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EL OBSESIVO MUNDO

DE BENJAMÍN
A mis padres

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”Si arrastré por este mundo
la vergüenza de haber sido
y el dolor de ya no ser,
bajo el ala del sombrero,
cuántas veces enibozada,
una lágrima asomada
yo no pude contener.

Si crucé por los caminos


como un paria que el destino
se empeñó en deshacer;
si fui flojo, si fui ciego,
sólo quiero que comprendas
el valor que representa
el coraje de querer".

Cuesta Abajo (tatigo)


Carlos Gardel – Alfredo Le Pera

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PRIMERA PARTE

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LA SEÑORA BEATRIZ, desde su silla de ruedas, dispuso personalmente todos los

preparativos para la fiesta de cumpleaños de Benjamín. Como siempre, no debía faltar la

carne, Niña, hay que adobarla bien y temprano para que el asado resulte, decía la anciana.

Y la Niña, como movida por un impulso eléctrico, envuelta en su delantal blanquísimo,

corría de un lado a otro de la casa, subía y bajaba escaleras, cerraba puertas, abría ventanas,

sacudía repisas, bajo la mirada rigurosa de doña Beatriz, que no cesaba de dar órdenes con

su voz en extremo aguda, pasa el paño, Niña, que brillen las miniaturas de plata y las de oro

y esa de marfil que el Abuelo trajo de China, porque lodo debe resultar perfecto este día.

Y no importaba que el ritmo de la casa se trastocara, que, no¡ se respetara el horario

inflexible impuesto desde hace años por la señora Beatriz, ya que los pastelitos no se

cocieron a tiempo y la pobre Zunilda se atrasó con el almuerzo y justo un poquito antes de

servir llegó la camioneta con las cajas de whisky y fue necesario abrirlas y contar las

botellas, ¿cuántas,, Niña?, fíjate bien, que tienen que ser cincuenta, ni una más ni una

menos, exactas las cincuenta botellas de whisky que Benjamín había exigido para la

celebración de su onomástica número cuarenta y dos, y así tenia que ser porque las

circunstancias no deben impedir la realización de la fiesta y el salón principal debe estar

iluminado por las dos lámparas de cien lágrimas y el terciopelo azul de los grandes sillones

debe lucir impecable como el día en que el Abuelo los trajo de sorpresa para una navidad, a

comienzos de siglo, convocando a la familia para que presenciara el trabajo de los hombres

sudados que 'bajaban penosamente el sofá de tres cuerpos y los cuatro sillones que se

distribuyeron a lo largo y ancho de¡ salón, donde han permanecido inalterables por los días

de los meses de los años gracias a la diligencia y esmero de la señora Beatriz Littleford de

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Cruz, que entonces era apenas una niñita de siete años y que, sin embargo, fue la primera en

colocar su primoroso trasero sobre los felpudos sillones, bajo la atenta mirada de su padre,

el ex distinguido oficial de la Real Marina Inglesa.

Y al cabo de una jornada agotadora, sentada majestuosamente en su silla de ruedas,

la señora Beatriz contempla con deleite la larga mesa del comedor donde reposan los vinos

de antigua reserva y las servilletas de banquete, donde se alinean en paralelas multicolores

las capas de tinto y blanco, y los cubiertos y los platos de porcelana auténtica que serán

asaltados en unas horas más por los amigotes de Benjamín, esa muchedumbre informe y

corrupta, sin presencia ni estilo, absolutamente vulgar, que se adhirió la familia con

ventosas por obra y gracia de la ingenuidad -¡vaya eufemismo!, piensa Rosario sentada

frente a su suegra- del pobre Benjamín, que entonces era tan niñito y tan inocente, Rosario,

y no tenía conciencia de su verdadera situación, ¿pero cómo hacerlo entender que ésa no

era gente de su clase si siempre fue tan obstinado? Estaba convencido que bastaba que

alguien se pronunciara contra la guerra para estimar a esa persona como decente. Se

lamenta, mueve la cabeza, trata de pasarse la mano temblorosa por la frente y no lo logra,

doña Beatriz, porque sus manos ya no le responden y aunque usted se resista a creerlo,

necesita de esa niña tonta y torpe para satisfacer sus más mínimas necesidades, sintiéndose

vejada y humillada a cada instante, sin poder olvidar que es un objeto inservible, un ente

inútil que además depende totalmente de la voluntad pequeña de esa pobre infeliz. Menos

ahora, sí, ahora es distinto porque se ha traído a Benjamin a la casa y aquí puede disponer

de él a su antojo y así volver a sentirse madre y necesaria, porque sabe que puede quedarse

sola nuevamente y no lo resistiría. Por eso ha tenido que hacerle concesiones a Benjamín,

por eso vendrán aquellos que usted llama muchedumbre, y por eso también se las ingenió

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para conseguir la caja de whisky con cincuenta botellas que exigió Benjamin

categóricamente en ese papel escrito con letra de imprenta para no dejar dudas: 50

BOTELLAS, NI UNA MAS NI UNA MENOS, SI NO, EL DIA DE MI ONOMASTICO,

NO ME DEJO LEVANTAR DE LA CAMA.

Claro, todo esto no deja de ser una bravata; porque Benjamín sabe que cualquiera lo

puede levantar de su cama y puede instalarlo en el centro del salón, en aquel sillón especial,

también de terciopelo azul pero un poco más angosto y anatómico, para que quede cómodo

y no se canse, Rosario, y, por qué no decirlo, también para que no se note tanto su

desgracia.

- ¿Usted lo sabía, señora Beatriz, cuando nos casamos ya lo sabía?

- ¿Qué cosa, Rosario? -No se haga, señora Beatriz, si sabe que hablo de lo de

Benjamín, de que terminaría así.

La anciana no responde. Permanece inalterable en su silla de ruedas y se abstrae en la

contemplación de la mesa dispuesta. ¿Importa acaso? Tú eras joven como él y te

necesitaba, porque eras de su clase. Tú podrías haberlo levantado, lo tuviste todo en tus

manos para transformarlo en un hombre de triunfo, el éxito personificado, y haberio alejado

de sus corruptos amigotes. Sin embargo, no fuiste capaz y debes reconocerlo, Rosario.

¿Acaso Benjamín no te ofreció toda su vida.? Sí, tienes razón, Beatriz, deberías

reprocharme, pero no lo haces y permaneces en silencio, enclaustrado en tu enigma

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inmutable al cual no permites que nadie tenga acceso, porque tienes miedo y sabes que

me has engañado y que ahora también dependes de mi, que una palabra mía seria suficiente

para que Benjamín te abandonara como ya lo hizo en una oportunidad. Por eso la anciana

no responde y Rosario decide partir, borrar con su ausencia la presencia omnipotente y

odiosa de la anciana que en su silla de ruedas deshoja un calendario infinito que se debate

en la agonía de la pieza del segundo piso que da al jardín donde Benjamín, sí, el pobre

Benja, gasta lapicero tras lapicero en una reconstitución penosa de su mudez y de su

parálisis y de sus atrofias dolorosas, porque me duelen, me duelen tanto como las escenas

preparatorias de este, mi nuevo cumpleaños número cuarenta y dos.

¿Quiénes vendrán ahora? ¿Será como la última vez? Difícil. El tiempo es inflexible,

deja su huella, las situaciones son únicas e irrepetibles. Aunque tal vez no. Hoy vendrán

los mismos de siempre. Estará el Tulio con la Mónica, su mujercita anónima llena de

sufrimientos; y Tito, sí, Tito también vendrá, aunque sea solo; lo mismo que Rubén y

Helena, y el Incacola Rubirosa y Marisol, y el Pera de Agua con Alguien. Sí, todos estarán

como siempre, con sus pequeñas anécdotas, que a Tito lo embromaran en el Banco y a

Rubén le protestaron una letra la del auto nuevo o la del televisor que compró para ver el

mundial, porque no consiguió abono completo. En fin, a lo mejor con el tiempo las cosas se

tornan más idénticas y yo seré incapaz de desprenderme del estático paisaje del jardín que

se extiende a lo largo de mi ventana con sus rosas inmaculadas y perennes y a los abedules

ondulantes y repetitivos que el Abuelo insistió en colocar en la parte del fondo, donde

termina la chépica; Ios abedules que se perpetuaron ahí, atrás, a pesar de que eran rusos,

porque son rusos auténticos, hombre, alegaba el Abuelo, se los compré a Varimovich, el

dueño de la sombrerería, que me aseguró su valor, no piense Mister Littleford que son

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bolcheviques, sino que provienen de la más pura cepa del Zar; los abedules que se

plantaron el primer domingo de marzo de aquel año, y la familia en masa, tíos y tías,

sobrinos y nietos, primos de primer, segundo y tercer grado, todo el mundo, hasta los

sirvientes, presenciando la plantación de los abedules del Abuelo. El hecho constituyó un

evento y fue el comentario obligado de la familia durante los quince días precedentes. El

teléfono de la casa no cesó de llamar ni un solo instante: aló, Beatriz, ¿eres tú, Maruca?, sí,

qué gusto, ¿te enteraste?, sí, por supuesto, y cuéntame, cuéntame, Beatriz, ¿cómo vas a ir?,

mamá frunce la boca, acaricia el mango de terciopelo azul de la silla de ruedas y dice

despacito, es precioso, Maruca, pero ni sueñes que voy a contarte cómo, porque será una

sorpresa, y la tía Maruca al otro lado del teléfono se pone un poquito colorada y se muerde

la lengua, porque así no tiene gracia si el vicio le da el dinero que quiere, por eso el vestido

que se pondrá Beatriz será maravilloso, Grosella, en tonos pastel y cuello de terciopelo, tú

sabes lo que le gusta a Beatriz el terciopelo y como la plata no le falta, habrá de ser de la

mejor calidad, Rebeca, un vestidito soñado en color tabaco oscuro que dicen importó de

París, algo que tendremos que ver.

Y cuando Rudecindo nos abrió la puerta el primer domingo de marzo de aquel año y

mamá atravesó adelante de todos nosotros el corredor que conduce al jardín, vi los rostros

anhelantes de mis tías y tíos y primos de primer, segundo y tercer grado, haciendo un

espacio reverente para que se desplazara la silla de ruedas. Y al fondo, donde termina la

chépica, aguardando, las espaldas anchas del Abuelo y su sonrisa de agrado apenas

disimulada al descubrir la llegada de mamá, que sin saludar a nadie avanza hacia el Abuelo,

porque lo primero es tocar sus mejillas rugosas que se expanden ampliamente, y se acerca

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hasta la silla, coge con delicadeza las manos de mamá y la besa embelesado en la frente,

despertando la admiración de la tía Grosella que insiste al oído de la tía Rebeca en que ya

testó. La tía Maruca les dice silencio, que ahora hay que saludar a papá. Se acercan donde

está el Abuelo con los brazos abiertos que encuentran el vacío porque el Abuelo grita

¡Benjamin!, y las tías se paralizan y me abren paso porque Él me ha llamado y me tiemblan

las piernas, los dedos se enredan entre sí, y mientras me acerco trato de memorizar si cada

botón de mi chaqueta está donde debe estar y si no se me ha corrido el nudo de la corbata y

disimuladamente me froto los zapatos en la parte de atrás de los calcetines, hasta que siento

sus manos grandes, velludas y rugosas posarse sobre mis cabellos y en la humildad

temerosa de mi vista agachada intuyo sus narices olfateando entre mis pelos y luego la

distancia escrutadora que resisto estoicamente, rígido ante la mirada severa del Abuelo, y

los brazos crispados de mis tías que todavía no pueden saludar al viejo y esperan con santa

paciencia a pesar que estoy segura, Rebeca, ya hizo el testamento y se lo deja todo,

mientras yo permanezco tieso esperando el veredicto salvador, las palabras aprobatorias

pronunciadas con satisfacción, bien, bien, Benjamín, andas como un verdadero Littleford,

después de la plantación puedes jugar a tus anchas, te aseguro que testó a favor de ella,

insiste la tía Grosella, y recibe un nuevo susurro de la tía Maruca, ¡silenció!, ahora sí,

vamos a saludar, y comienza el desfile a pasar frente al Abuelo y a recibir el beso mezquino

y formal, rutinario como quien pone una estampilla, y todavía alcanzo a ver a papá que ni

siquiera pudo saludar al Abuelo porque a éste le bajó el apuro y decidió dar la orden al

jardinero para que iniciara la plantación de los abedules, en perfecta línea paralela al muro

del fondo, donde siguen inalterables frente a mis ojos, sin desgastarse con el paso de dos

generaciones de Littieford, aunque los últimos ya ni siquiera conserven el rimbombante

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apellido traído por un joven marino inglés que llegó a estas lejanas tierras a tentar fortuna

con el salitre.

Sin duda son los mismos abedules. Más crecidos tal, vez, quizá más estáticos, menos

flexibles, pero, en definitiva, son los mismos abedules que plantó el Abuelo el primer

domingo de marzo de aquel año en que tuve por primera vez la noción del drama reflejado

en la mirada turbia de Rosario, mi prima lejana que fue mudo testigo de segunda clase de la

plantación milenaria de los abedules. Incluso hoy se repiten sus ojos cuando entra en mi

cuarto y violentamente me saca de la ventana y quedo frente a la cama donde se sienta y

puedo contemplar su belleza todavía perfecta e intocable, etérea en sus desplazamientos,

intuida apenas por el poder nimio de mi mirada. Me pasa la libreta de apuntes y, sin

matices, plenamente, me escupe la pregunta como un gargajo.

- ¿Qué te quieres poner para la fiesta?

Las palabras rebotan en mi recuerdo. Reviso mentalmente el ropero recién readecuado

por mamá: memorizo cada terno y cada camisa y cada corbata, trajes impecables hechos

con telas inglesas grises y azules y cafés, telas de distinta textura y procedencia, para

distintas épocas y ocasiones, telas por montones corno si tanta lana y tanto hilo pudieran en

un gesto mágico borrar toda la cruenta realidad de mi ser restringido a un bulto poco más o

menos decoroso según las circunstancias, pero bulto al fin y al cabo, un bulto al cual le da

exactamente lo mismo el traje que vaya a usar el día de su onomástico, porque nadie se

fijará en el terno inglés de corte perfecto, sino en las deformaciones de las manos y en las

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cicatrices que el dolor ha ido dejando en el rostro o en el súbito acabamiento de su risa que

dice tenía tan bonita, Benjamín que siempre fue un tipo tan alegre, ¿no te parece, Rosario?

Y tú, Rosario, que me miras sin variar la intensidad tenue y despersonalizada de tus ojos,

has escuchado mil veces estos comentarios y cada vez que entras a la pieza y me sacas

violentamente de la ventana para observarme, te das cuenta que es imposible, que tú

tampoco puedes obviar la realidad cruel del comentario y también recuerdas mi risa, mis

bromas, mi ánimo siempre voluntarioso y mi sexo, si, es muy importante, mi sexo, mi

potencia prematuramente olvidada a pesar de tu belleza aún perfecta y excitante que, sin

embargo, es lejana como un soplo de viento, inaprehensible en su solidez de materia

absoluta, imposibilitada de sublimar en abstracciones metafísicas ni dogmas morales,

ardiente de quehaceres cotidianos, de vestidos que comprar, de pinturas que ponerse, de mil

actividades para olvidar lo que no puedes, porque cada vez que entras a mi pieza

inconscientemente sacas la cuenta de los meses que han pasado sin tocamos siquiera, y

recuerdas los primeros tiempos después del veredicto definitivo de los médicos, cuando

todavía vivíamos en el departamento y tú, en las noches, te acostabas junto a mi cuerpo

rígido y como antes me tocabas y pegabas tu figura a mi lado con desesperación, con una

angustia que mis ojos delataban, porque también recordaban y sentían punzadas de

impotencia. Entonces mis manos eran torpes para suplir lo que tú anhelabas y soñabas y no

podías hallar, hasta que comprendiste que era imposible y sólo entonces aceptaste venimos

a esta casa que odias desde pequeña y siempre, incluso después de casados, evitaste. Pero

todavía te faltaba entender más. Tuvieron que pasar un par de meses para que decidieras

cambiarte de pieza. Te aprovechaste de los deseos de mamá de apartarte de ti para que

durante los almuerzos fueras poco a poco encontrándole razón, en efecto, señora Beatriz, a

lo mejor si Benjamin durmiera solo no saltaría tanto, sí, es posible que se pueda contratar

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una enfermera para que lo atienda de noche, nada mejor que una especialista, señora

Beatriz, le decías durante las once en la terraza junto al jardín, hasta que un día me sacaste

de la ventana y me lo explicaste todo paso a paso, con cara de congoja, con los ojos

nublados por el llanto que estaba a flor de piel, repitiendo constantemente, Benjamín, dime

si te parece bien o no, por favor, porque a mí me cuesta dejarte solo por la noche, y yo,

firmemente, casi dominando el temblor de mi mano, con letra de imprenta para no dejar

lugar a dudas, te contesté que NO TE PREOCUPES, ASI ESTA BIEN. Pero ahora no sé

qué decir, me da exactamente lo mismo el terno que me vaya a poner.

- Ya pues, Benjamín, escribe de una vez.

Sí, Rosario, te voy a contestar y debo poner mis ojos terriblemente nostálgicos, porque

desvías tu mirada y te recuestas en la cama tornándote la cabeza. Entonces presiono las

ruedas de la silla y me detengo junto a tu costado. Con mi mano más temblorosa que de

costumbre toco tu pierna, el muslo ancho que no puedo olvidar. Siento cómo se contrae

lentamente el músculo y cómo se trenza cada vez más a medida que subo, bajo tu falda, y tú

dejas caer tu mano golpeando la mía y siento el dolor, pero insisto y tú te corres hacia el

otro lado de la cama y con desesperación tomo el lápiz y escribo tratando de dominar el

temblor de mi mano y la “d” apenas se dibuja, al igual que la “e" y las otras vocales y

consonantes que nadie las entendería pero que tú, Rosario, si las entiendes, aunque yo no

hubiese escrito nada. Arranco la hoja y la impulso hacia la cama. No llega hasta ti sino que

queda a un costado. Tú te has dado cuenta. Ahora tienes que recogerlo y leerlo. Pero

permaneces inmóvil, no te mueves, no estiras tu brazo, es un brazo apenas, Rosario, una

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mínima distancia. ¿O acaso intuyes lo que he escrito y por eso te resistes? Te exijo con mi

vista, con mis ojos lastimeros, con la nostalgia impregnada. Y obedeces: coges el papel y lo

lees lentamente, vas palabra por palabra, Rosario, deteniéndote en cada sílaba, déjame,

arrugando tu ceño, tocarte.

- ¿Para qué, Benjamín, para qué?

Té incorporas y me miras, fijamente, sin personalizarte, casi con ira. Y ahora te levantas

y vas hasta la puerta, ¡no, Rosario!, no te vayas, ahora no. Y no te vas. Cierras la puerta con

pestillo y apoyas la espalda en ella.

- ¡Para qué, para qué!

Empiezas a desabotonar tu blusa, rápidamente, entorpeciéndole con tu propia prisa,

mostrando tus senos todavía jóvenes, ¡no, Rosario!, ¿por qué? Detente. Sigues, ahora más

tranquila, cimbrándote, bajando el cierre de tu falda, aflojando las ligas, desnudándoles

completa, abandonando el sostén sobre la cama ¿y tus calzones rosados con encajes,

desnuda y blanca avanzando hasta mi silla, diciendo para qué, para qué, Benjamín, y tomas

mi cabeza y la hundes en tu estómago, dónde siento la cercanía de tu vello público claro ese

olor a piel tersa, mientras insistes en voz baja: para qué, Benjamín, para qué.

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CUANDO EL ABUELO ENFERMÓ, la señora Beatriz empezó a hacer los

preparativos para el cambio de casa. Poco a poco, lentamente, pero de manera inexorable,

los roperos comenzaron a vaciarse, las sillas fueron embaladas, en la mesa sólo se utilizaba

el servicio de diario y se desarmaron, quedando clausuradas, las piezas de alojados e

incluso la de Benjamín, que pasó a dormir en una cama estrecha que se habilitó en el

dormitorio de su padre. Todo se fue reduciendo a lo estrictamente necesario para

sobrellevar la vida cotidiana durante un tiempo breve. El garaje se fue llenando de baúles,

de muebles cubiertos con sacos, de cajones de distintos portes. La señora Beatriz

personalmente dirigía desde su silla de ruedas el desmantelamiento de la casa. Claro, sólo

se preocupaba de eso un rato, en las mañanas, después que Florencio Cruz se iba a la

oficina. Cerca del mediodía, luego de haber dado todas las instrucciones pertinentes, la

señora Beatriz se arreglaba frente al espejo de la pieza, un espejo ovalado y no muy grande

que cuando se casó trajo de su casa. Después partía donde el Abuelo.

Entonces Benjamín la veía alejarse detrás de la ventana y allí se quedaba mucho

rato, hasta que la nana le traía el almuerzo y se tomaba sus sopas y sus jugos de fruta con

desgano, tratando de obtener alguna ventaja de la ausencia de su madre y comerse sólo lo

que le gustaba y dejar incólumes aquellos guisos blandos que la señora Beatriz insistía en

que tenía que tragar a pesar de que el estómago se le revolvía y en más de una ocasión

terminaba con los finos ingredientes devueltos grotescamente sobre el mantel. Benjamín

sabía que entonces no había nada que decir y tenla que partir a su pieza y meterse en la

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cama hasta el otro día. Pero cuando estaba solo con su nana, todo era distinto: siempre

conseguía que le prepararan un buen pedazo de carne asada con tomates.

Las tardes, sin embargo, no se diferenciaban mucho de las que pasaba en la cama.

Benjamín vagaba interminablemente por los pasillos desnudos, hojeaba algún Peneca y

miraba mucho rato a través del vidrio la calle. Ahí siempre había muchachos jugando al

fútbol o a las canicas o simplemente conversando y riéndose en la esquina. Benjamín ya

los ubicaba, sabía que el morenito bajo de pelo hirsuto se perdería por la esquina, y que el

más alto, pelado al rape, se metería en la casa de muros rosados; el Luchitomario, sin

embargo, vivía en la otra cuadra y era el más grande de todos. También era el mejor para

jugar a la pelota y en los partidos que se organizaban siempre mandaba el juego y escogía

los equipos. Nunca perdía el Luchitomario en una oportunidad en que iban empatados y se

estaba haciendo de noche, un niño del equipo contrario al suyo iba a meter un gol, cuando

el Luchitomario le da un tremendo puntapié, y cae al suelo, ¡penal¡, gritan varias voces al

unísono, ¡penal, penal¡, encarando al Luchitomario, que los miraba despectivamente y con

la pelota en la mano la hacía elevarse le daba golpecitos con la cabeza y la volvía a tomar.

El muchacho que iba a meter el gol se levanta sobándose la canilla, se acerca hasta el

Luchitomario y, cuando éste tira nuevamente la pelota al aire, la toma y sentencia

definitivo: yo sirvo el penal. Entonces el Luchitomario, alborotado y sin control, preguntó:

¿penal?, ¿quieren cobrar penal? Se notaba indignado, furioso. Pasa la pelota mejor, porque

no fue penal, y el muchacho se resiste, ¡penal, penal!, y esconde la pelota detrás de su

espalda, y lo demás ocurrió todo muy de prisa, el Luchitomario que se abalanza sobre el

muchacho y su puño se incrusta en medio de la cara blanca de miedo, caen al suelo

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revolcándose, y sólo se ven los brazos de Luchitomario que bajan y suben sin

interrupciones, hasta que el llanto del muchacho se hace intolerable. Entonces, el

Luchitomario se levanta y recorre con la vista a los otros muchachos: ¿alguien más quiere

cobrar penal? Nadie responde, el círculo se va abriendo y los muchachos se van retirando

hacia sus casas. En la calle sólo queda el Luchitomario, que se sacude las ropas, encoge los

hombros mientras saca un cigarro, lo enciende, y dando pitadas cortas se pierde de la vista

de Benjamín.

Sin duda, quedarse junto a la ventana y con- templar lo que ocurría en la calle era su

principal entretención. Pero también lo entretenía pensar lo que podría ocurrir allá afuera,

soñar que era como el Luchitomario, jugar al fútbol y a las canicas, trompearse de vez en

cuando, y ganar, siempre ganar, como el Luchitomario.

Durante la enfermedad dejarnos de ir los sábados donde el Abuelo y las tres

semanas que pasaron hasta que se murió fueron larguísimas. Al final mamá ya ni siquiera

iba a dormir a la casa: se quedaba donde el Abuelo. Dormía en una pieza que estaba junto a

la de Él, como si ya se sintiera dueña de la casa, Rebeca, decía la tía Grosella, estoy segura

de que el viejo ya testó y le deja todo a ella. Las visitas sociales de todo, tipo se habían

suspendido y a nuestra casa no venía nadie, porque te digo, Maruca, aunque no me creas, la

Beatriz no quiere que nadie vaya a su, casa, porque ya tiene todo embalado, incluso me

contaron que hasta contrató el flete, te lo aseguro, y en su caja de fondo debe tener

guardado el testamento, que lo hizo personalmente, no me cabe la menor duda. Y Ias tardes

eran interminables, sobre todo, porque es verano y las clases se terminaron y no viene la

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profesora particular ni tampoco la de acordeón. Y si no tengo tareas, no me dan ganas de

hacer nada. Hasta papá ha desaparecido de la casa y llega todos los días tardísimo,

paseándose con mujerzuelas por el centro, Rebeca, te lo juro, Heriberto lo vio a la salida

de la oficina el otro día y el muy desgraciado ni coIorado sé puso, incluso lo saludó y todo,

como si no fuera nada. Ahora, claro,; era una mujerzuelas, pero de lo más buenamoza. Y

no deja de ser justo, porque Florencio es un hombre y con la Beatriz, así cómo está, ¡es

difícil que paso algo!: ¿no crees? No pasaba nada, las tardes siempre iguales, sin

alteraciones, idénticas, inmutables, yo encerrado en la casa sin salir, porque pobre de ti,

niño, si llego a saber que has salido, decía mamá, y sus amenazas eran de temer. Pero tantos

días solo, tanto tiempo sin hacer nada, superaron mis temores. Un día, después de

almuerzo, me lancé a la aventura.

Esperé que la Nana, empezara a escuchar su radioteatro, "Y ahora el espacio de mayor

sintonía", mirando desde la puerta de la cocina cómo la pobre vieja se sentaba en el piso

que no alcanzaba a contener su humanidad, "su programa favorito, con todo el drama de la

vida cotidiana", cómo se le iban cerrando los ojos, cómo empezaba ese ronroneo que al

final superaría el ruido de la radio, “la historia que usted pudo haber vivido”,

desplazándome con cuidado hasta el mueble desde donde colgaban las llaves, sintiendo que

el ronroneo se consolidaba, deteniéndome cada vez que se hacia discontinuo, hasta que tuve

en mis manos el manojo grande y por un momento temí que su tintineo despertara a la

Nana. Pero ella ya estaba atrapada por el monótono rugir de su pecho y yo pude atravesar la

cocina sin problemas y ganar el patio donde el sol me golpeó la cara. Tuve que detenerme y

acostumbrarme a su intensidad. En un instante los objetos empezaron a delinearse y pude

apreciar el cerezo rojizo que contrastaba con un limón situado justo a su lado. Pero no había

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tiempo. El radioteatro duraba una hora. Y el terminar la audición y que la Nana despertara

era un acto único. Corrí hasta la reja y miré. No había nadie. La calle estaba solitaria y el

calor era intenso. Me dieron ganas de pararme en la mitad, de llegar hasta la esquina que

estaba sólo a unos metros, de ir hasta la casa rosada y preguntar por el muchacho del pelo

cortado al rape. Sin embargo, me quedé sentado en el lado de afuera de la reja, mirando

alternativamente a un lado y a otro. La calle era distinta viéndola desde sí misma que desde

mi ventana. Arriba, la perspectiva se hacía más plana, monocorde, sin rasgos. Ahora, en

cambio, se veía llena de sinuosidades, pequeñas texturas, hoyos inimaginables, pedazos de

piedra. ¿A qué hora vendrían? ¿Es la misma ansiedad? ¿Tendremos que volver a

conocemos? Rosario me coloca la corbata, trata de ajustarla bien pero no sabe. Mi mano

tirita de impotencia. Ella está hermosa, mucho más hermosa que hace un momento desnuda

frente a mis ojos. Puedo contemplarla sin la premura del deseo desesperado, sin la

conciencia absoluta de mi imposibilidad. Sólo miro y pienso. Un muchacho pasa corriendo

por delante de la reja. ¿No me ha visto? Difícil precisarlo. Llega hasta la casa rosada y

golpea. Le abren, conversa unos segundos y se queda en la puerta esperando. Al momento

sale el niño de pelo rapado. Dan gritos que no alcanzo a escuchar, van de casa en casa

saltando, empiezan a salir otros niños, ya son tres, cuatro, cinco, el Luchitomario que

también llega. Se juntan, forman un sólido grupo, una pequeña escuadra, y vuelven hacia

mi reja. Siento ganas de entrar, de esconderme atrás de un vidrio, pero los veo venir, sin

normas fijas, en una dinámica de movimientos dispares, riéndose, gritando, alguien trae la

pelota, le dan unos botecitos, la echa a correr, otros niños también corren, se hacen pases,

armemos los equipos, yo con el Luchitomario, ahora los escucho porque están llegando a la

esquina, alguien que haga los arcos, pero espérense un momento. La voz del Luchitomario

ha impuesto el silencio y los ojos me descubren, intrigados, escrutadores, sorprendidos,

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cómicos, sí, qué divertido, es un marinero, marinerito, oye, tú, dice el Luchitomario. Yo,

lívido, inmóvil, descubierto por los ojos muy abiertos de los niños, un marinero, un

marinerito, mi camisa marinera que les llama la atención, mis pantaloncitos azules cortos,

las medias blancas con bombones en la parte de arriba, un marinero, un marinerito, oye, tú,

marinerito, la voz del Luchitomario que se acerca y se para junto a la reja.

- ¿De dónde has salido, marinerito?

- Vivo acá.

Indico con la mano la casa que está atrás de la reja, atrás del Luchitomario que se ha

parado en la puerta, atrás de todos los chicos que me rodean y me miran descaradamente.

- ¿Eres marinero?

- No.

- Y entonces, ¿por qué usas ropa de marinero?

Me quedo callado. Vamos, marinerito, responde, o es que eres mudo. Sigo callado.

Siento una mano fuerte que me toma del brazo y me empuja. Con el movimiento cae el

manojo de llaves.

- ¡Vaya! Qué es lo que veo - exclama el Luchitomario- Es que ahí adentro tienen un

tesoro.

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El Luchitomario recoge las llaves. Me las acerca hasta la cara y cuando voy a tomarlas,

las retira.

- Dámelas - digo.

Sacó la voz. ¿Han escuchado? Sacó la voz.

- Dámelas - repito.

Y exige el marinerito, qué les parece –Me mira con fiereza- Quítamelas, mijito rico.

Estoy rígido, paralizado. EI Luchitomario tiene las llaves a la altura de mis ojos. Basta

qué extienda una mano y las alcanzo, vamos, anda, quitámelas. Pero sigo inmóvil apenas

tengo fuerzas para decir dámelas, por favor, y sonríen, anda, marinerito, no ves que te las

están pasando, cada vez más cerca de mis ojos, ahí, muy cerca, y estiro la mano. El

Luchitomario las suelta antes de que yo las tome y caen al suelo. Me agacho y las patean,

salen disparadas hacia el centro de la calle, fuera del círculo que me acorrala. Los

muchachos hacen un callejón, al fondo están las llaves, tengo que ir a buscarlas, corro una

pierna se atraviesa, no la veo, simplemente caigo, algo húmedo en la rodilla, un ardor,

vamos, marinerito, aprende a correr. Veo cómo se desplaza el callejón, me levanto, ahora

camino hacia las llaves, los ojos me siguen, ya voy llegando, con más ánimo, grita alguien a

mi oído, si, repiten, con más ganas, y unas manos se apoyan con violencia en mis espaldas,

me contraigo, con ganas, mijito rico, y me empujan, otra vez la pierna, caigo frente a las

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llaves, a unos centímetros de mi mano. La extiendo, alguien la golpea, me duele, grito, sí, el

marinerito grita, y grita lindo, repite el grito mijito rico. Me quedo callado, inmóvil en el

suelo viendo las piernas sucias, los pantalones remendados, los zapatos gastados. Repite el

grito te dije, mierda. Oigo la voz del Luchitomario y, un pie se clava en mis costillas y grito

y lloro y me cae un escupo en el rostro y otras patadas empiezan a cubrir mi cuerpo y logro

coger las llaves y las aprieto con toda mi fuerza mientras trato de incorporarme y correr

hacia mi casa, tropiezo, vuelvo a correr, y el Luchitomario se para al frente mío y quedo

detenido por su figura alta y ancha y su risa destemplada, insultante. Ni siquiera me doy

cuenta de lo que pasa, no alcanzo a ver su brazo emerger desde la, inmovilidad, no noto que

sus ojos calculan la distancia, que su torso se contorsiona. Simplemente siento un remezón,

y la vista que se me apaga, y una voz, cualquiera, daba lo mismo, pero era la voz del

Luchitomario que escupía un “por maricón, mijito rico". Irremediablemente la corbata ha

quedado mal puesta y mi mano tirita más que de costumbre al ver que Rosario se aleja de la

pieza y que yo me puedo mirar en el espejo.

El abuelo murió antes de cumplirse un año de la plantación de los abedules. Sus restos

los velaron en el salón principal. Sí, el féretro negro con bordes dorados abriéndose paso

desde el segundo piso hasta el centro de los sillones de terciopelo azul, abriéndose paso

entre los rostros llorosos de las tías Maruca, Rebeca y Grosella, y de sus respectivos

maridos, discretamente atrás, respetuosamente en una segunda fila cogiendo a las mujeres

del brazo para aliviar sus congojas. Todo está en un silencio sepulcral presidido por Beatriz,

petrea en su silla de ruedas, que ordena con breves monosílabos la ubicación exacta del

ataúd, más, un poco más a la izquierda, hombre, que quede a igual distancia de las hileras

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de velas encendidas que proyectan una tenue bruma sobre los objetos y los hacen perderse

en una identidad uniforme, indiscernible.

Ahora un gesto de Beatriz indica que se puede entrar al salón, y por la puerta de vidrio

comienza un desfile interminable de personas. Las tías y sus maridos en primer lugar;

luego, algunos amigos, ancianos nortinos de fines del siglo pasado; algunos políticos

destacados, otros jubilados; y el embajador de Gran Bretaña, rubicundo, de tez empolvada,

de traje oscuro perfecto, y bastón. Llegó cuando ya todos estaban en torno al féretro y

cabizbajos hacían comentarios disímiles: Rebeca, tan apagado que estaba, en los huesos el

pobre, sí, dicen que se fue en el sueño, ¿tú crees?, estoy segura, Maruca, a Heriberto se lo

contó un empleado de la notaría. Tiene que ser, la expresión tan plácida de su rostro, ¿lo

viste ahora?, está medio verdoso el viejo, si, efectivamente, ya está todo resuelto, ¿no notas

acaso la expresión de triunfo que tiene Beatriz?, sí, solvente, digna, es un legítimo hijo de

su Reino, un honorable súbdito de Su Majestad, dijo el embajador al acercarse a Beatriz, y

en medio de la expectación que imponía su excelencia, contempla, detenidamente durante

unos segundos la ventanilla un poco húmeda del ataúd: un gran súbdito que supo enaltecer

el prestigio del Reino Unido, y suspiró, Maruca, te lo juro, cuando le preguntaron por los

papeles suspiró y dijo que no se preocupen, ya habrá tiempo para ver esos asuntos, ahora

hay que rogar por su memoria. Y para esos efectos vino el Arzobispo. Rudencio entra casi

corriendo al salón rompiendo con su tranco viejo el murmullo que reina. Frente a Beatriz se

para marcialmente y trata de controlar su agitación. Entonces balbucea, se traba, señora, es

él, en persona, con su túnica violeta y el pectoral de plata, con su mirada de santo, señora,

viene el Arzobispo. Beatriz tiene por primera vez un gesto de conmoción: rápido,

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Rudencio, acerca un sillón, y tú, Maruca, no te quedes ahí gimoteando; anda a recibirlo y

condúcelo a mi presencia. La veintena de pares de ojos está atenta a la puerta de vidrio.

Nadie escucha el chirrido de las patas del sillón que Rudencio arrastra hasta la silla de

ruedas. Todos quieren fotografiar el momento en que entra el Arzobispo seguido de la tía

Maruca. El salón es una sola gran reverencia, los pechos una sola cruz. Y el Arzobispo se

detiene frente al cajón, cierra los ojos, y sus labios se mueven de memoria. Padre nuestro,

que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, un murmullo silencioso apenas intuido

por los ojos semicerrados de la concurrencia.

Ese día estuvo en casa del Abuelo casi toda la familia. Faltamos nosotros, los nietos. Y

también Florencio Cruz, mi padre. El no estaba en casa cuando mamá nos comunicó la

noticia. Era tarde, yo ya dormía. Me despertó el timbre del teléfono. Desde mi pieza

escuché la voz de la Nana, señora, no, el caballero no está, no, estuvo y salió, si, dígame no

más, ¿cómo?, el señor, cuánto lo siento, señora Beatriz, y escuché también sus gemidos, sus

llantos cortitos y apretados, ¿cómo dice?, ya, que se termine de embalar todo, que llame a la

mudanza, ¿tan luego, señora?, sí, tiene razón, hasta luego, señora, Dios la guarde. En la

casa volvió a escucharse el silencio nocturno poderoso. Al rato, surgieron incontrolados los

sollozos de la Nana. Llegaban en oleadas interminables hasta mi cuarto, llegaban en

repetitivas cadenas de sonidos indescifrables que, sin embargo, impedían que conciliara el

sueño. Hasta el dolor del ojo inflamando recrudecía al ritmo de los quejidos de la nana.

También empecé a llorar, primero bajito, después más fuerte, y más y más hasta que llegué

a escuchar sólo mi llanto, espantando con el ruido las sombras que se instalan en los vidrios

de las ventanas, que emergen desde los postigos y se mezclan con golpes de puño directos

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al mentón, que pululan por el corredor apenas iluminado donde el Cuco aparece en las

noches de soledad dando brincos terroríficos, emitiendo crujidos ignotos, crujidos que

arrancan de todas las partes y desde ninguna a la vez, porque son crujidos totales, porque el

Cuco no se sitúa, sino que existe simplemente adherido a los corredores y paredes, y a los

peldaños de la escalera que parece desmoronarse bajo un peso enorme, que tiembla y aúlla,

que estalla de pronto en un golpe seco cuyo eco se alarga bamboleante hasta que en la

bruma del corredor se dibuja una silueta precisa, una cercanía terrible que me hace guardar

silencio. Aprieto mis labios y desde un hueco de las sábanas contemplo el movimiento

oscilante de la sombra que va creciendo y se perfila en el umbral de la puerta. Tengo ganas

de gritar, de ahogar en un alarido la definición de la oscuridad, de borrar con una irrupieron

de lágrimas la visión inconfesable de la sombra venciendo a la luz. También quisiera estar

durmiendo. Pero nada de ello ocurre. La sombra en el umbral es magnífica y se ha hecho

carne y la oscuridad se distribuye metódicamente sobre el cuarto. Entonces, una voz rompe

el silencio. Benjamín, ¿estás despierto? Es una voz aguardentosa, una voz que acerca,

lentamente, la sombra hecha cuerpo hasta mi lecho. La piel se me eriza, el pánico es un

escalofrío que se posesiona de mi columna vertebral y un rostro, deforme, sin rasgos,

desconocido, se acerca a mi cama.

¿Te pasa algo, Benjamín?

Entonces respiro, entonces contengo el llanto. La sombra es mi padre que viene

llegando. Está borracho.

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El salón está oscuro. Hay un sillón nuevo. Tu sillón, Benjamín, el sillón que encargó tu

madre, el anatómico y funcional, el que ocultará tus deformidades. Es tarde, ya se ha

oscurecido, en el salón no hay nadie, sólo el féretro negro y las luces difusas que proyectan

las velas. Anda, Benjamín, tienes que entrar, debes ver al Abuelo en su última morada.

Ahí está, apenas a unos metros, perfectamente horizontal en su caja de sueños. En ella se

irá al cielo, acércate para que la conozcas ¿Mamá, todos nos vamos a ir al cielo? El cajón

no tiene alas, el cajón es demasiado negro, el cajón parece pesado. ¿Cómo puede llegar al

cielo? Es difícil ganar el cielo. Desde un sillón cae terciopelo azul hipócritamente diseñado

es muy difícil. Más vale acostumbrarse desde ya. La noche será larga. Como la del Abuelo,

Benjamín, que ya no va a despertar nunca y tú tienes que entrar a ese salón lleno de muerte

para verlo por última vez. Vamos, anda, no te resistas. Tus primos ya lo vieron, ellos ya se

empinaron en puntillas para alcanzar la ventanilla de vidrio, y lo vieron. Algunos lloraron.

No sabían por qué, pero lloraron. Tú también debes llorar, para ganar el cielo. Hay que ser

bueno, Benjamín, hay que ser compasivo y saber llorar cuando es preciso. Y ahora es

preciso, porque el Abuelo ha muerto. ¿Entiendes, Benjamín? Es difícil saber cuándo hay

que llorar, cuándo es preciso. ¿Acaso una fiesta de cumpleaños no es como para llorar? No,

no es fácil saber. También es necesario saber contener el llanto, Benjamín, como tus tíos

que no lloran, aunque el Abuelo ha muerto para siempre. Pero ellos no lo quieren ni lo

quisieron nunca. Son como tu padre. El tampoco lo quiere, por eso se emborracha y llega

tarde a casa y anda con otras mujeres. Si, es bueno que lo sepas ahora que tienes que entrar

a ese salón donde tu padre ya no entrará jamás. Y no debes llorar. Sólo se necesitan

lágrimas para el Abuelo, no para tu padre. ¿Me entiendes? Difícil. No quieres entrar a ese

salón, no quieres sentarte en ese sillón de terciopelo azul, no quieres asomarte a esa

ventanilla húmeda donde parece que todavía respirara el Abuelo. Pero no puedes negarte.

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Te empujan con palabras y con gestos. Anda, Benjamín, no tengas miedo, simplemente está

muerto y los muertos no pueden hacer nada. Y tus piernecitas delgadas trastabillan y de

pronto sientes que el rechinar de la silla de ruedas te conduce hasta tu sillón de terciopelo,

porque no puedes negarte, porque inventaste mil razones para no hacer esta fiesta y todas

fueron denegadas. Nada debe impedir la realización de la celebración del onomástica

número cuarenta y dos de Benjamín. Alguien dictamina, alguien decide, y tú estás junto al

cajón inmenso, porque el Abuelo era alto, donde sientes el olor a flores añejas que se

agrupan a los costados y aún te resistes a empinarte como lo hicieron tus primos y

contemplar el rostro de la muerte encarnado en las facciones agudas del Abuelo, las

facciones desde donde han desaparecido las arrugas y la palidez ha sido reemplazada por un

manto impalpable de color verde mortecino que pareciera estar inserto entre los pliegues de

la piel, entre las arrugas prematuras de tu mano que contemplas indeciso, tocando

suavemente el mango de terciopelo azul del sillón que te pertenece y gritas, corriendo hacia

la puerta de vidrio, pálido de impresión lo vi, lo vi, el Abuelo está muerto. Pero no has

podido abandonar el salón. Todavía permaneces sentado en su centro, observando los

rasgos de la oscuridad. No quiero entrar, mamá, dices. No quiero entrar de nuevo, porque

no puedo llorar. Y te quedas junto al umbral del salón viendo cómo tu madre se aleja

arrastrándose en su silla de ruedas hacia el comedor de diario donde está el resto de la

familia y todavía alcanzas a escuchar la voz gruesa del tío Felipe que le dice a Beatriz:

terminado el funeral, revisamos el testamento.

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3

BEATRIZ CIERRA LA PUERTA CON LLAVE, le ordena a la Niña que se asome

al balcón y que ahí se espere un rato chiquitito, mija. Cuando la Niña obedece y se pierde

detrás de las cortinas, Beatriz, haciendo un esfuerzo inmenso, desplaza su silla de ruedas

hasta el tocador. El esfuerzo la agota, tiene que respirar profundamente y permanecer

inmóvil un instante. Antes no era así y podía autoabastecerse. Ahora necesita de esa Niña

torpe y tonta, de la cual tienes que ocultarte, Beatriz, porque tiene la lengua larga y te puede

delatar. Sí, podría revelar esos secretos que guardas tan celosamente en tu tocador, que los

has ido ordenando sigilosamente en una libreta negra como las que usan las empresas para

llevar sus utilidades no declaradas y que, todas las tardes, en algún momento que nadie

puede percibir, revisas, detalladamente para verificar que aún permanece inalterable en su

sitio. Rápido, colocas los cosméticos encima del velador. Sacas muchos cosméticos,

pinturas varias, sombras de bellos colores, lápices de ceja grandes y chicos. Llenas el

tocador de pequeños objetos inservibles, porque no los usas, mientras miras hacia la cortina

que da al balcón. Si la Niña te viera creería que te estás arreglando. Y hoy no lo dudaría,

aunque viera que no tocas ninguno de tus elementos de belleza, porque es mi cumpleaños

número cuarenta y dos, y es lógico que te pintes. Pero tú no te arreglas nunca: desde hace

treinta y cinco años que no te arreglas. Y no lo harás hoy. Sólo quieres llegar a sacar tu

libreta negra y, si es preciso, sacar también tu cofre dorado donde se conservan intocables

tus joyas. Sin embargo, no te animas a tanto. El cofre está en el ropero, en el primer cajón.

Y el ropero está al otro lado del tocador, mirándolo de frente. Son sólo unos cuantos

metros, pero a ti te parecen kilómetros. No tendrías fuerzas para llegar. La última vez que

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abriste el cofre y sacaste la pulsera de oro que Florencio Cruz, mi padre, te regaló un poco

antes de la boda, sufriste un ahogo que casi te delata. Por eso ahora no quieres correr

riesgos y simplemente te conformas con ver tu libreta. Beatriz se coloca los anteojos, frunce

la boca y con su mano temblorosa trata de despegar las hojas arrugadas de la libreta.

Camuflado entre los lápices de ceja, está el lápiz de pasta. Lo toma. Afirmando

dolorosamente el pulso, luchando contra su propio temblor que brota rebelde entre número

y número, va ordenando los términos de la suma. A pesar de los tiritones se alinean los

valores de la carne, del vino, de los ollos y el pavo, del chancho que se faenó, del mozo

contratado especialmente para la ocasión. Ah, y sobre todo el valor de la caja de whisky, de

esas cincuenta botellas que Benjamín exigió caprichosamente y que tuvo que conseguir de

contrabando. Y también el flete que fue altísimo. Cuántos escudos, por Dios, exclamas

asustada de tu suma. Pero no te importa, ahora no es importante, Benjamín tiene que tener

una gran fiesta, aunque toda esa plata se la consuman sus amigotes, esa muchedumbre de

rostros morenos y pelo grueso que no tardarán en estar borrachos deambulando por tu salón

mancillando con su presencia el recuerdo inmaculado de tu padre, muerto en gloria y

majestad. Debes sacar el sable del Abuelo ¡exacto!, en eso estás pensando. El sable del

Abuelo, símbolo concreto de su calidad de oficial de la Real Marina Británica, no debe

estar presente en la hora de la ignominia. Por eso no veo el sable colgado con todos sus

ribetes en la pared. Me engañaba no era la oscuridad del salón la que me impide verlo, sino

que tú lo sacaste, y la pobre Rosario no entendió todo lo que tú querías decir cuando

mandaste sacar el sable, el viejo sable del Abuelo, lo único que me dejó después de su

muerte.

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“Y el viejo sable será propiedad de mi nieto, Benjamín”, el notario termina de leer

el documento.

La ceremonia ha sido breve. Ocupando todos los sillones de terciopelo azul y las sillas

que fue necesario traer del comedor, están las tías y sus maridos. Beatriz, en su silla de

ruedas, adusta y serena, mira a sus hermanas y cuñados.

- Creo que el testamento no deja dudas - dice lentamente -. Si quieren pueden leerlo

personalmente para verificar.

Un silencio sórdido responde. Te lo dije, te lo dije, Maruca, se tenia conquistado al

viejo, ahora nos tirará una limosna, eso, eso mismo, una limosna y nada más.

-¿Nadie quiere verlo? - la voz es desafiante, altanera, pero tranquila. Así debían

comportarse los generales británicos en sus momentos de triunfo.

Ya lo sabía, Rebeca, durante años estuvo preparando este momento. Lanzó por la borda

hasta su matrimonio para poder vivir estas horas. Felipe, está de muerte, con los problemas

que tiene en la tienda.

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- Pásemelos, Beatriz. Ella hace un gesto al notario, y éste le alarga los papeles a Felipe.

Es un original y una copia, una hoja escueta, simple, mecanografiada, con palabras justas,

las que no dejan dudas, porque son todas iguales. Sólo la firma rompió la uniformidad de la

escritura. ¿Será la firma del Abuelo? Felipe trata de repetir en su memoria la firma que vio

en el pagaré que le avaló el Abuelo. Si lo consiguiera podría confrontar, pero ya es difícil,

no hay tiempo. Te lo dije, en la plantación de los abedules te lo dije, ya testó, ella lo arregló

todo, incluso echó a pique su matrimonio con tal de conseguir el testamento.

-¿Cómo lo hiciste, Beatriz?

Felipe pregunta lleno de intención. Está diciendo mucho más de lo que literalmente

indican las palabras. Sin embargo, Beatriz no se inmuta. Sabe cuál es su poder.

-¿Es que no piensas contestar? ¿Crees que nos vas a poder manejar; estás tan segura

porque has recibido la herencia? Te engañas, Beatriz, te equivocas. Eres una vieja inválida

e impotente, ¿me entiendes?, ¡Impotente!

Felipe deja los papeles sobre la mesa del salón. Con un gesto de la cara llama a la tía

Grosella que está llorando. ¿Por qué?, ¿por qué?; ahora hasta liemos perdido la pensión.

Aunque hubiese sido una limosna, nos habría caído bien.

- Y ustedes, si, ustedes qué miran con cara de idiotas - enfrenta a las tías y sus maridos -

. Ustedes no valen nada. Arrástrense, laman el piso; siempre serán iguales, siempre.

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Felipe, seguido de la tía Grosella, abandona el salón. Beatriz no se ha inmutado. Apenas

podría notarse una leve contracción de su boca. Aún tiene ánimo para seguir hablando, para

mirar la hora, para hacer un gesto de disgusto, porque esta reunión se ha prolongado más de

lo que quería. -¿Alguien mas quiere ver el testamento? -No, Beatriz - responde la tía

Maruca -. No es necesario.

- Así lo creo yo también. Ahora interesa que nos pongamos de acuerdo en el monto de

las pensiones que les tengo que asignar. Pero creo que sería mucha precipitación

conversarlo en este momento. Lo mejor es que yo me ponga en contacto con ustedes

cuando haya estudiado un poco el problema. ¿Les parece?

Hay un asentimiento mudo. Lentamente las tías y sus maridos se levantan, se arreglan la

ropa, miran como si fuera la última vez el salón de sillones azules y, despidiéndose de

Beatriz, comienzan a salir. En el porch de entrada se agrupan. Rudecindo les abre la puerta

y el sol entra solemne. Entonces se divisa el camión que despacio se detiene frente a la

puerta. Lo tenía todo preparado, Rebeca, dice la tía Maruca, ahí viene la mudanza. Y no

van dos días desde que enterramos al Viejo.

Fue en este mismo salón. ¿Cómo estarían? ¿De pie, sentados; papá paseándose, mamá

en un rincón con la silla de ruedas? No sé. Su voz se escuchaba demasiado nítida, metálica,

traspasando los umbrales, sobreponiéndose al tiempo. ¿A lo mejor papá se sentó en el sillón

que está junto a la ventana? Es posible. Su voz, algo cascada, producía demasiado eco, un

eco interminable, voces repetidas que golpean la puerta de mí cuarto. Son ellos. El tono de

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las voces es inhabitual, demasiado fuerte, demasiado poco flemático, muy ponderado. Algo

está pasando.

- Ahora será distinto, Florencio.

-¿Me escuchaste? ¿Por qué no dices nada?

- Explícate primero.

Sí, son ellos, sus voces, algo pasa. Bajo de la cansa, cuidando mis pasos, abriendo

apenas la puerta del cuarto. El pasillo está oscuro. Por aquí se paseaba el Abuelo. ¿Se habrá

ido ya? Dicen que al morirse el hombre ya no es más uno solo, sino que se parte, se divide

en dos, y esas partes no se van juntas. En el cajón sólo iba el cuerpo. Y la otra parte, el

alma, ¿andará por el pasillo? Mejor escucho de aquí, no más.

-¿Tú crees que me has estado engañando, Florencio? ¿Crees acaso que no sé que te

andas paseando por ahí con mujeres que son ... que son ...

-¿Que son qué?

- Ni me atrevo a decirlo, porque me da ira y vergüenza.

-¿Quieres que lo diga yo? -No te atrevas a manchar con tus inmundicias esta casa.

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Papá se ríe. ¿Por qué se ríe? Su risa es aguda, hiriente, socarrona. Pero él nunca se ríe o

solamente a veces. Ahora, en cambio, sus carcajadas resuenan en las paredes de la casa y

suben las escaleras y se instalan en el corredor. El Abuelo podría despertar y aparecer por el

medio del camino con los ojos semicerrados y la piel verdócea, estirada y sin arrugas, el

Abuelo enojado porque interrumpieron su sueño, ¡fuera, fuera, a gritar a otro lado! Cierro la

puerta, casi de golpe, y el corazón se me agita, parece que fuera a escapar.

- ¿Te ríes? Cínico, hipócrita. Te burlas de mi decencia.

- Me río de tus melindres, Beatriz, de que todavía no eres capaz de llamar las cosas

por su nombre. Y más encima me amenazas.

- No te amenazo, Florencio. Sólo te aclaro algunas cosas. O dejas de andar con ésas, o te

vas de la casa.

- ¿Qué me ofreces a cambio, Beatriz? ¿La casa de tu padre, tu riqueza, dejar de trabajar?

- ¿Qué?.

- No pienso comprarte, Florencio.

- No tienes con qué comprarme, Beatriz. Llama las cosas por su nombre.

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Se escucha el chirriar de las ruedas de la silla un golpe sobre un cristal, un gran crujido,

algo se ha roto. Entreabro de nuevo la puerta. En el pasillo no se oyen ruidos, ni

respiraciones, ni se percibe la presencia del Abuelo despierto. Me animo. Después de todo

el Abuelo no me puede hacer nada. A mí siempre me quiso, incluso, me dejó su viejo sable.

Llego al borde de la escalera, me asomo. Abajo hay luz. Un haz de claridad se proyecta

sobre el porch desde la puerta del salón. También se proyecta una sombra ancha y

bamboleante. Florencio se pasea. Beatriz no se distingue. Seguramente ella rompió algo,

quizás el jarrón chino que trajo el Abuelo. Siempre que se enoja pierde el control de su silla

de ruedas. Y ahora está enojada. En la voz se le palpa toda la ira.

-¿Quieres que llame las cosas por su nombre? Pues bien: eres un aprovechador. Te has

pasado la vida esperando recibir un poco de toda la riqueza de mi padre. Sí, no pongas esa

cara. Toda tu vida has envidiado esta casa, las rentas, las utilidades que llegan sin mover un

dedo. Tienes que reconocerlo.

-Te equivocas, Beatriz, medio a medio te equivocas. Cualquiera de esas mujeres de las

cuales tú hablas, cualquiera de esas rameras, para decir las cosas por su nombre, tiene más

que darme que todo lo que tú pudieses ofrecerme. Métetelo en la cabeza no vales nada, eres

una inútil.

La sombra se ha detenido. Es igual a la del Abuelo, ancha, total, imponente. Pero es mi

padre, - Florencio Cruz, y no un Littleford. Pobre Abuelo.

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Nadie tiene su apellido. A mí en el colegio me dicen el Cruz, como mi padre, que

levanta sus manos, que indica hacia un rincón, que acusa con una sombra que se extiende y

apunta hacia la mesa donde está el jarrón chino y donde debe estar mamá.

- Tienes razón, Beatriz. Ahora todo va a ser diferente.

- ¿Por qué, Florencio? - Porque me voy. Por eso. Así de simple, Beatriz. Prefiero

estar con una puta que con un atado de huesos inservibles. Eres impotente, Beatriz,

convéncete.

Un silencio se ha producido. Trato de controlar mi respiración. Pero no dejo de vigilar

esa sombra, la sombra que ya no estará. ¿Se irá? Un llanto empezó a levantarse desde algún

rincón del salón. Era un llanto mudo, un sollozo que se resistía a emprender el vuelo.

Ándate de inmediato, vete de aquí, Florencio, y la sombra se movió. Ahora va a salir, debo

esconderme. Me fui a mi pieza y aguardé detrás de la puerta. Un crujido de la cerradura y

luego el golpe seco me indicaron que Florencio Cruz, mi padre, había abandonado la casa.

Sin embargo, me quedé tieso junto a la puerta mucho rato. No sé cuánto tiempo pasó, pero

ya aclaraba cuando volví a sentir el chirriar cansado de la silla de ruedas de mamá. A lo

mejor estuvo llorando, a lo mejor se durmió, pero en todo caso pasó toda la, noche en aquel

rincón donde a la mañana siguiente ya no vi el jarrón de porcelana china que de uno de sus

viajes trajo el Abuelo.

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Son los pasos de Rosario, los pasos breves, delicados, apenas diseñados sobre el parquet.

Sí, Rosario, a pesar de que ya no duermes conmigo y que cada encuentro es un acto de

agresión, siempre terminas buscándome. Y yo huyendo. Por eso sigo los golpecitos en la

madera pujando para que se detengan. Es desesperante estar siempre pendiente de los

ruidos y que ellos te persigan. Tú no has tenido nunca esa sensación. De pronto, todos los

sonidos parecen iguales, uno no sabe si son los del Abuelo, si los tuyos, si los de mi padre

recorriendo con amargura los pasillos que nunca llegó a poseer. Sólo es discernible el

desplazamiento de Beatriz, porque no puede ocultar el chirrido siempre repetitivo de los

engranajes de la silla de ruedas. En las noches, cuando ya todo el silencio indica el sueño,

ella pone sus ruedas en movimiento. Entonces los aullidos ininteligibles del

funcionamiento mecánico llegan hasta mi pieza. Yo no me levanto, permanezco quieto

entre las sábanas, controlando al máximo el temblor de mis miembros. Ahora son los

murmullos los que mandan. La voz aguda de Beatriz, inconfundible, los monosílabos de

Rudecindo. No puedo descifrar el mensaje. Pero no es necesario que lo haga. Adivino

cada uno de los gestos del encuentro. Rudecindo escucha con la mirada baja, tratando de

sostener rígidamente el cansancio de sus setenta años. Frente a cada palabra de mamá

mueve de, arriba a abajo su cabeza en señal de asentimiento. ¿Está claro, Rudecindo?, y el

monosílabo, afirmativo. ¿No olvida que debe guardar absoluto silencio? No lo olvida

Rudecindo, porque nunca ha olvidado una instrucción y aunque las várices de sus piernas

se le vuelvan dolorosas y casi no pueda mantener la verticalidad de su columna, partirá

temprano al día siguiente apretando junto al pecho el objeto que Beatriz le ha encargado

con todo tipo de recomendaciones, es valiosísima, Rudecindo, no acepte menos que lo

señalado, aunque la diligencia se frustre. Si, tienes que cumplir, Rudecindo. Y cuando

mamá te entrega la pieza de valor incalculable no debes detenerte a mirarla, guárdala de

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inmediato, escóndela en el bolsillo de tu chaqueta y sueña con que durante algunas horas te

pertenece. Pero no la mires, no te hieras la vista con el objeto brillante y pesado, porque

mañana estarás en la calle, recorrerás pasajes, preguntarás en distintas tiendas, y tendrás

que soportar las miradas de desconfianza y, a lo mejor, alguien te denuncia a la policía y

deberás huir, porque si te cogen tendrás que decir la verdad, la verdad que la señora Beatriz

te ha confiado y tú no puedes revelar, ya que significaría revelar el secreto que Beatriz

conserva rigurosamente guardado en su libreta negra. Cumple simplemente, Rudecindo,

camina con toda la seguridad que pueden ofrecerte tus años, hazlo rápido, no regatees

demasiado el precio, no estás en condiciones y el dinero tiene que llegar, los billetes azules

y cafés, ordenados a pesar de la suciedad de su uso, deben llegar. Por eso, aunque te duela

la columna y se te hinchen las várices y la Zunilda pregunte por ti todo el día, llegarás al

anochecer con la visión de toda la ciudad en tus ojos hasta el lecho de Beatriz, y yo sentiré

tus pasos titubeantes, los golpecitos leves con que anunciarás tu llegada, y la voz nacida de

la profundidad de los huesos de mamá que preguntará: ¿eres tú, Rudecindo? Entonces con

sus manos tiritonas e imprecisas contará ávida la suma y te reprochará el hecho de que no

hayas respetado el valor convenido. Pero en el fondo se sentirá tranquila, porque anotará

una cantidad que equilibre sus sumas en la libreta negra. Y a lo mejor, eso también lo sabes,

Rudecindo, obtienes unos centavos de recompensa que gastarás en una caña de vino en el

bar de la esquina.

Los pasos, a veces, son más delatores que mil palabras. Tú no lo has entendido, Rosario,

y no te cuidas y yo puedo intuir tus intenciones simplemente escuchando los golpes leves,

cortos, temerosos, que se detienen en el umbral del salón. Eres igual que mamá, siempre te

andas ocultando. Pero no sabes que te vigilo, que vigilo todo, que les llevo siglos de

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ventaja, porque no me desplazo y permanezco inmóvil frente a mi ventana dirigiendo el

rumbo de vuestras vicisitudes.

Para asustarte, con mi mano golpeó la mesa de vidrio. Te despegas de la puerta un

momento, te sientes sorprendida, no estás habituada a los ruidos imprevistos.

-¿Estás, ahí, Benjamín? Preguntas con miedo, despacio, temerosa de que tu asombro

delate tu propia culpabilidad. Y mientras esperas una respuesta que sabes no va a llegar,

porque no puedo hablar, el odio y el miedo se mezclan empujándote hacia la luz, evitando

la oscuridad del salón y los pasillos, lo lóbrego de los ruidos imprevistos.

Entonces golpeo nuevamente con mi mano la cubierta de vidrio de la mesa.

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4

A LA NIÑA TONTA Y TORPE, le indicaron que sirviera las once. La señora

Beatriz, cuando hubo guardado sus cosméticos y escondido su libreta, la dejó salir del

balcón donde permanecía esperando. Anda, Niña, prepara las once, dice, y desde su silla de

ruedas le indica que la conduzca al comedor. Quiere revisar una vez más si no hay algún

detalle que se le haya olvidado. Claro, con la Cina no era así, con ella no tenia que

preocuparse de tantas cosas. Anda, Niña, qué esperas, no te quedes embobada mirando. La

Niña despierta, se afirma con las manos su delantal blanco y corre. Todavía alcanza a oír la

voz de la señora Beatriz que da instrucciones, una, dos, tres instrucciones, siempre son

muchas, demasiadas, livianitas las once, ¿no ves que hoy tenernos una comida?

Instrucciones que te cansas de dar, que todo el empeño de tu voluntad ya no resiste, porque

se ha mermado. No dejas de repetirte con la Cina sería todo diferente. Tu afirmación es un

círculo vicioso. Hechos y arrepentimientos. Siempre la reafirmación de los hechos y los

arrepentimientos en una escalada que ni siquiera ahora intentas comprender, aunque

trataste. ¿Ya estás lista, Rosario? Sí, Rosario está lista. Inmaculada, sacra, coronada en su

belleza fresca. Indecente ese escote. Te hiere el escote de Rosario, no aceptas su tersura que

se pasea frente a tu vista sin ningún pudor, como una ofensa. A mí también me hiere, pero

no tanto. A ti la perfección te agrede, aunque trates de evitarlo, y ese odio ciego y sordo e

inexorable se ha traspasado a mi ser al igual que tu parálisis. Pero tú no te das cuenta, ni

Rosario, ni Rudecindo, ni Zunilda, ni menos la Niña tonta y torpe. Sólo yo tengo la certeza

de los sucesos, porque he sido testigo, porque cada noche en esta casa es un recuerdo, una

imagen, un miedo preciso. Es de noche, como hoy que ya oscurece y las sombras inician su

recorrido de terror. Desde mi cuarto, donde me siento seguro en la impunidad de mis actos,

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escucho las voces que suben escalón a escalón hasta el pasillo del Abuelo. Es como si el

mismísimo Abuelo circulara en las ondas sonoras que se despliegan por sobre el silencio de

las paredes. Siempre el rumor se instala en el corredor, siempre en los corredores se

establecen zonas de temor. De niño, los fines de semana que pasaba enteros con el Abuelo,

solían aparecerse a medianoche el Cuco. Su sonido elástico rebotaba en el parquet y la

sombra redonda atravesaba innumerables veces frente al umbral de mi pieza. Era una forma

bajo cuyo perfil difuso ocultaba la circularidad de su esencia.

Pero pasaba una y otra vez produciendo un ruido plano y repetitivo que yo trataba

de hacer desaparecer hundiendo mi cabeza en las sábanas. Entonces se quedaba el Cuco

toda la noche rondando mi cuarto, inmutable en el corredor, y yo creía percibir la risa de mi

nana rítmicamente seguir las evoluciones de la forma flexible. Sólo una vez lo vi inmóvil.

Se me apareció una noche de la manera tradicional, y debe haber dado muchos saltos y

haberse cansado mucho, porque a la mañana siguiente, hurgueteando en el closet de la

cocina, lo encontré cubriendo mi pelota de goma. Me puse pálido, un desvanecimiento

completo invadió mi cuerpo, y cerré de un golpe la puerta. Mi nana lo debe haber visto

también, porque cuando levanté la vista su cara tenía una expresión cercana al espanto y al

miedo. Nunca más lo volví a ver, pero tengo el recuerdo de haberlo percibido como en

sueños, instalado en el corredor que está frente a mi cuarto y donde ahora llegan las voces

que provienen del salón. Una voz se escucha nítida, es la voz aguda de mamá algo

exasperada. Sin duda está enojada, la confianza que hemos puesto en ti, lo que te hemos

dado aquí, en esta casa, es una prédica, está retando a alguien, hay cosas que están pasando,

que nos damos cuenta y no podemos tolerar, exacto, una prédica perfecta. Me acerco a la

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escala. El salón está iluminado, una sombra se proyecta. Siempre es una sombra la que

aparece, porque mamá no está en la luz ni en la oscuridad, sino en el limbo indefinido de lo

claroscuro, cercana a los rincones. Y las personas con que habla se diluyen en una luz

recortada en tomo a una mesa inferida por sus contornos. Pero yo conozco esos contornos,

sobre todo ese que arranca a través de los vidrios. Es una figura estilizado, casi de mi porte,

curvada con gracia. Es ella, la soñada, vista, auscultada desde la distancia, que inmóvil

escucha junto conmigo la prédica de mamá: qué más te puedo decir, Gina, te recibimos

como a una hija y nos has respondido así. Sólo entonces la sombra adquiere su ser, habla,

se pronuncia, se defiende con frases hilvanadas a medias, pero señora, yo no he hecho nada,

cumplo bien mi trabajo, usted sabe. Y sabías, Beatriz, incluso todavía echas de menos su

eficiencia, su gracia para hacer el aseo sin despeinarse siquiera, su genio encantador, su

mansedumbre. Pero no le podías perdonar su belleza y no te atreves a confesarlo, buscas

explicaciones, no llamas las cosas por su nombre: Gina, usted no trate de engañarme, la he

estado observando, su actitud, cómo decirle, es provocativa, eso es, ligereza, y puede dañar

la psiquis de un niño como Benjamín, entiéndame, yo debo velar por la salud moral del

niño, sobre todo ahora que está entrando en un momento tan crítico de su vida, les su

adolescencia, Gina Tú lo sabías, Beatriz, pero ella no. Tú hablas observado que cuando

servía la comida yo no podía evitar mirarla y seguirla; te habías fijado que entonces pasaba

largas horas en la cocina, que habla dejado la inmunidad de mi cuarto y mi ventana para

aventurarme por los pasillos de la casa; a lo mejor la soledad de las noches en el corredor

del segundo piso no era un misterio para ti que lo vigilabas todo. Tú lo sabías, pero la

sombra no lo sabe y un temblor de los hombros la agita, un murmullo lloroso se comienza a

elevar por la escala, una pregunta temerosa, una afirmación humilde, un ruego desesperado:

¿Qué piensa hacer, señora? Y tu voz inflexible sigue dominando desde el claroscuro: te

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tienes que ir, Gina. No debes quedarte más de una semana. Tiemblo de miedo, de

vergüenza, lo sabes todo, Beatriz, sólo que todavía, después de tantos años, no te das

cuenta. Por eso preguntas a cada rato si estamos listos y te repites en silencio: con la Gina

sería todo diferente.

Ahora, cuesta abajo en mi rodada, las ilusiones pasadas yo no las puedo arrancar, un

acorde triste cubre los últimos estertores de la voz de Cardel y entonces tengo la noción

exacta del fin de la audición. Sólo, basta esperar que se apaguen las luces del primer piso,

que se escuchen los clic de las ventanas, que crujan los peldaños de la escalera, que se

asome en el umbral de mi pieza su cara, que baje nuevamente y dé un impulso fuerte a la

puerta de la cocina para que quede bien cerrada. Es el momento del silencio, el momento en

que se supone que todos duermen y que la Gina se va a su pieza. Es, también, el momento

en que mis movimientos tienen que ser más cuidadosos que nunca. Yo sé que el sueño es

un estado difuso en el cual no se puede aseverar nada. Siempre hay que estar prevenido.

Pero tampoco puedo perder mucho tiempo. Ahora todo se reduce a unos pocos minutos, a

un instante mágico, a un juego del todo o nada. Me asomo despacio al corredor, miro a

ambos lados, mis ojos no necesitan acostumbrarse a la oscuridad, porque dominan sus

formas. Hace tiempo que no se aparecen ni el Abuelo ni el Cuco. Sus sombras han sido

sustituidas por imágenes más concretas, reales, duras pero distantes. Atravieso el corredor

piso suavemente, cada cierto trecho me detengo y escucho no hay ruidos, sólo el eco de mi

respiración un poco agitada. Continúo, llego hasta el baño, frente a la puerta permanezco

inmóvil unos segundos, Memorizo el tiempo, lo transformo en actos, sumo y resto, aún

faltan algunos minutos. Presiono la manilla fuertemente, la empujo hacia mi cuerpo,

parezco un ladrón de cajas fuertes calculando la exactitud del número. Tengo éxito el

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seguro no ha sonado y la puerta del baño cede blandamente. Una nueva oscuridad me

enfrenta. Es un espacio frío y ansioso, un pequeño laberinto de anónimos obstáculos. Pero

no tengo problemas, el camino lo conozco, y no me cuesta llegar hasta la tina, descorrer la

cortina de baño y encumbrarme hasta mi lugar junto, a la ventana, donde me convierto en

febril atalaya.

Desde la ventana del baño no se ven los abedules ni la chépica uniforme del jardín.

Tampoco se aprecian las rosas inalterables. Rectángulos de distintos tamaños se recortan en

la penumbra de la noche. Son tres uno largo corresponde al lavadero; el segundo, que es

casi un cuadrado, es el techo del baño de servicio; y el último, el más grande, cubre la pieza

de las empleadas. Pero nada de eso me interesa, sólo me concentro en la ventana iluminada

que se comunica invisiblemente con la ventana desde donde yo observo.

Entonces, las sombras se disipan y se abre ante mi vista una imagen sólida, con

colores matizados, con movimientos perfectos. Sin embargo debo hacer un esfuerzo, Los

vidrios nunca están impecablemente limpios y un polvillo los enturbia. Yo ya estoy

acostumbrado a esa dificultad, sé que me bastan unos segundos y lograré fijar el foco de mi

atención y se impondrá la imagen, ese cuerpo esbelto que ahora se divisa en el marco de la

ventana, esas piernas junto al catre de fierros dorados. Sólo las piernas, mezquinas,

insinuantes, pero si se sienta, se completa la figura. Alternativamente se agranda y se

achica, según donde se dirijan los pies. Un calor me va penetrando, una agitación que no es

miedo sino ansiedad, una tensión creciente. No siento el frío de la loza en mis plantas, no

pongo atención a los ruidos que puedan surgir desde la profundidad del corredor. Es un

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momento mágico, revelador. Mis sentidos todos están poseídos por la imagen. En el marco

de la ventana una falda oscura, que yo sé; es negra, se enreda con las piernas, se afloja

débilmente y los pies saltan dejándola en el suelo. La longitud de aquellos miembros ha

crecido, se ha develado parte del misterio. Ahora serán las ligas que se soltarán, las medias

que caerán, la desnudez que irá apareciendo y desapareciendo alternativamente hasta que la

blusa sea tirada sobre la silla, seguida por los sostenes, y entonces, fugaz e imperceptible, el

cuerpo completo se mostrará al tender su mano bajo la almohada de la cama para coger el

camisón de dormir y nuevamente incorporarse por detrás del marco de la ventana y

ocultarse de mi vista. Pero ya es suficiente. Ese momento clan- destino de la noche ha sido

retenido por una erección calámbrica de todo mi cuerpo y la polución oscura, la precisa, en

la limpidez del azulejo atravesado por mi impulso. Todo lo demás es superfluo, rutinario; el

papel que borra las huellas impresas en el azulejo, la relajación de mis músculos, el sueño

pesado y muelle que me embarga, el silencio roto por la cadena del water donde todo se

difumina y se convierte en carne de acequia. Y tú, Beatriz, ¿percibías la ignominia hasta en

sus más mínimos detalles?

A veces pienso que nada escapa de tu control. Te has dado cuenta que algo ocurrió

hoy entre Rosario y yo. Lo intuyes, lo palpas, pero no logras definirlo. Por eso preguntas,

¿estás lista, Rosario? Sí, Rosario está lista. Inmaculada, sacra, coronada en su belleza

fresca. Sin, embargo, repites, insistente.- ¿estás lista? Contéstame. Rosario, sentada frente

a ti, te observa en silencio. Hoy está más clarividente que nunca. Bruscamente ha tomado

conciencia de tu invalidez. Su perfecta desnudez en mi cuarto fue una ocurrente manera de

reafirmar su dominio, ¡Rosario!, te he hablado. Está lista, Beatriz, no insistas, ya no podrás

deshojar todo el misterio. Has envejecido demasiado, mírate, apenas puedes controlar tu

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pulso para llevarte la taza de té a la boca, fíjate, el queque hecho según tu inmemorial

receta británica se te apelotona cerca de la garganta y no pasa. Nosotros, en un acuerdo

tácito, no lo probamos. ¿Percibes esa sutileza o estás demasiado imbuida en tu duda sobre

lo que hoy ocurrió entre Rosario y yo? Pierdes el tiempo, Beatriz, eso ya no interesa, fue un

simple experimento. incluso yo lo he olvidado y ni siquiera recuerdo el temblor profundo

que Rosario, despertó en mi memoria ni el dolor absoluto de mi impotencia. Me basta con

haber tomado conciencia de que Rosario comprobó su poder, la facultad omnimoda que ni

tú ni yo poseemos. Ahora todo radica en determinar la forma en que Rosario utilizará su

poder. Sin embargo, todo esto es hilar demasiado fino y tú insistes en preguntar si Rosario

está lista. Ella no contesta, date cuenta, no va a contestar, hoy está lúcida, ha descubierto su

poder, lo ha demostrado científicamente. ¿Qué no ves? Una palabra suya y nuevamente

quedas sola. ¿Acaso crees que Rosario está convencida de que el mejor lugar para

sobrellevar mi desgracia es esta casa? No. Rosario nunca ha deseado vivir en esta casa. Ella

vio el cadáver del Abuelo como quien mira un jarrón traído de China. Lo miré, lo disfrutó

en cada uno de sus rasgos, en la minuciosidad de los detalles: “qué feo era el Abuelo”; “qué

hediondo estaba el Abuelo"; "qué tacaño era el Abuelo"; “la tía Beatriz es igual al Abuelo”.

¿Has oído esas frases? ¿Las alcanzas a escuchar rondando por los corredores, por las

paredes, en los marcos de los vidrios? Yo, desde la escalera, las sentí transparentes

instalarse frente al umbral de mi cuarto y hostigar el descanso del Abuelo. Pero tú, Beatriz,

no te das cuenta y persistes: Benjamin, no comas tanto que hoy hay mucha comida. Qué

ridículo, si no estoy comiendo nada. ¿No ves que tirita demasiado mi mano, que todos mis

esfuerzos están dispuestos para entender los sucesos futuros, que ya el pasado no interesa?

¿No ves que Rosario no escucha, ni quiere escuchar, que también está pensando en los

sucesos futuros? Hoy ha comprendido muchas cosas, vive su momento de mayor fortaleza.

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Por eso se ha empeñado en que la fiesta resulte todo un éxito, por eso que te ha llenado la

cabeza de sueños, sí, señora Beatriz, pongámosle en la torta “Benjamin Littleford” y no

Cruz, como de verdad se llama, si, por supuesto, señora Beatriz, Benjamín es todo un

Littleford, si hasta cara de Lord tiene, si, nada debe impedir que la fiesta sea todo un

evento. Y tú, Beatriz, estás tan vieja que has creído todo, cada palabra, cada letra, cada

suspiro expelido por los ojos de la venganza. Deberás reconocer tu fracaso, deberás

sojuzgarte al dominio de Rosario, te tiene en sus manos. A mí no. Yo la domino a ella y a

través de ella, a ti. Eso tampoco lo entiendes, por eso repites: Benjamín, no dejes que sé te

enfríe el té. Ni te miro, me hago el que no escucho, mi impasividad es un mudo cómplice

del desprecio de Rosario, de la violencia de su afirmación: por qué no lo deja tomar el té

tranquilo, señora Beatriz. Levantas la cara, has quedado estupefacta, no lo puedes

interiorizar. Benjamín está nervioso, es su primer cumpleaños en estas condiciones. El

argumento de Rosario es perfecto, lo has asimilado completo, no avizoras la trampa. Es un

anuncio, Beatriz, simplemente un anuncio, está tanteando el terreno, son las primeras

escaramuzas, y en la fiesta será en serio. Pero qué va, ya no tienes la agilidad de entonces,

no puedes oler el peligro, aunque esté en tus narices, eres un ser sojuzgado, indefenso,

donúnado por tu inutilidad. Hasta la Niña tonta y torpe te controla. ¿Crees acaso que

cuando estás frente a tus cosméticos no te vigila? ¿Crees que no ha seguido tus

movimientos subrepticios al ropero donde guardas tu cofre?, Beatriz, tu gran intuición

fracasada desde siempre. Gina se fue, pero su sombra persistió existiendo en los sueños

instalados en el corredor frente a mi cuarto. Dime, Beatriz, ¿percibiste alguna vez la

ignominia hasta en sus más mínimos detalles? Ahora, que insistes en preguntar si Rosario

está lista, cuando es evidente que desde hace mucho tiempo tiene todo dispuesto para gozar

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este momento, creo que no, que nunca lograste tener una imagen certera de la magnitud de

la ignominia.

La Gina se despidió formalmente. A media mañana del domingo, estando mamá y

yo desayunando, apareció en el salón. Se había puesto su vestido de salida y en la mano

llevaba un abrigo. Se detuvo en el umbral de la puerta.

De pronto intuyo una presencia en la pieza. Es una cercanía grata, llegada desde

profundidades remotas, inalcanzables. Sin embargo, la figura que aguarda en el umbral la

reconozco. No puedo evitar ponerme colorado y subirme hasta el cuello las sábanas.

La maleta que tenía en su mano era viejísimo, de museo. Dudó unos instantes en

colocarla sobre el parquet como si sintiera vergüenza de hacerlo. Yo estaba muy turbado,

no quitaba mi vista de la taza, y sólo miraba de reojo. Pero entendía sus movimientos, los

había analizado largamente desde la ventana. Su vergüenza era más profunda, se arrastraba

hondamente en su cuerpo, en su mirada, en el dolor de la injusticia. No se trataba del miedo

a pisar esas maderas que había limpiado tantas veces. Era la vergüenza de su venganza, de

la realización ignominiosa del terror que invadía a la señora. Avanzó un poco, se paró muy

junto a mí. El desplazamiento es certero, decidido, precisándose en la bruma de un

despertar confuso. Mis sentidos parecen engañarme, la figura emerge corno desde el sueño,

volatizada por la distancia. ¿Eres tú, Benjamín? Sí, soy yo, respondo desde la profundidad

de las sábanas, envuelto en una profusa capa de pudor inimaginable. Sin embargo, a pesar

de mis dudas, la presencia se consolida y adquiere el tenue matiz de la calidad. Entonces el

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timbre de la voz lo reconozco y mis ojos repiten los contornos de los fantasmas nocturnos.

Es la Gina, penetrando la inmunidad de mi cuarto, desafiando la invulnerabilidad de los

cristales, destruyendo el tiempo, porque su silueta se presenta temprano, en la mañana, y

puedo escuchar los chirridos de la silla de ruedas que ronda en el salón de la casa, las

órdenes que se emiten para iniciar la jornada y, muy cerca, casi rozando mi brazo, una

mano que se posa y una voz tranquilizadora que dice: no te preocupes, tu mamá no podrá

subir.

¿Qué quieres, Gina?, ¿ya vas partiendo?, preguntó la señora Beatriz. Yo vi cómo la

Gina dudaba en encontrar las palabras; se cogía con la mano un mechón de pelo y parecía

mucho más hermosa que nunca, ofendiéndote, Beatriz, sin proponérselo, pero

profundamente, y tú hiciste dura la interrogación; trataste en vano de mostrarte superior,

dorninadora de la totalidad de la escena, incólume en la majestuosidad de tu silla. Pero ella

tenia la mirada clara, sus ojos más allá de la aparente confusión y torpeza de su vergüenza,

y lentamente fue explicando: si, señora, me voy, venía a despedirme. No podías entenderlo,

Beatriz. ¿No había sido demasiado castigo?, ¿todo lo que le habías dicho no era suficiente

para que se fuera sin dejar rastros, abandonando tu casa por la puerta de atrás, avergonzada

y cabizbaja? No, no era suficiente. Ella tenía un concepto muy diferente de lo que estaba en

juego; ella poseía un arma que tú no conocías, pero intuías en mi mirada absorta en las

palabras dificultosas que ella había pronunciado, en sus gestos estáticos que, sin embargo,

yo conocía llenos de movimientos, de movimientos oscuros, ignotos, maravillosos.

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¿Qué quieres, Gina? Mi voz tiembla, nace de zonas de miedo insospechadas. El

movimiento de su mano sobre mi brazo me tranquiliza. Nada, Benjamín, no quiero nada.

Permanecemos en silencio, la cama se mueve al ritmo de su mano y de mi respiración

alterándose. Una bruma se instala en mis ojos, ansío que los postigos se abran, que las

cortinas sean penetradas por los rayos del sol, que un golpe de viento borre los contornos

deseados de la figura. Por un momento pareciera que mis deseos se cumplen. Gina se

levanta, cruza la distancia que separa mi cama del umbral de la puerta; un respiro de

relajación invade mi cuerpo. Pero se detiene. Bajo el marco se detiene y observa a los

lados. Luego se da vuelta; las imágenes se me confunden; cierra la puerta, le pone pestillo,

su delantal comienza a abrirse con lentitud. Está desnuda en el marco de la puerta,

acercándose por el aire hasta mi lecho. Rosario, ¿para qué? Su olor, el aliento secreto que

fluye desde la promiscuidad de su vello púbico me cercena la respiración. Mis manos

temblorosas palpan con delicadeza sus carnes jóvenes, recién descubiertas, ¡no me toques!,

me golpea la mano; vuelvo a la inmovilidad. ¿Para qué, entonces, penetras desnuda y

limpia en mi cama? Te estoy sintiendo, exploro tu desnudez con certeza, porque la

conozco. La he memorizado durante muchos días, la he cristalizado en los azulejos, no una

vez, sino cientos, en las noches, siempre en las noches, pero también de día, en las mañanas

bajo la ducha, en las tardes después de almuerzo, muchas veces repetidas e idénticas,

distantes y concretas, materializadas sólo en la frialdad de los azulejos del baño y nunca en

la blandura y calidez de la piel mojada que va adhiriéndose a mi cuerpo; nunca en la

precisión de esos dedos que escarban como hormigas hacendosas entre los pliegues de mi

pijama, que desfloran la candidez de mi pequeño y solitario vello púbico, que van

desmoronando mis fantasías de manera inexorable, apremiando la tensión calámbrica que

crece bajo nuevos efectos, porque mi memoria la trae al presente, Rosario, y aunque la

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flaccidez absoluta de mi miembro desmienta la inquietud que tu cercanía desnuda me

provoca, me duele la posibilidad etérea de mi penetración magnífica, tímida de miedo, la

penetración inversa donde la Gina usurpa mis más íntimos impulsos y conduce los hilos del

acto desconocido como un gran director de una orquesta construida por la oscuridad de las

noches y los chirridos de la silla de ruedas de Beatriz, que intuyo se desplaza como león

enjaulado por el salón.

-¿Qué más quieres, Gina? –preguntó la señora Beatriz.

- Nada más, señora, es suficiente lo que me llevo. Muchas gracias.

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¿QUÉ HORA ES? PREGUNTA LA SEÑORA BEATRIZ y Rosario mira su reloj.

Sin embargo, no responde. Apenas escucha retumbar en el fondo de la casa el eco del reloj

de pared. ¿Qué hora es?, insiste la señora Beatriz, y Rosario, con un gesto, indica que nos

levantemos de la mesa, que pasemos al salón, que espérenos la llegada de mis amigos.

¿Qué hora es? Rosario me toma por atrás y arrastra mi silla por el pasillo. La señora Beatriz

mira atónita, sorprendida, ¡pobre Beatriz!, no alcanza a coordinar tantas sutilezas juntas y

se queda boquiabierta, temblándole levemente el mentón, repitiendo en voz muy baja una

pregunta sin respuesta.

Bajo el rnurmullo ininteligible de la anciana en su silla de ruedas voy descubriendo

nuevamente la oscuridad del salón. Siento el pulso firmemente ansioso con que Rosario me

conduce. No la puedo ver, mi cuello no alcanza a girar tan vertiginosamente, pero

vislumbro la tenue excitación de sus gestos, el leve brillo que ha ido brotando en sus ojos,

la capa delgada de sudor que va cubriendo su piel. ¿Qué hora es? La pregunta circula muda

entre las paredes idénticas en la penumbra, la pregunta se desplaza intangible por los

recovecos de nuestro silencio, va carcomiendo lentamente los resquicios de tranquilidad

que hemos ido dejando.

Entramos al salón. Rosario llama a Rudecindo. Su voz, a mis espaldas, se timbra

peligrosamente. La ansiedad, la espera interminable del momento deseado te puede delatar,

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Rosario. Con mi mano temblorosa torno mi libreta de apuntes y me apresuro a escribir, con

letra de imprenta, para ser más claro: ROSARIO, COLOCA EL VIEJO DISCO DE

CARDEL. Coges el papel y no dudas. Mientras llega Rudecindo te agachas junto al mueble

inmenso que contiene el aparato, hurgas entre las hileras de discos y sacas uno; los ojos de

la Gina se mueven inquietos, me auscultan como si prepararan una maldad. ¿Has escuchado

este disco, Benjamín? Me acerco y veo la carátula en un rincón, un viejo farol honacrense

se esboza con sus rasgos más elementales; bajo el farol hay un banco sencillísimo; es de

noche y el tango surge desde la oscuridad, mi Buenos Aires, querido, y los acordes suenan

puros, invulnerables en su circularidad monocorde, en la sombra de los surcos. Es precioso,

dice la Gina despacito, ¿le gusta? Sí, yo ya lo conozco y me gusta. Lo he escuchado muchas

veces a través de la escala, subiendo por los pedazos, brotando interminable desde la

audición nocturna que tú escuchas antes de ir a acostarte: acaricia mi ensueño el suave

murmullo de tu suspirar..., la melodía parece ir relajando cada movimiento que se produce

en el salón. Sólo los pies de Rudecindo rompen la perfecta armonía de nuestro silencio.

¿Llamaba, señora? Sí, te llamaban, Rudecindo, para seguir estrujando tus años. Ahora

deberás tomar firmemente por un costado de mi cuerpo rígido, mientras Rosario hace lo

mismo por el otro lado. Luego levantarás en un esfuerzo magnífico, insólito para tu edad, y

tratarás de posarrne nuevamente sobre el sofá anatómico. Pero no lo logras y me duele la

espalda al caer sobre las espumas. No importa, sin embargo, al terminar la operación se

restituye la majestuosidad de la música y Rosario, perdida en la ansiedad de los

acontecimientos que van a suceder, no alcanza a percibir la contracción de mi rostro. Yo

tampoco la percibo, también estoy imbuido por la expectativa de mi ceremonia Por eso

recurro nuevamente a mi libreta- ROSARIO, TRAE EL ACORDEON. Corro a buscarlo

ante la perplejidad de la Gina. ¿Para qué, Benjamin?, pregunta Rosario. Muevo mi mano, le

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trato de explicar que no es importante, que simplemente lo haga. Entonces, siempre bajo la

mirada sorprendida de la Gina me aparezco en el salón con mi acordeón en bandolera.

Pone de nuevo el disco, Gina, ese que dice: lástima bandoneón, mi corazón ... Ahora los

acordes se repiten una y otra vez; los fuelles se abren y se cierran, las teclas pulsadas por

mis dedos se hunden y se levantan y poco a poco los sonidos van reproduciéndose y mi

voz, tímida todavía, se entona suavemente- tu ronca maldición revela. No te entiendo,

Benjamín, dice Rosario, qué sentido tiene bajar el acordeón si nadie lo toca. Mientras

abandonas mi acordeón sobre el sofá sigues hilvanando razones que tu propia ansiedad no

te deja coherir.

Sin embargo, las notas que se despliegan en la totalidad del salón van mermando los

pensamientos y la certeza de tus posibilidades te produce una gran satisfacción. Te acercas

a mi sillón, inclinas tu cuerpo, alcanzo a vislumbrar en la apertura de tu escote la discreción

de tus pechos y siento la humedad de tus labios posarse en mi frente: me has entendido, tu

beso es un agradecimiento: decirme tu condena, decirme tu fracaso, no ves la pena que me

ha herido ...

¿Qué hora es? Vuelve la pregunta desde el fondo del pasillo y el chirriar de las

ruedas anuncia la cercanía de la señora Beatriz. Tu mamá está nerviosa, Benjamín, algo le

pasa, dice Rosario. Y cuando Beatriz aparece tras la puerta de vidrio, creo descubrir una

pequeña sonrisa en la boca de mi mujer. Entonces, yo también sonrío.

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Beatriz comunicó la noticia a la familia: ganó el Frente Popular, es un hecho,

aunque todavía no se conocen todos los resultados, pero es un hecho. Hubo expresiones de

toda naturaleza, desde las más catastróficas, la ruina, la perdición nacional, hasta las más

razonables. Vamos, se trata de un gobierno más, no el que nosotros queríamos, pero tan

terrible no habrá de ser. Y como Beatriz compartía esta última posición, decidió convocar a

toda la familia para pasar en la casa el trago amargo, todos juntos, Rebeca, hoy me llamó

Beatriz y me dijo que para el día de las elecciones, Maruca, es probable que vaya hasta

Felipe, porque dicen que se juntaron la semana pasada con Beatriz y se amistaron de nuevo,

¿no te parece estupendo, después de tantos años?

Todo estaba dispuesto para hacer de aquella noche de sinsabores una agradable

jornada. Beatriz había organizado todo personalmente y nada faltaba en la mesa. La comida

fue tranquila, se conversó de política, de negocios, se revisó la chismografía familiar y,

cuando ya estaba oscuro, se oyen los golpes en la puerta. Rudecindo, con su paso galano,

atraviesa el pasillo que conduce a la puerta. Desde la escalera, apenas asomado, distingo las

espaldas anchas de Rudecindo recortadas en el umbral de la puerta de calle. Al principio,

las voces llegan enrevesadas con sus propias expiraciones y no alcanzo a distinguir de

quién se trata. La audición también se interfiere por los sonidos que provienen del comedor,

por los sonidos múltiples que se desplazan por el haz de luz que se cuela entre los vidrios

de la puerta del salón. Pero en un segundo, todo comienzo a develarse.

¿Quién es, Rudecindo?, interroga la voz aguda de Beatriz. Y la respuesta provoca

un silencio que se suspende en el aire, tirita en los vacíos de la noche y penetra la intimidad

de la escalera con un aliento etílico que se arrastra por sombras que reconozco.

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Beatriz también ha reconocido el tono aguardentoso de la voz y descubro en el

chirriar de las ruedas de su silla el desconcierto de la sorpresa, Se repite el crujido del jarrón

de porcelana china que trajo el Abuelo, se renueva el miedo de las palabras reconstituidas

en el recuerdo. Las ruedas se dirigen hacia la puerta, pero no alcanzan a llegar. Una sombra

irrumpe en el salón. Sus contornos casi no se reconocen, la certidumbre se cumple sólo en

el tono alcohólico de la voz. Y en la botella. SI, la sombra define una botella en su mano.

Me animo, bajo varios peldaños, comienzo a dominar las figuras de la realidad.

Florencio Cruz, sale de esta casa. La orden de Beatriz es definitiva. Sin embargo, no

puede ocultar la vibración sesgada por la emoción. Florencio Cruz, retírate de inmediato.

Mi padre no le hace caso. Su figura, que ahora percibo en todos sus detalles, permanece

inmóvil. Ha engordado, su silueta se expande peligrosamente hacia los lados, parece que va

a estallar. Lo miro fascinado, como si una imagen mágica se abriera frente a mis ojos. Y

escucho su voz. Está borracho, es evidente. Retírate, Florencio, insiste Beatriz, tratando de

afirmar en su temple metálico todas las dudas que delata el temblor de sus manos.

Entonces emerge desde el comedor el tío Felipe. Se acerca despacio, con prudencia

- Florencio, es mejor que se vaya, no es un buen momento. Ha llegado hasta ponerse frente

a él. Le tiende la mano, se saludan. Todo lo veo como si no estuviera sucediendo. El rostro

crispado de mamá, la tensa pasividad del tío Felipe, la inmovilidad bamboleante de

Florencio Cruz, mi padre. Me animo mucho más termino de bajar la escalera y me quedo

parado frente al umbral de la puerta. Rudecindo está mudo afanándose en la perilla. Afuera

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bulle la noche. Se escuchan gritos, gente que pasa, banderas desplegadas, muchos vivas que

se repiten y penetran el sostenido silencio establecido en el salón de la casa.

Florencio Cruz lo rompe con su voz cascada y discontinuo: querida Beatriz, no te

alteres. He venido de pasada, a brindar con ustedes por este día. Con todos ustedes que son

mi familia, contigo Felipe, mi cuñado, porque somos cuñados, ¿no es cierto? Ha tomado a

Felipe de un brazo y se apoya en él para conservar la inmovilidad frágil de su cuerpo. Yo,

querida Beatriz, estoy muy contento, de verdad, y estaba tan contento que me dije: los ojos,

los ojos de Beatriz se han puesto rojos y le tiemblan los párpados. Sus manos se aferran una

y otra vez a los mangos de la silla. Tiene los ojos abiertos, pero no quiere mirar: Florencio,

ahora que estás tan contento, ¿por qué no compartes esta felicidad con tu linda familia? Es

un bruto, ¡pobre Beatriz!, cómo debe estar sufriendo, Rebeca. Y me respondí a mí mismo:

exacto, Florencio, anda a ver a tu linda familia, mira a esa vieja inválida que es tú mujer,

¡Florencio!, qué canalla, y a esos idiotas de cuñados que tienes, todos como mentecatos

lamiéndole el ... ¡Florencio!, basta, usted está borracho, Florencio, mejor retírese, dice el tío

Felipe, con energía, y toma a mi padre de un brazo y lo empuja hacia la salida, pobre

Beatriz, qué bochorno.

Mi padre trató de protestar un poco, pero no opuso resistencia. Con firmeza y cortesía el tío

Felipe lo condujo hacia la puerta de calle. En el umbral nos encontramos frente a frente.

- Espera, Felipe.... ¿quién es este muchachote?

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-Soy Benjamín... Me miró como reconociéndome, Benjamín, Benjamin…, sí, mi

hijo Benjamín, qué grande estás, muchacho, y estiró una mano para tócame la cabeza y

reinoverrne los cabellos. Entonces se escuchó el grito desgarrado y seco, ¡no lo toques,

desgraciado!, y luego el llanto de Beatriz que convulsionó su cuerpo como si hubiese sido

presa de un ataque. Florencio Cruz, mi padre, apenas dio vuelta la cara y se detuvo en la

figura epiléptica de Beatriz se encogió de hombros, estrechó la mano del tío Felipe, me dio

unas palmadas en el hombro y salió. Fue la primera vez, después de diez años, que vi a mi

padre, y ya ni siquiera recuerdo sus facciones, Beatriz quemó todas las fotos que

conservaban su presencia.

Hoy es sábado, y me toca salida con mi padre. Beatriz, convaleciente todavía de su

enfermedad, me arregla personalmente. Ha escogido para hoy un terno Príncipe de Cales. A

medida que me viste voy sintiendo la opresión del cuello de la camisa, del nudo de la

humita y de los tres botones férreamente abrochados de mi chaqueta. También me hieren

los hombros las correas de los suspensores. Pero todo eso lo soporto estoicamente. Lo duro

empieza cuando tenemos que pasar al baño y mamá se apresta a la difícil tarea de dominar

a punta de gomina el remolino de la nuca. Ahí me resisto, me desespero, me imagino todo

el proceso posterior, la lenta erección de los cabellos rebeldes, la tirantez de mi frente, las

risas de los niños de la calle. Mamá no puede conmigo, me persigue por la pieza, salto por

encima de la cama y la pobre no puede cogerme. Todavía están demasiado débiles sus

piernas, demasiado torpes sus brazos. Entonces recurre a sucio argumento.- “si no té quedas

quieto, llamo a Florencio”. Es suficiente: la última vez que no respondí a esa amenaza

perentoria, me costó un cardenal inmenso en la pierna, provocado por la hebilla de bronce

del cinturón de papá.

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No me amargo, sin embargo. Los sábados se disipan las sombras y, después de salir

del baño, bajo al living de la casa y en un sillón espero sentado y quieto; sin moverte,

Benjamín, porque si no tu padre no te lleva, hasta que siento los pasos de papá en la escala

y entonces sé que puedo levantarme y debo esperarlo en la puerta, donde él, vestido de

blanco entero con su varilla de mango dorado, coge mi mano y me conduce con seguridad

por las calles cercanas a la casa.

Pero este sábado es especial, Benjamín, dice mi padre, mientras yo contemplo

embobado a los niños de la cuadra que juegan en una esquina. ¿Me estás escuchando,

Benjamín? Si, te escucho, Florencio, yo siempre escucho y miro todo, ¿no te has fijado?,

¿no has sentido mi vista clavada en tu sombra que pasa en las noches muy tarde frente al

umbral de mi puerta? Si, papá, te escucho. Perfecto, Benjamín, pues te digo que hoy es un

sábado especial: tomaremos un carro y conoceremos el centro. El centro, papá, ¿qué es?,

pregunto sin formalidad, sorprendido de la incógnita que se abre ante mí.

Ya he escuchado hablar del centro. En las noches, cuando papá y mamá creen que

yo duermo, me siento en el último peldaño de la escala y escucho. Al oír sus voces espanto

las sombras del corredor y un mundo de cosas desconocidas, pero seguras, porque vienen

de las palabras de mis padres, se abre ante mí. En esas noches he escuchado hablar del

centro: ¿dónde andabas, Florencio?, ¿por qué te has demorado tanto? Y papá siempre dice

lo mismo: en el centro, Beatriz, en una reunión de negocios. Sí, los negocios siempre están

en el centro y dicen, mi Nana dice, que son bonitos con grandes vidrios y muy limpios, no

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como el almacén de la esquina, que siempre está sucio y hediondo. Mi Nana también va al

centro. Los domingos, después de almuerzo, se arregla bien y se coloca un sombrero con

flores de papel, y llena de motivos, dice.- voy al centro, señora. Vuelvo temprano.

Pero, ¿qué es el centro, papá, qué es en esencia, cuál es su embrujo, por qué ahí te

demoras siempre tanto? Papá sonríe, nos detenemos en una esquina, contempla la calle

partida por los rieles, es un conjunto de calles donde hay muchas tiendas, oficinas y

restoranes. Es un bonito lugar, donde va toda la gente y está el edificio de Gobierno y los

bancos, me dice mi padre, mientras yo no lo escucho porque a través de la ventana móvil

voy tratando de fotografiar las casas y plazas y la gente que a cada momento crece en

número hasta perder totalmente la identidad y transformarse en una marea informe y

ondulante que se desplaza en sentidos inversos, sin reconocerse al pasar uno al lado de otro,

simplemente como sombras arrastradas a plena luz de día y tengo miedo y me aferro a la

mano de papá que me toma para descender en una plaza grande atravesada por una gran

avenida, frente a la cual hay un edificio ancho y bajo, coronado por pequeñas puntas que se

levantan en su techo: es La Moneda, dice mi padre, ahí viven los Presidentes.

Y con la imagen majestuosa de aquel edificio que atravesamos por el medio

saludando a los hombres de uniforme brillante que hacían guardia en las puertas y patios

interiores, nos fuimos internando por calles angostas flanqueadas por muros altos llenos de

ventanas como colmenas y vitrinas de todos los tipos, hasta que nos detuvimos en una muy

grande donde se veía un piano de cola gallardo y negro, además de otros instrumentos:

oboes, saxofones, trompetas, una batería y, en un rincón un aparato de colores rojos

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pespuntados en nácar con un terlado blanco y negro y una placa cubierta de botones

distribuidos simétricamente. ¿Qué es, papá?, pregunto. ¿Te gusta? Sí, me gusta, poco no sé

para qué sirve. Te lo voy a comprar. es un instrumento hermoso, se llama acordeón.

Llegamos a la casa con la inmensa caja a cuestas. Corrí a Mostrársela a mamá. ¿Qué

es?, me preguntó.

Y yo, lleno de Orgullo, le respondí: es un acordeón, mamá. - Beatriz no se

emocionó. Más bien tuvo un gesto de desagrado, después entendí que ella hubiese

preferido un piano o un violín; pero nunca un acordeón.

Los pastelitos, los tecitos, los pancitos y los jugos están distribuidos alrededor del

salón. Beatriz domina todo el panorama desde el centro. Y ahora, damos comienzo al té

porque estamos todos. Entonces los tíos y las tías y los primos de primer, segundo y tercer

tercer grado se abalanzan sobre las mesitas indefensas y con una regularidad abismante

empiezan a desaparecer Ios pancitos, los pastelitos y los juguitos, Zunilda, trae más

bandejas, rápido que se ha acabado todo. - Aparece Rudecindo seguido de Zunilda con dos

con una bandeja en cada mano, felicidades, - Beatriz, estás estupenda, ay, Rebeca, tú

siempre tan halagadora, pero sírvete de esos alfajores que están deliciosos, exquisitos,

Maruca, dicen que la torta es algo de otro mundo, de tres pisos y kilos de crema y frutilla,

¿será cierto?, en efecto, un ataque fulminante, cayó botado en una calle y alguien de buen

corazón lo llevó al hospital, ¿se ha sabido algo? Beatriz lo sabe, Beatriz siempre sabe todo

y todo lo vigila, dicen que ella le ha puesto un médico, que le está pagando un sanatorio a

ese canalla, porque es una frescura, ¿qué te parece Maruca? Suben y bajan las tacitas de té

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y tú, Beatriz, investida de Reina Madre de ese corro de chismes sacrosantos que no paraba

ni un momento, tuviste la idea genial: ahora mucha atención. Tu voz corta el aire.

Benjamín me va a festejar con una de sus gracias. Frío. Siento que las miradas se

concentran, se agudizan, se detienen sobre cada detalle del pastelito que ha quedado a

medio camino de mi boca. Benjamin es un gran intérprete de acordeón. Para eso le puse

profesor durante tantos años. Calor. He descubierto los ojos de mis primas y mis primos,

también estaban tus ojos, Rosario, pequeños y juguetones, desenfadados y atrevidos. Ya

entonces eras hermosa y las chalecas se te levantaban misteriosamente a la altura de los

pechos. ¡Vamos, Benjamín, vamos, Benjamín, gritan con sus voces chillonas los más

chicos y el tío Heriberto, como si viera un pájaro raro, qué interesante, Benjamin, hombre,

tócanos el acordeón. Frío. Ahora manda la mirada entre despótica y amorosa de Beatriz.

¿Le digo a Rudecindo que te traiga el acordeón o lo vas a buscar tú, mijito? Has

pronunciado las palabras casi con dulzura, con una entonación cercana a la ternura. Pero no

alcanzas ese máximo de humanidad, porque no te pertenece, y mientras insistes en que vaya

a buscar el acordeón no dejas de pensar en que lo compró mi padre, que es un hecho

ineludible e imborrable que no puedes quemar. Florencio Cruz, mi padre, vive su ausencia

cuando ves el acordeón blandamente quieto en algún lugar de la casa. Más de una vez te he

visto acercarte a él cuando crees que no estoy. Pero yo vigilo, Beatriz, a ti te controlo desde

la inmunidad de la escalera y los corredores del segundo piso. En la noche siento el chirriar

de tu silla de ruedas acercarse lentamente al sofá de terciopelo azul donde se me quedó el

acordeón. Lo contemplas largamente. Sólo entonces te atreves a tocarlo. Primero con

temor, apenas apoyando tus yemas temblorosas en la suavidad de sus teclas. Luego lo

posesionas, lo aprietas, vas hundiendo tus dedos sensualmente en los botones, con ambos

brazos lo coges por su cintura y lo atracas a tu cuerpo. Sientes el olor etílico de su abrazo,

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la calidez de su murmullo como un quejido, la suavidad con que se cimbran sus partes

contra tu cuerpo. Es él. Palpas en tu estómago la penetración profunda de sus sonidos que

se repiten en un eco interminable como una inmensa sombra. Es él, repites guardada en tu

aparente impunidad. Por eso me sobrepongo al frío y al calor que reinan en el salón y,

muerto de vergüenza, pero decidido, me encamino hacia el segundo piso a buscar su

acordeón. Lo sentirás, irás descubriendo en cada nota un espacio de su recuerdo. Has

envejecido de pronto, Beatriz. No debo pensar, te dices, no debo repetir las imágenes que

ya había olvidado y que quemé dolorosamente, aquellas figuras en blanco y negro que se

fueron achurrascando en la tasa del water, que se consumieron en medio de débiles aullidos

discontinuos, que se esforzaban por permanecer mutiladas por el fuego. Y días después de

haber quemado todas las fotos, todavía resurgían por el caño que conduce a las acequias,

con ese rostro risueño que no puedes olvidar y que, al ritmo de mis acordes, vas

reconociendo. Pero ahora soy yo el dominador de la escena. En medio del salón, rodeado

por mis tías, tíos y primos de primer, segundo y tercer grado, entre los que estabas tú,

Rosario, sentada en la alfombra que mamá había comprado, con tus piernas dobladas, con

tu falda levemente levantada a la altura de los muslos donde se perfilaba una realidad

desconcertante, ahí, justo en medio del salón, decido en un acto único e irrepetible, porque

los hechos siempre han sido diferentes, emprender el camino de las sombras y contornos

que rondan la oscuridad de la casa. Es un acto temerario, es una llamarada de mi intimidad

bruscamente aflorante y, sin embargo, no dudo. Conduzco sabiamente las teclas y los

botones, y pliego y despliego los fuelles, para ir adentrándome en la singularidad de las

imágenes, lástima bandolión, mi corazón, y también el corazón de la Gina se agolpa junto

al mío y sus pechos se rozan mágicamente con los míos y un calor impropio de la mañana

se va colando entre los intersticios de mi potencia muscular, "tu ronca maldición malev”, y

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el rostro de Beatriz es doloroso, porque la ebria realidad de sus humillaciones son como "tu

lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva". Te lo dije,

Rebeca, te lo aseguré, está en un sanatorio para alcohólicos y Beatriz lo financia, “y es todo

tan fugaz, es una curda nada más, mi confesión".

-¡Basta, basta! No cantes esas canciones inmundas, chiquillo indecente.

- Mis dedos se paralizaron, una nota quedó flotando -., en el aire, un recuerdo se

desfloró sin compasión. Te lo dije, Florencio tiene cirrosis y delirium tremens, por eso está

así Beatriz. Lo único que falta es que se la traiga a la casa.

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6

BEATRIZ HA REVISADO PERSONALMENTE los preparativos para la fiesta.

Rosario y yo la contemplamos cómo circula del salón al comedor y de ahí a la cocina, para

luego volver a empezar todo de nuevo. El disco ha terminado. Un silencio se impone en

toda la casa. Reviso cada detalle, cada mínimo elemento que se presenta a mi vista. Las

lámparas de cien lágrimas se han encendido y ocultan la oscuridad de la noches Estamos

situados en el centro de la fiesta, pétreos en nuestros sillones esperando la llegada de los

invitados.

Una calma inexplicable nos inmoviliza. ¿Quiénes vendrán? ¿Será como la última

vez? Difícil. El tiempo transcurre, es inexorable, los años van cayendo en un tacho de

basura que si se conserva incólume en las tradiciones de estas paredes. No quisiera que

estuviesen encendidas esas luces. Quizás con las lámparas de pie bastaría. Le escribo a

Rosario. Ella asiente. Nuevamente retorna la penumbra. Así estamos mejor, es más difícil

establecer los límites exactos de la realidad y las sombras adquieren toda su verdad. Beatriz

ya no es más la señora Beatriz y ni mucho menos mi madre. Es un atado del huesos que se

mueve desconcertada en medio de las penumbras. Sí, tienes que reconocerlo, Beatriz, nunca

lograste asumir toda la realidad de estas sombras. Sólo yo las percibía. Por eso siempre

encendías luces y más luces. Por. eso te has empeñado en mantener siempre limpias las

lágrimas de las lámparas, en conservar intacto el haz de luz expansivo que ilumina

perfectamente el salón y todos los rincones de tu mundo. Pero el verdadero mundo, el

sórdido y caótico, el que no obedece a normas fijas, el que se nutre del miedo y los

fantasmas que vagan por las noches, estaba más allá de las ampolletas, lejos de donde tus

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ojos pudieran interferir desplegando órdenes y pautas rígidas que sólo tenían valor en la

desesperación de tu inutilidad. Ese mundo donde circulaban el Abuelo, el Cuco y la Gina

en el marco de su ventana, empezaba en la penumbra difusa de los corredores y los

umbrales, en las sombras errantes que subían y bajaban por las escaleras y se iban

instalando en mi retina de manera peligrosa, instalándose en un proceso de colonización

definitivo, construyendo un área de terror inhabitada, posesionándose de mis pensamientos

y de mi conducta de manera tan inevitable que se proyectó a lo largo de las calles y del

tiempo, de los momentos de máxima intimidad como de la orfandad catastrófica de mis

pensamientos.

Ahora todo ha cambiado. Rosario y yo hemos ido extendiendo el dominio de las

sombras a todos los rincones de la casa y hemos destruido el círculo de claridad desde

donde te hacías invulnerable. Estás vieja, Beatriz, inválida y deshecha. No puedes impedir

el proceso, aunque insistas en pedirlo al pobre Rudecindo que encienda las lámparas

grandes, porque Rosario te ha mirado en actitud de reprobación: señora Beatriz, a Benjamin

le molestan esas lámparas. Y tú agachas la cabeza, te humillas, Beatriz, no tienes fuerzas,

tienes razón, Rosario, perdona, olvidaba que hoy es su cumpleaños.

Así está bien, así debe permanecer el escenario, porque se aprontan sucesos

decisivos. Rosario también le teme a las sombras. Siempre le han provocado una reacción

cercana al pánico: cuando estábamos en el departamento y de pronto en la noche se

despertaba y me veía a mí sentado en cuclillas sobre la cama, gritaba. Luego lloraba, ¿qué

pasa, Benjamín? Me asusta ver tus ojos fijos en mí al despertar. Entonces yo le hablaba.-

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Rosario, la noche tiene forma, la oscuridad no es uniforme como la luz, se define en

pequeñas facetas, que vas descubriendo con el tiempo, con la observación acuciosa y

detenida. Verás: no es lo mismo la noche con los postigos cerrados que abiertos. Cuando

están cerrados tú sólo ves lo esencial, lo preciso, lo justo y necesario. Ahí te das cuenta de

qué es cada cosa. Con los postigos abiertos, en cambio, la interferencia de las estrellas trae

luces de sombra sobre las cosas y te pierdes, te extravías en mil suposiciones y asumes un

miedo al miedo. Benjamín, enciende la luz. No, Rosario, es imposible. Te perdería, a

medida que se van aclarando las penumbras se van diluyendo las formas y no te podría

aprehender, ¿te das cuenta?, como perdí a la Gina, como ella escapó del marco donde me

pertenecía sólo a mí. ¿Acaso no lo entiendes?

Sí, Rosario lo ha entendido. Hoy especialmente, que se ha preparado para jugar su

juego en medio de las sombras. En un rato más no seremos sino siluetas que representamos

nombres que al fin y al cabo ni siquiera recordaremos. Por eso no tendremos miedo,

estaremos en el centro del miedo palpando su mágica realidad. Por eso desnudaremos e

iremos soltando poco a poco, primero con discreción, luego con desenfado, las figuras

ocultas que se vienen arrastrando con las sombras.

¿Será como la última vez? Difícil. Seremos los mismos, el Tito que llegará solo, el

Tulio con su mujercita llena de sufrimientos, Rubén y Helenita, el Pera de Agua y Marisol,

todos estarán para mi cumpleaños, alegres y risueños, como siempre, festivos y divertidos,

contándose las anécdotas que ya se han repetido cientos de veces. Hablando de sus niños y

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el colegio. Todo será igual, en esencia. Pero estaremos situados en el ámbito de la

oscuridad, donde el tiempo no se marca y el miedo se establece.

Reviso los detalles uno a uno. Todo debe estar dispuesto para mi cumpleaños. En el

centro hay suficiente espacio como para bailar; los sillones están ordenados y se han traído

más sillas; en un rincón, sobre una mesa, está el trago que yo exigí; en una silla aparte, mi

acordeón. También está Rosario y Beatriz que circula en su silla de ruedas. La pared, sí, la

pared es lo único que discuerda con el todo. Se ve vacía, solitaria, definitivamente hace

falta el sable. ¿Será mucha la osadía? ¿Se merece tanto castigo Beatriz? No sé. ¿Qué hora

es? Estoy cansado. El sillón anatómico no resulta tan cómodo como se esperaba. Debiera

cambiarme a mi silla, en ella no me canso y ya tengo mis huesos acostumbrados a sus

formas. Pero también en ella adquiero movilidad y eso, eso es peligroso. Debo permanecer

quieto, circunscrito a la fragilidad de mis ojos y mis oídos. Nada vitalmente sensual debe

alterar la supremacía de mi sitial.

El sable, el viejo sable de mi Abuelo, el símbolo de la continuidad de los Littieford.

Según el abuelo su padre se lo entregó cuando se graduó de oficial de la Real Marina

Inglesa. En todo caso, poco tiempo lo usó, ya que a Chile llegó muy joven. Ese es un

misterio. ¿Mamá, por qué el abuelo se retiró tan luego de la Marina? Beatriz no me mira.

Sigue tejiendo unos paños de mesa con su crochet. El misterio. Pero para mi no hay

misterios en esta casa. Desde mi lugar en la escalera domino todos los contornos de la casa.

Las voces venían del salón, eran irreconocibles, llegaban sólo a través de la intensidad del

murmullo junto al féretro negro, la tía Grosella habla con la tía Maruca: "Por fin se murió el

viejo"; “ya estaba bueno que muriera"; "pero su vida, antes de la llegada fue muy

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desgraciada"; "sí, desgraciada. Y degradante”; “Sí, mejor no acordarse"; "pobre vicio, el

que mató él Abuelo"; lo demás fue un solo eco repetido hasta la saciedad, un eco que volvía

en las noches y circulaba por los contornos del umbral de mi puerta y repetía las palabras

quebradas por el olvido y el paso del tiempo. Pero yo las detuve: en un país misterioso,

lleno de aves exótica y plantas salvajes, estando el barco del Abuelo de paso por aquel

puerto que no ve registraba en los mapas, los marinos, al mando del joven oficial de la

Real Marina Inglesa, Lord Hubert Littleford, decidieron bajar a tierra a tentar fortuna

amatoria con las bellas amazonas del lugar. El caso es que, ya vencidos por la noche y la

soledad de no encontrar ninguna cantina ni prostíbulo abiertos, Lord Littleford, arengando

a huestes, decidió tomar por asalto la primera choza que encontró a su paso. Irrumpió la

escuadra derribando la puerta y encontró en su interior seis bellas doncellas celadas por

un anciano sabio y santo del lugar. Al arrodillarse el pobre viejo con sus brazos extendidos

en plegaria para espantar a los Sátivos de cabellos rubios y tez pálida, el joven oficial, en

un acto que quedó grabado en la memoria exaltada de sus subordinados desenvainó su

sable y atravesó el pecho del anciano. Y mientras la sangre del hombre se derramaba por

el suelo, al grito de viva y gloria eterna para el oficial, las huestes gallardas se solazaron

con las carnes tiernas y castas de las doncellas que, humildes y resignadas, aceptaron

complacida su sacrificio. Al regreso a su patria, esperando el oficial ser condecorado por

una orden al mérito naval, fue despojado vergonzosamente de enseñas y jinetas y, sin ser

capaz de sobrellevar su humillación en medio de la neblina londinense, emprendió un

largo viaje a tierras desconocidas.

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El sable, por eso el Abuelo le tenia tanto cariño. Y ahora falta en su pared donde ha

dejado un espacio rojizo que recorta su silueta. Debería estar, ¿el sable, no será mucha

osadía? Es posible, quizás Beatriz no lo aceptaría y sufriría alguno de sus ataques. Pero, qué

diablos siento su ausencia como una punzada. Es mío, el Abuelo me lo dio: “y el viejo

sable será propiedad de mi nieto Benjamín”. La sangre llama a la sangre y en las sombras

las emanaciones de dolor no son sino la sangre intangible del miedo.

Echo mano a mi libreta de apuntes. Un temblor de dedos delata mi decisión. Escribo

con letra de imprenta, para no dejar dudas: QUIERO QUE EL VIEJO SABLE DEL

ABUELO ESTE EN SU LUGAR. DILE A MAMA. Rosario se sorprende. Por un momento

duda de su certeza de tener dominada la situación- ¿El sable? Sí, el viejo sable del Abuelo,

le ordeno con la cabeza. Rosario duda, no se decide a partir, febrilmente trata de encajar

esta decisión en sus esquemas. Pero es imposible. Ella tiene movilidad, puede hacer cosas,

se compromete y por tanto pierde fuerza. Sólo yo tengo el panorama absoluto del escenario.

¡Rosario!, gritó Beatriz, al ver el vicio sable del Abuelo colgado en la pared. Fue un

grito desolado, de horror, como si de pronto se hubiese partido por la mitad. ¡Rosario, el

sable!, se oye nuevamente en el salón y Rosario lentamente dirige la mirada hacia su

suegra. ¿Sí ...? El sable, el viejo sable sacrosanto del Abuelo, el emblema de la dinastía, el

refugio certero de las tradiciones, el vicio sable, ¿por qué lo pusiste en el living, dime,

acaso no fueron claras mis órdenes? Pobre Beatriz, se resiste a la realidad, no comprende la

magnitud de su desamparo, casi sugiere la compasión. Pero yo soy implacable.

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- Señora Beatriz, Benjamín quiere que el sable esté en la pared el día de su

cumpleaños número cuarenta y dos.

Beatriz me mira, sus ojos han perdido toda compostura, se inyectan de odio: por

qué, Benjamín, es demasiado, no lo voy a aceptar, te lo exijo.

- Benjamín, no quiero que esté ahí. Por favor, sácalo ...

Me hago el que no escucho, mantengo mis facciones sin expresión, no poseo rasgos

definidos, soy una sombra, que no me oyes, te lo estoy pidiendo por favor. Se acerca en la

silla, se detiene frente a mi sillón anatómico. Su mirada es patética, resquebrajada, es

demasiado, no puedo tolerarlo, qué pretendes, Benjamín. Cómo has envejecido, Beatriz, no

logras percibir los detalles más nimios, los más evidentes, porque no son sino las señales

visibles de las profundas sutilezas de este día.

- Contéstame, Benjamin, por qué quieres que el Abuelo presencie todo...

Algo se paraliza dentro de mí. ¿Es que ya lo sabes todo, Beatriz? ¿Es que tu

humillación es una aceptación consciente? Siento deseos de escribir si, sácalo, te concedo

ese derecho, respetemos la memoria del Abuelo. Pero mis ímpetus son más fuertes, el sabor

del dominio absoluto me empuja a mantenerme más rígido que de costumbre, a ser más

implacable. En mis facciones se repiten tus facciones una mañana de domingo frente a una

muchachita de servicio. ¿Te das cuenta? Han pasado casi treinta años y los rasgos son

idénticos. ¿Será todo igual que antes? Es probable. Pero tú, Beatriz, lo niegas: de pronto has

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tenido la certeza del paso del tiempo y te humillas frente a mí, con los ojos implorantes,

ocultando el odio, por qué, Benjamín, contéstame, por qué.

Rosario se levanta y camina hacia tu silla te toma por los hombros, Mamá,

tranquila, démosle en el gusto a Benjamin, para que no se deprima, usted sabe lo duro que

es este momento, usted lo sabe y lo recuerda, tiene cercanas las nociones de los dolores

paralizantes en las coyunturas de los dedos, no puede olvidar la angustia de la inmovilidad,

la maldita disonancia entre los impulsos nerviosos y las reacciones musculares, la torpeza

que se fue posesionando de sus movimientos. Las imágenes vuelven como lanzas que se

clavan con precisión, “Serás carne de mi carne, odio de mí odio, parálisis de mi parálisis",

usted lo sabía, señora Beatriz, lo supo desde un comienzo y se lo calló. Eso no se lo puedo

perdonar, así que tranquila, no se sulfure, Benjamín no debe sufrir, usted lo ha dicho, no

hay que contrariarle, Rosario, no salgas tanto, pasa más tiempo con él, ¿no ves cómo sufre

al seguirte desde la ventana con la vista? Las razones son inexorables, se revierten con el

tiempo y todo lo alcanzan, lo poseen y usted no puede escapar, resígnese, mire con amor el

viejo sable que durante toda la velada estará ahí, revolcándose de vergüenza en la pared.

Se calma. Poco a poco, casi sin darme cuenta, los pliegues de la cara se van

distendiendo y la mirada se va vaciando. Beatriz acepta, sí, que se quede el sable, que se

atraviese en mi pecho. Benjamín, "cría cuervos y te sacarán los ojos”, nunca olvidaré el

dolor de tu brazo delgado y tembloroso de niño osado levantando el sable pesado y

desproporcionado con tu figura, el sable con que me amenazaste. Entonces me debería

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haber dado cuenta que alguna vez lo harías, tarde o temprano, pero lo harías. Lo acepto,

Benjamín, pero te arrepentirás.

Rosario conduce la silla de ruedas hacia el comedor, le ofrece un tecito a Beatriz, su

gesto enternece. Pero es sólo un hálito de luz. Yo conozco sus sórdidos propósitos, sé que

mientras endulza la voz se va sonriendo, que mientras dice tranquila piensa te lo mereces.

Todo está demasiado claro desde un comienzo. Las cosas necesitan mucho más de la

penumbra.

73
SEGUNDA PARTE

74
7

DE PRONTO se escuchó en toda la cuadra el clamor de las bocinas. Beatriz se

sobresaltó y los rasgos se le crisparon en la cara. Son ellos. El jolgorio es inequívoco. ¿Son

ellos?, pregunta Beatriz. Nadie responde. Estamos todos demasiado atentos al

descubrimiento de los sonidos. Ahora se escuchan risas, pequeños gritos, algún garabato se

escapa entre los alegres murmullos. ¿Ya llegan? Sí, estoy seguro, no puedo equivocarme.

Los ruidos, las modulaciones rasgadas, las interjecciones que se suceden en un coro festivo,

me van cercando inexorablemente.- Porque es un buen compañero, porque es un buen

compañero, la canción da vueltas y vueltas en el patio rodeado de escalinatas de la escuela.

Una masa informe de rostros gira alrededor mío y por momentos se aprieta hasta casi

rozarme la cara los alientos múltiples de aquellas personas. Vamos, idiota, no te quedes ahí

parado y baila, me grita alguien desde la muchedumbre, la cucaracha, la cucaracha, ya no

sabe caminar... , al igual que yo trato vanamente de mover mis pies pero una rigidez total

me lo impide. Sin embargo, no tengo alternativas y ahora estoy sintiendo como las palabras

de la muchedumbre se van transformando en risas, una, dos, tres carcajadas, una multitud

de risas concentradas en la torpeza inigualable de mis pies que se desplazan mecánicamente

de un lado a otro del patio y siempre encuentran una mirada burlona, una boca abierta de

par en par, una orden festiva para que siga el carnaval. Entonces, desde una de las

innumerables filas de personas, emerge un muchacho. Viste corno todos, con sus

pantalones anchos, su chaqueta cruzada, su corbata puesta como por obligación. Y también

es como todos, moreno, de pelo negro e hirsuto, mediana estatura, pómulos levemente

salidos. Es vulgar, pero su voz se impone por sobre las risas y gritos de la multitud. ¡Basta,

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está bueno! Si, tiene razón, el sudor se me ha ido instalando en todo el cuerpo, la fatiga me

va mordiendo los músculos de las piernas y no sería capaz de dar un paso más.

Aprovecho el momento para retirarme, lentamente, con mucha discreción para no

llamar la atención. Llego hasta la escalinata. Ahí me siento más sereno, ahí voy cobrando

una distancia necesaria para observar los sucesos. El muchacho sigue hablando y las hileras

se concentran en tomo a él. La proposición es simple: ahora, sí, en este momento, un gran

baile. Vamos, a escoger sus parejas. No se forman muchas, en un segundo están copadas las

pocas muchachas que ingresaron este año a la escuela. Los demás tenemos que hacer la

orquesta. Con las palmas, vamos, con ánimo, y el coro se inicia, muy bajito primero y luego

fuerte, adiós, muchachos, compañeros de mi vida ... Es un tango, uno de Gardel, como

los que le gustaban a la Gina. Me voy entusiasmando, nadie se mira, voy batiendo mis

palmas siguiendo el ritmo, parampampán pampán, y ahora cantando, barra querida, de

aquellos tiempos, sin darme cuenta que alguien se va situando a mis espaldas, que va

bajando escalones hasta ponerse a mi lado, que, en medio de las circunvalaciones de las

parejas en el fondo del patio y del bullicio de tango que estamos produciendo, me empieza

a conversar. Al principio no me doy por enterado. Pero él insiste, oye, déjame preguntarte,

y tengo que desatender las palmas y la canción para escucharlo: ¿Tú vivías en Ñuñoa, cerca

de Emilio Vaisse? Sí, le respondo por cortesía y trato de retomar el ritmo. Sin embargo, me

es imposible. Una palabra me sustrae totalmente del momento, interfiere en las

profundidades de mis recuerdos y se actualiza con pavor: ¿El Luchitomario? Sí, lo

recuerdo, ¿tú lo conoces? Lo conocía: Me llamo Tulio, vivía en una casa medio rosada a

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mitad de cuadra, por la vereda de al frente de la tuya, ¿te acuerdas? Sí, la inflamación

dolorosa del ojo, la reprimenda horrorizada de la Nana, su pelo cortado completamente al

rape. No me acordaba, sabes, pero ahora que me dices, sí, recuerdo: Pues bien, entonces no

estamos solos, ya somos amigos.

Nos dimos la mano y, uno al lado del otro, volvimos a batir palmas entonando un

swing que entonces hacia furor. Y el bullicio de las risas y los gritos se repite bajo la

clarinada de las bocinas de los autos y yo pienso son ellos, no me cabe la menor duda, ya

llegan. Beatriz también se ha dado cuenta y aprisiona con fruición el mango de su silla de

ruedas. Rosario se levanta y va a abrir la puerta. La fiesta va a comenzar, me dice al pasar

frente a mi sillón. Y creo ver una secreta angustia en su rostro que la sonrisa perfecta no

alcanza a disimular.

Beatriz no pudo estar tranquila ningún momento de aquel día. ¿Te das cuenta, Maruca? El

pobrecito Benjamin que entró a la Universidad, ¿cómo?, ah, sí, claro. Derecho va a

estudiar, como el padre, Beatriz, ay ni lo digas niña, ni te acuerdes que me da tanta rabia.

Sin embargo, Beatriz está tan orgullosa. Le regaló a Benjamin un terno nuevo, lo llevó a la

peluquería para que se cortara el pelo, personalmente lo ayudó a arreglarse la corbata.

Ahora no puede tomar once. Ya debería haber llegado, el pobre, tan niñito que es, y

las horas han pasado de manera intolerable. Beatriz llama a Rudecindo, que el chofer vaya

a la Universidad, que pregunte, que busque por todas partes, que ubique a Benjamín.

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Pero no lo encontró. El chofer entró al salón afirmando su gorra de uniforme. Ahí

estaba doña Beatriz frotando el mango azul de su silla. ¿Qué pasó? ¿dónde está Benjamín?

Y la respuesta lacónica, breve, definitiva. No estaba, señora, no había nadie, la escuela

estaba vacía. El rictus de Beatriz se pone tenso, apretado, corno si se aferrara con los

dientes a algo que reconoce improbable. ¿Qué puede haber pasado? Las imágenes

perturbadoras se le vienen a la mente sin poder evitarlo: Benjamín está botado en una acera

atravesado por un estilete anónimo y lentamente se va desangrando; Benjamín ha

extraviado el camino de regreso y deambula por callejuelas oscuras e ignotas donde le

acechan mil peligros; Benjamín se ha enamorado y ha seguido los pasos de una mujer que

lo conduce a una encrucijada sin regreso. No. Las imágenes son demasiado ciertas, hay que

aventarlas.

Beatriz coge el teléfono, apenas logra marcar el número que conoce de memoria,

trata de inventar las palabras que no la delaten. Aló, ¿está Felipe? Un momento, el aparato

enmudece. Ella también guarda silencio, pero su silencio está lleno de voces inortuorias:

¿Usted es la madre de Benjamín Cruz? Tenemos que darle una mala noticia, su hijo ha

muerto asesinado por un desconocido, borracho y guatón, Beatriz, ¿es usted? Perdón,

Felipe, estoy tan angustiada. Se trata de Benjamín, salió hoy en la tarde a la universidad y

todavía no vuelve. Debe haberle pasado algo, sí, algo tremendo Beatriz, su rostro está

deshecho, lleno de protuberancias y moretones, le pegaron entre muchos, dicen que eran

homosexuales pervertidos, horrorosos hijos del Mal, personas poseídas por el Demonio que

habitan las calles y los bares, pero no es para tanto, Beatriz, no se preocupe, yo voy a

investigar qué le ha sucedido, en todo caso no debe ser nada, de seguro se ha atrasado con

sus nuevos compañeros, sabe usted, siempre los primeros días son tan excitantes.

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Cuelgas el teléfono. El tío Felipe te llamaba para felicitarte, Benjamín, dijo que lo

deberías haber invitado a la fiesta. Tus palabras son planas, desmotivadas, ni siquiera

intentas compartir el reproche familiar. Simplemente contemplas con desgano los distintos

grupos que se han ido formando en el salón, observas los rostros que de tanto rechazarlos

olvidaste imaginar. Los vas reconociendo en las risas en los sobrenombres que cruzan los

sillones de lado a otro, en las piernas levemente anchas de Helena, que insiste en mostrar.

Son los gestos que no adivinaste aquel día, son los rostros que no intuiste cuando llegó el

oficial hasta la casa y preguntó ¿aquí vive Benjamín Cruz? Tu rostro se paraliza, las

imágenes vuelven con mayor intensidad, la figura de la tragedia se instala soberana en tu

imaginación. Tu Voz casi no se escucha al afirmar efectivamente aquí vive él. Pero luego

gritas, apremias, te sitúas al borde exacto de la catarsis dramática: ¿Le ha pasado algo? El

oficial se incomoda. Ha reconocido tu clase, tu voz de mando, la clara certeza de que no lo

consideras sino un ser inferior, corno un accidente en medio de las imágenes que vas

poseyendo. Sin embargo, es un Profesional, no puede detenerse, el reglamento no

contempla vacilaciones: No señora, él está bien, eb general supuesto, ya que su estado de

embriaguez asusta. Lo último no lo entiendes bien. Debe haber una una confusión, oficial

mi hijo Benjamín no bebe así que no sé cómo podría estar ebrio. ¿No estará confundido, no

se referirá a Florencio Cruz? Te resistes a admitirlo, obligas al oficial a revisar las señas

que va deletreando para no dejar dudas para evitar posibles equívocos, no señora, aquí dice

Benjamín Cruz, dieciocho años, y su segundo apellido es medio gringo, Litle…, Littieford,

aclaras de inmediato sin darte cuenta que tu propia afirmación despeja todas las dudas y

nuevamente tu rostro se endurece y poco a poco las imágenes se van escapando y sólo

tienes la clara certeza de que mañana, en ese mismo salón, aquella noticia será el

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comentario de toda la familia, porque se juntarán a la hora de once para recibir a Rosario

que viene llegando de París donde estuvo un año estudiando: una locura que sólo se le

podía ocurrir a su madre, que no tiene ningún sentido de la ponderación.

¿Por qué sólo Rubén terminó la carrera? Eramos cinco muchachos y sólo uno se

recibió de ahogado. Es curioso. Aquel día, en medio de la bruma que poco a poco se fue

extendiendo por mi vista, parecían todos unos perfectos hombres de derecho. El muchacho

moreno de pelo hirsuto, luego supe que se llamaba Tito, ocupaba la cabecera de una larga

mesa que habilitó el mesonero para la veintena de muchachos que habíamos aceptado su

proposición de ir a tomarnos un refresco. Al principio todo parecía simple: bebimos una

corrida y luego otra. El tiempo entonces transcurría. Se fue oscureciendo, el público

asistente al café fue variando. Personajes disímiles ocuparon las mesas alrededor de nuestra

instalación medieval. Entonces, sin darme cuenta, todo empezó a cambiar. Alguien pide un

borgoña, heladito para la sed, y luego el entusiasmo, un rico borgoña para inaugurar la

universidad, para bautizarla, agregan, para bendecirla, insisten. Y la primera jarra se acabó

rápidamente.- de aquélla bebieron todos, hasta los que opusieron mayor resistencia. De la

segunda, menos. Y medida que llegaban jarras a la mesa se fueron levantando muchachos

hasta que quedamos sólo cinco. El mozo desarmó nuestra mesa antigua y quedamos

reducidos a un cuadrado mínimo. Las caras se nos topaban, los alientos se confundían, el

alcohol era el denominador común. Ahí empecé a percibir la bruma. Una pesadez

desconocida me envolvía la cabeza y las figuras eran difíciles de precisar. Los limites

comenzaron a disiparse y un ámbito familiar se percibió a través de las luces amarillentas

del café. Tulio, que estaba a mi lado, se dio cuenta que algo en mí no funcionaba bien.

¿Cómo te sientes, rucio? su voz llegaba desde las ultratumbas, se deslizaba repetitivamente

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hasta, mis oídos, al final sólo era un murmullo ininteligible. Pero lo descubrí. Percibí

exactamente su inconfesado temor, su duda ansiosa de ser comparada, el vaivén incausado

que nos hermanaba. Le dije que me sentía bien. Y no mentía: en medio de las contracciones

estomacales y los mareos que arremetían un ánimo ferviente me iba poseyendo. Lo que

falta aquí es música, muchachos, dije, un poco más de alegría. Todos me miraron, me

analizaron, ¿quién será? En efecto, música necesita, apoyó Tito, hagamos nosotros la

música, propuso Rubén, tú que lanzaste la idea, rucio, atacó alguien. Y todo me salió de

adentro, como una erupción sexual, como un flujo de notas impensadas y nuevas. Si

arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, ¡vaya con el

cantor!, bajo el ala del sombrero, cuántas veces embozada, una lágrima asomada, yo no

pude contener, ¡bravo, bravo¡: exclamaban. los muchachos mientras yo, presa de emoción,

me levantaba de mi silla y extendiendo los brazos para dar mayor énfasis a mi canto, iba

desglosando el tango de la Gina, si crucé por los caminos como un paria que el destino se

empeñó en deshacer, teniendo las notas insertas en el marco de la ventana donde la

penumbra despeja las formas, si: fui flojo, si fui ciego, sólo quiero que comprendas el valor

que representa el coraje de querer, y los aplausos se vertieron en cantidades, las manos

golpeaban la mesa siguiendo el ritmo, con los lápices en las botellas se producían acordes

mágicos y mi voz solemne, trágica, llena de amargura vital, al borde de las lágrimas,

absolutamente posesionado por el tango, era para mi la vida entera como un sol de

primavera, mi esperanza y mi pasión. Y cuando la vibración imitada del viejo disco

preparaba la llegada de los versos que nos conducían por el vértigo de la rodada y las

ilusiones pasadas que no pude arrancar, la cara del mesonero, su cara de perro de presa

dispuesto a atacar, me cortó la respiración. Sus ojos se clavaron en mí, me sancionaron en

un segundo y tuve la certera noción de la sentencia. Enmudecí.

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-¿Qué se cree usted que es esto, jovencito?

Me senté sin dejarlo de mirar. Sus palabras rebotaron en medio de la masa de

sonidos dispares del café y luego se cristalizaron en un silencio sacro que se impuso en

todas las mesas.

- Ahora mismo me pagan y se mandan cambiar los señores cantores.

Entonces los sucesos se desencadenaron con extrema velocidad, con una rapidez

que la bruma rojiza que me envolvía no me dejó percibir con claridad. Tito se paró

lentamente, hinchó el pecho, miró al mesonero con hidalguía.

- Estimado caballero, me siento en la obligación de rectificar sus conceptos -¡un

perfecto hombre de derecho, un abogado de lo mejor!

- En primer término, estamos convencidos de que esto es un café. Segundo, no tiene

derecho a echarnos, como se dice.

- Mire, jovencito. Usted está borracho. Mejor hágame caso y lárguese, antes que

llame a la policía.

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- ¿Me amenaza usted? Hasta ese momento estaba convencido que Tito estaba

sobrio. La afirmación del mesonero me trajo la realidad de golpe. Pero las cosas no estaban

para reflexiones. La actitud de Tito nos involucraba a todos y cuando se acercó el otro

mesonero, nos levantamos todos y quedamos mirándonos frente a frente.

- Pague, señor, y váyase. No se meta en problemas.

El silencio que permanecía inmutable en el restó de las mesas y los rostros

expectantes de la clientela me revelaron que estábamos en el centro de atención de todos.

Sin duda el espectáculo les agradaba. La mayoría de ellos sonreía. Entonces, la afirmación

de Tito desencadenó los acontecimientos.

- De ser así, caballero, digo, de ser así violentamente expulsados de este recinto, nos

reservamos el derecho a irnos sin pagar en reparación del agravio que se nos comete.

¡Vámonos, muchachos!

Tito recogió sus cuadernos y nosotros lo imitamos. Con parsimonia nos dirigimos a

la salida, casi con orgullo. Nuestros pasos eran inseguros, tambaleantes. Los mesoneros

estaban atónitos, hasta que el más joven, que era el único que había hablado, dio el grito de

alarma: ¡se van sin pagar! Y se nos vinieron encima. A mí me cogieron del cuello y caí. El

Tito se defendió y los demás corrieron. En un segundo quedamos los dos botados en el

suelo. El labio de Tito sangraba. La bruma se intensificó, adquirió matices de terror y los

vómitos me conmovieron entero, dejando la inmundicia en el suelo. Al rato llegaron los

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carabineros y como no nos alcanzaba para pagar la cuenta, nos llevaron a pie hasta una

comisaría que estaba cerca. El camino fue fatigoso. La hediondez la tenía impresa en la

boca y cada bocanada de aire que respiraba me hacía recrudecer las ganas de vomitar.

El molestar se me vino a disipar un poco cuando ya llevábamos un buen rato en el

calabozo y yo lograba, inexorablemente, poseer el dominio de la oscuridad. A mi lado Tito,

súbitamente callado, se frotaba la boca.

Personalmente Beatriz fue hasta la comisaría acompañada del tío Felipe. Desde la

oscuridad del calabozo escucho, como siempre, la aguda voz de mi madre. También

descubro el chirriar de la silla de ruedas. Me levanto del camastro y me acerco a la rendija

de la puerta.

Al caminar siento que la cabeza me da vueltas. Para espantar la sensación le hablo a

Tito: Parece que ya nos van a sacar, mi madre está aquí. Sí, ahora estoy seguro. He

reconocido su sombra en el umbral de la sala de guardia. A su lado se mueve otra sombra

que a veces toma su silla. No es Rudecindo, es más grande, como la silueta de papá. ¿Habrá

venido también? La oscuridad me aclara la situación. Estoy fregado, mamá debe estar

indignada. A lo mejor no vuelvo a la universidad, le digo a Tito, a lo mejor sigo

indefinidamente metido en mi casa. No me responde, no sabe que yo puedo percibir la

exactitud en medio de la sombra. No me cree nada de lo que digo. Pero sé que estoy en lo

cierto, las figuras no me engañan. Veo como una silueta de gorro se acerca a mamá y le

entrega unos papeles. Luego se sienten los pasos y una sombra que va copando el umbral

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de la puerta. Te lo dije, Tito, ya vienen. Una orden consolida mi apreciación: abran el

calabozo tres.

Un cabo abre la puerta, nos mira, ¿quién es Benjamín Cruz?, pregunta. Me

identifico acercándome. Tienes suerte muchacho, ahora puedes irte. Me quedo parado, no

atino a moverme. Tito permanece como indiferente. Vamos, muchacho, que lo están

esperando, no le haga pasar más malos ratos a su madre. Mientras voy al camastro a

recoger mis cuadernos me atrevo a preguntar, en voz muy baja, con respeto, ¿mi

compañero se va a quedar? Fuera de aquí, niño. Quédese callado y tome sus cosas. Él sabrá

cómo se las arregla.

Al abandonar el calabozo me voy con la visión de Tito entrernedio de los ojos. No

nos despedimos y una sensación de traición me consume. Creo que sería capaz de golpear

a alguien aunque no hubiera razón alguna. Pero cuando entro a la oficina, la figura de

mamá, rígida y ojerosa, me espanta todas las imágenes. No hay palabras de por medio, no

hay excusas ni cariños. Con un gesto me indica que la siga. El tío Felipe me toma de un

brazo para ayudarme a caminar.

Hicimos el camino en religioso silencio, en medio de una tensión que se palpaba en

las más mínimas vibraciones del motor del auto. Al llegar a la casa me apresto a subir, pero

la voz de mamá, ¡Benjamín!, la voz seca y aguda, me lleva hasta el salón. El embotamiento

vuelve, las lágrimas de la lámpara me hieren los ojos, me siento en el sillón lleno de

alteraciones. Ahora: cuesta abajo en mi rodada las ilusiones pasadas yo no las pude

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arrancar, recuerdo mientras mamá se va sofocando y ya veo que cae el jarrón de porcelana

china, porque su silla fluctúa de un lado a otro del salón y tratas de ser objetiva, Beatriz,

intentas mostrarme con exactitud científica cómo el alcohol conduce a la enfermedad y que

no es propio de un Littleford andar borracho por ahí con un pelafustán cualquiera que no

tiene nombre ni situación y sigues hablando, Beatriz, pero yo no te escucho y las razones

quejumbrosas que vas adquiriendo, que qué me has hecho, que por qué soy tan

malagradecido, que debieras prohibirme ir a la universidad, que no sirvo para nada, todas

esas argumentaciones que no te sientan, me van resbalando en una ola de odio, de ganas de

mandarte a la mierda, pero no, soy más sutil, tú lo sabes, y me rebelo desde la oscuridad de

las verdades ocultas, no soy un Littleford, mamá, te digo con la lengua manifiestamente

traposa, soy un Cruz y tienes que aceptarlo, me oyese un Cruz como mi padre.

-¡No! Llevas el apellido del Abuelo, no debes olvidarlo.

Me río, me levanto tambaleando, doy vueltas alrededor tuyo y las cosas giran en

torno mío. Un Cruz, simplemente, Beatriz, ni más ni menos, ¿sabes cómo me decían en el

colegio? Me miras atónita, ¿cómo?, estás pensando, pero no lo preguntas ni necesitas

hacerlo, porque yo, agachándome hasta casi tocar tu nariz te lo grito.- el Cruz, Beatriz, el

maricón Cruz, me decían, y tú te atreves, y tú no lo piensas, lo haces sin reflexionar y tu

mano se incrusta en mi cara quedando grabada en los claroscuros del rojo y blanco de mi

piel.

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Entonces doy un salto, arranco de la pared el viejo sable. La imagen es magnífica: la

cara de horror quedó impresa para siempre en la memoria de los marinos que presenciaron

el sable del oficial Littleford atravesando el vientre flaco del anciano con las manos en

cruz. Se cristaliza mi mano con el sable en alto pendiente de tu cabeza. ¿Supiste el alcance

de la ignominia en ese momento, Beatriz? ¿O tu altanería te impidió ver las consecuencias?

-¡Arrepiéntete, malvado, pídeme perdón! Perdóname, digo, estoy ebrio, mamá.

Autorízame para ir a acostarme. Estoy cansado. Consientes, con los ojos llorosos, mirando

el viejo sable que cuelga en la pared contemplando al compacto grupo que forman los

muchachos y que frente a mí ordenados en una hilera, bailan y ríen entonando a gritos el

cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños, Benjamín, que los cumplas feliz.

Y mientras caen sobre mi cabeza y se deslizan sobre el sillón de terciopelo azul las

chayas y serpentinas, veo el rostro feliz de Rosario que impúdicamente muestra su escote a

Tito.

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POR UN MOMENTO Beatriz se ha quedado absorta. Contempla los metros de

serpentina y los millares de pequeños papelillos picados que los amigos, esa muchedumbre

corrupta, han instalado en medio de la alfombra y sobre los sillones de terciopelo azul. El

espectáculo es multicolor. En la penumbra del salón, como pequeños destellos, brillan las

tonalidades diversas de los papeles. El rojo y el azul se suceden junto con los amarillos y

los verdes y van confundiéndose en una sola masa indiferenciado donde las violetas y los

celestes y los Morados intensos pugnan por imponerse en un desorden absoluto. Beatriz

recuerda su esmero senil, la atención sublime que puso en cada detalle del salón para esta

fiesta. Pero, ellos no se fijaron: entraron bailando como en un carnaval, se mimetizaron en

un solo tropel que irrumpió en el salón presididos por un coro disonante alterado por las

risas, ¡alegría, alegría!- entraron sin la más mínima intención de saludarla; sin prever la

reverencia que se hacia necesaria para una normal convivencia. Simplemente tenían sus

planes, un programa definido de antemano en el cual Beatriz no participaba, ni participaría,

un pronóstico, establecido en las distancias infinitas de una vida que le era ignota, si,

Beatriz, contemplas absorta el movimiento discontinuo que se produce en el salón sin

posibilitar las claves que posibiliten tu entronización en la acción ininterrumpida de las

discretas conversaciones, de las comparaciones evidentes que no se escuchan, pero que yo

distingo con claridad - te das cuenta, tiene el mismo gesto que su madre, la mano le tiembla

de igual manera y no habla, te fijas, su madre, sí, ella, saludó, pero con dificultad. Sí

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Beatriz no alcanza a descubrir las, claves que envuelven este prólogo a la fiesta donde nos

vamos reconociendo después de largos meses sin vernos.

Rosario ya comienza a sentirse bien. En su mano sostiene un pisco sour y habla y

habla con Tito. Pero él no vino solo, junto al tocadiscos está Marité escuchando

rigurosamente a Rubén. Desde mi sillón es difícil discernir exactamente sobre qué están

hablando. Pero Rubén debe estar explicando lo injusto que son las cuotas, en efecto, Marité,

las ventas al crédito son un verdadero robo, te lo digo con experiencia, afirma categórico

Rubén ante la somnolencia total de Marité que, sin embargo, resiste ingenuamente la

mirada penetrante y fija del Incacola Rubirosa. Todo resulta demasiado idéntico, casi

rutinario. A mi lado el Pera de Agua Galdámez me cuenta la última pelea que tuvo con

Marisol. Benja, ya no hay quién la entienda. Nunca ha existido la persona que interprete

correctamente las iras de Marisol. Y siempre el Pera de Agua se lamenta, explica, da

razones sobre su comportamiento. Y así, cubriendo la totalidad del salón, mirando sin

detenerse el viejo sable que está en la pared y el acordeón, que reposa en un rincón, la

fiesta se va adentrando en su propia dinámica, se va perfilando con nitidez en la penumbra

que surge de las lámparas de rincón y que sitúan a Beatriz en la exacta dimensión de un

claroscuro donde es incapaz de percibir Invariabilidad de voces y risas y comentarios

silenciosos que se van desplegando. En sus ojos sólo se refleja el brillo multicolor que

dejaron mis amigos con sus serpentinas y sus chayas, y en el inundo sostenido y dispar de

las conversaciones entrecruzadas, es acosada por una muchedumbre desconocida que, se

posesiona de cada rincón y cada respiración de las paredes y de las miniaturas y del jarrón

de porcelana china que el Abuelo trajo en uno de sus viajes por el Oriente.

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Vinieron los mismos de siempre, pero de pronto da la impresión que nada es igual.

¿Acaso el tiempo ha transcurrido? Difícil. Las prominentes barrigas siguen su curso natural,

las calvicies imposibles de disimular permanecen inalterables en las cabezas, Rosario

insiste en mostrar su escote y el Incacola no se cansa de mirar intensamente a Marité. Sin

embargo, la inmovilidad del tiempo es sólo transitoria. Hay gestos reveladores. Después de

terminar de cantar y bailar el cumpleaños feliz, todos me saludaron. Pasaron por mi sillón y

trataron de abrazarme, felicidades, Benjamín, quisieron golpear mi espalda, bravo por los

cuarenta, Benjamín, incluso Mónica, la mujercita quejumbrosa de Tulio, me besó muy

cerca de los labios, te seguimos queriendo, Benjamín, y Tulio, terriblemente compungido,

estás estupendo, Benjamín, me golpeó el arco superior de la ceja en una clara muestra de

que el pasado es taba ahí presente sin alteraciones. Pero nadie pudo disimular. Les costaba

agacharse, fijaban demasiado los ojos, auscultaban, y no lograban obviar la rigidez de mi

cuello. Yo trataba de sonreír, emitía pequeños gruñidos aprobatorios, manifestaba mi

agradecimiento apoyando temblorosamente mi mano sobre sus brazos. Incluso, para no

perder mi costumbre, al abrazar a Mónica, mi mano la apoyé un poco más abajo de la

cadera, justo ahí donde comienzan a notarse los años y la sonrisa de respuesta fue tirante,

arrancada desde su columna vertebral por una presión parecida al pánico. Rosario miraba,

casi se reía, pero su rostro delataba la tensión del momento. Corrió hasta el tocadiscos y lo

echó a andar. Adiós muchachos ... la música sigue repitiéndose a través de los años y ya no

es la Gina desde su ventana enmarcada la que gira la manivela sino que la música surge

desde algún lugar desconocido del salón donde alguien, un personaje sin rostro que debo

descubrir en medio de las sombras, va hilvanando los compases que se repiten

mecánicamente en los movimientos de la muchedumbre giratoria en la pista de baile. -¿Qué

te parece esa pelirroja, Benjamín? No contesto. ¿La pelirroja, la morena que hace ojitos

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desde una esquina, la de pelo castaño que baila con el vejete? No puedo contestar. Necesito

observar, conocer cada centímetro de miedo, de oscuridad acechante, de palabras nuevas

que van brotando desde todos los rincones. ¿Cómo estás, Benjamín? Rosario está

estupenda. Ya es toda una mujer. Viene con una boina y un sonsonete nasal excitante.

Vamos, Rosario, cómo has cambiado. Se nota en cada uno de sus gestos la mutación

trascendente. Al hablar provoca, al moverse incita, al reír se desnuda. Te lo dije, Beatriz, te

lo dije, se a transformado en una… mejor ni la digo: ¿Meretriz, ramera, prostitúta? Las

palabras pierden su connotación al transformarse en una posibilidad concreta, en una

imagen oscura que define el salón movedizo donde un bolero se va enredando entre las

parejas disímiles que copan la pista: ahí el Tito da vueltas con una mujerona de casi treinta;

Rubén se aprieta a una rubia teñida exuberante; por el medio el vejete acaricia a la de pelo

castaño. Y yo miro, palpo a la distancia y apuro el borgoña. La morena insiste en hacerme

ojitos desde la esquina y esquivo la mirada. No puedo resistir la provocación parsina de

Rosario, desenfadada, Beatriz, ¿viste cómo miraba a Benjamín? Todo el mundo se dio

cuenta y yo también capté que mi rubor deslumbró los pastelitos que mamá había preparado

y que Rosario no ha tocado, porque explica los últimos adelantos de la moda en la Ciudad

Luz y los preparativos de guerra que son evidentes y solamente al bruto de Heriberto se le

podía ocurrir tamaña idea: Benjamín, ¿no crees que deberías invitar a tu prima a salir para

que se reencuentre con la capital? Un bruto desatinado, Maruca, sin saber siquiera cómo

llegaba esa niñita, en qué se había convertido después de un año conviviendo quién sabe

con qué tipo de degenerados y corruptos que bailan y bailan en la pista mientras yo los voy

identificando en medio de las parejas: Tulio con una guatoncita; el Incacola con una

cholita; el Pera de Agua con una señora que parece respetable y que no lo es, porque lo he

descubierto directamente de París y su corrupción, estamos exactamente en un prostíbulo y

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a través de los ojos de Beatriz, sí, de sus ojos anormalmente tranquilos, adivino que en casa

estabas sospechando toda la verdad de mis salidas con Rosario donde ella me contaba de

una calle llena de mujeres con los vestidos abiertos en el costado, los pechos saliéndose de

los escotes y las boquillas largas desafiando la noche.

Todos suben, menos yo. Mientras voy imaginando sus afanes dantescos, aprovecho

para detener aún, más mi reconocimiento del salón. A veces alguna de las mujeres se me

acerca, me acaricia el cabello o me besa en la boca y nunca falta la morena que se sienta a

mi lado, me pide un trago de borgoña y me pregunta: “¿Otra vez triste, mijito?".

Pero pasan, sólo se detienen un instante. Luego puedo continuar mi observación. La

mayoría de las veces veo el sanatorio. No sé por qué la sala de visita tiene el mismo aspecto

que este salón. Debe ser por la diversidad de personas que en él se hallan; por las actitudes

encontradas; por la misma amargura reinante. Beatriz no sabe de aquellas visitas. Está

demasiado obsesionada por mis salidas con Rosario. Eso sí, ya no me controla tanto, se ha

resignado en alguna medida. Le tiene miedo al sable, está demasiado consciente de su

precariedad. Sin embargo, insiste, porque es testaruda. Ella siempre lo ha sabido todo,

siempre anda vigilando los movimientos de la casa, rapiñando hechos en cada comentario y

aún tiene sus sutiles maneras de manejar la situación. Al volver en las noches de casa de

Rosario, allí está ella en su silla de ruedas. He llegado a pensar que ya no se acuesta, que

permanentemente vive sobre su silla de ruedas. Aunque es imposible, se marchitaría

demasiado. En algún momento debe meterse en la cama y apagar la luz. Debe ser un

instante de sumo horror, de tremenda soledad. Beatriz siempre le ha tenido mucho miedo a

la oscuridad, me dice Florencio Cruz, mi padre. Y agrega muchas cosas, hay que temerle,

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hijo nada es más peligroso que una persona presa del pánico. Y tu madre vive inserta en

oscuros temores. Por eso no se acuesta, no duerme, sólo entrecierra los ojos para recordar

su orfandad y luego vuelve a la vida. En una oportunidad quise comprobarlo: venía del

prostíbulo, después de haber estado la tarde con Rosario. Al entrar, veo la luz del salón

totalmente iluminado. En el centro, la figura de la silla con mamá. Pero no me ha

escuchado. Permanece inmóvil y los chirridos no quiebran la quietud de la noche. Podría

ser una alucinación, es decir, que su inmovilidad no sea sino una producción de mi espíritu

embriagado. Me acerco para cerciorarme, a través del vidrio las cosas se difuminan mucho

más. Beatriz no es Beatriz, sino que es una niña pequeña que mira hacia arriba, hacia un

punto indeterminado donde está el Abuelo. Conversa: Is it you father? Qué bueno que

llegas. Yo estoy tan sola y desamparada. Mi hijo Benjamín, mi retoño, “Benjamín es el

benjamín de la familia”, afirmaba siempre, el pobre niño Benjamín, ya no llega a la casa.

Durante el día ando errabundo por los pasillos para ver si logro divisaste o descubrir a mi

niño. Pero Florencio es malévolo, un verdadero Demonio, si no el Diablo MISMO, y se me

atraviesa en los umbrales de las piezas entero desnudo seguido de mujerzuelas vestidas

como ángeles que se ríen y me gritan cosas, cosas horribles, father, fea, paralítica, frígida,

father, son cosas que las dice el mismo Florencio y ya ni siquiera puedo dormir, porque

nunca sé dónde se me va a aparecer con sus groserías que yo no puedo tolerar, pero que

tampoco sé cómo impedirlo, help me, father; Si sólo tuviera fuerzas para coger tu viejo

sable y acometer un acto de extremada valentía militar y atravesar las sombras que me

acechan desde todos los rincones. lt is easy, father: yo no tendría pesadillas como las tuyas,

porque las sombras no tienen sangre y por lo tanto no me perseguirían como atestiguan

los bravos marinos que vieron la sangre del anciano correr vigorosa en pos del gallardo

oficial de Su Majestad. Me retiro del vidrio. Un calofrío me recorre la espalda y tiemblo

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brevemente al pisar el primer peldaño de la escalera. Uno nunca sabe lo que puede venir.

La puerta la abre una enfermera gorda con el delantal un poco sucio.

-¿Florencio Cruz? Pase ...

Mi padre me mira incrédulo. Está delgado, groseramente flaco contrastando con la

opulencia de su recuerdo. ¡Vaya, Benjamín, al fin te acordaste que tenias padre! Le explico,

sintetizo la clandestinidad de mi acto. Y él entiende, le interesa comprender mi situación,

porque con ella abro una puerta para su venganza, una puerta que yo deberé procurar para

satisfacer sus deseos. Tu madre es un monstruo, afirma, me amargó la vida, Benjamín, y te

la va a embromar a ti si no te liberas. Yo, Florencio Cruz, tu padre, voy a procurarte la llave

para que puedas abrir la puerta. Pero mientes. A mi no me abres nada, Florencio Cruz, tú te

estás configurando tu propio destino. Sin embargo, te escucho reverente: Si quieres, tengo

por ahí unos pesitos ahorrados, te asigno una pensión y te vas a vivir solo, ¿qué te parece?

Oscuridad. Abajo está Beatriz dormitando su angustia y yo tampoco logro conciliar el

sueño. La idea se torna precisa en la bruma que cubre el umbral de la puerta que da al

pasillo del Abuelo. Si estuviera. Me afirmo en el marco de la puerta y contemplo las

sombras. En el fondo quisiera que el Abuelo se apareciera por el corredor, me cogiera la

cabeza, oliera mis cabellos y certificara que estoy limpio.

Y tú, Rosario, ¿qué tienes que ver con esta historia? ¿También has ido programando

tu venganza desde hace tantos años? Beatriz lo ha descubierto todo. Por un momento tengo

la certeza. Que Tito en medio de una carcajada se arrimara hasta el cuello de Rosario y

Beatriz anunciara que la cena, sí, dijo la cena, estaba servida, fue todo uno. Y mientras

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espero que me recojan para llevarme a la mesa, percibo el aire de tiempo sostenido que va

quedando en el salón. Las parejas han ido desapareciendo una a una de la pista de baile y la

música, ahora un solo de saxofón, puede percibirse en toda su magnitud. Todos han subido,

menos yo. Le pido a uno de los maricones que atienden que me preste un acordeón. Tengo

ganas de cantar. Me lo traen, y al principio, como jugando, y luego en serio, empiezo a

revisar mi repertorio de tangos. Así va pasando el tiempo. Cuando estoy en el apogeo de la

curda, pero es el viejo amor, bandoneón ... Me inicio por primera vez en los ojos de

Rosario: París entero me está mirando en la exaltación mágica de ese rostro nuevo que

frente a mí, absorto en el timbre de mi voz, guarda respetuoso silencio.

- Cantas precioso, Benjamin.

Mantengo su mirada y le imploro. Ya entonces su escote se yergue como un altar

inalcanzable que de pronto se encarna en una cercanía peligrosa. Entre nosotros existe una

nebulosa distancia. Canto con más fuerza, necesito con urgencia del espacio que define la

música. Allí entre notas y acordes, la voluptuosidad de tu mirada y de tu escote se

difuminan en la tensión antigua que va creciendo cuando te acercas en exceso para ver el

teclado de mi acordeón y, como si todo ocurriera por una casualidad perversa, tu mano se

apoya en mi pierna y el fuego se enciende perfectamente localizado en la zona de los

azulejos atravesados y trato, en un la menor que se me escapa, de sublimar en valor lo que

tu escote sea inmortalizar y que exige sea consumido.

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Estoy enamorado, muchachos - proclamo. Borracho, piensan todos y brindan con

curiosidad. ¿Ah, sí...? Efectivamente: total y absolutamente enamorado de mi prima. Todo

se va concretizando, los muchachos que ya han bajado se reúnen en torno a la mesa, echan

a las mujerzuelas que nunca pierden la esperanza de una segunda vuelta y sin preguntar, me

acosan. Voy a responder, tengo que explicarles con mesura. Pero alguien ha corrido la voz

que yo canto, la morena con toda seguridad, y une están pidiendo. Estoy borracho, mi vida

es una herida absurda, voy vibrando al calor de los aplausos que exigen, es una curda

nada más, y mi voz va conquistando una segunda corrida completa sin pagar para todo el

grupo.

- Anoche te fui fiel por primera vez, Rosario – digo -, no subí. No entiendes. Retiras

tu mano con timidez. París es un mito que sobrevive aún en tus deseos ocultos, yo lo

recupero casi con violencia. Dejo a un lado el acordeón y te tomo de la cintura, te aprieto

un poco y te beso.

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9

BEATRIZ YA CALCULÓ mentalmente el número. Pero fue Rubén el primero que

lo dijo: somos trece en la mesa. O falta o sobra alguien. Nos quedamos parados sin

atrevemos a ocupar nuestras sillas. Siento cómo los brazos del Pera de Agua flaquean

sosteniendo mi cuerpo. También me duelen las piernas que, rígidas, cuelgan de la sillita de

mano que me han hecho. Somos trece. Es inevitable el temor. Beatriz lo calcula

mentalmente: el número como una maldición, como un aviso trágico, como una llamada

aterradora. ¿Quién sobra? La pregunta circula de cara en cara sin respuesta. Rosario

también está tensa, casi temblorosa. ¡Cuidado, Rosario, no te descubras! Vamos, no

haremos caso de supersticiones, dice Tito, y con un gesto le indica al Pera de Agua que me

coloquen en la silla de la cabecera.

Mientras me acomodan aprecio la minuciosidad con que Beatriz ha dispuesto los

servicios y la vajilla. Todo luce, todo brilla, todo encandila. Noto la dificultad evidente de

Tulio, la sincera alegría de Rubén, la indiferencia absoluta de Tito que se sienta junto a

Rosario. Estamos listos para comer. Pero no: Beatriz no se ha sentado y aguarda desde un

rincón en su silla de ruedas. Tiene miedo, es clarísimo. Somos trece, una realidad perfecta e

indesmentible. La certeza del número fatídico te corroe los restos de serenidad que te

quedan Beatriz. Ten cuidado, Rosario se ha dado cuenta de tu debilidad, está revisando

junto contigo las imágenes que no te dejan y que se actualizan ante la evidencia de la

fatalidad en la mesa.

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-¿No te sientas, Beatriz? - pregunta Rosario.

La interrogación es artera. Titubeas, Beatriz, te desconciertas, hasta has enrojecido.

Ni siquiera reparaste en que te tutearon. Las palabras de Rosario ya no han sido una

advertencia, sino un ataque preciso. Su mirada es socarrona, desafiante, contéstame,

Beatriz, té está diciendo sin hablarte, descifrando un código secreto que tú no vas a poder

obviar. Tienes que responder algo, Beatriz tienes que decir una palabra clave, debes aceptar

tu precariedad. Pero no respondes. Miras incrédula, ¿Qué nunca te vas a dar cuenta? Debes

aceptar tu renuncia o morirás. En la voz de Rosario que repite su pregunta no hay afecto,

sino sorna. ¿No ves cómo los muchachos ya empiezan a reírse? Vamos, Beatriz, qué pasa

con tu dignidad, apúrate emprende la retirada, ¿no ves que yo también estoy siendo

atacado por las preguntas que ahora surgen de todos los rincones de la mesa? ¿Doña, es

usted supersticiosa, cree en las brujas, en los fantasmas? Se ríen ya sin descaro, porque soy

feo y he quedado paralítico y ya no puedo desabrochar el fuelle de mi acordeón y asombrar

con mi maestría en la interpretación de los tangos de la Gina.

Las sombras se disipan, en la mesa iluminada por una lámpara de cien lágrimas han

desaparecido todos los vestigios de la penumbra y puedo contemplar los rostros de cada

uno de mis amigos, de sus bocas abiertas riéndose de la inmutabilidad ficticia de Beatriz.

No puedo soportar la luz, no tengo a mano mi libreta de apuntes. Rosario tuvo especial

cuidado en esconderla. Ella cree que me ha engañado, que yo estoy convencido de que su

desaparición es casual. No sabe que la he vigilado, que siempre ha estado bajo la tutela de

mis ojos y mis oídos. Y hoy, en especial en este día, mi observación ha sido mucho más

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minuciosa. Desde mi sillón anatómico descubrí su silueta falsamente resguardada en la

oscuridad acercarse hasta mi silla de ruedas y sentí el roce de sus manos al hurgar en la

bolsa de cuero donde guardo mis palabras. Tus manos tiritaban, Rosario, tu ansiedad te

delató a mis oídos sensibles. Fui notificado con claridad de tus propósitos. Y lo acepté.

Estoy resignado a jugar este juego. Sólo yo tengo la ventaja, porque me creen indefenso y

por eso a cada momento me miras de soslayo para verificar que mi vista sigue todos tus

movimientos y que voy entendiendo paso a paso tus objetivos. Me necesitas, Rosario, soy

indispensable para que puedas cumplir tus intenciones. Pero se te ha escapado un detalle.

No debes humillar a Beatriz. Es imprescindible que ella se sienta dueña de su dignidad y de

su orgullo para que puedas consumar tus propósitos. Eso necesitas tenerlo presente a cada

momento. Por eso detengo las bromas que le hacen a Beatriz extendiendo mi mano y

botando una copa de vino. Todos se miran: pobre Benja, ya no se controla; mira cómo le

tirita la mano y la cara y el párpado derecho; qué brutos, cómo no nos dimos cuenta:

Benjamin quiere brindar. Levantemos esta copa de vino, muchachos, por los felices

cuarenta y dos años de Benjamin.

Ahora Rosario me mira. Creo que está agradecida. Ha recibido mi mensaje y se

relaja. Al levantar su copa de vino estira su brazo de tal manera que su busto se proyecta

omnipresente sobre los ojos de Tito. Yo también veo sus insinuaciones y el gesto magnífico

me recuerda dramáticamente la fertilidad imposible: ¿También has entendido eso, Rosario?

Rosario no entiende nada. Pero estoy prácticamente segura, Benjamin. Llevo quince

días de atraso. Y si fuera cierto, ¿te imaginas el escándalo que se armaría? Sí, lo imagino. Y

mucho más de lo que Rosario podría suponer. Ella no tiene los sentidos de Beatriz puestos

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encima. Pero mi madre es implacable. Ha descubierto cada uno de nuestros movimientos,

Rosario. En las noches me acosa desde el chirrido interminable de su silla de ruedas,

porque no duerme y vigila. Cuando tú, Rosario, vas revelando la naturalidad de tu cuerpo

yo contengo la respiración para no producir ruidos que puedan delatarnos. Es más fuerte su

presencia que el peligro siempre atento de tu madre en el piso de arriba, es más incisiva que

la posibilidad de que tu Nana irrumpa en el living justo en el momento en que los ecos se

confunden con tu propia ansiedad y con mis recuerdos matinales irrepetibles. Pero siempre

ha sido así, Rosario, toda la vida desafiaste las sombras aberrantes de la incertidumbre y no

tuviste compasión de mis temores cuando por primera vez en la penumbra del living de tu

casa me tomaste la mano y me dijiste: toca aquí. No, no, nunca sospeché que encontraría tu

seno duro y palpitante, que lo reconocería de inmediato, que lo cogería como si me

perteneciera. Y esa mano que se había manchado de tabúes sería descubierta por Beatriz,

Maruca, porque dicen que las visitas de Benja a su prima Rosario no son nada de santas,

Rebeca, con las cosas que debe haber aprendido esa niñita en su estadía en París. El

escándalo ya existía en el momento en que tú guiaste mi mano y yo acepté la profanación

de tu limpidez.

Vuelvo a la casa poseído de sombrías conjeturas. En el fondo una idea se va

configurando en mi ánimo. Después de todo existe algo que me pertenece: la capacidad de

fecundar, aunque sea en la ignominiosa circunstancia de la desacralización. Sí, acepto, la

calidad en sus oscurecidas formas, porque así me corresponde. El hecho se presenta como

un acto de superstición, se funde en una penumbra ignota y de pronto se define: Mamá, voy

a dejar la Universidad ¿Qué?

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Beatriz abre los ojos. Sobre su cabeza aún pende amenazante el sable desenvainado del

Abuelo que sostengo con firmeza británica en mi mano. ¿Qué dices, niño? Me mantenga

sereno, poseo en plenitud mi potencial de creación. He sido claro, mamá. Voy a dejar la

Universidad y voy a trabajar. ¿Qué? Y también me voy a casar, muchachos, agrego. Claro,

que a Beatriz no le digo eso. Simplemente anuncio mi decisión académica, que no es más

que reafirmar la realidad de mi fracaso estudiantil. Ella cree que no es así y alega: pero por

qué si te ha ido tan bien, niño. Ilusa, ingenua, desprovista de sus capacidades de vigilancia.

Su poder es restringido fea – frígida - impotente, ahora lo entiendo plenamente. Mi potencia

lo clarifica con venerable exactitud: la vida escapa de las paredes y se instala en penumbras

cósmicas intangibles que se mímetizan con el alcohol y los ruborizantes asientos carnales.

No te voy a dar explicaciones, Beatriz, digo con una convicción que desconcierta. El sable

todavía oscila sobre la cabeza de mamá. La imagen es un portento – Ha quedado

eternamente grabada en las memorias emocionadas de los marinos que vieron la punta

plateada del sable aparecer por las espaldas crujientes del anciano. Pero los muchachos

no creen: ¿Tú, Benjamín, te vas a casar? En efecto, resisto la interrogación amenazante de

Beatriz: dejas la universidad y te vas de esta casa. Entonces es necesario explicar, siempre

muy tranquilo, casi con sorna: no me amenaces, Beatriz. Florencio Cruz me ha ofrecido

mantenerme mientras encuentro trabajo estable. ¿Qué? Florencio Cruz, tu padre, has

hablado con él, traidor, malagradecido, niño desquiciado, me has hecho esa canallada. Está

alteradísima, casi al borde de la locura. Acerco mi cara hasta rozar el aliento de Beatriz: sí,

mamá, he visitado regularmente a papá, porque después de todo yo soy un Cruz y no un

Littleford. No lo soportaste, Beatriz, y tu mano me cruzó la cara como cuando el sable

pendió sobre tú cabeza sostenido por mi mano. Pero ahora el sable cayó. Y te lo

comuniqué sin odio: me fui de la casa, Rosario, y nos vamos a casar. ¡A brindar, entonces!,

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salud, Benjamín, por tu matrimonio, salud, amigo, por tu cumpleaños número cuarenta y

dos, salud, doña Beatriz, su hijo, paralítico y todo, es un tipo excelente, dice Rosario y la

carcajada al unísono estalla en la mesa. Qué felicidad, todo parece ser igual que antes,

cuando por toda respuesta me besaste y dijiste, que si, nos íbamos a casar.

Los Santos Sacramentos fueron la solución. La tía Grosella convenció a la tía

Rebeca y ésta a la tía Maruca y entre todas, armadas de los mejores argumentos,

convencieron a Beatriz que aceptara la boda y se hiciera presente. Rosario, al fin y al cabo,

tiene sangre Littleford y su educación es inmejorable. Además, es muy inteligente y

ambiciosa una excelente mujer para tu hijo. Dale una oportunidad, Beatriz, acógelo de

nuevo, ayúdalos. Las conversaciones fueron interminables. A través de la madre de

Rosario, que todos los días hablaba con la tía Grosella, me mantenía informado de las

vicisitudes familiares. En todo caso, por nuestra cuenta ya habíamos iniciado las gestiones

con la Iglesia y con las Leyes y todo estaba dispuesto. Tito, a través de un tío, me había

conseguido un puesto en el Banco. Con lo que allí ganaba más la pensión que le había

aceptado a papá, teníamos para vivir, sin problemas. Y el atraso continuaba. Ya había

pasado un mes.

Rosario se miraba todos los días en el espejo tratando de descubrir los primeros

movimientos aclaratorios. Pero sólo encontraba su belleza espléndida, sagrada,

trascendente. Lo mismo que siempre hallaban las tías que ahora inventaban cualquier

pretexto para aparecerse por su casa y comprobar si era efectivo lo que decían respecto al

embarazo de la niña. Beatriz también estaba intrigada. Aquel hijo probable sintetizaba en

un ser específico la extinción del apellido Littleford. Aquel fue el argumento definitivo:

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Beatriz, piénsalo bien, a Benjamín lo puedes convencer de que apellide a sus hijos con el

nombre del Abuelo, sí, efectivamente, tú puedes robarle a Florencio Cruz su posibilidad de

perpetuarse. Es una hermosa perspectiva. La saboreas con deleite, la deglutas con lentitud.

Te imaginas la figura desnuda de tu marido en los umbrales de la noche reclamando su

apellido, su nombre, su prolongación. Pero para conseguirlo debes transar. Tendrás que ir

hasta la oficina de tu hijo y conversar con él, pedirle disculpas, arrodillarte si es preciso.

Llegas a pensar que es demasiado. Y cuando te detienes frente a la escalinata imponente

del edificio del Banco, dudas. ¿Será posible? ¿Lograrás tu meta? ¿Aceptará Benjamín? El

costo es elevado, casi impagable. Sientes tal presencia indefinida del sable levantado,

palpas la risa burlona de, tu hijo cuando te saludo, hola, Beatriz, ¿cómo estás?, mientras

observas la hilera de escritorios iguales y los rostros y los cuerpos todos idénticamente

corvados sobre los papeles.

- Estoy bien, Benjamin, ¿Y tú? - Muy contento ...

- Sí, supe que te casabas. - Sí, es cierto ...

-¿Y no piensas decirme nada? ¿No vas a permitir que esté contigo?

- No pensé que quisieras ... Me desconcertaron tus palabras, Beatriz, tu actitud

blanda, cauta, en exceso respetuosa. Entonces debí sospechar, debí precaverme de tus

propósitos. Pero efectivamente en esos días estaba muy feliz. La perspectiva del

matrimonio copaba todas mis expectativas. A los muchachos los veía de carrera en el bar y

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ya no iba al prostíbulo. Ellos me embromaban: te tienes bien escondida a tu mujercita,

bandido, ¿acaso es de oro? No, él oro es poco para su verdadero valor. La importé de París,

¿qué les parece? Mi felicidad la tenia hipotecada con la esperanza de mis nupciales

vínculos. No podría haber captado la sutileza de tu acatamiento y respeto, Beatriz. ¿Piensas

ahora, que estás contemplando la mesa desde un rincón en tu silla de ruedas, en que todavía

yo te creía a pesar de todo? Ni siquiera has reparado en que al botar la copa de vino impedí

que la ignominia se instalara violentamente en tu recinto. Y si te hubieras dado cuenta,

igual no lo habrías agradecido. Tus súplicas siempre fueron interesadas. Las figuras

desnudas, diabólicamente angelicales, te obsesionaban y obnubilaban todo posible

discernimiento.

En la iglesia, vestida de gris indefinido, no logras seguir la ceremonia. Los rezos se

te confunden y las imágenes que bordean la nave se tornan movedizas, inaprehensibles,

lejanas a tal punto que ya no son sino una difusa galería de colores donde reposan tus

culpables propósitos. Todas andan tramando pequeñas y grandes conspiraciones, todas, sí,

tú y Rosario, y las tías y Helena y Mónica, todas se confabulan para destruirme. Por eso

cuando salgo de la iglesia no miro a nadie. Me posee un hálito místico, que me transporta

hasta latitudes insospechadas. Ahí la penumbra se debate en la intranquilidad de las

presencias borrascosas, ahí el Abuelo se acerca hasta mi cabeza, posa suavemente sus

manos rugosas y me confirma: eres un Littleford. El sable está destinado a tu mano, debes

ejercer la inmanencia intrahistórica de las perforaciones definitivas. No basta la certeza del

azulejo inmortalizado por tu disparo inicial.

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No puedes renunciar, Benjamín, eres un Littleford. Ese fue el momento crucial. Ahí

debería haber comprendido que tu presencia, Beatriz, me encadenaba para siempre. Ahora,

bajo la luminosidad perturbadora de las luces del comedor, apenas reconozco esta perfecta

identidad que nos ata. En el preciso momento en que mi mano temblorosa trata de tomar un

sorbo de vino de la antigua reserva, el escote de Rosario se derrama, los ojos de Tito se

detienen, te cristalizo en el claroscuro de tu rincón y abrazo a Rosario con pasión y la uno

por los siglos de los siglos al recuerdo venturoso de mi potencia olvidada: La luna de miel

fue dulce como ninguna, sólo quiero que comprendas el valor que representa el coraje de

querer.

Y el tiempo se detuvo, inexorable en su inmovilidad exasperaste. Tu vientre no

creció. Permaneció sordo a los gozosos llamados que le reiteramos noche a noche,

cobijados por el manto de oscuridad que posibilitaba nuestro reconocimiento. Pero las

sombras se escondían en nuevos espacios más recónditos, donde todo mi poder de fecundar

no lograba llegar. En la penumbra hurgaba entre los intersticios del cuerpo de Rosario

tratando de hallar el misterio de su esterilidad.

- Debes ver un médico, Rosario. No respondas. Te aferrabas a mi presencia sin

levantar la vista, ocultándote de la oscuridad que reinaba en nuestro dormitorio y a veces

sollozabas. Mientras, ibas lentamente acumulando odio. Es ella, tu madre, la que no nos

deja. Tengo miedo de tener un hijo, Benjamín. Tu madre me lo va a robar. Y Rosario

argumentaba de manera razonable: ¿para qué crees que nos ofrece, ir a vivirnos con ella?

Ahí espera que tengamos nuestro bebé para secuestrarlo y adiestrarlo en la tradición marina

del Abuelo, en el manejo de los sables y las sillas de ruedas. Benjamín, sigamos así como

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estamos. Ven, poséeme, destruye la posibilidad de engendrar con un ataque violento,

sumérgeme en la zona del miedo absoluto.

Y el vientre no creció. Siguió siempre guardando la belleza pura, intocada de

Rosario. Yo no podía compartir la intuición maravillosa de ella. Me resistía a aceptar que

el dominio de la vigilancia de Beatriz llegara hasta la penetración total de los espacios de la

noche y de las entrañas de Rosario. Pero un día quedó todo claro. La silla de Beatriz está

frente a mi sillón. Su mirada es imperturbable, seca, desprovista de toda afectación. Sus

palabras son moles de realidad que se van cayendo sobre mí sin compasión: Benjamin,

tengo que hacerte una proposición. No titubea, no se detiene, continúa sin piedad. Quiero

que dejes de recibir la ayuda de tu padre a cambio de un estipendio mayor que yo te

asignara. Sólo tendrías que prometerme una cosa, una mínima concesión. Un temblor me

estremece, un escalofrío terrorífico. Me ponga en guardia, no tengo el sable a mano: si

tienes un hijo hombre, Benjamín, deberás bautizarlo con el apellido del Abuelo.

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BEATRIZ TUVO UN MOMENTO de paz en medio del tráfago, de aquella fiesta:

fue el instante majestuoso en que los platos comenzaron a servirse. Un silencio sacro,

trascendente, matizado de profunda reverencia, sigue la aparición del mozo con una gran

bandeja sobre Ia cual reposa el consomé vaporoso. Las respiraciones, se detienen, los ojos

cristalizan el hálito que surge del caldo, una espesa, nube de aromático sabor cubre la mesa.

Uno a uno se van llenando los platos de porcelana, uno a uno los amigos penetran con sus

cucharas la densidad engañosa del alimento y más de alguien contiene una interjección

airada al quemarse la lengua. Beatriz, soberbia sobre su silla de ruedas, establece la

superioridad notable sobre aquella muchedumbre. Se impone sutilmente a través de la

fragancia apetitosa del consomé. Ellos sólo intuyen el nivel primario de la satisfacción,

pero ella, sí, tú, Beatriz Littieford, conoces el secreto del deleite. No necesitas la

proximidad tangible del sabor para comprender la magnificencia del placer. Eres capaz de

proveer el momento exacto para disfrutar la voracidad de los instintos. En ese instante

olvidas la baja categoría de aquellos seres sin connotación que de manera animal se

abalanzan sobre la comida, para refugiarte en la conciencia absoluta de que el gesto sincero

que provoca la grata sensación te pertenece sólo a ti. Por un momento la paz inunda tu

estado de intranquilidad, nadie de los presentes es capaz de generar la sutileza que conduce

al éxtasis. Y Beatriz, en un rincón de la mesa, observa la aparente sacralización, la

mistificación total del acto de comer, concretizada en el silencio que sirve de marco a los

movimientos mecánicos e irracionales de subir y bajar las cucharas y vaciar lenta, pero

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inexorablemente, los contenidos de los platos. De vez en cuando se interrumpe la dinámica

dominante para alzar las copas y brindar, ¡salud, Benjamin!, para recordar en breves

exclamaciones el gozo que los envuelve, ¡por nuestra larga amistad, muchachos!

Beatriz mira la mesa sin mirar. ¿Tratas de descubrir algún elemento que confirme

tus prejuicios? Es posible. Sin embargo, sólo aprecias lo que has visto en cien comidas

todas iguales. La gente que hace bromas sobre cosas que tú desconoces: ya estás medio

borracho, Tulio; te estarás acordando del Perú, Incacola; una historia muy buena, Rubén,

cuando la pelirroja te abofeteó; la gente conversa temas serios: lo terrible que fue el

desaparecimiento del pueblo El Cobre a propósito del terremoto de marzo, algo increíble,

afirma Tito, a mí me tocó ir al día siguiente, un verdadero drama; la gente, sigue el

ceremonial que tú, Beatriz, has seguido en cien ocasiones; la gente alaba la comida, lo a

punto que está el asado, lo blanda que está la carne, ¿será filete?, aunque el Pera de Agua

no cree, por lo sabroso que está, y Marisol opina que están equivocados, que en efecto es

filete, por el corte redondo del trozo. En fin, Beatriz, tratas y tratas de encontrar la

deformidad de aquella muchedumbre, y no lo logras. Sólo certificas lo que has comprobado

en las mil reuniones sociales en que has participado durante tu vida. En definitiva, no

persigues absolutamente nada. Por eso te aferras al instante de paz que has conseguido en

medio de esta fiesta y, cuidados, bajas la guardia, Beatriz, te desentiendes de la realidad, la

sientes segura bajo la claridad engañosa que proyectan las ampolletas de las lámparas y

sueñas que todo se debate en una línea sin alteraciones. No sé, a veces pienso que no logras

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comprender lo que te he anunciado reiteradamente a través de este día. Tú bien sabes que el

vicio sable del Abuelo aguarda su tamo, que su caída hace años fue un ensayo, que en

realidad espera en su vaina el momento de su definitiva consumación. ¿Antes, cuando eras

joven y todavía podías aprehender las sutilezas, no mediste el alcance de las palabras del

abuelo? “El viejo sable será propiedad de mi nieto Benjamín”. Su mandato fue taxativo. Y

el pobre viejo no se contentó con dejarlo escrito, sino que se quedó encerrado vagando por

los pasillos de esta casa para hacer patente su presencia, su orden imperativa, su liberación

definitorio. Has envejecido, Beatriz, estás demasiado anciana además de paralítica. Y existe

un estado de incapacidad peor que la inutilidad de los miembros. Es el estado de la

confusión no asumida, de los miedos no reconocidos, de las sombras no percibidas. Allí,

cuando uno se sume en aquel sitial de la vida, la inutilidad alcanza sus formas perfectas y la

muerte se precisa. Es lo que yo debo evitar ahora. Sí, a pesar de mi evidente postración,

tengo en mis manos el poder de las sombras, de las siluetas recortadas sin ambages, cae las

esencias descarnadas del miedo. Por eso yo veo mucho más que tú; por eso he ido

develando los misterios encerrados en esta casa y los he ido anotando con letras de

imprenta para que asuman plenamente su carácter de sombras; por eso contemplo la mesa

donde los muchachos hacen sus bromas triviales y repetidas, formadas y ritualizadas a

través de los años, y no me río. Yo estoy viendo lo que sucede bajo la cubierta inmaculada

del mantel blanco, lo que se arrastra junto al piso, lo que no puede evitar salir a la realidad

en sonidos profundos que yo logro captar.

La gente es incrédula. Se encandila con la fosforescencia de la blanca limpidez del

mantel y se siente protegida de sus indiscreciones. Pero los sonidos ocultos tienen un peso

específico tan grande que emergen desde los lugares donde están refugiados y se

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manifiestan con brutalidad. Todo es muy sencillo: Helena saborea la ensalada de frutas con

helado y crema chantilly y comenta sin mayores intenciones la maravilla que es la

televisión. No se pierde los programas de los sábados, tan entretenidos que son, ¿no les

parece? Alguien responde sí, tal vez, y se pasa a comentar la fecha del fútbol del próximo

domingo. Y mientras el Tulio asegura que al Ballet Azul nadie lo para y Tito golpea la

mesa porque el Colo es un equipo de garra, Helena trata de contarle a Marisol lo divertido

que estuvo el animador el otro día, pero ... La suspensión de su frase a mitad de camino es

decisiva. El reconocimiento tarda unos segundos, la emoción lo consume todo. Nadie más

se ha fijado y Marisol insiste en preguntar ¿pero qué? Helena no puede contestar: la presión

de la mano sobre su muslo es constante. Mira un tanto alterada al Pera de Agua, pero éste,

como si nada, trata de convencer a Tito que la dupla Sánchez - Campos es fórmula de gol

segura. El mantel continúa inmaculadamente blanco. Nadie se ha fijado. Sólo yo descubrí el

corte de la respiración de Helena, el suspiro que se repite sobre el tiempo como si su

transcurso se hubiese detenido.

¿Ves, Beatriz, tú no puedes percibir una realidad tan extendida? Desde la puerta del

café veo la mesa arreglada. Los muchachos ya deben llevar unas cuantas copas en el cuerpo

y las risas le confirman su presencia. Tomo a Rosario del brazo y la conduzco con firmeza.

Ellos son mis compañeros de universidad, le digo al oído. Pero Rosario no tiene miedo.

Incluso diría que las ansias por conocerlos es lo que le produce esa aparente intranquilidad.

Su paso firme se repite en mi mano y aprieto con más fuerza su brazo. Entonces nos

descubren, ¡vivan los novios!, yo soy Rubén y ella es Helena, ¡se pasó Benja, la que se

tenía guardada!, yo soy Tito y ella es Marité, ¡tomen asiento para que brindemos!, y los

muchachos me miran esperando que yo hable, que presente oficialmente a Rosario. Las

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palabras se me escapan y no las encuentro: ella es de quien les hablé, con ella me voy a

casar, digo tímidamente. Tito me responde encendido, excitado, levantando en su mano una

copa de vino: “Bienvenida, Rosario. A nombre de todos nosotros queremos desearte que

seas muy feliz y decirte que este Benjamín es un gran tipo. Nosotros somos como hermanos

y así queremos que tú nos sientas. Salud”. Luego nos calmamos un poco y conversamos

sobre los proyectos futuros, sobre la universidad, sobre lo jóvenes que éramos y poco a

poco, a medida que las botellas de vino se iban desocupando, nuevamente volvieron las

risas y los gritos y el sonido de la orquesta del café se transformó en una invitación

irresistible que Tito aceptó gustoso.- Don Benjamín, permitiría usted que yo danzara esta

pieza con su novia. Nos reímos, descuidados y alegres. Yo salí a bailar con Marité, que no

había hablado una palabra en toda la noche. Fuimos entrando en la masa de parejas que se

enredaban en la pista del café y entre las vueltas divisaba a Tito y Rosario que realizaban

perfectamente los pasos cruzados y los giros sorpresivos a que obliga el foxtrot, hasta que

el saxofón se detiene y un ritmo más acompasado va llenando el café y los movimientos

multiformes son reemplazados por el discreto desplazamiento de las parejas enlazadas.

Entonces sentí cómo se cortaba mi respiración al sentir que Marité posaba suavemente su

mejilla sobre mi cuello y al rato un calor húmedo se instalaba bajo mi barbilla.

Instintivamente miré a Tito. Ellos conversaban animadamente y los giros prácticamente se

habían terminado. El tiempo se detenía caprichosamente en la suspensión mágica de las

respiraciones.

Entonces se verifica la identidad desesperante de esta comida que por un momento

tú, Beatriz, obviaste, y que, sin embargo, Rosario maneja plenamente e incluso disfruta

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siguiendo con su pie, que choca sistemáticamente en la pantorrilla de Tito, los pronósticos y

avatares de la jornada futbolística del próximo domingo. Yo la miro serenamente. Es

preciso que reafirme su convicción de que la estoy observando. Si no siente mis ojos

humillados en la contemplación de su plan fríamente establecido, nada tiene sentido y la

fiesta está de más.

¿Dónde yace la ignominia?, ¿Dónde se ocultan sus pérfidos contornos? Hoy estamos todos

los de siempre. Parece que el tiempo no ha pasado y el fragor de la comida, que estaba

estupenda, Benjamín, ha obligado a la mayoría a aflojarse las corbatas y cobrar una

distancia prudente de la mesa para no presionar en exceso las barrigas. El mozo trajo los

cafés y lentamente el humo de los cigarrillos va estableciendo una sombra benigna donde

los contornos precisos del momento se van delineando con claridad. Nuevamente asumo la

totalidad de la situación. Beatriz aún permanece en un rincón del comedor y Rosario,

recostada sobre la silla simulando la fatiga, muestra indecorosamente su busto. Alguien

ofreció un cigarrillo y acepté. En mi mano se debate tembloroso el cilindro. La misma

persona que me impulsó a fumar me habla: sus palabras son ininteligibles. Dice algo de

médicos norteamericanos que resuelven todo tipo de problemas y que esa sería la solución.

Pero él está ajeno a la realidad. No puede apreciar lo que sucede debajo de la mesa.

Rosario, desde la profundidad de su silla, le grita a Beatriz.

- Suegra, quiere un cigarrillo. Beatriz, ¡vaya que ingenua!, le dice que no, que le cae

mal. Y aún más, trata de explicarle que nunca ha fumado. ¿No te das cuenta, Beatriz? Si

Rosario lo sabe y por eso se ríe y le comenta a Tito tus teorías sobre la vida sana y lo bueno

que es evitar los vicios de cualquier tipo. Y ellos se divierten y, para ser franco, yo también.

112
Pero las razones son distintas. Me he dado cuenta que definitivamente te has situado en el

ámbito de los claroscuros intrascendentes, donde la senectud y el agotamiento consuman la

inutilidad. Eres una inválida total, Beatriz, vas perdiendo tu capacidad de resistencia vital y

escuchas las palabras de Rosario casi con indiferencia. Eso no está bien. Por una parte hace

perentoria tu inexistencia y, por otra, entorpece los necesarios planes de Rosario. Se lo dije

hace un momento.- Rosario, la dignidad de Beatriz es imprescindible. Pero ella no ha

entendido. Insiste en agotar violentamente tu capacidad de soberbia. Está demasiado

ocupada en balancear su silla, de manera que en intervalos regulares roza con su codo

desnudo el brazo de Tito.

Es preciso tomar alguna medida. A la persona que me dio el cigarrillo le pido un

lápiz y un papel. En él escribo tratando de dominar mi temblor. Lo hago con letra de

imprenta para no dejar dudas: BEATRIZ, SACA LAS BOTELLAS DE WHISKY.

El mensaje es claro y causa su efecto. Beatriz me mira fijo y me exige una explicación.

Entonces me doy cuenta que estoy errado: Beatriz ha vigilado todo lo que sucede bajo el

mantel blanco inmaculado y no quiere sacar las botellas. Se juega una carta de triunfo.

- Todavía no, Benjamin - me dice.

Los hechos se eclipsan. Una parábola contradictoria se devela ante mis ojos: los

marinos, aún impresionados por el efecto exaltado que la visión de la sangre dejó en sus

retinas, se niegan a aceptar la prueba irrefutable de que el osado oficial Littleford

escondía en su camarote cincuenta botellas de whisky escocés, vacías. Es imperioso que

113
aquellas botellas salgan. Un presentimiento me posee: no exigí que el whisky fuera escocés.

Rosario, tú deberás resolver este problema. Pido más papel y escribo. La misiva la recibe

Rosario con desconfianza. Ahora lee con más tranquilidad, duda un instante antes de

confirmar la recepción del mensaje: sonríe. Me ha entendido y se levanta. Los ojos de

Beatriz están angustiados. Mueve la silla hacia adelante y hacia atrás, está a punto de

derribar el jarrón de porcelana china.- dowt drink any more, father. Rosario la tranquiliza.

Mamá, acuérdese que Benjamín pidió esas botellas, es el momento de servirlas. Le acaricia

las espaldas, pasa su mano por la mejilla, la consuela, es por Benjamín, mamá, tanto que ha

sufrido.

Entonces, la paz se desvanece en la penumbra del humo del cigarrillo y los cuerpos

invisibles se ponen en movimiento mientras algunos preguntan ¿whisky? y Tulio con Tito

me levantan de la silla y en andas me conducen hasta mi sillón de terciopelo azul,

especialmente diseñado para ocultar las deformaciones que todos han percibido y que cada

cierto tiempo comentan tratando de evitar que yo los descubra, Pero es imposible: en el

salón en penumbra recupero el dominio de las formas fugitivas y logro discernir con

precisión la presencia de la ignominia: el brazo del Pera de Agua, como al pasar coge la

cintura de Helena y la estrecha contra él.

114
11

BEATRIZ ABANDONÓ EL SALÓN cuando se abrieron las botellas de whisky. El

suceso, coronado por un teatral rito oficiado por Tito, ahora se festeja con alegría. En los

vasos tintinean los cubos de hielo y se comenta la solidez del líquido: un trago de los

mejores, dice Tulio, un trago que es necesario aprender a tomar, agrega el Incacola,

echándose sobre el sofá, un trago para hombres, pontifica Tito, mirando sostenidamente a

Rosario. Alguien ha puesto música de fondo, una melodía suave, casi imperceptible. Trato

de precisarla, los metales de la orquesta hacen el fuerte, la batería le da consistencia con su

rítmico fluir, unas cuerdas eléctricas avanzan tímidas desde el fondo, ¿Fausto Papetti? Es

posible, ahora que está tan de moda. Y como Rosario se preocupó de preparar el repertorio

musical no seria extraño. En la mañana me advirtió descuidadamente: los discos que

conseguí serán toda una sorpresa, Benjamín. Pero era un pretexto. La verdadera novedad

que había preparado no la confesó. Su desnudez temprana me lo comunicó entre espasmos

lentos y carnales: Rosario, un poco dejándose llevar por la melodía y un poco por el exceso

de alcohol, se balancea sobre los pies y Tito la afirma del brazo. Ya te curaste, Rosario, le

grita alguien y el grito se escurre entre los vidrios de la puerta, se va rebotando en las

paredes y lo alcanza a escuchar Beatriz. Lo recibe en su silla de ruedas, oculta en el

claroscuro que se forma en el pasillo que une la cocina y el salón. La voz extremadamente

alta de Rosario, intencionalmente fuerte para que sea escuchada en toda la casa, me lo

confirma. Beatriz intenta taparse los oídos, quiere abstraerse de las palabras que se

pronuncian a medias en el salón, se desespera porque no puede evitar que los ecos se

repitan y retumben en torno suyo como un torbellino de pesadillas que no puede olvidar: el

Abuelo la mira con los ojos enrojecidos, le habla con la lengua traposa: “Tú, Beatriz, no

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debes parecerte a tu madre. Ella es una inválida, una puta paralítica. No viene a la casa

porque se anda acostando con cualquier hombre por ahí, pegándose cualquier enfermedad

cochina. Tú, Beatriz, tienes que ser una mujer decente”. Y el grito de Rosario, ¿curada, yo?

¡Ni lo sueñes! ¡Ya me voy a emborrachar de veras, se le atraviesa en el pecho, le despierta

los temores incontrolables de la mano y la tensión se le sube a la cabeza. Un estado

semejante a la ebriedad, la posee. Yo no la veo. Pero sé que está ahí, en el pasillo,

acechando el desenvolvimiento de los hechos. Ella lo vigila todo, cada acto, cada palabra,

cada mirada que se cruza ahora en el salón, ella las registra, las transforma en argumento;

poderoso de sus obsesiones, lo sabia, lo sabía una muchedumbre informe y sin costumbres,

se repite en un silencio que prácticamente es un aullido que se transmite a través del

movimiento continuó de las ruedas de la silla. Ella vigila, pero ya no puede, controlar. Por

un momento has tenido esa intuición, Beatriz, la has percibido en el alcohol que emanan las

palabras pronunciadas en el salón: I top drinking, father, please. Pero nadie te hace caso,

Beatriz, y las botellas se van abriendo, consumiendo y deshaciendo en una mecánica

incausada que sólo yo comprendo, porque insisto con mi mirada que simula la felicidad

para que sigan tomando y bailando y cogiéndose las manos con discreción mal ocultada,

mientras un disco desconocido, moderno, chillón y eléctrico, I need you, I need you, I need

you, conecta a los muchachos con el frenesí de la aventura y comienzan a mover sus

cuerpos pesados, sus cabelleras escuálidas, sus rótulas crujientes, en un espectáculo

disonante con la seriedad de los trajes de solapas angostas y los nudos triangulares de las

corbatas.

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Pero el whisky ha consolidado su magia: las niñas bebieron a desenfado y algunas,

sí, unas pocas muy precisas, se levantan la falda como jugando. Rosario lo hace, pero ella

no juega. Sus muslos que se mueven vertiginosamente me sitúan en el ámbito perfecto de la

realidad irrepetible. Es evidente, las dudas se despejan. El tiempo no pasa en vano. Rosario

va cruzando sus piernas y el movimiento yo lo dirijo con mi mano derecha apoyada suave y

firmemente en su espalda. Ya nadie baila. Tito nos mira borracho desde una silla del

comedor. Rubén se ha quedado dormido en el sofá y juraría que el Pera de Agua, en el

sillón de la esquina del living, besa el cuello de Helena. Sin embargo, no aseguro nada. Los

rostros y las formas inmovilizadas se pierden en la oscuridad de los rincones. - Sólo

Rosario y yo. todavía bailamos y en el momento que la música toma aliento para seguir con

mayor intensidad, incrusto arrabaleramente mi pierna entre los muslos de Rosario. Su

espalda se quiebra, el pelo le cae libre, los ojos miran el techo y yo siento toda la potencia

de mi brazo dominando el cuerpo de Rosario. Un movimiento simultáneo se produce

entonces al iniciar el nuevo giro, descubro los ojos de Tito que penetran la intimidad del

baile. Acto seguido, toma la mano de Marité, que está medio marcada y se retira. Antes de

salir, en voz muy baja, nos dice, la fiesta estuvo estupenda, Benjamín.

Los muslos de Rosario todavía son poderosos mi brazo tiembla incontrolado al verla

circular por los contornos del salón guiada por la mano de Tito. Un dolor me aprieta la

garganta. Es algo así como un alarido a mitad de camino, es la premura por la inevitabilidad

de los sucesos. Alguien, una mujer, Marisol tal vez, se ha sentado a mi lado y acaricia mi

pierna. Todo resulta demasiado perfecto. Tu presencia, Beatriz, es imperiosa. No basta con

que estés recluida en actitud dolida en el pasillo. Tu orgullo agredido es el gran sacerdote

117
de esta ceremonia. Debo llamarte, es necesario. Está visto que Rosario se ha dejado llevar

por sus intereses inmediatos, como siempre, ha perdido el sentido de la trascendencia, la

plenitud de la tragedia.

El sonido gutural inmovilizó todos los movimientos y Rosario se puso pálida.

¿Había sido cierto? El asombro compartido en medio de la embriaguez no dejaba dudas.

Benjamín había expresado un sonido, una especie de aullido sordo, una llamada

indescifrable.

-¿Qué pasa, Benjamín? Me rodean, me miran con extrañeza, casi con espíritu

científico. Ahí están todos los rostros conocidos. Me torno un segundo para reconocerlos,

El Pero de Agua ha olvidado su mano en la cadera de Helena, Marisol me presiona el muslo

y Marité se acerca para tomarme una mano.

-¿Qué te pasa? Sólo faltas tú, Beatriz, que has escuchado el alarido, y, sin embargo,

no te haces presente. Hago gestos con las manos, las abro y las junto, indico con un dedo la

silla donde está el acordeón. Lo voy a tocar, Beatriz, voy a ir dejando correr las notas que

Gina me aplaude, voy a producir aquellos acordes que marcan el ritmo exacto de la

ignominia.

- El acorde , - exclama alguien.

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- No - grita Rosario. Y yo aúllo. En la penumbra veo Cómo se van poniendo

blancos, luminosos de miedo, aterrados ante, la nueva realidad que los enseña mi grito, la

vibración dolorosa de mi garganta que no cesa. Tendrás que venir Beatriz, estás obligada

por lo perentorio de mi llamada. Debes ver cómo Rosario ha sentido miedo, cómo se ha

puesto pálida y se resiste a pasarme el acordeón. Ella ha descubierto mis intenciones. Ahora

debiera correr a buscar mi libreta de apuntes y entregármela. Es su única alternativa. Así

me va a cosificar en el sin sentido de las cosas, escritas, me va a inmovilizar en la

mecanicidad de la imprenta despersonalizada. Eso necesito, Rosario, la inmovilidad, la

inexpresión más perfecta. Anda, corre a buscar mi libreta, sácala de tu escondite, tienes que

aceptar que deberás improvisar las reglas del juego.

- Quiere el acordeón – insiste Marité. - No.

Los rostros se separan un poco. El Pera de Agua ha sacado la mano de la cadera de

Helena y Rosario huye por la puerta de vidrio. Ha ido a buscar mi libreta. Mi orden,

sostenida por la prolongación de las vibraciones, se cumple. Ahora sólo falta que venga

Beatriz, ¿has entendido? Tú tienes que arrastrar la silla y aparecerle por la puerta que

Rosario dejó abierta.

Al entrar Beatriz, los muchachos terminaron de abrir el círculo. Mamá avanzó por el

corredor humano sin mirar a nadie. Tu vista aparentemente se concentraba en el

descubrimiento de los rasgos precisos de mi alarido que ahora es discontinuo. La imagen

punza tus sentidos agotados: los marinos, paralizados por el aullido gutural y discontinuo

119
del santo anciano, dudaron en emprender el asalto a los sagrados templos de las virginales

doncellas. Sólo el valor inaudito del joven oficial Littleford los arrancó de marasmo.

-¿Qué quieres, Benjamín?

Abro los brazos e indico con un dedo la silla donde reposa ansioso el acordeón. El

mensaje es tan evidente que Beatriz duda. Quiere el acordeón, alega Tito, es el símbolo de

su alegría. Mamá no lo mira apenas le responde con un desdén entre dientes, -¿Por qué no

se lo pasan?

Alguien le explica que es por Rosario. ¿Qué pasa?, preguntas, sintiéndote

repentinamente inserta en un juego que habías olvidado sumida en el claroscuro de tus

obsesiones. El instante es crucial. Deberás aceptar o rechazar una situación que reconoces

peligrosa. El sable del Abuelo pende flojamente sobre tu cabeza. Inútilmente tratas de

evitarlo y mueves las ruedas de tu silla con desesperación. Levantas a duras penas el

acordeón. Las venas se te hinchan en el cuello y te ves humilladamente trabajosa. El

esfuerzo te aniquila. El tiempo te ha alcanzado y Rosario ya vuelve agitando mi libreta de

apuntes en su mano. Su grito te derrota.

- Déjalo, Beatriz.

El acordeón cae. Una a una, dolorosamente, se desprenden las teclas y los botones.

El fuelle se parte herido. En la sangre intangible vas contemplando la disolución de la

120
última oportunidad que tuviste para deshacer lo hecho, para revertir el tiempo que ahora el

miedo te hace sentir amenazante.

Beatriz observa el acordeón roto a sus pies y los temblores de sus manos se

generalizan en todo el cuerpo. El esfuerzo ha terminado con sus posibilidades de

resistencia. A mí también me duelen tus temblores, mamá. El Abuelo me ha dejado una

pesada carga de herencia, más débil que nunca, el sable pende sobre tu mirada ciega.

Alguien sacó a Beatriz del centro del salón y levantó el acordeón. En la libreta pedí

los tangos, las viejas canciones que como un reloj implacable marcaban el ritmo de los

hechos. El viejo bandoneón abre triunfal sus fuelles y la orquesta nocheriega lo acompaña

con lentitud. Las notas me pertenecen: "lástima, bandoneón, mi corazón...”. Y bajo la

melancólica suavidad de la canción, veo la cara descompuesta y crispada de Beatriz.

Cuando Tito la empujó hasta el rincón donde alguna vez hubo un jarrón de porcelana china,

ella estuvo a punto de lanzar un grito. Lo ahogó a medio camino. Sin embargo, tras la

lentitud del bandoneón y la aspereza de los pies que resbalan sobre el parquet, reconozco la

voz aguda de Beatriz que ordena y estigmatiza a los seres que una y otra vez pasan delante

de ella. La silla no se mueve, los brazos le cuelgan blandamente, ha desaparecido todo

signo de tensión en su cuerpo. Sólo sus ojos, sus pequeños ojos claros cada vez más

dispersos en medio de las arrugas, han adquirido una intensidad cercana al odio o el amor.

Es difícil precisar qué mira, podría ser la mano de Tito que coge la cintura de Rosario y la

empuja hasta transformar las dos siluetas en una identidad; podría estar mirándome a mí,

dirigiéndome mensajes secretos que quizá por primera vez no son órdenes sino preguntas

sin respuesta; también podría tratarse de la postrera añoranza del Abuelo, de la súplica

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impotente a un ser que se ha transfigurado hasta perder sus propios contornos. Es difícil

precisar qué mira Beatriz. Es probable que simplemente contemple el tiempo. Ahí, en su

rincón, arrojada como un desperdicio, obligada a situarse en el centro de la oscuridad, es

posible que mire el tiempo. Si, eres una anciana, Beatriz, y es justo que te detengas en el

tiempo. De tratarse de otra persona me movería a la compasión. Pero eres tú la que estás

ahí, tú sentada como siempre en la silla de ruedas, tú sintiendo los mismos dolores que yo

siento, tú temblando como yo tiemblo. No puedo compadecerme, Beatriz, me repito

demasiado con tu presencia, viéndote ahí voy difuminándome en tus propias formas y me

pierdo. ¿Acaso no lo entiendes? Cuando revisas tu libreta negra donde llevas la cuenta de

las joyas que has tenido que vender para poder seguir viviendo sin recurrir al usufructo

humillante de los bienes de Florencio Cruz, que te pertenecen, no haces sino conseguir que

yo revise y revise los cientos de pesos y escudos que sin asco he recibido de manos de la

antigua llamara que durante años fue la concubina de papá. Me debes mucho, Beatriz,

demasiado. Y es peor, porque no te das cuenta. Ahora, mientras miras el tiempo, ves tu

pequeño cofre cada vez más vacío, ves la suma exorbitante que gastaste en este

cumpleaños, pero no ves a la Gina ni a Florencio Cruz saliendo borracho por la puerta de la

casa ni a los hombres que ahora bailan en el salón que conocen por primera vez. No sé qué

puedes estar mirando, Beatriz, y, sin embargo, tu presencia me hiere más que la forma

descarada en que Rosario y Tito se refriegan. Ellos saben que los estoy mirando, saben que

me duele la impotencia. Pero no son crueles. Ellos me reconocen. Lo que hacen no es más

que un juego, inocente, agobiado, falsamente frustrado. En cambio tú, Beatriz, sólo instalas

tu presencia en medio de mi hábitat de miedo, señalas sin piedad mis propios defectos, mi

propia derrota. Ni siquiera pienso en la parálisis. Es inevitable: tu madre la engendró en un

prostíbulo londinense y tú la repetiste en los albores del siglo y yo la culmino para siempre.

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Somos paralíticos, madre, no podemos engañamos. Pero tampoco es necesario mentirnos y

obviar sin más la presencia sutil de los acordes perfectos de este tango que voy entonando

en mi memoria y que repito junto con la voz varonil de Cardel. Así los cantaba yo, fíjate,

rodeado de prostitutas que me aplaudían y me festejaban, con los mismos gorjeos

insinuantes y decisivos. No, tú no puedes imaginar esa realidad y la anulas con tu presencia.

El tango es una ficción que mientras estés ahí será imposible retrotraer. Ya ni sé qué

podrías estar mirando, Beatriz, ni me interesa. Sólo una cosa te pido, date cuenta de tu

perfecta inutilidad.

123
12

ROSARIO SE HA SENTADO junto con Tito en el otro extremo del salón. Uno

podría decir que está cansada, un ingenuo incluso lo aseveraría. Pero yo domino la

situación, ahora más que nunca, ahora que sé categóricamente la inutilidad de Beatriz y la

posibilidad de mi sobrevivencia. Rosario bebe un trago de whisky y me mira de soslayo. Su

turbación me alerta sobre sus propósitos. Ella no puede ocultarme sus intenciones, porque

están insertas en la penumbra del salón y en la morbosa perseverancia que hemos puesto en

preparar todo para este momento. Sin embargo, la certeza de la proximidad de los sucesos

decisivos me alerta un poco y de mi mano se cae un vaso. El crujido de los vidrios pasa

desapercibido en medio de la música y de los embotamientos de los muchachos. Sólo

Beatriz y Rosario se han dado cuenta. Mi madre ha respirado profundo, por un momento ha

intuido su salvación. Rosario, en cambio, se ha preocupado, debe estar cansado en el sillón,

le dice a Tito, toda la noche sosteniendo el mismo ángulo de observación destruye a

cualquiera. Se levanta, camina hasta mi sillón seguida de Tito. El beso que deposita

etílicamente en mi boca me turba. ¿Otro aviso, una nueva advertencia? Sus manos me

aprietan la cara y me dicen palabras amorosas, ¿te has divertido, Benja? ¿Estás contento,

querido? La fiesta ha estado maravillosa, como antes, ¿te acuerdas? Estoy preso,

desconcertado. No logro encajar correctamente su actitud con la claridad de los propósitos.

La tensión se va apoderando de cada uno de mis miembros. Por un momento llego a creer

que he logrado una erección olvidada. Miro, desesperadamente miro a mí alrededor,

buscando en la oscuridad perturbada por el humo de los cigarrillos una respuesta adecuada

124
a la nueva situación. Pero sólo encuentro la rigidez tambaleante de Tito que se apoya en la

espalda de Rosario y me mira. No puedo discernir el acto preciso. ¿Es que acaso el tiempo

no ha transcurrido? Todo parece desmentirlo: las imágenes se vuelven pretéritas y

peligrosas; Rosario besa mi boca y yo respondo con fuego. Nos amamos, nos vamos

descubriendo en la soledad de nuestra noche nupcial. Lo que antes sospechamos en el

sillón del living de su casa, lo que intuíamos en medio del pánico de lo fugaz, ahora, solos

en la quietud del departamento, lo convertimos en canción, en desenfreno pasional, en

caricias que repetimos y repetimos como si por primera vez las conociéramos y, cubiertos

por la oscuridad de la pieza, nos reconocemos simplemente como siluetas que

repentinamente se han delineado. La noche lo puede todo: Rosario, ¿eres virgen? Te

sorprendes, da la impresión que no has entendido mi pregunta, la inexistente palpitación de

tu vientre se sonroja, tiembla, ¿por qué lo preguntas? No respondo. Las palabras flotan

difusas en las penumbras de la noche. Ni tú ni yo poseemos las respuestas. Apenas trato de

explicar: en París, Rosario, ¿ahí no pasó nada? Las calles angostas llenas de mujeres no son

sino la ficción de una idea que no se ha realizado. Te he sido fiel, Rosario, digo

tímidamente. Yo también, responde con un poco de vergüenza. Cuando nos enamoramos

era virgen. Soy feliz, momentáneamente feliz. La virginidad no es igual a la pureza. Tu

beso lo confirma, lo aseveran las palabras amorosas que me diriges, es evidente en la

rigidez blanda de Tito. Pero no me duele, Rosario, he aceptado las reglas del juego y con

mis manos temblorosas cojo las tuyas. Parecemos amantes. ¿Quieres sentarte en la silla,

Benja?, me preguntas.. Y, yo lo comprendo todo. Exacto, buscas mi movilidad, has

comprendido que soy útil, que es preciso mi desplazamiento para unir los cabos sueltos de

esta noche. Sólo faltaría que me pasaras el viejo sable del Abuelo. Así yo quedaría

reducido al espectro ancestral del viejo y denigrado Littleford y podría cumplir su

125
sentencia. No puedo evitarlo, debo aceptar. Y cuando Rosario insiste en si yo quiero

cambiarme a mi silla de ruedas, muevo la cabeza asintiendo. Entre ella y Tito me cambian y

yo contengo la mueca de dolor, soy un Littleford, dignísimo.

Me desplazo estrechamente a lo largo del salón. La perspectiva móvil me revela

hechos nuevos. Efectivamente, el Pera de Agua besa el cuello de Helena y Marité se va

apegando peligrosamente al cuerpo del Incacola mientras bailan un tango. En el sillón del

fondo muy cerca de Beatriz, para que pueda vigilar sin esfuerzo, Rosario y Tito hacen

como que conversaran. Pero los ángulos repetidos que voy asumiendo me descubren la

verdad: Tito está en silencio. Desde el fondo de su borrachera, reforzada con un vaso de

whisky que siempre está lleno, intenta descifrar las palabras de Rosario. Pobre Benjamín,

dice, tan acabado que está, debe ser triste, tu vida, Rosario, teniendo que cuidar al pobre

Benja. Y si, Rosario cree que la vida es un poco triste, pero que, después de todo, una

siempre encuentra algo con qué conformarse, ¿no crees? La sentencia es acompañada de un

movimiento de ojos que podría significar múltiples realidades. Pero Tito quiere entender lo

que tú, Rosario, quieres que entienda. Por eso, ahí en el sillón donde están apretados sin

necesidad, va escondiendo las palabras y te habla a través de su pierna. La presiona y la

afloja sobre tu muslo semidesnudo y tú le respondes con una seña de escote. Pero tú no te

conformas necesitas sacralizar las intenciones con palabras mentirosas y dices que hace

mucho calor en el salón, que el humo acumulado te sofoca, te ahoga y le tienes tanto miedo

a los ahogos, a aquellos síntomas claros de tu imposibilidad que tratas ahora de remediar.

Sí, eso deberías contarle a Tito y sería más efectivo. ¿Acaso lo has olvidado? Benjamin, tu

madre nos quiere robar el niño, se lo va a apropiar y lo apellidará Littleford, y lo bautizará

como Hubert. Por eso no quiero que lo tengamos, porque ella se lo llevaría para siempre y

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nosotros desapareceríamos, ¿me entiendes, Benjamín? Vamos, Rosario, tu propia

humillación, tu esterilidad inconfesa te limita. Fíjate, mientras tú tomas suavemente la

mano de Tito y pasas tus uñas sobre su lomo, yo no desespero. Sé todo lo que va a suceder,

ni siquiera es preciso que ocurra. Podría describirlo paso a paso: se levantarán y harán un

comentario en voz alta sobre la temperatura insoportable que hay en el salón. Luego le dirás

a Tito al oído, como en secreto, pero lo suficientemente fuerte para que Beatriz y yo lo

escuchemos, que bajo los abedules que el Abuelo plantó el primer domingo de marzo de

aquel año la brisa refresca y clarifica. Luego desaparecerán a través de las puertas de vidrio

que conducen al jardín y las siluetas se irán perfilando a través de los transparentes

cuadrados de la puerta. Yo dejaré de verlos en ese momento. Pero tú sabes, Rosario, porque

este momento lo has preparado largamente, que yo utilizaré mi movilidad y haré chirriar las

ruedas de mi silla, hasta situarme junto al frío del vidrio. Entonces lo veré todo en sus más

mínimos detalles, a medida que se alejan los contornos se van fundiendo en la oscuridad del

jardín. La atmósfera vegetal los envuelve y los movimientos vitales se manifiestan

exclusivamente a través de sonidos. Se establece la distancia necesaria. Estoy en el sitial

exacto de la observación objetiva. Escucho la palpitación ansiosa de Rosario y la voz

calmada de Tito. Por un momento ella ha tenido miedo y quiso volver, la detención de los

pasos me lo reveló. Y yo también me detuve. ¿Acaso todo se revertía y lo preparado se

tornaba fútil? Los crujidos de la tierra bajo el peso de los cuerpos me aliviar Han

continuado el camino. El suceso ya parece ¡inevitable! Una extraña inquietud me consume.

No es miedo, no es vergüenza, ni siquiera rencor. Soy consciente de la inevitabilidad de

este momento. Incluso lo deseo, lo necesito. Pero crudo del grado de conciencia de Rosario.

Ella se detuvo porque no tenía la certeza de que yo estaba pegado al vidrio de la puerta

escuchando sus desplazamientos y que Beatriz, que lo vigila todo, aprehendía la ignominia

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siguiendo mis alteraciones. Por suerte Rosario eligió a Tito.. Y él no podrá resistir la

juventud virgen de Rosario, la vitalidad de su cuerpo que hace meses no se esfuerza.

Ahí se detienen nuevamente. Las siluetas, apenas delineadas, se funden, en una.

Están muy juntos y los jadeos dudosos, las preguntas de temores, ¿Y Benja?, los acertijos

irresolutos del tiempo que no ha transcurrido, ¿pobre Benja?, y las interrogantes ancestrales

que en medio de la ebriedad no se perfilaron, ¿será justo?, ahora se definen con cruel

incertidumbre. No se atreven, no quieren cometer el Pecado Mortal, los Demonios y el Mal

que pululan por la casa acompañando al Abuelo interfieren la consecución de la ignominia.

Es necesario que yo haga algo. Sólo yo, que domino el mundo abigarrado de las sombras

que habitan esta casa, puedo impedir que el Diablo y el Cuco amancebados grotescamente

eviten que se consume el Pecado. Con mi mano temblorosa quiebro el vidrio que está frente

a mí. El ruido es estrepitoso, pero sólo lo escuchamos Beatriz y yo. Los demás muchachos

están demasiado ocupados en sus anécdotas cotidianas y en la sordina del whisky que es

interminable. Sin embargo, un hecho trascendental ha ocurrido, el crujido desgarrado de los

vidrios rotos se expandió por el jardín y las siluetas indecisas lo escucharon. Bajo los

abedules que el Abuelo plantó hace tantos años un primer domingo de marzo se consumo el

abrazo.

No me desespero. Soy dueño del secreto de tu esterilidad, Rosario. Ahora podrías

salir con Tito al jardín y provocar el hecho apocalíptico. Incluso me atrevo a decir que es

perentorio que lo hagas. Sí, Beatriz debe observar con precisión el ámbito de la ignominia.

Tú serás mi instrumento de liberación, Rosario. ¿Cuándo preparabas minuciosamente esta

fiesta, cuando te desnudabas insaciable e intocable frente a mis ojos, comprendías que eras

128
un mero objeto de mis intenciones? Es triste pensar que ahora podrías salir con Tito al

jardín, instalarte bajo los abedules y cometer el Pecado, y yo no desesperaría. Porque no

desesperé cuando vi que tu mano pasaba sobre el lomo de la mano de Tito ni cuando dijiste

en voz alta que el calor te sofocaba. Quizás sentí un poco de inquietud. El sufrimiento de

Beatriz me inquieta. Es demasiado parecido a mis sufrimientos, demasiado idéntico. Y si

ella no estuviera en un rincón de este salón vigilando todo, lo más probable es que yo

hubiese sentido celos. Pero su presencia me anula, me llena de odios inconfesables e

incomprensibles. Tú eres la responsable, Beatriz, y Rosario tu, víctima inocente. Sí, eso es

cierto. Ella no es sino el objeto de nuestra propia inutilidad. Eres inocente, Rosario, y me

duele verte volver del jardín con la cara roja, ruborizado del placer y la culpa, derrotada en

el instante que has conseguido saborear el éxtasis del objetivo alcanzado. Es tal tu

vergüenza, "un Littleford no peca jamás, Rosario", que ni siquiera observas que mi mano

sangra cortada por uno de los vidrios de la puerta. Yo también evito que me descubras, no

necesitas mirar mi herida, al menos no todavía.

Quizás Beatriz debería ver la sangre, este líquido grueso y multiforme que se

escurre con dificultad sobre la piel. Me las ingenio para llevar mi silla hasta su costado.

Mientras atravieso la cortina de humo y penumbra que nos separa, te reconozco, el gesto

adusto como reconcentrado me detiene un segundo. Benjamín, Florencio Cruz ha muerto.

No quiero que vayas a su funeral. Yo tampoco quiero ir. El féretro es demasiado negro y las

imágenes mortuorias me persiguen y se impregnan en mi retina por mucho tiempo. Ya sé

que ni el amor ni el alcohol las espantan. Vuelvo al departamento abatido, Florencio Cruz

ha muerto y su ataúd se enfría en las frías salas del sanatorio. No es necesario conocer el

129
veredicto médico para adivinar la causa cirrosis aguda o tristeza irresistible. Yo podría

morir de igual manera. Somos demasiado iguales el uno al otro, si arrastré por este mundo

la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, ¿por qué cantas ese tango después de

tanto tiempo, Benjamín?, me pregunta Rosario que prepara algo en la cocina. Me demoro

un poco en encontrar las palabras. Siempre son difíciles las denominaciones, siempre uno

se obsesiona por no hallar las definiciones taxativas. Es inevitable: la realidad es demasiado

aleatoria como para encasillarla. Por eso mi respuesta es del todo ambigua: mi padre,

Florencio Cruz, ha muerto. Rosario corre hasta el living. Seguramente espera encontrarme

destrozado. Pero yo sólo estoy cantando, bajo el ala del sombrero, cuántas veces

embozada, una lágrima movida yo no pude contener. Vas a ir al funeral, me imagino.

¿Cómo explicar el cajón negro con sus fantasmas acechándome? Debería ir, es cierto, pero

le explico que mamá me ha pedido que no lo haga. Entonces Rosario asume su vigoroso

papel de conciencia alerta tienes que ir, Benjamín, gracias a él hemos podido vivir más o

menos decorosamente estos años, ¿no te das cuenta que si no vas lo perdemos todo? El

argumento es poderoso. No hay alternativas: en mis diez años trabajando en el Banco no he

logrado ningún ascenso. Así descubro tu rostro adusto y severo, Beatriz, las formas rígidas

de tu orden implícitas en cada uno de tus actos. Al pasar junto a mi lado, como si te hiciera

un cariño, paso mi mano temblorosa sobre la tuya y la forma en que crispas tu cara me

indica que ya has sentido la tibieza del líquido sobre tu piel. La imagen es portentosa: los

exaltados marinos, cegados por la fosforescencia, no atinan a desflorar las vírgenes

siluetas femeninas que les ofrecía el joven oficial. ¿ls true, father, o es un efecto de tu

borrachera? Pequeñas sombras que se proyectan a través de los vidrios de la puerta del

salón me revelan la presencia del Abuelo y de Beatriz. Su silla chirrea de un costado a otro

y yo veo desplazarse su sombra a través del haz de luz desconcertante. lt isd’t true, father,

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me mientes porque estás borracho. Y en medio de la morbosa oscuridad desde la cual te

observo, Beatriz, descubro tus intenciones. Abres una nueva botella de whisky y se la pasas

al Abuelo. Tus órdenes son terminantes, bebe, bebe para que calles. Es un intento

desesperado por ocultar la historia. Pero yo la detengo y la cristalizo en la penumbra del

miedo que me envuelve. Y ahora te la recuerdo, Beatriz. Tú has percibido la imagen en

medio de la tibieza del líquido que se solidifica en tu brazo. La visión no ha huido nunca:

los huesos del anciano crujieron al penetrar el frío metal, que inmortalizó el joven oficial

Hubert Littleford. Sí, Beatriz, Rosario es inocente. Sólo tú eres culpable, yo debo recuperar

la fertilidad perdida.

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13

PRÁCTICAMENTE ya no falta nada para que esto termine. Todas las cartas se han

tirado sobre la mesa y sólo resta definir quién es el ganador. ¿O a lo mejor no es necesario

que se defina un ganador? Es posible. Los muchachos están demasiado poco interesados en

que los hechos se patenten. Quizás sólo nosotros tres, Beatriz, Rosario y yo, hemos

participado de la contienda. Es posible. Aunque no estoy muy seguro: existe un cierto clima

de complicidad en el salón. Me he fijado en cómo Helena y el Pera de Agua se acarician

casi en las barbas de Beatriz; Tito cada cierto tiempo empuja su silla de ruedas y ella no

puede consolidar un lugar; Marité simuló tan verídicamente un stripease que sus senos

fueron alabados por todos y las muchachas tuvieron tiempo de verificar que efectivamente

se le han caído bastante. Creo que debiera pensar que todos se han confabulado para

realizar plenamente esta fiesta. Pero sin duda que Tito es el que mejor se ha portado,

cuando estábamos en medio de la fiesta, bailando unos tangos, que de veras deleitaban,

tomó a Rosario de un brazo y la condujo al jardín. Eso no hubiese sido extraordinario sí no

es porque antes de salir se lo comunicó a Beatriz. No me cabe la menor duda de que él se

ha integrado totalmente a este juego. Y eso es bueno porque la consumación es más

definitorio.

Sin embargo, hay un detalle que podría echarlo todo a perder. Beatriz está

demasiado humillada. Los mil argumentos con que ha ido cubriendo de mentiras su vida le

obstruyen peligrosamente su capacidad de recordar. Y la imagen debe estar pura, sacra,

endiosada. Es necesario seguir ordenando las sombras. Sí; ya nos hubiésemos situado en el

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centro del miedo y la oscuridad, no habría problemas. Pero los cigarrillos se encienden y su

luz difumina los encuentros; para abrir las botellas de whisky se recurre a una lámpara; los

muchachos se sofocan y abren las ventanas permitiendo que los faroles de la calle

distraigan la penumbra.

Rosario está abatida y casi no responde a las caricias clandestinas pero evidentes de

Tito. Por un momento sospecho que ha claudicado. Ella siempre ha creído que el Pecado

Carnal; es suficiente y se siente segura. No ha sospechado que su acto sólo ha dado inicio a

los sucesos, que su fuga largamente planeada no es, más que el comienzo de hechos mucho

más decisivos. Ahora no puedes retroceder, Rosario.

Para acelerar los acontecimientos y evitar que el cansancio y el tedio aniquilen los

ímpetus, tomo mi libreta de apuntes y escribo, con letra de imprenta para no dejar dudas,

para evitar equívocos AHORA LOS MIMOS. Con un gemido sordo, ventral, nacido de mis

propias ansias, llamo la atención de alguien. Una sombra se acerca hasta mí, es Marité.

Todavía tiene su blusa abierta y su cercanía me revela sus senos. La sola proximidad del

acto supremo que viene me hace recuperar mi potencia y recobrar mi utilidad y una

erección olvidada vuelve en medio de las sombras. Cuando ella intenta colocar su mano

entre mi camisa; la detengo, dominando el temblor amenazador que me posee. Deposito

con fuerza el mensaje en su mano y espero que lo lea. ¿Quieres jugar a la mímica,

Benjamín?, me pregunta. Con un movimiento de cabeza asiento. Marité se ha puesto

dichosa y me besa en la boca. Eres estupendo, Benjamín, lástima que estés así.

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Muchachos, anuncia solemne hinchando el pecho y haciendo más evidente la

desnudez de su busto, Benjamín, como siempre, ha tenido una idea brillante ...

La exclamación fue unánime. Sólo Beatriz y Rosario no se manifestaron con

desbordes. El Incacola, que durante toda la noche asedió a Marisol, tiró el vaso con whisky

al techo y el líquido, cayó en la alfombra; Tito lanzó su grito de guerra: porque es un buen

compañero, porque es un buen compañero, el Pera de Agua saco sus manos del sexo

húmedo de Helena para aplaudir, Marité me volvió a besar y nuevamente recordé la vieja

erección que me potenciaba. Sólo Rosario y Beatriz no se desbordaron. Pero estaban

levemente alegres. Mi madre debe haber creído que todo volvía a los juegos de infancia, y

Rosario no tuvo tiempo de adivinar el curso de los sucesos. Sentí la plenitud del dominio de

la situación. Y para hacer más absoluta mi sensación, llamé con una mano a Tito. A mi lado

la hice leer un nuevo mensaje.- Dirige los juegos. Que empiecen luego. El número final me

pertenece. Lo haré contigo.

Como en los viejos tiempos, Tito será como el gran animador de la alegría.

Organizó los grupos, les distribuyó sus turnos, les fijó el tiempo para preparar los temas.

Los primeros en actuar fueron el Incacola con Marisol. Los muchachos descifraron

el significado de la mimica en tiempo record y los aplausos premian su buena actuación. Y

Rubén, sin duda dolido por la derrota, asegura que el error fue haber propuesto un

argumento demasiado clásico y, por lo tanto, vulgar.

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Creo que tiene razón, a pesar de que no he puesto mucha atención a la

representación. Me preocupa mi propia mímica, que no será tal, sino una verdadera puesta

en escena, en la cual la dificultad será mayor: utilizaré el lenguaje, construiré diálogos y

sentencias que serán los principales indicios de una fábula que todos deberán interpretar.

Voy redactando la historia en mi libreta de apuntes. La exaltación que me embarga es tan

grande, y la sensación de plenitud tan magnífica, que logro dominar completamente el

temblor de mi mano y los personajes comienzan a cobrar vida lenta pero inexorablemente

en el papel.

Apenas logro ver la representación de Rubén y Mónica: se trata de una historia

detectivesca. Es en extremo obvia. Viéndola de soslayo intuyo toda la dimensión de su

factura. Me despreocupo de los movimientos, teatrales que se despliegan en el salón y

mientras observo el asombro de Beatriz ante los gestos simples e inusuales, la inspiración

de la penumbra va guiando mi mano serena: debe ser un episodio épico, enaltecedor, donde

los valores supremos de las bases de nuestra civilización se encarnen de tal manera que sea

imposible discernir qué es lo abstracto y qué lo concreto. Pareciera que lo logro. Mi mano

discurre movida por la certidumbre de que las cosas llegan al punto donde se resuelve toda

mi potencialidad.

Sin embargo, algo interesante me detiene: le toca el turno a Rosario. Lo hará junto

con Marité. Al principio los movimientos se confunden con la realidad. Dos mujeres

caminan por una calle angosta.. Al: parecer, hay mucha gente, porque saludan y, hablan

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hacia todos los lados. Sin duda, son dos chicas del barrio. Ahora fuman: . ¡vaya!, pero sus

cigarrillos son especiales. Son largos y demasiado delgados, ¿Qué será? una operación

manual lo resuelve todo: Rosario dibuja en el aire un aparato largo y fino en cuya punta

coloca otro objeto cilíndrico que parece cigarro. En efecto, las mujeres fuman en largas

boquillas. Y ya casi no quedan dudas: : se, trata de prostitutas parisienses. El contorneo que

- por un instante me confundió con la realidad- se transformó en una ondulación grotesca

que disipó todo el panorama. Ahora es preciso aclarar él desarrollo de los acontecimientos:

algo ocurre, en el vientre de Rosario, sí, efectivamente, espera familia. Ha quedado

embarazada. Pero es imposible, dice su compañera, porque tú eres virgen. Sin embargo, el

bulto que se esconde bajo sus senos que están sobredimensionados, no deja dudas. Espera

un hijo. La alegría del rostro de Mónica es incontenible, y grita: Rosario espera un hijo. Un

Littleford, piensa Beatriz, es mío. No, no, no. Aquí hay un error, dice alguien, Mónica está

equivocada: no puede ser que Rosario espere un hijo, porque Benjamín está impotente. Es

cierto. Soy un inválido y el argumento de alguien es irrefutable. Ellos lo aceptan, porque no

pueden percibir lo que yo percibo: están acostumbrados a razonar a la luz y no pueden

distinguir los detalles en medio de la oscuridad. Yo ya tengo claro el argumento. Rosario

me espera a mí. Yo penetré sin penetrar su útero en el momento que oprima mi cabeza

contra su estómago desnudo: entonces recordé mi potencialidad y descubrí con certeza los

propósitos de Rosario. Ahí la fecundé, porque sin mí no hubiese logrado realizar lo que ha

hecho.

Pero los muchachos se dan por vencidos y reconocen, en un acierto clarividente, que

no pueden descifrar la mímica de Rosario. Entonces, yo pongo punto final a mi argumento.

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Se lo extiendo a Tito para que lo lea y prepare todos los elementos de la escena. En una

orilla del papel puse con letras mayúsculas, para no dejar dudas: LO MÁS IMPORTANTE

ES QUE SAQUES EL SABLE DE LA PARED.

Lo primero que hizo Tito fue sacar el sable de la pared y pasármelo. Beatriz lo mira

y no cree lo que está viendo.

- Oiga, usted, ¡deje ese sable donde estaba! Al principio Tito no entiende y duda.

Pero Rosario, sin darse cuenta, resuelve definitivamente el problema. Se acerca a Beatriz y

le explica: Mamá, es para Benjamín, él lo va a usar: "Y el viejo sable será propiedad de mi

nieto Benjamín'; Tito me mira y yo le indico que siga adelante. Pero Beatriz no se ha

convencido y desplaza su silla y se aferra con las manos al pantalón de Tito: déjelo, no

tiene derecho... déjelo. Todos creen que la mímica resulta a la perfección, extraordinaria,

fuera de serie, excepcional, sólo que nadie puede descifrar la historia, ni siquiera Tito que

ahora empuja con violencia a Beatriz hacia un rincón y me entrega el sable. Rosario

colabora con la función: Mamá, es simplemente un juego, tranquilícese. Pero Beatriz no

logra calmarse.- los temblores se generalizan en espasmos llorosos que conmueven. Los

muchachos sugieren caminos. una madre despreciada por el hijo; una mujer abandonada

por el marido; una hija despreciada por su padre. Pero se equivocan: la voz de Tito los saca

del error y sus adivinanzas discurren por nuevos caminos: estoy sentado en mi silla de

ruedas que no es tal, sino un velero de elegantes líneas y contemplo el horizonte

interminable del mar. En rígidos movimientos ¡mito el vaivén de las olas. Pero de pronto,

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todo se detiene: el capitán ha divisado en lontananza un pequeño islote. Sin duda se trata de

la exótica isla que debe recibir a los rubios marinos.

El esfuerzo inicial me ha agotado. Por un momento creo que no seré capaz de

consumar la representación. Sólo la mirada encendida de odio y rencor de Beatriz me

anima a continuar. Tito pronuncia la orden de¡ capitán: "Que baje una escuadra de

reconocimiento". Entonces, yo ya no soy más el capitán, sino el joven oficial encargado de

la misión. Aquí el argumento se complica: ¿cuál es la misión de la escuadra?, ¿sería capaz

el joven oficial de llevarla a cabo? Difícil. Los muchachos no logran intuir el curso de la

historia. Beatriz, en cambio, tiembla. El tiempo, exactamente aquella dimensión humana

indescifrable, se le revela repentinamente, como si siempre hubiese estado cerca de ella. El

olvido se vence dolorosamente. Tito descorre el velo de la imagen. Los días de

navegación, la soledad del océano, la distancia irremediable de los lugares de arraigo

despertaron en los marinos que bajaron a la isla, y en el propio oficial a cargo de la

misión, los deseos largamente elaborados. Rubén comenta despacio. son imágenes

surrealistas, simbolismo puro. Pero él no percibe la dimensión concreta de la

representación. Ahora es Rosario, tratando de desprenderse de la embriaguez absoluta que

provoca la satisfacción de los sentidos, quien comienza a descubrir el curso de los

acontecimientos. Sí, Rosario, mientras me ves realizar torpes movimientos en el centro del

salón, vas hilando los cabos sueltos de la historia. Por eso tienes miedo y no quieres

pronunciar las palabras claves que conducirían irremediablemente a la consumación de los

hechos. Esto no lo tenías presupuestado y la incertidumbre cada vez menos incierta de los

sucesos te hace sentir pesadamente la presencia de las sombras. Yo escruto tu miedo sin

escrúpulos: tu temor ahora me es necesario y me alienta a desplazar mi silla y a cogerte de

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un brazo mientras Tito hace lo mismo con Marité y Helena. la oscuridad lo confunde todo,

y ustedes ya no tienen nombre sino que son simples cuerpos decorativos de una realidad

que debe ser completa y carnal. Es preciso arrancar del olvido la inutilidad de los conceptos

y transformarlos en presencias tan magníficas que se impongan por sí solas: "llama las

cosas por su nombre, Beatriz; no te engañes”.

Ya están prácticamente todos los elementos de la escena. Tito distribuye los roles.

ustedes - indica a las muchachas- son bellas doncellas vestidas mínimamente. La oscuridad

les impide protestar y comienzan a alivianar sus ropas. Ustedes, muchachos, acompañan en

una delicada misión de reconocimiento al joven oficial.

- Podemos continuar, Benjamin - me dice Tito. Entonces yo, en un gesto memorable

que quedó impreso para siempre en las afiebradas retinas de los muchachos, desenvaino el

viejo sable del Abuelo. Un silencio de expectación se eterniza en el salón. Desde la

profundidad del recuerdo escucho la voz aguda e imperativa de Beatriz reprendiendo al

Abuelo. father, olvide la historia, entiérrela. El Abuelo, en medio de su embriaguez, se

resiste: no, mi pequeña: ¿no comprendes que tu madre anda de cama en cama difundiendo

la parálisis? Y así fue como de generación en generación, solemniza Tito, la vieja familia

fue repitiendo en silencio el trágico sino filial.

-¡Basta, Benjamín! - grita Beatriz, enrojecida por el esfuerzo.

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-¿Qué pretendes, Benjamín? – reafirma Rosario. Con un gesto le señalo a Tito que

continué, que se pronuncie la palabra clave. Pero la atmósfera se ha cargado de enrarecidos

misterios y presagios. Los Demonios rondan, el Cuco rebota interminable en el corredor de

mi cuarto, y mi mano tirita descontrolada. Ecos y llamadas postreras, amenazas y alientos

dispares, sombras y siluetas que fluyen sin cesar me van acorralando en el centro del salón

donde los muchachos han desaparecido y los muebles se convierten en ataúdes y los ojos de

Beatriz, inyectados de dolor y miedo, se hacen omnipresentes gritándome que me

arrepienta, que deje ya tranquilo al pobre Abuelo, errabundo y acongojado. Cae el jarrón.

El ruido paraliza a Tito, que se queda con la boca abierta, reteniendo indefinidamente la

palabra clave, el nombre desencadenador de los sucesos. La realidad difusa del salón

comienza a perderse y adivino que los hechos deben precipitarse. Yo debo libertarme, debo

recuperar la inexistente identidad propia y desalentar las figuras que me reproducen y

destruyen: sí, ya no puedo volver atrás. Y en un esfuerzo encomiable, en un despliegue de

recónditas fuerzas, logro articular las palabras prohibidas: ¡Hubert Littleford es un asesino!

He perdido la capacidad de reconocer los sonidos. Existe sólo una voz que no

olvido- es mi propia voz que se repite en los labios de mamá cuando ella se abalanza en un

esfuerzo supremo sobre mi silla, y el sable, blandamente, cae sobre su cuello.

Santiago de Chile

Julio de 1978 - junio de 1980.

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