversación socrática no es la conversación
sofística, sino que hay un espíritu que Schlegel llama científico junto con una actitud artística
frente a la vida. Por eso Schlegel diferencia en el fragmento 42 ese tipo de ironía que es la
ironía socrática de otro tipo de ironía que es la meramente retórica: la ironía retórica es la
propia del polemista. Es decir, hay una forma de ejercicio del arte de convencer en el
conversar que tiene que ver con el arte de fortalecer los propios argumentos y debilitar los
ajenos. La ironía retórica es instrumental: sirve para hacer cambiar el parecer al interlocutor.
Es una seducción del otro. Ese sería el uso retórico de la ironía, en lo que tiene de diferente
respecto del sentido de la ironía moderna y también del sentido socrático.
La ironía aparece cuando no se filosofa sistemáticamente. Eso es lo que tiene la ironía
socrática de común con la propia ironía schlegeliana (la moderna). Ni Sócrates ni Schlegel
filosofan sistemáticamente. Schlegel pone el diálogo -incluso el diálogo socrático- del lado de
las formas de filosofía no sistemáticas. No es mera conversación, no es mero arte de la
urbanidad, pero tampoco es filosofía en sentido sistemático. Lo irónico de la filosofía socrática
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-que sería una filosofía oral (en esta clasificación)- es un factor que afianza el componente no
sistemático de esa filosofía. Hay una indagación científica -para Schlegel- en la ironía
socrática, hay una búsqueda de la verdad en la forma de la pregunta y, al mismo tiempo, hay
un componente artístico, lúdico, de deriva, de infinitud –si se quiere- en un contexto donde no
hay infinitud (el de la antigüedad griega). Por la irrupción de la paradoja se descubre la
imposibilidad de llegar a la verdad por la vía sistemática (los diálogos socráticos son
aporéticos). Es decir, lo que le interesa a Schlegel de la ironía socrática es que deja siempre al
diálogo, como forma no sistemática de filosofía, en estado de paradoja. Hay, entonces, un
carácter aporético de los diálogos socráticos que sería, para él, estructural a la filosofía propia
del ironista. Lo no sistemático de la filosofía estaría asociado al elemento irónico.
En el fragmento 42 aparece como propio de la ironía un estado de ánimo que se eleva
por encima de todo lo condicionado. Hegel lo caracterizaría como alma bella (algo que parece
ser débil), pero se trata de un yo que se pone a sí mismo en la posición de lo incondicionado.
La figura del alma bella, pensada como una acusación al protorromanticismo (no como
un reconocimiento) es la parte más problemática de la lectura hegeliana de la ironía. Esta
lectura está en la página 176 de la traducción de Akal de las Lecciones sobre la estética. Allí
aparecen dos descripciones puntuales del alma bella: una es la del Werther de Goethe y la otra
es la del Woldemar de Jacobi.
El alma bella, por ejemplo, de Jacobi en su Woldemar es uno de estos casos. En esta
novela se muestra en grado superlativo la mendaz exquisitez del ánimo, la autoengañosa
impostura de la propia virtud y excelencia. Se trata de una excelsitud y virilidad del alma
que se enfrenta a la realidad efectiva en una relación errónea en todas sus vertientes y
que mediante la superioridad, desde la que todo lo rechaza como indigno de sí, se oculta
a sí misma la debilidad para soportar y elaborar el auténtico contenido del mundo dado.
[Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad. Alfredo Brotons Muñoz, Madrid,
Akal, 1989, p. 176]
Este es el latiguillo hegeliano acerca del alma bella: se trata de un yo que se repliega
sobre sí mismo como un modo de rechazar el mundo. Este modo específico de rechazar el
mundo consiste en rechazarlo por considerarlo indigno de sí. Así se logra afirmar la
superioridad del alma por sobre la mediocridad del mundo. El alma es tan superior que el
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mundo no está a su altura. Este es el latiguillo irónico de Hegel sobre el alma bella. No es
quizás lo más interesante de esta teoría, pero lo que dice respecto de esta belleza solitaria es
atinente por lo que voy a leer a continuación:
A este entusiasmo interno por la exagerada excelencia propia con que [el alma bella] se
magnifica ante sí misma, se añade luego una infinita susceptibilidad respecto de todos los
demás que deben, en todo momento, adivinar, comprender y venerar esta belleza
solitaria. (p. 176)
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plenamente, toda la miserabilidad y debilidad de la interioridad de esta alma bella. (p.
176)
El alma bella, para Hegel, es en realidad un alma miserable (risas). Ha construido esa
belleza como interioridad para sí y por eso no la pueda plasmar para otros. Esa negatividad es
producto de un aislamiento respecto del mundo que, una vez que se produce, es imposible de
revertir. Es decir, resulta imposible reconciliar las formas y figuras posibles para el ideal con
lo que ese ideal es en su representación interna, porque el ideal (lo bello artístico), para el alma
bella, es ella misma. Y este es el problema de este yo: hay que cambiar de yo para poder
construir una estética que no sea la continuación del alma bella. Hegel conecta el alma bella
con la ironía, pero –si tratamos de ver el problema al margen de Hegel- el alma bella, como
construcción del yo, sería el peor soporte posible para la ironía, sobre todo si nos queremos
tomar la ironía schlegeliana en serio y tratar de pensarla como un elemento modernizador de la
estética -que es lo que quiero hacer aquí-, en lugar de tomarla, a su vez, irónicamente.
Es la falta de solidez interna de ese yo, esa falta de sustancialidad, esa mala negatividad
absoluta, la que hace que toda esta excentricidad anímica –que se debe, en realidad, a la
debilidad interior del alma bella- se hipostasie de un modo inverso y sea aprehendida en el
modo de potencias autónomas. En este punto de la teorización de la ironía, Hegel da un giro
dialéctico muy interesante. Este giro tiene que ver con cómo se hipostasia esta debilidad del
alma bella como una potencia autónoma. La propia debilidad se hipostasia como una fuerza
externa todopoderosa, que sería precisamente la que gobierna al yo. Esa fuerza externa al yo
que gobierna al yo tiene las formas de lo mágico, lo magnético, lo demoníaco, la distinguida
fantasmalidad de la clarividencia, la enfermedad del sonambulismo, etc… Es decir, las más
estereotipadas figuras románticas, para Hegel, surgen de hipostasiar esa negatividad del yo,
convirtiendo esa debilidad en un todopoder externo que sería, en realidad, el que gobierna a
esa alma. Un alma como el alma bella, en ese estado de debilidad, es llevada a actuar
automáticamente, dado que no tiene en sí misma la fuerza para hacerlo. No se trata de una
debilidad que queda en la interioridad, sino que estaría sometida a una fuerza externa. La
fuerza externa (que es en realidad la debilidad hipostasiada) convierte a esa debilidad en un
estado de sonambulismo, en un estado de posesión demoníaco, en un estado de locura, etc…
Se trataría de un alma que no puede gobernarse a sí misma porque alguien le ha arrebatado la
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voluntad. Y este incurable desánimo, que sería propio del alma bella, sale de la interioridad y
se convierte como exterioridad en un poder absoluto, en una potencia autónoma que controla
al alma. Como si se proyectara hacia afuera el estado de esa alma y se le atribuyera la
responsabilidad de ese estado a una potencia externa de carácter totalmente oscuro e
ingobernable. No es que el yo es débil –razonaría el alma bella-, no es que se cree por encima
de la media y, además, no tiene sentido del humor, sino que está gobernado por fuerzas que
están más allá de su control. Este modo de razonar –esta autojustificación, en realidad- es lo
que pone al alma bella en ese estado de sometimiento, de debilidad, de incapacidad de actuar.
Pero la impotencia el alma bella la concibe como producto de estar bajo las órdenes de un
poder superior. A tales desatinos, como los del alma bella, se adjunta para Hegel el principio
de ironía moderna.
Hegel establece la relación entre este estado decrépito del alma y el modo estético de la
ironía no sólo en términos psicológicos, porque esta falsa teoría induce a los poetas a
introducir en los caracteres una diversidad que no converge en una unidad. Desde el punto de
vista de Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega, Hamlet y Fausto serían héroes
modernos porque se sienten, en tanto sujetos escindicos, como si estuvieran acostados en el
potro de tortura. El personaje tironeado desde los extremos, para el Schlegel de Sobre el
estudio de la poesía griega, no es ejemplo de un concepto, sino un concepto que sólo puede
representarse en la tragedia filosófica, en el género didáctico, justamente porque no puede ser
pensado filosóficamente sin ser representado de ese modo. Se trata de una representación
paradójica, podríamos decir. Como este principio de la ironía moderna, Schlegel lo aplica a
las tragedias de Shakespeare, Hegel dice que estas tragedias, en clave protorromántica, están
mal interpretadas. Y utiliza, para mostrar esa mala interpretación, dos ejemplos: Lady
Macbeth y Hamlet.
Lady Macbeth también sería este tipo de carácter dual, leído a través de la ironía
romántica: alguien que encarnaría (así como hablábamos de la conjunción de la sonrisa con el
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llanto) la conjunción de la dulzura y la maldad. Como una paradoja viviente. Se trata de otro
de esos conceptos que sólo pueden tener una representación dramática y no una representación
filosófica. El recurso de Schlegel es tomar un personaje del pasado y leerlo en la clave del
presente: esto lo van a hacer notar a sus lectores tanto Hegel como Heine. Schlegel es una
nueva figura de artista: a la vez es receptor y productor de la obra. Más que producir una obra
propia a partir del estado de los materiales artísticos en el presente, lo que hace es producir una
obra nueva a partir de la lectura crítica de ciertos materiales de pasado. Es decir, tomar una
figura shakesperiana (Lady Macbeth, Hamlet) y leerla en una clave moderna es una operación
artística romántica. Ya sea una figura medieval, de la antigüedad o isabelina, es lo mismo,
pues lo que se hace es convertirla en una paradoja viviente como personaje.
En la última frase de la cita, lo que marca Hegel es que estos personajes shakespeareanos
han sido usurpados en la lectura romántica como personajes que serían característicos de lo
que, en realidad, es el alma bella: la indecisión, la incapacidad de actuar, el permanecer en la
paradoja sin poder salir de ella. Mientras que en Shakespeare son caracteres que, en todo caso,
no saben cómo actuar, pero que van a actuar y están decididos a hacerlo. Hegel ve muy bien
que lo que hace Schlegel es apropiarse de ciertos personajes y, de alguna manera,
romantizarlos. Es propio de la ironía romántica (tal como la lee Hegel) que el artista romántico
pueda tomar cualquier personaje de cualquier época y convertirlo en reflejo del estado de la
subjetividad moderna. Es como si el primer romanticismo modernizara a todos los personajes
posibles y los hiciera portadores de una indecisión, una nulidad de ánimo y una negatividad
que es propia del alma bella.
La de Schlegel es una operación artística absolutamente novedosa, aún descripta en el
modo crítico que la describe Hegel: un personaje del pasado literario, leído en una clave que es
la clave del presente, se moderniza. De ahí que este aspecto de la ironía también sea un
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aspecto completamente modernizador. Como si dijéramos que es el sujeto el que hace pasar la
obra shakespeareana a través de su tamiz y la convierte en una obra que habla de presente y no
del pasado.
A diferencia de lo que sostiene Hegel (que la ironía, es decir, el alma bella, moderniza
los objetos artísticos que toma del pasado), Heine sostiene que la ironía todo lo medievaliza.
La escuela romántica de Heinrich Heine es una crítica, por supuesto, al romanticismo
(ya llamarlo escuela romántica implica una forma despectiva de referirse al romanticismo). Se
trata de un texto escrito entre 1832 - 1835 y que apunta algunas características sobre la ironía
que, si bien no son comunes con las que vimos en Hegel (no son las mismas observaciones),
permiten, no obstante, entenderla como lo más moderno de la subjetividad romántica y de este
primer romanticismo. En la ironía aparece un tipo de subjetividad moderna -y un modo de
ejercer la subjetividad moderna- que se caracteriza en buena parte por rumiar el pasado, por
buscar novedad en el pasado. En un punto, la ironía es una forma de releer el pasado y buscar
en él todo aquello que no fue redimido, trayéndolo al presente como belleza. Todo lo
despreciado es redimido y se lo convierte en nuevo y bello.
Ahora bien, en la lectura de Heine (que es tan malévolo, en su teorización del
romanticismo, como Hegel) se habla del modo en el cual los románticos alemanes traen al
presente la Edad Media. Junto con este aspecto también va a aparecer el papel que tiene el
cristianismo en el gusto por la Edad Media.
¿Qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni menos que el nuevo despertar
de la poesía de la Edad Media, tal como se había manifestado en sus cantos, en sus obras
plásticas y arquitectónicas, en el arte y en la vida. Esta poesía había surgido del
cristianismo, fue una pasionaria que brotó de la sangre de Cristo. No sé si la melancólica
flor que en Alemania denominamos pasionaria llevaba ese nombre también en Francia, ni si
la leyenda popular le atribuye, también aquí, aquél origen místico. Es aquella extraña flor de
colores especialmente indefinidos en cuyo cáliz se ven retratados los instrumentos de
martirio que fueron utilizados en la crucifixión de Cristo: martillos, tenazas, clavos, etc…
Una flor que no es en absoluto fea, sino sólo macabra, cuya visión, incluso, provoca en
nuestras almas un siniestro placer, al igual que las sensaciones espasmódicamente dulces
que surgen del dolor. [Heine, Heinrich, La escuela romántica, traducción, introducción
y notas: Román Setton, Buenos Aires, Biblos, 2007, p. 41]
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Noten en esta descripción cómo se enfatiza, por parte de Heine, el modo en el cual el
romanticismo en Alemania buscó en la Edad Media, justamente, todo lo que necesitaba para
atrapar la atención de ese público de gusto debilitado del cual hablaba Schlegel. Clavos,
sangre, martirio, tenazas…Bueno, el potro de tortura (la Inquisición), es decir, todo lo que
tenía la Edad Media de oscuro, de espantoso, de despreciado por la modernidad. No lo más
compuesto, lo más agradable al ojo, lo más diurno, lo más infantil (me refiero a la
representación pictórica, a los dibujos sin perspectiva central). Lo que buscaba, justamente, era
todo lo que tenía de espectacular (sangre, clavos, tenazas, brujas quemadas, potros de tortura,
leyendas con elementos fantásticos, hechizos, nibelungos, etc…). Buscaba todo lo que, de
alguna manera, resulta tan atractivo de la Edad Media para todo el romanticismo, incluso para
el posromanticismo (pienso, por ejemplo, en Wagner).
Desde esta perspectiva, esta flor sería el símbolo más apropiado del cristianismo, cuyo
más espantoso atractivo consiste precisamente en la voluptuosidad del dolor.
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necesita para animar los ánimos languidecidos: sangre derramada, ocultismo, brujas,
Inquisición, clavos, torturas, etc.
En una época protestante y en un país protestante, todo eso era literatura. De ahí que para el
romanticismo fuera un material apropiable como material artístico. Casi tan apropiable,
podríamos decir, como los mitos griegos para el clasicismo. Todo podía ser literatura, en lugar
de creencia religiosa. En un país como Francia hubiera sido más difícil. Pues es un país donde
la cristiandad es mayormente católica, en cambio, en Alemania todo lo que provenía de la
Edad Media era tan lejano como lo hindú.
Alumno: ¿No se puede ver esa apropiación de los clavos, lo gótico y el potro como la
apropiación estética de elementos que encarnaban el poder? Apropiados y despojados de su
funcionalidad de poder, podían convertirse en objetos estéticos.
Profesora: Sí, está muy bien lo que vos decís y podemos agregar el hecho de que todo
eso aparece como un pasado absolutamente lejano, casi fantástico. La Edad Media con esa
cristiandad no dividida, con ese poder omnímodo de la Iglesia, lo que se vuelve de alguna
manera estético se vuelve estético en la medida que fue visto como feo en una época ilustrada
(más aún en un país protestante). Son símbolos de poder, sí, pero están asociados a una época
donde la Iglesia tenía un poder que en el presente de Alemania no tiene.
Hegel, a diferencia de Heine (que sostiene que los románticos no tienen un sistema
filosófico desde el cual piensen: ni el de Kant ni el de Fichte), insiste en que la figura del alma
bella es una aplicación a la estética de la teoría fichteana del yo. Esta tesis de Hegel es bastante
discutible, porque hablamos de obras que se publican a la par: los Fragmentos críticos
(escritos en 1795) y la primera y la segunda Introducción a la teoría de la ciencia de Fichte
(1797). Fichte había publicado la Teoría de la ciencia (Wissenschaftslehre) en el mismo año
de “Sobre los límites de lo bello” de Schlegel –en 1794-. Hay una simultaneidad en la
escritura de Fichte y de Schlegel; sin embargo, es Fichte el que influye sobre Schlegel (y no al
revés). Fichte tiene la teoría del yo que la ironía romántica puede poner en práctica. No
obstante, no creo que haya entre ambas filosofías una relación de aplicación en términos de
teoría y práctica. Sólo que es Fichte el que hace de Kant, en 1797, un filósofo contemporáneo
de la juventud poskantiana del Círculo de Jena. En Sobre la filosofía, un escrito con forma
epistolar (de 1800), Schlegel considera que la filosofía de Fichte ha sido malentendida por su
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mismo carácter de lectura contemporánea: si alguien no ha entendido la Teoría de la ciencia –
como el propio Fichte sostiene- es porque no comparte sus principios (no porque Fichte no sea
lo suficientemente claro). Fichte -según Schlegel- es el más claro de los filósofos, porque en su
filosofía no hay nada que le sea de exclusiva pertenencia. Se trata de todo lo contrario: Fichte
es la filosofía del momento, el kantismo consecuente.
Heine, contra lo que venimos diciendo, trata a los hermanos Schlegel como críticos de
arte sin sistema:
Una escuela que llamamos romántica se alzó en Alemania contra esta literatura [una
literatura de ciertos autores que pasaron al olvido, autores de moda, respecto de los cual
Heine dice que no es cierto que se lo leyera tanto a Goethe como Schlegel decía] durante los
últimos años del siglo pasado y como sus directores se nos presentaron los señores August
Wilhelm y Friedrich Schlegel. [Heine, Heinrich, La escuela romántica, traducción,
introducción y notas: Román Setton, Buenos Aires, Biblos, 2007, p. 56]
Para Heine, el romanticismo es una escuela que irrumpió en un contexto donde lo que se
leía y tenía éxito era muy malo y lo que tenía éxito y era bueno -inclusive lo que tenía éxito de
Goethe-, tenía éxito por las razones equivocadas. En la época que los hermanos Schlegel
fundan Athaeneum, el gusto se consagraba a obras de dudosa factura. Es decir, se ponían de
moda determinados autores por razones que no siempre eran las estrictamente literarias. Por lo
tanto, la operación de los hermanos Schlegel como críticos es una operación a contracorriente
de lo que estaba vigente en ese momento. Recordemos la crítica a la moda como parodia del
gusto público.
Jena con estos dos hermanos, junto con muchos espíritus afines, que se reunían de
cuando en cuando, fue el centro desde el que se difundía la nueva doctrina estética.
[ídem, p. 56]
Heine pone ya al protorromanticismo como una nueva doctrina estética, más que como
una nueva doctrina literaria. Sigue:
Digo doctrina porque esta escuela comenzó con el juicio de las obras de arte del pasado y
con la fórmula de las obras de arte del futuro.
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Esa es la clave, muy bien apuntada por Heine, del primer romanticismo: el pasado como
objeto de juicio y el futuro como objeto de programa.
Heine reconoce a los Schlegel como muy buenos críticos, igual que Hegel. Pero sin que esa
crítica se ejerza desde un sistema filosófico. Igual que sucedía con Lessing que, para Heine,
era un gran crítico sin sistema filosófico:
[Lessing] carece del terreno sólido de una filosofía, de un sistema filosófico. Este es el mismo
caso de los señores Schlegel, pero en un grado más penoso. Se fabula acerca del influjo de
algún influjo del idealismo de Fichte y de la filosofía de la naturaleza de Schelling sobre la
escuela romántica, incluso se afirma que ésta procede completamente de aquellos. Pero yo veo
aquí, a lo sumo, sólo el influjo de algunos fragmentos de pensamientos que vienen de Fichte y
de Schelling, pero de ningún modo el influjo de una filosofía. (ídem, p. 57)
Un hombre suficientemente libre e instruido tendría que poder afinarse a sí mismo según
su deseo, filosófica o filológicamente, crítica o poéticamente, histórica o retóricamente,
antigua o modernamente, de modo completamente arbitrario, tal como se afina un
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instrumento, en cada momento y en cada grado. [Ein recht freier und gebildeter Mensch
müßte sich selbst nach Belieben philosophisch oder philologisch, kritisch oder poetisch,
historisch oder rhetorisch, antik oder modern stimmen können, ganz willkürlich, wie man
ein Instrument stimmt, zu jeder Zeit, und in jedem Grade].
La poesía sólo puede ser criticada por la poesía. Un juicio artístico que no es él mismo una
obra de arte, bien en su materia, como exposición de la impresión necesaria en su génesis, o
bien en virtud de una forma bella y un tono liberal siguiendo el espíritu de las antiguas
sátiras romanas, no tiene ningún derecho de ciudadanía en el reino del arte. [Poesie kann nur
durch Poesie kritisiert werden. Ein Kunsturteil, welches nicht selbst ein Kunstwerk ist,
entweder im Stoff, als Darstellung des notwendigen Eindrucks in seinem Werden, oder durch
eine schöne Form, und einen im Geist der alten römischen Satire liberalen Ton, hat gar kein
Bürgerrecht im Reiche der Kunst]. (Schlegel, Friedrich, “Fragmentos del Lyceum” (1797),
en: Poesía y filosofía, trad. Diego Sánchez Meca y Anabel Rábade Obradó, Madrid, Alianza,
1994, pp. 47-67)
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aquello de lo cual se predica el atributo de lo bello. La poesía entonces aparece como una
capacidad que está en el comienzo de toda actividad filosófica.
Con respecto a la poesía, hay dos términos en alemán: Dichtung y Poesie. En el
primer romanticismo y en Schlegel, Dichtung se refiere a la capacidad de poetizar, mientras
que Poesie se refiere al producto de esa capacidad. Cuando dice en este fragmento que la
poesía sólo puede ser criticada por la poesía, la palabra es Poesie, es decir: una obra poética
sólo puede ser criticada por otra obra poética. El discurso crítico sobre una obra poética
tiene que ser a su vez una obra poética. No puede estar escrito en el lenguaje de las revistas
científicas -que también lo han adoptado en el siglo XX las revistas filosóficas-. En cambio
Athenaeum era una revista de arte donde se publicaban estos fragmentos, y aspiraban a dar
cuenta del arte a través de un lenguaje que fuera artístico. Pero no en el sentido de
“embellecido falsamente”, como pasa a veces con la mala crítica, que está escrita
“literariamente” y resulta “mala literatura”. Lo que tienen de identificable con lo poético es
una extrema libertad en el lenguaje; una imprevisibilidad en cuanto a cuándo va a cortarse
el fragmento. Tenemos fragmentos muy breves, casi aforísticos, como definiciones, como
los que vimos en relación a qué es lo bello y qué es lo sublime, y hay otros que son largos,
que son, no argumentados, pero donde lo que se presenta es muy cercano a conceptos. El
término Dichtung, para “poesía”, lo usa en el fragmento 91, cuando dice: Los antiguos no
son ni los judíos, ni los cristianos, tampoco los ingleses de la poesía; no son un pueblo
artístico de Dios, agraciado arbitrariamente; no tienen la fe de la belleza salvadora, ni
poseen el monopolio de la poesía. Ahí, Dichtung se refiere al monopolio de la capacidad de
producir poesía. No hay modelos antiguos para la poesía moderna. En la clase pasada
hicimos mucho énfasis, si recuerdan, en que para Schlegel, si bien la cultura griega era una
cultura natural y, en ese sentido, la belleza era atributo de todo lo que se producía dentro de
la pólis, sobre todo sus instituciones, en la cultura moderna no se puede recrear. Por lo
tanto, no hay modelos, como si los antiguos fueran los judíos de la cultura, el pueblo
elegido de la cultura, y se plasmara así en ellos un ideal de la cultura.
En los fragmentos 55 y 117, que los leímos juntos –combinatoriamente, en realidad-, la
crítica aparece como una operación de autorreflexión. Como si la crítica ya no pudiera ser
entendida sino en el modo autorreflexivo en que la enseña la Crítica del Juicio, pero esa
autorreflexión, en los primeros románticos fichteanos, es a la vez una capacidad íntimamente
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vinculada con el carácter absoluto del yo. Es el juicio el que instituye la belleza pero la
instituye como obra de arte y al instituirla, se instituye a sí mismo como arte. La idea de que el
juicio crítico instituye la artisticidad (decir “esto es bello” es decir “esto es arte”) conduce a
que el primer romanticismo muchas veces haga justicia con objetos artísticos desatendidos u
olvidados y, otras veces, cometa arbitrariedad, al elevar de rango obras menores. Ésta es,
básicamente, la razón por la que Hegel considera a los hermanos Schlegel como “carentes de
talento filosófico”, aun siendo “grandes críticos”. No pueden instituir un criterio para juzgar la
belleza. Juzgan la belleza como críticos –tomando a su yo como medida- y no como filósofos
–midiendo con la Idea al objeto-. Por supuesto, tanto el concepto de crítica como el de
filosofía están tomados aquí en sentido idealista. No se trata de la crítica como algo que viene
a posteriori de la existencia de la belleza, como si fuera algo que se agrega para reforzar y a
dar cuenta de la belleza del objeto, sino que se trata de la crítica como algo que instituye la
belleza del objeto en el acto mismo de juzgar. Pero la belleza no está dada en el objeto antes
de ser instituida por el juicio. Hegel considera a los Schlegel críticos -y no filósofos-
precisamente por ese modo de apropiarse de la teoría kantiana del juicio para adaptarla a la
teoría fichteana del yo absoluto:
En la vecindad del nuevo despertar de la idea filosófica August Wilhelm y Friedrich von
Schlegel, ávidos de lo nuevo en la búsqueda de distinción y de lo sorprendente, se
apropiaron de la idea filosófica en la medida que sus naturalezas, en absoluto filosófica
sino esencialmente críticas, eran capaces de asimilarla. Pero ninguno de los dos puede
aspirar al prestigio del pensamiento especulativo. (Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la
estética, trad. A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, p. 49)
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Pero fueron ellos los que con su talento crítico se aproximaron a la perspectiva de la
idea; y con gran facundia e intrepidez innovadora, aunque con modestos ingredientes
filosóficos, se lanzaron a una brillantez polémica contra los modos de ver hasta entonces
admitidos y, así, introdujeron sin duda, en diferentes ramas del arte, un nuevo criterio de
enjuiciamiento y puntos de vista superiores a los combatidos. Pero puesto que su crítica
no se acompañaba de un fundado conocimiento de su criterio, este criterio conservaba
algo de indeterminado y fluctuante, de modo que tan pronto pecaban por exceso, como
por defecto. Si bien hay que concederles por ello, como mérito, el hecho de haber
exhumado y enaltecido con amor lo que en aquellos tiempos era tenido por anticuado y
menospreciado: como las antiguas pinturas italianas y neerlandesas, los nibelungos, etc
(Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, op. cit., pp. 49)
Esta idea de tomar algo menospreciado, tenido por feo o cruento, aparecería como una
forma de enjuiciamiento por el cual, algo que estaba fuera de ser considerado bello es elevado
a la categoría de bello. El crítico, en ese sentido, es quien convierte algo que carecía de
relevancia estética en merecedor del predicado Esto es bello, instituyendo la belleza donde no
la había. Se trata del acto de enjuiciamiento entendido como un acto creador y por eso puede
desembocar en la arbitrariedad: esta figura que a veces se traduce como libre arbitrio que es la
palabra alemana Willkür. Se trata de un criterio que en realidad no es un criterio, porque
responde a un principio enteramente subjetivo. De ahí que en varios de los fragmentos en los
que Schlegel define al crítico la definición parezca orientada a diferenciar el buen del mal
crítico, casi en el sentido del ensayo de Hume “Del criterio del gusto”.
Un crítico es un lector que rumia. Por lo tanto, debería tener más de un estómago.[Ein
Kritiker ist ein Leser, der wiederkäut. Er sollte also mehr als einen Magen haben].
El rumiante tiene que metabolizar lo que come. De algún modo, come dos veces el
mismo alimento: una vez como lo que es y otra, como algo que está mezclado con su propia
saliva. Leer y juzgar sobre lo que se lee son acciones que cierran un círculo. La operación de
la lectura parece tener que pasar por dos estómagos, como para metabolizar en dos
instancias distintas lo leído y, podríamos decir, mezclarlo con la propia saliva: hacerlo
consustancial al propio metabolismo. La idea de los dos estómagos parece sugerir una
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doble constitución: la del crítico por el juzgamiento de la obra y la de la obra por el
juzgamiento del crítico. Hay una actividad por la cual el leer y el escribir tiene que
construir un yo, y al mismo tiempo ese yo es el que a través de la escritura convierte la
lectura en una segunda cosa.
Estudiante: La lectura se va retroalimentando y expandiendo.
Profesora: Pero no en el sentido de un progreso, de una autoilustración. Cuando
Schlegel pone la figura del rumiante, pareciera ser que la explicación está en el proceso
digestivo elegido, y no en la figura de los dos estómagos, que es en realidad la figura
misteriosa en este fragmento: el crítico es alguien que debería tener dos estómagos, y no
hay un desarrollo de cómo funcionarían. Podemos pensar: el crítico es un lector rumiante.
No hay lectura que no sea al mismo tiempo una escritura instituyente de una obra, y al
mismo tiempo del yo que hace esa operación. El crítico necesita construir su yo a través de
la crítica. No es que la lectura lo forma, y en un momento determinado se convierte en
alguien que, por estar formado, tiene un juicio. No es una autoeducación en el sentido
ilustrado de Hume y de Burke. Más bien apunta a que hay un doble trabajo en la lectura. Se
regurgita inmediatamente aquello que después el organismo va a volver a incorporar. No se
puede no hacer de la lectura algo que se va a convertir en otra cosa; en algo que va a ser
juicio, y el juicio a su vez, al instituir la obra, no puede no devenir en la construcción de un
yo.
Hay fragmentos en los cuales el propio Schlegel ensalza a Lessing -un crítico y
filósofo de la época vinculado al neoclasicismo- como un gran ironista. Lo que convierte a
la ironía en una práctica que se perfecciona a sí misma en el modo de la crítica –la crítica
de arte- es que no puede alcanzar el estado de filosofía. Al no ser un sistema de
pensamiento, tiene formas que son más próximas a la oralidad, la conversación, la
polémica, pero también de la crítica. Justamente, donde mejor se practica la ironía es en la
forma del juicio crítico, por ejemplo, cuando alguien escribe la crítica de una obra y
encuentra así la manera de desarrollar su yo, desplegar esa infinitud del yo en el modo del
yo empírico –en el sentido de la firma: se hace cargo de ese juicio-, y al mismo tiempo
desarrolla en esa práctica su erudición, su ilustración. Se combinan así libertad e ilustración
en la práctica de la ironía, sea en la conversación o en el juicio estético desarrollado como
juicio crítico.
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También hay en la ironía una autoconstrucción del yo –de acuerdo con el principio
fichteano del yo-, que se desentiende de todo lo exterior. El yo se despliega sin trabas,
cuando ejerce la ironía. Esta autoconstrucción del yo –la del ironista puesto en el papel de
crítico- es lo que le permite al programa romántico ser un programa artístico-filosófico, y
en lo que tiene de artístico, poder desarrollarse sin que exista una obra, es decir, una obra
artística a la altura del temple romántico.
Esto es quizás lo más revolucionario del programa del primer romanticismo en su
versión irónica. De lo que libra la ironía al sujeto irónico es de la obra. Por eso la crítica es
la práctica ideal del ironista. Qué es un crítico: una persona que opina sobre las obras
artísticas ajenas sin haber producido ninguna. El hecho de no haber producido nada es,
precisamente, lo que caracteriza al crítico en el sentido del ironista romántico. Schlegel no
tenía una obra poética, y la única novela que escribió, Lucinde, fue muy poco novedosa,
desde el punto de vista de la literatura de su época, es decir, una novela romántica típica de
amores contrariados, no una gran novela que cambió el arte de la novela. Pero aun si
Schlegel hubiera sido una gran novela, lo revolucionario del programa romántico de Jena
es que podría no haberla escrito. No es que depende de esa novela el hecho de que Friedrich
Schlegel sea un artista, sino que lo que tiene de artista su figura lo tiene en tanto crítico: es
un crítico-artista (una figura que también el esteticismo de finales del siglo XIX va a
reivindicar). Es decir, la crítica se convierte en una actividad productiva del yo (del yo del
que escribe: el yo del crítico como un crítico-artista). Pero, para producir el yo, la crítica
tiene que ser una obra de arte.
Este programa del crítico-artista, que reaparece en el esteticismo de fines del siglo
XIX, está ya en el primer romanticismo: pero el crítico-artista romántico, a diferencia del
esteticista, es alguien que produce un juicio instituyente de la artisticidad de la obra de arte,
no alguien que simplemente “escribe bien” y por escribir bien, su obra crítica es
considerada una obra literaria. El juicio es el que funda la artisticidad. Así, la obra de arte
aparece en el acto del pronunciarse sobre ella. Si a Schlegel le gustaba una comedia menor,
la convertía con su juicio crítico en la revista Athenaeum en una obra de arte. Y esa era la
obra de arte, y no la comedia menor. Este uso de la ironía es el que le critica Hegel, pero
por otro lado dice que es para lo que Schlegel tenía un talento que lo diferenciaba de sus
contemporáneos. Si Schlegel sostiene que una obra de la época isabelina -como de hecho lo
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hace con Hamlet- es una obra filosófica moderna, porque Hamlet es un personaje filosófico
en tanto encarna la paradoja, de esa manera instituye la artisticidad de Hamlet. El crítico es
el que artistiza con su juicio a un objeto y lo instituye como obra de arte. Es justamente ese
momento, el de la institución de la obra de arte a través del juicio estético, el momento
productivo del romántico ironista. En el fragmento 20 también aparece el problema de la
lectura.
[20] Un escrito clásico jamás debe tener que ser comprendido completamente. Sin embargo,
quienes están formados y se forman siempre tienen que querer aprender un poco más. [Eine
klassische Schrift muß nie ganz verstanden werden können. Aber die, welche gebildet sind und
sich bilden, müssen immer mehr draus lernen wollen].
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Profesora: No es que el clásico representa un límite para mí, como lector
contemporáneo, sino que en realidad la clasicidad no es otra cosa que un permanecer
permanentemente incomprendido. Leemos a los clásicos, no porque son clásicos y nos son
lejanos, y entonces hacemos un esfuerzo por acercarnos a un mundo como el de ellos, sino
que ser un clásico es ser alguien que no puede ser comprendido completamente, y entonces,
como la lectura nunca puede ser definitiva, siempre se retoma.
Estudiante: Me resulta difícil hacerlo congeniar con la posición fichteana del yo que
lo pone todo. Si la obra la puse toda yo, no hay nada que pueda ser construido más allá.
Profesora: Está muy bien lo que decís, porque uno podría pensar –es el límite de
este programa- que si todo lo pone el yo, y en este caso concreto, el yo del crítico, en
realidad la posibilidad de volver leer a un clásico está dada porque la lectura es infinita:
cada crítico hace “su” lectura. Mi lectura de un autor no será definitiva, ninguna lo es, no
será cerrada, clausurada. Se seguirá leyendo a ese autor por generaciones –por eso decimos
que es clásico-, pero la lectura que yo haga de él será tal que yo decido que el autor dice lo
que yo digo. Y en un punto, esto es lo que hacemos cuando leemos los textos que llamamos
clásicos: decimos que nuestro yo pone al autor como alguien que está diciendo lo que
nosotros, como lectores, le hacemos decir. En este sentido, el ejercicio crítico es un
ejercicio instituyente de la obra. Si no pudiera hacer eso, quizás el autor no sería un clásico
sino un falso clásico, como cuando alguien envejece y ya todo lo que dice nos resulta
unívocamente comprensible, porque ya no puede decir más que lo que dijo a otras
generaciones.
Por ejemplo, si alguien estudia literatura argentina del siglo XIX, acá en la facultad,
seguramente lea La campaña del Ejército Grande, de Sarmiento, o el Martín Fierro, de
Hernández, y probablemente tenga que relevar todas las lecturas que la crítica hizo de esas
obras desde el siglo XIX mismo hasta el siglo XXI, y encuentre –o no- una lectura nueva
para esa obra. Ahora bien, si la obra sólo hablara a través del pasado, si sólo tuviera un
valor histórico, no sería tratada como un clásico. Si nada nos invitara a volver a leer, no
sería un clásico.
Pareciera al revés: el clásico es visto como algo que ya se sabe, y la reacción es
¿otra vez más estudiar a Kant? ¿Otra vez más leer a Sarmiento? La idea del clásico suele
ser que ya todos saben lo que dice, hay bibliotecas sobre él y entonces, por eso, hay que
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volver a leerlo. Pero Schlegel está planteando otra cosa: no se puede entender al que es
clásico, o nunca se lo termina de entender. Esa es su característica. El clásico es un enigma.
Siempre tiene nuevos lectores. Y cuando eso le deja de pasar, se ha muerto, ha dejado de ser
clásico.
A mí me pasa esto con Schiller. Me parece uno de los filósofos más aburridos y
menos interesantes de su época. Por ejemplo, las Cartas sobre la educación del género
humano, que son un clásico de la estética, me parecen letra muerta. No lo puedo enseñar
porque no logro extraer de esos textos algo para justificar el decirle a lxs alumnxs que hay
que leerlo, y quizás otro profesor sí pueda –no digo que el mío sea un juicio absoluto-.
Ahora bien, es cierto que uno puede pensar: en esta lectura, uno instituye su yo: uno le hace
decir al autor que todo lo que dice está viejo. E, inversamente, alguien podría hacerlo hablar
e instituirlo de otra manera: haciéndole decir algo nuevo. Pero aquí se podría entender la
institución de la obra de arte como tal, por parte de un yo infinito, a partir del hecho de que
la clasicidad es un estado de lectura latente ad infinitum. No hay manera de llegar a la
lectura definitiva. La lectura es una actividad. Este yo infinito es un yo-lector rumiante, que
no se relaciona con objetos que están definitivamente juzgados. Ahora bien, el ejercicio del
juicio que hace un yo, cuando instituye un objeto como obra de arte, es también el de
cerrarlo para que otro yo lo abra. La lectura crítica no es una lectura última.
Estudiante: Cerrado pero no definitivo.
Profesora: Claro. Quizás, cerrado para mí, pero abierto para los otros. Convertir
algo en objeto crítico implica entrar en polémica con otro yo crítico. No es que porque el
crítico ha instituido un objeto como obra de arte a partir de ahora sólo se lo puede
reverenciar. La condición de crítico es discutible porque es la actividad infinita de un yo;
por eso puede decírsele que no tiene razón o que cómo le puede parecer una obra de arte la
bazofia sobre la que ha escrito. Ahí es donde queda, en el marco del primer romanticismo,
el residuo del gusto. Lo que se define como obra de arte puede aparecer como producto del
capricho del crítico, que lo instituye como bello y, en realidad, es un ejercicio de la
arbitrariedad de su yo empírico y no de la infinitud de su yo absoluto.
En el fragmento 96 aparece la capacidad sin la cual la ironía no podría existir: el
ingenio (Witz).
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Un buen enigma tendría que tener Witz; si no, no queda nada, en cuanto se encuentra la
palabra; tampoco deja de ser un estímulo cuando una ocurrencia con Witz es tan enigmática
que requiere ser adivinada: la condición es que su sentido se vuelva completamente claro en
cuanto es hallado. [Ein gutes Rätsel sollte witzig sein; sonst bleibt nichts, sobald das Wort
gefunden ist: auch ist's nicht ohne Reiz, wenn ein witziger Einfall insoweit rätselhaft ist, daß er
erraten sein will: nur muß sein Sinn gleich völlig klar werden, sobald er getroffen ist.]
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es la forma originaria de la fantasía. Por este aspecto lúdico o combinatorio, el Witz también
está definido en el fragmento 56:
En un punto, lo que el Witz tiene de frágil lo tiene por ser individual. Sobre todo en el
fragmento 96 se advierte que la demanda de “adivinación” que le hace el ironista a su
interlocutor se debe a que la combinación de elementos dispares tiene un trasfondo de
arbitrariedad: de la infinitud de posibilidades que contiene el arabesco, se seleccionaron
algunas (dos) que, en primera instancia, no tienen nada que ver entre sí. La relación que se
establece entre ellas por la vía combinatoria es obvia para el ironista, pero no para el
interlocutor. Para el interlocutor (o lector) el Witz es un enigma que requiere ser adivinado. El
concepto de enigma, para referirse a la obra de arte, también se encuentra en Teoría estética de
Adorno.
Si el punto de partida de la creación artística es la infinitud propia del arabesco, parte
del trabajo individual del artista tiene que ser la autolimitación: de esa multiplicidad infinita de
posibilidades que se da, originalmente, en el modo de la unidad, debe escoger sólo algunas. En
este sentido, la reconstrucción que estamos haciendo de la teoría schlegeliana de la ironía es, al
mismo tiempo, una teoría de la obra de arte (de la obra de arte entendida en sentido
romántico). Ahora bien, por eso mismo, la infinitud del arabesco es en realidad la infinitud del
yo, un yo absoluto que pone el no-yo. El principio de la autolimitación –por parte del ironista
en lo que tiene de artista- es el principio de un yo que se ha descubierto como ilimitado, como
infinito. Es el yo fichteano, que no carga ya sobre sus espaldas con el problema de la cosa en sí
kantiana. El principio de la autolimitación aparece en el fragmento 37:
Para poder escribir bien sobre un objeto hay que haber perdido el interés en él. El
pensamiento que debe expresarse con sensatez ya tiene que haber pasado por completo, ya
no tiene que ocupar a quien lo expresa. Mientras el artista invente y esté inspirado, se
encontrará en un estado no liberal, por lo menos para la comunicación. Él querrá decir
todo, lo cual es una tendencia errónea de los jóvenes o un prejuicio de los viejos
chapuceros. De este modo, desconoce el valor y la dignidad de la autolimitación, que tanto
para el artista como para el hombre es lo primero y lo último, lo más necesario y lo
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supremo. Lo más necesario, porque allí donde uno no se limita a sí mismo lo limita el
mundo a uno, a través de lo cual uno se convierte en un siervo. Lo supremo, porque uno no
puede limitarse sólo en los puntos y lados donde tiene fuerza infinita, autocreación y
autodestrucción. [Um über einen Gegenstand gut schreiben zu können, muß man sich nicht
mehr für ihn interessieren; der Gedanke, den man mit Besonnenheit ausdrücken soll, muß
schon gänzlich vorbei sein, einen nicht mehr eigentlich beschäftigen. So lange der Künstler
erfindet und begeistert ist, befindet er sich für die Mitteilung wenigstens in einem illiberalen
Zustande. Er wird dann alles sagen wollen; welches eine falsche Tendenz junger Genies,
oder ein richtiges Vorurteil alter Stümper ist. Dadurch verkennt er den Wert und die Würde
der Selbstbeschränkung, die doch für den Künstler wie für den Menschen das Erste und das
Letzte, das Notwendigste und das Höchste ist. Das Notwendigste: denn überall, wo man
sich nicht selbst beschränkt, beschränkt einen die Welt; wodurch man ein Knecht wird. Das
Höchste: denn man kann sich nur in den Punkten und an den Seiten selbst beschränken, wo
man unendliche Kraft hat, Selbstschöpfung und Selbstvernichtung. ]
La autolimitación, tal como Schlegel la expuso hasta este punto del fragmento 37,
tiene todo para ser pensada como una aplicación fichteana de la filosofía práctica kantiana: la
libertad absoluta de un sujeto se ejerce siendo él mismo el que se la limita. La autolimitación
es ejercicio de la libertad por parte de un yo absoluto. Para Fichte, es en la moralidad (y no en
el conocimiento) en lo que el yo experimenta su carácter absoluto e infinito. No obstante, para
Schlegel, a diferencia de Fichte, la autolimitación no es un principio que pueda circunscribirse
a aquellos aspectos en los que el sujeto se experimenta como portador de un yo absoluto e
infinito, como es el caso de la moralidad. El principio de la autolimitación se extiende a todo
aquello que es el terreno por excelencia de la ironía: la creación artística y la conversación.
“Decir todo”, en una obra o en una conversación, es síntoma de no libertad, no de libertad. De
yo joven e inexperto o de yo viejo y chapucero, pero no de yo fuerte e irónico. Al yo que
pretende “agotarse”, en su infinitud de posibilidades, en la obra de arte le falta la
autolimitación que es propia del yo absoluto. Sigue el fragmento 37:
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tres errores. Aquello que parece y debe parecer arbitrariedad condicionada y, por lo tanto,
irracionalidad o suprarracionalidad, tiene que volver a ser, no obstante, fundamentalmente
necesario y racional, si no, el humor se convierte en capricho, surge la falta de liberalidad,
y la autolimitación se vuelve autodestrucción. En segundo lugar, no hay que apresurarse
demasiado con la autolimitación y primero hay que darle espacio a la autocreación, a la
invención y a la inspiración, hasta que esté terminada. En tercer lugar, no hay que
exagerar la autolimitación. [Selbst ein freundschaftliches Gespräch, was nicht in jedem
Augenblick frei abbrechen kann, aus unbedingter Willkür, hat etwas Illiberales. Ein
Schriftsteller aber, der sich rein ausreden will und kann, der nichts für sich behält, und alles
sagen mag, was er weiß, ist sehr zu beklagen. Nur vor drei Fehlern hat man sich zu hüten.
Was unbedingte Willkür, und sonach Unvernunft oder Übervernunft scheint und scheinen
soll, muß dennoch im Grunde auch wieder schlechthin notwendig und vernünftig sein; sonst
wird die Laune Eigensinn, es entsteht Illiberalität, und aus Selbstbeschränkung wird
Selbstvernichtung. Zweitens: man muß mit der Selbstbeschränkung nicht zu sehr eilen, und
erst der Selbstschöpfung, der Erfindung und Begeisterung Raum lassen, bis sie fertig ist.
Drittens: man muß die Selbstbeschränkung nicht übertreiben.]
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Cada hombre instruido y que se instruye contiene en su interior una novela. Sin embargo, no
es necesario que la exprese y escriba. [Auch enthält jeder Mensch, der gebildet ist, und sich
bildet, in seinem Innern einen Roman. Daß er ihn aber äußre und schreibe, ist nicht nötig.]
Schlegel parte del principio de que toda vida tiene la estructura de una novela; por
lo tanto, cualquier sujeto es capaz de escribir una, independientemente de su calidad. Ahora
bien, el problema está en que, para escribir, el arte no consiste en explayarse sino en
limitarse. Lo característico de un escritor es que permanentemente está autolimitando la
capacidad de escritura. Escribir no es expandir el yo al infinito sino restringirlo,
autolimitarlo, en su producción incesante. Lo característico del trabajo artístico no está en
la expansión sino en la autolimitación.
La inconcreción es estructural a la obra de arte. Ahora bien: el carácter intrínsecamente
inacabado que tiene la obra de arte para el primer romanticismo –y que Hegel critica como
propio de ese yo débil que es el yo del alma bella- parece deberse –sin darle por eso toda la
razón a Hegel- a la relación intrínseca que esa obra guarda con el yo del artista (un yo que
tiende a precipitase más que a autocensurarse).
Ironía y obra de arte, entonces, tienden a identificarse. La ironía aparece en los
Fragmentos críticos tan apegada al concepto de obra de arte (como algo que permanece
siempre en estado de no realización, de no terminación, de no plasmación completa) que
incluso Schlegel se autocritica por la falta de ironía en su obra Sobre el estudio de la poesía
griega. Recordemos que la crítica tiene que ser también “obra de arte”:
Mi ensayo Sobre el estudio de la poesía griega es un himno en prosa de estilo propio sobre lo
objetivo de la poesía. Lo peor en él me parece la falta total de la indispensable ironía; y lo
mejor, la esperanzada presuposición de que la poesía es infinitamente valiosa; como si esto
fuera una cuestión acordada. [Mein Versuch über das Studium der griechischen Poesie ist ein
manierierter Hymnus in Prosa auf das Objektive in der Poesie. Das Schlechteste daran scheint
mir der gänzliche Mangel der unentbehrlichen Ironie; und das Beste, die zuversichtliche
Voraussetzung, daß die Poesie unendlich viel wert sei; als ob dies eine ausgemachte Sache
wäre.]
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Termino con este fragmento, porque es el colmo del crítico-artista: hacer la
autocrítica de su propia obra. El buen crítico es un crítico autocrítico, y quizás ese es el
ejercicio máximo de la autolimitación: poder ver, en las expansiones del propio yo, cuáles
son sus desmesuras. Aquí, la desmesura es su falta de ironía. Sobre el estudio de la poesía
griega es una obra que suele ser considerada diferente de los Fragmentos, con un objeto de
discusión excluyente. Y no es tan así, porque si uno la lee completa, ve que es también un
libro verdaderamente fragmentario. Tiene fragmentos más largos, pero también en sus
cambios de tema es una obra fragmentaria. Puede haber un párrafo sobre lo feo, uno sobre
la belleza antigua, otro sobre el Fausto de Goethe, otro sobre Hamlet, etc. No es que
cambie permanentemente de tema, pero tampoco su tema es específicamente la poesía
griega. En las cien páginas que tiene de extensión -un libro breve- hay diversos recorridos:
un recorrido de crítica cultural, otro desde la estética, otro desde la historia de literatura
alemana. Es difícil decir que es un estudio de la poesía griega. En este sentido, su título
genera un equívoco acerca del contenido. Ni siquiera el tono del libro, que se centra en el
presente, es el de un estudio específico sobre la poesía griega.
No sé si notaron, en los fragmentos que leímos, que Schlegel está diciendo todo el
tiempo cómo tiene que ser la ironía y, a la vez, ejerciéndola. La teoriza a la vez que la
practica. No es que los primeros románticos fueran malos artistas porque no lograban
consumar una obra –como sostiene Hegel- sino que eran un tipo nuevo de artistas: artistas
programáticos, como lo serán los artistas de vanguardia del siglo XX, para quienes la obra
no hace otra cosa que demostrar y hacer efectiva la existencia del programa, pero donde la
artisticidad está en el ismo, en el instituir arbitrariamente ciertas reglas para hacer obras de
arte ateniéndose a ellas, con lo cual las obras de arte vanguardistas son a la vez ejemplo y
razón del programa –el programa escrito en forma de manifiesto-. Prácticamente, podemos
decir que es un arte que está en el programa de la obra de arte, antes que en la obra de arte
realizada. Uno podría pensar también que esa práctica se desarrolla, hasta cierto punto, en
relación a la filosofía. Más que un filósofo, Schlegel es alguien que está teorizando la ironía
como un ejercicio filosófico no sistemático, y en la medida en que no hay sistematicidad,
dice él, tiene que haber ironía. Se trata del arte de la paradoja, de la no determinación de lo
conceptual, en el sentido de la imposibilidad de llegar al concepto socrático; se trata de
preguntarse qué es la poesía para que no haya una respuesta final única. De hecho, en
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Conversación sobre la poesía hay cuatro personajes y hay cuatro maneras de entender la
poesía. Pero no es que no se pueda llegar a la verdad por la vía de la conversación, sino que
la verdad queda para después –porque se puede seguir conversando hasta el infinito. La
idea es esa: no cerrar (no encerrar) el pensamiento en la forma del sistema. La infinitud
aparece en el modo de la no cerrazón, de la no definición. El fragmento no es expresión de
una incapacidad, sino de un programa. Existe el todo. No es que no hay verdad. El
problema es que el abordaje de ese todo es fragmentario. Y la suma de todos los fragmentos
que han escrito en la revista Athenaeum no da el todo recompuesto. Esta infinitización del
discurso es lo que hace que nunca se llegue a poder abordar la totalidad como totalidad.
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