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y otros ensayos
Sylvía Molloy
1. U na d esconfian za doble
Borges, a diferencia de Plotino, acepta ser retratado. Aca
so apenas vea los rasgos borrosos de esa imagen o tra que es
la suya, acaso los ignore, acaso considere que los disjecta
membra que componen su imagen —que componen toda im a
gen, cuando se la reconoce, cuando se la lee— incurren, como
las descripciones que reprocha a ciertos autores, en un error
estético. Acaso no niegue, p a ra verse en ese rostro fijo, la
posibilidad de invertir los térm inos del epílogo de El hace
dor: en lugar de descubrir que el paciente laberinto de lí
neas que ha trazado coincide con su cara, única, descubrir
que su cara —que sólo puede ver en el espejo, reflejada como
relato — es imagen, punto de p a rtid a de un paciente esque
m a narrativo .
“B astan te me fatiga te n e r que a r ra s tra r este simulacro
en que la n a tu raleza me h a encarcelado. ¿Consentiré ade
m ás qué se perpetúe la imagen de esta imagen?” (OI, 88).
Borges acepta el retrato de Borges pero como Plotino, a quien
cita con énfasis particular, sabe que es reflejo en cuanto se
nom bra. Es simulacro de u na u nidad perpetuam ente móvil,
cifra ineficaz de un anverso y de un reverso que nunca coin
ciden del todo, añoranza de un rostro o de u na letra que —si
se in te n ta ra fijarlos— se vuelven nada.
El texto borgeano mina con aplicación la imagen quieta.
Monstruosa y clasificada —m onstruosa por haber sido clasi
ficada—, no difiere esa imagen de las piezas que componen
el “inmóvil y terrible museo de los arquetipos platónicos”
(HE, 16). La le tra anotada por Borges in te n ta desligarse de
esa fijeza —torpe tautología que redice lo inasible al querer
clasificarlo;— pero a la vez adivina en el simulacro fijo u n a
movilidad en potencia. Las terribles formas de Platón pue
den resu ltar “vivas, poderosas y orgánicas” (HE, 9) según
una ulterior lectura borgeana. En esa relectura se plan tea
el lugar que no es lugar —el tiempo que desdice el tiempo—
de la escritura de Borges:
6. El juego de caretas
Escribe Silvina Ocampo que a Borges lo pertu rb an las
m áscaras, los disfraces.12 Sin embargo, cuando le p reg un ta
Richard Burgin, en una de sus entrevistas, qué piensa del
teatro, lo primero que recuerda Borges es. The Great God
Brown de O'Neill, literalmente una m ascarada (Burgin, 108).
Y cuando él mismo Burgin le hace una pregu nta sobre His-
Sabemos, sin embargo, que'no fue agraciado de joven y que los ojos
demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los
años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas
encanecidos, los criminales venturosos e impunes (HUI , 21).
Acaso la mayor originalidad de Lazarus Morell haya sido
la de m orir rompiendo esquemas. A partándose de la conduc
ta a rro ja d a que le adjudica convencionalm ente el texto,
m uere “otra m uerte” menos sensacional: no ahorcado, no aho
gado, sino en u na cama de hospital. El cliché heroico que
parecía alim en tar la acción del relato se desvanece con “La
in terru p ció n ”. Se deja el relato del criminal venturoso e im
pune p a ra volver a la nad ería de su personalidad, n ad ería
que sí lo vuelve impune: el que se negaba a la placa bruñida
elige m orir con un nombre fingido. El relato puede leerse
como repertorio de h azañ as previstas, encuadrado por dos
caretas: daguerrotipo falso al comienzo de la historia y seu
dónimo que cierra, o interrum pe, el itinerario.
La carencia de “genuinas efigies”, los nombres falsos, el
disimulo, son recursos de Historia universal de la in f a m i a .
No hay lug ar —es decir, no hay centro n a rra tiv o — p a ra es
tos sim ulacros personificados que operan como shifters, a lo
largo de los relatos. La vacancia que es “El impostor invero
símil Tom C astro” se puebla sucesivam ente p a ra luego v a
ciarse. Un A rth u r Orton que ansia la ru p tu ra —uR u n away
to sea, h u ir al mar, es la ro tu ra inglesa tradicional de la a u
toridad de los padres, la iniciación heroica” (H U I , 31)—.pasa
a lla m a rs e Tom C astro, p a s a a lla m a rs e Roger C h arles
Tichborne, pasa por fin a la nada. Una vez más el hecho cen
tra l del relato —la im postura de Tichborne— aparece m in a
do, por así decirlo, por dentro y por fuera. Lo encuadra una
doble divergencia del nombre original: un alias previo a la
im p o stu ra y el anonimato final. Más aun: Tichborne, el per
sonaje impostado, aparece ya en sí rodeado de atributos que
lo e x tra ñ a n y lo desvían de u n a norm a prevista, recalcando
su diferencia. Noble inglés, pertenece a u n a fam ilia católica
y h ab la su lengua m atern a con el más fino acento de París;
por eso, aclara el texto, d esp ertaba —como todo m arginal—
“incom parable rencor” (HUI, 34). No podría im aginarse ca
r e ta más eficaz p a ra Orton, hijo de carniceros de Wapping,
pero el “original” de esa careta, Tichborne, estaba ya m arca
do por el desvío: era ya, levemente, m áscara. Por fin, el ma-
q u in a d o r de la im p o stu ra, Bogle, es descrito con clichés
sem ejan tes a los que estam pan el físico de Lazarus Morell:
Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa
solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en
años, en carnes y en autoridad (HUI, 32).
8. R evelación de la m áscara
Las “in fa m e s b i o g r a f í a s ” b o r g e a n a s c u lm in a n , casi
d id á c tic a m e n te , en el barroq uism o carnavalesco de “El
tintorero enm ascarado Hákim de Merv”, relato en que todo
—incluso el rostro original: el individuo— es máscara. Cita
Borges esta h istoria, entre otras, en el prólogo de Evaristo
Carriego: más acá de la verja con lanzas el profeta velado
del J o ra sá n fue uno de los personajes que pobló sus m añ a
nas y dio agradable ho rro r a sus noches. Corrige Borges en
el texto de Historia universal de la in fa m ia : “el Profeta Ve
lado (o más estrictam ente Enm ascarado)” (H U Í , 83).
E stán en m ascaradas, como lo h a señalado Caillois,14 las
fuentes de la h isto ria que reconstruye Borges; al dejar de
lado las crónicas establecidas, el relato borgeano se desvía
prévisiblem ente de los hechos que éstas reg istran de modo
casi unánim e. N inguna de ellas, por ejemplo, menciona la
lepra del profeta ni su desenm ascaram iento final.16 E nm as
autor de esa versión: “Sin embargo una cruel enfermedad, secuela de las
fatigas de la guerra, llegó a desfigurar el rostro del profeta. Ya no era el
más bello de los árabes” (Caillois, 300). El texto del que cita Caillois se
titula La máscara profeta y es de 1787: es el primer ensayo literario de
Napoleón Bonaparte que contaba a la sazón diecisiete años.
Las convicciones del profeta, no menos vagas y especulares,
niegan la imagen única. El Dios de Hákim es un “Dios es
pectral [que] carece m ajestuosam ente de origen, así como
de nombre y ca ra ” {HUI, 90). La tie rr a misma, p a ra Hákim,
es mascarada: “un error, un a incom petente parodia. Los es
pejos y la p atern id ad son. abominables porque la m ultipli
can y la confirm an” {HUI, 90), Por fin la cara del profeta
leproso —la cara que esconde y que sus fieles desengañados
descubren— escamotea su rostro: “era ta n ab u ltad a o increí
ble que les pareció u n a careta” (HUI, 92).
Configuración de una imagen y disimulo de u n a imagen:
los personajes de Historia universal de la in fa m ia , en lug ar
de monologar y asen tarse en la efigie única —en lu g ar de
ser punto de convergencia— constituyen eficaces puntos de
divergencia- Son y no son sus m áscaras, pasan por ellas sin
rev elar su identidad. Im porta señ alar que a m enudo la care
ta elegida es un a previa careta leída: el personaje lee (en un
texto, en un espectáculo) su m áscara o su nombre. Tom Cas-
tro-A rth ur Orton es cuando se lee en el diario de Tichborne.
Billy the Kid, d u ran te sus años de aprendizaje.en New York,
“no desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (aca
so sin n ingún presentim iento de que eran símbolos y letras
de su destino) a los melodramas de cowboys” {HUI, 67). La
rebelde viuda Ching finalm ente se reconoce en u n a r e p re
sentación de m áscaras m ontada por las fuerzas del em p era
dor y —como Tadeo Isidoro Cruz, en una ficción posterior—
cambia de signo: “dejó de ser la Viuda; asumió un nombre
cuya traducción española es Brillo de la V erdadera In stru c
ción” (H U I , 50). La lectura asienta, a la vez que desvía, una
identidad.
El personaje que esboza Borges en Historia universal de
la i n fa m ia , basado en ajenas historias, enajenado dentro de
su propia h istoria, es conglomerado esquivo.16 F ragm entado
D i g a m o s b revement e que s i em pr e se p u e d e f i r m a r el
libro, que p e r m a n e c e i nd if er en te a q ui en lo f i rm a, la
obr a — la Fi es ta como d e s a s t r e —exige la r e s i g n a
ción, exige que q ui en p r e t e n d a e s c r i b i r l a r enuncie a
s í y deje de de si gn ar s e.
¿Por qué ent onces f i r m a m o s n ue s tr o s li bros? P o r
m odes t ia, p a r a decir: una vez más, no son si no
.
libros, i nd i fe re nt es a la f i r m a
P r e c i s a m e n t e p o r q u e o l v i d o leo.
R o l a n d B ar th es , S/Z
2. La letra desviada
E n tre el n a r r a d o r y el le c to r de “P ie r r e M e n a r d ” pasa
—o no p a s a — un mensaje ambiguo, cifrado en u n a biblio
grafía. La deliberada indeterm inación de la obra borgeana
inv ita a toda suerte de defensas, dé las que no están exclui
das la risa, por incómoda que sea: “Este texto de Borges me
3. La m uerte desviada
Lectura y escritu ra desatendidas: m uerte. No se e n te n
derá esta coincidencia en los relatos borgeanos como conde
na moral, sí por cierto como falla del lector ante el texto.
Gomo Lónnrot, como Averroes y como Albert, peca por r e s
peto mal dirigido el Gracián de Borges, que “no vio la glo
r ia ”. Muerto, “sigue resolviendo en la memoria / Laberintos,
retruécan os y em blem as” (OP, 163). “El milagro secreto”,
“Tema del traid or y del héroe” y “La otra m u erte”, tres fic
ciones donde nuevam ente se da la conjunción de escritu ra (o
lectura) y m uerte, proponen finales —acaso hab ría que h a
blar de interrupciones— muy distintos. En los tres relatos,
la m uerte no m arca sim plem ente el final de una lectura int
suficiente sino la posibilidad p a ra el personaje dé modificar,
incluso de reescribir, la lectu ra de su propia m uerte. Esa
m uerte aparece.desajustada, desviada, no como marco final
de la narración sino como final ilusorio, como un no final, y
en los tres casos.interviene u n texto o u n a elaboración tex
tu al p a ra lograr ese desajuste.
“El milagro secreto” h a sido comparado a menudo con “An
Occurrence at Owl Creek Bridge” de Ambrose Bierce, y al
guna vez con “Mr. A rcularis”, de Conrad Aiken. La situación
de los tres relatos es la misma: un corte en el tiempo cu an ti
tativo, in m ediatam ente anterior a la m uerte del personaje,
que perm ite d ila ta r esa m uerte con la inserción de un perío
do ucrónico. “Pero Borges ño h a tra ta d o ese asunto desde un
punto de vista psicológico, como lo hicieron Bierce yA iken,
sino más bien con un criterio que podría llam arse metafísi*
co”, escribe un crítico.10 El cliché atribuido al criterio de
Borges escasam ente da cuenta de “El milagro secreto”; tam
poco, por otra parte, es psicológico el punto de vista de Aiken,
sino más bien irónico. Pero de hecho las diferencias existen.
El personaje de Bierce vive una m uerte dilatada: en el espa
cio que m edia entre dos in stan tes de su vida —el penúltimo
y el últim o— acomoda reconfortantes visiones del hogar, de
familia reunida. El personaje de Aiken, en el mismo espacio,
acomoda un viaje a Europa, un flirteo algo ridículo, y fúne
bres expediciones sonam búlicas.11 El personaje de Borges,.
escritor, en el mismo espacio escribe:
Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invi
sible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evi
dente Ninguna circunstancia lo importunaba (F, 167).
un colorado de cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce
apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es
un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho,
que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo res
plandeciente (A, 311.
ese aparatoso caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado
p a r a defenderlo de la voracidad de los pajes, tan insinuativo de la miseria
decente, de la retahila de criados, del caserón lleno de escaleras y vueltas
y distintas luces (D, 72).
Pero no menos enfáticos son térm inos como acaso, tal vez,
quizá, a los que recu rre el texto borgeano para no decir del
todo.
Antes de ver cómo funciona el énfasis en la elocución ge
n e ra l de ese texto, recordemos que, al igual que Stevenson,
Borges aísla y enfatiza gestos y actitudes. Esto no sólo en
sus relatos; b asta recurrir, por ejemplo, a sus crónicas cine
m atográficas. De El delatof“retiene “el r a s p a r final de las
u ñ a s en la cornisa y la desaparición de la mano, cuando al
hombre pendiente lo am etralla n 'y se desplom a”.8 Al comen
t a r Verdes praderas de Connelly, anota: “Nos divierte que
Dios guarde ‘p ara después* el cigarro de diez centavos que
acaba de ofrecerle el A rcángel”.9 En la versión de Ozep de
Crímenes
H a y s it ua c io n es e i d eas que no se p u e d e n precisar sin
que p e r e z c a m o s o h a g a m o s perecer.
La concepción cl ás ica de la m et á f o r a es q u i z á la
meno s i mp o s i b l e de c u a n t a s hay: la de c o n s i d e r a r l a
de adorno. E s def ini ci ón m et a fó r ic a de l a met áfo ra,
y a lo sé; per o tiene sus precel enci as. H a b l a r de
a d o r n o es h a b l a r de lujo y el lujo no es tan
i nj u s t i fi c ab l e como p e n s a m o s . Yo lo d e f i n i r í a así: El
lujo es el c o me nt a ri o vi si bl e de una f e l i c id ad .
J or g e L u i s Borges, “I n da g ac ió n de l a p a l a b r a ”
’ “Das U nheim liche”, publicado por primera vez en 1919. Cito por la
versión inglesa, “The Uncanny”, incluida en Sigmund Freüd, On Creativity
and the Unconscious (New York: Harper Colophon Books, 1958), pp. 122-
161.
escasas menciones de Freud, en general poco favorables den
tro de la obra borgeana,2 p arecerían descartar tal posibili
dad. Sin embargo (y aun cuando Borges y Freud vean las
consecuencias de esa “deformación” de modo muy distinto),
el acercamiento no es del todo impertinente. El interés —más
aun: la apasionada curiosidad— de ambos ante lo unheimliche,
como principio organizador, son notablem ente parecidos.
Invitación al desvelam iento de u n a inquietud disimulada,
lo unheimliche, como escribe Freud citando a Schelling: “de
signa todo lo que h ab ría de perm anecer [...] escondido y se
creto y que se ha vuelto visible” (Freud, 129). Lo unheimliche
se n u tre de la incertidumbre de la “deformación” a la vez
que lucha contra ella. No es, como señala Freud, antónimo
de lo heimliche sino a menudo su sinónimo: lo no fam iliar
—lo inquietante, lo desapacible— no se opone d iam etralm en
te a lo fam iliar dado que lo familiar, por privado, por secreto,
contiene ya en sí la so sp ech a de lo e x tra ñ o . uUnheimlich
—escribe F r e u d — es de algú n modo u n a subespecie de
heimlich ” (Freud, 131). Del mismo modo señala Borges la
am bigüedad —el trastrocam iento, la semejanza, la confu
sión— entre el rostro fam iliar y su m áscara, entre sorpresas
y “previsiones ex trañ as como las sorpresas” (E C , 16). Lo fa
miliar, en el texto borgeano, es siempre fuente potencial de
extrañeza, así como lo extraño puede descubrirse como fa
miliar. De una calle desconocida dirá:
2 Parecería sentir Borges mayor simpatía por Juhg, quién “en encan
tadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones litera
rias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños” (OI, 72). Una
declaración en una entrevista reúne sin embargo, y de manera inespera
¿Qué no h a ría un hombre que organizara y acen tu ara los
juegos atribuidos al azar —sim etrías, contrastes, disgre-
sión—, que rehiciera (que form ara y deformara) esos juegos,
poniendo de manifiesto su carga de extrañeza? A la p re g u n
ta de Borges, más petitio princeps que verdadero in te rro
gante, responde el propio texto borgeano.
Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que
ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencio
nar o aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que
formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su
vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo
(H, 3 1 ).
Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente:
hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste
en su ilusorio país ídonde hay figuraciones y colores, pero regidos de in
movible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que tin simulacro
que obliteran las noches y que las vislumbres permiten (/, 29).
3. Nombrar, falsear
El conjetural idioma de Tlón que propone Borges evita el
sustantivo con aplicación: corresponde a un mundo que, para
sus habitan tes, “no es un concurso de objetos en el espacio;
es u na serie heterogénea de actos ind ep en dien tes” (F, 20).
El idioma —más bien, los idiomas: propone Borges p ara los
dos hemisferios de Tlón dos modos de reh uir el nom bre—
aparece como un fluir lingüístico que en lugar de fijarse en
el sustantivo se detiene, in term iten tem en te, en lo que p ue
da modificarlo. En Tlón el mero hecho de nombrar, de clasi
ficar, “im porta un falseo” (F , 22). Lo mismo ocurre con los
números: afirm an los m atemáticos de Tlon que la operación
de contar modifica las cantidades y las convierte de indefi
nidas en definidas” (F , 26). No hay en Tlón números ni nom
bres (fijos, definitorios, alienadores), no hay —se procura
que no h a y a — luna. Como Vabsente de tous bouquets de
M allarmé, aparece innominada, aludida o convocada por el
desvío que evita el nombre directo. En el hemisferio au stral
no se dice surgió la luna sobre el río sino hacia arriba de
trás duradero-fluir luneció,5 En el hemisferio boreal el sus
tantivo se evita m ediante la acumulación de adjetivos; n u e
vam ente no hay luna, ni lunas, sino aéreo-claro sobre oscuro
redondo o anaranjado-tenue-del-cielo.
De estas nuevas combinaciones escribe Borges que son
“objetos ideales”, convocados y disueltos en un momento se
gún las necesidades poéticas” (F, 21). Ambas m aneras de es
quivar el sustantivo recuerdan la infructuosa experiencia
pedagógica de Marco Flaminio Rufo en “El Inm o rtal”. Con
cibe el propósito de enseñar al troglodita “a reconocer, y acaso
a repetir, algunas palabras”: “le puse el nombre de Argos y
traté'de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar” (A, 17). Ante
el vano intento de imponer al otro una ru dim entaria nom en
clatura, concibe el centurión una imaginación “ex trav ag an
t e ”, no distinta de la que fundam enta el lenguaje en Tlón:
Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que
nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra
manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había obje*
tos para él sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísi
m a s Pensé en un mundo sin memoria; sin tiempo; consideré la posibili
dad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos
impersonales o de indeclinables epítetos (A, 17).
s “Upa tras perfluye luneció”, traduce Xul Solar citado por Borges.
Curiosamente la versión inglesa propuesta por Borges no desatiende la
interdicción del nombre, aun cuando ésta aparezca, como gerundio s u s
tantivo, en una cláusula adverbial: compárese la breve traducción basada
en rupturas —upa tras perfluye luneció— con la rotunda v e r sió n e n in
glés: “Upwar d, behind the onstreaming it mooned” {F, 21), frase no lejana
de ciertas construcciones de Fifinegans Wake — un ejemplo “Hi t he r;
cracking estuards, they are in surgence" en las que la sintaxis da una apa
rente coherencia a las rupturas.
Estos objetos poéticos, cuyo carácter elusivo y transitorio
subraya Borges, aparecen marcando una pausa, como paliers
dentro del fluir lingüístico, dentro del “vertiginoso y conti
nuo juego” escriturario: en ellos se detiene, provisoriamente,
el hablan te o el escriba. Recuerdan, en el plano del lengua
je, los razonam ientos de H erm ann Lotze citados por Borges
p ara eludir la “multiplicación de quim eras”: Lotze “resuelve
que en el mundo hay un solo objeto: u na infinita y absoluta
s u s ta n c ia , e q u ip a ra b le al Dios de Spinoza. Las causas
tra n sitiv as se reducen a causas inm anentes: los hechos, a
manifestaciones o modos de sustancia cósmica” (OI, 153). Del
mismo modo podría decirse que en Tlón hay un solo objeto,
un a infinita y absoluta sustancia lingüística que obedece al
mismo propósito: evita el sustantivo, cifra por excelencia de
la quim era o del simulacro fijo y paralizador,6 p ara deten er
se sólo esporádicam ente —en el momento en que se enuncia
o se escribe— en manifestaciones (hacia arriba detrás dura-
d e r o - f l u i r luneció) o en modos (aéreo-claro sobre oscuro-re-
dondo) de ella^misma. Sin embargo el propio Borges es el
primero en señ alar las fallas de este utópico planteo basado
en el rechazo del nombre único: “El hecho de que nadie crea
en la realidad de los sustantivos hace paradójicam ente, que
sea interm inable su número. Los idiomas del hemisferio bo
re a l de Tlón poseen todos los n o m b re s de las le n g u a s
indoeuropeas —y otros muchos m ás” (A, 22).
La falaz identidad propuesta por el coito —cita Borges el
terrible pasaje de Lucrecio: “así Venus engaña a los a m a n
tes con sim ulacros” (HE, 35)—, por el espejo, por los arq u e
tipos, por la palabra cratílica, es-para Borges vano intento
6 “El sustantivo es nombre para cualquier cosa, por qué entonces una
vez que la cosa ha sido nombrada escribir sobre ella. Su nombre es ade
cuado o no lo es. Si es adecuado, por qué seguir nombrándola, si no lo es,
no lleva a nada nombrarla por su nombre”. Gertrude Stein, “Poetry and
Grammar", Look at Me Now and Here I Am (Londres: Penguin Books, 1971),
p. 125. El texto de Stein rechaza el uso del sustantivo con convicción sim i
lar a la de los hablantes de Tlón.
de reproducción. Comprenden demasiado tard e el rechazo
de Plotino, el rabino de Praga, el hombre gris de “Las ruinas
circulares”, el tintorero enmascarado: cultivadores todos, al
fin de cuentas, de un “arte de impíos, de falsarios y de in
constantes” (HUI, 84). La reproducción re su lta intolerable
porque de ella se esperaba inocentemente —y acaso con fe
orgullosa— un reflejo idéntico o, por lo menos, aproximati-
vo. En cambio nos enfrenta con la ineficacia de lo que procu
rábamos convocar idéntico, con la torpeza de “un ojalá no
fuera” [TE, 35). Red Scharlach, en <KLa m uerte y la b rú ju la ”,
llega a sentir, desde su ilusoria unicidad, “que dos ojos, dos
manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos ca ra s”
(F , 155). Marco Flaminio Rufo, confrontado no con la mons
truosidad de lo igual sino con la parodia dispar, igualm ente
m onstruosa, se niega a describir la Ciudad de los In m o rta
les a la que por fin llega. No es el conjunto armónico que su
m ente había soñado sino su “parodia o reverso* (A, 19): “un
caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro,
en el que p u lularan monstruosam ente, conjugados y odián
dose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser im á
genes aproximativas” (A, 15). La copia, la repetición —id én
tica, en el caso de Scharlach; intencionalm ente contradicto
ria, en el caso de los Inmortales que d estruyen la prim era
ciudad para construir con las ruinas su p u n tu a l parodia o
reverso— es igualmente m onstruosa y en ambos casos in to
lerable.
Igualm ente intolerable, igualm ente paródica —e ig ual
m ente inevitable— es la reproducción que practica el au to r
de todo texto. Recuerda el n arrad o r de “La biblioteca de Ba
bel” que: “Hablar es incurrir en tautologías. E sta epístola
inútil y p alabrera ya existe en uno de los tre in ta volúmenes
de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos
—y tam bién su refutación” (F, 94). Todo texto reproduce fa
talm ente un texto previo, por reflexión o inflexión: inq uieta
a ese texto (esa palabra ya nombrada) y a la vez es in q u ie ta
do por él. El Quijote de Menard y el de C ervantes —caso
límite de reproducción, también ejercicio de m odestia— son
ta n perturbadores, yuxtapuestos, como los dos ojos y los dos
pulmones de Red Scharlach: aparentem ente redu nd an tes y
sin embargo necesarios. De las dos personas que buscan un
lápiz, en “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, la prim era acaso ofrez
ca el mejor ejemplo de economía verbal y de desconfianza
ante el nombre: encuentra el lápiz y no dice nada. La segun
da en cu en tra un segundo lápiz, “más ajustado a su expecta
tiv a ” (F, 27). El texto perm ite sospechar que dirá algo, que
la existencia de ese lápiz, en ese universo idealista, coinci
dirá con su percepción y su nomenclatura: que la segunda
persona añadirá, en ese in stan te, una cosa más al mundo,
incurriendo en la multiplicación de entidades condenadas
por Occam.
Sin embargo señala Borges, al referirse a esas dupli
caciones, a esos “objetos secundarios” —lápiz concreto o fa
bricación verbal—, su carácter peculiar: “son, aunque de for
ma desairada, un poco más largos” (F , 27). En suma los hrónir
reproducen un “original” innominado y a la vez divergen de
él. Por otra parte adolecen de un poder modificador e incisi
vo que a menudo atribuye Borges al ejercicio literario: la
m etódica elaboración de hrónir “ha permitido in terrog ar y
h a s ta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y
menos dócil que el porvenir” (F, 28).
La reflexión sobre el nombre en el texto borgeano —ta u
tología, simulacro, falseo— merece ser descrita en los té r
minos con que se asienta el inciso e) de la bibliografía de
P ierre Menard. M enard proponía, recomendaba, discutía y
acababa por rechazar la posibilidad de suprim ir una pieza
de ajedrez p a ra enriquecer el juego. De igual modo Borges
p arecería proponer, recomendar, discutir y por fin rechazar
la posibilidad de suprim ir el nombre que fija, peligroso e
ineficaz. El rechazo de esa posibilidad —es decir, la resig n a
da aceptación de ese nombre deficiente— se m anifiesta a
tra v és del desvío, un desvío ni mayor ni menor que el que
separa el ilusorio nombre original de su simulacro imperfec
to.
El segundo lápiz descubierto en Tlón difiere del primero:
es más desairado y a la vez más largo. En cambio el Quijote
de Menard, si bien no es desairado, es más corto: consta de
dos capítulos literalm ente idénticos al texto de Cervantes.
La falta de coincidencia —el falseo p ara no caer en u n a t a u
tología que falsea— no reside simplemente en el carácter
inconcluso del texto de Menard. Antes bien parece dictada
por los mismos móviles que sustentaban la aparición de los
hrónir de TIon: la distracción y el olvido, Pierre Menard,
cuya superstición literaria le impide tanto im aginar el u n i
verso sin Le bateau ivre o The Ancient Mariner como in te n
ta r duplicar esos textos, reproduce letra por letra p arte del
Quijote —texto p ara él olvidado, “no leído”— en la Nimes
del siglo veinte. Puede hacerlo porque personalm ente consi
dera que: “El Quijote es un libro contingente, el Quijote es
innecesario. Puedo prem editar su escritura, puedo escribir
lo, sin in currir en una tautología. [...] Mi recuerdo general
del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, p u e
de muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un
libro no escrito” (F, 52).
De la misma m anera, sin incurrir en la tautología, h a b rá
obrado Pascal, tal como lo evoca Borges. Cifra con “vértigo,
miedo y soledad” —y sin duda tam bién olvidando o d is tr a
yéndose de un texto previo— su concepción del mundo: “Una
e s fe ra in f in ita , cuyo centro e s tá en to d a s p a r te s y la
circunferencia en n ing u na” (OI, 17). Menos de un siglo a n
tes Giordano Bruno había afirmado que “el universo es todo
centro, o que el centro del universo está en todas partes y la
circunferencia en n ing un a” (ÓI, 15). Siglos después el n a
rrad o r de “La Biblioteca de Babel” ai describir la Biblioteca
—“el universo (que otros llaman la Biblioteca)”— reto m a rá
el mismo dictamen: uLa Biblioteca es una esfera cuyo centro
cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inacce
sible” (F , 86). P ara Giordano Bruno la concepción exultante
significaba una liberación; para Pascal, que escribe las m is
mas palabras, como Menard las de Cervantes, la concepción
es espantosa; p ara el n arrad o r de “La Biblioteca de Babel”,
que a su vez redice esas palabras, es punto de p a rtid a de
u n a lúcida perplejidad. Ni Pascal, ni M enard, ni el n a rra d o r
borgeano, ni el propio Borges, repiten de m an era reductora:
“no restitu yen el difícil pasado —operan y divagan con él”
(D, 9).
Al considerar la tautología del lenguaje declara el n a r r a
dor de “La Biblioteca de Babel”: “Un mismo número n de
lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y per
durable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es
pan o pirá mide o cualquier otra cosa, y las siete palabras
que la definen tien en otro valor” (F, 94). Del mismo modo
puede decirse —sin llegar a los extremos que propone esta
declaración— que las p alab ras que cifran el mundo "para
Pascal, idénticas a las de Giordano Bruno, tienen dentro del
código pascaliano otro valor que el que tien en en el de su
precursor, que las palabras del n a rra d o r del relato borgeano
tien en a su vez otro valor que el que tienen en los códigos
a n te rio re s : fin a lm e n te que las p a la b r a s del Quijote de
Menard, aunque coincidan con las letras que componen las
p alabras de Cervantes, son otras palabras.
Borges se complace en señalar los av atares de la palabra
rep etid a y a la vez distinta, la s 1posibilidades de divagación
de un término, o de u n a serie de términos, que podrían creer
se fijos. Así en “La lotería en Babilonia”, cuando la Compa
ñ ía se en fren ta a sus críticos: “con su discreción h ab itu al,
no replicó directam ente. Prefirió b o rrajear en los escombros
de u na fábrica de caretas un argum ento breve, que ahora
figura en las escritu ras s a g ra d a s ” (F , 71). El reverso de esa
divagación, en que un garabato se vuelve texto canónico, es,
como anota el n a rrad o r y lector en “Pierre M en ard”, ig u al
m ente viable:
“Yo creo —dijo Miriam— qué no hay persona que no.eche una mirada a
esa grieta, en momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intui
ción.
“Esa grieta —dijo su amigo— era sólo una boca del abismo de oscuri
dad que está debajo de nosotros, en todas partes, La sustancia más firme
de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo
y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para
romperla; basta apoyar el pie" (OI, 91).
2. P lacer de la interpolación
“Mi texto será fiel: líbreme Alá de la tentación de añadir
breves rasgos circunstanciales o de agravar, con in terp o
laciones de Kipling, el cariz exótico del relato” (A, 143), an u n
cia el n a rra d o r de “El hombre en el u m bral”. Huelga aclarar
que el relato que reconstruye no desdeña ni el breve detalle
circunstancial, ni la interpolación. La paródica invocación
nom bra dos recursos en los que a menudo se detiene Borges:
acaso los que le proporcionen —como escritor o como lec
to r— m ayor placer.
La sustitución del nombre por su desvío, la d esarticula
ción o la fragm entación del texto, implican —tal como las
practica Borges— la subversión por reemplazo de un orden
habitual. La interpolación, por el contrario, implica u na sub
versión por a ñ a didu ra. Acaso en esa añ ad id u ra resida el
deleite interpolatorio de Borges, como tam bién en la n a t u
raleza del “m undo” en que incide esa añadidura. Nom brar
supone el riesgo de añadir ‘'una cosa m ás”, quizá converti
ble, quizá mero ripio: es añadir a la serie. En cambio la in te r
polación satisface la tentación de agregar sin incurrir en el
peligro del simulacro redundante: si se añade a la serie es
con el claro propósito de interrum pirla, de modificar (y aca
so de anular) los elementos que preceden y que suceden a su
inserción. Interpolar no es nombrar: es más bien obrar en
contra de lo que podría fijar'el nombre, abrir una brecha en
u n a serie previsible.
En el ensayo sobre “Los traductores de las 1001 noches”
se complace Borges en los desniveles de la versión de Edward
Lañe, a quien tacha de distraído: “Alguna vez la falta de sen
sibilidad le es propicia, pues le perm ite la interpolación de
voces muy llanas en un párrafo noble, con involuntario buen
éxito” (HE, 106). La “cooperación de palabras h eterog én eas”
que Borges señala en Lañe no difiere, en el fondo, de la coope
ración —o del contrapunto— entre secuencias heterogéneas
que com entará Borges en otros textos o que expondrá él
mismo. Es doctrina por ejemplo, en la Babilonia borgeana,
“que la lotería es una interpolación del azar en el orden del
mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es
corroborarlo” (F, 72).
Tanto en “La perpetua carrera de Aquiles y la to rtu g a ”
como en “Avatares de la to rtu g a ” se detiene Borges en la
reconstrucción de la paradoja im aginada por Lewis Carroll.
No lo considera el avatar más elegante, ni el que menos di
fiere de Zenón; queda esa gloria, según Borges, p ara William
Jam es. Pero es la versión que propone más interpolaciones,
m ás ab ism o s i n c o n tro la b le s , y a d e m á s m ay o r h u m o r.
Interp ola Carroll, p ara comenzar, u na posibilidad que ya
invalida la serie: la apacible conversación entre “los dos atle
ta s ” (OI, 154) que habrá de ocurrir al término de la in te rm i
nable carrera. La conversación —ejercicio de interpolacio
nes— es más bien u n a payada pseudológica. La infatigable
to rtu g a se empecina en provocar a Aquiles, logrando que
interpole —primero con indignación, luego resignado— una
i n f in ita proposición h ip o té tic a , o u n a in f in ita serie de
proposiciones hipo téticas, en tre la seg u n d a p re m isa del
silogismo y su conclusión. Si a y b son válidas, z es válida; si
a, b y c son válidas, z es válida; si a, b, c, y d son válidas,
etcétera.
Lewis Carroll, anota Borges, “observa que la paradoja del
griego comporta u na infinita serie de distancias que dism i
nuyen y que en la propuesta por él crecen las d istan cias”
(07, 155). Así es, gracias a la docilidad razonadora de Aquiles
y a la fe asintótica, por así decirlo, de la tortuga. La v a ria n
te de Lewis Carroll, trompe-raison humorístico, se basa en
el puro placer de la interpolación: no en la conclusión de u na
c arre ra que —de modo inexplicable— h a term inado, no en
la culminación del “claro razonam iento” silogístico, sino en
el placer de d ilatar la clausura (la fijación: el nombre defini
tivo) de un intercambio: en el deleite de in troducir grietas
en u na serie, aparentem ente razonable, de palabras.
Por fijas y lim itadas que aparezcan las leyes de este d iá
logo entre Aquiles y la tortuga —diálogo cuyo mayor encan
to reside en el incontrolable impulso interpolatorio de la
perspicaz to rtug a, de quien tam bién podría decirse, como de
Croce, que “sirve p a ra cortar un a discusión, no p a ra resol
v erla” (D , 67)—, no difiere tanto el salteado progreso de este
intercam bio del de otras series que aparecen, ya como refe
rencia, ya como práctica, en el texto borgeano. Las interpo
laciones de Aquiles, aguzado por la tortug a, seguirán si se
quiere un ritmo previsible pero se irá n alejando cada vez
más v e rtig in o s a m e n te —con la incorporación de n u evas
proposiciones hipotéticas— de las prem isas que iniciaron la
serie y de la conclusión que en un principio anunciaron. Acaso
llegara el punto en que las interpolaciones infinitas borrasen
el marco general que les dio cabida, como “esas cabezas
adventicias de la H idra [que] pueden ser más concretas que
el cuerpo” (HE, 133). Coincidirían entonces con las palabras
m u tila d a s y d esp la zad as del In m o rtal, con los térm inos
trabajados por el tiempo y el olvido a los que no logran dar
coherencia los personajes de Swift. P alabras, razonam ien
tos, signos cuyos significados y referen tes se vuelven cada
vez más tenues, que sólo son porque son enunciados, que
h a n p e r d id o “el e m p l a z a m i e n t o , la s u p e r f ic ie m u d a ”
(Foucault, 9) que sostendría su concatenación.
“Lo cierto es que la sucesión es u n a intolerable m iseria y
que los apetitos magnánim os codician todos los minutos del
tiem po y toda la v aried ad del espacio” (HE, 35), escribe
Borges en “H istoria de la e tern id ad ”. Puede decirse que el
apetito borgeano codicia además las fisuras de esa m isera
ble sucesión y no pierde ocasión de detenerse en ellas para
in qu irir esa sucesión. Resume la defensa del regressus in
infin itum que, p ara Santo Tomás, afirm a la existencia de
Dios (OI, 153), pero parece preferir las hipótesis de quienes,
partiendo de la sucesión, del encadenam iento de causas y
efectos, los tra s tru e c a n m ediante la interpolación. En “La
creación y P. H. Gosse” recuerda el texto donde John S tu a rt
Mili razona “que el estado del universo en cualquier in s ta n
te es un a consecuencia de su estado en el in sta n te previo y
que a u n a inteligencia infinita le b a s ta ría el conocimiento
perfecto de un solo instante p a ra saber la h istoria del u n i
verso, p asad a y v en id era” (O/, 38). Pero significativam ente
añade Borges:
Mili no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que
rompa la serie. Afirma que el estado q fatalm ente producirá el estado r; el
estado r, el s; el estado s, el í; pero admite que antes de í, una catástrofe
divina —la c onsummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el pla
neta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios
acecha en los intervalos (OI, 38).
3. La salteada erudición
El horror de lo continuo, soslayado por el placer de la
interpolación, se aplica p artic u la rm en te al ejercicio de la
erudición borgeana. Si en el plano n arrativo socava Borges
6 “Las Sirenas: parece que por cierto cantaban pero de un modo que no
satisfacía, que sólo daba a entender en qué sentido se abrían las verdade
ras fuentes y la verdadera felicidad del canto” (Blanchot, 9).
seos de dom esticar y que perm anentem ente lo insatisface?
La erudición incorporada a la obra borgeana no difiere de
m asiado de las “fintas g rad u ales” que rigen el juego de care
tas de Historia universal de la i n fa m ia , que rigen los r e la
tos en que se fragm enta al personaje. Es signo, ta n evidente
como fiel, de u n a concepción de la lite ra tu r a que rechaza el
nombre fijo, “la página de perfección” (D , 48), proponiendo
otras direcciones al cuestionar u n sistem a previsible.
La exageración y la caricatura son aspectos notorios de
la erudición borgeana: aspectos que, con cierta desvergüen
za, d esen m ascaran la buena conciencia lite ra ria . C itar a
■C hesterton y a Joyce, uno tras otro, es confirmar la cultu ra
del lector occidental; añadir a estos nombres los de Estanislao
del Campo yA lm afuerte, o los de E rik Erfjord, y su proble
mático p ariente Gunnar, no es, como podría creer el lector
atento (a la cultura occidental, no a Borges), un llamado a
un hum anism o fecundo, ni siq uiera en u n a escala universal:
es sim plem ente reírse del (con el) lector. Las referencias a
C hesterton y Joyce no se refuerzan ni se enriquecen porque
Borges añade el nombre de un a u to r argentino, o de un
h e b ra ísta danés, o del au to r de un diccionario filosófico ale
m án, o, ev e n tu a lm e n te , de a lg u n a femm e du monde que
m isericordiosam ente encuentra, gracias a él, el don de la
palabra. Su prestigio —el de C hesterton y Joyce, es decir el
de la c u ltu ra de Occidente— queda si no destruido por lo
menos gravem ente afectado por los nombres añadidos. Dar
referencias reconocibles es p erm anecer dentro de los lím i
tes tradicionales del decoro literario; es dar más intensidad
a u n a idea que se considera propia pero cuya perten en cia a
la tradición lite ra ria se comprueba con cierto regocijo. La
cita reconocible es como una convocación que reúne, por un
momento y bajo el reconfortante signo de la C ultura, al a u
tor de la cita, al que lo cita y al que lee. Pero citar irre sp e
tuosam ente como lo hace Borges, que sacude con e n tu sia s
mo el problemático andam iaje de la erudición, reuniendo en
sabio desorden citas y referencias conocidas, desconocidas e
inventadas, es más que discutir los lím ites de esa cultura.
Es suprimirlos* no con la condena directa sino, por el con
trario , con la exageración de los procedimientos habitu ales
de esa m ism a cultura, con la caricatura de sus procedim ien
tos.
El distanciam iento, el espacio que introduce la cita e r u
dita en el texto de Borges, recuerda inevitablem ente el dis
ta n c ia m ie n to que defen día y p ra c tic a b a B recht. Es ta n
heteróclita la erudición borgeana como los paisajes s a lte a
dos que a tra e n a Brecht en la obra de Breughel el Viejo:
“Cada vez que se in stala un pico alpino en un paisaje fla
menco o que los viejos trajes asiáticos se en fren tan con los
trajes europeos, los unos denuncian a los otros y señalan su
carácter extraño [...]. Aunque Breughel logra siempre equi
l i b r a r esos c o n t r a s t e s , no los f u s i o n a n u n c a ”.7 Como
Breughel, Borges no fusiona los contrastes; a diferencia de
él, no in te n ta equilibrarlos, evitando así la impresión del
texto completado. Coincide Borges con Brecht, por otra par^
te, en la revelación del artificio m ediante la cita evidente.
Como el actor chino de Brecht que “se lim ita desde un co
mienzo a citar al personaje”,8 el texto borgeano se lim ita
desde un comienzo a citar la literatu ra.
El distanciam iento brechtiano cuenta sin embargo con la
revelación directa, casi didáctica, p a ra que el espectador sepa
que está en el teatro. El texto borgeano, a trav és de citas
que eventu alm en te a p u n tan a un a m ism a m eta —que el lee-'
tor sepa que está en literatura— prefiere sin embargo la re
velación oblicua, la indecisión. El Fausto de E stanislao del
Campo es p a r a Borges poco eficaz porque revela la ilusión
te a tr a l de m an era repentin a, acrítica y torpe, es un a “conta
minación operada por la sola mención prelim in ar de los b as
tidores escénicos”. Y añade: “La irrealid ad de las orillas es
más s u til” por su “provisorio carácter”, por su “m ateria in
1 Ver página 37, nota 13. Comenta Borges en el mismo ensayo, como
ejemplo de descripción que existe “verbalm ente” aunque sea “irrepre-
sentable”, una enumeración de Torres Villarroel. Cito el comienzo: “Salió
al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre,
vejancón y potroso, desarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de
carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano”
(“Sobre la descripción literaria*, p. 101).
podido ver, en Borges. En “H istoria de la e te rn id a d ”, por
ejemplo, recalca el carácter monstruoso de la Trinidad: “una
deformación que sólo el horror de un a pesadilla pudo p a r i r ”
(HE, 25). En otro texto donde condena el doblaje cinem ato
gráfico, Borges se explaya una vez más sobre las combina
ciones anóm alas:
En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lu
gar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián
Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón,
Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía
un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy compli
cadas... (F, 124).
Las peligrosas mezclas han sido conjuradas, los blasones y las fábulas
han logrado su lugar privilegiado; no hay aquí anfibio inconcebible, ni ala
con garras, ni inmunda piel escam osa, no hay rostros polimorfos y
demoníacos ni aliento de fuego. La monstruosidad no altera aquí ningún
cuerpo real, no modifica de manera alguna el bestiario de la imaginación:
no se esconde en la profundidad de ningún poder extraño (Foucault, 7).
[...] (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clarificación,
(i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel
finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el j a
rrón [...) (OI, 142)
1 “Había una época en que sabía Las flores del mal de memoria pero
ahora estoy bastante alejado de Baudelaire. Si tuviera que nombrar un
poeta francés, nombraría a Verlaine”. (Napoléon Murat, “E n tr e tie n ”,
Cahiers de l'Herne [París: 1964], p. 383.
en una entrevista con El Nouvel Observateur, se burla del
mal gusto de B audelaire2— permite sospechar que el recuer
do de B au delaire persiste incómodam ente en la obra de
Borges, sous rature. No está de más recordar, por otra p a r
te, el tratam iento, cuando no hostil, por lo menos ambiguo,
con que Borges tra ta a la mayoría de los fundadores de la
modernidad. Elogia a Joyce con reticencia e ironía; es s a n
griento con P roust y menoscaba a Virginia Woolf. De todos,
acaso el más significativamente ninguneado —en un nin-
guneo que tiene mucho de síntoma— sea precisamente el p ri
mer moderno de todos, Baudelaire.
Comienzo por un acercamiento evidente, el que perm iten
dos libros, Fervor de Buenos Aires y Tableaux parisiens. En
los dos casos se trata, tem áticam ente y h a sta formalmente,
de u n a poesía de errancia, de flánerie: textos organizados
en tomo a un sujeto deambulante que percibe la ciudad y, en esa
percepción, se percibe a sí mismo, textos de “un yo insacia
ble de un no-yo que a cada in stan te se m anifiesta y expresa
en imágenes más v iv ien tes que la v ida m ism a, siempre
inestable y fugitiva”.3 El hecho de que en ambos casos el no-
yo sea una ciudad en vías de modernización —P arís a punto
de volverse “capital del siglo diecinueve”,4 Buenos Aires des
pojándose, de restos de Gran Aldea— vuelve la percepción
tanto más compleja. En cierto sentido ejercicios de a u to rre
trato, como bien lo vio Enrique Pezzoni en el caso de Borges,5
II
13 El vehem ente final de ese poema —“los años que he vivido en Euro
pa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”— adquie
re fuerza fundacional. Interesantem ente, uno de los últimos textos de
Borges, “25 Agosto 1983”, narra el encuentro entre dos “Borges”, uno de
ellos de ochenta y cuatro años el otro de setenta y uno, es decir, nacido en
1922. Esta fecha de nacimiento vuelve por cierto ilusorios los años pre
vios a Fervor de Buenos Aires.
14 Jorge Luis Borges, “Sobre D en Seg und o S o m b r a ”, Sur, 217-218
(1952).Losada, 1942), p. 11.
Jorge Luis B orges, confabulador
( 1899 - 1986 )
¿Y el muerto, el increíble1
?
La noche que en el Sur lo velaron
1986
B orges y la edu cación de la m em oria
1987
C ita y au tofigu ración en la obra de Borges
“La p e r s o n a l i d a d , e sa m e z c o la n z a de p e rc e p c io n e s
en trev erad a s de salpicaduras de citas”, escribe Borges en
u n a tem p ra n a proclam a u lt r a ís ta .1Y más tarde, mucho más
tarde, mem orablemente:
1990
P rólogo a El libro de los seres im a g in a rio s
1996
1998
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TR T extos r e c o b ra d o s (Buenos Aires: Emecé, 1997).
Indice
Posdata
Fláneries textuales: Borges, Benjamin y B audelaire ..191
Jorge Luis Borges, confabulador (1899-1986) ..209
Borges y la educación de la mem oria ..219
Cita y autofiguración en la obra de Borges ..227
Prólogo a El libro de los seres imaginarios ..237
Borges viajero: Notas sobre Atlas ..241
A b r e v i a t u r a s a la s o b r a s de B o r g e s 247