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Las actitudes
El problema de las energías conlleva el de las actitudes. Cuando yo me siento fuerte, estoy tranquilo
ante las situaciones; cuando yo me siento débil, tiendo a eludir las situaciones, tiendo a protegerme. Esta
protección adopta dos actitudes: huyendo o encerrándome dentro de mí mismo (que es otro modo de
huir). Depende de la energía que la persona ha actualizado en nombre propio el que se viva a la defensiva
o que se viva en un estado de apertura serena, tranquila. Nadie puede abrirse si tiene miedo, si se siente
amenazado. Existe un instinto básico de autodefensa cuando uno es débil; y éste conduce a protegerse. En
el reino animal, ante un enfrentamiento, el más débil o inferior, huye, y si no puede huir, se encierra
dentro de sí y queda inerte (como muerto).
Hemos aprendido a adoptar distintas actitudes según sean las situaciones. Ante los amigos, por
ejemplo, solemos sentirnos tranquilos porque los amigos son personas que nos aceptan -por eso son
amigos-; con ellos no tenemos que defendernos ni ocultarnos, nos sentimos libres, sueltos. Pero ante los
padres -por ejemplo, en el caso de personas jóvenes que conviven con los padres- muchas veces lo que
existe, o persiste, es un mecanismo defensivo, de cierre; aunque existan una buena voluntad y un afecto,
frecuentemente existe también como un aislamiento, un sentimiento de autoprotección o cerrazón, quizá
porque uno ha vivido más de una vez situaciones de amenaza, de incomprensión, de rechazo o de
impotencia.
La actitud ante los superiores, por ejemplo, en el trabajo, o ante las autoridades, etc. ¿cuál es? Puede
ser la misma: de protección, de huida; o también, de protesta, (lo cual es otro modo de huir, de
protegerse). Siempre que por parte de la persona existe un ataque sistemático, significa que la persona
necesita defenderse atacando, lo que es otro modo de defenderse. Así, vemos varias actitudes: la huida, el
replegarse y el ataque. Pero el ataque sólo se produce si la persona de algún modo se siente fuerte, aunque
sea sólo en parte, pues si se sintiera fuerte del todo no necesitaría atacar. Lo que ocurre es que la persona
a veces se siente débil en un sentido y se siente fuerte en otro; entonces ante la situación la persona siente
miedo, pero a la vez surge su protesta, y la energía que la persona moviliza se manifiesta en forma de
agresividad «en contra de». Por eso es tan general en todo el mundo la actitud de protesta ante los que
gobiernan, sean de la ideología que sean; se trata de un mecanismo natural.
¿Tenemos una actitud de autoprotección, de encerrarnos, de vivir como detrás de una trinchera? ¿O
tenemos una actitud abierta, de sintonía, de aceptación? Si lo observamos, esto nos dará una indicación
clara de la seguridad o inseguridad en que vivimos. Las actitudes que hemos desarrollado funcionan de un
modo automático, y suelen ser diferentes según sea el ámbito de nuestras relaciones. Para los amigos
tenemos un tipo de actitud; para los familiares, otro; para el jefe (o jefes), otro; para los subordinados,
otro. Examinando cuáles son nuestras actitudes habituales ante los distintos sectores de la vida,
descubriremos en qué nos sentimos fuertes y en qué tenemos miedo.
La imagen-idea del yo
Hemos visto que el sentido real de nuestra vida consiste en que desarrollemos todo nuestro potencial
interno y a la vez lleguemos a una conciencia de plenitud, de felicidad de realidad, ya que eso es lo que
está detrás de todas nuestras motivaciones.
Ésta es la necesidad primordial que existe en nosotros. Pero ocurre que hay experiencias que resultan
ser negativas. Hay experiencias en que yo trato de conseguir esta afirmación, esta plenitud, pero el mundo
no me la ofrece, me rechaza, me niega algo, o por lo menos yo lo vivo así. En lugar de la afirmación que
busco, me encuentro con un rechazo, un vacío, un malestar. Pero la demanda de plenitud, de felicidad,
subsiste, es una constante; ¿qué ocurre, entonces? Pues ocurre que yo trato de elaborar a través de mi
mente una imagen de mí. Esta yo-imagen es muy importante porque la estoy viviendo en cada momento.
Esta imagen de mí se va formando poco a poco mediante mis experiencias. Si yo tengo experiencias
felices con las personas o las situaciones, yo me hago una imagen-idea de mí, positiva, armonizada con el
mundo. Yo sintonizo armónicamente con el mundo, el mundo está en armonía conmigo. Pero ante
experiencias negativas -desengaños, rechazos, fracasos-, yo me siento negado por el mundo, me siento
disminuido. Y esa necesidad que tengo de felicidad y de plenitud, al chocar con la negación o el fracaso,
me obliga entonces a desear, a querer, a pensar, a imaginar una felicidad. Y esto lo hago a través de mi
mente. Y así se va formando una idea, una imagen idealizada de mí mismo, que yo mismo me fabrico.
Yo ya poseo una idea de mí, pero esta idea de mí, como vive facetas negativas, entonces yo la utilizo
para perfeccionarla idealmente. Entonces me digo: «a mí me gustaría llegar a ser una persona muy
inteligente, muy hábil, muy fuerte, etcétera» (una serie de cualidades). Hasta que esta imagen idealizada
llega a constituir el objetivo máximo. Se trata de la misma plenitud-felicidad que busco, pero revestida
con un lenguaje de imágenes e ideas a través de mi mente. Entonces, este yo-idealizado es el que estoy
tomando como referencia para medir y valorar las cosas, y como objetivo a lograr para mi felicidad; esto
es una constante. Tanto si me doy cuenta de ello como si no me doy cuenta, cada situación que vivo la
comparo con este objetivo: ¿me ayuda o me acerca esto, a esta afirmación ideal de mí? ¿Eso va a favor de
este valor, de esta fortaleza, de esta perfección? En la medida que la experiencia me afirma en esa
dirección, yo la viviré como afirmativa, positiva. Pero si la entiendo como opuesta a esta valoración, la
viviré como negativa. Así, esta idea que yo me he hecho de mí (y la consecuente idealización) se
convierte en el punto central que me sirve para medir todas las cosas y situaciones; es esta medida la que
utilizo para decidir si me he de sentir feliz o desgraciado. Cuanto más exigente sea este yo-idealizado más
difícil será que en mi vida real yo encuentre condiciones que satisfagan esta exigencia; cuanto menos
exigente sea yo en esta idealización, menos problemas tendré con las personas porque no estaré
comparando mi situación con algo tan «ideal».
Si yo pudiera vivir sin ninguna idealización, simplemente en mi realidad presente, sin ningún
proyecto ideal para mi futuro, yo no tendría ningún conflicto ni con las personas ni con las situaciones.
Yo me siento negado por una situación porque espero ser afirmado. Y cuanto más espero ser afirmado
más corro el peligro de sentirme negado. Cuanto más estoy pendiente de lo que deseo, cuanto más
identificado o más «colgado» estoy con lo que yo sueño, deseo y espero, con lo que yo creo que debo
llegar a ser, más lejos estaré de la realidad inmediata; más la realidad presente estará chocando,
contrastando con este ideal, y yo estaré teniendo más dificultades con las personas y las situaciones.
Si yo formo una imagen de mí mismo como siendo un personaje con muchos derechos, mucho
prestigio e inteligencia, mucha habilidad -nos referimos a la imagen-idea, no a la habilidad o inteligencia
reales-, entonces cada vez que alguien no reconozca esta habilidad, o el prestigio, o los derechos, etcétera,
yo me sentiré frustrado, y estaré en conflicto con aquella persona que no acepta o no reconoce estos
valores.
En cambio, si yo vivo en la simplicidad de mi ser, sin preocuparme de teorizar, de idealizar, sino
viviendo mi habilidad, mi inteligencia, mi capacidad tal como es; sin estar pendiente de la idea ni del
ideal sino viviendo la realidad inmediata del presente, yo estoy pendiente de la idea de mí, mas también
estoy pendiente de los demás respecto a mí. Cuanto más yo esté viviendo la realidad de mí, más podré
prescindir de mis propias ideas de mí y de las de los demás.
Las emociones
La valoración que yo hago de mí y que hago del mundo es lo que me induce eso que llamamos
emociones o estados. Cada vez que yo pueda vivir situaciones que van a favor de lo que deseo, me sentiré
feliz, afirmado, satisfecho, ilusionado; siempre que mi experiencia va en dirección a esta afirmación -real
o ideal- yo vivo un estado positivo. Cuando la experiencia parece que va en contra de lo que yo pretendo
real o idealmente, entonces siento una reacción interior negativa. En definitiva, las emociones no son
nada más que el contraste entre lo que yo deseo y lo que el mundo me da.
Cuanto más cosas deseo más difícil es que el mundo me dé lo que deseo; en consecuencia, soy más
vulnerable emocionalmente, más cosas pueden ir en contra del deseo. Cuanto menos deseo, menos
vulnerable soy porque no hay nada que se oponga. Por esto, un estado emocional intenso, muy sostenido,
indica que la persona está excesivamente pendiente de lo que desea, y que está constantemente
comparando, contrastando este deseo con lo exterior; está esperando de lo exterior la confirmación, la
ayuda, la realización de lo que ella desea. Indica que la persona no se vive ella misma en presente sino
que se vive en sus deseos, en su proyecto de llegar a ser; no vive su capacidad real, actual, no dinamiza su
energía aquí y ahora sino que está pendiente de sus logros o demostraciones futuras. Es un mundo
psicológico de fantasía -que todos conocemos por haberlo vivido en un grado u otro- que denota que la
persona no vive su realidad, su fuerza, su inteligencia, su capacidad de amar, en presente; está pendiente
de una idea-deseo que se expresa a través de la imaginación de un futuro, y eso hace vulnerable a la
persona. No encontraremos a ninguna persona con tensión, con angustia o inseguridad, que no esté
pendiente de un deseo de futuro y que no lo sienta amenazado. Toda inseguridad, o tensión, o depresión
-lo veremos en detalle más adelante- no es más que la negación, real o supuesta, de este deseo de
afirmación futura.
Esto deriva del hecho de que nuestras ideas y valoraciones son injustas o erróneas (por lo menos,
parcialmente), pues estamos juzgando no objetivamente sino en relación a nuestros deseos, aspiraciones o
exigencias. Esto, que resulta cómico viéndolo en una competición-espectáculo como el fútbol, por
ejemplo donde al señalarse una falta, ésta es inevitablemente protestada por los jugadores del equipo
culpable y sus partidarios, puede llegar a ser trágico cuando estamos juzgando a personas, a familiares, a
colaboradores y les estamos aplicando inconscientemente este criterio de comparación o contrastación
con nuestros deseos personales de afirmación.
El juicio objetivo sólo es posible cuando uno no depende para nada de la otra persona ni de la
situación, cuando uno se da cuenta de que no le será quitado ni añadido nada sea cual sea el resultado de
la situación. Pero mientras yo esté involucrado (o crea estarlo) en una situación, es muy difícil que exista
una objetividad real. Esto lo vemos también frecuentemente en las discusiones entre amigos, o familiares,
donde cada persona tiene razón. Si uno logra situarse bien dentro de la perspectiva de cada uno por
separado, se ve que cada uno tiene razón, mejor dicho, su razón; y desde esta razón particular, es natural y
justificable que la persona esté molesta. Pero la misma situación vivida por la otra persona desde su
razón, origina su enfado o molestia también perfectamente justificable. ¿Por qué?, porque cada uno está
viviendo la situación no por lo que es en sí, sino en virtud de unas valoraciones personales y esto produce
una inevitable tendenciosidad. Por eso hemos de ser precavidos al emitir juicios sobre personas. A no ser
que estemos estrictamente obligados -a causa de nuestra función de padres o de superiores en el trabajo- a
tomar decisiones, hemos de ser sumamente cautos en emitir juicios, pues no basta con ver unos hechos
como ciertos; para poder juzgar correctamente una situación hay que ver todos los aspectos, incluido el
modo de ser y de sentir de la persona involucrada. Juzgar a una persona por unos pocos datos, por ciertos
que sean, es incorrecto; a veces es inevitable hacerlo, pero existe el riesgo de ser injusto.
Lo curioso es que este mismo problema existe con nosotros mismos, pues nos estamos juzgando
siempre. Tenemos la misma actitud frente a nosotros que frente a los demás. Yo tengo la exigencia de
llegar a ser de un modo X; yo me exijo ser una persona lista, que no se equivoca, que tiene habilidad y
una serie de cualidades. Entonces, cuando descubro que tengo fallos, que me equivoco, esto representa
una negación de mi valor ante mí mismo, representa una depreciación (una disminución de precio) de mí
mismo, y me enfada, me deprime. Constantemente nos juzgamos: ¿He hecho bien esto? ¿He quedado
bien? ¿He demostrado mi inteligencia? Y eso es funesto, porque cuanto más yo formule juicios sobre mí
mismo, más me alejaré de mi capacidad de funcionar tal como soy; cada vez que interpongo la pantalla
del juicio en lo que hago, estoy poniendo un muro a la espontaneidad, a la capacidad real de hacer, de
entregarse, de movilizar los recursos interiores, las capacidades profundas, ante una situación. Esto se ve
claramente en los exámenes; cuando uno ha de examinarse de algo, pasa grandes apuros. ¿Por qué?; pues
no sólo porque el suspenso de una asignatura pueda representar una pérdida de tiempo y dinero, o se
quede mal ante los padres o tutores, o ante los demás, sino porque se trata de un examen del yo; no es
simplemente un examen de matemáticas o de economía, sino que se vive la situación como si examinaran
al yo. Porque el yo se atribuye esa inteligencia, esa capacidad que desea llegar a poseer, entonces se vive
la situación como una prueba en relación a «si soy tan listo o no lo soy». Y la tristeza por un suspenso se
origina en el hecho de que «yo he quedado mal» ante mí mismo y ante los demás. He quedado mal ante
mi propio pedestal, ante mi yo-idealizado. Si no existiera esta amenaza del «prestigio» ante mí mismo, de
que yo valgo o no valgo ante mí, entonces las angustias de los exámenes quedarían reducidas al mínimo.
Vemos pues que el deseo expectante de desear una afirmación, una revalorización de mí, y la
sensación de sentirme constantemente amenazado eso ya no es simplemente una emoción de miedo,
temor o protesta, sino que se convierte en un estado emocional.
La emoción es una reacción de descarga ante una situación, es algo que se produce en un momento
determinado, pero si lo que produce la reacción es algo que permanece (o se vive como si permaneciera),
entonces lo que se crea es un estado de malestar, de angustia, un estado negativo que, como todos ellos,
está basado en la constante comparación o contrastación entre lo que yo quiero o pretendo
imaginativamente llegar a ser y lo que el mundo me está concediendo, o del modo en que me valora.
Siempre se trata de una valoración de presente-futuro.
Hay que resolver el problema de los estados negativos. Y no es distrayéndose, no es huyendo de la
situación, aunque pueda ser correcto «distraerse» en un momento de gran ansiedad o gran preocupación
(para dar descanso a la tensión interior), pero eso nunca ha solucionado nada, eso es simplemente un
alivio momentáneo.
Tampoco la medicina puede solucionar a fondo el problema, pues aunque proceda a anestesiar las vías
a través de las cuales registramos la ansiedad, esto no resuelve nada; simplemente soluciona el malestar,
pero no el problema. La solución está en eliminar las causas. ¿Por qué vivo la situación de un modo
negativo? Porque no me siento fuerte, sólido, no me siento con un valor real, y espero llegar a ser fuerte,
a tener este valor. Y porque estoy «colgado» de este futuro, vivo el presente como una especie de
denuncia constante a mi inseguridad, a mi debilidad. Sólo desarrollando y reforzando mi capacidad de ser,
desarrollando mis energías a partir de mi valoración real, en presente, de mí, sólo así eliminaré las causas
de toda comparación, -dualidad que es el elemento básico de toda debilidad-, sólo así eliminaré todo lo
que sean estados negativos y esa vulnerabilidad que tanto hace sufrir.