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Cultura y vida cotidiana

En tiempos de la postfotografía: inmaterialidad y


mercado
Fernando Bustos Gorozpe

La llamada postfotografía ha abierto nuevas formas de relacionarnos con la imagen y,


por tanto, de representarnos a nosotros mismos. Una lógica de mercado parece
subyacer al nuevo régimen de visibilidad de nuestros tiempos. El siguiente ensayo
explora los vericuetos de estas transformaciones no sin definir con precisión los
conceptos que las enmarcan y determinan.

Nuevas dinámicas de visibilidad


Son varios los autores y fotógrafos que coinciden en clasificar la foto actual, realizada con
dispositivos digitales, como postfotografía. El prefijo (post) no hace exactamente referencia al
mero acontecer cronológico de estas nuevas imágenes que no requieren ser impresas, sino a
la ruptura que establecen con relación a lo que significó la foto durante décadas. Las lógicas
de la visibilidad, de la representación, de la memoria y de la ritualidad ancladas a la fotografía,
son hackeadas por los nuevos dispositivos que, así como nos facilitan el hecho de tomar
fotos, también nos empujan a capturar el mundo y a capturarnos en relación con éste.

La fotografía y el cine son quizá las dos disciplinas artísticas con mayor hegemonía en la
actualidad. No es gratutito. Ambas son dependientes de la imagen y de las pantallas. Son las
disciplinas que mejor han establecido una conexión con las generaciones actuales y venideras
y, aun cuando la mirada ortodoxa y con olor a naftalina critique a las nuevas generaciones
por estar absortos en la pantalla de su teléfono celular, la realidad es que no hay escapatoria,
como enunciara el fotógrafo László Moholy-Nagy: “no el que ignore la escritura, sino el que
ignore la fotografía, será el analfabeto del futuro”. Y estamos en el futuro.

Por supuesto el éxito de las pantallas está en buena medida regulado por el capital. Es éste el
que se ha beneficiado principalmente de las dinámicas de la visibilidad. A nivel político ha
resultado más sencillo controlar la psique que el bios, y la vista ha resultado ser una de las
mejores vías. Desde Aristóteles ha quedado en claro que somos una sociedad ocularcentrista.
Se le ha dado primacía a este sentido sobre los otros por la capacidad con que registra el
mundo. A diferencia de otros sentidos, la vista nos provee de mayor información en menor
tiempo, y con el paso del tiempo, incluso se le ha tomado como dictaminadora de la verdad
(lo verdadero es aquello que puede ser visto).

Pero las imágenes a las que nos enfrentamos trabajan desde hace tiempo con ciertos
regímenes oculares que han condicionado nuestra vista y la forma en que disfrutamos las
imágenes y entendemos el mundo, tal es el caso de la incorporación de la perspectiva lineal,
aquella que presupone la idea de horizonte, linealidad y plano. Sobre esto, Hito Steyerl
comenta que:

la perspectiva lineal se basa en varias negaciones decisivas. En primer lugar, se ignora


característicamente la curvatura de la Tierra. El horizonte se concibe como una línea
abstracta en la que convergen todos los planos horizontales. Además, como demostró Erwin
Panofsky, la construcción de una perspectiva lineal decreta como norma el punto de vista de
un espectador inmóvil con un solo ojo; y este punto de vista se asume como natural,
científico y objetivo.1

Las imágenes que nos asedian nunca son realmente objetivas, ni nos muestran el mundo tal y
como es sin mediación del hombre. Siempre hay una subjetividad, un intermediario y sobre
todo, una lógica escópica que ha tenido impacto directo sobre el goce de la vista. Somos
voyeristas, quizá por naturaleza. Nos causa placer ver y en un segundo momento, ser vistos.
La fotografía y el cine satisfacen precisamente nuestra pulsión escópica. El registro de los
afectos de la mirada.
László Moholy-Nagy , “Mecánica humana”, circa 1920. Fuente: Heckman Digital Archive.

Con la aparición de la fotografía, la pintura quedó relegada como principal seductora de la


mirada (luego del mundo). Ésta se erigió como documento que permitía registrar el mundo,
capturar instantes en el tiempo y representar al hombre. Sus primeros años, para el público en
general, para el espectador, fueron más el resultado de una operación mágica que científica.
Walter Benjamin lo dijo así: “la diferencia entre la técnica y la magia es enteramente una
variable histórica”.2 Ahí, en ese papel fotográfico, en la foto, estaba una captura del mundo
destinada a la inmortalidad. La foto estaba ahí como emblema de solemnidad, de
documento que registra la historia. El fotógrafo aparecía entonces como un ente
especializado en la materia. No cualquiera podía hacer uso de la tecnología ni mucho menos
revelar el material: era un conocimiento velado.

Homo photographicus: la desritualización de la fotografía


Sin embargo, con la aparición de los dispositivos digitales, la imagen, sobre todo la fotografía,
sufrió un cambio que muchos teóricos no vieron venir. Las cámaras digitales facilitaron la
actividad de fotografiar. No hacía falta ningún conocimiento en la materia: la configuración
de ciertas cámaras le daba casi a cualquiera la posibilidad de tomar una buena foto y
almacenarla en su computadora. La idea del revelado comenzó a ser sustituida por la de
impresión, que tampoco era obligatoria, pues el álbum de fotos pronto perdió su uso y su
valor común. La imagen digital dejó atrás la cifra material. Es más fácil conservar las imágenes
en la computadora o en las redes sociales que imprimirlas y después ponerlas en un álbum.
La fotografía análoga se tomaba bajo la lógica de ser revelada, su destino era la materialidad.
En el mundo digital, en cambio, las fotografías fijaron su destino incierto: pueden ser impresas
o no, archivadas en dispositivos y redes sociales o bien ser borradas. La imagen digital, en
varios casos, ya ni siquiera se ejecuta bajo la idea de ser vista. Hoy en día tomamos más fotos
de las que subimos a redes sociales, más de las que luego nos detenemos a revisar, pues,
siguiendo a Joan Fontcuberta, “las fotos ya no se hacen para ser vistas, sino que se han
convertido en una ocupación que va mucho más allá de sus usos originales (la
representación, la memoria, etcétera) para convertirse en sí misma en una actividad
inalienable de la propia vida”.3
Hay un cambio significativo. Un antes y un después que es importante puntualizar. La
postfotografía ha desritualizado a la fotografía. Walter Benjamin ya había anotado que con la
reproducción mecánica “la obra de arte se emancipa de su existencia parasitaria dentro del
ritual”.4 Sin embargo, a pesar de la reproducción, la foto guardó solemnidad durante varias
décadas. A pesar de que todo es fotografiable, sólo se retrataba aquello que estaba signado
como memorable: guerras, cumpleaños, reuniones, encuentros diplomáticos y, sobre todo, lo
que pareciera bello al ojo humano. La fotografía analógica, como ha precisado Joan
Fontcuberta, significaba fenómenos; la digital, conceptos.5

Lynn Gilbert, “Retrato de Susan Sontag en su casa”, 1979. Fuente: Wikimedia

Susan Sontag, en su famoso libro Sobre la fotografía escribía lo siguiente: “Para ser legítima
como arte, la fotografía debe cultivar la noción de foto como auteur”.6 A lo que se asiste en la
postfotografía es, en buena medida, al desdibujamiento de esta figura. Sabemos que aún
existe esa especie en peligro de extinción: los fotógrafos profesionales, aquellos que tienen
estudios en la materia y que usan cámaras especializadas (en México, por ejemplo, los
mexicanos Santiago Arau, Dominic Bracco, Adriana Zehbrauskas, Daniel Berehulak o Brett
Gundlock, por citar a los más recientes). No obstante, la mayoría de las imágenes que circulan
en internet, el mayor registro fotográfico que se hace a diario, es creada por usuarios
comunes. La fotografía digital posibilitó la emergencia del homo photographicus que, a
diferencia del auteur, de esa foto que guardaba sacralidad, toma fotos con otra finalidad (no
se fotografía esperando que la captura aparezca en una revista o en un museo, hay otros
motivos). En la medida en que la foto digital significa conceptos, ésta se ha afianzado un uso
conversacional en las generaciones actuales: nos comunicamos también a través de fotos. Y
las fotos han roto con ese papel ritual. No hay necesidad de materialidad, ni de solemnidad, ni
de registrar sólo fenómenos, ni tampoco se requiere forzosamente al auteur especializado. La
fotografía ya es dominio de todos. Y en el uso cotidiano desritualizado, como apunta otra vez
Fontcuberta, “lo primordial ya no es imprimir la imagen, sino enviarla integrándola en un
proceso conversional”.7

Selfie: editarse a uno mismo


El papel que juega la selfie en la vida cotidiana no es de extrañar. Es el pináculo de la
postfotografía. Este tipo de foto no sólo es posible en la era digital, existe desde la era
analógica aún cuando el término fue acuñado por primera vez en el año 2002.8
Fontcubertamenciona al pintor Edvar Munch como el precursor de la selfie en 1908.9 Sin
embargo, con la llegada de los teléfonos inteligentes que integraban una cámara frontal, este
tipo de foto se hizo más frecuente. La intención primera era usar esta cámara para realizar
videollamadas, pero atendimos a ésta como quien atiende al espejo en búsqueda de un
reflejo válido. Durante años, la ciencia ficción y los futurólogos fantasearon con el poder de la
videollamada, pero cuando la tecnología estuvo ahí, los usuarios encontraron en esta cámara
un nuevo uso que los creadores, científicos e ingenieros no anticiparon. La experiencia del
usuario (la apropiación de la tecnología por parte de quien la usa) encontró en ésta nuevos
elementos. La cámara frontal sirvió entonces para alimentar a los narcisos y también como
herramienta para responder a una necesidad de comprenderse a uno mismo, por eso lo que
se desplaza de primer plano en la selfie es el mundo. El “yo” en primer plano y el mundo en
segundo. La selfie tiende no tanto a mostrar el mundo sino a mostrarnos en el mundo. No
mostrar fenómenos como lo hacía la fotografía analógica, sino nuestra participación en ellos.
La selfie aparece como corroboración de existencia, de rastro en el mundo y como historia de
vida. No parece cosa menor, pues a pesar de las críticas negativas que este tipo de foto recibe
(aún más aquellas que son tomadas frente a un espejo y a las que Fontcuberta se refiere con
el nombre de “reflectograma”), parece instinto humano atender a nuestro reflejo en busca de
explicaciones, entendernos con las deformaciones de nuestro rostro, con aquello que nos
excede (la mueca), saber cómo nos vemos cuando estamos felices y cómo cuando estamos
tristes. Más de uno se ha visto al espejo llorando. Más de uno se ha fotografiado llorando. Se
trata de una apropiación contemporánea del principio griego del gnothi seauthon. No
atender al encuentro de nuestra imagen sería quizá una maldición, como en el caso
mitológico de los vampiros.10

En el entramado de lo que significará la memoria en el futuro, no es difícil imaginar que las


generaciones venideras nos conocerán a través de todas esas imágenes y publicaciones que
habitan nuestras redes sociales. Esos sitios serán ruinas que nuestros nietos, bisnietos y demás
podrán visitar para saber quiénes fuimos y cómo era nuestra forma de vida. La selfie y todas
las ráfagas de imágenes que tomamos, serán el alimento de todas esas generaciones. El mayor
compendio informático que también está atiborrado de basura. Pero la selfie quedará como
constancia de la subjetividad en el tiempo. La postfotografía se convertirá en museo virtual
que permitirá asomarse al pasado con la ventaja de brindar conocimiento del contexto (un
poco como sucede en la película Ready Player One donde la gente puede visitar una especie
de memorial en la que se puede acceder por fechas a lo que hizo una persona). La
postfotografía también es una extensión de la memoria. Fontcuberta menciona que “la
fotografía nos hablaba del pasado, la postfotografía del presente”.11 A esto sería conveniente
apuntar que, a pesar de que habla del presente mismo (del instante puro) también es una
foto pensada, en la mayor de las veces, para el escrutinio público y que por ende se construye
también bajo una dinámica de mercado, es decir, no sólo para el presente, sino también para
el futuro. La postfotografía es servil, más que nunca, de ciertas lógicas tanto de la visibilidad y
la enunciación, como del capital. Nos interesa entendernos y situarnos, pero también lograr
una edición de nosotros mismos.

Instagram, Youtube y la mercantilización del yo


La selfie y el reflectograma nos han brindado, por primera vez, la oportunidad de ser
“responsables y dueños de nuestra imagen”.12 El emisario es el principal receptor del mensaje,
y antes de que se publique una autofoto, ésta debe superar cierto estándar. De ser necesario,
la foto se puede repetir varias veces hasta llegar a la toma adecuada. Hay reconocimiento de
uno mismo pero también una mentira primordial. Lo que dejamos que se escabulla al mundo
no es una imagen cualquiera de nosotros, sino la mejor representación de nosotros mismos
bajo el ideal del yo.

La postfotografía es todo aquello que escapó de las lógicas con las que se pensó la foto en el
sentido canónico. La postfotografía también ha generado otros cambios y evoluciones hacia
otras nuevas visualidades como lo son los vlogs (blogs en formato de video como cualquier
canal de algún youtuber) o las “instahistorias”, que han llevado a los sujetos a vivir bajo un
estado de reality show personal y permanente. El exponencial éxito de los youtubers frente a
los programas televisivos clásicos se debe, en buena medida, a que se atiende la visibilidad de
la vida del youtuber en cuestión, pero ¿qué es un vlog sino una selfie ininterrumpida? ¿qué son
las “instahistorias” sino un mero compendio de lo más atractivo de nuestra vida, en términos
de mercado (nuestros seguidores), para hacer más vendible nuestra persona?
Las redes sociales en general, pero principalmente Instagram y Youtube, son las plataformas
de la postfotografía. Todos pueden subir ahí su visión del mundo. Es interesa destacar la
estructura que subyace a la plataforma, es decir el proceso de edición: en el caso de
Instagram, los filtros, los balances, las escalas y, ahora en sus “instahistorias”, el tipo de historia
que se quiere subir y compartir acompañada de otros filtros. Nuestro feed se convierte ya no
sólo en un sitio de imágenes conversacionales sino en uno de comercio. La imagen
conversacional es la que mandamos primariamente vía mensajes. Pero la que encontramos en
sitios como Instagram, aunque esté inmersa en un canal comunicativo, es soliloquio a la
espera de seducir a alguien, por eso los hashtags, o el poderles poner ubicación a las fotos.
Son códigos que atraen espectadores.

En la era de la postfotografía la imagen, además de ser conversacional, ha devenido


instrumento de comercio (que no es lo mismo que la imagen de la publicidad). Y lo que se
comercia es nuestra identidad: las fotos e “instahistorias” son nuestra plusvalía (nuestro estilo
de vida, la pericia fotográfica, nuestra propia imagen, todo confluye ahí). Por eso reina la
aspiración actual de algunas personas por ser influencers, personajes con millones de
seguidores en Youtube o Instagram. Porque son estas personas las que han logrado sortear su
vida a partir de la pura imagen, de la postfotografía. De eso que todos podemos hacer:
autofotografiarnos, autofilmarnos y autoeditarnos.13

En Vida de consumo, Zygmunt Bauman escribía, transformando la máxima de Shakespeare:


“Ésa es la materia de la que están hechos los sueños, y los cuentos de hadas, de una sociedad
de consumidores: transformarse en un producto deseable y deseado”. En tanto que
consumidores y productores de fotos de la era de la postfotografía, los sujetos se hacen
objetos mercantiles, acaso sin saberlo.

Fernando Bustos Gorozpe


Profesor en la Universidad Anáhuac Norte y candidato a Doctor en Filosofía por la
Universidad Iberoamericana.
@ferbustos
1 Hito Steyerl, Los condenados de la pantalla, Editorial Caja Negra, 2014, p. 19.

2 Walter Benjamin, Sobre la Fotografía, Pretextos, 2008, p. 28.

3 Joan Fontcuberta, La furia de las imágenes, Galaxia Gutenberg, 2016, p. 118.

4 Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, Casimiro Libros,

2012, p. 22.

5 Véase, Jorge Carrión,“La fotografía ha muerto, viva la postfotografía”, New York Times en

español.

6 Susan Sontag, Sobre la fotografía, Penguin Random House, 2013, p. 136.

7 Joan Fontcuberta, op. cit., p. 114.

8 El término se le atribuye a un usuario australiano que, luego de salir a festejar su cumpleaños

21, subió una foto de su labio partido a un foro, donde en la descripción se disculpaba por el
enfoque, diciendo que era una “selfie”. Era el año 2002. Aquí puede leerse más al respecto.

9 Ibid., p. 85.

10 En un revés sugerente, en el mockumentary What do we do in the shadows (Taika Waititi,

Jemaine Clement, 2014), los vampiros (todos de diferentes épocas) por fin pueden dar con el
reflejo de su imagen a partir de la fotografía digital.

11 Joan Fontcuberta, op. cit., p. 114.

12 Ibid., p. 115.

13 Aunque la mayoría de los youtubers pagan por una edición de video.


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