Вы находитесь на странице: 1из 8

MICRORRACISMOS

MARIANO IRIART

Desde hace décadas, en el ámbito del pensamiento práctico ético-político, se dirige


la atención a captar y describir un fenómeno acuciante para sociedades como las
nuestras, posmodernas, de capitalismo tardío o como quiera llamárselas. Son muchos
los autores que apuntan a alertar sobre aquél. Se lo ha definido como “neo-racismo”
(Étienne Balibar), “racismo imperial” (Negri – Hardt), “racismo diferencialista” (Pierre-
André Taguieff), “racismo interior” (Gitta Sereny). Es un racismo cultural, como suele
categorizárselo, en oposición al supuesto “biologicismo” sobre el que se configuró el
racismo y su resistencia en años anteriores. ¿Qué es lo que de él preocupa? No es el
miedo al nazismo, a las cámaras de gas, a las instituciones destinadas a la eliminación y
exterminio de seres humanos. El estado totalitario es temible, pero lo que aquí se
expone y alienta no es una amenaza, la proyección de un peligro. Es un estado de alerta
sobre un fenómeno anímico-político actual; una reflexión que no pasa
fundamentalmente por el poder organizado del estado, sino por las formas
subindividuales de reacción y conducta que, personal y colectivamente, son actualizadas
y circulan, a la vez sutil y toscamente, en la realidad social. Sutiles, porque son
silenciosas; toscas porque resultan indigeribles.

Es la constatación, en primer lugar, de que a pesar de las apariencias, “en el mundo


contemporáneo el racismo no ha retrocedido sino que, por el contrario, ha progresado,
tanto en extensión como en intensidad” (Imperio: 173). Vamos por partes.
Mencionamos las apariencias, y luego afirmamos contra las apariencias. Pues éstas
indicarían que somos “más antirracistas” que hace unos años. Esta confusión se basa en
una indiferenciación en la racionalización del racismo y el antirracismo, con el efecto de
“ser racista” y protegido por “una buena conciencia” de no serlo. Negri y Hardt, en su
renombrado Imperio, destacan en relación a significantes sociológicos y estrategias
argumentativas:

“La teoría racista imperial ataca al antirracismo moderno por la


retaguardia y en realidad se apropia de los mismos argumentos.
(…) La teoría racista imperial y la teoría antirracista moderna,
en realidad dicen cosas muy parecidas y en esta perspectiva es
difícil hacer una clara división entre ambas.” (Imperio, 173-174)

Cabe señalar – más allá del “lenguaje sustancialista” que no concedemos, ni la


afirmación evidentemente polémica de que “el racismo (…) ha progresado” que no
suscribimos; ya es bastante afirmar que no ha retrocedido – que esta indiferenciación o
confusión se produce a nivel de las “teorías”. Sin embargo, tiene el efecto político
inmediato de una retorsión del discurso antirracista tradicional, que se vuelve contra sí
mismo; y hasta el punto que es el propio racismo el que llega a prevenir sobre sí. Por lo
tanto, surge una complicación teórica difícil, que consiste en refundar las categorías, a la
vez políticas, morales y científicas, con las que sea posible oponerse al racismo,
resistirle, luchar contra él. (cfr.: ¿Hay un neo-racismo?, 37-39)
Por otra parte, esta confusión se debe a que las “prácticas racistas” han mutado “en
extensión y en intensidad”. Pero antes que crecimiento, esto significa que el racismo ha
de ser definido a partir de unas prácticas distintivas. Y esto así, con independencia al
“sistema de ideas” que sostenga, pues lo que prevalece es una organización de
sentimiento, en forma de “superioridad”, a veces racial. No es una ideología, ni el
enclave para un tipo estatal. O no es ése su único aspecto. Se trata, primariamente, de
identificar unas series de prácticas, también pueden ser discursivas, a partir de las que
calificar una conducta, un comportamiento, una actitud, una manifestación o
representación, racistas. No son difíciles de discernir: tienen la forma del desprecio, de
la humillación, de la intolerancia, del maltrato, de la explotación, de la violencia,
persecutorias, agresivas, difamantes. El racismo como efecto y no como causa.
¿Corremos el riesgo de extender demasiado el concepto de racismo? ¿Hasta afirmar que
toda discriminación es racismo? Es posible, no es lo peor que nos podría pasar.
Mutación (“progreso”) en extensión; eso puede querer decir: Somos una comunidad
racista, una comunidad de racistas, “una sociedad que naturaliza, no la pertenencia
racial, sino el comportamiento racista”. Abstractamente, y en forma un poco
eufemística (para evitar la incómoda expresión “racismo”), una comunidad que realza la
cultura meritocrática del mercado. Una técnica de gobierno, en el peculiar y amplio
sentido que Foucault supo darle a ese concepto.
Crece en intensidad a medida en que más familiarizados las admitimos, más
habituados participamos de ellas, más naturalmente nos hacen sentir mejor, mejores.
Mayor intensidad, en cuanto más inquietante, – de ahí la posibilidad y hasta la exigencia
de pensar – más controvertido se presenta en la trivial trama de la cotidianeidad. Las
invisibilizamos para la vida, la vida y la sobrevivencia. Es alarmante: no estamos
exentos nosotros ni, lo que provoca más angustia, nuestros seres queridos. No es
suficiente proclamar la democracia, ni ampliar para que haya más democracia. Ésta no
deja de funcionar sobre pequeñas tiranías, alimentando un racismo difuso pero intenso,
difícil de detectar. Primo Levi la llama la zona gris de la existencia, zona de pervertida
inocencia.

No querría meter miedo. Al contrario; quiero pensar dónde estamos y encontrar una
salida, respecto a nada más necesaria. Quisiera aportar un elemento más para esta
confusión, para pensar desde esta confusión. Veamos si somos capaces de indicar algún
lineamiento en torno al problema del “objeto”.
Luego, intentaré referirles algo acerca del modo de dirigirse a esta problemática, y
poder pensar esta “salida”. Para finalizar, no extraigo conclusiones, recojo un modo de
relacionarse con la historia de los campos de concentración, que no consiste en el relato
del horror, sino en su función meditante.
Por un lado, según vimos, podemos afirmar que el “sujeto”, el agente activo del
racismo, está diseminado. Eso no significa que todo es lo mismo, sino que ha penetrado
y circula ligeramente en el espesor de las relaciones sociales. Por eso el desafío es
asaltarlas, desprenderlas del escondite tranquilo y sombrío en el que se asientan y
reproducen, de los rincones en los que enraízan y crecen. Serían como los raíces de los
baobabs del planeta del Principito para el Principito: objeto de un cuidado permanente,
puesto que “uno nunca sabe”, y “podrían destruir todo” es decir, las condiciones de
existencia en este planeta, y hasta el planeta mismo.
Por otro lado, también el “objeto”, el agente pasivo, el damnificado, se encuentra
indeterminado, y depende de regiones y relaciones: son los inmigrantes, los
criminalizados, los pobres, los viejos, los gordos, los débiles, los fumadores, los feos,
los demasiado rutinarios, los pie plano, los desocupados, los de países limítrofes, los
homosexuales, judíos, mujeres y negros, los peatones, en definitiva: casi todos y,
potencialmente, cualquiera. Suena extraño incluso hablar de “objeto” y tratar de
identificarlo, siendo que se desliza constantemente hacia una zona contigua e infinita.

La estupidez, enemiga del pensamiento


“Después de Auschwitz ya no hay antisemitas, sólo hay imbéciles”
Tomás Abraham Fricciones, p. 58

La estupidez, la imbecilidad, tienen sus espectáculos, vergonzoso espectáculo.


Nadie más que la filosofía se ocupa de ello. Una de las tareas principales – y exclusivas
– de la filosofía, es detectar la estupidez, desnudarla y combatirla. Y aunque pueda
decirse que la de la filosofía es la destrucción más inofensiva, no se piense que fracasa
en esta loable empresa: piénsese hasta el infinito que crecería la estupidez (que aspira a
“todo”) sin un poco de filosofía que la hostigue a elevarse, que la desenmascare en su
inevitable (necesaria) bajeza, que le muestre su diminuto ser. Se dice que en todos los
hombres hay un pequeño fascista. Se debe decir también que en cada fascista hay sólo
un hombre pequeño. El Hombre, presuntuoso y mortal, que

“…recubierto de autoridad precaria,


ignorante de lo que cree cierto,
–de su esencia, que es de vidrio–, cual
una mona furiosa, hace tales
insulsas payasadas bajo el cielo
que hace llorar a los ángeles”

Ése “teatro” del hombre pequeño, produce un sentimiento del que ha hablado Primo
Levi, y que en el Abecedario de Gilles Deleuze y Claire Parnet, destacan la complejidad
y la belleza de su enunciación: “la vergüenza de ser hombre”. En realidad, es Deleuze
quien cuenta haber estado leyendo últimamente a un autor, Primo Levi, al que le hace
decir: “Sí, cuando fui liberado de Auschwitz, lo que dominaba era la vergüenza de ser
un hombre”. Para después comentar: “Se trata de una frase a la vez [que profunda] muy
espléndida, creo, muy bella, y además, no es algo abstracto, la vergüenza de ser hombre
es algo muy concreto”. Para mayor precisión, vale subrayar que esta mención al escritor
Primo Levi aparece en el diccionario en la letra “R”, que C. Parnet decidió que fuera
“resistencia”. Deleuze lo trae a colación para referirse a la resistencia en la filosofía, en
el arte y en las ciencias.
Es un sentimiento profundo, explica, a condición de que no se le haga decir lo que
se le puede hacer decir: que somos todos iguales, somos todos culpables, somos todos
asesinos, estamos igualmente complicados. En eso Levi es claro: las diferencias son
irreductibles. Víctima y victimario nunca se confunden. Elías Lindzin era un prisionero
y, probablemente, el único dichoso del campo (Si esto es un hombre, 101-105). No
quiere decir que todos somos condenables. Tampoco es vergüenza ajena, sentimiento
frívolo que condena en otros lo que es posible en todos. Es una vergüenza propia.
La vergüenza de ser hombre se convierte en algo hermoso, un “sentimiento de
liberación”, cuando alcanza cierta integración de un conjunto de impresiones y
afecciones. En primer lugar: ¿cómo ha podido pasar eso?, ¿cómo unos hombres, otros
hombres y no yo, han llegado a provocar tamaño sufrimiento? Pero inmediatamente
irrumpe la constatación de haber sobrevivido: ¿Cómo he sobrevivido a Auschwitz?
¿Cómo es posible haber transigido en ello? Yo, quien no soy un verdugo, pero que tuve
que haber transigido no poco, puesto que soy un sobreviviente. Y luego, el sentimiento
de vergüenza por haber sobrevivido en lugar de algún otro. De un hombre más
generoso, más sensible, más sabio, más útil, más digno de vivir que tú.
La vergüenza sufrida al recobrar la conciencia de haber sido envilecidos. La
vergüenza de haber fallado en el plano de la solidaridad humana. La vergüenza más
grande, la de quien ante la culpa ajena o la propia se vuelve de espaldas para no verla y
no sentirse afectado. “Pero a nosotros – afirma Levi –

la pantalla de la deseada ignorancia nos fue negada. Era inútil


cerrar los ojos y volvernos de espaldas, porque se extendía a
nuestro alrededor, en todas direcciones y hasta el horizonte. No
nos ha sido posible, ni lo hemos querido, ser islas; los justos de
entre nosotros, ni más ni menos numerosos que en cualquier otro
grupo humano, han experimentado remordimiento, vergüenza,
dolor en resumen, por culpas que otros y no ellos habían
cometido, y en las cuales se han sentido arrastrados porque
sentían que cuanto había sucedido a su alrededor en su
presencia, y en ellos mismos era irrevocable. No podía ser
lavado jamás; había demostrado que el hombre, el género
humano, es decir, nosotros, éramos potencialmente capaces de
causar una mole infinita de dolor; y que el dolor es la única
fuerza que se crea de la nada, sin gasto y sin trabajo. Es
suficiente no mirar, no escuchar, no hacer nada”.

“Cuando yo hablo de la vergüenza de ser un hombre” precisa todavía Deleuze, y es


un uso que hace de estos testimonios que importa subrayar, puesto que me parece
fundamental para captar su sentido actual, es porque con “nosotros, en la vida cotidiana,
hay acontecimientos minúsculos que nos inspiran la vergüenza de ser un hombre…
Asistimos a una escena en la que alguien es verdaderamente vulgar; no hacemos una
escena por ello, pero nos molesta, nos molesta por él, nos molesta por nosotros mismos
porque parecemos soportarlo y, casi, también ahí llegamos a una especie de
compromiso. Y si protestáramos diciendo “Lo que haces es vergonzoso”, haríamos de
ello un drama, estamos atrapados; ahí sentimos la vergüenza de ser un hombre. Esto no
admite comparación con Auschwitz, pero incluso en ese grado minúsculo hay una
pequeña vergüenza de ser un hombre.” Y concluye finalmente: “Si no sentimos esa
vergüenza no hay motivos para hacer arte”. El arte entendido como la liberación de una
potencia de vida. El arte libera una vida potente, más que personal, una potencia que es
superior a la propia vida.
Quizá podamos unir las dos consignas más famosas que sobre la filosofía
deleuziana realizó Michel Foucault, proponiendo como clave para la lectura del Anti-
Edipo, un arte del vivir cotidiano contrario a todas la formas de fascismo: “Una
introducción a la vida no fascista” es el título del prólogo escrito por Foucault para la
edición norteamericana del libro. Y de ahí mismo, la justificación, un poco en broma y
contra enemigos comunes, pero concreta, de que algún día el siglo XX deberá leerse en
clave deleuziana. “Algún día el siglo será deleuziano”.

Pero es una suposición que roe y carcome: quizá hayamos suplantado a nuestro
prójimo y estemos viviendo su vida:

“A mi vuelta de la prisión vino a verme un amigo mayor que yo


[…] Estaba contento de encontrarme vivo y sustancialmente
indemne, seguramente maduro y fortificado, y ciertamente
enriquecido. Me dijo que mi supervivencia no podía ser obra del
azar, de una acumulación de circunstancias afortunadas (como
sostenía yo y aún lo sostengo), sino de la Providencia. Yo estaba
marcado, era un elegido: yo, que no creía, y que todavía creía
menos después de la estancia en Auschwitz, estaba tocado por la
gracia divina, estaba salvado. ¿Y por qué precisamente yo? No
puede saberse me contestó. Posiblemente para que escribiese y,
para que, escribiendo, diese testimonio: ¿no estaba precisamente
entonces, en 1946, escribiendo un libro sobre mi prisión?
Esa opinión me pareció monstruosa. Me dolió como cuando se
toca un nervio al descubierto […]: podía ser que estuviera vivo
en el lugar de otro; podría haber suplantado a alguien, es decir,
matado a alguien. Los “salvados” de Auschwitz no eran los
mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje;
cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo
contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas,
los violentos, los insensibles, los colaboradores de la “zona
gris”, los espías. No era una regla segura (no había, ni hay, en
las cosa humanas reglas seguras), pero era una regla. Yo me
sentía inocente, pero enrolado entre los salvados, y por lo mismo
en busca permanente de una justificación, ante mí y ante los
demás. Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los
mejores han muerto todos. […] Ellos murieron no a pesar de su
valor, si no precisamente por su valor.” (Los hundidos y los
salvados, 71-72)

Ilustramos de primera mano el sentimiento que Deleuze evalúa como resistencia en


el arte filosófico. Y por otro lado y a modo de conclusión, me permito acompañar una
reflexión en torno al problema del status de estos testimonios y su valor documental.
Por eso es que destacamos el “uso” que hace Deleuze del texto de Levi. Lo podríamos
parafrasear diciendo: “no tiene comparación con nuestra experiencia, pero es como si en
minúsculas partes, proporcionara una nueva inteligibilidad para nuestra conducta
cotidiana”. Esta función se impone, o debe imponerse, sobre otra que le requiere un
compromiso con la verdad. Se diferencian como la vida y la muerte. Su valor de
testimonio ha de recogerse con espíritu meditativo y a efectos de contrastar con nosotros
mismos y lo que nos rodea. Encontramos en los testimonios de los sobrevivientes, en las
reseñas de la vida cotidiana en los Läger, un material ineludible sobre las conductas
humanas, sobre sus opciones morales, sobre las técnicas a inventar para durar un día
más, sobre las luchas para no ceder todo, mantener una dignidad, o soportar la traición,
muchas veces la propia. Como sobre un espejo que agiganta y deforma nos vemos
reflejados en nuestra vida libre. La consistencia de una reflexión ética debe atravesar la
problemática de los campos de concentración y muerte. Por otro lado, y Levi lo dice, los
sobrevivientes no son los auténticos testigos del campo. Se trata, en realidad, de una
minoría anómala y exigua. Los testigos están muertos; ninguno regresó para contarlo, o
ha regresado mudo. Ellos son la regla, los hundidos, aquellos cuya declaración hubiera
podido tener un significado general. De todos modos, no cabe esperar de quien ha
conocido aquella privación extrema, una declaración en el sentido jurídico del término,
sino otro tipo de cosa, que está entre el lamento, la blasfemia, la expiación y el intento
de justificación, de recuperación de sí mismo. “Son los que pueblan mi memoria con su
presencia sin rostro, y si pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una
imagen, escogería esta imagen que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la
cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede
leer ni una huella de pensamiento” (Si esto es un hombre, 96).

Bibliografía:
Abraham, Tomás, La empresa de vivir, Sudamericana, Buenos Aires, 2000
Fricciones, Sudamericana, Buenois Aires, 2004
Balibar, Étienne. “¿Hay un neo-racismo?”, en Immanuel Wallerstein – Étienne Balibar,
Raza, nación, clase, IEPALA, Madrid, 1991
Deleuze, Gilles Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1998
Abecedario, con Claire Parnet
Levi Primo Si esto es un hombre, Editor, Argentina, 1988
Los hundidos y los salvados, Personalía de Muchnik, España, 2000
Negri, Antonio – Hardt, Michael, Imperio, Paidós, Buenos Aires, 2003
Sereny, Gitta, El trauma alemán. Testimonios cruciales de la ascendencia y la caída del
nazismo, Península, Barcelona, 2005

Вам также может понравиться