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DE BENJAMÍN
A mis padres
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”Si arrastré por este mundo
la vergüenza de haber sido
y el dolor de ya no ser,
bajo el ala del sombrero,
cuántas veces enibozada,
una lágrima asomada
yo no pude contener.
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PRIMERA PARTE
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carne, Niña, hay que adobarla bien y temprano para que el asado resulte, decía la anciana.
corría de un lado a otro de la casa, subía y bajaba escaleras, cerraba puertas, abría ventanas,
sacudía repisas, bajo la mirada rigurosa de doña Beatriz, que no cesaba de dar órdenes con
su voz en extremo aguda, pasa el paño, Niña, que brillen las miniaturas de plata y las de oro
y esa de marfil que el Abuelo trajo de China, porque lodo debe resultar perfecto este día.
inflexible impuesto desde hace años por la señora Beatriz, ya que los pastelitos no se
cocieron a tiempo y la pobre Zunilda se atrasó con el almuerzo y justo un poquito antes de
servir llegó la camioneta con las cajas de whisky y fue necesario abrirlas y contar las
botellas, ¿cuántas,, Niña?, fíjate bien, que tienen que ser cincuenta, ni una más ni una
menos, exactas las cincuenta botellas de whisky que Benjamín había exigido para la
celebración de su onomástica número cuarenta y dos, y así tenia que ser porque las
iluminado por las dos lámparas de cien lágrimas y el terciopelo azul de los grandes sillones
debe lucir impecable como el día en que el Abuelo los trajo de sorpresa para una navidad, a
comienzos de siglo, convocando a la familia para que presenciara el trabajo de los hombres
sudados que 'bajaban penosamente el sofá de tres cuerpos y los cuatro sillones que se
distribuyeron a lo largo y ancho de¡ salón, donde han permanecido inalterables por los días
de los meses de los años gracias a la diligencia y esmero de la señora Beatriz Littleford de
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Cruz, que entonces era apenas una niñita de siete años y que, sin embargo, fue la primera en
colocar su primoroso trasero sobre los felpudos sillones, bajo la atenta mirada de su padre,
la señora Beatriz contempla con deleite la larga mesa del comedor donde reposan los vinos
las capas de tinto y blanco, y los cubiertos y los platos de porcelana auténtica que serán
asaltados en unas horas más por los amigotes de Benjamín, esa muchedumbre informe y
corrupta, sin presencia ni estilo, absolutamente vulgar, que se adhirió la familia con
ventosas por obra y gracia de la ingenuidad -¡vaya eufemismo!, piensa Rosario sentada
frente a su suegra- del pobre Benjamín, que entonces era tan niñito y tan inocente, Rosario,
y no tenía conciencia de su verdadera situación, ¿pero cómo hacerlo entender que ésa no
era gente de su clase si siempre fue tan obstinado? Estaba convencido que bastaba que
alguien se pronunciara contra la guerra para estimar a esa persona como decente. Se
lamenta, mueve la cabeza, trata de pasarse la mano temblorosa por la frente y no lo logra,
doña Beatriz, porque sus manos ya no le responden y aunque usted se resista a creerlo,
necesita de esa niña tonta y torpe para satisfacer sus más mínimas necesidades, sintiéndose
vejada y humillada a cada instante, sin poder olvidar que es un objeto inservible, un ente
inútil que además depende totalmente de la voluntad pequeña de esa pobre infeliz. Menos
ahora, sí, ahora es distinto porque se ha traído a Benjamin a la casa y aquí puede disponer
de él a su antojo y así volver a sentirse madre y necesaria, porque sabe que puede quedarse
sola nuevamente y no lo resistiría. Por eso ha tenido que hacerle concesiones a Benjamín,
por eso vendrán aquellos que usted llama muchedumbre, y por eso también se las ingenió
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para conseguir la caja de whisky con cincuenta botellas que exigió Benjamin
categóricamente en ese papel escrito con letra de imprenta para no dejar dudas: 50
Claro, todo esto no deja de ser una bravata; porque Benjamín sabe que cualquiera lo
puede levantar de su cama y puede instalarlo en el centro del salón, en aquel sillón especial,
también de terciopelo azul pero un poco más angosto y anatómico, para que quede cómodo
y no se canse, Rosario, y, por qué no decirlo, también para que no se note tanto su
desgracia.
- ¿Qué cosa, Rosario? -No se haga, señora Beatriz, si sabe que hablo de lo de
necesitaba, porque eras de su clase. Tú podrías haberlo levantado, lo tuviste todo en tus
de sus corruptos amigotes. Sin embargo, no fuiste capaz y debes reconocerlo, Rosario.
¿Acaso Benjamín no te ofreció toda su vida.? Sí, tienes razón, Beatriz, deberías
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inmutable al cual no permites que nadie tenga acceso, porque tienes miedo y sabes que
me has engañado y que ahora también dependes de mi, que una palabra mía seria suficiente
para que Benjamín te abandonara como ya lo hizo en una oportunidad. Por eso la anciana
odiosa de la anciana que en su silla de ruedas deshoja un calendario infinito que se debate
en la agonía de la pieza del segundo piso que da al jardín donde Benjamín, sí, el pobre
parálisis y de sus atrofias dolorosas, porque me duelen, me duelen tanto como las escenas
¿Quiénes vendrán ahora? ¿Será como la última vez? Difícil. El tiempo es inflexible,
deja su huella, las situaciones son únicas e irrepetibles. Aunque tal vez no. Hoy vendrán
los mismos de siempre. Estará el Tulio con la Mónica, su mujercita anónima llena de
sufrimientos; y Tito, sí, Tito también vendrá, aunque sea solo; lo mismo que Rubén y
Helena, y el Incacola Rubirosa y Marisol, y el Pera de Agua con Alguien. Sí, todos estarán
como siempre, con sus pequeñas anécdotas, que a Tito lo embromaran en el Banco y a
Rubén le protestaron una letra la del auto nuevo o la del televisor que compró para ver el
mundial, porque no consiguió abono completo. En fin, a lo mejor con el tiempo las cosas se
tornan más idénticas y yo seré incapaz de desprenderme del estático paisaje del jardín que
se extiende a lo largo de mi ventana con sus rosas inmaculadas y perennes y a los abedules
ondulantes y repetitivos que el Abuelo insistió en colocar en la parte del fondo, donde
termina la chépica; Ios abedules que se perpetuaron ahí, atrás, a pesar de que eran rusos,
porque son rusos auténticos, hombre, alegaba el Abuelo, se los compré a Varimovich, el
dueño de la sombrerería, que me aseguró su valor, no piense Mister Littleford que son
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bolcheviques, sino que provienen de la más pura cepa del Zar; los abedules que se
plantaron el primer domingo de marzo de aquel año, y la familia en masa, tíos y tías,
sobrinos y nietos, primos de primer, segundo y tercer grado, todo el mundo, hasta los
evento y fue el comentario obligado de la familia durante los quince días precedentes. El
teléfono de la casa no cesó de llamar ni un solo instante: aló, Beatriz, ¿eres tú, Maruca?, sí,
qué gusto, ¿te enteraste?, sí, por supuesto, y cuéntame, cuéntame, Beatriz, ¿cómo vas a ir?,
mamá frunce la boca, acaricia el mango de terciopelo azul de la silla de ruedas y dice
despacito, es precioso, Maruca, pero ni sueñes que voy a contarte cómo, porque será una
sorpresa, y la tía Maruca al otro lado del teléfono se pone un poquito colorada y se muerde
la lengua, porque así no tiene gracia si el vicio le da el dinero que quiere, por eso el vestido
que se pondrá Beatriz será maravilloso, Grosella, en tonos pastel y cuello de terciopelo, tú
sabes lo que le gusta a Beatriz el terciopelo y como la plata no le falta, habrá de ser de la
mejor calidad, Rebeca, un vestidito soñado en color tabaco oscuro que dicen importó de
Y cuando Rudecindo nos abrió la puerta el primer domingo de marzo de aquel año y
mamá atravesó adelante de todos nosotros el corredor que conduce al jardín, vi los rostros
anhelantes de mis tías y tíos y primos de primer, segundo y tercer grado, haciendo un
espacio reverente para que se desplazara la silla de ruedas. Y al fondo, donde termina la
chépica, aguardando, las espaldas anchas del Abuelo y su sonrisa de agrado apenas
disimulada al descubrir la llegada de mamá, que sin saludar a nadie avanza hacia el Abuelo,
porque lo primero es tocar sus mejillas rugosas que se expanden ampliamente, y se acerca
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hasta la silla, coge con delicadeza las manos de mamá y la besa embelesado en la frente,
despertando la admiración de la tía Grosella que insiste al oído de la tía Rebeca en que ya
testó. La tía Maruca les dice silencio, que ahora hay que saludar a papá. Se acercan donde
está el Abuelo con los brazos abiertos que encuentran el vacío porque el Abuelo grita
las piernas, los dedos se enredan entre sí, y mientras me acerco trato de memorizar si cada
disimuladamente me froto los zapatos en la parte de atrás de los calcetines, hasta que siento
sus manos grandes, velludas y rugosas posarse sobre mis cabellos y en la humildad
temerosa de mi vista agachada intuyo sus narices olfateando entre mis pelos y luego la
distancia escrutadora que resisto estoicamente, rígido ante la mirada severa del Abuelo, y
los brazos crispados de mis tías que todavía no pueden saludar al viejo y esperan con santa
paciencia a pesar que estoy segura, Rebeca, ya hizo el testamento y se lo deja todo,
pronunciadas con satisfacción, bien, bien, Benjamín, andas como un verdadero Littleford,
después de la plantación puedes jugar a tus anchas, te aseguro que testó a favor de ella,
insiste la tía Grosella, y recibe un nuevo susurro de la tía Maruca, ¡silenció!, ahora sí,
vamos a saludar, y comienza el desfile a pasar frente al Abuelo y a recibir el beso mezquino
y formal, rutinario como quien pone una estampilla, y todavía alcanzo a ver a papá que ni
siquiera pudo saludar al Abuelo porque a éste le bajó el apuro y decidió dar la orden al
jardinero para que iniciara la plantación de los abedules, en perfecta línea paralela al muro
del fondo, donde siguen inalterables frente a mis ojos, sin desgastarse con el paso de dos
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apellido traído por un joven marino inglés que llegó a estas lejanas tierras a tentar fortuna
con el salitre.
Sin duda son los mismos abedules. Más crecidos tal, vez, quizá más estáticos, menos
flexibles, pero, en definitiva, son los mismos abedules que plantó el Abuelo el primer
domingo de marzo de aquel año en que tuve por primera vez la noción del drama reflejado
en la mirada turbia de Rosario, mi prima lejana que fue mudo testigo de segunda clase de la
plantación milenaria de los abedules. Incluso hoy se repiten sus ojos cuando entra en mi
intuida apenas por el poder nimio de mi mirada. Me pasa la libreta de apuntes y, sin
por mamá: memorizo cada terno y cada camisa y cada corbata, trajes impecables hechos
con telas inglesas grises y azules y cafés, telas de distinta textura y procedencia, para
distintas épocas y ocasiones, telas por montones corno si tanta lana y tanto hilo pudieran en
un gesto mágico borrar toda la cruenta realidad de mi ser restringido a un bulto poco más o
menos decoroso según las circunstancias, pero bulto al fin y al cabo, un bulto al cual le da
exactamente lo mismo el traje que vaya a usar el día de su onomástico, porque nadie se
fijará en el terno inglés de corte perfecto, sino en las deformaciones de las manos y en las
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cicatrices que el dolor ha ido dejando en el rostro o en el súbito acabamiento de su risa que
dice tenía tan bonita, Benjamín que siempre fue un tipo tan alegre, ¿no te parece, Rosario?
Y tú, Rosario, que me miras sin variar la intensidad tenue y despersonalizada de tus ojos,
has escuchado mil veces estos comentarios y cada vez que entras a la pieza y me sacas
tampoco puedes obviar la realidad cruel del comentario y también recuerdas mi risa, mis
potencia prematuramente olvidada a pesar de tu belleza aún perfecta y excitante que, sin
ardiente de quehaceres cotidianos, de vestidos que comprar, de pinturas que ponerse, de mil
actividades para olvidar lo que no puedes, porque cada vez que entras a mi pieza
inconscientemente sacas la cuenta de los meses que han pasado sin tocamos siquiera, y
recuerdas los primeros tiempos después del veredicto definitivo de los médicos, cuando
rígido y como antes me tocabas y pegabas tu figura a mi lado con desesperación, con una
angustia que mis ojos delataban, porque también recordaban y sentían punzadas de
impotencia. Entonces mis manos eran torpes para suplir lo que tú anhelabas y soñabas y no
podías hallar, hasta que comprendiste que era imposible y sólo entonces aceptaste venimos
a esta casa que odias desde pequeña y siempre, incluso después de casados, evitaste. Pero
todavía te faltaba entender más. Tuvieron que pasar un par de meses para que decidieras
durante los almuerzos fueras poco a poco encontrándole razón, en efecto, señora Beatriz, a
lo mejor si Benjamin durmiera solo no saltaría tanto, sí, es posible que se pueda contratar
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una enfermera para que lo atienda de noche, nada mejor que una especialista, señora
Beatriz, le decías durante las once en la terraza junto al jardín, hasta que un día me sacaste
de la ventana y me lo explicaste todo paso a paso, con cara de congoja, con los ojos
nublados por el llanto que estaba a flor de piel, repitiendo constantemente, Benjamín, dime
si te parece bien o no, por favor, porque a mí me cuesta dejarte solo por la noche, y yo,
firmemente, casi dominando el temblor de mi mano, con letra de imprenta para no dejar
lugar a dudas, te contesté que NO TE PREOCUPES, ASI ESTA BIEN. Pero ahora no sé
Sí, Rosario, te voy a contestar y debo poner mis ojos terriblemente nostálgicos, porque
ruedas de la silla y me detengo junto a tu costado. Con mi mano más temblorosa que de
costumbre toco tu pierna, el muslo ancho que no puedo olvidar. Siento cómo se contrae
lentamente el músculo y cómo se trenza cada vez más a medida que subo, bajo tu falda, y tú
dejas caer tu mano golpeando la mía y siento el dolor, pero insisto y tú te corres hacia el
otro lado de la cama y con desesperación tomo el lápiz y escribo tratando de dominar el
temblor de mi mano y la “d” apenas se dibuja, al igual que la “e" y las otras vocales y
consonantes que nadie las entendería pero que tú, Rosario, si las entiendes, aunque yo no
hubiese escrito nada. Arranco la hoja y la impulso hacia la cama. No llega hasta ti sino que
queda a un costado. Tú te has dado cuenta. Ahora tienes que recogerlo y leerlo. Pero
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mínima distancia. ¿O acaso intuyes lo que he escrito y por eso te resistes? Te exijo con mi
vista, con mis ojos lastimeros, con la nostalgia impregnada. Y obedeces: coges el papel y lo
lees lentamente, vas palabra por palabra, Rosario, deteniéndote en cada sílaba, déjame,
Té incorporas y me miras, fijamente, sin personalizarte, casi con ira. Y ahora te levantas
y vas hasta la puerta, ¡no, Rosario!, no te vayas, ahora no. Y no te vas. Cierras la puerta con
mostrando tus senos todavía jóvenes, ¡no, Rosario!, ¿por qué? Detente. Sigues, ahora más
completa, abandonando el sostén sobre la cama ¿y tus calzones rosados con encajes,
desnuda y blanca avanzando hasta mi silla, diciendo para qué, para qué, Benjamín, y tomas
mi cabeza y la hundes en tu estómago, dónde siento la cercanía de tu vello público claro ese
olor a piel tersa, mientras insistes en voz baja: para qué, Benjamín, para qué.
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preparativos para el cambio de casa. Poco a poco, lentamente, pero de manera inexorable,
los roperos comenzaron a vaciarse, las sillas fueron embaladas, en la mesa sólo se utilizaba
incluso la de Benjamín, que pasó a dormir en una cama estrecha que se habilitó en el
sobrellevar la vida cotidiana durante un tiempo breve. El garaje se fue llenando de baúles,
se preocupaba de eso un rato, en las mañanas, después que Florencio Cruz se iba a la
oficina. Cerca del mediodía, luego de haber dado todas las instrucciones pertinentes, la
señora Beatriz se arreglaba frente al espejo de la pieza, un espejo ovalado y no muy grande
rato, hasta que la nana le traía el almuerzo y se tomaba sus sopas y sus jugos de fruta con
que le gustaba y dejar incólumes aquellos guisos blandos que la señora Beatriz insistía en
que tenía que tragar a pesar de que el estómago se le revolvía y en más de una ocasión
terminaba con los finos ingredientes devueltos grotescamente sobre el mantel. Benjamín
sabía que entonces no había nada que decir y tenla que partir a su pieza y meterse en la
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cama hasta el otro día. Pero cuando estaba solo con su nana, todo era distinto: siempre
Las tardes, sin embargo, no se diferenciaban mucho de las que pasaba en la cama.
Benjamín vagaba interminablemente por los pasillos desnudos, hojeaba algún Peneca y
miraba mucho rato a través del vidrio la calle. Ahí siempre había muchachos jugando al
los ubicaba, sabía que el morenito bajo de pelo hirsuto se perdería por la esquina, y que el
más alto, pelado al rape, se metería en la casa de muros rosados; el Luchitomario, sin
embargo, vivía en la otra cuadra y era el más grande de todos. También era el mejor para
jugar a la pelota y en los partidos que se organizaban siempre mandaba el juego y escogía
los equipos. Nunca perdía el Luchitomario en una oportunidad en que iban empatados y se
estaba haciendo de noche, un niño del equipo contrario al suyo iba a meter un gol, cuando
unísono, ¡penal, penal¡, encarando al Luchitomario, que los miraba despectivamente y con
la pelota en la mano la hacía elevarse le daba golpecitos con la cabeza y la volvía a tomar.
El muchacho que iba a meter el gol se levanta sobándose la canilla, se acerca hasta el
¿penal?, ¿quieren cobrar penal? Se notaba indignado, furioso. Pasa la pelota mejor, porque
espalda, y lo demás ocurrió todo muy de prisa, el Luchitomario que se abalanza sobre el
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revolcándose, y sólo se ven los brazos de Luchitomario que bajan y suben sin
Luchitomario se levanta y recorre con la vista a los otros muchachos: ¿alguien más quiere
cobrar penal? Nadie responde, el círculo se va abriendo y los muchachos se van retirando
hacia sus casas. En la calle sólo queda el Luchitomario, que se sacude las ropas, encoge los
hombros mientras saca un cigarro, lo enciende, y dando pitadas cortas se pierde de la vista
de Benjamín.
Sin duda, quedarse junto a la ventana y con- templar lo que ocurría en la calle era su
principal entretención. Pero también lo entretenía pensar lo que podría ocurrir allá afuera,
soñar que era como el Luchitomario, jugar al fútbol y a las canicas, trompearse de vez en
semanas que pasaron hasta que se murió fueron larguísimas. Al final mamá ya ni siquiera
iba a dormir a la casa: se quedaba donde el Abuelo. Dormía en una pieza que estaba junto a
la de Él, como si ya se sintiera dueña de la casa, Rebeca, decía la tía Grosella, estoy segura
de que el viejo ya testó y le deja todo a ella. Las visitas sociales de todo, tipo se habían
suspendido y a nuestra casa no venía nadie, porque te digo, Maruca, aunque no me creas, la
Beatriz no quiere que nadie vaya a su, casa, porque ya tiene todo embalado, incluso me
contaron que hasta contrató el flete, te lo aseguro, y en su caja de fondo debe tener
guardado el testamento, que lo hizo personalmente, no me cabe la menor duda. Y Ias tardes
eran interminables, sobre todo, porque es verano y las clases se terminaron y no viene la
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profesora particular ni tampoco la de acordeón. Y si no tengo tareas, no me dan ganas de
hacer nada. Hasta papá ha desaparecido de la casa y llega todos los días tardísimo,
paseándose con mujerzuelas por el centro, Rebeca, te lo juro, Heriberto lo vio a la salida
de la oficina el otro día y el muy desgraciado ni coIorado sé puso, incluso lo saludó y todo,
como si no fuera nada. Ahora, claro,; era una mujerzuelas, pero de lo más buenamoza. Y
no deja de ser justo, porque Florencio es un hombre y con la Beatriz, así cómo está, ¡es
difícil que paso algo!: ¿no crees? No pasaba nada, las tardes siempre iguales, sin
alteraciones, idénticas, inmutables, yo encerrado en la casa sin salir, porque pobre de ti,
niño, si llego a saber que has salido, decía mamá, y sus amenazas eran de temer. Pero tantos
días solo, tanto tiempo sin hacer nada, superaron mis temores. Un día, después de
Esperé que la Nana, empezara a escuchar su radioteatro, "Y ahora el espacio de mayor
sintonía", mirando desde la puerta de la cocina cómo la pobre vieja se sentaba en el piso
que no alcanzaba a contener su humanidad, "su programa favorito, con todo el drama de la
vida cotidiana", cómo se le iban cerrando los ojos, cómo empezaba ese ronroneo que al
final superaría el ruido de la radio, “la historia que usted pudo haber vivido”,
desplazándome con cuidado hasta el mueble desde donde colgaban las llaves, sintiendo que
el ronroneo se consolidaba, deteniéndome cada vez que se hacia discontinuo, hasta que tuve
en mis manos el manojo grande y por un momento temí que su tintineo despertara a la
Nana. Pero ella ya estaba atrapada por el monótono rugir de su pecho y yo pude atravesar la
cocina sin problemas y ganar el patio donde el sol me golpeó la cara. Tuve que detenerme y
apreciar el cerezo rojizo que contrastaba con un limón situado justo a su lado. Pero no había
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tiempo. El radioteatro duraba una hora. Y el terminar la audición y que la Nana despertara
era un acto único. Corrí hasta la reja y miré. No había nadie. La calle estaba solitaria y el
calor era intenso. Me dieron ganas de pararme en la mitad, de llegar hasta la esquina que
estaba sólo a unos metros, de ir hasta la casa rosada y preguntar por el muchacho del pelo
cortado al rape. Sin embargo, me quedé sentado en el lado de afuera de la reja, mirando
alternativamente a un lado y a otro. La calle era distinta viéndola desde sí misma que desde
mi ventana. Arriba, la perspectiva se hacía más plana, monocorde, sin rasgos. Ahora, en
piedra. ¿A qué hora vendrían? ¿Es la misma ansiedad? ¿Tendremos que volver a
conocemos? Rosario me coloca la corbata, trata de ajustarla bien pero no sabe. Mi mano
tirita de impotencia. Ella está hermosa, mucho más hermosa que hace un momento desnuda
frente a mis ojos. Puedo contemplarla sin la premura del deseo desesperado, sin la
por delante de la reja. ¿No me ha visto? Difícil precisarlo. Llega hasta la casa rosada y
sale el niño de pelo rapado. Dan gritos que no alcanzo a escuchar, van de casa en casa
saltando, empiezan a salir otros niños, ya son tres, cuatro, cinco, el Luchitomario que
también llega. Se juntan, forman un sólido grupo, una pequeña escuadra, y vuelven hacia
mi reja. Siento ganas de entrar, de esconderme atrás de un vidrio, pero los veo venir, sin
normas fijas, en una dinámica de movimientos dispares, riéndose, gritando, alguien trae la
pelota, le dan unos botecitos, la echa a correr, otros niños también corren, se hacen pases,
armemos los equipos, yo con el Luchitomario, ahora los escucho porque están llegando a la
esquina, alguien que haga los arcos, pero espérense un momento. La voz del Luchitomario
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cómicos, sí, qué divertido, es un marinero, marinerito, oye, tú, dice el Luchitomario. Yo,
lívido, inmóvil, descubierto por los ojos muy abiertos de los niños, un marinero, un
marinerito, mi camisa marinera que les llama la atención, mis pantaloncitos azules cortos,
las medias blancas con bombones en la parte de arriba, un marinero, un marinerito, oye, tú,
- Vivo acá.
Indico con la mano la casa que está atrás de la reja, atrás del Luchitomario que se ha
parado en la puerta, atrás de todos los chicos que me rodean y me miran descaradamente.
- ¿Eres marinero?
- No.
Me quedo callado. Vamos, marinerito, responde, o es que eres mudo. Sigo callado.
Siento una mano fuerte que me toma del brazo y me empuja. Con el movimiento cae el
manojo de llaves.
- ¡Vaya! Qué es lo que veo - exclama el Luchitomario- Es que ahí adentro tienen un
tesoro.
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El Luchitomario recoge las llaves. Me las acerca hasta la cara y cuando voy a tomarlas,
las retira.
- Dámelas - digo.
- Dámelas - repito.
Y exige el marinerito, qué les parece –Me mira con fiereza- Quítamelas, mijito rico.
Estoy rígido, paralizado. EI Luchitomario tiene las llaves a la altura de mis ojos. Basta
qué extienda una mano y las alcanzo, vamos, anda, quitámelas. Pero sigo inmóvil apenas
tengo fuerzas para decir dámelas, por favor, y sonríen, anda, marinerito, no ves que te las
están pasando, cada vez más cerca de mis ojos, ahí, muy cerca, y estiro la mano. El
Luchitomario las suelta antes de que yo las tome y caen al suelo. Me agacho y las patean,
salen disparadas hacia el centro de la calle, fuera del círculo que me acorrala. Los
muchachos hacen un callejón, al fondo están las llaves, tengo que ir a buscarlas, corro una
vamos, marinerito, aprende a correr. Veo cómo se desplaza el callejón, me levanto, ahora
camino hacia las llaves, los ojos me siguen, ya voy llegando, con más ánimo, grita alguien a
mi oído, si, repiten, con más ganas, y unas manos se apoyan con violencia en mis espaldas,
me contraigo, con ganas, mijito rico, y me empujan, otra vez la pierna, caigo frente a las
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llaves, a unos centímetros de mi mano. La extiendo, alguien la golpea, me duele, grito, sí, el
marinerito grita, y grita lindo, repite el grito mijito rico. Me quedo callado, inmóvil en el
suelo viendo las piernas sucias, los pantalones remendados, los zapatos gastados. Repite el
grito te dije, mierda. Oigo la voz del Luchitomario y, un pie se clava en mis costillas y grito
y lloro y me cae un escupo en el rostro y otras patadas empiezan a cubrir mi cuerpo y logro
coger las llaves y las aprieto con toda mi fuerza mientras trato de incorporarme y correr
hacia mi casa, tropiezo, vuelvo a correr, y el Luchitomario se para al frente mío y quedo
detenido por su figura alta y ancha y su risa destemplada, insultante. Ni siquiera me doy
cuenta de lo que pasa, no alcanzo a ver su brazo emerger desde la, inmovilidad, no noto que
sus ojos calculan la distancia, que su torso se contorsiona. Simplemente siento un remezón,
y la vista que se me apaga, y una voz, cualquiera, daba lo mismo, pero era la voz del
quedado mal puesta y mi mano tirita más que de costumbre al ver que Rosario se aleja de la
El abuelo murió antes de cumplirse un año de la plantación de los abedules. Sus restos
los velaron en el salón principal. Sí, el féretro negro con bordes dorados abriéndose paso
desde el segundo piso hasta el centro de los sillones de terciopelo azul, abriéndose paso
entre los rostros llorosos de las tías Maruca, Rebeca y Grosella, y de sus respectivos
maridos, discretamente atrás, respetuosamente en una segunda fila cogiendo a las mujeres
del brazo para aliviar sus congojas. Todo está en un silencio sepulcral presidido por Beatriz,
petrea en su silla de ruedas, que ordena con breves monosílabos la ubicación exacta del
ataúd, más, un poco más a la izquierda, hombre, que quede a igual distancia de las hileras
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de velas encendidas que proyectan una tenue bruma sobre los objetos y los hacen perderse
Ahora un gesto de Beatriz indica que se puede entrar al salón, y por la puerta de vidrio
comienza un desfile interminable de personas. Las tías y sus maridos en primer lugar;
luego, algunos amigos, ancianos nortinos de fines del siglo pasado; algunos políticos
de traje oscuro perfecto, y bastón. Llegó cuando ya todos estaban en torno al féretro y
cabizbajos hacían comentarios disímiles: Rebeca, tan apagado que estaba, en los huesos el
pobre, sí, dicen que se fue en el sueño, ¿tú crees?, estoy segura, Maruca, a Heriberto se lo
contó un empleado de la notaría. Tiene que ser, la expresión tan plácida de su rostro, ¿lo
viste ahora?, está medio verdoso el viejo, si, efectivamente, ya está todo resuelto, ¿no notas
acaso la expresión de triunfo que tiene Beatriz?, sí, solvente, digna, es un legítimo hijo de
unos segundos la ventanilla un poco húmeda del ataúd: un gran súbdito que supo enaltecer
el prestigio del Reino Unido, y suspiró, Maruca, te lo juro, cuando le preguntaron por los
papeles suspiró y dijo que no se preocupen, ya habrá tiempo para ver esos asuntos, ahora
hay que rogar por su memoria. Y para esos efectos vino el Arzobispo. Rudencio entra casi
corriendo al salón rompiendo con su tranco viejo el murmullo que reina. Frente a Beatriz se
él, en persona, con su túnica violeta y el pectoral de plata, con su mirada de santo, señora,
viene el Arzobispo. Beatriz tiene por primera vez un gesto de conmoción: rápido,
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Rudencio, acerca un sillón, y tú, Maruca, no te quedes ahí gimoteando; anda a recibirlo y
Nadie escucha el chirrido de las patas del sillón que Rudencio arrastra hasta la silla de
ruedas. Todos quieren fotografiar el momento en que entra el Arzobispo seguido de la tía
Maruca. El salón es una sola gran reverencia, los pechos una sola cruz. Y el Arzobispo se
detiene frente al cajón, cierra los ojos, y sus labios se mueven de memoria. Padre nuestro,
que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, un murmullo silencioso apenas intuido
Ese día estuvo en casa del Abuelo casi toda la familia. Faltamos nosotros, los nietos. Y
también Florencio Cruz, mi padre. El no estaba en casa cuando mamá nos comunicó la
noticia. Era tarde, yo ya dormía. Me despertó el timbre del teléfono. Desde mi pieza
escuché la voz de la Nana, señora, no, el caballero no está, no, estuvo y salió, si, dígame no
más, ¿cómo?, el señor, cuánto lo siento, señora Beatriz, y escuché también sus gemidos, sus
llantos cortitos y apretados, ¿cómo dice?, ya, que se termine de embalar todo, que llame a la
mudanza, ¿tan luego, señora?, sí, tiene razón, hasta luego, señora, Dios la guarde. En la
casa volvió a escucharse el silencio nocturno poderoso. Al rato, surgieron incontrolados los
repetitivas cadenas de sonidos indescifrables que, sin embargo, impedían que conciliara el
sueño. Hasta el dolor del ojo inflamando recrudecía al ritmo de los quejidos de la nana.
También empecé a llorar, primero bajito, después más fuerte, y más y más hasta que llegué
a escuchar sólo mi llanto, espantando con el ruido las sombras que se instalan en los vidrios
de las ventanas, que emergen desde los postigos y se mezclan con golpes de puño directos
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al mentón, que pululan por el corredor apenas iluminado donde el Cuco aparece en las
noches de soledad dando brincos terroríficos, emitiendo crujidos ignotos, crujidos que
arrancan de todas las partes y desde ninguna a la vez, porque son crujidos totales, porque el
Cuco no se sitúa, sino que existe simplemente adherido a los corredores y paredes, y a los
peldaños de la escalera que parece desmoronarse bajo un peso enorme, que tiembla y aúlla,
que estalla de pronto en un golpe seco cuyo eco se alarga bamboleante hasta que en la
bruma del corredor se dibuja una silueta precisa, una cercanía terrible que me hace guardar
silencio. Aprieto mis labios y desde un hueco de las sábanas contemplo el movimiento
carne y la oscuridad se distribuye metódicamente sobre el cuarto. Entonces, una voz rompe
el silencio. Benjamín, ¿estás despierto? Es una voz aguardentosa, una voz que acerca,
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El salón está oscuro. Hay un sillón nuevo. Tu sillón, Benjamín, el sillón que encargó tu
oscurecido, en el salón no hay nadie, sólo el féretro negro y las luces difusas que proyectan
las velas. Anda, Benjamín, tienes que entrar, debes ver al Abuelo en su última morada.
Ahí está, apenas a unos metros, perfectamente horizontal en su caja de sueños. En ella se
irá al cielo, acércate para que la conozcas ¿Mamá, todos nos vamos a ir al cielo? El cajón
no tiene alas, el cajón es demasiado negro, el cajón parece pesado. ¿Cómo puede llegar al
cielo? Es difícil ganar el cielo. Desde un sillón cae terciopelo azul hipócritamente diseñado
es muy difícil. Más vale acostumbrarse desde ya. La noche será larga. Como la del Abuelo,
Benjamín, que ya no va a despertar nunca y tú tienes que entrar a ese salón lleno de muerte
para verlo por última vez. Vamos, anda, no te resistas. Tus primos ya lo vieron, ellos ya se
No sabían por qué, pero lloraron. Tú también debes llorar, para ganar el cielo. Hay que ser
bueno, Benjamín, hay que ser compasivo y saber llorar cuando es preciso. Y ahora es
preciso, porque el Abuelo ha muerto. ¿Entiendes, Benjamín? Es difícil saber cuándo hay
que llorar, cuándo es preciso. ¿Acaso una fiesta de cumpleaños no es como para llorar? No,
no es fácil saber. También es necesario saber contener el llanto, Benjamín, como tus tíos
que no lloran, aunque el Abuelo ha muerto para siempre. Pero ellos no lo quieren ni lo
quisieron nunca. Son como tu padre. El tampoco lo quiere, por eso se emborracha y llega
tarde a casa y anda con otras mujeres. Si, es bueno que lo sepas ahora que tienes que entrar
a ese salón donde tu padre ya no entrará jamás. Y no debes llorar. Sólo se necesitan
lágrimas para el Abuelo, no para tu padre. ¿Me entiendes? Difícil. No quieres entrar a ese
salón, no quieres sentarte en ese sillón de terciopelo azul, no quieres asomarte a esa
ventanilla húmeda donde parece que todavía respirara el Abuelo. Pero no puedes negarte.
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Te empujan con palabras y con gestos. Anda, Benjamín, no tengas miedo, simplemente está
muerto y los muertos no pueden hacer nada. Y tus piernecitas delgadas trastabillan y de
pronto sientes que el rechinar de la silla de ruedas te conduce hasta tu sillón de terciopelo,
porque no puedes negarte, porque inventaste mil razones para no hacer esta fiesta y todas
número cuarenta y dos de Benjamín. Alguien dictamina, alguien decide, y tú estás junto al
cajón inmenso, porque el Abuelo era alto, donde sientes el olor a flores añejas que se
agrupan a los costados y aún te resistes a empinarte como lo hicieron tus primos y
contemplar el rostro de la muerte encarnado en las facciones agudas del Abuelo, las
facciones desde donde han desaparecido las arrugas y la palidez ha sido reemplazada por un
manto impalpable de color verde mortecino que pareciera estar inserto entre los pliegues de
la piel, entre las arrugas prematuras de tu mano que contemplas indeciso, tocando
suavemente el mango de terciopelo azul del sillón que te pertenece y gritas, corriendo hacia
la puerta de vidrio, pálido de impresión lo vi, lo vi, el Abuelo está muerto. Pero no has
rasgos de la oscuridad. No quiero entrar, mamá, dices. No quiero entrar de nuevo, porque
no puedo llorar. Y te quedas junto al umbral del salón viendo cómo tu madre se aleja
familia y todavía alcanzas a escuchar la voz gruesa del tío Felipe que le dice a Beatriz:
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3
al balcón y que ahí se espere un rato chiquitito, mija. Cuando la Niña obedece y se pierde
detrás de las cortinas, Beatriz, haciendo un esfuerzo inmenso, desplaza su silla de ruedas
inmóvil un instante. Antes no era así y podía autoabastecerse. Ahora necesita de esa Niña
torpe y tonta, de la cual tienes que ocultarte, Beatriz, porque tiene la lengua larga y te puede
delatar. Sí, podría revelar esos secretos que guardas tan celosamente en tu tocador, que los
has ido ordenando sigilosamente en una libreta negra como las que usan las empresas para
llevar sus utilidades no declaradas y que, todas las tardes, en algún momento que nadie
puede percibir, revisas, detalladamente para verificar que aún permanece inalterable en su
sitio. Rápido, colocas los cosméticos encima del velador. Sacas muchos cosméticos,
pinturas varias, sombras de bellos colores, lápices de ceja grandes y chicos. Llenas el
tocador de pequeños objetos inservibles, porque no los usas, mientras miras hacia la cortina
que da al balcón. Si la Niña te viera creería que te estás arreglando. Y hoy no lo dudaría,
aunque viera que no tocas ninguno de tus elementos de belleza, porque es mi cumpleaños
número cuarenta y dos, y es lógico que te pintes. Pero tú no te arreglas nunca: desde hace
treinta y cinco años que no te arreglas. Y no lo harás hoy. Sólo quieres llegar a sacar tu
libreta negra y, si es preciso, sacar también tu cofre dorado donde se conservan intocables
tus joyas. Sin embargo, no te animas a tanto. El cofre está en el ropero, en el primer cajón.
Y el ropero está al otro lado del tocador, mirándolo de frente. Son sólo unos cuantos
metros, pero a ti te parecen kilómetros. No tendrías fuerzas para llegar. La última vez que
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abriste el cofre y sacaste la pulsera de oro que Florencio Cruz, mi padre, te regaló un poco
antes de la boda, sufriste un ahogo que casi te delata. Por eso ahora no quieres correr
riesgos y simplemente te conformas con ver tu libreta. Beatriz se coloca los anteojos, frunce
la boca y con su mano temblorosa trata de despegar las hojas arrugadas de la libreta.
Camuflado entre los lápices de ceja, está el lápiz de pasta. Lo toma. Afirmando
dolorosamente el pulso, luchando contra su propio temblor que brota rebelde entre número
y número, va ordenando los términos de la suma. A pesar de los tiritones se alinean los
valores de la carne, del vino, de los ollos y el pavo, del chancho que se faenó, del mozo
contratado especialmente para la ocasión. Ah, y sobre todo el valor de la caja de whisky, de
esas cincuenta botellas que Benjamín exigió caprichosamente y que tuvo que conseguir de
contrabando. Y también el flete que fue altísimo. Cuántos escudos, por Dios, exclamas
asustada de tu suma. Pero no te importa, ahora no es importante, Benjamín tiene que tener
una gran fiesta, aunque toda esa plata se la consuman sus amigotes, esa muchedumbre de
rostros morenos y pelo grueso que no tardarán en estar borrachos deambulando por tu salón
majestad. Debes sacar el sable del Abuelo ¡exacto!, en eso estás pensando. El sable del
estar presente en la hora de la ignominia. Por eso no veo el sable colgado con todos sus
ribetes en la pared. Me engañaba no era la oscuridad del salón la que me impide verlo, sino
que tú lo sacaste, y la pobre Rosario no entendió todo lo que tú querías decir cuando
mandaste sacar el sable, el viejo sable del Abuelo, lo único que me dejó después de su
muerte.
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“Y el viejo sable será propiedad de mi nieto, Benjamín”, el notario termina de leer
el documento.
La ceremonia ha sido breve. Ocupando todos los sillones de terciopelo azul y las sillas
que fue necesario traer del comedor, están las tías y sus maridos. Beatriz, en su silla de
- Creo que el testamento no deja dudas - dice lentamente -. Si quieren pueden leerlo
viejo, ahora nos tirará una limosna, eso, eso mismo, una limosna y nada más.
-¿Nadie quiere verlo? - la voz es desafiante, altanera, pero tranquila. Así debían
Ya lo sabía, Rebeca, durante años estuvo preparando este momento. Lanzó por la borda
hasta su matrimonio para poder vivir estas horas. Felipe, está de muerte, con los problemas
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- Pásemelos, Beatriz. Ella hace un gesto al notario, y éste le alarga los papeles a Felipe.
Es un original y una copia, una hoja escueta, simple, mecanografiada, con palabras justas,
las que no dejan dudas, porque son todas iguales. Sólo la firma rompió la uniformidad de la
escritura. ¿Será la firma del Abuelo? Felipe trata de repetir en su memoria la firma que vio
no hay tiempo. Te lo dije, en la plantación de los abedules te lo dije, ya testó, ella lo arregló
Felipe pregunta lleno de intención. Está diciendo mucho más de lo que literalmente
indican las palabras. Sin embargo, Beatriz no se inmuta. Sabe cuál es su poder.
-¿Es que no piensas contestar? ¿Crees que nos vas a poder manejar; estás tan segura
porque has recibido la herencia? Te engañas, Beatriz, te equivocas. Eres una vieja inválida
Felipe deja los papeles sobre la mesa del salón. Con un gesto de la cara llama a la tía
Grosella que está llorando. ¿Por qué?, ¿por qué?; ahora hasta liemos perdido la pensión.
- Y ustedes, si, ustedes qué miran con cara de idiotas - enfrenta a las tías y sus maridos -
. Ustedes no valen nada. Arrástrense, laman el piso; siempre serán iguales, siempre.
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Felipe, seguido de la tía Grosella, abandona el salón. Beatriz no se ha inmutado. Apenas
podría notarse una leve contracción de su boca. Aún tiene ánimo para seguir hablando, para
mirar la hora, para hacer un gesto de disgusto, porque esta reunión se ha prolongado más de
lo que quería. -¿Alguien mas quiere ver el testamento? -No, Beatriz - responde la tía
Maruca -. No es necesario.
- Así lo creo yo también. Ahora interesa que nos pongamos de acuerdo en el monto de
las pensiones que les tengo que asignar. Pero creo que sería mucha precipitación
Hay un asentimiento mudo. Lentamente las tías y sus maridos se levantan, se arreglan la
ropa, miran como si fuera la última vez el salón de sillones azules y, despidiéndose de
Beatriz, comienzan a salir. En el porch de entrada se agrupan. Rudecindo les abre la puerta
y el sol entra solemne. Entonces se divisa el camión que despacio se detiene frente a la
puerta. Lo tenía todo preparado, Rebeca, dice la tía Maruca, ahí viene la mudanza. Y no
Fue en este mismo salón. ¿Cómo estarían? ¿De pie, sentados; papá paseándose, mamá
en un rincón con la silla de ruedas? No sé. Su voz se escuchaba demasiado nítida, metálica,
que está junto a la ventana? Es posible. Su voz, algo cascada, producía demasiado eco, un
eco interminable, voces repetidas que golpean la puerta de mí cuarto. Son ellos. El tono de
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las voces es inhabitual, demasiado fuerte, demasiado poco flemático, muy ponderado. Algo
está pasando.
- Explícate primero.
Sí, son ellos, sus voces, algo pasa. Bajo de la cansa, cuidando mis pasos, abriendo
apenas la puerta del cuarto. El pasillo está oscuro. Por aquí se paseaba el Abuelo. ¿Se habrá
ido ya? Dicen que al morirse el hombre ya no es más uno solo, sino que se parte, se divide
en dos, y esas partes no se van juntas. En el cajón sólo iba el cuerpo. Y la otra parte, el
-¿Tú crees que me has estado engañando, Florencio? ¿Crees acaso que no sé que te
andas paseando por ahí con mujeres que son ... que son ...
-¿Quieres que lo diga yo? -No te atrevas a manchar con tus inmundicias esta casa.
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Papá se ríe. ¿Por qué se ríe? Su risa es aguda, hiriente, socarrona. Pero él nunca se ríe o
solamente a veces. Ahora, en cambio, sus carcajadas resuenan en las paredes de la casa y
suben las escaleras y se instalan en el corredor. El Abuelo podría despertar y aparecer por el
medio del camino con los ojos semicerrados y la piel verdócea, estirada y sin arrugas, el
Abuelo enojado porque interrumpieron su sueño, ¡fuera, fuera, a gritar a otro lado! Cierro la
- Me río de tus melindres, Beatriz, de que todavía no eres capaz de llamar las cosas
- No te amenazo, Florencio. Sólo te aclaro algunas cosas. O dejas de andar con ésas, o te
vas de la casa.
- ¿Qué me ofreces a cambio, Beatriz? ¿La casa de tu padre, tu riqueza, dejar de trabajar?
- ¿Qué?.
- No tienes con qué comprarme, Beatriz. Llama las cosas por su nombre.
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Se escucha el chirriar de las ruedas de la silla un golpe sobre un cristal, un gran crujido,
el Abuelo no me puede hacer nada. A mí siempre me quiso, incluso, me dejó su viejo sable.
Llego al borde de la escalera, me asomo. Abajo hay luz. Un haz de claridad se proyecta
sobre el porch desde la puerta del salón. También se proyecta una sombra ancha y
quizás el jarrón chino que trajo el Abuelo. Siempre que se enoja pierde el control de su silla
-¿Quieres que llame las cosas por su nombre? Pues bien: eres un aprovechador. Te has
pasado la vida esperando recibir un poco de toda la riqueza de mi padre. Sí, no pongas esa
cara. Toda tu vida has envidiado esta casa, las rentas, las utilidades que llegan sin mover un
-Te equivocas, Beatriz, medio a medio te equivocas. Cualquiera de esas mujeres de las
cuales tú hablas, cualquiera de esas rameras, para decir las cosas por su nombre, tiene más
que darme que todo lo que tú pudieses ofrecerme. Métetelo en la cabeza no vales nada, eres
una inútil.
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Nadie tiene su apellido. A mí en el colegio me dicen el Cruz, como mi padre, que
levanta sus manos, que indica hacia un rincón, que acusa con una sombra que se extiende y
apunta hacia la mesa donde está el jarrón chino y donde debe estar mamá.
- ¿Por qué, Florencio? - Porque me voy. Por eso. Así de simple, Beatriz. Prefiero
estar con una puta que con un atado de huesos inservibles. Eres impotente, Beatriz,
convéncete.
esa sombra, la sombra que ya no estará. ¿Se irá? Un llanto empezó a levantarse desde algún
rincón del salón. Era un llanto mudo, un sollozo que se resistía a emprender el vuelo.
Ándate de inmediato, vete de aquí, Florencio, y la sombra se movió. Ahora va a salir, debo
luego el golpe seco me indicaron que Florencio Cruz, mi padre, había abandonado la casa.
Sin embargo, me quedé tieso junto a la puerta mucho rato. No sé cuánto tiempo pasó, pero
mejor estuvo llorando, a lo mejor se durmió, pero en todo caso pasó toda la, noche en aquel
rincón donde a la mañana siguiente ya no vi el jarrón de porcelana china que de uno de sus
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Son los pasos de Rosario, los pasos breves, delicados, apenas diseñados sobre el parquet.
Sí, Rosario, a pesar de que ya no duermes conmigo y que cada encuentro es un acto de
agresión, siempre terminas buscándome. Y yo huyendo. Por eso sigo los golpecitos en la
madera pujando para que se detengan. Es desesperante estar siempre pendiente de los
ruidos y que ellos te persigan. Tú no has tenido nunca esa sensación. De pronto, todos los
sonidos parecen iguales, uno no sabe si son los del Abuelo, si los tuyos, si los de mi padre
recorriendo con amargura los pasillos que nunca llegó a poseer. Sólo es discernible el
engranajes de la silla de ruedas. En las noches, cuando ya todo el silencio indica el sueño,
ella pone sus ruedas en movimiento. Entonces los aullidos ininteligibles del
entre las sábanas, controlando al máximo el temblor de mis miembros. Ahora son los
murmullos los que mandan. La voz aguda de Beatriz, inconfundible, los monosílabos de
cada uno de los gestos del encuentro. Rudecindo escucha con la mirada baja, tratando de
sostener rígidamente el cansancio de sus setenta años. Frente a cada palabra de mamá
mueve de, arriba a abajo su cabeza en señal de asentimiento. ¿Está claro, Rudecindo?, y el
monosílabo, afirmativo. ¿No olvida que debe guardar absoluto silencio? No lo olvida
Rudecindo, porque nunca ha olvidado una instrucción y aunque las várices de sus piernas
temprano al día siguiente apretando junto al pecho el objeto que Beatriz le ha encargado
señalado, aunque la diligencia se frustre. Si, tienes que cumplir, Rudecindo. Y cuando
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inmediato, escóndela en el bolsillo de tu chaqueta y sueña con que durante algunas horas te
pertenece. Pero no la mires, no te hieras la vista con el objeto brillante y pesado, porque
deberás huir, porque si te cogen tendrás que decir la verdad, la verdad que la señora Beatriz
camina con toda la seguridad que pueden ofrecerte tus años, hazlo rápido, no regatees
demasiado el precio, no estás en condiciones y el dinero tiene que llegar, los billetes azules
y cafés, ordenados a pesar de la suciedad de su uso, deben llegar. Por eso, aunque te duela
la columna y se te hinchen las várices y la Zunilda pregunte por ti todo el día, llegarás al
anochecer con la visión de toda la ciudad en tus ojos hasta el lecho de Beatriz, y yo sentiré
tus pasos titubeantes, los golpecitos leves con que anunciarás tu llegada, y la voz nacida de
la profundidad de los huesos de mamá que preguntará: ¿eres tú, Rudecindo? Entonces con
sus manos tiritonas e imprecisas contará ávida la suma y te reprochará el hecho de que no
hayas respetado el valor convenido. Pero en el fondo se sentirá tranquila, porque anotará
una cantidad que equilibre sus sumas en la libreta negra. Y a lo mejor, eso también lo sabes,
Rudecindo, obtienes unos centavos de recompensa que gastarás en una caña de vino en el
bar de la esquina.
Los pasos, a veces, son más delatores que mil palabras. Tú no lo has entendido, Rosario,
y no te cuidas y yo puedo intuir tus intenciones simplemente escuchando los golpes leves,
cortos, temerosos, que se detienen en el umbral del salón. Eres igual que mamá, siempre te
andas ocultando. Pero no sabes que te vigilo, que vigilo todo, que les llevo siglos de
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ventaja, porque no me desplazo y permanezco inmóvil frente a mi ventana dirigiendo el
-¿Estás, ahí, Benjamín? Preguntas con miedo, despacio, temerosa de que tu asombro
delate tu propia culpabilidad. Y mientras esperas una respuesta que sabes no va a llegar,
porque no puedo hablar, el odio y el miedo se mezclan empujándote hacia la luz, evitando
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Beatriz, cuando hubo guardado sus cosméticos y escondido su libreta, la dejó salir del
balcón donde permanecía esperando. Anda, Niña, prepara las once, dice, y desde su silla de
ruedas le indica que la conduzca al comedor. Quiere revisar una vez más si no hay algún
detalle que se le haya olvidado. Claro, con la Cina no era así, con ella no tenia que
preocuparse de tantas cosas. Anda, Niña, qué esperas, no te quedes embobada mirando. La
Niña despierta, se afirma con las manos su delantal blanco y corre. Todavía alcanza a oír la
voz de la señora Beatriz que da instrucciones, una, dos, tres instrucciones, siempre son
muchas, demasiadas, livianitas las once, ¿no ves que hoy tenernos una comida?
Instrucciones que te cansas de dar, que todo el empeño de tu voluntad ya no resiste, porque
trataste. ¿Ya estás lista, Rosario? Sí, Rosario está lista. Inmaculada, sacra, coronada en su
belleza fresca. Indecente ese escote. Te hiere el escote de Rosario, no aceptas su tersura que
se pasea frente a tu vista sin ningún pudor, como una ofensa. A mí también me hiere, pero
no tanto. A ti la perfección te agrede, aunque trates de evitarlo, y ese odio ciego y sordo e
Rosario, ni Rudecindo, ni Zunilda, ni menos la Niña tonta y torpe. Sólo yo tengo la certeza
de los sucesos, porque he sido testigo, porque cada noche en esta casa es un recuerdo, una
imagen, un miedo preciso. Es de noche, como hoy que ya oscurece y las sombras inician su
recorrido de terror. Desde mi cuarto, donde me siento seguro en la impunidad de mis actos,
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escucho las voces que suben escalón a escalón hasta el pasillo del Abuelo. Es como si el
mismísimo Abuelo circulara en las ondas sonoras que se despliegan por sobre el silencio de
establecen zonas de temor. De niño, los fines de semana que pasaba enteros con el Abuelo,
sombra redonda atravesaba innumerables veces frente al umbral de mi pieza. Era una forma
Pero pasaba una y otra vez produciendo un ruido plano y repetitivo que yo trataba
nana rítmicamente seguir las evoluciones de la forma flexible. Sólo una vez lo vi inmóvil.
Se me apareció una noche de la manera tradicional, y debe haber dado muchos saltos y
completo invadió mi cuerpo, y cerré de un golpe la puerta. Mi nana lo debe haber visto
también, porque cuando levanté la vista su cara tenía una expresión cercana al espanto y al
miedo. Nunca más lo volví a ver, pero tengo el recuerdo de haberlo percibido como en
sueños, instalado en el corredor que está frente a mi cuarto y donde ahora llegan las voces
que provienen del salón. Una voz se escucha nítida, es la voz aguda de mamá algo
exasperada. Sin duda está enojada, la confianza que hemos puesto en ti, lo que te hemos
dado aquí, en esta casa, es una prédica, está retando a alguien, hay cosas que están pasando,
que nos damos cuenta y no podemos tolerar, exacto, una prédica perfecta. Me acerco a la
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escala. El salón está iluminado, una sombra se proyecta. Siempre es una sombra la que
claroscuro, cercana a los rincones. Y las personas con que habla se diluyen en una luz
recortada en tomo a una mesa inferida por sus contornos. Pero yo conozco esos contornos,
sobre todo ese que arranca a través de los vidrios. Es una figura estilizado, casi de mi porte,
curvada con gracia. Es ella, la soñada, vista, auscultada desde la distancia, que inmóvil
escucha junto conmigo la prédica de mamá: qué más te puedo decir, Gina, te recibimos
como a una hija y nos has respondido así. Sólo entonces la sombra adquiere su ser, habla,
se pronuncia, se defiende con frases hilvanadas a medias, pero señora, yo no he hecho nada,
cumplo bien mi trabajo, usted sabe. Y sabías, Beatriz, incluso todavía echas de menos su
eficiencia, su gracia para hacer el aseo sin despeinarse siquiera, su genio encantador, su
explicaciones, no llamas las cosas por su nombre: Gina, usted no trate de engañarme, la he
estado observando, su actitud, cómo decirle, es provocativa, eso es, ligereza, y puede dañar
la psiquis de un niño como Benjamín, entiéndame, yo debo velar por la salud moral del
niño, sobre todo ahora que está entrando en un momento tan crítico de su vida, les su
adolescencia, Gina Tú lo sabías, Beatriz, pero ella no. Tú hablas observado que cuando
servía la comida yo no podía evitar mirarla y seguirla; te habías fijado que entonces pasaba
largas horas en la cocina, que habla dejado la inmunidad de mi cuarto y mi ventana para
aventurarme por los pasillos de la casa; a lo mejor la soledad de las noches en el corredor
del segundo piso no era un misterio para ti que lo vigilabas todo. Tú lo sabías, pero la
elevar por la escala, una pregunta temerosa, una afirmación humilde, un ruego desesperado:
¿Qué piensa hacer, señora? Y tu voz inflexible sigue dominando desde el claroscuro: te
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tienes que ir, Gina. No debes quedarte más de una semana. Tiemblo de miedo, de
vergüenza, lo sabes todo, Beatriz, sólo que todavía, después de tantos años, no te das
cuenta. Por eso preguntas a cada rato si estamos listos y te repites en silencio: con la Gina
Ahora, cuesta abajo en mi rodada, las ilusiones pasadas yo no las puedo arrancar, un
acorde triste cubre los últimos estertores de la voz de Cardel y entonces tengo la noción
exacta del fin de la audición. Sólo, basta esperar que se apaguen las luces del primer piso,
que se escuchen los clic de las ventanas, que crujan los peldaños de la escalera, que se
puerta de la cocina para que quede bien cerrada. Es el momento del silencio, el momento en
que se supone que todos duermen y que la Gina se va a su pieza. Es, también, el momento
en que mis movimientos tienen que ser más cuidadosos que nunca. Yo sé que el sueño es
un estado difuso en el cual no se puede aseverar nada. Siempre hay que estar prevenido.
Pero tampoco puedo perder mucho tiempo. Ahora todo se reduce a unos pocos minutos, a
un instante mágico, a un juego del todo o nada. Me asomo despacio al corredor, miro a
ambos lados, mis ojos no necesitan acostumbrarse a la oscuridad, porque dominan sus
formas. Hace tiempo que no se aparecen ni el Abuelo ni el Cuco. Sus sombras han sido
sustituidas por imágenes más concretas, reales, duras pero distantes. Atravieso el corredor
piso suavemente, cada cierto trecho me detengo y escucho no hay ruidos, sólo el eco de mi
respiración un poco agitada. Continúo, llego hasta el baño, frente a la puerta permanezco
inmóvil unos segundos, Memorizo el tiempo, lo transformo en actos, sumo y resto, aún
parezco un ladrón de cajas fuertes calculando la exactitud del número. Tengo éxito el
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seguro no ha sonado y la puerta del baño cede blandamente. Una nueva oscuridad me
febril atalaya.
Desde la ventana del baño no se ven los abedules ni la chépica uniforme del jardín.
la penumbra de la noche. Son tres uno largo corresponde al lavadero; el segundo, que es
casi un cuadrado, es el techo del baño de servicio; y el último, el más grande, cubre la pieza
de las empleadas. Pero nada de eso me interesa, sólo me concentro en la ventana iluminada
Entonces, las sombras se disipan y se abre ante mi vista una imagen sólida, con
colores matizados, con movimientos perfectos. Sin embargo debo hacer un esfuerzo, Los
acostumbrado a esa dificultad, sé que me bastan unos segundos y lograré fijar el foco de mi
atención y se impondrá la imagen, ese cuerpo esbelto que ahora se divisa en el marco de la
ventana, esas piernas junto al catre de fierros dorados. Sólo las piernas, mezquinas,
achica, según donde se dirijan los pies. Un calor me va penetrando, una agitación que no es
miedo sino ansiedad, una tensión creciente. No siento el frío de la loza en mis plantas, no
pongo atención a los ruidos que puedan surgir desde la profundidad del corredor. Es un
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momento mágico, revelador. Mis sentidos todos están poseídos por la imagen. En el marco
de la ventana una falda oscura, que yo sé; es negra, se enreda con las piernas, se afloja
crecido, se ha develado parte del misterio. Ahora serán las ligas que se soltarán, las medias
que caerán, la desnudez que irá apareciendo y desapareciendo alternativamente hasta que la
blusa sea tirada sobre la silla, seguida por los sostenes, y entonces, fugaz e imperceptible, el
cuerpo completo se mostrará al tender su mano bajo la almohada de la cama para coger el
ocultarse de mi vista. Pero ya es suficiente. Ese momento clan- destino de la noche ha sido
retenido por una erección calámbrica de todo mi cuerpo y la polución oscura, la precisa, en
la limpidez del azulejo atravesado por mi impulso. Todo lo demás es superfluo, rutinario; el
papel que borra las huellas impresas en el azulejo, la relajación de mis músculos, el sueño
pesado y muelle que me embarga, el silencio roto por la cadena del water donde todo se
A veces pienso que nada escapa de tu control. Te has dado cuenta que algo ocurrió
hoy entre Rosario y yo. Lo intuyes, lo palpas, pero no logras definirlo. Por eso preguntas,
¿estás lista, Rosario? Sí, Rosario está lista. Inmaculada, sacra, coronada en su belleza
fresca. Sin, embargo, repites, insistente.- ¿estás lista? Contéstame. Rosario, sentada frente
a ti, te observa en silencio. Hoy está más clarividente que nunca. Bruscamente ha tomado
deshojar todo el misterio. Has envejecido demasiado, mírate, apenas puedes controlar tu
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pulso para llevarte la taza de té a la boca, fíjate, el queque hecho según tu inmemorial
tácito, no lo probamos. ¿Percibes esa sutileza o estás demasiado imbuida en tu duda sobre
lo que hoy ocurrió entre Rosario y yo? Pierdes el tiempo, Beatriz, eso ya no interesa, fue un
haber tomado conciencia de que Rosario comprobó su poder, la facultad omnimoda que ni
poder. Sin embargo, todo esto es hilar demasiado fino y tú insistes en preguntar si Rosario
está lista. Ella no contesta, date cuenta, no va a contestar, hoy está lúcida, ha descubierto su
quedas sola. ¿Acaso crees que Rosario está convencida de que el mejor lugar para
sobrellevar mi desgracia es esta casa? No. Rosario nunca ha deseado vivir en esta casa. Ella
vio el cadáver del Abuelo como quien mira un jarrón traído de China. Lo miré, lo disfrutó
en cada uno de sus rasgos, en la minuciosidad de los detalles: “qué feo era el Abuelo”; “qué
hediondo estaba el Abuelo"; "qué tacaño era el Abuelo"; “la tía Beatriz es igual al Abuelo”.
¿Has oído esas frases? ¿Las alcanzas a escuchar rondando por los corredores, por las
paredes, en los marcos de los vidrios? Yo, desde la escalera, las sentí transparentes
instalarse frente al umbral de mi cuarto y hostigar el descanso del Abuelo. Pero tú, Beatriz,
no te das cuenta y persistes: Benjamin, no comas tanto que hoy hay mucha comida. Qué
ridículo, si no estoy comiendo nada. ¿No ves que tirita demasiado mi mano, que todos mis
esfuerzos están dispuestos para entender los sucesos futuros, que ya el pasado no interesa?
¿No ves que Rosario no escucha, ni quiere escuchar, que también está pensando en los
sucesos futuros? Hoy ha comprendido muchas cosas, vive su momento de mayor fortaleza.
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Por eso se ha empeñado en que la fiesta resulte todo un éxito, por eso que te ha llenado la
Cruz, como de verdad se llama, si, por supuesto, señora Beatriz, Benjamín es todo un
Littleford, si hasta cara de Lord tiene, si, nada debe impedir que la fiesta sea todo un
evento. Y tú, Beatriz, estás tan vieja que has creído todo, cada palabra, cada letra, cada
suspiro expelido por los ojos de la venganza. Deberás reconocer tu fracaso, deberás
través de ella, a ti. Eso tampoco lo entiendes, por eso repites: Benjamín, no dejes que sé te
anuncio, Beatriz, simplemente un anuncio, está tanteando el terreno, son las primeras
escaramuzas, y en la fiesta será en serio. Pero qué va, ya no tienes la agilidad de entonces,
no puedes oler el peligro, aunque esté en tus narices, eres un ser sojuzgado, indefenso,
donúnado por tu inutilidad. Hasta la Niña tonta y torpe te controla. ¿Crees acaso que
cuando estás frente a tus cosméticos no te vigila? ¿Crees que no ha seguido tus
fracasada desde siempre. Gina se fue, pero su sombra persistió existiendo en los sueños
ignominia hasta en sus más mínimos detalles? Ahora, que insistes en preguntar si Rosario
está lista, cuando es evidente que desde hace mucho tiempo tiene todo dispuesto para gozar
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este momento, creo que no, que nunca lograste tener una imagen certera de la magnitud de
la ignominia.
De pronto intuyo una presencia en la pieza. Es una cercanía grata, llegada desde
reconozco. No puedo evitar ponerme colorado y subirme hasta el cuello las sábanas.
La maleta que tenía en su mano era viejísimo, de museo. Dudó unos instantes en
colocarla sobre el parquet como si sintiera vergüenza de hacerlo. Yo estaba muy turbado,
no quitaba mi vista de la taza, y sólo miraba de reojo. Pero entendía sus movimientos, los
había analizado largamente desde la ventana. Su vergüenza era más profunda, se arrastraba
a pisar esas maderas que había limpiado tantas veces. Era la vergüenza de su venganza, de
la realización ignominiosa del terror que invadía a la señora. Avanzó un poco, se paró muy
despertar confuso. Mis sentidos parecen engañarme, la figura emerge corno desde el sueño,
volatizada por la distancia. ¿Eres tú, Benjamín? Sí, soy yo, respondo desde la profundidad
de las sábanas, envuelto en una profusa capa de pudor inimaginable. Sin embargo, a pesar
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timbre de la voz lo reconozco y mis ojos repiten los contornos de los fantasmas nocturnos.
puedo escuchar los chirridos de la silla de ruedas que ronda en el salón de la casa, las
órdenes que se emiten para iniciar la jornada y, muy cerca, casi rozando mi brazo, una
mano que se posa y una voz tranquilizadora que dice: no te preocupes, tu mamá no podrá
subir.
¿Qué quieres, Gina?, ¿ya vas partiendo?, preguntó la señora Beatriz. Yo vi cómo la
Gina dudaba en encontrar las palabras; se cogía con la mano un mechón de pelo y parecía
mucho más hermosa que nunca, ofendiéndote, Beatriz, sin proponérselo, pero
tenia la mirada clara, sus ojos más allá de la aparente confusión y torpeza de su vergüenza,
y lentamente fue explicando: si, señora, me voy, venía a despedirme. No podías entenderlo,
Beatriz. ¿No había sido demasiado castigo?, ¿todo lo que le habías dicho no era suficiente
para que se fuera sin dejar rastros, abandonando tu casa por la puerta de atrás, avergonzada
y cabizbaja? No, no era suficiente. Ella tenía un concepto muy diferente de lo que estaba en
juego; ella poseía un arma que tú no conocías, pero intuías en mi mirada absorta en las
palabras dificultosas que ella había pronunciado, en sus gestos estáticos que, sin embargo,
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¿Qué quieres, Gina? Mi voz tiembla, nace de zonas de miedo insospechadas. El
alterándose. Una bruma se instala en mis ojos, ansío que los postigos se abran, que las
cortinas sean penetradas por los rayos del sol, que un golpe de viento borre los contornos
deseados de la figura. Por un momento pareciera que mis deseos se cumplen. Gina se
levanta, cruza la distancia que separa mi cama del umbral de la puerta; un respiro de
relajación invade mi cuerpo. Pero se detiene. Bajo el marco se detiene y observa a los
lados. Luego se da vuelta; las imágenes se me confunden; cierra la puerta, le pone pestillo,
acercándose por el aire hasta mi lecho. Rosario, ¿para qué? Su olor, el aliento secreto que
temblorosas palpan con delicadeza sus carnes jóvenes, recién descubiertas, ¡no me toques!,
vez, sino cientos, en las noches, siempre en las noches, pero también de día, en las mañanas
bajo la ducha, en las tardes después de almuerzo, muchas veces repetidas e idénticas,
distantes y concretas, materializadas sólo en la frialdad de los azulejos del baño y nunca en
precisión de esos dedos que escarban como hormigas hacendosas entre los pliegues de mi
pijama, que desfloran la candidez de mi pequeño y solitario vello púbico, que van
crece bajo nuevos efectos, porque mi memoria la trae al presente, Rosario, y aunque la
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flaccidez absoluta de mi miembro desmienta la inquietud que tu cercanía desnuda me
penetración inversa donde la Gina usurpa mis más íntimos impulsos y conduce los hilos del
acto desconocido como un gran director de una orquesta construida por la oscuridad de las
noches y los chirridos de la silla de ruedas de Beatriz, que intuyo se desplaza como león
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Sin embargo, no responde. Apenas escucha retumbar en el fondo de la casa el eco del reloj
de pared. ¿Qué hora es?, insiste la señora Beatriz, y Rosario, con un gesto, indica que nos
levantemos de la mesa, que pasemos al salón, que espérenos la llegada de mis amigos.
¿Qué hora es? Rosario me toma por atrás y arrastra mi silla por el pasillo. La señora Beatriz
mira atónita, sorprendida, ¡pobre Beatriz!, no alcanza a coordinar tantas sutilezas juntas y
se queda boquiabierta, temblándole levemente el mentón, repitiendo en voz muy baja una
nuevamente la oscuridad del salón. Siento el pulso firmemente ansioso con que Rosario me
vislumbro la tenue excitación de sus gestos, el leve brillo que ha ido brotando en sus ojos,
la capa delgada de sudor que va cubriendo su piel. ¿Qué hora es? La pregunta circula muda
entre las paredes idénticas en la penumbra, la pregunta se desplaza intangible por los
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Rosario. Con mi mano temblorosa torno mi libreta de apuntes y me apresuro a escribir, con
letra de imprenta, para ser más claro: ROSARIO, COLOCA EL VIEJO DISCO DE
CARDEL. Coges el papel y no dudas. Mientras llega Rudecindo te agachas junto al mueble
inmenso que contiene el aparato, hurgas entre las hileras de discos y sacas uno; los ojos de
la Gina se mueven inquietos, me auscultan como si prepararan una maldad. ¿Has escuchado
este disco, Benjamín? Me acerco y veo la carátula en un rincón, un viejo farol honacrense
se esboza con sus rasgos más elementales; bajo el farol hay un banco sencillísimo; es de
noche y el tango surge desde la oscuridad, mi Buenos Aires, querido, y los acordes suenan
dice la Gina despacito, ¿le gusta? Sí, yo ya lo conozco y me gusta. Lo he escuchado muchas
veces a través de la escala, subiendo por los pedazos, brotando interminable desde la
en el salón. Sólo los pies de Rudecindo rompen la perfecta armonía de nuestro silencio.
¿Llamaba, señora? Sí, te llamaban, Rudecindo, para seguir estrujando tus años. Ahora
deberás tomar firmemente por un costado de mi cuerpo rígido, mientras Rosario hace lo
mismo por el otro lado. Luego levantarás en un esfuerzo magnífico, insólito para tu edad, y
espalda al caer sobre las espumas. No importa, sin embargo, al terminar la operación se
tampoco la percibo, también estoy imbuido por la expectativa de mi ceremonia Por eso
ante la perplejidad de la Gina. ¿Para qué, Benjamin?, pregunta Rosario. Muevo mi mano, le
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trato de explicar que no es importante, que simplemente lo haga. Entonces, siempre bajo la
Pone de nuevo el disco, Gina, ese que dice: lástima bandoneón, mi corazón ... Ahora los
acordes se repiten una y otra vez; los fuelles se abren y se cierran, las teclas pulsadas por
mis dedos se hunden y se levantan y poco a poco los sonidos van reproduciéndose y mi
Benjamín, dice Rosario, qué sentido tiene bajar el acordeón si nadie lo toca. Mientras
abandonas mi acordeón sobre el sofá sigues hilvanando razones que tu propia ansiedad no
te deja coherir.
Sin embargo, las notas que se despliegan en la totalidad del salón van mermando los
de tus pechos y siento la humedad de tus labios posarse en mi frente: me has entendido, tu
ha herido ...
¿Qué hora es? Vuelve la pregunta desde el fondo del pasillo y el chirriar de las
ruedas anuncia la cercanía de la señora Beatriz. Tu mamá está nerviosa, Benjamín, algo le
pasa, dice Rosario. Y cuando Beatriz aparece tras la puerta de vidrio, creo descubrir una
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Beatriz comunicó la noticia a la familia: ganó el Frente Popular, es un hecho,
aunque todavía no se conocen todos los resultados, pero es un hecho. Hubo expresiones de
toda naturaleza, desde las más catastróficas, la ruina, la perdición nacional, hasta las más
razonables. Vamos, se trata de un gobierno más, no el que nosotros queríamos, pero tan
terrible no habrá de ser. Y como Beatriz compartía esta última posición, decidió convocar a
toda la familia para pasar en la casa el trago amargo, todos juntos, Rebeca, hoy me llamó
Beatriz y me dijo que para el día de las elecciones, Maruca, es probable que vaya hasta
Felipe, porque dicen que se juntaron la semana pasada con Beatriz y se amistaron de nuevo,
Todo estaba dispuesto para hacer de aquella noche de sinsabores una agradable
jornada. Beatriz había organizado todo personalmente y nada faltaba en la mesa. La comida
cuando ya estaba oscuro, se oyen los golpes en la puerta. Rudecindo, con su paso galano,
atraviesa el pasillo que conduce a la puerta. Desde la escalera, apenas asomado, distingo las
las voces llegan enrevesadas con sus propias expiraciones y no alcanzo a distinguir de
quién se trata. La audición también se interfiere por los sonidos que provienen del comedor,
por los sonidos múltiples que se desplazan por el haz de luz que se cuela entre los vidrios
un silencio que se suspende en el aire, tirita en los vacíos de la noche y penetra la intimidad
de la escalera con un aliento etílico que se arrastra por sombras que reconozco.
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Beatriz también ha reconocido el tono aguardentoso de la voz y descubro en el
chirriar de las ruedas de su silla el desconcierto de la sorpresa, Se repite el crujido del jarrón
de porcelana china que trajo el Abuelo, se renueva el miedo de las palabras reconstituidas
en el recuerdo. Las ruedas se dirigen hacia la puerta, pero no alcanzan a llegar. Una sombra
el tono alcohólico de la voz. Y en la botella. SI, la sombra define una botella en su mano.
Florencio Cruz, sale de esta casa. La orden de Beatriz es definitiva. Sin embargo, no
puede ocultar la vibración sesgada por la emoción. Florencio Cruz, retírate de inmediato.
Mi padre no le hace caso. Su figura, que ahora percibo en todos sus detalles, permanece
inmóvil. Ha engordado, su silueta se expande peligrosamente hacia los lados, parece que va
a estallar. Lo miro fascinado, como si una imagen mágica se abriera frente a mis ojos. Y
escucho su voz. Está borracho, es evidente. Retírate, Florencio, insiste Beatriz, tratando de
afirmar en su temple metálico todas las dudas que delata el temblor de sus manos.
Entonces emerge desde el comedor el tío Felipe. Se acerca despacio, con prudencia
- Florencio, es mejor que se vaya, no es un buen momento. Ha llegado hasta ponerse frente
a él. Le tiende la mano, se saludan. Todo lo veo como si no estuviera sucediendo. El rostro
Florencio Cruz, mi padre. Me animo mucho más termino de bajar la escalera y me quedo
parado frente al umbral de la puerta. Rudecindo está mudo afanándose en la perilla. Afuera
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bulle la noche. Se escuchan gritos, gente que pasa, banderas desplegadas, muchos vivas que
alteres. He venido de pasada, a brindar con ustedes por este día. Con todos ustedes que son
mi familia, contigo Felipe, mi cuñado, porque somos cuñados, ¿no es cierto? Ha tomado a
querida Beatriz, estoy muy contento, de verdad, y estaba tan contento que me dije: los ojos,
los ojos de Beatriz se han puesto rojos y le tiemblan los párpados. Sus manos se aferran una
y otra vez a los mangos de la silla. Tiene los ojos abiertos, pero no quiere mirar: Florencio,
ahora que estás tan contento, ¿por qué no compartes esta felicidad con tu linda familia? Es
un bruto, ¡pobre Beatriz!, cómo debe estar sufriendo, Rebeca. Y me respondí a mí mismo:
exacto, Florencio, anda a ver a tu linda familia, mira a esa vieja inválida que es tú mujer,
¡Florencio!, qué canalla, y a esos idiotas de cuñados que tienes, todos como mentecatos
lamiéndole el ... ¡Florencio!, basta, usted está borracho, Florencio, mejor retírese, dice el tío
Felipe, con energía, y toma a mi padre de un brazo y lo empuja hacia la salida, pobre
Mi padre trató de protestar un poco, pero no opuso resistencia. Con firmeza y cortesía el tío
Felipe lo condujo hacia la puerta de calle. En el umbral nos encontramos frente a frente.
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-Soy Benjamín... Me miró como reconociéndome, Benjamín, Benjamin…, sí, mi
hijo Benjamín, qué grande estás, muchacho, y estiró una mano para tócame la cabeza y
reinoverrne los cabellos. Entonces se escuchó el grito desgarrado y seco, ¡no lo toques,
desgraciado!, y luego el llanto de Beatriz que convulsionó su cuerpo como si hubiese sido
presa de un ataque. Florencio Cruz, mi padre, apenas dio vuelta la cara y se detuvo en la
figura epiléptica de Beatriz se encogió de hombros, estrechó la mano del tío Felipe, me dio
unas palmadas en el hombro y salió. Fue la primera vez, después de diez años, que vi a mi
padre, y ya ni siquiera recuerdo sus facciones, Beatriz quemó todas las fotos que
conservaban su presencia.
medida que me viste voy sintiendo la opresión del cuello de la camisa, del nudo de la
los hombros las correas de los suspensores. Pero todo eso lo soporto estoicamente. Lo duro
empieza cuando tenemos que pasar al baño y mamá se apresta a la difícil tarea de dominar
el proceso posterior, la lenta erección de los cabellos rebeldes, la tirantez de mi frente, las
risas de los niños de la calle. Mamá no puede conmigo, me persigue por la pieza, salto por
encima de la cama y la pobre no puede cogerme. Todavía están demasiado débiles sus
piernas, demasiado torpes sus brazos. Entonces recurre a sucio argumento.- “si no té quedas
quieto, llamo a Florencio”. Es suficiente: la última vez que no respondí a esa amenaza
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No me amargo, sin embargo. Los sábados se disipan las sombras y, después de salir
del baño, bajo al living de la casa y en un sillón espero sentado y quieto; sin moverte,
Benjamín, porque si no tu padre no te lleva, hasta que siento los pasos de papá en la escala
y entonces sé que puedo levantarme y debo esperarlo en la puerta, donde él, vestido de
blanco entero con su varilla de mango dorado, coge mi mano y me conduce con seguridad
embobado a los niños de la cuadra que juegan en una esquina. ¿Me estás escuchando,
Benjamín? Si, te escucho, Florencio, yo siempre escucho y miro todo, ¿no te has fijado?,
¿no has sentido mi vista clavada en tu sombra que pasa en las noches muy tarde frente al
umbral de mi puerta? Si, papá, te escucho. Perfecto, Benjamín, pues te digo que hoy es un
sábado especial: tomaremos un carro y conoceremos el centro. El centro, papá, ¿qué es?,
Ya he escuchado hablar del centro. En las noches, cuando papá y mamá creen que
yo duermo, me siento en el último peldaño de la escala y escucho. Al oír sus voces espanto
las sombras del corredor y un mundo de cosas desconocidas, pero seguras, porque vienen
de las palabras de mis padres, se abre ante mí. En esas noches he escuchado hablar del
centro: ¿dónde andabas, Florencio?, ¿por qué te has demorado tanto? Y papá siempre dice
lo mismo: en el centro, Beatriz, en una reunión de negocios. Sí, los negocios siempre están
en el centro y dicen, mi Nana dice, que son bonitos con grandes vidrios y muy limpios, no
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como el almacén de la esquina, que siempre está sucio y hediondo. Mi Nana también va al
centro. Los domingos, después de almuerzo, se arregla bien y se coloca un sombrero con
flores de papel, y llena de motivos, dice.- voy al centro, señora. Vuelvo temprano.
Pero, ¿qué es el centro, papá, qué es en esencia, cuál es su embrujo, por qué ahí te
demoras siempre tanto? Papá sonríe, nos detenemos en una esquina, contempla la calle
partida por los rieles, es un conjunto de calles donde hay muchas tiendas, oficinas y
restoranes. Es un bonito lugar, donde va toda la gente y está el edificio de Gobierno y los
voy tratando de fotografiar las casas y plazas y la gente que a cada momento crece en
ondulante que se desplaza en sentidos inversos, sin reconocerse al pasar uno al lado de otro,
simplemente como sombras arrastradas a plena luz de día y tengo miedo y me aferro a la
mano de papá que me toma para descender en una plaza grande atravesada por una gran
avenida, frente a la cual hay un edificio ancho y bajo, coronado por pequeñas puntas que se
saludando a los hombres de uniforme brillante que hacían guardia en las puertas y patios
interiores, nos fuimos internando por calles angostas flanqueadas por muros altos llenos de
ventanas como colmenas y vitrinas de todos los tipos, hasta que nos detuvimos en una muy
grande donde se veía un piano de cola gallardo y negro, además de otros instrumentos:
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pespuntados en nácar con un terlado blanco y negro y una placa cubierta de botones
distribuidos simétricamente. ¿Qué es, papá?, pregunto. ¿Te gusta? Sí, me gusta, poco no sé
Llegamos a la casa con la inmensa caja a cuestas. Corrí a Mostrársela a mamá. ¿Qué
es?, me preguntó.
emocionó. Más bien tuvo un gesto de desagrado, después entendí que ella hubiese
Los pastelitos, los tecitos, los pancitos y los jugos están distribuidos alrededor del
salón. Beatriz domina todo el panorama desde el centro. Y ahora, damos comienzo al té
porque estamos todos. Entonces los tíos y las tías y los primos de primer, segundo y tercer
tercer grado se abalanzan sobre las mesitas indefensas y con una regularidad abismante
empiezan a desaparecer Ios pancitos, los pastelitos y los juguitos, Zunilda, trae más
bandejas, rápido que se ha acabado todo. - Aparece Rudecindo seguido de Zunilda con dos
con una bandeja en cada mano, felicidades, - Beatriz, estás estupenda, ay, Rebeca, tú
siempre tan halagadora, pero sírvete de esos alfajores que están deliciosos, exquisitos,
Maruca, dicen que la torta es algo de otro mundo, de tres pisos y kilos de crema y frutilla,
¿será cierto?, en efecto, un ataque fulminante, cayó botado en una calle y alguien de buen
corazón lo llevó al hospital, ¿se ha sabido algo? Beatriz lo sabe, Beatriz siempre sabe todo
y todo lo vigila, dicen que ella le ha puesto un médico, que le está pagando un sanatorio a
ese canalla, porque es una frescura, ¿qué te parece Maruca? Suben y bajan las tacitas de té
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y tú, Beatriz, investida de Reina Madre de ese corro de chismes sacrosantos que no paraba
ni un momento, tuviste la idea genial: ahora mucha atención. Tu voz corta el aire.
Benjamín me va a festejar con una de sus gracias. Frío. Siento que las miradas se
concentran, se agudizan, se detienen sobre cada detalle del pastelito que ha quedado a
medio camino de mi boca. Benjamin es un gran intérprete de acordeón. Para eso le puse
profesor durante tantos años. Calor. He descubierto los ojos de mis primas y mis primos,
pechos. ¡Vamos, Benjamín, vamos, Benjamín, gritan con sus voces chillonas los más
chicos y el tío Heriberto, como si viera un pájaro raro, qué interesante, Benjamin, hombre,
tócanos el acordeón. Frío. Ahora manda la mirada entre despótica y amorosa de Beatriz.
¿Le digo a Rudecindo que te traiga el acordeón o lo vas a buscar tú, mijito? Has
pronunciado las palabras casi con dulzura, con una entonación cercana a la ternura. Pero no
alcanzas ese máximo de humanidad, porque no te pertenece, y mientras insistes en que vaya
ineludible e imborrable que no puedes quemar. Florencio Cruz, mi padre, vive su ausencia
cuando ves el acordeón blandamente quieto en algún lugar de la casa. Más de una vez te he
visto acercarte a él cuando crees que no estoy. Pero yo vigilo, Beatriz, a ti te controlo desde
la inmunidad de la escalera y los corredores del segundo piso. En la noche siento el chirriar
temor, apenas apoyando tus yemas temblorosas en la suavidad de sus teclas. Luego lo
posesionas, lo aprietas, vas hundiendo tus dedos sensualmente en los botones, con ambos
brazos lo coges por su cintura y lo atracas a tu cuerpo. Sientes el olor etílico de su abrazo,
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la calidez de su murmullo como un quejido, la suavidad con que se cimbran sus partes
contra tu cuerpo. Es él. Palpas en tu estómago la penetración profunda de sus sonidos que
se repiten en un eco interminable como una inmensa sombra. Es él, repites guardada en tu
aparente impunidad. Por eso me sobrepongo al frío y al calor que reinan en el salón y,
envejecido de pronto, Beatriz. No debo pensar, te dices, no debo repetir las imágenes que
ya había olvidado y que quemé dolorosamente, aquellas figuras en blanco y negro que se
fueron achurrascando en la tasa del water, que se consumieron en medio de débiles aullidos
discontinuos, que se esforzaban por permanecer mutiladas por el fuego. Y días después de
haber quemado todas las fotos, todavía resurgían por el caño que conduce a las acequias,
con ese rostro risueño que no puedes olvidar y que, al ritmo de mis acordes, vas
reconociendo. Pero ahora soy yo el dominador de la escena. En medio del salón, rodeado
por mis tías, tíos y primos de primer, segundo y tercer grado, entre los que estabas tú,
Rosario, sentada en la alfombra que mamá había comprado, con tus piernas dobladas, con
tu falda levemente levantada a la altura de los muslos donde se perfilaba una realidad
desconcertante, ahí, justo en medio del salón, decido en un acto único e irrepetible, porque
los hechos siempre han sido diferentes, emprender el camino de las sombras y contornos
bruscamente aflorante y, sin embargo, no dudo. Conduzco sabiamente las teclas y los
al mío y sus pechos se rozan mágicamente con los míos y un calor impropio de la mañana
se va colando entre los intersticios de mi potencia muscular, "tu ronca maldición malev”, y
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el rostro de Beatriz es doloroso, porque la ebria realidad de sus humillaciones son como "tu
lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva". Te lo dije,
- Mis dedos se paralizaron, una nota quedó flotando -., en el aire, un recuerdo se
desfloró sin compasión. Te lo dije, Florencio tiene cirrosis y delirium tremens, por eso está
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Rosario y yo la contemplamos cómo circula del salón al comedor y de ahí a la cocina, para
toda la casa. Reviso cada detalle, cada mínimo elemento que se presenta a mi vista. Las
invitados.
Una calma inexplicable nos inmoviliza. ¿Quiénes vendrán? ¿Será como la última
vez? Difícil. El tiempo transcurre, es inexorable, los años van cayendo en un tacho de
basura que si se conserva incólume en las tradiciones de estas paredes. No quisiera que
estuviesen encendidas esas luces. Quizás con las lámparas de pie bastaría. Le escribo a
Rosario. Ella asiente. Nuevamente retorna la penumbra. Así estamos mejor, es más difícil
establecer los límites exactos de la realidad y las sombras adquieren toda su verdad. Beatriz
ya no es más la señora Beatriz y ni mucho menos mi madre. Es un atado del huesos que se
mueve desconcertada en medio de las penumbras. Sí, tienes que reconocerlo, Beatriz, nunca
lograste asumir toda la realidad de estas sombras. Sólo yo las percibía. Por eso siempre
encendías luces y más luces. Por. eso te has empeñado en mantener siempre limpias las
lágrimas de las lámparas, en conservar intacto el haz de luz expansivo que ilumina
sórdido y caótico, el que no obedece a normas fijas, el que se nutre del miedo y los
fantasmas que vagan por las noches, estaba más allá de las ampolletas, lejos de donde tus
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ojos pudieran interferir desplegando órdenes y pautas rígidas que sólo tenían valor en la
umbrales, en las sombras errantes que subían y bajaban por las escaleras y se iban
y de mi conducta de manera tan inevitable que se proyectó a lo largo de las calles y del
pensamientos.
sombras a todos los rincones de la casa y hemos destruido el círculo de claridad desde
donde te hacías invulnerable. Estás vieja, Beatriz, inválida y deshecha. No puedes impedir
el proceso, aunque insistas en pedirlo al pobre Rudecindo que encienda las lámparas
Así está bien, así debe permanecer el escenario, porque se aprontan sucesos
decisivos. Rosario también le teme a las sombras. Siempre le han provocado una reacción
despertaba y me veía a mí sentado en cuclillas sobre la cama, gritaba. Luego lloraba, ¿qué
pasa, Benjamín? Me asusta ver tus ojos fijos en mí al despertar. Entonces yo le hablaba.-
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Rosario, la noche tiene forma, la oscuridad no es uniforme como la luz, se define en
pequeñas facetas, que vas descubriendo con el tiempo, con la observación acuciosa y
detenida. Verás: no es lo mismo la noche con los postigos cerrados que abiertos. Cuando
están cerrados tú sólo ves lo esencial, lo preciso, lo justo y necesario. Ahí te das cuenta de
qué es cada cosa. Con los postigos abiertos, en cambio, la interferencia de las estrellas trae
luces de sombra sobre las cosas y te pierdes, te extravías en mil suposiciones y asumes un
medida que se van aclarando las penumbras se van diluyendo las formas y no te podría
aprehender, ¿te das cuenta?, como perdí a la Gina, como ella escapó del marco donde me
juego en medio de las sombras. En un rato más no seremos sino siluetas que representamos
nombres que al fin y al cabo ni siquiera recordaremos. Por eso no tendremos miedo,
estaremos en el centro del miedo palpando su mágica realidad. Por eso desnudaremos e
iremos soltando poco a poco, primero con discreción, luego con desenfado, las figuras
¿Será como la última vez? Difícil. Seremos los mismos, el Tito que llegará solo, el
Tulio con su mujercita llena de sufrimientos, Rubén y Helenita, el Pera de Agua y Marisol,
todos estarán para mi cumpleaños, alegres y risueños, como siempre, festivos y divertidos,
contándose las anécdotas que ya se han repetido cientos de veces. Hablando de sus niños y
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el colegio. Todo será igual, en esencia. Pero estaremos situados en el ámbito de la
Reviso los detalles uno a uno. Todo debe estar dispuesto para mi cumpleaños. En el
centro hay suficiente espacio como para bailar; los sillones están ordenados y se han traído
más sillas; en un rincón, sobre una mesa, está el trago que yo exigí; en una silla aparte, mi
acordeón. También está Rosario y Beatriz que circula en su silla de ruedas. La pared, sí, la
pared es lo único que discuerda con el todo. Se ve vacía, solitaria, definitivamente hace
falta el sable. ¿Será mucha la osadía? ¿Se merece tanto castigo Beatriz? No sé. ¿Qué hora
es? Estoy cansado. El sillón anatómico no resulta tan cómodo como se esperaba. Debiera
formas. Pero también en ella adquiero movilidad y eso, eso es peligroso. Debo permanecer
quieto, circunscrito a la fragilidad de mis ojos y mis oídos. Nada vitalmente sensual debe
Inglesa. En todo caso, poco tiempo lo usó, ya que a Chile llegó muy joven. Ese es un
misterio. ¿Mamá, por qué el abuelo se retiró tan luego de la Marina? Beatriz no me mira.
Sigue tejiendo unos paños de mesa con su crochet. El misterio. Pero para mi no hay
misterios en esta casa. Desde mi lugar en la escalera domino todos los contornos de la casa.
Las voces venían del salón, eran irreconocibles, llegaban sólo a través de la intensidad del
murmullo junto al féretro negro, la tía Grosella habla con la tía Maruca: "Por fin se murió el
viejo"; “ya estaba bueno que muriera"; "pero su vida, antes de la llegada fue muy
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desgraciada"; "sí, desgraciada. Y degradante”; “Sí, mejor no acordarse"; "pobre vicio, el
que mató él Abuelo"; lo demás fue un solo eco repetido hasta la saciedad, un eco que volvía
en las noches y circulaba por los contornos del umbral de mi puerta y repetía las palabras
quebradas por el olvido y el paso del tiempo. Pero yo las detuve: en un país misterioso,
lleno de aves exótica y plantas salvajes, estando el barco del Abuelo de paso por aquel
puerto que no ve registraba en los mapas, los marinos, al mando del joven oficial de la
Real Marina Inglesa, Lord Hubert Littleford, decidieron bajar a tierra a tentar fortuna
amatoria con las bellas amazonas del lugar. El caso es que, ya vencidos por la noche y la
a huestes, decidió tomar por asalto la primera choza que encontró a su paso. Irrumpió la
escuadra derribando la puerta y encontró en su interior seis bellas doncellas celadas por
un anciano sabio y santo del lugar. Al arrodillarse el pobre viejo con sus brazos extendidos
en plegaria para espantar a los Sátivos de cabellos rubios y tez pálida, el joven oficial, en
sable y atravesó el pecho del anciano. Y mientras la sangre del hombre se derramaba por
el suelo, al grito de viva y gloria eterna para el oficial, las huestes gallardas se solazaron
con las carnes tiernas y castas de las doncellas que, humildes y resignadas, aceptaron
una orden al mérito naval, fue despojado vergonzosamente de enseñas y jinetas y, sin ser
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El sable, por eso el Abuelo le tenia tanto cariño. Y ahora falta en su pared donde ha
dejado un espacio rojizo que recorta su silueta. Debería estar, ¿el sable, no será mucha
osadía? Es posible, quizás Beatriz no lo aceptaría y sufriría alguno de sus ataques. Pero, qué
diablos siento su ausencia como una punzada. Es mío, el Abuelo me lo dio: “y el viejo
sable será propiedad de mi nieto Benjamín”. La sangre llama a la sangre y en las sombras
con letra de imprenta, para no dejar dudas: QUIERO QUE EL VIEJO SABLE DEL
duda de su certeza de tener dominada la situación- ¿El sable? Sí, el viejo sable del Abuelo,
le ordeno con la cabeza. Rosario duda, no se decide a partir, febrilmente trata de encajar
esta decisión en sus esquemas. Pero es imposible. Ella tiene movilidad, puede hacer cosas,
se compromete y por tanto pierde fuerza. Sólo yo tengo el panorama absoluto del escenario.
¡Rosario!, gritó Beatriz, al ver el vicio sable del Abuelo colgado en la pared. Fue un
grito desolado, de horror, como si de pronto se hubiese partido por la mitad. ¡Rosario, el
suegra. ¿Sí ...? El sable, el viejo sable sacrosanto del Abuelo, el emblema de la dinastía, el
refugio certero de las tradiciones, el vicio sable, ¿por qué lo pusiste en el living, dime,
acaso no fueron claras mis órdenes? Pobre Beatriz, se resiste a la realidad, no comprende la
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- Señora Beatriz, Benjamín quiere que el sable esté en la pared el día de su
Beatriz me mira, sus ojos han perdido toda compostura, se inyectan de odio: por
Me hago el que no escucho, mantengo mis facciones sin expresión, no poseo rasgos
definidos, soy una sombra, que no me oyes, te lo estoy pidiendo por favor. Se acerca en la
demasiado, no puedo tolerarlo, qué pretendes, Benjamín. Cómo has envejecido, Beatriz, no
logras percibir los detalles más nimios, los más evidentes, porque no son sino las señales
Algo se paraliza dentro de mí. ¿Es que ya lo sabes todo, Beatriz? ¿Es que tu
humillación es una aceptación consciente? Siento deseos de escribir si, sácalo, te concedo
ese derecho, respetemos la memoria del Abuelo. Pero mis ímpetus son más fuertes, el sabor
del dominio absoluto me empuja a mantenerme más rígido que de costumbre, a ser más
implacable. En mis facciones se repiten tus facciones una mañana de domingo frente a una
muchachita de servicio. ¿Te das cuenta? Han pasado casi treinta años y los rasgos son
idénticos. ¿Será todo igual que antes? Es probable. Pero tú, Beatriz, lo niegas: de pronto has
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tenido la certeza del paso del tiempo y te humillas frente a mí, con los ojos implorantes,
Rosario se levanta y camina hacia tu silla te toma por los hombros, Mamá,
tranquila, démosle en el gusto a Benjamin, para que no se deprima, usted sabe lo duro que
es este momento, usted lo sabe y lo recuerda, tiene cercanas las nociones de los dolores
la maldita disonancia entre los impulsos nerviosos y las reacciones musculares, la torpeza
que se fue posesionando de sus movimientos. Las imágenes vuelven como lanzas que se
clavan con precisión, “Serás carne de mi carne, odio de mí odio, parálisis de mi parálisis",
usted lo sabía, señora Beatriz, lo supo desde un comienzo y se lo calló. Eso no se lo puedo
perdonar, así que tranquila, no se sulfure, Benjamín no debe sufrir, usted lo ha dicho, no
hay que contrariarle, Rosario, no salgas tanto, pasa más tiempo con él, ¿no ves cómo sufre
al seguirte desde la ventana con la vista? Las razones son inexorables, se revierten con el
tiempo y todo lo alcanzan, lo poseen y usted no puede escapar, resígnese, mire con amor el
viejo sable que durante toda la velada estará ahí, revolcándose de vergüenza en la pared.
Se calma. Poco a poco, casi sin darme cuenta, los pliegues de la cara se van
distendiendo y la mirada se va vaciando. Beatriz acepta, sí, que se quede el sable, que se
atraviese en mi pecho. Benjamín, "cría cuervos y te sacarán los ojos”, nunca olvidaré el
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haber dado cuenta que alguna vez lo harías, tarde o temprano, pero lo harías. Lo acepto,
gesto enternece. Pero es sólo un hálito de luz. Yo conozco sus sórdidos propósitos, sé que
mientras endulza la voz se va sonriendo, que mientras dice tranquila piensa te lo mereces.
Todo está demasiado claro desde un comienzo. Las cosas necesitan mucho más de la
penumbra.
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SEGUNDA PARTE
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sobresaltó y los rasgos se le crisparon en la cara. Son ellos. El jolgorio es inequívoco. ¿Son
descubrimiento de los sonidos. Ahora se escuchan risas, pequeños gritos, algún garabato se
escapa entre los alegres murmullos. ¿Ya llegan? Sí, estoy seguro, no puedo equivocarme.
Los ruidos, las modulaciones rasgadas, las interjecciones que se suceden en un coro festivo,
Una masa informe de rostros gira alrededor mío y por momentos se aprieta hasta casi
rozarme la cara los alientos múltiples de aquellas personas. Vamos, idiota, no te quedes ahí
sabe caminar... , al igual que yo trato vanamente de mover mis pies pero una rigidez total
me lo impide. Sin embargo, no tengo alternativas y ahora estoy sintiendo como las palabras
de la muchedumbre se van transformando en risas, una, dos, tres carcajadas, una multitud
de un lado a otro del patio y siempre encuentran una mirada burlona, una boca abierta de
par en par, una orden festiva para que siga el carnaval. Entonces, desde una de las
innumerables filas de personas, emerge un muchacho. Viste corno todos, con sus
pantalones anchos, su chaqueta cruzada, su corbata puesta como por obligación. Y también
es como todos, moreno, de pelo negro e hirsuto, mediana estatura, pómulos levemente
salidos. Es vulgar, pero su voz se impone por sobre las risas y gritos de la multitud. ¡Basta,
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está bueno! Si, tiene razón, el sudor se me ha ido instalando en todo el cuerpo, la fatiga me
va mordiendo los músculos de las piernas y no sería capaz de dar un paso más.
llamar la atención. Llego hasta la escalinata. Ahí me siento más sereno, ahí voy cobrando
una distancia necesaria para observar los sucesos. El muchacho sigue hablando y las hileras
se concentran en tomo a él. La proposición es simple: ahora, sí, en este momento, un gran
baile. Vamos, a escoger sus parejas. No se forman muchas, en un segundo están copadas las
pocas muchachas que ingresaron este año a la escuela. Los demás tenemos que hacer la
orquesta. Con las palmas, vamos, con ánimo, y el coro se inicia, muy bajito primero y luego
fuerte, adiós, muchachos, compañeros de mi vida ... Es un tango, uno de Gardel, como
los que le gustaban a la Gina. Me voy entusiasmando, nadie se mira, voy batiendo mis
aquellos tiempos, sin darme cuenta que alguien se va situando a mis espaldas, que va
bajando escalones hasta ponerse a mi lado, que, en medio de las circunvalaciones de las
parejas en el fondo del patio y del bullicio de tango que estamos produciendo, me empieza
a conversar. Al principio no me doy por enterado. Pero él insiste, oye, déjame preguntarte,
y tengo que desatender las palmas y la canción para escucharlo: ¿Tú vivías en Ñuñoa, cerca
de Emilio Vaisse? Sí, le respondo por cortesía y trato de retomar el ritmo. Sin embargo, me
recuerdo, ¿tú lo conoces? Lo conocía: Me llamo Tulio, vivía en una casa medio rosada a
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mitad de cuadra, por la vereda de al frente de la tuya, ¿te acuerdas? Sí, la inflamación
rape. No me acordaba, sabes, pero ahora que me dices, sí, recuerdo: Pues bien, entonces no
Nos dimos la mano y, uno al lado del otro, volvimos a batir palmas entonando un
swing que entonces hacia furor. Y el bullicio de las risas y los gritos se repite bajo la
clarinada de las bocinas de los autos y yo pienso son ellos, no me cabe la menor duda, ya
llegan. Beatriz también se ha dado cuenta y aprisiona con fruición el mango de su silla de
frente a mi sillón. Y creo ver una secreta angustia en su rostro que la sonrisa perfecta no
alcanza a disimular.
Beatriz no pudo estar tranquila ningún momento de aquel día. ¿Te das cuenta, Maruca? El
pobrecito Benjamin que entró a la Universidad, ¿cómo?, ah, sí, claro. Derecho va a
estudiar, como el padre, Beatriz, ay ni lo digas niña, ni te acuerdes que me da tanta rabia.
Sin embargo, Beatriz está tan orgullosa. Le regaló a Benjamin un terno nuevo, lo llevó a la
Ahora no puede tomar once. Ya debería haber llegado, el pobre, tan niñito que es, y
las horas han pasado de manera intolerable. Beatriz llama a Rudecindo, que el chofer vaya
a la Universidad, que pregunte, que busque por todas partes, que ubique a Benjamín.
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Pero no lo encontró. El chofer entró al salón afirmando su gorra de uniforme. Ahí
estaba doña Beatriz frotando el mango azul de su silla. ¿Qué pasó? ¿dónde está Benjamín?
estaba vacía. El rictus de Beatriz se pone tenso, apretado, corno si se aferrara con los
dientes a algo que reconoce improbable. ¿Qué puede haber pasado? Las imágenes
perturbadoras se le vienen a la mente sin poder evitarlo: Benjamín está botado en una acera
acechan mil peligros; Benjamín se ha enamorado y ha seguido los pasos de una mujer que
lo conduce a una encrucijada sin regreso. No. Las imágenes son demasiado ciertas, hay que
aventarlas.
Beatriz coge el teléfono, apenas logra marcar el número que conoce de memoria,
trata de inventar las palabras que no la delaten. Aló, ¿está Felipe? Un momento, el aparato
enmudece. Ella también guarda silencio, pero su silencio está lleno de voces inortuorias:
¿Usted es la madre de Benjamín Cruz? Tenemos que darle una mala noticia, su hijo ha
muerto asesinado por un desconocido, borracho y guatón, Beatriz, ¿es usted? Perdón,
Felipe, estoy tan angustiada. Se trata de Benjamín, salió hoy en la tarde a la universidad y
todavía no vuelve. Debe haberle pasado algo, sí, algo tremendo Beatriz, su rostro está
deshecho, lleno de protuberancias y moretones, le pegaron entre muchos, dicen que eran
homosexuales pervertidos, horrorosos hijos del Mal, personas poseídas por el Demonio que
habitan las calles y los bares, pero no es para tanto, Beatriz, no se preocupe, yo voy a
investigar qué le ha sucedido, en todo caso no debe ser nada, de seguro se ha atrasado con
sus nuevos compañeros, sabe usted, siempre los primeros días son tan excitantes.
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Cuelgas el teléfono. El tío Felipe te llamaba para felicitarte, Benjamín, dijo que lo
deberías haber invitado a la fiesta. Tus palabras son planas, desmotivadas, ni siquiera
intentas compartir el reproche familiar. Simplemente contemplas con desgano los distintos
grupos que se han ido formando en el salón, observas los rostros que de tanto rechazarlos
olvidaste imaginar. Los vas reconociendo en las risas en los sobrenombres que cruzan los
sillones de lado a otro, en las piernas levemente anchas de Helena, que insiste en mostrar.
Son los gestos que no adivinaste aquel día, son los rostros que no intuiste cuando llegó el
oficial hasta la casa y preguntó ¿aquí vive Benjamín Cruz? Tu rostro se paraliza, las
imaginación. Tu Voz casi no se escucha al afirmar efectivamente aquí vive él. Pero luego
gritas, apremias, te sitúas al borde exacto de la catarsis dramática: ¿Le ha pasado algo? El
consideras sino un ser inferior, corno un accidente en medio de las imágenes que vas
embriaguez asusta. Lo último no lo entiendes bien. Debe haber una una confusión, oficial
mi hijo Benjamín no bebe así que no sé cómo podría estar ebrio. ¿No estará confundido, no
se referirá a Florencio Cruz? Te resistes a admitirlo, obligas al oficial a revisar las señas
que va deletreando para no dejar dudas para evitar posibles equívocos, no señora, aquí dice
Benjamín Cruz, dieciocho años, y su segundo apellido es medio gringo, Litle…, Littieford,
aclaras de inmediato sin darte cuenta que tu propia afirmación despeja todas las dudas y
nuevamente tu rostro se endurece y poco a poco las imágenes se van escapando y sólo
tienes la clara certeza de que mañana, en ese mismo salón, aquella noticia será el
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comentario de toda la familia, porque se juntarán a la hora de once para recibir a Rosario
que viene llegando de París donde estuvo un año estudiando: una locura que sólo se le
¿Por qué sólo Rubén terminó la carrera? Eramos cinco muchachos y sólo uno se
recibió de ahogado. Es curioso. Aquel día, en medio de la bruma que poco a poco se fue
extendiendo por mi vista, parecían todos unos perfectos hombres de derecho. El muchacho
moreno de pelo hirsuto, luego supe que se llamaba Tito, ocupaba la cabecera de una larga
mesa que habilitó el mesonero para la veintena de muchachos que habíamos aceptado su
asistente al café fue variando. Personajes disímiles ocuparon las mesas alrededor de nuestra
instalación medieval. Entonces, sin darme cuenta, todo empezó a cambiar. Alguien pide un
borgoña, heladito para la sed, y luego el entusiasmo, un rico borgoña para inaugurar la
universidad, para bautizarla, agregan, para bendecirla, insisten. Y la primera jarra se acabó
rápidamente.- de aquélla bebieron todos, hasta los que opusieron mayor resistencia. De la
segunda, menos. Y medida que llegaban jarras a la mesa se fueron levantando muchachos
hasta que quedamos sólo cinco. El mozo desarmó nuestra mesa antigua y quedamos
reducidos a un cuadrado mínimo. Las caras se nos topaban, los alientos se confundían, el
alcohol era el denominador común. Ahí empecé a percibir la bruma. Una pesadez
desconocida me envolvía la cabeza y las figuras eran difíciles de precisar. Los limites
del café. Tulio, que estaba a mi lado, se dio cuenta que algo en mí no funcionaba bien.
¿Cómo te sientes, rucio? su voz llegaba desde las ultratumbas, se deslizaba repetitivamente
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hasta, mis oídos, al final sólo era un murmullo ininteligible. Pero lo descubrí. Percibí
que nos hermanaba. Le dije que me sentía bien. Y no mentía: en medio de las contracciones
estomacales y los mareos que arremetían un ánimo ferviente me iba poseyendo. Lo que
falta aquí es música, muchachos, dije, un poco más de alegría. Todos me miraron, me
analizaron, ¿quién será? En efecto, música necesita, apoyó Tito, hagamos nosotros la
música, propuso Rubén, tú que lanzaste la idea, rucio, atacó alguien. Y todo me salió de
adentro, como una erupción sexual, como un flujo de notas impensadas y nuevas. Si
arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, ¡vaya con el
cantor!, bajo el ala del sombrero, cuántas veces embozada, una lágrima asomada, yo no
pude contener, ¡bravo, bravo¡: exclamaban. los muchachos mientras yo, presa de emoción,
me levantaba de mi silla y extendiendo los brazos para dar mayor énfasis a mi canto, iba
desglosando el tango de la Gina, si crucé por los caminos como un paria que el destino se
penumbra despeja las formas, si: fui flojo, si fui ciego, sólo quiero que comprendas el valor
que representa el coraje de querer, y los aplausos se vertieron en cantidades, las manos
golpeaban la mesa siguiendo el ritmo, con los lápices en las botellas se producían acordes
mágicos y mi voz solemne, trágica, llena de amargura vital, al borde de las lágrimas,
absolutamente posesionado por el tango, era para mi la vida entera como un sol de
preparaba la llegada de los versos que nos conducían por el vértigo de la rodada y las
ilusiones pasadas que no pude arrancar, la cara del mesonero, su cara de perro de presa
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-¿Qué se cree usted que es esto, jovencito?
sonidos dispares del café y luego se cristalizaron en un silencio sacro que se impuso en
Entonces los sucesos se desencadenaron con extrema velocidad, con una rapidez
que la bruma rojiza que me envolvía no me dejó percibir con claridad. Tito se paró
- Mire, jovencito. Usted está borracho. Mejor hágame caso y lárguese, antes que
llame a la policía.
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- ¿Me amenaza usted? Hasta ese momento estaba convencido que Tito estaba
sobrio. La afirmación del mesonero me trajo la realidad de golpe. Pero las cosas no estaban
para reflexiones. La actitud de Tito nos involucraba a todos y cuando se acercó el otro
Sin duda el espectáculo les agradaba. La mayoría de ellos sonreía. Entonces, la afirmación
- De ser así, caballero, digo, de ser así violentamente expulsados de este recinto, nos
reservamos el derecho a irnos sin pagar en reparación del agravio que se nos comete.
¡Vámonos, muchachos!
Tito recogió sus cuadernos y nosotros lo imitamos. Con parsimonia nos dirigimos a
la salida, casi con orgullo. Nuestros pasos eran inseguros, tambaleantes. Los mesoneros
estaban atónitos, hasta que el más joven, que era el único que había hablado, dio el grito de
alarma: ¡se van sin pagar! Y se nos vinieron encima. A mí me cogieron del cuello y caí. El
Tito se defendió y los demás corrieron. En un segundo quedamos los dos botados en el
suelo. El labio de Tito sangraba. La bruma se intensificó, adquirió matices de terror y los
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carabineros y como no nos alcanzaba para pagar la cuenta, nos llevaron a pie hasta una
comisaría que estaba cerca. El camino fue fatigoso. La hediondez la tenía impresa en la
boca y cada bocanada de aire que respiraba me hacía recrudecer las ganas de vomitar.
Personalmente Beatriz fue hasta la comisaría acompañada del tío Felipe. Desde la
oscuridad del calabozo escucho, como siempre, la aguda voz de mi madre. También
de la puerta.
Tito: Parece que ya nos van a sacar, mi madre está aquí. Sí, ahora estoy seguro. He
que a veces toma su silla. No es Rudecindo, es más grande, como la silueta de papá. ¿Habrá
venido también? La oscuridad me aclara la situación. Estoy fregado, mamá debe estar
exactitud en medio de la sombra. No me cree nada de lo que digo. Pero sé que estoy en lo
cierto, las figuras no me engañan. Veo como una silueta de gorro se acerca a mamá y le
entrega unos papeles. Luego se sienten los pasos y una sombra que va copando el umbral
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de la puerta. Te lo dije, Tito, ya vienen. Una orden consolida mi apreciación: abran el
calabozo tres.
identifico acercándome. Tienes suerte muchacho, ahora puedes irte. Me quedo parado, no
atino a moverme. Tito permanece como indiferente. Vamos, muchacho, que lo están
esperando, no le haga pasar más malos ratos a su madre. Mientras voy al camastro a
recoger mis cuadernos me atrevo a preguntar, en voz muy baja, con respeto, ¿mi
compañero se va a quedar? Fuera de aquí, niño. Quédese callado y tome sus cosas. Él sabrá
nos despedimos y una sensación de traición me consume. Creo que sería capaz de golpear
a alguien aunque no hubiera razón alguna. Pero cuando entro a la oficina, la figura de
mamá, rígida y ojerosa, me espanta todas las imágenes. No hay palabras de por medio, no
hay excusas ni cariños. Con un gesto me indica que la siga. El tío Felipe me toma de un
las más mínimas vibraciones del motor del auto. Al llegar a la casa me apresto a subir, pero
la voz de mamá, ¡Benjamín!, la voz seca y aguda, me lleva hasta el salón. El embotamiento
vuelve, las lágrimas de la lámpara me hieren los ojos, me siento en el sillón lleno de
alteraciones. Ahora: cuesta abajo en mi rodada las ilusiones pasadas yo no las pude
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arrancar, recuerdo mientras mamá se va sofocando y ya veo que cae el jarrón de porcelana
china, porque su silla fluctúa de un lado a otro del salón y tratas de ser objetiva, Beatriz,
intentas mostrarme con exactitud científica cómo el alcohol conduce a la enfermedad y que
no es propio de un Littleford andar borracho por ahí con un pelafustán cualquiera que no
tiene nombre ni situación y sigues hablando, Beatriz, pero yo no te escucho y las razones
quejumbrosas que vas adquiriendo, que qué me has hecho, que por qué soy tan
malagradecido, que debieras prohibirme ir a la universidad, que no sirvo para nada, todas
esas argumentaciones que no te sientan, me van resbalando en una ola de odio, de ganas de
mandarte a la mierda, pero no, soy más sutil, tú lo sabes, y me rebelo desde la oscuridad de
las verdades ocultas, no soy un Littleford, mamá, te digo con la lengua manifiestamente
traposa, soy un Cruz y tienes que aceptarlo, me oyese un Cruz como mi padre.
Me río, me levanto tambaleando, doy vueltas alrededor tuyo y las cosas giran en
torno mío. Un Cruz, simplemente, Beatriz, ni más ni menos, ¿sabes cómo me decían en el
hacerlo, porque yo, agachándome hasta casi tocar tu nariz te lo grito.- el Cruz, Beatriz, el
mano se incrusta en mi cara quedando grabada en los claroscuros del rojo y blanco de mi
piel.
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Entonces doy un salto, arranco de la pared el viejo sable. La imagen es magnífica: la
cara de horror quedó impresa para siempre en la memoria de los marinos que presenciaron
el sable del oficial Littleford atravesando el vientre flaco del anciano con las manos en
cruz. Se cristaliza mi mano con el sable en alto pendiente de tu cabeza. ¿Supiste el alcance
Autorízame para ir a acostarme. Estoy cansado. Consientes, con los ojos llorosos, mirando
el viejo sable que cuelga en la pared contemplando al compacto grupo que forman los
muchachos y que frente a mí ordenados en una hilera, bailan y ríen entonando a gritos el
cumpleaños feliz, te deseamos a ti, cumpleaños, Benjamín, que los cumplas feliz.
Y mientras caen sobre mi cabeza y se deslizan sobre el sillón de terciopelo azul las
chayas y serpentinas, veo el rostro feliz de Rosario que impúdicamente muestra su escote a
Tito.
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serpentina y los millares de pequeños papelillos picados que los amigos, esa muchedumbre
corrupta, han instalado en medio de la alfombra y sobre los sillones de terciopelo azul. El
espectáculo es multicolor. En la penumbra del salón, como pequeños destellos, brillan las
tonalidades diversas de los papeles. El rojo y el azul se suceden junto con los amarillos y
los verdes y van confundiéndose en una sola masa indiferenciado donde las violetas y los
celestes y los Morados intensos pugnan por imponerse en un desorden absoluto. Beatriz
recuerda su esmero senil, la atención sublime que puso en cada detalle del salón para esta
un solo tropel que irrumpió en el salón presididos por un coro disonante alterado por las
risas, ¡alegría, alegría!- entraron sin la más mínima intención de saludarla; sin prever la
reverencia que se hacia necesaria para una normal convivencia. Simplemente tenían sus
un pronóstico, establecido en las distancias infinitas de una vida que le era ignota, si,
distingo con claridad - te das cuenta, tiene el mismo gesto que su madre, la mano le tiembla
de igual manera y no habla, te fijas, su madre, sí, ella, saludó, pero con dificultad. Sí
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Beatriz no alcanza a descubrir las, claves que envuelven este prólogo a la fiesta donde nos
habla con Tito. Pero él no vino solo, junto al tocadiscos está Marité escuchando
rigurosamente a Rubén. Desde mi sillón es difícil discernir exactamente sobre qué están
hablando. Pero Rubén debe estar explicando lo injusto que son las cuotas, en efecto, Marité,
las ventas al crédito son un verdadero robo, te lo digo con experiencia, afirma categórico
Rubén ante la somnolencia total de Marité que, sin embargo, resiste ingenuamente la
mirada penetrante y fija del Incacola Rubirosa. Todo resulta demasiado idéntico, casi
rutinario. A mi lado el Pera de Agua Galdámez me cuenta la última pelea que tuvo con
Marisol. Benja, ya no hay quién la entienda. Nunca ha existido la persona que interprete
razones sobre su comportamiento. Y así, cubriendo la totalidad del salón, mirando sin
detenerse el viejo sable que está en la pared y el acordeón, que reposa en un rincón, la
que surge de las lámparas de rincón y que sitúan a Beatriz en la exacta dimensión de un
silenciosos que se van desplegando. En sus ojos sólo se refleja el brillo multicolor que
dejaron mis amigos con sus serpentinas y sus chayas, y en el inundo sostenido y dispar de
posesiona de cada rincón y cada respiración de las paredes y de las miniaturas y del jarrón
de porcelana china que el Abuelo trajo en uno de sus viajes por el Oriente.
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Vinieron los mismos de siempre, pero de pronto da la impresión que nada es igual.
¿Acaso el tiempo ha transcurrido? Difícil. Las prominentes barrigas siguen su curso natural,
embargo, la inmovilidad del tiempo es sólo transitoria. Hay gestos reveladores. Después de
terminar de cantar y bailar el cumpleaños feliz, todos me saludaron. Pasaron por mi sillón y
trataron de abrazarme, felicidades, Benjamín, quisieron golpear mi espalda, bravo por los
estás estupendo, Benjamín, me golpeó el arco superior de la ceja en una clara muestra de
que el pasado es taba ahí presente sin alteraciones. Pero nadie pudo disimular. Les costaba
cadera, justo ahí donde comienzan a notarse los años y la sonrisa de respuesta fue tirante,
arrancada desde su columna vertebral por una presión parecida al pánico. Rosario miraba,
casi se reía, pero su rostro delataba la tensión del momento. Corrió hasta el tocadiscos y lo
echó a andar. Adiós muchachos ... la música sigue repitiéndose a través de los años y ya no
es la Gina desde su ventana enmarcada la que gira la manivela sino que la música surge
desde algún lugar desconocido del salón donde alguien, un personaje sin rostro que debo
te parece esa pelirroja, Benjamín? No contesto. ¿La pelirroja, la morena que hace ojitos
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desde una esquina, la de pelo castaño que baila con el vejete? No puedo contestar. Necesito
que van brotando desde todos los rincones. ¿Cómo estás, Benjamín? Rosario está
estupenda. Ya es toda una mujer. Viene con una boina y un sonsonete nasal excitante.
Vamos, Rosario, cómo has cambiado. Se nota en cada uno de sus gestos la mutación
imagen oscura que define el salón movedizo donde un bolero se va enredando entre las
parejas disímiles que copan la pista: ahí el Tito da vueltas con una mujerona de casi treinta;
Rubén se aprieta a una rubia teñida exuberante; por el medio el vejete acaricia a la de pelo
Rosario, desenfadada, Beatriz, ¿viste cómo miraba a Benjamín? Todo el mundo se dio
cuenta y yo también capté que mi rubor deslumbró los pastelitos que mamá había preparado
y que Rosario no ha tocado, porque explica los últimos adelantos de la moda en la Ciudad
Luz y los preparativos de guerra que son evidentes y solamente al bruto de Heriberto se le
podía ocurrir tamaña idea: Benjamín, ¿no crees que deberías invitar a tu prima a salir para
que se reencuentre con la capital? Un bruto desatinado, Maruca, sin saber siquiera cómo
llegaba esa niñita, en qué se había convertido después de un año conviviendo quién sabe
con qué tipo de degenerados y corruptos que bailan y bailan en la pista mientras yo los voy
identificando en medio de las parejas: Tulio con una guatoncita; el Incacola con una
cholita; el Pera de Agua con una señora que parece respetable y que no lo es, porque lo he
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a través de los ojos de Beatriz, sí, de sus ojos anormalmente tranquilos, adivino que en casa
estabas sospechando toda la verdad de mis salidas con Rosario donde ella me contaba de
una calle llena de mujeres con los vestidos abiertos en el costado, los pechos saliéndose de
Todos suben, menos yo. Mientras voy imaginando sus afanes dantescos, aprovecho
para detener aún, más mi reconocimiento del salón. A veces alguna de las mujeres se me
acerca, me acaricia el cabello o me besa en la boca y nunca falta la morena que se sienta a
mayoría de las veces veo el sanatorio. No sé por qué la sala de visita tiene el mismo aspecto
que este salón. Debe ser por la diversidad de personas que en él se hallan; por las actitudes
encontradas; por la misma amargura reinante. Beatriz no sabe de aquellas visitas. Está
demasiado obsesionada por mis salidas con Rosario. Eso sí, ya no me controla tanto, se ha
precariedad. Sin embargo, insiste, porque es testaruda. Ella siempre lo ha sabido todo,
siempre anda vigilando los movimientos de la casa, rapiñando hechos en cada comentario y
aún tiene sus sutiles maneras de manejar la situación. Al volver en las noches de casa de
Rosario, allí está ella en su silla de ruedas. He llegado a pensar que ya no se acuesta, que
demasiado. En algún momento debe meterse en la cama y apagar la luz. Debe ser un
instante de sumo horror, de tremenda soledad. Beatriz siempre le ha tenido mucho miedo a
la oscuridad, me dice Florencio Cruz, mi padre. Y agrega muchas cosas, hay que temerle,
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hijo nada es más peligroso que una persona presa del pánico. Y tu madre vive inserta en
oscuros temores. Por eso no se acuesta, no duerme, sólo entrecierra los ojos para recordar
su orfandad y luego vuelve a la vida. En una oportunidad quise comprobarlo: venía del
prostíbulo, después de haber estado la tarde con Rosario. Al entrar, veo la luz del salón
ser una alucinación, es decir, que su inmovilidad no sea sino una producción de mi espíritu
embriagado. Me acerco para cerciorarme, a través del vidrio las cosas se difuminan mucho
más. Beatriz no es Beatriz, sino que es una niña pequeña que mira hacia arriba, hacia un
punto indeterminado donde está el Abuelo. Conversa: Is it you father? Qué bueno que
Durante el día ando errabundo por los pasillos para ver si logro divisaste o descubrir a mi
atraviesa en los umbrales de las piezas entero desnudo seguido de mujerzuelas vestidas
como ángeles que se ríen y me gritan cosas, cosas horribles, father, fea, paralítica, frígida,
father, son cosas que las dice el mismo Florencio y ya ni siquiera puedo dormir, porque
nunca sé dónde se me va a aparecer con sus groserías que yo no puedo tolerar, pero que
tampoco sé cómo impedirlo, help me, father; Si sólo tuviera fuerzas para coger tu viejo
sable y acometer un acto de extremada valentía militar y atravesar las sombras que me
acechan desde todos los rincones. lt is easy, father: yo no tendría pesadillas como las tuyas,
porque las sombras no tienen sangre y por lo tanto no me perseguirían como atestiguan
los bravos marinos que vieron la sangre del anciano correr vigorosa en pos del gallardo
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brevemente al pisar el primer peldaño de la escalera. Uno nunca sabe lo que puede venir.
opulencia de su recuerdo. ¡Vaya, Benjamín, al fin te acordaste que tenias padre! Le explico,
porque con ella abro una puerta para su venganza, una puerta que yo deberé procurar para
para que puedas abrir la puerta. Pero mientes. A mi no me abres nada, Florencio Cruz, tú te
estás configurando tu propio destino. Sin embargo, te escucho reverente: Si quieres, tengo
por ahí unos pesitos ahorrados, te asigno una pensión y te vas a vivir solo, ¿qué te parece?
sueño. La idea se torna precisa en la bruma que cubre el umbral de la puerta que da al
Y tú, Rosario, ¿qué tienes que ver con esta historia? ¿También has ido programando
tu venganza desde hace tantos años? Beatriz lo ha descubierto todo. Por un momento tengo
la certeza. Que Tito en medio de una carcajada se arrimara hasta el cuello de Rosario y
Beatriz anunciara que la cena, sí, dijo la cena, estaba servida, fue todo uno. Y mientras
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espero que me recojan para llevarme a la mesa, percibo el aire de tiempo sostenido que va
quedando en el salón. Las parejas han ido desapareciendo una a una de la pista de baile y la
música, ahora un solo de saxofón, puede percibirse en toda su magnitud. Todos han subido,
menos yo. Le pido a uno de los maricones que atienden que me preste un acordeón. Tengo
curda, pero es el viejo amor, bandoneón ... Me inicio por primera vez en los ojos de
Rosario: París entero me está mirando en la exaltación mágica de ese rostro nuevo que
inalcanzable que de pronto se encarna en una cercanía peligrosa. Entre nosotros existe una
nebulosa distancia. Canto con más fuerza, necesito con urgencia del espacio que define la
difuminan en la tensión antigua que va creciendo cuando te acercas en exceso para ver el
teclado de mi acordeón y, como si todo ocurriera por una casualidad perversa, tu mano se
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Estoy enamorado, muchachos - proclamo. Borracho, piensan todos y brindan con
se va concretizando, los muchachos que ya han bajado se reúnen en torno a la mesa, echan
a las mujerzuelas que nunca pierden la esperanza de una segunda vuelta y sin preguntar, me
acosan. Voy a responder, tengo que explicarles con mesura. Pero alguien ha corrido la voz
que yo canto, la morena con toda seguridad, y une están pidiendo. Estoy borracho, mi vida
es una herida absurda, voy vibrando al calor de los aplausos que exigen, es una curda
nada más, y mi voz va conquistando una segunda corrida completa sin pagar para todo el
grupo.
- Anoche te fui fiel por primera vez, Rosario – digo -, no subí. No entiendes. Retiras
tu mano con timidez. París es un mito que sobrevive aún en tus deseos ocultos, yo lo
recupero casi con violencia. Dejo a un lado el acordeón y te tomo de la cintura, te aprieto
un poco y te beso.
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lo dijo: somos trece en la mesa. O falta o sobra alguien. Nos quedamos parados sin
atrevemos a ocupar nuestras sillas. Siento cómo los brazos del Pera de Agua flaquean
sosteniendo mi cuerpo. También me duelen las piernas que, rígidas, cuelgan de la sillita de
mano que me han hecho. Somos trece. Es inevitable el temor. Beatriz lo calcula
mentalmente: el número como una maldición, como un aviso trágico, como una llamada
aterradora. ¿Quién sobra? La pregunta circula de cara en cara sin respuesta. Rosario
haremos caso de supersticiones, dice Tito, y con un gesto le indica al Pera de Agua que me
servicios y la vajilla. Todo luce, todo brilla, todo encandila. Noto la dificultad evidente de
Tulio, la sincera alegría de Rubén, la indiferencia absoluta de Tito que se sienta junto a
Rosario. Estamos listos para comer. Pero no: Beatriz no se ha sentado y aguarda desde un
rincón en su silla de ruedas. Tiene miedo, es clarísimo. Somos trece, una realidad perfecta e
indesmentible. La certeza del número fatídico te corroe los restos de serenidad que te
quedan Beatriz. Ten cuidado, Rosario se ha dado cuenta de tu debilidad, está revisando
junto contigo las imágenes que no te dejan y que se actualizan ante la evidencia de la
fatalidad en la mesa.
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-¿No te sientas, Beatriz? - pregunta Rosario.
Ni siquiera reparaste en que te tutearon. Las palabras de Rosario ya no han sido una
Beatriz, té está diciendo sin hablarte, descifrando un código secreto que tú no vas a poder
obviar. Tienes que responder algo, Beatriz tienes que decir una palabra clave, debes aceptar
tu precariedad. Pero no respondes. Miras incrédula, ¿Qué nunca te vas a dar cuenta? Debes
aceptar tu renuncia o morirás. En la voz de Rosario que repite su pregunta no hay afecto,
sino sorna. ¿No ves cómo los muchachos ya empiezan a reírse? Vamos, Beatriz, qué pasa
con tu dignidad, apúrate emprende la retirada, ¿no ves que yo también estoy siendo
atacado por las preguntas que ahora surgen de todos los rincones de la mesa? ¿Doña, es
usted supersticiosa, cree en las brujas, en los fantasmas? Se ríen ya sin descaro, porque soy
Las sombras se disipan, en la mesa iluminada por una lámpara de cien lágrimas han
desaparecido todos los vestigios de la penumbra y puedo contemplar los rostros de cada
uno de mis amigos, de sus bocas abiertas riéndose de la inmutabilidad ficticia de Beatriz.
No puedo soportar la luz, no tengo a mano mi libreta de apuntes. Rosario tuvo especial
cuidado en esconderla. Ella cree que me ha engañado, que yo estoy convencido de que su
desaparición es casual. No sabe que la he vigilado, que siempre ha estado bajo la tutela de
mis ojos y mis oídos. Y hoy, en especial en este día, mi observación ha sido mucho más
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minuciosa. Desde mi sillón anatómico descubrí su silueta falsamente resguardada en la
oscuridad acercarse hasta mi silla de ruedas y sentí el roce de sus manos al hurgar en la
bolsa de cuero donde guardo mis palabras. Tus manos tiritaban, Rosario, tu ansiedad te
delató a mis oídos sensibles. Fui notificado con claridad de tus propósitos. Y lo acepté.
Estoy resignado a jugar este juego. Sólo yo tengo la ventaja, porque me creen indefenso y
por eso a cada momento me miras de soslayo para verificar que mi vista sigue todos tus
movimientos y que voy entendiendo paso a paso tus objetivos. Me necesitas, Rosario, soy
indispensable para que puedas cumplir tus intenciones. Pero se te ha escapado un detalle.
su orgullo para que puedas consumar tus propósitos. Eso necesitas tenerlo presente a cada
momento. Por eso detengo las bromas que le hacen a Beatriz extendiendo mi mano y
botando una copa de vino. Todos se miran: pobre Benja, ya no se controla; mira cómo le
tirita la mano y la cara y el párpado derecho; qué brutos, cómo no nos dimos cuenta:
Benjamin quiere brindar. Levantemos esta copa de vino, muchachos, por los felices
relaja. Al levantar su copa de vino estira su brazo de tal manera que su busto se proyecta
omnipresente sobre los ojos de Tito. Yo también veo sus insinuaciones y el gesto magnífico
Rosario no entiende nada. Pero estoy prácticamente segura, Benjamin. Llevo quince
días de atraso. Y si fuera cierto, ¿te imaginas el escándalo que se armaría? Sí, lo imagino. Y
mucho más de lo que Rosario podría suponer. Ella no tiene los sentidos de Beatriz puestos
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encima. Pero mi madre es implacable. Ha descubierto cada uno de nuestros movimientos,
porque no duerme y vigila. Cuando tú, Rosario, vas revelando la naturalidad de tu cuerpo
yo contengo la respiración para no producir ruidos que puedan delatarnos. Es más fuerte su
presencia que el peligro siempre atento de tu madre en el piso de arriba, es más incisiva que
la posibilidad de que tu Nana irrumpa en el living justo en el momento en que los ecos se
confunden con tu propia ansiedad y con mis recuerdos matinales irrepetibles. Pero siempre
ha sido así, Rosario, toda la vida desafiaste las sombras aberrantes de la incertidumbre y no
tuviste compasión de mis temores cuando por primera vez en la penumbra del living de tu
casa me tomaste la mano y me dijiste: toca aquí. No, no, nunca sospeché que encontraría tu
perteneciera. Y esa mano que se había manchado de tabúes sería descubierta por Beatriz,
Maruca, porque dicen que las visitas de Benja a su prima Rosario no son nada de santas,
Rebeca, con las cosas que debe haber aprendido esa niñita en su estadía en París. El
de tu limpidez.
calidad en sus oscurecidas formas, porque así me corresponde. El hecho se presenta como
un acto de superstición, se funde en una penumbra ignota y de pronto se define: Mamá, voy
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Beatriz abre los ojos. Sobre su cabeza aún pende amenazante el sable desenvainado del
Abuelo que sostengo con firmeza británica en mi mano. ¿Qué dices, niño? Me mantenga
sereno, poseo en plenitud mi potencial de creación. He sido claro, mamá. Voy a dejar la
Universidad y voy a trabajar. ¿Qué? Y también me voy a casar, muchachos, agrego. Claro,
que a Beatriz no le digo eso. Simplemente anuncio mi decisión académica, que no es más
que reafirmar la realidad de mi fracaso estudiantil. Ella cree que no es así y alega: pero por
qué si te ha ido tan bien, niño. Ilusa, ingenua, desprovista de sus capacidades de vigilancia.
lo clarifica con venerable exactitud: la vida escapa de las paredes y se instala en penumbras
cósmicas intangibles que se mímetizan con el alcohol y los ruborizantes asientos carnales.
No te voy a dar explicaciones, Beatriz, digo con una convicción que desconcierta. El sable
eternamente grabada en las memorias emocionadas de los marinos que vieron la punta
plateada del sable aparecer por las espaldas crujientes del anciano. Pero los muchachos
Beatriz: dejas la universidad y te vas de esta casa. Entonces es necesario explicar, siempre
muy tranquilo, casi con sorna: no me amenaces, Beatriz. Florencio Cruz me ha ofrecido
mantenerme mientras encuentro trabajo estable. ¿Qué? Florencio Cruz, tu padre, has
hablado con él, traidor, malagradecido, niño desquiciado, me has hecho esa canallada. Está
alteradísima, casi al borde de la locura. Acerco mi cara hasta rozar el aliento de Beatriz: sí,
pendió sobre tú cabeza sostenido por mi mano. Pero ahora el sable cayó. Y te lo
comuniqué sin odio: me fui de la casa, Rosario, y nos vamos a casar. ¡A brindar, entonces!,
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salud, Benjamín, por tu matrimonio, salud, amigo, por tu cumpleaños número cuarenta y
dos, salud, doña Beatriz, su hijo, paralítico y todo, es un tipo excelente, dice Rosario y la
carcajada al unísono estalla en la mesa. Qué felicidad, todo parece ser igual que antes,
cuando por toda respuesta me besaste y dijiste, que si, nos íbamos a casar.
Rebeca y ésta a la tía Maruca y entre todas, armadas de los mejores argumentos,
convencieron a Beatriz que aceptara la boda y se hiciera presente. Rosario, al fin y al cabo,
ambiciosa una excelente mujer para tu hijo. Dale una oportunidad, Beatriz, acógelo de
Rosario, que todos los días hablaba con la tía Grosella, me mantenía informado de las
vicisitudes familiares. En todo caso, por nuestra cuenta ya habíamos iniciado las gestiones
con la Iglesia y con las Leyes y todo estaba dispuesto. Tito, a través de un tío, me había
conseguido un puesto en el Banco. Con lo que allí ganaba más la pensión que le había
aceptado a papá, teníamos para vivir, sin problemas. Y el atraso continuaba. Ya había
pasado un mes.
Rosario se miraba todos los días en el espejo tratando de descubrir los primeros
trascendente. Lo mismo que siempre hallaban las tías que ahora inventaban cualquier
pretexto para aparecerse por su casa y comprobar si era efectivo lo que decían respecto al
embarazo de la niña. Beatriz también estaba intrigada. Aquel hijo probable sintetizaba en
un ser específico la extinción del apellido Littleford. Aquel fue el argumento definitivo:
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Beatriz, piénsalo bien, a Benjamín lo puedes convencer de que apellide a sus hijos con el
nombre del Abuelo, sí, efectivamente, tú puedes robarle a Florencio Cruz su posibilidad de
perpetuarse. Es una hermosa perspectiva. La saboreas con deleite, la deglutas con lentitud.
apellido, su nombre, su prolongación. Pero para conseguirlo debes transar. Tendrás que ir
hasta la oficina de tu hijo y conversar con él, pedirle disculpas, arrodillarte si es preciso.
del edificio del Banco, dudas. ¿Será posible? ¿Lograrás tu meta? ¿Aceptará Benjamín? El
costo es elevado, casi impagable. Sientes tal presencia indefinida del sable levantado,
palpas la risa burlona de, tu hijo cuando te saludo, hola, Beatriz, ¿cómo estás?, mientras
observas la hilera de escritorios iguales y los rostros y los cuerpos todos idénticamente
-¿Y no piensas decirme nada? ¿No vas a permitir que esté contigo?
blanda, cauta, en exceso respetuosa. Entonces debí sospechar, debí precaverme de tus
propósitos. Pero efectivamente en esos días estaba muy feliz. La perspectiva del
matrimonio copaba todas mis expectativas. A los muchachos los veía de carrera en el bar y
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ya no iba al prostíbulo. Ellos me embromaban: te tienes bien escondida a tu mujercita,
bandido, ¿acaso es de oro? No, él oro es poco para su verdadero valor. La importé de París,
¿qué les parece? Mi felicidad la tenia hipotecada con la esperanza de mis nupciales
ahora, que estás contemplando la mesa desde un rincón en tu silla de ruedas, en que todavía
yo te creía a pesar de todo? Ni siquiera has reparado en que al botar la copa de vino impedí
igual no lo habrías agradecido. Tus súplicas siempre fueron interesadas. Las figuras
discernimiento.
lejanas a tal punto que ya no son sino una difusa galería de colores donde reposan tus
culpables propósitos. Todas andan tramando pequeñas y grandes conspiraciones, todas, sí,
tú y Rosario, y las tías y Helena y Mónica, todas se confabulan para destruirme. Por eso
cuando salgo de la iglesia no miro a nadie. Me posee un hálito místico, que me transporta
presencias borrascosas, ahí el Abuelo se acerca hasta mi cabeza, posa suavemente sus
manos rugosas y me confirma: eres un Littleford. El sable está destinado a tu mano, debes
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No puedes renunciar, Benjamín, eres un Littleford. Ese fue el momento crucial. Ahí
debería haber comprendido que tu presencia, Beatriz, me encadenaba para siempre. Ahora,
bajo la luminosidad perturbadora de las luces del comedor, apenas reconozco esta perfecta
identidad que nos ata. En el preciso momento en que mi mano temblorosa trata de tomar un
sorbo de vino de la antigua reserva, el escote de Rosario se derrama, los ojos de Tito se
por los siglos de los siglos al recuerdo venturoso de mi potencia olvidada: La luna de miel
fue dulce como ninguna, sólo quiero que comprendas el valor que representa el coraje de
querer.
creció. Permaneció sordo a los gozosos llamados que le reiteramos noche a noche,
cobijados por el manto de oscuridad que posibilitaba nuestro reconocimiento. Pero las
sombras se escondían en nuevos espacios más recónditos, donde todo mi poder de fecundar
no lograba llegar. En la penumbra hurgaba entre los intersticios del cuerpo de Rosario
sollozabas. Mientras, ibas lentamente acumulando odio. Es ella, tu madre, la que no nos
argumentaba de manera razonable: ¿para qué crees que nos ofrece, ir a vivirnos con ella?
Ahí espera que tengamos nuestro bebé para secuestrarlo y adiestrarlo en la tradición marina
del Abuelo, en el manejo de los sables y las sillas de ruedas. Benjamín, sigamos así como
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estamos. Ven, poséeme, destruye la posibilidad de engendrar con un ataque violento,
noche y de las entrañas de Rosario. Pero un día quedó todo claro. La silla de Beatriz está
palabras son moles de realidad que se van cayendo sobre mí sin compasión: Benjamin,
tengo que hacerte una proposición. No titubea, no se detiene, continúa sin piedad. Quiero
asignara. Sólo tendrías que prometerme una cosa, una mínima concesión. Un temblor me
tienes un hijo hombre, Benjamín, deberás bautizarlo con el apellido del Abuelo.
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fue el instante majestuoso en que los platos comenzaron a servirse. Un silencio sacro,
trascendente, matizado de profunda reverencia, sigue la aparición del mozo con una gran
bandeja sobre Ia cual reposa el consomé vaporoso. Las respiraciones, se detienen, los ojos
cristalizan el hálito que surge del caldo, una espesa, nube de aromático sabor cubre la mesa.
Uno a uno se van llenando los platos de porcelana, uno a uno los amigos penetran con sus
cucharas la densidad engañosa del alimento y más de alguien contiene una interjección
fragancia apetitosa del consomé. Ellos sólo intuyen el nivel primario de la satisfacción,
pero ella, sí, tú, Beatriz Littieford, conoces el secreto del deleite. No necesitas la
proximidad tangible del sabor para comprender la magnificencia del placer. Eres capaz de
proveer el momento exacto para disfrutar la voracidad de los instintos. En ese instante
olvidas la baja categoría de aquellos seres sin connotación que de manera animal se
abalanzan sobre la comida, para refugiarte en la conciencia absoluta de que el gesto sincero
que provoca la grata sensación te pertenece sólo a ti. Por un momento la paz inunda tu
estado de intranquilidad, nadie de los presentes es capaz de generar la sutileza que conduce
mistificación total del acto de comer, concretizada en el silencio que sirve de marco a los
movimientos mecánicos e irracionales de subir y bajar las cucharas y vaciar lenta, pero
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inexorablemente, los contenidos de los platos. De vez en cuando se interrumpe la dinámica
dominante para alzar las copas y brindar, ¡salud, Benjamin!, para recordar en breves
exclamaciones el gozo que los envuelve, ¡por nuestra larga amistad, muchachos!
Beatriz mira la mesa sin mirar. ¿Tratas de descubrir algún elemento que confirme
tus prejuicios? Es posible. Sin embargo, sólo aprecias lo que has visto en cien comidas
todas iguales. La gente que hace bromas sobre cosas que tú desconoces: ya estás medio
borracho, Tulio; te estarás acordando del Perú, Incacola; una historia muy buena, Rubén,
cuando la pelirroja te abofeteó; la gente conversa temas serios: lo terrible que fue el
desaparecimiento del pueblo El Cobre a propósito del terremoto de marzo, algo increíble,
ceremonial que tú, Beatriz, has seguido en cien ocasiones; la gente alaba la comida, lo a
punto que está el asado, lo blanda que está la carne, ¿será filete?, aunque el Pera de Agua
no cree, por lo sabroso que está, y Marisol opina que están equivocados, que en efecto es
filete, por el corte redondo del trozo. En fin, Beatriz, tratas y tratas de encontrar la
en las mil reuniones sociales en que has participado durante tu vida. En definitiva, no
persigues absolutamente nada. Por eso te aferras al instante de paz que has conseguido en
sientes segura bajo la claridad engañosa que proyectan las ampolletas de las lámparas y
sueñas que todo se debate en una línea sin alteraciones. No sé, a veces pienso que no logras
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comprender lo que te he anunciado reiteradamente a través de este día. Tú bien sabes que el
vicio sable del Abuelo aguarda su tamo, que su caída hace años fue un ensayo, que en
joven y todavía podías aprehender las sutilezas, no mediste el alcance de las palabras del
abuelo? “El viejo sable será propiedad de mi nieto Benjamín”. Su mandato fue taxativo. Y
el pobre viejo no se contentó con dejarlo escrito, sino que se quedó encerrado vagando por
los pasillos de esta casa para hacer patente su presencia, su orden imperativa, su liberación
definitorio. Has envejecido, Beatriz, estás demasiado anciana además de paralítica. Y existe
cuando uno se sume en aquel sitial de la vida, la inutilidad alcanza sus formas perfectas y la
muerte se precisa. Es lo que yo debo evitar ahora. Sí, a pesar de mi evidente postración,
tengo en mis manos el poder de las sombras, de las siluetas recortadas sin ambages, cae las
esencias descarnadas del miedo. Por eso yo veo mucho más que tú; por eso he ido
develando los misterios encerrados en esta casa y los he ido anotando con letras de
imprenta para que asuman plenamente su carácter de sombras; por eso contemplo la mesa
donde los muchachos hacen sus bromas triviales y repetidas, formadas y ritualizadas a
través de los años, y no me río. Yo estoy viendo lo que sucede bajo la cubierta inmaculada
del mantel blanco, lo que se arrastra junto al piso, lo que no puede evitar salir a la realidad
mantel y se siente protegida de sus indiscreciones. Pero los sonidos ocultos tienen un peso
específico tan grande que emergen desde los lugares donde están refugiados y se
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manifiestan con brutalidad. Todo es muy sencillo: Helena saborea la ensalada de frutas con
televisión. No se pierde los programas de los sábados, tan entretenidos que son, ¿no les
parece? Alguien responde sí, tal vez, y se pasa a comentar la fecha del fútbol del próximo
domingo. Y mientras el Tulio asegura que al Ballet Azul nadie lo para y Tito golpea la
mesa porque el Colo es un equipo de garra, Helena trata de contarle a Marisol lo divertido
que estuvo el animador el otro día, pero ... La suspensión de su frase a mitad de camino es
decisiva. El reconocimiento tarda unos segundos, la emoción lo consume todo. Nadie más
se ha fijado y Marisol insiste en preguntar ¿pero qué? Helena no puede contestar: la presión
de la mano sobre su muslo es constante. Mira un tanto alterada al Pera de Agua, pero éste,
como si nada, trata de convencer a Tito que la dupla Sánchez - Campos es fórmula de gol
¿Ves, Beatriz, tú no puedes percibir una realidad tan extendida? Desde la puerta del
café veo la mesa arreglada. Los muchachos ya deben llevar unas cuantas copas en el cuerpo
y las risas le confirman su presencia. Tomo a Rosario del brazo y la conduzco con firmeza.
Ellos son mis compañeros de universidad, le digo al oído. Pero Rosario no tiene miedo.
Incluso diría que las ansias por conocerlos es lo que le produce esa aparente intranquilidad.
Su paso firme se repite en mi mano y aprieto con más fuerza su brazo. Entonces nos
descubren, ¡vivan los novios!, yo soy Rubén y ella es Helena, ¡se pasó Benja, la que se
tenía guardada!, yo soy Tito y ella es Marité, ¡tomen asiento para que brindemos!, y los
muchachos me miran esperando que yo hable, que presente oficialmente a Rosario. Las
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palabras se me escapan y no las encuentro: ella es de quien les hablé, con ella me voy a
casar, digo tímidamente. Tito me responde encendido, excitado, levantando en su mano una
copa de vino: “Bienvenida, Rosario. A nombre de todos nosotros queremos desearte que
seas muy feliz y decirte que este Benjamín es un gran tipo. Nosotros somos como hermanos
y así queremos que tú nos sientas. Salud”. Luego nos calmamos un poco y conversamos
sobre los proyectos futuros, sobre la universidad, sobre lo jóvenes que éramos y poco a
poco, a medida que las botellas de vino se iban desocupando, nuevamente volvieron las
risas y los gritos y el sonido de la orquesta del café se transformó en una invitación
irresistible que Tito aceptó gustoso.- Don Benjamín, permitiría usted que yo danzara esta
pieza con su novia. Nos reímos, descuidados y alegres. Yo salí a bailar con Marité, que no
había hablado una palabra en toda la noche. Fuimos entrando en la masa de parejas que se
enredaban en la pista del café y entre las vueltas divisaba a Tito y Rosario que realizaban
perfectamente los pasos cruzados y los giros sorpresivos a que obliga el foxtrot, hasta que
Entonces sentí cómo se cortaba mi respiración al sentir que Marité posaba suavemente su
respiraciones.
tú, Beatriz, obviaste, y que, sin embargo, Rosario maneja plenamente e incluso disfruta
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siguiendo con su pie, que choca sistemáticamente en la pantorrilla de Tito, los pronósticos y
preciso que reafirme su convicción de que la estoy observando. Si no siente mis ojos
¿Dónde yace la ignominia?, ¿Dónde se ocultan sus pérfidos contornos? Hoy estamos todos
los de siempre. Parece que el tiempo no ha pasado y el fragor de la comida, que estaba
distancia prudente de la mesa para no presionar en exceso las barrigas. El mozo trajo los
cafés y lentamente el humo de los cigarrillos va estableciendo una sombra benigna donde
los contornos precisos del momento se van delineando con claridad. Nuevamente asumo la
persona que me impulsó a fumar me habla: sus palabras son ininteligibles. Dice algo de
médicos norteamericanos que resuelven todo tipo de problemas y que esa sería la solución.
Pero él está ajeno a la realidad. No puede apreciar lo que sucede debajo de la mesa.
- Suegra, quiere un cigarrillo. Beatriz, ¡vaya que ingenua!, le dice que no, que le cae
mal. Y aún más, trata de explicarle que nunca ha fumado. ¿No te das cuenta, Beatriz? Si
Rosario lo sabe y por eso se ríe y le comenta a Tito tus teorías sobre la vida sana y lo bueno
que es evitar los vicios de cualquier tipo. Y ellos se divierten y, para ser franco, yo también.
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Pero las razones son distintas. Me he dado cuenta que definitivamente te has situado en el
inutilidad. Eres una inválida total, Beatriz, vas perdiendo tu capacidad de resistencia vital y
escuchas las palabras de Rosario casi con indiferencia. Eso no está bien. Por una parte hace
perentoria tu inexistencia y, por otra, entorpece los necesarios planes de Rosario. Se lo dije
ocupada en balancear su silla, de manera que en intervalos regulares roza con su codo
El mensaje es claro y causa su efecto. Beatriz me mira fijo y me exige una explicación.
Entonces me doy cuenta que estoy errado: Beatriz ha vigilado todo lo que sucede bajo el
mantel blanco inmaculado y no quiere sacar las botellas. Se juega una carta de triunfo.
Los hechos se eclipsan. Una parábola contradictoria se devela ante mis ojos: los
marinos, aún impresionados por el efecto exaltado que la visión de la sangre dejó en sus
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aquellas botellas salgan. Un presentimiento me posee: no exigí que el whisky fuera escocés.
Rosario, tú deberás resolver este problema. Pido más papel y escribo. La misiva la recibe
Rosario con desconfianza. Ahora lee con más tranquilidad, duda un instante antes de
Beatriz están angustiados. Mueve la silla hacia adelante y hacia atrás, está a punto de
derribar el jarrón de porcelana china.- dowt drink any more, father. Rosario la tranquiliza.
Mamá, acuérdese que Benjamín pidió esas botellas, es el momento de servirlas. Le acaricia
las espaldas, pasa su mano por la mejilla, la consuela, es por Benjamín, mamá, tanto que ha
sufrido.
Entonces, la paz se desvanece en la penumbra del humo del cigarrillo y los cuerpos
invisibles se ponen en movimiento mientras algunos preguntan ¿whisky? y Tulio con Tito
especialmente diseñado para ocultar las deformaciones que todos han percibido y que cada
cierto tiempo comentan tratando de evitar que yo los descubra, Pero es imposible: en el
salón en penumbra recupero el dominio de las formas fugitivas y logro discernir con
precisión la presencia de la ignominia: el brazo del Pera de Agua, como al pasar coge la
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suceso, coronado por un teatral rito oficiado por Tito, ahora se festeja con alegría. En los
vasos tintinean los cubos de hielo y se comenta la solidez del líquido: un trago de los
mejores, dice Tulio, un trago que es necesario aprender a tomar, agrega el Incacola,
echándose sobre el sofá, un trago para hombres, pontifica Tito, mirando sostenidamente a
Rosario. Alguien ha puesto música de fondo, una melodía suave, casi imperceptible. Trato
rítmico fluir, unas cuerdas eléctricas avanzan tímidas desde el fondo, ¿Fausto Papetti? Es
posible, ahora que está tan de moda. Y como Rosario se preocupó de preparar el repertorio
conseguí serán toda una sorpresa, Benjamín. Pero era un pretexto. La verdadera novedad
lentos y carnales: Rosario, un poco dejándose llevar por la melodía y un poco por el exceso
de alcohol, se balancea sobre los pies y Tito la afirma del brazo. Ya te curaste, Rosario, le
grita alguien y el grito se escurre entre los vidrios de la puerta, se va rebotando en las
claroscuro que se forma en el pasillo que une la cocina y el salón. La voz extremadamente
alta de Rosario, intencionalmente fuerte para que sea escuchada en toda la casa, me lo
confirma. Beatriz intenta taparse los oídos, quiere abstraerse de las palabras que se
pronuncian a medias en el salón, se desespera porque no puede evitar que los ecos se
repitan y retumben en torno suyo como un torbellino de pesadillas que no puede olvidar: el
Abuelo la mira con los ojos enrojecidos, le habla con la lengua traposa: “Tú, Beatriz, no
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debes parecerte a tu madre. Ella es una inválida, una puta paralítica. No viene a la casa
porque se anda acostando con cualquier hombre por ahí, pegándose cualquier enfermedad
cochina. Tú, Beatriz, tienes que ser una mujer decente”. Y el grito de Rosario, ¿curada, yo?
acechando el desenvolvimiento de los hechos. Ella lo vigila todo, cada acto, cada palabra,
cada mirada que se cruza ahora en el salón, ella las registra, las transforma en argumento;
poderoso de sus obsesiones, lo sabia, lo sabía una muchedumbre informe y sin costumbres,
movimiento continuó de las ruedas de la silla. Ella vigila, pero ya no puede, controlar. Por
un momento has tenido esa intuición, Beatriz, la has percibido en el alcohol que emanan las
palabras pronunciadas en el salón: I top drinking, father, please. Pero nadie te hace caso,
incausada que sólo yo comprendo, porque insisto con mi mirada que simula la felicidad
para que sigan tomando y bailando y cogiéndose las manos con discreción mal ocultada,
mientras un disco desconocido, moderno, chillón y eléctrico, I need you, I need you, I need
you, conecta a los muchachos con el frenesí de la aventura y comienzan a mover sus
disonante con la seriedad de los trajes de solapas angostas y los nudos triangulares de las
corbatas.
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Pero el whisky ha consolidado su magia: las niñas bebieron a desenfado y algunas,
sí, unas pocas muy precisas, se levantan la falda como jugando. Rosario lo hace, pero ella
realidad irrepetible. Es evidente, las dudas se despejan. El tiempo no pasa en vano. Rosario
va cruzando sus piernas y el movimiento yo lo dirijo con mi mano derecha apoyada suave y
firmemente en su espalda. Ya nadie baila. Tito nos mira borracho desde una silla del
sillón de la esquina del living, besa el cuello de Helena. Sin embargo, no aseguro nada. Los
Rosario y yo. todavía bailamos y en el momento que la música toma aliento para seguir con
espalda se quiebra, el pelo le cae libre, los ojos miran el techo y yo siento toda la potencia
entonces al iniciar el nuevo giro, descubro los ojos de Tito que penetran la intimidad del
baile. Acto seguido, toma la mano de Marité, que está medio marcada y se retira. Antes de
salir, en voz muy baja, nos dice, la fiesta estuvo estupenda, Benjamín.
Los muslos de Rosario todavía son poderosos mi brazo tiembla incontrolado al verla
circular por los contornos del salón guiada por la mano de Tito. Un dolor me aprieta la
garganta. Es algo así como un alarido a mitad de camino, es la premura por la inevitabilidad
de los sucesos. Alguien, una mujer, Marisol tal vez, se ha sentado a mi lado y acaricia mi
pierna. Todo resulta demasiado perfecto. Tu presencia, Beatriz, es imperiosa. No basta con
que estés recluida en actitud dolida en el pasillo. Tu orgullo agredido es el gran sacerdote
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de esta ceremonia. Debo llamarte, es necesario. Está visto que Rosario se ha dejado llevar
plenitud de la tragedia.
Benjamín había expresado un sonido, una especie de aullido sordo, una llamada
indescifrable.
-¿Qué pasa, Benjamín? Me rodean, me miran con extrañeza, casi con espíritu
científico. Ahí están todos los rostros conocidos. Me torno un segundo para reconocerlos,
-¿Qué te pasa? Sólo faltas tú, Beatriz, que has escuchado el alarido, y, sin embargo,
no te haces presente. Hago gestos con las manos, las abro y las junto, indico con un dedo la
silla donde está el acordeón. Lo voy a tocar, Beatriz, voy a ir dejando correr las notas que
Gina me aplaude, voy a producir aquellos acordes que marcan el ritmo exacto de la
ignominia.
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- No - grita Rosario. Y yo aúllo. En la penumbra veo Cómo se van poniendo
blancos, luminosos de miedo, aterrados ante, la nueva realidad que los enseña mi grito, la
vibración dolorosa de mi garganta que no cesa. Tendrás que venir Beatriz, estás obligada
por lo perentorio de mi llamada. Debes ver cómo Rosario ha sentido miedo, cómo se ha
puesto pálida y se resiste a pasarme el acordeón. Ella ha descubierto mis intenciones. Ahora
inexpresión más perfecta. Anda, corre a buscar mi libreta, sácala de tu escondite, tienes que
Helena y Rosario huye por la puerta de vidrio. Ha ido a buscar mi libreta. Mi orden,
sostenida por la prolongación de las vibraciones, se cumple. Ahora sólo falta que venga
Beatriz, ¿has entendido? Tú tienes que arrastrar la silla y aparecerle por la puerta que
Al entrar Beatriz, los muchachos terminaron de abrir el círculo. Mamá avanzó por el
punza tus sentidos agotados: los marinos, paralizados por el aullido gutural y discontinuo
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del santo anciano, dudaron en emprender el asalto a los sagrados templos de las virginales
doncellas. Sólo el valor inaudito del joven oficial Littleford los arrancó de marasmo.
Abro los brazos e indico con un dedo la silla donde reposa ansioso el acordeón. El
mensaje es tan evidente que Beatriz duda. Quiere el acordeón, alega Tito, es el símbolo de
su alegría. Mamá no lo mira apenas le responde con un desdén entre dientes, -¿Por qué no
se lo pasan?
obsesiones. El instante es crucial. Deberás aceptar o rechazar una situación que reconoces
peligrosa. El sable del Abuelo pende flojamente sobre tu cabeza. Inútilmente tratas de
evitarlo y mueves las ruedas de tu silla con desesperación. Levantas a duras penas el
- Déjalo, Beatriz.
El acordeón cae. Una a una, dolorosamente, se desprenden las teclas y los botones.
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última oportunidad que tuviste para deshacer lo hecho, para revertir el tiempo que ahora el
Beatriz observa el acordeón roto a sus pies y los temblores de sus manos se
pesada carga de herencia, más débil que nunca, el sable pende sobre tu mirada ciega.
Alguien sacó a Beatriz del centro del salón y levantó el acordeón. En la libreta pedí
los tangos, las viejas canciones que como un reloj implacable marcaban el ritmo de los
hechos. El viejo bandoneón abre triunfal sus fuelles y la orquesta nocheriega lo acompaña
Cuando Tito la empujó hasta el rincón donde alguna vez hubo un jarrón de porcelana china,
ella estuvo a punto de lanzar un grito. Lo ahogó a medio camino. Sin embargo, tras la
lentitud del bandoneón y la aspereza de los pies que resbalan sobre el parquet, reconozco la
voz aguda de Beatriz que ordena y estigmatiza a los seres que una y otra vez pasan delante
signo de tensión en su cuerpo. Sólo sus ojos, sus pequeños ojos claros cada vez más
dispersos en medio de las arrugas, han adquirido una intensidad cercana al odio o el amor.
Es difícil precisar qué mira, podría ser la mano de Tito que coge la cintura de Rosario y la
empuja hasta transformar las dos siluetas en una identidad; podría estar mirándome a mí,
dirigiéndome mensajes secretos que quizá por primera vez no son órdenes sino preguntas
sin respuesta; también podría tratarse de la postrera añoranza del Abuelo, de la súplica
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impotente a un ser que se ha transfigurado hasta perder sus propios contornos. Es difícil
precisar qué mira Beatriz. Es probable que simplemente contemple el tiempo. Ahí, en su
posible que mire el tiempo. Si, eres una anciana, Beatriz, y es justo que te detengas en el
tiempo. De tratarse de otra persona me movería a la compasión. Pero eres tú la que estás
ahí, tú sentada como siempre en la silla de ruedas, tú sintiendo los mismos dolores que yo
demasiado con tu presencia, viéndote ahí voy difuminándome en tus propias formas y me
pierdo. ¿Acaso no lo entiendes? Cuando revisas tu libreta negra donde llevas la cuenta de
las joyas que has tenido que vender para poder seguir viviendo sin recurrir al usufructo
humillante de los bienes de Florencio Cruz, que te pertenecen, no haces sino conseguir que
yo revise y revise los cientos de pesos y escudos que sin asco he recibido de manos de la
antigua llamara que durante años fue la concubina de papá. Me debes mucho, Beatriz,
demasiado. Y es peor, porque no te das cuenta. Ahora, mientras miras el tiempo, ves tu
pequeño cofre cada vez más vacío, ves la suma exorbitante que gastaste en este
cumpleaños, pero no ves a la Gina ni a Florencio Cruz saliendo borracho por la puerta de la
casa ni a los hombres que ahora bailan en el salón que conocen por primera vez. No sé qué
puedes estar mirando, Beatriz, y, sin embargo, tu presencia me hiere más que la forma
descarada en que Rosario y Tito se refriegan. Ellos saben que los estoy mirando, saben que
me duele la impotencia. Pero no son crueles. Ellos me reconocen. Lo que hacen no es más
que un juego, inocente, agobiado, falsamente frustrado. En cambio tú, Beatriz, sólo instalas
tu presencia en medio de mi hábitat de miedo, señalas sin piedad mis propios defectos, mi
prostíbulo londinense y tú la repetiste en los albores del siglo y yo la culmino para siempre.
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Somos paralíticos, madre, no podemos engañamos. Pero tampoco es necesario mentirnos y
obviar sin más la presencia sutil de los acordes perfectos de este tango que voy entonando
en mi memoria y que repito junto con la voz varonil de Cardel. Así los cantaba yo, fíjate,
insinuantes y decisivos. No, tú no puedes imaginar esa realidad y la anulas con tu presencia.
El tango es una ficción que mientras estés ahí será imposible retrotraer. Ya ni sé qué
podrías estar mirando, Beatriz, ni me interesa. Sólo una cosa te pido, date cuenta de tu
perfecta inutilidad.
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12
ROSARIO SE HA SENTADO junto con Tito en el otro extremo del salón. Uno
podría decir que está cansada, un ingenuo incluso lo aseveraría. Pero yo domino la
situación, ahora más que nunca, ahora que sé categóricamente la inutilidad de Beatriz y la
turbación me alerta sobre sus propósitos. Ella no puede ocultarme sus intenciones, porque
están insertas en la penumbra del salón y en la morbosa perseverancia que hemos puesto en
preparar todo para este momento. Sin embargo, la certeza de la proximidad de los sucesos
decisivos me alerta un poco y de mi mano se cae un vaso. El crujido de los vidrios pasa
Beatriz y Rosario se han dado cuenta. Mi madre ha respirado profundo, por un momento ha
cualquiera. Se levanta, camina hasta mi sillón seguida de Tito. El beso que deposita
etílicamente en mi boca me turba. ¿Otro aviso, una nueva advertencia? Sus manos me
aprietan la cara y me dicen palabras amorosas, ¿te has divertido, Benja? ¿Estás contento,
querido? La fiesta ha estado maravillosa, como antes, ¿te acuerdas? Estoy preso,
La tensión se va apoderando de cada uno de mis miembros. Por un momento llego a creer
buscando en la oscuridad perturbada por el humo de los cigarrillos una respuesta adecuada
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a la nueva situación. Pero sólo encuentro la rigidez tambaleante de Tito que se apoya en la
espalda de Rosario y me mira. No puedo discernir el acto preciso. ¿Es que acaso el tiempo
peligrosas; Rosario besa mi boca y yo respondo con fuego. Nos amamos, nos vamos
sillón del living de su casa, lo que intuíamos en medio del pánico de lo fugaz, ahora, solos
caricias que repetimos y repetimos como si por primera vez las conociéramos y, cubiertos
tu vientre se sonroja, tiembla, ¿por qué lo preguntas? No respondo. Las palabras flotan
explicar: en París, Rosario, ¿ahí no pasó nada? Las calles angostas llenas de mujeres no son
sino la ficción de una idea que no se ha realizado. Te he sido fiel, Rosario, digo
rigidez blanda de Tito. Pero no me duele, Rosario, he aceptado las reglas del juego y con
mis manos temblorosas cojo las tuyas. Parecemos amantes. ¿Quieres sentarte en la silla,
comprendido que soy útil, que es preciso mi desplazamiento para unir los cabos sueltos de
esta noche. Sólo faltaría que me pasaras el viejo sable del Abuelo. Así yo quedaría
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sentencia. No puedo evitarlo, debo aceptar. Y cuando Rosario insiste en si yo quiero
cambiarme a mi silla de ruedas, muevo la cabeza asintiendo. Entre ella y Tito me cambian y
apegando peligrosamente al cuerpo del Incacola mientras bailan un tango. En el sillón del
fondo muy cerca de Beatriz, para que pueda vigilar sin esfuerzo, Rosario y Tito hacen
como que conversaran. Pero los ángulos repetidos que voy asumiendo me descubren la
verdad: Tito está en silencio. Desde el fondo de su borrachera, reforzada con un vaso de
whisky que siempre está lleno, intenta descifrar las palabras de Rosario. Pobre Benjamín,
dice, tan acabado que está, debe ser triste, tu vida, Rosario, teniendo que cuidar al pobre
Benja. Y si, Rosario cree que la vida es un poco triste, pero que, después de todo, una
siempre encuentra algo con qué conformarse, ¿no crees? La sentencia es acompañada de un
movimiento de ojos que podría significar múltiples realidades. Pero Tito quiere entender lo
que tú, Rosario, quieres que entienda. Por eso, ahí en el sillón donde están apretados sin
afloja sobre tu muslo semidesnudo y tú le respondes con una seña de escote. Pero tú no te
conformas necesitas sacralizar las intenciones con palabras mentirosas y dices que hace
mucho calor en el salón, que el humo acumulado te sofoca, te ahoga y le tienes tanto miedo
a los ahogos, a aquellos síntomas claros de tu imposibilidad que tratas ahora de remediar.
Sí, eso deberías contarle a Tito y sería más efectivo. ¿Acaso lo has olvidado? Benjamin, tu
como Hubert. Por eso no quiero que lo tengamos, porque ella se lo llevaría para siempre y
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nosotros desapareceríamos, ¿me entiendes, Benjamín? Vamos, Rosario, tu propia
mano de Tito y pasas tus uñas sobre su lomo, yo no desespero. Sé todo lo que va a suceder,
ni siquiera es preciso que ocurra. Podría describirlo paso a paso: se levantarán y harán un
comentario en voz alta sobre la temperatura insoportable que hay en el salón. Luego le dirás
a Tito al oído, como en secreto, pero lo suficientemente fuerte para que Beatriz y yo lo
escuchemos, que bajo los abedules que el Abuelo plantó el primer domingo de marzo de
aquel año la brisa refresca y clarifica. Luego desaparecerán a través de las puertas de vidrio
que conducen al jardín y las siluetas se irán perfilando a través de los transparentes
cuadrados de la puerta. Yo dejaré de verlos en ese momento. Pero tú sabes, Rosario, porque
este momento lo has preparado largamente, que yo utilizaré mi movilidad y haré chirriar las
ruedas de mi silla, hasta situarme junto al frío del vidrio. Entonces lo veré todo en sus más
mínimos detalles, a medida que se alejan los contornos se van fundiendo en la oscuridad del
calmada de Tito. Por un momento ella ha tenido miedo y quiso volver, la detención de los
tornaba fútil? Los crujidos de la tierra bajo el peso de los cuerpos me aliviar Han
este momento. Incluso lo deseo, lo necesito. Pero crudo del grado de conciencia de Rosario.
Ella se detuvo porque no tenía la certeza de que yo estaba pegado al vidrio de la puerta
escuchando sus desplazamientos y que Beatriz, que lo vigila todo, aprehendía la ignominia
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siguiendo mis alteraciones. Por suerte Rosario eligió a Tito.. Y él no podrá resistir la
Están muy juntos y los jadeos dudosos, las preguntas de temores, ¿Y Benja?, los acertijos
irresolutos del tiempo que no ha transcurrido, ¿pobre Benja?, y las interrogantes ancestrales
que en medio de la ebriedad no se perfilaron, ¿será justo?, ahora se definen con cruel
Es necesario que yo haga algo. Sólo yo, que domino el mundo abigarrado de las sombras
que habitan esta casa, puedo impedir que el Diablo y el Cuco amancebados grotescamente
eviten que se consume el Pecado. Con mi mano temblorosa quiebro el vidrio que está frente
a mí. El ruido es estrepitoso, pero sólo lo escuchamos Beatriz y yo. Los demás muchachos
están demasiado ocupados en sus anécdotas cotidianas y en la sordina del whisky que es
vidrios rotos se expandió por el jardín y las siluetas indecisas lo escucharon. Bajo los
abedules que el Abuelo plantó hace tantos años un primer domingo de marzo se consumo el
abrazo.
salir con Tito al jardín y provocar el hecho apocalíptico. Incluso me atrevo a decir que es
perentorio que lo hagas. Sí, Beatriz debe observar con precisión el ámbito de la ignominia.
fiesta, cuando te desnudabas insaciable e intocable frente a mis ojos, comprendías que eras
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un mero objeto de mis intenciones? Es triste pensar que ahora podrías salir con Tito al
desesperé cuando vi que tu mano pasaba sobre el lomo de la mano de Tito ni cuando dijiste
en voz alta que el calor te sofocaba. Quizás sentí un poco de inquietud. El sufrimiento de
ella no estuviera en un rincón de este salón vigilando todo, lo más probable es que yo
incomprensibles. Tú eres la responsable, Beatriz, y Rosario tu, víctima inocente. Sí, eso es
cierto. Ella no es sino el objeto de nuestra propia inutilidad. Eres inocente, Rosario, y me
duele verte volver del jardín con la cara roja, ruborizado del placer y la culpa, derrotada en
el instante que has conseguido saborear el éxtasis del objetivo alcanzado. Es tal tu
vergüenza, "un Littleford no peca jamás, Rosario", que ni siquiera observas que mi mano
sangra cortada por uno de los vidrios de la puerta. Yo también evito que me descubras, no
Quizás Beatriz debería ver la sangre, este líquido grueso y multiforme que se
escurre con dificultad sobre la piel. Me las ingenio para llevar mi silla hasta su costado.
Mientras atravieso la cortina de humo y penumbra que nos separa, te reconozco, el gesto
No quiero que vayas a su funeral. Yo tampoco quiero ir. El féretro es demasiado negro y las
que ni el amor ni el alcohol las espantan. Vuelvo al departamento abatido, Florencio Cruz
ha muerto y su ataúd se enfría en las frías salas del sanatorio. No es necesario conocer el
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veredicto médico para adivinar la causa cirrosis aguda o tristeza irresistible. Yo podría
morir de igual manera. Somos demasiado iguales el uno al otro, si arrastré por este mundo
la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, ¿por qué cantas ese tango después de
tanto tiempo, Benjamín?, me pregunta Rosario que prepara algo en la cocina. Me demoro
un poco en encontrar las palabras. Siempre son difíciles las denominaciones, siempre uno
aleatoria como para encasillarla. Por eso mi respuesta es del todo ambigua: mi padre,
Florencio Cruz, ha muerto. Rosario corre hasta el living. Seguramente espera encontrarme
destrozado. Pero yo sólo estoy cantando, bajo el ala del sombrero, cuántas veces
¿Cómo explicar el cajón negro con sus fantasmas acechándome? Debería ir, es cierto, pero
le explico que mamá me ha pedido que no lo haga. Entonces Rosario asume su vigoroso
papel de conciencia alerta tienes que ir, Benjamín, gracias a él hemos podido vivir más o
menos decorosamente estos años, ¿no te das cuenta que si no vas lo perdemos todo? El
logrado ningún ascenso. Así descubro tu rostro adusto y severo, Beatriz, las formas rígidas
de tu orden implícitas en cada uno de tus actos. Al pasar junto a mi lado, como si te hiciera
un cariño, paso mi mano temblorosa sobre la tuya y la forma en que crispas tu cara me
indica que ya has sentido la tibieza del líquido sobre tu piel. La imagen es portentosa: los
siluetas femeninas que les ofrecía el joven oficial. ¿ls true, father, o es un efecto de tu
borrachera? Pequeñas sombras que se proyectan a través de los vidrios de la puerta del
salón me revelan la presencia del Abuelo y de Beatriz. Su silla chirrea de un costado a otro
y yo veo desplazarse su sombra a través del haz de luz desconcertante. lt isd’t true, father,
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me mientes porque estás borracho. Y en medio de la morbosa oscuridad desde la cual te
observo, Beatriz, descubro tus intenciones. Abres una nueva botella de whisky y se la pasas
al Abuelo. Tus órdenes son terminantes, bebe, bebe para que calles. Es un intento
medio de la tibieza del líquido que se solidifica en tu brazo. La visión no ha huido nunca:
los huesos del anciano crujieron al penetrar el frío metal, que inmortalizó el joven oficial
Hubert Littleford. Sí, Beatriz, Rosario es inocente. Sólo tú eres culpable, yo debo recuperar
la fertilidad perdida.
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PRÁCTICAMENTE ya no falta nada para que esto termine. Todas las cartas se han
tirado sobre la mesa y sólo resta definir quién es el ganador. ¿O a lo mejor no es necesario
que se defina un ganador? Es posible. Los muchachos están demasiado poco interesados en
que los hechos se patenten. Quizás sólo nosotros tres, Beatriz, Rosario y yo, hemos
participado de la contienda. Es posible. Aunque no estoy muy seguro: existe un cierto clima
casi en las barbas de Beatriz; Tito cada cierto tiempo empuja su silla de ruedas y ella no
puede consolidar un lugar; Marité simuló tan verídicamente un stripease que sus senos
fueron alabados por todos y las muchachas tuvieron tiempo de verificar que efectivamente
se le han caído bastante. Creo que debiera pensar que todos se han confabulado para
realizar plenamente esta fiesta. Pero sin duda que Tito es el que mejor se ha portado,
cuando estábamos en medio de la fiesta, bailando unos tangos, que de veras deleitaban,
definitorio.
Sin embargo, hay un detalle que podría echarlo todo a perder. Beatriz está
demasiado humillada. Los mil argumentos con que ha ido cubriendo de mentiras su vida le
endiosada. Es necesario seguir ordenando las sombras. Sí; ya nos hubiésemos situado en el
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centro del miedo y la oscuridad, no habría problemas. Pero los cigarrillos se encienden y su
luz difumina los encuentros; para abrir las botellas de whisky se recurre a una lámpara; los
muchachos se sofocan y abren las ventanas permitiendo que los faroles de la calle
distraigan la penumbra.
Rosario está abatida y casi no responde a las caricias clandestinas pero evidentes de
Tito. Por un momento sospecho que ha claudicado. Ella siempre ha creído que el Pecado
Carnal; es suficiente y se siente segura. No ha sospechado que su acto sólo ha dado inicio a
los sucesos, que su fuga largamente planeada no es, más que el comienzo de hechos mucho
Para acelerar los acontecimientos y evitar que el cansancio y el tedio aniquilen los
ímpetus, tomo mi libreta de apuntes y escribo, con letra de imprenta para no dejar dudas,
para evitar equívocos AHORA LOS MIMOS. Con un gemido sordo, ventral, nacido de mis
propias ansias, llamo la atención de alguien. Una sombra se acerca hasta mí, es Marité.
Todavía tiene su blusa abierta y su cercanía me revela sus senos. La sola proximidad del
acto supremo que viene me hace recuperar mi potencia y recobrar mi utilidad y una
erección olvidada vuelve en medio de las sombras. Cuando ella intenta colocar su mano
con fuerza el mensaje en su mano y espero que lo lea. ¿Quieres jugar a la mímica,
dichosa y me besa en la boca. Eres estupendo, Benjamín, lástima que estés así.
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Muchachos, anuncia solemne hinchando el pecho y haciendo más evidente la
desnudez de su busto, Benjamín, como siempre, ha tenido una idea brillante ...
desbordes. El Incacola, que durante toda la noche asedió a Marisol, tiró el vaso con whisky
al techo y el líquido, cayó en la alfombra; Tito lanzó su grito de guerra: porque es un buen
compañero, porque es un buen compañero, el Pera de Agua saco sus manos del sexo
húmedo de Helena para aplaudir, Marité me volvió a besar y nuevamente recordé la vieja
levemente alegres. Mi madre debe haber creído que todo volvía a los juegos de infancia, y
Rosario no tuvo tiempo de adivinar el curso de los sucesos. Sentí la plenitud del dominio de
la situación. Y para hacer más absoluta mi sensación, llamé con una mano a Tito. A mi lado
la hice leer un nuevo mensaje.- Dirige los juegos. Que empiecen luego. El número final me
Como en los viejos tiempos, Tito será como el gran animador de la alegría.
Organizó los grupos, les distribuyó sus turnos, les fijó el tiempo para preparar los temas.
Los primeros en actuar fueron el Incacola con Marisol. Los muchachos descifraron
Rubén, sin duda dolido por la derrota, asegura que el error fue haber propuesto un
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Creo que tiene razón, a pesar de que no he puesto mucha atención a la
representación. Me preocupa mi propia mímica, que no será tal, sino una verdadera puesta
sentencias que serán los principales indicios de una fábula que todos deberán interpretar.
temblor de mi mano y los personajes comienzan a cobrar vida lenta pero inexorablemente
en el papel.
mientras observo el asombro de Beatriz ante los gestos simples e inusuales, la inspiración
de la penumbra va guiando mi mano serena: debe ser un episodio épico, enaltecedor, donde
los valores supremos de las bases de nuestra civilización se encarnen de tal manera que sea
imposible discernir qué es lo abstracto y qué lo concreto. Pareciera que lo logro. Mi mano
discurre movida por la certidumbre de que las cosas llegan al punto donde se resuelve toda
mi potencialidad.
Sin embargo, algo interesante me detiene: le toca el turno a Rosario. Lo hará junto
con Marité. Al principio los movimientos se confunden con la realidad. Dos mujeres
caminan por una calle angosta.. Al: parecer, hay mucha gente, porque saludan y, hablan
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hacia todos los lados. Sin duda, son dos chicas del barrio. Ahora fuman: . ¡vaya!, pero sus
cigarrillos son especiales. Son largos y demasiado delgados, ¿Qué será? una operación
manual lo resuelve todo: Rosario dibuja en el aire un aparato largo y fino en cuya punta
coloca otro objeto cilíndrico que parece cigarro. En efecto, las mujeres fuman en largas
boquillas. Y ya casi no quedan dudas: : se, trata de prostitutas parisienses. El contorneo que
que disipó todo el panorama. Ahora es preciso aclarar él desarrollo de los acontecimientos:
embarazada. Pero es imposible, dice su compañera, porque tú eres virgen. Sin embargo, el
bulto que se esconde bajo sus senos que están sobredimensionados, no deja dudas. Espera
un hijo. La alegría del rostro de Mónica es incontenible, y grita: Rosario espera un hijo. Un
Littleford, piensa Beatriz, es mío. No, no, no. Aquí hay un error, dice alguien, Mónica está
equivocada: no puede ser que Rosario espere un hijo, porque Benjamín está impotente. Es
me espera a mí. Yo penetré sin penetrar su útero en el momento que oprima mi cabeza
contra su estómago desnudo: entonces recordé mi potencialidad y descubrí con certeza los
propósitos de Rosario. Ahí la fecundé, porque sin mí no hubiese logrado realizar lo que ha
hecho.
Pero los muchachos se dan por vencidos y reconocen, en un acierto clarividente, que
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Se lo extiendo a Tito para que lo lea y prepare todos los elementos de la escena. En una
orilla del papel puse con letras mayúsculas, para no dejar dudas: LO MÁS IMPORTANTE
Lo primero que hizo Tito fue sacar el sable de la pared y pasármelo. Beatriz lo mira
- Oiga, usted, ¡deje ese sable donde estaba! Al principio Tito no entiende y duda.
Pero Rosario, sin darse cuenta, resuelve definitivamente el problema. Se acerca a Beatriz y
le explica: Mamá, es para Benjamín, él lo va a usar: "Y el viejo sable será propiedad de mi
nieto Benjamín'; Tito me mira y yo le indico que siga adelante. Pero Beatriz no se ha
convencido y desplaza su silla y se aferra con las manos al pantalón de Tito: déjelo, no
tiene derecho... déjelo. Todos creen que la mímica resulta a la perfección, extraordinaria,
fuera de serie, excepcional, sólo que nadie puede descifrar la historia, ni siquiera Tito que
ahora empuja con violencia a Beatriz hacia un rincón y me entrega el sable. Rosario
logra calmarse.- los temblores se generalizan en espasmos llorosos que conmueven. Los
muchachos sugieren caminos. una madre despreciada por el hijo; una mujer abandonada
por el marido; una hija despreciada por su padre. Pero se equivocan: la voz de Tito los saca
del error y sus adivinanzas discurren por nuevos caminos: estoy sentado en mi silla de
interminable del mar. En rígidos movimientos ¡mito el vaivén de las olas. Pero de pronto,
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todo se detiene: el capitán ha divisado en lontananza un pequeño islote. Sin duda se trata de
anima a continuar. Tito pronuncia la orden de¡ capitán: "Que baje una escuadra de
el joven oficial de llevarla a cabo? Difícil. Los muchachos no logran intuir el curso de la
misión, los deseos largamente elaborados. Rubén comenta despacio. son imágenes
acontecimientos. Sí, Rosario, mientras me ves realizar torpes movimientos en el centro del
salón, vas hilando los cabos sueltos de la historia. Por eso tienes miedo y no quieres
hechos. Esto no lo tenías presupuestado y la incertidumbre cada vez menos incierta de los
sucesos te hace sentir pesadamente la presencia de las sombras. Yo escruto tu miedo sin
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un brazo mientras Tito hace lo mismo con Marité y Helena. la oscuridad lo confunde todo,
y ustedes ya no tienen nombre sino que son simples cuerpos decorativos de una realidad
que debe ser completa y carnal. Es preciso arrancar del olvido la inutilidad de los conceptos
y transformarlos en presencias tan magníficas que se impongan por sí solas: "llama las
Ya están prácticamente todos los elementos de la escena. Tito distribuye los roles.
ustedes - indica a las muchachas- son bellas doncellas vestidas mínimamente. La oscuridad
les impide protestar y comienzan a alivianar sus ropas. Ustedes, muchachos, acompañan en
que quedó impreso para siempre en las afiebradas retinas de los muchachos, desenvaino el
resiste: no, mi pequeña: ¿no comprendes que tu madre anda de cama en cama difundiendo
la parálisis? Y así fue como de generación en generación, solemniza Tito, la vieja familia
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-¿Qué pretendes, Benjamín? – reafirma Rosario. Con un gesto le señalo a Tito que
dispares, sombras y siluetas que fluyen sin cesar me van acorralando en el centro del salón
donde los muchachos han desaparecido y los muebles se convierten en ataúdes y los ojos de
arrepienta, que deje ya tranquilo al pobre Abuelo, errabundo y acongojado. Cae el jarrón.
El ruido paraliza a Tito, que se queda con la boca abierta, reteniendo indefinidamente la
palabra clave, el nombre desencadenador de los sucesos. La realidad difusa del salón
comienza a perderse y adivino que los hechos deben precipitarse. Yo debo libertarme, debo
recónditas fuerzas, logro articular las palabras prohibidas: ¡Hubert Littleford es un asesino!
He perdido la capacidad de reconocer los sonidos. Existe sólo una voz que no
olvido- es mi propia voz que se repite en los labios de mamá cuando ella se abalanza en un
Santiago de Chile
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