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Diseño y composición:

Gerardo Miño

Edición: Primera. Abril de 2014


Tirada: 500 ejemplares

ISBN: 978-84-15295-65-5

Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación


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Tacuarí 540. Tel. (+54 11) 4331-1565
(C1071AAL), Buenos Aires.
Marcelo Campagno (editor)
Felipe Criado-Boado, Eduardo Góes Neves, Denise M. Cavalcante Gomes,
Emanuel Pfoh, Diego Paiaro, Augusto Gayubas, Francisco González García,
Marcos Cabobianco, Marcelo Campagno, Enrique F. Aramburu, Ferrán Iniesta

PIERRE CLASTRES
Y LAS SOCIEDADES ANTIGUAS

Estudios del Mediterráneo Antiguo / PEFSCEA Nº 9


Programa

Consejo de dirección:
Marcelo Campagno (CONICET-Universidad de Buenos Aires);
Julián Gallego (Universidad de Buenos Aires-CONICET);
Carlos García Mac Gaw (Universidad Nacional de La Plata-Universidad de
Buenos Aires).

Comité asesor externo:


Jean Andreau (École des Hautes Études en Sciences Sociales, París);
John Baines (University of Oxford, Inglaterra);
Josep Cervelló Autuori (Universidad Autónoma de Barcelona, España);
César Fornis (Universidad de Sevilla, España);
Antonio Gonzalès (Université de Franche-Comté, Francia);
Ana Iriarte (Universidad del País Vasco, España);
Pedro López Barja (Universidad de Santiago de Compostela, España);
Antonio Loprieno (Universidad de Basilea, Suiza);
Francisco Marshall (Universidade Federal de Rio Grande do Sul, Brasil);
Domingo Plácido (Universidad Complutense de Madrid, España).
Índice

Introducción. Pierre Clastres, las sociedades contra el Estado y


el mundo antiguo
por Marcelo Campagno................................................................ 7

PRIMERA PARTE. Sociopolíticas salvajes

Clastres: Ayer, hoy, siempre


por Felipe Criado-Boado.............................................................. 37

La incipiencia permanente. La Amazonia bajo el insistente


destino de la incompletitud
por Eduardo Góes Neves............................................................... 65

Imágenes de las sociedades contra el Estado en la Amazonia


Antigua
por Denise Maria Cavalcante Gomes............................................. 81

SEGUNDA PARTE. Liderazgos no-escindidos

Pierre Clastres y la antropología política de la antigua Palestina


por Emanuel Pfoh........................................................................ 101

Salvajes en la ciudad clásica. Pierre Clastres y la antropología


política de la democracia ateniense
por Diego Paiaro......................................................................... 119

TERCERA PARTE. Violencias primitivas

Pierre Clastres y la guerra en el valle del Nilo preestatal


por Augusto Gayubas................................................................... 143
Copérnico y los bárbaros. Notas para una reinterpretación
de la Edad del Hierro europea
por Francisco Javier González García............................................ 163

Contra el Estado en los relatos míticos del Antiguo Egipto


por Marcos Cabobianco................................................................ 181

CUARTA PARTE. Del poder escindido

Pierre Clastres y el problema del surgimiento del Estado


por Marcelo Campagno................................................................ 201

Egipto, Monte Albán, Tiwanaku. Condiciones e intersticios


para el advenimiento de lo estatal
por Marcelo Campagno y Enrique Fernando Aramburu................. 221

Reflexiones sobre identidad, poder y legitimidad en el África negra


por Ferrán Iniesta........................................................................ 247
Diego Paiaro / CONICET
/ Universidad de Buenos Aires
/ Universidad Nac. de Gral. Sarmiento

Salvajes en la ciudad clásica.


Pierre Clastres y la antropología
política de la democracia ateniense

«En un mundo de especialistas, lo sé, tales préstamos


de disciplinas poco familiares suelen ser recibidos por
los eruditos con aprensión, y, en ocasiones, con activo
desagrado. Cuento con que se me recuerde, en primer
lugar, que “los griegos no eran salvajes”…»
E. R. Dodds, 1980 [1950], 12.

«La cultura griega rechaza el poder, del que tiene una


concepción trágica o propiamente demoníaca, por
eso lo exorciza de distintas formas»
D. Musti, 2000 [1995], 113.

«Neutralizar el poder consistirá, para el grupo de los


que se consideran iguales…, en depositar el kratos en
el centro, para despersonalizarlo y volverlo común,
de manera que todos tengan su parte y que ninguno
pueda apropiárselo»
J-P. Vernant, 2008 [1998], 143.

E
l objetivo de este trabajo es atravesar una frontera1, una más, entre
la historia de la ciudad clásica y las investigaciones antropológicas
sobre las sociedades llamadas “primitivas”. Personalmente he
notado entre los especialistas de la antigüedad grecorromana, cierta
reticencia a aceptar la validez del uso de la comparación con las socie-
dades estudiadas por los antropólogos y de los modelos desarrollados

1 No es casualidad que hayamos elegido esta imagen ya que a ella recurre Vernant (2008
[1998]) para hablar de su historia intelectual.

119
por la etnología para explicar determinados aspectos de las sociedades
clásicas. Sin embargo, resulta una verdad incontrastable el hecho de que
los estudios sobre la antigüedad griega se han beneficiado enormemente
en base a este tipo de diálogo. El nuestro consistirá en analizar algunos
aspectos del funcionamiento de la democracia ateniense a través de la
antropología política desarrollada por Clastres. No nos interesa tanto
marcar analogías y diferencias entre los liderazgos de las sociedades
“primitivas” y aquellos que se desarrollan entre los atenienses, sino más
bien, pretendemos servirnos del material etnográfico para comprender
ciertas lógicas del funcionamiento democrático. Pero antes, creemos
necesario dar cuenta de la “tradición” que vincula a la antropología con
los estudios clásicos y que, ciertamente, se caracteriza por romper con
la “verdadera” tradición.

Del clasicismo a la antropología y de la “ciudad de los


antropólogos” a la necesidad de “repolitizar la ciudad”

A pesar de las diferencias que separan a la antropología de los estudios


clásicos2, el vínculo entre ambos es de larga data. Humphreys (2004,
17-21) ha planteado la existencia de tres momentos en la relación: un
mutuo interés entre mediados del siglo XIX y la Primera Guerra Mun-
dial; aislamiento y especialización en el período de entreguerras y, por
último, una nueva confluencia a partir de la segunda posguerra. A pesar
de ello, la historiografía dominante, tradicional y clasicista, ha insistido
en guiar sus investigaciones sobre el mundo antiguo teniendo como
precepto la idea de que allí se encontraban los fundamentos y las bases
del Hombre y la Cultura occidentales (Plácido 1995, 112). Esta tradi-
ción ha venido desde hace cinco siglos presentando a “Grecia como un
modelo, como un prototipo, como un paradigma eterno” (Castoriadis
2005, 97-98). Desde esta perspectiva, la filosofía griega era el origen de la
Razón occidental; Heródoto y Tucídides eran “colegas” historiadores; la
política “inventada” por los griegos y la demokratía de los atenienses eran
los modelos sobre los cuales se pensaba en los ordenamientos constitucio-
nales de las naciones modernas así como la Ciencia Política hallaba sus
antecesores en los helenos que reflexionaron sobre los asuntos de la pólis;
y así se podría continuar con el arte, la literatura, el teatro, la medicina,
y un largo etc. Como un ejemplo de esto se puede hacer referencia al
hecho de que, desde mediados del siglo XVIII en la Francia prerrevo-

2 Redfield (1991, 16) habla de “contrasting subcultures”.

120 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


lucionaria, se construye lo que Vidal-Naquet y Loraux han llamado “la
Atenas burguesa”: una serie de intelectuales que tejen un vínculo directo
entre su propia contemporaneidad europea y la antigüedad clásica, una
identidad estrecha, continua y sin fisuras –solamente interrumpida por
el hiato de la Edad Media– que habilita a expresiones como las del mar-
qués de Condorcet, para quien la caída de las monarquías en la Grecia
antigua supuso “la primera página de nuestra historia”3, o las de Lavisse,
quien a fines del siglo XIX dirá que “nuestra historia comienza con los
griegos”4. Incluso, este tipo de acercamiento ha caminado de la mano
del racismo característico de la Europa imperialista en una concepción
eurocéntrica y evolucionista que Bernal (1993) ha combatido con su
Black Athenea. En síntesis: los griegos, nosotros.
No obstante, esta perspectiva, como “un efecto de la conmoción
sufrida por la cultura europea tras la Primera Guerra Mundial” (García
Gual 1984, 25), comenzará a ser cuestionada a través del renovado
“diálogo” desarrollado entre antropología y estudios clásicos5. El período
de entreguerras se caracterizó por el aislamiento y la especialización de
las disciplinas, situación que explica, por ejemplo, el relativo descono-
cimiento sufrido por los descubrimientos sobre la poesía homérica que
Parry (1987) había desarrollado a partir de su estudio de campo con los
rapsodas balcánicos. Sin embargo, para la segunda posguerra aparecen
trabajos que reinstalan el diálogo como The Greeks and the Irrational, de
Dodds (1980 [1950]), donde se estudian aspectos de la experiencia griega
dejados de lado previamente por el excesivo interés en el logos racional o
The World of Odysseus de Finley (1996). En este último, el autor, quien
por entonces trabajaba junto con Polanyi6, hace una relectura de la poesía
homérica poniendo en el centro de la escena tanto las categorías elabora-
das por Mauss (1960, 145-279) acerca del intercambio de dones en las
sociedades “arcaicas” como la importancia de las relaciones de parentesco,
las alianzas matrimoniales y los vínculos ritualizados de hospitalidad en

3 Citado por Vidal-Naquet (1992, 145).


4 Citado por Detienne (2007, 14).
5 Elegimos hablar de “diálogo” deliberadamente ya que el término lo usa Finley (1977,
162). Sin embargo, existieron intentos previos de integrar ambas disciplinas, como
el realizado por Engels (1992) que trabajó sobre la comparación de Morgan (1975)
entre griegos, indios, germánicos y polinesios. Según Cartledge (1995, 17), para 1898,
la relación entre la antropología y los estudios clásicos se encontraba establecida, con
referentes como Maine, Fustel de Coulanges, Frazer, etc.
6 La influencia de Polanyi guiará durante algún tiempo las investigaciones de Finley (1970;
1986b). La antigüedad griega no era un campo extraño para el científico húngaro; cf.
Polanyi, Arensberg y Pearson (1976, 111-144) y Polanyi (1994). Para la misma época,
Redfield (1989, 60-79) también se interesaba por Grecia.

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 121


la estructuración de la “sociedad del oîkos”. En cierta medida, los trabajos
de Dodds y Finley se pueden pensar como continuadores de lo que se
había llamado en la primera mitad del siglo la “Escuela de Cambridge”
–fuertemente reprendida por el clasicismo tradicionalista7– integrada
por, entre otros, Harrison, Cornford y Murray.
Durante los sesenta, comenzó a gestarse aquello que los estudiosos
angloparlantes llaman la “Escuela de París” (Humphreys 2004, 23; Cart-
ledge 1995)8. Se trata de la “escuela” originada a partir de los trabajos
de Vernant cuya formalización institucional se dio hacia 1964 con la
fundación del Centre de recherches comparées sur les sociétés anciennes.
Discípulo de Gernet –de algún modo el fundador de la antropología
histórica de la Grecia Antigua–, Vernant sumó a las enseñanzas de su
maestro9 la influencia del materialismo histórico y de la antropología
estructural de Lévi-Strauss. Su principal mérito consistió en poner en
diálogo a la tradición mitológica con otras fuentes para dar cuenta de
diversos ámbitos de la vida social, material y mental de los griegos10.
Así, su propuesta interpretativa del mito no consistió en su análisis en
el propio contexto mitológico –y en ello rompió con la metodología
levistraussiana– sino que intentó rastrear en la mitología un mensaje
que pudiera decir algo, verdadero o falso, sobre el mundo, los dioses o
el hombre griego; es decir, el mito como hecho social (Vernant 1982,
171-220). Esta doble ruptura operada por Vernant –que se puede rela-
cionar claramente con la lectura que el propio Clastres (2001 [1980],
169) hizo de los mitos– fue enunciada sintéticamente por Vidal-Naquet
(1983, 12), otro miembro del Centre, cuando advirtió el peligro tanto
de un “análisis estructural de los mitos, separado del estudio de las
prácticas sociales” como de “la historia institucional, social, económica”
no acompañada del “estudio de las representaciones que acompañan y
hasta penetran las instituciones y las prácticas del juego político y social”.
Luego del sintético pero novedoso Los orígenes del pensamiento griego de

7 Finley (1977, 156-184); Cartledge (1995, 18); Turner (1981, 121-134); Kluckhohn
(1961); García Gual (1984, 27).
8 Una “escuela” particular ya que sus miembros desarrollan perspectivas heterogéneas; cf.
Azoulay e Ismard (2007, 280). Véase el prólogo de A. Iriarte en Loraux (2008a, 10-11).
Sería más adecuado hablar de “observatorio” que de “escuela”, ya que lo que caracteriza
al Centre no es una perspectiva común sino, más bien, un determinado modo de “mirar”;
cf. Iriarte (2010; 2011, 93-125).
9 Vernant (2002, 32). El propio Vernant ha prologado un libro que reúne los trabajos más
importantes de Gernet (1980, 7-11); cf. Humphreys (2004, 76-106).
10 Vernant (2002; 2008 [1998]) ha titulado Entre mito y política a su autobiografía inte-
lectual.

122 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


1962, fue en Mito y pensamiento donde claramente apareció delimitado
un verdadero programa de investigación que guió gran parte de los
trabajos posteriores tanto del Centre como del propio Vernant (1992;
2001; 1993, 14). Su propuesta, resumida en la frase “Back to the greeks!”,
buscaba entender a los griegos como unos “otros” lejanos pero cercanos
a la vez (Vernant 2001, 14; cf. Loraux 2008a, 29-49).
Pensar en la alteridad del hombre griego caracterizó a los estudios
de la “Escuela de París” en un contexto intelectual parisino en el que la
lucha anticolonialista se encontraba en el centro de la escena11. Como
ha destacado Loraux (2008a, 33), “lo que nos sedujo y retuvo fue, sobre
todo, la promesa de alteridad”. En base a este programa, el Centre ha
venido impulsando estudios sobre la antigüedad clásica que buscaron,
desde diferentes problemáticas, deconstruir la tradicional visión del
“milagro griego” (cf. Vidal-Naquet 1992, 210-227) para encontrar en el
estudio de lo marginal, de lo excluido, de los ritos y de la mitología, la
alteridad olvidada por la historia clasicista tradicional12. Así, se hacía del
griego un “otro” en el mismo sentido que lo eran las tribus africanas, los
indios americanos, los chamanes, etc. y, por ende, podía ser estudiado a
partir de las mismas herramientas teóricas y metodológicas. En síntesis:
los griegos, los otros.
Pero no sólo los filólogos e historiadores de la “Escuela de París” adop-
taron enfoques antropológicos sino que también los propios antropólogos
se interesaron en la antigüedad helena13. En síntesis, la antropología de la
ciudad griega constituye actualmente un campo de estudio amplio14 que
se ocupa de una variada serie de problemáticas en tanto, hoy, la actitud
frente a la “etnologización” del estudio de la Grecia antigua tiende a

11 En este sentido debe destacarse la adaptación hecha en 1965 por Sartre de Las Troyanas
de Eurípides en clave tercermundista (cf. Loraux 2008a, 35). Este clima no era exclusi-
vamente francés, como lo demuestran las incursiones cinematográficas de Pasolini en la
temática trágica clásica: Edipo, hijo de la fortuna (1967), Medea (1970) y Apuntes para una
Orestíada africana (1970). En ellas aparece una lectura irracionalista, antieurocentrista y
de alteridad que bien podríamos caracterizar como un acercamiento “antropológico” a
la tragedia griega, cf. Sedeño Valdellós (2008); Berti (2008); Fernández Zuleta (2007).
12 Los discípulos de Gernet (1983) titularon Les Grecs sans miracle a una compilación de
sus artículos.
13 Sólo como muestra, véanse los trabajos de Terray (1987/9; 2009), Godelier (1989, 240-
259), Goody y Watt (1996).
14 Cf. Humphreys (2004), Kluckhohn (1961), Redfield (1991) y el volumen colectivo
editado por Cartledge, Millett y von Reden (1998). Meier (1985; 1990) ha desarrollado
una importante renovación de los estudios de la política griega desde una perspectiva
antropológica.

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 123


ser de cierta aceptación15. Pero esta “ciudad de los antropólogos” suele
tomar en cuenta lo político relegando a la política, desplazando a la his-
toria por la siempre acechante “tentación funcionalista” (Loraux 2008a,
44)16. Desde nuestra perspectiva, creemos que un estudio conjunto de lo
político y de la política en la ciudad clásica debería enriquecer nuestra
capacidad de entender. Un análisis institucional de la pólis y de sus co-
yunturas políticas se vería indudablemente beneficiado por los estudios
de lo político elaborados a partir de modelos antropológicos. Por nuestra
parte, intentaremos utilizar modelos desarrollados por la antropología
ya no para entender el mundo marginal de la ciudad clásica sino uno
de sus puntos nodales: el funcionamiento político. Haciendo esto se
puede “volver a politizar la ciudad” (Loraux 2008b, 43-59; cf. Terray
1987/9, 24) para comprender el desenvolvimiento de las instituciones
y de la política ateniense –y no sólo su “mito” y la “ritualidad cívica” al
servicio de la cohesión social– sin que por ello Atenas deje de ser una
“ciudad de antropólogos”17.
En este sentido, tomar en cuenta la antropología política de Clastres
será un primer paso para entender a la democracia ateniense desde esta
perspectiva. Si bien para algunos podría resultar arbitrario o impertinente
–de hecho ha sido un camino casi inexplorado por la historiografía18–,
contamos con lo que constituye un antecedente importante: hace casi un
cuarto de siglo Loraux (2007 [1987], 243) afirmó que “leyendo a Clas-
tres, un historiador de Grecia se encuentra como en tierra conocida”.

15 Castoriadis (2005, 98) afirmó que “tampoco se podría oponer la menor objeción al
procedimiento de aplicar al mundo griego métodos aplicados a los aruntas o los babilo-
nios”.
16 Para las características y diferencias entre la política y lo político desde Schmitt, véase
Marchart (2009, 13-86). En términos generales seguimos a Loraux (2008a, 44) y su
distinción, algo esquemática, pero útil: “[los antropólogos de la ciudad clásica se han
ocupado] de lo político más que de la política […] de la relación con el poder en su
temporalidad más que de los eventos relacionados con cambios de dirigente y de cons-
titución”. Cf. Meier (1990, 3-7, 13-19).
17 Azoulay e Ismard (2007) han hecho una reciente síntesis de estos dos modos, institucional
(“ciudad de los juristas”) y antropológico, de entender el lugar de la política y de lo po-
lítico en la Atenas clásica. Murray (1990, 3) identificó los distintos acercamientos con
tradiciones nacionales: “To the German the polis can only be described in a handbook
of constitutional law; the French polis is a form of Holy Communion”. Por su parte,
Loraux (2008b, 16-21) divide entre la “ciudad de los historiadores” y la “ciudad de los
antropólogos”.
18 Es casi imposible encontrar a Clastres citado por los especialistas de la antigüedad griega.
Morris (1991, 49) es una muestra y, a la vez, una excepción: si bien reconoce que “To
borrow Clastres’ phrase, the polis was a case of «society against the state»”, el autor no
profundizó nunca esta línea interpretativa.

124 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


La jefatura salvaje y el liderazgo político en la democracia
ateniense

En primer lugar, se debe decir que toda indagación sobre el poder


político, en tanto implica preguntarse por las relaciones de dominio y
coacción, debe ponerse en relación con la problemática del Estado; así
lo era para Clastres (2001 [1980], 175) aunque se haya mostrado crítico
de la imposibilidad occidental de pensar “el poder sin su predicado, la
violencia” (cf. Clastres 2008 [1974], 10-12, 15, 20). No es aquí el lugar
para abordar la cuestión estatal en la pólis griega –que hemos tratado en
otro lugar (Paiaro 2011a; 2012a)– ya que excedería los objetivos de este
artículo. Sin embargo, es necesario formular algunas precisiones para
enmarcar la cuestión. Al respecto, se destaca una serie de trabajos de
Berent (1996; 1998; 2000a; 2000b; 2004; 2006) en los cuales se plantea
que las póleis griegas no eran sociedades estatales en tanto respondían, por
el contrario, al modelo que los antropólogos denominan stateless commu-
nity. Si bien se han formulado críticas tanto teóricas como empíricas a
los postulados de Berent19, lo importante para nuestro propósito actual
es resaltar que encontramos cierta aplicabilidad de sus tesis, aunque, no
para entender la totalidad de la pólis –que desde nuestra perspectiva no
debería categorizarse como una stateless community–, sino para analizar
las relaciones que se entablan entre los ciudadanos de la democracia.
Creemos que la sociedad ateniense no cumplía con las condiciones de
lo que para Clastres (2001 [1980], 111-112, 115, 122, 143, 158, 175-
176) eran las “sociedades primitivas” en tanto “sociedades sin Estado”
que no poseen “un órgano de poder político separado” ni presentan una
división “entre dominadores y dominados” por lo que “son homogéneas
en su ser, indivisas”. La existencia de esclavos, metecos, mujeres y so-
metidos al imperialismo ateniense –todos ellos carentes de los derechos
de ciudadanía que aseguraban la capacidad de acción política– hacen
impensable a la demokratía bajo tal modelo20. Sin embargo, algunas
pautas descriptas por el antropólogo francés para explicar las “sociedades
indivisas” pueden ser de utilidad para aprehender lo que para nosotros

19 Los argumentos de Berent dieron lugar a un intenso debate actualmente en curso. Véase
Paiaro (2011a; 2012a), con bibliografía actualizada.
20 Runciman (1990, 348) y Hansen (1993) proponen el concepto de citizen-state para dar
cuenta del hecho de que en las póleis son los ciudadanos quienes detentan el monopolio
en el uso de la violencia frente a los excluidos de la ciudadanía.

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 125


es una comunidad indivisa21 que carece de dominadores y dominados: nos
referimos a la comunidad de los polîtai atenienses, el cuerpo político, los
sujetos que disfrutaban de modo igualitario de la ciudadanía.
Para situar aquello que proponemos llamar comunidad indivisa, resul-
ta fundamental partir de la igualdad jurídica y política que se desarrolló
entre los ciudadanos durante la democracia, especialmente –aunque no
exclusivamente– mientras estuvo vigente su fase denominada “radical”
entre las reformas de Efialtes en el 462 y el golpe de los Treinta Tiranos a
fines del siglo V (Mossé 1995, 121-123; Musti 2000 [1995], 189-248).
Dicha igualdad hizo de los sujetos habilitados para la participación
política ciudadanos activos en la administración de la ciudad sin que
sus diferencias sociales, económicas o familiares fueran un criterio limi-
tante22. De este modo, se dio una situación particular dado que entre los
ciudadanos se encontraba ausente la diferenciación jurídica o política que
es común, definitoria y fundamental para las sociedades precapitalistas en
tanto estas suelen partir de ese tipo de escisiones para estructurarse con
sus divisiones clasistas, sus relaciones de dependencia, dominación, coac-
ción y explotación23. Al no existir puntos de anclaje capaces de articular
al interior del cuerpo cívico una escisión entre dominantes y dominados
(o entre quienes ejercen la coerción y quienes están sometidos a ella),
queda abierta la posibilidad de analizar las relaciones entre ciudadanos
valiéndose de las herramientas analíticas brindadas por la antropología
política para aprehender el funcionamiento de las sociedades llamadas

21 Preferimos hablar de “indivisión” y no de “unidad” puesto que consideramos que hay


una voluntad activa y una conciencia por parte de esa comunidad en el sentido de re-
chazar y prevenir su escisión, cf. Clastres (2001 [1980], 202); cf. también Lefort (2007
[1987], 288-291, 303-307) y Loraux (2007 [1987], 256-257). Con respecto a la idea
de “comunidad”, para Clastres (2001 [1980], 199) la “comunidad primitiva” es “más
que los grupos que reúne [familias, linajes, clanes, etc.], y ese plus la determina como
unidad propiamente política. La unidad política de la comunidad encuentra su inscrip-
ción espacial inmediata en la unidad de hábitat: la gente que pertenece a la comunidad
vive junta en el mismo sitio […] Esta determinación trasciende la variedad económica
de los modos de producción, ya que es indiferente al carácter móvil o fijo del hábitat
[…]”. Aquí vemos una analogía respecto de cómo se debería definir la comunidad de
los ciudadanos, donde la característica de grupo local está presente en la apropiación
del suelo –cf. las reflexiones de Padgug (1981)– pero en su aspecto político trasciende el
carácter fijo y por eso resulta un lugar común la idea de que “son los hombres quienes
constituyen la ciudad [ándres gàr pólis]”, Tucídides (7.77.7); cf. Paiaro (2012a).
22 Finley (1986a, 95-128) y Sinclair (1999) constituyen dos aproximaciones clásicas.
23 Wood (2000, 211-276); Plácido (1989, 66-76). Hemos trabajado –Paiaro (2011b)– en
profundidad cómo se constituye la excepcionalidad ateniense en torno a la cuestión de la
coacción extraeconómica a partir de las reformas de Solón en el s. VI. Para un análisis de
la problemática centrado en la cuestión de la dependencia, la explotación y la dominación,
cf. Paiaro (2012b).

126 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


“primitivas”. En función de esto, analizaremos a la luz de la jefatura
“salvaje” determinados aspectos del liderazgo político en la democracia
ateniense junto a los diferentes mecanismos que la demokratía puso en
práctica para evitar la concentración del poder político, es decir, para
continuar siendo una comunidad indivisa.
A pesar de haberse basado en la participación activa y directa de
los ciudadanos en diferentes instituciones colectivas como el Consejo
y los jurados, pero fundamentalmente en la Asamblea24, un aspecto
insoslayable del funcionamiento democrático en la Atenas clásica fue
la existencia de diferentes “líderes políticos” o demagogos25 que, en su
gran mayoría, procedían de las familias tradicionales de la aristocracia26.
Coexistiendo con el activismo político popular, los líderes cumplían un
papel de primer orden –que para Finley (1981, 31-32) era “estructural”
del sistema político (Sinclair 1999, 76)– aunque no ocupaban un lugar
formal en el entramado institucional de la pólis. Pero si, como veremos,
el liderazgo político no se basaba en tener una posición en la estructura
del “Estado” o en cumplir una función “estatal”, ¿cuál era la fuente de
poder de los líderes?, o, mejor aún, ¿se podría decir que, verdaderamente,
tenían tal “poder”? Es aquí donde la antropología política de Clastres
puede ayudar a iluminar la situación.

24 En términos generales, véase la propuesta de Starr (1990, 13-31). Cf. Domínguez Mo-
nedero y González (1999, 138-140), Sinclair (1999, 44-47), Finley (1986a, 135-136)
y Gallego (2003, 95-128). La Asamblea incluso operará, en última instancia, como la
manifestación concreta de la pólis a tal punto que, frecuentemente, el término dêmos
–que entre otros significados designaba a los ciudadanos– es asimilado directamente a la
Asamblea, cf. Hansen (1983, 139-158; 1989, 213-218; 1991, 124-160), Lonis (1983,
105 n.83), Ruzé (2003, 37-53, esp. 50-51), Plácido (1997, 215).
25 El líder político es referido en las fuentes antiguas a partir de diversos vocablos: politeuó-
menos, politikós, prostátes toû démou, rhétor, demagogós, etc.; véase Sinclair (1999, 239
n.4); Connor (1992, 99-119); Hansen (1989, 1-24); Ober (1989, 105-108). Si bien cada
término tiene su propia especificidad y ninguno puede ser traducido sin problemas a la
idea contemporánea de “político”, en adelante utilizaremos indistintamente algunos de
ellos o sus traducciones más cercanas para referirnos a quienes, de entre los ciudadanos, se
destacaban por su participación en las magistraturas, los tribunales, la Asamblea, es decir,
en la vida política ateniense; cf. Hansen (1987, 49-54). Con respecto a “demagogo”, lo
utilizaremos de forma neutral sin tomar en cuenta su frecuente carga negativa; cf. Finley
(1981, 31-32).
26 Al menos hasta la muerte de Pericles y la aparición en la escena de lo que Connor
(1992) llamó “los nuevos políticos” que procedían de sectores sociales más modestos
en lo económico y menos prestigiosos en cuanto a lo familiar; cf. Finley (1981, 28),
Aristóteles (Constitución de los atenienses, 28.1) y Rhodes (1981, 344-351). Algunas de las
características de los “nuevos líderes” aparecen enunciadas en las fuentes: Aristófanes (Los
caballeros, 180-222); Eúpolis (fr. 117 Kock) y Aristóteles (Constitución de los atenienses,
28.3-4). Para Ober (1989, 84-103) la élite ateniense se adapta a la democracia y encuentra
en el liderazgo de las masas un lugar para continuar participando políticamente.

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 127


En su análisis de la jefatura indígena, Clastres (2001 [1980], 112-
114, 116, 123, 127-128, 144; 2008 [1974], 11, 26-28, 33, 41, 175-176)
habla de “esa exótica particularidad de las sociedades primitivas” en las
que “aquellos que llamamos líderes están desprovistos de todo poder”
puesto que “no dispone(n) de ninguna autoridad, de ningún poder de
coerción, de ningún medio de dar una orden”, en tanto allí “lo político
se determina como campo fuera de toda coerción y de toda violencia,
fuera de toda subordinación jerárquica, donde, en una palabra, no se
da ninguna relación de orden-obediencia”. En virtud de ello, el líder
“nunca está seguro de que sus órdenes serán ejecutadas” y “su poder
depende de la buena voluntad del grupo”, voluntad a la que, por otro
lado, debe someterse si desea continuar en ese lugar y no ser descarta-
do. En síntesis, “el jefe no manda porque no puede más que cualquier
miembro de la comunidad” y “no puede imponerla [su intención] por
ningún medio a la sociedad puesto que […] está desprovisto de poder”.
A su vez, el líder indígena “debe ser generoso con sus bienes” y “sólo un
buen orador puede acceder al liderazgo” en tanto “el talento oratorio
es una condición y también un medio del poder político”. Si bien tal
condición implica que el jefe será escuchado con más interés en virtud
de su prestigio, ello no conlleva en modo alguno “poder” ya que “la
palabra del jefe” no puede nunca transformarse en “palabra de mando,
en discurso de poder”. Por último, si el deseo de poder del jefe se hace
evidente, operan mecanismos para neutralizarlo: “se lo abandona, a veces,
incluso se lo mata” (cf. Gledhill 2000, 31-35, 54-58).
Si pensamos a través de estos postulados en la figura del líder político
de la demokratía podremos ver situaciones y prácticas que funcionan bajo
la misma lógica que las descriptas por el antropólogo francés27. Así, se
puede afirmar que los demagogos estaban, en buena medida, “desprovis-
tos de todo poder”, si entendemos tal “poder” en un sentido restringido28,
es decir, como la capacidad de coaccionar o ejercer la violencia para im-
poner un mandato y obtener obediencia. Al igual que su par salvaje, el
líder político ateniense no disponía de ningún “medio de dar una orden”
y se encontraba incapacitado de imponer mecánicamente su voluntad al
resto ya que no contaba con ningún derecho que lo ponga por encima

27 Toda comparación tiene sus límites y nunca las situaciones son totalmente análogas. Al
respecto, Loraux (2008a, 201-217) ha hecho un elogio del anacronismo y defendido su
uso controlado. Cf. la propuesta de Detienne (2001; 2007).
28 La tradición occidental habría pensado el poder en sentido restringido en tanto inse-
parable de la violencia; pero el poder puede tener un carácter no coercitivo, cf. Clastres
(2008 [1974], 19-20).

128 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


de los ciudadanos comunes (Ober 1989, 108; cf. Gil Fernández 2009,
77) ni disponía de aparato de coerción alguno para forzar la obediencia
del dêmos29. Si bien resultó frecuente que los líderes ocupen diferentes
magistraturas –especialmente las militares30–, su actividad política no
se desarrollaba principalmente desde allí sino, más bien, encontraba su
lugar en los debates que se daban en las instituciones colectivas de la
ciudad, especialmente, en la Asamblea31.
Pero incluso si era seleccionado magistrado –una de las características
de la democracia es que la mayoría de las magistraturas eran elegidas
por sorteo32– la capacidad de mandar del líder democrático era muy
limitada33. Al respecto, Finley (1986a, 34-35) ha hecho una interesante
comparación: frente al imperium del que disponían algunos magistrados
en la República romana y que los habilitaba a ejercer la coercitio contra
los ciudadanos, sus pares atenienses apenas podían “multar a un tendero
delincuente” pero, de ningún modo, ejercer la coerción sobre otro polítes
(cf. Allen 2000, 40-45; Herman 2006, 229-246, esp. 238). A la vez,
las características que tenían las magistraturas contribuían a delimitar
el margen de acción de los magistrados: se trataba de cargos (general-
mente) colegiados, de duración acotada (principalmente anual), en los
que frecuentemente estaba prohibido desempeñar un segundo período,
y que, finalmente, se encontraban sometidos a diferentes escrutinios de
tipo judicial (Ober 1989, 7)34. Es por ello que se puede hablar de un
“poder ejecutivo elidido” en tanto los magistrados no se diferenciarían

29 Berent (2000a, 262; 2000b, 8; 2004, 111), que se basa parcialmente en las reflexiones
de Finley (1979, 34-35). Para Rhodes (2000, 467) ni Pericles ni cualquiera que tuviera
una posición política dominante en Atenas la tenía por disponer de un poder político
formal.
30 Durante gran parte del s. V, a diferencia de lo que sucede desde los últimos decenios de
dicha centuria y durante el s. IV, los roles “político” y “militar” de los líderes se encon-
traban estrechamente vinculados. Sobre los cambios en la “clase política”, véase Mossé
(1995, 131-153), Connor (1992), Sinclair (1999, 239-240).
31 Este rasgo se profundiza con la llegada, en la segunda mitad del s. V, de un nuevo estilo
de liderazgo más volcado a la Asamblea y los tribunales que a las magistraturas. Con la
nota anterior, véase Rhodes (1995, 157).
32 En Heródoto (III, 80.6) el sorteo aparece como uno de los principios de la democracia
para evitar el poder excesivo; cf. Aristóteles (Política, 1273b 40-41, 1274a 5, 1294b 7-9
y 1317b 28-30); Hansen (1991, 235-237); Sancho Rocher (1997, 184-185). Véase en
los Dissoi Logoi 7, los argumentos aristocráticos contra la práctica, cf. Solana Dueso
(1996, 166-171).
33 Para Rhodes (1995, 154) tenían “very little power”.
34 Para Sinclair (1999, 237-238) tales características hacían de unos magistrados tan impor-
tantes como los arcontes, sujetos despojados de “cualquier auténtico poder en términos
de influencia política”. Para los aspectos más relevantes de las magistraturas, véase Hansen
(1991, 225-245). Cf. Gil Fernández (2009, 70-71).

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 129


en mucho del resto de los ciudadanos (Osborne 1985, 9; cf. Berent
1996, 42-43; 1998, 342; 2000a, 260; 2000b, 8; 2004, 111). Esto era
hasta tal punto así que incluso los comandantes del ejército –una de las
pocas magistraturas electivas a través del voto y en las que no existían
límites para la reelección35– tenían “un poder constitucional muy pe-
queño” (Rhodes 2000, 466). Si bien durante las campañas militares los
generales podían tomar algunas decisiones por su cuenta sin necesidad
de consultar a la Asamblea –y recordemos que también el jefe indígena
tenía un poder “hasta absoluto a veces” en tiempos de guerra (Clastres
2008 [1974], 27, cf. 177)–, constituye un dato no menor que luego se
debían refrendar dichas decisiones frente al resto del dêmos reunido en
Asamblea o en los tribunales, pudiendo los responsables sufrir alguna
condena36.
Ahora bien, esa no diferenciación jurídica de los líderes y este carácter
limitado del poder de los magistrados determinaba que el principal locus
de actuación política haya sido la Asamblea y, en menor medida, los
tribunales, el Consejo, etc. Esto se daba en un contexto de plena vigencia
de la isegoría, es decir, del reparto igualitario –entre los ciudadanos– de
la “palabra política”, de la capacidad de hablar y hacer propuestas en la
ekklesía37. En virtud de ello –como sucede con el big-man de Sahlins
(1972, 40-41)– el político en Atenas dependía de su carisma personal
y de su capacidad oratoria de convencer a los polîtai si quería ver sus
pretensiones realizadas. En primer lugar, entonces, se debe decir que en
Atenas un político es, fundamental y principalmente, un buen orador.
Es la persuasión, la capacidad argumentativa, el modo de desenvolverse
en la arena pública –especialmente en la Asamblea– lo que constituye
la principal herramienta con la que cuenta un demagogo. La habilidad

35 De acuerdo con Plutarco (Pericles, 16.3), Pericles fue reelecto general los últimos quince
años de su vida. Cf. Piérart (1974).
36 Tucídides (4.65) relata cómo en el año 424 los generales atenienses pactaron un tratado en
Sicilia, pero al regresar a Atenas el dêmos condenó a dos de ellos al destierro mientras que
a otro le impuso una multa. El propio Tucídides (5.26) fue desterrado por su actuación
en Anfípolis. Cf. Knox (1985, 135, 146). De modo análogo, los jefes tupinambas tenían
una autoridad “indiscutida durante las expediciones guerreras” que, por otro lado, “se
encontraba sometida al control del consejo de ancianos en tiempos de paz”, Clastres
(2008 [1974], 27; cf. 2001 [1980], 113; 2008 [1974], 177).
37 El término isegoría constituye un virtual sinónimo de demokratía y debe referirse con-
juntamente –aunque no confundirse– con el de parrhesía, la libertad de “decir cualquier
cosa” o el “hablar francamente”. Cf. Heródoto (5.78); Nakategawa (1988); Hansen
(1991, 81-85); Griffith (1969, 115-126); Lewis (1971, 129-140); Raaflaub (2004, 96,
222-223); cf. Ober (1989, 78-79, 108), Loraux (2012, 180-181).

130 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


oratoria resultaba central en una “sociedad cara a cara”38 en donde la
política encuentra su lugar en los espacios públicos de debate oral39;
es por eso que un líder (anèr demagogòs) como Cleón es descrito por
Tucídides (4.21.3) como “el más persuasivo para la multitud” (tó pléthei
pithanótatos)40.
Pero, junto a la pericia retórica, son la generosidad y el prestigio
que ella conlleva –o la “explotación del rico por la comunidad” como
llama Clastres a las obligaciones económicas que el líder tiene con la
colectividad– los rasgos que definen al jefe en las sociedades estudiadas
por el antropólogo francés (2001 [1980], 111-116, 144-148, 202; 2008
[1974], 27-37, 175-176) y, en parte, al líder de la demokratía. En Atenas
existían mecanismos tanto voluntarios (evergetismo) como obligatorios
(liturgias) para el desarrollo de la “generosidad” de los ciudadanos “ricos”
con la multitud (cf. Rhodes 1982; Plácido 2006). Si bien no podríamos
afirmar sin temor a equivocarnos que dicha “generosidad” constituye
una “servidumbre” como entre los jefes indígenas (Clastres 2001 [1980],
202; 2008 [1974], 28), es cierto que las cargas económicas que el dêmos
le impone a la élite –o que algunos de sus miembros se autoimponen–
eran percibidas como un sometimiento por el pensamiento oligárquico.
Así, para el Viejo Oligarca (La república de los atenienses, 1.13), mientras
que “el pueblo” (ho dêmos) se enriquece, con las coregías, gimnasiarquías
y trierarquías, “los ricos” (hoi ploúsioi) se vuelven pobres (penésteroi
gígnontai). Pero ello no nos debería hacer perder de vista el carácter ago-

38 Finley (1979, 25-26; 1986a, 109) retoma el concepto de Laslett (1956). Osborne (1985,
65) criticó tal caracterización para la pólis aunque la consideró válida para el demo. Cf.
Hansen (1991, 60), Cohen (2000, 104-129) y Anderson (2003, 2-5).
39 Finley (1981, 29) dirá que “por definición querer dirigir a Atenas implica la carga de
intentar persuadir a Atenas y una parte esencial de ese esfuerzo está en la oratoria”. Para
ello resultaba necesario que los miembros de la élite que quisieran ejercer el liderazgo
tuvieran un determinado tipo de instrucción: Ober (1989, 156-191); cf. Kennedy (1963,
125-133, 154-157, 203-204). En el mismo sentido, Rhodes (2000, 467). Mientras, para
Clastres (2008 [1974], 28), “el talento oratorio es una condición y también un medio
del poder político” entre los líderes primitivos.
40 Véase una buena síntesis sobre la importancia de las capacidades oratorias en un sistema
político que privilegia la toma de decisiones en contextos de audiencias masivas en Ober
(1989, 104-155); cf. Finley (1979, 34-35). Resulta de interés la observación hecha por
Rihll (1993, 86-88) quien, basándose en la distinción de Weber (1964, 938-1046) entre
sociedades en las que el ejército se arma a sí mismo y sociedades en las que es el Estado el
que lo hace, plantea que en las sociedades políadas prevalece la persuasión, mientras que
en las segundas (orientales) predomina el poder despótico. Para Gil Fernández (2009,
74-76) la creencia popular en las virtudes mágicas de la persuasión (peithó) se encontraba
detrás de la “irresponsabilidad del dêmos”, ya que siempre que el pueblo tomaba una
decisión que con el tiempo se mostraba errada, la responsabilidad caía sobre el orador
que había hecho la propuesta en la Asamblea.

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 131


nístico, competitivo y propio de la cultura aristocrática que esta forma
de usar la riqueza tenía para los sectores ricos de la ciudadanía en tanto
mecanismo para la obtención de estima social. Así, las contribuciones
económicas de los ploúsioi41 repercutían positivamente en el “prestigio”
y la consideración que la comunidad tenía con aquellas personas que,
de ese modo, solventaban una serie de diversas necesidades que tenía la
ciudad42. Es innegable que quienes utilizaban una parte de su fortuna
en la ciudad –o en el desarrollo de relaciones de patronazgo con sectores
pobres del dêmos43– aparecían como “benefactores” de la comunidad y
que el “prestigio” que a partir de ello se construía podía influir en su
capacidad de acción política44. A pesar de ello, de ningún modo se puede
decir que la posesión de ese “prestigio” implicaba o devenía en “poder”
(cf. Clastres 2001 [1980], 114, 147). Así, más allá de la citada habilidad
para la argumentación oratoria, el rhétor no podía contar con que su
palabra –y su política– triunfe siempre. Ello implicaba que, por más que
el lógos del líder se haya encontrado cargado de cierto “prestigio” que le
transmite su enunciante, este nunca se transformaba –como propone
Clastres (2001 [1980], 114) para el jefe salvaje– en “palabra de mando,

41 Algunos aspectos económicos del liderazgo primitivo merecen ser tenidos en cuenta.
Leyendo la obra de M. Sahlins, Clastres (2001 [1980], 145) afirma que el big-man
“como no puede explotar a los otros para producir un excedente se explota sí mismo,
a sus mujeres y a sus parientes: autoexplotación del big-man y no explotación de la so-
ciedad por el big-man que, evidentemente, no dispone del poder de obligar a los otros
a trabajar para él”. Aquí el caso de líder político ateniense es diferente; si bien es cierto
que se encuentra incapacitado de explotar a los miembros del cuerpo cívico, sí lo puede
hacer con quienes están excluidos de él, especialmente los esclavos, sin que sea necesario
el proceder a su autoexplotación o la de sus mujeres y parientes. Sobre la cuestión de la
explotación y la imposibilidad de explotar a los ciudadanos, véase Paiaro (2012b).
42 Rhodes (2000, 469-470) sitúa a las liturgias como uno de los mecanismos informales
para sustentar las carreras políticas de los miembros de la élite y destaca su carácter
competitivo. Clastres (2001 [1980], 147) afirma que “la sociedad «ofrece» el prestigio,
el jefe lo obtiene a cambio de bienes”. Estos mecanismos cumplían también la función
de evitar acumulaciones de riquezas consideradas peligrosas para el sistema democrático,
cf. Finley (1986a, 183-186); Ober (1989, 30-31, 199-202).
43 Véanse las posturas clásicas de Finley (1986a, 66-68) y Millett (1989). En Gallego (2008;
2009), Plácido y Fornis (2011) y Requena (2013) se pueden encontrar las discusiones
historiográficas actualizadas.
44 Los beneficios del uso de la riqueza (pública y privada) para sustentar el liderazgo político
son tratados, de un modo grotesco, en Los caballeros de Aristófanes. Paflagonio, caricatura
de demagogo que representaría a Cleón, se jacta de poder reírse del dêmos cuando le plazca
y tener siempre su obediencia ya que sabe “qué bocadillos hay que darle” (710-723).
Luego (773-776) afirma que, cuando fue consejero, “te asigné [al pueblo] en el erario
público dinero de a montones, presionando a unos, agobiando a otros, reclamando a los
de más allá […] con tal de serte grato” e inicia una disputa con el Morcillero en donde
en diversos pasajes se ofrecen regalos y adulaciones al dêmos para obtener su favor (747-
1263).

132 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


en discurso de poder”, ya que “el punto de vista del líder sólo será escu-
chado cuando exprese el punto de vista de la sociedad como totalidad”
(aunque pensando en Atenas deberíamos reemplazar “la sociedad” por
“los ciudadanos”)45.
Pero si, por un lado, todos estos elementos contribuían a elidir el
“poder” de los líderes y magistrados en la Atenas clásica, por otro lado
la demokratía contaba con toda una serie de mecanismos que buscaban
operar activamente para evitar la concentración del poder y se orien-
taban a la vigilancia de los magistrados, de los líderes políticos y de los
sectores ricos de la ciudadanía (Finley 1979, 34-38). Más arriba hemos
citado que, según Clastres, si el “deseo de poder” del jefe se tornaba
evidente para la comunidad, la sociedad tendía a neutralizarlo a través
del abandono o, incluso, del asesinato. En este sentido, creemos que
en la democracia ateniense funcionó una lógica propia de la “sociedad
contra el Estado” en tanto existieron mecanismos que conscientemente
operaban para evitar la división entre gobernantes y gobernados, es decir,
para impedir la escisión de aquello que hemos definido como comunidad
indivisa46. En síntesis, el poder se utilizaba para neutralizarse en tanto era
la comunidad la que ejercía el poder sobre los líderes y no viceversa47. Por
esto, para Finley (1981, 26), “tensión” es la palabra que mejor define a
la situación del político en la democracia (cf. Finley 1979, 27).
Existieron, entonces, una pluralidad de dispositivos que buscaban
mantener la isonomía, la igualdad política, evitando, de ese modo, la
concentración del poder en un ciudadano o en un grupo reducido de
ellos48. Si bien no podemos tratar aquí el tema de modo extenso, creemos

45 Como ha propuesto Rhodes (2000, 474), inclusive las más importantes figuras políticas
de Atenas, “they could not be sure of getting the decision they wanted every time”; cf.
Finley (1979, 34) y Herman (2006, 221). En línea con el planteo que venimos soste-
niendo, para Berent (1996, 57) el objetivo del liderazgo político no sería imponer un
orden sino, más bien, coordinar una acción común.
46 Al respecto, Picazo (2013) destaca que el igualitarismo no es solamente ausencia de
desigualdad sino que es necesaria la existencia de mecanismos que eviten la aparición
de las diferencias. Para Berent (2000a, 258) se trata de un tipo de sociedad que “resiste
la coerción” del poder político.
47 Clastres (2001 [1980], 159); cf. Vernant (2008 [1998], 135-138, 143). Es por eso que
para un pensador oligárquico –Pseudo-Jenofonte, La república de los atenienses, 1.8– “el
pueblo no quiere ser esclavo, aunque la pólis sea bien gobernada, sino ser libre y mandar
[eleútheros eînai kaì árkhein]”.
48 Para Picazo (2013) estos mecanismos serían formas residuales de algún período en el
que existieron formas de igualitarismo social o político. Acordamos plenamente con
Finley (1981, 33) cuando afirma que “el ostracismo, el llamado graphé paranómon y el
escrutinio formal popular de los arcontes, generales y otros oficiales fueron introducidos
deliberadamente como dispositivos de seguridad, contra el poder excesivo de un individuo
(potencial tiranía)”. Cf. Musti (2000 [1995], 16-17).

Pierre Clastres y las sociedades antiguas 133


que enunciar alguno de estos mecanismos es suficiente para explicitar
la lógica común con la que operan. En cuanto a los magistrados (y toda
aquella persona que cumpla una función pública), se debe decir que
estaban sometidos a una inspección previa a asumir (dokimasía) y a la
rendición de cuentas al final de su mandato (euthýna) (Roberts 1982;
cf. Hansen 1991, 222-224; MacDowell 1978, 170-172) y podían sufrir
multas, confiscaciones de propiedad, pérdida de los derechos de ciudada-
nía (atimía), exilio, ejecución y otro tipo de penas49. A su vez, particular
mención merece el ostracismo en tanto arma en manos del dêmos, espe-
cialmente creada para custodiar la isonomía y evitar el surgimiento de
potenciales tiranos en las figuras de sujetos que concentrasen un poder
considerado excesivo en la arena política. No es un dato aleatorio el
hecho de que el ostracismo se desarrolle acompañando a la democracia
en sus sucesivas etapas de nacimiento, auge y declive durante el siglo V50.
Pero estos mecanismos de control no necesariamente consistían en proce-
dimientos institucionalizados ya que existían otros, externos a la politeía,
que ayudaban al control sobre los líderes, como el caso de los “rumores
públicos” (Larran 2011; cf. Hunter 1994, 102-116), de la “justicia
popular” (Forsdyke 2012, 144-170), de la construcción de la figura
del héroe trágico en las representaciones teatrales51 y el de los llamados
“sicofantas”, estos últimos, interpretados por Osborne (1990) como un
activo dispositivo democrático de regulación política52. Por último, y
sin ánimo de ser exhaustivos, creemos que una pequeña muestra puede
resultar ilustrativa de la importancia de este tipo de mecanismos: a lo
largo del siglo V fueron multados, ostrastizados, exiliados o ejecutados,
entre otros, líderes tan importantes como Milcíades, Arístides, Temís-
tocles, Cimón, Tucídides (hijo de Milesias), Pericles, Sófocles, Tucídides
(hijo de Oloros), Cleón, Nicias, Demóstenes, Hipérbolo, Alcibíades,
Pisandro y Terámenes53.

49 Sobre “los riesgos de la jefatura”, véase Sinclair (1999, 237-280, 291-301); cf. Finley
(1981, 33); Rhodes (1995, 157-158). Gil Fernández (2009, 88-89 n.28) demuestra que
las penalizaciones solían recaer más sobre los magistrados que sobre los demagogos.
50 Hemos desarrollado una línea argumentativa acorde a lo que planteamos aquí en Paiaro
(2012c), con bibliografía.
51 En la tragedia, la figura del tirano funciona como un espejo del oligarca de finales del
siglo V y contrasta con el ideal de ciudadano democrático: cf. Sancho Rocher (2009,
33-34) y Gallego e Iriarte (2009, 106-118).
52 Cf. las reservas de Harvey (1990).
53 En Knox (1985) se encuentra sistematizada la información pertinente. Cf. Herman
(2006, 226) y Sinclair (1999, 293-295).

134 D. Paiaro / Salvajes en la ciudad clásica...


En síntesis, creemos que eso que proponemos llamar comunidad
indivisa, el cuerpo cívico durante la democracia ateniense, funcionó
a partir de una lógica semejante a aquella que Clastres descubrió entre
las “sociedades primitivas”. Como los indígenas estudiados por el antro­
pólogo francés, esta comunidad indivisa intentaba, en última instancia,
“el no ser gobernado preferentemente por nadie” (Aristóteles, Política
1317b 10-15; cf. 1291b 30). Resulta paradójico que, habiendo sido
tan perspicaz para entender la política de los “primitivos”, Clastres no
haya reparado que los atenienses se encontraban mucho más cercanos
al indígena guaraní que a la figura del Uno54.

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