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14 Oct 2018 - 2:30 AM


Por: Tatiana Acevedo Guerrero

La consulta previa
El neoliberalismo no debe ser representado como un sombrero que lo abarca todo
en América Latina, pues las políticas neoliberales no se usaron de manera
uniforme ni sistemática en toda la región. Aunque desigual, hubo un período de
privatización y desregulación en que varios países latinoamericanos, incluyendo
el nuestro, reestructuraron sus funciones económicas y sociales, produciendo
nuevas regulaciones. En Colombia el proceso de reestructuración estatal fue
promovido y supervisado no sólo por instituciones multilaterales como el Banco
Mundial, sino también por agencias de ayuda bilateral como la USAID. En este
sentido, y siguiendo las pautas de buen gobierno con un Plan Colombia muy
financiado y un mercado abierto, distintos gobiernos subcontrataron servicios y
funciones a asociaciones público-privadas, organizaciones privadas y no
gubernamentales. La descentralización, bajo los gobiernos de Pastrana y Uribe
(de fumigación intensa hecha por contratistas extranjeros y apertura de grandes
minas), resultó paradójica, pues algunas regiones y barrios estaban bajo el control
y a merced, sin mucha regulación, de misiones y contratistas extranjeros.

Si bien con el empuje a la descentralización los gobiernos locales ganaron el


control formal de los recursos y las elecciones políticas, también debían operar
dentro de un contexto bien particular. Actores locales adicionales como las
empresas transnacionales, la ayuda multilateral y militar o las instituciones
crediticias tenían más músculo en términos de fondos y relaciones con Bogotá.
En concreto, ejercían mucha más influencia. Aunque las comunidades locales
pueden tener más oportunidades para participar en un sentido formal, su gama de
opciones y, en consecuencia, su poder de elección ha estado restringido y
predeterminado en gran medida por empresas, caridades, militares y
organizaciones de todo tipo. Paradójicamente, los procesos de descentralización
produjeron espacios controlados por grupos armados y actores internacionales.

La minería transnacional en Colombia es un ejemplo de este proceso: aunque la


Constitución colombiana de 1991 implica políticas de descentralización que
otorgan a los municipios un poder formal, en las regiones con minas las empresas
transnacionales tienen el poder efectivo. Esto pese a la consulta previa. La
Constitución introdujo el reconocimiento como pueblo a las comunidades
indígenas y les abrió la puerta a la autodeterminación como derecho. Pese a la ley
y la puesta en marcha de todo un aparato alrededor de la consulta, se siguieron
otorgando cuantiosas concesiones a transnacionales dentro de los territorios de
los pueblos indígenas. Investigaciones que muestran el limitado alcance de la
consulta, desde los 90, han sido publicadas en los últimos años. En 2015 Figuera
Vargas y Ariza Lascarro pusieron en duda, tras una investigación de archivo, la
existencia de un verdadero pluralismo jurídico que garantice el derecho a la libre
determinación de los pueblos indígenas. En 2014, Mena Valencia y Cuesta
Hinestroza concluyeron que la consulta previa no era un medio apropiado para
proteger los derechos constitucionales de las comunidades negras en el proceso
de concesión de licencias ambientales en Chocó. En el 2011 Rodríguez concluyó,
tras un trabajo de archivo desde 1991, que tanto en las decisiones ejecutivas
como en los pronunciamientos de la Corte Constitucional, “se notaba un marcado
desconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y demás grupos
étnicos”. Los procedimientos de consulta previa, afirmó, “no han sido los más
adecuados y no se ha tenido presente que la consulta previa debe realizarse
teniendo en cuenta la representación y la autoridad de las comunidades”.

Aun así, tras el boom minero y la hora loca del petróleo (que acabó hace no más
de cinco años), muchos colombianos sienten que la consulta se salió de madre. Y
que grupos étnicos “se aprovecharon de la ley”. Esto tiene que ver con que los
obstáculos atravesados por la consulta previa a mineras, hidroeléctricas y
funcionarios ambientales siempre parecieron un regalo. Un favor a los indígenas
que, al demorarse y negociar y dividirse (y todos los bemoles que implican la
acción colectiva) estaban siendo “desagradecidos”. Lo que es un derecho fue
considerado una deferencia.

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