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Tumba de sueño

J e a n -L u c N a n c y

Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Colección Nómadas
Tambe de sommetl, Jean-Luc Nancy
O Éditions Galilée, París, 2007
TVíducción: Horacio Pons

O Todos los derechos de la edición en castellano reservados por


Amorrortu editores España S.L., C/San Andrés, 28 - 28004 Madrid.
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7o piso - C1057AAS Buenos
Aires

www.amorrortueditores.com

Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 978-84-610-9016-7
ISBN 978-2-7186-0736-8, París, edición original

Nancy, Jean-Luc
Tumba de sueño. - l 1 ed. - Buenos Aires: Amorrortu, 2007.
72 p .; 20x12 cm. - (Colección Nómadas)

Traducción de: Horacio Pons

ISBN 978-84-610-9016-7

1. Filosofía. I. Pons, Horacio, trad. II. Título


CDD 100

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro­
vincia de Buenos Aires, en octubre de 2007.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
He aquí ahora la campana del reloj distante, cuyos
iones se atenúan a medida que nos hundimos más
profundamente en la salvaje comarca del sueño. Es
el tañido fúnebre de una muerte temporaria. Nues­
tro espíritu ha huido; vagabundea, ciudadano libre,
entre los habitantes de un universo umbroso.. -».1

1 Nathanicl Hawthome, «L’Esprit hanté», en Contes et ré-


eits, traducción de Muriel Zagha, París: Imprimerie Nationa-
le , 1996, pág. 49.
Con el título de «Ars somni», una primera versión de
este texto se publicó en el catálogo de la exposición
Dormir, rever. , . et autres nuits (Burdeos, CAPC,
Musée d’Art Contemporain), Lyon: Fage éditions,
2006. Al igual que en el caso de la exposición, la ini­
ciativa del texto correspondió a Maurice fréchuret.
Indice general

11 1. Caerse de sueño

17 2. Me caigo de sueño

23 3. Sí mismo de la ausencia a sí

29 4. Mundo igual

37 5. To s/eep, perchance to dream, ay, there’s


the rub. , .

45 6. Mecedora

51 7. El alma que nunca duerme

57 8. El tañido fúnebre de una muerte temporaria

63 9. La tarea ciega del sueño


1. Caerse de sueño

Me caigo de sueño. Caigo en el sueño y, si caigo,


es por efecto del sueño. Como me caigo de cansan­
cio. Como me caigo de aburrimiento. Como me cai­
go de angustia. Como caigo, en general. El sueño re­
sume todas esas caídas, las reúne. Se anuncia y se
emblematiza bajo la enseña de la caída, del descenso
más o menos rápido o del hundimiento, del desfalle­
cimiento.
Esto se agrega a ello: como desfallezco de placer o
de pena. A su tumo, esta caída, en una u otra de sus
versiones, se mezcla con las otras. Cuando caigo en el
sueño, cuando me hundo, todo se vuelve indistinto:
el placer y la pena, el placer mismo y su propia pena,
la pena misma y su propio placer. El paso de uno a
otro engendra el cansancio, la lasitud, el tedio, el
letargo, la desconexión, el desasimiento. El barco
suelta suavemente amarras, y deriva.
La pena del placer sobreviene cuando este ya no
puede soportarse a sí mismo. Cuando renuncia a sí y
ya no se permite únicamente gozar. Los amantes
agotados se duermen. El placer de la pena sobrevie­
ne cuando esta insiste, no sin perversidad, en ali­
mentarse y saborearse, irritándose más profunda­
mente. Cuando se complace, aunque sólo sea en su
propia queja. No sólo se permite penar y protestar
contra la pena; de algún modo, consiente en ador­
mecerse — en el sentido en que se habla de «adorme­
cer el dolor»— , sin perjuicio de conocer un temible
despertar.
En todos los casos, el desfallecimiento y la caída
consisten en no dejar subsistir un estado con la ten­
sión que le es propia (un estado de tensión que, por
tanto, no es un «estado»). Con su tensión y su inten­
ción que se distienden, se desprenden: las de la acti­
vidad en el cansancio, las del interés en el tedio, las de
la esperanza o la confianza en la angustia, las del
placer en su displacer, las del rechazo de la pena en
su delectación morosa. Una agudeza se embota, un
impulso se pierde, una vigilancia se adormece.

Una vigilancia se adormece: así, por todos lados


somos guiados o acompañados hacia el motivo del
sueño una vez que se enuncia un desfallecimiento
cualquiera, tan pronto como se esboza una renun­
cia, un abandono, un descenso o una retirada de la
intencionalidad en una cualquiera de sus formas.
Una vigilancia se adormece, pues, por definición,
sólo la vigilancia puede adormecerse. Sólo la vigilia
puede dejar lugar al sueño, y la vigilancia mantenida
T umba d e s u e ñ o

procede de un sueño rechazado, una somnolencia


negada. El centinela tiene que luchar contra el sue­
ño, tal como lo hace el vigía de Esquilo y lo olvidan
los compañeros de Cristo. Aquel que renuncia a la
vigilancia, renuncia a la atención y la intención, a to­
da especie de tensión y expectativa; entra en la de­
sintegración de los proyectos y los objetivos, las pre­
visiones y los cálculos. Y es esa desintegración la que
concentra — de manera real o simbólica— la caída
en el sueño. Esta caída es la caída de una tensión; es
una distensión que, no conforme con un grado infe­
rior y limitado de tensión, desciende a la proximi­
dad infinitesimal del grado cero, hasta esa intimidad
tendencial con la simple inercia que conocemos en
el cuerpo de los niños dormidos y que, en nuestro
caso, se advierte algunas veces cuando, al borde del
sueño, todavía sentimos que comenzamos a dejar de
sentir el tono elemental de nuestro cuerpo. Sentimos
el suspenso del sentir. Nos sentimos caer, sentimos
la caída.

Nos caemos de sueño en el sueño: este mismo es


la fuerza que se precede y arrastra su poder a su acto.
Si me caigo de sueño, es porque este ya ha comen­
zado a apoderarse de mí y a invadirme, aun antes de
que me duerma, antes de que empiece a caer. Deci­
mos que el sueño nos gana: se nos impone, extiende
su influjo y su sombra con la discreción y la constan­
cia características del anochecer, el polvo, la edad.
Esta antecedencia del sueño puede prolongarse
de manera indefinida. Así, aunque propiamente ha­
blando los monumentos antiguos no duermen, están
hundidos en una somnolencia, un entumecimiento
que proviene de su abandono, cuya figura ejemplar
ofrece desde hace mucho tiempo la Esfinge de Gi-
zeh, junto con las estatuas de la isla de Pascua. Ni
nuestra curiosidad ni nuestra admiración pueden
despertar a los dioses, los príncipes, los conquista­
dores, y tampoco las multitudes sometidas al trabajo
o a la plegaria de sus celebraciones. Como se dice en
nuestro idioma, esos monumentos están «desafecta­
dos» [désaffectés]: han sido vaciados de sus atribu­
ciones y, con ellas, de los afectos que les respondían.
Las pirámides de Egipto o de México, los palacios
imperiales o reales, los templos y las catedrales no
cesan de ser ganados por un sueño que no puede
adormecerlos del todo ni entregarlos a una libre
existencia de ruinas que pueda constituir otra vida,
una metamorfosis e incluso una metempsicosis, co­
mo sucede cuando la ruina se contenta con fundirse
en su paisaje o en otra construcción, sin penetrar en
la memoria monumental.
Pero el sueño no es metamorfosis. A lo sumo, po­
dría comprendérselo como una endomorfosis, co-
T um m d e sueñ o

mo la formación interna o la constitución de una in­


terioridad allí donde el interior, sellado, parecía pro­
yectado por completo en las intenciones y las exten­
siones de la existencia vigil. Formación interna, pero
sin transformación del ser. Endomorfosis provisoria
y siempre suspendida de los límites de la forma mis­
ma, formación de una sustancia amorfa y mal identi-
ficable cuyo aspecto más común y mejor esbozado
no es otro, precisamente, que el de la caída, el hun­
dimiento y la desintegración: postura postrada del
dios Morfeo.
2. Me caigo de sueno

AJ caerme de sueño, caigo dentro de mí mismo:


de mi cansancio, de mi aburrimiento, de mi placer
agotado o de mi pena agotadora. Caigo dentro de
mi propia saciedad, así como de mi propia vacuidad:
me convierto en la sima y la inmersión de mí mismo,
el espesor de las aguas profundas y el descenso del
cuerpo ahogado que se hunde boca arriba. Caigo allí
donde ya no estoy separado del mundo por una
demarcación que aún me pertenece a lo largo de mi
vigilia y que yo mismo soy, tal cual soy mi piel y
todos mis órganos de los sentidos. Paso esa línea de
distinción, me deslizo íntegro a lo más interno y lo
más externo de mí, borrando la división de esas dos
regiones presuntas.
Duermo, y ese yo [je] que duerme ya no puede
decirlo, así como no podría decir que está muerto.
Es otro, entonces, quien duerme en mi lugar, Pero
tan exacta, tan perfectamente en ese lugar mío, que
lo ocupa por entero sin dejar a un lado ni exceder la
más mínima de sus partes. Lo que duerme no es una
parte de mí, ni un aspecto, ni una función. Es ese
completo otro que soy cuando me sustraigo a todos
mis aspectos y todas mis funciones, salvo la de dor­
mir, que acaso no lo sea o sólo funcione al suspen­
derse toda función.
Se dirá que se trata de una fundón vegetativa.
geto, me convierto en un yo vegetativo, casi vegetal:
atado a su Jugar, sólo atravesado por los lentos pro­
cesos de la respiración y los demás metabolismos de
los que se encargan órganos que se encuentran a gus­
to en la distensión somnolienta. Digiero reposada­
mente y con mucha eficacia, sin perturbación ner­
viosa. Un contrasentido sorprendente ha hecho in­
terpretar la antigua fórmula «Quien duerme, come»
para deducir de ella la máxima de que aquel que
duerme se alimenta de alguna manera. A decir ver­
dad, se trataba de señalar al viajero que, si quería
dormir en la posada, debía también cenar en ella y,
por lo tanto, pagar, en vez de recurrir a algunas pro­
visiones guardadas para el camino*
Pero la tergiversación del sentido no carece de sa­
gacidad: quien duerme, en efecto, se alimenta de al­
guna manera. Mas no lo hace con nada que le venga
de afuera. Como los anímales que hibernan, el dur­
miente se nutre de sus reservas. En cierto modo, se
asimila a sí mismo. Con su propia sustancia, la no­
che compone también su alimento. No la noche que
lo rodea, y que en ocasiones puede ser reemplazada
por la luz, si el durmiente descansa en pleno día:
sino esa noche que, ante todo, él hace descender por
sí soto sobre sí mismo, esa noche de los párpados
bajos e incluso, en circunstancias extremas, la noche
Caída sobre ojos muy abiertos. Caída «sobre» pero
procedente del interior, de una caída del día dentro
del durmiente.
Ya no estoy sólo conmigo mismo, en mí mismo
caído y mezclado con esa noche en que todo se me
liace indistinto, pero más que nada yo mismo. Quie­
ro decir: todo se convierte sobre todo en mí mismo,
todo se reabsorbe en mí sin permitir ya distinguirme
de nada, pero también quiero decir: yo mismo, más
que nada, me vuelvo indistinto. En rigor de verdad,
ya no me distingo ni del mundo, ni de los otros* ni
de mi cuerpo, y tampoco de mi mente. Pues ya no
puedo tener nada por un objeto, una percepción o
un pensamiento, sin que esa cosa misma se haga
sentir como sí fuera al mismo tiempo yo mismo y
Otra cosa distinta de mí. Lo propio y lo impropio se
producen en simultaneidad, y con ella, esa distin­
ción se derrumba.
Lo simultáneo sólo existe en un régimen de sue­
ño. Es el gran presente, la copresencia de todo lo que
es componible, aun lo incompatible, Sustraído al
ajetreo del tiempo, a los acosos del pasado y el por­
venir, del venir y el pasar, coincido con el mundo. Yo
me reduzco a mi propia indistinción, que todavía se
experimenta, no obstante, como un «yo» [je] que
acompaña sus representaciones sin distinguirse,
empero, de ellas.
Esta otra caída — la caída de las distinciones—
duplica la primera y le da su verdadera consistencia:
me caigo de sueño, es decir que *yo» caigo, que «yo»
ya no soy o bien que «yo» ya no «es» más que en esa
borradura de su propia distinción. A mis propios
ojos, que ya no miran nada, que se han vuelto hada
sí mismos y hada la mancha negra en ellos, «yo» no
«me» distingo más, Si sueño con acciones y palabras
en las que soy el sujeto, lo hago siempre de tal. modo
que esa subjetividad no se distingue o se distingue
mal, al mismo tiempo, de lo que ve, oye y percibe en
general. Tal es la muy singular conciencia del sueño,
muy singular, en efecto, por pensarse y no pensarse
conciencia de un mundo que se le opone, como su­
cede con el mundo de la vigilia. El soñador se cree
en todo momento en el mundo de la vigilia y se sabe
en el del sueño, cuyas simultaneidades, composibili­
dades y confusiones no se le escapan, a la vez que no
lo sorprenden lo suficiente como para sacarlo del
sueño. Podríamos decir que este se sabe inconscien­
te, y que a través de él es el dormir en su totalidad el
que se sabe y se quiere tal: su caída no es una pérdida
de conciencia, sino la inmersión consciente de la
conciencia en la inconsciencia que ella deja crecer en
T tíM M DE SUEÑO

sí a medida que se hunde en esta. La verdad de esa


inmersión desborda y arrastra cualquier tipo de
análisis.

Entre los mil hijos de Hipnos, Mor feo se identifi­


ca por tener la aptitud de revestir la forma y los ras­
gos de los mortales, a diferencia de quienes imitan a
los animales, las plantas u otras especies de cosas.
Así, despojado de su plumaje oscuro, Morfeo puede
descender junto al lecho de Alcíonc y hacerle reco­
nocer en el sueño a Ceice, su esposo desaparecido.
Dormida, Aldone mueve los brazos para estrechar
con ellos a Ceice, pero sólo abraza el aire. Al desper­
tar, corre a la costa y discierne sobre las olas el cuer­
po de su amado desaparecido. Se lanza en su bús­
queda desde lo alto del malecón, pues le han crecido
alas y puede volar. Enlaza con ellas el cuerpo helado
y con el pico encuentra y acaricia su boca. Los dioses
también transforman entonces a Ceice en pájaro y la
pareja de alciones recupera sobre las olas su primer
amor y el nido suspendido de su himeneo.
Tal es Morfeo, ral es la virtud de su beso. Ana­
morfosis de la verdadera forma, metamorfosis de la
vida en muerte y de nuevo en vida, en vida robada,
en vida levantada en vuelo y suspendida sobre las
aguas, en vida húmeda, en amor que chorrea en la
altura de las olas. Morfeo transforma en forma la
purn materia del sueño. Da forma y vuelo a lo infor­
me y a la caída. Su metamorfosis contiene el misterio
mismo del dormir: el dibujo de una inconsistencia,
el aspecto, el signo y el gesto de la evanesoencia con
el encanto y la virtud de la presencia.
3. Sí mismo de la ausencia a sí

¡Qué sí mismo se deja descubrir en ello! Caído de


1¡is supuestas alturas de la conciencia vigil, de la vigi­
lancia y el control, de la proyección y la diferencia­
ción, he aquí un sí mismo devuelto a su más íntima
moción: la del retorno a sí. En efecto, ¿qué es enton­
ces «sí mismo», si no «a sí», «para sí#? El sí mismo se
relaciona consigo y vuelve a sí para ser lo que es: «sí
rnismo». «Yo» [^] no hace unsí mismo, pues no vuel­
ve a sí: al contrario, se escapa, sea al dirigirse a! mun­
do, sea al retirarse de este, pero en ese caso, precisa­
mente, para perder su distinción puntual de «yo* (es
decir, también de «tú», e incluso de parte integrante
de un «nosotros» o un «ustedes»). Me caigo de sueño
y me borro al mismo tiempo en cuanto «yo» [/e].
Caigo en mí y el mí cae en sí. Ya no soy yo, es sí
mismo y no hace otra cosa que volver a sí. En nuestro
idioma decimos que quien recupera la conciencia lúe-
go de un desvanecimiento «vuelve en sí». Bero, en rea­
lidad, vuelve a Ja distinción del «yo» y el *tú», vuelve
al distandamiento del mundo. Desvanecido, no ha si­
llo sino sí mismo, sí relacionado de inmediato con­
sigo mismo, a punto tal que esa relación, ese retorno
de sf a sí, queda anulado en cuanto retomo, porque
se da, en suma, como el atajo e incluso el cortocir­
cuito de toda clase de «retorno».
La diferencia, de todas maneras, obedece a que el
desvanecimiento se produce contra la opinión del
«yo» |/e], que, por el contrario, las más de las veces
acepta el sueño y lo desea. Le es menester, sin duda,
terminar por hundirse en él y perder incluso su con­
sentimiento, convertirse en no otra cosa que su pro­
pia caída, al extremo de que esta consiste justamente
en no ser ya «propia» y regresar, en cambio, al espa­
cio indistinto donde todos dormimos, tanto unos
como otros, pero ni más ni menos, sin embargo, que
en la medida en que tanto unos como otros estamos
despiertos mientras sólo se trata de considerar la
«vigilia» en cuanto tal.
No ser ya propio, no encontrarse ya propiamente
en la relación de la propiedad de sí, sino, de manera
más profunda y oscura, ser a sí de tal modo que la
cuestión de lo «propio» tienda a borrarse (¿soy yo en
verdad yo?, ¿soy efectivamente lo que soy, lo que
tengo que ser?); esto equivale a dormir, pues exige la
disipación del interrogante y de la inquietud que lo
anima. «¿Quién soy?» se desintegra en la caída del
sueño, pues esta caída me lleva hacia la ausencia de
preguntas, hacia la afirmación incondicional e indu­
dable — ajena a cualquier régimen de duda, a toda
■ftj.VTM D E SUEÑO

condición de identificación— de un ser a sí que no


sufre ningún despliegue, ningún análisis de su es­
tructura, Un ser que no se hace acreedor a una pro­
blemática de la «relación consigo» ni de la «presen­
cia así»: ni relación ni presencia deben hacerse valer
en este punto. Tampoco pueden hacerlo ni la forma
ni la lógica generales del «a», del «ser a»: el «a» en el
sueño ha dado razón del «en». El durmiente es en sí,
tan en $í como puede serio la cosa kantiana, es decir,
el ser ahí, depositado, la posición misma indepen­
diente de toda apariencia y todo aparecer.
El st mismo durmiente no aparece: no se feno-
menaliza, y si se sueña, es, como dije, de acuerdo con
un aparecer que no da pábulo a una distinción entre
el ser y el aparecer. El dormi r n o autoriza el análisis de
forma alguna de aparecer, pues se muestra a sí mismo
como esc aparecer que sólo aparece en cuanto no apa­
reciente, en cuanto devuelve a sí y en sí todo el apa­
recer, y que al fenomenólogo despierto que se acerca
a su cama ya no le deja percibir más que la apariencia
de su desaparición, el testimonio de su retirada.
No hay fenomenología del dormir, porque este
sólo muestra de sí su desaparición, su ocultamiento
y su evasión. Pero, al evadirse, brinda en cambio la
posibilidad, más lejana y más fuerte que cualquier
íenomenalidad, de una deposición de las intencio­
nes y las miras, así como de los cumplimientos de
í&ntido. El sentido, aquí, no cumple ni aclara. Des­
borda y oscurece la significación, sólo tiene sentido
por el hecho de sentir que ya no se aparece.
En ese no aparecer se muestra una sola cosa. Mas
esta no se muestra a los otros, y en ese sentido preciso
no aparece. Se muestra a sí y, más aún, de conformi­
dad con ia distinción planteada, se muestra en sí, se
aparece en el intersticio ínfimo e íntimo entre sí y sí,
donde uno mismo es uno mismo. Pbr eso su fórmula
filosófica es ese «yo soy», ese ego sum a cuyo respecto
Descartes no duda de que sea independiente del he­
cho de que yo duerma o no y de que todo lo que per­
cibo sea o no del orden del sueño.
Sin embargo, entendido de tal modo en el mur­
mullo de la inconsciencia de un durmiente, el «yo
soy» da testimonio menos de un «yo» concebido con
propiedad que de un «sí mismo» simplemente re­
tirado en sí, fuera del alcance tanto de cualquier in­
terpelación como de cualquier representación. Mur­
murado por la inconsciencia, el «yo soy» se vuelve
ininteligible, es una suerte de gruñido o suspiro que
se escapa de unos labios apenas entreabiertos. Es un
derrame preverbal que deposita sobre la almohada
una huella casi invisible, como si un poco de saliva
hubiese manado de esa boca adormilada.
Aquel o aquella cuya boca masculla así una ates-
tacióti confusa de existencia ya no es «yo» y no es
TUM SA D E 5U5Ñ 0

verdaderamente «sí mismo»: pero más allá de am­


bos, o simplemente al margen, indiferente a toda
clase de ipseidad, el o ella está en sí en el sentido de
la cosa en sí tal como Kant la hizo célebre, no sin co­
rrer el riesgo de más de un malentendido. La cosa en
sí no es sino la cosa misma, pero apartada de toda re­
lación con un sujeto de su percepción o un agente de
su manipulación. La cosa, distante de cualquier ma­
nifestación y de cualquier fenomenalidad, la cosa
adormecida en e] reposo, protegida de los saberes,
las técnicas y las artes de todo tipo, exenta de los jui­
cios y las perspectivas. La cosa no medida ni mensu­
rable, la cosa concentrada en su cosidad indetermi­
nada y no apareciente.

«Bl dormir es el estado en que el alma se sumerge en su


unidad sin diferencia; la vigilia, por el contrario, es el
estado en que el alma está comprometida en la oposi­
ción a su unidad simple».1

El sí mismo durmiente es el sí mismo de la cosa


en sí: un sí que ni siquiera puede distinguirse de lo
que no es «sí», de alguna manera un sí sin sí, pero

1 G, W F, Hegel, E r ic y d o p é d ie d e s S cie n ce s p h ilo s o p b iq u e s ,


traducción de Ecmard Bourgeois, París: Vrin, 1^38, § 358,
adición, págs. 440-1 { E n c ic lo p e d ia d e tas ciencias filo s ó fic a s ,
México: Juan Pablos, 1974],
que encuentra o toca en ese ser sin sí su más verídica
existencia autónoma. Más aún, es legítimo decir que
esa existencia es absoluta; ab-solutum es lo separado
de todo, aquello de lo cual están excluidos y fordui-
dos cualquier lazo, cualquier relación, cualquier co­
nexión o composición. Aquello que, en esencia, se
desliga, se aparta e incluso se deshace de toda rela­
ción con su propio desapego. La cosa en sí no sabe
nada de las demás cosas, y todo lo que se le aparece
o se hace sentir en ella sólo proviene de sí misma, ya
de sí a sí, sin distancia por recorrer, sin representa­
ción por proponer.
No es representación, es apenas presentación o
presencia. La presencia del durmiente es la presencia
de una ausencia, la cosa en sí es cosa de ninguna-
cosa. Masa masiva, sin embargo, amontonada, en­
rollada, ovillada en tomo a ese sí mismo que existe
al insistir en una inexistencia. No, empero, recha­
zado o reprimido en una estupefacción: al contrario,
dispuesto en un fervor, en una adoración del mundo
donde inaugura su extraña paz.
4. Mundo igual

Todo se iguala a sí mismo y al resto del mundo.


'Ibdo se atiene a la equivalencia general en la que un
durmiente vale por cualquier otro y todo sueño
equivale a todos los otros, parezca lo que pareciere,
l’ucs dormir «bien» o «mal» no equivale sino a dor­
mir más o menos, de manera más o menos continua,
más o menos agitada. Las interrupciones y perturba­
ciones, incluidas las surgidas a veces dentro del pro­
pio sueño, como esas pesadillas que nos despiertan
en medio de la angustia y el sudor, los accidentes del
dormir, no le pertenecen.
FJ mismo 110 conoce más que la igualdad, la me­
tí ida común a todos y que no admite diferencias ni
disparidades. Todos los durmientes caen en el mis­
mo, idéntico y uniforme sueño. Pues este consiste
precisamente en no diferenciarse. Por eso le convie­
ne la noche, con la oscuridad y, asimismo, el silen­
cio. Al igual, además, que una necesaria apatía: es
menester que duerman las pasiones, los dolores o las
alegrías y que también descanse el deseo, y el con­
tacto mismo o el perfume de la cama, de sus sábanas
y del compañero o la compañera, si los hay, con el
cual o la cual uno/a duerme.
Todo el mundo duerme en la igualdad del mismo
sueno — todos los seres vivos— , y por eso podría pa­
recer extraño afirmar que dorm ir juntos es una em ­
presa de muy alto riesgo. Sin embargo, lo sabemos
bien, y al menos en nuestro caso, el caso de una cul­
tura que ha olvidado los sueños colectivos de nues­
tros antepasados, el hecho de dormir juntos no evo­
ca nada menos que lo que llamamos de manera más
cruda (pero, íp o r qué más cruda, si no porque he­
mos dado vuelta de tal modo el sentido de las pala­
bras, por lo menos en ia lengua francesa?) «acostarse
juntos».
El dorm ir juntos no abre otra cosa que la posibi­
lidad de penetrar en lo más íntimo del otro, a saber,
justamente en su sueño. El sueño dichoso y lánguido
de los amantes que se hunden juntos en él prolonga
su espasmo am oroso en un largo suspenso, en un
punto culminante mantenido hasta los límites de la
disolución y la desaparición de su propio acuerdo:
mezclados, sus cuerpos se desenredan insidiosamen­
te, por muy entrelazados que puedan permanecer en
ocasiones hasta el final del dormir, hasta el momen­
to en que redescubran la alegría com o si hubiera si­
do renovada a causa de su olvido, eclipsado el tiem­
po de sil sueño, y en que sus cuerpos ágiles vuelvan a
la superficie luego de haberse sumergido en el fondo
de las aguas por ellos mismos derramadas.
Tüaíba d e su eño

«La separación, coma, entre la emoción [émoi] y yo


[ntoi], al despertar, es igual al desencolar (separación
del cuello y la cola), y la degollación, a una idealización
sublimadora que destaca lo que se separa. La indeci­
sión, la oscilación* la vibración temblorosa en que se
anuncia la idealidad, siempre se llama escalofrío, estre­
mecimiento, etc, “Esa especie de escalofrío exaltaba
también mi felicidad, pues hacía que nuestro beso así
estremecido pareciera despegarse, idealizarse. [. . .]
que no hubiera dejado de estar en vilo y que, durante el
abrazo, no hubiese estado conmovido, pues, ante el
ruido, pese a sus rápidos reflejos, habría experimenta­
do una ligera pena al desembarazarse de la emoción, y
yo, que estaba pegado a él, hubiera descubierto ese mal
leve, ese despegue de un sutil pegamento” (Milagro de
la rosa)».1

Pero ese mismo olvido participa del goce en el


que nada hay para tomar ni conservar, nada para ga­
nar ni salvar, y todo, al contrario, para dejar ir. El
sueño goza al prolongar el placer cuya evaporación
y agotamiento consuma. Otorga su pleno derecho al
poder de extinción que el ardor lleva en sí: le procu­
ra, no el presunto alivio que sigue a la tensión, sino
esa muy sutil conversión de la tensión en intensidad
de distensión que la física llama inercia y que man-

1 Jacques Dcrridn, Glas, París: Galilée, 1974, pág. 150.


tiene el impulso adquirido de un cuerpo mientras
ningún roce de la materia circundante se oponga a la
prosecución de su trayectoria.
El dormir juntos equivale a compartir una inercia,
una fuerza igual que mantiene juntos los dos cuerpos
en su navegación como dos barcas estrechas que se
alejan hada la misma alta mar, el mismo horizonte
sustraído una y otra vez y siempre en unas brumas
que, en su indistinción, no permiten separar el alba
del crepúsculo ni el poniente del levante.

Pues lo que comparten quienes duermen juntos


es, en efecto, el gran sueño igual de la tierra entera.
En su «conjunción» se refracta el conjunto de los
durmientes, los anímales, las plantas, ios ríos, los
mares, las arenas, los astros situados en las esferas
cristalinas del éter, y el éter mismo que se ha ador­
mecido. Pero la verdad del éter — exista este o no,
como lo sabemos desde Michelson y Mor ley— es
que se adormece, y que con él lo hace nuestro sis­
tema planetario. Nos rodean el gran sueño, la gran
noche del mundo, y derivamos irresistiblemente
hacia ellos en una expansión infinita.
Con rodo, para que haya noche es preciso que
haya día. El día introduce la noche como su diferen­
cia propia y como la alternancia que, sólo ella, le
permite ser día: a la vez luz y período. Doble escan-
7Vmüa h e su en o

síón, doble alternancia de la luz y la oscuridad, de la


unidad de tiempo que se sucede a sí misma. Doble
ritmo, solar y lunar, vigil y dormido. Fiat ¡tix, y be
aquí el primer día, completamente constituido por
su solo resplandor diurno; pero he aquí al mismo
tiempo el tiempo mismo, el equilibrio rítmico de Jos
días y las noches. El primer día del mundo, la pri­
mera noche, la primera diferencia. Igual a sí misma,
esa pulsación hace cada día y todos los días hechos
por Dios -—como so decía del tiempo divino— la su­
cesión misma, el carácter sucesivo del tiempo que
transcurre igual a sí en su cadencia obstinada.
Ahora bien, esta igualdad a sí se reparte, además,
según la distinción rítmica entre ía desigualdad del
día y la igualdad de la noche. Por sí sólo, el día es lo
desigual, lo singular, así como la lux inicial no era y
sigue sin ser otra cosa que la diferencia misma, la
partición de la indistinción primitiva de un caos, una
khont) un magma, una profusión originaria. El día es
siempre otro día; es, en general, lo otro de lo mismo.
Mañana será otro día, es decir, aún un día y un día
diferente. El paso a ese otro se da a través de la igual­
dad de la noche. Todas las noches son iguales. Todas
suspenden de igual modo el tiempo de la diferencia,
el tiempo de las diferenciaciones de todo tipo, como
la de la palabra, la de la comida, el combate, el viaje,
el pensamiento.
Las noches bien pueden diferir entre sí hasta lle­
gar a la oposición de la noche de insomnio y la no­
che sellada bajo un sueño de plomo. Pueden exhibir
los contrastes de las lámparas encendidas y los fue­
gos apagados, de las fiestas nocturnas y las casas dor­
midas: no por ello dejan de ser la noche, la noche
siempre recomenzada. Los días, por su parte, bien
pueden agruparse en la monotonía más repetitiva,
en lo cotidiano, cuyo nombre significa «tantas veces
el día y tantas veces lo mismo»: no por ello cada día
deja de contrastar con los demás, como una luz di­
fiere de otra y una sombra de otra.
La noche borra la relación de la luz con la som­
bra. Reduce con obstinación la indiferencia a lo dife­
rente y recupera el mundo anterior, el magma, el
caos, la khora, la igualdad recaída sobre uno mismo,
los cuerpos amantes en el fondo de las aguas, la equi­
valencia de las horas ya no inscripta por la sombra
desigual de ningún reloj de sol y sólo medida por la
unidad constante y arbitraria de la gota de agua que
cae o de la transición de un átomo de cesio 133 del
estado A al estado B.

El sueño es engendrado por la noche. Sin ella no


tendría razón de ser, y los seres vivos se organizarían
con el fin de movilizarse sin sufrir el desgaste de un
día perpetuo. Sin duda es por eso, además, que la
T umjm d e s u eñ o

ocupación de la noche, su invasión por el trabajo, es


la obsesión de los sistemas de producción. Se ponen
equipos en cadena, se disponen condiciones de ilu­
minación, se expulsa la noche, el suspenso, la caída
def día. Se suprime el ritmo de lo desigual y lo igual,
se iguala todo en la desigualdad sin cesar renovada
de los inputs y los outputs, de los valores medidos de
presión, de tensión, de abastecimiento y desabasted-
miento, de carga y descarga.
Pero la noche, por su parte, la noche que no por
ello deja de subsistir en tomo a los talleres y las ofici­
nas electrificadas, no admite ninguna otra medida
que sí misma. Envuelve el día y lo sustrae. Lo reserva
para ese otro día que lo espera y que él espera, mien­
tras ella inviste el espado y el tiempo de esa espera.
Depone las posiciones, desarma los sistemas de ac­
tivación, desenlaza las redes, y en la indistinción así
creada llega esa gran nube oscura en la que todo se
envuelve y se retira: esa nube que llamamos «la no­
che», la dulce Noche que camina con el impercep­
tible frufrú de sus faldas consteladas.
El sueño acude a su encuentro, la reconoce como
su ley y su elemento: le pisa los talones, se deja, me­
jor, arrastrar en su deslizamiento de inercia, desposa
su causa, su insistente reivindicación de igualdad. El
dormir es el reconocimiento de la noche: la saluda y
le rinde homenaje. Se deja adoptar por ella. Se funde
J ííatí-LucNiwcr

en ella. El dormir se torna Ja noche misma. Y se con­


vierte de por sí en el retomo al inundo inmemorial,
al mundo más acá del mundo, al mundo de los dio­
ses oscuros que no pronuncian ninguna palabra
creadora.
5. To sleep, perchan ce to dream ,
ay, th ere’s the rub. . .

El adormecido cierra los ojos para abrirlos a la


noche. Lo que ve en sí mismo, bajo los párpados que
caen con el sueño y que, durante todo el día, sólo
estaban ahí para permitir evocar, al bajar por ins­
tantes sus tejadillos* la inminencia siempre posible
de una noche en pleno día, la posibilidad, si no la
necesidad, de escapar a las requisitorias de la vi­
gilancia, no es otra cosa que la noche misma. Pues la
noche— debido a una diferencia fundamental con el
día— no es más exterior que interior. El día está poT
completo afuera, frente a los ojos, en la punta de las
manos y los pies, sobre la lengua y al borde de los
oídos. La noche identifica el afuera y el adentro, el
ojo ve en ella el fondo de tas cosas, el revés de los
párpados, la capa no aparente de los reversos, los
basamentos, las criptas, las pieles dadas vuelta. Es el
mundo de la sustancia, lo que está debajo y no está
encima de nada. Lo que no es accidente ni atributo,
vale decir, lo que no sucede a nada ni se vincula ni se
aplica a nada, salvo a sí mismo: lo que es todo para sí
al no ser para ningún otro sujeto o soporte, ninguna
Instancia de razón dada o justificación.
La noche reina injustificada y el sueño desposa
este abandono de la justificación, su puesta fuera de
juego y de campo. Para decirlo aún con más preci­
sión: habría sido concebible que los seres vivos no
durmieran de noche, que no durmieran en absoluto
o que invirtieran el ritmo nictimeral como lo hacen
algunos de ellos: murciélagos, vampiros y búhos. Pe­
ro era menester que la causa de la noche fuera escu­
chada. Por lo demás, es preciso que el primero, el
que pronunció el Fiat lux, haya tenido algún papel
en el sueño. Es preciso que Dios haya dormido des­
de la primera noche, pues sin ello no habría diferido
para el día siguiente la prosecución de su obra. Dur­
mió todas las noches y duerme aún todas aquellas
que separan todos los días que él sigue haciendo o
que siguen haciéndose sin él.
El sueño es divino por esa razón, y lo que se reve­
la en él como más verdaderamente divino es el sus­
penso de la palabra creadora. Ya no se pronuncia
ningún «¡Que esto sea /», ya 110 hay orden que dis­
ponga el advenimiento del ser. Hay una obediencia
silenciosa a la diferencia del ser: a esa «nada», a esa
«ninguna cosa», ese ex nihilo que la luz empujó en
principio al fondo de las tinieblas en el movimiento
mediante el cual brotaba de el. La luz dio forma a la
nada como tiniebla: la configuró como lo que carece
de figura, la cosa retirada de todas las cosas.
T vmra D E SUEÑO

Lo que ve el durmiente es esa cosa eclipsada. Ve


el eclipse mismo; no la corona de llamas que lo bor­
dea, sino el corazón perfectamente oscuro del eclip­
se del ser. Ahora bien, esa oscuridad no es una invisi-
bilidad: ofrece, al contrarío, la plena visibilidad del
hecho de que, frente a mí — en ese al encuentro en
que toda figura viene a figurarse, todo color a torna-
solar, todo dibujo a trazarse— , ya 110 hay «delante» y
todo resulta equivalente a «detrás» o a «ninguna par­
te». No hay parte de lo visible y tampoco, por consi­
guiente, de lo invisible. Ya no hay división ni parti­
ción. Nada de lo que podría venir de afuera o esca­
pársele, ninguno de los supuestos «mensajes» o de
los pensamientos, sean del ojo o del oído, de la na­
riz, de la boca o de la piel, de los nervios, de las vis­
ceras, de las cadenas neuronales, de los músculos y
de los tendones, de las voluntades o de las: imagina­
ciones, de los deseos o de los sufrimientos, ninguno
de los pensamientos, sin excepción, desaparece — ¡ni
mucho menosl— y, en cambio, viene a representarse
en libertad, indistintamente distinto, en la extensión
de ninguna parte, en la parte nula de ese mundo eclip­
sado y reducido al punto de la igualdad durmiente.
Así, a veces, sobreviene el sueño [reve], «Acaso»,
como dice Hamlet,1 aquel cuya vida y pensamiento

1 'William Shakespeare, Hamlel, tercer acto, escena I, verso 65.


sólo están* en cierto modo* consagrados al dormir,
tanto a su caída [tombée] como a su rumba \tombe\.
Acaso el sueño, es decir, tal vez algo de la noche que
se transmite al día, por suerte, por desdicha o por un
azar caprichoso. De improviso* el despertar encuen­
tra junto a sí un jirón llegado del dormir. Algo se ha
traído de la nada y es, en efecto, una configuración
de nada: escenas a menudo subidas de color y de
fuertes tonalidades de toda especie, pero cuya con­
sistencia espesa se enturbia y se desintegra de ma­
nera precipitada en la acidez del día e incluso en las
fantasías o los fantasmas de la interpretación que,
para terminar, se pierde con mucha regularidad y
necesidad en el subsuelo de ese ombliga del sueño
del que Freud habla para destacar que todo ocurre
aquí antes del nacimiento, con anterioridad a cual­
quier distinción y cualquier separación, cualquier
discernimiento de persona y de sentido.
El sueño [reve] como la vigilia, igual a ella y en
cuanto ella. El sueño en lugar de la vigilia. El sueño
despierto forma ya el dormir en pleno día, el dormir
en medio de la vigilia. La vigilancia de la vigilia se re­
laja. La ensoñación frágil decolora lo real y vuelve a
pintar sobre él, liso, sin profundidad, en delgadas ca­
pas contiguas, un mundo somnoliento en el cual el
durmiente se hunde y se pierde. Y cuando este llega
allí donde ya no subsiste ni el más mínimo espesor ni
Tumiía uf. svgñü

la menor densidad de especie alguna de afuera, el


sueño puede nacer. O, mejor, puede difundirse a la
manera de una pintura perezosa lentamente exten­
dida sobre la tela negra expuesta en el fondo del dor­
mir: una pintura brumosa o fovista, puntil lista o bi-
perrealista, de grandes extensiones lisas y pinceladas
negligentes, inmóvil en el movimiento e inquieta en
la toma de vistas que se adivina realizada con ayuda
de un montaje de lentes demasiado complicado co­
mo para que sea posible desmontar su mecanismo,
cuya presencia, no obstante, se siente muy próxima,
aparato de cobre y ébano cargado de cristales de au­
mento y deformantes, lupas y vidrios biselados, má­
quina cinematográfica sin motor pero dotada de
zooms y travellings y de grúas encajadas unas en
otras y que se desplazan sin esfuerzo, sin dejar apre­
hender el espacio de sus transportes. Esta movilidad
penetra en la imagen apenas formada y la atraviesa
como puede hacerlo una piedra con la superficie de
un estanque, haciendo temblar a su alrededor en on­
das concéntricas las modulaciones repetidas del mo­
tivo central, cuyo dibujo se pierde al mismo tiempo
y se recompone de súbito en otra parte, irreconoci­
ble, sustituido y, pese a todo, superpuesto al motivo
que reemplaza y duplica a la vez, para trazar una fi­
gura indecisa contra cuya ambivalencia violenta el
espíritu del soñador se siente proyectado con la in-
sistcncia de la certeza, enviscada en la duda. El soña­
dor ya no sabe si ha perdido el hilo o si nunca hizo
otra cosa que comenzar apenas a captar su más míni­
ma apariencia; comprende que todo se irrealiza en él
al reararle la cosa a medida que esta impone su peso
y lo afecta con su presencia gravosa, insinuante e in­
cluso amenazante, y poco falta para que grite, pero
ni su grito mismo puede gritarse: el sonido parece
cortado, ahogado aun antes de habérsele formado
verdaderamente en el fondo de la garganta, mientras
que, frente a él, en Ja pantalla, en el diorama abiga­
rrado de la fantasmagoría, se dejan reconocer los
rostros familiares complicados con rasgos insólitos,
Jas situaciones corrientes convertidas en hechos so­
lemnes y Jos estremecimientos eróticos aplastados
contra píeles imbuidas de una sensación precisa,
aguda, inimitable, y que imita de la manera más
exacta el esquema y la voz de una antigua codicia,
una audacia reprimida desde hace mucho cuyas an­
tenas, en el momento justo en que ella se abalanza,
retiene aquí mismo prisioneras la fina red del sueño,
como hace una araña con las antenas de un insecto
en su tela, Así, la tela pintada y blandamente removi­
da sobre esos caballetes de feria se resuelve en una
red de filamentos plateados en los que tiembla una
gota de rodo o una lágrima, cuya caída inminente va
a desgarrar la tela y atropellar a la arana, cuyas patas
se hunden por fin hasta el fondo de los ojos soñado­
res, hasta la retina afectada sobre la cual no tardará
en posarse el centelleo súbitamente reconocido del
despertar, de esa vigilia cuyo lugar habrá sido tan
bien, tan justa, tan íntima y tan irreversiblemente
ocupado, que durante un tiempo es imposible para
el soñador no dudar en su alma y su conciencia de si
no estaba ahí, si no está aún ahora y precisamente
ahí, frente a él en la noche que, sin embargo, vuelve
a develarle su negrura vibrante, la verdad verdadera
e irrecusable que debería, antes bien, hacerlo dudar
del senrido quizá ficticio de su situación de durmien­
te despertado por la caída, más adelante, de su pro­
pio sueño en un dormir que en lo sucesivo se le esca­
pa* (Al alba, el animal llega a beber a lengüetadas el
jugo de las flores nocturnas.)
Ese tiempo de la vacilación entre el soñar y el es­
tar despierto es el tiempo más propio de la concien­
cia que se sabe sin saber lo qLie sabe al saber de ese
modo. Sabe bien que es conciencia, pero no sabe de
qué es o no es consciente y, para terminar, ignora
qué quiere decir «conciencia» y de qué correlato de
objeto o de mira es lícito que una conciencia se ase­
gure: sólo se sabe dudosa de si en su derredor es de
noche o ya ha nacido el día, de modo que no puede
estar segura más que de una cosa, a saber, que en lo
recóndito de su ser o su estado reina la noche más
profunda, la noche negra en la que ella misma es la
vigorosa sonámbula, ¿Es legítimo decir, como lo
querría Freud, que el dormir baja las defensas? ¿No
hay que considerar, mejor, ese crecimiento notable
de nuestro mundo que se iguala a la noche de un
afuera del mundo en el seno del cual venimos a flo­
tar, semejantes a esos cosmonautas que, mientras
trabajan en el espacio cubiertos con enormes trajes
espaciales, hacen que sus gestos parezcan inciertos y
vaporosos sus pensamientos? Ahora bien, bajo su
apariencia aproximada, los cosmonautas ejecutan
maniobras precisas y operaciones delicadas. Así son
también las maniobras, las operaciones, las conduc­
tas, las técnicas y las artes que se despliegan en los
vastos espacios del dormir.

«El sueño que está al margen de la culpa


»E1 sueño que apacigua el torbellino de nuestras ansias
»La muerte de cada día, el baño que cura ai oprimido
»Bálsamo del corazón sufriente, segundo curso de la
naturaleza
»Y tribunal supremo de la vida*.^

2 WLllLain Shakespeare, Macbeth, segundo aero, escena II,


según la adaptación de Heiner Miillcr, Macbeíb d'aprés Sha­
kespeare, traducción de J.-P. Morel, París: Edicions de Minuit,
2006, pág, 48.
6, Mecedora

«Durmamos, sin sabernos. Pucho contra pecho,


Alientos mezclados, mano en la mano sin sueños».1

Aún es preciso dormirse. Pero ese verbo prono­


minal induce una ilusión. Nadie se duerme a sí mis­
mo: el sueño viene de otra parte. Nos cae encima,
nos hace caer en él. Es menester, por lo tanto, estar
dormido. Es necesario ser dormido por el sueño
mismo -—el del cansancio o el del placer, el del te­
dio— , o bien por alguna vía de acceso a su ámbito.
Esto conduce al sueño a la forma del ritmo, la re­
gularidad y la repetición. No se trata de otra cosa
que de un mimetismo, porque el sueño mismo es
ritmo, regularidad y repetición. El dormir no consis­
to en un proceso comparable al de caminar, comer o
pensar. Los únicos procesos correspondientes al
sueño son los de la respiración y la circulación. En
él, esos mismos procesos entran en reposo, encuen-

1 Yves Bomefoy, «Une pierre», en Les Planches courbes, Pa­


rís; Mcrcunc de France, 2001 [«Una piedra*, en Las labias cur­
vas = Les Planches courbes, MadriJ: Hiperiór, 2003].
tran una cadencia más lenta, una amplitud más pro­
funda y poco diferenciada en función de los mo­
mentos, Cuando se duerme, el cuerpo se mece al
ritmo de su corazón y sus pulmones.
Las culturas han desarrollado una gran riqueza
de maneras de mecer, desde el niño acunado sobre la
espalda de su madre en camino al lavadero o el pozo
hasta las cunas y barquillas de todo tipo — acciona­
das por el pie o la mano, suspendidas de cuerdas,
montadas sobre resortes, flotantes sobre el agua— ,
pasando por el balanceo de la criatura entre los bra­
zos cruzados e incluso por el paseo a lomo de burro
o camello, en automóvil o en esos arneses de trans­
porte que llevan a los jóvenes padres a parecerse a
una variedad técnica de marsupiales, sin olvidar las
cajas de música ni los móviles que se mecen indolen­
tes encima de las camas de los más pequeños.
Pero, sea cual fuere su edad, nadie entra en el sue­
ño sin una mecedora a su manera. Nadie puede pres­
cindir de ser arrastrado por una cadencia que ni si­
quiera percibe, pues se trata precisamente de la ca­
dencia de la ausencia que penetra en la presencia, a
veces en un solo movimiento —con un solo impulso
que de improviso hace que el presente ñote al lado
de sí mismo— , a veces en varios tiempos, en varias
oleadas sucesivas, como una marea que lame la are­
na y en cada regreso la impregna un poco más, de-
positando copos de espuma somnolicnta. Las mece­
duras nos adormecen porque el sueño mismo es en
esencia una mecedura, no un estado estable e inmó­
vil. LttUaby: se encanta, se hechiza, se adormece la
desconfianza antes de adormecer la propia vigilan­
cia, se guía suavemente hacia ninguna parte —suiing
Íühv, sweet cbariot, comm ’for to carry me home— .
Así como la noche figura un tiempo del ritmo
cósmico y el dormir, un tiempo del ritmo biológico,
ese mismo dormir compone en sí, de igual modo, el
ritmo en el que se refleja su naturaleza profunda. En
el mecer se trata tanto de lo alto y lo bajo como de la
derecha y la izquierda, de las grandes simetrías, disi­
metrías y alternancias que gobiernan los cristales, las
mareas, las estaciones, los ciclos de los planetas y sus
satélites, los intercambios de oxígeno y anhídrido
carbónico, las capturas y las liberaciones, las asimila­
ciones y las deyecciones, los sistemas nerviosos, las
atracciones y las repulsiones entre metales, entre
faunas y floras, entre sexos, entre masas estelares,
agujeros negros, quarks y chorros de polvos infinite­
simales. . . Se trata, para terminar o mas bien para
empezar, de la pulsación inicial entre algo y nada,
entre el mundo y el vacío, lo cual quiere decir tam­
bién entre el mundo y sí mismo.
Se trata del entredós sin el cual ningún real tiene
lugar y sin el cual, por consiguiente, ningún real es
real sin relación con algún otro del que lo separa el
intervalo que los distingue y los relaciona uno con
otro según la pulsación misma de su común desori­
gen, porque, en efecto, no hay nada que se erija en
punto o marca de origen: nada más que el aparta­
miento y el balanceo del nihii entre las cosas, los se­
res, las sustancias o los sujetos, tas posiciones, los lu­
gares, los tiempos. Nada más que el balanceo del
mundo constituye la cuna o, mejor, la mecedura en
cuyo seno todo se despierta, al despertarse tanto al
sueño como a la vigilia, tanto a sí como a la pulsa­
ción y el mecer en general.
Cadencia, caricia, bamboleo, idas y venidas de las
manos, los labios, las lenguas y los sexos húmedos,
crecientes y bajantes de las marejadas, ascensos y so­
bresaltos de los espasmos antes del regreso a las lar­
gas olas, las ondas profundas.
Mecedura anterior al mundo, balanceo del ser
sobre nada, de nada sobre nada, balanceo igual entre
nada y ser, ser nada y ser algo, no ser nada, ser sólo
algo, ser algunas cosas que se balancean entre sí, sin­
gularmente iguales diferentes de nada, que no difie­
ren en casi nada, en la infinitesimal inmemorial dife­
rencia que no es nada, verdaderamente nada, y sin la
cual nada se expondría como diferente de nada.
Arriba, abajo, a derecha, a izquierda, insensible­
mente, sin arriba, ni abajo, ni izquierda, ni derecha,
T uMISA DE 5UEÑO

apenas el fino astil de una balanza que pesa el pensa­


miento del mundo, que pesa su justicia, su ecuani­
midad intratable, tildas esas cosas lanzadas de mane-
ra indistinta al mismo común desobra miento de Im-
cer mundo, de no hacer nada, de hacer venir al mun­
do, de hacer venir un mundo, de iluminarlo, de en­
sombrecerlo, de cubrirlo de tierras y mares, de des­
cubrir sus rocas y sus barros, de acrecer y bajar las
aguas, de levantar y abatir picos, cumbres, abismos,
de destacar lunas, anillos, atolones, auroras borea­
les, amaneceres y crepúsculos, pequeños círculos,
pequeños charcos de luz, pequeñas hostias tragadas
por la noche, más bajo, más por debajo, pasando
muy lejos por detrás para volver de frente y sostener
otra vez un alba suspendida, gris, indecisa y precisa
en el trazado de uti nuevo horizonte, una nueva
frontera entre ninguna parte y alguna parte, entre ja­
más y ahora, dibujo a lápiz de bosquejos contra un
fondo de trazos borrados, esbozos retomados, arre­
pentimientos, estudios, retornos eternos de los mis­
mos rasgos, cantinela, Aíorgew/raí?, tvenn Gott m il ,
mrst du wieder erweckt.
Mañana, si Dios quiere, volverás a despertarte:
duerme hijo mío, duerme alma mía, duerme mundo
mío, duerme mi amor, duerme mí pequeñíto, el niño
se dormirá enseguida, ya duerme, mira, se adormece
con la primera noche del mundo, el niño divino que
juega con los dados del universo y de todos sus si­
glos, duerme con cada noche acunada otra vez, in­
cansablemente, por la repetición de la primera, de la
inicial mecedora nocturna en que el primer día se
adormeció con el primer sueño.
7. El alma que nunca duerme

Jamás, sin embargo, jamás duerme el alma. Esc


ausentarse de sí en sí Je es desconocido. Perteneciera
te al cuerpo y el espíritu^ es ajeno al alma. En el dor­
mir, el espíritu se abandona al cuerpo y dispersa en
él su puntualidad, disuelve su concentración en esa
extensión blanda y casi desarticulada. El cuerpo, por
su parte, se abandona de manera paradójica a la
puntualidad misma del espíritu: ya no está verdade­
ramente expuesto en el espacio, sino retirado, de
manera tendencial o virtual, en un no lugar donde se
anestesia y se separa del mundo. El hombre que
duerme es un cuerpo espiritual o un espíritu corpo­
ral, uno perdido en otro, y en ambos casos, según
uno u otro aspecto, un sujeto aspirado, extravasado,
ex-puesto o ex-istente en Jos sentidos más fuertes y,
por lo demás, más problemáticos de estas palabras.
En esto, el durmiente o la durmiente son siempre
dobles. El, ella, es él mismo, ella misma, y otro, otra.
Su propio sexo queda entonces tan intensamente
indeciso como jamás lo hace en otras condiciones,
pues el sueño se seduce y goza de sí mismo, que no es
un «sí mismo».
Pero el alma anima tanto el sueño como la vigilia.
Durmiente, es igualmente vigil, y por eso mismo no
duerme. Tampoco está despierta: es lo que dormita
sin cesar en la vigilia, y lo que vela y vigila en el sue­
ño: es por ambas partes, y en toda oportunidad,
aquello que, al dar forma y tonalidad a una presen­
cia, se mantiene en los bordes, en los contornos. No,
por cierto, como un piloto en su navio, sino expan­
dida por toda la extensión del cuerpo y mezclada a
ella de tal modo que, simultáneamente, es en cada
punto como una señal, un fanal, un vigía en lo alto
del paio mayor, o bien como una gaviota ahíta y em­
botada sobre Ja borda. Es como un fuego de SanTel­
mo o como un respíandor brillante de luna sobre un
metal, o como una esquela lanzada al mar, o como
una antena de radio que capta el llamado de Otra na­
ve abandonada por sus máquinas, o como el reflejo
del sol sobre los cristales de los binoculares en los
que aparece la imagen de una carraca desvencijada y
atestada de hoat people agonizantes, tumbados por
la miseria y el espanto, caídos, hundidos en un sueño
que no duerme, en un pesado letargo de desventura.

El alma modela y modula la forma del dormido


al igual que la del despierto: redbe y emite para cada
cual las señales del resto del mundo, pero también
las señales del otro, el durmiente acurrucado en el
TÜMEW DE SUEÑO

despierto, el despierto que da vueltas en el durmien­


te, El alma no permite, a quien veta, entregarse a to­
dos los golpes y todos los agotamientos del día, le
entorna los párpados y le hace compartir el muy
bienhechor olvido tan necesario para la consecución
de los trabajos y los días. Y mantiene a quien duerme
en condiciones de percibir las señales de urgencia y
rumiar sus pensamientos más íntimos.
No es insomne* esa alma: muy por el contrario,
sin duda es ella la que duerme con el sueño del dur­
miente y vela con la vigilia del despierto. Es ella la
que vela en medio del sueño y la que sólo duerme
velando. Es la vigilia misma dividida entre noche y
día, entre vigilia despierta y vigilia somnolienta. Es
ella misma el ritmo, y es la sombra dulcemente dan­
zante que vela, todo el tiempo por la posibilidad de la
alternancia y la mecedura, ese vez por vez sin el cual
seríamos o bien muertos o bien vivos tiesos de pie en
su postura heroica, como ese Sócrates capaz de pa­
sar la noche parado: la vigilancia misma, la idea cla­
ra y sin sombra y, por lo demás* sin música.
Sin embargo, es preciso velar, en efecto. Y es pre­
ciso hacerlo aun cuando el alma preferiría dormir.
Al final, debe dejar de velar por el sueño.
Las ambulancias desgarran la noche, y los caño­
nes, y los disparos de misiles, el llanto de los niños,
los movimientos de carros de asalto, las mordeduras
del dolor en el pecho, en el vientre de los cancerosos
o los heridos, las luces crudas de Jas lámparas que
uno no puede o no quiere apagar, los pensamientos
lancinantes, los tormentos, los remordimientos, las
esperas febriles, los temores: los temores más que
nada, los temores de todo.
El dormir supone vencido el miedo a la noche,
pero la noche es la comarca salvaje de los miedos,
Las figuras dispuestas por el día para el reconoci­
miento resurgen de la oscuridad disfrazadas con
máscaras maléficas, los pensamientos de los que uno
sabe ocuparse con solicitud se desatan en angustias,
sofocaciones, aporías que se encierran indefinida­
mente en sí mismas mientras el día no las disuelve,
La noche engendra el terror, la obsesión, el estrago y
el pánico. No se trata del insomnio, que es un extra­
vío del propio sueño, su transformación en vigilia
privada de día, en vigilia iluminada cuya luz alimen­
ta la agitación del alma con una clara conciencia del
dormir usurpado, desdoblado, transformado en su
doble despierto. Se trata, al contrario, del mundo en
el que es imposible dormir, el mundo en el que está
prohibido dormir, en virtud de un procedimiento de
tortura cuya eficacia está fuera de duda.

Es posible que el mundo esté hoy así: sin sueño ni


vigilia. Durmiente de pie, despierto adormilada. 5o-
TIjmm d e íu e Kíd

námbulo y somnoliento. Mundo privado de ntmo*


mundo que se privó de ritmo, que se vedó la posibi­
lidad de ver sus días y sus noches responder al régi­
men de una naturaleza o una historia. En la noche,
las aves migratorias se desorientan debido al intenso
halo de luz que las grandes ciudades proyectan en el
cielo: creyéndose llegadas a tierras soleadas, están
dispuestas a dormir en cualquier lugar. Mundo mos­
trador [étaí\, no igual \égtíf|: al contrarío, desigual
hasta hacer que el sueño mismo quede devastado
por la desigualdad. Durmientes abrumados, siempre
en alerta, menos caídos que arrojados en el sueño,
precipitados por un embrutecimiento de breves ho­
ras molidas de golpes en la cabeza, golpes a la puer­
ta, broncas o disparos de fusil, Durmientes menos
dormidos que fulminados, vencidos a la noche co­
mo lo están durante el día, amontonados en campos
o acostados en fosas, camiones o barcos, persegui­
dos, expulsados de sus lechos tempranos. Noches
atravesadas por relámpagos de fuego, de locura, de
hambre. Noches despojadas de su noche misma, ex­
tirpadas de la oscuridad y la sombra, arrojadas a la
luz cruda de un enceguecimiento nuclear. Sueños
que ya no son sino parodias, caricaturas de sueños,
cabezas obligadas a hundirse en el agua lodosa pero
impedidas de entregarse al abandono de las aguas
profundas.
¿Cómo dormir en un mundo sin arrullos, sin can­
tinela sosegada, sin capacidad de olvido e incluso sin
inconsciencia, pues Eros y Tánatos circulan por do­
quier sin vergüenza, vigilantes sardónicos provistos
de látigos y cachiporras? ¿Cómo dormir en un mun­
do hipnotizado por la visión de su propia falta de vi­
sión del mundo, así como por la inanidad de todas
Jas visiones que se han disuelto y que, además, siem­
pre prometían despertares, mañanas triunfales suce-
soras de grandes anocheceres en cuyo incendio la
noche habría de quedar descalificada para siempre?
¿Cómo dormir, alma deshecha, alma sin alma, al­
ma que flota inanimada por encima del campo de
batalla o de esparcimiento cuya inanidad expone
con crudeza un alumbrado sin sombra?
8. El tañido fúnebre de una muerte
temporaria

Como la muerte, el sueño, y como el sueño, la


muerte, pero sin despertar. Sin ritmo de retorno, sin
recuperación, sin nuevo día, sin mañana.
Como la muerte el sueño, pues el cuerpo se tien­
de solo en él. Está solo extendido en él. Solo desple­
gado en él, ahí, aquí como en ninguna parte. Nin­
guna otra parte que un cuerpo pesado puesto, arro­
jado, dejado en la tierra. Como el sueño la muerte:
cuerpo depositado.
Un sueño, empero» que sería su propia vigilia:
una inmortalidad erigida de través en la muerte, cla­
vada en ángulo recto como la surrección de lo que
no se levanta nunca más. Un sueño dormido en otra
parte y no en la espera, o bien que se espera a sí mis­
mo para recibir de sí la gracia de no medirse ya entre
dos vigilias, y sólo ser, eternamente y sin reservas, el
sueño que es.
Reposo eterno: dormición de la Virgen o de los
siete durmientes de Éfeso, muerte que sobreviene en
el sueño y a favor de su inatención e incluso de su
falta de interés. Sueño que sobreviene a la muerte y
la hace semejante a el: durmiente del valle, con dos
agujeros rojos en el costado derecho. Se diría que
duerme: sí, se diría eso, y el muerto también lo diría
si pudiera hablar. Diría que duerme y que, semejante
a todo durmiente, ha conocido la eternidad: el re­
verso del tiempo.
El reverso, la inversión y la anulación del tiempo,
no su conversión en duración privada de ritmo, no
su estiramiento sin relieve en torpor y coma. No la
muerte que dura, sino la muerte que cae de un golpe
y al caer se elide. La muerte cuya caída erige el tum­
bos, el tumulusi la suave y grave elevación de tierra o
piedra como plegaria muda.
Puede decirse que el sueño es una muerte tempo­
raria, pero puede decirse también que Ja muerte es
forzosamente temporaria, pues sólo dura lo que
dura el tiempo. Allí donde este ya no dura —allí
donde , claro está, y no cuando>pues ningún tiempo
es dado para eso, sólo un lugar al margen de todos
los lugares, no otro lugar ni una u-topía , sino el
fuera de lugar del apartamiento mismo, el espada-
miento, lo abierto, la pulsación, en suma, del rit­
mo—, allí donde, entonces, ya no dura, el tiempo se
inmoviliza sobre sí mismo, es decir, sobre el pasaje y
el no \pas\ que él es. Queda suspendido de esa nega-
tividad que es su ser fluido y que modela la forma de
todo presente y toda presencia: ya no y aún no. La
forma del na bosqueja un hueco, imprime un ves-
tigio en la arena de las orillas que no dejamos de
abordar y dejar. Un hueco, un ahondamiento, una
elevación, el ritmo inmóvil inmutable de Ja fosa y la
tumba, la respiración del sueño de muerte.
No, dicen tamo el durmiente como el muerto, no
estoy ahí. No ahí, no ahora, no aquí, 110 así. Buscad
en otra parte, transeúntes que observáis un instante
de silencio delante de mi lecho de yacente. He pasa­
do al país del gran sueño, escucho vuestras dulces
voces cantar íeb, oh, viejo joe! Y heme aquí, os digo,
heme aquí dormido en la paz cerca de vosotros, pero
sustraído tanto como es posible estarlo a todo este
tiempo que os importa y os hace aún esperarme, es­
perarme como un resucitado o como un despertado*
cuando en realidad ya estoy allí, allí donde se trata
de conseguir discernir la oscuridad misma como la
única luz y la única cosa para ver, la visión misma.
Ahí, en ninguna parte, donde se trata de aceptar que
el afuera arrastre por fin todo el adentro, Allí donde
el sí mismo se libere por fin de sí.
No aquí, no así, sino transformado por fin en él
mismo; él mismo, nadie, en esc abandono tan pre­
cioso de un sueño inmortal en que ninguna figura,
ninguna captación de identidad construida según el
modelo que fuere, ninguna acción ni pensamiento
notable, pueden ya sustituir ese tínico Mismo que se
siente y se experimenta eterno, es decir, necesaria­
mente inscripto en la Sustancia, Dios o Naturaleza,
como su sujeto mismo, el inalienable sujeto de una
presencia que nunca habrá de despertarse como no
sea para dormirse de inmediato en el íntimo desva­
necimiento que la hunde en sí, fuera de sí caída.
Tumba de sueño, dice ese cementerio —cada ce­
menterio— donde las sepulturas no tienen otro fin
que brindar la seguridad de un sueño de piedra o de
plomo, un sueño de cierra o de ceniza, un sueño sin
sueño y sin insomnio, sin despertar y sin intención,
un sueño sin orillas: lo infinito depositado según el
ritmo de cada existencia finita. Tumbas, elevaciones
del alma dormida con el justo sueño, cuerpo mineral
levantado para una imploración mezclada de adora­
ción. Eternidad: el tiempo caído, enderezado, levan­
tado, resucitado.
Privar de sepultura, privar de tumba y de recono­
cimiento del cuerpo —aunque sea simbólico, analó­
gico o hipotético— , privar de lugar reservado en
ninguna parte, suprimir hasta la posibilidad de un
vestigio del paso de un transeúnte: bien se sabe que
es quitar el sueño a los muertos al mismo tiempo que
a los vivos enlutados. El ritual funerario representa
muy otra cosa que una conducta de conjuro o com­
pensación. No adormece la sensibilidad herida de
los sobrevivientes, sino que procura a los muertos
ese sueño que les corresponde, y de tal modo es ne-
cesarlo para la supervivencia desconsolada. La tum­
ba es la intimidad del muerto tan bien selíada que se
expone sin reservas, así como el durmiente se entre­
ga sin riesgo de delatar secreto alguno, como no sea
ese sueño que no lo es.
Nada de secreto, todo el aparecer aparece por en­
tero en el rostro del muerto y en el de quien duerme^
Es el mismo aparecer sin apariencia por carecer de
fondo, de cajón secreto, de corazón robado. El dur­
miente, en efecto, pone en el dormir todo el cora­
zón, y lo mismo hace quien ha partido para no vol­
ver: consagra su corazón a ese paro del corazón. No
por nada se vela a los moribundos y los muertos: la
vela, el velatorio, abren un ritmo entre los vivos y los
que parten, inscribe su partida como contrapunto de
nuestra presencia vigilante. Los observamos partir y
los vemos partidos, y se duermen así en nuestros
ojos como en nuestros brazos, como en el sepulcro
en cuyo fondo no terminarán jamás de desaparecer.
Esta desaparición interminable, a la que no po­
nen fin ni el olvido ni el desgaste lento de [as tumbas,
preserva en sí la aparición eterna de cada cual uno
por uno, no sólo momia o fotografía amarillenta, no
sólo nombre grabado ahora ilegible, ni parecido en
la cata de un vago descendiente, ni marca de naci­
miento, ni costumbre o manera de hablar, sino, en
definitiva y a despecho de todo, cada grano, cada ye­
ma, cada gota y cada hoja, cada señal parpadeante
de una estrella o un átomo, cada partícula de polvo,
por absolutamente anónima que sea, no pueden no
esbozar un signo extraño, inquietante e indescifra­
ble, el signo sin significación de una complicidad in­
consistente pero insistente sin otra analogía que la
de un sueño común, tan compartido como imposi­
ble de compartir.
Como la muerte, el sueño, porque elimina de sí
hasta la simplicidad de la presencia, pero como el
sueño la muerte, pues lo que suprime vuelve a pre­
sentarlo inmortal al mundo, o bien como el mundo
mismo en vísperas de algún mañana, y de esta ma­
nera vigilante de sí mismo, sereno encargado de la
ronda de la sola noche,
¿Así es como, decís, el pensamiento se duerme y
deja lugar a las fantasmagorías? No creáis nada de
ello. Si sigue siendo cierto — con una veracidad inuy
severa— que el sueño de la razón engendra mons­
truos, no es menos cierto también que al disponerse
al dormir, al sueño y a la posibilidad de no despertar
más, el pensamiento se deja despertar al último día
posible de su completa probidad. Al primer día, el
día sin día de nuestra sagrada eternidad.
9. La tarea dega del sueño

Quien no sabe no despertarse, quien permanece


al acecho en la cavidad del sueño, ese, esa, no va más
allá de su miedo. Tiene miedo de dejar incluso sus
penas y sus inquietudes. Gasta su noche en remover­
las, en rumiarlas como pensamientos pringados en
la tautología, que se vuelven viscosos, rastreros, insi­
diosos y venenosos. Pero lo que teme por encima de
todo no son las dificultades ni los peligros que esos
pensamientos le representan y que el día siguiente
— por lo menos así dicen— mostrará como otros
tantos fracasos y derrotas; lo que teme más que esos
mismos temores es irse lejos de ellos, entrar a la
noche. La persona en cuestión puede transformar en
obra su miedo, pero este, a su vez, tortura la obra y
la hace trabajosa, como si estuviera ahogada por sí
misma, pesada y desigual a sí, desigual a su arte,

«Sobre el fondo de mis noches, Dios, con su dedo


sabio,
«Dibuja una pesadilla multiforme y sin tregua.
»Tengo miedo del sueño como se tiene miedo de
un gran agujero,
»Rebosante de un vago horror y que lleva no se
sabe dónde,
»No veo más que infinito a través de todas las
ventanas,
»Y mi espíritu, siempre por el vértigo acosado,
»Está celoso de ia insensibilidad de la nada».1

Ahora bien, en la noche, en el sueño, no se entra


con los ojos cerrados. Cuando estos están cerrados,
el sueno ya ha ganado al durmiente* Pero un instante
antes, cuando los párpados se deslizan sobre los ojos
y estos ven aún por un momento detrás de su telón y
a través de la oscuridad expandida por doquier en lo
que se llama la cámara, es decir, la bóveda, la cúpula
curva que sella el espacio del sueño al separarlo de
las propias bóvedas celestes — párpados, cámara,
«cielo del lecho» [dosel], mundo sublunar, mundo
por debajo de las pestañas, los techos y las sábanas,
mundo de abajo, cripta sustraída a uno mismo—, en
ese instante, la mirada ve la noche en la que entra.
Lo que ve no es otra cosa que la ausencia de toda vi­
sión y de toda visibilidad. Esto misino ve. Tiene que
soportar esa vista mientras se va adormeciendo, y
puede suceder que esc horror peor que una ceguera
penetre en la médula de su sueño para perseguirlo en

1 Charles Baudetsire, «El abismo», en Las flores del mal.


Tu,ua4 DE Sil£Ño

él e impedirle por fin dormirse verdadera, profunda­


mente.
El hecho de no ver se comunica con una posibili­
dad de suplencia o esperanza de la vista. No se ve en
la sombra que de alguna manera podrá disiparse. Pe­
ro ver que no se ve nada y que no hay nada para ver,
ver la vista pegada a sí misma como su único objeto,
se asemeja a ver lo invisible, sin duda, pero sólo se
asemeja a ello como su reverso o su negativo. Morar
en ese mismo reverso, no pretender discernir lo in­
visible: tal es Ja tarea ciega del sueño.

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