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Un cirujano bajo el fuego

Khassan Baiev
CON RUTH Y NICHOLAS DANILOFF

Traducción: Alberto Jiménez Rioja

This book is published or reprinted with the permission of


Walker&Company ©2003 by Khassan baiev, Ruth Daniloff,
and Nicholas Daniloff Título original: The Oath ©2005
Editorial entreLIbros, Barcelona

Traducción: Alberto Jiménez Rioja

Nuria Jiménez Rioja Maquetación: Colls, S.L

Primera edición: Mayo 2005

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita


de los titulares del <Copyright>, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografia y el tratamiento informático, y la
distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o
préstamos públicos
ISBN: 84-93424269 Printed in Spain- Impreso en
España Romanyá-Valls-Capellades, Barcelona Déposito legal:
B- 23.011 - 2005

De dicatoria

Para mis padres -Dada y Nana- que soportaron la represión


de 1937, la Deportación de 1944, la segunda guerra Mundial
y, ahora, la primera y la segunda guerras chechenas.

Para mi sobrino Adam Tepsurkaev, periodista, asesinado a


sangre fría por revelar las atrocidades de la guerra a través de
sus videorreportajes para la agencia de noticias Reuters.

Para los médicos que perdieron la vida ayudando a otros:


Ibragim Taramov, Aslanbek Shidaev, Amadi Ismailov,
Israil Ukaev, Musa Tazurkaev, Rashid Dadaev, Said Umarov,
Satsita Gairbekova, Sultán Ibragimov, Ruslan Baimurzaev,
Mairbek Tovsultanov, Lecha Zagalaev, Albert Dakaev, Lom-
Alí Rasuev, Nasruddin Ekubov, Anatolii Zdor, Arbi Edelgiriyev
y Lolita Aidomirova.

Para las enfermeras que perecieron trabajando junto a ellos:


Marina Khamitova, Natalya Rifaryeva, Enisa Asieva, Lina
Abu-bakarova, Toita Kutaeva, Madina Dadaeva y Shovda
Zagalaeva.

Y para los miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja


que fueron asesinados por personas desconocidas en Noviye
Atagui el año 1996: la enfermera jefe Fernanda
Calado (España), la enfermera Gunnhild Mylebust (Noruega),
la enfermera Ingebjorg Foss (Noruega), la enfermera Sheryl
Thayer (Nueva Celanda), el técnico de construcción Johan
Joost Elder-bout (Países Bajos) y la administradora médica
Nancy Malloy (Canadá).

Agrade cimie ntos

Mucha gente procedente de lugares distintos me ayudó a


sobrevivir a la tragedia de mi país. Si me fuera posible, me
gustaría darles las gracias citándolos por sus nombres uno a
uno, porque el más pequeño gesto de buena voluntad
representa un tesoro de generosidad que mi familia y yo
nunca olvidaremos. Al escribir estos agradecimientos, temo
que voy a olvidarme de mencionar a unas cuantas personas: si
esto ocurriera, confío en que los omitidos inadvertidamente
sepan perdonarme.

Deseo expresar mi gratitud hacia aquellos que ayudaron a que


mi familia se reinstalara y a quienes me apoyaron cuando fui
testigo de una conflagración que espero que nadie más tenga
que vivir nunca. Permítaseme empezar con esa buena
gente de la ciudad de Nueva York que me ayudó a encontrar
un refugio en Estados Unidos: Rachel Denber, Peter
Bouckaert, Verónica Matushaj y sus colegas de Human
Rights Watch; mis amigos Viktor Tatarkin y Svetlana
Moskvitina; Ed Kline; y Muhammad Rahman y Majida Hilmi.

En Nueva Jersey: Hamid Ozbek-Umarov, su hija, Handan, y


su familia; Musa Shamsadov, Maret Tsarnaeva, Ruslan
Tsarni, Hamid Batash, Salavdi Gudaev; y Kemal y Aynur
Catto.

En Washington, D.C.: Larry Ellis y Chris Reichel; George y


Tanya Renko; Dr. James C. Cobey, Dra. Judy B. Okawa,
Dr. Paul Levine; Maureen Greenwood y sus colegas de
Amnistía Internacional; Irene Lasota del Instituto para la
Democracia en la Europa Occidental; Dr. Zbigniew
Brzezinski, Glen Howard y sus colegas del Comité Americano
para la Paz en Chechenia; el senador Paul Sarbanes y el
difunto senador Paul Wellstone; Steven H. Schulman y Wendy
Atrokhov del gabinete de abogados Latham y Watkins; Len
Rubenstein, director ejecutivo de Médicos por los Derechos
Humanos; Stephanie Robinson del Comité de Letrados por los
Derechos Humanos; Fiona Hill de la Fundación Eurasia;
Barbara Haig del Compromiso Nacional por la Democracia; y
Sibila y Victor Ananev e Inna Dubinska-ya de la Voz de
América.

En Boston y Massachusetts: Suzanne Serkin, Douglas Ford y


sus colegas de la delegación de Boston de Médicos por los
Derechos Humanos; Joshua Rubenstein de Amnistía
Internacional; Liuba Vartikovsky y su marido, Win; Bill
Stevens, Dale Swett, Vittorio Recupero, Harold Oshima, y
Clark Edson del Tohoku Judo Club de Somerville; Jimmy
Pedro, atleta olímpico; Alien y Pam Berger; Tanya y Andrei
Gorlin; Gwendolyn Whittaker, Galina Khatutsky; Miranda
Daniloff Mancusi y Peter Mancusi; Natividad “Natty”
Morrissey; el antiguo gobernador Michael Dukakis; Anwar H.
Kazmi de DAA Enterprises; Shahin M. Shahin de Alpha Auto
Sales; Mary Giles del Davis Center for Russian Studies; los
profesores de la Needham Elementary School; Sue Morgan
y Lauren Lele del Hospital Newton-Wellesley; Yael Cohn y
Robert Kennedy de la Needham Housing Authority; Dra.
Natasha Kandror, Dra. Karina Tsatourian y Dr. Alla
Tandetnik; Ksenya y Gregory Khinchuk de la Universidad de
Boston; los profesores de inglés Terri Horton y Maureen
Davidson; Dmitrii y Lena Zaitsev, Usman Dombaev, y
Howard y Mameve Medwed; Stephen Welch, y Evelyn y
Mac Musser de Nantucket.

En Portland: Ruslan Yusupov y Ramzan Magomedov.

En Los Ángeles: Pam Bruns, el actor Noah Wyle y su esposa,


Tracy; Jane Olson de Landmine Survivors Network; Victoria
Riskin y David Rintels; Oleg Takhtarov y su esposa, Masha;
y Sultán Zubaraev.

En Vermont: Charlene y Peter Huyler, Dick Andrews y su


esposa, Stephanie; Dr. John Sinclair y su esposa, Nancy; Pam
y Ed LeFay, Jill Pond; Caleb Daniloff y su esposa, Chris
Vielmet-ti; Terry y Tom Wilhelm, Bob Tucker; los profesores
de la Andover-Chester Elementary Scholl, y Carole Gilbert,
Directora del Green Mountain Union High School.

En Florida: Khalid Khamza y su esposa, Naveen Yassen;


Abdu-lalim Abdurahman; Mirsad y Lenka Krijestorac; El
Centro Islámico de Boca Ratón, y la Comunidad Islámica de
Florida del Sur.

Por su ayuda en Moscú: Arbi Abubakarov; Anne Nivat,


corresponsal del periódico francés Liberación; Musa
Muradov, editor de Groznenskii Rabochii; Dima Belovetsky,
corresponsal de Literaturnaya Gazeta; Tatiana Batinyeva de
Izvestiya; Vasilii Shchurov de Trud; Karina Melikyan de
Reuters; y el Director General Dr. Vladimir Visarionov y el
Dr. Ilya Frishberg del Instituto de Cirugía Plástica y
Cosmetología.
En Krasnoiarsk: Viktor Prokhorenkov, Rector de la Facultad
de Medicina; Dr.Albert Karger, Dr. Anatoly Levinets, Dr.
Sergei Vladimtsev, Dr. Boris Igumnov, Dr. Yuri Vinnik y Dr.
Kireyak Mukhsiyev; el entrenador senior Alexei Krivkov;
Svetlana Lechieva y Dra. Svetlana Prakhina.

En Chechenia: Issa Muradov, Muslim Zhantaev, Khamzat


Yesaev, Ramzan Tsakaev; y mis profesores Anatoliy
Barishev, Ludmilla Zhdanova y Khava Khuseinova.

En Jedda: Zakiya, Salakh y Raghad Mutabbakani.

Vaya también mi gratitud a las siguientes personas en


Inglaterra: Helen Gummer y Cassandra Campbell de Simon y
Schuster; Andrew Nürnberg, agente literario; Paul y Alex
Wheeler; Sir Adam Roberts y su esposa, Prinky; y Bulat
Betalgiry.

En Estados Unidos: George Gibson, presidente y editor de


Walker & Company, y su esposa, Linda; Jackie Johson, editor,
y sus colegas de Walker; Nina Kovalenko, Dr. Jerry Draven,
Dr. Charles y Polly Keck; Ike Williams y Brettne Bloom,
agentes literarios; y Ruth y Nicholas Daniloff.

Pre facio

ESCRIBÍ EL JURAMENTO por dos razones. Primera, porque


quería que el mundo supiera que la guerra es algo diabólico
que victimiza a los inocentes. En la guerra no hay ganadores.
Segunda, e igualmente importante, porque quería presentarles
a mis lectores el pueblo checheno.
Durante la segunda guerra con Rusia, cuando se interrumpían
momentáneamente los bombardeos o encontraba refugio en
un sótano en el transcurso de uno de ellos, aprovechaba para
escribir un diario de todo lo que había ocurrido ese día, a
menudo hora a hora. A veces escribía en la oscuridad, con
palabras en clave y abreviaturas, por miedo a que mis notas
cayeran en manos de los soldados rusos. Siempre que era
posible, mi sobrino Adam grababa en video las condiciones de
mi hospital y a los pacientes que intervenía. Queríamos que el
mundo conociera los horrores de la guerra y cómo sufre en
ella la gente corriente. Ese diario es la base de este libro, junto
a los recuerdos de mi infancia y de mi primera juventud en
Chechenia.

Antes de las recientes guerras con Rusia, la mayoría de los


occidentales nunca habían oído hablar de Chechenia.
Pocos eran capaces de situarla en el mapa; ignoraban que
nuestra historia se remonta a miles de años; lo ignoraban todo
de nuestras tradiciones, de nuestra lucha por ser libres, de
nuestro espíritu nacido en las alturas de las montañas del
Cáucaso.

Xlll

El gobierno ruso siempre nos colgaba etiquetas. En el siglo


xix, durante los veinticinco años de guerra ruso-caucásica,
los zares nos llamaban “salvajes” y "corta gargantas”. En
1944, cuando toda la población chechena fue deportada a
Kazakstán, los soviéticos nos llamaron “traidores” y
“simpatizantes de los nazis”. Cincuenta años después, en
1994, cuando estalló la primera guerra ruso-chechena, el
gobierno ruso solía llamarnos “bandidos”. Después de la
terrible tragedia que aconteció en Nueva York el 11 de
septiembre del 2001, los rusos le comunicaron al mundo que
éramos “terroristas internacionales”.

Deseaba que esta narración de mi trabajo como cirujano en


Chechenia, durante las guerras con Rusia, transcendiera
la política y los estereotipos. Quería decir la verdad, y la
verdad está hecha de lo bueno y de lo malo, de lo serio y de lo
no tan serio. Con frecuencia resulta dolorosa. Escribir este
libro me forzó a recordar cosas que hubiera preferido olvidar.
Me obligó también a escribir sobre cuestiones personales que,
según la tradición chechena, no revelamos. La amenaza de
aniquilación y de años de guerra nos ha condicionado para
esconder nuestras emociones por miedo de que nos debilitaran
a los ojos de nuestros enemigos.

Quizá porque somos una gente tan reservada, el mundo


exterior lo ignora casi todo de nosotros. Les pedí a mis
compatriotas chechenos que me perdonaran si había sido
indiscreto o si había violado algunas de nuestras tradiciones;
por ejemplo, se considera inadecuado que un hombre hable de
su mujer y de sus hijos. No llevamos fotografías de la familia
en las carteras ni las colgamos de las paredes. Sin embargo,
quería poner de manifiesto la humanidad de los chechenos.
Así que presento mi familia a los lectores, hablo de mi mujer,
de mis hijos y de mis amigos. Hablo también de personas
que han traído honor a nuestra nación, y de quienes han
hecho que el oprobio caiga sobre ella.1 En todas las
sociedades hay buenas y malas personas: en Chechenia, en
Rusia, en Estados Unidos y en cualquier país del mundo.
Quería que mis lectores nos vieran como seres humanos con
capacidad para sentir amor, ira o tristeza. No nos
diferenciamos en esto de ningún otro pueblo. Tenemos
familias a las que amamos, queremos educar a nuestros hijos
para que puedan contribuir al bien común, y queremos respirar
aire fresco y hacer un trabajo productivo. Y como todo el
mundo, queremos vivir en libertad. 1

Prólogo

UNA NOCHE de otoño del año 2000 me desperté de una


pesadilla que me había perseguido insistentemente durante las
guerras ruso-chechenas. En ella veía a los heridos en el suelo,
con la sangre manando de sus heridas como agua de un
embalse. Levantaban la vista hacia mí, implorándome que los
salvara. “¡Colocad los torniquetes!¡Más apretados! ¡Más
apretados!”

Pero la sangre seguía brotando.

“¡Más apretados! ¡Más apretados!”

La sangre salía cada vez con más fuerza.

Desesperado, gritaba: “¡Morirán si no detengo la


hemorragia!” Después, en esta pesadilla, veía serpientes que
se deslizaban hacia mí, siseando, intentado morderme. Corría.
Cada vez estaban más cerca. Yo saltaba sobre ellas, pero
llegaban más y más, arremolinándose en torno a mis tobillos.
¿Que querían de mí? Juraba que había hecho todo lo que
podía.

Cuando aquella mañana desperté en Nueva York, me sentía


enfermo, físicamente enfermo.
-Tienes un aspecto horroroso —dijo Viktor, un amigo con el
que estaba pasando unos días. Nos conocimos, casi veinte
años antes, en la Facultad de Medicina, en Rusia.

Contemplé mi rostro en el espejo del baño. Había visto la


misma cara exangüe en los heridos cuando trabajaba como
cirujano durante las guerras de Chechenia con Rusia. Me
sentía frío y pegajoso, y tuve la sospecha de que mi úlcera
había empezado a sangrar de nuevo. Había tenido algunos
síntomas poco tiempo antes, pero no había sufrido ningún
episodio como aquel. O puede que mi vieja herida del
estómago se hubiera reabierto.

Mis amigos de Nueva Jersey se acercaron a Nueva York


para trasladarme a su casa. Durante todo el día intenté aliviar
el dolor andando pero, por último, hacia la seis de la tarde,
mis amigos llamaron a una ambulancia que me llevó al
cercano hospital de Summit.

Durante las guerras de Chechenia sabía que podía morir en


cualquier momento, así que solía guardar un trozo de papel
en mi bolsillo donde llevaba escritos mi nombre y mi
dirección. Siempre rezaba porque cualquiera que diera con mi
cuerpo me llevara a mi pueblo natal para enterrarme, porque
el Corán nos ordena que enterremos a los muertos durante las
veinticuatro horas posteriores al fallecimiento.

Lo que me preocupaba en aquel momento no era tanto morir,


sino morir en los Estados Unidos. ¿Quién pagaría los gastos
para repatriar mi cuerpo a Chechenia? Incluso si hubiera
alguien dispuesto a tomar las medidas necesarias,
dudaba mucho que los rusos permitieran que mi cuerpo fuera
transportado a Chechenia. Quería ser enterrado en el pueblo
donde había nacido, junto a mis abuelos, mis tíos y mis primos,
en el pequeño cementerio de Aljan-Kala, cerca de Grozni, la
capital. Quería saber que, cuando la gente pasara por el
cementerio, rezaría una plegaria por mí.

Tumbado en la camilla en urgencias me sentía cada vez más


nervioso porque nada parecía urgente en aquel hospital.
Todo lo que el personal hacía era preguntarme cosas. Ni
analgésicos, ni control de la presión sanguínea, ni nada para
detener la hemorragia. Maret Tsamaeva, una amiga
chechena, se había ofrecido a servirme de intérprete, y la oía
hablar con las enfermeras. Si yo hubiera hablado inglés, podría
haber controlado más la situación pero sin el conocimiento del
idioma, aunque fuera un médico, me sentía tan indefenso
como un niño.

Maret me decía una y otra vez que me relajara, pero a mí se


me había olvidado cómo. Durante los años que había pasado
al frente de un hospital en tiempo de guerra, había vivido muy
rápido. La vida o la muerte dependían de un solo minuto. En
los comienzos de la primera guerra me llevaba dos horas
amputar una pierna. Cuando huí a la vecina República de
Ingushetia lo había reducido a treinta minutos. Una plegaria a
Alá, un torniquete para cortar la hemorragia del miembro, una
dosis de analgésicos en el pie destrozado, un gotero de
poliglukina2 para elevar la presión sanguínea.
Entonces realizaba la incisión vertical, a unos veinte
centímetros por encima de la línea de amputación. Retraía la
piel y los músculos para crear colgajos con los que cubrir el
muñón. Después, profundizaba hasta el hueso con el bisturí, a
través del tejido blando, a través de los músculos, suturando
arterias, venas y nervios según avanzaba; finalmente, con la
sierra de mano, cortaba la tibia y el peroné, y suturaba la piel
y los colgajos musculares por encima del muñón. En los
últimos tiempos, casi podría haber realizado la intervención
con los ojos cerrados. A veces la iluminación era tan mala que
me hubiera dado igual ser ciego.

-BAIEV. Se llama Baiev, Khassan -le decía Maret a la


enfermera, que lo escribía en un formulario.

—B... A... I... E... V... Nacido el 4 de abril de 1963 en


Chechenia; ponga simplemente Rusia.

El dolor era como carbones ardientes en mi estómago; me


imaginé la sangre deslizándose por el interior del intestino.

Apreté mi puño derecho contra un punto situado debajo de


mis costillas. Entonces llegó una enfermera y me extrajo
una muestra de sangre.

—¿Para qué es la sangre? —pregunté.

-Van a hacerte las pmebas de sida y de sífilis -susurró Maret.

-¡Sida y sífilis! No es precisamente lo primero de lo que hay


que preocuparse cuando alguien sufre una hemorragia -
respondí-. ¿No podrían darme algo para mitigar el dolor, por
lo menos?

-Las enfermeras no pueden prescribir nada sin permiso de un


médico -contestó Maret.

Pensé en mis enfermeras, especialmente en Rumani, la única


en la que confiaba para transportar pacientes con heridas
graves a través del fuego ruso. Al comienzo de la guerra, su
marido quería que se reuniera con él y sus niños en la vecina
provincia de Ingushetia, pero ella se negó.

-Mi sitio está aquí, ayudando a Khassan -había insistido. Su


valor me avergonzó. Era una mujer, y yo tendría que haberla
protegido, no exponerla a los francotiradores rusos. En
distintas ocasiones, durante los bombardeos, ella y otra
enfermera me tiraron al suelo o me empujaron contra una
pared, escudándome con sus cuerpos.

-¿Pero qué estáis haciendo? -había preguntado yo,


abochornado, la primera vez que sucedió.

—¡Tenemos que protegerle! —había contestado Rumani—.


Somos varias enfermeras, pero no hay más médico que usted.

EL RELOJ SITUADO encima del cuarto de enfermeras de la


sección de urgencias del hospital de Nueva Jersey marcaba
la una de la madrugada. Llevaba cuatro horas tumbado en el
pasillo. Maret decía que era una noche muy ajetreada, lo que
explicaba la lentitud de la atención. Todas las camas
estaban ocupadas. Pero, para mí, el lugar respiraba quietud,
con sólo una anciana y un hombre en la sala de espera. El
hombre agitaba los brazos en el aire y pedía a gritos una
enfermera. El lugar estaba inmaculado y olía a antiséptico;
nada de sangre en los suelos de linóleo: sólo abrillantador.
Ningún cubo lleno de miembros amputados en un rincón: sólo
un jarrón con flores blancas y amarillas colocado sobre una
mesa junto a unas cuantas revistas y una caja de pañuelos de
papel.
-Quieren saber los detalles de tu seguro -dijo Maret.

-¿Seguro?

-Tu seguro de enfermedad -repitió.

-No tengo.

Jamás les había preguntado a mis pacientes los detalles de su


seguro. En Chechenia, los médicos y las enfermeras de mi
hospital trabajaban sin recibir remuneración después de que
estallara la guerra con Rusia en 1994, cuando los salarios
habían dejado de llegar. Todos trabajábamos por nada: así
entendíamos el Juramento Hipocrático. Tratábamos a
cualquiera que necesitara ayuda, pudiera pagar o no, tanto si
pertenecía al bando checheno como al ruso.

El inacabable interrogatorio de la enfermera me estaba


provocando una taquicardia; quería saltar de la camilla y huir.
Todo el asunto me recordaba demasiado a los interrogatorios
de los soldados rusos en los puestos de control militar en
Chechenia. Cerré los ojos de nuevo e inspiré profundamente,
recordando un soldado ruso que se había apoyado contra mi
coche en uno de aquellos puestos, sin afeitar y con los ojos
rojos. Podía oler el vodka en su aliento. Le tendí mis
documentos.

-¿Baiev, Khassan? -preguntó.

Asentí con la cabeza.

-¿Así que has estado curando bandidos? -dijo.


—He estado tratando a los heridos.

En los puestos de control los centinelas rusos nos sometían a


un escrutinio incesante esperando un soborno o
amenazando con un culatazo. Pero cuando yo conducía hacia
el hospital con un paciente de urgencia, cada minuto contaba.
Si sufríamos retrasos, los heridos podían morir en el camino. Y
a veces los centinelas no nos dejaban pasar.

ABRI LOS OJOS y me miré las manos, preguntándome si


volvería a usarlas para operar. Me pasé los pulgares por las
palmas: los músculos se habían ensanchado de tanto serrar.
Un amigo me había preguntado hacía poco cómo podía entrar
en una herida para suturar los vasos con unas manos tan
grandes. Cuando me vi forzado a abandonar Chechenia tenía
las manos tan hinchadas y tan cubiertas de ampollas que no
podría haber realizado una operación más aunque hubiera
tenido la oportunidad. Ahora la hinchazón había desaparecido
y la piel volvía a ser suave. Por desgracia, mi mente no se
recuperaba con tanta rapidez como mis manos.

Se acercó un hombre con bata blanca llevando un portapa-


peles, se inclinó sobre la camilla y habló casi a gritos,
aparentemente convencido de que yo le entendería mejor de
ese modo. Maret me tradujo: preguntaba cómo me sentía y
cuándo había notado el dolor por primera vez, las mismas
preguntas que había formulado la enfermera. Le dije a Maret
que le solicitara una endoscopia. Por lo menos, si el médico
me metía por la garganta un tubo hasta el estómago sabríamos
lo que estaba pasando. El sacudió la cabeza y contestó:

-El gastroenterólogo no vendrá hasta mañana.


Dicho esto, ordenó a las enfermeras que me colocaran un
gotero de solución salina.

Yo estaba exhausto; eran casi las tres de la madrugada. Cerré


los ojos, y las turbadoras imágenes de costumbre
volvieron. Podía ver a mi buen amigo Khamzat Azhiev tendido
en el pasillo de mi pequeño hospital de Aljan-Kala, con los
pantalones empapados en sangre. Cuando le vi allí tendido, no
podía creerlo. Hacía sólo unas noches que habíamos estado
sentados a la mesa de su cocina bebiendo té. Nos conocíamos
desde niños pero, cuando terminé la carrera de medicina en
Siberia y volví a casa, nos hicimos muy, muy amigos. Khamzat
había asistido a la academia de policía y trabajaba en el
departamento de policía local. Me dio la impresión de que
había visto mi expresión de horror: sonrió y me hizo un guiño
como si quisiera decirme: “Venga, no pasa nada, ahora soy
otro de tus pacientes”. Me abrí paso entre los demás heridos
que yacían en el pasillo y me arrodillé junto a él. La metralla
había desgarrado su ropa deportiva azul y blanca, y la sangre
fluía de algún punto por debajo de su cadera, tiñendo de rojo el
colchón.

-Nada que no tenga remedio -le dije apretándole la mano-. Tal


vez tus pulmones estén un poco afectados.

Le estaba mintiendo; el volumen de la hemorragia indicaba


que la herida era importante, probablemente fatal. Pero no
le podía contar que se moría. Decirle la verdad a un paciente
significa con frecuencia que él pierde la esperanza, y sin
esperanza no hay motivos para luchar. Necesitaba su
esperanza. Me negaba a aceptar que se estuviera muriendo.
Parecía tan tranquilo, tan sereno, sin implorarme que le
salvara como había hecho otro amigo cuando fue atacado en
su coche.

Luché por la vida de Khamzat como si creyera que tenía


todas las posibilidades de ganar.

-Llevadle a la mesa de operaciones inmediatamente -ordené a


Rumani. Siempre rezaba antes de una operación, pero esta
vez, además, le pedí perdón a Alá por poner a mi amigo
por delante de otros pacientes.

Corté lo que quedaba del chándal de Khamzat y lo tiré a una


pila de ropa empapada en sangre que había en una de las
esquinas del quirófano, le incorporé sobre un costado y vi
cómo manaba la sangre de una gran herida en la espalda, en
la parte baja del pulmón izquierdo. Le tomé la tensión y
comprobé que era peligrosamente baja. Le administré una
dosis de morfina e inserté mi dedo índice en el corte. La
herida era profunda; sentí la tibieza de la sangre contra mi
dedo según avanzaba hacia la cavidad gástrica. Llegué a la
conclusión de que un trozo de metralla de buen tamaño le
había seccionado la arteria pulmonar y el lóbulo medio del
pulmón izquierdo.

Saqué el dedo y rellené la herida con gasa para detener la


hemorragia. Si hubiera tenido el instrumental y los fármacos
adecuados para darle anestesia general, hubiera seccionado y
separado sus costillas para localizar el origen de la
hemorragia. Para entonces Khamzat respiraba con facilidad,
lo que quería decir que la sangre no había entrado en las
membranas pleurales que cubren los pulmones y que éstos no
se habían colapsado.
Me las arreglé para estabilizarlo. Aunque sabía que no tenía
ninguna oportunidad, ordené a Rumani que le transportara
a un hospital mejor equipado, en Atagui. Esperamos hasta que
se hizo de noche: entonces y sólo entonces habría alguna
posibilidad de evitar el fuego ruso conduciendo sin luces.
Rumani llegó a Atagui sin dificultad pero, cuando los médicos
abrieron la herida, descubrieron que la esquirla de metralla
había dañado su médula espinal, paralizándolo. Khamzat
sobrevivió a la operación pero falleció al día siguiente.

MIRANDO AL TECHO, mientras esperaba alguna clase de


tratamiento, anhelaba intensamente estar en casa. Desde mi
llegada a Estados Unidos, en abril del año 2000, no había
pasado un solo día en que no me preguntara por qué estaba
allí; luego pensaba en la familia que había dejado atrás, en mi
esposa Zara, en mis hijos. Sentía que mi lugar estaba en mi
servicio de urgencias, no en las inmaculadas salas del hospital
de Summit.

Apreté de nuevo la mano contra mi estómago y cerré los ojos.


Llevaba recibiendo un rato el contenido del gotero y el dolor
había remitido un poco. A las cinco de la madrugada le pedí a
Maret que les comunicara a las enfermeras que me iba. Las
enfermeras me dieron el alta habiendo concertado una visita
con un caro gastroenterólogo en su consulta, a las diez de
la mañana, pero yo no comparecí. En lugar de ello, al día
siguiente llamé a un médico americano amigo mío, que se
encargó de que se me tratara pro bono (es decir,
gratuitamente) lo que resultó ser una úlcera.

Y por lo que respecta a nuestros ciudadanos aún esperan


recibir tratamiento. La guerra continúa en Chechenia.
Hay bajas civiles todos los días. Si no mueren a consecuencia
del fuego ruso, fallecen de disentería, ataques cardiacos,
embolias, hipertensión, alguna virulenta forma de tuberculosis
que no responde a los antibióticos o tumores malignos
causados por el humo de las sustancias químicas que respiran.

Muchos supervivientes han sufrido heridas físicas y


emocionales que probablemente no curen nunca del todo. Mi
país es un área de desastre médico, y no podré descansar
hasta que vuelva. Pero sé que aún no puedo volver -no por
ahora-, no mientras las tropas rusas y unos cuantos
extremistas chechenos pretendan darme caza. El Kremlin me
llamó terrorista porque curé a chechenos que luchaban por la
libertad. Para los extremistas era un traidor porque atendía a
soldados rusos heridos. A decir verdad, fueron civiles los que
más traté, y aún necesitan mi ayuda.

El Juramento
Introducción - Che che nia

NICHOLAS DANILOFF

PARA EL MUNDO occidental el nombre de Chechenia es


sinónimo de terrorismo internacional. La opinión generalizada
es que esta rebelde jurisdicción de Rusia es tierra de gente sin
ley y objetivo de los radicales de Oriente Medio, que
pretenden convertirla en una república islámica. La toma del
teatro Nord-Ost en Moscú, en octubre del 2002, por activistas
chechenos, no hizo más que exacerbar esta
imagen beligerante. La verdad tras los titulares es, sin
embargo, muy distinta. Los que realmente tienen la
información saben que la gran mayoría de los chechenos son
gente trabajadora, ansiosa de contar con una Constitución, leal
a las antiguas costumbres y contraria a los extremistas
islámicos.

Aunque los periodistas han descrito la Chechenia en guerra, e


incluso algunos han llegado a disfrazarse para sortear los
controles militares, ningún observador extranjero ha sido
capaz de ofrecer al mundo un cuadro de lo que significa hoy
ser checheno. Este cuadro emerge, por fin, en estas valerosas
memorias del doctor Khassan Baiev, un cirujano checheno
que curó a unos y a otros poniendo su vida en peligro.

La República de Ichkeria, como sus líderes gustan de llamarla,


está emplazada en las laderas septentrionales del Cáucaso,
frontera entre Rusia y Oriente Medio, entre la Cristiandad y el
Islam.

Más o menos del tamaño de Connecticut, Chechenia está


limitada al oeste por Ingushetia, una pequeña república de
pueblos relacionados con los chechenos, y al este por
Daguestán, una provincia multiétnica rusa del Mar Caspio. Al
sur se encuentran Georgia, Armenia y Azerbaiyán, que se
independizaron tras el colapso de la Unión Soviética en 1991.

La lucha de Chechenia por la independencia se remonta a


cientos de años: los chechenos rechazaron a los ejércitos
rusos en el siglo XVI cuando Iván el Terrible intentó
conquistar el territorio. La determinación en la defensa de su
cultura única, no rusa, ha hecho que generaciones enteras de
varones chechenos se entrenaran tenazmente en habilidades
de lucha y de fuerza física. En los deportes, se interesan sobre
todo por las artes marciales, en especial el judo, el taekwondo
y un deporte de autodefensa llamado sambo. Incluso en
nuestros días, cuando las madres cantan nanas a sus hijos
para dormirles, les instan a ser guerreros valerosos.

Los esfuerzos rusos más serios para dominar Chechenia y


Daguestán comenzaron con Pedro El Grande, cuando éste
buscaba una ruta hacia Persia e India a través del Mar
Caspio. En 1732, las tropas rusas fueron expulsadas de
Chechenia, pero los 200 años siguientes estuvieron marcados
por ulteriores intentos de pacificar a los chechenos o de
obligarlos al exilio.

Cuando Alejandro I encargó al general Alexei Yermolov que


conquistara la región, en el año 1816, Yermolov declaró: “Es
mi deseo que el terror de mi nombre guarde nuestras
fronteras con más fortaleza que las cadenas o las
fortificaciones, que mi palabra sea para los nativos una ley
más inevitable que la muerte. A ojos de los asiáticos la
moderación es un signo de debilidad y, por razones de pura
humanidad, soy inexorablemente severo”*.

Yermolov construyó una serie de fortificaciones en Chechenia


y desató una política de aniquilamiento. Sus actos fueron

*Citado en Yo’av Karny, Highlanders: A Journey to the


Caucasus in Quest of Memory, Nueva York: Farrar, Straus
and Giroux, 2000, p. 48. Los escritos del general Alexei P.
Yermolov han sido publicados en Moscú en diferentes épocas
de los siglos XIX y XX. Una edición notable es: N. V.
Yermolov, Zapiski Alekseia Petrovicha Yermolo-va, 2 vols.
Moscú: 1865-1868.

tan feroces que Nicolás I, que sucedió a Alejandro en 1825, le


reprendió en 1827 su excesiva crueldad. Hasta el día de hoy,
el nombre de Yermolov es un estandarte que las tropas rusas
agitan ante los chechenos como advertencia para que se
sometan.

En los años treinta del siglo XIX, Nicolás I renovó los intentos
de dominar el norte de Cáucaso y se comprometió con
Inglaterra para controlar la India en lo que Rudyard
Kipling denominó “el Gran Juego”. Pero sus fuerzas se
toparon con otro gran luchador, Imam Shamil. Bajo su
liderazgo, los clanes de Chechenia y Daguestán lucharon
contra los rusos durante treinta años hasta que Shamil se
rindió en 1859.

Los esfuerzos para controlar el norte del Cáucaso no se


detuvieron con la derrota de Shamil. Aunque San Petersburgo
decretó que la libertad religiosa y cultural debía ser
respetada, los oficiales rusos ignoraron estas instrucciones
sistemáticamente mientras continuaba su incesante lucha
contra los resistentes chechenos. Entre 1860 y los últimos
años del siglo XIX, los zares de San Petersburgo empujaron a
los chechenos para que se acomodaran entre los musulmanes
de Turquía, pero los turcos los rechazaron por la fuerza hacia
Jordania y Siria.

A finales del siglo XIX se vivió un periodo de paz inestable


entre Rusia y Chechenia. Gran Bretaña, Francia y
Holanda empezaron a invertir en el área, llegaron ingenieros
encargados de prospecciones petrolíferas, levantaron
refinerías y construyeron ferrocarriles. Después de la
Revolución Rusa, estalló una nueva ola de resistencia cuando,
en 1918, el norte del Cáucaso se declaró independiente.
Durante la guerra civil que siguió a la Revolución, el Ejército
Rojo se desplazó a la zona e impuso el dominio soviético.
Hacia 1929 Stalin dio comienzo a la brutal colectivización de
la agricultura a lo largo y ancho de Rusia, redefiniendo las
fronteras de los miniestados del Cáucaso según el principio de
“divide y vencerás”.

A finales de la segunda guerra Mundial, Stalin acusó a los


chechenos de colaborar con los nazis para lograr la
independencia cuando la guerra terminara, y ordenó su
deportación a Kazajstán, Kirguizia y Siberia. El 23 de febrero
de 1944, la policía secreta del NKVD se presentó sin avisar,
ejecutó a los enfermos y deportó a un millón de chechenos en
vagones de ganado. Durante las seis semanas que duró el
viaje, y según la memoria popular, pereció la mitad de la
población. Los archivos policiales rusos indican, sin embargo,
que el número total de deportados fue de 600.000, y que
200.000 de ellos murieron durante el viaje. En el exilio o en la
cárcel, los chechenos supervivientes continuaron resistiendo,
tal como recoge Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago
Gulag:

Los chechenos jamás buscaban agradar, congraciarse con los


jefes. Por lo que a ellos concernía, los moradores locales y
los exiliados que se sometían tan rápidamente pertenecían,
más o menos, a la misma ralea que los jefes. Sólo respetaban
a los rebeldes.
Y he aquí algo extraordinario: todos los temían. Nada podía
impedirles vivir como vivían. El régimen que había
dominado su tierra durante treinta años era incapaz de
obligarlos a respetar sus leyes.3

En 1957 Nikita Jruschov perdonó a los chechenos pero


rechazó su rehabilitación. Cuando volvieron a casa se
encontraron que sus hogares habían caído en manos de rusos,
ucranianos, armenios y otros. Tuvieron que volver a empezar
desde cero. A lo largo de la era de Brezhnev, 1964-1982,
vivieron y trabajaron con los rusos bajo la rigurosa tutela de
los líderes del Partido Comunista y de la policía.

Cuando Mijail Gorbachov llegó al poder, en el año 1985, se


propuso acabar con la “era de estancamiento” que había
marca-do los diecisiete años de gobierno de su predecesor. A
Gorbachov le preocupaba que la lenta tasa de innovación en la
industria y la mala calidad de los productos soviéticos hicieran
que la Unión Soviética entrara en el siglo XXI como una
nación industrial atrasada. Su enfoque consistía básicamente
en reducir el perfil de la represión, promover una política de
glasnost (transparencia), y condonar las penas por opinar
libremente.

Gorbachov, sin embargo, fracasó al analizar las implicaciones


del aumento de libertad de expresión. En pocas palabras: las
tres repúblicas bálticas de la Unión Soviética: Estonia, Leto-
nia y Lituania, anexionadas por la fuerza a principios de
la segunda guerra Mundial, empezaron a presionar para lograr
la independencia. La Unión Soviética comenzó a derrumbarse,
y los conservadores de la línea dura intentaron dar un golpe
en agosto de 1991.
Cuando éste falló, las repúblicas constituyentes de la Unión
Soviética declararon su independencia y, a partir del seis de
septiembre del mismo año, los chechenos eran soberanos.
Dzhojar Dudáiev, checheno y antiguo general de la fuerza
área soviética, fue elegido presidente. El uno de noviembre,
declaró que Chechenia se había separado y que a partir de
ese momento debía ser considerada independiente. Se había
logrado el sueño de siglos.

Cuando Gorbachov cayó a finales de diciembre de 1991 y


Boris Yeltsin se alzó como líder del nuevo Estado, la
Federación Rusa, Dudáiev fue uno de los primeros que le
declaró su apoyo. Pero, en los años siguientes, las relaciones
chechenas con Moscú se deterioraron. Rodeado por asesores
que sólo buscaban su provecho, Dudáiev transformó
Chechenia en una zona de libre comercio en la cual
florecieron aventureros, politicastros, mafiosos y delincuentes
de toda laya. En 1994, los líderes del Kremlin estaban más
que preocupados con el desorden de la zona, que debilitaba el
flanco meridional de Rusia y que estorbaba el acceso a los
ricos depósitos de crudo del mar Cas-

pió. A los líderes del Kremlin les preocupaba también que una
Chechenia independiente pudiera estimular la secesión de
otras jurisdicciones étnicas, lo que conduciría en última
instancia a la desintegración de la Federación Rusa. Otro
factor negativo a tener en cuenta era la creciente influencia
occidental en el patio trasero de Rusia: compañías
norteamericanas, británicas, francesas y alemanas estaban
instalándose en la región para explotar sus riquezas naturales
y debilitar la influencia de Moscú.
Yeltsin y Dudáiev hablaron de posibles soluciones negociadas
pero nunca se pusieron de acuerdo. En diciembre de 1994
Yeltsin ordenó al ejército ruso que invadiera Chechenia,
desencadenando la primera guerra ruso-chechena. Al año
siguiente los acontecimientos experimentaron una dramática
vuelta de tuerca cuando las tropas rusas masacraron a los
habitantes de Samashki y Bamut. En venganza, un
comandante de campo checheno llamado Shamil Basáyev
penetró en la Rusia meridional y asaltó un hospital en la
ciudad de Budiónnovsk, tomando unos 2.000 rehenes entre
médicos, pacientes y visitantes. Cuando los intentos rusos por
liberar el hospital fracasaron, el primer ministro Viktor
Chernomirdin accedió a mantener con Basáyev una
conversación radiada a todo el país el 18 de junio de 1995.
Esta conversación puso fin a la crisis inmediata y permitió un
alto el fiiego, el intercambio de prisioneros y la firma de un
acuerdo para seguir negociando sobre el estatus político de
Chechenia.

Pero al año siguiente las conversaciones políticas se


estancaron. Frustrados por la lentitud de los progresos, el
presidente Yeltsin y el ministro de defensa Pavel Grachev
comenzaron a acusar a los chechenos de formar parte de una
conspiración internacional para transformar toda la región del
Cáucaso en un estado islámico. Entonces, la noche del 21 de
abril de 1996, se produjo otro acontecimiento dramático,
cuando el presidente Dudáiev fue mortalmente herido por una
explosión y el vicepresidente Zemlikhan Yandarbiyev,
representante de la línea dura, le sucedió. El período de
conversaciones y hostilidades continuó hasta agosto, cuando el
general ruso Alexander Lebed firmó una tregua con el coronel
Aslán Masjádov4 , jefe del gabinete checheno, el 25 de agosto
de 1996, en la que se establecía que el estatus político de
Chechenia sería finalmente resuelto con fecha límite de 21 de
diciembre del 2001.

Con el punto final a la primera guerra, Chechenia empezó a


preocuparse por la recuperación de los puestos de trabajo.
Pero el 16 de diciembre de 1996, tres trabajadores del Comité
Internacional de la Cruz Roja fueron asesinados por unos
enmascarados, posiblemente colaboradores chechenos en
nómina de los servicios secretos rusos. Las muertes parecían
diseñadas para interrumpir la ayuda internacional a Chechenia
y para alterar las elecciones presidenciales del 27 de enero de
1997. No obstante, el coronel Masjádov ganó con el 64,8 por
ciento de los votos en unos comicios que la Organización para
la Seguridad y la Cooperación en Europa calificó de “justos y
libres”.

La reconstrucción progresó, aunque con dificultades, a lo


largo de los dos años siguientes. Moscú buscaba dominar
Chechenia bloqueando sus fronteras con Rusia. Una nueva
crisis estalló el 2 de agosto de 1999, cuando Basáyev invadió
Dagues-tán con una fuerza de unos 2.000 hombres, intentando
que se uniera a Chechenia para forzar a Rusia a retirarse. La
maniobra falló y Basáyev se vio obligado a retroceder.

Cuatro meses más tarde, Boris Yeltsin comunicó por sorpresa


que abandonaba su cargo y nombró a Vladímir Putin
presidente en funciones, proclamando que se celebrarían
elecciones nacionales en el plazo de noventa días. Putin fue
elegido presidente de Rusia el 26 de marzo del año 2000. Sus
esfuerzos para poner de rodillas a Chechenia chocaron contra
la encarnizada resistencia de unos 5.000 combatientes
bastante mal organizados. En esta ocasión, Moscú ordenó el
uso de fuerza ilimitada, redujo la capital, Grozni, a escombros,
estableció puestos de control en todo el territorio checheno y
organizó “campos de clasificación” para separar los
combatientes de los civiles, utilizando toda clase de medios a
su alcance.

Cuando los terroristas suicidas demolieron las torres del World


Trade Center y atacaron el Pentágono el 11 de septiembre del
año 2001, el presidente Putin fue uno de los primeros líderes
extranjeros que acudió a la llamada del presidente George W.
Bush para desencadenar una guerra contra el
terrorismo global. El presidente ruso se apresuró a denunciar
estos actos de violencia en Estados Unidos como frutos del
terrorismo internacional y se aprovechó del momento para
declarar que ese mal también había invadido su país. Putin y
sus ayudantes declararon que Osama ben Laden había
enviado operativos a Chechenia con una cantidad
indeterminada de voluntarios, armas y financiación.

La verdad de estas alegaciones jamás ha sido demostrada de


modo convincente. Pero, por lo menos, un testimonio
inusual arroja desde ahora nueva luz sobre lo que es una
compleja situación histórica, política y humanitaria. Una
década antes de que estallara la primera guerra, Khassan
Baiev fue a Rusia para recibir formación como médico: allí,
junto con sus compañeros de promoción, pronunció el
Juramento Hipocrático, comprometiéndose a prestar ayuda a
todos los que la necesitaran. Durante la guerra hizo honor a
ese juramento al tratar civiles pacíficos, combatientes
chechenos y soldados rusos sin discriminación alguna. Su
devoción le granjeó ser declarado objetivo de los extremistas
chechenos y los militares rusos; ambos lo consideraban traidor
a su causa. Gracias a una racha de buena suerte, que él
atribuía al Todopoderoso, el doctor Baiev se las arregló para
escapar por los pelos de Chechenia en febrero del año 2000 y
llegar a Estados Unidos, donde hoy vive con su esposa y sus
seis hijos.

Ruth y yo conocimos a Khassan Baiev en mayo del año 2000


cuando vino a Boston aceptando la invitación de Médicos
por los Derechos Humanos. Mientras hablaba del sufrimiento
de los civiles y de los horrores de los que había sido testigo, su
voz se mantenía firme pero sus manos temblaban de emoción.

Esa tarde Ruth y yo llevamos a Khassan a Concord; él,


testigo de la lucha de Chechenia por la independencia, se
quedó en pie sobre el puente desde donde se habían hecho los
primeros disparos de la Revolución Americana. Más tarde,
mientras tomábamos el té, Khassan nos dijo que soñaba con
escribir un libro que narrara lo que había ocurrido. Conmovido
por su honradez y su valor, y dado el interés que Ruth y yo
habíamos desarrollado por la región del Cáucaso en tanto que
corresponsales en Moscú, nos sentimos obligados a ayudarle y
honrados de compartir su historia con el mundo.

He modificado el nombre de algunas personas por motivos de


seguridad.

2
La poliglukina es una solución manufacturada en la antigua
Unión Soviética y se utiliza para incrementar la presión
arterial en casos de hemorragias importantes y de shock. Su
nombre deriva de la palabra latina poliglucinum y es
semejante a soluciones disponibles en otros países bajo los
nombres de Dextravan, Expandex o Macrodex. Se describe
en M.D. Mashkovskii, Lekarstvennyye Sredstva,
Moscú: Meditsina Publishing House, 1977, pp. 62-63.

Alexander Solzhenitsyn, Archipiélago Gulag, 1918-1956, vol.


II. Véase también: Sebastian Smith, Allah’s Mountains,
Politics and War in the Russian Caucasus, Londres-Nueva
York: I.B. Tauris Publishers, 1998, p. 121.

Muerto por las fuerzas especiales del Servicio Federal de


Seguridad (antiguo KGB) en Tólstoi Yíirt, un pueblo situado a
14 kilómetros de Grozni, el 8 de marzo de 2005.
Primera parte - Antes de la guerra
Capítulo 1 - Dada y Nana

NACÍ EN Aljan-Kala en 1963, aproximadamente cuatro años


después de que mi familia volviera del exilio en Kazajstán y
treinta minutos antes que quien sería mi hermano gemelo,
Hussein. “Un día estaba haciendo pan y te caíste de la masa”,
dijo mi madre cuando le pregunté de dónde había venido.

Nuestro pueblo, Aljan-Kala, es una población de 16.000


habitantes situada a nueve kilómetros al suroeste de Grozni, la
capital chechena; está cerca de la línea de ferrocarril y de la
autopista Moscú-Bakú. Ocupa un fértil valle sobre el que se
ciernen los picos cubiertos de nieve de la gran cordillera del
Cáucaso. Si te diriges hacia el sur y giras a la izquierda, hacia
Daguestán, la autopista y el ferrocarril te llevan a
Bakú, capital de Azerbaiyán. Si giras hacia la derecha y
continúas, entrarás primero en la vecina República de
Ingushetia y luego en Rusia. Los lindes del pueblo alcanzan el
río Sunzha*, que nace en las estribaciones del Cáucaso y
desemboca en el mar Caspio.

El emplazamiento se remonta al siglo XVIII, después de que


Pedro el Grande ordenara una expedición de cosacos a la
región del Cáucaso para ampliar y asegurar las fronteras
meridionales del Imperio Ruso. Quedaban intactas varias
antiguas casas de

*La ZH suena como la J suave de la palabra francesa jour o


de la inglesa azure. En español equivaldría al fonema sh de
ssshhh...
piedra de la época, próximas a una fortificación, hasta que un
misil ruso las destruyó en la reciente guerra. Dada -así
llamamos a los padres en Chechenia- me contó que un
famoso coronel cosaco vivió en la mayor de las casas y que
era un centro de reunión de personas cultas. Hoy, la valla de
madera del coronel, antaño bonita, está pespunteada por
orificios de bala. En la época soviética su casa sirvió como
oficina postal y albergó también las dependencias del consejo
local. Pocos chechenos residían en Aljan-Kala antes de la
Revolución Rusa de 1917. Los inacabables conflictos vividos
con Rusia durante el siglo XIX los obligaron a refugiarse en
las montañas, donde vivieron de lo que la tierra producía y de
la cría de ganado.

En las afueras del pueblo hay un gran cementerio ruso junto a


dos cementerios chechenos y una zona común para soldados
muertos en la segunda guerra Mundial. En 1991, después de
que las autoridades soviéticas levantaran la prohibición sobre
el culto religioso, la gente reunió dinero para la mezquita, que
construimos en una de las calles laterales de la plaza
del pueblo. Tenemos dos bazares, uno junto a la estación de
ferrocarril y el otro cerca de la plaza, hay también un café y
un cine; algunos bancos donde los ancianos se sientan a
charlar completan el cuadro.

Hasta 1991, cuando la economía se colapso, Aljan-Kala tenía


una gran explotación avícola, un elevador de grano, y
una planta de procesado de madera de buen tamaño que
exportaba muebles y productos madereros a toda la Unión
Soviética.

Tras vivir el exilio de la Deportación a Kazajstán, durante la


segunda guerra Mundial, mi familia volvió a Aljan-Kala
en 1959. Dada se las arregló para comprar una casa sin
terminar en una de las calles principales. Uno de mis primeros
recuerdos es un belkhi -una reunión comunitaria- para acabar
la casa. Yo tenía sólo cuatro años, pero recuerdo que estaba
sentado en el suelo cerniendo arena con un cedazo de
alambre. Mezclábamos la arena con arcilla amarilla y serrín.
Las mujeres, de pie

Mi gemelo Hussein y yo (a la derecha)

sobre caballetes, aplicaban este mortero a los muros. Esa


primera casa tenía cuatro pequeñas habitaciones: la habitación
principal era la cocina, donde Nana (mi madre) cocinaba,
donde comíamos y nos bañábamos, y donde Hussein y yo
compartíamos una estrecha cama.

Dada sacrificó un cordero para los voluntarios, y en las


pausas comíamos todos zhizhik-galnish, el plato nacional
checheno de bolas de masa hervida y cordero guisado con
salsa de ajo. Las mujeres se sentaban en una mesa y los
hombres en otra. Un belkbi representaba una buena ocasión
para que las mujeres jóvenes bailaran, las mujeres mayores
murmuraran y los hombres se lucieran tocando el acordeón.
Era también la oportunidad de que los chicos echaran un ojo a
las muchachas. Si un chico se sentía atraído por una
muchacha lo primero que tenía que hacer era acercarse a una
mujer mayor y pedirle que se la presentara.

Tengo un recuerdo feliz de aquellos días de mi infancia. Nana


horneaba nuestro pan; ordeñábamos las vacas y cultivábamos
nuestros alimentos. Cuando me levantaba por la mañana, veía
los picos del monte Kazbek y del monte Elbrús emergiendo de
la neblina. Se decía que el monte Elbrús era el lugar donde los
dioses griegos habían encadenado a Prometeo por robar el
fuego sagrado. Nana nos contaba que la oscura marca que
evocaba un número 2 en la pendiente oriental del monte
Elbrús era el cubil del dragón dormido de la
leyenda chechena. En 1991, cuando durante un vuelo de
Grozni a Odessa pasé por encima del monte Elbrús, vi que el
“cubil” era en realidad una profunda garganta volcánica.

Nuestros ancestros habían mirado los mismos picos nevados,


generación tras generación, habían recorrido los mismos
senderos escarpados y contemplado las mismas
gargantas. Durante las recientes guerras con Rusia, cuando
sentía que peligraba mi cordura, una simple mirada a esos
picos me tranquilizaba.

Dada siempre está presente en los recuerdos de mi infancia.


Cada vez que veo bailar una lesghinka, nuestra danza
nacional, recuerdo las veloces notas de su acordeón, y cómo
nos despertaba a Hussein y a mí en medio de la noche para
que bailáramos ante él. Mi hermano y yo saltábamos casi al
mismo tiempo del estrecho camastro de la cocina. No
obedecer a Dada significaba arriesgarse a una paliza, así que
nos vestíamos a toda prisa y entrábamos en la habitación
contigua; allí Dada se sentaba con el acordeón en el regazo, y
la luz de una bombilla reflejaba en el cristal de la ventana los
frascos de cristal donde había plantado sus bulbos de cebolla y
guardado sus hierbas medicinales. Dada vestía un traje
reservado para ocasiones especiales, su papakha\ el gorro de
astracán, y las flexibles botas de cuero negro que los hombres
mayores calzan en Chechenia.

—¡Hora de bailar! -gritaba, dirigiendo su voz hacia la


habitación adyacente donde dormían mis hermanas. Entonces
colocaba su acordeón en el suelo, renqueaba hasta el viejo
gramófono que ocupaba una mesita debajo de la ventana
y colocaba un disco en él. Nana y mis hermanas salían a los
familiares acordes de la danza nacional chechena que
llenaban el cuarto. Nana se sentaba en una silla; el largo y
rizado cabello negro que coronaba su cabeza, arreglado en
una trenza durante el día, caía suelto sobre su espalda, por
encima de su chal. Aunque yo tenía sólo nueve años me daba
cuenta de que no le agradaba que Dada nos despertara para
bailar, pero, si hubiera protestado, mi padre se habría puesto
de pésimo humor.
A Dada le gustaba que Hussein bailara con Malika porque era
más alto que yo y ponía más energía en sus
movimientos. Malika, diez años mayor que nosotros, era mi
hermana favorita. Yo bailaba con Razyat, tres años mayor que
Hussein y que yo. Razyat era la preferida de Dada por ser la
hija más joven. Mis otras dos hermanas, Tamara y Raya,
estaban ya casadas y vivían cerca, en las casas de sus
maridos.

Malika se deslizaba en torno al pequeño cuarto trazando un


círculo perfecto, con los brazos subiendo y bajando como
si fueran ramas de un árbol movidas por la brisa. Había dado
clases de danza, y conocía los movimientos más bellos de la
danza nacional chechena; era capaz de desplazar los pies de
tal forma que parecía estar flotando. Ponía buen cuidado en
evitar el contacto visual con su pareja.

-¡Más rápido, más rápido! -gritaba Dada-. ¡Brazos y piernas,


con más energía!

Cerraba la mano izquierda e iba marcando el ritmo sobre ella


con los dedos de la derecha, señalando el compás como
un metrónomo. Hussein guiaba a Malika con los movimientos
de sus puños: primero a la izquierda, luego a la derecha, todo
recto, hacia atrás y vuelta, mientras sus pies golpeaban el
suelo.

-¡Sin tocarse! -gritaba Dada si Hussein se rozaba con Malika.

Algunas noches bailábamos hasta que el sol se levantaba por


encima de las montañas, momento en el que mi madre y
mis hermanas salían a ordeñar nuestras tres vacas.
Aunque los recuerdos de mi infancia son recuerdos felices,
Dada, Nana y los demás adultos sufrieron terribles
penalidades al volver del exilio y se encontraron siendo
ciudadanos de tercera clase en su propio país. Sus casas
habían sido ocupadas por

Mi hermana Razyat.

cosacos, rusos, ucranianos, armenios y ciudadanos de otras


nacionalidades que los acusaban de ser “traidores” y se
negaban a darles trabajo.

Según fui creciendo empecé a entender lo que mis padres


habían soportado, y me juré que pondría todo lo que estuviera
de mi parte para hacerles la vida más fácil. Dada había vivido
la Revolución Rusa de 1917, las purgas de los años treinta, la
segunda guerra Mundial, la Deportación de 1944, el
caos subsiguiente al colapso de la Unión Soviética y ahora las
brutales guerras con Rusia. Llevar a Dada a los baños
termales cuando era un anciano siempre me recordaba sus
sufrimientos. No sólo eran las cicatrices que le cruzaban el
cuerpo, sino los trozos de metralla que tenía bajo la piel y que
los médicos no podían extraer. Durante la segunda guerra
Mundial, cuando la Unión Soviética intentaba anexionar
Finlandia, luchó en aquel gélido frente y file herido dos veces.
Posteriormente fue transferido a Murmansk, en el lejano
norte, donde luchó hasta el fin de la guerra. Una herida en su
pierna derecha le dejó cojo.

En 1944, tras una breve estancia en casa después de ser dado


de alta del hospital militar, las autoridades soviéticas le
deportaron a Kazajstán. Treinta y cinco años después, unos
cuantos Jóvenes Pioneros -una especie de equivalente
comunista de los Boy Scout- de Murmansk descubrieron
fotografías y notas que Dada y sus camaradas de la guerra
habían metido en una botella y enterrado en las trincheras.
Sólo entonces las autoridades militares locales reconocieron
que Dada era un veterano, le condecoraron y le concedieron
una pensión. Siempre que veía a Dada con sus
condecoraciones en las fiestas soviéticas, sentía orgullo
mezclado con amargura por la injusticia de las cosas. Todas
esas medallas -la Orden de la Victoria por su lucha contra los
nazis, la Orden de la Revolución de Octubre, la Orden de la
Gloria, la Orden del Trabajo y la Orden del Estandarte Rojo- y,
sin embargo, ¡todos los chechenos habían sido
indiscriminadamente acusados de colaborar con los nazis! Las
autoridades soviéticas enviaron a los chechenos a luchar en
los peores frentes porque eran valerosos pero, cuando los
chechenos se distinguían en el campo de batalla, Moscú se
negaba a reconocer su coraje.

Fue entonces cuando supe que mi padre había sido el único


superviviente de su unidad en aquel infierno del norte
durante la guerra. El museo de Murmansk le invitó a
inaugurar una exposición especial sobre la guerra durante la
era Gorbachov, pero entonces su capacidad de movimiento se
había deteriorado demasiado para viajar. Lo que siempre me
había asombrado de Dada es que nunca se quejaba ni decía
nada negativo de los rusos. No sólo tenía muchos amigos
rusos, sino que en Kazajstán adoptó a Larissa, una
muchachita rusa cuyos padres habían muerto y que estaba a
punto de ingresar en un orfanato. Larissa vivió con nosotros
hasta que se casó con un checheno y se trasladó a la casa de
su marido.

La vida de Nana había sido tan dura como la de mi padre. Un


día de primavera de 1936, cuando tenía trece años, la policía
secreta había aparecido en su casa y había arrestado a
sus padres acusándolos de ser kulaks, es decir, pequeños
propietarios de tierras a los que Stalin eliminó en sus esfuerzos
por colectivizar la agricultura soviética. Nunca los volvió a ver,
así que mi madre tuvo que sacar adelante a sus cuatro
hermanos con ayuda de parientes lejanos. Durante toda mi
infancia, Nana trabajó en el elevador de grano a fin de
mejorar los ingresos familiares. A Dada se le había denegado
la pensión de veterano de guerra durante muchos años y,
según iba haciéndose mayor, las secuelas de las heridas
recibidas hacían que trabajar le resultara cada vez más difícil.
A pesar de ello se mantenía permanentemente ocupado con
sus hierbas y ofrecía sus consejos sobre cuestiones de salud a
cualquiera que se los pidiera. Siempre que me acercaba hasta
el elevador del grano para ver a Nana, me sobresaltaba verla
cubierta de paja. El trabajo era agotador. Sabía también que,
para ella, la vida con Dada no había sido fácil. Mi padre
siempre andaba con sus amigos, y ponía su dinero a
disposición de cualquiera que lo necesitara.

A PESAR DE mis treinta minutos de ventaja en este mundo


que me destinaban a ser el eventual cabeza de nuestra
familia, Hussein era más alto y pesaba más que yo. Hussein
era robus-

Dada muestra orgulloso sus condecoraciones de la segunda


guerra Mundial
to, mientras yo tenía el pecho hundido y las piernas arqueadas.
Él enfermaba muy raramente, mientras que yo siempre
padecía una cosa u otra. Suponía que Dada estaba
decepcionado conmigo. A los cinco años contraje una
infección crónica de oído que me dañó el nervio auditivo y me
tuvo en el hospital durante meses. En segundo curso sufrí una
recaída que me dejó prácticamente sordo. Por la noche
mordía la almohada para sofocar el dolor. No me atrevía a
decírselo a Dada porque había desobedecido a Nana y había
salido sin sombrero. Si lo averiguaba me gritaría: “¡A la
cocina!”, y me propinaría una paliza.

Había comisionado a Hussein para que me fuera informando


de lo que Dada y Nana hablaban en la mesa familiar. En clase
no entendía una sola palabra de lo que decía el maestro, así
que Hussein me repetía las lecciones en el recreo. Por
último, el maestro se dio cuenta de que era duro de oído y se
lo dijo a mis padres. Me llevaron de nuevo al hospital para
recibir más irrigaciones, dolorosas e ineficaces. Cuando oía
los pasos de los médicos en el pasillo, me escondía bajo la
cama porque el dolor era horroroso. “¡Llevadme a casa!
¡Llevadme a casa!”, gritaba cuando mis padres venían a
visitarme. Al final, un médico les dijo a mis padres que no se
acercaran al hospital. Pero lo seguían haciendo y me miraban
desde una esquina para que yo no los viera. Mi oído mejoró,
pero meses después del alta aún me sentía débil.

-No te preocupes por los deportes -decía Dada-, déjaselos a


Hussein.

Nana intentaba confortarme:


-Quizá Alá no quiere que seas un gran deportista.

Ser debilucho me llenaba de vergüenza. ¿Cómo iba a


defender la patria, las mujeres, los niños, los ancianos, todo
aquello que Dada y los ancianos de la familia decían que era
importante? “Un hombre tiene que saber defenderse, de otro
modo no sobrevivirá”, decía todo el mundo. Los chechenos
necesitan ser fuertes: nuestro pueblo había aprendido eso
después de todos

Mi hermana Malika (a la izquierda) y Nana.

los años de resistencia contra los rusos. Y yo no era más que


un debilucho. Estaba decidido a hacer algo al respecto.

A los trece años de edad, durante el verano, mi vida dio un


giro con la ayuda de un profesor de judo llamado Vakha
Chapaev.

Cuando terminaba la escuela, durante las vacaciones, mi


trabajo era cuidar de las vacas que pastaban al otro lado del
río Sunzha. Hussein prefería trabajar en el patio, lo que le
permitía escabullirse a jugar al fútbol con sus amigos. Los
pastos eran comunales, y todos mis amigos -Khizir, Khamzat,
Bislan, Bayali y Lyoma- llevaban allí sus vacas para que
pastaran. Nadábamos, pescábamos carpas, les poníamos
trampas a las culebras de hierba y cazábamos tortugas en las
ciénagas. Dada me tenía dicho que le guardara las
sanguijuelas que se me agarraran a las piernas después de
vadear en esas zonas; tenía que llevárselas en un tarro. Las
utilizaba para tratar mujeres que sufrían varices.

También jugábamos a cosas que iban a hacer de nosotros


guerreros fuertes. Mi juego favorito era urse lovzar, que
consiste en equilibrar un cuchillo sobre diferentes partes del
cuerpo y moverse después de tal modo que dé una vuelta en
el aire y se clave en el suelo. Otro de nuestros juegos era el
lyanga: colocas un trozo de plomo dentro de una bola de piel
de cordero e intentas mantenerla en el aire haciéndola rebotar
con el pie. Si la granja colectiva local había sacado a pastar a
sus caballos, a veces los montábamos para practicar trucos de
equitación que todos los jinetes del Cáucaso realizan mejor o
peor.

Cuando no jugaba me gustaba sentarme en la orilla, sumergir


los pies en el agua fría y ver a los chavales jugar al fútbol con
Vakha Chapaev en el campo que quedaba al otro lado del
río. Después del partido, Vakha, un hombre pequeño y
cuadrado, enseñaba a los chicos artes marciales como el judo
y el sambo. Éste último es un conjunto de técnicas de
autodefensa inventadas en Rusia después de que Stalin, en los
años treinta, ordenara la creación de varios equipos de
investigadores para recopilar los secretos del combate con las
manos desnudas.

Las artes marciales me fascinaban. La mayor parte de los


hombres de Chechenia son entusiastas del judo, del sambo,
del boxeo o de la lucha libre. Una tarde le pedí a mi primo
Alman que cuidara de mis vacas, me desvestí y crucé el río a
nado. El agua estaba fría, la corriente era fuerte, y tuve que
recurrir a todas mis fuerzas para llegar al otro lado. Una vez
allí, me senté a contemplar atentamente la clase de artes
marciales. Después de hacer lo mismo durante todas las
tardes de una semana, Vakha se fijó en mí: se puso a
escudriñarme de arriba abajo mientras yo permanecía allí de
pie, con mis calzoncillos negros hasta la rodilla; los calzoncillos
que llamábamos “calzoncillos de familia” porque se suponía
que una sola talla tenía que servir para todos los niños de una
familia soviética.

-¿Te gustaría pelear con él? -me preguntó, señalando a un


joven de anchas espaldas y bíceps prominentes. Asentí casi
sin pensarlo; aunque no gané la pelea no me desprecié a mí
mismo, porque después Vakha me preguntó si quería unirme
al grupo. A partir de entonces crucé a nado el río todos los
días. Practicaba con una vieja chaqueta sin botones, una
cuerda gruesa en lugar de cinturón y unos pantalones de
deporte desgasta-

ANTES DE LA GUERRA
dos, todo lo cual escondía debajo de una roca para utilizarlo al
día siguiente. A veces mis lecciones con Vakha eran
interrumpidas por una vaca que se empeñaba en largarse a
dar un paseo. Entonces yo volvía a saltar al agua, nadaba
hasta la otra orilla y la traía de vuelta. En noviembre, cuando
el tiempo empezó a ser frío, Vakha me invitó a entrenar con él
y con los demás chicos en Grozni. Hussein se unió a nosotros.

Le ocultamos esta actividad a Dada porque nos la habría


prohibido. Opinaba que debíamos concentrarnos en
nuestros estudios y consideraba a los atletas personas
perezosas que buscaban excusas para no trabajar. A él podía
esconderle cosas, pero jamás a mis hermanas, especialmente
a Malika, que cuidaba de nosotros cuando Nana estaba
trabajando en el elevador de grano. Pasado un tiempo, Malika
y Razyat sintieron lástima de nosotros y nos entregaron
algunos kopeks para pagar el trayecto de autobús a Grozni.
Cuando no teníamos dinero nos subíamos a trenes de
mercancías. Hussein y yo nos sabíamos mejor los horarios de
los trenes que nuestras tablas de aritmética. Cuando el tren
Moscú-Bakú estaba a punto de partir, saltábamos al último
vagón y trepábamos al techo por la escalerilla. Una vez nos
equivocamos y nos subimos al tren de Nazran en lugar de
tomar el de Grozni. No llegamos a casa hasta la una de la
madrugada. Nuestros iracundos padres y preocupados
vecinos nos “saludaron” en la calle:

-¡A la cocina! -ordenó Dada.

Cuando viajábamos a otra ciudad para competir teníamos que


robar para pagarnos los gastos. Naturalmente jamás lo
llamábamos robar porque hacerse con propiedad del estado en
tiempos soviéticos no se consideraba robo, sino industria. Si
le hubiéramos robado a alguien concreto, Dada nos hubiera
propinado una paliza. Organizábamos expediciones a los
campos de maíz de la granja colectiva de la orilla opuesta del
Sunzha: estos raids requerían una cuidadosa estrategia para
que no nos pillaran.

Uno de nosotros vigilaba mientras el otro llenaba sacos con

Dada y Nana

maíz. Después de una expedición exitosa me levantaba a las


cinco de la madrugada del día siguiente, encendía el homo
del patio donde mi madre horneaba el pan y cocía el maíz.
Después metía las mazorcas en un cubo, lo cubría con un
plástico para que no se enfriaran y me acercaba corriendo a
la estación. Allí las vendía por diez kopeks cada una, entre la
gente que esperaba la llegada de los trenes.

Fortalecerme me llevó tiempo. En las competiciones, lo


normal era que Hussein se alzara con el primer premio,
mientras yo siempre perdía. Cuando más perdía, sin embargo,
más decidido me sentía a vencer mi debilidad. Me construí
una barra fija en el patio interior de nuestra casa y hacía
suspensiones, levantaba pesos y corría. Mi columna y mis
manos se fortalecieron poco a poco. Y, en mi penúltimo curso,
podía hacer levantamientos de piernas con más de veinte kilos
atados a los tobillos. Los vecinos, incluso gente de otros
pueblos, venían a verlo.

Unas semanas antes de mi decimocuarto cumpleaños gané el


primer premio de judo del Campeonato Ruso Júnior, en Groz-
ni. Se celebró el 23 de febrero, con motivo del Día del
Ejército Soviético, y fue mi primer combate importante.
Exultante, pensé que ya tenía las calificaciones para acceder
a los demás campeonatos nacionales. Para mí fue como si
hubiera ganado una medalla olímpica. Sentí que había
adquirido mucho mayor control sobre mi vida, y que por fin
podía contarle a Dada que me había estado entrenando
secretamente; me perdonaría cuando le enseñara el
certificado. Cuando entré en la habitación me lo encontré
sentado frente al televisor escuchando un concierto
de canciones folclóricas chechenas. Le tendí sin más
preámbulos el certificado que me acreditaba como ganador.

-¿Qué es esto? -preguntó.

-He ganado el campeonato de judo.

—¿Así que te has estado escabullendo a Grozni sin mi


permiso?

Asentí. Él añadió:

-¡Me decepcionas! ¡Te escaqueas cuando se supone que


tienes que estar en los pastos con las vacas!

Se levantó de la silla desabrochándose el cinturón:

-¡A la cocina!

—¡Por favor, no me pegues! —grité—. ¡Nunca te


decepcionaré de nuevo!

No me escuchó. Me preparé para la paliza. Uno, dos, tres... el


cinturón chasqueaba contra mi espalda. Me encogía con
cada golpe, pero me las arreglé para aguantarme las lágrimas.

—Te quedarás en casa y te ocuparás de tus deberes —bramó


Dada. Durante el mes siguiente no se me permitió salir del
pueblo bajo ninguna circunstancia.

Malika y Razyat intentaron interceder sin éxito. Finalmente, el


jefe de los entrenadores, Félix Kutsel, le hizo una visita a
Dada. Creo que se lo ganó cuando le dijo que los chicos que
se dedican a los deportes no tienen tiempo para beber ni para
fumar.

El código checheno de etiqueta también estaba de mi lado:

-Eres un invitado en mi casa, Félix Petrovich -dijo Dada-. No


puedo rechazar tu petición.

Según la tradición hay que satisfacer siempre el deseo de un


invitado, por mucho que te desagrade. La hospitalidad es
esencial para los chechenos, especialmente para Dada. En
una ocasión nos dejó solos a Hussein, a Razyat y a mí toda la
noche en un campo de maíz porque estaba atendiendo a unos
invitados. Aquella mañana Dada se acercó y nos tendió cinco
sacos:

-Venga, llenadlos, ya vendré a por vosotros a última hora del


día -dijo. Le esperamos todo el día y toda la noche, de intenso
frío. Llegó a la mañana siguiente, cuando el sol se levantaba
sobre las montañas. Nos dijo que había estado de fiesta con
sus amigos, y que no podía marcharse antes de que el último
invitado se fuera.
La falta de entusiasmo de Dada por mi victoria en el
campeonato me decepcionó.

—La vida no termina con una única victoria —dijo—.


Siempre tenemos por delante toda suerte de obstáculos y de
problemas.

Como la mayoría de los padres chechenos, nunca me


demostraba afecto ni me elogiaba. A pesar de lo extraño
que resulte para los occidentales, creemos que el elogio
debilita y que la educación debe servir para prepararte contra
las dificultades de la vida. Todo ello quizá se relacione con
nuestra historia como chechenos: siempre hemos sido
atacados. Tampoco solemos expresar nuestros sentimientos
abiertamente. Nunca usamos la palabra amor, aunque eso no
significa que no tengamos sentimientos, muy al contrario:
nuestras familias y nuestros amigos son lo más precioso de
nuestras vidas. Las pocas caricias que recibí fueron de Nana
y de mis hermanas, y sólo hasta que cumplí diez años. Cuando
un niño llega a esa edad se supone que ya es lo bastante
hombre para que no le hagan carantoñas. Creemos que el
amor lo demuestran los actos, no las palabras. Para mí, el
amor siempre ha sido la lealtad y el soporte de la familia y los
amigos. El amor es educar a los niños; el amor es ayudar a los
ancianos.

Siempre supe que Dada me quería, incluso cuando me


golpeaba, pero su modo de expresar amor era prepararnos
para las dificultades que nos esperaban. Lo hacía
obligándonos a trabajar duro, soportando palizas frecuentes y
abundantes charlas sobre cómo deben comportarse los
chechenos.
Según me acercaba a la adolescencia mi relación con Dada
empezó a cambiar. Decimos que hasta los siete años un niño
es un ángel; durante los siete siguientes aprende a convertirse
en un adulto. A los quince es un hombre. Aproximadamente
cuando tenía once años el consumo de alcohol de mi padre
empezó a avergonzarme. A veces desaparecía durante
semanas. Sabiendo que esto perturbaba a mi madre y a mis
hermanas, me dirigí a los ancianos de la familia, pidiéndoles
que hablaran con Dada. Para él, como para cualquier otro
natural de Chechenia, la opinión de los ancianos es muy
importante y durante un

ANTES DE LA GUERRA

tiempo dejó de beber. Pero un verano pasó un mes en el Mar


Caspio sin mi madre.

Una mañana, oí como se acercaba su viejo coche Pobeda con


su escape roto.

-¡Viene Dada! ¡Dada ha vuelto!

Nos precipitamos todos a la calle, pero en lugar de detenerse


en casa, siguió conduciendo hasta el café que había en la
plaza. No sé lo que me pasó; Malika y Nana estaban muy
alteradas. Fui corriendo hasta el café, donde mi padre y sus
amigos se sentaban ante un surtido de cordero a la barbacoa,
arroz, verduras y vodka. Furioso, fui hasta la mesa, la agarré
por el borde y la volqué, enviando todo su contenido al suelo
con gran estrépito.

Silencio. Estupefacción. Entonces, los amigos de mi padre


empezaron a reírse y uno de ellos, volviéndose hacia él, dijo:

—¡Qué chico más valiente!

Otro amigo estiró el brazo, me agarró, sumergió la mano en un


bolsillo y me tendió un rublo. Después de eso, los amigos de
Dada dejaron el café y él volvió a casa. Yo creí que iba a
darme una paliza, pero no lo hizo. No mucho después dejó
de beber completamente, y yo me di cuenta de que me miraba
con un respeto nuevo.

Dos años después acaeció otra crisis en el seno de mi familia.


Me da la impresión que mi modo de manejarla incrementó el
respeto que mi padre sentía por mí. Razyat fue raptada por un
hombre que aspiraba a pretenderla. Razyat tenía entonces
diecisiete años y acababa de terminar un ciclo de tres años de
enfermería en una escuela vocacional. El rapto de la novia es
una de las tradiciones que los chechenos hemos tolerado -
aunque no necesariamente aprobemos- durante cientos de
años. Una chica puede ser secuestrada contra su voluntad o
con su consentimiento, si de verdad desea casarse con
el hombre pero sus padres se oponen al matrimonio. Las
autoridades soviéticas habían intentado acabar con el
secuestro de

Dada y Nana

novias, dictando una ley según la cual todo secuestro debía ser
comunicado a la policía, pero la ley se ignoraba.
Teníamos nuestro propio modo de manejar la situación,
especialmente si el secuestrador había hecho algún tipo de
avance de carácter sexual a la chica durante el rapto, lo que
significaba que había dejado de ser pura y que nadie se
casaría con ella. El castigo que los “tocamientos” inapropiados
conllevan es que te quiten los pantalones en público. Tan
terrible humillación llena de vergüenza no sólo a quien la sufre,
sino a su familia y a su clan entero.

El secuestrador de Razyat era un joven de un pueblo cercano


llamado Aslanbek. Con la ayuda de tres amigos, Aslanbek la
había agarrado cuando salía del hospital donde trabajaba,
la había metido en un coche y la había llevado a la casa
donde vivía con sus padres.

Nos enteramos del secuestro cuando una delegación de


ancianos del pueblo de Aslanbek llegó para negociar una
solución y un contrato de matrimonio. Mi padre se había
informado sobre su familia y creía que no eran
suficientemente buenos para ella. Además, no quería que
Razyat viviera en otro pueblo.

-¡Vete a por ella! -me ordenó.

Lecha Tepsurkaev, el marido de mi hermana Raya, me llevó


hasta la casa de Aslanbek, donde encontré a Razyat rodeada
por seis o siete mujeres de distintas edades. Intentaban
convencer a Razyat de que Aslanbek sería un marido
maravilloso, de que era miembro de una familia grande y
respetada y de que tenía una casa. Miré a Razyat: sollozaba.

Entonces, las mujeres empezaron a presionarme a mí:

—Eres demasiado joven; no entiendes la situación —dijo una


de ellas. Yo me sentía muy incómodo, pero me las arreglé
para soportar la situación. Les pedí a las mujeres que dejaran
el cuarto para poder hablar a solas con Razyat.

—¿Quieres quedarte aquí? —le pregunté.

—No —respondió ella sollozando.

-Si no quieres quedarte no tienes más que acompañarme a


casa —dije dirigiéndome a la puerta. Ella me siguió.

En la calle se había reunido una multitud, incluyendo los cuatro


hermanos de Aslanbek.

-¡No te saldrás con la tuya! -gritó uno de ellos-. ¡Iremos y la


robaremos de nuevo!

-Muy bien -respondí-, sabéis donde vivimos. Pero no os creáis


que porque soy joven os vais a salir con la vuestra.
Si cualquiera de vosotros, o alguno de vuestros parientes, se
presenta en casa e intenta tocar a mi hermana, le dispararé.

Todos los ancianos estaban allí, escuchando; reconozco que


tenía miedo. Lecha nos llevó de vuelta a casa.

Al día siguiente, a la hora de comer, vimos llegar varios


coches que aparcaron cerca de nuestra casa: de ellos bajaron
los hermanos de Aslanbek y sus amigos. Razyat estaba con
nosotros; descolgué la escopeta de la pared y corrí fuera. En
la escuela recibimos entrenamiento militar y sabía cómo
desmontar, limpiar y volver a montar una escopeta. Pero ésta
era la primera vez que estaba dispuesto a utilizar una.

-¡Oíd! -le dije al grupo congregado en la calle—. ¡Si Razyat


no quiere casarse con vuestro hermano no lo vais a
conseguir por la fuerza!

Estaba dispuesto a matar antes de permitirles que se llevaran


a mi hermana. Levanté la escopeta con el dedo en el gatillo
y apunté a los hermanos. Ya no podía parar: mi honor y el de
mi familia estaban en juego. En ese momento, nuestro
vecino, dándose cuenta de que la situación se estaba haciendo
peligrosa, se acercó corriendo y me agarró el brazo. El
disparo se perdió en el aire. Los hermanos y amigos de
Aslanbek se metieron a toda prisa en los coches y se fueron
por donde habían venido. Fue la última vez que los vimos.

La familia de Aslanbek se sintió humillada por el hecho de que


Razyat hubiera rechazado a su hijo, así que mandamos una
delegación de los ancianos de nuestra familia para suavizar las
cosas.

Me vi implicado en otro secuestro de novia años después, esta


vez cuando mi amigo Bekhan se enamoró de una muchacha
llamada Asyat. El problema residía en que el padre y
los hermanos de Asyat querían que ésta desposara a otro
muchacho del pueblo. Una noche que estábamos todos
reunidos en casa de Bekhan, su madre nos lanzó un reto:
quería que Bekhan se casara, y le gustaba Asyat.

-Si fuerais hombres en lugar de chicos la robaríais y la


traeríais aquí está noche -nos desafió. No necesitábamos más.
Nos subimos al coche y condujimos hasta Grozni. La
encontramos en la tienda donde trabajaba y nos hicimos con
ella. Uno de sus hermanos, que trabajaba con la policía nos
vio e intentó darnos caza. Al final abandonamos el coche,
tomamos un taxi y depositamos a Asyat en la casa de la tía de
Bekhan. Cuando los ancianos de la familia llegaron para
negociar, Asyat estaba histérica. Deseaba seguir con Bekhan,
pero sus hermanos querían que volviera. Después de que la
familia nos obligara a jurar sobre el Corán que no la habíamos
“tocado”, volvió al seno de su familia y se casó con otro
hombre. A Bekhan se le rompió el corazón.

Al haber probado que era un hombre a los ojos de mi padre


trayendo a Razyat a casa, mi papel en la familia cambió.
Hasta entonces Hussein había sido el hermano dominante,
quizá porque era muy extravertido y lleno de buen humor,
mientras que yo tendía a ser tímido y más serio. Me
avergonzaba fácilmente. Ganar competiciones atléticas me
daba confianza, y llegué a entender que un día sería el cabeza
de familia, y que lo mejor que podía hacer era prepararme
para asumir esa responsabilidad. Hussein, mientras tanto,
tenía cada vez más ganas de que yo tomara el mando, en
tanto que hijo más joven, su papel era permanecer con
nuestros padres hasta que estos hubieran muerto y asegurarse
de que eran enterrados adecuadamente. Ni que decir tiene
que, mientras Dada viviera, él sería el cabeza de familia
indiscutible.

ANTES DE LA GUERRA

Yo crecí entre dos culturas. La Escuela de Grado Medio


Número 1 de Aljan-Kala, a la que asistía, era una de las
mejores en lengua rusa: sus alumnos ganaban medallas en
toda suerte de competiciones colegiales. Uno de mis
compañeros de clase se llamaba Shamil Basáyev; cuando
creció se convirtió en un célebre comandante de campo
checheno (poco sospechaba yo que aquel chico callado que
estaba unos cuantos cursos por debajo del mío se granjearía
un día la atención del general Gen-nadi Troshev, comandante
del Distrito Militar del Norte del Cáucaso. Este militar
ofrecería una recompensa de un millón de dólares por la
cabeza de Basáyev). Mis profesores eran chechenos y rusos,
y recuerdo dos especialmente: Khava Zhaparov-na era una
chechena que hablaba perfectamente ruso. Enseñaba historia
con tal entusiasmo que podías oír la caída de un alfiler durante
sus clases y siempre conseguía que los estudiantes
se comportaran debidamente. Tamara Mijailovna, la otra, era
una maestra rusa de matemáticas que había nacido en
Chechenia y que había pasado toda su vida en Rusia hasta el
colapso de la Unión Soviética. Se tomaba interés por cada uno
de nosotros. A veces decía:

-Cuando crezcáis, y algunos ocupéis puestos de importancia,


llevaréis dentro nuestra contribución. Tenéis buena suerte.

En clase aprendía cosas sobre los zares, estudiaba gramática


rusa y recitaba los poemas de Pushkin y Lermontov. Moscú
no creyó jamás que Chechenia tuviera una cultura propia. Si
hablabas checheno en la escuela, los profesores te castigaban,
lo que quería decir que muchos niños, especialmente en áreas
urbanas, ignoraban su lengua materna. En casa siempre
hablábamos en checheno. Dada y Nana nos iniciaron en el
Islam, así como en nuestras tradiciones.

Cuando llegué al instituto, mi primer amor fueron los deportes,


pero el tiempo que pasaba entrenando y ganando dinero para
viajar a competiciones repercutió directamente en mis
estudios. El sistema de notas iba de cinco a uno, equivalen-
Dada y Nana

te al sistema norteamericano que va de la A a la F. Yo sacaba


treses y cuatros, lo que podía llevarme a una escuela técnica y
nada más. No se trataba de que no entendiera la importancia
de aprender: Dada me lo había repetido mil veces, diciéndome
que toda una generación había carecido de formación
académica durante la Deportación y que ahora teníamos que
compensarlo.

-¿Cómo me explicas que tus hermanas siempre saquen cincos


y tú sólo treses? —gritaba cuando veía mis notas.

Una gélida mañana de noviembre en la que Hussein y yo


habíamos dormido más de la cuenta, Dada nos sacó a
correazos de la cama y nos obligó a ir a la escuela vestidos
sólo con nuestra ropa interior. Nos persiguió calle abajo y nos
metió a empujones en la clase mientras gritaba:

-¡Aquí están! ¡Dos vagos!

Después de la graduación todo el mundo esperaba ir a alguna


escuela técnica o a la universidad para seguir estudiando.
Siempre se hablaba mucho de asuntos médicos en casa.
Tanto Malika como Razyat habían cursado tres años de
carrera en la Escuela de Enfermería de Grozni, y Dada estaba
obsesionado con los tratamientos de hierbas. Se suscribió a la
revista Salud Soviética y siempre estaba probando nuevas
dietas. Los ancianos se acercaban a casa una y otra vez a por
su té de rosas para aliviar sus problemas urinarios. De vez en
cuando yo fantaseaba con convertirme en médico. Sin
embargo nunca lo mencionaba debido a mis notas. Estaba
seguro de que, si me atrevía a decirlo, la gente se reiría y
pensaría que era un muchachuelo arrogante.

Capítulo 2 - Ance stros

TODOS LOS VERANOS de mi infancia, Dada trasladaba a la


familia a las montañas, a su villa ancestral de Makaz-hoi,
situada a algo más de cien kilómetros al sur de Aljan-Kala.
Mientras el coche serpenteaba por el camino de tierra con los
picos nevados a lo lejos, a mí me parecía que retrocedíamos
en el tiempo. Cada verano aprendíamos algo nuevo de la boca
de Dada o de los ancianos.

Nadie sabía de qué época era Makazhoi, una de las villas


colgadas en la ladera de la montaña, pero debía ser muy
antigua porque las lápidas del cementerio llevaban
inscripciones en árabe que, según Dada, se remontaban al
siglo XVIII. Las casas de piedra negra parecían fichas de
dominó apiladas contra la ladera de la montaña: el tejado de
cada una de ellas conformaba el patio de la que estaba por
encima. Para entrar en la antigua morada de la familia
debíamos atravesar una arcada que daba a un corredor que
entraba unos metros en la montaña. A la derecha del pasadizo
estaban las estancias familiares donde vivían mi abuelo, mi
abuela, mis tías, mis tíos y mis primos; unas treinta personas
en total. A la izquierda del pasadizo, por la parte exterior de la
montaña, había un patio donde la familia tenía gallinas y
vacas.

La gente llamaba a la región “Pequeña Suiza” por sus lagos y


cascadas. Un corto trayecto por una estrecha senda te
llevaba al
famoso Lago Azul cuyas aguas eran tan frías y profundas que
la gente desaparecía cuando intentaba nadar en él, o eso
contaban las leyendas. Si se miraba al otro lado del valle en un
día claro, se podían ver las ruinas de un pueblo abandonado y
los restos de una torre de combate de piedra.

A Dada le encantaba Makazhoi; habría vivido allí todo el año


si el camino no fuera completamente impracticable
en invierno. Tenía un gran huerto de frutas y hortalizas y su
propio ganado, que sus parientes, vecinos de la villa durante
todo el año, se encargaban de cuidar durante los meses
invernales. Cuando estábamos allí, Dada nos hacía trabajar
largas horas. Plantábamos patatas, trigo, girasoles y maíz.
Segábamos heno a lo largo de todo el verano. Atendíamos al
ganado y guardábamos los campos de animales salvajes
mientras sentíamos una enorme envidia de los chicos que iban,
enviados por sus padres, a los campamentos estivales de
Jóvenes Pioneros.
Una vista de la “Pequeña Suiza” mirando al norte desde las
montañas del Cáucaso. (Ruth DanilofJ).
El zar Pedro el Grande se enfrenta a los líderes caucásicos
durante la época en la que buscaba un paso a la India.
(Pintura de A. F. Rubo, 1856-1928).

-Quiero que entendáis, muchachos, que la tierra es vuestra


amiga y quiero que sepáis lo que puede producir -nos decía
Dada.

A pesar del trabajo duro ansiábamos la llegada del verano. Me


encantaba contemplar cómo cambiaba el tiempo sobre
las montañas: en un momento dado lucía el sol y al siguiente
descendían las nubes, envolviendo los picos en niebla.
Subir hacia la cima por los retorcidos senderos que discurrían
entre la alta hierba y las flores era como contemplar un
territorio mágico. A veces se divisaba una cabra de monte
subida sobre un risco como una estatua de resplandeciente
mármol blanco. Los ancianos nos tenían prohibido dispararles
a estas cabras: decían que adornaban las montañas. Por la
noche se oía a los lobos llamándose unos a otros. Los aullidos
del lobo, nuestro símbolo nacional, nunca me dieron miedo.
Nuestra mayor ilusión era ser despertados por el estrépito de
las latas que colgábamos sobre el terreno donde habíamos
plantado las patatas.

—¡Un jabalí! ¡Un jabalí! —gritábamos. Entonces saltábamos


de la cama, agarrábamos nuestros rifles y nos precipitábamos
en la noche para disparar.

Algunos ancianos que pasaban el día en el parque de la plaza


eran tan viejos que no podían acordarse de cuándo habían
nacido. Habían vivido tantos años bajo el sol de la
montaña que sus pieles habían adquirido un tono púrpura. Me
gustaban sus historias, especialmente las que trataban de los
héroes de la resistencia chechena contra los rusos, como Sheij
Mansur en el siglo xviii e Imam Shamil en el XIX. Hablaban
de estas cosas como si hubieran ocurrido ayer, como si
hubieran estado allí y hubieran conocido a esas personas.

Nunca olvidaré el día que un anciano me invitó a su casa. Era


la persona más vieja del pueblo, probablemente
centenario, con una larga barba blanca y la cara cruzada por
una red de arrugas. Me dijo que quería enseñarme la espada
que uno de sus antepasados había recibido del gran Shamil.

-Shamil y sus seguidores solían prepararse para la batalla en


la torre de uno de esos pueblos -dijo, haciendo un gesto con
el brazo hacia el valle. Imam Shamil era un tema tabú y yo
no había aprendido nada de él en la escuela. Las autoridades
soviéticas sostenían que había sido un espía en nómina de los
británicos de 1850 a 1860 pero, para las gentes del Cáucaso,
Shamil era un héroe.

El anciano guardaba la preciosa reliquia en un cuarto especial


de su casa que tenía paredes decoradas con tapices.
Poniéndose de puntillas descolgó la espada con su vaina
tallada y me la puso en las manos. Era tan pesada que podía
sostenerla a duras penas; me ayudó a sacarla de la vaina. La
hoja estaba mellada pero la empuñadura era preciosa, con
filigranas de oro y caracteres árabes. Si esta espada pudiera
hablar, pensé mientras pasaba los dedos por la delicada
taracea, me hablaría de los naibs que lucharon junto a Shamil,
como el famoso Baysangur, que perdió un brazo, una pierna y
un ojo en la guerra contra Rusia.

Dada me había dicho que cuando Shamil se rindió a los rusos


en la cumbre de Gunib (1859) para que no hicieran una
masacre de mujeres y niños, Baysangur se negó a abandonar.
Los rusos terminaron por capturarlo y lo condenaron a morir
ahorcado.

-¡Daremos una recompensa a quien tire de una patada el


taburete que lo sostiene! -dijeron, pero Baysangur se las
arregló para derribar el taburete antes de que cualquier otro lo
hiciera.

-Los chechenos no se rinden -dijo el anciano tomando la


espada y devolviéndola a su vaina-. No está en nuestra
naturaleza.

Tocar el frío acero de la hoja me trajo a la mente otras


historias que había oído. Cómo había intentado el zar que
Shamil doblara la cabeza secuestrando a su hijo y criándolo
como si hubiera sido suyo en la corte de San Petersburgo, y
cómo se había vengado Shamil capturando a dos princesas
georgianas y a su aya belga. Cuando volví a casa después de
la visita al anciano aquel día, levanté la vista para contemplar
el otro lado del valle. Casi puedo jurar que vi a Shamil
galopando montaña abajo, con su estandarte negro al viento y
las cananas plateadas para pólvora que llevaba sobre la túnica
resplandeciendo al sol.

CUANDO RECUERDO AQUELLO me da la impresión de


que Dada nos racionaba sus historias a lo largo de los
veranos, esperando hasta que, en su opinión, Hussein y yo
hubiéramos crecido lo suficiente como para absorber la
información. Hussein y yo le pedíamos a menudo visitar el
pueblo abandonado que podía verse desde nuestra casa, pero
Dada siempre aducía que estaba demasiado ocupado. Una
mañana, cuando teníamos trece años, nos dijo que nos
apresuráramos a terminar nuestros desayunos porque iba a
llevarnos al pueblo fantasma. Tomamos el sendero que partía
de nuestra casa, cruzamos el camino de tierra y descendimos
por la ladera de la montaña durante algo menos de un
kilómetro. Era uno de esos días en las montañas en que los
colores son tan nítidos y brillantes que parecen saltar hacia ti.
La alta hierba que cubría el sendero se frotaba contra
nuestras piernas, y las margaritas, los iris y los edelweiss
florecían a nuestros pies.

Una vez que llegamos al pueblo nos abrimos camino entre la


hierba y las matas de ortigas que nos llegaban hasta los
hombros. Así llegamos a la plaza central. Tenía picaduras de
ortigas por todas partes pero no me atrevía a quejarme. La
arquitectura de las casas era parecida a la nuestra, pero casi
todos los muros se habían derrumbado. Los patios estaban
ahogados por los árboles y la maleza.

-¿Creéis que éste es el único pueblo muerto de Chechenia? -


preguntó Dada deteniéndose y, barriendo el valle con un floreo
del brazo, añadió—: mirad allí. ¿Qué veis?

Al principio sólo veíamos un rebaño de ovejas. Dada se


impacientó:

-¡Mirad con atención! ¿No veis las casas que bordean ese
risco?

Me fijé en lo que parecían casas que colgaban de un risco


rocoso.

-Por toda Chechenia hay lugares abandonados -prosiguió


Dada-. Después de la Deportación los únicos que quedaron
en los pueblos fueron los animales. Makazhoi fue abandonado
y vinieron gentes que se llevaron todas nuestras cosas
después de que partiéramos.

Dada se quedó en silencio contemplando el valle. Cuando


volvió a hablar la voz se le quebró. Era la primera vez que le
oía aquel tono:

-Por todo el valle había ecos de los gemidos de los animales.


Los perros aullaban y las vacas mugían porque necesitaban
ser ordeñadas. Sus ubres se llenaron hasta reventar y luego
murieron.
Conocer la suerte que habían corrido los animales me llenó de
terror, y pensé en las vacas que teníamos en casa
sufriendo de ese modo.

Dada nos condujo al cementerio principal. En la esquina más


alejada había varias lápidas con símbolos misteriosos: diseos y
unas figuras humanas de trazo muy sencillo. Nos explicó que
se remontaban a los tiempos paganos cuando la gente adoraba
el sol y la luna, mucho antes de que el Islam llegara a Che-
chenia. Junto al cementerio principal había un pequeño
espacio rodeado por un cercado de alambre de espino que
tenía un gran obelisco en el centro.

-Las víctimas del barranco están enterradas aquí -nos dijo


Dada.

Le preguntamos de qué barranco hablaba y nos explicó que


durante la Deportación de 1944 la policía de Stalin
despeñaba por el borde de un acantilado a los débiles y a los
que no cooperaban.

Unos días después, ese mismo verano, Dada nos llevó al


acantilado; la excursión se me quedó grabada en la memoria.
La recuerdo como si la hubiéramos hecho ayer mismo. La
nieve brillaba en los picos remotos y la suave luz del sol
entibiaba el valle. Al levantar la vista vi a dos águilas que
trazaban círculos contra un cielo tan azul que provocaba dolor
de ojos.

-Mirad abajo pero no os acerquéis demasiado al borde. ¡Y no


os quedéis quietos en él! Sentiréis vértigo —nos dijo
Dada cuando llegamos al precipicio. Hussein y yo nos
acercamos arrastrándonos sobre la hierba. Hussein me
sujetaba por los tobillos mientras yo asomaba la cabeza por el
borde para echarle una mirada al abismo. Unos 200 metros
más abajo, el río serpenteaba entre el fondo del valle con un
rugido que reverberaba en las rocas de tal modo que tuve que
esforzarme para oír lo que Dada nos contaba sobre lo
sucedido aquel 23 de febrero de 1944.

—Empujaban a los viejos y a los tullidos para que cayeran al


abismo, y librarse de ellos rápidamente -nos explicó-. Algunos
eran primos nuestros, como Karim y Uzum. También había
varios parientes lejanos. Los que estaban en mejores
condiciones físicas eran obligados a andar hasta Vedeno,
a unos treinta y cinco kilómetros al oeste, para ser
embarcados

como ganado hacia Kazajstán. Lo llamábamos “el camino de


la muerte”.

Mientras él hablaba, yo me imaginaba a las víctimas vivas que


se precipitaban al vacío, girando y retorciéndose, con la ropa
ondeando al viento mientras caían cada vez más rápido. Me
pregunté si los cuerpos, reventados contra las rocas, podrían
identificarse. ¿Algún arbusto paraba su caída? ¿Quién
había sobrevivido para contar esa atrocidad?

Agarrándome a los manojos de hierba me adelanté unos


centímetros más, estirando el cuello, pero no vi arbusto
alguno. Sólo se veía oscuridad y el hilo plateado del río que
brillaba bajo el sol. La cabeza me daba vueltas; retrocedí
en busca de seguridad sintiendo náuseas y esperé a que
Dada continuara.

—En Vedeno hacinaron a la gente en camiones —Dada hizo


una pausa y luego siguió hablando más fuerte para que le
oyéramos bien por encima del rugido del río-. Nos llevaron a
la estación de ferrocarril más cercana y allí, como animales,
nos introdujeron en vagones de ganado. Estábamos de pie,
como cigarrillos en una cajetilla, hombres y mujeres juntos, de
pie sobre la paja. Alzamos lo que pudimos a los bebés y a los
más pequeños para que no fueran aplastados. Después de
unos cuantos días, el hedor de los excrementos y el vómito
nos llenaba los pulmones; podíamos respirar a duras penas.
Entonces, la gente empezó a morir, uno a uno. Te volvías para
decir algo y te encontrabas con que quien tenías más cerca
había muerto. Los hombres llevaban los cadáveres a un rincón
y los depositaban allí como si fueran maderos. Los cuerpos
iban pudriéndose hasta que el tren hacía una parada y
podíamos arrojarlos fuera. Los gemidos de los agonizantes y
los gritos de las mujeres que habían perdido a sus hijos se
alzaban por encima del traqueteo de las ruedas.

Dada suspiró y prosiguió:

-Cuando llegamos a Kazajstán, después de un mes de viaje,

los vagones estaban casi vacíos. Medio millón de personas


habían muerto por el camino.

Dada nos explicó que todo estaba tan bien organizado por las
autoridades soviéticas que la operación tuvo que haber
sido planeada por anticipado. En cada parada, manifestantes
rusos se acercaban a los vagones de ganado.

-“¡Traidores! ¡Traidores!”, gritaban -dijo Dada-. “¡Os


mataremos! ¡Os mataremos!”, y le tiraban piedras al tren.
“¡Traidores! ¡Traidores!”.

Podía oír la ira en la voz de mi padre.

-¡Nos llamaron traidores! -dijo una vez más y se quedó en


silencio.

Naturalmente yo había oído historias sobre la Deportación: era


imposible no hacerlo. Todo el mundo había perdido a alguien,
todo el mundo contaba cosas. Pero durante la época soviética
sólo te atrevías a hablar de la Deportación al resguardo de
puertas cerradas y en voz baja. Era uno de los puntos negros
de la Unión Soviética. Casi todo lo que sabía sobre aquel
terrible acontecimiento procedía de las ancianas que
se reunían en tomo a la mesa de nuestra cocina. Una vez,
cuando creían que yo no escuchaba, oí a Nana contarles a mis
hermanas mayores, Raya y Tamara, que las mujeres,
demasiado avergonzadas de aliviarse en los vagones frente a
los hombres, se contenían hasta que sus vejigas estallaban y
morían. Una y otra vez las ancianas contaban que no podían
enterrar a los muertos, que tenían que lanzarlos fuera del tren
para que los perros y los chacales los devoraran. Tener que
enterrar a nuestros muertos veinticuatro horas después del
fallecimiento es un sacrilegio para nosotros.

—¿Cómo subieron los cuerpos del barranco para enterrarlos?


—pregunté.
Dada, con expresión absorta, respondió:

—Había unos 200 cadáveres. Los abrekhs, es decir, las


gentes que vivían como proscritos en las montañas desde que
los soviéticos llegaron al poder, los subieron con la ayuda de
caballos. Les llevó cuatro días.

-Empieza por el principio —dije yo-. ¿Qué te pasó a ti?

Dada nos contó que, después de haber sido herido en el frente


nororiental durante la segunda guerra Mundial, fue dado de
alta y devuelto a Chechenia. Sus heridas aún supuraban y
sufría intensos dolores por la metralla que llevaba en las
piernas y en el muslo. Un día vio que se habían levantado
tiendas de campaña en un campo de la ladera de la montaña
situada detrás de Makaz-hoi. Primero una tienda, luego otra,
todas ocupadas por soldados que llevaban los uniformes del
ministerio de Asuntos Internos, la policía. Los uniformes le
hicieron sentirse muy incómodo; en sus viajes había oído
rumores sobre purgas, sobre cómo desaparecía la gente
durante la noche y nunca se la volvía a ver.

-Me dirigí al responsable del consejo local y le pregunte por


qué se habían reunido allí esos soldados. Me respondió que
el ejército soviético necesitaba descanso. Dejé caer la palabra
deportación: se rió como si hubiera dicho una locura y
añadió: “Estoy seguro de que las tropas están siendo
acuarteladas en nuestra República para que puedan respirar
aire puro, descansar y recobrar fuerzas antes de lanzar el
asalto final sobre Berlín”.

-Lo que ni él ni yo sabíamos es que se estaban levantando


tiendas similares en todas las áreas montañosas de
Chechenia. Y no sólo en Chechenia sino en las repúblicas
vecinas como Ingushetia, Kabardino-Balkaria, Karachái-
Cherkesia, Kalmik y más allá, incluso. Stalin había deportado
ya a los residentes de las colonias alemanas que vivían en las
riberas del río Volga y a los tártaros de Crimea.

La mañana del 23 de febrero de 1944 la NKVD, la policía


secreta, que mandaba las tropas del interior, hizo que todos
los hombres se reunieran en la plaza. Al principio la gente
pensó que querían ayuda con los suministros de alimentos,
pero entonces vieron a los centinelas apostados y las
ametralladoras emplazadas en lugares estratégicos próximos a
los edificios administrativos, y se figuraron que iban a celebrar
el Día del Ejército Soviético, que caía precisamente el 23 de
febrero.

Después de tener reunidos a todos los hombres, un oficial


borracho de la NKVD subió tambaleándose los escalones de
una plataforma que habían levantado en la plaza, alzó su
megáfono y se dirigió a la multitud. La gente se quedó en
silencio para oír que i la República Checheno-Ingushetia iba a
ser desarticulada! Sus habitantes, acusados de colaborar con
los nazis, iban a ser deportados más allá del mar Caspio.
Durante un momento la multitud guardó un silencio absoluto,
estupefacta, e inmediatamente comenzaron a oírse gritos de
protesta: ¿Por qué? ¿Por qué? La misma pregunta iba
rebotando de un lado a otro de la plaza.

-¡Sois unos vendidos y unos traidores y habéis ayudado a los


alemanes! -repitió el oficial por el megáfono.
La ira empezó a apoderarse de la multitud: llamarle traidor a
un checheno es como llamarle cobarde. Son insultos que
hay que vengar, y acusar a la gente de ayudar a los alemanes
era una locura. Muchos ignoraban incluso que hubiera una
guerra, eran analfabetos. No tenían electricidad, no tenían
periódicos y casi nunca bajaban de las montañas.

Un teniente checheno con el pecho cubierto de medallas y


una estrella roja en la gorra se abrió camino entre la
multitud hasta la plataforma y gritó mientras se golpeaba las
medallas que llevaba en el pecho y mostraba un rostro
desencajado, congestionado por la ira:

-¿Pero qué dices? ¿Yo un traidor? ¡Soy un veterano! ¡Luché


en Stalingrado! ¡Ataqué gritando por la patria y por Stalin! -
y le propinó un puñetazo en la cara al oficial de NKVD-.
¿Yo, un traidor? -repitió con voz entrecortada enjugándose las
lágrimas con los puños.

Dos centinelas se precipitaron hacia la plataforma, le


retorcieron el brazo y se lo llevaron:

-¡Me da igual que seas general! —gritaba uno de ellos— .¡Si


eres un checheno eres un traidor!

—¡Nos llamaban traidores! —repitió Dada y se quedó en


silencio; sentí el dolor que latía detrás de sus palabras—.
Supongo que fusilaron aquel teniente allí mismo —pudo
articular por fin—. Oímos los disparos casi inmediatamente
después.

Dada nos siguió contando que los soldados fueron de casa en


casa, sacando a las mujeres del pelo y arrojando sus
pertenencias al arroyo. Destrozaban las almohadas y los
colchones, haciendo volar sus plumas, en busca de dinero o de
joyas. La villa se llenó del sonido de los disparos. Y lo mismo
sucedió en todas las tierras altas de Chechenia: las tropas de
la NKVD asesinaban a sangre fría a los habitantes de pueblos
y aldeas para no tener que molestarse en transportarlos al
valle. Dada nos contó que en la parte alta, en un lugar llamado
Hibakh, las tropas metieron a 600 hombres, mujeres y niños
en un establo, los rociaron con gasolina y les prendieron
fuego; la víctima más anciana era un hombre de 104 años y la
más joven un bebé de un día. Otra masacre tuvo lugar en el
otro extremo de Chechenia, en Galanchozh, cuando el mal
tiempo detuvo a los camiones que transportaba a unos 500
deportados. Impacientes, los

Deportación de chechenos en 1944. (Pintura de Sultán


Yushaev, 1989).
guardias dispararon a los que se valían por sí mismos y
empujaron a los inválidos, a los niños y a los ancianos por un
acantilado que se asomaba al lago Galanchozh.

Ni siquiera los habitantes del valle escaparon al destino de sus


parientes de la montaña. El día de la Deportación las tropas
de la NKVD irrumpieron en el hospital de distrito de Urús-
Martán y asesinaron a tiros a varios cientos de enfermos y
heridos, incluyendo niños pequeños. Los cadáveres
fueron enterrados en secreto en una fosa común preparada a
toda velocidad por los soldados en el patio del hospital.
Durante varias décadas la población local no supo nada de
este enterramiento. Habría que esperar a comienzos de la
década de 1990 para que los chechenos descubrieran esta
fosa a consecuencia de una carta enviada a un periódico de
Grozni por una rusa que había trabajado como enfermera en
el hospital. Se desenterraron los restos y se volvieron a
inhumar según la tradición musulmana.

Dada nos siguió contando cómo en Makazhoi una gran


columna de gente de casi dos kilómetros de longitud -
algunos montados en carros tirados por caballos, pero también
mujeres cargadas con niños- empezó a bajar la montaña. Los
rostros se iban poniendo azules por los gélidos vientos que
barrían los picos cubiertos de nieve. Los ancianos
salmodiaban y rezaban; las mujeres gemían. Todo el que
intentaba escapar recibía un tiro, lo mismo que los enfermos
incapaces de seguir.

-Varios intentaron atacar a los soldados -dijo Dada-. Pero


acabaron con ellos a bayonetazos y los arrojaron por
el barranco.
Dada siguió contándonos que, en la estación de ferrocarril, las
tropas hacían redoblar sus tambores para tapar los gritos
de las mujeres y los niños, y las salmodias de los hombres.
Después nos contó una horrible historia de una mujer que dio
a luz en el vagón. Como estaba espantosamente avergonzada
y no quería que los hombres supieran lo que sucedía se cubrió
con una manta; el niño y ella murieron durante el parto.
Cuando las mujeres la descubrieron vieron que casi se había
arrancado el labio inferior para ahogar sus gritos.

—Y no creáis que los fallecimientos cesaban cuando la gente


abandonaba los vagones -dijo Dada-. La gente ya estaba
enferma cuando llegaba a Kazajstán y las autoridades
ordenaron a los médicos locales que no nos trataran, que
éramos “traidores”. La gente se moría de cualquier cosa que
podáis imaginar: inanición, frío, disentería, inflamación de los
pulmones. “Para los chechenos no hay trabajo”, decretaron
las autoridades, así que nos moríamos de hambre.

Dada siguió contándonos cómo terminó en el pequeño


asentamiento de la Vasilevka, en las estepas barridas por
el viento de Kazajstán, donde la temperatura descendía hasta
los 25 °C bajo cero en invierno y llegaba a los 45 °C en
verano. Al principio los recibieron hostilmente, pero al cabo de
un tiempo consiguió un puesto en una granja estatal y se las
arregló para construir una pequeña casa. Allí conoció y
desposó a Nana; allí nacieron Tamara y Raya. Posteriormente
Razyat y Malika también nacerían en Kazajstán. Entre tanto
Nana dio a luz a trillizos: durante cuatro meses luchó para
mantenerlos vivos, pero el frío entró en sus pulmones y
empezaron a tener problemas para respirar. Llevarlos al
hospital del pueblo cercano hubiera significado el arresto;
viajar sin autorización, incluso para ver a los parientes, estaba
prohibido y se castigaba con diez años de cárcel. En primer
lugar murió una de las niñas; una hora más tarde falleció su
hermana. Durante toda aquella noche Dada y sus amigos
mantuvieron una hoguera en un rincón del cementerio para
que, al llegar la mañana, la tierra se hubiera calentado lo
suficiente como para cavar una tumba. El niño aguantó un
mes más antes de morir.

—¿Y por qué decidiste volver a nuestro pueblo si os habíais


hecho una vida en Kazajstán y tenías un trabajo y una casa? -
le pregunté a Dada.

—¿Cómo puedes preguntarme tal cosa? —respondió Dada


airadamente-. ¡Daimokbk! ¡Se trata de nuestra patria!
¡Durante cada uno de los días de los quince años que
pasamos en Kazajs-tán soñaba con volver a casa y ver
Makazhoi de nuevo!

Aquella mañana, sentados en la alta hierba con el sol en la


espalda escuchando las historias de Dada, nada tenía
sentido. ¿Cómo podían haber ocurrido cosas tan horribles?

-Pero vamos a ver, si tantos chechenos como tú habían


combatido en la guerra -pregunté-, ¿por qué os llamaban
traidores? ¿Por qué la tenían tomada con vosotros?

—Eran Stalin y el jefe de su policía secreta —replicó Dada.

Su respuesta no me satisfizo, pero no me atreví a preguntarle


más porque había percibido la emoción de su voz.

Muchos años después, en Estados Unidos, tuve oportunidad


de leer la orden secreta que disponía la desarticulación de
la República de Chechenia-Ingushetia. Sabía de la existencia
de otros ukases pero nunca había visto a ninguno. Este y
otros documentos habían sido reunidos en un libro publicado
en Moscú después del colapso de la Unión Soviética; lo
encontré en casa de un americano que había viajado mucho
por el Cáu-caso. Aunque estaba preparado, las palabras me
estremecieron:

En conexión con el hecho de que durante el periodo de la


Gran Guerra Patriótica, especialmente durante el periodo de
la invasión del Cáucaso por los fascistas alemanes, muchos
chechenos e ingushes traicionaron a su patria, desertaron,
pasándose a las fuerzas de ocupación alemanas, se
convirtieron en saboteadores y espías, se infiltraron en la
retaguardia del Ejército Rojo, ejecutaron órdenes recibidas de
los alemanes para formar bandas armadas que habrían de
atacar a las autoridades soviéticas durante largos periodos de
tiempo y se implicaron en todo tipo de actividades delictivas,
realizando incursiones de bandidaje en regiones aledañas,
robando y asesinando a ciudadanos soviéticos, el Presidium
del Soviet Supremo anuncia:

1. Todos los chechenos e ingushes que vivan en el territorio


de la República de Chechenia-Ingushetia y
regiones adyacentes serán reasignados en otras áreas de la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y la República
Socialista Soviética Autónoma de Chechenia-Ingushetia
quedará liquidada.

El Consejo de Comisarios del Pueblo se encargará de


reasentar a chechenos-ingushes en nuevas áreas de
asentamiento y de proporcionarles la ayuda laboral precisa.

2. La creación del Distrito de Grozni, con centro


administrativo en la ciudad de Grozni, dentro de la región de
Stávropol, República Socialista de la Federación Soviética
Rusa.

3. Transferir a la República Socialista Soviética Autónoma


de Daguestán las siguientes secciones de la antigua
República Socialista Soviética de Chechenia-Ingushetia...1

La orden apareció firmada el 7 de marzo de 1944, dos


semanas después de que Mijail Kalinin, el segundo de Stalin y
presidente del Soviet, ordenara la Deportación.

Mientras leía estas palabras recordé el día en el que Hussein


y yo nos habíamos arrastrado hasta el borde del barranco
y habíamos mirado al vacío.

La profundidad de la huella que la Deportación dejó en el


alma de nuestro pueblo me golpeó de nuevo un día de junio de
mi último curso escolar, cuando vi el esqueleto del abuelo de
nuestro vecino sobre una mesa en el patio. Esa mañana había
visto un nutrido grupo de hombres en el exterior de la casa
contigua a la nuestra. Curioso, fui a ver lo que sucedía.
Nuestro vecino, Said-Akhmad Magomadov, estaba abriendo
una caja de cartón y disponía su contenido sobre una larga
mesa hecha de tablones cubierta con una sábana blanca. Al
principio estaba confundido pero luego retrocedí horrorizado.
Con gran delicadeza estaba sacando de la caja huesos
humanos, huesos de color marrón oscuro: primero el cráneo,
luego las costillas, luego los brazos y las piernas hasta que
todo el esqueleto estuvo sobre la mesa. Me adelanté un poco;
era la primera vez que veía el esqueleto de una
persona. Mientras Said-Akhmad colocaba los huesos sobre la
sábana, sus manos se movían sobre ellos como acariciándolos.

-Es su abuelo, se lo ha traído a casa desde Kazajstán -susurró


alguien. Vi que varios ancianos se enjugaban los ojos. Una
vez que el esqueleto estuvo completo, Said-Akhmad repartió
guantes de lino y, ayudado por varios ancianos, lavó los huesos
con agua y jabón, preparándolos para el enterramiento
habitual. El retomo del abuelo de Said-Akhmad causó gran
sensación en Aljan-Kala. Era la primera vez que alguien traía
los restos de un pariente a casa para enterrarlo. Todo el
mundo asistió al funeral y la gente, Dada incluido, empezó a
soñar con ir a Kazajstán para traer los restos de quienes
habían muerto allí.

LOS VERANOS EN MAKAZHOI nos daban la oportunidad


a Hussein y a mí de aprender más cosas sobre nuestro clan
Makaz-hoi, que consistía en cien familias aproximadamente.
Dada quería que entendiéramos la red de conexiones
familiares que constituían un teip o clan. Era difícil recordar
todos los nombres, porque había muchos. Nozhu Yesayev, el
primo de mi padre, era el anciano de más edad de nuestro
teip. Su función era cuidar del bienestar del clan, lo que
incluía cualquier cosa, desde arreglar conflictos hasta hacer
que los jóvenes se casaran y fundaran una familia para que el
clan mantuviera su vitalidad y las tradiciones chechenas no
desaparecieran.

En el verano de 1979, después de nuestro decimosexto


cumpleaños, llegó el momento para Hussein y para mí de
conocer el ch’ira, el conflicto de sangre entre la familia de
nuestros vecinos y nuestro tatarabuelo.

-Habéis alcanzado la edad viril y ya no estáis eximidos de la


venganza —dijo Dada. Nos explicó que nuestro tatarabuelo
y los antepasados de nuestros vecinos habían luchado con
una kinjal, una daga, por un trozo de tierra. Conocía los
detalles de la lucha como si hubieran ocurrido el día anterior,
aunque la vendetta misma se había resuelto hacía años,
después de que los ancianos y los parientes de ambos bandos
se reunieran y acordaran poner fin a la disputa. Nuestra
tatarabuela había sido herida en la mano, dijo; el antepasado
de nuestro vecino había sido herido en el estómago y murió. A
pesar de que nuestras familias tenían ahora muy buenas
relaciones con nuestros vecinos, Dada nos advirtió que
fuéramos muy corteses con ellos.

-Debéis contarles a vuestros hijos la disputa tal como yo os la


he contado -dijo-. Cuando abandonéis esta vida nunca debéis
dejar problemas para que los resuelvan los de la generación
siguiente. Hay que tener mucho cuidado para que no quede un
rastro de tristeza tras de uno.

Durante esos veranos en Makazhoi con Dada, no podía saber


hasta qué punto los recuerdos de aquellos momentos
me sostendrían durante los periodos más difíciles de mi
vida. Recuerdo la belleza de las montañas pero recuerdo
también el día en el que Hussein y yo miramos al precipicio.
Todavía veo aquellas dos águilas negras dando vueltas en el
cielo, y un escalofrío recorre mi espalda.

Capítulo 3 - Q uie ro se r mé dico


MUCHA GENTE su PONÍA que iba a dedicarme a los deportes
después de terminar la enseñanza media. Gracias a mis
resultados en el campeonato júnior ruso de judo y a los
resultados en los campeonatos júnior de todas las repúblicas
en la misma disciplina, me estaba granjeando una reputación
nacional, por lo que dieciocho ciudades de toda la Unión
Soviética me cursaron invitaciones para que estudiara
en alguno de sus centros. Además, recibí cartas de doce
escuelas de formación de entrenadores, así como propuestas
de facultades de derecho y de economía e incluso del Instituto
de Relaciones Internacionales de Moscú. Me consideraban
alguien que podía llevar prestigio a sus instituciones
entrenando o ganando competiciones para ellas. El sistema
soviético ponía gran énfasis en la práctica deportiva como
forma de demostrar la superioridad del comunismo. Sus
invitaciones me halagaron mucho y los deportes me
entusiasmaban, pero no quería convertirme en entrenador. En
el décimo curso (el último año) decidí que iba a intentar entrar
en la Facultad de Derecho, lo que exigía estudiar
intensivamente después de la graduación para presentarme a
los exámenes de acceso.

El día después de graduarme en el instituto, en junio de 1979,


fui en tren hasta Kustanai, ciudad del Kazajstán nororiental,
para encontrarme con Dada, que tenía por entonces un puesto
como capataz de un equipo de construcción formado por siete
chechenos que trabajaban en una granja colectiva de grandes
dimensiones. Me acompañaba mi amigo Khassan Tai-
maskhanov. Dada solía ir a Makazhoi los veranos pero,
después de que nuestro vecino Said-Akhmad trajera los restos
de su abuelo para enterrarlos, Dada pensó que un trabajo en
Kazajs-tán podía ser una gran oportunidad para dar con los
restos de los trillizos y de otros parientes.

Mi amigo Khassan era un estudiante muy bueno y me dijo que


repasaría la química y la física conmigo después del trabajo
para que tuviera mayores oportunidades de entrar en un
centro de enseñanza superior. También repasábamos la
biología. Durante los siguientes cinco meses Khassan fue mi
tutor. Trabajamos siete días por semana, aunque el domingo la
jornada era más corta porque teníamos que lavar nuestra ropa
e ir a los baños públicos.

Dada, miembro del Partido Comunista, era un capataz muy


exigente, lo que a menudo me irritaba.

-No está bien -solía decir-; tienes que hacerlo todo lo mejor
que puedas. No es cuestión de que algo se venga
abajo cuando nos vayamos y nos echen la culpa a nosotros.

Un día Dada tomó el tren con destino a Vasilevka, un viaje de


más de 500 kilómetros, donde la familia había vivido durante la
Deportación. Volvió muy alterado: había encontrado
el cementerio checheno, pero no quedaba nada.

-Busqué las tumbas de mi abuelo y la de los tres niños que


murieron, pero no pude encontrarlas. Por todas partes
crecían hierbajos y el suelo había sido aplanado -dijo-. Recé
una plegaria por ellos allí mismo.

En noviembre volvimos a nuestra casa de Aljan-Kala, donde


yo me puse a trabajar diez horas diarias en la planta de
procesado de madera, empujando pesados troncos contra la
sierra circular. Cuando terminaba mi turno estudiaba dos o
tres horas con la ayuda de una rusa, vecina nuestra, que
enseñaba en la escuela elemental que quedaba frente a
nuestra casa. En junio de 1980 mis tutores pensaron que
estaba preparado para acceder a una institución de enseñanza
superior. Yo me preguntaba si tenía preparación suficiente
para entrar en la Facultad de Derecho y convertirme en fiscal
público o en investigador penal; quería dedicarme a una
profesión útil a la sociedad que con el paso del tiempo me
permitiera ayudar al sostenimiento de Dada y Nana.

Ese verano de 1980 volé a la ciudad de Krasnoiarsk, en


Siberia, con Musa Salekhov, mi amigo de la escuela, para
solicitar el ingreso en la Facultad de Derecho. Musa era
también judoka y miembro del equipo nacional soviético. No
era la primera vez que visitaba una ciudad siberiana: en el
noveno y el décimo curso había hecho un viaje en tren de casi
4.000 kilómetros para competir en diversos certámenes y
había asistido al campamento de entrenamiento de judo en
Burevestnik, situado a unos 20 kilómetros de la ciudad, junto al
río Yeniséi.

Mi antiguo entrenador del campamento, Alexei Alexeyevich


Krivkov, estaba esperándonos cuando aterrizamos.

Me gustaba todo de Krasnoiarsk: su historia, el modo en que


la nieve crujía bajo nuestros pies en invierno y las noches
de verano en las que el sol no se ponía hasta la una de la
madrugada y podías pasear a lo largo del río Yeniséi. En el
siglo XVII, Krasnoiarsk era poco más que una fortaleza que
protegía a los exploradores rusos y a los tramperos de las
tribus locales. A comienzos del siglo XX se había convertido
en un foco de agitación obrera. Hoy es una ciudad de un
millón de habitantes con doce centros de enseñanza superior,
más de un centenar de fábricas, muchos parques, y avenidas
bordeadas por filas de alerces plateados.

Alexei paró un taxi para ir al autobús que nos iba a llevar al


campamento de Burevestnik. Mientras atravesábamos las
calles principales de la ciudad, observé un edificio de cuatro
plantas de ladrillo amarillo y aspecto imponente, con unos
escalones que conducían a una entrada rodeada por cuatro
columnas. La parte

Musa Salekhov (primera fila, a la izquierda) y yo (primera fila,


a la derecha) inaugurando el nuevo estadio de Krasnoiarsk en
1983.
superior del tejado ostentaba un símbolo de dos metros de alto
consistente en un cáliz con una serpiente blanca enrollada en
él.

-¡Alto! -le grité al conductor-, ¿qué edificio es ese?

El conductor redujo la velocidad y nos explicó que el edificio


albergaba la Facultad de Medicina de Krasnoiarsk, trasladada
allí desde Leningrado durante la segunda guerra Mundial para
escapar al bloqueo nazi.

-¿Qué significa ese emblema de la serpiente en el tejado? —


pregunté. Los edificios que tenían símbolos no eran
infrecuentes, pero se trataba por lo general del busto de Lenin
o de la hoz y el martillo soviéticos, no de una serpiente. El
chófer no sabía de qué se trataba pero entonces oí una voz
interior: ¿Por qué no podía convertirme en médico? Fue
bastante tiempo después cuando supe que la serpiente
enrollada tiene un significado especial en medicina; la
serpiente muda la piel cada año, lo que representa renovación
y cura.

Me volví hacia Musa, muy nervioso, y le dije:

-¡Mira, en este sitio es dónde quiero estudiar! Olvidémonos de


la Facultad de Derecho y cursemos mañana la solicitud
para la Facultad de Medicina.

-Me parece muy bien -dijo Musa-. Si crees que es el sitio


adecuado para ti, hagámoslo... siempre que nos lleve a
alguna parte.

Alexei Krivkov frunció el ceño y observó:


-No es realista. Yo solía trabajar en el departamento de
educación física de la Facultad de Medicina y es muy difícil
entrar. Además no les gustan los atletas y harán todo lo
posible por impedírtelo.

Al principio Alexei nos había animado a venir a Krasnoiarsk,


pero ahora se volvía negativo en el asunto de la Facultad
de Medicina:

-Me temo que ahí no os voy a poder ayudar -dijo.

Yo permanecí en silencio. Me daba igual: quería estudiar allí.

DESPUÉS DE CENAR en el campamento de Burevestnik


me senté en un banco que daba al río Yeniséi. Se trataba de
un precioso lugar en el bosque que quedaba dentro de una
granja estatal de grandes dimensiones. Dejé vagar mis ojos
por la ribera más alejada donde los bosques desaparecían en
la distancia. El sol cabrilleaba en el agua y sentía los nervios
en mi estómago. El edificio con el emblema de la serpiente
había disparado mi fantasía infantil de convertirme en médico:
ya había tomado la decisión. Creo en que Dios predetermina
tu destino y que el gran reto de la vida es descubrirlo cuanto
antes. Ser médico era lo que verdaderamente deseaba.
“Tendrás que estudiar muchísimo, y un deportista no se lo
puede permitir —la voz de Alexei interrumpió mi ensoñación-.
¿Cómo vas a poder entrenarte para competir a nivel
profesional mientras estudias todo lo que van a pedirte?”.

Dejé que su voz flotara sobre el agua que fluía velozmente.


Quería verme en su cuadro de atletas. Estaba en los inicios
de su carrera y creía que podía ayudarle a forjar su
reputación como entrenador. Me consideraba un ejemplo para
sus pupilos rusos:

—¿Por qué no podéis ser como Khassan y no beber ni


fumar? —les decía. Sabía que estudiar medicina sería muy
duro, pero lo deseaba más que ninguna otra cosa. El trabajo
fuerte no me asustaba; Dada se había encargado de ello.

Al día siguiente Musa y yo subimos la escalera de piedra,


entramos en el gran vestíbulo, cruzamos el blanco suelo
de mármol y subimos hasta el segundo piso de la Facultad
de Medicina para cursar nuestras solicitudes. A mitad de
camino me detuve, para contemplar el mural de un médico
vestido con una bata blanca. Miraba por un microscopio
mientras sus estudiantes lo contemplaban admirativamente.
Cuando llegamos al segundo piso observé un texto en
caracteres cirílicos que cubría una de las paredes; lo leí dos
veces. Era el Juramento Hipocrá-tico. Varias frases me
impresionaron especialmente: “Usaré toda mi capacidad para
ayudar a los enfermos según mi recto entender y juicio; a
nadie administraré una droga mortal aún cuando me sea
solicitada ni daré consejo con ese Fin. De igual modo no
proporcionaré a mujer alguna medios abortivos y mantendré
mi vida y mi arte alejado de la culpa... Si observo con fidelidad
mi juramento, que me sea concedido gozar felizmente de mi
vida y de mi profesión, honrado siempre entre los hombres. Si
lo quebranto y soy perjuro, que caiga sobre mí la suerte
contraria”.

—¿DE DÓNDE SON? -inquirió una mujer alta de mediana


edad. La representante del comité de admisión.
-¿De dónde son ustedes? -preguntó de nuevo.

-De la República de Chechenia-Ingushetia -contesté.

-Sólo admitimos solicitantes de Siberia y del Lejano Oriente -


respondió-. Deben solicitar plaza en las instituciones
médicas de su región -añadió con una media sonrisa
cruzándole la cara.

Algo me dijo que estaba rechazándome. Fui consciente de las


reglas ilegales, no escritas, designadas para mantener a
los representantes de nacionalidades no rusas fuera de ciertas
profesiones.

-Enséñeme dónde pone que no puedo ser admitido —respondí


—. Soy, después de todo, de la Federación Rusa, y Che-
chenia es parte de Rusia.

Apostaba a que las reglas que discriminaban a ciertas


nacionalidades no eran de la clase que se ponen por escrito.
Después de todo, la Unión Soviética proclamaba que todas las
personas eran iguales. La mujer se quedó en silencio, miró mis
papeles y se puso a revolverlos.

-Naturalmente, tendrá que aprobar los cuatro exámenes de


entrada.

Sabía que si el comité de admisión no quería chechenos en la


Facultad de Medicina, harían que me suspendieran
pero estaba decidido a intentarlo. Tenía razón: Musa y yo
fuimos los dos únicos solicitantes que fracasaron. En este
punto Musa decidió abandonar, diciendo que iba a
concentrarse en el judo y que volvería a intentarlo al año
siguiente. Después de que se anunciaran los resultados volví
al comité de admisión para quejarme.

-La única razón por la que he suspendido es porque soy del


Cáucaso septentrional -dije-, y pretendo cursar una queja
oficial.

La presidenta del comité de admisión se encogió de hombros:

-Si le parece que debe hacerlo, puede volver a examinarse


con dos preguntas más -contestó. Tal como yo esperaba las
dos nuevas preguntas eran imposibles de contestar, y volví a
suspender. En esta ocasión los examinadores querían que les
firmara un documento aceptando los resultados, pero me
negué.

-Estos temas ni siquiera figuran en el currículo escolar, así que


voy a escribirle al rector solicitando un comité especial
para que examine mi caso —dije. La mujer me miró con
expresión vacua-. Y voy a enviar también una carta al Comité
Soviético de Deportes en Moscú y a los periódicos.

Esa amenaza tuvo un efecto definitivo. El Comité Soviético de


Deportes era una organización poderosa que tenía a su cargo
los deportes de toda la Unión Soviética, y me conocían bien.

Los examinadores me dijeron que podía examinarme de


biología y anatomía. Gracias a la tutoría de mi amigo Khassan
el verano anterior, obtuve dos cincos, lo que elevaba mi
puntuación total hasta los 18,5 puntos, pero para entrar en la
Facultad de Medicina necesitaba por lo menos 19. Me faltó
puntuación porque mi expediente escolar era mediocre y me
quedé sin saber qué hacer. Algunos días después, cuando iba
a entrenar al gimnasio local de Krasnoiarsk, me tropecé con
mi entrenador Alexei Krivkov.

—¿Sabe la Facultad de Medicina que ya eres Maestro de


Deporte y que has ganado todas esas competiciones? —
preguntó. Ser Maestro de Deporte era alcanzar uno de los
escalones de la jerarquía de honor de las actividades atléticas
en la Unión Soviética, y no era frecuente que un escolar lo
alcanzara.

-No se lo he dicho porque piensan que los atletas son


estúpidos.

-Pues tienes que decírselo -me contestó.

-No voy a humillarme más. Están decididos a no dejarme


entrar, y no voy a suplicarles.

Alexei dijo que conocía a Yuri Ivanovich Yakovlev, jefe del


departamento de educación física de la facultad. Iría él mismo
a decirle a Yakovlev que yo era un atleta maduro a los
diecisiete años y que podía ganar competiciones para la
facultad. Días después Krivkov y Yakovlev hablaron con el
rector de la Facultad de Medicina: resultó que éste no
consideraba que los atletas fueran idiotas. El mismo había sido
esquiador de competición. Dijo que me daría otra oportunidad
para entrar en la institución si era capaz de alzarme con dos
victorias: una en el club local y otra en los campeonatos
regionales. En ambos casos se

trataba de competiciones de sambo, el deporte de


autodefensa.

Mi futuro dependía de ganar esos dos combates. Resolví el


primero con facilidad, pero el torneo regional era más
difícil. Durante las tres semanas siguientes practiqué tres o
cuatro horas al día para mejorar mi velocidad, elemento
esencial del judo y el sambo. Era mejor en sambo que en judo
y lo prefería. Los movimientos, unos 300 en total, son los
mismos en los dos deportes, pero las reglas son más estrictas
en judo. La mañana de la competición todos los que
participábamos formamos una fila para sortear quién sería
nuestro oponente y contra qué arma tendríamos que
defendernos: una pistola de madera, un cuchillo, una porra, un
palo o una soga.

Allí estábamos, de pie, emparejados espalda contra espalda


con nuestros adversarios. El mío resultó ser un hombre
que pesaba unos cuarenta kilos más que yo. Cuando sonó la
señal me giré a toda velocidad y evalué la situación. Su
tamaño me daba en realidad ventaja porque podía moverme
mucho más rápido que él. Moví hacia arriba mi puño derecho,
apresé su brazo derecho, lo enganché con el izquierdo, lo giré
con dureza y le hice soltar el cuchillo. ¡Me había llevado sólo
unos segundos y había ganado!

Ganar las dos competiciones, sin embargo, no me garantizaba


una plaza permanente en la Facultad de Medicina porque me
clasificaron como “estudiante candidato”. Podía asistir a
las clases en el invierno, pero no tendría estatus oficial hasta
enero, y sólo si otro estudiante fracasaba. Era un estudiante
en periodo de prueba y, como tal, no tenía derecho a
alojamiento; además, como estábamos a principios de curso,
no había habitaciones para alquilar en Krasnoiarsk.

Durante los dos meses siguientes Musa -que se había


matriculado en un curso preparatorio de ciencias médicas- y
yo dormimos en el vestíbulo del aeropuerto local. Llegábamos
por la noche, después de entrenar, tomábamos una taza de té
y un sándwich y estudiábamos en los bancos de madera hasta
medianoche. Entonces nos acurrucábamos envueltos en
nuestro chándal de lana azul con los sin techo y nos
dormíamos acunados por el sonido de la voz femenina que
anunciaba las llegadas y los despegues. Cuando la policía nos
echaba del vestíbulo, acampábamos en la estación de
ferrocarril.

Muchos de los sin techo se hicieron amigos nuestros. Algunos


tenían educación superior y habían sido expulsados de sus
familias a causa de la bebida. Me hicieron darme cuenta de
que no puedes condenar a alguien sencillamente por los
malos tiempos. Un día, después de haber estado viviendo con
los excluidos durante aproximadamente dos meses, un policía
se me acercó en el aeropuerto. A marcharse de nuevo,
pensé, metiendo mis libros en la bolsa.

-Veo que lees muchos libros, ¿quién eres? —preguntó. Se


quedó estupefacto cuando le dije que era estudiante de la
Facultad de Medicina y deportista.

-Sígueme -dijo. Nos llevó a una oficina al otro lado del


aeropuerto para presentamos al jefe de policía, que se quedó
no menos impresionado por cómo vivíamos:

-Es una desgracia que unos estudiantes tengan que vivir así.
Yo también soy deportista y pienso hablarle al jefe del
departamento de educación física de la facultad.

Debió hablar con el rector porque, en menos de un mes, la


facultad me ofreció una habitación en el primer piso de uno
de los dormitorios adyacentes de estudiantes. Era una
habitación usada por miembros de la sala de profesores; los
estudiantes vivían en los pisos superiores. Yo estaba
encantado e invité a Musa a que la compartiera conmigo.

En enero me convertí en estudiante oficial. Un año más tarde,


en 1981, Musa fue aceptado y entró también en la Facultad de
Medicina. El mismo año mi gemelo, Hussein, se reunió
conmigo en Krasnoïarsk e ingresó en la Escuela de Ciencias
Agrícolas. Mis padres esperaban que lo cuidara porque era el
más joven, si bien sólo por unos minutos.

El programa de la Facultad de Medicina comenzaba con


clases y seminarios cada mañana, con física, química
orgánica, bioquímica, matemáticas superiores, biología,
anatomía, latín e historia del Partido Comunista. Las
clases comenzaban a las 8 de la mañana y se prolongaban
hasta las 5 o las 6 de la tarde. En el tercer curso los
estudiantes elegían una especialidad: yo opté por la
odontología. Pensé que si me convertía en dentista, podría
intentar posteriormente hacerme cirujano facial. La idea de
ser cirujano había permanecido latente en mi cabeza desde
que vi una película americana en los años setenta; no
recuerdo el título, pero el guión trataba de una famosa actriz
cuyo rostro había quedado arruinado por un cirujano plástico
que permitió que se desarrollara una infección después de
operarla. Estaba a punto de recibir un Oscar pero, cuando la
enfermera retiraba los vendajes, su cara aparecía en un
estado tal que le resultaba imposible asistir a la ceremonia.
Recuerdo haber sentido pena por ella y haber pensado lo
maravilloso que hubiera sido arreglar su rostro para que
pudiera asistir a la entrega de su premio.

Teníamos que estudiar obligatoriamente ginecología y


obstetricia, hasta quienes pretendíamos dedicamos a la
odontología.

—Vais a ser todos médicos -observó en clase el profesor de


ginecología-. ¿Quién sabe? Tal vez terminéis en alguna
remota granja estatal y seáis los únicos capaces de atender un
parto.

Los médicos varones de Chechenia no atienden partos: ése es


territorio de las médicas, por lo que nunca me tomé la
asignatura demasiado en serio hasta que llegó el momento en
que pasamos de los partos simulados con muñecos a los
verdaderos. Cuando me asignaron una sala de partos pensé
que todo lo que tendría que hacer era ir por allí, observar unos
cuantos alumbramientos y marcharme.

-¿Cuánto tengo que quedarme? -le pregunté a la doctora a


cargo.

—Toda la noche, joven —contestó sorprendida. Me tendió


una lista de cuatro pacientes del Pabellón número 8, me
puso al corriente de sus historias y me dio sus constantes
vitales. Estaba a punto de entrar en el pabellón cuando oí que
una voz de mujer murmuraba algo sobre el Cáucaso. El
término cubre los distintos grupos nacionales que viven al
norte y al sur del Cáucaso. Me detuve y escuché.

-Hoy está de turno un georgiano -continuó la voz—. No


permitiré que se me acerque.

-Yo tampoco -afirmó otra.

-Ningún georgiano va a examinarme -añadió una tercera-. Ya


sabéis cómo son.

Pensaban que yo era georgiano. ¡Cómo se hubieran puesto si


hubieran sabido que era checheno! Aterrorizado, golpeé la
puerta y entré. Todas las conversaciones se detuvieron.

-Me han indicado que lea sus historias y las examine -dije.
Silencio. Entonces, la mujer que estaba más cerca de la
puerta dijo:

-No queremos que nos examines. Ya lo han hecho.

-Si lo quieren así, no insistiré.

Qué alivio, pensé. Le diría a la ginecóloga a cargo que las


mujeres rechazaban que las tocara, y podría irme a casa.

La ginecóloga me miró, ruborizándose. Furiosa, tiró el montón


de hojas de papel sobre la mesa, se levantó y salió del cuarto,
exclamando:

—¡Sígueme!

Me costaba mantener su paso: como un barco a toda vela, se


dirigió casi a la carrera al Pabellón número 8 y abrió la
puerta de golpe.

-¿Y quién dice que no quiere que la examine? -gritó-. ¡Venga,


deprisa, exijo una respuesta!

Ninguna dijo nada:

-Muy bien. Haced vuestro equipaje y a casa, y que vuestros


maridos os atiendan en el parto -dijo la ginecóloga.

-No es que tengamos nada contra él -dijo una de las mujeres


señalando en mi dirección—. Nos sentimos avergonzadas.
Sólo queremos saber si hay otro estudiante.

La ginecóloga dio un gruñido y se giró hacia mí, indicándome


que siguiera con las historias, que les tomara el pulso y la
presión sanguínea.

Con gran vergüenza por ambas partes me las arreglé para


examinar a las cuatro mujeres. Entonces nos acercamos a la
sala de partos; los gritos de las mujeres me aterrorizaron.
Todo lo que había aprendido con las muñecas anatómicas
durante el curso salió de mi cabeza a toda velocidad. Había
cuatro camillas obstétricas en la sala, las cuatro ocupadas por
mujeres en diferentes fases del parto: todas ellas sufrían
dolores, gemían, gritaban y aseguraban que era el último niño
que jamás tendrían. Después de ayudar al alumbramiento del
primer niño, un varón, haciendo que su pequeño y húmedo
cuerpo atravesara el canal del parto y cortando el cordón
umbilical, parte de mi terror me abandonó. Tres niños después
recuperé el control e incluso fui capaz de asombrarme ante la
maravilla de una nueva vida. Más tarde le tocó a Musa
Salekhov horrorizarse cuando le conté mi experiencia. Me dijo
que si hubiera tenido que pasar por eso hubiera abandonado la
institución.

MI AGENDA DURANTE los cinco años de Facultad de


Medicina fue abrumadora, pero mirando hacia atrás, creo que
no hubiera sobrevivido las recientes guerras ruso-chechenas
sin mi entrenamiento doble como deportista y como médico.
Fue como si durante mi estancia en Krasnoiarsk me estuviera
preparando para esta prueba futura, que requeriría de
enorme energía física y fortaleza mental. Me levantaba todos
los días a las 6 de la mañana y me iba a correr. Después de
clase trabajaba en el gimnasio durante dos o tres horas y
entonces iba a la biblioteca donde estudiaba hasta
medianoche. Siempre que iba a una competición atlética
llevaba dos bolsas, una con
El equipo Nacional Soviético de Sambo en Sujumi, URSS,
1983. Estoy en la tercera fila, el tercero por la izquierda.

la ropa y otra con los libros. Estudiaba en aviones, en trenes,


en autobuses y en hoteles. Sacar tiempo para una
competición significaba que tenía que ponerme al día con las
clases.

En el otoño de 1980 viajé al extranjero por primera vez como


miembro del equipo soviético; fuimos a Polonia, al Torneo
Internacional Júnior.

Esto me abrió los ojos con respecto al control que tenía el


KGB sobre los deportes en la Unión Soviética: un
proceso degradante. Los representantes del KGB en el
Comité Soviético de Deportes nos adoctrinaban sobre cómo
conducirnos en tanto que arrogantes ciudadanos soviéticos y
nos acompañaban al extranjero. Antes de partir, el equipo fue
llevado a visitar el mausoleo de Lenin en Moscú. Entramos en
silencio y, mientras pasábamos junto al cuerpo de Lenin, se
nos advirtió que debíamos mantener alto el honor de la Unión
Soviética y del Partido Comunista. Confraternizar con colegas
de otras nacionalidades estaba prohibido. Hablar con un
“extranjero” era motivo suficiente para ser sometido a
interrogatorio.

A pesar de las dificultades me di cuenta de que los estudios de


medicina y los deportes se complementaban. Mis
conocimientos de medicina me ayudaban a evaluar los
movimientos y contra movimientos de mis adversarios; los
músculos reaccionan de formas características. Sabía por la
tensión en los músculos de mi oponente qué movimientos
esperar y cómo responder a ellos. Durante los años que
representé a la institución, ascendimos del duodécimo al
primer puesto en Kras-noiarsk. El Comité de Deportes de
Krasnoiarsk estaba muy complacido con mi éxito y me
concedió una beca mensual de 340 rublos (510 dólares), unas
tres veces lo que ganaba un obrero soviético de la época
(Nana cobraba 120 rublos, unos 156 dólares por mes). Pude
entonces mandar dinero a mi familia.

EN LA FACULTAD de Medicina no tenía tiempo para la vida


social, lo que me hacía raro a los ojos de los demás
estudiantes. Cuando no estaba estudiando estaba entrenado.
Supe más tarde que las chicas me consideraban anormal y
que me llamaban fanático a mis espaldas.

Conocí, por primera vez, a rusos de mi edad: fue un shock.


Los chicos bebían a veces cerveza detrás de sus carteras
durante las clases, fumaban, maldecían, contaban chistes
verdes con las chicas delante e incluso las magreaban en
público. También las chicas hablaban groseramente. Cuando
una chica contaba una broma subida de tono delante de mí, yo
me sonrojaba; sospecho que lo hacían a propósito para ver
cómo me ponía colorado. Al final, reuní valor suficiente para
pedirles que se abstuvieran de contar chistes verdes en mi
presencia. Se rieron y, desde entonces, solían meterse
conmigo y decirme:

-¡Khassan! ¡Queremos contar un chiste muy bueno; sal del


cuarto, por favor!

Al principio, los otros estudiantes me evitaban: las chicas,


especialmente, se sentaban tan lejos como les era posible.
Muchas mujeres rusas piensan que los hombres del Cáucaso
septentrional son groseros con ellas y no se daban cuenta de
mi timidez con las chicas. En Chechenia nunca había estado
a solas con mujeres solteras que no fueran mis hermanas,
a menos que hubiera una carabina presente. Yo sabía cómo
comportarme con mujeres chechenas, que eran tímidas frente
a los hombres, pero no tenía ni idea de cómo tratar a las
chicas rusas que fumaban, bebían vodka, iban solas a los
cafés y se agarraban de las manos de sus novios en público.

La actitud de los demás estudiantes hacia mí cambió después


de que el profesor Vagram Surenovich Emiksiuzyan me
pidió que bajara hasta el foso del aula un día antes de
pronunciar su lección sobre la historia del Partido Comunista.
El profesor Emiksiuzyan era del sur del Cáucaso, de la
República Socialista Soviética de Armenia, y debió haber
sentido simpatía por mí porque yo era de la misma zona.

-Tú -dijo señalándome; yo estaba en la última fila-, ¿de dónde


eres?

-Soy de Chechenia -dije poniéndome de pie.

-Baja aquí, por favor -añadió-. ¡Quiero estrecharte la mano!

Sentí todas las miradas clavadas en mí mientras bajaba de mi


asiento en la parte alta del anfiteatro.

—Camaradas, ¿sabéis quién estudia con vosotros? —


preguntó el profesor Emiksiuzyan dirigiéndose a la clase. Los
estudiantes prestaron atención, y el silencio se hizo en el aula
mientras yo me removía incómodo junto al profesor.
-ÍBaiev, Khassan! -anunció el profesor Emiksiuzyan con un
floreo-. Siempre es un placer para mí, que soy del Cáucaso,
oír en el Consejo Académico que Khassan, nuestro estudiante,
está triunfando en todas esas competiciones atléticas. La
prensa y la televisión suelen hacerse eco de sus triunfos.

Hizo una pausa para que sus palabras tuvieran el efecto


debido y añadió:

-¡Y pensar que vosotros ni siquiera sabéis quién es!

Me sentí avergonzado: había mantenido en secreto mis


actividades extracurriculares. Después de este incidente me di
cuenta de que las chicas empezaban a sentarse cerca de
donde yo me ponía en el aula.

A finales del segundo año los otros estudiantes habían


empezado a aceptarme. Aunque las chicas todavía no lo
admitían y aún bromeaban sobre mis modales anticuados, creo
que les gustaba secretamente cómo las trataba. Me invitaban
a sus fiestas de cumpleaños e insistían en que me reuniera
con ellas en los cafés. Sabían que nunca me emborrachaba y
les gustaba que estuviera allí para protegerlas de quienes sí lo
hacían.

Entonces conocí a Marina. Al principio, cuando supo que


venía de Chechenia, dejó claro que no tenía nada que ver
conmigo. Era rusa, y si nos cruzábamos en las escaleras me
saludaba fríamente. Su frialdad no me preocupaba: por el
contrario, lo encontraba atractivo. Me recordaba a las mujeres
chechenas que se comportan con modestia delante de los
hombres. Me había fijado en ella porque era muy bonita; su
cabello oscuro le caía por los hombros. No usaba mucho
maquillaje y llevaba ropa de colores vivos. En tercero me
encontré sentado junto a ella en una clase de cirugía.

-¿Y tú de dónde vienes? -pregunté.

-De Shajti -respondió. Shajti es un pueblo de la Rusia


meridional próximo a la frontera del Cáucaso septentrional.

—Así que eres paisana mía -la pinché. Me miró frunciendo el


entrecejo con expresión de haber oído algo insultante.

Por una extraña coincidencia, Marina vivía con su abuela en


un apartamento del segundo piso de un edificio próximo
al gimnasio donde yo entrenaba. Resultó que yo conocía a
su abuela de mucho antes, ya que trabajaba como ayudante
en las instalaciones deportivas. Siempre que la veía la
saludaba y le preguntaba por su salud, tal cómo se acostumbra
en Chechenia cuando hablas con personas mayores. Supe
más tarde por Marina que su abuela le había hecho
comentarios elogiosos sobre

mis modales.

—¿Por qué no vienes a tomar el té? —me sugirió la abuela


una tarde al encontrarme en el exterior del gimnasio. Yo
acepté de buen grado.

Su apartamento consistía en dos pequeñas habitaciones, una


cocina diminuta, un baño y un servicio separado. El balcón
de la habitación principal daba al gimnasio. En esa primera
visita, nos sentamos en torno a una pequeña mesa en la
cocina. Marina sirvió el té con distintas mermeladas caseras
que dispuso sobre la mesa en pequeños platitos. Su abuela
llevó el peso de la conversación. Marina intentó avisarme de
que no le preguntara por su salud, pero mis anteriores
pesquisas sobre el tema le dieron una excusa perfecta para
pasar revista a todas sus dolencias, como dolores articulares,
panadizos y palpitaciones. Después sacó un viejo álbum y me
enseñó fotografías suyas de la época de la segunda guerra
Mundial.

—Formé parte de un batallón femenino —dijo con orgullo. Yo


le conté que mi padre había luchado también en la guerra, en
el frente finlandés y posteriormente en Murmansk. Eso
la complació.

En adelante tomaba a menudo el té con ellas después de


entrenar. Me encantaba sentarme en la acogedora cocinita
y comer las mermeladas que disponían ante mí. Marina me
ayudaba con las materias que el entrenamiento me hacía
perder, y comentábamos lo que se había explicado en clase
ese día. Quería ser dentista, como yo; era una pianista
competente y a menudo tocaba para mí.

A lo largo de los dos años siguientes mi casta relación con


Marina me exaltaba y me atormentaba. Era muy fácil
hablar con ella y tenía un excelente sentido del humor; en su
compañía me sentía relajado, pero sabía que nunca podría
casarme con ella. Era rusa y mi familia quería que me casara
con una chechena. Era lo que se esperaba de mí. Yo también
quería una novia chechena, sin que eso tuviera nada que ver
con mis sen-

timientos hacia los rusos o la inacabable tensión entre


Chechenia y Rusia. Deseaba una mujer que hablara mi lengua
con nuestros hijos, que entendiera el sufrimiento de nuestra
gente, que se hiciera cargo de mis parientes, que observara
mis costumbres, como la de estar dispuesta a recibir invitados
a cualquier hora del día o de la noche. Sabía que cuando
llegara el momento mi familia arreglaría un matrimonio para
mí. Confiaba en ellos para elegirme una esposa que fuera una
buena madre. Los chechenos creemos que el matrimonio es
una relación permanente que engloba a la totalidad de la
familia. Quizá no estás enamorado cuando te casas, pero el
amor y el compromiso con la familia aparecen después.

A veces me dejaba llevar y daba en imaginar que Marina y yo


teníamos un futuro juntos, pero después me acordaba de mis
padres y me figuraba el golpe que supondría para ellos
que nos casáramos. Recordaba historias de chechenos que
desposaban rusas: las peleas, los divorcios, los niños que
sufrían. Sabía que para Marina vivir bajo el mismo techo con
Dada, Nana y mis hermanas sería demasiado duro. No podría
entender nuestras tradiciones.

Lo que había tenido oportunidad de observar hasta entonces


de las tradiciones rusas no me gustaba. Hablaban de
igualdad, pero lo que veía una y otra vez era que los hombres
bebían y dejaban que todo el peso del hogar, niños incluidos,
recayera sobre las mujeres. Cierto es que algunos chechenos
también beben demasiado, pero no es una epidemia como lo
es en Rusia, donde la vida media de un varón está en torno a
los 58 años. Los chechenos creemos que para un hombre es
vergonzoso no mantener a sus hijos. En realidad creemos que
las mujeres son más valiosas que los hombres, tal como refleja
el proverbio de que la vida de una mujer vale la de dos
hombres. Creemos también que los hombres y las mujeres
tienen diferente papeles: las mujeres cuidan de los niños y de
la casa, los hombres son los proveedores, aunque algunas de
nuestras mujeres tienen carreras propias y aspiran a una
mayor independencia.

Naturalmente hay chechenos que desposan mujeres rusas.


Después de llegar a Krasnoiarsk, Hussein empezó a cortejar
a Rita, una rusa. Yo intentaba que rompiera esa relación, no
porque tuviera nada contra Rita, sino porque casarse con una
rusa lo apartaría de sus raíces culturales y si se quedaba en
Krasnoiarsk sería un duro golpe para nuestros padres. Al final
Hussein se casó con Rita pero mantuvo el enlace en
secreto. Después, cuando iba de visita a casa, nunca traía a
Rita ni a sus niños. Sólo apareció con ellos en la casa familiar
después del comienzo de la segunda guerra chechena en
1999.

El matrimonio de mi amigo Shahid con una rusa se deshizo


cuando su padre murió y su hermano pequeño falleció en
un accidente de coche, momento en el que Shahid quiso
volver a Chechenia. Su mujer le acompañó con los niños, y al
principio todo parecía ir bien, pero con el tiempo ella empezó a
sentirse más y más infeliz, y expresó su deseo de volver a
Krasnoiarsk. La familia de Shahid se negó a dejarla ir, así que
un día fingió haber recibido una carta diciendo que un
miembro de su familia se moría y que tenía que marcharse: se
fue sin los niños y no regresó. Escribió pidiendo a sus hijos,
pero ellos dijeron que querían quedarse en Chechenia, y la
familia de Shahid no se los devolvió nunca.

EN CUARTO AÑO se exigía a los estudiantes varones que


recibieran unos cuantos meses de entrenamiento militar en
una base a las afueras de Kransnoiarsk. Se nos asignaban
ejercicios relacionados con cuestiones médicas, tales como
preparar trajes protectores de guerra química y correr ocho
kilómetros. Perdí mucho peso con las magras raciones
militares, lo que era un problema añadido porque, en esa
época, me entrenaba para la Copa de Judo de Todas las
Repúblicas. Lo admito, llevaba las anteojeras puestas, me
había convertido en un hombre obsesionado que carecía de
tiempo para establecer vínculos emocionales. Quería ser
médico y atleta. Tenía que estudiar mucho y entrenar de tal
modo que pudiera seguir ganando competiciones atléticas para
la Facultad de Medicina.

En 1983 me encontré sin embargo con un obstáculo por el que


estuve a punto de abandonar mis estudios y mi
práctica deportiva. Ese año, como resultado de haber ganado
varias competiciones nacionales de máximo nivel de judo y
sambo, mi entrenador dictaminó que estaba preparado para
competir en el Campeonato Juvenil del Mundo que se
celebraba en España. La institución me dio tres meses de
licencia a condición de que recuperara los cursos en verano.
Me trasladé a un campo especial de deportes gestionado por
el Comité Soviético de Deportes en la ciudad de Vladímir, a
unos 200 kilómetros de Moscú.

Antes de partir hacia Vladímir, un oficial del KGB de Kras-


noiarsk me llamó a capítulo y me pidió que le pasara informes
sobre la conducta de los otros miembros del equipo, algo que
yo no estaba dispuesto a hacer. Ser "informador” era
contrario a todas las tradiciones chechenas. Le expliqué que si
aceptaba su oferta me deshonraría a mí mismo, a mi familia y
a todo mi clan:

-Mi padre me pegaría dos tiros si supiera que había hecho


algo así —le dije.

—Si no trabajas para nosotros, no irás al Campeonato


Mundial -replicó el hombre del KGB.

Sentí que mi futuro se desplomaba; el KGB inventaría


cualquier razón espuria para expulsarme del equipo. Me
preparé, pues, para cualquier cosa que pudiera suceder en el
campo de entrenamiento de Vladímir. Una mañana descubrí
que me habían encerrado en mi habitación. Llegar tarde a la
alineación matinal era una infracción seria cuyo resultado
podía ser la expulsión del programa. Salí al balcón, salté al
cuarto contiguo, empujé la puerta y salí al corredor del hotel;
encontré una escalera abierta que llevaba abajo.

En otra ocasión el entrenador de fútbol me obligó a jugar de


portero. Protesté porque nunca había jugado en ese
puesto. Hacia el final del partido me vi en el suelo intentando
detener el balón. En ese momento sentí una brutal patada en
la parte inferior de las costillas, propinada por un jugador al
que nunca antes había visto. El dolor era tan grande que no
podía levantarme. Los entrenadores supusieron que yo tiraría
la toalla, pero estaba decidido a probarles que se equivocaban.
Cuatro veces al día durante el mes siguiente di masaje al
enorme chichón que tenía sobre la cadera, con grasa obtenida
en una farmacia. Finalmente la hinchazón desapareció.

Cuando derroté al luchador elegido para ocupar mi lugar, el


Comité Soviético de Deportes accedió a que formara parte
del equipo. El periódico Soviet Sport envió reporteros para
entrevistarme; en Krasnoiarsk, la prensa publicó artículos
sobre mí. Según el plan previsto, debíamos volar del
aeropuerto de Sheremetyevo de Moscú a Madrid. Cuando me
vi en el avión dejé escapar un suspiro de alivio: por fin, por fin,
mi sueño iba hacerse realidad.

Entonces sentí un golpe en un hombro. Me di la vuelta y vi


tres hombres de paisano de pie junto a mi asiento. Dos de
ellos eran los entrenadores del Comité Soviético de Deportes;
al tercero no le había visto nunca.

-Toma tu equipaje y sal del avión -dijo uno de los


entrenadores.

-Pero ¿qué pasa? -dije mientras me ponía de pie; no tardé


mucho en averiguarlo.

-Síguenos, te lo explicaremos.

Me sacaron del avión, cruzamos la pista y fuimos a la sala de


espera. No me invitaron a sentarme.

-El Comité Soviético de Deportes ha decidido retirar tu


participación en el equipo -dijo uno de ellos.

—¡Pero vencí a Sidorov! —exclamé. Sabía la verdadera


razón por la que no iba a viajar.

Sentí cómo se desataba mi ira y tuve un deseo casi


irreprimible de golpearlos, pero no quería darles una excusa
para arrestarme.
-Es su decisión. No podemos hacer nada -soltó el tipejo del
KGB. Luego se encogió de hombros y se marchó.

Ya solo, me desplomé sobre un banco de la sala de espera,


sintiendo una gran amargura. Todo aquel entrenamiento
para nada. Ser Maestro de Deportes, cinturón negro, haber
ganado todas aquellas medallas no significaba nada si eras
checheno y si te negabas a informar sobre tus compañeros de
equipo al KGB. Había sido un ingenuo al pensar que ganar
medallas para la Unión Soviética era más importante que
degradar a los atletas chechenos. Durante la era pre-
Gorbachov, existía un techo que los chechenos no estaban
autorizados a traspasar. Podíamos competir en campeonatos
nacionales, en campeonatos europeos, pero no en un
campeonato mundial ni en las olimpiadas. Finalmente, después
de tres horas, me las arreglé para levantarme y subir a un
autobús que iba a Moscú, donde me quedé un par de noches
con un amigo que estudiaba allí. Me sentía abrumado por un
sentimiento de completo vacío; parecía el final de todo. Me
convencí de que tenía que volver a casa y olvidarme de
Krasnoiarsk; volver a ayudar a mis padres, a trabajar en
los campos y a cuidar del ganado.

CUANDO ABRÍ LA puerta de nuestra casa me encontré a


mi familia sentada alrededor de la mesa de la cocina: se
quedaron estupefactos al verme.

—Me hicieron bajar del avión —les dije—. También voy a


dejar la Facultad de Medicina.

Dada frunció el ceño. Después de algunos minutos de silencio


dijo:
—Esa clase de cosas les ocurren todo el tiempo a los
chechenos. ¡Acostúmbrate a ello!

—He perdido todo interés en estudiar —protesté.

-¡Vuelve allí! -ladró-. La vida no termina con esto. Los


deportes son algo temporal: ¡tu profesión es para toda la vida!

Cuatro días después volví a Krasnoiarsk. Mi entusiasmo por


las competiciones internacionales había muerto. No había
nada que hacer si el Comité Soviético de Deportes decidía
quién ganaba y quién perdía. Dejé de ir al gimnasio y empecé
a dedicar más tiempo a mis estudios.

AL ACERCARSE LA licenciatura, en 1985, todo el mundo


empezó a ponerse nervioso por la inminente raspredeleniye o
distribución de los puestos de trabajo. En la Unión Soviética
le debías tres años al Estado cuando completabas tu
educación gratuita. El gobierno mandaba estudiantes a
diferentes partes del país, con frecuencia a lugares de los
confines mismos de la tierra: las estepas de Siberia en el
extremo norte o la frontera con China. Durante esos años
completabas tu residencia y trabajabas como médico en áreas
rurales.

Una tarde antes de que se anunciaran las asignaciones,


Marina y yo dimos un largo paseo por las riberas del río
Yeniséi. Era una noche templada y agradable, y la aurora
boreal teñía el cielo de púrpura. Marina estaba muy nerviosa:
deseaba que le comunicara mis planes y esperaba estar
incluida en ellos. Me había dicho unos minutos antes que había
roto su compromi-
Con mis colegas en la Facultad de Medicina de Krasnoiarsk.
Soy el segundo por la izquierda.

so con un muchacho local y que sus padres la estaban


presionando para que se casara después de la licenciatura. Yo
también me sentía nervioso, en la creencia de que si a Marina
y a mí nos mandaban al mismo sitio terminaríamos casados.
Sentí que empezaba a perder el control sobre mi vida. Rogué
a Alá que mis buenas notas y mis victorias como deportista
me permitieran quedarme en Krasnoiarsk.

Tak Eto Bylo, NatsionaFnyye repressii v SSSR, 1919-1952, 3


vols., Moscú, ediciones Insan, 1993, vol. 2, p. 87.
De repente, Marina empezó a llorar:

—Te amo. No puedo imaginar la vida sin ti.

Le supliqué que dejara de llorar.

-Ya sabes en qué clase de condiciones nos crían en


Chechenia -respondí-. Para vivir allí tienes que haber nacido
allí. No podrías con ello.

—Si amas lo bastante a alguien, terminas adaptándote -


respondió.

—No quiero arruinar tu vida. Es por tu bien.

Marina se quedó en silencio. Yo me sentía fatal.

Por fin llegó el Día de Asignación de Puestos. Nos reunimos


en el amplio despacho del rector. Todos estábamos tensos
esperando con gran atención. Un funcionario desconocido
empezó a leer nuestras asignaciones. El número de Marina
salió antes que el mío. El profesor anunció:

-Blagoveshchensk, un año de residencia dental seguido por


dos años de trabajo.

Inspiré profundamente y rogué: “Por favor, Alá, no permitas


que vaya también allí”. Susurré una plegaria mientras
esperaba la lectura de mi número.

-Número veintidós: Baiev, Khassan -dijo el profesor; su voz


retumbaba en las paredes. Supe lo que iba a decir pero se me
cortó el aliento cuando lo oí:
—Un año de residencia en Blagoveshchensk y dos años de
servicio en Tynda.

Todo por lo que había luchado se venía abajo.


Blagoveshchensk estaba en la frontera con China, y Tynda
era un diminuto asenta-

Mis medallas y yo.

miento en el ferrocarril Baikal-Amur recientemente


construido.

Lo que ocurrió después es duro de explicar: perdí el control de


mí mismo. Miré a mi alrededor y vi al rector sentado en la fila
delantera; con el paso de los años había llegado a gustarle. A
menudo se detenía en los pasillos para estrecharme la mano y
me invitaba a charlar con él y a contarle mis problemas.
Me dirigí a él directamente, preguntándole si este era el pago
que la institución me daba por haberle proporcionado tantos
triunfos. Se quedó atónito. Entonces se puso en pie y
volviéndose hacia la audiencia dijo:

-El exceso de trabajo me ha provocado una distracción: este


muchacho no va a ir a Blagoveshchensk. Todavía es joven y
tiene que participar en muchas más competiciones.

Señaló todos las copas de plata que yo había ganado, y que


exhibía en sus estantes, e indicó que revisaría la orden. Se
me permitió quedarme en Krasnoiarsk para mi residencia. El
alivio que descendió sobre mí como una ola me trajo
también tristeza y culpa. Con notable esfuerzo reuní el valor
suficiente para mirar a Marina. La desesperación corroía sus
facciones, y supe que estaba reprimiendo las lágrimas a duras
penas.

Nuestra ceremonia de licenciatura se celebró el 22 de junio de


1985, en un gran salón con columnas de mármol y
cortinas rojas de la factoría metalúrgica. Los dignatarios
pronunciaron discursos, incluyendo el jefe del Partido
Comunista local, que subrayó nuestra responsabilidad para
con el Estado. Después de los discursos se concedieron
premios especiales; yo recibí una mención por mi expediente y
por mis triunfos deportivos. Entonces todos nos pusimos de
pie y uno de los profesores leyó el Juramento Hipocrático, que
recitamos juntos palabra por palabra. Supe que me había
comprometido a situar siempre las vidas de mis pacientes por
encima de la mía. Me temblaba la mano cuando recogí mi
diploma, y después corrí fuera, al parque que se cernía sobre
el río Yeniséi; no quería que nadie me observara. Lo había
conseguido.

Despedir a Marina cuando partió hacia Blagoveshchensk fue


muy doloroso. En el vestíbulo del aeropuerto de
Krasnoiarsk nos pusimos los últimos en la cola de facturación
de equipajes, esperando posponer el adiós tanto como fuera
posible. La cola fue acortándose y ambos nos quedamos
callados. No sabía qué decir ni qué hacer.

Cuando entregó su billete al empleado me echó una mirada


muy rara. Su expresión era una mezcla de amor y desprecio. -
¡Oh, tú!... \Akh ty\

No terminó la frase; su amargura era patente. Giró la cabeza


y se dio la vuelta para que no viera sus lágrimas. Asió su
equipaje de mano y se dirigió hacia la puerta de embarque. Yo
me di la vuelta y retrocedí a través de la multitud hasta el
autobús que me devolvería a la ciudad. Cuando llegué subí a
mi habitación, cerré la puerta y me tiré sobre la cama. No
quería saber nada de nadie. Necesitaba tiempo para
recuperarme, para convencerme de que lo que había hecho
era lo correcto. Los amigos llamaron a mi puerta, pero me
negué a abrirla. No tenía hambre. Lo único que consumí fue
agua. Me quedé allí en mi cama, intentando leer libros de
medicina y periódicos locales.

El “¡Oh, tú!... ¡Akh ty!” de Marina repiqueteaba en mis oídos.


Me repetí una y otra vez que los chechenos éramos
diferentes; oía la voz de Dada: “Los chechenos tenemos que
ser fuertes”. Hemos de esperar siempre lo peor. Sucumbir a
las emociones es debilidad.

Por último, después de diez días, me afeité y regresé al


mundo.

ESTABLECÍ MI RESIDENCIA en el departamento de


maxilofacial. Al mismo tiempo, hacía tutorías con
estudiantes sobre los carcinomas de boca y cara. La
oncología me enseñó muchísimo de anatomía y sobre la
voluntad de vivir del organismo humano. Un paciente puede
sufrir una verdadera agonía y soñar con la liberación, pero el
cuerpo no lo permite, como si la vida estuviera orquestada por
alguna fuerza exterior.

Después de completar mi residencia y un periodo como


interno de cirugía plástica facial, decidí que era el momento
de regresar a casa. Había vivido en Rusia durante nueve años
y necesitaba volver a familiarizarme con Chechenia. Pero el
rector de la Facultad de Medicina me ofreció distintos
incentivos para que me quedara: podía seguir haciendo trabajo
de licenciado, disfrutar de un puesto en uno de los
departamentos o ser incluso jefe del departamento de
educación física. Intentó persuadirme ofreciéndome un
apartamento y otros beneficios, pero lo rechacé todo porque
no quería ligarme a Siberia. Ai final fui asignado a Partizansk,
a unos 180 kilómetros de Krasnoiarsk, donde trabajé como
dentista en una clínica local vinculada a una granja estatal. Se
trataba obviamente de un castigo, pero no era el fin del
mundo, donde Marina y otros habían acabado.

Estuve en Partizansk sólo cuatro meses, porque mi hermana


Raya enfermó con lo que parecía un cáncer ovárico y fui
urgentemente llamado a casa. Como ya había terminado mi
residencia, la institución me dio su beneplácito. A comienzos
de 1988 volví a Grozni para empezar una nueva vida como
médico en mi propio país.

Capítulo 4 - Encontrar e sposa

DESPUÉS DE NUEVE AÑOS lejos de casa, era maravilloso volver


con la familia. En cuanto entré en el hogar de mi infancia, me
sumergí en una ola de recuerdos: ir de excursión al campo de
maíz; despertar con el olor del pan que horneaba Nana en el
patio; Hussein y yo saltando de nuestras camitas en la cocina
y saliendo a todo correr de casa para tomar un trozo de pan
recién horneado y leche tibia ordeñada de la vaca; Dada
haciéndonos ir a la escuela con nuestros “calzoncillos de
familia”... Cuando bajé a la vacía bodega pude oler aún los
cientos de sandías que Dada solía almacenar en ella.

Durante el tiempo que había pasado en Krasnoiarsk, Dada


había construido una nueva casa de ladrillo con cuatro
habitaciones junto a la casa original, comprada después de
volver de Kazajstán. Nana y él se habían trasladado allí,
dejando la antigua casa para Malika y Razyat, aunque todavía
hacían vida de familia y comían juntos. Cuando llegué, Malika
y Razyat se trasladaron a la nueva casa con Dada y Nana, y
me dejaron la antigua para mí. Nunca he dormido tan bien
como lo hice las primeras noches que pasé en esa casa.

Por fortuna, el problema de Raya se redujo a un quiste ová-


rico: no era cáncer y se recuperó plenamente. En cuanto supe
que estaba bien me fui a Grozni en coche. Estaba
impaciente por recorrer de nuevo sus calles. Con sus árboles,
parques, fuentes y paseos bordeados de flores, era la ciudad
más atractiva del

Cáucaso septentrional. Como Aljan-Kala, Grozni había sido


fundada como fortaleza por el odiadísimo general
decimonónico Alexei Yermolov. En las afueras occidentales
de la ciudad estaban las plantas y las refinerías petrolíferas
que, después de Bakú, habían hecho de Grozni la capital
petrolera de la Unión Soviética y producían la riqueza que
había permitido levantar sus hermosos edificios. No fui
consciente de la importancia real del petróleo en la historia de
Grozni hasta que un amigo me llevó a ver un muro de ladrillo
de unos dos metros de alto que se levantaba entre tanques
oxidados y material de desecho, con una placa de acero en su
centro que decía:

«Aquí perforaron los ingleses en busca de petróleo por


primera vez en 1893».

Siguiendo por el camino por donde habíamos llegado se


accedía al llamado distrito inglés de Grozni, con sus
mansiones de ladrillo techadas con teja marrón. Las casas de
estilo Tudor destacaban nítidamente de las construidas por los
hombres de negocios rusos, armenios y alemanes que habían
vivido en Grozni antes de la Revolución rusa de 1917.
Grozni antes de la guerra: la ciudad más hermosa del Cáucao
Norte.

Durante el tiempo que había permanecido fuera, la atmósfera


de Grozni había cambiado. La llegada de Mijail Gorbachov al
poder en 1985, con su glasnost y su perestroika, había
creado un verdadero caos. Los estados del Báltico estaban
muy revueltos. Los movimientos independentistas surgían
como hongos en las repúblicas de Georgia, Armenia y
Azerbaiyán. Chechenia, que había luchado por su
independencia durante cientos de años, vio la oportunidad de
liberarse del yugo ruso, pero los rusos todavía ocupaban los
puestos claves del Partido Comunista y la industria petrolera.
La policía del KGB actuaba como el Gran Hermano, vigilando
cada uno de nuestros pasos.

Ahora que estaba en casa me consumía la impaciencia por


empezar a tratar enfermos. Las autoridades de Krasnoiarsk
me habían relevado de cualquier obligación ulterior en
Partizansk, así que acepté un puesto en el departamento de
traumatología del Primer Hospital Ciudadano de Urgencias de
Grozni, que atendía pacientes de toda la República. El hospital,
en el centro de la ciudad, estaba a un paso del famoso
Instituto del Petróleo de Grozni, que atraía estudiantes de toda
la Unión Soviética, y también estaba cerca de la universidad.
Si tomaba la vía rápida desde Aljan-Kala a lo largo de la
autopista Moscú-Bakú tardaba menos de veinte minutos hasta
el trabajo, pero prefería la ruta lenta por carreteras
secundarias porque en la autopista ocurrían accidentes casi a
diario.

Se decía que el Hospital de Urgencias, de 700 camas, había


sido construido originalmente para tratar a los obreros de la
factoría Martillo Rojo, que producía equipo militar y
municiones durante la segunda guerra Mundial. Estos edificios
de la era estalinista eran sólidos, no como las fantasiosas
construcciones pertenecientes a la época de Nikita Jruschov.
Por otra parte, el equipo médico estaba anticuado o
sencillamente no existía, y los médicos sabían muy poco de lo
que ocurría en los principales hospitales de la Unión Soviética
y menos aún del extranjero. La especialidad de cirugía
reparadora era primitiva y la cirugía plástica se consideraba
una práctica exótica que sólo se ejercía en Moscú o en las
naciones capitalistas.

Yo trataba sobre todo a víctimas de accidentes de coches, a


quemados y a pacientes con tumores malignos y defectos
congénitos como paladares hendidos y labios leporinos. Sentía
una enorme satisfacción tratando pacientes, especialmente
niños con deformidades, y devolviéndolos curados al mundo.
Le agradecía al destino que me hubiera llevado a Krasnoiarsk
y me hubiera ofrecido unos maestros tan maravillosos.
Percibía un salario de unos 140 dólares al mes, uno de los más
altos que un médico podía ganar en la Unión Soviética.

Un domingo a la una de la madrugada, pocas semanas


después de empezar a trabajar, me llamaron del hospital. Zura,
una muchacha de veintidós años, acababa de entrar en
urgencias: el mismo día de su boda había sufrido un accidente
de coche, cuando el conductor había perdido el control y había
chocado de frente con un camión. Me vestí a toda prisa y me
dirigí al hospital; mientras corría por los pasillos hacia la
sección de urgencias oí sus gritos.

Una mirada a sus rasgos, anormalmente alargados bajo la


pulpa sangrienta que una vez había sido su cara, me bastó
para saber que los huesos de su rostro habían sufrido
gravísimas facturas; los rayos X confirmaron el daño. Tenía la
tensión muy baja y su piel pálida estaba húmeda y pegajosa.
Además de la nariz rota tenía fracturados los senos nasales,
las órbitas oculares y las mandíbulas. No podía hablar y le
costaba tragar. Estabilizarla era mi prioridad máxima.

Lo primero era detener la hemorragia y luego extraer líquido


de su columna vertebral para aliviar la presión del cráneo;
por último sujetaría sus mandíbulas. Llegado ese momento las
fijé con una abrazadera metálica “Tigershed”, sujetando cada
diente con hilo de titanio a los correspondientes alvéolos de la
abrazadera. Extraje un diente roto de la línea de fractura para
pasar por el hueco el tubo de alimentación que usaríamos
después de operar para suministrarle pequeñas infusiones de
caldo, zumos y crema agria. A continuación inserté un tubo de
oxígeno en una fosa nasal y prescribí analgésicos, sedantes y
antibióticos.

-Permítame operarla -le supliqué al cirujano jefe. Quería


mostrar lo que había aprendido en Krasnoiarsk. Aunque
sólo tenía veinticinco años, era el único médico de la
República especializado en cirugía oral y maxilofacial, y ya
había realizado operaciones similares. Estaba seguro de que
podía hacer la reconstrucción del rostro de Zura. Una vidente
de Moscú llamada Juna me dijo una vez: “Tienes manos de
oro. Estás destinado a ser joyero”. En lugar de trabajar con
oro y piedras preciosas, lo hacía con fragmentos de hueso,
músculo y piel.

El cirujano jefe frunció el ceño y me contestó secamente:

-Usted es sólo un dentista; no puede operarla. La enviaremos


a Daguestán, al hospital de Majachkalá.

—Soy cirujano dental —insistí subrayando la palabra


cirujano-. Y he realizado operaciones parecidas. Si la
obligamos a realizar un viaje de casi doscientos kilómetros tal
vez muera en el trayecto. Podemos operarla aquí.

El cirujano jefe guardó silencio.

-Puede usted convocar un comité y hacer que los cirujanos de


más experiencia permanezcan a mi lado durante la
intervención -añadí.

Los parientes de Zura se mostraron aún más reticentes a que


yo la operara.
-¡¿Qué?! ¿Que la va a operar ése? -oí que decía una de las
hermanas de Zura a un familiar—. ¡Si parece un boxeador!

Por último, teniendo en cuenta mi experiencia en cirugía


reparadora, el cirujano jefe aceptó:

-Está bien. Puede operarla, pero voy a llamar a un equipo de


médicos experimentados para que le observen y le ayuden.

Antes de ponerme la ropa de quirófano y la mascarilla me


disculpé y me retiré a un despacho vacío contiguo al
quirófano. Allí me volví de cara a la pared, inspiré
profundamente, cerré los ojos como nuestros entrenadores de
judo y sambo nos habían enseñado y dejé que la tensión
saliera de mi cuerpo; en mi cabeza resonaban las palabras que
los entrenadores nos hacían repetir: “No tengo miedo. Soy
fuerte. Debo ser un ejemplo para los demás”. Recé una breve
plegaria pidiéndole a Alá que me ayudara, entré en el
quirófano y dije que estaba preparado.

Mi ayudante me pasó un bisturí. Los distinguidos


observadores se colocaron a mi espalda; entre ellos estaba el
mejor traumatólogo de Chechenia, así como el jefe del
departamento de urgencias del hospital. Yo estaba muy
tranquilo.

Después de administrarle anestesia local, hice una incisión en


forma de elipse en la parte inferior del cuello de Zura
para introducir un tubo de respiración en la tráquea. Una vez
hecho esto, administramos anestesia general a través del tubo.
Realicé dos cortes a lo largo de la línea de las cejas, en el
borde exterior de las órbitas oculares. Una vez expuesto el
hueso, perforé pequeños orificios a través del borde de sus
órbitas, tanto en el lado derecho como en el izquierdo.

Inserté una aguja hueca a través de la primera incisión


atravesando la carne de la mejilla derecha hasta que salió por
la encía, sobre la abrazadera de la mandíbula superior.
Introduje un hilo de titanio por la aguja, lo anudé en el extremo
de la abrazadera superior y metí el extremo libre del hilo por la
aguja, empujándolo hacia arriba. Cuando pude agarrar
ambos extremos del hilo retiré la aguja de la carne. Repetí
esta maniobra en el lado izquierdo. Ya sólo quedaba tirar hacia
arriba de los extremos libres del hilo, llevando los huesos
dislocados hasta sus posiciones originales. Después, en ambos
lados, pasé uno de los extremos del hilo a través del orificio de
las crestas supra-orbitales y lo enlacé con el otro dándoles
vueltas, de tal modo que crearan y mantuvieran presión sobre
los huesos dislocados, inmovilizando el cráneo. Durante las
seis semanas siguientes, los huesos fracturados se irían
soldando poco a poco. La operación duró seis horas. Cuando
concluí, el traumatólogo jefe me felicitó allí mismo. Dijo que
mis técnicas le habían dado nuevas ideas para su trabajo.

A los pocos días Zura podía respirar por la nariz, así que le
extraje el tubo traqueal y cerré la incisión. Seis semanas más
tarde la radiología demostró que sus huesos se habían soldado.
Se recuperó plenamente. Varios meses después su familia me
invitó a su casa y me llevó al lugar donde había sucedido el
accidente.

Deseaba continuar haciendo cirugía plástica. Durante los dos


años siguientes el hospital me permitió realizar operaciones
a pacientes privados cuando terminaba mi jomada oficial,
empezando por las jóvenes a quienes no les gustaban las
formas de sus narices; pero la reconstrucción facial que le
hice a una mujer llamada Raya fue lo que estableció mi
reputación como cirujano plástico. El día que llegó a mi
despacho estaba muy alterada:

-Tengo veintisiete años; antes estaba muy gorda pero, al morir


mi marido, perdí muchísimo peso -sollozó-. Ahora me cuelga
todo. Trabajo en un comercio de productos de belleza, pero
¿cómo voy a vender productos cosméticos con este aspecto
tan horroroso?

Las mujeres que querían hacerse una operación de cirugía


plástica me convertían con frecuencia en su confidente.
Sabían que sus secretos (la esperanza de que un estiramiento
facial Ies devolviera un marido del que hacía tiempo no sabían
nada, o de que una nueva nariz atrajera a un pretendiente)
estaban a salvo conmigo. En ocasiones me sentía más un
psicólogo que un cirujano.

-Puedo garantizarle que tendrá usted mejor aspecto -solía


decirles-, pero la cirugía no controla las intenciones de los
pretendientes ni de los maridos. Puedo prometerle
únicamente que intentaré hacerlo lo mejor posible.

Raya se mostró encantada con su nuevo rostro. Sin decirme


nada envió fotografías de antes y después a la emisora de
televisión local, junto con una carta explicando cómo había
cambiado su vida. No le había cobrado nada por el
estiramiento facial, así que quiso retribuirme con publicidad.
Precisamente eso era lo último que necesitaba. No podía
perder el tiempo, y no quería reporteros y cámaras
esperándome y entreteniéndome a la salida del quirófano.
Cuando el programa se emitió, más de cien mujeres llegaron
al hospital provistas de fotografías sacadas de revistas para
enseñarme la cara que deseaban. Un administrador del
hospital hizo que las pusieran en la calle. Esta atención me
abochornaba e indudablemente molestaba a los gestores del
hospital.

Un musulmán estricto podría cuestionar la práctica de la


cirugía plástica, porque el Corán dice que no debe alterarse
lo que Alá nos ha dado. Puede que sea cierto, pero yo me
veía a mí mismo como un escultor capaz de reparar defectos
de nacimiento. Mi recompensa era ver la expresión del rostro
de la mujer cuando se miraba al espejo tras una operación
realizada con éxito, contemplar cómo salía de mi consulta con
mayor confianza en sí misma, cómo sonreía y me daba las
gracias.

Mi reputación creció. Al principio no les pedía nada a mis


pacientes privados, pero empecé a cobrar mis servicios a la
gente que podía pagarlos: los nuevos ricos, las estrellas de
cine, los cantantes y las actrices. La perestroika de Mijail
Gorbachov iba ganando terreno y la empresa privada había
dejado de ser ilegal. Lo primero que hice con mis ganancias
fue mejorar el espacio del que disponía dividiéndolo con una
cortina, de tal modo que pude disponer de una sala de consulta
y de un pequeño quirófano. Los administradores del hospital
no se opusieron a mis horas de trabajo extra. En Moscú un
estiramiento de cara costaba el equivalente a 3.000 dólares.
En Grozni mis honorarios eran de 300 dólares, el precio de un
billete de avión de ida y vuelta a Moscú.
El tiempo de espera de mis pacientes había pasado de
semanas a meses.

Empecé a ahorrar mucho dinero. Me desplacé a Moscú para


comprar el equipo más moderno, incluyendo suministros
norteamericanos de Johnson & Johnson, porque soñaba con
abrir mi propia clínica un día; almacenaba equipo y
suministros. Me compré un coche nuevo. Adquirí un
apartamento de tres habitaciones para Malika junto al Hospital
Ciudadano de Urgencias donde trabajaba y un apartamento de
cinco habitaciones para mí en un antiguo edificio no lejos del
estadio, con lo cual podía entrenarme cuando concluía mi
jornada. Quería construir una casa nueva para mis padres, así
que comencé a almacenar también materiales de
construcción.

AUNQUE ME VOLQUÉ en mi trabajo me era imposible


ignorar las nubes de tormenta que se arracimaban en el
horizonte. Cuando cruzaba la plaza del Palacio Presidencial,
al entrar o al salir del trabajo, veía grupos de personas de
mediana edad y de ancianos. A veces me paraba para charlar
un rato; ellos recordaban la Deportación y expresaban su
temor de que Rusia aún quisiera borrar del mapa a los
chechenos. Estaba claro que nuestro pueblo deseaba la
libertad política y religiosa. El Islam siempre había jugado un
papel importante en nuestras vidas. Los funcionarios y los
profesores querían tener la oportunidad de practicar su
religión sin perder sus empleos, tal como había ocurrido
durante la época comunista. Los ancianos de los pueblos
estaban muy atareados recaudando dinero para construir
nuevas mezquitas o restaurar las antiguas. En todas partes se
hablaba de independencia.
Antes de que se celebrara el referéndum sobre la
independencia de Chechenia, en 1991, asistí a una reunión
pública para oír hablar al general Dzhojar Dudáiev. Sólo
quedaban sitios de pie. Dudáiev era el único checheno que
había alcanzado el rango de general en el ejército soviético,
antes de dimitir de su puesto, volver a Chechenia y
convertirse en líder político, el 10 de marzo de 1991. Habían
venido delegados de toda la República para escucharle y
expresar su opinión sobre el futuro político de Chechenia. El
general Dudáiev, una figura carismàtica de complexión ligera
pero cinturón negro de karaté, subió al estrado. Vestía de
forma impecable, con traje oscuro y corbata, y ostentaba un
cuidado bigote.

—Podemos vivir como los kuwaitíes gracias a nuestro


petróleo —afirmó ante la multitud. Siguió hablando de
recursos naturales de Chechenia tales como el petróleo y el
agua mineral, que se vendía a dólar la botella en occidente. Ya
no necesitábamos a los rusos:

-Viviremos en mansiones con grifos de oro como los que


tienen en Kuwait -prometió.

Cuando terminó de hablar los delegados expresaron uno tras


otro la necesidad de terminar con la represión, recordando
la Deportación y la era de Imam Shamil, cuando el Cáucaso
septentrional se unió bajo la enseña del Islam para expulsar a
los rusos.

No sabía qué pensar de la visión de Dudáiev. Yo no era


economista pero me parecía que planteaba las cosas con
demasiada precipitación. Tampoco estaba en contra de la
independencia, pero me parecía una temeridad emprender
una confrontación. Chechenia es un país pequeño. ¿Cómo
podría sobrevivir económicamente si no era en términos
amistosos con Rusia? Nadie sabía cuánto petróleo había en
Chechenia o cómo nos iría intentando extraerlo y exportarlo.
Lo de venderle nuestra agua mineral a occidente era también
una novedad pero, a pesar de todo, pensé que si un líder tan
experimentado como Dudáiev hablaba de ello era porque
sabía lo que se traía entre manos.

Los amigos me preguntaban por qué no me comprometía en la


lucha por la independencia y mi respuesta era muy sencilla:

-Mi pasión es la medicina, no la política.

El primero de noviembre de 1991 Chechenia declaró su


independencia y anunció que se separaba de la
Federación Rusa. Dada se mostró escéptico:

-La independencia nunca funcionará en la práctica -dijo-. Los


rusos parecen tranquilos, por ahora, pero si los pinchamos más
tendremos problemas. Habrá demasiadas víctimas.

AHORA QUE TENÍA un trabajo y ganaba dinero, mi familia


empezó a presionarme para que me casara. Sabía que tenía
que encontrar esposa más tarde o más temprano; quería una
gran familia pero hasta el momento había estado tan inmerso
en mi trabajo que no había querido pensar en ello.

—Los ancianos de la familia opinan que ha llegado el


momento de que te cases —dijo mi hermana Malika un
día mientras picaba col sobre la mesa de la cocina para hacer
sopa. Por encima del sonido del cuchillo de Malika se oían
bocinas, disparos y música muy alta que venía de algún lugar
del otro extremo del pueblo, donde se celebraba una boda.
Las bodas daban a mis hermanas, inevitablemente, la
oportunidad de comentar cuán necesario era encontrarme
esposa. El cortejo nupcial se dirigía a buscar a la novia a fin
de entregarla en la casa de quien iba a ser su marido; el
estrépito se hizo más fuerte al irse acercando los vehículos.
Abría la marcha el coche de honor con los ancianos y los
parientes, que pasó con un rugido frente a nuestra casa,
seguido por una columna de vehículos que transportaban a los
parientes varones y a los amigos del novio. Los hombres
vestían camisas blancas y trajes oscuros; las mujeres llevaban
vestidos de seda y pañuelos en la cabeza. Los coches estaban
adornados con globos y cintas. Después del paso del cortejo
me volví a Malika con una mueca. Ella echó los trozos de col
en una cazuela de agua hirviendo que tenía al fuego y me miró
con una sonrisita que parecía decir: “Te va tocando a ti
también, ¿no?”.

Era tan predecible...

Suspiré y dije:

-Tengo demasiado trabajo, pero pensaré en ello.

-Dada dice que si no encuentras esposa la familia lo hará por


ti —comentó mi hermana; se acercó a la cocina, levantó la
tapa de la cazuela y le dio unas vueltas al borscht con una
cuchara de madera-. Los ancianos se están empezando a
preguntar si tienes familia en Krasnoiarsk, si te has casado en
secreto con una rusa.
Era Dada quien movía los hilos entre bambalinas planteando
las preguntas sobre este tema a través de mis hermanas y de
mi madre. Los rumores de que tenía esposa en Krasnoiarsk
me incomodaron. Cuando Nana y Dada averiguaron que
Hussein se había casado con Rita se disgustaron mucho,
aunque nunca hablaban de ello.

—Lo intentaré —le respondí a Malika. Ese tipo de rumores


deshonraban a nuestra familia.

MI PRIMERA OCASIÓN de encontrar esposa me la


proporcionó una ginecóloga rusa del hospital llamada Natasha.
Nos habíamos hecho amigos después de que yo atendiera a
una de sus pacientes, herida en accidente de coche.

-¿Te gustaría conocer a una muchacha chechena muy guapa?


-me preguntó un día mientras tomábamos té en la sala de
cirujanos, entre una intervención y otra-. Se llama Zina;
es licenciada por la Facultad de Medicina de Majachkalá y
está haciendo su residencia en ginecología.

Dije que sí, aunque sin mucho entusiasmo. Parecía que todo el
mundo pretendía casarme.

Zina vino a tomar el té con nosotros unos días después. Era


en efecto muy guapa, con cabello rubio y ojos azules.
Después de eso me tropecé con ella un par de veces en el
hospital y la acompañé a la parada del autobús. Sus padres y
abuelos eran respetados en el pueblo y sus parientes gozaban
de buena posición. Todo el mundo decía que era trabajadora y
que sería una buena esposa.
La siguiente vez que me la encontré en la calle le pregunté si
podía hacerle una visita. Ella entendió, naturalmente, lo
que quería decir: tú no le pides una visita a una muchacha a
menos que estés pensando en el matrimonio. Me dijo que sí.

Zina vivía en Shali, un pueblo a unos ocho kilómetros al sur de


Grozni. Decidí no llevar a mi sobrino Musa Saponov conmigo,
aunque era costumbre ir acompañado por un testigo varón.
Musa, hijo de mi hermana adoptiva Larissa, era un bromista.
El papel del acompañante es “venderte” a la posible novia,
explicándole el marido tan maravilloso que vas a ser, y ese
tipo de alabanzas me avergonzaban; además sabía que Musa
iba a bromear continuamente sobre el asunto. Como manda la
tradición, le pedí a la vecina de Zina que anunciara mi llegada.
Una hermana de Zina me recibió en la puerta y me condujo a
un gran salón con molduras decoradas en el techo y pesadas
cortinas de encaje en las ventanas. Minutos después de que
Zina entrara en el salón, ella y su hermana me sirvieron
té. Hice las habituales preguntas sobre la salud de sus
parientes y pasé directamente al asunto del matrimonio:

-Supongo que sabes para qué he venido -dije; Zina miró al


suelo y asintió con un gesto.

-Tú sabes todo de mí y yo sé todo de ti. Supongo que también


sabes lo ocupado que estoy en el hospital, así que no tengo
tiempo para hacerte muchas visitas.

Esperé que Zina respondiera, pero permaneció en silencio.

-Piensa en mi propuesta y consúltalo con tus padres -añadí y


me dispuse a irme—. Volveré dentro de tres días para que
me des tu respuesta.

Cuando me acompañaba a la puerta observé que su rostro


estaba blanco como el papel. He sido algo brusco, pensé.

Algunos días después volví a casa de Zina y le pregunté si


había tomado ya una decisión; no respondió. Esperé, pero
ella no levantaba la vista del suelo.

-Asumo que tu respuesta es no -dije; Zina seguía sin


reaccionar.

-Entiendo -dije levantándome-. Gracias por tu tiempo -concluí


intentando ser cortés, y salí por la puerta.

Hice dos torpes intentos más de encontrar esposa y en ambas


ocasiones fui rechazado. Mi cuarto intento fue
Zara. Recordaba haberla visto, cuando era una niña, en la
parada del autobús o si su familia venía a visitamos. Pero al
regresar de

Krasnoiarsk me costó reconocerla. Se había convertido en


una atractiva joven de oscuro cabello rizado, piel blanca y
sonrisa traviesa. Trabajaba en una joyería. Mi hermana mayor,
Raya, y la madre de Zara eran buenas amigas. Los ancianos
de nuestra familia se acercaron a la suya para saber si sería
bienvenido como pretendiente. Dijeron que sí, así que la visité,
tal como había visitado a Zina y a las otras dos mujeres. El
resultado fue el mismo: me rechazó. Yo me sentía fatal.

—¡Se acabó! —les dije a mis hermanas Malika y Razyat, y,


sin ninguna gana, les expliqué lo humillado que me sentía-.
Ya está bien, he hecho todo lo que he podido. Debo ser yo
que tengo algo malo, porque me rechazan una y otra vez.

Malika y Razyat, que bebían té sentadas a la mesa de la


cocina, me miraron atónitas. Empezaron a burlarse de mí.
Zara debía haberle contado mi conducta a Raya, que a su vez
se lo había dicho a Razyat y a Malika.

—¡Has vivido en Rusia demasiado tiempo! -exclamó Razyat


—. ¡Ignoras nuestras tradiciones! ¿Cómo puedes esperar que
una mujer te acepte cuando la tratas de ese modo, formulas
ese ultimátum y no sabes cortejarla adecuadamente? Tienes
que volver a intentarlo con Zara.

Me sentía avergonzado por lo que había ocurrido y no quería


admitir que me había equivocado, pero volví a ver a Zara. Mis
hermanas la habían persuadido de que pasara por alto
mi conducta descortés. Ella y sus parientes estuvieron de
acuerdo en aceptar que yo podía ser un marido adecuado, lo
que fue origen de gran felicidad para mi familia. Según
nuestras tradiciones debe haber siempre testigos cuando se
toman acuerdos tan importantes como fijar la fecha de una
boda. Zara iba acompañada por la esposa de su hermano; mi
testigo fue Khassan Taimaskhanov, un buen amigo de la
escuela. Como fecha de la boda se eligió el 19 de septiembre
de 1992.

No abandoné los planes de ir a Moscú en junio de 1992 para


asistir a una residencia de tres meses sobre cirugía plástica
y reparadora en el Instituto de Cosmetología. Mis técnicas
estaban anticuadas: la ciencia avanza continuamente y yo
quería ampliar mi formación, en particular con el profesor Ilya
Frishberg, el famoso cirujano plástico ruso. Aunque sentía
cierta aprensión por el hecho de dejar Chechenia en tiempos
tan inseguros, pensé que si no aprovechaba aquella
oportunidad de especializarme puede que no se me presentara
otra ocasión de mejorar mis conocimientos.

Mi sobrino Musa Saponov, que me recibió en el aeropuerto de


Moscú, me había reservado habitación en el hotel
Rossiya, desde donde gestionaba un negocio de importación-
exportación. Después de algunas semanas me trasladé a casa
de unos amigos, para evitar el acoso al que me sometían el
portero del hotel o la policía en la calle: o me exigían que les
enseñara mi documentación o me amenazaban con llevarme
al cuartel de policía si no les entregaba dinero.

La hostilidad hacia los chechenos era ahora mucho más


abierta de la que yo recordaba durante los años que pasé en

Mi sobrino Musa Saponov (a la izquierda) que me ayudó


durante los primeros años de mi carrera.

Krasnoiarsk, y resultaba fácil distinguir a los chechenos de los


rusos o de otras nacionalidades por nuestros marcados rasgos
y por cómo vestíamos y nos movíamos.

Al poco de llegar, Musa se ofreció para llevarme en su coche


al Instituto de Cosmetología, donde yo esperaba persuadir
al director de que me ofreciera una residencia. A las nueve
y media de la mañana el calor era tórrido y el asfalto
humeaba. Los vendedores de las aceras habían abierto ya sus
puestos, y la gente hacía largas colas para conseguir un vaso
de kvas (una bebida refrescante hecha de harina de centeno
y malta) que aplacara su sed, cerca de la parada de metro de
Mayakovski. A la entrada, una niñita vestida con harapos me
tendió la mano para que le diera una limosna. Los ricos eran
cada vez más ricos y los pobres más pobres en la capital de
Rusia. Fueras donde fueses encontrabas mendigos. Musa
conducía su nuevo Ford a través del tráfico, sorteando los
coches y pasando de un carril a otro de la autopista de
circunvalación. Esa mañana vestía una de aquellas chaquetas
color grosella que estaban tan de moda en el Moscú de 1992.

Salimos del coche y nos encaminamos al Instituto de


Cosmetología que, como la mayor parte de los edificios
moscovitas, estaba siendo restaurado. En el vestíbulo no había
nadie pero se oían voces en el segundo piso, así que subí las
escaleras y le pregunté a una pareja de obreros dónde podía
encontrar al director. Me señalaron una puerta entreabierta a
través de la cual se veía una secretaria.

—El instituto está cerrado, no recibimos a nadie —me


respondió cuando le pregunté por el director.

-Ruéguele que me conceda unos minutos -dije yo.

Ella negó con la cabeza y volvió a mirar la revista que tenía


sobre la mesa.

-Vengo de muy lejos -insistí.

—¿De dónde viene? -preguntó levantando la cabeza.

—De Grozni.

—Muy bien, se lo diré, pero no sé si le recibirá —respondió


ella levantándose y desapareciendo; volvió al poco tiempo.

—Sígame —me ordenó con brusquedad.

El profesor Mijail Pisarenko, un hombre calvo con bata


blanca, levantó la vista de los documentos que estaba
examinando cuando entré en su despacho, y vi que su mirada
se fijaba en mi oreja en forma de coliflor (ya estaba
acostumbrado a que los rusos la miraran). Me indicó con un
gesto que me sentara. Yo recorrí su despacho con la vista. En
la pared de mi izquierda había tres grandes iconos: una era la
Virgen María y, aunque no fui capaz de reconocer a los otros
dos, supuse que eran santos cristianos. Un hombre religioso,
pensé mientras mi nerviosismo se disipaba. Tenía que ser una
persona decente. Le expliqué a Pisarenko que quería mejorar
mis técnicas quirúrgicas especializándome en su instituto. El
profesor me escuchó asintiendo con la cabeza mientras sus
dedos tamborileaban sobre el secante. Me hizo preguntas
sobre mi formación médica y otras más no relacionadas con la
medicina: ¿Dónde vivía en Moscú? ¿Cuánto tiempo llevaba en
la ciudad?

—Vuelva mañana entre nueve y diez —dijo—. No estoy muy


seguro de los honorarios. Tendrá que hablarlo con el contable.

Salí de su despacho y volví al coche. Musa se rió cuando le


dije que tenía que regresar al día siguiente:

-Eso significa que quiere preguntarle al KGB por ti -dijo-.


Probablemente cree que eres el jefe de alguna banda que se
va a apoderar de su instituto. Pero no te preocupes: si pagas,
es posible que te deje ingresar.

Cuando volví a la mañana siguiente el contable me anunció


que los honorarios del curso avanzado eran de 150.000
rublos (unos 5.000 dólares). Dicho esto me tendió un
formulario. El precio parecía alto: ahora que las autoridades
habían dado luz verde al capitalismo, el Instituto de
Cosmetología, como cualquier empresa privada, luchaba por
sobrevivir. El gobierno ruso estaba en bancarrota. Los salarios
y subsidios del gobierno eran cosas del pasado. Cada cual
tenía que mirar por sí mismo; los ancianos y los débiles
quedaban en la cuneta.

Supe más tarde que a los demás estudiantes les habían


cobrado sólo 100.000 rublos (unos 3.300 dólares), pero el
instituto había exigido 150.000 rublos a dos doctoras de los
estados Bálticos y a mí. La gente suponía que los chechenos
eran delincuentes, así que yo tenía que ser rico. Y también
descubrí que el profesor Pisarenko se había puesto tan
nervioso que solicitó al KGB la colocación de un micrófono
debajo de la mesa para grabar mi segunda conversación con
él.

Comprobé el aumento de la hostilidad de Moscú hacia los


chechenos una tarde que Musa y yo bebíamos té en mi
habitación. La televisión estaba encendida, con el volumen
bajo, y mi primo y yo discutíamos las últimas noticias sobre
Chechenia. De repente Musa me interrumpió en mitad de una
frase, saltó del sofá, cruzó a toda velocidad el cuarto hasta el
televisor y subió el volumen. Las palabras billones
chechenos destellaban en la pantalla, seguidas por una voz
que recitaba los versos de la famosa Nana del cosaco, de
Lermontov:

Sobre los guijarros el Terek burbujea Po kamnyan


struitsya Terek

Las ondas del lodo se agitan Pleshchet mutnyi val

El malvado checheno repta hasta la orilla Zloi Chechen


polzet na bereg Afilando con cuidado su cuchillo Tochit
svoi kinzhal

El programa hablaba de chechenos que acumulaban grandes


riquezas mediante la corrupción y el robo, y mostraba
después la operación de un cuerpo de élite de la policía contra
una supuesta banda criminal chechena.

-¡La propaganda rusa nos trata siempre de mafiosos! -


exclamó Musa airadamente-. Hay bandas daguestanas,
bandas georgianas y hay bandas rusas como las Solnechnaya,
Podolskaya o Ryazanskaya, todo tipo de bandas, pero nunca
las mencionan. Son siempre los chechenos.

Cuando el programa terminó, Musa y yo nos quedamos


sentados en silencio. Los dos pensábamos lo mismo: la
maquinaria de propaganda del Kremlin estaba preparando a la
población rusa para un eventual uso de la fuerza en
Chechenia.

Esa noche no pude dormir: mis pensamientos y el vigilante de


planta que gritaba a unos borrachos que andaban por
los corredores me mantuvieron despierto. Me preguntaba por
qué nos temían tanto los rusos. Nos llamaban chornie zhoppy
(traseros negros) a nuestras espaldas e incluso, en ocasiones,
a la cara. Quizá era porque como teníamos familias tan
grandes, el Kremlin se imaginaba a los musulmanes
invadiendo Rusia desde el sur, tal como los mongoles habían
hecho en la Edad Media.

Mientras daba vueltas en mi estrecha cama, escuchando el


tráfico de la calle, recordaba las palabras de mi padre:
“Decían que habíamos colaborado con los nazis; ésa fue su
excusa para deportarnos”. Yo no quería pensar en ello, no
quería pensar ni en deportación ni en genocidio. Tenía amigos
rusos, me sentía agradecido a Rusia por enseñarme todo lo
que sabía sobre medicina. En aquel momento, lo único que
deseaba era perfeccionar mis técnicas y ayudar a la gente. El
Instituto de Cosme-tología me había aceptado para una
residencia de tres meses que no comenzaría hasta los últimos
días del otoño.

Cuando aquel verano empezaron los problemas en Ingushe-


tia, me di cuenta de que el Cáucaso septentrional era un barril
de pólvora a punto de explotar. El conflicto se
focalizaba entonces en una franja de territorio en disputa, en
este caso el distrito de Prigorodni, localizado en Osetia del
Norte y reclamado por los ingushes. La conflagración sobre
Prigorodni era otro legado de la política de Stalin: divide y
vencerás. Igual que había sucedido con los chechenos cuando
Nikita Jruschov amnistió a las pequeñas naciones del Cáucaso
septentrional en 1957, los exilados volvieron a casa para
encontrarse con que otras personas habían ocupado sus
tierras.

El Kremlin envió tropas a la zona y estalló un conflicto a gran


escala. Al ver las imágenes de los heridos en las noticias de la
noche sentí un gran deseo de ir allí. Los chechenos ven a
los ingushes como primos hermanos porque pertenecemos al
mismo grupo étnico y éramos, en realidad, una provincia
llamada la República Autónoma de Chechenia-Ingushetia
hasta que Chechenia se declaró independiente. Ingushetia
optó por permanecer dentro de la Federación Rusa. Cuando
un grupo de chechenos ricos y de hombres de negocios
ingushes de Moscú contrató un vuelo charter para llevar
suministros médicos a Ingushetia, yo les acompañé.

Trabajar en Ingushetia durante varias semanas fue mi


introducción a la guerra, y me sirvió para comprobar que las
principales víctimas de un conflicto bélico son los civiles. Me
dediqué sobre todo a reconstruir huesos, mandíbulas y
cráneos con tremendas fracturas. No estaba preparado, sin
embargo, para los crímenes de guerra, como el cadáver de
una muchacha que mostraba evidentes signos de haber sido
violada y que tenía quemaduras de cigarrillo por todo el
cuerpo. Volví a Moscú terriblemente preocupado: pensaba que
si aquello sucedía en Ingushetia, podía suceder también en
Chechenia.

EN SEPTIEMBRE DE 1992 volví a Grozni en avión llevando


conmigo toda clase de cosas para mi boda con Zara. No
enviamos invitaciones de boda porque en Chechenia el que
quiere asistir a una boda se limita a ir y ello significa
habitualmente que el pueblo entero participa. Mis amigos
llegaron de puntos tan lejanos como Krasnoiarsk y Moscú.
Nuestra familia sacrificó dos vacas y varias ovejas para la
ocasión: para nosotros, el matrimonio es, junto con el
nacimiento y la muerte, una de las transiciones más
importantes de la vida. El día de la boda y los posteriores días
de celebración pertenecen a la novia, aunque es la familia del
novio la que organiza el acontecimiento.

Las bodas chechenas son muy distintas de las occidentales.

No tenemos una ceremonia en la cual la pareja se reúna ante


una figura de la autoridad civil o religiosa ni
intercambiamos anillos en público. En lugar de ello el mulah
explica a ambas partes, por separado y frente a testigos,
cuáles serán sus respectivas obligaciones. La celebración de
la boda suele comenzar más o menos a mediodía y se
prolonga a lo largo de esa jornada, de la noche siguiente y, a
menudo, de una semana entera. En nuestra boda toda la
atención recaía sobre Zara, mientras que yo, el novio, me
mantenía muy en segundo plano. De hecho me pasé el primer
día de las festividades en el hospital de Grozni operando a un
chico con la mandíbula rota. Por la tarde nuestro mulah nos
llamó a Zara y a mí por separado para bendecir nuestra unión
y hablar de nuestros deberes maritales. Me leyó un pasaje del
Corán frente a testigos, diciendo que el matrimonio tenía que
consumarse esa primera noche y que yo debía ser delicado
con Zara.

Después de la celebración, Dada procuró no encontrarse


conmigo para que yo no sintiera vergüenza. Cuando un
hijo lleva a la mujer con la que acaba de casarse al hogar de
sus padres, tal como exige la tradición, todo el mundo se
siente un poco turbado. Los padres saben que la joven pareja
se está iniciando en los misterios de la vida conyugal; esa
turbación dura unos cuantos días e incluso, a veces, semanas.

Aunque yo pasé poco tiempo en las fiestas de los esponsales


tuve luego la oportunidad de ver todo lo que había sucedido
en una cinta de video grabada por un amigo. Allí, en la
pantalla, aparecían mis amigos más queridos -mi sobrino Musa
Saponov, Vakha Isayev y Adían Vitayev- cargando los objetos
que constituían la dote de Zara en una limusina Lincoln negra,
que la llevó como una princesa hasta nuestra casa. Sobre el
capó del Lincoln, atadas con cintas amarillas, descansaban
una alfombrilla de oración amarilla y roja y una muñeca
vestida con el traje blanco de novia y sus correspondientes
adornos, un símbolo de fertilidad y felicidad. Los coches se
abrían paso lentamente a través de las estrechas calles de
Aljan-Kala haciendo sonar los cláxones; los jóvenes
disparaban al aire sus fusiles Kalashnikov y los chicos tendían
sogas de un lado a otro de la calle, haciendo detenerse a los
coches hasta que los pasajeros les tiraban monedas.

Allí estaba Zara con su magnífico vestido blanco de seda


bordada y tul, los ojos ocultos por el velo, mientras el mulah
leía plegarias del Corán ante dos testigos varones. Para
nosotros este momento representa un lazo mucho más
importante que la ley rusa que exige que un matrimonio se
inscriba en el Registro Civil. Nuestra casa estaba repleta de
mujeres vestidas con sus mejores galas que ajustaban el velo
de Zara, colocaban fuentes llenas en la mesa y retiraban las
vacías, riendo. Mi madre, con un vestido gris, sonreía. Un
vecino bailaba la lesghinka en la calle, mientras mi antiguo
compañero de escuela, Musa Salekhov, aguijoneaba al
acordeonista para que tocara más rápido. Todo el mundo batía
palmas rítmicamente y vitoreaba a los novios.

Creo que es el destino el que determina con quién te casas.


La vida matrimonial no es sólo una sociedad de dos
personas: es la unión de toda una red de parientes. Para mí
era más importante cómo tratara Zara a mis padres que su
amor por mí. Yo estaba seguro de que, una vez que se
adaptara y se convirtiera en un miembro de pleno derecho de
nuestra familia, seríamos felices. Ciertos occidentales quizá
supongan que todos los países musulmanes son idénticos y
que las mujeres de Chechenia están oprimidas tal como las
oprimen los talibanes en Afganistán: no es cierto. Las mujeres
chechenas han recibido educación y tienen profesiones. La
formación es una herencia positiva de la época soviética,
aunque a menudo las mujeres se queden en casa porque
nuestras familias son grandes y carecemos de comodidades
tales como lavadoras o friegaplatos. Es cierto que las mujeres
suelen cubrir con pañuelos sus cabezas cuando salen a la
calle, pero tales tradiciones nos ayudan a preservar nuestra
cultura. Sin ellas desapareceríamos como nación;

nuestras costumbres son el cemento que nos mantiene unidos,


especialmente en épocas de caos, cuando todo se hace
pedazos.

DESPUES DE LA BODA, ahogando mis presentimientos


sobre una inminente guerra, volví a Moscú para preparar
el comienzo, en noviembre, de mi curso de especialización de
tres meses en el Instituto de Cosmetología. Encontré un
pequeño apartamento en el centro de Moscú; Zara se reuniría
conmigo en un par de meses. Aunque la hostilidad hacia los
chechenos en Moscú crecía imparablemente (Chechenia se
había declarado independiente de Rusia en noviembre, casi un
año antes) mis colegas me trataban con respeto. El instituto
tenía tantos pacientes que el profesor Frishberg había
ampliado su departamento, sirviéndose para ello de una
pequeña iglesia de la calle Solyanka que había sido clausurada
por el gobierno. Entrar en el edificio producía una sensación
extraña: por fuera parecía una iglesia ortodoxa rusa, un lugar
donde antaño la gente había adorado a su dios, pero por
dentro había sido reconvertido en un centro científico, con un
quirófano en el segundo piso y varios pabellones.

Cuando empecé a estudiar con el profesor Frishberg, un


hombre que ya había cumplido los setenta años, alto y
delgado, con gafas, vestido siempre con traje oscuro y
corbata, advertí que tenía un gran sentido del humor mientras
no te tomaras libertades con él. El día que vi cómo estiraba los
párpados de una paciente supe que estaba en presencia de un
maestro. Manipulaba trozos de piel no mayores de un
milímetro. Había escrito muchos libros y había hecho
demostraciones en el extranjero, incluyendo la de una técnica
propia para reducir la emisión de sangre durante las
intervenciones. Uno de sus temas favoritos era cómo
identificar a pacientes conflictivos:
—Una persona mentalmente inestable puede convertir tu vida
en un infierno -solía decir-, sobre todo si algo sale mal.

En Rusia no había seguro contra los errores médicos.

Mientras realizaba mi residencia, Zara y yo nos adaptamos a


la vida matrimonial. Cuando me dijo que estaba
embarazada me sentí enormemente feliz. Al finalizar el curso
nos quedamos en Moscú, ya que yo quería realizar una
práctica quirúrgica de cuatro semanas durante el mes de
febrero. Terminada ésta, el Instituto de Cosmetología me
ofreció un trabajo estable que acepté. Habría preferido
trabajar en Chechenia, pero el bloqueo económico ruso había
interrumpido el pago de los salarios médicos en mi país.
Muchos médicos, como mi amigo Issa, se habían visto
forzados a dejar el hospital. Antes de partir para Moscú le
había visto en la esquina de una calle de Grozni cambiando
moneda extrajera.

—¿Qué puedo hacer? —había dicho encogiéndose de


hombros-. Tengo que mantener a una familia de siete
personas.

Para sobrevivir la gente empezó a comerciar con unas cosas


y otras, especialmente después de que Dudáiev declarara a
Chechenia zona de libre comercio. Los que tenían iniciativa
empezaron a hacer dinero: viajaban regularmente a Turquía, a
los Emiratos Árabes Unidos y a Pakistán para comprar
distintas mercancías que revendían en Chechenia.

El Instituto de Cosmetología estaba también gestionado al


modo capitalista; editaba incluso un folleto que informaba
de los servicios y sus precios. Éstos eran tan baratos,
comprados con las tarifas de Occidente, que la gente
solicitaba las intervenciones con meses de antelación y venía
de zonas tan alejadas como Escandinavia. Yo recibía un
salario mensual, además de las bonificaciones de los pacientes
satisfechos. El 75 por ciento de nuestros pacientes acudía a
nosotros en busca de cirugía cosmética; el resto venía con
deformidades o quemaduras graves.

Ciertas personas, como una famosa actriz soviética de


ochenta años que acudió al instituto para un tercer
estiramiento de cara, se escandalizaban por las tarifas. Bajo el
comunismo, la medicina había sido gratuita. No sé si era
verdad, pero la gente comentaba que esa actriz había sido
antaño amante de Stalin. Desde luego se comportaba como si
fuera cierto y montó un verdadero número cuando le
enseñamos la lista de precios.

ESE AGOSTO, ZARA volvió a casa para quedarse con su


familia mientras esperaba el niño. En septiembre tomé
un avión para reunirme con ella, aunque no atendí el parto,
que tuvo lugar el 31 de octubre de 1993. En nuestro país el
nacimiento es un asunto privado entre mujeres. Nuestro
primer hijo fue una hermosa niña, guapa y sana.

Nana le puso Maryam (por lo general, es alguien de la


generación anterior quien le pone nombre a los recién
nacidos). Me llevó un tiempo asimilar la idea de ser padre y
me resistía a tomarla en brazos. Cuando por fin lo hice, el
sentimiento de orgullo que me invadió estaba atemperado por
los miedos sobre su futuro. Después del nacimiento de
Maryam volví a Moscú. Tal como es costumbre entre
nosotros Zara se quedó en casa durante tres meses mientras
las mujeres de la familia le enseñaban cómo cuidar a la niña.
Después de ese periodo, Maryam y ella se reunieron conmigo.

Un día Musa Saponov me llevó aparte y me dijo:

-Tienes que empezar a procurarte ingresos extras, como hace


todo el mundo.

Me aseguró que no había nada ilegal en ello:

—Lo único que necesitas es organizarte bien. Con todos los


contactos que tienes en el mundo del deporte puedes hacer
de intermediario. Por ejemplo, un hombre de negocios compra
un camión de cigarrillos y tú buscas los compradores, eso es
todo. Y te quedas con el uno por ciento de los beneficios.

Al principio era reacio a participar en ese tipo de actividades:


yo era cirujano, y el asunto de la compraventa me hacía
sentir incómodo. Durante muchos años el comercio había sido
delito. Se metía gente en la cárcel por vender un par de
pantalones vaqueros. El comercio se había llamado entonces
“especulación” y ahora se llamaba “libre empresa”, y se
favorecía.

-Todo el mundo lo hace -repitió Musa. Terminó por


convencerme.

Mi primer trato comercial lo hice con un camión de cigarrillos


importados de Inglaterra. Nunca llegué a verlo. Mi única tarea
era llamar por teléfono para conseguir compradores. En muy
poco tiempo dispuse de una lista de clientes que confiaban en
mí. Durante el día trabajaba en el instituto, en el
que terminaba hacia las cuatro de la tarde, iba a casa y
empezaba a telefonear. Mi estreno como intermediario, que
me llevó una o dos horas, me proporcionó unos 4.000 dólares
limpios. Todas las tardes ganaba dinero. Como no podías
fiarte de los bancos, lo escondía en un estante detrás de mis
camisas, esperando que nadie se metiera en el apartamento y
lo encontrara.

Poco después Zara, Maryam y yo nos trasladamos del


apartamento a una casa de lujo cerca de la autopista donde
los altos funcionarios del gobierno tenían sus dachas. Era una
mansión de dos pisos con cuatro dormitorios, cuarto para la
doncella y un baño en cada piso. La finca estaba rodeada por
una alta valla de madera y tenía un control de seguridad nada
más pasar la gran cancela metálica de entrada.

Al principio todo aquel dinero se me subió a la cabeza. Tenía


treinta años, me sentía liberado y empecé a gastar a lo loco.
Me compré un sedán Lincoln por 25.000 dólares y contraté un
chófer. Comencé a llevar ropa de marca y zapatos italianos, y
a comprar ropa italiana y francesa para Zara. A ambos nos
gustaba ir bien vestidos. Podíamos ir con la cabeza bien alta
por las calles de Moscú, donde la mayoría de la gente
considera que los chechenos son poco más que gusanos.
Pronto advertí que los que me veían bajar de mi coche con
chófer suponían que había ganado el dinero ilegalmente
porque era checheno.

Nunca me vi a mí mismo como un nuevo rico. Me disgustaba


el modo en el que se comportaban los “nuevos rusos”,
derrochando el dinero en casinos, exhibiendo su riqueza con
ostentación y conduciendo sus mercedes por Moscú a
velocidades suicidas. Por mi parte terminé sintiéndome
avergonzado por mi Lincoln, así que le pedía al chófer que se
detuviera unas manzanas antes del instituto y hacía a pie el
resto del camino. Una noche me lo robaron. Puede parecer
raro, pero sentí como si me hubieran quitado un peso de
encima: de repente podía respirar más a gusto. Ya no tenía
que preocuparme todo el tiempo de que me lo robaran. Ni
siquiera me molesté en informar a la policía, porque me
hubieran ayudado más bien poco. El robo de coches era una
de sus ocupaciones paralelas.

Capítulo 5 - La víspe ra de la prime ra gue rra

A comienzos de agosto de 1994 abandoné mi casa y salí de


Moscú para volver al hogar. Zara estaba embarazada de
cinco meses, de nuestro segundo hijo; la había mandado a
casa junto a Maryam un mes antes. Aunque mi familia
intentaba no alarmarme cuando me llamaban por teléfono a
Moscú, era evidente que la situación en Chechenia se
deterioraba por momentos. Además del secuestro de
autobuses en la vecina Osetia del Norte, de los que se culpaba
a los chechenos, se estaban produciendo numerosas
escaramuzas armadas, y de todo lo que yo oía y leía en los
medios de comunicación de Moscú, invariablemente sesgados
contra los chechenos, se desprendía claramente que las
conversaciones con el Kremlin para evitar la guerra no
llegaban a ningún sitio. Temía lo peor. Al subir al avión que me
llevaría a Grozni tuve el presentimiento de que no iba a volver
a Moscú en mucho tiempo.

Cuando descendí del avión en el aeropuerto de Grozni me


quedé estupefacto al descubrir la militarización de la
ciudad. Combatientes chechenos con uniformes de camuflaje,
armados con fusiles, vigilaban las entradas de los edificios; el
aeropuerto estaba rodeado por jeeps del ejército y la ruta a
Grozni custodiada por soldados. Cuando íbamos hacia Aljan-
Kala el conductor del taxi me contó los últimos tiroteos que se
habían producido en la ciudad. Escuchándole tuve la
sensación de que Chechenia estaba al borde de una guerra
civil.

—Se oyen disparos continuamente -dijo el conductor-. Todo el


que puede se va, pero dicen que están cerrando las fronteras.

Miré por la ventanilla del taxi. Vendedores ambulantes


ofrecían sacos de harina y hortalizas que sacaban de
camiones. Por todas partes se veían colas de mujeres
intentando conseguir alimentos. Me acordé de que tenía que
comprobar el estado de nuestra despensa en casa para
asegurarme de que teníamos reservas suficientes de harina,
azúcar y carne seca. Teniendo en cuenta lo tenso de la
atmósfera, estaba seguro de que los precios iban a dispararse.
Cuando llegué a casa todo el mundo parecía estar bien,
aunque leí la preocupación en los rostros de Zara, Malika y
Nana; intenté bromear con ellas para que se alegraran un
poco. A todos nos acongojaba la clase de mundo en el que
nuestros hijos iban a crecer.

Al día siguiente una visita al Primer Hospital Ciudadano de


Urgencias de Grozni donde Malika trabajaba aún de
enfermera, me confirmó lo mal que iban las cosas. El patio
estaba cubierto de bolsas de plástico, cajetillas de cigarrillos,
periódicos y trozos de comida. Los perros rebuscaban en los
montones de basura. Los vendedores traficaban con
suministros médicos en los pasillos del hospital, aprovechando
que nos estábamos quedando sin nada. Dentro del edificio
todo el mundo vestía con ropa de calle; era imposible distinguir
a los pacientes de los profesionales. Los médicos les pedían a
los pacientes que trajeran lo que pudieran: medicinas,
analgésicos, vendas, comida, ropa de cama, útiles de
enfermería e incluso combustible para los generadores de
emergencia y la calefacción. Mientras tanto las escaramuzas
armadas que tenían lugar entre los grupos de ideas políticas
contrapuestas hacían que recibiéramos un flujo constante de
heridos.

Pocos días después de mi llegada, mientras pasaba a la altura


del Palacio Presidencial, vi un tanque ruso carbonizado. Los
rusos, intentando intimidar a la población, habían entrado en
Grozni con varios tanques y los habían aparcado junto
al palacio. Se trataba de una manifestación de fuerza para
provocar una reacción. Un conciudadano me explicó que
alguien había lanzado una granada por la torreta abierta de
uno de ellos, deflagrando las municiones y el combustible. La
explosión había lanzado la torreta al otro lado de la calle,
dejando un hoyo descomunal bajo el tanque. A pocos metros
yacían tres cadáveres carbonizados. Me sentí enfermo al ver
los cuerpos achicharrados de los jóvenes soldados rusos. Era
la primera vez que veía cuerpos reducidos a masas de carne
abrasada. Así que esto era lo que le esperaba a nuestro país.

En ese momento tuve claro que volver a Moscú estaba fuera


de toda consideración. Cuando había recitado el Juramento
Hipocrático con los condiscípulos de mi promoción,
había jurado tratar a cualquiera que lo necesitara, y Chechenia
iba a necesitar ayuda. En conciencia no podía quedarme en
Moscú haciendo estiramientos faciales a pacientes ricos.
Decidí ocupar un puesto en el hospital aunque ello significara
trabajar sin sueldo.

Muchos doctores abandonaban Chechenia.

—Si tuviera una profesión como la tuya -me dijo Musa-, me


largaría de Chechenia y encontraría trabajo en alguna otra
parte. Esta situación va a continuar mucho tiempo.

Mis padres, mis hermanas y Zara temían por mí.

-La guerra es terrible -dijo Dada, aconsejándome dejar el


país-. Los médicos están siempre en primera línea de fuego.

Me resultó difícil ignorar los deseos de mi familia y mis


amigos, pero sabía que, a no mucho tardar, los heridos
llenarían el hospital y harían falta médicos y enfermeras.
Tenía que quedarme. Gracias a mi trabajo en la clínica y a mis
tratos comerciales en Moscú, había conseguido ahorrar una
buena cantidad de dinero: lo había traído conmigo y se lo había
dado a mi madre para que lo escondiera en el lugar especial
que sólo ella conocía. Tenía también una reserva de
instrumental médico y algunos suministros que había
almacenado en casa para la clínica que soñaba abrir.
Comparado con muchos, era muy afortunado.

Y así comencé mi nueva vida como cirujano de guerra en el


Primer Hospital Ciudadano de Urgencias. Suponía que iba
a tener que enfrentarme a grandes peligros, pero creía que el
talismán que me había dado un sabio musulmán en
Krasnoiarsk me protegería. Lo llevaba siempre en torno al
cuello, dentro de una bolsa diminuta; era un trozo de papel
doblado. El anciano me había dicho que en él estaba mi vida
entera escrita en árabe:

-Tendrás una vida larga e interesante -había pronosticado.

Después de ser un cirujano plástico que trabajaba con trozos


pequeños de carne y hueso, me costó un tiempo
acostumbrarme a practicar cirugía de urgencia. Durante los
meses siguientes aprendí por ejemplo que la gangrena era mi
enemigo principal porque ataca el cuerpo humano como un
animal rabioso, devorando la carne. La suciedad entra muy
fácilmente en las heridas, las bacterias florecen, el pus
amarillento burbujea bajo la piel y la carne se pudre. No hay
otro tratamiento que extraer quirúrgicamente el tejido muerto;
de otro modo el avance puede ser tan rápido que la
amputación suele ser el único modo de salvar la vida del
paciente.

En el hospital me encontré con que uno de los problemas


principales era cómo tratar a los pobres que no podían
permitirse comprar suministro alguno a los vendedores, así
que establecí una norma según la cual la gente que tenía
dinero ayudaba a quienes carecían de él: solía pedirles a los
pacientes ricos una lista de suministros hospitalarios para
atender a su tratamiento seguida por una petición de triplicar
la cantidad.

-Lo que usted no use se lo entregaré en su nombre a alguien


que no pueda pagarlo -les decía.

Persuadir a los pacientes de que aceptaran ser tratados


gratuitamente era a veces muy difícil. Las deudas basadas en
la amistad son deudas que deben satisfacerse. Si no estás en
posición de devolver un favor, te muestras reacio a aceptarlo,
como el anciano que entró en mi consulta con un tumor de
crecimiento rápido en el paladar. En cuanto le vi con su
sombrero de piel de oveja, sus botas de cuero y la túnica
abotonada de cuello circular me sentí instantáneamente
vinculado a él. El orgulloso porte con el que se conducía me
recordó al de los ancianos de Makazhoi.

-Tengo esto en la boca -se quejó-. Desde hace unos cuantos


días no puedo comer y sangra mucho. El dentista dijo que
viniera a verle.

Tenía un tumor que bloquearía su faringe en una semana o


dos.

-Necesitamos operar inmediatamente -le dije.

Guardó silencio.

-No cobro mis operaciones —añadí, y noté su embarazo—. Si


no me cree pregúnteselo a la gente que espera fuera, en
el pasillo. Si no puede pagarse las medicinas, yo tengo algunas
de reserva.

Siguió sin decir nada.

—Todos estamos en esta situación terrible —continué—. No


necesito más que su consentimiento; una vez que lo
tenga podemos fijar nuestra cita.

El anciano se puso en pie, se alisó la túnica y se dispuso a


marchar:

-Son demasiadas molestias para usted.

-No es molestia en absoluto -le presioné, sabiendo lo urgente


de su caso-. Lo haremos mañana. ¿Quién sabe?
Podría necesitar su ayuda algún día.

-Usted no necesitará nunca nada de mí -me respondió con


una sonrisa desdentada.

-Siempre necesitaremos su ayuda -insistí—, porque usted


tiene más edad y es más sabio. La gente le necesita.

El anciano pareció apreciar mis palabras de respeto y


finalmente aceptó ser operado.

CUANDO AÚN E R A V E R A N 0 me las arreglé para


realizar un rápido viaje a Makazhoi, donde me enamoré de un
cachorro de ovejero caucásico, una bola de rizos blancos con
hocico y ojos negros y una larga cola esponjosa. El propietario
de la camada me lo regaló. Durante más de seis siglos los
pastores de ovejas habían criado esos poderosos perros de
montaña para que guardaran los rebaños de los lobos y los
ladrones. Le puse Tarzán y me lo llevé a Aljan-Kala para
entrenarlo como perro de guardia.

A finales de agosto empezaron los bombardeos esporádicos


sobre Grozni. El primero comenzó a las cinco y media de
una tarde, en el crepúsculo: atronadoras explosiones en
dirección del aeropuerto militar en Jankala, a unas diez millas
al este de la ciudad. Las ventanas del quirófano vibraron, las
puertas tintinearon y el suelo tembló bajo mis pies; me
precipité a la calle con otros médicos y enfermeras, y miré
hacia arriba. Vimos dos aviones atravesando el crepúsculo,
volando muy bajo, primero uno, luego otro; el estruendo de sus
reactores crecía según se aproximaban. Dejaron sus estelas
en el cielo ante nosotros y giraron hacia el sur, rodeando la
ciudad y haciendo otro picado a gran velocidad en dirección al
aeropuerto. Mientras pasaban busqué las enseñas en sus alas:
no llevaban ninguna. Entonces vi cómo disparaban misiles que
se dirigieron hacia tierra dejando estelas blancas. Cerré los
ojos, recité una breve plegaria y aguardé las explosiones.
Recordé a mi familia y deseé que se encontraran bien.

En menos de una hora empezaron a llegar heridos: fue mi


iniciación en los efectos de los bombardeos. Las balas, los
cohetes, los morteros, la metralla... cada cosa provoca su
propio tipo de herida. Un pequeño trozo de metal caliente
hace una herida pequeña, pero una bomba puede pulverizar el
cuerpo.

Algunas semanas después de los primeros ataques, un día que


Malika y yo volvíamos a casa en coche, experimentamos
la explosión de una bomba en nuestra propia carne. Nos
aproximábamos al distrito petrolero de Grozni cuando oímos
el sonido de un reactor en pleno picado por encima de
nosotros.

Pisé el acelerador con todas mis fuerzas para alejarnos lo más


posible. La explosión, a una calle de distancia, hizo saltar
el coche y estuvo a punto de volcarlo antes de que
consiguiéramos detenernos. Saltamos fuera y corrimos hacia
atrás para ver si podíamos ayudar.
—¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho? —gritaba Malika.

Era una escena horrorosa. La bomba había caído en una calle


llena de gente, dejando un cráter de unos cinco metros
de ancho por unos dos de profundidad. Por todas partes había
trozos de asfalto, ladrillos, postes de teléfono, fragmentos de
árboles, como si una inmensa excavadora se hubiera
ensañado con la zona. Vi tres coches achicharrados con
conductores y pasajeros carbonizados en sus asientos. Junto a
uno de los coches yacía un hombre decapitado. Un poco más
allá vimos un brazo humano cubierto por una manga
empapada en sangre, y el pie de un niño dentro de una
zapatilla deportiva. Gente herida, cadáveres, fragmentos de
cuerpos y harapos sangrientos cubrían la calle. Las mujeres
chillaban y se golpeaban los senos, clamando por la ayuda del
vird de su clan (la mayoría de los clanes tienen un vird, un
discípulo de Mahoma, cuya ayuda se reclama en los
momentos de crisis).

—¡Va Ustaz, va Ustaz! ¡Gede tkhum! -gritaban. “¡Oh,


Maestro, ayúdanos!”.

Me acerqué a lo que parecía una anciana. Estaba muerta, con


el abdomen abierto y los intestinos esparcidos por el suelo.
Yo tenía costumbre de operar abdómenes, pero nunca había
visto nada parecido. La tarde era fría, y de las entrañas de la
mujer ascendía una especie de vapor junto con un olor
indescriptible que se me pegó a las fosas nasales durante
semanas, y que prácticamente me impedía comer.

Algunos coches que pasaban comenzaron a detenerse y


empezamos a cargar de inmediato a los doce o trece
supervivientes para transportarlos al hospital lo más deprisa
posible. Nos las arreglamos para hacerlo en unos veinte
minutos. La mayor parte de los rescatadores volvían del
mercado; vaciaron las bolsas de sus compras para meter los
fragmentos de cuerpo. Fue una tarea espantosa que nos llevó
casi una hora. A menudo el principal modo de identificar los
cuerpos era la ropa. Mis conocimientos de anatomía
resultaban de utilidad cuando se trataba de establecer qué
pieza de hueso o de carne pertenecía a quién y dónde, pero a
menudo el reconocimiento de los fragmentos humanos era
imposible. Las partes sin identificar de los cuerpos fueron
enterradas en la misma tumba (dentro de las veinticuatro
horas siguientes al fallecimiento, como exige la tradición).
Cuando volvíamos a casa aquella noche, Malika y yo íbamos
absortos en nuestros pensamientos, dando gracias por haber
escapado a la muerte, pero en pleno shock por lo
que habíamos visto. Cuando llegamos a casa, Malika fue a su
habitación a llorar. Dada y Nana escucharon la narración de
lo que había sucedido en atónito silencio.

-Debes abandonar tu trabajo -dijo Nana-. Debes quedarte en


casa. No te arriesgues.

LA HISTORIA NOS HABÍA ENSEÑADO a esperar


ataques de Rusia pero, ahora que había ocurrido de verdad,
nos resultaba muy difícil de aceptar. Durante más de setenta
años habíamos vivido bajo dominio soviético. Se suponía que
todos éramos ciudadanos soviéticos viviendo en armonía, y
muchos de nosotros teníamos buenos amigos rusos. ¿Cómo
era posible que Rusia bombardeara a sus propios ciudadanos?
¿Cómo podían bombardear Grozni siendo rusos la mitad de
sus habitantes?
Al principio el Kremlin negó que los aviones fueran rusos.
Aparatos azerbaiyanos habrían sido los responsables del
bombardeo, decían los funcionarios rusos, aunque no podían
explicar la razón por la que Azerbaiyán había tenido
que bombardeamos. Tres días después, cuando los aviones
volvieron, nuestra artillería derribó uno e hizo prisionero al
piloto. Aquella noche dicho piloto confesó en la televisión local
que era ruso, y los reporteros mostraron en el programa cómo
habían sido tapadas con pintura las insignias rusas de las alas
de su avión.

Después de aquel primer bombardeo la gente se acercaba al


hospital en cualquier vehículo que pudiera encontrar para
llevarse a los parientes y amigos a sus casas o a otro hospital
alejado de la ciudad. En su lugar iban llegando nuevas
remesas de heridos. Me preguntaba cuánto tardarían las
bombas en caer directamente sobre el centro de Grozni. Las
primeras habían sido dirigidas contra blancos estratégicos
tales como fábricas, puentes y refinerías de petróleo en las
afueras de la ciudad.

Al principio era difícil trabajar entre el estruendo de las


bombas que caían pero, gradualmente, gracias a mi
entrenamiento físico, fui capaz de ignorarlas y concentrarme
en lo que estaba haciendo. Entre las operaciones hacía
ejercicios isométricos y, siempre que podía, me retiraba a un
lugar apartado para recordar las consignas de nuestros
entrenadores antes de una competición atlética,
encareciéndonos a que fuéramos fuertes. Apilamos sacos
terreros frente a las ventanas del hospital y, al cabo de un
tiempo, el estampido de las bombas se convirtió en un ruido de
fondo, como el de un moscardón molesto. Era consciente de
él pero me obligaba a ignorarlo. Estaba tan concentrado en el
trabajo que realizaba en el quirófano que me olvidaba de todo
lo demás.

La tarde del 11 de diciembre de 1994 estaba operando a un


muchacho que había recibido el impacto de un trozo de
metralla en la cara: su mandíbula estaba hecha pedazos y el
ojo derecho había quedado reducido a pulpa. Retiré los restos
del globo ocular de la órbita, cautericé los vasos sanguíneos y
preparé los músculos para insertar un ojo de cristal. Después
de colocar gasa en la órbita y vendar la cabeza, le indiqué a la
enfermera que lo llevara al pabellón. Cuando volvía a la sala
de médicos, oí una explosión atronadora seguida por ruido de
artillería. El edificio tembló. El ataque se acercaba al centro
de la ciudad.

Zara estaba a punto de dar a luz a nuestro segundo hijo;


tardaría como mucho dos semanas. La explosión me
convenció de que debía ser operada inmediatamente, antes
que los rusos lanzaran un ataque masivo y fuera imposible
llevarla a la maternidad. Las tropas se estaban agrupando al
otro lado de la frontera. Me quité la ropa de quirófano, me
puse la de calle y me precipité al coche. Miré mi reloj: eran
las tres y cuarto de la tarde; en una hora más estaría
oscureciendo. Conduje hasta Aljan-Kala a gran velocidad.

-¡Prepara a Zara! -le grité a Malika mientras entraba


corriendo en casa-. Salimos inmediatamente para el hospital.

El rostro de Zara mostraba a las claras que tenía miedo, pero


no dijo una palabra. Nana empezó a llorar.
-No te preocupes -le dije, intentando calmarla.

—La gente dice que los rusos han cruzado la frontera —


replicó.

Empaqué mis instrumentos y añadí gasa estéril y sábanas por


si no llegábamos a tiempo al hospital. Según la
tradición, hubiera debido ser mi hermano Hussein quien
acompañara a Zara al hospital para dar a luz, pero Rita y él
vivían aún en Kras-noiarsk. Empezaba a descubrir que la
guerra obliga a la gente a ignorar sus tradiciones.

Cuando llegamos a Grozni las calles estaban vacías, el bazar


cerrado, las tiendas y los kioscos protegidos con tablones.
Todo el mundo se había retirado a sus sótanos o bodegas.
Llevé el coche frente a la Maternidad Central y salté fuera,
dejando a Malika y Zara en el asiento trasero. El edificio
estaba a oscuras y el mostrador de recepción vacío. Subí las
escaleras: no había nadie a la vista. Ni pacientes, ni médicos,
ni enfermeras. Bajé por donde había subido y me precipité al
coche.

—Necesitamos un anestesista. ¡Tenemos que dar con Ruslan


Yusupov! -grité arrancando el coche. Ruslan Yusupov era
un médico que trabajaba en el Cuarto Hospital Ciudadano.

Conduje a toda velocidad a través de las calles vacías hasta el


edificio de apartamentos, situado al otro lado del río, donde
vivía Ruslan. Todos los vecinos del edificio se habían
refugiado en el sótano.

—¿Está Ruslan aquí? ¡Necesito un médico! —grité desde lo


alto de la escalera. Vi una débil luz y oí voces: divisé, en la
oscuridad, un grupo de gente más abajo.

—¡Mi esposa necesita una cesárea urgente! -grité. Las


conversaciones se interrumpieron. Para gran alivio mío,
Ruslan se levantó del suelo y se acercó a las escaleras:

—¿Tenemos ginecóloga? -preguntó.

-¡Aminat! ¡Tenemos que encontrarla! —respondí.

Ruslan subió al coche con Zara y Malika, y yo conduje hasta


el apartamento de Aminat. No dudó cuando le conté lo que
pasaba, aunque sus parientes protestaron, aduciendo que
era demasiado peligroso. Contuve el aliento; ella y yo
habíamos trabajado juntos y a menudo la había ayudado.

-Es un colega -replicó-. Él haría lo mismo por nosotros.

De vuelta a la Maternidad Central Número 1 nos


apresuramos a llevar a Zara al quirófano. Mi ayuda ya no era
necesaria; bajé al patio para esperar en el coche. Las calles
estaban completamente a oscuras y el cielo era negro. Sin
gente en las calles, Grozni parecía irreal; era como una ciudad
fantasma. En la distancia se oían explosiones y disparos. Por
allí, no demasiado lejos, la gente moría y, sin embargo, en el
quinto piso del hospital un nuevo y pequeño individuo iba a
llegar al mundo. Preocupado como estaba por Zara y el niño
intenté calmar mis nervios. Alá decidiría el resultado: ¿estaría
bien el niño?

Después de lo que parecieron siglos, Aminat salió del hospital


sosteniendo algo envuelto en mantas:
—¡Felicidades! ¡Tienes un chico!

Estaba entusiasmado con mi hijo pero apenas tenía tiempo


para mirarlo. Saqué 500 rublos (aproximadamente 150
dólares) de la cartera y se los entregué. Entre nosotros es
costumbre recompensar a la doctora que trae un niño al
mundo.

-¡Traed a Zara aquí! -grité—. ¡Tenemos que marcharnos


inmediatamente!

Ruslan y Malika sacaron a Zara, inconsciente, del hospital.


Bajé el respaldo del asiento delantero hasta que tocó el
asiento trasero y coloqué allí a Zara envuelta en sábanas y
mantas, en una cama improvisada. Cuando Malika se hubo
sentado detrás, Aminat le entregó el niño. Ruslan y Aminat se
apretaron como pudieron en el espacio que quedaba. Después
de dejar a los médicos en sus apartamentos respectivos, nos
dirigimos a Aljan-Kala, conduciendo despacio y sin luces por
las calles agujereadas, con el temor de que el bache más
ligero haría saltar los puntos de Zara.

En la distancia, los estampidos de las bombas y el resplandor


rojizo del cielo de los edificios ardiendo nos decían que el
bombardeo se acercaba.

-Reza -le dije a Malika por encima del hombro.

Al poco de llegar a casa, Nana nos ofreció un nombre para


nuestro hijo: Islam. La mayoría de los chechenos tenemos
un nombre religioso y otro seglar. Islam combina los dos en
uno: en checheno la palabra is significa “nueve”, y lam
significa “montaña”, pero en árabe, islam significa “sumisión”.
Tres días más tarde sacrificamos un cordero e invitamos a los
ancianos y a otras personas para celebrar el nacimiento. El
mulah leyó el Corán. Yo me maravillé de cómo continúa la
vida incluso cuando está rodeada por la muerte.

EN DICIEMBRE LOS bombardeos aumentaron: a veces


sufríamos hasta veinticinco incursiones aéreas por día. El
aire estaba lleno de polvo y del acre olor de la ceniza. La
gente escapaba en masa de la ciudad, algunos hacia los
campos de refugiados de Ingushetia y otros a los pueblos de
las montañas, hasta que la mayor parte de los que se
quedaron fueron rusos étnicos, que constituían la mayoría de
la población de Grozni. Sentí lástima por estos rusos que
consideraban Grozni como su casa. No tenían parientes que
les dieran refugio y eran muy vulnerables a los peores
horrores de la guerra.

Las mujeres convocaron una marcha por la paz en toda la


República para impedir el avance de los tanques rusos.
Cada vez que Chechenia había recibido ataques, las mujeres
se habían unido a la batalla, tomando incluso las armas en el
siglo XIX cuando el escondrijo de Shamil en las montañas fue
bombardeado por el ejército ruso. Muchas de las mujeres de
Aljan-Kala, algunas de nuestras vecinas incluidas, se unieron
a la marcha. Fue un día a mediados de diciembre; yo casi no
podía abrirme paso a través de la columna de conciudadanas
que marchaba por la autopista Moscú-Bakú. La carretera
estaba bloqueada por mujeres de todas las edades: ancianas
que andaban a duras penas, muchachas y madres. La
columna se extendía a lo largo de 60 kilómetros, desde Grozni
hasta la frontera de Ingushetia donde aguardaban los tanques
rusos. Salí del coche y me abrí paso a través de la multitud.
Cinco ancianas lastradas por el peso de gruesos abrigos se
separaron de las demás y formaron un círculo: sus pies
iniciaron inmediatamente el hipnótico ritmo del zikr. El zikr no
es simplemente otra danza tradicional como la lesghinka, sino
un antiguo ritual enraizado en la filosofía musulmana del
sufismo. Las espectadoras se unieron al ritmo, batiendo
palmas y recitando las palabras de la declaración de fe
musulmana en árabe: “¡La ilaha illallah, la ilaha
iüallahV' (“No hay más dios que Alá”).

Aquellas mujeres expresaban el espíritu de Chechenia, un


espíritu que se enfrenta a desafíos terribles y que ayuda al
individuo a encontrar la paz con Dios. El zikr se baila en
cualquier ocasión: en las bodas, en los funerales, antes de un
acto de sangrienta venganza o de entrar en combate. Los
pueblos tienen sus propias versiones de zikr pero todas tienen
un mismo propósito: elevar el alma a un plano superior.
Durante el zikr he oído ancianos carrasposos cantando como
tenores de ópera y ancianas cuyos cantos desafiaban a las
voces de los ángeles. El ritual confundía a las autoridades
soviéticas porque no sabían si se trataba de una ceremonia
religiosa ilegal o de una peligrosa danza de guerra. Fuera lo
que fuese intentaron prohibirlo, pero la policía secreta no podía
impedir que la gente bailara el zikr en los funerales. Mientras
me dirigía de nuevo al coche para regresar al hospital pensé
que Rusia nunca nos había entendido.

Esa noche vimos en el noticiario de la televisión una escena


increíble: los tanques soviéticos se alineaban, fila tras fila,
en Achjoi-Martán, un pueblo fronterizo entre Ingushetia y
Che-chenia. La televisión mostraba al comandante ruso Iván
Babichev, una voluminosa figura vestida con un chaquetón de
piel de oveja y un sombrero de piel, rodeado por un grupo de
mujeres suplicantes que le decían que sus tanques tendrían
que entrar en Chechenia pasando por encima de sus
cadáveres.

—No hemos venido aquí para matar civiles inocentes -les dijo.

—Mis tanques no avanzarán —dijo el general abrazando a las


mujeres—. Encontraremos algún tipo de solución para
este problema.

Algunos creyeron que el general Babichev había dicho a las


mujeres que no atacaría sólo para librarse de ellas. Pero, en
mi opinión, era un hombre decente que no deseaba
exterminar civiles. Algunos días después el general Pavel
Grachev, ministro ruso de defensa, relevó a Babichev del
mando, y los tanques avanzaron.

Cada noche, entre el ruido de las explosiones, escuchábamos


al portavoz militar ruso decirle al mundo en la televisión
que aquel día no había habido bombardeos de ninguna clase
sobre Grozni. El número de médicos y enfermeras del hospital
menguaba de día a día y los gerentes abandonaron sus
puestos. A finales de diciembre sólo 15 médicos de los 500
que habían constituido la plantilla permanecían en el Primer
Hospital Ciudadano de Urgencias.

El 31 de diciembre una bomba alcanzó el hotel Kavkaz,


cercano al Palacio Presidencial y no lejos del hospital. Las
tropas rusas habían cruzado la frontera y se estaban
agrupando en las afueras de Grozni. En la ciudad los
combatientes chechenos, bajo el mando del coronel Aslán
Masjádov, antiguo oficial soviético, esperaban para repeler el
ataque. Sospechábamos que el hospital sería el siguiente
blanco pero nadie dijo nada sobre marcharse. Nuestro
pequeño equipo, formado por el personal médico que quedaba,
se reunía en la sala de médicos. Todos teníamos miedo pero
no queríamos ponerlo de manifiesto. Miré a mi amigo Movsar
Idalov, un traumatólogo. Aparentaba tranquilidad pero yo
sabía que, como me ocurría a mí, temblaba por dentro. Todos
nos volvimos hacia el de más edad, Khamzat Elmurzayev, un
cirujano de cincuenta y cinco años. Sería él quien tomara
cualquier decisión. Khamzat dudó y luego nos dijo que todo el
mundo abandonaba Grozni y que también nosotros debíamos
marcharnos.

—No nos podemos quedar más —dijo—. Tenemos que ir a


nuestros pueblos y preparar centros sanitarios. Allí es
dónde liará falta .mida.

Seis de los médicos se presentaron voluntarios para


permanecer con los pacientes que quedaban, rusos de edad
avanzada en su mayoría, y que habíamos llevado a la planta
baja cuando las ventanas de las plantas superiores volaron,
Sus parientes los habían abandonado o se habían marchado de
Chechenia. Metí mi mesa de operaciones y mis instrumentos
en el coche y puse rumbo a Aljan-Kala justo a tiempo. Horas
después, en los primeros minutos del día de Año Nuevo de
1995, el ejército ruso lanzó un ataque masivo de tanques sobre
Crozni. La primera guerra raso-chechcna había empezado de
verdad.
Segunda parte - La primera guerra
Capítulo 6 - Abre e l hospital

LE DIJE A MI amigo Ruslan Ezirkhanov que quería abrir un


hospital. Él era gerente de la planta de procesado de madera
DOK de Aljan-Kala y había sido elegido hacía poco por la
gente del pueblo para presidir el consejo local. Hablé con él en
cuanto volví de Grozni. Era un hombre muy bien parecido, de
cuarenta años, pelo castaño oscuro y ojos grises, que se había
graduado en el Instituto de Silvicultura de Krasnodar. Estaba
casado, tenía cuatro hijos, y era una de las figuras que
suscitaba mayor confianza en Aljan-Kala. Dijo que se reuniría
con los ancianos y que les informaría de mis planes.

El día primero de enero de 1995, un día después de llegar a


casa, seis de los diez ancianos del pueblo reclamaron mi
presencia; entre ellos estaba un agrónomo llamado Hasilbek
Kurba-nov. Era un pariente lejano de mi padre y pertenecía al
mismo clan de Makazhoi. Mientras Nana nos servía té y
mermelada, los ancianos me comunicaron que querían poner
los servicios médicos del pueblo en mis manos. Fijé un tope de
tres días para tener el hospital preparado y funcionando.

En cuanto los ancianos anunciaron públicamente que


necesitaba ayuda, los voluntarios se presentaron uno tras otro.
Al cabo de poco tiempo tenía una fuerza de trabajo de más de
cien personas a mis órdenes; tuve que decirles a algunos que
no. De repente, gente vaga, deprimida o medrosa tenía algo
útil que hacer. Muchos creían que si yo abría un hospital y me
quedaba
sabía de algún modo que la guerra iba a respetar Aljan-Kala.
Estaban convencidos de que yo lo sabía de buena fuente.
No dije nada: carecía de esa certeza.

A principios de enero abrimos el hospital en un edificio de dos


pisos que antaño había servido como dispensario. La dureza
de los tiempos les obligó a cerrar. Lo que quedó de él adquirió
pronto un estado ruinoso, sin puertas ni ventanas y con
un tejado agujereado que dejaba entrar la lluvia y la nieve.

Desde la mezquita se pidieron camas y ropa de cama. Me las


había arreglado para traer una cierta cantidad de
suministros médicos de Grozni; el resto salió de mis reservas
personales. Teníamos también otros suministros, como
paquetes de glucosa, antibióticos, anestésicos y kit de sutura,
donados por la Cruz Roja, Médicos sin Fronteras y Médicos
del Mundo.

Le dije a Zulai, una costurera, que cosiera una cruz roja sobre
una gran sábana blanca.

-¿Para qué necesitamos eso? -preguntó. Le expliqué a ella y a


los demás que bajo las leyes internacionales nadie tenía
derecho a atacar un hospital. Izamos la bandera en un mástil
de seis metros por encima del edificio de modo que fuera
visible desde el aire. Sin duda eso incrementó la falsa creencia
de la gente del pueblo de que el hospital les protegería. Por mi
parte nunca había llevado un arma y me negué a que alguien
que trabajara conmigo la llevara. Si llevas un arma terminas
usándola, y matar no es asunto de médicos. La formación
militar que había recibido en Krasnoiarsk era elemental; para
matar se necesita un entrenamiento especial. Mi única arma
era un bisturí.

Mantener limpio el hospital era una batalla constante; la


temperatura oscilaba en torno a los 0 °C, fundiendo la nieve
durante el día y haciendo que se formaran barrizales. Puse
dos baldes de agua en la entrada y designé a un guarda para
que exigiera a todo el mundo que se lavara los pies antes de
entrar. El comité de ancianos realizaba servicios inestimables.
Hacían las listas de los muertos y se ponían en contacto con
los parientes para comunicarles dónde estaban sus heridos.
Seleccionaron también una persona de cada calle para que
solicitara donaciones destinadas al hospital. Al menos dos
veces por semana me dirigía a ellos y les entregaba la lista de
suministros que necesitábamos.

Las dos primeras semanas traté sobre todo pacientes que


padecían gripe, bronquitis, problemas intestinales, presión
sanguínea alta o asma. Entonces empezaron a llegar heridos
de Grozni, junto con una corriente de refugiados que incluía
gran número de rusos. Los habitantes del pueblo les
acomodaban en sus casas: a veces había veinte personas en
la misma habitación. Los rumores saltaban de aquí para allá.
Los refugiados nos contaron que durante las primeras horas
del asalto de los tanques sobre Grozni, los combatientes
chechenos habían acabado con varios cientos de soldados
rusos. Nadie entendía que los comandantes rusos enviaran
reclutas jóvenes e inexpertos a Grozni en tanques, sin mapas y
sin cobertura aérea. Pensé en los seis médicos chechenos que
se habían quedado atrás, en los bajos del Primer Hospital
Ciudadano de Urgencias de Grozni y rogué por su seguridad.
Supe después que los rusos, tras entrar en la ciudad, los
retuvieron en el hospital durante dos semanas para que
trataran a sus heridos.

Cada mañana subía al tercer piso de nuestra casa, el ático, y


contemplaba el valle a través de los viejos prismáticos
militares que le había regalado a mi padre un soldado ruso
durante la segunda guerra Mundial. Si el día estaba claro
podía ver los límites del pueblo y, a lo lejos, unos diez
kilómetros al noreste, el humo que se cernía sobre Grozni.
Veía los tanques a través de las lentes, los tanques que se
agazapaban en el horizonte como animales de presa, con sus
cañones apuntando en nuestra dirección. Parte de mí no creía
aún que fueran a disparar contra civiles inocentes.

Los rusos consideraban Aljan-Kala objetivo estratégico a


causa de la vía de ferrocarril Moscú-Bakú y de la autopista
que discurría por el sur; era pues inevitable que se movieran
contra nosotros. El bombardeo de Aljan-Kala se inició en
enero, y al principio era intermitente. A finales de mes era
feroz, con ataques diarios. Los helicópteros artillados
aterrorizaban a la población: volaban muy bajo, mostrando las
ametralladoras de gran calibre que iban montadas en sus
morros. Volaban tan bajo que era posible ver a los artilleros,
alimentando los peines de munición. Los ancianos le dijeron a
la gente que no disparara a los helicópteros y emplazaron
guardas para que nadie lo hiciera. Por la noche los rusos
utilizaban binoculares de visión nocturna, tanto desde el aire
como desde tierra, para localizar objetos en movimiento.

-Están intentando provocarnos; buscan una excusa para abrir


fuego sobre el pueblo -decían los ancianos.

Desde el comienzo de la guerra el suministro eléctrico era


intermitente. Un día teníamos unas cuantas horas de luz;
después faltaba varios días seguidos. Fuimos
acostumbrándonos progresivamente a alumbrar la casa con
lámparas de queroseno y velas. Alimentábamos la televisión
con un pequeño generador.

Mucha gente salió hacia Urús-Martán, un pueblo situado a


unos veintidós kilómetros bajando por el valle hacia el sur;
el resto se refugió en sus sótanos. La gente odiaba aquellos
sótanos fríos, húmedos y atestados. Las escaleras eran una
dura prueba para Dada con su cojera, así que, como muchos
otros con minusvalía física, solía negarse a bajar al refugio.
Ciertas noches yo volvía a casa tan exhausto que no me podía
mover ni un centímetro de mi cama, y también me negaba a
bajar al sótano. Mi carga de trabajo se había incrementado:
me di cuenta de que si no les enseñaba a mis conciudadanos
algunos rudimentos de primeros auxilios, sencillamente no
daría abasto.

—No envolváis a los heridos en mantas, porque eso no


detendrá la hemorragia. El herido podría morir por la
pérdida de sangre —le decía a la gente que se reunía en el
exterior de la mezquita para oírme hablar—. No os dejéis
llevar por el pánico, localizad la herida y aplicadle un
torniquete. Siempre que sea posible, quitarle la ropa antes de
traerlo al hospital; de otro modo yo tengo que perder tiempo
descubriéndolos.

Siempre había escasez de sangre. Todos los que trabajábamos


en el hospital -las enfermeras, los doce guardas de seguridad
y yo mismo- donábamos sangre regularmente. Consulté mi
enciclopedia médica para averiguar cuánta sangre podía dar
una persona sin comprometer su seguridad, el tiempo de
recuperación recomendado y la dieta adecuada para no
perder fuerzas. Una vez que nos acostumbramos, podíamos
extraemos sangre una vez cada dos semanas y semanalmente
en situaciones de emergencia.

Una tarde, tras una semana de bombardeos particularmente


duros, Ruslan, que estaba de visita, dijo:

—Los ancianos les han pedido a los jóvenes que han tomado
las armas que se marchen del pueblo. Ahora tenemos que ir
al cuartel general ruso y comunicarles que nuestros
combatientes han abandonado el pueblo para que dejen de
bombardearnos.

Quería que le acompañara. Al principio me mostré reacio


porque no me parecía que pudiera aportar nada útil, pero
al final cedí.

Al día siguiente, acompañados por tres de los ancianos,


Ruslan y yo anduvimos los casi cuatro kilómetros que nos
separaban de la guarnición rusa. Yo llevaba una bandera
blanca. Los centinelas de la entrada examinaron nuestros
papeles y nos hicieron pasar con un gesto. Un general ruso de
cara rubicunda y uniforme bien planchado se apoyaba contra
un transporte de tropas. Cuando nos vio, se irguió y nos saludó
con cordialidad. Después de intercambiar unas cuantas
fórmulas de cortesía, Ruslan fue directo al grano.

—En nuestro pueblo no hay combatientes. Sus hombres están


disparando contra civiles inocentes -explicó.
-Los soldados se emborrachan -respondió el general—.
Intentaré que no lo hagan.

Durante el camino de vuelta a casa tuvimos que esquivar,


agachándonos, el fuego de francotiradores. A pesar de las
promesas del general tampoco el bombardeo se detuvo en los
días sucesivos. En realidad, empeoró tanto que decidí llevar a
Mali-ka, Razyat, Zara y los niños a casa de unos parientes de
Zara en Urús-Martán. Quería que mis padres les
acompañaran, pero se negaron: persuadir a los mayores para
que abandonaran sus casas era casi imposible. Si tenían que
morir preferían hacerlo en su pueblo natal y deseaban ser
enterrados junto a sus parientes en el cementerio.

-Ya he vivido mi vida. Sois vosotros, los jóvenes, los que tenéis
que marcharos -dijo Dada.

Nana se negó a abandonar nuestra pequeña cabaña de


ganado formada por tres vacas, dos terneros, dos bueyes y
cien gallinas. Durante los ataques rusos, salía una y otra vez
del sótano para atenderlos.

-Alguien tiene que ordeñar a las vacas y dar de comer a las


gallinas -decía. Cuando un proyectil acabó con Malyutka,
una vaca que obedecía a Nana como si fuera un perro, mi
madre lloró igual que si se le hubiera muerto un hijo. Llevamos
a Malyutka al cementerio de animales a las afueras del pueblo
y la dejamos caer sobre los cadáveres de los demás animales,
principalmente caballos y cabras.

Nana estaba convencida de que sus gallinas tenían poderes


psíquicos; es verdad que, antes de un ataque, empezaban a
correr y a cacarear con grandes signos de nerviosismo a lo
largo de la valla. Los animales me daban pena, estaban
aterrorizados, y algunos llegaron a morir de miedo. A la primer
señal de bombardeo, el ganado se apretaba contra las paredes
del establo, y siempre había un perro o un gato que se
asomaba por el agujero que yo había practicado en el
montante de la puerta antitemporales para que entrara aire
cuando nos apretujábamos en el sótano: el animal metía
la cabeza por el agujero y dejaba los temblorosos cuartos
traseros fuera, gimiendo desesperadamente en busca de
contacto humano.

Se desperdició muchísima carne porque los animales muertos


en la guerra no habían sido sacrificados correctamente. De
niño, Dada me enseñó los rituales tradicionales durante
Bayram, el día más santo del calendario islámico. En esa
fecha matamos un cordero para conmemorar la disposición de
Abrahán para sacrificar a su hijo, le damos gracias a Alá por
el animal, y por último le damos las gracias al cordero por
ofrecer su vida. Según la tradición, el animal debe morir
mirando a La Meca. Dada asía su cuchillo y abría con mano
experta la garganta del cordero. Después del corte, vertía
agua en la boca del animal para aliviar la sequedad de
garganta que se produce en momentos de estrés. Cuando el
cordero había sangrado durante unos cinco minutos, Dada nos
ungía las frentes con su sangre para que todos supieran que
habíamos hecho el sacrificio y que le habíamos dado las
gracias al Todopoderoso.

Una tarde los rusos enviaron un helicóptero artillado para


destruir la mezquita que estaba a la vuelta de la esquina de
nuestra calle. Horas antes un proyectil había derribado el
minarete. Yo estaba en casa cuando empezó el ataque; Nana
y Dada no abandonaron la cocina. Oí el rugido de los rotores
del helicóptero por encima de nuestras cabezas. Fuera, Tarzán
ladraba y daba tirones a la cuerda que lo sujetaba. Por lo
general empezaba a ladrar antes de que comenzara el
bombardeo, y entonces yo lo soltaba para que pudiera
esconderse debajo de los tablones del patio, pero en esta
ocasión no me había dado tiempo.

-¡Al sótano! -les grité a Dada y a Nana que estaban conmigo


en la cocina, pero me ignoraron. Dada continuó sentado en su
silla, cubierto por su papakha de piel de oveja, y mi
madre siguió de pie al lado del fogón como si nada sucediera.
El modo en que el helicóptero se cernía sobre la mezquita,
como un ave de presa gigante, me indicó que se disponía a
atacar. Corrí al sótano. En ese momento la atronadora
explosión de un misil reventó los pesados muros blancos de la
mezquita como si estuvieran hechos de cáscara de huevo. La
detonación hizo añicos

las ventanas de nuestra casa, esparciendo cascotes y cristales


por todas partes. Cuando subí del sótano Dada estaba de pie
en el centro de la habitación, con mi madre y una vecina junto
a él.

-Lo he visto todo antes -dijo enderezando sus hombros como


si no se dignara a darle importancia a un ataque ruso.

EL 17 DE ENERO DE 1 995 un misil alcanzó el techo del


hospital a las nueve y media de la mañana. Estaba en el
quirófano del primer piso con otro médico, un refugiado de
Grozni que había llegado una semana antes, y dos enfermeras.
Vendábamos la pierna de un combatiente checheno. La
aterradora explosión reventó las ventanas, sacudió los muros y
arrancó la mitad del tejado. Todos nos tiramos al suelo. Me
cubrí la cabeza con las manos; no podía respirar. El polvo de
yeso me resecaba la garganta y tenía la espalda cubierta de
cascotes. Otra explosión; el grito de una mujer fue seguido
por el golpe sordo de vigas desplomándose. Quizá me
desmayara, no estoy seguro. Apreté mi cuerpo contra el suelo
hasta que las explosiones cesaron y entonces me levanté
tambaleante. Veía estrellitas delante de los ojos, o quizá fuera
polvo, y me sentía mareado. La puerta del quirófano yacía en
el suelo y un viento gélido se colaba por las ventanas
destrozadas, haciendo ondear los harapos de las cortinas que
Zulai había hecho para nosotros.

Miré a mi alrededor buscando a las enfermeras y al médico:


sólo vi una enfermera que yacía inconsciente en un
rincón. Luché por permanecer de pie y corrí hacia ella,
sintiendo bajo los pies el crujido de los cristales rotos. Coloqué
los pulgares en la cavidad situada detrás de sus orejas y
presioné hacia abajo: sus ojos se abrieron al instante.
Entonces coloqué mi pulgar y mi índice a cada lado de sus
cejas justo por encima de la nariz y apliqué presión. Había
aprendido los puntos de presión de la acupuntura con un libro
de medicina china y solía utilizarlos cuando alguien se
desmayaba en la mesa de operaciones. Una vez despierta la
ayudé a ponerse en pie y salimos juntos al pasillo,
apoyándonos en la pared para mantener el equilibrio. La otra
enfermera y el médico, sanos y salvos, habían partido
hacia Urús-Martán en busca de un poco de seguridad.

—¿Hay alguien? —grité. Al otro lado del edificio oí más


gritos—. ¿Hay alguien? —repetí. Nadie me respondió; sólo se
oía el sonido del yeso que caía y el tableteo de disparos
lejanos. Me sentía tan desorientado como en una pesadilla,
pensando que iba a despertarme de un momento a otro. Me
tambaleé hasta la ventana que daba al patio y miré hacia
afuera. Debajo vi a dos hombres que sacaban a alguien de un
coche y lo metían en el hospital.

-¿Dónde está Khassan? -oí gritar.

Avancé como pude por el corredor, pasando por encima de


pilas de cascotes y cristales rotos, doblé la esquina y allí, en
el suelo, vi tumbados a unos cuantos heridos; regueros de
sangre corrían entre los cristales rotos y el yeso del suelo.

-Doctor, ¿puede ayudarnos? -gritó una mujer.

Miré a los heridos: debía haber unos siete u ocho. Había


tratado cientos de urgencias pero siempre con ayuda y jamás
todas al mismo tiempo, como era ahora el caso. El miedo se
apoderó de mí. Sentí como se me cerraba el pecho y se me
cortaba el aliento. No sabía qué hacer. Era como si se me
hubiera olvidado todo lo que había aprendido durante la
carrera, como si nunca hubiera visto antes una persona
herida. Me sentía absolutamente confundido: no sabía por
dónde empezar ni a quién atender primero. Pensé que, en
cualquier momento, el hospital podía recibir otro impacto. Lo
que quería era taparme los oídos con las manos para sofocar
los gruñidos de dolor y los gemidos y salir corriendo de allí.
Khassan, estás perdiendo el control, me dije. Inspiré
profundamente; tenía que recuperar el ánimo. No podía
marcharme. Los heridos esperaban que hiciera algo. Me
tambaleé hasta una esquina y busqué frenéticamente entre los
cascotes para dar con los torniquetes de goma. “Primero,
identifica las heridas más graves, luego detén la hemorragia”.
Poco a poco recuperé el control.

Durante las siguientes siete horas amputé miembros, extraje


fragmentos de metralla y cosí cortes. Resultó que era el
único con formación médica que quedaba en el hospital: todos
los demás habían huido. El hospital había quedado inutilizado.
El trabajo de la gente del pueblo destruido en segundos.
Sólo había funcionado tres semanas; la bandera blanca con la
cruz roja, bordada por Zulai, estaba hecha pedazos bajo los
escombros. Así se respetaba la Convención de Ginebra. Todo
lo que la bandera había conseguido era indicarles a los rusos
donde debían bombardear. Por lo demás, lo único que yo podía
hacer era estabilizar a los heridos para que sus parientes o
amigos los pudieran transportar al hospital de Urús-Martán.
Al resto de los pacientes me los llevé a casa.

ALJAN-KALA SUFRÍA ahora constantes ataques. Me las


arreglé para persuadir a mis padres de que se reunieran con
el resto de la familia en Urús-Martán prometiéndoles que
cuidaría el ganado. Un amasijo de coches, carros, tractores,
autobuses y camiones atestaba la carretera que salía del
pueblo. Las mujeres y los niños chillaban de miedo por los
obuses que la artillería rusa de largo alcance dejaba caer
sobre ellos. Los heridos y los muertos eran depositados a un
lado del camino. A la entrada de Urús-Martán los habitantes
del pueblo salieron a recibir a los refugiados y se los llevaron a
sus casas. Esa noche hice otros seis viajes a Urús-Martán,
transportando niños y heridos. Al día siguiente sólo quedaban
ancianos en Aljan-Kala, de los cuales dos eran mujeres, y cien
combatientes voluntarios que se quedaron para defender el
pueblo.

Después del daño ocasionado al hospital, trasladé todos los


servicios médicos a mi casa. Recibía a los heridos en el patio
y llevaba a cabo las operaciones en el vestíbulo de entrada
revestido de madera del piso bajo. En mayo de 1993, cuando
había empezado a construir la casa, los vecinos se burlaron de
los dieciocho camiones de tierra que había sacado para
construir una gran planta baja, cruce de sótano y almacén. La
casa quedó ter minada en 1994. Dos puertas de hierro
encastradas en el suelo de cemento de la terraza de verano
daban acceso al sótano. Coloqué literas de tres pisos contra
los muros del bajo y dispuse tablones sobre el suelo de
cemento para que sirvieran como lechos. Como Nana, Malika
y las demás mujeres faltaban, necesitaba a alguien que
prepara la comida de mis pacientes. Addi, un cámara de
cuarenta años de la emisora local de televisión, se presentó
voluntario.

Addi fue una enorme ayuda: preparaba caldos de carne para


los heridos en un gran caldero de aluminio que emplazaba
fuera, en el patio. También horneaba pan en el horno de tierra
de mi madre, parecido a un tandoor. Además de Addi, tres
chicos de un pueblo próximo se encargaban de cambiar
apósitos, pasar las cuñas, distribuir sopa y agua, y ayudar a
que los pacientes cambiaran de postura para evitar las llagas
de encarnamiento. A ciertos pacientes había que darles la
vuelta dos o tres veces al día. El fuego pesado de artillería era
incesante y los francotiradores barrían el pueblo desde las
colinas próximas. Por las noches me ponía un uniforme blanco
de camuflaje y salía a la nieve con los ancianos -entre ellos
Hasilbek, el amigo de la familia-, para buscar a los heridos.
Recogíamos también a los muertos y los enterrábamos
provisionalmente hasta que sus parientes pudieran darles un
funeral adecuado.

Y no sólo enterrábamos chechenos. Un día que estaba en el


ático de mi casa observé algo que si no hubiera visto con
mis propios ojos nunca hubiera creído. A través de los
prismáticos vi a hombres que corrían en todas direcciones, y
un helicóptero que disparaba sus ametralladoras por encima
de ellos. Al principio pensé que eran chechenos, pero al mirar
más atentamente vi que llevaban botas y túnicas de soldado
rusas. Se trataba de oficiales rusos disparando contra sus
propios hombres, probablemente porque eran reclutas a
quienes les aterrorizaba entrar en Grozni, donde nuestros
combatientes les esperaban.

Pocos días después, en las afueras del pueblo, cerca de una


casa destrozada por las bombas, encontramos perros que
devoraban cadáveres. El hedor me revolvió el estómago y
sentí náuseas. Si no hubiera sido por las chapas de
identificación no hubiéramos sabido que se trataba de
soldados rusos, porque los cuerpos estaban muy mutilados.
Envolvimos los restos en mantas y los enterramos. Hasilbek
movió la cabeza con expresión de repugnancia.

-¿Qué clase de personas son los rusos? -dijo mientras


lanzábamos paletadas de tierra sobre los restos—. Ni siquiera
se molestan en buscar y enterrar a sus muertos.

Posteriormente nos pusimos en contacto con el Comité de


Madres de Soldados, una organización con base en Moscú,
a fin de comunicarles estas muertes y proponerles que
enviaran a alguien para hacerse cargo de los restos. Con el
paso del tiempo estas valerosas madres viajaron hasta
Chechenia y cruzaron la frontera, con la ayuda de madres
chechenas, en busca de sus hijos o lo que quedara de ellos.

EL 30 DE ENERO mi casa fue alcanzada por un misil a las


tres de la tarde. Yo estaba fuera, de pie, hablando con unos
vecinos, cuando oí el sonido lejano de un helicóptero ruso.
Aparentemente los rusos habían averiguado que estaba
tratando a combatientes chechenos. Había advertido a
menudo a la gente que no entrara en grupos en mi casa,
porque los rusos podían verlos a través de los prismáticos o de
los instrumentos de visión nocturna, pero no solían hacerme
caso. En ese momento yo tenía treinta y dos heridos en el
sótano y otros ocho tendidos fuera, envueltos en mantas y
tumbados sobre camastros, en la terraza de verano. Algo me
dijo que el helicóptero tenía mi casa como blanco: con el paso
de las semanas, había desarrollado un sexto sentido, casi
como si pudiera adivinar las intenciones del piloto. Había
observado que el instinto de supervivencia de la gente, como
el de los animales, se agudiza en condiciones extremas; lo
llamaba la perestroika del organismo. Era parecido a
participar en una competición de judo. Podía decir
instintivamente qué movimiento iba a realizar mi oponente.

El ruido del motor, débil al principio, aumentaba rápidamente.


Ahora se divisaba el helicóptero. Unos segundos después vi
como se elevaba su cola, indicando el comienzo de un picado
de ataque.

—¡Al sótano! -grité.


Los vecinos entraron a toda prisa: yo siempre mantenía
abierta una de las dos puertas de hierro que llevaban al
sótano y literalmente bajé de golpe los diez escalones,
zambulléndome de cabeza. El impacto del misil contra la casa
fue como oír un trueno descomunal por encima de nuestras
cabezas; la onda expansiva lanzó a la gente contra las
paredes. Sentí que mi cabeza golpeaba el cemento; durante
varios minutos yací inconsciente. El techo reforzado que
teníamos sobre nuestras cabezas se agrietó al caer sobre él la
casa, envolviéndonos en polvo de ladrillo que se nos metió en
el pelo, en las fosas nasales y entre los dientes. El techo
aguantó, gracias a las vigas de acero reforzado, pero nos
quedamos atrapados en el sótano. La oscuridad era absoluta.
Parecía el interior de un ataúd gigante. Sabíamos que en tanto
en cuanto hubiera luz nadie osaría salir por miedo a la vuelta
del helicóptero. Resultaba indudable que el impacto directo
había matado a los pacientes que ocupaban la terraza de
verano. Muchas horas después, de noche cerrada, unos
cuarenta combatientes voluntarios empezaron a cavar para
rescatamos. Salimos a la superficie a las dos de la madrugada
como mineros de una mina, con los rostros cubiertos de polvo
rojo. Todo el mundo me miró de reojo para ver
cómo reaccionaba ante la destrucción de mi casa. Mis
pertenencias estaban diseminadas por la calle como basura
arrojada a un vertedero. Me las arreglé para controlarme: dije
que lo importante era haber sobrevivido y que una casa
siempre puede reconstruirse, pero por dentro me quemaba la
ira. Acababa de terminar la casa. La hermosa puerta de
hierro forjado, que había ordenado hacer especialmente,
estaba ahora en el tejado de la pequeña casa de mis padres
situada junto a la mía; los libros médicos que había reunido a
lo largo de los años yacían entre los escombros.

En dos ocasiones durante los combates mi casa fue alcanzada


y por fin, destruida por las bombas.

Amigos y vecinos, incluido Alí, el hijo de quince años de mi


hermana Raya, me ayudaron a ordenar lo que había
quedado de la casa. Rescaté unos cuantos libros y los cubrí
con un trozo de plástico. Después, cuando aún no había
amanecido, metimos a los heridos en coches con la ayuda de
voluntarios y los llevamos a Urús-Martán. Antes de
marcharme solté a Tarzán. Si yo no estaba, tendría que
buscarse la vida como todos los demás perros que vagaban
por las calles. Mientras salíamos de Aljan-Kala en completa
oscuridad, zigzagueando para evitar los cráteres de las
bombas en la carretera y con el sonido de las explosiones de
fondo, me pregunté cómo le comunicaría la destrucción de la
casa al resto de la familia. Dada se lo tomaría con filosofía: en
primer lugar, no había querido que la construyera; decía que
estaba destinada a ser destruida. Nana, por otra parte, se
quedaría horrorizada.

Parecía que nosotros, los chechenos, derrochábamos energía


construyendo casas y vidas sólo para verlas devastadas y
tener que recomenzar a construirlas de nuevo.

Capítulo 7 - Cie lo e infie rno

No ME QUEDÉ mucho tiempo en Urús-Martán. A principios


de febrero me marché a Atagui, un distrito que se encuentra a
unos veinticinco kilómetros al sureste de Aljan-Kala, y
comencé a trabajar en el hospital regional. Varios doctores y
enfermeras con los que había trabajado en Grozni ya estaban
allí. Por las noches me quedaba con un amigo o iba a ver a mi
familia a Urús-Martán, que estaba relativamente cerca yendo
hacia el oeste.

Aunque los rusos habían ocupado la mayor parte de Grozni,


los combatientes chechenos continuaban penetrando en las
líneas rusas, realizando ataques y desapareciendo. Los rusos
contestaban con artillería pesada y bombas. Oí decir que, en
una sola hora, había habido 100 explosiones en Grozni, el
mayor bombardeo visto desde la segunda guerra Mundial.
Aún quedaban allí al menos 100.000 civiles, atrapados en
refugios subterráneos o agonizando entre los escombros de
sus casas. Cada día decenas de heridos eran transportados a
Atagui. Nunca había visto nada parecido a sus terribles
heridas internas (intestinos desgarrados, hígados, riñones y
órganos sexuales reducidos a carne triturada) causadas por
las letales bombas de fragmentación. Lanzadas con
paracaídas que disminuían su velocidad de bajada, dichas
bombas se dividían en el aire en decenas de bombas más
pequeñas que se dispersaban a mayor distancia y explotaban
al chocar contra el suelo, esparciendo fragmentos de metal.

Diseñada para causar el mayor número posible de bajas entre


la infantería, en espacios abiertos, esta arma inhumana
acababa destrozando los cuerpos de cientos de civiles.

Al principio de la guerra solía llevar un chaleco antibalas


aunque, si usabas cualquier tipo de protección, los
guardias rusos de los puestos de control podían pensar que
eras un combatiente. Una noche, al pasar sigilosamente el río
Sunzha, tuve que quitármelo; viendo cómo se hundía en el
agua recordé cómo me había salvado la vida una vez cuando
la onda expansiva de una explosión me lanzó contra un muro;
permanecí inconsciente durante tres o cuatro minutos. Por la
tarde, cuando me desnudé, advertí que el chaleco estaba
plagado de fragmentos de metal.

También había soldados rusos entre los heridos que llegaban al


hospital de Atagui. Algunos eran llevados por
combatientes chechenos y otros por los mismos rusos cuando
no encontraban su propio hospital de campaña. Nunca se nos
ocurrió, a ninguno de nosotros, no curarles porque fueran
nuestros “enemigos”. Atendíamos a cualquiera que necesitara
ayuda, sin importarnos quién fuera.

Recuerdo al primer soldado ruso que traté: un muchacho alto


y delgado, de pelo rubio, con la ropa mugrienta; olía
terriblemente mal y estaba infestado de chinches. No
sabíamos si se quejaba porque tenía miedo de nosotros o por
el dolor que le causaban las heridas de metralla cercanas a su
columna. Después de atiborrarle de calmantes, extraerle la
metralla, vendarlo y llevarlo al pabellón del hospital, se
tranquilizó por fin. Más tarde, cuando pasé por el pabellón,
escuché que él y el soldado checheno de la cama contigua
hablaban de sus respectivas heridas. Se estaban riendo. No
hay nada peor que esta clase de guerra, esta guerra en la que
personas que han vivido durante mucho tiempo en la misma
sociedad, que han crecido en ella para conocerse, gustarse
incluso, y que hablan el mismo idioma, acaban en bandos
opuestos tratando de matarse.

La madre del combatiente checheno que iba a cuidar a su hijo,


también alimentó y llevó ropa limpia al soldado ruso. Después
comunicó el nombre del joven al consejo de ancianos y ellos
intentaron contactar con sus familiares en Rusia, para que
fueran a buscarle. Pocos días más tarde un reportaje de
la televisión rusa hablaba de la crueldad con la que,
supuestamente, los chechenos trataban a los prisioneros rusos.

Para mí era muy difícil ver a esos patéticos jóvenes como a


mis enemigos. Nuestras mujeres decían que esos muchachos
no debían estar alejados de sus madres. Antes de luchar en
Chechenia, la mayor parte de ellos no había empuñado nunca
un arma. Estaban mal alimentados y mendigaban comida a
los aldeanos. Los ancianos decían que darles de comer estaba
bien siempre que no fueran kontraktniki, fuerzas especiales
que firmaban un contrato para servir al ejército durante un
número determinado de años y que eran, en su mayoría,
convictos excarcelados para luchar en Chechenia. Los
kontraktniki, que vestían camisetas negras sin mangas y
alardeaban de sus tatuajes, habían perdido cualquier vestigio
de humanidad. Para ellos Chechenia era una oportunidad para
saquear y violar. No vi muchos en el hospital porque nuestros
combatientes solían matarlos en cuanto tenían ocasión.

Siempre que atendía a algún soldado ruso en Atagui, en Urús-


Martán o en cualquier otro lugar, sabía que su presencia era
un riesgo para el hospital, así que me deshacía de él lo
antes posible. Las familias de la localidad que habían perdido
algún familiar solían ser muy agresivas y clamaban venganza
contra los rusos. Si los soldados heridos eran llevados al
hospital por combatientes chechenos, les rogábamos que los
trasladaran a sus casas como prisioneros. Cuando eran los
propios rusos quienes los traían y las heridas no eran
demasiado graves, les pedíamos que esperaran en la calle.
Entonces mandábamos fuera a los guardias del hospital para
asegurarnos de que nadie les disparara mientras esperaban. A
veces, para garantizar la seguridad de los soldados rusos, yo
mismo me sentaba con mi bata blanca en el blindado para
transporte de tropas y los acompañaba hasta salir del pueblo.
Algunas personas que me vieron sentado en el vehículo ruso
llegaron a la conclusión de que era un traidor al servicio de las
fuerzas federales.

Nueve días después de empezar mi trabajo en Atagui, el


hospital fue alcanzado por un misil de penetración. Estábamos
operando en el sótano, al cual habíamos trasladado todos
los pacientes al comenzar los bombardeos pocos días antes.
En aquel momento yo extraía metralla de la espalda de un
muchacho. Los recuerdos que me quedan del ataque son muy
vagos. Recuerdo que estaba preocupado porque un fragmento
de metal, peligrosamente cerca de su columna, podía
desplazarse, lesionar un nervio y dejarle paralítico. Entonces
ocurrió la tremenda explosión y todo se volvió negro. Cuando
recuperé el sentido me las arreglé para sacar a cuatro
pacientes y dejarlos fuera, en colchones, sobre la nieve. Creo
que aún vivían, pero no lo recuerdo bien. Después escuché
que alguien gritaba que yo también estaba herido.

-No, es sangre de los pacientes -dije. No sentía nada. Al mirar


hacia abajo, vi que me escurría sangre de los
pantalones, formando un charco en el suelo. Perdí el
conocimiento. Supe después que me habían llevado a un
hospital de Jasaviurt, en Daguestán, donde permanecí en
coma durante cuatro días. Ocho internos del hospital murieron
en el ataque, incluyendo tres médicos y una enfermera.

Durante el coma tuve una experiencia extraña y maravillosa.


Me parecía flotar sobre mi propio cuerpo, sin que la fuerza
de gravedad me afectara. Esa sensación de incorporeidad fue
un verdadero alivio. Me sentía eufórico. Miré hacia abajo y
observé mi cuerpo yaciendo sobre una camilla en la nieve,
cerca de un edificio. Un hospital, pensé. No tenía ni idea de
dónde estaba ni me importaba. ¿Por qué acarreaban aquel
pesado cuerpo de acá para allá? Contemplaba desde arriba
cómo las enfermeras y los médicos me quitaban la camisa y
examinaban el tajo que la metralla me había abierto en el
costado. De pronto sentí como si me deslizara por un túnel a
gran velocidad; la negrura era absoluta. Entonces apareció
ante mí un paisaje bellísimo. La gente vino a mi encuentro,
gente que no conocía. Parecían ser de diferentes
nacionalidades y hablaban entre sí amistosamente. Entre ellos
paseaban leones y tigres con beatíficas expresiones en los
rostros. No tengo palabras para describir la belleza de
aquellos jardines plagados de flores y frutas: había llegado al
Cielo.

En ese momento escuché voces, voces que no eran humanas,


y sentí que mi cuerpo era arrastrado hacia atrás. No quería
irme. Traté de resistir pero no tuve fuerzas. Cuando abrí
los ojos, vi enfermeras y médicos inclinados sobre los
pacientes de otras camas. Estaba en una unidad de cuidados
intensivos. Uno de los médicos me examinó y dijo:

-Esto no es un hombre; esto es una máquina.

Otra voz añadió:

—Cualquier otro ya hubiera muerto.

Me di cuenta de que había estado a punto de morir, pero


saberlo no pareció afectarme en absoluto. Lo más extraño
era que ya no tenía miedo a la muerte. Sabía cómo era el
Cielo. Envié unas letras a Malika para decirle que estaba
fuera de peligro; fue la única persona de mi familia a la que
comuniqué mi ingreso en el hospital. Le hice prometer que no
diría nada a mis padres ni a Zara. Los médicos querían
retenerme; sin embargo, en cuanto pude caminar, me fui del
hospital sin decírselo. Sabía que recuperarse de una
conmoción llevaba tiempo pero debía volver al trabajo. Al
principio tuve problemas de memoria. Antes de aquello retenía
números de teléfono con facilidad y recitaba poesía mientras
operaba. Después, a veces, me costaba encontrar la palabra
adecuada. A pesar de todo, estaba convencido de que Alá me
había salvado para que continuara cuidando a mi gente y de
que, con el tiempo, mi memoria volvería a ser la de antes.
Al dejar Jasaviurt visité brevemente nuestra casa de Aljan-

Kala. Encontré a Tarzán descontrolado. Había matado incluso


algunas de las gallinas de nuestros vecinos y había llenado
nuestro pado de plumas y huesos. Lo llevé casi a la fuerza a
un mercado de las afueras y pregunté si alguien lo quería.
Encontré un voluntario de inmediato. Sentí tener que dejar a
Tarzán con un extraño, pero no tenía tiempo para adiestrarlo y
los vecinos se quejaban. El hombre me prometió cuidarlo y
quitarle sus malos hábitos.

En aquel momento muchos de los hospitales de Chechenia


estaban cerrados, así que yo iba de pueblo en pueblo,
tratando a los pacientes en sus propias casas. Operé sobre
mesas de cocina, sobre camas, sobre el suelo y en los
sótanos. Después de un bombardeo, la gente me buscaba por
las calles, rogándome que fuera con ellos para salvar a sus
parientes, como ocurrió con una muchacha de quince años
herida en la espalda por la metralla. Yacía en un catre, en la
cocina, con la ropa adherida al cuerpo por la sangre.

-¡Rápido! ¡Quítele el vestido! —ordené a la madre.

—¡No! ¡No! -gritó la muchacha, aferrando la parte delantera


de su traje.

-Es un médico -dijo su madre mientras le quitaba las prendas


empapadas en sangre.

Giré a la chica sobre un costado y vi el corte de su espalda.


La sangre brotaba con pulsaciones rítmicas. Supe que, si no
íbamos pronto a un hospital y le hacíamos una transfusión,
moriría. Después, en el hospital de Urús-Martán, el cirujano le
quitó una parte del pulmón destruida por la metralla.

A menudo viajaba a aldeas de las montañas a las que no


llegaban las carreteras. Debía bajar del coche y continuar a
pie hasta la casa del paciente. Uno de aquellos pacientes fue
un joven herido en la cabeza por un francotirador. Durante
veinticuatro horas había yacido inconsciente en casa de sus
padres.

-¡Por favor, ayúdele! —me rogó su tío. Me había sacado de la


casa de una aldea cercana, donde había estado cambiando
las vendas al muñón de una pierna amputada-. Es hijo único.

Aquella noche recorrí como pude casi ocho kilómetros, a lo


largo de una estrecha senda montañosa, cargando con mi
instrumental. El cielo estaba negro, así que el tío del
muchacho caminaba delante de mí con una linterna. El chico
estaba tumbado en un jergón de madera en la habitación
principal de la casa. Una parte de su cerebro asomaba, como
gelatina gris, por una herida en el lado izquierdo de la cabeza.
Respiraba ruidosamente. Con sólo mirarle, deduje que la
sangre se había acumulado dentro de la dura, la membrana
que envuelve el sistema nervioso central, causando una seria
hinchazón dentro del cráneo. Me volví hacia los padres que
esperaban junto al jergón con tal expresión de agonía en los
ojos que fui incapaz de sostener la mirada de la madre.

-Sólo la providencia puede salvar a su hijo, pero, si ustedes


quieren, haré todo lo que esté en mis manos -dije. Ellos
asintieron.
Inyecté un calmante al muchacho en la coronilla, realicé una
incisión y retiré un pequeño colgajo de piel. Un pariente
le sujetó la cabeza mientras yo le hacía un agujero de dos
centímetros y medio de diámetro en el cráneo a cierta
distancia de la herida y lo ensanchaba cuidadosamente con
unas tijeras. Lavé la incisión. Tenía que perforar con una
broca de carpintero, así que fui muy despacio para no
profundizar demasiado. Entonces escuchamos un gorgoteo,
como de agua bajando por un desagüe. Un chorro de líquido
mezclado con sangre salió disparado, aliviando la presión
intracraneal. Mientras exploraba la herida para extraer las
piezas de metralla el cerebro comenzó a palpitar y la sangre
salió a borbotones. No había esperanzas. El muchacho había
yacido allí durante más de un día con el cerebro presionado
contra el cráneo, lo que había dañado centros nerviosos
vitales. Levanté sus párpados y observé la dilatación de las
pupilas: significaba que la muerte estaba cerca. A las cuatro
de la madrugada certifiqué su defunción. Los padres lavaron
el cuerpo y lo prepararon para el entierro musulmán.

Me despedí y bajé de la montaña. Cuando entré en el coche el


sol empezaba a salir, tiñendo el cielo de color naranja.
Otro día, pensé.

NO SÉ QUÉ me hizo ir a Grozni una mañana de marzo. La


estupidez, probablemente. Pero había escuchado historias
tan terribles sobre los civiles heridos en la capital que quería
verlo por mí mismo. Aquella mañana la primavera estaba en
el aire. Quizá fuera aquel cielo tan claro y tan azul, después
de tantos días fríos y húmedos, y aquel sol que resplandecía
sobre la nieve los que hicieron que me sintiera protegido. No
le dije a nadie adonde me dirigía porque sabía lo peligroso que
era. Aunque tenía un documento de los mandos militares
rusos certificando que era médico y que se me debía permitir
el paso por toda Chechenia, sabía que ningún papel podía
protegerme de algún soldado ruso descontrolado, cuyo mejor
amigo había muerto a causa de una granada chechena.

Camino de Grozni, tuve que esquivar los cráteres dejados por


las bombas y las rodadas de los tanques rusos; con el deshielo,
las huellas se habían llenado de lodo. A ambos lados de la
carretera se veían montículos de tierra fresca recién
excavada: eran sepulturas recientes. En cada túmulo alguien
había colocado un símbolo provisional: una pieza de madera en
los chechenos o una cruz en los rusos. En cada símbolo
estaba grabado el nombre de la víctima, si era conocido, y una
descripción de la ropa que llevaba en el momento de su
muerte: pantalones deportivos azul marino, botas marrones,
abrigo negro, vestido de flores... cualquier cosa que sirviera
para identificar el cuerpo. Los locutores rusos afirmaban que
las personas muertas a lo largo de la carretera eran
guerrilleros, pero la mayoría no eran más que civiles que
intentaban huir de la ciudad. Aquella mañana una anciana
rusa se arrodilló frente a dos palos en forma de cruz clavados
en la tierra. ¿Qué buscaba? ¿Un hijo, un marido, una hija?
Cada vez que se identificaba un cuerpo se le comunicaba a
los parientes y el cadáver se desenterraba para darle
una sepultura digna. Si al desenterrarlo resultaba que no se
trataba del familiar en cuestión, se hacía circular la
descripción del cadáver. Aún así, mucha gente desaparecía
sin dejar rastro.

Hacia las diez de la mañana llegué al primer puesto de control


instalado por los rusos en el asentamiento de Chemorech’ie.
Los puestos estaban enclavados a intervalos de ochocientos
metros a lo largo de las carreteras principales. Bloques de
cemento y sacos terreros fortificaban los
búnkeres, guarnecidos por una treintena de hombres. El suelo
estaba plagado de cartuchos vacíos y proyectiles sin explotar.
Normalmente no tenía problemas con los reclutas rusos
cuando hacía mis visitas médicas en coche: aceptaban que era
médico y, si además les daba unos cigarrillos -que llevaba a tal
efecto- me franqueaban el paso. Era con los kontraktniki
con quienes debía tener cuidado.

Pasé los cuatro primeros controles sin problemas. En el


quinto, a un kilómetro y medio de la plaza Minutka, en el
centro de Grozni, varios soldados desnudos de cintura para
arriba holgazaneaban sobre un sofá al lado del búnker,
disfrutando del cálido sol. Supuse que le habrían requisado el
sofá a alguna familia chechena; estaba tapizado con cuero de
buena calidad. Cuando paré el coche un soldado, un hombre
robusto de unos cuarenta años, se me acercó lentamente.
Vestía el uniforme de las spetsnaz, las fuerzas especiales
rusas y llevaba un fusil automático. Granadas y munición
festoneaban su pedio. Bajé la ventanilla. Un individuo
peligroso, pensé: hagas lo que hagas, no le lleves la contraria.

—Salga del coche -ladró.

Salí del coche y le di mis papeles.

—¿Para qué viene a Grozni?

-Han pedido médicos por la radio.


Su mirada cayó sobre mi llavero, del que colgaba una figurita
japonesa vestida con chaqueta y pantalones blancos.

—¿Así que practica taekwondo? —preguntó.

-No, judo.

—Lo mío es el taekwondo. Podemos combatir —dijo


bromeando.

Olí el licor en su aliento y supe que trataba de provocarme.

—Ya me gustaría, pero el problema es que sus amigos


apretarían el gatillo -contesté tratando de seguirle la broma.

-No, no. Ya les diré que no disparen -dijo riendo.

—Otra vez será -contesté.

—Así que ha estado allá arriba, en las montañas, curando a


los dukhi -dijo él.

Era la primera vez que oía esa palabra rusa utilizada para
referirse a los combatientes chechenos. Durante la guerra
entre Rusia y Afganistán, los soldados rusos llamaban dukhi
(espíritus o fantasmas) a los muyahidines porque se
escondían, atacaban y desaparecían.

-Opero a los heridos -repliqué.

-O sea... ¿a los cheki (combatientes chechenos)?

Dos de los kontraktniki que descansaban en el sofá dejaron


sus botellas de vodka en el suelo y se acercaron con cara
de pocos amigos.

-¿Por qué hablas tanto con este tipo? -preguntó uno de ellos-,
¡Síganos!

Los tres me agarraron del brazo y me arrastraron hacia una


gran casa rodeada de un muro de ladrillo de dos metros
y medio de altura. Con sólo echar un vistazo me di cuenta de
que si entraba allí había muchas posibilidades de que no
volviera a salir. La mayor parte de los puestos de control
tenían una casa o una fosa profunda en las que metían a los
prisioneros hasta que eran trasladados a los “campos de
clasificación” de Chechenia. Se suponía que los campos de
clasificación servían para distinguir a los combatientes de los
pacíficos civiles, pero en realidad eran centros de tortura.

-Déjenme en paz. ¡Soy médico! No he entrado en combate -


protesté, tratando de liberarme.

-¡Ha estado curando dukhi\ —gritó el soldado de las spets-


naz, golpeándome la espalda con la culata del fusil—. ¡Más
rápido! ¡Adelante!

Los tres me introdujeron a empellones en la casa parcialmente


bombardeada. La entrada estaba casi a oscuras. Rayos de sol
se colaban por las grietas de las paredes y del techo. Vi que la
pared de enfrente estaba llena de agujeros de bala, manchas
de sangre y cabellos secos. El familiar olor de la
muerte flotaba en el aire. Los kontraktniki llevaban a aquella
habitación a las personas que querían torturar o matar; quizá
para vengar algún compinche muerto por los chechenos o tal
vez porque estaban completamente borrachos y querían
divertirse un poco.

-Te vamos a enseñar a operar chechenos -gritó un


kontraktniki con la cara enrojecida por el vodka,
empujándome contra la pared.

-Opero a los heridos -repetí-. Soy médico. Según las leyes


internacionales tengo derecho a atender a los heridos.

-¡Las leyes internacionales! ¿Y a quién le importan tus leyes


internacionales? -exclamó despectivamente otro
kontraktniki, escupiendo en el suelo—. Ya te enseñaremos
nosotros leyes internacionales.

—Tengo que hacer una petición -dije.

—Los bandidos siempre piden algo.

-Denme un trozo de papel para escribir mi nombre y


dirección, me lo pondré en el bolsillo. Es lo único que pido.

-No te preocupes, habrá un sitio para ti en las cloacas.

Se miraron unos a otros, riéndose.

-¡Te vamos a enseñar!

Me gritaban obscenidades. Uno de ellos dijo:

-¡Tapad los ojos del bandido y así podremos dispararle!

—¡Vamos a deshacernos de él de una vez!


Un kontraktniki trató de atar una venda sobre mis ojos, pero
me las arreglé para quitármelo de encima.

—Pueden dispararme ¡pero no cerraré los ojos! —dije.


Esperaba que fueran supersticiosos y tuvieran dudas sobre
matar a un hombre mientras los miraba.

—¡Cierra los ojos, bandido!

—¡No sois seres humanos! —grité—. Seréis castigados por


vuestra maldad. Ya lo veréis. Mis hermanos os perseguirán
para vengar mi muerte. ¡Y no cerraré los ojos!

-¡Disparad al bastardo! -comenzaron a discutir y a gritarse


entre ellos—. ¡Cubridle los ojos! ¡Disparad al bastardo!

-¡Cubridle los ojos o volverá de la tumba para atormentamos!

De repente una puerta se abrió de golpe y un mayor ruso


irrumpió en la habitación.

-¿Qué demonios pasa aquí? -gritó con la cara congestionada


por la ira.

No dejé pasar la oportunidad:

-¡Soy médico! ¿Qué ley les da derecho a dispararme por ser


cirujano y atender a los heridos?

El mayor me miró de arriba abajo e hizo callar a los otros.

-¡Dejadle en paz! —se volvió hacia mí y fue directo al grano-:


Mi mujer también es cirujano y, en nombre del respeto que
siento por la profesión, le dejo libre. Pero sea más cuidadoso
en los controles. Vuelva por donde ha venido y váyase a
su casa. ¡Márchese de una maldita vez! ¡En esta ocasión se
ha librado, pero la próxima habrá una ejecución!

Cuando volví al coche no sabía ni qué me había pasado.


Estaba como un zombi. No entendía lo que había
sucedido cinco minutos antes. Por alguna razón ignoré la
advertencia del mayor y conduje derecho a Grozni. Estaba tan
eufórico por haber escapado a la muerte que me creía
invulnerable; me sentía capaz de correr cualquier riesgo, nada
podía sucederme. Desde aquella extraña experiencia con el
Cielo que tuve en el hospital de Daguestán la muerte ya no
me daba miedo. Aunque sí me apenaba dejar huérfanos a
Maryam y a Islam, pero sabía que mi extensa familia ayudaría
a Zara a cuidarlos. Durante la guerra los niños eran
socorridos por completos extraños. Los chechenos hacían lo
que fuera para que los niños no acabaran en orfanatos.

Si lo que experimenté en Daguestán fue la llegada al paraíso


lo que vi en Grozni fue la antesala del infierno. Ante mis
ojos se extendía el reino del mal. En un control advertí un
rastro sobre el barro que conducía a una letrina hecha con
viejas lápidas robadas de un cementerio checheno, las
inscripciones en árabe aún visibles. Nubes de humo cubrían la
ciudad. Las casas habían quedado reducidas a montones de
escombros ardientes. Metal retorcido, vigas y trozos de
hormigón humeaban en las calles. Se descomponían tantos
cadáveres sobre el asfalto que los soldados de los controles
llevaban pañuelos sobre las caras para evitar el olor. Una
anciana arrastraba un carrito lleno de bolsas de plástico y
cajas. Una rata seguía su rastro.
Me detuve frente al destruido Palacio Presidencial, sintiendo
náuseas a causa del hedor, incapaz de moverme. Restos
calcinados de tanques, de blindados para transporte de tropas
y de jeeps rusos abarrotaban la calle. Bajo ellos yacían
cuerpos podridos. Esa ciudad con sus calles arboladas que
una vez fue hermosa ya no era más que una carcasa vacía...
edificios en ruinas, pisos enteros destrozados, escaleras que
no conducían a ninguna parte, troncos de árboles desgarrados,
coches y tranvías reducidos a esqueletos de metal. Manadas
de perros extraviados deambulaban por las calles, escarbando
entre los escombros, en búsqueda de carne humana.

Vi un cuerpo devorado por ellos. Todo lo que quedaba era la


parte posterior de la cabeza, cubierta por un casco. Otro había
sido comido hasta los huesos, excepto el pie calzado con una
bota. Un camión militar transportaba una carga de
huesos humanos -piernas, brazos, columnas, costillas,
calaveras- que chasqueaban siniestramente al chocar unos
con otros. Al pasar las ruedas sobre una raíz una espina
dorsal y una clavícula cayeron a la calzada, donde fueron
aplastadas por un blindado. Vi ancianas con la expresión típica
de la neurosis de guerra en los rostros, conmocionadas,
rebuscando entre los escombros cualquier cosa que alguna
vez les hubiera pertenecido. La mayor parte de los viejos de la
ciudad eran rusos y no tenían dónde ir. Vi un perro dando
saltos en el aire, aullando de dolor, mientras un soldado le
vaciaba encima el cargador de su fusil.

En el control del puente descubrí una placa sobre el suelo. La


levanté. Leí: “Nos vamos a las montañas, ¡pero
volveremos! \Allah AkhbarlLa dejé donde estaba. Vi un
francotirador ruso apuntándome con su fusil. Ni siquiera
intenté apartarme. Podría haberme matado como a un ave de
caza pero, por algún motivo, no apretó el gatillo.

La luz estaba desvaneciéndose y me dije que tenía que volver


a pasar los cinco controles antes del anochecer. Al
aproximarme al quinto, aquel en que los mercenarios quisieron
matarme, encontré unos veinte coches, conducidos por
ancianos, esperando para pasar. Los hombres jóvenes
evitaban las calles. Supuse que los viejos llevaban a las
mujeres a buscar algún pariente desaparecido o a ver si sus
casas seguían aún en pie. Entonces, de repente, me dio un
vuelco el corazón: el monstruo que quiso ejecutarme estaba de
servicio, comprobando los documentos. Se dirigía hacia mí.
Me pregunté que haría cuando me descubriera tras el volante.
Me estremecí; era demasiado tarde para dar la vuelta.

Unos pasos más... y me reconocería. Al verme, sorprendido,


tardó en reaccionar y después, cargado de odio, agitó la
culata del fusil en mi dirección y me gritó que saliera de la fila.
Mantuve la calma como pude, fingiendo que no le entendía.
Volvió a hacerme señas, esta vez con más insistencia. El
corazón me saltaba en el pecho, pero aún así no me moví.
Supuse que no dispararía frente a todos aquellos coches pero
sí que trataría de provocarme, buscando una excusa para
disparar.

—¡Muévete, zopenco! —gruñó por tercera vez justo ante mi


ventanilla-. ¡Fuera! ¡Muévete!

Giré el volante a la izquierda y me dirigí lentamente hacia


delante, despacio, muy despacio, pasando aquel
kontraktniki. Mientras enfilaba la carretera miraba más al
retrovisor y a los espejos laterales que al camino. ¿Iba a
apuntarme con el fusil? Si le veía levantar el cañón pensaba
agazaparme a la derecha, sobre el asiento del acompañante,
para tratar de esquivar el disparo.

Me echó un último vistazo; después se volvió y comenzó a


revisar documentos otra vez. Pisé el acelerador y me dirigí
a casa. Atravesé cuatro controles más, pero mis miedos se
habían desvanecido. Supe que ese día Alá estaba conmigo.
Ese día no iba a morir.

Cuando llegué a Urús-Martán le conté a mi gente los horrores


que había visto. Les afectó muchísimo. El marido de Raya,
Lecha, se puso tan nervioso que convirtió su sombrero en
un trapo informe.

-¡Estás loco! ¡Estás completamente loco! -decía una y otra


vez—. ¡Nunca le dices a nadie adonde vas! ¡Podrías haber
desaparecido y nadie se hubiera enterado!

Capítulo 8 - Jóve ne s soldados

APRINCIPIOS D E ABRIL de 1995 se escucharon tremendas


explosiones al oeste; sonaban como el retumbar de los truenos
sobre las montañas. Supuse que las aldeas de la zona estaban
siendo bombardeadas, así que me metí en el coche y me dirigí
a Samashki para atender a los heridos. En la entrada del
pueblo, los rusos hacían volver atrás a todo el mundo.
Sólo después, cuando los militares rusos levantaron el bloqueo
y dejaron entrar al personal médico en la localidad, supe lo
que había ocurrido en aquellos tres espantosos días, del 7 al 9
de abril.
Fue un baño de sangre. Los ataques rusos sobre los pueblos
chechenos solían comenzar del mismo modo: los
militares rusos acusaban a los pobladores de dar refugio a los
combatientes. Sin embargo, en la mayoría de los casos -y
Samashki no era una excepción- los ancianos del pueblo
negociaban antes con el comandante de campo checheno
para que sus tropas se fueran del lugar. En Samashki los rusos
pidieron a los ancianos que les entregaran unos sesenta y
cuatro fusiles. Los ancianos les explicaron que ellos no tenían
tales armas. Esa fue la excusa que los rusos necesitaban para
iniciar una incursión de castigo, movilizando sus carros de
combate y disparando sobre todo aquel que saliera al paso,
incluyendo ancianos, mujeres y niños. Si la gente hubiera
tenido armas hubiera abierto fuego, pero no hubo resistencia y
los soldados alcanzaron rápidamente el centro de la población.

La gente se escondió en los sótanos y los soldados tiraron


granadas en ellos; después incendiaron las casas. Llovieron
bombas. El furioso ataque duró varios días. Al finalizar, los
soldados cargaron sus camiones con los vídeos, las
televisiones, las alfombras y los muebles saqueados de las
casas que dejaban atrás.

Cuando las autoridades militares rusas retiraron el bloqueo dos


días después, entré con miembros de la Cruz Roja.
Tengo dudas sobre si debo describir las atrocidades que nos
encontramos, porque temo que la gente crea que exagero.
Decenas de cadáveres carbonizados de mujeres y niños
yacían en el patio de la mezquita, que había sido destruida. Lo
primero que me llamó la atención fue el cuerpo quemado de
un bebé, acurrucado en posición fetal. Casi no tenía carne en
los brazos y se veía el blanco de los huesos de los dedos. No
hubiera podido decir si era niño o niña. Una mujer de ojos
enloquecidos salió de una casa incendiada llevando en los
brazos un bebé muerto. Camiones con cadáveres apilados
circulaban por las calles en dirección al cementerio.

Mientras atendía a los heridos oí historias sobre jóvenes


atados y amordazados que habían sido arrastrados con
cadenas por blindados para transporte de tropas. Oí que
aviadores rusos habían arrojado prisioneros chechenos, que
gritaban aterrados, desde los helicópteros. Hubo violaciones,
pero era difícil saber cuántas porque las mujeres estaban
demasiado avergonzadas como para denunciarlas. Una
muchacha fue violada delante de su padre. Oí que unos
mercenarios se llevaron a un recién nacido y se lo tiraron unos
a otros como si fuera una pelota; después, mientras lo
echaban al aire, le dispararon hasta matarlo. Era difícil creer
lo que contaban, aunque los soldados hubieran perdido el juicio
y se hubieran vuelto perros rabiosos. Más de doscientas
personas murieron y muchas más resultaron heridas.

Al dejar el pueblo, de camino al hospital de Grozni, adelanté a


un blindado ruso para transporte de tropas; llevaba escrita la
palabra SAMASHKI con llamativas letras negras sobre
un costado. Miré por el retrovisor y para mi espanto vi una
calavera humana colocada en la parte delantera del vehículo.
Los huesos estaban blancos; alguien debía haberla hervido
para quitarle la carne. En el primer control, el blindado pasó
por delante de mí y pude ver las palabras escritas sobre el
otro lado: GENERAL YERMOLOV, en homenaje a la
crueldad con la que ese general decimonónico se había
conducido en el Cáucaso septentrional.
DURANTE AQUELLA PRIMAVERA de 1995 -marzo, abril
y mayo- los rusos siguieron avanzando en dirección sur, hacia
las estribaciones del Cáucaso. Las matanzas fueron terribles
cuando los tanques y los helicópteros rusos dirigieron sus
cañones contra carreteras, puentes, escuelas y pueblos de la
República. Con Grozni ya en manos rusas, hubo un periodo de
tregua en la lucha contra Aljan-Kala, y, en mayo, decidí llevar
allí a Dada, Nana, Malika, Razyat, Zara, Maryam e Islam
desde Urús-Mar-tán. Estaban deseando volver. Nana estaba
preocupada por el ganado y nosotros teníamos miedo de los
vándalos. Desde que mi casa fue arrasada, todos vivíamos en
la casita de mis padres, la cual compartía patio con la nuestra
y aún estaba en pie. Arreglamos rápidamente el tejado,
dañado por las explosiones.

Comencé a trabajar de nuevo en Grozni, esta vez en el


Noveno Hospital Ciudadano, ya que el Primer Hospital
estaba casi destruido. Las autoridades militares rusas me
concedieron un pase en el que constaba mi profesión de
médico, aunque ello no me garantizara que algún guardia
borracho de un control no la tomara conmigo. Cuando se me
necesitaba para una operación en particular viajaba por la
República hacia otros hospitales. Por las tardes visitaba a mis
pacientes de Aljan-Kala. Nana me repetía que era peligroso
salir por la noche debido a los francotiradores. Mi vida está en
manos de Alá, le decía yo. Tenía tanto trabajo que empecé a
enseñar a mujeres sin conocimientos médicos a cambiar
vendajes o a limpiar heridas de metralla. Si no estaba
demasiado exhausto, visitaba a mis pacientes. Al volver a
casa desde el hospital, a veces me paraba para hablar y tomar
un té con mis antiguos compañeros de colegio, Adían y
Vakha.
Un día en que paré en un control al norte de Aljan-Kala, un
soldado bajo y fornido, de pelo rubio y ojos azules, extendió
la mano en busca de mis documentos. Al hojear mi pasaporte
se paró en la última página.

—¿Krasnoiarsk? -preguntó. Su cara se iluminó con una


sonrisa mientras leía mi antiguo registro de residencia.

Le expliqué que allí había estudiado medicina.

—\Nash\ (¡De los nuestros!) -gritó a dos soldados


repantingados sobre un blindado para transporte de tropas
aparcado en medio del camino-. ¡Este tipo es de los nuestros!
\0n nashl

Los jóvenes saltaron del vehículo. El que había revisado mi


pasaporte dijo llamarse Seriozha. Me presentó a sus dos
amigos, Kostya e Iván. Era un trío de aspecto lamentable, con
gastadas botas militares y uniformes de camuflaje cubiertos
de barro y grasa. No podían tener más de dieciocho o
diecinueve años. Seriozha dijo que era de un pueblecito de la
vasta región de Krasnoiarsk, no muy alejado de la capital.
Charlamos casi media hora, recordando cosas de Siberia. Yo
guardaba muy buen recuerdo de la gente de aquella parte del
mundo; era mucho más amistosa y hospitalaria que la gente
de Moscú. Los soldados conocían incluso algunos atletas con
los que yo había entrenado.

De ahí en adelante Seriozha, Kostya e Iván siempre me


saludaban con una sonrisa, todo un cambio para las
amedrentadoras tácticas que gastaban en otros controles en
los que la humillación de civiles se consideraba un pasatiempo.
Cada vez que pasaba por su puesto de control, les llevaba un
paquete de cigarrillos, botellas de bebidas sin alcohol o un
periódico. Una vez me dijeron que si podía llevarles patatas, lo
que hice con mucho gusto. La primera vez que me pidieron
vodka se lo llevé.

—Pero no me pidáis más —dije—. Si alguna vez necesitáis


un médico, decídmelo.

Tenía la precaución de no darles nada en presencia de


oficiales o kontraktniki, aunque éstos últimos solían estar
demasiado ocupados tomando el sol detrás de los sacos
terreros como para enterarse.

Los rusos habían establecido un Gobierno títere en Grozni.


Durante el día controlaban la ciudad. Por la noche los
combatientes chechenos perpetraban ataques relámpago. El
mido de disparos era incesante.

En aquel mes de mayo, Boris Yeltsin urgió a sus generales


para que acabaran con la guerra de Chechenia. Había
invitado a Moscú, el 9 de mayo de 1995, a muchos líderes
mundiales para conmemorar el quincuagésimo aniversario de
la victoria aliada sobre las tropas nazis, y deseaba demostrar
que sus problemas chechenos habían sido resueltos. Decretó
una semana de alto el fuego que fue ignorada por los
generales en combate. Las bombas continuaron cayendo y los
heridos llegaban a los hospitales en un goteo continuo.

Un mes después, el 14 de junio de 1995, Shamil Basáyev y


sus hombres intentaron cmzar la frontera entre Chechenia
y Rusia. Motivados por las masacres de Samashki, Bamut y
otros pueblos, querían hacer algo que pusiera -según ellos- fin
a la guerra. Se dirigían a Stávropol o incluso más al interior,
pero no llegaron muy lejos. Fueron localizados cerca de la
frontera y tuvieron que volver atrás. Las fuerzas militares
rusas les persiguieron hasta Budiónnovsk, donde Basáyev
secuestró un hospital. Los rusos, tratando de hacerle salir,
abrieron fuego contra el edificio. Todos vimos el ataque ruso
por una televisión conectada a un generador japonés. El
cámara mostraba a los pacientes y a los médicos sacando
sábanas blancas por las ventanas, rogando a los rusos que
retrocedieran. Pero dentro del hospital los hombres de
Basáyev ejecutaron a cinco pilotos rusos que habían hecho
prisioneros y amenazaron con matar a más.

Finalmente, Basáyev se avino a negociar con el primer


ministro Viktor Chernomirdin y, entonces, ocurrieron muchas
cosas insólitas. Basáyev y el ministro tuvieron una
conversación telefónica que fue retransmitida en directo por la
radio nacional. Basáyev aceptó dejar el hospital si el gobierno
ruso garantizaba que él y sus hombres llegaran sanos y salvos
a Chechenia. Lo que es más importante, acordaron el alto el
fuego y comenzar las conversaciones que garantizaran el fin
de la guerra.

Basáyev y sus hombres volvieron a Chechenia, pero la lucha


continuó mientras se celebraban las conversaciones de paz.
Al llegar julio los rusos habían sufrido tal cantidad de bajas
que el coronel que dirigía el hospital militar, establecido en el
viejo hotel del aeropuerto, fue al Noveno Hospital de Grozni
para pedir ayuda. Dijo que no disponían de un cirujano
especializado en cirugía reparadora y me pidió que operara a
uno de sus oficiales, cuya cara había sido gravemente
desfigurada. Acepté ir. El hospital militar ruso disponía de
unas 100 camas. Fui recibido a la entrada por el coronel.
Mientras me acompañaba por el patio, vi los heridos tumbados
sobre el suelo, esperando. Dentro, los hombres se alineaban
en los pasillos, sobre camillas. Las salas también estaban
llenas hasta los topes, con los hombres tumbados en literas de
cuatro alturas. Al pasar entre ellos, el coronel ruso sacudió la
cabeza y se pasó la mano por la nuca con gesto de
desesperación. En el transcurso de las dos horas siguientes
me las arreglé para reconstruir los huesos del oficial, con la
ayuda de su dentista.

Después, el coronel me invitó a pasar a su despacho, donde


discutimos sobre el número de muertos y heridos de cada
bando. La conversación fue totalmente normal, aunque algo
extraña porque se suponía que estábamos en bandos
opuestos. Sin embargo, al bando al que ambos pertenecíamos,
en realidad, era al de los heridos. Más tarde llegamos a un
acuerdo con el hospital militar ruso según el cual los dos
podíamos tratar a cualquiera de los heridos del otro,
incluyendo a los civiles. Ese gesto de

civilidad entre tanta barbarie fue para mí un verdadero


consuelo.

Los dos meses siguientes pasaron sin incidencias de mayor


importancia, aunque los bombardeos continuaron. Mi ritmo de
trabajo aumentó considerablemente en el Noveno
Hospital Ciudadano. Me hacía bien volver a estar con mi
familia. Nos las arreglamos para sembrar verduras en el
jardín. Tomates y pepinos colgaban de las plantas, y los
pimientos ya estaban listos para la recolección. Otras familias
que habían huido de los bombardeos empezaban a volver a
sus casas.

Una tarde de septiembre, hacia las diez de la noche, oímos


llamar a la puerta. Estábamos bebiendo té, sentados a la
mesa de la cocina. Durante el día, Zara, Malika y Razyat
habían estado ocupadas salando y metiendo en tarros de
conserva verduras para el invierno. Los tarros, alineados en el
suelo, esperaban su traslado al sótano. El aire era frío y cada
día el sol se ponía antes, anunciando la llegada del invierno.
Nana y Zara ya habían preparado a los animales para pasar la
noche.

Pensé que la llamada era de alguien que necesitaba asistencia


médica; sin embargo, cuando abrí la puerta, vi al hijo de
diez años de nuestro vecino.

—Unos soldados preguntan por usted -dijo.

—¿Rusos? -pregunté. El asintió.

Me puse tenso y mi cerebro empezó a hacer un rápido


inventario de todo aquello que podía relacionarme con
combatientes chechenos... pero no había fusiles, ni pistolas, ni
arma alguna en la casa. Me calcé y salí a la calle. Al principio
no distinguí a los tres soldados acurrucados junto a la valla.
Cuando se aproximaron vi que eran los tres jóvenes reclutas
de Krasnoiarsk: Serioz-ha, Kostya e Iván, los que siempre me
saludaban con afecto al pasar por el control norte de Aljan-
Kala. Por la expresión de sus caras parecían muertos de
miedo. No llevaban armas ni posesión alguna. A juzgar por el
olor a sudor rancio de sus ropas no debían haberse lavado en
meses. Supuse a lo que habían venido y no me gustó.
Empezaron a hablar todos al mismo tiempo.

—No aguantamos más.

-¡Queremos irnos!

—Los kontraktniki nos pegan continuamente.

—Nos mandan a buscar vodka a cualquier hora del día o de la


noche. Nos dicen: “¡Matad para conseguirlo!”.

—No tenemos nada contra vosotros, los chechenos... No


sabemos ni por qué estamos aquí... Lo único que pasa es...

-¡Un momento! -interrumpí-. Que hable uno solo y me diga lo


que queréis.

-Ya no podemos más -dijo Seriozha, retorciéndose las manos


con nerviosismo—. Por favor, ayúdenos. Si se pone
en contacto con nuestros padres... con nuestras madres, ellas
vendrán a buscarnos.

Lo que decía sobre las madres era cierto. Yo conocía muchos


casos en los que familias chechenas habían ayudado a
desertores rusos y los habían devuelto con sus madres. Lo
que es más, los prisioneros rusos eran enviados a menudo a
casas chechenas porque no había otro sitio donde
custodiarlos. Para la mayoría de los chechenos la hospitalidad
era una tradición que obligaba a tratar a los prisioneros como
a invitados. Comían y dormían con la familia y sólo hacían
tareas ocasionales como cortar leña o reparar maquinaria
defectuosa.
Las deserciones enfurecían a los mandos militares rusos, que
intentaban lavar el cerebro a los soldados jóvenes a fuerza
de repetirles que los chechenos esclavizaban y castraban a
sus prisioneros. Si se descubría a un desertor en una casa
chechena, los propios oficiales del soldado se encargaban de
ejecutarlo y, por hospedar “prisioneros”, también disparaban
sobre los propietarios de la casa. Incluso un civil ruso podía
ser ejecutado, como ocurrió cuando un vecino de mi hermana
Raya dio refugio a un amigo ruso al que habían dejado sin
casa y sin familia. Varios soldados rusos se presentaron allí,
en un blindado para transporte de tropas, le acusaron de
traición, le golpearon y se lo llevaron. Nunca se le volvió a
ver.

—Esconder desertores es peligroso —le dije a Seriozha—.


Mañana os echarán de menos y comenzarán a buscaros. Si
creen que estáis en Aljan-Kala cerrarán el pueblo y lo
bombardearán.

—Creerán que hemos ido en dirección al asentamiento más


próximo, a la Primera Granja Lechera del Estado, hacia
Grozni -contestó Seriozha desesperado-. No se les ocurrirá
que hemos venido a Aljan-Kala porque está mucho más lejos.
Estamos aquí porque pensamos que usted podría ayudarnos.

No quería que se quedaran en la calle a la vista de todos, así


que les hice pasar al patio y les dije que esperaran. Encontré
a Dada tendido en la cama con sus muletas apuntaladas a un
lado.

-Es peligroso -dijo cuando le expliqué la situación-. ¿Dónde


van a dormir?
Malika, Razyat, Zara, los niños, mis padres y yo vivíamos
juntos en la casita de cuatro habitaciones de mis padres.

-Pondremos colchones en el vestíbulo; pueden dormir ahí -


contesté.

Dada no discutió. Todos sabíamos que si los soldados volvían


a la calle lo más probable era que los mandos militares rusos
dieran con ellos y, en consecuencia, fueran enviados a
prisión o ejecutados. Además, echar a alguien de tu casa
contravenía la hospitalidad chechena. Incluso si era tu peor
enemigo quien buscaba refugio, debías proporcionárselo. En
conciencia, no podíamos arriesgarnos a que les dispararan.
También ellos eran víctimas de la guerra.

—Podéis quedaros, pero no debéis salir nunca a la calle -les


dije-. Mi familia vive en esta casa y debéis respetar unas
normas de conducta: no fumar dentro de la casa, no beber,
no decir palabrotas ni contar chistes de mal gusto y no
acercaros a las mujeres sin poneros la camisa.

¡Qué alivio sintieron cuando les dije que se quedaran!

Zara cocinó patatas en una enorme sartén. Malika preparó


pan casero, tomates salados y pepinos. Invitamos a los
jóvenes a sentarse a la mesa. Por el modo de engullir la
comida y de tender

sus platos vacíos, quedó muy claro que llevaban días sin
comer.

Nos apresuramos a buscarles ropa limpia. Encontramos


pantalones y jerséis para todos. Las mujeres pusieron a hervir
agua en el fogón, llenaron la tina metálica que había en el
exterior de la casa y les dimos jabón desinfectante para que
eliminaran sus piojos. Pasaron gran parte de la velada
lavándose; nosotros, mientras, nos deshicimos de sus
uniformes.

Pasados algunos días, al irse relajando poco a poco, los


muchachos empezaron a comportarse tal cual eran.
Seriozha resultó el más tranquilo de los tres; pasaba la mayor
parte del día estudiando las revistas médicas de Dada. Los
otros dos, Kostya e Iván, jugaban a las cartas o al ajedrez,
hablaban y bromeaban.

Al acabar mi jornada en el hospital les llevaba cigarrillos que


ellos fumaban en el patio. Seriozha había asumido el papel
de líder, así que a él tuve que exponerle un delicado asunto
relativo al aseo. Nosotros, los chechenos, somos muy
pudorosos respecto a las necesidades higiénicas. Cuando
tenemos que ir al baño lo hacemos con la mayor discreción
posible. Las mujeres y los hombres evitan encontrarse en el
excusado exterior de la casa, situado en la parte más alejada
del patio. El nuestro tiene un sendero de cemento que
conduce a él y está embaldosado.

-Este es un hogar musulmán -le dije a Seriozha-. La limpieza


es muy importante para nosotros. Dile a los chicos que no
tiren colillas o papel higiénico usado al suelo. Os hemos dado
todo lo preciso, incluido un cubo de agua con el que podéis
lavaros.

-Lo siento -contestó Seriozha bastante avergonzado-, no


pasará más.
Era entemecedor ver cómo trataban de adaptarse a nuestras
costumbres. En vez de quedarse tendidos en los colchones
como hicieron los dos primeros días, se ponían de pie en
cuanto Dada o yo entrábamos en la habitación y se dejaban
las camisas puestas.

—Si esto sigue así, vais a convertiros en chechenos —bromeé


un día en que esperaban de pie a que Dada fuera el primero
en sentarse a la mesa.

Seriozha rió.

—Me gusta el respeto con que tratáis a vuestros padres —


dijo.

Sugirió que a él y a sus amigos les gustaría pagarnos algo;


cuando lo rechacé se dio cuenta de que su gesto podía ser
considerado como un insulto. Dijo que lo sentía, que ni
siquiera debía haberlo mencionado.

Por la noche cenamos juntos y charlamos sentados a la mesa


de la cocina. Dada habló con ellos sobre hierbas medicinales
y dietas saludables. Desde hace unos años era vegetariano.
También hizo lo que pudo para levantarles el ánimo
contándoles sus historias de guerra.

-Vosotros, muchachos, no habéis visto nada -decía-. Cuando


nosotros luchamos en la Gran Patriótica teníamos que hacer
frente a cuatrocientos o quinientos cada mañana.

A los reclutas les gustaba estar con Dada y pronto se hicieron


amigos. Le hablaban de la vida en el puesto de control, de
cómo los miembros de las fuerzas especiales y los
mercenarios les golpeaban con sus botas militares y les
arrebataban la comida para cambiarla por vodka en el pueblo;
de cómo las tropas especiales dispararon sobre un amigo de
Seriozha y culparon a los chechenos. Dijeron que nunca les
habían dicho que iban a enviarles a Chechenia y que ni
siquiera habían recibido instrucción básica.

—Nos mintieron; mintieron a nuestros padres. ¡Mintieron a


los rusos! —dijo Iván.

Yo sabía que era necesario librarnos de ellos lo antes posible.


Necesitábamos contactar con sus familias y
proporcionarles documentos falsos.

Organizar la huida de los desertores rusos era asunto de las


mujeres, que, durante la guerra, llevaban a cabo una tarea
tan dura como la de cualquier combatiente. Nos pusimos en
contacto con Markha, una mujer que residía en Aljan-Kala y
que mantenía contacto con el Comité de Madres de Soldados
de Moscú. Después de anotar los nombres y direcciones de
las familias de Seriozha, Kostya e Iván, tomó un taxi hasta la
vecina Ingushetia, a dos horas en coche. Las familias de los
reclutas tenían teléfono, así que las llamó desde la oficina de
correos de la ciudad de Nazran. Eran llamadas delicadas para
hacerlas desde un teléfono público. Más tarde Markha nos
describió las conversaciones:

-¿Son ustedes los señores tal y tal? -preguntaba.

-Sí.

-¿Tienen un hijo en Chechenia?


-Sí.

En ese momento la persona que estaba al otro lado del


teléfono se ponía en tensión, la voz se le llenaba de miedo.

-No se preocupe. Su hijo está bien. Está con nosotros.

Markha explicaba entonces que si la madre venía a


Ingushetia, se haría todo lo necesario para que pudiera
reunirse con su hijo.

Una a una, las madres rusas comenzaron a llegar. Markha las


vistió como si fueran chechenas, cubriendo sus cabezas con
el pañuelo tradicional y quitándoles el maquillaje. Después las
trajo en coche a nuestra casa. En aquellos días de la primera
guerra los soldados de los controles verificaban únicamente
los documentos de los conductores y dejaban pasar a las
mujeres. Mientras eso ocurría, Markha charlaba con la mujer
rusa en checheno (las mujeres msas no entendían checheno)
para evitar sospechas.

Un amigo mío de la oficina rusa de expedición de pasaportes


de Urús-Martán les proporcionó certificados con nombres
tártaros. En ellos constaba que residían en dicha región y
que habían perdido sus documentos en un incendio. Quise
pagar a mi amigo, pero él no quiso cobrarme nada.

Seriozha, Kostya e Iván estuvieron con nosotros más de una


semana. Todos estábamos nerviosos, rogando que llegaran
sus madres para que pudieran irse. La madre de Iván llegó un
día a las once de la mañana. Cuando volví del hospital por la
tarde Zara me contó cómo lloraban los dos al encontrarse. A
mí me sorprendía el valor de aquellas madres rusas que
viajaban a una zona de guerra sin tener ni idea de lo que les
aguardaba. Debían de estar aterrorizadas: los medios rusos
nos habían descrito como bárbaros que esclavizaban por
centenares a los soldados rusos. La madre de Iván dijo que
tuvo que pedir dinero prestado a unos parientes para pagar el
viaje.

Una vez que la madre de Iván hubo comido y descansado,


Markha les llevó de vuelta a Ingushetia en taxi. Desde
Nazran, Iván y su madre se dirigieron al Cáucaso
septentrional, a la localidad turística de Mineral’niie Vodi,
donde tomaron el tren de vuelta a Krasnoiarsk.

Dos días después, mientras yo estaba trabajando, llegó la


madre de Kostya.

Seriozha fue el último en dejarnos. Al llegar a casa encontré a


su madre sentada en el viejo diván de la cocina, entre
Malika, Razyat y Nana. Llevaba un largo vestido gris y un
pañuelo atado al estilo checheno. El ruso de Nana no era muy
bueno, así que Malika y Razyat hacían de traductoras. La
conversación era animada. Saludé a la madre de Seriozha;
ella me dio las gracias una y otra vez.

—Ni en sueños hubiera creído que los chechenos eran así -


dijo-. Cuando vuelva pienso hablarle a todo el mundo de las
madres chechenas, de lo que están haciendo para ayudarnos,
y de lo que está pasando aquí.

Yo sabía que si trataba de escribirnos o de informar a los


periódicos, el FSB interceptaría las cartas. El FSB,
Servicio Federal de Seguridad, reemplazaba al anterior
servicio secreto -el KGB- desde la caída de la Unión
Soviética.

-No comente esto con nadie ni trate de ponerse en contacto


con nosotros -le rogué-. Quizá algún día, dentro de un tiempo,
cuando todo se calme...

Cuando llegó la hora de decir adiós la madre de Seriozha


sollozó y a su hijo se le llenaron los ojos de lágrimas. Le di
un abrazo y le palmeé la espalda.

-Vuelve cuando quieras, serás nuestro invitado... pero no


traigas pistola.

Una vez que se fueron, Malika y Zara enrollaron los


colchones y los pusieron en un rincón del vestíbulo.

-Qué silenciosa está la casa -dijo Dada.

Yo estaba contento de que se hubieran marchado pero, en


efecto, la casa parecía vacía. Me he preguntado durante
años qué sería de ellos. Seriozha me dijo que, cuando saliera
del ejército, quería ser ingeniero. Dudo que haya podido
realizar su sueño: en esta guerra civil había traicionado a la
Madre Rusia. Desde el punto de vista de esa Madre había
sido un traidor. Era poco probable que le perdonara.
Capítulo 9 - Raduye v y Sasha

LA LUCHA SE PROLONGÓ hasta finales de año y continuó en


1996. Estuve recorriendo hospitales: de Urús-_* Martán, de
Atagui y el Noveno Hospital Ciudadano de

Grozni. Los heridos iban en aumento. Cuando no estaba


operando hacía visitas a domicilio. Prefería cambiar las
vendas yo mismo por si aparecían signos de gangrena. Una
piel ligeramente gris significaba que era necesario drenar el
pus y quitar la carne muerta. Algunos vendajes los cambiaba
dos veces al día. Incluso con ropa limpia, aquel olor a podrido
-como de carne demasiado expuesta al sol- permanecía
conmigo. Aunque las urgencias médicas tienen poco que ver
con la cirugía plástica, mis conocimientos en la preparación de
un paciente para ese tipo de cirugía me fueron útiles. Me
sirvieron para saber el momento preciso en que se debía
operar una herida, retirar un tejido, dejar la lesión al aire,
drenarla o vendarla.

A veces me parecía ser el muchacho de la historia holandesa


que intentaba taponar la brecha del dique con las manos,
sólo que yo trataba de contener sangre. Cuando cerraba los
ojos veía sangre goteando, chorreando, rezumando,
empapando los colchones, salpicando mi bata, formando
charcos en el suelo. Me convertí en experto en “leer” sangre.
La sangre oscura o fluida me decía que mi paciente se estaba
muriendo; la sangre que cambiaba de color indicaba
hemorragia interna o dificultad de coagulación. Era necesario
prestar atención a tales indicios porque andábamos escasos de
suministros y no abundaban los donantes de sangre o plasma.
Lo más duro era tratar las quemaduras de los niños,
especialmente cuando no había suficiente solución estéril ni
calmantes. Sus gritos de agonía cuando les quitaba las vendas
me partían el corazón, tanto como me lo partía decirle a una
madre que debía amputarle a su hijo un brazo o una pierna.
Algunas quemaduras eran tan graves que se veían los
músculos y los huesos a través de los tejidos carbonizados.
Me gustaba llevarles dulces o juguetitos a esos niños y
siempre dejaba la bata blanca en la sala de médicos porque en
cuanto veían una, empezaban a llorar. Nunca olvidaré a un
niñito de tres años que llegó con medio cuerpo abrasado.
Tenía grandes ojos grises y abundante y enmarañado cabello
negro. Casi todos los niños lloraban al verme entrar en la
habitación, porque sabían que el dolor o las molestias se
aproximaban, pero este pequeño no. Por razones que nunca
llegué a entender él sonreía y me llamaba papá.

UNA NOCHE de marzo de 1996 tuve la oportunidad de


utilizar todos mis conocimientos de cirugía plástica. Recuerdo
esa noche muy bien: conocí a un médico ruso llamado
Sasha. Mientras conducía de regreso a casa, el sol se puso
tras las montañas y oscureció rápidamente. El humo de los
depósitos de petróleo bombardeados al norte de Grozni teñía
el cielo de naranja brillante.

Al salir del coche tuve cuidado para no caer o resbalar en los


agujeros dejados por las bombas rusas. Pasé por el montón
de escombros que había sido mi casa tratando de no pensar
en el esfuerzo que me había costado construirla. Estábamos
vivos, eso era lo importante. Dos días de sol habían derretido
la nieve formando charcos de barro. El aire olía a hollín y a
vegetación podrida.
Trepando por ladrillos carbonizados y vigas caídas dejé vagar
mis pensamientos por las tareas que debía realizar al
día siguiente. Otra mina se había cobrado la pierna de un
muchacho que cuidaba las vacas y debía recordar a los
ancianos que dijeran a la gente, una vez más, que no sacaran
a pastar a sus animales fuera del pueblo. También debía
decirles a los jóvenes que no anduvieran por las calles. Los
bombardeos habían disminuido, pero aún quedaban
francotiradores rusos.

Cuando estaba a punto de abrir la puerta principal de la casa


de mis padres, advertí que había varios jeeps aparcados
enfrente, al lado de los restos de lo que había sido una
escuela. De repente, los motores se pusieron en marcha y los
faros delanteros se encendieron iluminando la calle. No podía
creer lo que veía: hombres por todas partes. Por sus
uniformes de faena caquis y sus pañuelos verdes, supe que
eran combatientes chechenos. Llevaban gran cantidad de
armas.

Uno de ellos se separó del grupo y caminó hacia mí,


levantando la mano para hacer el tradicional saludo árabe:

—Asalaam aleikum (la paz sea contigo).

Yo contesté con la réplica estándar:

—Va aleikum salaam (contigo sea también la paz).

El hombre se presentó a sí mismo como Vakha Dzhafarev,


diciendo que era el enviado de un comandante de campo.
Me indicó que subiera a uno de los jeeps, que se situó a mi
lado de repente. Estaba acostumbrado a que la gente me
parara por la calle para pedirme que fuera a curar a sus
parientes heridos, pero nunca se me había acercado tal
cantidad de hombres armados.

-¿Qué ocurre? -pregunté intrigado-. ¿Quién está herido?

-¡Por favor, venga con nosotros! -respondió-. Ya lo verá


cuando lleguemos.

Alguien importante, sin duda. Entré en casa y cogí algo de


material estándar (instrumental, vendas, una sierra manual,
viales de anestésicos e hilo quirúrgico) de mis provisiones del
dormitorio. Noté que empezaban a escasear los anestésicos.
Salí a la calle, subí al jeep y enfilamos en dirección a las
montañas, que distaban unos cincuenta kilómetros.

El conductor franqueó el precario y angosto camino


montañoso a una velocidad de vértigo con las luces apagadas
para evitar el fuego ruso.

Ni siquiera redujo la velocidad al pasar al lado de transportes


para tropas quemados o al cruzar aldeas abandonadas.
Después de semanas de bombardeos continuos apenas
quedaba nada en ellas; únicamente pilas de escombros,
animales perdidos y un puñado de ancianos que se negaban a
abandonar sus casas o las tumbas de sus antepasados. Me
volví para mirar un viejo que trataba de subir una vaca muerta
a una carreta.

Llegamos, por fin, a uno de los escondites rebeldes; resultó


ser una cámara subterránea cuya entrada estaba disimulada
con grandes ramas. Salí del jeep y seguí a Vakha; bajamos
cinco escalones provisionales que daban a un espacio
sorprendentemente grande, excavado en la roca. El aire hedía
a sudor, pólvora y humo de cigarrillo. El cielo se había
despejado; un rayo de luna entraba por una abertura del techo,
iluminando una rústica estufa. Mantas raídas colgaban de las
paredes de tierra, en un vano intento de lograr un cierto aire
de domesticidad y catres de madera se alineaban
ordenadamente a los lados del improvisado hospital.

En uno de los catres yacía una figura barbada, con la cara


cubierta de vendas ensangrentadas, respirando
trabajosamente. Por la cantidad de sangre que traspasaba la
gasa supe que su estado era crítico. Su piel tenía la
característica palidez cenicienta (color que indica la
proximidad de la muerte) que había visto tantas veces con
anterioridad. Me incliné sobre él y levanté su muñeca. Su
pulso era tan débil que ni siquiera se notaba.

—Llévenlo al centro de la cámara —ordené. Retiré los


vendajes empapados. Su cara era una masa de carne
mezclada con tierra. Después de limpiarlo lo mejor que pude
con gasa estéril le palpé la cara y la cabeza. Una bala había
entrado por el hueso de la mejilla derecha, destrozando ambos
senos nasales, el izquierdo y el derecho, y traspasando los
huesos de la nariz había salido por debajo del ojo izquierdo. La
mandíbula superior estaba rota por tres sitios y sus fragmentos
colgaban en la cavidad bucal. Los tejidos blandos estaban
desgarrados y había un gran agujero en el área comprendida
entre la mejilla derecha y el caballete de la nariz.

Me dirigí a Vakha, que estaba junto al herido.


-Tienen que afeitarle la barba -dije, señalando la masa de
enmarañado pelo largo, cubierto de sangre y fragmentos de
tejidos, que cubría la parte inferior de la cara y se extendía por
el pecho.

Vakha me miró con incredulidad y se reunió con sus hombres


en un rincón de la cámara, donde conferenciaron en voz baja
con notable agitación.

-Estamos perdiendo el tiempo -dije en voz alta.

-No podemos afeitarle -contestó Vakha separándose de los


otros y acercándose a mí.

—Si quieren que le ayude, es necesario despejarle el rostro -


repliqué-. No puedo trabajar entre esta maraña de pelo.

—¿Es que no sabe quién es? —preguntó con asombro.

Negué con la cabeza. Su cara estaba tan desfigurada que era


irreconocible.

—Es Salman Raduyev. Es nuestro líder y no podemos dejarle


sin barba.

Así que se trataba de eso. Salman Raduyev no era un simple


rebelde herido. Era uno de los más famosos comandantes
de campo chechenos, conocido por sus intempestivos
arranques. Se convirtió en una leyenda después de su ataque
contra Kiz-liar, un pueblo de Daguestán, cuando empezaban a
fracasar las conversaciones de paz entre rusos y chechenos
en febrero de 1996. Secuestró un autobús lleno de gente y un
destacamento de la policía especial rusa. Incluso la mayoría
de los chechenos pensaban que estaba loco debido a sus
atroces amenazas. Supe después que antes de trasladar a
Raduyev al escondite de las montañas sus seguidores lo
habían sacado de la sección de urgencias del hospital de
Urús-Martán, colocándole una sábana por encima y
declarando que estaba muerto. Incluso simularon un entierro
en el cementerio y erigieron una lápida con su nombre
grabado; todo para engañar a los rusos que le buscaban.

En mi opinión, para lo único que servía Raduyev era para


legitimar la propaganda rusa, que describía a los
chechenos como a terroristas que asesinaban a sangre fría.
Ahora los Federales, o Federaly, como llamábamos a las
tropas rusas, estaban tratando de capturarlo. En 1995,
después de su intento de volar una importante estación de
ferrocarril rusa, la policía arrestó a todos los hombres de
aspecto checheno que circulaban por las calles para
interrogarles. Miré al hombre que había causado tanto
sufrimiento a nuestra gente. Su respiración era
superficial. Debíamos darnos prisa.

-Me da igual quien sea este hombre, como si es Alá en


persona -dije a los hombres del otro extremo de la cámara-. Si
no le afeitan yo no puedo atenderle y, si no puedo atenderle,
morirá. Aún atendiéndole puede que muera. Y a propósito;
voy a necesitar ayuda.

Suspirando, Vakha subió las escaleras que conducían a la


salida y desapareció. Uno de los hombres encontró unas
tijeras y, con la ayuda de otros dos, comenzó a cortar
delicadamente la enmarañada barba de Raduyev. Los
mechones de pelo caían sobre el suelo de tierra formando
nudosos montones. Otro combatiente que esperaba con una
escoba en la mano empezó a barrerlos. Entonces alguien
enchufó una lámpara a un pequeño generador e iluminó al
paciente mientras yo buscaba en mi maletín los instrumentos y
el equipo quirúrgico necesarios.

Pocos minutos después Vakha reapareció con un hombre alto,


flanqueado por dos guardias armados hasta los dientes.
Su pelo rubio y sus altos pómulos indicaban que era ruso.
Llevaba un chaleco acolchado y botas militares. Me di cuenta
de que él y yo éramos los únicos hombres del refugio que no
llevábamos armas. El hombre me saludó con la cabeza y
sonrió.

—Me llamo Sasha —dijo tendiéndome la mano—. Soy


médico.

En aquel momento no tenía tiempo de averiguar qué estaba


haciendo un médico ruso en una guarida rebelde; sólo
sentía alivio por tener un ayudante. Le dije a todo el mundo
que saliera, pero cuatro de los tenientes principales de
Raduyev, incluido Vakha, se negaron. Tenían dudas respecto
al médico ruso y, evidentemente, tampoco confiaban en mí. Se
había atentado tantas veces contra la vida de Raduyev -hasta
los propios chechenos lo habían hecho- que supongo que
creían que iba a cometer un magnicidio sobre la mesa de
operaciones.

No había tiempo para tales pensamientos. El estado de


Raduyev era crítico: podía morir en cualquier momento. Su
ojo izquierdo estaba pulverizado y la mitad izquierda de su
cráneo fracturada. Esquirlas de hueso colgaban de la carne
destrozada. Sólo su ojo derecho y una pequeña parte de las
fosas nasales estaban intactos. Más tarde anoté esta
descripción: “Herida de contragolpe en la cabeza (forma
crítica), herida penetrante por arma de fuego en la cara, que
produce daños en los huesos sinusales y nasales; lesiones en
la zona lateral e inferior de la órbita izquierda; fragmentación
del malar izquierdo; múltiples fracturas maxilares; falta de
tejidos faciales blandos”.

En primer lugar le inyecté en vena una dosis de poliglukina


para aumentar el volumen de plasma y subir la presión
arterial. Después le administré un anestésico local. Sasha y yo
limpiamos la zona a operar, conteniendo la hemorragia y
mirando esperanzados si la piel de Raduyev recuperaba algo
de color. Lo siguiente que hicimos fue inmovilizar la mandíbula
superior con abrazaderas semicirculares que sujetamos con
tornillos de titanio. Para asegurar la inmovilidad de la
mandíbula, envolví cada diente con hilo dental y sujeté los hilos
a las abrazaderas. Le extraje uno de los dientes inferiores
para poder intubarle. Lavamos entonces las partes no dañadas
de ambos senos nasales y del pómulo izquierdo, y
comenzamos a reagrupar los trozos como si se tratara de un
rompecabezas, con la ayuda de las abrazaderas atornilladas.
Por último reparamos la lesión del rostro girando un trozo de
piel que colgaba de la frente, cerca del agujero.

Durante las ocho horas que duró la intervención los hombres


de Raduyev nos dieron la lata continuamente.

—¿Qué va a ser de él? -preguntaban una y otra vez-. ¿Nos


garantizan que se recuperará? Ya saben que si muere, sus
vidas corren peligro.
-Sólo Alá puede garantizar la supervivencia de alguien -
contestaba yo una y otra vez, aunque tenía el presentimiento
de que Raduyev aguantaría. Ese hombre estaba acicateado
por su inquebrantable misión de expulsar a los rusos de
Chechenia a cualquier precio. Estaba tocado pero no hundido;
no iba a rendirse, aún no. Durante la intervención Sasha y yo
apenas hablamos, pero me di cuenta de que era un buen
médico por cómo separaba diestramente los tejidos mientras
yo buscaba los vasos sanguíneos desgarrados y los unía. En
muy poco tiempo nos compenetramos como si lleváramos
años trabajando juntos. Cuando acabamos me felicitó por el
trabajo realizado.

-El sesenta por ciento del éxito de una operación depende del
ayudante -dije yo, disfrutando del sentido de camaradería que
se había desarrollado sobre la mesa de operaciones
incluso bajo aquellas circunstancias extremas. Hubiera
deseado sentarme a hablar con él, pero Vakha insistió en
devolverme inmediatamente a Aljan-Kala.

Hice ensimismado el descenso por la montaña; no podía dejar


de pensar en Sasha. Seguía viendo su rubia cabeza inclinada
sobre Raduyev, su cara de absoluta concentración. No dudó ni
una sola vez, aunque el paciente tendido sobre la mesa era el
enemigo número uno de Rusia.

Supe después que Sasha era capitán del Cuerpo Médico Ruso
y que había sido capturado pocos meses antes. Los rebeldes
chechenos planeaban canjearlo por el hermano de
un comandante checheno de alto rango que había sido
arrestado por los rusos y encerrado en un campo de
concentración. Mientras, yo tenía mis propios planes para
Sasha. Las víctimas civiles del hospital de Urús-Martán donde
trabajaba en aquel tiempo aumentaban día a día, y yo no podía
con el trabajo a pesar de la pequeña brigada de fieles
enfermeras que se habían quedado conmigo durante la guerra.
Sabía lo mucho que podía ayudar un médico habilidoso como
él.

Presenté mi caso al comandante de campo checheno a cargo


de los prisioneros y él aceptó que Sasha me ayudara hasta
el momento del intercambio. Llegó al día siguiente
acompañado por dos guardias armados. Le di cordialmente la
bienvenida, contento de tener un colega para compartir el
trabajo y discutir los casos.

Entre las operaciones Sasha fumaba un cigarrillo tras otro en


la cocina mientras las enfermeras le mimaban llevándole té
o sopa donada por la gente del pueblo. Era un hombre guapo,
y su risa fácil y su respetuoso modo de tratar a las mujeres
potenciaban su atractivo. Si veía alguna acarreando una caja o
un saco pesados se lo quitaba inmediatamente de las manos
para llevarlo él. Dijo que vivía en San Petersburgo y que
hacía muchos meses que no veía ni su mujer ni a sus hijos.

-Tú eres nuestro “prisionero del Cáucaso” -bromeaba yo,


haciendo referencia al poema de Pushkin del mismo
nombre. Cada noche llegaban los guardias para llevarlo al
edificio donde estaba prisionero.

Un día, cuando ya llevábamos un mes trabajando juntos, me


dijo con nerviosismo que se había aceptado el
intercambio. Pocos días antes de que se realizara me tropecé
con él al salir de la cocina del hospital. Yo estaba exhausto;
acababa de operar a un chico de diecisiete años herido en la
calle mientras trataba de ayudar a su madre, destrozada por
una bomba ante sus ojos durante un ataque ruso.

Sasha estaba mortalmente pálido.

-¿Qué pasa? -le pregunté-. ¿Te ha molestado alguien?

El me tomó del brazo, me metió en la cocina y nos sentamos a


la mesa. Buscó en su bata el paquete de cigarrillos ; le
temblaban las manos.

—El hermano del comandante ha sido asesinado en el campo


de clasificación -dijo—. Ahora la familia del comandante
quiere vengarse haciendo que me maten a mí.

Era una noticia desastrosa. Las vendettas de sangre eran


habituales en Chechenia: se trataba de una forma tradicional
de justicia que se había practicado durante siglos aunque, en
tiempos de la Unión Soviética, el KGB trató de ponerles fin.
La vendetta era el método que usaba la comunidad para
combatir el delito. Por ejemplo, si un conductor borracho
mataba a alguien, se consideraba asesinato. Los parientes y
los miembros del clan del acusado le llevaban ante una
asamblea de parientes y gentes del clan del fallecido. Lo
vestían con una capa de fieltro negro y un velo le cubría la
cabeza, lo que simbolizaba su preparación para morir por lo
que había hecho. La familia podía matarlo o perdonarlo; en
este último caso se le quitaba el velo y se le dejaba libre. Sin
embargo el perdón significaba que había adquirido la
obligación de compensar a la familia. Había casos incluso en
los que el acusado debía convivir con la familia sustituyendo al
hijo muerto.

-No he perdido a mi hijo; he vuelto a encontrarlo -decía la


madre.

Las mujeres desarrollaban una importante labor en el


mantenimiento del orden. Los hombres debían acabar sus
disputas si una mujer se quitaba el pañuelo y lo tiraba al suelo
entre los contrincantes. Este gesto podía realizarse ante un
grupo convenido de familiares y ancianos involucrados, o
espontáneamente en medio de la calle, para detener una
pelea.

Todos estos rituales eran ceremonias que ayudaban a


mantener la paz con bastante eficacia. Sin embargo, el caos
económico y la guerra lo perturbaron todo, incluyendo las
tradiciones.

Participar en ceremonias y rituales era algo secundario frente


a la necesidad de sobrevivir día tras día. Los rusos habían
matado tanta gente que los chechenos sólo querían vengarse
de cualquier ruso, aunque no tuviera nada que ver con la
muerte de un familiar concreto. Éste era el caso de Sasha. Yo
estaba impresionado; no sabía qué decirle.

-Khassan, tengo mujer y tres hijos. Por favor, ayúdame -


rogó-. No pueden hacerme esto. Soy médico igual que tú.

Yo quería ayudar a Sasha pero sabía que, si lo hacía, el


comandante de campo tomaría represalias contra mi familia
y contra mí.

-Pero ¿cómo voy a ayudarte? -pregunté, sorprendido por la


angustia que expresaba mi voz—. Si te ayudara a escapar
vendrían a por mí. ¿No lo entiendes? Me matarían.

Sasha guardó silencio. No intentó discutir.

Por la noche no me lo podía quitar de la cabeza. Todo era un


sinsentido. Sasha era inocente; no había matado a nadie. Por
el contrario había ayudado a salvar vidas, muchas vidas
chechenas, de hecho.

Decidí apelar al comandante de campo y, a través de un


intermediario, argüí que Sasha era médico y que
resultaba mucho más útil para nosotros vivo que muerto
porque trabajaba conmigo en el hospital. Pero no tuve mucho
éxito. Desde el punto de vista del comandante, los rusos
habían roto el acuerdo y la muerte de Sasha era el único modo
de saldar cuentas.

El día siguiente, mientras hacía mis visitas, recibí un mensaje


del comandante. Mi petición había sido denegada. No sabía
qué hacer.

Mentí y le dije a Sasha que pensaba que todo iría bien. Él no


me creyó, por supuesto, y me pidió que llamara a su mujer
a San Petersburgo. Estuve varias horas en el locutorio
telefónico para obtener la conexión; cuando por fin tuve línea
la estática era tan fuerte que apenas pude oír la voz del otro
lado.

Mi llamada debía ser la primera noticia de Sasha que su mujer


recibía porque, cuando le dije que llamaba de su parte, se puso
histérica. No pude decirle que iba a ser ejecutado en pocos
días, pero ella presintió que estaba en peligro.

-¡Por favor, doctor, usted puede salvarle! -suplicó-. Sólo es un


médico. Por favor, tengo tres hijos. No sé cómo voy a vivir sin
él.

Una vez más me quedé sin palabras, así que le prometí que
haría todo lo posible.

Por fin tuve que admitir ante Sasha que no podía hacer nada
más. La ejecución estaba decidida. El continuó trabajando
conmigo en el hospital, pero le costaba mucho concentrarse.
Si le preguntaba algo o le pedía que me pasara un instrumento,
no daba señales de haberme oído.

Dos días después de saber que Sasha había sido condenado a


muerte una refugiada de Grozni yacía sobre la mesa de
operaciones con la mandíbula y la nariz rotas. Noté que tenía
dolores, pero no profirió una sola queja. Sasha le inyectó una
dosis de lidocaína. ¿Por qué hacía eso sabiendo que él iba a
morir?, pensé, mientras él le pasaba la jeringuilla vacía a la
enfermera. “Sólo es un médico”. Las palabras de su mujer se
repetían en mi cabeza como un eco.

De pronto, tomé una decisión (decisión que hasta el día de hoy


nadie conoce, ni siquiera mis parientes) que cuento aquí
por primera vez. En aquel momento supe que no podría vivir
con mi conciencia si no hacía todo lo posible para salvar a
Sasha.
Mis ojos se encontraron con los suyos.

-Mañana por la mañana, a las diez en punto, mi coche estará


detrás del hospital —susurré—. Métete dentro y espera.

Sasha no dijo nada; sólo se acercó y me estrechó la mano.

A la mañana siguiente el sol brillaba en el cielo. Una capa de


hielo resplandecía sobre los escombros del vecino
edificio bombardeado. Aparqué mi coche, sin cerrar las
puertas, detrás del hospital y entré en éste para dar tiempo a
Sasha de subir sin ser visto. Cuando volví al vehículo no pude
ver si estaba o no en la parte trasera, porque las ventanillas
estaban tintadas. Después de cerrar la puerta miré hacia atrás
esperando en cierto modo que no estuviera, pero allí estaba,
echado sobre el colchón que había colocado para llevar a mis
pacientes. Asintió. No hablamos. Miré nerviosamente por el
espejo retrovisor mientras ponía el coche en marcha. La única
persona a la vista era una anciana que llevaba dos cubos de
agua, una visión que los viajeros chechenos consideran
símbolo de buena suerte. “Gracias a Dios -dije para mí- los
cubos están llenos, no vacíos”.

La noche anterior había sopesado cuidadosamente mis


opciones y, por último, decidí llevar a Sasha al cuartel
general ruso, en las afueras de Aljan-Kala. Aunque sabía que
el plan era una locura, me figuré que si lo llevaba a cabo por
la mañana despertaría menos sospechas que si lo hacía por la
noche. En el primer control un joven soldado ruso me hizo
parar. Cuando frené y vio de quien se trataba, sonrió. Le di el
habitual paquete de cigarrillos y me dejó pasar. Los guardas
de los otros controles también me reconocieron, recibieron su
paquete de cigarrillos y me franquearon el paso. Detuve el
coche a unos 500 metros del puesto de guardia del cuartel
general.

-Nunca, no les digas nunca cómo has escapado -dije mirando


al frente.

-Nunca te traicionaré.

Sasha se inclinó hacia delante para estrecharme la mano.


Después salió y se encaminó a la caseta del guardia.
Mientras arrancaba, sentí una extraña mezcla de pánico y
alivio. Recé una silenciosa plegaria para que Sasha cumpliera
su promesa.

Tres días después, en medio de la noche, oí que llamaban a la


puerta. Afuera estaba negro como boca de lobo.

-Nos envía el comandante de campo -tronó una voz en la


oscuridad cuando abrí la puerta.

Un hombre con barba y uniforme de camuflaje salió de la


negrura. Otros dos hombres le flanqueaban. Yo estaba
atontado y al principio ni siquiera advertí quienes eran.
Entonces me preguntó:

-¿La matrícula de tu coche es M 0009 NM?

No contesté.

-Ayudaste a escapar al médico ruso.

—Desde luego que no.


-Hay pruebas.

Los hombres me ordenaron que les acompañara. No discutí.


No quería que mi familia se enterara de lo que estaba
ocurriendo, así que le dije a Dada que tenía que atender a
unos heridos y que probablemente pasaría fuera unos días.
Después de meterme en el jeep, me cubrieron los ojos con
una venda. Por las curvas que tomó el vehículo, supuse que
nos dirigíamos a Urús-Martán. Cuando el coche comenzó a
girar dando saltos sobre un camino de tierra intuí que nos
adentrábamos en las montañas. El jeep se detuvo. Los
hombres abrieron la puerta, me ordenaron que saliera, me
quitaron la venda y me condujeron al borde de un profundo
agujero excavado en el suelo.

-Quizá recuerdes haber ayudado al médico ruso después de


pasar unas cuantas noches ahí abajo.

El hombre señaló hacia la densa oscuridad con el cañón de su


fusil; después se inclinó, desplegó una escala fijada al borde y
me ordenó que bajara.

—Cuando confieses, te dejaremos subir -dijo.

Conté diecisiete travesaños antes de llegar al fondo. Entonces


oí el ruido chirriante de la escala al ser izada, seguido por los
golpes de tablas que caían sobre el pozo, cerrándolo. Durante
un momento me faltó la respiración; sentía una terrible
opresión en el pecho.

La oscuridad me envolvió, espesa y húmeda como niebla. Fui


capaz por fin de hacer una profunda inspiración y
me recuperé poco a poco. Extendí las manos para tocar las
paredes. Mis dedos siguieron lentamente sus contornos. La
superficie de tierra era áspera e irregular; no encontré
ningún agarradero; no había escape posible. Me dejé caer
sobre los talones, sintiendo que la humedad penetraba en mis
huesos. Me reconvine por no haberme puesto una chaqueta
más gruesa antes de salir.

El sonido apagado de un coche que arrancaba rompió el


silencio. Oí gritos. Debían haber dejado a un hombre para
vigilarme.

—¡Di dónde está Sasha! —me gritó alguien.

—¡No lo sé! —aullé.

-¡No te creemos! Confiesa y quedarás libre.

Decir la verdad era imposible; si confesaba me matarían. Lo


único que podía hacer era continuar negando que había
ayudado a Sasha. Sentí una mezcla de angustia y vergüenza;
después de todo, los que me encerraban en un agujero eran
chechenos. ¡Mi propia gente!

Las voces cesaron. Perdí el sentido del tiempo. Después


comencé a distinguir la noche del día por las voces distantes
de los muchachitos que llevaban a pastar las vacas por la
mañana y volvían por la noche.

Tres veces al día los guardias me bajaban una cantimplora con


agua, un pedazo de pan y un trozo de carne. Cuando
enfocaban sus linternas desde el borde la luz me cegaba,
provocándome un agudo dolor en las sienes. Mi retrete era un
cubo situado en un rincón que los guardias subían cuando
estaba lleno.

Sabía que mi supervivencia dependía de mantener mi mente y


mi cuerpo ocupados. Había visto prisioneros chechenos
después de su liberación de los campos de clasificación
rusos: sus músculos estaban tan atrofiados que apenas podían
tenerse en pie. Para pasar el tiempo, hice ejercicios físicos y
recé. Con el paso de los días empecé a perder la esperanza.

Lo que más me preocupaba era pensar en quién iba a cuidar


de Nana y Dada ahora que envejecían. Hussein estaba aún
en Krasnoiarsk. Si la guerra acababa, yo sería el único con
posibilidades de ganar dinero. Mi deber como hijo era cuidar
de mis padres hasta que murieran. Pensé en Zara, en Islam y
en Mar-yam; si estaba lejos mucho tiempo, mis hijos ni
siquiera me reconocerían y si no volvía nunca no tendría la
posibilidad de darles un último adiós.

También pensé en Sasha. Me pregunté si me habría


traicionado y me dije a mí mismo que si no le hubiera ayudado
no habría podido vivir tranquilo. Esperé que mi familia
fuera capaz de entenderlo si se enteraba alguna vez de lo
ocurrido.

Una vez, cuando era niño, me encontré en una oscuridad


similar a ésta; fue al entrar en las tierras altas de pastoreo
con un tío abuelo. Hubo mucha gente que no me creyó
cuando les conté lo que ocurrió aquella noche al bajar de las
montañas. Yo tenía trece años por aquel entonces, y Vosha -
que significa tío en checheno- tenía casi noventa y era más
ágil que una cabra de monte. Habíamos salido de Makazhoi a
media mañana para que las vacas y las ovejas lamieran sal en
las praderas montañosas. El sol ya estaba alto y retazos de
nubes tachonaban las cumbres. Vosha subía por el sendero a
grandes zancadas por delante de mí, con el saco de sal sobre
la espalda. Llevaba en la cabeza un sombrero de pastor de
lana de cordero. Yo estaba en buena forma física, pero nada
comparable con la resistencia de Vosha. La sal que acarreaba
en alforjas sobre el hombro me pesaba cada vez más sobre el
pecho y la espalda. Me cansé y no pude seguir su ritmo.
Llegamos a las praderas altas más o menos a las tres de la
tarde; estaban custodiadas por un pastor y varios perros
ovejeros, grandes y blancos, como Tarzán, de aspecto tan
fiero que podían atemorizar a cualquier lobo. Las laderas de
las montañas estaban en sombras y comenzaba a hacer frío.
Dejé mi carga de sal cerca de la de Vosha.

-Tengo tiempo de bajar antes de que anochezca —dije.

El miró hacia las montañas.

—¿Por qué no pasas aquí la noche conmigo y bajas por la


mañana?

—Me están esperando mis amigos. He prometido volver. Sólo


son diez kilómetros cuesta abajo: tengo tiempo de sobra.

—Bueno, pues apresúrate —dijo él—, vete antes de que


oscurezca. No te salgas del sendero y vayas a perderte. Una
vez que sea de noche, no podrás ver nada.

Partí. No tenía linterna, únicamente una caja de cerillas. El


sendero era estrecho y sentía las duras piedras en las plantas
de los pies. Después de recorrer alrededor de un kilómetro, vi
la entrada de una cueva en la ladera de la montaña. Había
oído hablar de ella a los aldeanos: decían que se trataba de un
túnel de unos quince kilómetros que cruzaba la montaña y
salía al barranco. Sentía curiosidad por verlo. Miré mi reloj. Ni
siquiera eran las cuatro, tenía tiempo de sobra.

Entré en la cueva y encendí una cerilla. Vi el túnel en el lado


opuesto y bajé por él unos cien metros hasta que se
estrechó demasiado y tuve que dar la vuelta. Había explorado
cuevas antes, así que no pasé miedo, sólo sentía curiosidad.
Cuando salí, el sol se había puesto tras las cumbres; las
laderas de las montañas estaban en sombras. Me tengo que
dar prisa, pensé. Al enfilar el sendero, me caí y me golpeé la
rodilla con una piedra. En ese momento, la oscuridad se cernió
sobre mí; una oscuridad que parece existir sólo en las
montañas, tan negra que ni siquiera ves tus propios pies.
Encendí mi última cerilla y la levanté. Aún estaba en el
sendero.

—¿Khassan, dónde estás? -llamó una voz. Me detuve y


escuché. La voz me resultó familiar, pero no pude
reconocerla-. ¿Khassan, dónde estás? Ven por aquí.

Pensé que podía ser Dada, o Hussein, que había subido para
buscarme.

-Estoy aquí, ¿Dónde estás tú? -pregunté.

—Por aquí —respondió la voz. Comencé a bajar por el


sendero.
-Khassan, por aquí -repetía.

-¿Por dónde? -grité.

-Por aquí.

Empecé a tener miedo. La voz era fantasmagórica. Entonces


recordé las habladurías de los ancianos sobre las voces que se
oían en las montañas: “Hagas lo que hagas, no sigas las voces
—advertían—. Quédate donde estés y espera hasta
que amanezca”. Los viejos decían que en las montañas
moraban espíritus malignos, espíritus que imitaban voces
familiares como señuelo para conducir a los hombres a su
muerte. Cuando escuché esas historias sobre shaitany
(satanes) monteses -los ancianos los llamaban así- no les di
ningún crédito.

¡Rezar! Eso había que hacer según los ancianos. Me dejé


caer sobre el sendero y comencé a recitar una plegaria.
Después de eso, la voz desapareció. El frío era cortante.
Plegué las rodillas contra el pecho para tratar de mantener el
calor. Pasé toda la noche acurrucado allí, oyendo los aullidos
de los lobos y los ruidos de los conejos.

Hacia las cinco de la madrugada, el sol se elevó por encima


de las montañas. Me puse en pie, helado de frío. Cuando miré
a mi izquierda, vi que estaba muy cerca del borde de una
altísima quebrada. Si hubiera dado unos pasos más, habría
caído al abismo.

ESTAR EN EL pozo era como estar en el fondo de un


barranco. Cuando por la longitud de mi barba suponía que
llevaba allí al menos una semana, un guardia desplegó la
escala y me ordenó que subiera. Al llegar arriba tuve que
cerrar los puños sobre mis ojos para protegerlos de la luz
cegadora y, aún así, sentí un terrible dolor. No podía ver. Sólo
oía las voces de los hombres.

—Los rusos mataron a mi hermano -dijo alguien con voz de


trueno.

-Yo no ayudé a escapar al médico ruso -dije mecánicamente.

—¿Por qué haces esto? -continuó la misma voz, ignorando mi


réplica-. ¿Por qué arriesgas tu vida por la de un ruso? No
es pariente tuyo. Nunca entenderá lo que estás haciendo por
él.

-No le ayudé a escapar -repetí, reuniendo las pocas fuerzas


que me quedaban. Empecé a recuperar la visión.

-Entonces, ¿por qué apelaste por su vida?

Ahora el comandante de campo rebelde estaba de pie frente a


mí, y pude oler el humo de su cigarrillo.

—Pedí que le perdonaran la vida porque necesitaba su ayuda


en el hospital —dije, y me quité las manos de los ojos.

—Lo entendería si lo hubieras hecho para salvar a un


checheno -añadió, sacudiendo la cabeza-. Di tus oraciones y
prepárate para morir.

Descendí de nuevo al pozo por la escala. Bajaron un cubo de


agua para las abluciones rituales antes del rezo y volvieron
a colocar las tablas sobre la abertura.

Después de lavarme, me arrodillé en la oscuridad y recé por


mi familia, por mis padres y hermanas, por Zara y
nuestros hijos. Perdoné a los hombres que iban a ejecutarme.
Como checheno, entendía sus motivos. Si los rusos hubieran
matado a mi hermano en un campo de clasificación, yo
hubiera hecho lo mismo que ellos.

Después de transcurrido un tiempo que me pareció de horas,


me ordenaron subir de nuevo. Oí hablar a los hombres.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz vi figuras de pie
contra la pared de roca. El cielo era azul brillante y, a lo lejos,
divisé las montañas. Las voces de los hombres eran agitadas.
Yo sabía que las venganzas de sangre eran complejas, y que
requerían el beneplácito de la familia y del consejo de
ancianos. Algunas veces hasta el de un líder religioso. ¿Podría
existir algún desacuerdo respecto a mi ejecución? Las
pruebas debían ser lo suficientemente contundentes como
para convencer a todo el mundo; quizá algunos tenían dudas.

-Deberías confesar -me dijo el comandante de campo.

Apenas oí sus palabras. Negué con la cabeza.

—¿Tienes un último deseo?

Se bajó el fusil del hombro y lo sostuvo en las manos.

-Lleven mi cuerpo a las afueras del pueblo y déjenlo allí -dije;


sabía que alguien me reconocería y me darían un entierro
digno.

Los hombres dejaron de hablar entre ellos y comenzaron a


entonar oraciones del Corán. Me estaban preparando
para morir. Cerré los ojos. Era consciente de la calidez del sol
en mi espalda. Estaba preparado. Entonces, a lo lejos,
escuché el motor de un automóvil. Quizá ya he muerto, pensé.
Pero el sonido se hizo más claro, más estridente. Abrí los ojos.
Todos se habían vuelto para mirar la nube de polvo que se
aproximaba. Un vehículo militar tomó la curva a toda
velocidad y un hombre con uniforme de faena caqui bajó la
ventanilla y agitó el brazo frenéticamente.

-¡Alto! -aulló—. ¡Alto! ¡No le matéis! ¡No ha sido él!

De manera inexplicable había sido liberado. Minutos después,


mis captores me metieron en un coche y me condujeron a las
afueras de Aljan-Kala. Cuando por fin llegué a casa di gracias
a Alá, y aún hoy se las doy, por dejarme continuar.

Capítulo 10 - Salvando Aljan-Kala

NUNCA LE DIJE a mi familia lo ocurrido con Sasha ni lo


cerca que estuve de ser ejecutado. A lo largo de la guerra
traté de protegerlos quitando importancia a los problemas. Los
chechenos creemos que, para sobrevivir, no sólo como
individuos sino también como comunidad, uno debe
sobreponerse al miedo. Por esta razón me resulta difícil
escribir sobre la guerra y admitir que, después de
ser confinado en aquel pozo, no era capaz de dormir sin una
luz encendida: igual que un niño. En la oscuridad revivía la
tierra que se cernía a mi alrededor y mi sensación de total
desamparo. Cada vez que oía un ruido por la noche me latía
con fuerza el corazón, empezaba a sudar y tenía
dificultades respiratorias. No podía quedarme en la cama.
Retiraba las sábanas y me iba a la cocina para escapar de las
voces... las voces de mis captores.

Lo único que me animaba era ayudar a mis pacientes.


Además de trabajar en el hospital hacía visitas por el pueblo
para cambiar los vendajes. Cada vez llegaban más refugiados
de Grozni; los vecinos les daban comida y casa. También
atendí a los combatientes chechenos hospedados en otros
hogares.

A comienzos de abril de 1996, no mucho después de la huida


de Sasha y de mi paso por el pozo, notamos un aumento de
tropas y equipo militar alrededor de Aljan-Kala; vigilaban,
esperaban, estaban preparados para el combate. Tal
concentración de efectivos me recordó lo ocurrido en
Samashki el año anterior. Se rumoreaba que el pueblo sería
atacado en breve. La gente estaba al borde de la histeria, a
pesar de lo cual hacían pocos esfuerzos para marcharse.
Muchos de los que ya se habían ido regresaban; estaban
demasiado cansados. Todos los días se celebraban reuniones.
Las mujeres se agrupaban en las calles exigiendo que los
ancianos llevaran a cabo alguna acción, cualquier acción.
Pero nadie sabía qué hacer. La situación llegó a su punto
crítico el día veinte de abril, a las cinco de la mañana cuando,
al despertarse, la gente descubrió que los Federales habían
acordonado Aljan-Kala, además de otros dos pueblos de los
alrededores.

Aquella tarde, Ruslan, el presidente del consejo local, llegó a


mi casa exhausto y desesperado. Nana hizo que se sentara a
la mesa y le sirvió té.

—Los Federales piden cincuenta fusiles a cada uno de los


pueblos rodeados —explicó Ruslan-, Dicen que si no se
los entregamos nos darán el mismo tratamiento que a
Samashki -acabó su té, negando con la cabeza-. ¿De dónde
vamos a sacar tantas armas? Los combatientes ya se han ido.
Los ancianos han hablado con los Federales, pero mañana
pensamos ir nosotros a hablar con ellos otra vez. Queremos
que nos acompañe.

-Si cree que puedo servir de ayuda, les acompañaré —dije.

-Quizá nos dé un poco más de autoridad llevar un cirujano con


nosotros —añadió Ruslan.

La mañana siguiente me afeité, me puse camisa y corbata


limpias, y me reuní con Ruslan y con dos de los ancianos para
dirigirnos al campo militar ruso, situado a tres kilómetros de
distancia. Llevábamos una bandera blanca sujeta a un largo
palo que Ruslan y yo nos turnábamos para agitar
sobre nuestras cabezas. Nos acompañaba un fotógrafo para
documentar el encuentro, por si los rusos negaban después
que se había producido. Era un día precioso, soleado.
Estábamos nerviosos; caminamos en silencio, esquivando los
cráteres.

El campo militar ruso estaba diseminado sobre un amplio


terreno al lado de la colina. ¿Para qué necesitaban tal
despliegue de fuerza?, pensé mientras miraba los tanques, los
blindados para transporte de tropas y otros vehículos militares.
Los rusos nos habían visto llegar y estaban esperándonos.
Tenían preparada una delegación de seis personas: un
general, dos coroneles, dos mayores y un teniente. El general
era un hombre corpulento, de unos cincuenta años, rubicundo
y con barriga, clara señal de su afición por el vodka.

-Éste es Khassan, nuestro médico -dijo Ruslan, cuando me


presentó al general.

Nos dio la mano. A mí me escrutó como tratando de leerme el


pensamiento.

—¿No es el Khassan que salvó a Sasha? —preguntó mirando


a Ruslan.

-No conozco a ningún Sasha —dije yo.

-¿Trabaja usted en Urús-Martán? —continuó el general.

Asentí.

-¿Y vive en Aljan-Kala?

-Sí.

-Entonces, ¿no es usted quién salvó a Sasha? -repitió.

Empecé a negar de nuevo, pero me interrumpió y me llevó


aparte.

-De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Quedará entre nosotros...


No olvidaré lo que hizo usted por Sasha. Le salvó la vida, y
yo haré todo lo posible para salvar Aljan-Kala.
El general era un hombre que, evidentemente, entendía la
mentalidad chechena. Se dio cuenta de que yo no
admitiría nada que se refiriera a Sasha.

—Usted es un general —dije con calma—. Todo depende de


usted. Yo poco puedo hacer.

-Muchas cosas dependen de todos —masculló.

-Haremos lo que podamos pero, por favor, no deje que sus


hombres nos hostiguen.

—¡No nos provoquen ustedes y su pueblo estará a salvo! —


hizo una pequeña pausa-. ¿Entendido?

Asentí. El general y yo nos reunimos con los otros. Hablamos


un poco más sobre una revisión pacífica de los pasaportes en
el pueblo, asegurándonos unos a otros que no habría
incidentes. Después, los cinco volvimos a Aljan-Kala.

Al llegar nos encontramos, para nuestra sorpresa, con 300


combatientes de la resistencia que habían llegado
desde Samashki y otras aldeas y nos esperaban en un
almacén abandonado de la fábrica de madera. Habían oído
que los rusos se proponían atacar el pueblo y querían
defendernos.

-¡No permitiremos que hagan lo mismo que en Samashki! —


había dicho el comandante checheno a los vecinos-.
Nos esconderemos en sitios estratégicos y dispararemos
contra los rusos cuando se acerquen.

¡Alá nos ampare! Si llegaba a oídos rusos alguna noticia sobre


tales intenciones iban a pulverizarnos. Con todo el equipo que
había visto no tendríamos la menor oportunidad. Quizá los
combatientes chechenos podían vencer a los rusos cuando
entraran al pueblo pero, entonces, los rusos pedirían refuerzos
y se producirían ataques aéreos. Habría cientos de víctimas
civiles: Samashki otra vez.

-Tenemos que convencerles para que no abran fuego —me


dijo Ruslan en privado-, y rezar para que el general ruso
cumpla su palabra.

Aquella tarde fuimos a hablar con el comandante y sus


hombres al almacén situado a las afueras del pueblo. Al
entrar, los combatientes, muchos de ellos casi niños, se
pusieron en pie. El comandante, un hombre de unos treinta y
cinco años con uniforme de faena y pañuelo verde, se separó
de los otros y se aproximó. Ruslan le contó nuestra reunión
con el general ruso; parecía escéptico. Otros se rieron y
agitaron las cabezas.

-¿Cómo pueden confiar en ellos? -dijo el comandante-.


Provocarán algún incidente, atacarán a un civil y abrirán
fuego.

—El general me ha prometido que eso no va a pasar.

Me sentí estúpido al decirle aquello; ellos no tenían motivos


para confiar en los rusos. La mayoría eran combatientes
porque los rusos habían matado a sus hermanas, sus
hermanos, sus esposas o sus hijos.

—¿Puede garantizármelo? —preguntó el comandante.


Negué con la cabeza.

—¿Cómo podría garantizarlo? Si ellos comienzan a merodear


por el pueblo y a acosar a las mujeres, usted tendrá derecho a
disparar.

A la mañana siguiente volví a visitar al general, esta vez solo.


Quería mirarle a los ojos y oírle repetir su promesa.

-¿Me da su palabra de general de que cuando sus hombres


entren en el pueblo no habrá incidentes? -pregunté.

Él asintió.

-Tiene mi palabra de honor... es decir, si por su parte tampoco


los hay. Revisaremos los pasaportes y nos marcharemos.

Nos dimos la mano para sellar el acuerdo. Algo me dijo que


podía confiar en aquel hombre. El ejército ruso, como la
mayoría de los ejércitos del mundo, tiene una larga y honrosa
tradición. La palabra de un general significa algo, aunque
fuera difícil persuadir de ello a los comandantes chechenos.

Aquella noche no dejé de moverme y de dar vueltas en la


cama, incapaz de dormir. Si nuestros combatientes no
atacaban primero perderían su ventaja estratégica. Ruslan, los
ancianos y yo nos habíamos convertido en los guardianes de la
paz del pueblo. Si sucedía algo malo, y era muy posible que
sucediera, sería nuestra toda la responsabilidad, por haber
confiado en la palabra de un general ruso; perderíamos el
respeto de la gente y nuestras familias caerían en desgracia.
En nuestro país la responsabilidad de cualquier cosa, buena o
mala, que corresponde a un miembro de una familia recae
también sobre el conjunto de ésta.

Recordé el escepticismo en las caras de los combatientes del


almacén. Quizá no debería haberme inmiscuido, pensé.
Después me acordé de Samashki: los cuerpos carbonizados
junto a la mezquita, la madre que corría por las calles con su
hijo muerto en brazos. Los rusos nos habían engañado
demasiadas veces. Por otra parte, yo tenía muchos amigos
rusos que al comenzar la guerra habían llamado para ofrecer
su ayuda. Las dudas me rondaron por la cabeza toda la
noche. Aunque el general hubiera dado su palabra no había
garantías sobre el comportamiento de los soldados. La mitad
de las veces los oficiales rusos eran incapaces de controlar a
sus hombres. Pensé en Sasha y en todos los problemas que
me había causado. Haber salvado su vida ¿garantizaría la vida
de mi pueblo o sería al contrario?

Los combatientes se quedaron en el almacén para el caso de


que los rusos atacaran, pero Ruslan y yo acordamos decir a
los vecinos que se habían ido por la noche. De otro modo
alguien podía levantar sospechas si era interrogado.
Convinimos que los ancianos recibieran a los soldados rusos
en los cruces de las calles y a lo largo de la carretera que
conducía al almacén. Si los rusos se dirigían allí, los ancianos
tratarían de desviarlos. Por último, aunque no por ello menos
importante, instruimos a la gente sobre cómo comportarse con
los soldados. Lo principal era tratarlos con cortesía, dijo
Ruslan.

—Si piden agua, dadles agua. Si tienen hambre, ofrecedles de


comer.
A las once de la mañana los militares rusos estrecharon el
cerco en torno a los tres pueblos y ordenaron avanzar a las
tropas. Los soldados bajaron de los blindados y comenzaron
a pasar casa por casa para revisar los documentos. Las
mujeres les dieron agua y comida. Vi que una mujer salía
corriendo de su casa con el pasaporte en la mano:

-¡Eh, synok (chiquillo)! —gritaba-, ¿no quieres ver esto?

Los nervios de los soldados se aplacaron y su humor mejoró.


Algunos incluso ofrecieron sus fusiles a los niños para que se
los sostuvieran.

Hubo un momento de tensión cerca del puente, cuando un


suboficial ruso en estado de embriaguez pidió vodka y
amenazó con arrestar a un joven si no se lo daba. No
presencié el incidente, pero Ruslan me contó que un vecino
informó a un oficial ruso y que éste se lo comunicó por radio
al general, quien, inmediatamente, pidió disculpas y ordenó
arrestar al militar ebrio.

Cuando las tropas se retiraron del pueblo Ruslan y yo


matamos una oveja para los rusos, y nos apoderamos de doce
fusiles y una caja de veinte botellas de vodka. Antes de
entregar el regalo cocinamos la carne sobre una hoguera.
Conseguir el vodka nos costó tanto como conseguir los fusiles.
Cuando entregamos nuestro regalo en un enorme caldero
comunal, los oficiales rusos nos palmearon la espalda como si
fuéramos amigos de toda la vida que acabaran de
reencontrarse y nos invitaron a beber con ellos. Declinamos la
invitación, agradeciéndoselo con cortesía.
Mientras hacíamos, agotados, el camino de vuelta a Aljan-
Kala, Ruslan y yo permanecimos en silencio. Yo pensaba en
Sasha y en el destino que quiso nos conociéramos. Me
pregunté si alguna vez llegaría a enterarse de lo ocurrido o,
mejor dicho, de lo no ocurrido ese día, y qué diría si se
enteraba. Aquella noche, por primera vez en varios días, pude
dormir bien; el destino tenía un extraño modo de premiar las
buenas acciones. Aljan-Kala estaba a salvo, al menos de
momento.

Pocos días después los rusos dieron un nuevo golpe a Che-


chenia. Estaban buscando desde hacía meses al presidente
Dzhojar Dudáiev, que los eludía ocultándose en las
montañas y no permaneciendo más de una noche en el mismo
sitio. Dudáiev solía usar su teléfono vía satélite para
comunicarse desde su escondite. Hacia la medianoche del 12
de abril de 1996, mientras llamaba a Moscú desde un aislado
lugar de las tierras altas para hablar con Konstantin Borovoi -
miembro de la Duma-, Dudáiev fue herido de muerte por una
explosión. Se corrió la voz de que un caza ruso había
detectado la señal telefónica, localizado el punto de origen y
disparado un misil que cayó sobre Dudáiev mientras estaba de
pie junto a su automóvil. Al día siguiente el vicepresidente
Zemlijan Yandarbiyev, que pretendía llevar una línea aún más
dura que la de Dudáiev, se hizo cargo de la presidencia.

Capítulo 11 - La huida de Groz ni

AUNQUE ALJAN-KALASC había librado del destino de Samashki,


los bombardeos continuaron. Los vecinos hicieron
reparaciones en mi hospital y, aunque el edificio no estaba en
buenas condiciones, decidimos mantenerlo abierto. Dejé un
juego de instrumental en el quirófano para los casos urgentes
y una enfermera en prácticas se quedó de guardia. Mientras
tanto continué trabajando en Grozni; a veces dormía en mi
apartamento para no tener que conducir por la noche, durante
un bombardeo o después del toque de queda, hasta llegar a
casa. También iba a distintos hospitales si se me necesitaba.
Cada mañana, al llegar al hospital de Grozni, encontraba
muchísimos pacientes esperando en mi consulta. No había
suficientes asientos para todos. Coloqué cuatro catres en una
pequeña habitación cercana para los pacientes
no ambulatorios, aunque lo más frecuente era que las
camillas estuvieran sobre el suelo.

Casi todos los días realizaba amputaciones. Entregábamos los


miembros amputados a los familiares para que los enterraran
en los cementerios, como es nuestra costumbre. Si no
había ningún pariente que los reclamara, nosotros mismos los
enterrábamos en una esquina del patio del hospital. A pesar de
las advertencias sobre las minas la gente continuaba
pisándolas, especialmente cuando salían a buscar leña.
Rompía el corazón ver un niño que había pisado una.

Aquel junio de 1996 perdí a mi mejor amigo, Vakha Isayev.


Habíamos sido íntimos desde los tiempos del colegio. Él
era inspector de la policía local. Fue el 26 de junio, una tarde
tranquila de cielo despejado. Al salir de trabajar, Vakha se
detuvo en mi casa para tomar el té y después se marchó a la
suya. Nana, Dada, Malika, Razyat y Zara ya se habían
acostado. Una hora después de su marcha, oí que llamaban a
la puerta y los gritos aterrados de mi amigo Adían.

-¡Han disparado a Vakha! -gritaba-. ¡Le estaban esperando


en su casa!

Me vestí a toda prisa, aferré mi maletín y me precipité al


exterior. Vakha yacía en posición fetal en el asiento trasero
del coche de Adían; había sangre por todas partes. Casi no
pude creer que aquella figura ensangrentada fuese mi amigo,
con el que poco antes había estado tomando el té.

-Khassan, ayúdame, ayúdame -dijo en cuanto me vio-. Tengo


dos hijos. No sé por qué me han disparado.

Su voz estaba llena de miedo. La oscuridad me impidió ver la


extensión de sus heridas, pero aprecié el agujero de su muslo.
Tenía la cadera fracturada, la blanca cabeza del fémur
asomaba por la herida. Le hice un torniquete. Después
levanté su camisa y vi la herida de su vientre: le colgaban los
intestinos.

-¡Al hospital, rápido! -le grité a Adían.

Como las fuerzas rusas disparaban sobre todo lo que se movía


en la oscuridad, era imposible pasar los puestos de control
existentes hasta el hospital de Urús-Martán; el único lugar al
que podíamos llevarlo era a mi hospital improvisado. El
quirófano estaba más o menos utilizable, pero los
instrumentos que dejé habían desaparecido. Adían condujo el
coche y yo me senté detrás con el herido.

—No te preocupes, Vakha, te pondrás bien.

Le puse las manos sobre los hombros y le abracé.

-¡Vete a casa y dile a Malika que necesitamos poliglukina! -le


grité a Adían mientras entrábamos a Vakha en el hospital-.

¡Necesitamos jeringuillas, suero, vendas! ¡Y poner en marcha


el generador, para tener luz!

Una joven enfermera estaba de guardia y le pedí que me


ayudara a preparar el quirófano. Dejamos libre la mesa y
pusimos a Vakha encima. Cuando enfoqué una lámpara de
queroseno sobre las heridas vi que, junto con sus intestinos, su
riñón derecho y su hígado estaban al aire, y supe que no había
esperanzas. Pero él aún estaba consciente.

Si podía cortar la hemorragia y estabilizarlo hasta las seis de la


mañana, sería posible trasladarlo a Urús-Martán. Sabía, en
el fondo de mi corazón, que todo era inútil pero, mientras
Vakha siguiera con vida, tenía que hacer algo. No podía
quedarme allí, esperando.

-¡Tenemos que subir su presión arterial! -dije-. ¡Póngale dos


goteros!

La enfermera era inexperta y le temblaban las manos


incontrolablemente mientras buscaba la vena bajo la débil luz
de la lámpara. Le quité la aguja. Vakha había perdido tanta
sangre que la vena había desaparecido. Tomé su brazo y le di
masajes hasta que sentí crecer la vena entre mis dedos,
entonces metí la aguja. Su organismo no respondió. La única
esperanza que quedaba era hacerle una transfusión. Mi grupo
sanguíneo es O positivo, compatible con todos los demás.

Tensé la banda de goma alrededor de mi brazo, busqué una


vena e inserté la aguja. La conecté al tubo y comencé a
transfundir mi sangre directamente a Vakha. Mis enfermeras
y yo donábamos sangre con regularidad, unos 400 o 500
centímetros cúbicos por vez, pero en esta ocasión no la medí.
No le quitaba los ojos de encima a Vakha. Ya no hablaba, casi
no tenía pulso, pero continuaba respirando. La luz de la
lámpara de queroseno era pobre y yo estaba tan angustiado
que no me di cuenta de que la aguja se me había salido del
brazo. Miré hacia abajo y vi un charco de sangre en el suelo.
Volví a meterme la aguja y puse un trozo de esparadrapo
sobre ella para mantenerla en su sitio. Supe que mi amigo aún
me reconocía por la expresión de sus ojos. Sentí que intentaba
decirme que sabía que iba a morir.

Puse mi mano sobre la suya. La luz de sus ojos se apagó y


perdió el conocimiento. Me sentí mareado. Le estaba
perdiendo. Saqué la aguja de mi brazo.

A las 5 de la mañana, cuando hubo suficiente luz, los parientes


de Vakha lo llevaron a Urús-Martán. Yo quise acompañarlo
pero me sentía terriblemente débil y apenas podía tenerme en
pie. Los cirujanos de Urús-Martán le operaron
inmediatamente, pero murió sobre la mesa de operaciones
hacia las siete de la mañana.

Al día siguiente, después de beber litros de té muy dulce para


recuperar las fuerzas, fui al funeral de Vakha. Los ancianos
se pusieron en pie cuando llegué, rindiéndome un homenaje
inusual para un hombre joven. Me complacía que todo el
mundo supiera lo que había luchado para salvar la vida de
Vakha, pero eso no me compensaba haberlo perdido. Aún hoy
escucho sus súplicas: “Khassan, ayúdame, ayúdame”.
EN AQUELLOS DÍAS empezaron a preocuparme ciertos
problemas familiares nuevos. Mi sobrino de quince años, Alí,
se escabullía para ayudar a los combatientes, causándonos a
todos una gran desazón, en especial a sus padres, Raya y
Lecha. Todos entendimos por qué lo hacía. Muchos de
sus amigos combatían y él quería estar con ellos. Su
escuela, como las demás de Aljan-Kala, estaba cerrada, y
sentado en casa se sentía inútil. Pero nosotros temíamos que
le pasara algo.

A lo largo del mes de julio circularon rumores acerca de que


se iba a producir un contraataque checheno sobre Grozni.
No les presté demasiada atención porque en tiempos de
guerra había muchos rumores. Todos soñábamos con que
Grozni fuera liberada de la ocupación rusa, pero, por entonces,
los rusos disponían de 300.000 hombres desplegados en la
República.

Nosotros teníamos como mucho 3.000 combatientes


organizados y un número desconocido de jóvenes que
entraban en combate, disparaban unos cuantos tiros y volvían
a casa para vanagloriarse ante sus vecinos. Los tanques rusos
patrullaban las calles y los soldados ocupaban cientos de
controles con muy buenas defensas, tanto dentro de la ciudad
como en sus alrededores.

Me es imposible recordar con exactitud el orden de los


acontecimientos acaecidos aquel agosto de 1996, cuando los
combatientes chechenos expulsaron por fin al ejército ruso de
Grozni; la llamaron “Operación Jihad”. Mi primer recuerdo
data de la tarde del 5 de agosto. Malika, Razyat y yo
trabajábamos en el Noveno Hospital Ciudadano; Malika vino a
mi consulta, me dijo que todo el mundo hablaba de un asalto
inminente y que quería volver conmigo y con Razyat a Aljan-
Kala. Yo estaba ocupado. Como no me tomaba muy en serio
dichos rumores, le dije que fueran las dos al apartamento que
yo tenía al otro lado de la ciudad, cruzando el río. Añadí que
me reuniría con ellas por la noche, después de hacerle una
visita a mi amigo Magomed Idigov, que me había pedido que
fuera a verle.

Magomed, cirujano como yo, había enviado a su mujer y a sus


hijos a Achjoi-Martán porque consideraba que era más seguro
que Grozni. Aquella tarde no quería estar solo, y yo no podía
negarme a la petición de ayuda de un amigo. Con mi maletín
en la mano, como siempre, fui a su piso. Después de estar un
rato con él, me convenció de que pasara allí la noche. No
tenía forma de comunicarles a Malika y Razyat el cambio de
planes pero supuse que, mientras no salieran a la calle,
estarían a salvo en mi apartamento, ya que en el mismo
edificio se encontraba un cuartel de la policía de seguridad.

A las 5 de la mañana una explosión me catapultó fuera de la


cama. Me quedé en el suelo, aturdido, hasta que pude
ponerme en pie. Otra explosión fue seguida por fuego de
mortero... era algo más que muzikanty (músicos), como
llamábamos al sincopado ritmo de los tiros de fusil que se
escuchaba casi cada noche. Me arrastré a cuatro patas hasta
el balcón y miré hacia abajo entre los barrotes de hierro.
Decenas de combatientes chechenos con fusiles y
lanzagranadas pululaban por las calles. La Operación Jihad
había comenzado.

Se escuchaban alaridos. Los hombres gritaban. Las voces de


las mujeres se llenaron de pánico cuando la artillería rusa
bombardeó la ciudad y los chechenos recrudecieron el
ataque. Había tal batalla en las calles que me era imposible
salir del piso. Estaba enfermo de preocupación pensando en
Malika y Razyat. La gente decía que los combatientes
atacaban los edificios gubernamentales, lo que incluía el
cuartel de policía federal situado en el mismo edificio que mi
apartamento. Cada vez que intentaba marcharme, Magomed
me lo impedía. Salir sería un suicidio, decía, que te maten no
va a ayudar a nadie. Me quedé junto a la ventana y miré
descorazonado como disparaban los helicópteros sobre el
Cuarto Hospital Ciudadano, matando médicos y enfermeras
que eran amigos míos.

Satsita Gairbekova, jefa de la unidad de cuidados intensivos


del Noveno Hospital, me contó más tarde que ella y sus
colegas habían sido retenidos por los kontraktniki. Me dijo
que los combatientes chechenos atacaron el puesto de control
ruso cercano al hospital, y los kontraktniki pensaron que si
abandonaban el puesto y tomaban el edificio, estarían a salvo.
Ya dentro del hospital, los kontraktniki pusieron a dos
cirujanos contra la pared y amenazaron con matarlos;
después, ordenaron que todos agitaran sábanas blancas por
las ventanas, como habían hecho los rusos cuando Shamil
Basáyev tomó el hospital de Budiónnovsk en junio de 1995.

-Nos negamos y les dijimos que si mataban a algún médico


tendrían que matarnos a todos, y que ninguno de ellos
saldría vivo porque los combatientes chechenos tenían el
hospital rodeado -contaba Satsita.

Los kontraktniki llamaron por radio para pedir apoyo aéreo.


-¡Están locos! -recuerda haberles dicho-. ¡Si bombardean el
hospital también ustedes morirán!

Eso amedrentó a los kontraktnikr, ordenaron a Satsita que


saliera para negociar su liberación con el comandante
checheno. Corriendo un grave riesgo para su vida, Satsita
salió a la calle y buscó al comandante.

-Si ataca usted el hospital, matará a veinte o treinta kontrakt-


niki -le dijo-, pero lo más probable es que también acabe con
la vida de quinientos pacientes chechenos.

Al principio el comandante no quiso escucharla.

-La han engañado -decía-. No se puede confiar en ellos.

Por último Satsita pudo convencerle de que era mejor dejarlos


marchar. Luego volvió al hospital, y ella y los demás médicos
y enfermeras se pusieron batas blancas, formaron un cordón
de seguridad alrededor de los kontraktniki y los escoltaron al
puesto de control ruso.

—El oficial ruso nos dio las gracias y nos dijo que los médicos
éramos los únicos que nos comportábamos con humanidad -
recordó Satsita con una risa amarga-. Cuando les dimos
la espalda para regresar al hospital algunos soldados
comenzaron a disparar contra nosotros. Mataron a una
enfermera y un médico fue alcanzado en una pierna.

A duras penas podía contener la rabia cuando escuchaba la


historia de Satsita. Durante la guerra tuve más de una vez la
tentación de cambiar el bisturí por un fusil.
CUANDO LLEGÓ EL 10 DE AGOSTO no pude aguantar
más y a pesar de las advertencias de Magomed decidí
marcharme. Corrí escaleras abajo pisando vidrios rotos, me
abrí paso entre la gente que aguardaba en el portal y salí a
la calle.

—¡Estás muerto! -gritaba un muchachito con un rasgado


anorak verde al amigo que se agazapaba tras los restos de
un coche incendiado.

—¡De eso nada! Yo te he matado primero. ¡Cáete ya!

Me paré en seco. Conté quince menores de ambos sexos y de


todas las edades jugando a la “guerra”, inconscientes del
peligro que les rodeaba.

—¡Estás muerto! ¡Te he dado en la espalda! ¡Que te caigas!

Blandían palos como si fueran armas de fuego. Al fondo se


escuchaban los disparos de las armas reales. No podía creer
lo que estaba viendo. Lo único que conocían era la guerra, lo
único que sabían hacer era reproducirla.

-Los padres no pueden tenerlos todo el día encerrados en los


sótanos -comentó una mujer desde el portal-. Eso o que sus
padres han muerto y tienen que vivir en la calle.

No podía quitarme a esos niños de la cabeza. Si nadie los


sacaba de la calle, se convertirían en animalillos sin sentido
del bien y el mal; sin tradiciones que les sirvieran de guía.
¡Pum! ¡Pum! ¡Estás muerto! Eso es todo lo que sabrían
hacer.
-¡Mirad! ¡Aquí está el doctor! -gritó un combatiente checheno
con la cabeza envuelta en un pañuelo verde. Cinco
combatientes más salieron de las ruinas de un edificio próximo
y me hicieron pasar dentro.

-\Allah Akhbarl -dijo un combatiente de pelo oscuro alzando


un puño en el aire. Se presentó a sí mismo como Sultán.
Aunque sólo tenía veinticuatro años (antes de la guerra
estudió en San Petersburgo) era mayor que los otros
voluntarios; ellos le hicieron comandante del pequeño grupo de
doce hombres. Lo que Sultán les pedía que hicieran, ellos lo
hacían. Dijo que su padre se oponía a que reuniera un grupo
de voluntarios pero que, después de la muerte de su hermano
y su primo, él lo hizo de todos modos.

—Necesitamos que cure a nuestros heridos —me rogó.

Sugirió que usara una pequeña habitación del primer piso del
edificio contiguo. Los tres primeros pisos habían sido
destruidos casi en su totalidad, pero esa habitación, aunque
era un caos, estaba intacta. Una capa de yeso en polvo lo
cubría todo; el suelo estaba plagado de cristales rotos. Una
mesa grande, que los antiguos propietarios dejaron al
marcharse, serviría como mesa de operaciones. Mientras
estaba allí de pie, preguntándome por dónde empezar, una
mujer entró en la habitación y dijo llamarse Leila. Tendría
unos cincuenta años, llevaba un vestido informe y un pañuelo
en la cabeza, bajo sus ojos había profundas ojeras. Al principio
no la reconocí pero después recordé que limpiaba los
quirófanos del Primer Hospital Ciudadano de Urgencias.

—No soy enfermera -dijo conteniendo las lágrimas; se puso


derecha y sonrió-. Pero puedo ayudarle si me deja. Tengo
la espalda fuerte. En casa me queda algo de lidocaína y unas
cuantas gasas.

—Necesito toda la ayuda posible -contesté-. Saque tela de


donde sea para hacer paños limpios, vendajes y apósitos.
Necesitamos anestésicos locales, de cualquier clase.

Hasta que huí de Grozni, Leila y yo trabajamos juntos. No


podría habérmelas arreglado sin ella. Nuestras condiciones
de vida, como las de todos los demás atrapados en Grozni en
aquel tiempo, eran primitivas. Carecíamos de electricidad, de
gas, de agua. Subí la batería de mi coche al apartamento para
tener luz mientras operábamos. Todo era de uso común. La
gente compartía la poca comida que tenía, cocinándola, en las
calles o en los patios, sobre hogueras que se hacían con la
leña que se tuviera a mano, incluida la obtenida de los
muebles. Recogían el agua residual acumulada en los sótanos,
la filtraban con periódicos y la hervían. A consecuencia de ello
la mayoría de mis pacientes sufría diarreas y otros trastornos
intestinales. Por la noche me iba a dormir a casa de Magomed
bajo mantas que, como todo lo demás, olían al humo de las
carbonizadas ruinas.

La noche del 11 de agosto, supongo que tarde, salí con Sultán


y otros seis combatientes para buscar a Razyat y Malika.
Necesitaba saber qué había sido de ellas. Me maldije por
no haberlas llevado a casa la noche antes del ataque. Al
principio los combatientes trataron de que no dejara el
“hospital”, como ellos llamaban a mi quirófano casero. Dijeron
que era muy peligroso; además, yo era el único médico. Pero
estaba decidido y, por último, acordaron darme escolta.
-Así nos aseguramos de que vuelva —dijo Sultán—. Para
encontrar a sus hermanas, tendremos que cruzar el río a
nado. El puente está vigilado por francotiradores.

Bordeamos los edificios, dejamos atrás la carcasa de la


antigua iglesia ortodoxa rusa de Grozni, alcanzamos el río y
nos arrastramos hasta sus márgenes, respirando el hedor del
petróleo, del barro y de la vegetación podrida. La orilla estaba
llena de botellas rotas, latas, cajas de cartón y papeles. Al
deslizarme en el agua recé para no cortarme los pies y
contraer una infección, como les ocurría a tantos de mis
pacientes.

Una vez al otro lado atravesamos los edificios en ruinas


escondiéndonos en los umbrales. Sultán y los otros
conocían cada callejón, cada senda y cada alcantarilla de la
ciudad, lo que les daba ventaja sobre los soldados rusos. Me
picaba la garganta por el polvo y el humo. Por todas partes
había fuegos ardiendo entre los escombros y el olor de carne
humana carbonizada llenaba el aire. En el puesto de control
más cercano al puente, un soldado ruso nos descubrió. Abrió
fuego pero erró el blanco.

Finalmente, hacia las 5 de la mañana del 12 de agosto,


arrastrándonos, llegamos a la plaza situada frente al edificio
de apartamentos donde se encontraban Razyat y Malika. Nos
había llevado más de tres horas recorrer una distancia que en
condiciones normales hubiéramos hecho en media. Había
cadáveres de soldados rusos, de combatientes chechenos y de
civiles por todas partes. Los cartuchos vacíos cubrían la calle.

-¿Está loco? -me gritó un combatiente cuando me vio


dispuesto a cruzar la plaza—. ¿Es que no ve la cantidad de
muertos que hay? i Si sale ahí le disparará algún francotirador
ruso!

Era responsable de la seguridad de mis hermanas. ¿Cómo iba


a poder mirar a Dada y a Nana a la cara si a ellas les
pasaba algo? Ignorando la advertencia del combatiente pasé
sobre el cuerpo de una anciana y empecé a cruzar el espacio
abierto. Oí el seco estampido de un disparo de fusil y una bala
pasó rozándome la oreja. Caí boca abajo, me arrastré como
pude hasta un edificio bombardeado y me escondí detrás de
una sección de pared que aún seguía en pie.

—iNo mueva ni un dedo o le verán los francotiradores! —me


gritó Sultán desde el lugar en que se escondían él y sus
compañeros.

Los combatientes tomaban mi seguridad muy en serio; en el


último par de días había sabido algo más sobre ellos. No
hablaban mucho de independencia, pero sí de echar a los
rusos de Chechenia o de vengar a los familiares torturados o
asesinados. Como todos los demás combatientes, eran
voluntarios. Un joven me contó que los rusos le torturaron
cuando fueron a su casa para revisar su documentación; le
golpearon hasta dejarle medio muerto y lo arrojaron al río
Sunzha.

Si Sultán y los demás tenían miedo a los francotiradores rusos


no lo demostraron nunca. No excavaban trincheras porque lo
consideraban cosa de cobardes. Liberarían Grozni o morirían
en el intento. Y no eran sólo los jóvenes los que se habían
alzado en armas para liberar la ciudad. Una vez, durante el
combate, vi un anciano de unos setenta y cinco años con
barba blanca y una túnica larga ceñida a la cintura; sobre la
cabeza llevaba un papakha. No tenía más arma que una
larga daga curvada metida en el cinto. Tras él marchaban
unos veinte jóvenes con ametralladoras y granadas de mano.

Sultán y los otros me contaron que los chechenos habían


rodeado los puestos de control rusos. Decían que todos los
pueblos habían enviado voluntarios y que esto no era un
ataque relámpago de guerra de guerrillas, sino una operación
cuidadosamente coordinada que el coronel Aslán Masjádov y
su equipo llevaban meses planeando. Se había hablado mucho
de ello, pero pocos creían que fuera una realidad.

-Los rusos no podían ni imaginar que unos pocos cientos de


combatientes chechenos, con granadas de mano,
lanzagranadas y fusiles, pudieran echar al ejército ruso de
Grozni — dijo Sultán—, porque siempre nos han subestimado.

Más tarde los mismos generales rusos reconocieron que la


Operación Jihad fue un ejemplo notable de ataque.

Estuvimos doce horas atrapados en aquellas ruinas y yo no


dejaba de pensar en Razyat y Malika. No podía imaginar mi
vida sin ellas. Tenían más edad que yo, y para mí eran como
segundas madres. Sultán me advirtió que me mantuviera
despierto.

-Si se duerme, puede mover un brazo o una pierna sin darse


cuenta y los francotiradores sabrán donde está.

Lo que se me dormían eran las piernas, así que me di masajes,


tratando de moverme lo menos posible. Estaba rodeado de
cadáveres. Es verdad que había visto muchos muertos,
pero nunca había contemplado cómo cambiaba un cadáver en
un periodo relativamente corto de tiempo. Las víctimas habían
caído en posturas grotescas y, al pasar las horas, los ángulos
que formaban sus extremidades quedaron fijados por el rigor
mortis. El cadáver más cercano a mí era de un combatiente
checheno. Bajo el caliente sol le aparecieron manchas
oscuras en la cara. Horas después el cuerpo empezó a
hincharse y el olor a carne podrida se hizo más intenso; me
sentí enfermo.

Todos aquellos cuerpos que se pudrían al sol habrían causado


tanto dolor a sus familias, incluso a sus futuros
descendientes, como causó la Deportación. Yo había perdido
ya demasiados amigos, y ahora no sabía que era de Razyat y
Malika. Me negaba a creer que no iba a volver a verlas. Yo
quería la independencia para Chechenia, por supuesto, pero
todas estas matanzas me repugnaban. Había visto el
sufrimiento que la guerra infligía a civiles que sólo querían
vivir en paz; víctimas inocentes sacrificadas en el altar de los
líderes hambrientos de poder de ambos bandos. Las balas y la
metralla caían sobre la gente corriente, mujeres, niños
y ancianos incluidos, no sobre los generales ni los políticos.

Contemplando la escena que tenía ante los ojos me imaginé


los sollozos de Nana si a Malika y Razyat les pasara algo.
Dada no mostraría emoción alguna pero se le rompería el
corazón. Me lo imaginé diciendo: “¿Así que fuiste a divertirte
y abandonaste a tus hermanas en ese caos para que las
mataran?”.
Por fin, después del anochecer, los combatientes dijeron que
debíamos marcharnos. No podíamos avanzar más.

—No hay forma de cruzar la plaza sin que nos maten -dijo
Sultán-. Debemos volver.

HACIA EL 15 DE AGOSTO hubo una tregua en los


combates de nuestra zona de la ciudad, así que aproveché la
ocasión para ir a Aljan-Kala y decirle a mis padres que no
había podido encontrar ni a Razyat ni a Malika. Para salir de
la ciudad debía volver a cruzar el río. Una anciana me dijo que
el único modo de hacerlo sin ser visto por los francotiradores
era arrastrarse por la oxidada tubería de gas natural que había
bajo el puente, suspendida por montantes situados a unos tres
metros de distancia. Me las arreglé para llegar al puente
custodiado por soldados rusos en ambos extremos. Reptando
boca abajo llegué hasta la tubería y subí a ella. La herrumbre
me raspaba las manos; trataba de no mirar al agua. Si perdía
el equilibrio y caía quedaría empalado en las agudas ramas, los
trozos de metal y los demás desechos acumulados bajo el
puente. Un fragmento de metal de la corroída tubería me
cortó la mano derecha; cerré los ojos para soportar el dolor y
apreté los puños alrededor del conducto. Me llevó cuarenta
minutos pasar de una a otra orilla sin ser visto.

Al llegar al otro lado crucé las vías del tren y pasé a


escondidas entre edificios bombardeados hasta alcanzar el
Estadio Deportivo del Lokomotif, ahora en ruinas. Oía el
fuego de artillería y el fragor de los disparos sobre el otro
extremo de la ciudad. Durante varios minutos me quedé en
pie ante las pilas de ladrillos y de vigas retorcidas, mirando lo
que quedaba del estadio en el que había entrenado tan a
menudo y en el que había ganado mi primera competición de
atletismo. En aquel entonces el futuro era mío. Rostros
excitados me aplaudían desde las gradas. Ahora, al mirar la
columna de refugiados que salía de la ciudad, tan solo vi
miedo y agotamiento. La gente aferraba lo poco que le
quedaba, empujaba a los viejos en carritos; los niños se
colgaban de sus madres. Parecía un documental de guerra
soviético de los que veía en mi infancia, los que retrataban la
huida de refugiados en 1942 y 1943.

Al pasar por la estación central de autobuses me reuní con la


columna de refugiados que se dirigía a Chernorech’ie,
un emplazamiento situado al sur de Grozni. A un lado de la
carretera vi a un checheno cavando una gran tumba. Hacía
mucho calor y el suelo era duro: regueros de sudor caían por
su cara. Sobre el suelo, a su lado, yacían los cuerpos
terriblemente descompuestos de una docena de soldados
rusos. El olor era insoportable; le miré sorprendido mientras él
se afanaba en limpiar la zona dando sepultura a aquellos
muertos.

—Sus madres hubieran querido que sus restos regresaran a la


tierra -farfullaba-. ¿Por qué no vamos a enterrarlos?

Más lejos, una mujer vestida únicamente con un camisón azul


claro caminaba descalza por la carretera. De unos treinta
y cinco años iba rodeada por tres niños, de cinco a diez años,
que debían ser sus hijos. Llevaba, además, un bebé en los
brazos. Supuse que había huido del cercano Hospital de
Ferroviarios. La imagen de esta mujer se me quedó grabada
como símbolo de la tragedia de mi país. Más adelante un
joven se inclinaba sobre su padre, tumbado sobre una camilla
improvisada. El anciano debía haber muerto hacía poco y el
hijo, con un librito de versículos en la mano, recitaba el Ya Sin,
la oración coránica de difuntos. Al lado del joven estaban su
hermano, su hermana y su madre. El hijo recitaba en voz baja,
llorando; leía la plegaria que aún hoy se escucha en las
ciudades y en los pueblos de Chechenia: “Recemos: Él les
dará la vida, Él les traerá a la existencia en un principio,
Sabedor de toda la creación... Gloria a Él en cuyas
manos está el reino de todas las cosas, a El a quien
deberás volver”. Cuando el joven acabó cerró el libro y se lo
metió en el bolsillo superior de la chaqueta; luego cubrió el
rostro de su padre con un paño blanco. Después los dos
hermanos cargaron con la camilla y fueron a buscar un lugar
apropiado para el entierro.

A lo largo del camino me encontré con un hombre que


sujetaba un pañuelo sobre su cara; le salía sangre por la nariz.
Dos niñitos se aferraban a las perneras de sus pantalones, y
llevaba una niña en brazos. Me acerqué para examinarle.
Había perdido mucha sangre. Le pedí que me diera un trozo
de tela. Dejó a la niña en el suelo, buscó dentro del saco que
acarreaba otro de los niños y rasgó una tira de una tela. La
sumergí en el agua fría de una fuente próxima y presioné la
compresa sobre la nariz y la frente. Cubrí un trocito de rama
con otro pedazo de tela húmeda y se la introduje en la nariz.

-Sosténgalo ahí -le dije.

Se tumbó sobre la hierba y yo me senté a su lado unos diez


minutos hasta que la hemorragia cesó. Después nos
levantamos y seguimos adelante.
Al llegar por fin a Chernorech’ie decidí sentarme un rato en
un banco antes de tomar la carretera secundaria que,
cruzando los bosques, conducía a Aljan-Kala. Saqué de mi
bolsillo una hoja de papel doblada con la plegaria transcrita por
mi padre: Lak’ad Djaakum. Cuando yo era niño había escrito
los versos en árabe con su correspondencia en caracteres
cirílicos y me había hecho recitarlos hasta que pronuncié
correctamente todas las palabras. Mientras rezaba entre
dientes vi a mi padre sentado a la mesa de la cocina y
escuché su voz:

Ha llegado un Mensajero entre vosotros:

él sufre porque debéis perecer: su ansiedad por vosotros


es grande:

Lak’ad djaakum min anfusikum ‘azeezun


‘alayhi ma’anittun hareesun ‘alaykum bilmu ’miniyna
raufur raheem. Faintawallouw fak’ul hasbiyya

es infinitamente misericordioso con los Creyentes.

Aüahu lailaba illa huva, ‘alayhi tawakkaltu wa huva


rabbul 'árshil ‘aziym.

Pero si ellos le dan la espalda recemos,

“Alá me basta: no hay más dios que El:

en El confío, ¡El, Señor del Trono Supremo!”.

Repetí tres veces la oración, metí de nuevo el papel en mi


bolsillo y me levanté para reunirme con la procesión de
refugiados que entraba en el bosque. La carretera,
frecuentada por vehículos de servicio, constaba de un sólo
carril. Autobuses y coches, cargados hasta los topes de cajas,
maletas y muebles, traqueteaban y se calaban mientras la
gente les gritaba que avanzaran. Casi se podía palpar el
pánico en el ambiente. De pronto oí ruido de helicópteros;
miré hacia arriba y vi cómo los artillados se aproximaban por
el oeste. La gente gritaba, tiraba sus bultos, agarraba a sus
hijos y corría en todas direcciones. Los conductores de
coches o camiones parecían haber enloquecido: trataban
desesperadamente de conducir sus vehículos por el estrecho
camino, chocaban unos contra otros y acababan atascados sin
remedio. Uno de los helicópteros abrió fuego; un cohete
explotó cerca de un autobús parado lleno de mujeres y niños,
incendiándolo. Las mujeres, desesperadas, comenzaron
a romper las estrechas ventanillas y a arrojar por ellas a sus
hijos, algunos con la ropa ardiendo.

Fui presa del pánico. No sabía adonde dirigirme, a quién


ayudar. Vi dos niños pequeños, arrojados desde el autobús
en llamas, gritando por la impresión. Los agarré, los apreté
contra mi pecho y corrí hacia los bosques. Entre las ramas de
los árboles divisé un segundo helicóptero artillado volando
bajo; sus rotores levantaban un ciclón que agitaba los árboles.
Quizá los artilleros no pudieran vernos entre las hojas pero
sabían que estábamos allí. Miré a mi alrededor, vi el antiguo
cráter de una bomba, resto de algún ataque anterior, y me tiré
dentro, cubriendo a los niños con mi cuerpo. Entonces... una
explosión atronadora, árboles cayendo... fui acribillado por
tierra y por astillas de madera. Esperé un momento, después
me puse de espaldas y traté de consolar a los niños, que
lloraban aterrados.
Hubo unos instantes de calma, así que levanté a los niños y
corrí hacia los autobuses. Varios civiles yacían muertos al
lado de la carretera. Devolví los niños a las mujeres que
habían podido salir del autobús en llamas y que continuaban a
pie hacia Aljan-Iurt.

La columna de refugiados dejó la carretera y se introdujo en


los bosques. Las mujeres y los niños lloraban, los hombres
susurraban plegarias y todos esperábamos que no volvieran
los helicópteros. Ellos no volvieron, pero dos cazas hendieron
el cielo y bajaron en picado, bombardeando y disparando por
todas partes. Otra vez corrimos para buscar refugio,
tropezando y cayendo. Algunos ancianos ni siquiera intentaron
correr. Se dejaron caer al suelo y rogaron a Alá para que los
salvase.

-iAl suelo! -grité-. ¡Abran la boca y cúbranse los oídos, para


que no se les rompan los tímpanos!

Había un cráter cerca pero era demasiado pequeño como


para servir de refugio, así que me puse en cuclillas bajo un
gran árbol, metí la cabeza entre las piernas, cerré los ojos y
recé. Escuché el tableteo de un helicóptero de combate; su
sombra parpadeante parecía la de un pájaro infernal; el
vendaval que levantaba hacía repiquetear las ramas. De
repente se oyó el terrible estruendo de una ametralladora de
gran calibre. Las balas abrieron un surco en el suelo paralelo
a mi pierna izquierda, provocando un remolino de tierra,
ramitas y hojas.

Los gritos de los heridos comenzaron a reemplazar el rugido


de los aviones. Los niños quemados aullaban como
animales heridos, una mujer con la pierna destrozada, un
hombre cegado por un proyectil.

—¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! -era todo lo que se


oía.

Hubiera querido taparme los oídos. Estaba abrumado. No


tenía instrumentos, ni equipo, ni nada. Es la vez que más
impotente me he sentido en toda mi vida.

¡Parar las hemorragias! Aquel pensamiento me volvía una y


otra vez a la cabeza. Todo lo que pude hacer fue cortar
camisas en tiras, atarlas por encima de la herida e insertar
palos en los nudos atados para hacer torniquetes; después
arrastré a las personas heridas hasta la carretera. Allí hice
señas a los vehículos que se movían y rogué que las
trasladaran al hospital de Urús-Mar-tán. Muchos conductores
se negaron a parar; sus coches estaban ya abarrotados de
gente. Cada uno miraba por sí mismo.

-¿Dónde están sus padres? -preguntaban los conductores,


como si eso importara cuando el niño que tienes en los
brazos se está muriendo.

-No sé dónde están -gritaba yo-. Quizá muertos. Ustedes


limítense a llevarlo al hospital, ya buscaremos después a sus
padres.

Hacia las cuatro de la tarde salí finalmente de los bosques y


llegué a la autopista Moscú-Bakú. Una multitud esperaba allí
a los parientes huidos de Grozni o a que algún superviviente
les diera noticias de ellos. Me quedé parado, aturdido en
medio de un mar de pertenencias abandonadas: la chaqueta
de un niño, una zapatilla, un animalito de peluche, una foto de
familia... y casquillos de bala por todas partes. No podía
tenerme en pie. Miré hacia abajo y vi que tenía los zapatos
rotos: se me salían los dedos por delante. Mis pantalones
marrones estaban desgarrados, manchados del verde de la
hierba por la que me había arrastrado y salpicados de barro.
Me sentí terriblemente cansado. Apenas podía dar un paso.
No tengo ni idea del tiempo que pasé allí; quizá una hora,
quizá cinco minutos. Un vecino de Aljan-Kala detuvo su
coche a mi lado y me dijo:

—Suba. Le llevaré a casa.

No recuerdo mucho de mi llegada, sólo que otros vecinos se


apresuraron a acercarse para hacerme un montón de
preguntas.

Zara dijo que habían visto los helicópteros y los aviones


bombardeando los bosques, sin saber que yo estaba allí. Nana
y Dada me preguntaron por Razyat y Malika.

-No sé si están vivas o muertas —contesté. Ellos guardaron


silencio. Notaron el estado en que me encontraba y no me
presionaron.

—Están vivas, seguro -afirmó Nana.

Todos me preguntaron si sabía algo de Alí. Hacía casi un mes


que había desaparecido. Su hermano Adam, cuatro
años mayor, había ido a buscarle. Dijo que estaba atrapado en
un sótano de Grozni con unos combatientes y que estaba
bien. Más tarde, me enteré de que Alí me había visto, pero él
no quería que yo le viera. Sabía lo furioso que me hubiera
puesto por la preocupación que nos causaba.

Al día siguiente le dije a Nana que quería volver a Grozni.

—Tengo que encontrar a Malika y Razyat, y ver si puedo


averiguar algo de Alí.

Ella dejó la tetera sobre la mesa con un golpe.

-Si están muertos, están muertos; si están vivos, están vivos -


dijo—. Cientos de personas van a Grozni para buscar a
sus parientes y sólo consiguen que los francotiradores los
maten. Te lo ruego, ¡no vayas!

Era duro contravenir el deseo de mis padres, pero cuanto más


pensaba en ello más seguro estaba de que debía ir.
Podrían haberme matado hace mucho pero, por alguna razón
que sólo Alá conocía, seguía vivo. Cuando se vive en continuo
peligro ocurre una especie de metamorfosis en el organismo.
Recordé una tarde, muchos días antes, al principio de la
Operación Jihad, en que un grupo de amigos nos sentamos a
comer en el apartamento de Natasha, una vecina rusa de
Magomed. Aunque no hablaba checheno Natasha se
comportaba como una compatriota, siempre llevaba pañuelo y
observaba nuestras tradiciones de hospitalidad. Su familia
había vivido en Grozni durante generaciones, así que ella no
tenía motivos para marcharse; aquel era su hogar. Era rubia,
de ojos grises, tendría unos cuarenta y cinco años y, sin duda,
quería obsequiarnos.
—Lo único que puedo hacer es daros de comer —dijo
colocando la sopera en la mesa.

De pronto, me invadió una acuciante sensación de miedo.


Sentí que iba a ocurrir algo horrible. Eché mi silla hacia atrás.

-Vamos un momento al sótano, ya subiremos luego a comer -


dije tratando de hablar con calma. Nadie se movió.

-Pero si acabamos de sentarnos -protestó Magomed.

-¡Vamos ahora mismo! ¡Moveos! -grité yo. Me miraron


sorprendidos-. ¡Rápido! ¡Rápido!

Me levanté y fui hacia la puerta. Bajamos a tumbos los cinco


tramos de escaleras. Al llegar a la planta baja, se oyeron
agudos silbidos y un proyectil impactó justo en el apartamento
de Natasha. Todos me miraron:

-¿Cómo lo has sabido?

Natasha me abrazó y me dio un beso. No pude explicar


aquello, como tampoco ahora podía explicar por qué no
temía volver a Grozni para buscar a mis hermanas.

Tres días después de llegar a casa, debía ser el 18 de agosto,


me levanté a las cinco de la mañana, me puse mi ropa de
deporte, recé y me marché sin decírselo a nadie. Había
decidido ir a la capital para buscar a mis hermanas y ayudar a
los heridos. Cuando salí, el cielo estaba despejado y las nubes
de humo sobre Grozni habían disminuido. Corrí a través de
callejones y senderos para evitar el fuego ruso. Llegar me
costó poco más de dos horas y, lo más sorprendente, no me
cansé en absoluto.

Una vez en Grozni busqué a Razyat y Malika por todas partes


sin éxito alguno. Nadie las había visto. Cuando finalmente
volví a casa varios días después descubrí que ambas habían
llegado allí poco después de salir yo a buscarlas. Habían
sobrevivido gracias a un valiente coronel checheno del FSB, el
Servicio Federal de Seguridad ruso, que les llevó comida y las
protegió de los soldados rusos. Se escondieron durante días en
el sota-no. El coronel, como otros chechenos que trabajaban
para el servicio secreto en muchas ciudades de Rusia, se
encontró en una situación insostenible al estallar la guerra.
Algunos se resignaron; otros, como el protector de mis
hermanas, se trasladaron a Chechenia con la idea de ayudar a
escondidas a sus compatriotas. De vez en cuando eran
descubiertos y castigados. Meses después Malika y Razyat
quedaron destrozadas al saber que el coronel había muerto en
un misterioso accidente de coche.

Tercera parte

Una paz frágil

Capítulo 12
Capítulo 12 - Re construcción

CREO QUE LO ACAECIDO en agosto, la liberación de


Grozni por combatientes chechenos, convenció finalmente
a Moscú de que era hora de retirarse de Chechenia.
Su marcha se negoció a finales de agosto entre el coronel
Aslán Masjádov y el general Alexander Lebed, el belicoso
general ruso que posteriormente se presentaría sin éxito como
candidato a la presidencia. El acuerdo, firmado en noviembre
por el primer ministro ruso Viktor Chernomirdin, estaba
plagado de nobles ideales acerca de garantizar los derechos
humanos, los derechos de las minorías étnicas y el derecho de
autodeterminación. La disposición más importante era que el
estatus político definitivo de Chechenia se aplazaría cinco
años, estableciéndose en el 2001. Como no es difícil suponer,
algunos militares rusos protestaron y lo mismo hicieron los
miembros del servicio secreto. Decían que ellos habían
luchado contra los terroristas y los bandidos; la retirada de
tropas significaba que los soldados habían muerto en vano.
Entendí la humillación rusa y que los manda-mases militares
pretendieran acabar su trabajo.

Después de la retirada rusa, la población luchó por volver a la


normalidad. Como los hospitales de Grozni estaban en ruinas,
comencé a trabajar en el hospital de Urús-Martán. En aquel
momento en Chechenia nadie quería pensar en la
guerra. Todos estaban contentos. Ya no habría más
explosiones ni más bombardeos ni más sótanos húmedos. Ni
más muertes, al menos eso era lo que pensábamos. La gente
creía que ya podíamos dedicamos a la reconstrucción, como
habíamos hecho tantas veces a lo largo de nuestra historia. En
los meses venideros los puestos de control rusos
desaparecerían. Los aviones, los trenes y los autobuses
reanudarían el servicio. Se abrirían los teatros y los museos de
Grozni. Los campesinos volverían a los campos a pesar de los
cientos de minas. Los ancianos hablaban desde las mezquitas,
la radio y la televisión, animándonos a seguir con nuestra vida.
Era el momento de dejar de lamentarse, decían; era el
momento de reconstruir las casas y de llevar los niños al
colegio.

En Aljan-Kala, como en todos los demás pueblos y aldeas, la


gente quería reconstruir las mezquitas. Mi amigo de la
infancia y vecino, Khamzat Magommadov, que había hecho
dinero antes de la guerra, encargó piedra blanca de la vecina
Dagues-tán. Aquellos que podían permitirse una aportación
también contribuyeron. Malika hizo un viaje ex profeso a
Krasnoiarsk y convenció a Hussein de que dejara venir con
nosotros a su hija de diez años, Khava, para que aprendiera
checheno y asistiera a una de las escuelas recién abiertas de
Grozni. Esta idea me satisfizo mucho porque cada vez estaba
más convencido de que si los niños no conocían el idioma, la
cultura chechena desaparecería. Sin cultura, Chechenia
moriría. También me alegraba el renovado interés que
demostraban mis padres por la vida.

-Es hora de librarse de los escombros —anunció Nana una


mañana mirando los ladrillos rotos, las vigas partidas y la
verja retorcida-. Un vestigio de los malos tiempos.

Ye comencé a buscar materiales para reconstruir mi casa.

Estábamos todos tan ocupados rehaciendo nuestras vidas que


tendíamos a ignorar las señales de alerta: los secuestros
y otros crímenes habían comenzado antes del fin de la guerra
e iban en aumento. El 16 de diciembre de 1996 el brutal
asesinato en Noviye Atagui de seis trabajadores de la Cruz
Roja, mientras dormían, nos conmocionó a todos. La muerte
de estos trabajadores que habían instalado un hospital de
campaña, traído equipo médico, suministrado comida, agua y
medicinas, y dado trabajo a unos 200 desempleados locales,
me llenó de vergüenza como a la mayoría de los chechenos.
El día siguiente a los crímenes me marché a Atagui. Las
mujeres lloraban abiertamente.

-Habían venido para ayudarnos —decían.

Vi lágrimas también en los ojos de algunos ancianos. No se


arrestó a nadie. Los testigos declararon que los pistoleros
hablaban checheno, lo que hace pensar que estaban a sueldo
de alguien que pretendía perturbar el desarrollo de nuestras
próximas elecciones presidenciales. Entre los muchos
sospechosos figuraban Doku Zavgayev, el líder títere de
Moscú que se sintió traicionado por el acuerdo de paz ruso, y
Zelimkhan Yandarbiyev, presidente en funciones, que era
antioccidental y se oponía a celebrar los comicios. Nunca
pudo probarse nada en contra de ellos. Como resultado de
este acto de barbarie las organizaciones internacionales
retiraron a sus trabajadores de Chechenia.

El 27 de enero de 1997 era la fecha establecida para celebrar


nuestras primeras elecciones presidenciales después de la
guerra. Entre los principales candidatos se encontraban: el
coronel Aslán Masjádov, jefe del personal militar; Shamil
Basáyev, el famoso comandante de campo; Movladi Udugov,
jefe de propaganda chechena; Akhmed Zakayev, ministro de
cultura; y Zelimkhan Yandarbiyev, presidente en funciones. Yo
prefería a Masjádov porque pensaba que era el más
moderado y el que tenía más experiencia.

Los comicios despertaron un entusiasmo asombroso. Llegaron


chechenos de todas partes: de Rusia, de Europa, de Oriente
Medio e incluso de Estados Unidos. Se pusieron en
funcionamiento líneas adicionales de trenes y aviones. En
las elecciones, consideradas libres y limpias por observadores
internacionales, Masjádov obtuvo más votos que Basáyev.
Más tarde, en mayo de 1997, el presidente Masjádov firmó un
acuerdo de paz con el presidente ruso Boris Yeltsin.

—El conflicto de 400 años de antigüedad ha llegado a su fin


—declaró Yeltsin en la televisión nacional.

La vida iba a ser mejor; estábamos seguros. En Moscú


algunos partidarios de la línea dura criticaron al presidente
ruso por sus palabras conciliadoras.

Pero nos equivocábamos. Se había firmado un acuerdo de


paz, los bombardeos habían cesado; sin embargo, más allá
de la euforia por el final de la guerra, existía un terrible
malestar que yo observaba día tras día en mis pacientes. Para
las personas cuyos familiares yacían en fosas comunes o bajo
montones de escombros, la paz no existía. Había miles de
desaparecidos. Cuando no había un cuerpo que enterrar ni
una tumba que visitar, la pena consumía el alma. Además, la
enfermedad se extendió como el fuego sobre la República.
Parecía que la resistencia física y psíquica de la población, tan
alta durante el conflicto, se hubiera colapsado al terminar éste.
Aquel invierno la diarrea, la disentería y los parásitos atacaron
a los pobladores, afectados también por un virulento tipo de
tuberculosis resistente a los antibióticos. Cientos de personas
tuvieron ataques de corazón y derrames cerebrales. En
nuestro pueblo, los corazones de diecisiete vecinos se pararon
en un periodo de veinticuatro horas. Miles luchaban por
sobrevivir sin brazos ni piernas. Al menos 10.000 personas,
muchas de ellas niños, necesitaban prótesis. Los bebés
murieron cuando sus madres perdieron la leche a causa del
estrés.

Comenzaba a darme cuenta de lo enfermo que estaba el país.


Pediatras de toda la República informaron que desde 1995 a
1996 un cuarto de los recién nacidos sufrían defectos de
nacimiento como paladar hendido, labio leporino,
extremidades atrofiadas, extremidades de más y falta de
órganos internos. Ellos y los otros niños sin brazos o sin
piernas formarían parte de nuestro futuro. Las deformidades
llegarían generación tras generación, como ocurrió en
Hiroshima y Nagasaki. Supuse que los rusos habían empleado
armas químicas a juzgar por la vegetación marchita, las
enfermedades respiratorias y las lesiones en los rostros de los
niños. Los especialistas afirmaron que los militares habían
utilizado Chechenia como campo de pruebas para toda clase
de armas nuevas, incluyendo las prohibidas.

Un conductor de tractores entró en mi consulta una mañana;


la carne de sus manos estaba negra y consumida hasta el
hueso en algunos lugares. Dijo que había estado cavando
cerca de unos contenedores, a un lado de la carretera que
unía Groz-ni con la base militar aérea de Jankala, y que allí
encontró un misterioso objeto fosforescente parecido a una
caja.

—La gente dice que los contenedores gotean —dijo.

Envié al hombre a Moscú para que fuera tratado de


inmediato. No sé si sobrevivió. Tiempo después los científicos
descubrieron que aquel terreno había sido utilizado por los
militares rusos para almacenar residuos radiactivos.

Como cirujano plástico yo era capaz de corregir muchos


defectos de nacimiento, pero las deformidades eran tan
severas que en la mayor parte de los casos no podía hacer
nada.

—¿Qué me aconseja, doctor? -me preguntó una madre


mientras desenvolvía a su hijo recién nacido y lo
colocaba sobre la mesa. Le temblaban las manos. Mi
enfermera se dio la vuelta, horrorizada. El bebé tenía una
cabeza enorme, doble labio leporino, paladar hendido y
pequeñas extremidades atrofiadas que sufrían sacudidas cada
dos o tres segundos. Sus ojos miraban desde ambas sienes y
tenía dos pares de orejas, un par de menor tamaño en lugar de
cada una de las normales. En vez de nariz, tenía una gran
abertura. Traté de disimular la conmoción que me causó.
Había visto deformidades, pero nada parecido a aquello. El
padre, un hombre sin afeitar vestido con un mugriento atuendo
deportivo, vigilaba mi cara.

—Cuando le alimentas, la comida se le sale por la nariz -dijo.


Ahora era la madre quien esperaba que yo dijera algo, y yo no
sabía que decirle a la pobre mujer. Parecía
avergonzada, como si pensara que aquella tragedia era culpa
suya. No sabía que esperaban los padres de mí. Quizá que
reconstruyera la cara del niño o que le inyectara algo para
librarlo de aquella miseria. Pero soy contrario a la eutanasia.
Me sentía impotente.

—Está en manos de Alá —dije—. No puedo hacer nada por


ustedes.

-Gracias, doctor -contestó ella envolviendo de nuevo a su hijo.

Una semana después supe que el bebé había fallecido.

Cuando la mujer y su familia salieron de la consulta recordé


una conversación que había mantenido con una de las
doctoras francesas de Médicos Sin Fronteras: “Los rusos ya
no necesitan bombardearos más. En el futuro tus compatriotas
morirán como moscas debido a la devastación ecológica
ocasionada por la guerra”, dijo. Entonces pensé que
exageraba.

Atender a los heridos era una tarea hercúlea. La economía


estaba colapsada: el 90 por ciento de los hombres estaban
en paro. La mitad de los médicos y de las enfermeras se
habían ido de la República durante la guerra para buscar
trabajo en Rusia: habían superado el límite de su resistencia o
no podían mantener a sus familias. Por desgracia, la guerra
había ejercido una terrible presión sobre nuestras tradiciones,
especialmente sobre las relaciones entre hombres y mujeres.
Cuando las fábricas cerraron y los hombres perdieron sus
puestos de trabajo, muchas mujeres se vieron obligadas a
ganar el pan comerciando en el bazar. Supe de muchas con
estudios -doctoras, profesoras- que abandonaron sus
profesiones y se dedicaron al trapicheo para mantener a sus
familias. Para un varón checheno no hay mayor humillación
que ser incapaz de mantener a los suyos. Yo era afortunado.
Aún tenía algunos ahorros, pero sabía que se acabarían algún
día.

Los amigos me sugirieron que fuera a Moscú para trabajar allí


pero la voz de mi padre siempre me recordaba el deber, y yo
sabía que el mío era quedarme en Chechenia. Debía mantener
a mis parientes. La mayor parte de ellos no tenía trabajo y los
que trabajaban, como Malika y Razyat, no cobraban por ello.
En total tenía trece personas a mi cargo, sin contar los que me
pedían préstamos que nunca podrían devolver. Sabía que tenía
que ganar algo de dinero no sólo para mantener a mi familia,
sino para comprar las medicinas y el equipo más necesario
para los hospitales. Mi amigo Abek Bisultanov, que
había hecho dinero con un negocio de venta de coches que
emprendió después de retirarse del atletismo, había ganado
más de 12.000 dólares. En 1997 hice varios viajes a Moscú
para comprar material médico con sus donaciones.

Decidí solventar mis problemas financieros ejerciendo la


cirugía estética con pacientes privados después de mi trabajo
en el hospital, tal como había hecho antes de la guerra. Una
vez finalizado el conflicto, todos querían olvidar la fealdad.
El estrés había acelerado los efectos de la edad y cuando las
mujeres se miraban al espejo no les gustaba lo que veían.
Algunas me visitaban en secreto, avergonzadas de su
preocupación por su aspecto cuando tanta gente sufría el
trauma de la guerra. Escarbaban en sus ahorros o pedían
préstamos para operarse. Yo comprendía este deseo de
posguerra de tener buen aspecto. En mi caso no pensaba
pasarme nunca más seis días sin afeitar por no tener agua, ni
volver a llevar pantalones manchados de sangre, ni el
apelmazado abrigo de piel de oveja, ni las botas que calaban.
Me encantaba afeitarme por las mañanas, y llevar camisa y
corbata limpias.

Mis honorarios eran bajos, por lo que nunca me faltaban


pacientes. Por arreglar una nariz, quitar unas patas de gallo
o estirar una cara, cobraba la décima parte de lo que pedían
los doctores del Instituto de Cosmetología de Moscú. Estaba
decidido a seguir trabajando mientras tuviera fuerzas. Al
volver a casa encontraba parientes de los heridos
esperándome en la calle, incluso después de la medianoche,
para pedirme ayuda. Estaba al borde del agotamiento; mi
resistencia tenía un límite. Una vez en casa, Dada me decía
que sus amigos, la mayoría de los cuales habían sido
deportados con él a Kazajstán, necesitaban un médico. Yo
sabía que sus amigos de aquellos tiempos eran sagrados.

A mis pacientes habituales no les cobraba nada. La mayor


parte no tenía dinero. Para sobrellevar su vergüenza se
sentían obligados a contarme sus desgracias. Éste había
perdido dos hijos; aquél una esposa. El hermano de éste había
sido torturado; la hija de aquél violada.

-iPor favor, no me lo cuenten! -imploraba yo-. Todos hemos


perdido amigos y familiares.

Trataba de controlar mi irritación pero, a pesar de mis


esfuerzos, mi ira aumentaba día a día.
Además de atender a los civiles, me llamaban ocasionalmente
para tratar a Salman Raduyev, el controvertido comandante
de campo que operé en el escondite de las montañas.
Varios meses después de dicha operación quité el tejido
cicatrizado de la reconstrucción facial. No sólo era un
paciente exasperante que nunca seguía mis instrucciones, sino
que relacionarme con él ponía mi vida en peligro. Una vez,
después de visitarle, encontré una nota bajo mi puerta: “Si
sigue manteniendo a Raduyev con vida, la próxima vez le
mataremos a usted”.

Después de tomar rehenes en la aldea daguestana de Kizliar,


en enero de 1996, Raduyev encabezaba la lista de los más
buscados por el Kremlin. Los periodistas escribían
constantemente sobre él, y él parecía disfrutar de su
reputación. Le encantaba inventar historias increíbles y
vanagloriarse de atentados terroristas que no había cometido.
Cuando le dije que no mencionara mi nombre, contaba que
cirujanos estéticos alemanes habían ido hasta Chechenia para
su intervención, decía que eran los mismos que habían
operado a Michael Jackson. Desde entonces la gente de
Chechenia le apodó “Jackson”, por la estrella americana de
rock. En Moscú los medios le llamaban “Tita-nik” debido a los
hilos y placas de titanio que mantenían su calavera de una
pieza. Al volver de un tratamiento médico en

Estambul, trató incluso de hacerse pasar por el difunto


presidente Dudáiev. Durante un tiempo declaró ser la
reencarnación de Dudáiev, remedando su modo de andar, su
forma de hablar y sus gestos, hasta que se cansó de la farsa.

No podría decir por qué actuaba Raduyev de aquel modo. Las


personas que le conocieron antes de la guerra aseguraban que
era un hombre tranquilo y educado. ¿Estaba realmente loco o
es que le gustaba comportarse así? ¿Era creyente o utilizaba
el Islam para su propio provecho como otros líderes
sin escrúpulos? Una vez, mientras le cambiaba los vendajes,
le sugerí que dominara su agresiva forma de hablar, y lo único
que hizo fue reírse. Parecía que se veía obligado a representar
la imagen que había creado la prensa de él.

Raduyev era un cañón cargado y había innumerables


tentativas para asesinarlo. Con tantos enemigos no era fácil
saber quien estaba detrás de ellas, si los rusos o los
chechenos. Raduyev clamaba que el único médico de
Chechenia en quien con-
E1 comandante Raduyev (a la derecha) y yo, después de una
operación.

fiaba era yo, lo cual quería decir que sus hombres aporreaban
mi puerta cada dos por tres, de día o de noche, para que le
curara las heridas causadas por la última tentativa de
asesinato. Nunca íbamos al mismo lugar porque Raduyev
dormía en una cama distinta cada noche y cambiaba de
guardias al menos una vez por semana.
En abril de 1997, después de su regreso de Estambul, donde
fue a colocarse un ojo artificial, me llamó para que acudiera a
una gran casa custodiada por 100 hombres en las afueras de
Gudermes, la segunda población más grande de Chechenia,
situada al este de Grozni, como a una hora y media de allí en
coche.

Raduyev se puso de pie cuando entré en la habitación, ordenó


a sus guardias que salieran y me dio un abrazo de oso. Le
había vuelto a crecer la barba y llevaba gafas oscuras. En
la mesilla situada al lado de su catre había un montón de
recortes de periódicos.

-¡Todo historias sobre mí! -dijo sonriendo. El y sus bravatas,


como de costumbre—. ¿Cómo va todo, Tigre? ¿Algún
problema?

-Mi único problema es usted -contesté-. La gente no deja de


preguntarme su paradero.

Se echó a reír y después me contó su tratamiento en Turquía,


en 1996. Me dijo que los médicos de Estambul habían
alabado el modo en que yo le había reconstruido la cara. Se
quitó las gafas para enseñarme el ojo de cristal de la órbita
izquierda y me tendió un sobre marrón que contenía sus
radiografías. Al examinarle vi de inmediato que se había
formado un absceso a lo largo del borde inferior de la cavidad
ocular izquierda. Su cuerpo estaba rechazando la abrazadera
de titanio que habían insertado los médicos turcos para
sostener el ojo de cristal.

-El implante debe ser retirado -dije. Él contestó que no tenía


tiempo en aquel momento, pero que se pondría en contacto
conmigo al cabo de pocos días.

Pasaron meses antes de que sus hombres volvieran a


buscarme. Por entonces la fístula rezumaba pus amarillo. Me
preocupaba que padeciera osteomielitis, una infección del
hueso, a lo largo del borde orbital inferior.

—Es necesario operar de inmediato, antes de que la infección


empeore y penetre en el hueso —le advertí—. Tengo que
abrir por la boca y entrar por los senos nasales. Necesitamos
una serie de pruebas: sangre, orina... antes de darle anestesia
general.

—Tengo una salud excelente —dijo con brusquedad—. No


necesito pruebas. No tengo tiempo de pruebas.

Era inútil discutir con él. A regañadientes, acepté intervenir


ese mismo día en el hospital de Guedermes a partir de las
diez de la noche, cuando la presencia de sus guardias no
amedrentara a otros pacientes. La operación presentaba
complicaciones: cuando abrí la fístula encontré que la
infección había entrado en el borde de la órbita, por lo tanto
debía hacer un raspado para limpiarla. En vez de una hora,
tardamos tres. Lo que es más, la hemorragia era excesiva
porque la sangre de Raduyev no tenía suficiente plasma y ello
impedía su adecuada coagulación (si hubiera podido hacerle
las pruebas lo hubiera sabido). Cuando finalmente pude parar
el flujo de sangre estaba empapado en sudor. Si Raduyev
moría me echarían a mí la culpa.

Después de la operación indiqué a sus guardias que le llevaran


al Noveno Hospital de Grozni los días siguientes, para
examinar la herida y cambiar los vendajes. Más tarde me
condujeron a Aljan-Kala.

Cada día, antes de llegar Raduyev al hospital, sus hombres,


armados hasta los dientes, inspeccionaban los alrededores,
buscaban explosivos bajo los coches y despejaban los pasillos.
Se quedaba poco tiempo; sus guardias lo metían y lo sacaban
con la mayor rapidez posible. El séptimo día le quité los
puntos; por suerte, el tratamiento había concluido.

Sin embargo, pocos días más tarde, tuvo una hemorragia y fue
llevado rápidamente al Noveno Hospital. Resultó que,
otra vez, había desobedecido mis instrucciones. Después de la
operación de la fístula le dije que se tomara las cosas con
calma. En lugar de ello, había ido a la plaza Sheij Mansur para
arengar a la multitud: su herida se había abierto y había
empezado a sangrar. Cuando llegó al hospital había perdido ya
tanta sangre que le pedimos al ulema que le leyera la oración
para moribundos.

Raduyev parecía aterrado. A sus seguidores les decía a


menudo: “¡Debemos morir por la Jihad!”. Siempre estaba
dispuesto a dar valor a los otros para que se sacrificaran,
pero, al mirarle entonces, vi que él no tenía ningún deseo de
abandonar esta vida.

Después de comprobar que Raduyev no tenía suficiente


plasma, le informé de inmediato:

-Necesitamos sangre con urgencia.


-¡Eso no es problema! -contestó él agitando un brazo-. Mi
gente la donará. Coja a cincuenta, a cien, a todos los que
necesite... doscientos si es preciso.

A propósito, no le dije que dos o tres donantes bastarían para


él. Ordenar a sus hombres que donaran sangre era
una excelente oportunidad para reponer las existencias del
hospital. Revolvimos por todas partes para conseguir la mayor
cantidad posible de recipientes para conservarla. Entre tanto
le trasfundimos el plasma a Raduyev, que se recuperó en
pocos días.

Después de su recuperación me enteré que se rumoreaba que


yo era un agente del FSB y que le había inyectado un
veneno de efecto retardado. Me enfurecí.

-Esos rumores no me gustan nada -le dije la siguiente vez que


fue al hospital—, y no quiero volver a oírlos. Si no confía en
mí, no tiene sentido que siga tratándole. Tiene muchos
enemigos. La gente está siempre intentando hacerle volar por
los aires. ¿Cómo sé yo que no intentarán lo mismo conmigo?

Dijo que lo lamentaba mucho.

-Diré a mis hombres que acaben con los rumores -añadió.

Raduyev volvió a mi mesa de operaciones pocos meses


después. Esta vez alguien había puesto una bomba en su
coche. La explosión mató al conductor y a un guardaespaldas.
Tenía las costillas y la cadera llenas de metralla y la cara
horriblemente quemada. Le cubrí las quemaduras con mi
mejunje de yema de huevo y crema agria, para mitigar el dolor
y quitar el tejido muerto. Raduyev era un gato de nueve vidas
y, por lo visto, yo era el encargado de conservarlas, lo que no
me gustaba lo más mínimo.

EN EL VERANO de 1997 decidí llevar a Zara, Maryam e


Islam a pasar unos días de vacaciones al mar Caspio, en la
vecina Daguestán. Pensé que una semana de descanso en la
playa, tomando el sol y escuchando las olas, me daría nuevas
energías y exorcizaría algunas de las terribles imágenes que
me asaltaban desde aquellos días de finales de agosto en
Grozni. Durante algún tiempo, después del final de la primera
guerra, había sido capaz de quitármelas de la cabeza debido,
sobre todo, a la preocupación por mis pacientes pero, con el
agotamiento, la depresión había vuelto. La semana que
pasamos junto al mar me sentó bien, desde luego, pero al
regresar a casa las imágenes volvieron. Mientras trataba a los
pacientes no tenía problemas. Era al acabar el día, al irse
desvaneciendo la luz, cuando empezaba a sentirme mal, y
cuanto más tarde era peor me sentía. No podía tranquilizarme,
empezaba a sudar, me era imposible dormir.

-No deberías tomarte las cosas tan a pecho -decía Nana


cuando me encontraba en la cocina en mitad de la noche-.
La guerra ha terminado. Nosotros hemos tenido suerte:
estamos vivos.

Lo que decía era cierto, pero yo no podía controlar mi


depresión. Mi familia no lo entendía. Los amigos hablaban
de reconstruir sus casas o de comprarse un coche, pero yo no
veía más que aviones que nos bombardeaban en el bosque, no
escuchaba más que gritos de terror.
Nana, mis hermanas y Zara estaban tan preocupadas que me
sugirieron que fuera a ver al viejo ulema que vivía en Aljan-
Iurt.

—Ha ayudado a muchas personas -dijo Nana-. La gente pasa


días durmiendo en la calle para verle. Lecha te puede
concertar una cita.

Lecha, el marido de mi hermana Raya, había sido panadero en


Aljan- Iurt hasta que perdió el empleo.

Al principio me negué. El problema me avergonzaba. Otros


habían sufrido mucho más que yo. Por último acepté pedir
ayuda al ulema sólo para tranquilizar a Nana.

—El ulema ha curado montones de niños —me aseguró.

Lecha y yo salimos para Aljan-Iurt dos días después. Las


rodadas de la carretera estaban llenas de agua, así que
condujimos despacio. Cuando salí del coche algunas de las
personas que esperaban para ver al ulema me reconocieron.

—¡Es el médico! —exclamó una mujer—. ¡Dejadle pasar!

El gentío me abrió paso. La puerta que conducía al patio se


abrió y oí que alguien decía:

-Sígame.

Una figura surgió de la oscuridad y me condujo a una


habitación iluminada por una lámpara de queroseno colocada
sobre una mesilla, en un rincón. Mientras me quitaba los
zapatos, el calor que emanaba de una chimenea de ladrillo
situada en el centro del cuarto me golpeó la cara. Dos de las
paredes estaban llenas de estanterías con libros: ejemplares
antiguos del Corán, algunos encuadernados en piel, otros con
los lomos rotos, todos en árabe. De las otras paredes colgaban
amarillentas fotografías de famosos jeques y personajes
importantes de la historia chechena. A su lado estaban las que
parecían fotografías de familia: mujeres con el traje tradicional
checheno, y hombres con túnicas ceñidas y papakhas.

-Entre, por favor -dijo un anciano cargado de espaldas, con


una barba blanca cuidadosamente recortada. Se acercó
para estrecharme la mano. Detrás de él esperaba un hombre
de mediana edad que el anciano me presentó como a su hijo.
El anciano debía tener unos ochenta años y cubría su cabeza
con un blanco gorro de oración musulmán. Vestía la holgada
túnica del traje tradicional checheno encima de los pantalones
y calzaba botas de suave cuero negro. Miré a los ojos que
me contemplaban con expresión benigna. Cientos de arrugas
surcaban su rostro. Al instante sentí como si le conociera de
toda la vida. Había algo en su sonrisa que me hizo pensar que
podría ayudarme. Me invitó a sentarme y le pidió a su esposa
que nos trajera té. Nos sentamos a una mesa pequeña, en la
parte central de la habitación, sobre la que había una jarra de
agua de cristal transparente. El hijo del ulema le tendió a su
padre dos vasos, dos copias encuadernadas en piel del Corán,
una hoja de papel y una pluma.

-¿Cuál es el motivo de su sufrimiento? -preguntó el viejo


ulema después de que su mujer colocara frente a mí un vaso
de té acompañado por una jarrita de cristal con mermelada
casera.
Empecé a enumerar mis síntomas pero el ulema me
interrumpió:

—¿Ve toda esa gente de ahí fuera? -dijo-. Todos sufren


irritabilidad, depresión, desinterés por la vida, miedo,
agitación...

Todos mis síntomas.

El ulema abrió una copia del Corán, pasó las páginas y,


cuando encontró el pasaje que buscaba, comenzó a copiarlo
en la hoja de papel. Le temblaba la mano al escribir. Cuando
acabó dobló el papel, lo sumergió en el agua y esperó a que la
hoja se empapara. Mientras esperábamos escuché el llanto de
un niño. La puerta se abrió y entró una mujer con un
muchachito. La cara del pequeño estaba púrpura,
congestionada, no podía dejar de llorar. El anciano ulema se le
acercó, le puso la mano en la cabeza y murmuró una breve
plegaria en árabe. Para mi asombro, el niño dejó de llorar.

Mientras miraba las palabras desdibujadas y la tinta disuelta


en la jarra de agua sentí que estaba siendo ayudado. No
entendía las palabras árabes escritas en el papel, pero
confiaba en el anciano y creía en lo escrito en el Corán.

—Lleve el agua a su casa; déjela reposar tres días —dijo—.


Al tercer día saque el papel, espere a que se seque y
quémelo; beba una cucharada del agua por la mañana y otra
por la noche. Vuelva después a verme.

Hice lo que el ulema me indicó: bebí el agua. Me pregunté que


dirían mis profesores de Krasnoiarsk si me vieran. Había
oído que muchos de ellos, ateos declarados, iban ahora a la
iglesia.

Pocos días después empecé a sentirme mejor. Estaba más


animado. Dormía profundamente. No puedo explicarlo de
forma científica. Pensando en ello, creo que la mejoría se
debió a la fe: a mi fe en Alá; a mi fe en los conocimientos del
ulema sobre el Corán; a mi fe en las palabras árabes
consagradas por una larga tradición.

A pesar de que el ulema me lo había dicho, no volví a visitarle.


Una vez que me sentí mejor, empecé a estar demasiado
ocupado y preocupado como para volver.

Capítulo 13 - Eclipse de alma

EN EL VERANO de 1998 volví a Moscú para pasar tres o cuatro


meses aprendiendo las últimas técnicas en injertos de piel. Las
fechas me venían bien porque Zara esperaba nuestro tercer
hijo para últimos de noviembre, y yo quería estar de vuelta
para el parto. Además, suponía que el reencuentro con viejos
amigos como Abek Bisultanov y Musa Saponov me levantaría
el ánimo. Ir en coche por Moscú, desde el aeropuerto
Vnukovo, fue un shock. Después de llevar tanto tiempo
viviendo en Chechenia estaba acostumbrado a lo gris. La
prosperidad de Moscú me desorientaba: las vallas publicitarias
con anuncios de cigarrillos Marlboro, las rimbombantes
promesas de bancos y aerolíneas, las chicas ligeras de ropa
anunciando productos por televisión, y señales luminosas por
todas partes. Miraba por la ventanilla del taxi y no podía creer
lo que veía. En el carril contiguo, una joven atractiva conducía
mientras hablaba por un teléfono móvil. Vol-vos, Jeep
Cherokees y Mercedes pasaban como rayos. Todo se había
occidentalizado desde que Rusia se embarcó en el
capitalismo.

Fui a comprar una camisa a GUM, los grandes almacenes


situados frente al Kremlin, en la Plaza Roja. Tiendas de
diseñadores como Calvin Klein y Escada llenaban las galerías.

—¿Con tarjeta de crédito? —me preguntó el cajero al ir a


pagar.

Negué con la cabeza, avergonzado. Había oído hablar de las


tarjetas de crédito pero no tenía ni idea de cómo
funcionaban. En cualquier caso yo no tenía ninguna.

En lugar de animarme, Moscú me hizo el efecto contrario.


Toda su modernización me recordó el deterioro de
Chechenia. ¿Cómo íbamos a entrar en el mundo moderno?
Estábamos en la Edad de Piedra. Habíamos echado a los
rusos pero ¿cómo podíamos decir que habíamos ganado la
guerra cuando la gente no tenía trabajo, padecía terribles
enfermedades y vivía en edificios bombardeados? Los rusos
corrientes no parecían sufrir por haber perdido una guerra, por
lo menos no lo aparentaban. Es cierto que en provincias había
miseria como siempre había habido, pero en Moscú todo
brillaba.

Los colegas rusos que conocí en 1993 en el Instituto de


Cosmetología me trataban ahora con frialdad. En otros
tiempos habíamos trabajado juntos, comido juntos, confiado
unos en otros. Sabían por lo que había pasado, pero no
mostraron el menor interés ni por mi estado ni por la situación
de Chechenia. Cuando entré en el despacho del profesor
Frishberg, él me echó un ligero vistazo, dijo unas cuantas
frases corteses de cumplido y volvió a hacer lo que estuviera
haciendo. Lo único que quería era que me marchara cuanto
antes.

Un antiguo amigo ruso, coronel y doctor del Cuerpo Médico, a


quien conocí mientras hacía mi especialidad en el Instituto de
Cosmetología, y que sabía de mi experiencia en heridas de
bala, me pidió que examinara las radiografías de un
soldado ruso herido en Chechenia. En una operación anterior
los médicos le habían puesto una placa de titanio en la
fractura de la mandíbula inferior, pero la herida no se curaba.
Le dije que la placa debía ser retirada y sustituida por un
injerto de hueso de la cadera.

-¿Te gustaría hacer la operación? -preguntó mi amigo. Se iba


a realizar en el hospital militar más importante, gestionado por
el Ministerio de Defensa, y él estaría presente. Acepté.

El día de la operación, después de lavarme y ponerme la bata,


cuando estaba a punto de entrar en el quirófano, mi amigo me
detuvo.

—Es mejor que no digamos que eres checheno —susurró—.


Hay oficiales de alta graduación, generales en concreto, por
los pasillos.

A duras penas pude contener mi ira:

-Tú sabes que soy checheno, así que ¿para qué me invitaste a
operar? Después de todo lo que he pasado, después de todo lo
que mi gente ha sufrido, ¿se supone que debo
avergonzarme de ser checheno?

Mi amigo enrojeció y empezó a disculparse.

-El paciente ya está anestesiado -dijo. Tenía miedo de que me


negara a operar.

Hice la intervención porque nada de aquello era culpa del


joven soldado. Le quité un trozo de hueso de la cadera, di
las proporciones justas al hueso y lo fijé en la mandíbula en el
lugar que ocupaba la placa de titanio. Conseguí que encajara
perfectamente y quedé encantado. Completada la
intervención me quité los guantes y la mascarilla, y me dirigí al
equipo médico:

-Cuando el paciente vuelva en sí, díganle que le ha operado un


checheno, y que también lo sepa el personal del hospital.
Nada más, muchas gracias. Ha sido un placer trabajar con
ustedes.

Me di la vuelta y me marché.

A veces una persona entra en tu vida cuando más lo


necesitas. Nosotros creemos que Alá envía a la gente para
ayudarnos. Un amigo me presentó a Natasha Petrovna, una
profesora de inglés de la universidad de Moscú y una anglofila
declarada. Después de su trabajo en la universidad,
daba clases particulares para niños. Cada verano llevaba un
grupo de pequeños a Inglaterra. Había estado en Chechenia
como traductora de un grupo de oficiales extranjeros, así que
conocía la situación del país. Un día me preguntó si me
gustaría visitar a unos niños chechenos de un hospital de
Moscú.

—Son casos de amputaciones muy severas. Muchos no


pueden moverse. Yo les llevo juguetes o pasteles —dijo.

Me tendió un folleto editado por la Fundación Kabzon, una


organización caritativa que recaudaba fondos para que las
víctimas más jóvenes de la guerra de Chechenia fueran
tratadas en Moscú. Reconocí de inmediato cuatro de los niños
fotografiados: habían sido pacientes míos en el Noveno
Hospital Ciudadano de Grozni. Me hizo feliz saber que
estaban recibiendo tratamiento en Moscú.

Natasha y yo fuimos en taxi al hospital al siguiente sábado. El


olor familiar del antiséptico me envolvió en cuanto entramos
en la sección infantil. Manzanas, botellas de kéfir, trozos de
pan y cazos con restos de sopa cubrían los alféizares de
las ventanas. Algunos niños estaban tumbados; otros
recostados sobre almohadas. Como siempre, los familiares les
llevaban comida y cariño. Algunos padres estaban sentados
en las camas cerca de sus hijos, dándoles alimentos a
cucharadas. Los niños sin parientes dependían de la
amabilidad de los amigos -gente como Natasha- que se
apiadaban de ellos.

Entré en una habitación en la que había dos camas


enfrentadas. Un muchacho de diez años, Alí, me llamó la
atención. Su padre sostenía un libro frente a él mientras el
niño leía en voz alta el alfabeto árabe. El padre, un policía en
paro de Grozni, me dijo que creía en los milagros. Se negaba a
aceptar que las piernas de Alí estuvieran paralizadas de por
vida. Pensaba que si podía llevar a su hijo a Israel, los
médicos lograrían curarlo. Conocía gente que había ido allí.
No dije nada. Llevar un niño al extranjero para que lo trataran
costaba millones, y los resultados eran inciertos.

En las semanas siguientes, al visitar el hospital con Natasha,


observé los progresos de Alí. Tumbado sobre la espalda, el
chico podía sostener un lápiz entre el pulgar y el índice, y, a
pesar de sus dedos paralizados, se las arreglaba para escribir
en una tablilla que el padre había fijado por encima de su
cama. Me sorprendía la habilidad de Alí para entender y
memorizar las palabras árabes. Muy pronto fue capaz de leer
frases enteras. Lo más probable es que nunca pudiera volver
a andar pero, a pesar de ello, vivía la vida con entusiasmo. Su
espíritu era el verdadero milagro.

Escuchando a Natasha hablar de Inglaterra se me ocurrió


aprender inglés y le pregunté si podía darme clases. Sabía
que el inglés me sería útil en mi profesión porque podría leer lo
último en literatura médica y quizá ampliar mi formación en
un hospital extranjero. Tenía ilusión por aprender el idioma
desde niño. Después, al viajar al extranjero para las
competiciones deportivas, lo oí hablar a menudo. Natasha no
me respondió enseguida porque tenía mucho trabajo, pero días
más tarde me telefoneó y me dijo que me daría las clases.
Nos vimos todos los días de los tres meses siguientes.
Estudiar era una como una terapia, me ayudaba a olvidar las
preocupaciones, aunque a veces me costara recordar las
palabras. Desde que sufrí la conmoción cerebral mi memoria
no era la de antes. Cuando estudiaba medicina no había tenido
el menor problema para aprender latín, sin embargo el inglés
me podía.

-Repite las palabras una y otra vez -decía Natasha.

Me sugirió que fuera tres meses a Londres para estar en un


entorno adecuado. Al principio dudé a causa de mis
familiares pero las cosas parecían tranquilas en Chechenia, y
ellos siempre habían sido muy comprensivos cuando yo quería
ampliar mis conocimientos. Podía ir y volver antes que Zara
saliera de cuentas. Malika y Nana la ayudarían entre tanto en
el cuidado de Mar-yam e Islam; esa era una de las ventajas
de tener una gran familia.

Natasha tenía contactos con la comunidad médica británica y


me arregló una estancia de tres meses con una pareja de
médicos. Ya sólo necesitaba el visado para Inglaterra. Rellené
todos los impresos y solicité cartas de recomendación al
Ministerio de Salud checheno. Una compañía chechena se
comprometió a pagar mis gastos. Finalmente, recibí una
llamada de la Embaja-

da Británica y fui a su sede a la sombra del Kremlin, cruzando


el río Moscú, a primera hora de la mañana. Fui conducido a
un anexo especial dividido en numerosos cubículos. Un
funcionario del consulado me condujo al interior de una de
aquellas habitaciones de entrevistas donde me interrogó
durante horas. ¿Por qué quería ir a Inglaterra? ¿Por qué tenía
que estudiar inglés en Inglaterra? ¿Cómo podía estar segura
Inglaterra de que yo no desertaría?

Todo lo que le dije acerca de que tenía mujer e hijos en Che-


chenia y de que era el responsable de cuidar de mis padres no
le convenció. Mis cartas de recomendación no sirvieron
para nada. El representante de Su Majestad no tenía dudas: o
era un terrorista o pensaba quedarme en el Reino Unido.

-Puede que Inglaterra sea un país maravilloso pero, créame,


soy muy feliz en las ruinas de mi Chechenia natal -le dije.

A las dos de la tarde empezó a acabárseme la paciencia y


traté de interrumpir la entrevista. El funcionario me dijo que
esperara. Diez minutos después apareció un funcionario de
grado superior y me informó de que mi petición había sido
denegada. Afirmó que no había contestado las preguntas
convincentemente. Estampó la denegación en mi pasaporte.
No podía saberlo en ese momento, pero aquel sello británico
era una señal que iba a crearme más dificultades en los meses
siguientes con otros funcionarios extranjeros.

Descarté la idea de una mayor especialización en injertos de


piel porque percibía los sentimientos antichechenos entre
mis antiguos colegas. A pesar de la agradable distracción que
me proporcionaban mis clases de inglés, empecé a sentirme
alienado por la sociedad de Moscú y tuve miedo de quedarme
solo. Me reprendí por no haber visitado al ulema por segunda
vez, pero decidí no volver todavía a casa porque sabía que mi
familia se disgustaría al verme en aquel estado depresivo. Me
resultaba demasiado doloroso seguir visitando a los niños
del hospital. La tristeza que me producía el destino de mi
gente me agobiaba; todas aquellas vidas rotas... A veces
cuando estaba solo, y es duro para mí admitirlo, me echaba a
llorar.
Natasha trató de distraerme llevándome a teatros y a museos,
pero no sirvió de mucho. Quería volver a casa.

—No puedes volver a Chechenia —dijo Natasha mientras


estábamos sentados en un café después de visitar el
Museo Pushkin-. Con el talento que tienes como cirujano, allí
te morirías. Tienes que traer a tu familia a Moscú, dedicarte a
la investigación e ir al extranjero mediante programas de
intercambio. Necesitas ampliar tus conocimientos.

-Mi familia y yo pertenecemos a Chechenia -repliqué-. La


gente de allí está enferma y necesita mucha ayuda.

-Entonces tienes que someterte a tratamiento médico -


contestó-. Necesitas un buen psiquiatra.

-No necesito ningún tratamiento.

Estaba equivocado. La situación llegó a un punto crítico una


noche del siguiente mes, septiembre, mientras estaba en casa
de un pariente lejano, Muslim Zhabirov, que vivía cerca de la
estación de metro de Medvedkovo. Sin previo aviso
experimenté una sobrecogedora sensación de tristeza. Me
desperté sobresaltado a las dos de la madrugada, como si una
corriente eléctrica me hubiera traspasado la cabeza cegando
mis ojos como la luz de un flash. Un segundo después
desapareció y volvió la oscuridad, aunque estaba totalmente
consciente. El corazón me latía muy deprisa. Aterrado, salté
de la cama y encendí la luz. Necesitaba aire. Tenía que andar.
Me eché una chaqueta por los hombros y me dirigí a la
puerta; me detuve. No, no podía salir: mis amigos podían
oírme y harían preguntas. Además, para un checheno era
peligroso salir a la calle, especialmente de noche: corría el
riesgo de ser arrestado, asaltado o golpeado. Me acerqué a la
ventana y la abrí.

El aire húmedo me golpeó la cara. Me incliné sobre el borde.


Las luces de las farolas que traspasaban el follaje de los
árboles se reflejaban en el pavimento mojado. Había una
llovizna constante. Nubes oscuras colgaban sobre el edificio
de viviendas de enfrente. Pasó un coche, sus luces destacaron
los charcos. Pensé que sería fácil saltar y acabar con todo. Mi
tortuosa existencia era mucho peor que todo lo que había
vivido durante la guerra. Varias personas pasaron deprisa.
Después de todas las atrocidades, de todos los cadáveres, de
todas las vidas truncadas, ¿no era ya hora de irse? Pensé en
Nana y Dada, en Zara, Maryam e Islam. Era mi deber
protegerlos. Imaginé mi cuerpo tendido en la calle, la gente
arremolinándose alrededor, los coches de policía con las luces
intermitentes. Cerré la ventana.

Me tendí en la cama otra vez, incapaz de encontrar una


postura cómoda, retorciéndome y dando vueltas. Cada pocos
minutos cambiaba de posición, tirando las mantas. Me
adormecí pero fui despertado por otro flash. Miré al reloj.
Eran las dos y cuarto. Estaba empapado en sudor. Me
envolvía una terrible oscuridad, como si mi vida hubiera
perdido cualquier atisbo de significado. Un eclipse de alma.
Salté de la cama y volví a la ventana. Esta vez era la
definitiva: iba a saltar. Abrí la ventana y tomé aliento.
Entonces, algo me retuvo. Una voz interior: “¡No lo hagas!
¡No lo hagas!”. Maryam, Islam, mi hijo no nacido, ¿qué sería
de ellos?
Cerré la ventana y me senté. Miré un periódico e intenté leer;
las letras se desdibujaban, nada tenía sentido. Abrí un libro,
hojeé las páginas sin entender nada. Los minutos pasaban.
Eran las tres, y me sentía desesperadamente solo.

Me estoy engañando a mí mismo, pensé, no debo dejarme


influenciar por las cosas de este mundo. A tropezones
me acerqué de nuevo a la ventana, decidido a llegar hasta el
final. La abrí por tercera vez. Otros pensamientos empezaron
a rondar por mi cabeza. El Corán dice que matarse es un
pecado muy grave. Tu alma no será admitida en el paraíso. Si
me suicidaba les causaría muchos problemas a mis amigos.
Intervendría la policía, querrían saber por qué lo había hecho.
Preguntarían a mis amigos y a mis parientes. Mi muerte -mi
debilidad, mi imperdonable debilidad- provocaría que las
sospechas recayeran sobre toda mi familia.

No podía hacerle eso a mis padres ni a mi mujer ni a mis hijos.


Cerré la ventana. Sabía que estaba en grave peligro.
Había visto pacientes suicidas. Había leído sobre jóvenes
soldados rusos que se volvían locos o se mataban al volver a
casa después de la guerra. Por la mañana decidí llamar a un
amigo checheno que trabajaba en el Ministerio de Salud ruso
y pedirle ayuda.

-Tengo que ingresar inmediatamente; no sobreviviré a otro día


—le dije.

Mi amigo prometió hacer los trámites necesarios en el


Departamento de Salud de Moscú para conseguirme
tratamiento gratis. Fuimos juntos al hospital, situado en el sur
de la ciudad. El jefe médico me derivó a su ayudante, una
agradable doctora. Ella me preguntó si quería habitación
particular, yo le dije que necesitaba estar con más gente. Me
colocó en una habitación doble con Sergei, un joven ruso que
había sufrido una crisis nerviosa. Supe después, por las
enfermeras, que era un paciente habitual de la clínica. Por lo
visto había tenido una infancia terrible a causa del alcoholismo
de sus padres. No hablábamos mucho. El pasaba casi todo el
día leyendo libros o revistas.

No le conté a mi familia lo sucedido porque no quería


preocuparles. Además, era casi imposible comunicar con
Chechenia. Finalmente les mandé un mensaje por medio de un
conocido de Aljan-Kala que trabajaba de guarda en el tren
Moscú-Grozni, un trayecto de treinta y seis horas. Les dije
que pasaría en Moscú un par de meses más, que estaba bien
y que no se preocuparan.

Entré en la clínica a mediados de septiembre de 1998. Estuve


ingresado cuarenta y cinco días en los que me administraron
tranquilizantes, e inyecciones para mejorar el riego
sanguíneo del cerebro y aumentar la memoria. Pasaba casi
todo el tiempo durmiendo. Cuando no dormía, asistía a
sesiones de psiquiatría e hipnosis. No me sirvieron de nada. El
psiquiatra me dijo que sufría estrés postraumático, secuela de
la guerra. El diagnóstico no me era precisamente desconocido:
se lo podría haber dicho yo. A diferencia del anciano ulema, el
psiquiatra no tenía habilidad para curar, y yo no tenía fe en él.
Para que haya curación, el paciente debe tener fe en su
médico. Sólo me sentía mejor con las grabaciones del fluir del
agua y del canto de pájaros que escuchaba a veces con
auriculares. Hacia el final de mi estancia empecé a tirar los
tranquilizantes por el inodoro y fui al gimnasio de la clínica,
que estaba muy bien equipado. En los momentos más duros,
incluso en medio de un bombardeo durante la guerra, el
ejercicio era lo único que me ayudaba de verdad. Después de
varias horas levantando pesas empecé a animarme.

Ser paciente de un hospital no me protegió del acoso. De vez


en cuando iba a comprar algo de comer o un zumo de tomate
a un quiosco que estaba cerca de la puerta principal. Nada
más salir se me acercaba un coche de policía y el desarrollo
de la escena era siempre el mismo:

—No tiene usted un propiska (permiso de residencia) para


Moscú —afirmaba el policía mirando los documentos-.
Usted vive en Chechenia. Necesita un permiso de residencia
para estar en Moscú.

—Ya sé, ya sé, pero es que soy un paciente del hospital. Ya


ve que llevo zapatillas y pantalones de pijama. Si no me cree,
compruébelo en la clínica.

-Donde lo vamos a comprobar es en el cuartel de policía.


Necesitaremos sus huellas para ver si están en el ordenador.

Ese era mi turno para actuar, me acababa de dar el pie,


estábamos llegando al soborno. Cien rublos (unos
veinticinco dólares) era la tarifa habitual. Entonces yo sacaba
el billete de mi bolsillo, lo sujetaba en la palma de la mano y
tendía la mano al policía.

—Muy bien. ¡Continúe su tratamiento! -decía él


estrechándome la mano y llevándose de paso el dinero.

OTRO ENCUENTRO AFORTUNADO cambió mi vida. A


última hora de la tarde los pacientes eran visitados por sus
familiares en el patio del hospital. Como hacía buen tiempo,
era un sitio muy agradable para sentarse y hablar. Los
senderos estaban bordeados con bancos, y había flores y
arbustos. Un día me senté junto a un anciano checheno que
recibía tratamiento en otra sección. Empezamos a hablar.
Hablamos de la guerra, de los rusos y de nuestros problemas
de salud. Le confesé que desconfiaba de la eficacia de mi
tratamiento. Me lanzó una mirada socarrona.

-Yo sé lo que es eficaz -comenzó a decir lentamente. -¿Qué?

-Los tiempos han cambiado y ya no somos esclavos de las


viejas restricciones soviéticas. Debes ir al extranjero.

Pensé que iba a sugerirme alguna distracción foránea, como


habían hecho otros. Pero su consejo iba en una dirección
totalmente inesperada. Me miró intensamente:

-Lo único que puede ayudar a la gente como tú -dijo-, es el


hajj. La Meca puede ayudarte... la peregrinación a La Meca.

Capítulo 14 - La Me ca

ESTABA DISPUESTO a intentar cualquier cosa, y todo el mundo lo


decía: La Meca cambia la vida de la gente. En octubre,
después de pasar cuarenta y cinco días en el hospital, Musa
Saponov me llevó a la embajada saudí para solicitar el visado.
Como ya había descubierto con los británicos, obtener un
visado era una carrera de obstáculos burocráticos.

-¿Tiene invitación? -un funcionario consular, vestido con traje


azul marino y corbata, miró mi pasaporte.

Hice un gesto de negación con la cabeza. Era difícil imaginar


que los millones de musulmanes que iban a La Meca
necesitaran una invitación y un visado.

-Tenemos que consultar con el funcionario jefe -dijo-. Vuelva


dentro de cuatro días.

Cuando volví, un segundo funcionario consular me preguntó


por qué quería ir a Arabia Saudí.

—Para ir a La Meca y hacer el hajj. Lo he puesto en el


impreso de solicitud.

—Quien decide sobre estos asuntos es el Ministerio de


Relaciones Exteriores de Riad; vuelva otro día.

Volví. Esta vez el funcionario me miró con mala cara, como si


hubiera descubierto algo desagradable.

—¿Por qué debemos concederle un visado si los británicos se


lo denegaron? -preguntó.

Se me estaba acabando la paciencia.

—Quiero ir a La Meca. Es un lugar sagrado y todos los


musulmanes tienen la obligación de ir allí en peregrinación
al menos una vez en su vida. Usted no tiene derecho a
impedirme hacer este viaje. ¿No son ustedes creyentes?

Aquello acabó con el punto muerto. El 23 de octubre la


embajada me concedió un visado firmado por el cónsul.
Me pregunté si también los saudíes me harían la vida
imposible por ser checheno. Quizá pensaran que no tenía
derecho a ir a La Meca. Hay saudíes que consideran que los
chechenos no son verdaderos musulmanes. Ambos, los
chechenos y los saudíes, somos musulmanes suníes, pero la
interpretación saudí del Islam es fundamentalista y estricta.
Algunos saudíes dicen que quienes no practican su forma de
islamismo no son verdaderos musulmanes.

Normalmente los rituales se realizan antes de que el peregrino


parta para La Meca. Debes pagar tus deudas, resolver tus
conflictos y pedir perdón a quien hayas hecho daño.
Debes pagar los gastos de tu propio bolsillo o, al menos, tener
un patrocinador. En resumen, debes ser absolutamente puro
antes de partir, para vivir plenamente la experiencia espiritual
de visitar el lugar de nacimiento de Mahoma. No tenía tiempo
de volver a Chechenia si quería tomar un avión para llegar a
La Meca en época de peregrinaje. Por suerte no tenía deudas
sin pagar ni peleas por resolver.

Un amigo checheno que vivía en los Emiratos Árabes Unidos


me puso en contacto con una familia de Arabia Saudí que
había hospedado a numerosos visitantes chechenos. Me
invitaron a quedarme con ellos. Al irse aproximando la fecha
de mi partida empecé a llenarme de dudas: no sabía qué me
esperaba allí. Recordé el desagradable encuentro que había
tenido con dos wahhabíes (así llamamos a los musulmanes de
Arabia Saudí y otros países de Oriente Medio que fueron a
Chechenia para promocionar el Islam después de la guerra
que finalizó en 1996). Uno de ellos entró cojeando en mi
consulta del hospital de Grozni, con una herida purulenta en la
pierna. Le acompañaba un amigo. Los dos llevaban barba,
uniformes de camuflaje y hablaban un mal ruso. Cuando hube
vendado la herida, uno de ellos me tendió varias hojas de
papel impresas en ruso que describían los requisitos
necesarios para que las mujeres fueran totalmente tapadas.

—Tenemos puntos de vista diferentes —dije después de leer


la información. Su actitud me irritó. Cada país tiene sus
propias costumbres y tradiciones. A nuestras mujeres les
gustan los colores vivos, y si les ordenaras que se pusieran
velos y se cubrieran de pies a cabeza, habría una revolución.

-Pero está escrito en el Corán -dijo con su mal acento.

-Si va usted a decirme cómo tengo que vivir, no se moleste en


volver a mi consulta -repliqué-. No necesito
instrucciones sobre cómo debo comportarme con mis padres y
mis hermanas o sobre cómo deben vestir las mujeres.

No podía dejar de pensar en ellos cuando se fueron. Los


denominados wahhabíes estaban empezando a causar
problemas en Chechenia. Clamaban que nuestras tradiciones
contradecían al Corán. Nosotros enseñábamos a los niños a
respetar a sus mayores; debían levantarse si una persona
mayor entraba en la habitación y permanecer de pie hasta que
ésta se acomodara. Ellos aseguraban que ese respeto estaba
fuera de lugar, que solo Alá merecía tal deferencia. La ayuda
humanitaria que recibimos de los países de Oriente Medio fue
bienvenida, pero no nos gustaba que nos dijeran que nuestro
Islam no era el verdadero. Llevábamos 400 años luchando
contra la gente que nos decía lo que debíamos hacer. Los
comunistas nos dijeron que Dios no existía, que lo único que
existía era el Partido Comunista. Naturalmente, no les hicimos
caso y seguimos celebrando nuestros oficios religiosos a
escondidas. Hubo gente, como Dada, que se arriesgó a ser
condenada a ocho o diez años de prisión por instruir en
secreto a los niños sobre los textos coránicos.

Me habían dicho que los wahhabíes ofrecían a los jóvenes lo


que ellos consideraban grandes sumas, de 100 a 200
dólares mensuales, para que se unieran a su movimiento; ello
causó gran consternación entre los ancianos, que ordenaron a
los wahhabíes abandonar los pueblos. Muchos jóvenes
aceptaron la oferta sólo para poder mantener a sus familias.

Según se avecinaba mi partida dejé de lado estas


preocupaciones y me centré en lo que iba a vivir. Durante
catorce siglos los musulmanes habían viajado hasta aquel valle
desolado, lugar de nacimiento del profeta Mahoma,
esperando rehacer su destino y encontrar inspiración. Creo
que la gente occidental no se da cuenta de lo mucho que tiene
en común el islamismo con el cristianismo y el judaismo.
Creemos en un solo Dios, conocemos la Biblia, observamos
los Diez Mandamientos de Moisés. Reconocemos, como
los judíos, que Jesús fue un importante profeta, aunque no
el hijo de Dios. La principal diferencia del islamismo es
que nosotros creemos que 500 años después del nacimiento
de Jesús, nuestro profeta, Mahoma, apareció con una
interpretación nueva sobre la forma de vivir. Aunque yo
estaba familiarizado con los cinco pilares del Islam: creer,
rezar, dar limosna, ayunar y peregrinar, tenía cierta aprensión
respecto al peregrinaje porque no sabía árabe. ¡Qué tontería
había hecho al no aprovecharme de los conocimientos de
Dada! Siempre le decía que no tenía tiempo.
El 28 de octubre embarqué en un vuelo para Ammán, capital
de Jordania, donde haría escala antes de volar a Jedda, ciudad
saudí situada a orillas del Mar Rojo, cercana a La Meca. En
el avión me senté al lado de Rashid, un tártaro de Kazán,
capital de Tartaria, junto al río Volga. Era un hombre amable
que llevaba un traje arrugado y unos anticuados zapatos de
estilo soviético. Me dijo que estaba casado con una rusa y que
tenía dos hijas casadas también con rusos. Su afición por los
licores fuertes se hizo patente poco después de despegar el
avión: apes-

taba a coñac. Me ofreció un poco pero yo le dije que no


bebía.

Le pregunté si iba a Jordania en viaje de negocios.

—No, no. Voy a La Meca —contestó para mi sorpresa—,


aunque a mi mujer no le hacía gracia que viniera.

Hablamos largo y tendido sobre la peregrinación durante el


vuelo. En un momento dado reconoció que no sabía árabe y
que nunca rezaba. Se encogió de hombros y soltó una
carcajada.

—¿Y qué? ¡Alá me aceptará! Alá sabe lo que deseo y verá


que mi alma es pura.

-Si su mujer se entera de que va usted a La Meca en estado


de embriaguez, le gustaría aún menos -dije-. Y otra cosa,
si continua bebiendo en un país árabe, ¡es muy probable que
le arresten!
Me miró, destapó la botella y dijo:

-Pues si es así, más vale que me lo acabe todo.

Alzó la botella y la vació por completo. Los dos nos echamos


a reír.

Aterrizamos en Ammán a última hora de la tarde. Al bajar del


avión el calor me dejó sin aliento. Rashid y yo decidimos ir a
la ciudad para descansar antes de tomar el avión que salía
para Jedda por la mañana. Rashid no tenía dinero para pagar
un hotel, así que me ofrecí a pagarle una habitación pero él no
quiso. Entonces le dije que podía compartir la mía, pero
también lo rechazó. Dijo que se quedaría en el pequeño
parque que había junto al hotel, una zona verde con flores y
bancos. Como Rashid era un hombre mayor, me sentí
responsable de su seguridad y decidí quedarme con él.

Nos sentamos en un banco; hablamos y miramos a la gente


que pasaba. Me sentí como si hubiera entrado ya en un
mundo nuevo: el mundo del Islam. Pasaban mujeres con velo,
aunque otras no llevaban. Había palmeras por todas partes,
aunque se veía poca hierba y mucho polvo rojo. Cuando era
niño había oído hablar de La Meca, lugar de nacimiento de
Mahoma, y de Medina, donde el profeta fue enterrado.
A punto de partir hacia la Meca, con Salakh Mutabbakani (a
la derecha).

Una ligera brisa agitó las palmeras. Al mirar al cielo y ver la


Osa Mayor y la Osa Menor recordé que no estaba en otro
mundo. Si mi familia de Chechenia miraba el cielo, vería las
mismas estrellas. Me maravillé de su inmensidad. Ya me
sentía mejor. Pensé en Dada y en mi abuelo. Habían querido
ir a La Meca pero no habían podido hacerlo. Ahora yo estaba
a punto de realizar su deseo.
Después de dormir unas pocas horas, de madrugada, Rashid y
yo volvimos al aeropuerto y subimos al avión para
Arabia Saudí. Llegamos a Jedda muy temprano. Aunque sólo
eran las 5 de la mañana, hora local, el calor era sofocante.
Rashid quería quedarse conmigo pero le expliqué que iba a
alojarme con unos amigos de mi familia y que no podía
invitarle. Nos dijimos adiós y se marchó.

Salakh Mutabbakani, el hijo de mi familia anfitriona, me


esperaba en la terminal de llegadas. Era un hombre alto y
corpulento ataviado con túnica blanca y tocado árabe. Había
aprendido el checheno de su madre cuando era niño, así que
lo hablaba con fluidez. Su madre, Zakiya, era nieta de un
emigrante que se marchó de Chechenia a Turquía y
posteriormente se estableció en Jordania, donde ella nació.
Estaba casada con un saudí adinerado, pariente lejano del rey.
Entrar en el coche de Salakh, con aire acondicionado, fue un
alivio. El sol se elevó sobre los blancos edificios de piedra de
la ciudad mientras nos dirigíamos a su casa.

Bajo la luz temprana todo resplandecía. La gran casa de


Salakh estaba en una calle bordeada de palmeras. Salakh
me condujo a una amplia sala de recepción con molduras
doradas en el techo. Zakiya me recibió como si fuera un hijo
que faltara de casa hace mucho tiempo e hizo que me sentara
en un sofá bajo tapizado con tejidos orientales. Hundido entre
montones de cojines, me sentí de inmediato como en casa.
Después de tomar un ligero refrigerio me enseñaron las
espaciosas dependencias de invitados equipadas con lavabo,
baño y ducha, y un gran vestidor lleno de trajes de diferentes
tallas para los peregrinos.
El día siguiente por la mañana, durante el desayuno, charlé
con Zakiya, acuarelista reconocida. Ella hablaba un
checheno puro, prerrevolucionario, no viciado por las palabras
y expresiones rusas tan usadas hoy en día. La prohibición
soviética de hablar nuestra lengua natal provocó que mucha
de nuestra gente creciera hablando un checheno deformado.

-¡Vives en Chechenia y ni siquiera hablas bien el idioma! -


bromeó Zakiya.

Más tarde visité a la hija de Zakiya, Raghad, y a sus nietos;


ellos hablaban el mismo checheno puro, aunque nunca
habían pisado Chechenia. Me impresionó profundamente que
conservaran el idioma generación tras generación, así que
prometí no usar palabras rusas nunca más.

Zakiya me contó que sus abuelos se fueron de Chechenia


mucho antes de la Revolución Rusa de 1917 bajo la
política “Mukhadjereen”, que alentaba la emigración a
Turquía. Irónico.

-Nuestra familia no pudo entrar en Turquía -relató Zakiya—


Zakiya Mutabbakani, que me alojó en Arabia Saudí, y yo.

, pero nos las arreglamos para venir a Jordania, donde había


una comunidad chechena.

Al día siguiente, Salakh me llevó al hospital local; allí me puse


una bata y contemplé a varios médicos realizar una apen-
dectomía a una paciente. El hospital estaba muy bien
equipado y muy limpio. Uno de los médicos me ofreció trabajo
en el hospital que había abierto en la Ciudad Santa de La
Meca para tratar los muchos casos de infartos, deshidratación
o aplastamiento. El doctor me dijo que andaba muy escaso de
especialistas y que mi experiencia le sería de mucha utilidad.
La oferta me tentó pero quería volver a Chechenia.

Salakh y yo partimos para La Meca un día después. El estaba


versado en el Corán y sería mi guía.

-No te preocupes -me tranquilizó-, muchos peregrinos no


pueden leer el Corán. Ya verás que hay grupos con guías que
les recitan versículos en árabe. Lo importante es tener fe.

Me ordenó que me lavara a conciencia, que me duchara y que


me cortara las uñas de pies y manos. Después me dio
dos sábanas blancas para que las enrollara alrededor de mi
cuerpo. Antes de salir, rezamos.

Hicimos en coche los cuarenta kilómetros entre Jedda y La


Meca; nos movíamos muy despacio porque la carretera
estaba atestada de autobuses, coches y camiones. Llegaba
gente de todas las partes del mundo; muchos dejaban en el
viaje los ahorros de toda una vida. Supe después que la
peregrinación a La Meca exigida por el Corán alentó a los
musulmanes a convertirse en comerciantes y viajeros de
renombre durante la Edad Media. Se habían escrito cientos de
guías para ayudar a los peregrinos en su viaje. En el siglo XIV
Ibn Batuta, llamado a veces el Marco Polo musulmán,
atravesó, después de su peregrinación, 120.000 kilómetros: la
mayor distancia recorrida en el mundo por un viajero de
aquella época.

Dejamos el coche en el aparcamiento de cinco pisos situado


en las afueras de la ciudad y continuamos a pie; pasamos
los pilares blancos que señalaban la sacralidad del territorio
que rodea la Ciudad Santa: matar allí animales, aunque se
trate de una abeja o una hormiga, está prohibido.

Salakh y yo, con miles de peregrinos más, nos abrimos paso


hasta la plaza donde se encuentran la Gran Mezquita, con
sus siete minaretes, y una marea humana llegada de todas las
partes del mundo unida por una creencia. Musculosos
hombres negros acarreaban sobre la espalda a inválidos sin
piernas como si fueran niños. Los enfermos eran
transportados en sillas de madera o empujados en sillas de
ruedas a lo largo de un camino especial. Entramos en la Gran
Mezquita por la Puerta de la Paz, y seguimos por el inmenso
patio interior. Al oír que el Azan (la llamada a la oración)
hecha por el muecín se extendía por el aire, mi espíritu
también se elevó. En el centro del patio se erguía lo más
sagrado del Islam: la Caaba, un enorme cubo de unos quince
metros de lado cubierto casi enteramente de tela negra. Cerca
del borde superior, sobre la tela, había citas del Corán
bordadas con grandes letras de oro. Me embargó un respeto
reverencial.
En una esquina de la Caaba, una piedra negra de unos
cuarenta y cinco centímetros de diámetro descansaba en una
hornacina de plata. Era la famosa Piedra del Paraíso, según
se cree única pieza que se conserva del santuario original de
Abrahán. La Caaba es un objeto de especial veneración al
cual dedicamos nuestras oraciones diarias. Miles de
peregrinos vestidos de blanco comenzaron a dar vueltas
alrededor de la Caaba en sentido antihorario. Los que estaban
más lejos del centro de la espiral se movieron lentamente al
principio... una vuelta, dos, tres. Salakh y yo nos acercábamos
poco a poco a la Caaba y a la piedra sagrada. Con cada
rotación, el anillo de gente en el que estábamos se movía más
rápido y se acercaba más al centro. Cuatro vueltas, una
quinta. Cada vez pasábamos más cerca de la piedra, elevando
las manos y cantando el Shahad en árabe.

En la sexta vuelta el remolino de gente empezó a alborotarse


cada vez más, ya que los peregrinos se agolpaban para
acercarse a la Caaba todo lo posible. Un policía que se erguía
por encima de la multitud, subido a un gran escalón de piedra
cerca de una esquina de la construcción, trataba de mantener
el orden mientras los peregrinos se empujaban para alcanzar
la Piedra del Paraíso. Yo también me preparé: estaba decidido
a tocarla. La presión de los cuerpos me impulsó hacia
delante con la fuerza de una ola. Los amigos me habían
advertido que era necesario estar en buena forma física para
resistir la aglomeración, por eso, antes de dejar el hospital de
Moscú, pasé mucho tiempo en el gimnasio y la piscina. ¿Sería
lo bastante fuerte? No cabía duda de que allí se necesitaba un
hospital. Había oído decir que algunos chechenos fueron a La
Meca sólo para morir de un ataque al corazón o para resbalar
y ser pisoteados por la multitud.
En la séptima y última vuelta empujé hacia delante con el
corazón desbocado. Preparé mi cuerpo contra la masa
descontrolada, abriéndome camino a empujones. En la Caaba
una serie de sólidas correas, separadas entre sí unos
cincuenta centímetros, estaban ancladas a la piedra para que
los peregrinos pudieran sujetarse. Agarré una, después otra,
hasta que llegué a la esquina del monumento. Salakh fue
empujado y le perdí de vista entre la multitud pero yo continué
moviéndome en la dirección correcta, convencido de que mi
cordura dependía de besar la piedra sagrada.

Aferrando correa tras correa me deslicé alrededor de los


ásperos bloques de piedra de los muros de la Caaba y me
dirigí hacia la hornacina de plata. Me asomé a la abertura
circular, le mandé un beso fugaz y toqué la Piedra del Paraíso
con la mano. Era tan suave como cristal pulido y estaba
ligeramente marcada por las huellas de los millones de manos
que la habían frotado antes que la mía. Recé una breve
plegaria antes de que el gentío me empujara de nuevo.

Volví hacia atrás con los demás peregrinos. Casi de inmediato


me sentí cambiado. La negrura había disminuido; se me había
despejado la cabeza y me sentía relajado por primera vez en
meses. La gente que me vio después decía que mi cara
se había suavizado; las líneas del estrés se desvanecieron, la
tensión interna desapareció. Realmente, no puedo explicarlo.

Salakh se quedó mirándome asombrado cuando volvimos a


encontrarnos.

—¡Es la primera vez que vienes y has conseguido tocar la


piedra sagrada! Es un milagro. Deberías sentirte feliz. Es una
piedra del Cielo.

Dijo que él había estado seis veces en la Gran Mezquita y que


nunca había llegado tan cerca de la piedra, pero que no
le importaba porque lo obligado era hacer el hajj. Antes de
dejar La Meca pasé varias horas rezando, rogando a Alá que
ayudara a Chechenia, a nuestra gente y a mi familia.

Mirando hacia atrás me doy cuenta de que mi peregrinación a


La Meca me introdujo en algo más que en el lugar sagrado
del Islam: me introdujo en la historia de mi religión y en el
trabajo de los eruditos árabes. Al crecer en la época soviética,
lo único que sabía del Islam era lo que Dada me había
enseñado del Corán. El régimen soviético era declaradamente
ateo, y presionaba a todas las religiones para que se cerraran
las iglesias y lugares de culto. Pero los comunistas no
pudieron erradicar a todos los creyentes, quienes, con
frecuencia, estudiaban y rezaban a escondidas. Como
resultado de mi hajj empecé a preguntar a la gente sobre la
historia del Islam y más tarde, en Estados Unidos, encontré
información en Internet sobre su desarrollo.

No sabía que 100 años después de la muerte de Mahoma, en


el 632, el Imperio Musulmán se había extendido a Irán,
Egipto, todo el norte de África, España y Portugal. La
extensión de su imperio fue incluso mayor que la de los
romanos. La expansión musulmana fue detenida finalmente en
Francia, en la batalla de Tours, en el 732; pero el dominio
islámico continuó en la Península Ibérica, especialmente en la
Córdoba española, durante más de nueve siglos.

Hacia mediados del siglo VIII, cuando Europa empezó a


sumirse en la Edad Oscura, Bagdad era la capital intelectual
del mundo. En la famosa Casa de la Sabiduría, eruditos de
todo el planeta -judíos, cristianos, musulmanes, zoroastristas y
budistas- se dedicaban al estudio de la astronomía, la
medicina, la ingeniería, la arquitectura y las matemáticas.

Tampoco sabía que los sabios musulmanes tradujeron y


conservaron antiguos textos griegos que fueron la base del
desarrollo del Renacimiento. Los musulmanes trajeron el
papel de China y lo utilizaron para transcribir sus
descubrimientos y para crear bibliotecas con cientos de miles
de libros, muchos más de los que podían encontrarse en las
relativamente pequeñas bibliotecas de los monasterios
europeos. Gracias al uso generalizado del papel se crearon las
cartas de crédito, primeros cheques del mundo, que
permitieron a los comerciantes comprar y vender a lo largo y
ancho del imperio.

Lo que realmente me dejó perplejo fueron los asombrosos


avances en medicina. Por ejemplo al-Zahrawi, un
eminente cirujano del siglo X, escribió una enciclopedia
médica que fue utilizada en Europa hasta finales del XVII.
Describía procedimientos tales como la ligadura de arterias, la
cauterización como método para cortar hemorragias, la
traqueotomía, la extracción de venas varicosas, el tratamiento
de abscesos del hígado, la eliminación de piedras del riñón, las
extracciones dentales o la implantación de dientes artificiales.
Usaba flejes de oro para sujetar los dientes falsos porque
otros metales podían deslustrarse y causar una infección. El
pionero en oftalmología fue Alí Ibn Isa, cuyo libro sobre
enfermedades de los ojos -tracoma, conjuntivitis, cataratas- y
sus tratamientos es un clásico. Ibn al-Haytham, considerado el
padre de los ópticos, describió el porqué de la visión humana.
Al-Razi afirmó que las enfermedades se propagaban debido a
organismos transportados por el aire y creó salas
de aislamiento en su hospital de Bagdad.

Leí emocionado la traducción que encontré en Internet del


código médico de ética escrito por al-Tabari en el siglo X:

El médico debe ser modesto, virtuoso, piadoso y abstemio.


Debe llevar ropa limpia y digna, el pelo y la barba bien
arreglados... No debe juntarse con impíos o burlones, ni
sentarse a su mesa. Debe elegir sus compañías entre
personas de buena reputación. Debe ser cuidadoso con lo que
dice y no debe dudar a la hora de pedir perdón por sus
errores. Debe ser perdonado y no ser nunca objeto de
venganza. Debe ser amigable y apaciguador. No debe
bromear o reírse en o lugares impropios/'

Lo expresado por al-Tabari a propósito de las obligaciones con


los pacientes coincidía con las enseñanzas del
Instituto Médico de Krasnoiarsk y de Dada. Los eruditos
árabes estaban familiarizados con los antiguos textos griegos,
así que supongo que al-Tabari había leído a Hipócrates. Su
formulación continúa de este modo: 1

(El médico) no debe predecir si un paciente vivirá o morirá,


sólo Dios lo sabe. No debe perder la paciencia si el enfermo
le hace preguntas, debe contestarle amable
y compasivamente. Debe tratar igual a ricos y pobres, amos y
criados, poderosos y desposeídos, sabios e iletrados. Dios le
recompensará si ayuda a los pobres. El médico no debe llegar
tarde a sus visitas ni a su consulta. Debe ser puntual y
responsable. No debe discutir por sus honorarios. Si un
paciente está muy enfermo o requiere atención urgente, el
médico debe ser generoso y no debe tener en cuenta cómo
será remunerado. No debe administrar fármacos a una mujer
embarazada para que aborte, a menos que sea necesario para
la salud de la madre. Si el médico prescribe un fármaco de
palabra debe asegurarse de que el paciente entienda bien el
nombre, para que no pida el medicamento incorrecto y
empeore en lugar de mejorar. Debe ser decoroso con las
mujeres y no debe divulgar los secretos de sus pacientes.

Algunos afirman que el Islam es, en la actualidad, una fuerza


dirigida contra la ciencia y la tecnología; pero durante y
después de mi peregrinación descubrí que algunos de los
grandes científicos del pasado habían sido musulmanes.
Cuando volví a Aljan-Kala no sólo me encontraba mucho
mejor, sino que sentía una renovada responsabilidad hacia la
medicina y estaba decidido a dejar la tragedia atrás y mirar
hacia un futuro mejor.

Capítulo 15 - Aume ntan los de litos

TAN PRONTO como llegué a Moscú tomé un avión para volver a


casa: quería estar con Zara cuando naciera nuestro tercer
hijo. Mis familiares estaban deseando que les hablara de La
Meca, Dada en especial. Omití el episodio de mi
hospitalización en Moscú para no preocuparles. Además,
después de ir a La Meca quería olvidarme de todo eso. Me
consideraba curado. El 25 de noviembre de 1998
Zara alumbró una niña. La llamamos Markha. Sentí un gran
alivio al ver que era normal, no como tantos niños chechenos
que nacían con defectos. Markha se convirtió enseguida en la
favorita de Dada. Tan pronto como aprendió a gatear
empujaba la puerta de su habitación y se ponía a dar vueltas
para que él la sentara en sus rodillas y le diera algún dulce. El
otro acontecimiento feliz de aquel año fue el enlace de Razyat
y Alikhan, un hombre de negocios checheno que trabajaba en
Asia Central. Como tanta gente estaba de luto en el pueblo,
las familias dejaron de lado las celebraciones habituales, así
que Razyat y Alikhan se fueron casi de inmediato a Alma
Ata, en Kazajstán. Nos entristeció verlos marchar pero en
Chechenia había muy poco trabajo.

En marzo de 1999 decidí volar a Krasnoiarsk para intentar


que Hussein volviera a Chechenia. Le había comprado
una casita en nuestra misma calle. Al principio dudó pero
después, cuando se dio cuenta de que su estancia continuada
en Kras-

noiarsk preocupaba tanto a Dada y Nana, accedió a venir con


Rita y su otro hijo, Adam.

Tenía una razón más para ir a Krasnoiarsk. Como resultado


de las lesiones que sufrí en la cabeza durante la guerra
mi memoria había empeorado y, ocasionalmente, padecía
terribles cefaleas. Después de hacerme un escáner cerebral
me dijeron que los vasos sanguíneos se habían estrechado
provocando una deficiente afluencia de sangre al cerebro.
Estaba considerando seriamente quedarme en Krasnoiarsk
para someterme a tratamiento cuando me llamó Malika presa
del pánico:

-¿Te has presentado alguna vez para el título de Médico


Distinguido de Rusia? -preguntó.
-Sí -contesté. En 1996 el gobierno de Chechenia había
presentado los nombres de cinco médicos, entre los que
estaba el mío, al Ministerio de Salud ruso para la mención de
Médico Distinguido de Rusia, una de las más altas distinciones
en el campo de la medicina rusa. Yo había rellenado los
formularios y los había llevado a Moscú en persona.

-El gobierno ha abierto un caso penal en tu contra. Dicen que


es impropio que un checheno sea honrado por Rusia, porque
Rusia es enemiga nuestra.

No hace falta decir que me quedé estupefacto.

-Quieren que vayas a la fiscalía -continuó Malika-. Le han


asignado el caso a un fiscal inspector de causas
especiales, Mokhdan Baskhanov.

Al principio pensé que se trataba de un error. No podía ni


imaginar que aquello pudiera ser considerado delito. Conocía
a Baskhanov: era un hombre educado, licenciado por la
escuela de leyes de Sverdlovsk. Uno de sus abuelos era de
Makazhoi, como ocurría con uno de los míos. Pertenecíamos
al mismo clan, y eso significaba que debíamos tratarnos como
hermanos. Renuncié al tratamiento médico y volví a casa en
mayo.

Al día siguiente de mi vuelta, por la mañana, me dirigí a la


fiscalía de Grozni. Las bombas habían destruido el
edificio durante la guerra, por lo que las oficinas ocupaban una
antigua guardería rodeada de edificios de apartamentos
bombardeados. Me abrí camino entre los ladrillos esparcidos
por el patio y, esquivando columpios y cajas de arena, entré y
subí al primer piso. El mobiliario del despacho de Baskhanov
consistía únicamente en una mesa, una silla y una caja fuerte
de acero de un metro ochenta de altura. Cuando entré, él se
levantó. Era un hombre grueso de unos cuarenta años, con
traje oscuro y camisa blanca. Me invitó a sentarme. Como es
costumbre nos interesamos por nuestras respectivas familias
antes de entrar en materia.

-El gobierno de Masjádov me ha pedido que abra un caso


contra ti porque pretendes recibir una distinción honorífica
del enemigo —dijo metiendo una hoja de papel en la máquina
de escribir.

-¿Desde cuándo debemos ser políticos los médicos? —


repliqué-. Nosotros no hemos matado a nadie. No vamos por
ahí armados hasta los dientes ni robamos petróleo —traté de
controlar mi enfado y de hablar amablemente-. El gobierno
de Masjádov debería estar orgulloso de nosotros. Que Rusia
reconozca nuestros métodos y nuestro trabajo es algo muy
positivo.

-El gobierno considera que es inapropiado, razón por la cual


hemos abierto esta investigación.

Me puse en pie con brusquedad y me acerqué a la ventana;


miré la calle. Pasaban unos guardias armados. Me sentía
gravemente insultado. Me había quedado en Chechenia
durante la guerra mientras Baskhanov se había ido a Rusia.
Sólo había vuelto después del alto el fuego de 1996 y, ahora,
¡él me acusaba a mí de confraternizar con Rusia!

Respiré hondo y me senté.


-No entiendo nada -dije—. ¿Es que el gobierno de Masjádov y
tú mismo no tenéis problemas más importantes que resolver?
Hay un montón de secuestros y asesinatos. La gente roba
petróleo continuamente. Deberíais esclarecer esos delitos en
vez de preocuparos por médicos sobrecargados de trabajo.

Baskhanov volvió a su máquina de escribir y comenzó a


teclear algo.

—Ya te puedes ir —dijo sin mirarme—. Volveremos a


llamarte.

Me levanté para marcharme.

—Vamos a esclarecer este caso —añadió con tono


condescendiente al estrecharme la mano.

Al salir de allí me pregunté si lo que buscaba Baskhanov era


un soborno. Lo más probable es que no cobrara
salario alguno. Poca gente lo cobraba. El personal de la
fiscalía obtenía su sustento abriendo casos contra inocentes.
Él sabía que yo era cirujano plástico y suponía por ello que era
rico. Sospeché que había abierto la investigación a espaldas
del fiscal jefe con la connivencia de Vakha Aigumov, un
comandante de campo recompensado con un puesto de
ayudante del fiscal jefe a pesar de no haber pasado de décimo
curso en la escuela.

Durante la primera guerra yo había tenido un altercado con


Aigumov que no podía olvidar. Una vez, mientras los rusos
bombardeaban Aljan-Kala, Aigumov se dirigió a una multitud
de refugiados en Urús-Martán afirmando que sus hombres
habían conseguido una gran victoria en nuestro pueblo sitiado.

-Hemos matado trescientos soldados y hemos destruido cien


carros de combate -declaró desde lo alto de un tanque.

Yo odiaba a la gente que se vanagloriaba de matar.

-¿Por qué les dices eso? -le contradije-. Yo acabo de venir de


Aljan-Kala. No se ha destruido ningún tanque y los
soldados rusos lo están saqueando todo.

Después de aquello me convertí en su enemigo público


número uno. No me cabía duda de que me metería entre
rejas si denunciaba su implicación en el asunto. Me disgusté
mucho con lo que consideré un espantoso abuso de poder por
parte de la fiscalía. Si yo hubiera sido Salman Raduyev, con
mi propio ejército detrás, o un delincuente famoso como Arbi
Barayev, no se hubieran atrevido a tocarme.

Reanudé mi trabajo en el Noveno Hospital Ciudadano de


Grozni y allí me enteré de que los otros cuatro doctores
nominados para Médico Distinguido de Rusia estaban tan
intimidados que no habían querido ni rellenar los formularios.
En los últimos meses había aumentado de tal modo la tensión
entre Chechenia y Rusia que el doctor Salman Yandarov, el
mejor traumatólogo de la república, que asistió a mi primera
operación importante, sufrió un infarto.

Pocos días después de acudir a la fiscalía, Baskhanov me


mandó a buscar pero yo me negué a ir en ese momento.

-Ya iré más tarde -le dije a su hombre-. Ahora tengo que ver
a muchos pacientes. Están esperando en mi consulta. Y
los pasillos están llenos de niños y ancianos enfermos que
pueden morir si no son atendidos.

Hacia las tres de la tarde de ese mismo día fui al despacho del
fiscal, pero Baskhadov no estaba. Su ayudante me dijo
que había ido con sus hijos a un torneo de artes marciales.
Esperé un poco y me marché. No supe nada en las siguientes
semanas; entonces, un empleado de la fiscalía me dijo que me
reclamaba. Le ignoré. Dos semanas después me di de bruces
con Baskhadov en el locutorio telefónico interurbano. El y sus
tres guardaespaldas esperaron a que acabara mi llamada y me
abordaron al salir a la calle.

-Si no se presenta en la fiscalía el lunes por la mañana a las


nueve haré que le arresten —dijo ante sus hombres con
tono arrogante.

—No tiene derecho a hablarme así, y no pienso ir mañana


para tener que esperarle otra vez. Ya he ido y usted estaba
ocupado con asuntos particulares. Tengo un montón de
pacientes y eso es lo que más me importa.

-Si no se presenta el lunes mandaré a los guardias —repitió


Baskhanov—. Vendrá en volandas.

-¡No pienso ir! -exclamé-. Usted no tiene autoridad. ¡Vaya a


arrestar a Arbi Barayev! ¡Vaya a arrestar a Salman Raduyev!
Se están paseando por el pueblo tan campantes y a ellos no
les aplica la ley, ¡pero a mí sí!

Estaba demasiado furioso como para preocuparme por el


tacto. Había atacado mi honor y el de mi familia al afirmar
que confraternizaba con el enemigo. Era un matón que quería
un soborno, y yo no pensaba dar mi brazo a torcer.

-Pues mande a sus guardias. Ya veremos quién se sale con la


suya —le desafié.

Tres guardias de Baskhadov se presentaron en el hospital dos


días después. Parecían avergonzados y me dijeron que ellos
no tenían nada contra mí pero me advirtieron que, si
me negaba a acompañarles, Baskhanov mandaría un grupo
mayor al día siguiente.

-Díganle al fiscal que les estaré esperando -repliqué.

Esa tarde al llegar a casa conté el ultimátum a Nana, Mali-ka


y Zara. No se lo dije a Dada porque sabía que se disgustaría
mucho. Nana quería que me fuera a Moscú y me escondiera
durante un tiempo, pero yo me negué. Si me escondía, la
gente podía pensar que había hecho algo malo. Estaba
decidido a ganar esa batalla. Más tarde, por la noche, visité a
mi amigo Suleiman. Era el responsable de la
Guardia Presidencial, formada para restaurar el orden
luchando contra los secuestros, el tráfico de drogas y el
blanqueo de dinero. Los guardias eran soldados profesionales
y yo había tratado a muchos de ellos durante la guerra. Le
conté a Suleiman lo que me ocurría.

-No te preocupes -dijo-, lo arreglaremos.

A la mañana siguiente unos 100 soldados de Suleiman


armados con fusiles y lanzagranadas estacionaron sus jeeps
junto al hospital. Salí para darles las gracias. El despliegue de
fuerza me dejó anonadado.

-No es necesario que sean tantos. No vamos a tomar la


fiscalía -dije-. Es suficiente con que un jeep se quede en el
patio; los demás pueden esperar fuera.

Volví dentro y comencé a trabajar. Mientras operaba a una


mujer con la mandíbula fracturada a causa de un accidente
de tráfico escuché jaleo en el pasillo. Alguien gritaba:

—¡¿Pero no se dan cuenta de que está operando?!

A continuación, de diez a quince guardias armados de Bask-


hanov irrumpieron en el quirófano.

-¡¿Es que no ven que estoy en plena operación?! -les grité— .


¡Salgan de aquí ahora mismo!

Entró un grupo de mis combatientes chechenos, y uno de ellos


les dijo:

-Vamos fuera. Podemos aclarar las cosas entre nosotros. No


molesten a Khassan. Está trabajando.

Cuando ellos y los hombres de Baskhanov salieron del


quirófano acabé de sujetar la mandíbula de la mujer; después
me acerqué a la ventana y miré el patio. A lo lejos se veían
cuatro jeeps militares en el aparcamiento situado en los bajos
del hospital. En medio del espacio abierto los hombres del
fiscal, en un grupo compacto, estaban rodeados por las
brigadas de Suleiman. Las voces subieron de tono. Me incliné
para oírlos mejor.
-¡Si se atreven a tocarle un solo pelo de la cabeza, les
aplanamos la fiscalía con los lanzagranadas! -gritaba uno de
los combatientes. Después se escuchó un coro de voces:

-¡Se quedó durante la guerra!

-¡Volvió de Bamut para atendernos!

—¡Por eso estamos dispuestos a morir por él!

Superados en número, los hombres de Baskhanov se


retiraron.

Por entonces mi caso ya era célebre. Todo el mundo hablaba


de él. El personal de la fiscalía tomaba partido. Baskhanov se
debió dar cuenta de que el asunto se le había ido de
las manos. Había pedido al Ministerio de Salud primero y al
director del hospital después que me despidieran, y en ambos
casos obtuvo una negativa.

Tres días después dos jóvenes con traje gris, camisa blanca y
corbata, me esperaban en la entrada del hospital. Me
explicaron que se requería mi presencia en la fiscalía. Dijeron
que no habría problema alguno. Les contesté que iba a estar
ocupado con mis pacientes los tres días siguientes, pero que
podía ir el miércoles.

Antes de ir tuve la precaución de ver a un abogado para


preparar una declaración jurada donde solicitaba que se
asignara mi caso a otro fiscal inspector.

Cuando llegué había varias personas reunidas en el pasillo que


daba al despacho de Baskhanov, presumiblemente
para escuchar la confrontación. Después de saludarle con
cortesía, tomé asiento.

-Escucha, has perdido el caso -dije-. Dejemos las cosas como


están. Si sigues adelante, va a ser una humillación para ti. De
hecho, la gente ya se lo está tomando a broma.

Baskhanov saltó de su asiento, sacó una pistola de su funda y


la agitó en el aire. Se acercó a mí y me apoyó el cañón en la
frente.

-¡Si los rusos quieren honrarte -gritó—, es que trabajas para


ellos! ¡Eres un traidor! Te declaro culpable de
insubordinación y de trato irrespetuoso a la fiscalía.

Controlé mi ira.

-Dispara si quieres. Ya he pasado por eso. Me han golpeado y


me han disparado.

Baskhanov bajó la pistola y dio un puñetazo a la mesa.


Ordenó a sus hombres que me sacaran del despacho. Esperé
en el pasillo durante varias horas. Amigos que pasaban me
preguntaban qué hacía allí.

-Espero -les decía.

Suponía que Baskhanov quería guardar las apariencias. Sabía


que los periodistas podían airear la historia y acusarle de
abuso de poder. También sabía que yo había operado a
Raduyev y temía que le llamara para pedirle ayuda. Los
hombres de Suleiman habían metido miedo a la dirección de la
fiscalía.
Después de esperar en el pasillo varias horas fui conducido al
despacho del fiscal jefe, un hombre con experiencia, de
buena reputación, a quien yo respetaba. Me indicó que tomara
asiento.

—¿Sabe usted en qué situación ha puesto a la fiscalía? —me


preguntó.

—No, no lo sé.

—Sólo quiero pedirle una cosa —continuó—. Presente sus


disculpas al fiscal inspector y le dejaremos libre.

-No -dije tercamente-, no pienso pedir disculpas a nadie.


Nadie tiene derecho a ordenar mi arresto sin demostrar que
he cometido un delito, que he matado, secuestrado o robado
petróleo.

Trató de convencerme diciéndome que su ayudante, Vakha


Aigumov, secundaba mi liberación.

-¡Dígale a Vakha que no necesito su ayuda! -chillé-. ¡Ya que


estoy arrestado, métame en la cárcel!

El fiscal jefe dijo que consultaría con una instancia superior y


que, mientras tanto, podía marcharme.

El caso penal contra mí fue, finalmente, archivado. El


presidente Masjádov declinó ratificar la propuesta por la que
nosotros, los cinco médicos chechenos, éramos nombrados
Médicos Distinguidos de Rusia. Siempre me ha parecido
irónico que el gobierno ruso, en este caso, me tratara con
mucho más respeto que mis propios gobernantes chechenos.

EN JUNIO DE 1999 mi viejo amigo Ruslan, cuya


intervención había sido decisiva para salvar Aljan-Kala, fue
asesinado. Al acabar la primera guerra había dejado el puesto
de presidente del consejo local diciendo que no podía soportar
más la falta de ley. Cuando él y su esposa Malizha salían del
pueblo en coche, un vehículo con hombres enmascarados les
adelantó, viró bruscamente y obligó a Ruslan a frenar. Le
sacaron del coche a la fuerza y se lo llevaron; a Malizha no le
hicieron nada. Ella dio inmediatamente la voz de alarma.

La República en pleno empezó a buscarle. Era una figura


conocida y respetada. Su foto apareció en televisión; los
amigos rogaron que le liberaran. La gente recaudó dinero para
el rescate, pero no hubo nadie que lo reclamara.

Al llegar a casa después de una larga jornada en el hospital de


Grozni, tres semanas después del secuestro, mi hermano
Hussein estaba esperándome. Me contó consternado que
había encontrado el cadáver de Ruslan mientras conducía a
casa con un carpintero que arreglaba una puerta de mi
apartamento de Grozni.

—Al mirar por el espejo lateral vi dos piernas detrás de un


bidón de petróleo en el arcén de la carretera -dijo-. El
cuerpo estaba boca abajo, sobre la hierba; tenía las manos
atadas a la espalda con alambre.

Hussein y el carpintero le dieron la vuelta.


-Estaba irreconocible: con la cara llena de gusanos -continuó-,
y la piel completamente negra; olía tan mal que estuve a punto
de vomitar.

Hussein y el carpintero subieron el cuerpo a la parte trasera


del camión y lo llevaron a la mezquita. Dejaron los restos en
el patio envueltos en una sábana, sobre una alfombra.

-Debieron enterrar el cuerpo, desenterrarlo y tirarlo a la


carretera -siguió-. Tenía tierra en el pelo y en los bolsillos.

Hussein dijo que alguien había avisado a la esposa de Ruslan,


Malizha. Una multitud se reunió frente a la mezquita para
contemplar aquella mujer alta de largo pelo rubio que entró en
el patio flanqueada por otras mujeres. Ella se aproximó
lentamente al cuerpo, como con miedo de levantar la sábana
que lo cubría.

A pocos pasos del cadáver se detuvo y profirió un grito:

-¡Los calcetines! -miraba fijamente los pies-. ¡Esos son los


calcetines que llevaba! -levantó una esquina de la
sábana-. ¡Ésos son sus pantalones!

Las dos mujeres que estaban a su lado la sujetaron por los


brazos y se la llevaron sollozando.

Los parientes varones de Ruslan, acompañados por un


voluntario familiarizado con el Corán, llevaron el cuerpo a
su casa para el lavado ritual previo al enterramiento. Es un
trabajo difícil, especialmente si el cuerpo se halla en estado de
descomposición. El cadáver se lava dos veces, como
especifica el
Corán, a menos que la persona muera en el campo de batalla.
En tal caso el difunto es considerado un mártir cuyo
cuerpo debe ser entregado a la tierra lo antes posible.
Después de las abluciones el cuerpo se cubre con un sudario
blanco. Las familias chechenas guardan un rollo de tela de
lino en sus casas; el Corán advierte que no se puede huir de la
muerte y que se debe estar preparado. El sudario se envuelve
varias veces alrededor del cuerpo, dejando el rostro a la vista;
pero la cara de Ruslan estaba tan desfigurada que también se
cubrió.

Fui a casa de Ruslan a toda prisa. Era insoportable pensar que


aquellos hinchados restos envueltos en lino eran los de
mi amigo. Ruslan había sido un amigo íntimo y una fuente
inquebrantable de apoyo y consejo. Y ahora se había ido,
dejando a Malizha y cuatro hijos. Ultimamente Ruslan parecía
desmoralizado, decía que esperaba que vinieran tiempos
mejores. Evitábamos hablar de política. De eso hablaban
siempre los demás: de bandas armadas, de tiroteos, de
secuestros, y de las últimas mentiras de Moscú. Después de
un duro día de trabajo yo era incapaz de soportarlo. Así que
recordábamos los viejos tiempos: las bromas que le
gastábamos a Adían o los días de Kras-noiarsk, cuando Musa,
para conquistar a una chica, me robaba el champán y los
bombones que guardaba en una caja, en lo alto de mi armario,
para hacer regalos.

Ruslan y yo estábamos de acuerdo en que habría que esperar


mucho tiempo aún para que todo volviera a la normalidad. El
presidente Masjádov era un hombre bastante honrado, pero
parecía impotente frente a las bandas criminales o
los comandantes de campo con ejércitos privados. No se
atrevió a tomar medidas efectivas tales como arrestar y juzgar
a los criminales por temor a una guerra civil. Yo acabé por
lamentar que mi antiguo compañero de clase, Shamil Basáyev,
no fuera el presidente; él tenía las ideas claras, era honesto y
poseía la dureza suficiente como para imponer orden.
Necesitábamos mano dura.

Como Ruslan era uno de los hombres más respetados de la


región, se decretó un duelo de dos semanas que comenzó
con el funeral celebrado el día después del hallazgo del
cadáver. Vino gente de toda Chechenia. En la carretera se
formaron atascos de casi dos kilómetros, por lo que la gente
acabó por bajar de los coches y hacer el resto del camino a
pie. El cuerpo se llevó en un camión descubierto, primero a la
mezquita para el oficio de difuntos y después al cementerio. El
cadáver se envolvió en una alfombra. Sobre ella se colocó un
burka negro, es decir, una capa de pastor hecha de lana, para
alejar los malos espíritus. Los ancianos de la familia rodeaban
el cuerpo.

Detrás iba un segundo camión lleno de cantantes religiosos.


Salmodiaban la Declaración de Fe: “La ilaha illallah
Muhamma-dan RasuluUah”. (“No hay más Dios que Alá;
Mahoma es su profeta”). Les seguía una larga procesión de
coches. Un funeral es para nosotros una ceremonia
comunitaria. Se da la bienvenida a todo el que acude, aunque
ni siquiera conozca al difunto.

En el cementerio los dos hermanos de Ruslan desataron los


lazos blancos que sujetaban la alfombra y la
desenrollaron delicadamente, dejando el cuerpo en la
sepultura. Allí dos ancianos lo introdujeron en un nicho
excavado a lo largo de la pared de tierra, colocando la cabeza
hacia el norte y los pies hacia el sur, hacia la Caaba de La
Meca. Trabajaron bajo el burka extendido sobre la abertura de
la fosa.

Por último un anciano emergió del burka mientras el otro


colocaba los lazos blancos a lo largo del cadáver y, antes
de salir de la fosa, cerraba el nicho con una tabla de madera.
El mulah pronunció una breve plegaria. El padre de Ruslan
primero y sus hermanos después echaron paletadas de tierra a
la fosa; a continuación tendieron la pala a los demás
asistentes para que hicieran lo mismo.

Siguió un periodo de tres días, el Tezyat, en el cual se ofrecen


las condolencias a los familiares. Naturalmente, fui a visitar a
la familia. Había tanta gente esperando, que tuve que pasar
en la calle un buen rato. Los parientes varones y los ancianos
del pueblo estaban reunidos bajo un toldo situado junto a la
puerta exterior de la cocina, y las mujeres esperaban dentro
de la casa. Cuando me llegó el turno me acerqué con cuatro o
cinco personas más a los padres y hermanos de Ruslan, que
recibían a los visitantes.

—Que Alá le bendiga, le dé gloria en la otra vida y le perdone


todos sus pecados -dije en checheno, como manda la
tradición.

Después pedimos que salieran los parientes femeninos de


Ruslan para darles el pésame. Como no se permite que los
hombres pasen a la habitación de las mujeres que lloran, la
madre y la esposa de Ruslan salieron al patio con varias
mujeres más. Cuando vi las lágrimas de Malizha me embargó
la tristeza.

El cuarto día, el siguiente al Tezyat, se celebró el banquete


comunitario al que llamamos en checheno el Sagh. Los
vecinos se volcaron. En aquel periodo de luto los hombres
sacrificaron dos ovejas y una vaca, cocinaron la carne en un
gran caldero al aire libre y la repartieron entre los asistentes.
Lo que sobraba -la mayor parte, de hecho- se distribuía más
tarde junto con paquetes de azúcar y dulces entre los
huérfanos y los pobres del pueblo. Creíamos que tal
benevolencia sería tenida en cuenta por Alá y facilitaría la
entrada del alma de Ruslan en el paraíso.

Por la tarde una delegación de estudiantes musulmanes, o


mutalibs, llegó a la mezquita y rezó una plegaria en el
patio. Después su líder, el tourk, salmodió: “La ilaha illallah.
La ilaha illaüah...”. Los hombres formaron un círculo,
caminando despacio al principio y tomando velocidad según
iba aumentando el volumen de voz del tourk. Cada vez más
rápido, los hombres giraban al cautivador ritmo del zikr, danza
que transporta a un estado de éxtasis espiritual.

Mientras contemplaba el zikr, muchos recuerdos se agolparon


en mi cabeza. Recordé cómo habíamos negociado Ruslan y
yo con los rusos. Recordé aquellos tiempos en que visitaba a
Ruslan al salir del trabajo: Malizha apresurándose en la
cocina, poniendo la tetera al fuego, mezclando la masa para
hacer lochmash (pastelillos de masa frita) que comíamos con
cucharadas de crema agria. Por el rabillo del ojo vi al primo
de Ruslan salir del gentío, ocultar su cara contra la pared y
sollozar agitando los hombros.
Días después, cuando visité a Malizha para ver si podía
ayudarla, ella me contó más cosas sobre el secuestro.

—Le había advertido que un coche desconocido pasaba a


menudo por nuestra casa -me explicó mientras servía el té—.
A veces el coche se limitaba a quedarse delante, vigilando.
Una vez pude echar un vistazo al conductor y al hombre que
estaba a su lado. No eran de Aljan-Kala. Nunca los había
visto. Se lo advertí a Ruslan.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y me dio la espalda.

Esperé a que continuara. Dijo que al salir del pueblo por la


carretera secundaria, donde no había mucho tráfico, el coche
de los hombres enmascarados les obligó a detenerse.

-Yo empecé a gritar y los hombres me apuntaron con una


pistola. Dijeron que no querían matarme. Ruslan me dijo:
“No grites. Me voy con ellos”. Tenía miedo de que me
mataran, por eso se fue. No quiso ni sacar la pistola que
llevaba.

Ruslan no se resistió.

NUNCA.SUPIMOS quién asesinó a Ruslan, aunque mucha


gente pensó que había sido Arbi Barayev, al que operé
durante la guerra en 1995. Barayev era un asesino nato, y sus
hombres eran forajidos sobre los que pendían vendettas de
sangre por los crímenes que habían cometido. Se unieron a
Barayev para protegerse de sus vengadores en un
interminable círculo de violencia.

Al mirar a Barayev era difícil creer que fuera el responsable


de tantos secuestros y asesinatos, incluido el de cuatro
técnicos extranjeros de teléfonos cuyas cabezas fueron
encontradas en una cuneta a finales de 1998. Era un hombre
apuesto de veintitantos años, maneras refinadas y uniforme
impecable. Poseía un sólido negocio de coches de marcas
extranjeras de mucho precio, tenía varias esposas y una
escolta de veinte a treinta hombres que siempre le
acompañaba. Todo el mundo suponía que estaba al servicio de
la inteligencia rusa. “Trabajo para el que pague”, se le había
oído decir.

Barayev afirmaba ser un hombre religioso y se dejó crecer la


barba durante la guerra. Sin embargo no era posible que un
asesino como él, un hombre responsable de tanto
sufrimiento, fuera un verdadero musulmán. Yo consideraba
que tanto él como sus seguidores eran unos matones
oportunistas que utilizaban el Islam para conseguir sus metas,
y dichas metas no eran otras que poder y riqueza. Era un
insulto para nuestra fe.

Barayev gozaba de muchas simpatías entre los suyos, pero es


posible que se viera obligado a matar a causa de la guerra.
Después, ebrio de dinero y poder, fue incapaz de detenerse.
Los ancianos tampoco pudieron enmendar su
comportamiento. Le rogaron que abandonara el pueblo ya que
su presencia incitaba a los rusos a tomar represalias. Sus
parientes le denunciaron, cosa que suele ocurrir cuando
alguien se niega a obedecer a los ancianos, y proclamaron en
el patio de la mezquita que si alguien le mataba renunciarían a
todos sus derechos; no habría venganza de sangre.
Cuando un pariente se echa a perder, provoca una terrible
vergüenza a la familia. Nunca olvidaré a un hombre que me
confesó haber matado a su propio hijo. Era un paciente de
cincuenta años pero parecía un viejo; con su pelo gris y ralo y
su piel arrugada daba la sensación de haber perdido la fuerza
vital. Fue herido por la metralla y me contó su historia
mientras le vendaba las heridas. Su hijo se hizo adicto a la
heroína. Engañaba a los habitantes del pueblo. Recordé que
una vez llamó a nuestra puerta y, mintiendo, le dijo a Nana que
yo le mandaba a pedirle 500 rublos (unos 150 dólares). Ella le
creyó y le dio el dinero.

-Los ancianos me ordenaron que le controlara. Lo dijeron en


la mezquita —contaba mi paciente—. Lo intenté todo. Le até
a la cama y le encerré en su habitación —la voz del hombre
se quebró—. Los ancianos me pidieron que lo alejara del
pueblo pero, ¿dónde podía mandarlo? ¿Qué podía hacer? No
tenía otra salida. Le disparé un tiro. Fue lo más difícil que he
hecho en mi vida.

Eso ocurrió en un tiempo en el que la ley no imperaba en


nuestra sociedad, y el gobierno central era impotente y débil.
Si hubiera habido prisiones, hospitales psiquiátricos o centros
de tratamiento, quizá ese hijo podría haber sido salvado. Pero
se había destruido todo. Nadie del pueblo culpó al padre. Si
los ancianos de la familia condenaron el crimen fue para
proteger a la comunidad. Ya había suficiente caos.

—Alá te perdonará -le dije.

Su historia me hizo pensar en los motivos por los que alguien


se tuerce. La guerra hace cosas terribles a la gente: no sólo
provoca daños físicos, también causa trastornos mentales.
Pone además de manifiesto el verdadero carácter de las
personas. Creo que la crueldad y la compasión existen en
distintos grados en cada ser humano. Pero en circunstancias
extremas algunas personas despliegan una increíble capacidad
para la compasión y el heroísmo, mientras otras sólo
demuestran crueldad y cobardía. Algunos chechenos, como
Barayev, eran unos malnacidos; otros, sin embargo,
presionados por los rusos, no habían tenido elección (“o
colaboras con nosotros o te metemos en un campo de
clasificación y matamos a tu familia”). Ni siquiera podía
culpar a los chechenos que colaboraron con los rusos. Lo
único que sentía al pensar en ellos era pena y vergüenza.

Dr. Shahid Athar, Islamic Medicine, p. 8 y ss., http://islam-


usa.com/irn3.html.
Cuarta parte - La segunda guerra
Capítulo 16 - De nue vo la gue rra

HACIA MEDIADOS del verano de 1999 se hizo evidente que la


paz era sólo un deseo y que antes o después Rusia volvería a
atacar. Las señales abundaban: las tropas rusas
se concentraban en las fronteras de Chechenia y sus aviones
bombardeaban lo que los portavoces militares rusos
denominaban “campos de entrenamiento de bandidos”
repartidos por la república. El presidente Masjádov era
incapaz de imponerse a los comandantes radicales, de arrestar
a los gánsteres como Arbi Barayev, o de convencer a
Khattab, comandante de campo procedente de Arabia Saudí,
de que abandonara Chechenia.

Además de todo esto la policía local de la vecina Daguestán


había comenzado una campaña contra los extremistas
islámicos, forzándoles a introducirse en Chechenia, donde los
grupos anti-Masjádov y las bandas criminales les recibían con
los brazos abiertos. Las autoridades islámicas de Daguestán,
amedrentadas por los propios islamistas radicales así como
por los grupos de oposición política, se habían trasladado a
Urús-Martán con la idea de derrocar al gobierno prorruso de
Daguestán y de crear una confederación islámica en el
Cáucaso Norte.

Una vez más la república fue presa del pánico. La gente


empezó a acumular alimentos. Muchos huyeron y enviaron
a los niños con sus familiares. Empecé a frecuentar el
mercado de abastos y compré cien paquetes de harina de
medio kilo, azúcar y cajas grandes de macarrones. Al mismo
tiempo amplié mis

provisiones de suministros médicos básicos como lidocaína,


hilo quirúrgico y poliglukina. No pude encontrar ni sierras
ni taladros médicos, así que debería hacer las amputaciones y
las trepanaciones (agujeros perforados en el cráneo para
aliviar la presión que provoca su hinchazón) con herramientas
de carpintería, difíciles de limpiar y esterilizar.

No saber cuándo iban a atacar los rusos ponía a la gente


fuera de sí. Dada no se despegaba de la radio. Lo único que
le distraía era la pequeña Markha, que se colaba en su
habitación por las mañanas con la intención de subirse a sus
rodillas. Nana, Zara y mis hermanas estaban nerviosas;
Malika, que se deprimía cada vez que veía las ruinas de su
amada Grozni, en especial. Los bombardeos aterraban a
Hussein y a Rita porque no estaban acostumbrados a ellos. Al
más leve ruido llevaban corriendo a sus hijos, Khava y Adam,
al sótano. Aún les costaría un tiempo reconocer el sonido de
un motor y la velocidad que indicaban que un avión iba a
atacar.

Malika propuso que nos fuéramos a la vecina república de


Cherkesia, comprar allí una casa y esperar que acabara la
guerra.

-Allí no tratan mal a los chechenos -dijo.

Pensamos en ello, pero no era posible. Nana dijo que no podía


dejar a los animales, y yo sabía que mucha gente dependería
de mis cuidados si había guerra. Decidimos aguantar allí.

POR ENTONCES LOS SECUESTROS habían tomado


proporciones epidémicas. Gánsteres como Barayev, en
compañía del servicio secreto ruso, conseguían millones
gracias a los rescates y a la venta de cadáveres, de personas
asesinadas por ellos, a los familiares. Cuando los
kontraktniki firmaron sus contratos para luchar en
Chechenia, los militares rusos les prometieron recompensas.
Pero el ejército se había desintegrado, así que, según decían
todos, era como si los comandantes rusos les hubieran dado
vía libre para el saqueo y los secuestros. En el extranjero se
oyó hablar de secuestros de periodistas como

Andrei Babitsky, corresponsal de Radio Europa Libre, o del


general Gennadi Shpigun, de la MVD rusa, pero nunca de
los chechenos, que eran las víctimas en el ochenta por ciento
de los casos. En junio la opinión pública chechena demandaba
que Masjádov diera los nombres y apellidos de los
secuestradores y les declarara la guerra. Él no hizo nada. Los
ancianos tomaron sus propias medidas: arengaron a las masas
junto a las mezquitas después de las oraciones de los viernes y
fueron a la radio y la televisión para pedir el fin de los
secuestros.

Mi familia y mis amigos me pusieron en guardia:

—Si un tipo lleva corbata, se hace una casa grande y es


cirujano plástico, todo el mundo piensa que nada en la
abundancia. ¿Por qué conduces sólo por la noche? Deberías
llevar pistola. Deberías tener guardaespaldas. ¡Deberías irte
de Chechenia!
Tiempo atrás había decidido que no podía pasarme la vida
pendiente de si me disparaban o me secuestraban. Me negué
a llevar armas o a contratar un guardaespaldas. En el hospital
sólo teníamos una pistola prestada por la policía local. Cuanto
más evitaba la muerte, más fatalista me volvía. Como con la
mayoría de las cosas, lo que ocurriera estaba en manos de
Alá.

Una vez pensé que había sido secuestrado. A las dos de la


madrugada aporrearon la puerta de casa. Cuando la abrí
no reconocí al hombre con barba vestido de uniforme. La luna
llena lo iluminaba todo, así que puede ver, al otro lado de la
calle, un jeep militar con tres soldados dentro.

—Tenemos un compañero herido en el Noveno Hospital


Ciudadano -dijo-. Nos han dicho que usted es un
especialista. Necesitamos su ayuda.

Les dije que esperaran mientras me vestía y preparaba mis


cosas. Nana se había despertado:

-¿Crees que debes ir? No los conoces —dijo mientras yo salía


por la puerta. Le grité que no se preocupara.

Los tres combatientes del jeep no bajaron para saludarme o


para presentarse: extraño comportamiento en unos
chechenos.

Casi siempre saludaban. El combatiente barbado señaló el


asiento delantero. Me subí; él ocupó el asiento del
conductor, arrancó y el jeep saltó hacia delante con un chirriar
de neumáticos. Los hombres del asiento trasero no me
dirigieron la palabra, pero hablaban entre ellos en voz baja. La
aguja del velocímetro marcaba casi cien kilómetros por hora, y
el conductor daba frenazos y virajes bruscos para evitar los
baches. Me agarré con fuerza para no ser lanzado contra el
parabrisas. En las cercanías del puesto militar a la salida de
Aljan-Kala el conductor aceleró. Huía del puesto de control.
Estaba claro. Era un secuestro.

La aguja del indicador de velocidad subió a ciento quince


kilómetros por hora. Un centinela del puesto militar se puso
en medio de la carretera, pero tuvo que saltar para evitar ser
atropellado; no llegó a levantar el fusil. Los secuestradores
solían estar conchabados con los militares rusos. Lo primero
que pensé fue en cómo debía comportarme: no demostrar
miedo, no enfurecerles, mantener la calma. El corazón me
saltaba en el pecho, respiré profundamente. Me vinieron a la
mente las palabras de mi entrenador de judo antes de un
combate: “Concéntrate”. Recé sin cerrar los ojos: “Alá, por
favor, no dejes que esto sea un secuestro”.

Me aterraba volver a ser detenido. Me asaltaron los


recuerdos de la fosa. Las imágenes se sucedían detrás de mis
ojos: mi foto en televisión con las otras víctimas de secuestros;
familiares y amigos pidiendo mi liberación; pacientes
recaudando dinero para pagar el rescate. Entonces pensé en
mis pacientes: el anciano con el profundo corte en la cadera
del que extraía un montón de pus amarillento y maloliente
cada día; y ¿qué iba a ser de los tres ancianos con retención
urinaria, cuyos catéteres debían ser cambiados? ¿Y del niño
de doce años herido en la cabeza por una mina antipersona?
Necesitaba examinarle para ver si tenía manchas púrpuras,
síntoma del comienzo de una infección. Si se producía una
septicemia, el niño podía morir

en cinco días. Estaba tan ocupado haciendo un inventario


mental de mis pacientes que no advertí que el jeep
había entrado en la calle del Noveno Hospital Ciudadano.
Después de todo no se trataba de un secuestro. Me acomodé
en el asiento y me relajé.

Ya en el hospital ensamblé la destrozada mandíbula del


combatiente mientras sus compañeros fumaban en el
exterior del quirófano. Más tarde, mientras me llevaban a
casa, rompieron su silencio para decirme lo asombrados que
estaban de que hubiera querido subir al jeep con ellos; yo no
les dije ni palabra del miedo que había pasado.

NO ME CU PO la menor duda sobre la participación de


Moscú en el negocio de los secuestros cuando los matones de
Barayev trataron de raptar a Dima Belovetsky, un periodista
ruso amigo mío. Dima trabajaba para la revista mensual
Ogyonok y venía a menudo a Chechenia. Mi vecino y amigo
Musa Muradov, editor de un periódico checheno
independiente, Groznenskii Rabochii, nos había presentado.
Dima había sido judoka antes de ejercer el periodismo.
Habíamos participado en las mismas competiciones, aunque
eso no lo recordé hasta que le vi en mi álbum de fotos. Tenía
una postura característica, agazapado como un león listo para
saltar. Desde que dejó el deporte había ganado peso, por eso
no le reconocí al verlo por primera vez en mi salón mientras
tomábamos té. Insistió para que le hablara sobre la operación
de Raduyev. Yo no quería contarle nada pero, en Chechenia,
es difícil negarse a la petición de un amigo. Le enseñé incluso
las radiografías y convencí a Raduyev para que le concediera
una entrevista. Para mi disgusto, publicó un extenso artículo
sobre la operación, lo cual no me granjeó precisamente las
simpatías de las autoridades rusas. En el verano de 1998 vino
a Chechenia para entrevistar a Shamil Basáyev y a Khattab.
Como de costumbre se dejó caer por mi casa. Zara preparó la
cena y estuvimos charlando toda la velada. Estábamos a
punto de irnos a la cama cuando llamaron a la puerta.

Al abrir me encontré con seis hombres. Los reconocí de


inmediato: eran miembros de la banda de Barayev. Los había
visto por el pueblo conduciendo jeeps extranjeros de último
modelo.

—Tiene un invitado, ¿verdad? —me susurró uno de ellos—,


¿No le gustaría ganarse un dinero? Entréguenoslo. Le
daremos cinco mil dólares.

En mi opinión los rusos habían encargado a los hombres de


Barayev la misión de amedrentar a los periodistas para que
no informaran libremente sobre Chechenia.

Me puse hecho una furia:

-¿Cómo pueden venir a mi casa y pedirme una cosa así? Es


mi invitado.

—Después habrá más dinero.

-¡Si tocan a mi invitado será por encima de mi cadáver, y mi


clan tomará represalias! ¡Y cómo se les ocurra volver por
aquí disparo contra todos! -grité.

-Sólo estábamos bromeando -dijeron al ver lo furioso que me


ponía. Pero no era una broma: lo habían dicho totalmente en
serio.

—Díganle a Arbi que no me proponga cosas así nunca más.


¡Largo!

No quise asustar a Dima; le dije que eran unos tipos que


querían hacerme una consulta médica. El incidente me
avergonzaba. Parecía que cada vez que un periodista ruso
o extranjero venía a Chechenia, alguien les diera el soplo a
los secuestradores. Esa información sólo podía provenir del
servicio secreto. ¿Qué mejor manera de evitar que los
trabajadores de organizaciones pro derechos humanos o los
periodistas vinieran a nuestro país que secuestrar unos
cuantos? ¿Matar algunos? Poco a poco quedaríamos aislados
de la comunidad internacional, más o menos simpatizante
hasta el momento con nuestros intentos de independencia.

EL DOS DE AG O STO de 1999 el legendario comandante


de campo checheno Shamil Basáyev cometió un error que
la mayoría de la gente, yo incluido, consideró fatal. Con un
contingente de unos dos mil hombres atacó Daguestán, la cual
se tambaleaba al borde del caos entre los grupos étnicos
mayorita-rios, los fanáticos religiosos y las bandas de
delincuentes que luchaban por hacerse con el poder. Desde
que el ochenta por ciento de su presupuesto provenía de
Moscú, Daguestán estaba al servicio de Rusia, y lanzaba
sanguinarios contraataques contra los extremistas islámicos.
Me asombró que Basáyev, que no era uno de ellos, pudiera
haber cometido un error así. El cinco por ciento de los
soldados de Basáyev eran chechenos; el resto eran
daguestanos que huyeron de su provincia durante la ofensiva
y esperaban volver con su ayuda. Dieron a entender a
Basáyev que las facciones antigubernamentales de Daguestán
le apoyarían. Sin embargo él y sus hombres tuvieron que
batirse en retirada el quince de septiembre.

Todo el mundo le criticó. Más tarde, cuando el líder de la


oposición de Daguestán acabó en Moscú, dedujimos que
los rusos le habían comprado para que traicionara a Basáyev,
eso les daba la excusa perfecta para entrar con sus tropas en
Che-chenia. Una vez más el Kremlin había jugado a su
“divide y vencerás”, enfrentado dos facciones que podían
haberse unido.

Después del asalto de Basáyev a Daguestán las esperanzas


de evitar la guerra desaparecieron. Por entonces a la mayoría
de la gente ya ni siquiera le importaba la independencia. Lo
único que queríamos era continuar con nuestras vidas, pero la
guerra se hizo inevitable después de las bombas que
explosionaron en Moscú y en otras ciudades. El primer coche
bomba hizo explosión en la plaza Manezh a finales de agosto,
provocando un muerto y varios heridos. A ésta siguieron las
explosiones de unos barracones de soldados en Buinakask,
donde hubo sesenta y dos rusos muertos, mujeres y niños
incluidos. Los terroristas chechenos fueron culpados por
ambas partes.

Las dos siguientes explosiones fueron espantosas: volaron dos


edificios de apartamentos de Moscú y provocaron trescientos
muertos. Yo acababa de operar cuando uno de los
médicos me comunicó la noticia:

-Ha sucedido algo terrible -su cara estaba pálida-. Lo están


diciendo por televisión.

Me lavé y fui corriendo al pabellón de hombres. La gente se


hacinaba en la habitación, de pie sobre las sillas o sentados
en las camas para ver la televisión colgada de la pared.
Parecía una escena del infierno: ambulancias circulando a
toda velocidad, policías, bomberos, miembros del servicio de
rescate andando como podían entre los escombros con la
esperanza de encontrar los cuerpos, y civiles sollozantes en
pijama.

Cerré los ojos; sentía náuseas. No me cabía duda de que


culparían a los chechenos y temí por mis familiares y amigos
de Moscú. En aquel tiempo vivían en Rusia unos 200.000
chechenos; 100.000 en la capital. Decidí llamar a Abek
Bisultanov. En la calle la gente corría hacia el locutorio. Me
subí al coche y conduje hasta uno interurbano situado a las
afueras de Grozni.

-¡Baiev! -anunció el operador después de dos horas de


espera-. Cabina cuatro.

Entré en la cabina y levanté el auricular. El operador me


conectó con el teléfono de Abek. Cuando contestó,
apenas podía oírle a causa de los gritos histéricos de las
cabinas adyacentes. En la de al lado, una voz de mujer se
elevó hasta un aullido de espanto:

-¿Cómo que ha desaparecido? ¿Cuándo se lo han llevado?

Me apreté el puño contra la oreja para no escucharla.

-¡Esto está plagado de uniformes! -decía Abek, al menos eso


creí oír. Había mucha estática—. Diecinueve policías
por checheno -gritó-. ¡Es un pogromo! Nos están rodeando.
La policía ha bloqueado estaciones de tren, aeropuertos y
carreteras. Los negocios chechenos han desaparecido y... -el
teléfono se quedó mudo.

Mientras conducía hacia casa aquella tarde las palabras de


Dada me resonaron en la cabeza: “Quieren librarse de
nosotros”. Me enteré después de que, en un día, la milicia
moscovita registró 26.651 apartamentos, 7.908 zonas de
almacenamiento como sótanos y semisótanos, 180 hoteles,
415 hostales, 548 lugares de ocio. En él tomaron parte 14.500
miembros del GRU, el servicio de inteligencia del ejército, y
9.500 miembros de las fuerzas armadas del Ministerio de
Interior ruso. Trabajaban doce horas al día, sin días libres.
Abek pasó casi seis meses sin salir de su apartamento,
dependiendo de unos amables vecinos rusos que le llevaban
comida. Se le acabó el dinero porque ya no podía ir a Polonia
a comprar coches. La campaña de Moscú contra
los chechenos fue el gran negocio de la policía local, que infló
las cuantías de los sobornos de 50 a 100 dólares. Los varones
chechenos se tuvieron que coser los bolsillos para impedir que
la policía les metiera drogas.

Unos amigos me contaron lo que ocurría en las calles de


Moscú en cuanto un policía divisaba un checheno:

-iAl suelo, con las piernas separadas! -le ordenaba; entonces


el oficial paraba a un paseante-. Ciudadano, le necesitamos
para que sea testigo de lo que encontremos a este
delincuente.
En ese momento, como un prestidigitador que saca un conejo
de una chistera, el oficial sacaba un paquete de marihuana,
heroína o explosivos de la cinturilla del sospechoso. Sólo
en Moscú fueron arrestados unos 3.000 chechenos; doctores,
catedráticos y profesores incluidos. Estaba claro que ya no
podía viajar a Moscú para comprar suministros médicos; debía
arreglármelas con lo que tenía.

Ningún checheno le veía sentido a la comisión de aquellos


horrendos crímenes. ¿Por qué delinquir o perpetrar
atentados terroristas cuando la comunidad internacional
empezaba a manifestar su simpatía por nuestra causa?
Algunos periodistas rusos se preguntaban lo mismo. En un
artículo publicado dos días después del atentado en
MoskovskííKomsomolets se insinua-

ba que quien había puesto las bombas era la policía de


seguridad rusa. El artículo apuntaba que el tipo de explosión
parecía sacado de un manual de la policía secreta y que debió
ser realizado por alguien familiarizado con sus métodos.

Aún estoy convencido de que los servicios de seguridad rusos


explosionaron esos edificios para preparar a los ciudadanos
rusos para la guerra, para influir en la opinión pública y allanar
el camino para las elecciones del 26 de marzo del 2000 en las
que Vladímir Putin fue elegido presidente. No tengo prueba
alguna, por supuesto. Parece inconcebible matar
civiles inocentes para conseguir fines políticos, pero la
historia demuestra que ello ha ocurrido a menudo en Rusia.

EN SEPTIEMBRE de 1999 los rusos volvieron a bombardear


Grozni. Cuantos más días pasaban, más se recrudecían los
bombardeos; eran peores que todos los ocurridos durante
la primera guerra. Finalmente, a mediados de mes, nuestro
ministro de salud nos ordenó cerrar el Noveno Hospital
Ciudadano y volver a nuestros pueblos para establecer
centros médicos en ellos. Empaqué mi mesa de operaciones y
algunos suministros, y conduje hacia Aljan-Kala. Varios
médicos y enfermeras quedaron en encontrarse allí conmigo.

El viernes, después de las oraciones, subí al estrado del patio


de la mezquita y solicité una vez más la ayuda de la gente.

—Podemos restaurar el antiguo hospital bombardeado, pero


para hacerlo necesito vuestra ayuda -dije-. Necesitamos
voluntarios para reparar el tejado, reconstruir y pintar las
paredes, y equipar los baños. Nos hace falta de todo: camas,
ropa de cama, tela para vendas y gasas, y suministros
médicos.

Cuando bajé del estrado, un hombre maduro, alto y de cabello


gris, me esperaba. Nuradi Isayev era una figura venerada en
el pueblo, un hombre que conocía todos los ritos religiosos
asociados al fallecimiento; en resumen, el equivalente al
director de una funeraria. Nadie le pagaba por sus servicios:
su misión

particular consistía en preparar a la gente para el otro mundo.


Durante años había trabajado en DOK, la planta
procesadora de madera, hasta que la cerraron. Me dijo:

—Déjeme organizar la seguridad del hospital. Encontraré


gente de confianza. Custodiaremos el edificio y nos
aseguraremos de que todos observen las normas necesarias
para mantenerlo limpio.

Estaba casado y tenía dos hijos: Akhmed, el mayor, trabajaba


de vigilante en una fábrica de Grozni; Zelim sólo tenía diez
años. En la primera guerra, una bomba le expulsó de su
casa por el tejado. Se rompió los brazos y no se los colocaron
bien. A consecuencia de ello, cuando los huesos se soldaron,
quedaron anormalmente cortos. Me juré que cuando la
contienda acabara encontraría tratamiento para el muchacho.

Una vez más los ciudadanos se unieron. Entregaron sábanas,


mantas, almohadas... objetos guardados durante toda una
vida para la boda de sus hijos. Había más voluntarios de los
que podía emplear. La pieza más importante del hospital era
el generador. Zaurbek Aslanbekov, nuestro electricista
voluntario, adquirió un viejo generador militar a un vecino que
se lo compró a un oficial ruso cuando éste se marchó de
Chechenia en 1996. Era más que suficiente para cubrir
nuestras necesidades, y, eso sí, engullía el combustible. Si
había una pieza imprescindible en nuestro equipamiento era el
generador. Zaurbek guardaba una colección de generadores
rotos en su pequeño taller, de los que sacaba las piezas que
hacían falta. Nunca le pregunté de dónde obtenía el
combustible, pero siempre había suficiente.

Nuestras cocineras voluntarias eran dos hermanas, Roza y


Zarema Asayeva.

—Lo único que puedo hacer es coser y cocinar -me dijo


Roza. Las dos mujeres recorrían, a menudo bajo el fuego,
varios kilómetros diarios para ir a trabajar. Zarema había
trabajado en el Cuarto Hospital Ciudadano de Grozni.
Varias personas se ofrecieron para ser mi chófer.

—Aquí está mi coche; le ayudaré en todo lo que pueda —dijo


Avalu Isayev, uno de los sobrinos de Nuradi, dueño de un
Zhiguli último modelo. No quería que arriesgara su vida, así
que, casi siempre, conducía yo. Alavdi, uno de los vigilantes,
traía agua del arroyo. Nuradi puso vigilantes cerca de los
recipientes de agua, en la entrada del hospital, para comprobar
que la gente se limpiara los zapatos antes de entrar.

Todas las refugiadas procedentes de Grozni y las villas de los


alrededores llegaron en tropel a Aljan-Kala, lo que significaba
que habría un aumento del número de partos; por ello, y para
que tuvieran mayor privacidad, separé un pequeño espacio del
hospital como pabellón de maternidad, que puse al cuidado de
Zina Aduyeva, nuestra ginecóloga voluntaria. Cada vez que
nacía un niño nos llenaba de alegría comprobar que, aún en
medio de aquella devastación, una nueva vida se abría
camino.

En el hospital recién restaurado, la limpieza era mi obsesión.


Las enfermeras bromeaban a mi costa y decían que estaba
más limpio ahora, durante la guerra, que antes. Yo insistía en
que comenzáramos la jornada con batas limpias y con los
suelos sin gota de polvo. Cada noche las enfermeras se
llevaban mi ropa de hospital y varias sábanas a sus casas, las
hervían en sus cocinas de leña, las ponían a secar y las
planchaban con una plancha decimonónica llena de carbón
caliente. En Grozni ya no había electricidad. Tan sólo tenían
corriente en sus casas las pocas personas que poseían un
pequeño generador.
Llevé al hospital dos hojas de metal que guardaba en casa; un
metalúrgico se las arregló para hacer una especie de
estufa con ellas. El aparato era esencialmente una gran caja
de metal sobre cuatro patas, con una pequeña puerta
delantera y un tubo que daba a una ventana por la parte de
atrás. Cuando sólo quedaban rescoldos el calor duraba poco,
pero caldeaba el ambiente con rapidez. Mis voluntarios, aún a
riesgo de pisar una mina,

recogían leña cada día. Las ramas verdes las colocábamos


debajo y alrededor de la estufa para que se secaran.

Desde luego, vencer la suciedad era un desafío. Al acabar el


día la sangre me empapaba hasta la camiseta y humedecía
los suelos. Estaba convencido de que la ropa de hospital limpia
y planchada tranquilizaba a los pacientes y a sus familiares.
Era evidente que yo mismo me encontraba mejor si llevaba
ropa limpia, y a las enfermeras les pasaba igual. Ya reinaban
fuera el barro, la nieve fangosa y los escombros. A pesar de
la limpieza no se podía evitar el olor de carne putrefacta,
aunque no hubiera podido decir si el hedor procedía de mi
ropa de quirófano o existía sólo en mi cabeza. Soñaba con
duchas calientes y baños de vapor.

A FINALES de septiembre de 1999 me di cuenta de que tenía


que sacar a mi familia de Aljan-Kala. Vladímir Putin,
recién nombrado primer ministro por Yeltsin, anunció:
“Perseguiremos a los terroristas por todas partes. Si los
encontramos en el retrete, con perdón, ¡allí los ahogaremos!”.
Como llevaban mucho tiempo pidiendo ley y orden, a los rusos
corrientes les encantó su agresividad. Al contrario de lo que
ocurrió durante la primera guerra, la opinión pública rusa
apoyaba la mano dura contra Chechenia. Sólo era cuestión de
tiempo que volvieran los ataques sobre Aljan-Kala. Los
tanques, la artillería y la infantería rusa habían tomado
posiciones en las colinas y empezaban a lanzar proyectiles
contra el pueblo. Yo pensaba que la segunda guerra podía ser
más brutal aún que la primera. Teníamos en contra la opinión
pública rusa y habíamos perdido ya la esperanza de que
Estados Unidos o Europa presionaran a Rusia para detener el
ataque.

La gente se iba del pueblo. Al final Nana aceptó dejar a los


animales y acompañarme a la vecina Ingushetia a condición
de que yo también me refugiara allí. Lyuba, una doctora
ingusha que había trabajado conmigo en el hospital de Grozni,
dijo que nos buscaría acomodo. Quité el asiento trasero de mi
Niva para

que pudieran entrar Zara, nuestros hijos y los de Hussein, y


Nana. Pensaba volver a por Dada y Malika cuando nos
hubiéramos instalado. Nos fuimos muy de mañana para evitar
los atascos de las horas punta. A pesar de eso la autopista
Moscú-Bakú estaba congestionada y los rusos disparaban
ocasionalmente a las columnas de refugiados. En la frontera
con Ingushetia, coches y autobuses esperaban durante días en
filas de tres en fondo que se extendían a lo largo de
kilómetros. Sus techos estaban abarrotados de colchones,
ropa de cama, cajas de cartón, baúles y muebles. Me
arriesgué a atajar por una zona de pastos a pesar de que otros
conductores me habían dicho que estaba llena de raíces. Por
suerte el Niva es un vehículo alto y me las arreglé para pasar
la frontera y llegar a Nazran, capital de Ingushetia, sin
contratiempos. Las tiendas militares rusas salpicaban el
campo cercano al puesto fronterizo.

Con una sola mirada a las calles de Nazran supimos que no


nos sería posible encontrar un sitio para quedarnos. Los
refugiados dormían en tiendas de campaña, en cubículos
hechos con cajas de cartón o bajo plásticos. Otros se
quedaban en sus coches o camiones. Las calles estaban
embarradas. Lyuba sugirió que probáramos en Troitskoye, una
aldea situada a dieciséis kilómetros de Nazran. El primer piso
que encontramos no tenía agua ni electricidad, y la mezcla de
las paredes recién enyesadas rezumaba por la superficie.
Pasamos esa primera noche con la madre de Lyuba, quien nos
habló de dos habitaciones de alquiler.

Al día siguiente volví a Chechenia para llevarme un hornillo de


gas, colchones, mantas, unos pocos utensilios de cocina y una
gran tina de aluminio para lavarnos. En el viaje de vuelta
a Ingushetia, Dada y Malika me siguieron en el viejo coche
Zaporozhets de papá. Al llegar a la frontera no pudimos tomar
el atajo porque dicho coche era bajo y tenía poca
potencia. Esperamos en la cola, hora tras hora, sin movernos
apenas, con el aire viciado por del humo de los tubos de
escape. El coche

de Dada se recalentó varias veces y tuvimos que buscar agua


para rellenar el radiador. Pasé el tiempo caminando entre
las filas de coches que llegaban al puesto fronterizo a cargo
de soldados rusos y policía ingusha. Observé con disgusto
cómo retenían los soldados rusos a los refugiados hasta que
recibían el correspondiente soborno. La mayoría de los
conductores pagaba sin protestar.
Un hombre de aspecto terriblemente cansado, sin afeitar y
con las manos cubiertas de grasa, discutía con uno de los
soldados. Eché un vistazo a su camión; contenía unas cajas de
cartón rotas llenas de ropa, un colchón, una silla de plástico y
una jaula con gallinas. Pensé que cuando llegaran a Ingushetia
lo más probable sería que las gallinas hubieran muerto. Un
anciano y una anciana que podían ser los padres del hombre
estaban desplomados en la cabina, semiinconscientes.

—¡Necesitan ir a un hospital! ¿No ve que están enfermos? —


la voz del hombre se quebró por la desesperación-. No
tengo dinero. ¿Es que no lo ve? ¡Que no tengo! ¡No tengo!
¡No tengo dinero!

-Todos pagan para pasar —el joven centinela, que no podía


tener más de veinte años, se mantuvo firme.

Cuanto más duraba la discusión, más aumentaba la cola de


coches. Los conductores empezaron a tocar las bocinas: el
ruido era ensordecedor. El guardia fronterizo miró por fin
hacia atrás, llegó a la conclusión de que no había nada que
hacer y, a regañadientes, dejó pasar al camión. Observando
aquellas escenas de miseria humana recordé La Meca y traté
de recuperar la sensación de calma y esperanza que me
embargó después del peregrinaje, pero no podía: estaba
demasiado entristecido por el destino de mi gente.

Al acercarme al coche vi que Dada estaba congestionado y


que gotas de sudor perlaban su frente. Necesitaba orinar con
frecuencia debido al agrandamiento de la próstata, pero
siempre se contenía, y en ese momento se negaba a ir al
borde de la carretera.
Le llevé con mi coche a un lugar apartado del campo cercano.

Pasadas siete horas logramos por fin cruzar la frontera. Nana


y Zara habían alquilado las dos habitaciones indicadas por
Lyu-ba, así que tuvimos la suerte de encontrar un techo bajo
el que quedarnos. Más tarde visité uno de los campos de
refugiados que los rusos y las organizaciones pro derechos
humanos occidentales habían establecido cerca de la frontera.
La gente dormía en literas de tres alturas colocadas en
grandes tiendas de campaña caldeadas por estufas panzudas.
Muchos se habían llevado sus animales, que estaban
encerrados en recintos cerca de la frontera. El barro lo
inundaba todo. No había forma de lavarse, ni de tener
privacidad, ni de escapar del hedor de excrementos humanos.
La disentería y la tuberculosis se veían venir.

Hice una breve visita a la tienda hospitalaria donde algunos de


mis viejos colegas trabajaban con miembros de la Cruz Roja y
de Médicos Sin Fronteras. Una larga cola de gente
esperaba para ver a los médicos. Una mujer de aspecto
emaciado que sostenía un pañuelo sobre su boca me llamó la
atención. Emitió una tos cavernosa que parecía proceder de lo
más profundo de sus pulmones. Tuberculosis, pensé mientras
miraba su piel seca y sus ojos enfebrecidos. Al menos el
veinticinco por ciento de la población había contraído la
enfermedad.

Otra tienda-hospital atendía niños afectados por el shock de


los bombardeos; había unos veinte; estaban sentados en
tablas apoyadas sobre ladrillos. La doctora trataba de llamar
su atención, pero ellos miraban sin ver, con ojos inexpresivos.
-La mayoría ha perdido a sus padres -dijo la doctora, y señaló
a un niñito de unos cinco años y a su hermana—. A los padres
de esos niños los mataron delante de ellos. A veces juegan
con los otros pero, en mitad del juego, se paran y se echan a
llorar desconsoladamente.

Sólo me quedé en Ingushetia dos días. Debía volver a Aljan-


Kala para supervisar la restauración del hospital. Sabía que si
le comunicaba mis planes a Nana, ella insistiría en volver
conmigo,

así que le dije que sólo iba a buscar unos suministros médicos
y que volvería enseguida. No me creyó. Me conocía
demasiado bien.

—Si te vas, yo me voy contigo —dijo—. Si te quedas allí no


haré más que preocuparme. Alguien tiene que cuidar de ti.

Al final tuve que transigir: los dos volvimos a Aijan-Kala.

Odiaba tener que exponer a Nana a la miseria de la guerra,


los bombardeos, el sótano húmedo. No obstante regresamos
a mi casa; allí, cuando no hubiera bombardeos, podría
dormir fuera, al lado de su horno del patio, y cocinar su sopa.

Capítulo 17 - El clímax

A comienzos de octubre de 1999 el hospital ya estaba listo.


Aquel primer día invité a los diez médicos y a las veinte
enfermeras que vinieron conmigo desde Grozni a la pequeña
zona adyacente al quirófano que me había reservado como
consulta. Quería explicarles lo que les esperaba. Yo había
decidido quedarme, pero eso no implicaba que ellos tuvieran
que hacer lo mismo. Cuando se trata de arriesgar la vida,
cada persona ve las cosas de manera diferente.

-En la primera guerra —les dije-, los médicos y las


enfermeras murieron, y puedo aseguraros que esta vez puede
ser mucho peor.

Todos guardaron silencio. Después uno de los médicos me


preguntó por qué suponía que nos esperaba lo peor.

—¿No estuviste en la primera guerra? —le pregunté.

Él negó con la cabeza. Es imposible imaginar lo que es una


guerra si no lo has vivido. Reflexioné un momento y
continué: -Quiero deciros que si decidís marcharos en un
momento dado, no seré yo quien os ponga pegas. Sois libres
de iros cuando queráis. Ni siquiera tenéis que comunicármelo.
Podéis marcharos. No voy a tratar de reteneros.

DURANTE CASI DOS semanas una placentera calma se


extendió sobre Aljan-Kala, y el compañerismo creció
entre nosotros. En vez de esperar sentados en casa al
siguiente bombardeo, trabajamos en equipo. Hacíamos algo
útil. Nos levantaba el ánimo. En el hospital tratábamos
afecciones corrientes: dolencias estomacales, resfriados y
toses, vendajes que necesitaban ser cambiados; entre tanto los
rusos nos vigilaban con sus prismáticos desde las colinas. Sólo
el sonido lejano de la artillería, salpicado por el ruido ocasional
de los francotiradores, nos recordaba el conflicto venidero.

La tranquilidad que reinaba en la población era demasiado


buena como para durar. Una tarde, con mi enfermera
Rumani Idrisova y otros miembros de la plantilla, me senté a
la mesa para beber té y tomar sopa. Sobre la mesa había una
caja de bombones que Nuradi había llevado para las
enfermeras. Pocos días antes el marido de Rumani había ido
al hospital para intentar convencerla de que fuera con él a
Ingushetia. Se metieron en una habitación y hablaron durante
casi dos horas. Ella salió sonriendo:

-Me quedo -dijo-. Mi sitio está aquí.

Varias calles más lejos, en la calle Mira, una de las vías


principales de la población, se había congregado un gentío
para asistir al funeral de un muchacho que había pisado una
mina mientras buscaba leña. Un grupo de gente reunida en la
calle era una invitación para los artilleros rusos. Los miembros
del cortejo deberían haberlo previsto, pero dar el pésame
después de una muerte es una de nuestras principales
tradiciones.

De repente hubo una explosión enorme. Nos retiramos de las


ventanas y salimos al pasillo; allí nos pusimos en cuclillas con
la espalda contra la pared. Nosotros, veteranos de la primera
guerra, teníamos que mantener la calma para acabarnos la
sopa. Razyat Almatova, una de nuestras enfermeras
voluntarias de la localidad, no podía llevarse la cuchara a la
boca de lo que le temblaban las manos. El miedo se contagia,
así que hice unas cuantas bromas; me parece que no le
hicieron demasiada gracia.

Los heridos comenzaron a llegar a los cinco minutos, algunos


en brazos de sus familiares y otros en carretas o en camillas.
No había habido aviso alguno: un mortero es silencioso
hasta que explosiona cerca del suelo esparciendo metralla por
todas partes, desgarrando carne humana. Hubo al menos
setenta heridos; algunos murieron, otros perdieron
extremidades. Los parientes se abrieron paso por los
corredores, tropezando con los cuerpos que yacían en el
suelo. Frente aquella cantidad interminable de heridos no supe
por dónde empezar, estaba desorientado; sentí un martilleo en
la cabeza. “Lo primero que se debe hacer —me dije— es
identificar las víctimas que tengan posibilidades de sobrevivir”.
Poco a poco, recobré el dominio sobre mí mismo.

—¡Retírense! ¡Dejen espacio para que el médico pueda


trabajar! -gritó Nuradi. El nunca perdía la cabeza. Algunas
enfermeras fueron presas del pánico y corrieron sin ton ni son
en todas direcciones arrastrando soportes para sueros.

-¡Olviden los soportes! -grité-. No necesitamos sueros aún.


Traigan torniquetes de goma. ¡Detengan las hemorragias!
¡Lo primero que hay que hacer es detener las hemorragias!

Con Nuradi al lado, trabajé con otros médicos y enfermeras


hasta las tres de la madrugada. Estaba demasiado
familiarizado con aquella horrenda tarea: taponar con gasa las
heridas, pinzar los vasos sanguíneos mayores y cauterizar los
menores, retirar la piel, serrar el hueso. No había tiempo para
fregar el suelo: estaba resbaladizo a causa de la sangre.
Envolvimos los miembros amputados para entregárselos a los
familiares.

LA MAÑANA. SIGUIENTE al ataque, después de dormir en


casa unas cuantas horas, recorrí a pie el camino hasta el
hospital. El cielo era azul, pero el humo se cernía sobre
Grozni. El silencio posterior al ataque era enervante, como si
aún fuera a ocurrir algo peor. Sentía la garganta y los ojos
irritados por el humo. Pensé que íbamos recibir a muchos
asmáticos y niños con problemas respiratorios en el hospital.
El edificio parecía muy tranquilo cuando llegué. Raisa, nuestra
mujer de la limpieza, había fregado los pasillos, eliminando
cualquier vestigio de la carnicería del día anterior. Me dirigí a
la consulta para conferenciar con el personal. Todas las
mañanas nos reuníamos cinco o diez minutos para discutir las
actividades del día. Nuradi me esperaba en la puerta con
expresión abatida.

—Se han ido todos por la noche —dijo—. Todos los médicos
y casi todas las enfermeras.

—Después de lo que pasó me lo esperaba —le contesté. Hice


un cálculo rápido: ahora yo era el único médico para
los 100.000 habitantes de Aljan-Kala y los seis pueblos de los
alrededores. Tenía ocho enfermeras, casi todas de la
localidad. Al principio me disgustó mucho haberme quedado
sin personal. Sin embargo, pronto me di cuenta de que me las
arreglaría bien con ese pequeño grupo de personas en las que
podía confiar: si no habían perdido la cabeza con la masacre
del día anterior era muy posible que pudieran enfrentarse a
cualquier cosa.

Rumani era la única enfermera familiarizada con la guerra.


Había trabajado en la unidad de quemados del Cuarto Hospital
Ciudadano de Grozni durante la primera guerra. Zara Akhi-
gova, por el contrario, sólo había asistido a dos cursos
de enfermería en agosto de 1999, al reanudarse el conflicto.
La primera vez que le pedí unas pinzas quirúrgicas para sacar
metralla me pasó unos alicates para extraer piezas dentales.
Se avergonzó muchísimo. Al día siguiente le llevé un libro
de medicina que guardaba en casa y le dije:

-Toma, apréndete los nombres de estos instrumentos para


mañana.

Aprendía rápido y llegó a convertirse en una de mis mejores


enfermeras.

Otra enfermera entregada a su trabajo era Maryam Utsieva.


Vivía cerca del hospital y, fuera de día o de noche, en
cuanto empezaban los bombardeos se presentaba allí. Zarina
Baligova fue una sorpresa inesperada; comenzó a trabajar en
el hospital cuando su hermano fue herido de gravedad.
Después de su recuperación ella se presentó como voluntaria
para cuidar a otros. Además de las enfermeras mi sobrino Alí,
que cursaba
Operando bajo el fuego. De izquierda a derecha: yo, mi
sobrino Alí, las enfermeras Rumani Idrisova y Markha
Chalaeva, y Said-Alí, el dentista convertido en ayudante de
cirujano.

segundo año de medicina cuando Grozni fue reducida a


escombros, se ofreció para ayudar.

Un puntal de mi equipo era Said-Alí Aduyev, el hermano de


Zina, nuestra ginecóloga voluntaria. Said-Alí era un dentista
de pueblo que vivía al lado del hospital. Se había quedado en
su casa para cuidar al ganado mientras su familia se marchó
a Karachái-Cherkesia, una república caucásica vecina.
Nunca tenía que llamarle; sabía siempre cuándo le necesitaba.

El ataque sobre Aljan-Kala y los pueblos de los alrededores se


intensificaba día a día. Cuando oí una tarde en los noticiarios
rusos que los combatientes chechenos estaban volando
los depósitos de amoniaco de Grozni sospeché que el Kremlin
preparaba a los ciudadanos rusos para el uso de armas
químicas del que culparían a los chechenos. Enseguida vimos
una nube cenicienta sobre la capital. Permaneció allí durante
días. El olor de los explosivos llenaba el aire provocando
problemas respiratorios, extrañas erupciones cutáneas y
muertes inexplicables. Recibí numerosos pacientes con
misteriosas lesiones dérmicas que achaqué a los defoliantes
utilizados por los rusos para fumigar los árboles. Sin embargo,
no atendí nunca a un afectado por las terribles bombas de
vacío que comenzaron a usar. La onda expansiva de la
explosión era tan potente que colapsaba los edificios y
expulsaba de ellos a sus moradores, aplastándolos contra
objetos fijos. Algunos colegas me hablaron de
victimas encontradas en sótanos sin lesiones visibles, pero con
los órganos internos pulverizados.

En apariencia, éramos bombardeados porque los rusos


pensaban que Aljan-Kala era un hervidero de combatientes.
El humo cubría el valle, y por la noche las llamas de los
edificios incendiados iluminaban el cielo. La gente pasaba día
y noche encerrada en los sótanos, con un aire tan viciado que
la piel se quedaba mate y sin brillo, y los músculos perdían la
elasticidad. Daba igual la cantidad de ropa que te pusieras,
siempre pasabas frío. Nana decía una y otra vez que estaba
bien, pero por el color de su cara deduje que el corazón le
daba problemas; hacía años que tenía la tensión demasiado
alta. La falta de sueño crispaba también a la gente: arruinaba
su capacidad de concentración, los volvía irritables y
depresivos. Tan pronto como te dormías comenzaban los
bombardeos. Si salías para ir al excusado, podían pegarte un
tiro. La mitad de las veces los heridos no podían trasladarse a
los sótanos. Los vecinos se amontonaban a menudo en
nuestro sótano, hablando nerviosamente para librarse del
miedo. Las repetitivas conversaciones sobre la guerra me
sacaban de quicio. Los rusos esto, Masjádov
aquello, Basáyev, Putin, Clinton...

-Vamos a hablar de algo más agradable -les rogaba.

—¿Y qué es agradable? -respondía uno de mis compañeros


de sótano.

-¿Sitios bonitos?

—¿Cuáles, si está todo reducido a escombros?


—¡Mujeres guapas! —eso al menos les arrancó una
carcajada.

Todo lo que se decía lo había oído antes: quién estaba


suffiendo, quién estaba muerto, quién estaba herido, a quién le
habían destruido la casa. Tenía los nervios a flor de piel. En
cuanto acababan los bombardeos salía corriendo para el
hospital. A veces perdía la paciencia con las enfermeras,
gritándoles sin razón alguna. Trataba de controlar aquellos
arranques de mal genio y sabía que debía encontrar otra
forma de liberar mis tensiones. Hacer flexiones entre una
operación y otra me relajaba un poco.

—Deberías escuchar música con mucho ritmo —me había


dicho Dada en la primera guerra-, en vez de esas
canciones blandengues que te gustan.

Traté de seguir su consejo; sin embargo, cuando escuchaba


música en mi pequeño reproductor a pilas en los
descansos entre intervenciones, Nuradi se quejaba:

—La gente va a pensar que nos divertimos mientras ellos


sufren.

Cuantos más días pasaban, más agotado me sentía. Podía


considerarme afortunado si conseguía dormir dos o tres
horas por la noche. Solía estar tan cansado que me resultaba
imposible conciliar el sueño aunque todo estuviera tranquilo
durante horas. Me preocupaba la disminución de mi capacidad
para compartir el sufrimiento de mis pacientes, la compasión
estaba siendo sustituida por la irritación. Como si no fuera
suficiente con los bombardeos, los civiles eran también
víctimas de saqueos, violaciones y asesinatos perpetrados por
los kontraktniki, por la infame división Shamanov en
particular, que acampaba a menos de tres kilómetros y medio
del pueblo. El cincuenta por ciento de los 5.000 efectivos de la
división del general Vladímir Shamanov eran soldados
profesionales; los demás eran convictos liberados de la cárcel
para luchar en Chechenia. Uno de mis pacientes me dijo que
había escuchado por casualidad a uno de los oficiales tratando
infructuosamente de controlar a los mercenarios durante el
asedio de Aljan-Iurt, cuando arrasaron la población matando
cientos de personas.

—Son civiles; se supone que no tenemos que hacerles daño


—decía el oficial.

Los mercenarios se carcajearon.

—Esto es una guerra —dijeron—, y podemos hacer lo que se


nos antoje. Venga, intente detenernos.

Nunca olvidaré la cara de una mujer que llegó al hospital con


una pierna herida. Tenía la piel descolgada, la nariz y la
boca encorvadas. Mechones de pelo gris se escapaban de su
pañuelo.

-¿Cuánto hace que tiene esta herida? -la llevé hasta la mesa
para examinarla. Arrastró las piernas rígidamente y se subió a
la mesa. No me contestó, se limitó a mirar fijamente la pared.
Su marido le había dicho a la enfermera que la herida no había
sido tratada porque tuvieron que quedarse en el sótano
durante un mes.
Levanté su falda para examinarla; llevaba unos pantalones
bombachos sucios y llenos de agujeros. Retiré la ropa
que cubría su profunda herida. La carne estaba descompuesta
y el olor a tejidos muertos se extendió por la habitación. Le
inyecté una dosis de anestesia local y comencé a cortar la
carne ennegrecida.

-Doctor, ¿qué me está haciendo? -levantó la cabeza de


repente. Durante un segundo enfocó la mirada sobre mi
rostro, luego volvió a mirar la pared.

-Le estoy limpiando la herida -contesté tirando un trozo de


carne muerta en el cuenco que sostenía Razyat—. Vimos
cómo bombardeaban su aldea. Es increíble que queden
supervivientes.

Volvió a levantar la cabeza. Guardó silencio durante un


minuto; después me miró:

-No sé donde está mi hija -dijo con voz monótona-. Todos


estaban borrachos, los cuatro o los cinco. Mi marido
intentó protegerla, pero ellos le pegaron en la cabeza con las
culatas de los fusiles.

Acabé de limpiar la herida, la rocié con solución salina y la


vendé.

-Cambiaremos el vendaje mañana.

Le di la espalda para que no viera mi rabia. Razyat la ayudó a


bajar de la mesa.

—La violaron delante de nosotros —añadió la mujer mientras


se dirigía hacia la puerta como un robot. No lloraba. Mencionó
la violación como si le hubiera pasado a la hija de otra
persona.

Estuvo un mes ingresada en el hospital, yaciendo en la cama


con el aspecto de un zombi. Nunca se levantaba. Con
regularidad repetía:

-El general Shamanov se lo dijo a sus hombres: haced lo que


se os antoje.

Cuando la herida se curó lo suficiente como para darle el alta,


su marido fue a buscarla para llevársela a casa.
Aparentaba unos cincuenta años, pero es probable que fuera
mucho más joven. No podía ni imaginar lo que sería para un
padre ver que su hija estaba siendo violada y no poder
ayudarla.

-Gracias, doctor, por todo lo que ha hecho -dijo-. No puedo


darle nada, han destruido mi casa.

-No quiero dinero -contesté-. Su mujer está psicológicamente


enferma; necesita unos medicamentos.

Asintió. No dijo nada sobre su hija, y yo no me atreví a


preguntar.

Pensar en el asunto hacía que me hirviera la sangre en las


venas y durante semanas no pude quitármelo de la cabeza.
La rabia que aún sentía llegó a su punto de ebullición cuando
un kontraktniki fue llevado al hospital. Había sobornado y
aterrorizado a los civiles que pasaban por su puesto de control,
al cual habían atacado en represalia los combatientes
chechenos. A pesar de su chaleco antibalas le había entrado
un proyectil por la axila perforándole el pulmón.

—¡No quiero que me atiendan los bandidos! -aulló mientras


Rumani le inyectaba un calmante-. ¡Hijo de puta! ¡Bastardo! -
me chilló a mí.

Un combatiente checheno que esperaba en el pasillo me gritó


a su vez:

—¡Deje que se muera!

Durante un momento estuve tentado de hacerlo. El mundo


sería mucho mejor sin ese monstruo. No podría violar a
más mujeres ni a más niños. Pero recordé Krasnoiarsk y las
palabras del Juramento Hipocrático grabadas sobre la pared
de la Facultad de Medicina. Si empezaba a decidir quién debía
vivir y quién no, ¿cómo acabaría aquello?

-Soy médico -repliqué-. Mi deber es atender a quien lo


necesite. Alá le castigará.

EN AQUELLA. ÉPOCA de intensos bombardeos continué


haciendo visitas a mis pacientes, unas veces a pie y otras
en coche. Había aprendido a leer en la piel y los tejidos:
interpretaba la supuración de una herida y sabía que la dureza
y la falta de elasticidad que palpaba con los dedos al examinar
una lesión significaban carne dañada. La manera en que un
cirujano corta los tejidos, el cuidado que pone para no dañar
los vasos sanguíneos, determina el tiempo de curación de la
herida. La septicemia puede desarrollarse a una velocidad
alarmante, así que a ciertos pacientes los visitaba a diario.
Entre ellos estaba Sultán Ganayev; tenía una gran herida
abierta a la altura de la cadera derecha, que se le había
extendido hasta la parte inferior de la columna. Yo luchaba
con su carne moribunda. El olor a pus y tejidos muertos era
tan fuerte que las visitas tenían arcadas y desaparecían de la
habitación. Los continuos bombardeos habían minado el
sistema nervioso de Sultán y su cuerpo luchaba contra la
infección que se extendía.

-Dejadme aquí arriba, voy a morir de todas formas. Vosotros


bajad al sótano -gritaba a su mujer y a sus hijos mayores cada
vez que empezaba un bombardeo. Su hijo mayor se quedaba
siempre con él.

Un día, mientras le quitaba el pus y lo echaba a un cuenco,


Sultán se volvió hacia mí y dijo:

-Dime la verdad, Khassan. ¿Voy a morir?

—Por supuesto que no -contesté—. La herida está


mejorando.

Sonrió.

—Pues tan pronto como me ponga bien te llevo a mi viñedo; y


te llevas todas las uvas que quieras y más.

-Ya estoy impaciente por ir -contesté.

Nunca les decía a mis pacientes que podían morir porque


perdían toda esperanza, y la esperanza cura. Creo que decir
la verdad precipita la muerte, especialmente en el caso del
cáncer. En lengua chechena no hay una palabra para nombrar
al cáncer. Los rusos lo llaman rak, es decir, cangrejo. En
checheno al cáncer lo llamamos “lo innombrable” y se lo
ocultamos al paciente.

Nunca me rendí con Sultán, aunque no tenía muchas


esperanzas de probar sus uvas. Continué luchando por
salvarle la vida, creyendo en los milagros. En otras
circunstancias podría haberle curado, aunque hubiera tenido
que pasar el resto de su vida en una silla de ruedas.

Según pasaban las semanas y aumentaban las bajas, nuestros


suministros médicos comenzaron a escasear. Volví a los
antiguos remedios caseros de Dada. Limpiaba las heridas con
leche agria y les ponía miel para acelerar su curación. Sobre
las quemaduras extendía yema de huevo y crema agria. Le
pedía a la gente que orinara en un contenedor, dejaba reposar
la orina una semana y aplicaba el sedimento sobre sus
heridas. También usaba infusiones de corteza de roble, fárfara
o salvia para los apósitos. Cuando se nos acabó el hilo
quirúrgico pedí hilo corriente a los vecinos; lo desinfectábamos
hirviéndolo. Cuando desaparecieron los desinfectantes hicimos
mezclas suaves, medias y fuertes de sal y agua. Para vendar
las heridas usé ropa del hogar normal y corriente.

En aquellos días nuestro equipo sufrió la tragedia en carne


propia. Una noche mientras me acompañaba a casa, Nuradi
me dijo que llevaba semanas sin saber nada de su hermano
mayor, Akhmed. Nuradi insistía siempre en acompañarme,
aunque yo le había dicho que no era necesario.

—He intentado mandarle mensajes —dijo—. Quiero ir a


Grozni a buscarle.
—Es muy peligroso —protesté—. Ya han disparado sobre
demasiados chechenos por ir Grozni a buscar familiares.

Al final logré convencer a Nuradi. Un día me rogó que le


dejara acompañarme a casa. Cuando nos paramos frente a
la suya supuse lo peor.

-Algunos combatientes han vuelto de Grozni. Dicen que varios


jóvenes de Aljan-Kala están enterrados en el estadio central -
dijo. El Estadio Dinamo de Grozni se había convertido
en cementerio provisional hasta que fuera suficientemente
seguro para los familiares llevarse de allí a los fallecidos y
enterrarlos dignamente. La noticia de la muerte de Akhmed
se mantuvo en secreto. No se le comunicó a la anciana madre
de Nuradi por temor a que sufriera un infarto. Un día que se
sentó junto a su casa, en la calle, los amigos se le acercaron
para darle el pésame: un mes después falleció a causa de la
impresión.

La hermana de Alvadi, de dieciocho años, murió al caer una


bomba en su casa. Ella barría el patio y su hermano estaba
en casa. La onda expansiva golpeó de pleno a la joven,
destrozando su cuerpo ante los ojos de su hermano. Alvadi, en
estado de shock, corrió al hospital llevando en brazos el
cuerpo mutilado, pensado que aún podríamos salvarla, pero
era demasiado tarde. Nuradi intentó tranquilizarlo. Alvadi no
sabía cómo iba a decírselo a sus padres, que vivían en otro
pueblo.

A veces parecía que la población entera estaba al borde del


colapso nervioso. Los niños deambulaban en estado de
shock, se refugiaban en el silencio o lloraban sin parar. La
leche de las madres que estaban amamantando a sus hijos se
secó. Un día encontré un niño de nueve años con el pelo
medio canoso. Su madre me dijo que le había ocurrido la
noche anterior. Otro de siete años había pasado tanto miedo
con los bombardeos que la parte izquierda de su cara se había
torcido hacia la derecha, provocándole un rictus que le
desfiguraba la boca. Yo no tenía

tranquilizantes ni otros medicamentos para calmar a la gente,


o para evitar los arranques de violencia provocados por el
estrés como los que padecía Salavdi Kadirov, un levantador de
pesas cuyos hermanos me pidieron ayuda. El único consejo
que pude darles fue que lo ataran a la cama, lo cual, teniendo
en cuenta la envergadura del hombre, requería la ayuda de
varias personas más. Si salía a la calle, caería ante el primer
francotirador ruso que le viera. Algunas personas trataron de
aplacar sus nervios con alcohol, y no les culpo por ello.

EL 25 DE NOVIEMBRE D E 1999 trajo un bombardeo


desgarrador. Le di las gracias a Dios por tener a casi toda mi
familia en Ingushetia.

—Por el sonido de las explosiones se ve que el bombardeo


sigue un patrón -le dije a Nuradi-. Los rusos han debido dividir
el pueblo en cuadrantes, y los bombardean sistemáticamente
uno tras otro. Es probable que ataquen el hospital y, cuando lo
hagan, pocos minutos después caerá mi casa: está en
el siguiente cuadrante.

-Yo vigilaré el fuerte -se ofreció Rumani-. Vete a casa y avisa


a los que estén allí.

Corrí a casa lo más rápido que pude. Allí estaban Nana, unos
amigos y unos vecinos viendo la televisión que me
había arreglado conectándola a un viejo generador japonés.
La electricidad había faltado durante meses. Mis amigos
esperaban las noticias de las nueve de Moscú, ansiosos por
saber qué contaban los rusos de la guerra.

-iAl sótano! —chillé—. El bombardeo viene hacia aquí.

-¿No podemos esperar a que acaben las noticias? —preguntó


uno de mis vecinos.

-¡No! -desconecté el enchufe del generador-. ¡Bajad ahora


mismo!

A las diez menos diez de la noche cayó un misil sobre la casa;


la explosión fue atronadora. Dos minutos después cayó otro
que impactó sobre el sótano; apareció una llamarada
cegadora; a esto siguió una explosión que destrozó la esquina
de la casa, provocando la rotura del techo del sótano. Las
mujeres gritaron; todos nos retiramos a la esquina opuesta,
rezando en voz alta.

Un tercer impacto podía acabar con todo. Nos apretábamos


unos contra otros en silencio, los ojos cerrados, esperando
el fin. Pero tuvimos suerte. Alá escuchó nuestras plegarias.
No hubo un tercer misil. Me empleé a fondo para abrir la
puerta de acero atrancada por los impactos, pero estaba
bloqueada por los escombros que le habían caído encima. Se
oían voces fuera; cuando nuestros vecinos nos liberaron salí a
trompicones, trepando por ladrillos caídos y por lo que había
sido la mesa de la cocina, medio ahogado por el polvo y el
humo acre. Me esperaba una visión espantosa: mi casa estaba
casi destruida; los pisos superiores y el tejado habían volado;
sólo la planta baja, de hormigón armado, permanecía en pie.
La casa de mis padres había sido arrasada. ¡Después del
trabajo y el esfuerzo que nos costó reconstruirla! Y en un solo
minuto, reducida a escombros. Con lo orgullosa que estaba
Nana del techo de madera que le había puesto sobre el patio
trasero.

¿Dónde vamos a vivir?, pensé mientras contemplaba un plato


roto que yacía bajo una viga. Nosotros reconstruíamos; los
rusos destruían. Entonces construíamos de nuevo y los
rusos destruían de nuevo. Hubo personas que no pudieron
soportarlo; tuvieron ataques de corazón y murieron. Otros se
rebelaron:

-Volveremos a construir nuestra casa, y será una casa incluso


mejor que la destruida por los rusos.

Este proceso era ya un modo de vida. Habíamos hecho lo


mismo durante siglos. Pero en ese momento la reconstrucción
no estaba entre mis prioridades. Debía haber un montón de
heridos.

Los ladrillos caídos, el yeso y las vigas rotas bloqueaban el


frente de la casa. Trepé por el caos de la parte trasera y salté
la valla. La calle y los pastos situados detrás de la casa habían
desaparecido bajo los escombros. Mientras corría veía casas
ardiendo a uno y otro lado. Hombres con cubos de agua
trataban de apagar el fuego en casa de Hussein. Él, su mujer
Rita y sus hijos estaban en Ingushetia. Tanto él como Malika
regresaron a Aljan-Kala días más tarde.

Atendiendo combatientes chechenos después de una


amputación, durante la segunda guerra.

En aquellos terribles días esperábamos cualquier desgracia,


incluso la muerte. Cuando ésta llegaba no tenías la clase de

impresión que se experimenta cuando ocurre un accidente de


avión o de coche. Para la gente rodeada por la tragedia, la
muerte es un acontecimiento natural, algo que le puede pasar
a cualquiera. No te sientes solo. En la casa de enfrente, ayer
mataron a uno; en la casa de al lado, la semana pasada, a
tres; y en otra casa a una familia entera. Cada familia
chechena tenía sus propios muertos. En circunstancias
extremas como las que vivíamos se evidencia la fragilidad de
la vida. Se reconoce lo que es importante y lo que es
accesorio. Lo que es verdad y lo que es mentira.

Me las arreglé para abrirme paso entre los escombros y llegar


al hospital, que sólo estaba dañado en parte. Eran las diez de
la noche; fui de inmediato al quirófano. Trabajé toda la noche
y toda la mañana siguiente. Mientras traían a los heridos
observé a una mujer con abrigo beige y pañuelo de flores en
la cabeza. Estaba apoyada en la pared, con los ojos bajos;
parecía que estaba sola.

Catorce horas después salí del quirófano, exhausto. Mi última


operación había consistido en extraer la metralla de la espalda
de un muchacho, un trabajo sencillo hasta que encontré cuatro
fragmentos cerca de la columna. No quería correr el riesgo de
dañársela y dejarle paralítico, así que no los extraje. Cuando
salí al pasillo la mujer con el pañuelo de flores me miró.

—Doctor -dijo-, necesito hablar con usted cuando tenga un


minuto libre.

—Más tarde —contesté.


-Por favor, doctor, necesito hablarle en privado -me bloqueó el
paso-. Ya veo lo ocupado que está con los heridos. Me da
tanta vergüenza...

Pensé que debía tener lesiones en sus partes íntimas y no


sabía cómo decírmelo. En nuestra tierra las mujeres no
consultan sus problemas femeninos con médicos varones.
Tampoco se habla entre hombres y mujeres de asuntos tales
como el nacimiento de un niño o el sexo. Suponía que las
mujeres comentaban esos temas entre ellas. Tenían amigas
íntimas.

Miré a la mujer con más atención.

—¿Umazhova? —pregunté.

Advertí que la había visto a menudo por el pueblo. Tenía fama


de organizar protestas ante los rusos, acusándoles de romper
sus promesas. Se llamaba Malika, pero todo el mundo
se dirigía a ella por su apellido: Umazhova.

Asintió.

-Vamos, soy médico -le dije—. Todos los que están aquí
tienen problemas terribles. Dígame qué le ocurre.

Había habido un bombardeo: no era el mejor momento para


tener pudor. La agarré del codo y la conduje a mi consulta. Se
sentó en el borde de la silla, moviendo nerviosamente
las manos sobre el regazo.

-Han herido a un miembro de nuestra familia -dijo-. Es como


una hija para mí. Es la que nos mantiene -hizo una pausa-. Me
da vergüenza decírselo.

-Tráigala aquí -sugerí poniéndome en pie-. La atenderemos;


no hay ningún problema.

—No creo que lo entienda, doctor -continuó Umazhova-. Se


trata de Zoyka.

-¿Zoyka? Tráigala... -se me estaba acabando la paciencia.

-No puedo -contestó—. Verá, es que Zoyka es una vaca.


Pero es como un miembro más de la familia. Tiene una
pieza de metralla entre el cuello y el hombro.

Así que se trataba de eso. ¡Una vaca!

-No opero animales. No tengo tiempo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

-Ha sido muy violento para mí venir aquí a molestarle con


nuestros problemas, precisamente ahora que hay tanta
gente debatiéndose entre la vida y la muerte. Pero, por favor,
entiéndalo doctor, nuestra vida depende de Zoyka. Si no la
tuviéramos, mis cinco hijos se morirían de hambre.

-No puedo dejar el hospital; van a llegar más heridos -


protesté. Sentía que estaba cediendo. Sabía muy bien la
importancia de una vaca en una familia chechena. Yo siempre
estaba adoctrinando a los vecinos para que encerraran sus
animales durante los bombardeos. Supongo que fue la
mención de sus niños lo que me ablandó.
—Está bien, está bien. Pero tengo que hacerlo tan rápido
como sea posible.

Un amigo de Umazhova me llevó en coche a su casa, en las


afueras del pueblo. Casi todas las viviendas que
encontramos por el camino estaban dañadas o en ruinas. Las
paredes de la vivienda de Umazhova estaban plagadas de
fragmentos de metralla y tenía las ventanas hechas añicos.
Entramos en el patio a través de un portón metálico lleno de
marcas. Miré alrededor. No había señales de presencia
masculina. Si Umazhova tenía marido, o estaba luchando o
estaba muerto. Me dijo que su madre estaba postrada en
cama.

Zoyka yacía sobre el costado en un establo provisional situado


en una esquina del patio, donde cayó al ser herida. Era un
animal pelirrojo con una mancha blanca sobre la frente.
Estaba tan bien cepillada que su piel parecía de seda; no tenía
un solo resto de bosta o de barro. Sobre la frente le colgaban
dos trenzas entrelazadas con cinta roja, como si esperara a un
posible pretendiente. Me pregunté si la habían engalanado
para mí o si llevaría las trenzas para ahuyentar el “mal de
ojo”. De su cuello colgaba una campanilla de cobre. Justo por
debajo de la cinta de cuero que la sostenía estaba la herida.
Era profunda, le llegaba al menos a la columna.

Umazhova le dio palmaditas en los cuartos traseros que


descansaban sobre el barro y empezó a acariciarle la cabeza.

-Vamos, vamos -canturreó suavemente-. El doctor ha venido


para ayudarte. Ya verás qué pronto te curas.
-Tenemos que atarle las patas para que no se mueva -abrí mi
maletín y empecé a seleccionar los instrumentos.

Umazhova dio unos golpecitos a Zoyka.

—No es necesario. Es mejor que yo ia acaricie y le hable. Lo


entiende todo —puso su cara junto a la de la vaca y le rascó
el cuello—. Ya sabes, el doctor está aquí para que te sientas
mejor. Sé buena chica.

Los grandes ojos marrones de la vaca se clavaron en mí,


implorantes, confiados. Me robó el corazón. Había visto
esa mirada en los ojos de mis amigos de infancia que
acabaron sobre la mesa de operaciones, tan destrozados que
no pude hacer nada por salvar su vida.

Pero ahora no podía dejar que Zoyka demostrara lo buena


chica que era, así que anestesié la zona de la herida.
Normalmente localizo la metralla antes de anestesiar, de ese
modo puedes saber, por las reacciones del paciente, dónde
cortar. Ensanché la herida, que medía aproximadamente cinco
por cinco centímetros, para facilitar la extracción de la
metralla. Inserté los fórceps en la abertura y encontré una
gran pieza de metal de bordes tan afilados como una hoja de
afeitar. Trabajé despacio. El cuello de una vaca no me era
precisamente familiar. No quería cortar alguna vena o arteria.
Mientras trabajaba, los hijos de Umazhova contemplaban la
escena bajo un árbol. Una vez extraída la metralla metí el
dedo índice en el agujero para ver si había más piezas de
metal; después quité el tejido muerto y rocié la herida con
solución salina. Durante la hora y media que duró la
intervención Zoyka estuvo tranquila. Estaba asombrado. Más
tarde le expliqué a Umazhova lo que debía hacer en los
días sucesivos y lo importante que era cambiar el vendaje a
diario.

Cuando el amigo de Umazhova me llevaba en coche al


hospital vi a los cinco niños en la calle, cerca del portón. El
mayor debía tener unos catorce años. Miraban en silencio
cómo se alejaba el coche. Durante un momento el cansancio
se me evaporó. Me sentía en paz después de atender a
Zoyka; los niños de Umazhova tendrían su leche.

Mientras volvíamos al hospital contemplé las montañas. Me


calmaban. Mirándolas podía tranquilizarme y reflexionar.
Normalmente se veían las cumbres nevadas, pero ese día
estaban cubiertas de bruma. ¿Continuarían protegiéndonos
aquellas montañas como siempre lo habían hecho a lo largo de
nuestra historia? ¿O aquella imponente cordillera caucásica
sería una víctima más de las bombas, los misiles y el humo de
las refinerías incendiadas?

Después de operar a Zoyka empezó a preocuparme que la


gente pudiera pensar que también trataba animales. Vacas,
ovejas, perros, gatos, ocas; también ellos eran víctimas de la
guerra. Si no me andaba con cuidado acabaría montando
una clínica veterinaria. Inevitablemente, la noticia de la
operación de Zoyka se extendió por todo el pueblo. Tres días
después, Abubakar vino a contarme lo de su caballo.
Abubakar era el propietario de un costoso caballo de carreras
que, según él, había ganado importantes carreras en
Daguestán, Ingushetia y Osetia, y estaba valorado en 3.000
dólares. El caballo tenía dos heridas en el hombro; la más
seria, de diez centímetros de profundidad, afectaba al
músculo. Me resistía a tratar al caballo, pero no sabía como
negarme porque Abubakar trabajaba en el hospital.

-Tenga preparado al caballo. Átelo para que no se mueva y yo


pueda trabajar con rapidez -le dije cuando accedí a
regañadientes—. Tienen las patas tan finas que se les rompen
con facilidad.

El caballo no era Zoyka. Hicieron falta diez hombres para


sujetarlo. Exploré la herida, saqué la metralla, eché
solución salina. Después de eso el caballo pudo levantarse.

Unas semanas más tarde Umazhova me estaba esperando a


la salida del quirófano.

-Zoyka quiere darle las gracias -dijo sonriendo. Me entregó un


gran tarro de aluminio lleno de leche, una vasija de barro con
crema agria y un paquete de requesón.

-Me alegra que la chica se haya recuperado -dije.

Umazhova sonrió encantada.

—Zoyka lo entiende todo —dijo. Yo casi la creía.

Pero después de operar a Zoyka y al caballo de Abubakar le


dije a Rumani que hiciera correr la voz: ¡El doctor no va a
operar más animales!

-Tienes que protegerme -imploré.

CADA VEZ tenía menos esperanzas de que la paz llegara a


Chechenia. Estados Unidos y Rusia estaban muy
entretenidos quejándose de la reducción de cabezas nucleares,
del terrorismo y de otros asuntos mundiales. El insulto a los
derechos humanos en Chechenia no interesaba. Según la
versión oficial rusa, su ejército se limitaba a localizar los
campos de los rebeldes chechenos y a bombardearlos. Pero
yo trataba todos los días a civiles mutilados. Todos los días
escuchaba un nuevo caso de violación, de una familia
ejecutada por tener una radio de onda corta, de un joven
encerrado en un campo de clasificación.

La propaganda rusa me sacaba de quicio. Quería hacer algo


para contradecir sus mentiras, así que empecé a filmar con
ayuda de mi sobrino Adam, el tercero de los cuatro hijos de
Raya. Adam era un atleta brillante que había ganado cuatro
veces el Campeonato Ruso de Taekwondo. Todo el mundo le
apreciaba; los niños del pueblo, a quienes había dado lecciones
de taekwondo gratis, en especial.

-Debemos sacarles de la calle y darles algún objetivo en la


vida -decía.

El hermano menor de Adam, Alí, sentía adoración por él.


Adam soñaba con ser periodista y tenía contacto con la
agencia británica Reuters, para la que había filmado
secuencias en exclusiva. A finales de 1999 los rusos
prohibieron la entrada de occidentales en Chechenia, así que
las agencias de noticias extranjeras se basaban sobre todo en
las locales para llenar el vacío. Fue la gran oportunidad para
que Adam empezara a ejercer audazmente aquel peligroso
trabajo.

Yo me preocupaba mucho por él.


—Corres demasiados riesgos. Tienes que dejarlo. Ya
filmaremos más tarde —le decía.

Cada vez que teníamos una conversación de ese tipo, me


miraba con su encantadora sonrisa y me hacía promesas
que no cumplía. Un día nos sentamos en mi consulta tomando
té. Él acababa de llegar de Ingushetia, donde había ido a
comprar película, y me obsequió con los problemas que había
tenido en un puesto de control. Bebió un largo trago de té y
comenzó a hablar:

-A ti te gusta tu trabajo, ¿verdad, tío?

Asentí.

—Y corres riesgos por su causa, ¿no?

-Ya lo sabes. No puedo evitarlo -contesté.

-Te prometo que tendré cuidado -dijo-, pero es importante que


el mundo sepa lo que está pasando aquí.

Era como yo: cabezota. Yo sabía que no iba a detenerse ante


nada. A la gente le dices lo que quiere oír y luego haces lo
que crees correcto. Después de aquella conversación no volví
a mencionar el tema.

Escondía los vídeos en el sótano, dentro de cajas de vajilla


rota, y además empecé a escribir un diario. Me reconcomía
el hecho de que aquel horrible sufrimiento de la población
civil no quedara documentado. Sabía que podía morir en
cualquier momento y quería comunicarle a alguien por lo que
estábamos pasando. Las organizaciones occidentales de
defensa de los derechos humanos hacían preguntas de vez en
cuando, y yo pensaba darles documentación. Escribiría unas
líneas por la tarde, después del trabajo, o con una vela en el
sótano, algunas en una clave privada para el caso de que el
diario cayera en manos de los rusos. Hace poco descodifiqué
unas entradas que dan idea de nuestra vida diaria.

30 de noviembre, 7.00: Intensos bombardeos sobre Aljan-Kala


una vez más; no hemos dormido en toda la noche: oíamos que
las bombas explotaban cerca. Nos sentamos en el
sótano, cinco en total, incluidos tres vecinos.

9.00: Fui al hospital; llegaron seis nuevos heridos; les operé.


Durante todo el día los rusos bombardearon intensamente
Aljan-Kala y Aljan-Iurt. Después, helicópteros militares con
grandes cañones atacaron Aljan-Iurt; el mismo día
los combatientes chechenos destruyeron un helicóptero
ruso, varios tanques y blindados para transporte de tropas.

17.00: Yusha (nuestro anciano) volvió de Mozdok después de


entrevistarse con el general Shamanov, quien le prometió
que los bombardeos sobre Aljan-Kala durarían sólo tres días
más.

20.25: Volví a casa y me senté en el sótano con Nana, Alav-


di, Kuchal y Sanet. El cielo nocturno estaba iluminado por las
bengalas que lanzaban los Federales. Tranquilidad alrededor.

Días después:

11 de diciembre, Aljan-Kala, 10.00: Pasé la noche en el


hospital, la mayor parte del tiempo operando.
11.00: Asistí a una reunión con los Federales; después conduje
hasta el hospital de Zakan-Iurt con un teniente coronel, Igor,
para buscar medicamentos. El gerente del hospital, el coronel
ruso Alexei Alexeyevich, estaba completamente borracho; era
imposible hablar con él; poco después el personal
de enfermería le puso un gotero para reducir la intoxicación.
Tuvimos que volver a casa con las manos vacías.

12.00: Volví al hospital y cambié vendajes.

15.00: Una delegación de militares rusos encabezada por el


general Gennadi Troshev, comandante en jefe de las
tropas rusas, pronunció un discurso en una reunión vecinal
anunciando que el servicio de gas y electricidad sería
restablecido en breve en Aljan-Kala, que los niños podrían ir a
la escuela y que la gente recibiría tratamiento médico.

En respuesta a ello Malika Umazhova le dijo al general en sus


narices que todas esas palabras y promesas no eran más
que mentiras. Expresó la opinión generalizada de que los
militares hacían por todas partes falsas promesas de finalizar
los bombardeos que después no cumplían.

23.00: Volví a casa muy cansado. Hace frío, el cielo está lleno
de estrellas. En las afueras del pueblo los Federales lanzan
bengalas. De vez en cuando se escucha fuego de
ametralladora.

Y hacia finales de mes:

24 de diciembre, Aljan-Kala, 8.00: Fui a trabajar; cambié los


vendajes de los pacientes y operé los heridos de Aljan-Iurt.
Ayer conduje hasta Aljan-Iurt; quedé desolado al contemplar
aquella terrible visión: casas que habían desaparecido por
completo de la faz de la tierra; calles enteras de edificios
quemados; vacas muertas a lo largo de la carretera; tumbas y
lápidas destruidas. El pueblo parecía un segundo Samashki.

18.00: Los Federales (en este caso un musulmán de


Bashkiriya) trajeron a un joven de la aldea de Kirovo en un
transporte de tropas. Tenía una herida profunda en las nalgas
que afectaba a la vejiga urinaria. Era necesario operarle de
inmediato, pero nuestras condiciones no lo permitían.
Rogamos al comandante del blindado que lo llevara al hospital
de Zakan-Iurt. Tuve que ir con ellos para hacer de guía.

20.30: Volví a casa.

23.40: Se oían tiros de vez en cuando. Los rusos disparaban


bengalas en las afueras del pueblo. Hoy es el decimoquinto
día del Ramadán y el segundo que tenemos gas. Es una gran
alegría en estos tiempos difíciles.

Las circunstancias parecían empeorar día a día. Tenía la


sensación de que estábamos alcanzando un clímax, aunque no
hubiera podido explicar de qué se trataba. ¿Cómo podía
Chechenia, un país de menos de un millón de habitantes,
luchar contra

Rusia? Además se empezaba a rumorear que extremistas


como Arbi Barayev me criticaban por atender a los rusos. La
mayoría de la gente, nuestros comandantes de campo
incluidos, entendía que era mi deber tratar a los heridos:
amigos o enemigos. Era imposible saber cuánto iba a durar
esa comprensión.

Capítulo 18 - El doble pe ligro

LA NOCHE del 31 de diciembre de 1999 me fui del hospital


hacia las once. Se rumoreaba que los Federales atacarían de
pleno en Nochevieja, para honrar a los soldados rusos que
murieron en el asalto de Grozni cinco años antes. Como todo
el mundo estaba en los sótanos, las calles parecían
impregnadas de alguna presencia fantasmagórica. Yo había
deseado que la nevada temprana camuflara la grisura y nos
levantara el ánimo, pero los copos se habían derretido en el
suelo. En la semana anterior había habido un goteo constante
de heridos de Aljan-Kala y los pueblos de los alrededores.
Al amparo de la oscuridad los familiares transportaban a los
heridos a pie, a través de las ciénagas heladas que bordeaban
el río, para evitar los puestos de control y los francotiradores
que disparaban contra cualquier objeto en movimiento.

Al llegar la medianoche las bengalas se elevaron sobre Che-


chenia como fuegos artificiales y fueron seguidas por
bombardeos. A las dos de la madrugada Nuradi vino a
buscarme a casa y pronosticó la afluencia de heridos.
Corrimos al hospital, de edificio en edificio, para evitar las
explosiones. Pude atender a los heridos en una hora, después
volví a casa. Ese mismo día hubo más víctimas, así que estuve
en el hospital desde primera hora de la tarde hasta las once de
la noche.

Por entonces dormíamos todos en el sótano. Aquella noche


Nana se aventuró a salir fuera para preparar sopa en la
cocina del patio. Después de comer, Hussein, Malika, Nana y
yo nos envolvimos en pieles de oveja para dormir un poco. A
las seis de la mañana del dos de enero fuimos despertados por
los golpes de Nuradi en la puerta.

-Barayev ha entrado en el pueblo con todos sus hombres,


unos trescientos -nos dijo-. Proclama que la Operación
Jihad ha empezado de nuevo y que están cayendo pueblos en
toda Chechenia.

-¿Y tú te lo crees? -pregunté. Nuradi rió amargamente e hizo


un signo de negación con la cabeza.

Barayev sólo causaba problemas. Deseábamos que los rusos


lo eliminaran, pero él siempre escapaba de sus emboscadas.
La mayoría de nosotros sospechaba que trabajaba para la
policía secreta rusa. Moscú afirmaba que deseaba verlo
muerto, pero cada vez que los rusos lanzaban una zachistka u
operación de limpieza sobre Aljan-Kala, Barayev lo sabía
siempre de antemano.

-Los Federales utilizarán su presencia como excusa para


atacar -dije.

-Ya han acordonado el pueblo -continuó Nuradi-. Las tropas


rusas están desplegadas a lo largo del Sunzha y en las colinas.
Están haciendo un movimiento de pinza, y la gente tiene
pánico; no saben adonde ir, ni cómo escapar.

-Tenemos que trasladar a los pacientes -dije—. La mitad son


combatientes, el resto mujeres y niños. Los combatientes
serán masacrados por los Federales y los jóvenes serán
encerrados en campos de clasificación. Vete al hospital y
prepáralos. Necesitamos un medio de transporte.

Inmediatamente mandé un mensaje a la vecina Kulari, a


veinte minutos de allí a pie, para pedirles que recibieran a
los heridos sobre el puente colgante. Les dije a Nana, Malika
y Hussein que esperaran. Volvería por ellos tan pronto
como acabara de trasladar a los pacientes. Separé mi Niva de
los objetos del garaje, le quité los asientos, coloqué un colchón
en el suelo y me dirigí al hospital. Podía meter cinco o seis
pacientes ambulatorios en el coche; de los no ambulatorios
sólo cabrían tres o cuatro.

Los rusos habían cerrado las salidas del pueblo, a excepción


del desvencijado puente peatonal sobre el Sunzha. Aún
estaba oscuro cuando cargamos los tres primeros pacientes y
condujimos hacia el río para reunirnos con los jóvenes
voluntarios de Kulari que iban a llevárselos. Río abajo, a unos
metros de la pasarela, un tractor y un camión grande estaban
atascados en medio de la corriente, por donde habían
intentado vadear el río. Pusimos a los heridos en mantas y
atamos un largo nudo en cada extremo, como si fueran
grandes asas. A esa hora de la mañana el puente estaba
vacío. Después de escuchar la llamada de alguien al otro lado
los voluntarios cargaron con los heridos. Entonces, en fila
india, avanzaron paso a paso a través de la pasarela, una
operación difícil. El más leve viento balanceaba el puente.
Tiempo atrás los refugiados que huían del pueblo habían
perdido el equilibrio y se habían precipitado al agua helada.

Hicimos unos quince viajes antes de la comida, transportando


en total setenta pacientes. El rumor de la llegada de Barayev
a Aljan-Kala había desatado el pánico entre los vecinos que
se agolparon en el puente para huir. Hacia la una de la tarde
fui a casa y le dejé el coche a Hussein para que sacara a la
familia del pueblo. Al pasar por la fábrica maderera
abandonada, una mujer me hizo señas para que parara.

-Barayev le está buscando -dijo retorciéndose las manos-. No


vaya al hospital. Tiene que marcharse.

—No puedo hacer eso. Aún quedan muchos heridos en sus


casas.

-Le matarán. Nadie le reprochará que se vaya. La gente lo


entenderá.

La anciana se echó a llorar.

-No puedo -repetí-. No se preocupe por mí.

Siempre me había conmovido lo protectora que se mostraba


conmigo la gente del pueblo. Por gente como aquella anciana
merecía la pena quedarse. Arranqué el coche y me dirigí a
casa.

Tan pronto como Hussein hubo partido con Nana y Malika


hacia el puente que les conduciría a Kulari me marché a pie
al hospital. En la entrada había multitud de combatientes
barbados: los hombres de Barayev. En la esquina más alejada
del edificio, Zaurbek Aslanbekov sacaba el generador de su
pequeño taller y lo cargaba en su coche. Bendito seas, pensé.
Cuidaba del generador más que de su propia familia; no quería
dejarlo en manos rusas.

-¡Alto! ¡Deje eso! -cinco combatientes corrieron hacia él-. Lo


necesitamos.

Zaurbek intentó protestar pero finalmente se dio la vuelta y


metió de nuevo el generador en el taller.

-Hombre, ahí está el kozyol (cabrito) ése -gritó alguien. Era


Arbi Barayev y se refería a mí; estaba en un grupo de unos
diez combatientes. Desde la última vez que le había visto,
conduciendo un jeep extranjero por el pueblo, se había dejado
crecer la barba, pero le reconocí por su altura y por su
uniforme impecable. No quiso saludarme.

-Traedle aquí y sujetadle -agitó su fusil Kalashnikov en


dirección a la entrada del hospital. Sus hombres se me
acercaron. Dos de ellos me agarraron por los brazos. Otros
tres me empujaron hacia delante, golpeándome con los
cañones de sus fusiles en la parte baja de la espalda. Una vez
dentro del edificio, Barayev se me puso delante, apuntó el fusil
a mis pies y descargó una ráfaga de proyectiles sobre el suelo
de madera.

—Merece morir -dijo a sus hombres; ellos se arremolinaban


en el estrecho pasillo para mirar. A renglón seguido me
apuntó el fusil a la cabeza—. Ha abierto un hospital para los
soldados rusos —una ráfaga de disparos perforó el cielo
raso-. Está curando a nuestros enemigos -otra ráfaga al
techo. Sentí que una bala pasaba rozándome la cabeza,
después el casquillo cayó al suelo-. Reunión de emires.

El corazón me saltaba en el pecho, apenas podía respirar.


Sabía que estaba a punto de morir. Peder la vida a manos de
los rusos en nombre de la independencia era una cosa, ser
eliminado por Barayev no tenía ningún sentido. La vida no
significaba nada para él. Una vez disparó sobre otra persona
sólo porque su coche le impedía circular.

Los hombres de Barayev me llevaron a mi consulta y me


empujaron al rincón más alejado de la derecha. Me quedé
allí de pie con la espalda contra la pared, flanqueado por dos
fusiles apoyados contra mi pecho. No podía ver la cara de
Barayev: se sentó dándome la espalda. Había puesto mi silla
en la cabecera de la mesa, el lugar desde el que yo
sermoneaba al personal cada mañana. La habitación estaba
helada, con la clase de frío que cala hasta los huesos. Bajo mi
ropa de quirófano cubierta de sangre llevaba varios jerseys.
Tenía los pies entumecidos; tensé los músculos para evitar el
temblor de mis extremidades. Lo último que quería era que
Barayev y sus esbirros pensaran que tenía miedo.

Barayev situó a seis de sus tenientes de más confianza a cada


lado de la mesa; éstos apoyaron sus fusiles contra las
sillas. Había elegido aquellos hombres barbados con gorros de
esquí negros de su ejército privado para constituir un tribunal
de la sharia. Llamaba emires a sus miembros. Emir no es
una palabra chechena; en árabe significa “comandante”.
Barayev se refería a sí mismo como emir en jefe.
Francamente, dudé que Barayev pudiera reconocer un
tribunal de la Sharia aunque lo tuviera delante de las narices.
Los jueces del tribunal deben saber árabe y ser capaces de
leer el Corán en su versión original. No había ningún Corán a
la vista, y el procedimiento era una charada que pretendía
acallar las voces de protesta que se levantarían en Aljan-Kala
al saber que habían matado a su único médico. Barayev
podría decir: “El tribunal de la Sharia le ha declarado culpable.
Ha sido decisión del tribunal. El deseo de Alá”.

Barayev se sentó e informó a sus hombres:

—Estamos aquí para juzgar a este hombre. Es un buen


cirujano, pero ha creado un hospital para el enemigo —se
volvió hacia el teniente que estaba a su derecha-. Os pido a
todos que manifestéis vuestra opinión.

El primer combatiente se levantó.

—Los rusos llegaron a su casa en un blindado para tropas. Él


se montó y se fueron todos juntos -dijo—. Todo el mundo
sabe que trabaja para ellos.

-Durante la Operación Jihad tenemos derecho a matar a los


traidores —afirmó otro.

-Estamos en guerra y, según cualquier tribunal, debe ser


condenado a morir ante un pelotón de fusilamiento por
haber salvado las vidas de nuestros enemigos -espetó un
tercero.

-Está curando a los cerdos rusos. Ejecutadle -declaró un


cuarto.

La enumeración de mis pecados estaba salpicada por el


sonoro fuego de mortero del exterior. El ataque ruso contra
el contingente de Barayev había comenzado en las afueras
del pueblo, cerca del elevador de grano. Oí una explosión
que resultó ser la voladura de un blindado para tropas. Al
instante llegaron más heridos al hospital y escuche gritos en
los pasillos.
Mis autodenominados jueces no eran de Aljan-Kala y no
tenían ni idea de lo que había estado haciendo allí.
Intimidados por Barayev, se limitaban a darle la razón:
“Traidor. Trabaja para el enemigo. Merece morir”. Pero
Barayev y su familia eran del pueblo, y él sabía muy bien a
quién había tratado. Sabía que si monté en un blindado ruso
fue para llevar heridos al hospital. Sabía que había atendido
combatientes chechenos, mujeres y niños. No era estúpido;
sólo estaba haciendo una demostración de fuerza y de su
carácter sanguinario.

-En conclusión: todos estamos de acuerdo en que hay que


ejecutarle -anunció después de escuchar a sus emires-. El
tribunal de la Sharia te concede el derecho a decir la última
palabra. ¿Qué dices?

Supongo que esperaba verme suplicar clemencia, pero lo


único que yo quería decir era lo que pensaba de él y su
“tribunal”. No tenía nada que perder. Dijera lo que dijera e
hiciera lo que hiciera no serviría de nada. La decisión ya había
sido tomada. Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue que
Barayev estuviera más interesado por su tribunal que por el
combate entre los rusos y sus hombres, que se intensificaba
minuto a minuto.

-Abrí este hospital para mis conciudadanos y para los


refugiados y para todo aquel que necesitara ayuda -dije sobre
el ruido del combate—. Hoy he evacuado setenta pacientes
para salvarlos de los rusos. La mitad de ellos eran
combatientes chechenos. La gente del pueblo sabe muy bien
que no soy ningún traidor. Saben que los opero. Así que decir
que lo soy es una tontería. Sigo los preceptos del Corán. Es
cierto que no soy un erudito y que no lo he leído entero, pero
sé que dice que se haga el bien. Dice que se ayude a los
necesitados. Vosotros no tenéis ni idea de lo que dice el
Corán. Vuestra ley es la ley del Kalashnikov. Habéis venido a
matarme, pero vuestra presencia provocará víctimas entre la
gente de Aljan-Kala, y, como vais a matarme, no podré
curarlas.

Los emires se movieron inquietos y se mesaron las barbas.

-Y una cosa más —añadí dirigiéndome a Barayev—. ¿Has


olvidado que en 1995, cuando me pediste ayuda, te saqué
una bala del cuello? ¿Has olvidado que te salvé la vida? Y
ahora me envías a la muerte; ¡extraña forma la tuya de
mostrar gratitud! ¿Has olvidado que hay muchas personas que
pasan por lo mismo que tú y me piden ayuda?

En aquel momento hubo otra explosión más cerca del hospital.


Los marcos de las ventanas vibraron. Los emires se miraron
sorprendidos pero guardaron silencio. No debían saber nada
sobre la ayuda que le presté a Barayev. Mientras
estaba contra la pared preguntándome qué haría Barayev a
continuación, voces presas del pánico llenaron el corredor:

-¿Dónde está el médico? ¡Necesitamos un médico!

mwmr

Una puerta se cerró de golpe y alguien corrió por el pasillo.


Barayev se puso en pie de un salto, se precipitó hacia la
puerta y la abrió de par en par. Uno de sus guardias gritó:

-¡Combatientes heridos! Cuatro combatientes y dos rusos.


Barayev se dirigió a sus emires:

-Vigiladle -dijo-. Que atienda a nuestra gente; ya le


ejecutaremos antes de irnos.

Fui corriendo al quirófano y empecé a trabajar. Una hora


después Rumani apareció inesperadamente.

—En Kulari me han dicho que todavía estaba aquí, por eso he
vuelto -dijo-. Supuse que necesitaría ayuda.

Me alegraba contar con la ayuda de Rumani pero me apenaba


poner su vida en peligro.

Cuando vi que los guardias de Barayev habían puesto sobre


un colchón a uno de sus hombres al lado de un soldado
ruso, me preparé para el conflicto.

—¿Qué va a hacer con él? -me preguntó uno de los guardias,


señalando al joven ruso herido de metralla en piernas y
espalda.

—Le voy a operar -contesté.

-¡No toque a esos cerdos! -gritó.

-Están heridos. Para mí todos los heridos son iguales.

-¿Y eso qué significa? ¿Quiere decir que yo también soy un


cerdo?

Agarró su fusil y lo agitó en mi dirección, descargando unos


tiros contra el techo.
-¡Le dispararé! -berreó.

Me tiré encima y sujeté su fusil. En plena lucha, uno de mis


voluntarios llegó a la carrera:

-¡Deje en paz al doctor!

El hombre de Barayev era débil, y pude arreglármelas para


quitarle el arma.

-¡En este hospital soy yo quien da las órdenes! -chillé-. ¡Le


gusten o no, tiene que obedecerlas!

Uno de los jóvenes rusos, viendo la confrontación, se dirigió a


mí:

-Doctor, déjenos. No se meta en líos por nosotros.

-No hay problema -dije-. El próximo al que voy a atender vas


a ser tú.

En las treinta y seis horas siguientes, Rumani y yo trabajamos


a contrarreloj en el quirófano, echando alguna cabezada
ocasional si perdíamos la concentración. Mientras
operábamos, la artillería rusa machacó el pueblo y los
hombres de Barayev lucharon a tiros con los Federales. Las
ventanas y los marcos de las puertas volaron; los sacos
terreros que habíamos puesto contra la fachada del quirófano
se cayeron y, en ese momento, hubo un impacto directo contra
el tejado. Las casas que rodeaban al hospital, que nos
proporcionaban cierta protección, recibieron numerosos
impactos para ser finalmente presas de las llamas. Barayev
desapareció aprovechando la confusión. Ni siquiera sus
hombres lograron encontrarlo.

A las dos de la madrugada del cuatro de enero, los hombres


de Barayev se llevaron a sus heridos y se fueron, dejando
doce de sus muertos en el pasillo. Sin ninguna duda, hubieran
disparado contra los soldados rusos si yo no hubiera estado
allí. Más tarde algunos vecinos me contaron cómo cruzaron el
río Barayev y su esposa: los llevaban sobre una camilla del
ejército; “iban como reyes”, dijeron con disgusto. Sus
combatientes y los heridos tuvieron que vadear el río, con el
agua helada hasta el pecho. Aunque eran las dos de la
madrugada había tanta claridad como si fuera de día, a causa
de las bengalas rusas. Algunos vecinos se acercaron a los
Federales, les dijeron que Barayev se había ido y les
preguntaron por qué no lo mataban. “No nos han dado la
orden”, fue la respuesta. Pero sí podían disparar contra
pacíficos civiles. Oí decir que cuando Barayev y sus
hombres llegaron a Kulari, los ancianos de la localidad les
negaron la entrada:

—Ya es suficiente con lo ocurrido en Aljan-Kala —dijeron.

—En ese caso proporcionadnos coches y llevadnos al pueblo


más cercano —replicó Barayev. Los otros estuvieron de
acuerdo y, poco después, Barayev y sus hombres
desaparecieron.

Dejé el hospital por primera vez después de dos días a


primera hora de la mañana. Aunque ya eran las nueve,
apenas se podía ver a causa de las nubes de humo que salían
de los edificios incendiados. La ceniza lo cubría todo. Sólo se
escuchaban los gritos de la gente, los ladridos de los perros y,
a lo lejos, el retumbar de la artillería. El humo me irritaba la
garganta. El lugar estaba irreconocible. Cables, muros en
ruinas, ramas de árboles y madera ardiendo bloqueaban el
paso. Había casas en llamas por todas partes, las vallas
estaban caídas, y las pertenencias de la gente esparcidas por
los patios, al lado de animales muertos. En el patio de nuestros
vecinos yacía una vaca cubierta de sangre con el estómago
hinchado. La gente corría presa del pánico, ansiosa por
encontrar refugio para los heridos antes de la siguiente
zachistka, la operación de limpieza posterior a la destrucción
del pueblo. Llegué a casa hacia el mediodía. Cerca de allí vi
una columna de vehículos militares avanzando por la carretera
en dirección al pueblo. De repente oí gritos y vi varios cientos
de soldados rodeando la manzana. Cinco de ellos salieron de
la fila y avanzaron hacia mí, empuñando sus armas. Tres
llevaban pasamontañas de lana negra que les cubría la cara y
los otros dos maquillaje negro.

-¡Alto! ¡No se mueva! -ladró uno de los enmascarados,


apoyando el fusil contra mi pecho—. ¡Documentación!
¡Entrégue-mela! \Bystro (Rápido)!

-No la tengo. Se ha quemado en mi hospital.

-¿Quién es usted? ¿Un médico? -preguntó un soldado


corpulento.

-Soy cirujano. Vivo en Aljan-Kala.

Los dos hombres de cara descubierta tenían machas rojas en


las mejillas y los ojos inyectados en sangre. Estaban
borrachos; me di cuenta de que tenía un problema serio.
Se fijaron en mi ropa de quirófano llena de sangre.

—¿Así que ha estado operando wahhabíes? —dijo uno de


ellos—. Muy bien, doctor, se ha pasado de la raya. Ya va
siendo hora de que opere bandidos en el paraíso.

-Opero a todos los que necesitan ayuda. He operado a


soldados de los suyos, a civiles, a hombres de Barayev —
estaba tan cansado que ni sabía lo que decía.

-¿Así que ha operado a hombres de Barayev?

Asentí. En esto, uno de los kontraktniki con pasamontañas,


fornido y bajo, me dio un golpe tan fuerte en el pecho con
su rifle que me tiró de espaldas sobre el barro. Los cinco
soldados me rodearon de inmediato, dándome puñetazos y
patadas. Protégete la cabeza, me dije. Es probable que no me
golpearan más de cinco minutos, pero me parecieron horas.

-¡Levántate! -gritó uno de los soldados con maquillaje-.


\Bystro\

Me puse en pie con dificultades; estaba cubierto de barro.


Tenía unos dolores tan fuertes que pensé que me habían
roto las costillas. Entonces los soldados empezaron a discutir:

—¡Le disparamos! -gritó uno.

-¡No, no le disparamos! -dijo otro-. Vamos a llevarlo con


nosotros. No nos atacarán si ven que tenemos a su médico.

Uno de los kontraktniki enmascarados gruñó:


—¡Vámonos!

Me agarraron de los brazos y me empujaron delante de ellos.


Anduvimos lentamente hasta Ulitsa Lenina, la calle Lenin. Por
el camino los mercenarios daban patadas a las puertas y
entraban en las casas buscando combatientes y gritando
obscenidades a los moradores. Estaban nerviosos,
se aseguraban de que se me viera bien, llamaban por
radio continuamente para comunicarse con la
comandancia. Seguimos por la calle Lenin unos ochocientos
metros, pasamos la mezquita, giramos a la derecha y
entramos en la calle Nuradilova. Señalé el hospital y ellos
insistieron en entrar y registrarlo.

-Doce hombres de Barayev muertos -dijo por radio el jefe de


los kontraktniki.

-Tráiganlos y podremos canjearlos por soldados rusos -fue la


respuesta.

Cuando uno de los mercenarios enmascarados vio los dos


soldados rusos heridos yaciendo en el pasillo, ladró:

—¿Qué estáis haciendo aquí?

-No disparéis -gritaron ellos-. Somos soldados rusos.

—Han sido heridos —tercié—, y han pasado por


intervenciones muy serias.

Los kontraktniki se rieron de mí y llamaron por radio para


pedir un transporte. Cuando llegó el blindado, levantaron a
los soldados de sus colchones y los llevaron en volandas hasta
el vehículo; los soldados gritaban de dolor.

-No los lleven de esa manera -protesté-. Tienen lesiones muy


graves.

-¡Mientras nosotros luchábamos, vosotros agachaditos aquí!


¡Sucios traidores! -les gritaban los mercenarios.

Después continuamos calle abajo. Una anciana salió de una


casa y me dijo en checheno:

-¿Qué están haciendo contigo?

—Soy un escudo humano -le contesté.

La anciana les echó un rapapolvo en mal ruso:

-Es nuestro médico; dejadlo en paz. También ha curado a


vuestra gente.

Comenzó a caminar por la calle gritando en checheno a


cualquiera que quisiera escuchar:

—¡Se llevan a nuestro médico! ¡Nuestro médico ha sido


hecho prisionero!

Muy pronto más mujeres, seguidas de algunos ancianos y


varios niños, se le unieron.

—Atrás o disparamos —advirtió uno de los mercenarios—.


Vuelvan a sus casas.

Pero las mujeres eran insistentes y estaban enfadadas; sus


comentarios fueron rápidos y certeros:

-¡Ha curado a soldados rusos! —gritó una mujer que llevaba


dos niños pequeños de la mano-. ¡No tienen derecho a
tocar al doctor!

-¡Atiende a mujeres y niños!

—¡Si le disparan tendrán que dispararnos a todos!

Los gritos de las mujeres empezaron a desquiciar a los


kontraktniki. Se habían reunido ya unas treinta, con sus
respectivos niños, y les rodeaban. Los ancianos no podían
meter baza: todo el mundo gritaba a la vez. Varios niños
aterrados con la visión de soldados con pasamontañas
comenzaron a llorar. Los soldados agitaron violentamente sus
fusiles y dispararon al aire. Rogué porque la resistencia
instintiva a disparar sobre mujeres y niños les obligara a no
abrir fuego. Pero sabía que los mercenarios no eran normales,
especialmente si estaban llenos de licor. Podían hacer
cualquier cosa.

—¡Atrás! —aulló uno de los enmascarados.

-¡Dejen que se vaya! -replicaron las mujeres-. ¡Pónganlo en


libertad!

Eran las tres de la tarde. Los soldados ya habían tenido


bastante, de momento. Conferenciaron entre sí rápidamente;
el jefe se dirigió a mí y me dijo:

—\Nu ladno, idi (De acuerdo, váyase)!


Las mujeres me habían salvado la vida. Durante las
zachistkas, ellas siempre estaban dispuestas a organizar
protestas para contener a los rusos que trataban de detener o
de matar a un hombre. Muchos de nosotros les debemos la
vida.

Mi confrontación con Barayev y los mercenarios me dejó tan


exhausto que, en cuanto llegué a casa, me tiré en el
sótano con la esperanza de dormir. Todo estaba húmedo y
frío: mi ropa, el colchón, la piel de oveja. Estuve dando vueltas
la mayor parte del día, sin ser capaz de encontrar una
postura cómoda. Cuando cayó la noche, sueños de sangre,
gritos y explosiones me asaltaron, y continué despierto. Por
último me levanté y salí fuera; mi reloj marcaba las tres. El
pueblo estaba en completo silencio. Me había librado de la
muerte dos veces en dos días; recé una plegaria para dar
gracias a Alá; pero sabía que Barayev no iba a olvidar. Había
jurado matarme. Más tarde o más temprano lo conseguiría.
Yo debía empezar a hacer planes para huir.
Capítulo 19 - De sce nso a los infie rnos

CADA VEZ que pensaba en irme de Chechenia algo se


interponía, o quizá es que era incapaz de tomar esa decisión.
En aquel momento se debió a la marea de vecinos que fue a
mi casa, la mañana siguiente a mi encuentro con Barayev y
los mercenarios, para interesarse por mi estado. Varias
mujeres se echaron a llorar y dieron gracias a Alá por
haberme librado de la muerte. Su preocupación por mí me
hizo darme cuenta de que no podía abandonarlos. Dejarlos
sería una traición.

La semana siguiente fui casa por casa para atender a los


heridos. En el hospital no se habían reparado aún los daños
causados por el ataque del 25 de noviembre. Siete casas de
nuestra calle habían sufrido impactos directos. El pueblo
estaba sumido en el dolor; además de las calles embarradas y
del humo que llenaba el aire, parecía no haber suficiente
oxígeno para respirar. Se celebraban funerales en cada calle.
Muchos habían fallecido a causa de las armas pesadas
dirigidas contra el pueblo sin propósito preciso. El nueve de
febrero un transporte para tropas ruso se acercó al hospital;
descargaron frente a la entrada a una anciana rusa totalmente
desnuda bajo la manta que la cubría. Los soldados dijeron que
provenía del emplazamiento de Kiro-va; había yacido cuatro
días entre los escombros después de ser alcanzada por un
francotirador. Les dije que el hospital estaba fuera de servicio
y les supliqué que la llevaran a un hospital ruso. Hicieron caso
omiso a mis súplicas y se marcharon.
La mayoría de mis pacientes eran pacíficos civiles. Aquí
preparamos a una anciana para operarla.

Nuradi preparó un sitio para la anciana con plásticos y sacos


terreros. Las enfermeras le llevaron ropa de abrigo, y yo me
las arreglé para extraerle la metralla del hombro y lavarle la
herida. Dijo que le gustaría ver publicado en los periódicos lo
que yo había escrito y que la gente supiera lo que pasaba en
Chechenia. Le di las gracias y pensé que posiblemente nadie
sabría la verdad.

Mientras los vecinos se afanaban en limpiar los escombros,


enterrar a los muertos y atender a los heridos, los
kontraktniki, con el pretexto de la zachistka, se dedicaban a
los saqueos. Desvalijaban las casas, cargando todos los bienes
muebles en camiones militares. Un día, al volver a casa, una
mujer se me acercó corriendo y me dijo:

-Un transporte de tropas ruso está aparcado en el patio de su


casa. Los soldados están sacando todo. Hemos
intentado detenerlos, pero nos han amenazado con
dispararnos.

Cuando llegué, una multitud de mujeres y de ancianos


increpaba a los soldados. Ellos los ignoraban. Allá que se fue
nuestra porcelana, nuestra ropa, nuestra televisión, nuestro
vídeo, hasta mis trofeos y medallas deportivas. Les miré partir
desesperanzado.

Al día siguiente unos cincuenta soldados rusos requisaron lo


que había quedado de mi casa y 1 transformaron en un
búnker para protegerse mientras concluía la zachistka. Las
paredes de la planta baja, de cemento armado, estaban aún en
pie. Para resguardarse de las balas perdidas y la metralla
taparon las ventanas con sacos terreros hechos con bolsas de
harina que encontraron en nuestra despensa, después de tirar
al suelo su precioso contenido.

Varios días más tarde, cuando dieron por terminada su


operación de limpieza, los Federales se retiraron. Nana volvió
de Kulari con Malika y Hussein para inspeccionar los daños.
Parecía que el lugar había sido arrasado por una brigada
acorazada. La harina estaba esparcida por el suelo; los
macarrones por el sofá; los tarros de frutas y verduras que
Nana había preparado para el invierno estampados por todas
partes; los platos rotos; las fotografías de familia
desparramadas por el patio y pisoteadas por botas
embarradas; las plumas de las gallinas que los soldados habían
matado y comido lo llenaban todo. Incluso habían levantado el
suelo de parquet para usarlo como combustible. Más aún, no
se habían molestado en usar el excusado y se habían aliviado
en cualquier parte, incluso en algunas piezas de la elegante
vajilla que Nana reservaba para los invitados. Era una
abominación, pero una abominación que se repetía en cada
pueblo y en cada aldea de Chechenia.

Con ayuda de amigos recoloqué las puertas de hierro que


habían sido sacadas de sus goznes. Los familiares lo
limpiamos todo lo mejor que pudimos. Después Nana y yo
salimos de la casa. Estaba oscuro, así que encendimos una
lámpara de queroseno y nos sentamos sobre un montón de
escombros, perdidos en nuestros pensamientos, demasiado
exhaustos para hablar.

Estaba preocupado por ella, por todo lo que había tenido que
pasar. La idea de dejar Chechenia me asaltó de nuevo.
¿Cuánto más podría soportar aquello? Un fuerte mido
interrumpió mis cavilaciones. Me apresuré a salir a la calle
para encontrarme con que un blindado para tropas había
vuelto a derribar las puertas.

-¡Alto ahí! Si se mueven les dispararemos como a perros


rabiosos -tres kontraktniki saltaron del vehículo, pistola
en mano—. ¡Vamos, contra la pared!

Déjales que se lleven lo que quieran, lo importante es que no


nos maten, pensé. Resultó que habían vuelto a por la madera
noble que habían quitado del suelo y apilado en el garaje, para
usarla como combustible o cambiarla por vodka.
EN LAS SEMANAS posteriores las cosas estuvieron más o
menos en calma, es decir, tan en calma como pueden estar
las cosas en tiempo de guerra. Los ancianos confeccionaron
listas de los muertos y los heridos, e informaron a los
familiares cuando era posible. La gente buscaba a sus seres
queridos perdidos en las morgues improvisadas, reuniendo
dinero desesperadamente para pagar el traslado de los
cuerpos y poder enterrarlos. Incluso tenían que pagar una
cantidad para entrar en el edificio donde yacían los cadáveres.
Los precios para llevarse un cuerpo dependían de la
importancia del individuo. Los más caros eran los
comandantes de campo, les seguían los combatientes y por
último los civiles. Era un negocio para gente sin escrúpulos. Oí
que, en muchos casos, a los cuerpos les faltaban órganos.

Mientras los parientes buscaban a sus muertos, yo continué


batallando para atender a los vivos, incluyendo a la
anciana rusa cuyos hombros estaban tan mal que precisaban
varios injertos de piel. Entonces, a las seis de la mañana del
treinta y uno de enero del 2000, Nuradi me llamó para que
fuera de inmediato al hospital.

-¡Ven, rápido! ¡Están llegando muchísimos heridos! -dijo.

Cuando llegué vi decenas de heridos yaciendo como leños


descolocados, unos sobre otros, a lo largo de los corredores
de la planta baja y la primera planta. En el hospital no había
sitio para todos, así que muchos estaban fuera, sobre
colchones; su sangre formaba cristales rojos sobre la nieve.
Habían llegado en trineo, sobre la espalda de sus compañeros
o en camillas confeccionadas con chaquetas y postes. La
escena me impresionó tanto que me desorienté. ¿A quién
atendía primero? ¿Cómo íbamos a mitigar el dolor si no nos
quedaban anestésicos? Me quedé paralizado unos minutos.

-Hay ya unos doscientos -me informó Nuradi—, son


combatientes y refugiados de Grozni. También hay unos
cuantos soldados rusos que han traído nuestros muchachos.
Están llegando más.

Había entrado en mi pesadilla recurrente. Miré al suelo,


esperando ver serpientes. Estás a punto de despertar, pensé
tratando de superar el pánico. Inspiré profundamente. Todo
lo que podía hacer era trabajar mientras Alá me diera fuerzas.

Horas más tarde me enteré de que 4.000 personas habían

Incluso durante la guerra la vida sigue: Grozni después de los


bombardeos. (Laurent Van Der Stockt/Imágcnes de Gamma
Press).
huido de Grozni durante la noche. Entre ellas había 2.000
combatientes al mando de los comandantes chechenos más
importantes, Shamil Basáyev incluido; incontables refugiados;
unos cincuenta soldados rusos, veinte de ellos heridos; y
varios periodistas extranjeros. Desde el principio de la
segunda guerra, las veinticuatro horas de bombardeos al día
habían pulverizado la ciudad en un intento por sacar de ella a
los combatientes. No quedaban edificios en pie, sólo paredes
truncadas, ventanas sin cristales, escombros ardientes.
Aquella ciudad una vez próspera había sido arrasada. Sin
comida, sin electricidad, sin agua, miles de personas estaban
atrapadas en los sótanos, con las ratas. En las últimas
semanas los misiles de penetración y las bombas de vacío
habían matado a miles, así que Shamil Basáyev dio por fin la
orden de evacuación. El plan de los combatientes chechenos
era retirarse a las montañas y perpetrar ataques de guerrillas.

Nevaba con fuerza cuando la evacuación comenzó. Shamil


Basáyev y otros comandantes entre los que se encontraba
Lecha Dudáiev, el sobrino del último presidente checheno,
abrían el camino. Los combatientes avanzaron por un
estrecho sendero que conducía al sur, siguiendo el río Sunzha
y pasando por el asentamiento de Kirova. El camino era difícil
porque había nevado durante tres días y en ciertos lugares la
nieve les llegaba a las rodillas. Los rusos habían minado un
campo cercano al río, a unos cinco kilómetros de Aljan-Kala.
Más tarde un general ruso diría a la prensa que habían
“tendido una trampa” a Basáyev. Eso no era cierto. Basáyev
y sus hombres conocían la existencia de las minas, pero la
nieve los desorientó y se salieron del sendero. Los
comandantes se reunieron para decidir el camino que debían
seguir. Algunos propusieron mandar por delante a los soldados
rusos para que las minas explotaran a su paso, dejando libre
acceso a los demás. Lecha Dudáiev y otros comandantes
mostraron su desacuerdo. Argüyeron que enviar a la muerte a
soldados rusos desarmados contradecía el espíritu de la lucha
chechena por la independencia y la fe musulmana.

Shamil Basáyev estuvo de acuerdo y dijo que como


comandante de mayor edad sería él quien guiara la procesión
por el campo minado. Así que se pusieron en marcha. Para
proteger la vida de su líder dos de sus guardaespaldas se le
adelantaron, sacrificándose al pisar las minas pero abriendo un
paso seguro. Unos metros más adelante explosionó otra mina
desgarrando el pie derecho y el tobillo de Basáyev. Se desató
el pánico y la gente comenzó a correr en distintas direcciones,
pisando más minas aún. Yaciendo sobre la nieve Basáyev
gritó: “¡Dejad de correr!”. Los voluntarios siguieron
avanzando para abrir un paso seguro; muchos murieron al
pisar las minas.

Entre tanto los francotiradores y los tanques rusos situados en


las colinas del este disparaban sobre la gente que huía.
Cuando todo acabó, unos 170 muertos yacían en el campo.
Los parientes no pudieron acercarse a los cadáveres a causa
de las minas. Los cuerpos no fueron retirados hasta muchos
meses después.
El comandante de campo Shamil Basáyev, al borde de la
muerte, espera la amputación de su pie derecho.

Al hospital llegaron finalmente unos 300 heridos. Recorrí los


pasillos para evaluar los daños. La sangre me salpicó los
pantalones y me empapó los zapatos. Al mirar los heridos me
impresionó la estoicidad de sus actitudes. Muy pocos se
quejaban o pedían calmantes a gritos. Algunos leían el Corán;
otros confortaban a sus compañeros. Los combatientes eran,
en su mayoría, muchachos jóvenes de aldeas chechenas.

La situación me puso enfermo. La guerra se estaba cobrando


lo mejor de Chechenia. Eran casi unos niños, no tenían más
de dieciocho o diecinueve años, acababan de salir de la
escuela. Me llamó la atención un joven combatiente que
perdía y recuperaba el sentido; a su lado yacía una joven con
un pie destrozado. El muchacho estaba pálido debido a la
pérdida de sangre; sus ojos abiertos de par en par eran el
heraldo de la muerte. Dije a Nuradi que lo llevaran a la mesa
de operaciones.

—No. No -murmuró el joven. Su voz era tan débil que me


agaché sobre él para oírle mejor-. Llévela a ella -dijo,
señalando a la joven.

-Tu situación es más seria que la suya.

-Atiéndala a ella primero -insistió mientras sus ojos se


cerraban lentamente. La nobleza que demostraba el
muchacho al ceder su puesto me llenó de orgullo, pero
también de angustia y de una terrible tristeza.

-¡Hagan una lista de los más graves! -grité a las enfermeras-.


Apunten sus nombres. Tráiganme primero a quien haya
perdido más sangre. ¡Deprisa! ¡Examinen a todo el mundo!
¡Tómenles el pulso!

Mientras yo trabajaba, la gente del pueblo se acercó para


donar sangre. La primera persona que operé fue un
combatiente con las piernas destrozadas y una rodilla
dislocada. No hubo forma de salvar sus piernas. Mi segundo
paciente fue Basáyev; los rusos tenían tantas ganas de
deshacerse de él que ofrecían una recompensa de un millón
de dólares por su captura. La vida da giros inesperados.
Cuando le conocí en la escuela era un niño muy tranquilo que
sólo se interesaba por el fútbol. Al verle en el corredor apenas
le reconocí: su cara, cubierta por una enmarañada barba,
estaba llena de sangre, de tierra y de pólvora; sus manos,
congeladas, estaban cubiertas de vendas.
—¿Eres tú, Khassan? -preguntó cuando me incliné sobre él.
La explosión le había cegado—. No me operes a mí. Atiende
primero a los jóvenes.

-Ha perdido mucha sangre -repliqué. Le coloqué el


tensiómetro y leí los resultados: 60 de sistólica, 40 de
diastólica: una presión sanguínea que indicaba la proximidad
de la muerte. Es probable que hubiera perdido el 50 por ciento
de su sangre; moriría en una media hora. Tenía que darme
prisa. Su falta de oxigenación, debida a la disminución de la
corriente sanguínea, era evidente.

Bajo la tierra y la pólvora su piel tenía la blancura del papel,


en contraste con la negrura de su barba. Le quité lo que
queda-
Vendando un miembro amputado con la ayuda de mi sobrino
Alí.

ba de sus botas militares. La planta de su pie derecho estaba


desgarrada; le colgaban tendones, tejido muscular, y
fragmentos pulverizados de la tibia y el peroné.

—¿Le duele? —pregunté—. Está muy tranquilo.

—No quiero molestarte mientras trabajas —susurró.

—Voy a tener que amputar a la altura del tobillo.

-Haz lo que debas hacer -contestó-. Pero si otros están peor,


atiéndeles primero.

Insertamos dos vías intravenosas en sus brazos, una de


glucosa y otra de poliglukina; después ordené a mi enfermera
que le tomara la tensión cada tres minutos y me dijera los
resultados. Nos las arreglamos para subirla a 80/60.

En aquel momento ya se había corrido la voz de que Shamil


Basáyev estaba entre los heridos. Algunos periodistas
occidentales irrumpieron en el quirófano, disparando
locamente sus cámaras con el deseo de conseguir la imagen
del azote de Rusia. Les ordené que salieran. La única persona
que se quedó y grabó la operación en su totalidad con una
cámara de vídeo fue mi sobrino Adam; Reuters distribuyó
más tarde la grabación por todo el mundo.

Rumani rasgó la pernera derecha de Basáyev, empapada de


sangre y nieve, desde el tobillo a la rodilla y extendió tintura
de yodo sobre la zona que íbamos a intervenir: por encima
del tobillo. Inyecté lidocaína en dicha zona e hice una incisión
vertical con un escalpelo a lo largo de la tibia. A
continuación empecé a cortar, capa a capa, atravesando los
músculos y el tejido conectivo, pinzándolos y después,
cosiendo paso a paso los fragmentos de los músculos
cortados, los vasos sanguíneos y las arterias simultáneamente.

Me ayudó mi sobrino Alí, que inmovilizó la pierna de Basáyev


mientras yo separaba escrupulosamente la carne y el músculo
de los huesos, a lo largo de la línea de amputación, unos
centímetros por encima del tobillo. Después, con mi sierra
de arco de carpintero, serré los dos huesos de la pierna. Por
último cosí un trozo de piel con grapas quirúrgicas al tejido
sano que rodeaba al muñón e inserté tubos de drenaje
fabricados con dedos de un par de guantes de cirujano. Tan
pronto como acabé, los guardias de Basáyev lo sacaron del
edificio porque sabían que los rusos intentarían darle caza.
Cuando se fueron, Rumani envolvió de inmediato en plástico
el pie amputado y se lo entregó a los parientes de Basáyev
para que lo enterraran.

Resultó que Vakha Aigumov, mi viejo enemigo de la fiscalía,


fue mi tercer paciente. Había dejado su trabajo como
ayudante del fiscal para comandar un contingente de 100
combatientes en Grozni y huyó de la capital cuando se produjo
la retirada general.

-Haga lo que tenga que hacer -contestó cuando le dije que era
necesario amputarle la pierna. A pesar de ello, como no quería
que él o sus parientes pensaran que me estaba tomando la
revancha, llamé a su hermano para que viera el estado en
que se encontraba la pierna. Estuvo de acuerdo con que la
amputación era necesaria.

Trabajé todo el día y toda la noche escuchando los gemidos de


los heridos y los moribundos mientras el mulah y los ancianos
entonaban palabras del Corán. A lo largo de aquellas odiosas
horas muchos de los comandantes de campo más
famosos pasaron por el hospital. Abdul Malik llegó herido;
otros como Hunkar-Pasha Isparilov y Lecha Dudáiev llegaron
ya muertos; Ruslan Gelayev sobrevivió y deambulaba por los
pasillos. Alí, Razyat y mis demás voluntarios daban vueltas
entre los vivos, ajustando torniquetes y limpiando heridas.

Llegó a mis oídos que varios doctores y enfermeras,


incluyendo a Oumar Khanbiev, ministro de salud checheno,
venían desde Grozni para ayudarnos. Era una buena noticia,
porque se me estaban acabando las fuerzas y me dolían los
brazos de tanto serrar. Además de las amputaciones realicé
cirugía craneal con un taladro manual de carpintero.

Corté tanto hueso que, no mucho más tarde, los dientes


centrales de la sierra se mellaron. No tenía otra, así que
empecé a
Sin quitarme los guantes ensangrentados, me tomo un
pequeño descanso durante la maratoniana sesión de
quirófano.

utilizar las partes laterales con mayor presión y la central con


más suavidad. Me acostumbré de tal modo a este serrado
en tres fases que lo hacía de forma automática. Pasé
veinticuatro horas en el quirófano; ni siquiera salí para comer
o beber. No podía enfrentarme con lo que me esperaba en
el pasillo. Finalmente, alguien me puso en la mano una taza
de té bien cargado con azúcar y me retiré unos minutos a
un rincón. De cada segundo, de cada minuto dependía la
vida de un hombre. Perdí todo sentido del tiempo. Las manos
me pesaban cada vez más, hasta convertirse en pesos
muertos que se negaban a obedecer. Se me enredaban los
dedos en el hilo. Rogué para que no me ocurriera tal cosa en
mitad de una intervención.

Unas veintisiete horas después de comenzar la crisis escuché


un estruendo sobre mi cabeza.

—Alá, te lo mego, déjame acabar con este paciente —dije por


lo bajo. Estaba mareado. Cosí los puntos rápidamente. Sentí
que me caía. Desperté en la calle, Rumani y Razyat me
frotaban la cara con nieve. El frío me vigorizó y volví
tambaleante al quirófano.

Se nos había acabado el hilo quirúrgico, así que tenía que usar
hilo ordinario empapado en alcohol. Trabajar con
hilo empapado era difícil y enervante. Había cosido ya tantas
heridas sin guantes que se me hicieron cortes entre los dedos.
Las ampollas de mis manos reventaron y se transformaron
en pequeñas heridas. Y los médicos y las enfermeras de
Grozni sin aparecer. Temí que les fuera imposible llegar a
Aljan-Kala.

El segundo día, el uno de febrero, operé sin descanso hasta la


medianoche, hasta que me desvanecí por segunda vez.
Las enfermeras frotaron mi cara con nieve una vez más, y
retomé el trabajo. Hice sesenta y siete amputaciones, además
de alguna intervención craneal, en dos días. Los miembros
amputados, que Nuradi retiraba, fueron enterrados en un
rincón del patio del hospital con una breve plegaria.

Después de dos días de trabajo prácticamente ininterrumpido


las fuerzas me abandonaron. Ya no podía controlar mis manos
y tenía espasmos en los brazos. Aún no había señales de la
llegada de los doctores y las enfermeras de Grozni, y Rumani
no hacía más que repetirme que debía dormir. Decía que,
en mi estado, no podía tratar a los pacientes de forma
adecuada. El dos de febrero, a las cuatro de la madrugada, fui
a casa a tropezones, respirando un aire frío y cargado de
ceniza. Acababa de nevar y el cielo estaba despejado. El
resplandor del fuego de artillería se mezclaba con el fulgor de
las estrellas. Los disparos y las explosiones me eran
indiferentes. Sólo podía pensar en los muertos y en los
mutilados de los pasillos con sus miembros colgantes.

AL LLEGAR A CAS A intenté lavarme las manos: el dolor


era terrible. Malika se llevó mi ropa empapada en sangre para
lavarla.

—No la toques —le dije—. Guárdala como recuerdo de lo


que nos ha pasado.

Me eché a la cama tan cansado que me era imposible


conciliar el sueño. Ya estaba acostumbrado a eso. Estaba tan
oscuro que no me di cuenta de la sangre que empapaba mi
camiseta. Cuando me desperté, pocas horas después, vi que
tenía el pecho cubierto de sangre seca; debajo de las uñas y
entre los dedos había más.

Después de un rápido desayuno compuesto de té, queso y pan


que Malika y Nana me obligaron a tomar, me
encaminé cansinamente al hospital a las nueve de la mañana
del dos de febrero.

Sabía que teníamos que sacar a los heridos del hospital; si no


lo hacíamos los rusos los matarían al emprender la
zachistka. Unos cuarenta hombres se escondieron en el
sótano situado bajo el almacén de vegetales. Parientes y
voluntarios metieron a otros bajo el suelo del piso, esperando
que no se asfixiaran al clavar de nuevo la tablazón. Todos los
varones entre diez y sesenta años corrían el riesgo de ser
detenidos, ejecutados o secuestrados.

Cargamos tres autobuses de combatientes heridos y varias


mujeres y niños, con la esperanza de llevarlos al hospital de
Urús-Martán. Por fin aparecieron los doctores y las
enfermeras de Grozni. Habían llegado antes pero tuvieron que
esconderse en el pueblo. Estaban listos para acompañar a los
pacientes. Aunque había muchos civiles heridos, dimos
prioridad a los combatientes porque sabíamos lo que les
ocurriría si caían en manos de los rusos. Escondimos en el
pueblo a todos los que no pudimos acomodar en los autobuses.
Nos habían dicho que Bislan Gantimirov, un checheno étnico
representante del gobierno ruso en Chechenia, nos facilitaría
el transporte de los heridos. Gantimi-rov, antiguo alcalde de
Grozni, era una figura impopular en Chechenia. Habíamos
sido informados de que los rusos comenzarían su zachistka a
las tres de la tarde. Me puse el uniforme del hospital y me
senté en el primero de los autobuses. Un jeep militar en el que
iban dos hombres de Gantimirov abría la marcha. El convoy
descendió la colina que conducía al puente situado a kilómetro
y medio de la carretera de Urús-Martán. Sobre dicho
puente otros dos hombres de Gantimirov nos dieron el alto.

-Aquí hay tres autobuses con combatientes heridos -gritó uno


de ellos por radio.
-¿Tienen las armas? -preguntó Gantimirov a través de las
ondas—. Deben entregar un arma por cada uno de los
pasajeros.

-Nosotros no tenemos armas -dije. Era lo primero que oía


sobre armas.

—No tienen armas -radió el asesor de Gantimirov.

-Entonces que den media vuelta y que las traigan -ordenó


Gantimirov.

—Deje que los autobuses se queden aquí —rogué al hombre


de Gantimirov-. Nosotros iremos por las armas. Los
pacientes tienen fuertes dolores porque no tenemos
calmantes, y la carretera está muy mal.

-Las órdenes son que vuelvan a Aljan-Kala.

Miré la hora; era casi mediodía. No podía entender por qué


Gantimirov nos obligaba a volver. No confiaba en él. Pero
no podíamos elegir. Quedamos en regresar a las dos de la
tarde. Condujimos de vuelta a Aljan-Kala precedidos por el
jeep con los hombres de Gantimirov. Aparcamos frente al
hospital donde se refugiaban aún cientos de personas.

-Tenemos que encontrar armas de inmediato -dije al bajar del


autobús. El gentío así como los pasajeros de los
autobuses guardaron silencio. Haría falta mucha persuasión
para que entregaran sus armas; probablemente se las habrían
dejado a amigos del pueblo.

-¿Dónde están? -pregunté. Nadie contestó-. Si no las


entregamos no podremos salir de aquí.

-No vamos a entregar las armas -dijo uno de los pasajeros.


Otros mostraron su acuerdo con él a voces.

-Por el amor de Dios, si no lo hacen, muchos de ustedes


morirán. Una vida es más importante que un arma.

Después de discutir un rato los combatientes aceptaron a


regañadientes, así que los voluntarios recorrieron el pueblo
para reunir las armas. En una media hora el autobús estaba
lleno de ellas. Cuando estábamos a punto de partir, una mujer
se nos acercó corriendo para decirnos que la zachistka
acababa de empezar, que estaban golpeando y llevándose a la
gente.

-¡Llame a Gantimirov! -grité a su ayudante. Él trató de


establecer contacto pero no hubo manera-. Tenemos que
hablar con él. Voy con usted.

-Y yo voy contigo; no quiero que vayas solo -dijo Hasilbek, el


viejo amigo de mi padre. Le agradecí que me
acompañara. Gantimirov no me conocía pero Hasilbek le
inspiraría respeto. Con su papakba de lana gris, el anciano
componía una figura distinguida. Subimos al jeep, nos
encaminamos hacia el puente y cruzamos el río para alcanzar
el emplazamiento de Parti-zanskaya, donde se suponía que
estaba Gantimirov. Se nos acababa el tiempo.

Desde nuestro primer viaje al puente, los rusos se habían


atrincherado, colocando una fila de tanques a lo largo del
río con los cañones apuntados hacia Aljan-Kala. Hicimos
señales con las luces del coche, rogando que no nos
dispararan.

Encontramos a Gantimirov detrás de una estación de servicio,


donde los rusos habían establecido su cuartel general,
conversando con un grupo de oficiales de alto rango. En el
campo cercano había soldados sentados en sus tanques que
esperaban la orden de avanzar. En medio de la carretera, unas
cincuenta mujeres que habían sido detenidas al intentar volver
de Ingushetia esperaban en grupo con sus bolsas y sus cajas a
los pies. Todo el mundo parecía estar en tensión. Nadie
fumaba; nadie hablaba. Gantimirov y los oficiales rusos se
volvieron y me miraron.

-Creíamos que teníamos un acuerdo con usted según el cual


podríamos transportar los heridos al hospital de Urús-
Martán antes de las dos —dije a Gantimirov en checheno—.
Sabe usted muy bien que si aún siguen allí cuando lleguen los
nasos, serán masacrados.

—La operación ya ha comenzado —masculló—. No puedo


ayudarle. Debería haber reunido las armas cuando se le dijo.

—Si se niega a ayudarnos esos hombres serán enviados a


campos de clasificación y allí los torturarán hasta matarlos -
la angustia me encogió el estómago. Nos iban a traicionar
dos veces. Viendo que estaba a punto de lanzarme contra
Gantimirov, Hasilbek se interpuso entre los dos. Gantimirov
frunció el ceño, se dirigió a un jeep y montó en él.

-¡La culpa la tiene usted! ¡Usted es el responsable de todo! -


gritó bajando la ventanilla y sacando la cabeza-. ¡La culpa
es suya, doctor!

Teníamos que volver atrás, contarle a la gente lo que había


sucedido y vaciar los autobuses. Me dirigí a un coronel ruso
y le dije:

-Déjenos por lo menos llevar a las mujeres y a los niños a otro


hospital.

Llamó por radio para solicitar el permiso.

-De aquí no se mueve nadie hasta que finalice la limpieza -fue


la contestación.

Miré a mi alrededor y vi el grupo de mujeres a pocos metros.


Me dirigí a ellas en checheno:

-Intenten volver al pueblo y díganle a los pasajeros de los


autobuses lo que ocurre. Aún quedan heridos en el
hospital ¡Que se escondan! Tendrán que ir a Kulari vadeando
el río. Los rusos han volado el puente colgante.

Una joven se las arregló para escabullirse mientras Hasilbek y


yo íbamos de un despacho a otro, con la esperanza de obtener
el permiso para volver a Aljan-Kala. Nadie quería hablar con
nosotros. Estaban en estado de alerta total y se comunicaban
continuamente por radio, monitorizando la operación.
Si escuchábamos atentamente podíamos seguirla en parte:
una escaramuza aquí, un arresto allá, disparos intermitentes.
De repente oímos a un mayor que no estaba lejos de
nosotros ladrar por su radio:

—¿Han encontrado ya a ese maldito médico bandido?


Hasilbek me miró.

Tiré de la cremallera de mi chaqueta y me la subí todo lo que


pude para ocultar mi ropa de hospital. Hacía tanto frío que
me había puesto pantalones de lana encima de los pantalones
de quirófano. Oímos la respuesta que llegó por la radio del
mayor:

-Estamos vigilando su domicilio. Su madre nos ha dicho que


hace dos días que no le ve.

—Registren casa por casa. ¡Encuéntrenle! -ordenó el mayor-.


Se dedica a operar bandidos.

No salía de mi asombro. Estaban tan ocupados con la


organización del asalto del pueblo que ni siquiera habían
mirado nuestros documentos.

-¡Dejen que nuestro médico se vaya! -gritó una de las mujeres


del grupo que esperaba al otro lado de la carretera. Me dio un
vuelco el corazón, pero el mayor no dio muestras de haberla
oído. Hasilbek se apresuró a poner a las mujeres al tanto de la
situación. Entonces ellas gritaron:

-¡Dejen que nuestro vecino se vaya! No es un combatiente y


tiene familia.

Ninguno de nuestros intentos de volver a la ciudad dio


resultado; rogué que la joven hubiera podido pasar el río y
diera la voz de alarma. Hacia las seis de la tarde llegaron los
tres autobuses seguidos por diez camiones militares. Tuve la
seguridad de que transportaban prisioneros de Aljan-Kala.
—¿Dónde llevan los autobuses? —le pregunté a un general
que pasó por nuestro lado; un ominoso presentimiento
me amedrentaba.

—A Tolstoi-Iurt —contestó.

-Pero hay pasajeros muy malheridos; necesitan ir al hospital


de Urús-Martán.

El general se encogió de hombros y siguió su camino.

En Tolstoi-Iurt se encontraba el campo de clasificación de


Chernokozovo. Los rusos habían establecido al menos
veintidós campos de ese tipo en Chechenia; algunos situados
en los sótanos de escuelas musulmanas o de almacenes de
gran tamaño. El campo más infame era el de Chernokozovo.
En teoría, el propósito de dichos campos era el de separar a
los combatientes de los civiles, pero, en la práctica, todo el que
entraba allí era considerado culpable, golpeado y torturado.
Sabía demasiado bien lo que les esperaba a los heridos de los
autobuses.

Gantimirov había entregado los combatientes a los rusos. No


hubieran cedido sus armas si hubieran sabido que iban
a Chernokozovo. Me dirigí a los autobuses para comunicarles
la mala noticia. Dije que no podía hacer nada, que no estaba
en mis manos. Más tarde uno de los doctores me acusó de
haber ayudado a los rusos, acusación que me destrozó.

Cuando se fueron los autobuses, los rusos dejaron marchar a


Hasilbek. Una columna de soldados me custodió a lo largo
de la carretera hasta una granja abandonada rodeada por un
alto muro de ladrillo. Me insultaron mientras caminábamos.

Pasamos una puerta y entramos en una zona vallada en la que


había un contenedor para transporte abollado. Me metieron
en él a empujones; lo habían habilitado como calabozo,
practicando un ventanuco protegido con barrotes. Fuera
soplaba un viento helado. Me acuerdo qué en el rincón más
alejado de la puerta y empujé las rodillas contra el pecho
intentado mantener el calor. Las extremidades se me
entumecieron al poco rato y tuve que frotarlas para
restablecer la circulación, pero no me sirvió de mucho.
Periódicamente, la luz de un foco atravesaba los barrotes,
proyectando extraños dibujos en las paredes, y a lo lejos se oía
el ruido sordo de la artillería pesada. Era imposible
dormir. Quizá mañana esté en un campo de clasificación con
mis pacientes, pensé. Las palabras de Gantimirov me
rondaban por la cabeza: “¡La culpa la tiene usted! ¡Usted es
el responsable de todo!”.

Hacia las nueve de la mañana del siguiente día, el tres de


febrero, oí voces de mujeres mezcladas con protestas de
hombres. No entendía bien lo que decían pero supuse que las
mujeres estaban exigiendo mi liberación. Media hora más
tarde la puerta del contenedor se abrió de golpe.

-¡Fuera! —ordenó un soldado ruso.

Traté de ponerme en pie pero me caí de lado. Estaba aterido.

-Déme un minuto para que me circule la sangre -le dije,


frotándome las piernas.
-¡O te levantas ahora mismo o te molemos a palos! -aulló el
soldado. Salí del contenedor tambaleándome-. ¡Bandido,
te dispararemos!

Ni una palabra de por qué me dejaban libre. Las mujeres se


apresuraron a rodearme.

-¡Y a vosotras también! -el soldado agitó su Kalashnikov en


dirección a las mujeres.

Ellas y yo volvimos a Aljan-Kala a pie. Cuando nos


acercábamos al hospital observé una mancha de color -una
línea de pantalones de hombre, chaquetas, camisetas y botas-
colocada sobre la valla que rodeaba lo que quedaba de
hospital. Una mujer dijo que los rusos habían desnudado a los
heridos, los habían golpeado y los habían arrojado medio
desnudos a los camiones.

-Cuando la gente venga a buscar a sus parientes sabrá por la


ropa si han estado aquí o no -añadió. Los rusos habían
oído decir que los wahhabíes no llevaban ropa interior por
motivos religiosos, y por eso habían desvestido a los
prisioneros.

La joven que se había escapado para advertir a los pasajeros


de los autobuses había conseguido llegar a Aljan-Kala, pero
no lo había hecho a tiempo para salvar a todos los heridos.
Sólo unos pocos habían podido escaparse y esconderse en el
pueblo antes del comienzo de la zachistka.

Lo primero que hice fue entrar en el hospital para recuperar


mis instrumentos. Algunos jóvenes supervivientes me
advirtieron que los rusos habían minado el edificio y colocado
bombas en los cadáveres.

—Si los mueve, explotarán —dijeron.

Hasilbek y otros ancianos trataron de disuadirme, pero no


tenía elección: necesitaba mis instrumentos. Pasé por una
ventana. Siete cadáveres yacían en el pasillo. Esquivando los
cables de los explosivos, llegué al quirófano; estaba patas
arriba. La sangre salpicaba las paredes. Sobre el suelo había
montañas de prendas sucias, yeso, pasaportes de los hombres
a los que había operado y decenas de granadas sin
explosionar que podían hacerlo en cualquier momento. Eché
los pasaportes a una caja de cartón en la que también metí
diez pinzas quirúrgicas, vendas, torniquetes, un escalpelo y
otros pocos instrumentos. Me marché de puntillas.

Cuando salí del hospital escuché que una enfermera me


llamaba:

-¡Venga a ver lo que han hecho!

La seguí escaleras abajo de un refugio provisional situado en


los sótanos del edificio. Allí encontré a siete de mis
pacientes, muertos, ejecutados a quemarropa, y entre ellos
estaba la anciana rusa. La visión de aquella mujer con su
camisón empapado en sangre me dejó deshecho. Había
luchado durante semanas para salvarle la vida, y en un
segundo se la habían arrebatado.

LA SIGUIENTE MAÑANA un grupo de gente se reunió en


la puerta de mi casa para pedirme ayuda. Me temblaban
las piernas, tenía las manos hinchadas, me dolían los brazos,
los hombros y la espalda. Salí para hablar con ellos:

—Ya no puedo más. No tengo fuerza en las manos -dije


levantándolas para enseñárselas a los parientes de un
joven cuyas piernas habían sido destrozadas por una mina.

-No digas eso, Khassan -contestó el hermano del muchacho-.


¿No puedes venir simplemente a echarle un vistazo?

Su insistencia me irritó. Me pedían cosas que no podía

hacer. Siempre había intentado hacerme el fuerte, pero en el


fondo era tan débil como los demás.

—Sólo echarle un vistazo —suplicaron. Acepté a


regañadientes.

Mis enfermeras Rumani y Markha, y yo fuimos en coche a su


casa. El joven yacía sobre la mesa de la cocina. Habían
instalado una batería de coche para tener luz. Su hermano dijo
que el muchacho tenía diecinueve años. Era alto y apuesto. El
olor de la gangrena llenaba la habitación. Su tensión estaba
bajando; era casi imposible encontrarle el pulso.

-Tendría que amputarle las piernas por el muslo, pero ya ha


perdido demasiada sangre, no sobreviviría.

-Si muere será porque Alá lo ha querido, pero si usted lo


opera tendrá alguna posibilidad -rogó su hermano.

¿Qué podía hacer? Yo dudaba que el muchacho sobreviviera,


pero sus parientes creían en los milagros. Se decepcionarían si
no lo intentaba.

-No tenemos calmantes; que alguien vaya a pedir lidocaína,


novocaína o lo que sea -dije. Ordené a Rumani y Markha
que prepararan al paciente para la amputación.

Mientras trabajaba, su tensión bajó de 60 a 40 y sus ojos se


quedaron en blanco.

—iLe estamos perdiendo! -grité. Cada vez que su tensión


bajaba interrumpíamos la operación, y tratábamos de
aumentársela con poliglukina. El grupo sanguíneo de Markha
era compatible con el del muchacho, así que le dio 400
centímetros cúbicos de su sangre.

Tratando de salvar la vida del muchacho sentí una subida de


adrenalina. Me desapareció el dolor de las manos. La
operación era difícil. En el momento más delicado, cuando
estaba a punto de suturar la arteria femoral, nos quedamos sin
luz. Un vecino nos llevó una linterna, pero la iluminación que
proporcionaba era muy débil; tuve que ponerla justo encima
de la herida para poder trabajar. Cuando acabé de operar
estaba bañado en sudor y no podía enderezarme, pero los
parientes estaban tranquilos y me demostraron su gratitud
intentando que aceptara las llaves de su nuevo coche
deportivo. Las rechacé diciendo:

—He podido hacerlo gracias a Alá: agradézcanselo a él.

En los días posteriores atendí pacientes en sus propias casas,


consciente de que los rusos me buscaban. Una de las
personas que visité fue Vakha Aigumov. Parecía sentirse
avergonzado cuando le examiné; estaba tendido en un catre
situado en el sótano de su casa. Mientras desenvolvía el
vendaje de su muñón advertí que quería decirme algo pero se
veía que le costaba expresarse.

-Me avergüenzo de cómo le tratamos -espetó.

Me alegró que Vakha reconociera aquel error. Dada no se


cansaba nunca de repetirme: “Khassan, tenlo en cuenta, al
final el bien siempre sale victorioso”. Un pensamiento
reconfortante, más aún cuando todo lo que veía a mi alrededor
era sufrimiento y brutalidad.

Cuando hube atendido los casos más graves el dolor de mi


espalda era ya insoportable. Mis enfermeras me rogaban
que dejara Chechenia:

-Ya ha atendido todos los casos graves. Nosotras


cambiaremos los vendajes -dijo Rumani-. Corre un grave
peligro si se queda.

Pero no podía irme porque el pueblo estaba rodeado por las


tropas rusas.

El ocho de febrero por la mañana el hijo de Hasilbek, Isa, nos


llevó en coche a Rumani y a mí hasta mi casa después de una
amputación. La nieve se había derretido y el agua llenaba los
baches y los cráteres. Observé un coche desconocido
aparcado al lado de nuestra casa, un Zhiguli rojo. Le dije a Isa
que disminuyera la velocidad. Nunca se es demasiado
precavido. Malika esperaba de pie en la puerta, y a su lado
estaba un extraño cuidadosamente afeitado con pantalones
militares bien planchados. Por su pelo oscuro, su piel pálida y
su nariz prominente supuse que era checheno. Isa detuvo el
coche y yo bajé de él.

—Aquí está -Malika me señalaba. Saludé al hombre en


checheno.

-Vengo de Nazran -dijo, estrechándome la mano-, para


ayudarle a salir de Chechenia.

—¿A qué viene esto? -pregunté.

-Soy coronel del FSB. Me llamo Ruslan.

Nos explicó que había nacido en Aljan-Kala pero que había


pasado la mayor parte de su carrera trabajando en Moscú.
Sus superiores le ordenaron que fuera a Ingushetia para asistir
a una reunión especial con las autoridades militares a cargo
del Distrito Militar del Cáucaso Norte.

-Quieren arrestarle -continuó-. Yo les dije que usted era


médico y que, al respetar el juramento de los médicos,
estaba obligado a atender a todo el mundo. Dijeron que los
juramentos médicos y las convenciones internacionales les
importaban un bledo; que estaba salvando combatientes y que
debía ser detenido.

Aunque Ruslan Temirkhanov trabajaba para el servicio


secreto ruso sentí que podía confiar en él. Era como aquel
coronel de seguridad checheno que ayudó a Malika y Razyat
cuando quedaron atrapadas en Grozni, en agosto del 96. Le
invité a entrar en casa pero él no quiso.
-Tenemos que marcharnos ahora mismo para Ingushetia -
explicó-. No hay tiempo que perder; están cerrando las
fronteras. Una vez que anochezca será muy difícil salir. Yo
espero aquí y me fumo un cigarrillo mientras usted se prepara.

Le dije a Malika que buscara a Adam, ya que el chico


necesitaba enviar unas cintas de vídeo (de la intervención de
Basá-yev) a Reuters desde Ingushetia. Si me era posible
quería convencer a Alí y a Adam para que dejaran
Chechenia. Alí estaba en peligro no sólo por ayudarme en el
hospital sino por ayudar a Adam a llevar películas a
Ingushetia. Corrí dentro, me cambié de ropa y agarré el
pasaporte. Odiaba tener que dejar mi maletín pero llevarlo me
delataría. Nana y Malika se alegraron de mi marcha, porque
sabían que iba a un lugar seguro donde me encontraría con
Zara, Dada y los niños.

Cuando Adam se presentó, le expliqué a Ruslan que era


necesario llevarlo con nosotros. Ruslan no mostró
ningún entusiasmo:

-No hay sitio para él. Tenemos que recoger a tres heridos y
pasar la frontera con ellos.

-Ya nos apañaremos -repliqué-. Adam puede sentarse encima


de mí.

Subimos al coche y fuimos a buscar a los heridos. Los


recogimos uno a uno en casas diferentes y los metimos en el
asiento de atrás. Estaban recién afeitados y vestían trajes
corrientes.
-Está usted corriendo un riesgo increíble -le dije a Ruslan.

Se encogió de hombros.

—Llevo muchos años trabajando para el FSB. En la primera


guerra querían mandarme a Chechenia pero me negué, así
que cuando empezó ésta decidí usar mi posición para ayudar
a quien pudiera.

Guardé silencio y miré por la ventanilla. ¿Qué podía decir?


Parecía que Alá había mandado a una persona más para
salvarme.

Quinta parte - Estados Unidos, el refugio


Capítulo 20 - Mi huida

MIENTRAS nos dirigíamos colina abajo, hacia el puente, con


los tres heridos, se nos acercó un autobús vacío. El conductor
nos hizo señales con los faros y nos indicó que nos
detuviéramos. Vimos por el retrovisor que el autobús se
paraba, así que frenamos y bajamos del coche. El conductor
resultó ser uno de mis antiguos compañeros de escuela,
Khamzat Lasanov. Dijo que acababa de pasar por un puesto
de control de Kulari y que había oído a los guardias hablar de
mí por radio.

—Decían que estabas sacando combatientes de Chechenia a


escondidas y que debías ser arrestado -explicó-. Han
distribuido una descripción de tu coche con el número de
matrícula a todos los puestos de control. ¡Ten cuidado! ¡Van
detrás de ti!
—Es mejor que volvamos a dejar a los heridos -dijo Ruslan.
Odiábamos hacer tal cosa pero no teníamos elección. Los
hombres lo entendieron. Ruslan dio la vuelta al coche y se
dirigió a Aljan-Kala; allí dejó a los hombres en sus respectivas
casas. En ese momento empecé a preocuparme por los vídeos
de Adam, del tamaño de microcasetes.

-Déme a mí las cintas -ordenó Ruslan-. A usted le registrarán.


A mí no. Si los guardias se las encuentran a usted, le
ejecutarán de inmediato.

Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo izquierdo de su


camisa y dejó los cigarrillos en la guantera. A continuación

metió las dos cintas en el paquete y lo hundió en su bolsillo.

—¿Preparado? —preguntó.

Eran las tres un poco pasadas y ya empezaba a oscurecer. Lo


pensé un momento.

-Lo que tenga que ser, será -contesté-. Vamos.

KILÓMETRO Y MEDIO MÁS AD ELANT E, en el puesto


de control, los soldados nos indicaron que paráramos.

-Salgan de uno en uno. ¡Manos arriba! ¡Al suelo! -gritaron


cuando nos detuvimos.

-¡Abran el capó y el maletero, inmediatamente! -aulló uno de


ellos.

Después de registrar el coche nos pidieron los documentos.


Mientras los soldados los examinaban miré alrededor y vi
una casa vacía con cañones de fusil en las ventanas. Los
soldados también habían tomado posiciones sobre el tejado.
Suponían que llevábamos combatientes y estaban preparados.

Uno de los soldados se alejó unos metros, llamó por radio y


comunicó:

-Tenemos aquí a un coronel del FSB y dos civiles, no son


combatientes.

Volvió a nuestro lado, nos entregó los documentos y nos dijo


que podíamos seguir. Parecía ser que a estos soldados no les
habían comunicado aún que el nombre del “doctor bandido” al
que buscaban era Baiev. ¡A Dios gracias había dejado
en casa mi maletín!

En el siguiente puesto los soldados echaron un vistazo a Rus-


lan y no se molestaron en registrarnos. En el tercero nos
hicieron detenernos. Ruslan frenó y bajó la ventanilla.

-Hay bombardeos intensivos sobre la carretera de Shaami-Iurt


-le dijo el centinela—. No pueden seguir. Es muy peligroso.

-Correremos el riesgo -contestó Ruslan.

—No digan después que no les advertí.

Condujimos a velocidad suicida. Por encima del rugido

del motor se escuchaba el estruendo de la artillería. Balas


trazadoras iluminaban el cielo. Pasamos seis puestos de
control más antes de cruzar la frontera con Ingushetia. Le di a
Ruslan la dirección de mi familia en Troitskoye, a las afueras
de Nazran. Cuando llegamos a la casa le invité a entrar, pero
él dijo que tenía una cita. Después miró a lo alto y repitió la
dirección para memorizarla.

-Le prometo que volveré -dijo-. Entonces podremos sentarnos


y charlar para conocernos mejor.

Mirando cómo se alejaba dudé que volviéramos a


encontrarnos. Adam fue de inmediato a entregar sus cintas a
un representante de Reuters.

Cuando entré en la casa, Zara, Maryam, Islam y los hijos de


Hussein, Khava y Adam, estaban sobre el suelo viendo la
televisión. Todos se levantaron de un salto para darme la
bienvenida. Markha estaba dormida en un edredón enrollado.
Le conté brevemente a Zara cómo había escapado y fuimos a
la otra habitación para ver a Dada: descansaba en un catre,
con las muletas pulcramente colocadas a su lado. Dada
pareció confundido cuando le dije que había una orden de
arresto contra mí.

-Pero si tú eres médico. Y has operado a rusos; quizá no lo


sepan -dijo.

—Les da igual a quien haya operado -contesté—. Rusos,


población de habla rusa, chechenos; no les importa. Para
ellos es la guerra, y en la guerra no hay ley, sólo odio y
maldad.

Dada meneó la cabeza. Buscó sus muletas y sacó las piernas


de la cama.
-Me voy a Mozdok —afirmó, refiriéndose a la localidad de la
vecina república de Osería del Norte—. Soy un inválido de
la Gran Patriótica. Hablaré con el general Shamanov; él me
escuchará. Llegaré a lo más alto y les diré que te dejen en
paz. Conseguiré que me den un documento donde ponga que
no te perseguirán más.

Pobre Dada, no entendía la clase de mundo que la guerra


había creado. Aún vivía en la Unión Soviética. En aquella
época con un barniz de orden, una queja al Partido
Comunista podía dar resultados.

—Eso no es realista —le dije-. No podrás llegar a Mozdok. Si


ni siquiera puedes ir solo al baño, ¿cómo piensas ir a
Mozdok? Las carreteras están cortadas, las fronteras
vigiladas y los centinelas no dejan pasar a ningún checheno.
¿Les vas a decir algo así como: “Por favor, no persigan más a
mi hijo”? Todos los chechenos están bajo sospecha; nadie está
a salvo.

Dada guardó silencio.

-Podría dar resultado -dijo cuando al fin habló-. Allí hay


generales; los rusos son inteligentes. Habla con ellos.

-Dada, la gente espera en fila durante días, durante semanas,


para saber algo de esos hijos que desaparecen en una batalla
o se pudren en campos de clasificación. Por lo menos yo no
estoy en ningún campo —Dada se cubrió la cara con las
manos—. El mundo ha cambiado, Dada.

Le temblaban las manos. Apoyó las muletas contra la pared y


volvió a tumbarse. Estuvo un largo rato sin hablar;
después me rogó que le contara todo lo que había ocurrido en
Aljan-Kala: quién había muerto, quién estaba herido, quién
había quedado inválido. Agitó la cabeza con incredulidad
mientras le describía la devastación.

-Esta guerra va a durar mucho tiempo —dijo.

Zara me contó esa tarde que Khava y ella tenían que recorrer
casi un kilómetro de terreno embarrado para ir a buscar agua
al río y poder lavar la ropa. Con cinco niños, un bebé incluido,
lavar era un trabajo a jornada completa: calentar agua, frotar
a mano y colgar alrededor del hornillo de gas. A por agua
para beber debían ir incluso más lejos: a un arroyo situado a
kilómetro y medio. La electricidad iba y venía pero, a Dios
gracias, teníamos gas, y Zara podía preparar la comida con él.
Parecía agotada pero no profirió una sola queja. Sabía lo
afortunados que éramos en comparación con otros.

Aquella noche dormí mal. Una espesa niebla presionaba las


ventanas. Los aviones que despegaban y aterrizaban en el
aeropuerto cercano me despertaban cada dos por tres, con el
corazón desbocado. Allí tumbado pensé en Ruslan y en los
riesgos que había corrido para ayudarme; y yo no era el único.
Apenas me dejó darle las gracias, insistía en que no había
hecho nada.

Todas las mañanas me levantaba más cansado de lo que me


había acostado. Las noticias que llegaban de Chechenia
eran desmoralizadoras, sobre todo la que se refería a la
masacre de Saadi-Qotar, conocida también por su nombre
ruso de Komso-mol’skoye. Antes de salir de Chechenia todos
vimos el humo y las llamas que se elevaban de las casas
incendiadas, pero no sabíamos qué pasaba. Ocurrió que los
rusos recibieron el soplo de que 1.500 combatientes intentaban
entrar en la aldea para conseguir comida y esconderse en las
montañas. Oí decir que el comandante de campo Gelayev,
ingresado en mi hospital el treinta y uno de febrero, estaba
entre ellos. Una vez que los combatientes llegaron, los
Federales, de madrugada, bloquearon la aldea y no
permitieron salir a nadie.

Cuando los rusos iniciaron el bombardeo, una multitud de


mujeres y niños se aproximó a las tropas, rogando que les
dejaran salir del pueblo. Se lo negaron. Los Federales
prohibieron también que los habitantes de las aldeas vecinas
entraran con cualquier tipo de ayuda humanitaria. Durante
una semana los rusos obligaron a los residentes a vivir a cielo
abierto a lo largo de las líneas federales, convirtiéndolos de
hecho en escudos humanos. En el momento en que acabó el
bombardeo no quedaba una sola casa en pie. Unos 800
combatientes huyeron; otros 700, así como cientos de civiles,
perdieron la vida.

Yo ya no sabía que era peor: si estar en Chechenia durante los


bombardeos o estar en Ingushetia sin poder ayudar a
los heridos. Estaba desesperado. Pasara lo que pasase, temí
que mi estado mental empeorara y acabara incapacitado,
como me ocurrió en Moscú después de la primera guerra. El
trabajo había

sido mi salvación: necesitaba a mis pacientes tanto como ellos


me necesitaban a mí. Si los trataba podía mantener a raya
la depresión; si no lo hacía, los demonios regresaban.
Tomé prestados unos instrumentos de un hospital local y
comencé a atender heridos chechenos hospedados en
aldeas ingushas. Aunque las rutas oficiales estaban cerradas
los parientes se las ingeniaban para pasarlos a escondidas por
caminos secretos. Viajar de pueblo en pueblo, durmiendo cada
noche en sitios diferentes, era conveniente además para evitar
al FSB.

También hice varias operaciones en el hospital durante mi


estancia en Ingushetia.

-¿Es ese Khassan? -dijo a voces alguien tumbado en una


camilla que entraban en el edificio-. No nos hemos visto
nunca, pero reconocería su voz en cualquier parte -añadió.
Era el joven al que amputé la pierna en mi última operación en
Che-chenia; aquel a quien no quería operar. El joven vivía y
se encontraba bien.

EL DÍA DESPUÉS de llegar a Ingushetia, Adam me presentó


a una periodista amiga suya, Karina Melikyan. Su padre había
sido director de la agencia TASS en Washington, D.C., en los
años 60, y ella había aprendido inglés siendo niña. Trabajaba
para Reuters y quería entrevistarme. Aunque hablar con
la prensa era arriesgado, acepté. Yo deseaba que la gente
supiera lo que ocurría en Chechenia y quería llamar la
atención sobre el destino de los médicos y los combatientes
encorralados en el campo de clasificación de Chemokozovo.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en la entrada del
Hospital Republicano Ingush de Nazran, donde Karina y
Adam me fotografiaron con la ropa de quirófano. Me
sugirieron que fuera a ver a los representantes de Médicos
por los Derechos Humanos, de Human Rights Watch y de
Amnistía Internacional. Les dije que lo haría.

La mañana de la reunión me vestí con esmero: traje oscuro,


camisa blanca y corbata. Afortunadamente, Zara y el resto de

mi familia, cuando se mudaron, trajeron algunos de mis trajes.


Supuse que los americanos, viviendo como vivían en un
país rico, irían bien vestidos, especialmente para una reunión
oficial. Me quedé atónito cuando, al entrar en el vestíbulo
del hotel, vi a los miembros de Human Rights sin afeitar y
vestidos de cualquier manera. Sin embargo, en cuanto
sonrieron me sentí bienvenido. Les propuse que nos fuéramos
a un café en lugar de celebrar la reunión en el hotel, porque
estaba seguro de que allí había micrófonos ocultos. En el café
les describí mi hospital y los malos tratos que sufrían los
civiles y los doctores encerrados en los campos de
clasificación.

Decidimos dar una auténtica conferencia de prensa, invitando


a periodistas occidentales y rusos que esperaban en Nazran
para pasar la frontera con Chechenia: no podían hacerlo
debido a la prohibición de las autoridades rusas. Esperábamos
que la publicidad avergonzara a los rusos y les obligara a
poner en libertad a los médicos y los pacientes que habían
llevado a Cherno-kozovo antes de mi huida. A la conferencia
de prensa asistieron muchos periodistas. Supe más tarde que,
a la semana, los rusos liberaron a los médicos y, dos semanas
después, a los pacientes. Un poco de libertad de expresión
puede hacer milagros.

MIS ANTIGUOS AMIGOS DE Ingushetia me decían que


había envejecido en la guerra. Cuando me miraba al espejo
mi cara parecía empequeñecida, y una red de arrugas me
cubría las mejillas. Peter Bouckaert de Human Rights Watch
fue aún más categórico:

—¡Tú estás enfermo! -exclamó.

Me hizo reír.

—¿Y cómo voy a estar? He pasado medio año bajo el fuego.


Echa un vistazo a mis manos -dije, enseñándole las
ampollas de las palmas y los cortes entre los dedos.

—¿Qué podemos hacer para ayudarte? —preguntó Doug


Ford, el jefe del equipo de Médicos por los Derechos
Humanos.

Era un abogado lleno de vitalidad que tomaba declaración a


los chechenos sobre condiciones de vida y abusos sufridos.
Siempre estaba dispuesto a echar una mano.

—Necesitaría rehabilitación —contesté—, pero aquí es


imposible hacerla. Sueño con un lugar tranquilo donde pueda
seguir un tratamiento.

-¿Qué tal Estados Unidos, si podemos arreglarlo? -sugirió-.


Allí podrás recuperarte y observarás de paso algunas de sus
instalaciones; podrás incluso contarle a la gente lo que está
pasando en Chechenia.

Uno de los médicos del equipo de Doug me llevó aparte para


hablarme a solas; me dijo que él había escapado de Irán para
ir a Estados Unidos.
-Si vas algún día, quédate allí -me aconsejó-. Los médicos
ganan muchísimo dinero: de 150.000 a 200.000 dólares al año.

Eran cantidades que no había oído en mi vida, pero quedarme


allí no formaba parte de mis planes. Todo lo que quería era
descansar y volver después a Chechenia.

Pronto llegó respuesta de Washington: sería bienvenido si


conseguía llegar. Les dije a Doug y a Peter que tenía que
atender a unos pacientes, pero que a primeros de abril
quedaría libre. Odiaba tener que dejar otra vez a mi familia,
pero ellos notaban mi agotamiento y se daban cuenta de que
necesitaba recuperarme. A mediados de marzo viajé a
escondidas a Moscú. Corría algún riesgo yendo allí, pero
contaba con la protección de las organizaciones de derechos
humanos y con el hecho de que en Rusia la mano izquierda
solía desconocer lo que hacía la derecha. Alguien, Karina
probablemente, debió informar a la prensa de mi llegada, ya
que tres reporteros del canal independiente de televisión NTV
fueron a recibirme. Hablé con ellos a regañadientes, porque
sabía que si hablaba con demasiada franqueza pondría en
alerta a las autoridades rusas. Aquella noche, NTV anunció:
“Hoy ha llegado a Moscú un famoso médico de Chechenia de
gran reputación entre los comandantes de campo chechenos”.
La noticia recalcaba las palabras comandantes de campo
chechenos. Mala cosa.

Poco después dieron otro comunicado que también me


perjudicaba: habían arrestado a Salman Raduyev cuando
trataba de salir de Chechenia por la frontera con Azerbaiyán.
La simultaneidad de ambas noticias me conducía directamente
a la clandestinidad. Parecía ser que nunca iba a librarme de
los problemas que me causaba Raduyev. Su muerte había
sido anunciada tantas veces, y tantas veces se había
desmentido, que nadie creía en la veracidad de su captura.
Los periodistas trataron de localizarme ya que sabían que
había operado su cara y que sería, por tanto, capaz de
reconocerlo. Sólo quise hablar con mis amigos Musa Muradov
y Dima Belovetsky. Con echarle un vistazo por televisión supe
que se trataba de Raduyev.

Desde ese día no pasé nunca más de una noche en el mismo


sitio. Mis amigos investigaban la procedencia de las llamadas
de teléfono que recibía y no me dejaban salir solo.

Human Rights Watch me organizó una visita secreta a la


embajada de Estados Unidos. Me metieron a escondidas
por una puerta lateral alejada de la fila de gente, tan larga
como la del Mausoleo de Lenin, que esperaba en el exterior
para conseguir visados. Un marine me escoltó hasta una
amable funcionaría; ella me indicó que, en breve, me
proporcionarían el visado. Tres días después Karina me llamó,
y fuimos juntos a la embajada. Cuando volví a salir por la
puerta de la calle Devyatinskii tenía un visado estadounidense
en mi pasaporte ruso.

Una semana después de llegar a Moscú recibí una llamada de


Zara; me dijo que Nana estaba enferma. Malika y Hussein
la habían llevado desde Chechenia a Troitskoye, en Ingushetia,
y habían tenido que parar varias veces para reanimarla. Tenía
la tensión muy alta: 220 de sistòlica, y dolor de pecho.

-Dice que se va a morir y que quiere verte -me comunicó


Malika. Era la primera vez que Nana me mandaba llamar,
así que supuse que era serio. Le dije al subdirector de la
delegación

Con Dada y Nana en días más felices.

de Human Rights Watch en Moscú, Sasha Petrov, que debía


posponer el viaje o quizá cancelarlo. Dijo que podía
posponerse sin problema. Lo siguiente que hice fue tomar un
avión para Ingushetia.

Malika y Hussein habían tratado de ingresar a Nana en varios


hospitales, pero todos estaban llenos. Cuando al fin llegué y la
vi tumbada en un colchón colocado sobre el suelo estuve a
punto de echarme a llorar. Necesitaba cuidados
intensivos. Había insistido en quedarse a mi lado durante la
guerra, me había hecho la comida, había compartido conmigo
el húmedo sótano, me había cuidado. Me sentía tan culpable
que decidí acudir directamente al Ministro de salud de
Ingushetia.

Cuando fui a ver al ministro al día siguiente, le dije:

-Considerando todo el tiempo que he pasado tratando


pacientes en Ingushetia, no puedo más que sentir un profundo
disgusto al ver que usted no es capaz de encontrar un sitio
para mi madre.

El pareció avergonzado y afirmó que daría órdenes para que


fuera admitida inmediatamente. Me quedé con ella una
semana en la unidad de cuidados intensivos. Después de unos
días su tensión disminuyó y empezó a mostrar signos de
recuperación. Un día salimos al patio del hospital. Era un día
hermoso y soleado que olía a primavera. Había pacientes y
familiares sentados en los bancos. Encontramos un sitio cerca
de una esquina del edificio. Nana repitió que se encontraba
mucho mejor y que debía marcharme a América. Yo tenía mis
dudas, aún me preocupaba su salud. Tampoco me gustaba
dejar a Zara y los niños, aunque fuera por unas pocas
semanas, pero ellos aceptaron mi decisión estoicamente:
durante la guerra estuvimos separados más tiempo aún.

El ocho de abril del 2000 volví a Moscú para ultimar los


preparativos de lo que yo pensaba que sería una estancia de
un mes en Estados Unidos. Nueve días después unos amigos
me llevaron en coche al aeropuerto internacional de
Sheremetyevo. El cielo estaba despejado, y las ancianas
habían salido a la calle con sus escobas para barrer los
desperdicios visibles al derretirse la nieve. Aunque mis
papeles estaban en orden, sentía una profunda desazón.
Comparado con el aeropuerto de Grozni, Sheremetyevo era
enorme; me sentía perdido entre todos aquellos pasajeros que
hacían fila con su equipaje. Los anuncios de los vuelos salían
resonando de los altavoces en diferentes idiomas. ¿Qué hago
yo aquí?, me pregunté. El avión de Aeroflot debía salir para
Washington en unas dos horas, a las cuatro de la tarde. Mis
amigos se comprometieron a esperar en la terminal de salidas
hasta que revisaran mi equipaje en la aduana.

Mis dos maletas pasaron los rayos X sin mayor complicación.


Primera prueba superada, pensé, ningún policía provocador
me ha metido drogas en el equipaje. Me despedí de mis
amigos, olvidando que aún debía pasar el control de
pasaportes. La gente avanzaba en silencio; sólo se escuchaba
el clic-clac de los guardias uniformados al sellar los
documentos. Por fin llegó mi turno. La guardia fronteriza del
FSB tenía una cara agradable. Quizá, después de todo, iba a
salir bien parado.

Tomó mi pasaporte, hojeó las páginas, se detuvo y me miró...


miró a la foto, me miró a mí. Me puse en tensión. Escruté las
filas de las demás taquillas. Se movían despacio, pero
se movían. La mía se había parado por completo y varias
personas situadas detrás de mí se cambiaban a las otras. Con
el pasaporte en la mano, la guardia levantó el auricular del
teléfono. No pude oír lo que decía detrás del cristal, pero mis
viejos miedos regresaron. Minutos más tarde una mujer
uniformada, de unos cincuenta años, entró en la taquilla y miró
el pasaporte.
-¡Sígame, joven! -ladró. Esto de ir a Estados Unidos va a
acabar mal, pensé mientras la seguía hasta el fondo del
vestíbulo. Abrió una puerta y me ordenó que pasara.

-Quédese aquí -dijo; salió de la habitación y cerró la puerta


tras ella. El único mueble del cuarto era un sofá. Me senté en
él. Supuse que una cámara oculta espiaba mis
movimientos para ver si me ponía nervioso. Media hora
después la mujer volvió acompañada de un hombre de
mediana edad y aspecto agradable, vestido de civil, que se
presentó como coronel del servicio interno de seguridad.
Llevaba mi pasaporte en la mano.

-¿Es usted Khassan Baiev?

-Sí.

-¿Adónde se dirige?

-A Estados Unidos.

-¿Para trabajar o es que le ha invitado alguien?

-Estoy de vacaciones. Es un viaje de placer -miré mi reloj.


Eran las tres y cuarto de la tarde: ya debían estar
embarcando. Sospeché que el hecho de que un checheno
tuviera dinero para viajar cuando los rusos corrientes no lo
tenían le había chocado.

-¿Dónde vive? -continuó.

Traté de engañarle:
—En Vladikavkaz, Osetia del Norte -hablé con calma, pero
por dentro estaba hecho un manojo de nervios: sabía que
las autoridades rusas iban detrás de mí. Decidí contraatacar
—: Mire, no entiendo nada de todo esto. ¿Por qué me retiene
aquí?

¿Es porque soy del Cáucaso? Ya han revisado mis cosas y no


llevo encima nada sospechoso. Si el avión sale sin mí, me
quejaré a la fiscalía.

Hizo caso omiso de mis comentarios. No me dio la impresión


de que buscara un soborno, pero yo sabía que Moscú tenía
una resolución no oficial según la cual no se debía permitir
viajar al extranjero a los chechenos, a causa de la guerra. Se
quedó mirándome fijamente y por último formuló la pregunta
más peligrosa de todas:

-¿Cuándo se marchó de Chechenia?

-En 1996 -mentí. Mi pasaporte internacional, válido hasta


septiembre del 2001, había sido expedido por las
autoridades rusas en el 96, en Grozni-. Me fui en el 96 para
trabajar como dentista en Osetia del Norte -otra mentira,
aunque fuera verosímil.

Eran las tres y veinticinco; el pasaje debía haber embarcado


ya. El coronel se marchó unos minutos. Me figuré que
estaba cotejando mis declaraciones con la información que
figuraba en su ordenador. ¿Y si encontraba una orden de
arresto contra el “médico bandido”? Los minutos me
parecieron horas. Tenía pavor de que el ordenador del
aeropuerto me traicionara, de ser arrestado allí mismo y
acabar en la cárcel. La puerta se abrió de golpe y el coronel
reapareció. Su cara era inexpresiva. Me tendió el pasaporte y
anunció que podía irme. Parecía ser que la orden de arresto
no iba a acabar conmigo todavía.

Temiendo no encontrar la puerta de embarque le pedí que me


acompañara al avión. Cuando llegamos, la puerta
estaba cerrada. Fui el último pasajero que embarcó; ocupé un
sitio en la parte trasera. Estaba muy tenso, trataba de
controlarme por todos los medios; el avión enfiló por fin la
pista de despegue. Mientras miraba cómo desaparecían los
abedules plateados bajo el ala del aparato, pensé que había
sabido ingeniármelas para escapar del infierno.

No hablé con nadie durante las nueve horas siguientes. Una


muchacha sentada al otro lado del pasillo intentó entablar
conversación, pero no le hice caso. En el asiento de delante
algunos profesores pedían bebida tras bebida; resultaban tan
ruidosos que un grupo de turistas estadounidenses se quejó a
la azafata y se cambió de sitio. No pude dormir. Era incapaz
de hacerme a la idea de que me dirigía a Estados Unidos.

UNA HORA. ANTES de aterrizar, al mirar por la ventanilla,


descubrí el océano. Había visto por televisión los rascacielos
y otros grandes edificios, y había conocido un buen número
de trabajadores de organizaciones pro derechos humanos.
Todos decían que los estadounidenses eran abiertos y
amistosos, pero yo no sabía qué esperar. Los miembros de
Human Rights Watch me habían dicho que Misha, un médico
ucraniano que vivía en Estados Unidos, iría a buscarme.

Multitud de personas de diferentes razas y nacionalidades


deambulaban por la terminal de llegadas del aeropuerto
Dulles de Washington. Me acerqué a un grupo de rusos que
iban conmigo en el avión, esperando que me ayudaran al
llegar a la aduana. En el mostrador de inmigración, el oficial
echó un vistazo a mi pasaporte y me ordenó que le siguiera a
una gran sala.

-Espere aquí -dijo, señalando un banco. Estuve sentado allí


casi cuatro horas, mirando a los oficiales de aduanas esparcir
las pertenencias de la gente sobre las mesas para
examinarlas. Me preguntaba qué habría sido de mi equipaje.

Sentado allí en la aduana tuve mi primera impresión de


Estados Unidos. Lo primero que me impactó fue la cantidad
de luz que había por todas partes; los edificios públicos de
Rusia eran sombríos y estaban mal iluminados. A mi alrededor
había personas de diferentes países, que hablaban distintos
idiomas y que vestían, en algunos casos, sus trajes nacionales.
Todos parecían bien alimentados, sobrealimentados, de hecho,
según los estándares chechenos. Finalmente, un oficial
apareció con mi equipaje, lo puso sobre la mesa y me indicó
por señas que lo abriera. Lo registró todo: puños, cuellos,
cinturillas, suelas de zapatos...

Porque era checheno. Aquel pensamiento enloquecedor me


llenó la cabeza. Había escapado de los rusos para caer en
las garras de los estadounidenses.

Cinco horas después de aterrizar salí al vestíbulo del


aeropuerto, siendo, supuestamente, un hombre libre. Miré
arriba y abajo por si había alguien esperándome. Nadie. Misha
no estaba por ninguna parte. Me extrañó que no hubiera
preguntado por mí al representante de Aeroflot. Me sentí
alternativamente aterrado y humillado.

-Ayúdeme —le espeté a un oficial de policía—. Ruso.

Él me condujo al agente de Aeroflot, quien estaba a punto de


irse a su casa. Le expliqué rápidamente el problema.

—No monte un alboroto -me advirtió—, o le mandarán de


vuelta a Moscú en el próximo avión.

Y no cabía duda de que el FSB estaría esperándome.

Eran las dos de la madrugada en Washington, las diez de la


mañana en Moscú. El agente de Aeroflot me permitió
que hiciera una llamada. Telefoneé a Karina, en Moscú. Ella
llamó al representante de Human Wrights Watch en
Ingushetia. Él habló con la representante en Nueva York,
Rachel Denber. Rachel, que hablaba un ruso excelente,
persuadió al agente de Aeroflot para que me llevara a un hotel
cercano: el hotel Marriott. Estaba exhausto, desorientado y
hambriento.

El recepcionista del Marriott me dio una tarjeta blanca para


abrir la puerta de mi habitación. Nunca había visto ese tipo
de llave magnética. Inserté la tarjeta en la ranura pensando
que la puerta giraría sobre sus goznes. Debí estar unos diez
minutos plantado allí, esperando a que se abriera, sin darme
cuenta de que había que sacar la tarjeta y girar el picaporte.

-¡Socorro! ¡Problemas! -le grité a una mujer que pasaba por


el corredor. Ella sonrió y me enseñó a abrir.
La habitación tenía una televisión empotrada en un aparador y
un gran frigorífico vacío. Por fortuna, había guardado unos
trocitos de pan de la comida del avión.

A las siete de la mañana recibí una llamada de Rachel, quien


me dijo que el servicio de habitaciones podía llevarme el
desayuno y que Misha me llamaría más tarde para ir al Centro
Hospitalario de Washington, donde tenía programado
quedarme y observar operaciones bajo los auspicios de la
delegación en Washington de Médicos por los Derechos
Humanos.

Cuando, varias horas después, llegó Misha, me explicó que la


noche anterior me había esperado una hora en Dulles y que al
no tener noticias mías volvió a su casa. Al ir al hospital
atravesamos el centro de la ciudad. Era la primera vez que
veía la Casa Blanca y el Capitolio; la belleza del lugar me
cautivó.

-Tienes que ser precavido; este hospital no está en un buen


vecindario -me advirtió Misha.

Tuve que reírme.

-¡Estados Unidos! ¿Hay peligros aquí también?

Capítulo 21 - La dure z a de e le gir

EL CENTRO HOSPITALARIO DE WASHINGTON es un vasto complejo


de edificios situado en la zona sudeste de la ciudad. Misha me
condujo al cuarto piso del edificio de residentes, donde iba a
quedarme. Mi habitación tenía tres camas estrechas y una
televisión antigua; el baño estaba en el pasillo. Era parecido a
una residencia de estudiantes rusa. Misha se marchó para que
pudiera deshacer el equipaje e instalarme.

La soledad se me cayó encima. Los chechenos no estamos


acostumbrados a vivir solos. Los estadounidenses, como
descubrí más adelante, sienten gran respeto por la privacidad,
pero yo tenía necesidad de contacto humano. Hubiera
compartido muy a gusto la habitación con extraños: lo que
fuera para no estar solo. Echaba de menos a mi familia.
Echaba de menos a los heridos. Echaba de menos hasta las
ruinas.

El doctor James Cobey, mi anfitrión, me enseñó el hospital. Yo


estaba emocionado por todo lo que había oído hablar sobre los
avances de la medicina estadounidense. Desde el momento en
que entré en el edificio principal me sentí lleno de júbilo.
Al respirar el aire perfumado de desinfectante me olvidé por
primera vez de pensar en Chechenia y de preocuparme por
mi familia. El olor del Centro Hospitalario de Washington era
diferente al de los hospitales rusos: no era tan fuerte. Y, desde
luego, no tenía nada que ver con el olor a sangre seca de
mi hospital de Aljan-Kala, olor que, se fregara lo que se
fregase, no se quitaba nunca. Mi anfitrión, un cirujano
ortopédico, me había buscado una traductora: Sasha, una
anestesióloga.

Las condiciones de trabajo de los cirujanos en Estados Unidos


me sorprendieron. No es que pensara que los cirujanos
estadounidenses fueran mejores que los rusos o los
chechenos, pero ¡en qué condiciones trabajaban! ¡Lo que yo
hubiera podido hacer con sus equipos! ¡Cuántas vidas hubiera
podido salvar! El doctor Cobey me enseñó veinte quirófanos,
cada uno para una especialidad diferente: uno para
cardiología, otro para trasplantes, y así sucesivamente. Cada
procedimiento tenía su especialista. Las enfermeras tenían
ayudantes y asistentes de ayudantes. Los cirujanos llegaban,
operaban y se iban. Era mareante. Nadie gritaba ni se
quejaba. Todos sabían lo que debían hacer, y había monitores
por todas partes. Se tocaba un botón y salía un análisis. En
Chechenia había que esperar días, o semanas, para obtener
los resultados.

Observando la serie de luces parpadeantes y escuchando los


pitidos de los monitores de los quirófanos, me pregunté si
los doctores estadounidenses no estarían dejando que las
máquinas pensaran por ellos. ¿No estarían perdiendo el
contacto con los pacientes y esa intuición especial que le
indica a un médico lo que está mal y cómo curarlo?

Aunque estar en un ambiente hospitalario me levantaba el


ánimo, ciertas cosas me desconcertaban. Al mirar las
ordenadas mezclas para la basura de suministros medio
usados, tales como hilo de sutura, mascarillas, gorros, fundas
para zapatos o gafas, me enfurecí. ¿Por qué no habían
reunido los suministros que no utilizaban y los habían enviado
a lugares donde eran necesarios? Yo mismo podría haber
usado aquel hilo para coser decenas de heridos. Ver a los
doctores y a las enfermeras preparar a un paciente para una
intervención, una traqueotomía por ejemplo, me ponía nervioso
porque tal preparación les llevaba horas. Los doctores se
daban tanta calma limpiando la zona a operar y marcaban con
tal parsimonia la piel que parecían disponer de todo el tiempo
del mundo. “Por el amor de Dios, corta de una
vez”, mascullaba yo, a punto de saltar sobre el escalpelo.

Estaba tan acostumbrado a las situaciones de vida o muerte


de una guerra que me preguntaba si iba a ser capaz de
reintegrarme a las condiciones de un hospital normal. Antes
de la guerra mi serenidad era reconocida; en aquel momento
me lo tomaba todo a la tremenda. El día que un helicóptero
médico llevó al hospital a una víctima de un accidente de
tráfico apenas pude controlarme. El hombre tenía las piernas
rotas y sangraba profusamente. Los médicos de urgencias
detuvieron la hemorragia y le vendaron. Después dejaron de
atenderle.

-Pero este hombre tiene unos dolores terribles -le susurré a mi


traductora, Sasha-. ¿Por qué no le entablillan las piernas?

Sasha se encogió de hombros y dijo:

-Quizá lo lleven a otro hospital.

-Deja que lo entablille yo, pregúntales si puedo.

Sasha se echó a reír.

-No te van a dejar ni acercarte, porque iría contra las normas.


Los pacientes que no tienen seguro médico reciben
tratamiento de segunda clase; y tú, sin licencia, aquí no eres
considerado un médico.

-Ya he visto bastante —le dije a Sasha-. No lo aguanto.


Vámonos.

Sasha tenía razón. En Estados Unidos no podía ni tocar a un


paciente. Aquí todos tenían miedo a las denuncias.

Cada día que pasaba, estaba peor de los nervios. Una noche
aterrizó un helicóptero sobre la azotea del hospital con un
accidentado; salté de la cama con el corazón en un puño
temiendo que a continuación explosionara una bomba. La
habitación se me caía encima y no podía respirar. Bajé a
tumbos las escaleras y salí a la calle. Lo único que me aliviaba
era hacer ejercicio.

La guardia de seguridad que ocupaba el escritorio situado al


pie de las escaleras trató de detenerme porque era de
madrugada. No entendí casi nada de lo que me dijo. Señalé la
puerta.

No me importaba la hora que fuera. Necesitaba salir. Una vez


en la calle hice jogging un rato, hasta que salió el sol.

Una de esas veces que estaba haciendo jogging,, hacia las


diez de la noche, decidí salir de mi circuito habitual alrededor
del hospital y corrí en otra dirección. Llegué a una calle con
casitas en hilera. Había ancianos sentados en las aceras y
niños jugando en la calzada. De repente, seis jóvenes negros
me bloquearon el paso, gesticulando y gritando frases que no
entendí. Vestían pantalones anchos y camisetas chillonas, y
tenían el pelo lleno de trenzas. Pero no llevaban fusiles ni
granadas de mano. No tuve miedo.

Mi falta de miedo no tenía nada que ver con la valentía. Se


trataba más bien de que las guerras de Chechenia me
habían inmunizado contra el miedo físico, al menos en lo que
concernía a mi seguridad personal. El joven de mayor estatura
dio un paso adelante. El grupo se negaba a dejarme pasar.
Finalmente, me subí la manga derecha de la camiseta y saqué
el bíceps, desarrollado por años de entrenamiento. Entonces,
con toda la fuerza de la que era capaz, estampé el puño
derecho sobre mi mano izquierda.

-¡Adelante! -grité en ruso-. ¡Os voy a dar una buena!

Parecían desconcertados y empezaron a hablar entre ellos.


Me gritaron algo, se dieron la vuelta y se marcharon. No sé
si les detuvo mi bíceps o mis amenazas en ruso. Cuando se
lo conté a mis amigos me dijeron que lo más probable es
que cayeran en la cuenta de que un hombre blanco que corría
por su barrio en plena noche debía estar como una cabra.

EN AQUELLAS PRIMERAS semanas, cuando no ejercía de


observador en el hospital, daba conferencias sobre Chechenia.
Amnistía Internacional, Médicos por los Derechos Humanos y
Human Rights Watch las organizaban. Incluso
tenía programada una en Boston para el siguiente mes de
mayo. Mi oratoria era un modo de promocionar otros asuntos
y yo estaba ansioso por comunicar a los estadounidenses
influyentes el abuso al que se sometía a los civiles en
Chechenia. Esperaba que Estados Unidos, con su
preocupación por los derechos humanos, ejerciera presión
sobre Rusia para detener las matanzas de civiles. Entre la
gente a la que hablé se encontraban dos senadores: John
McCain y el ahora fallecido Paul Wellstone. También conocí
al doctor Zbigniew Brzezinski, en otros tiempos consejero de
seguridad nacional del presidente Jimmy Cárter y
severo crítico de las violaciones rusas de los derechos
humanos.
Cuando hablé en el Congreso, senadores y diputados
escucharon educadamente, parapetados tras sus grandes
mesas de caoba, moviendo la cabeza con gestos de simpatía.
Tuve la sensación de que sabían mejor que nadie la clase de
atrocidades que se cometían en Chechenia, pero habían
preferido ignorarlas. Las relaciones diplomáticas entre Rusia y
Estados Unidos habían mejorado y nadie quería ponerlas en
peligro.

—Tiene que entender que Rusia es una potencia nuclear. Sus

Me reuní con el malogrado senador Paul Wellstone (a la


derecha) y con Maureen Greenwood (a la izquierda) en el
Congresoo de Estados Unidos en abril de 2000.

misiles han estado preparados para atacarnos durante muchos


años y en cualquier momento pueden volver a estarlo —me
dijo un senador-. Lo que es más, muchos congresistas piensan
que Rusia está luchando contra extremistas islámicos.

—¿Por qué tienen tanto miedo de Rusia? -pregunté-. Los


chechenos no tenemos bombas atómicas, ni aviones, ni
tanques. Combatimos con fusiles Kalashnikov -el senador
asintió y sonrió-. Ustedes envían dinero a Rusia, y ese dinero
se utiliza para la guerra -añadí-. Los rusos dicen que necesitan
su ayuda para los pensionistas, pero no utilizan el dinero para
eso. Lo gastan en la guerra. Venden sus armas nuevas a otros
países y usan las viejas en Chechenia.

Algunas personas me sugirieron que fuera el representante de


Chechenia en Washington, pero eso era lo último que quería
ser. Deseaba denunciar las tropelías cometidas, pero no quería
mezclarme en maniobras políticas. Además, estaba pensando
volver a Chechenia. Como médico, estaba escasamente
capacitado para desenvolverme en la lucha política
que inevitablemente se desarrollaría entre diferentes grupos,
en especial en un país desgarrado por la guerra como
Chechenia, donde la gente apoyaba facciones diferentes y
defendía soluciones distintas. Sólo sabía que en mi país, como
en muchas otras zonas del mundo, los médicos estaban en
primera línea; blanco de ambos bandos, al matarlos se violaba
directamente la Convención de Ginebra de 1948.

Poco después los encuentros de Washington empezaron a


resultarme agotadores. Por las noches daba vueltas y más
vueltas en la cama, con las imágenes de la guerra ante mis
ojos. Una vez, en un momento de debilidad, salí a comprar
una botella de vodka. La noche anterior había tenido una
conversación acerca de los acontecimientos de Chechenia
que me perturbó mucho. Beber traicionaba mis convicciones
religiosas. Sabía muy bien que si bebía iba a sentirme mucho
peor, pero quería olvidar todo durante un rato. Finalmente,
después de mucho discutir conmigo mismo, me las arreglé
para superar el deseo.

Le pedí a Doug Ford, miembro de Médicos por los Derechos


Humanos, que cancelara todos mis compromisos y me
buscara un psicólogo, alguien que pudiera ayudarme a aliviar
mi desesperanza. Tan pronto como entré en la consulta de la
doctora Judy Okawa, decorada con dibujos hechos por niños,
pensé que podría ayudarme. La “doctora Judy”, como yo la
llamaba, dirigía el Centro para Servicios Humanos
Multiculturales de Falls Church, en Virginia, cerca de
Washington. La clínica estaba especializada en el tratamiento
de personas que habían sufrido torturas o traumas severos.
(Según las Naciones Unidas, la tortura se practica en más de
100 países.) La doctora Judy tenía la misma capacidad para
curar y proporcionar consuelo que el mulah de Aljan-Iurt.
Con la ayuda de un traductor fui capaz de hablar de cosas de
las que nunca había hablado, y simplemente decirlas en voz
alta fue un alivio.

Me invitó a pasar a la habitación contigua a su consulta, en la


que había un armario lleno de juguetes de plástico.

-Toma algunas figuras y colócalas en la caja de arena —dijo.

Elegí una casita de dos pisos, un niño sentado en un columpio,


una mujer con un bebé en brazos, y los puse sobre la arena.
También situé una paloma en la puerta de la casa. Poner allí
las figuras me llenó de tristeza. La doctora me preguntó por
qué había elegido esas figuras y no otras; le contesté que así
era la vida antes de la guerra. Entonces elegí un delfín y un
tiburón y los metí entre las otras.

-<Y esas, por qué?

—El delfín es una criatura de buen corazón que disfruta de la


compañía humana -dije-. El tiburón está sediento de sangre
y me recuerda a un vehículo militar de los que matan gente.

No sé a qué venía aquel ejercicio, pero se me hizo un nudo en


la garganta. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas
y me cubrí la cara con las manos.

Un amigo americano se quedó sorprendido de que un natural


de Chechenia, donde los hombres se avergüenzan si
demuestran alguna debilidad, consultara a una psicóloga.
Pero para mí era más fácil demostrar debilidad ante una mujer
que ante un hombre. A ella le conté incluso lo del vodka.

—¡No, no! —me reprendió—. El esfuerzo físico es la mejor


medicina para el estrés. Si tienes ganas de beber, vete a dar
una carrera alrededor de la manzana.

Sin lugar a dudas, tenía razón.

DESPUÉS DE PASAR tres semanas en la habitación del


Centro Hospitalario de Washington fui a vivir con Larry Ellis
y Chris Reichel, una pareja de Silver Spring, localidad de
Maryland. Para muchos de los chechenos que pasaban por la
ciudad, Larry y Chris proporcionaban un hogar lejos del hogar.
Cualquier checheno podía contar con una cama o una comida
en su casa. Instalado en su pequeño sótano me sentí mucho
más relajado. Al mismo tiempo conocí la única comunidad
chechena de Estados Unidos: estaba instalada en Nueva
Jersey.

-Alá te salvó para que vinieras a este país -dijo Hamid Ozbek-
Umarov, levantándose de su sillón de la sala de estar para
saludarme. Su comentario me desconcertó, y me pregunté si
realmente quería establecerme allí. Había oído hablar de
este anciano en Chechenia, pero era la primera vez que lo
veía en persona. Fui a visitarle muchas veces a su casa de
Paterson, en Nueva Jersey. A sus ochenta y tres años, era un
hombre de aspecto distinguido con una barba blanca como la
nieve y un porte orgulloso que sólo podía haber aprendido en
las montañas del Cáucaso. Sobre el sofá colgaba una gran
pintura de un jinete checheno montado en un semental blanco
sobre un fondo de cumbres nevadas que es perdían entre las
nubes. El jinete llevaba el tradicional gorro de astracán, el
papakha, botas de cuero negro y una chaqueta de Cherkesia,
negra y ceñida a la cintura, con bolsillos para cartuchos sobre
el pecho. De su cin-
De izquierda a derecha: Mi amigo Larry Ellis, el anciano
checheno Hamid Ozbek-Umarov, su hija, Handan, yo de
espaldas y Rachel Denbeer de Human Rights Watch.

to colgaba un kinjcd con empuñadura de plata. Repartidos


por la habitación había libros, periódicos y revistas sobre
Chechenia.

Cualquier checheno que necesitara ayuda o consuelo podía


recibirlo de Hamid o de su hija, Handan. Ella había nacido
en Turquía y, aunque no sabía checheno, había crecido entre
nuestras tradiciones; hablaba a la perfección inglés, circasiano
y turco, y conocía las costumbres estadounidenses. Siempre
estaba dispuesta para subir a su coche y llevarme a cualquier
sitio: de Nueva York o de Boston.

La memoria de Hamid era excelente, y le gustaba contar


historias de su vida, cómo luchó en el ejército soviético
durante la segunda guerra Mundial o cómo fue hecho
prisionero por los alemanes y encerrado en un campo de
concentración. Después de escapar del campo se las arregló
para ir a Turquía y de allí a Estados Unidos, donde ha vivido
los últimos cuarenta y siete años. Está tan orgulloso de ser
estadounidense como de ser checheno. Habla inglés,
checheno, ruso, alemán y turco. Escuchar-

lo era como viajar en el tiempo. Durante un rato, hasta se me


olvidaba dónde estaba.

Aquel día, al llegar la noche, no pude conciliar el sueño.


Pensaba que quizá no podría volver a Chechenia y sentí
pánico. ¿Cómo me iba a quedar en Estados Unidos? ¿Qué iba
a ser de mi familia? Mis padres se estaban haciendo viejos.
¿Quién iba a cuidar de ellos? Tenía que volver para ayudar a
los míos; era mi deber.

¿Quedarme o no quedarme? No hacía más que darle vueltas


a las razones a favor y en contra. En Chechenia sería un
hombre perseguido, pero en Estados Unidos, como Sasha
señaló, no era nada. Para practicar la medicina necesitaba
una licenciatura. Eso podía llevarme más de diez años. No
hablaba inglés y, con mi actual estado de concentración, tenía
mis dudas sobre lograrlo algún día. ¿Cómo iba a mantener a
mi familia? ¿Podrían Zara y los niños reunirse alguna vez
conmigo?

Había sido educado según las tradiciones chechenas y quería


que mis hijos crecieran en esa cultura, no como algunos
niños norteamericanos que veía en los supermercados,
desobedeciendo a sus padres cuando les decían que no
corrieran o que no tocaran los productos. Además, no quería
que mis hijos miraran las escenas de sexo o de violencia que
emitían por televisión. En Chechenia, Zara y yo habíamos
enseñado a los niños a esconder la cabeza bajo un cojín
cuando las parejas comenzaban a besarse en las películas
importadas de Rusia, películas que contenían más desnudos y
más violencia que las estadounidenses.

Por otro lado, en Estados Unidos mis hijos estarían a salvo.


Aprenderían inglés y vivirían en libertad. Los niños se
adaptarían a occidente, pero Zara y yo deberíamos
esforzarnos mucho para ayudarlos a conservar la cultura
chechena. Claro que, siempre podría apagar la televisión.

Lo que finalmente me decidió a pedir asilo político a finales de


mayo fue una llamada de teléfono de mi hermana Malika.

—Han puesto tu foto en todos los puestos de control rusos —


dijo—. Los rusos van detrás de ti; no deberías venir.

Le pregunté a Hamid, y él volvió a decirme que había sido


voluntad de Alá que fuera a Estados Unidos.

—Tu destino es quedarte aquí -añadió.

Una vez que tomé la decisión de quedarme, me empecé a


preocupar por tener que sacar a mi familia de Chechenia y
llevarla a Estados Unidos. Tan pronto como partí para
América, Nana, Dada, Zara y los niños volvieron a Aljan-Kala
desde Ingushetia. Todo el mundo estaba deseando volver a
sus casas aunque estuvieran medio derruidas. Aún era
peligroso, pero mejor que vivir como refugiados. Las
comunicaciones telefónicas eran inexistentes, por eso Malika
se desplazaba a Ingushetia para llamarme periódicamente. A
pesar de que trató de minimizar los peligros que acechaban
Aljan-Kala, pude leer entre líneas. Después de sus llamadas
me era imposible dormir. Lo que es más, sabía por las noticias
que los pueblos y las aldeas eran atacados constantemente.
Los rusos buscaban una excusa para hacer una zachistka en
toda Chechenia. Con sus máscaras negras, los kontraktniki
abrían las puertas a patadas para buscar armas y algo que
robar. Los hombres continuaban desapareciendo en las calles.
En esa época, Alí y los hermanos mayores de Adam vivían en
Moscú, y Hussein y Rita estaban a salvo en Ingushetia.

A Malika se le escapó que los mercenarios habían sacado a


Dada de la cama durante un registro. Los niños estaban
aterrados. Una vez que un hombre fue a casa para colocar un
radiador, Markha, de dos años, corrió a buscar los pasaportes
de la familia para enseñárselos. Debió pensar que el
trabajador era un soldado ruso que llevaba a cabo otra
zachistka.

Consulté el asunto con Wendy Atrokhov, una abogada que


hablaba ruso; le dije que quería pedir asilo político para mí
y para mis familiares más cercanos. Ella me ayudó a rellenar
los papeles para el Servicio de Inmigración y Naturalización.
Sospechaba que, al buscarme los militares rusos, sería difícil
conseguir el permiso para que mi familia saliera de Rusia.

Pensando en las dificultades que podía tener mi familia,


recordé también los hijos de mi hermano, Khava y Adam.
Habían vivido tanto tiempo con nosotros en Aljan-Kala que los
consideraba como propios. Antes de venir a Estados Unidos
yo mantenía a trece familiares y Hussein no tenía trabajo. En
una ocasión me confió que, si alguna vez se le presentaba la
oportunidad, le gustaría enviar a sus hijos a Estados Unidos,
aunque la separación fuera dolorosa para él y para Rita. Allí
en Washington, completamente solo, sin medios de
subsistencia y con un futuro incierto, decidí desafiar al destino
y pedir lo imposible: le dije a Wendy que quería asilo político
no sólo para mí y para mi familia más directa: quería traer
también a Khava y Adam.
Capítulo 22 - Coraz ón roto

Mis abogados DE Washington presentaron una petición al


Servicio de Inmigración y Naturalización a mediados de julio;
al cabo de dos semanas fue concedida. Me inscribí en un
curso de clases gratuitas de inglés y continué viendo a la
doctora Judy semanalmente. Me era difícil aprender un nuevo
idioma. Además de combatir la depresión, mi mente volvía
una y otra vez a mi familia de Chechenia.

Una de las últimas noches del verano recibí una llamada de


teléfono de uno de los hermanos mayores de Alí. Me dijo
que soldados con pasamontañas habían irrumpido en casa de
sus padres, Raya y Lecha, en Aljan-Kala y habían arrestado
al muchacho. Tardaron semanas en comunicármelo porque no
querían preocuparme y porque sabían que, aunque me lo
dijeran, yo no podía hacer nada. En un principio, cuando la
familia volvió, Alí se quedó en Ingushetia. Chechenia no era
un lugar seguro para los hombres jóvenes. En cualquier
momento podían ser arrestados, secuestrados o enviados a un
campo de clasificación. Pero Alí añoraba su hogar. Al llegar
el otoño la situación de Chechenia pareció estabilizarse, y él
decidió volver a casa.

Fue en una soleada mañana de agosto, a la hora de comer,


cuando los soldados rusos le arrestaron. El y su padre
estaban fuera, trasteando en el coche; su madre preparaba la
comida. En ese momento, seis o siete soldados llegaron y
exigieron que Alí les enseñara su documentación.

—¿Eres tú el que trabaja en el hospital con tu tío bandido? -


preguntó uno de los kontraktniki. Alí reconoció que había
estado ayudando en el hospital. Eso les bastó. Los soldados le
levantaron la camiseta y, para que no pudiera ver, le
cubrieron la cara con ella, dejándole el torso al aire. Le
metieron a empellones en un blindado para transporte de
tropas y le condujeron a un campo de clasificación. Mi
hermana Raya trató de aferrarse a la parte delantera del
vehículo, suplicando que no se llevaran a su hijo. Ellos se
limitaron a apartarla.

Muchos meses después Alí nos contó lo ocurrido. Dijo que no


tenía ni idea de dónde fueron. Cuando el vehículo se detuvo, le
empujaron fuera, le dieron varias patadas en la entrepierna, le
registraron los bolsillos para quitarle el dinero y se quedaron
con su cinturón y sus zapatos.

-A través de la camiseta vi otros dos chicos tirados en el suelo


-dijo Alí-. Entonces un soldado ruso dijo a voces que nos iban
a pasar un tanque por encima. Otro gritó: “¡Guardadme una
oreja! Colecciono orejas chechenas”.

Al principio los rusos querían ejecutar a Alí y arrojar su


cadáver a una fosa común, pero decidieron que era mejor
mantenerlo con vida para pedir un rescate. Lecha y Raya
sobornaron a cuatro soldados jóvenes con varios cientos de
dólares para que investigaran en los campos y, de ese modo,
descubrieron el paradero del muchacho.

Alí estaba metido en un pozo de casi cuatro metros de


profundidad, tan estrecho que no podía ni tumbarse. Cuando
llovía, el agua se colaba por la rejilla de metal que cubría la
abertura. Su único abrigo eran unos calzoncillos. Todos
los días, a veces en dos o tres ocasiones, los soldados le
sacaban para golpearle. A causa del vendaje que le cubría los
ojos nunca sabía donde iban a caerle los golpes: en la
entrepierna, en los riñones, en la mandíbula... Sus
secuestradores habían puesto nombres a los distintos tipos de
torturas. Le sentaban en el “sillón de cirujano” (kreslo
khirurga), le ataban las manos a la espalda y le golpeaban
con una botella llena de agua. Aplicaban corrientes eléctricas
a sus dedos, oídos, labios y genitales. A continuación le hacían
la “manicura” (manikiurá), insertando agujas bajo sus uñas.

—Había un oficial del FSB, siempre era el mismo; le gustaba


quemarme con cigarrillos por todo el cuerpo -continuó Alí
—. Me quitaba la venda de los ojos y sonreía mientras me
quemaba.

Una vez le obligaron a interpretar la “golondrina”


(lastochka). En este tormento se fuerza a la víctima a
sentarse en el suelo con las piernas cruzadas y las manos
atadas a la espalda. El torso se empuja entonces hacia delante
hasta que toca las piernas.

-Me empujaban la espalda con sus rodillas -dijo Alí-. El dolor


era insoportable. Si lo hacían durante tres cuartos de hora,
impedían que la sangre circulara y la víctima moría.

Los torturadores de Alí también lo colgaron de los tobillos,


cabeza abajo, mientras le preguntaban dónde estaba su
hermano Adam. Alí juró que Adam había salido del país, pero,
en realidad, con él nunca se sabía porque cruzaba la frontera
a menudo con sus vídeos. También le preguntaron por mí,
intentando averiguar cómo les había eludido.
-Les rogué que me mataran para acabar con aquel horror.
Estaba completamente seguro de que iba a morir de
todos modos, así que me negué a hablar.

Cuando perdía el conocimiento, le echaban encima un cubo de


agua fría y volvían a tirarlo al pozo.

Alí no sabía si lo que vio en aquel pozo fueron alucinaciones,


visiones o sueños.

-A veces se me acercaba mi madre con comida en las manos


-contó—. A veces entraba en casa y encontraba a mis
parientes sentados a una gran mesa en el patio. Todos
sonreían y había un montón de comida. Entrené mi mente
para tener esas visiones.

Por fin, después de treinta y nueve días de cautiverio, Alí fue


liberado. Lo primero que hizo al llegar a casa fue arrastrarse
hasta el baño. Su madre hirvió agua en la cocina para que

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se lavara y para limpiar sus heridas. Adam entró en la


habitación y cerró la puerta.

-No sabes lo orgulloso que estoy de ti; te has enfrentado a


todo como un hombre -le dijo-. Al hablar contigo tengo
la impresión de dirigirme a alguien que me lleva muchos
años, porque tú has aprendido mucho en ese agujero.

Cuando me contaron el arresto de Alí sólo me dijeron que


estaba en un campo de clasificación y que debían pagar un
rescate. Sus dos hermanos mayores, residentes en Moscú,
fueron inmediatamente a Aljan-Kala para organizar el pago.
Un pariente que supo por el FSB que lo tenían encerrado en
un pozo dijo que estaba medio muerto, así que debíamos
darnos prisa. Los precios eran altos: 3.000 dólares por dejar
de golpearle; 10.000 por su liberación. Yo les mandé 2.000, lo
que redujo aún más mis ya escasos ahorros. Además, los
carceleros exigían diez pistolas. Ocho fueron compradas a
soldados rusos (principales proveedores de armas a los
chechenos durante la guerra) y las otras dos nos las dieron
unos amigos. El asunto se negoció entre los dos hermanos y
los rusos a lo largo de espléndidas cenas regadas con vodka,
que ellos exigían y los hermanos de Alí aborrecían.

Los rusos le habían confiscado el pasaporte y otros


documentos, así que Alí tuvo que viajar a escondidas.
Necesitaba tratamiento médico con urgencia. Sus hermanos
consiguieron encontrar a un médico que fue a su casa a
atenderlo, y Malika fue su enfermera. La tortura y los golpes
le habían dañado los riñones, roto varias costillas, fracturado la
mandíbula y cegado temporalmente de un ojo. Tenía el
abdomen picoteado de quemaduras de cigarrillo, y su piel se
había vuelto negra por el tiempo que pasó sentado en el agua
del fondo del pozo.

LA LIBER AC IÓ N DE ALÍ fue una gran alegría, aunque


yo sabía que aún corría peligro. Como hombre joven en edad
de entrar en combate, podía ser arrestado en cualquier
momento.

No pasaba un solo día sin que me acordara en mis sobrinos.


Aquel mes de noviembre la tragedia nos golpeó de nuevo.

Unos amigos estadounidenses me invitaron a pasar con ellos


el Día de Acción de Gracias -el primero que celebraba
en Estados Unidos-, en Nueva Inglaterra. Dos noches antes
de dejar Maryland para dirigirme a Vermont tuve esa
pesadilla recurrente llena de hemorragias y de serpientes que
me perseguían. Como ocurría siempre en el sueño, apretaba
un torniquete pero la sangre seguía manando. Igual que otras
veces me desperté empapado de sudor frío, con el corazón
desbocado. Yo creo que los sueños son mensajes del
subconsciente, y, en ese momento, tuve el fuerte
presentimiento de que a Alí o a Adam les había pasado algo.
Sabía que los rusos iban tras ellos, tras Adam en especial ya
que continuaba trabajando por libre para Reuters.

Le estuve mandando mensajes durante meses, rogándole que


se fuera de Chechenia. Yo era su tío y su consejero.
Debería haberme obedecido. Human Rights Watch de Nueva
York se proponía ayudarle a conseguir un visado para Estados
Unidos. Yo soñaba con traerlo a América, donde además de
estar a salvo podía llegar a ser periodista profesional.

“Sí, sí, es que tengo unas cuantas cosas que hacer; en cuanto
las acabe me marcho”, me prometió la última vez que me
llamó desde Ingushetia.

Lo que estaba haciendo Adam era preparar la partida de Alí.


Por supuesto eso no podía decírmelo por teléfono, porque
las líneas telefónicas estaban intervenidas. Circulaban
rumores sobre que el FSB no había quedado satisfecho con el
rescate pagado por Alí y quería secuestrarlo de nuevo. O
quizá pensaran que su tío “rico” de América pagaría una
suma mayor. Todos querían su parte del botín de estos
desaprensivos manejos: los Federales (tropas rusas), el
servicio secreto ruso, la inteligencia rusa y los asesinos
chechenos como Barayev, que se encargaba de hacerles el
trabajo sucio a los rusos. Las recompensas eran tan altas que
a veces estallaban conflictos entre los miembros de un mismo
grupo.

El día antes de partir para Vermont recibí una llamada


comunicándome que, en Aljan-Kala, Adam había muerto y Alí
estaba herido. Siento tanto dolor al recordarlo que apenas soy
capaz de escribir sobre ello.

En la noche del tiroteo los dos hermanos estaban en casa de


un vecino mirando la televisión. Eran inseparables, pero
durante mucho tiempo habían dormido en lugares diferentes
para evitar al servicio secreto ruso. Esa vez, sin embargo,
hicieron una excepción y pasaron dos noches en el mismo
sitio. De pronto tres matones enmascarados irrumpieron en la
casa, disparando a izquierda y derecha; alcanzaron a Alí en la
pierna y a Adam en el estómago y la entrepierna. Los
asesinos desaparecieron tan rápidamente como habían
llegado. La habitación quedó a oscuras y Alí no se atrevió a
encender la luz. Se arrastró sobre el suelo, preocupado por
Adam, que había caído a los pies del sofá. Notó que Adam
sangraba, pero tuvo miedo de mirarle las heridas. Le acunó
entre sus brazos mientras la sangre le empapaba la ropa.

—Háblame. No dejes que me duerma -farfulló Adam.

Cuando le pidió agua, Alí le dijo que no podía dársela:


-No, no te la voy a dar de ninguna manera. No pienses en
eso.

Como había trabajado con heridos sabía que si pedían agua


era porque estaban a punto de morir.

Ni Alí ni los vecinos fueron capaces de detener la hemorragia


de la arteria femoral. No había ningún lugar cercano donde
llevarlo. Mi hospital había sido bombardeado. Además, el
pueblo estaba bajo el toque de queda. Los rusos disparaban
sobre todo lo que se movía. Por fin, subieron a Adam a un
coche y lo llevaron al puesto de control más cercano, con la
esperanza de ingresarlo en el hospital de Urús-Martán. Era
demasiado tarde. Cuando llegaron Adam había muerto. Alí
fue tratado de su herida en la pierna.

Quería ir como fuera al funeral de Adam. Sólo pensaba en


estar al lado de Lecha y de Raya y del resto de mi familia.
Ellos y mis amigos trataron de disuadirme, me dijeron que,
nada más llegar, los rusos me matarían. Otros señalaron que
no era libre para viajar a Rusia hasta que Estados Unidos me
diera asilo político. Por último, lo único que pude hacer fue
pedirle un préstamo de 3.000 dólares a un amigo de Moscú
para pagar el funeral; mandé el dinero a la familia para que
enterraran dignamente a Adam.

Es difícil saber quién le mató. Los asesinos iban


enmascarados y hablaban checheno. Mi familia y yo
sospechamos que Arbi Barayev estaba involucrado. Me
destrozaba pensar que si hubiera estado allí podría haberle
salvado. Quizá hubiera podido detener la hemorragia. Parar el
flujo de sangre de una arteria femoral es muy difícil, pero yo
desarrollé una técnica para hacerlo bajo las primitivas
condiciones que impone la guerra. Hubiera tenido que
amputarle la pierna, pero, al menos, estaría vivo.

Capítulo 23

Espereanza y desolación

En aquel trágico año 2000 hubo un atisbo de luz. En octubre


Human Rights Watch me nombró uno de los cuatro Monitores
de Human Rights del año. Los Monitores de Human Rights
son personas que hablan públicamente para exigir que haya
justicia en sus países. Compartí el nombramiento con tres
personas más: Abdul Tejan-Cole de Sierra Leona, Rebiya
Kadeer de la provincia china de Xinjiang y Martin Chhotubhai
Macwan de India, así como con el Comité Nacional de
Campaña Jordano para eliminar los llamados crímenes de
honor. Después de una semana de conferencias de
prensa, encuentros con informadores, organizaciones de
derechos humanos y representantes de la ONU, Human
Rights Watch convocó una lujosa cena el catorce de
noviembre, para recaudar fondos, en el Museo de Historia
Natural de Nueva York. Terminada la cena, los monitores
volamos a Los Angeles para cenar otra vez y asistir a más
reuniones. Fue una semana que me llenó de orgullo, porque en
ella pensé que estaba haciendo algo útil por Chechenia.

Tres meses después me trasladé a Boston con la intención de


establecerme allí. Esperaba encontrar un huequito en alguno
de los muchos servicios médicos de la ciudad, aunque sabía
que sin inglés y sin ninguna clase de certificado no iban a
permitirme tocar a los pacientes. Me di cuenta de que Estados
Unidos era un país lleno de gente que había vuelto a empezar
de cero.

Unos amigos me llevaron a ver algunos de los lugares con


historia. Me encantó la relación de Boston con la historia de la
lucha estadounidense por la independencia. Chechenia no es
el único país que ha luchado por esa causa, pensé, al verme
sobre el puente de madera de Concord donde se dispararon
los primeros tiros de la confrontación con los británicos, en
abril de 1775. Si hubiera ocurrido en nuestros días, es muy
posible que Inglaterra hubiera dicho que George Washington
era un terrorista.

Al principio dudé que la comunidad rusa de Boston, formada


por unas 50.000 personas, recibiera bien a un checheno, sobre
todo en tiempos de guerra. Aunque esperaba que, como judíos
y víctimas de la discriminación, muchos de aquellos
emigrantes sintieran simpatía y no hubieran traído con ellos
los estereotipos rusos sobre los chechenos. Algunos me
miraron con recelo, pero la mayoría me dio la bienvenida.

-¿Es usted el médico checheno que salió por la televisión de


Moscú? -me preguntó una rusa en la librería especializada
en libros en ruso. Yo le dije que así era—. ¡Es ese doctor
checheno que atendía a todo el mundo! -dijo a voces a los
demás compradores. En un momento me rodeó una multitud
de rusos que me felicitaban y me daban ánimos,
preguntándome si necesitaba algo o si podían hacer algo por
mí. Más tarde, aquella mujer rusa me llamó a casa y me
preguntó que podía hacer para ayudarme. En realidad no
podía hacer nada, ella también estaba luchando por abrirse
camino en Estados Unidos, pero su amabilidad me conmovió.
Siempre me había sorprendido el poder de la amabilidad, como
la que desplegaba Liuba Vartikovski, una médica
rusa, presidenta de un grupo de doctores de habla rusa de
Boston. Liuba me presentó a su entrenador de judo, Bill
Stevens, que trabajaba en el Club Tohoku de Somerville, en
Massachusetts. Liuba me dijo que cuando vino por primera
vez a este país, el judo la había ayudado a mantenerse en su
sano juicio. El club era un sitio sorprendente, con atletas
europeos, sudafricanos y africanos. Aunque unos cuantos no
hablábamos inglés, nos entendíamos sin problemas.

Algunos de mis amigos me sugirieron que buscara un


psicólogo en Boston, ya que la doctora Judy me había
ayudado mucho en Washington, pero me dije que si había
sobrevivido a la guerra podría superar las inexplicables rachas
de depresión, la falta de concentración y los ataques de
angustia. Una vez más me dediqué a los deportes para
ayudarme a mí mismo. Habían pasado trece años desde la
última vez que pisé un tatami, y me preocupaba que la guerra
hubiera reducido mi flexibilidad y mis reflejos. Para mi
sorpresa me di cuenta de que en cierto sentido incluso los
había aumentado. Mi equilibrio y mi control del tatami eran tan
buenos como siempre, incluso mejores. El tiempo que pasé en
los puestos de control soportando los insultos de los soldados
aumentó mi paciencia y mi autocontrol. Sus burlas me
enseñaron a tragarme las humillaciones, lo que es difícil para
un checheno, pero en tiempos de guerra el autocontrol llega a
ser un mecanismo de supervivencia; reaccionar ante los
insultos es tentar a la muerte.

NUEVE MESES DESPUÉS de llegar a Estados Unidos no


había recibido aún el permiso para traer a mi familia.
Finalmente, el Servicio de Inmigración y Naturalización
aprobó mi demanda. A continuación lo importante era cómo
sacar a mis parientes de Chechenia. Según el Acta Final de
Helsinki de 1975, la gente tenía derecho a dejar sus países,
viajar al extranjero y volver a sus países de origen o a
establecerse en otro país. Una organización internacional
habló con la Oficina Internacional de Migración de Moscú, la
cual discutió la petición con el servicio secreto ruso.

Zara y los niños hicieron el trayecto de treinta y seis horas


hasta Moscú para esperar el permiso de partida. Mi
hermana Raya y Lecha los acompañaron. Como no tenían
permisos de residencia para quedarse en Moscú, se
hospedaron con unos parientes del pueblo de Tver, al norte de
la capital. Amigos de nuestra familia escribieron cartas a las
autoridades de Estados Unidos y de Rusia para apoyarnos y
para que el caso fuera resuelto cuanto antes. Yo vivía en
estado de angustia permanente. Por fin, la Oficina
Internacional de Migración dio el visto bueno a su partida.

Esto, sin embargo, no alivió mis preocupaciones. Podían


retenerlos en el aeropuerto, sobre todo cuando los guardias
fronterizos vieran que se dirigían a Estados Unidos. Para
evitar dicho problema les compramos billetes de ida y vuelta a
Varsovia.

-Vamos a visitar a unos amigos; estamos de vacaciones -dijo


Zara en el control de pasaportes del aeropuerto de Moscú.
Una vez en Varsovia, unos amigos estadounidenses les
proporcionaron billetes de ida para Estados Unidos,
comprados por ellos.
El cinco de febrero del 2001 fui en coche desde Boston al
aeropuerto Kennedy de Nueva York para recibir a Zara y
los niños. Estaba muy nervioso, sin creerme todavía que
fueran a llegar de verdad. Me imaginaba toda clase de
calamidades: que hubieran sido sacados del avión por el FSB;
que los hubieran arrestado en Varsovia... Las horas pasaron y,
por fin, el avión polaco llegó: a su hora. En primer lugar
Adam, después Khava y luego Maryam e Islam pasaron la
aduana y entraron en la sala de espera. A continuación
apareció Zara con Markha en los brazos. No me lo podía
creer. Cuando corrí hacia ellos para abrazarlos aprecié en sus
rostros la tensión provocada por la guerra y supe que había
tomado la decisión correcta al quedarme en Estados Unidos.

Alojar una familia de siete miembros no era tarea fácil. Unos


amigos nos ofrecieron su casa del pueblecito de Andover,
en Vermont. Vivimos allí casi siete meses. La casa estaba
situada en lo alto de una colina rodeada de verdes bosques y
arroyos con cascadas; al fondo se veían las montañas. Me
recordaba a Che-chenia. Al principio mis amigos se
preocuparon por dejarnos en un lugar tan aislado, pero no
tenían por qué: tan pronto como llegamos, la gente del pueblo
nos ofreció su ayuda.

—Sus hijos tienen que aprender inglés —afirmó Charlene


Huyler, profesora de una guardería, esparciendo decenas
de libros sobre la mesa del comedor. Poco tiempo después
los niños entonaban canciones infantiles. Nos convenció para
que mandáramos a Adam, Maryam e Islam a la escuela
elemental, y a Khava al instituto de la cercana localidad de
Chester. Cada día lectivo, a las siete de la mañana, el autobús
amarillo llegaba a casa para buscarlos. Dick Andrews,
nuestro vecino de al lado, que sabía un poco de ruso, además
de echarme una mano con el inglés, nos ayudaba en todo lo
que podía. La gente compró ropa a los niños, y bicicletas y
juguetes. John Sinclair, un dentista de la vecina Springfield, no
nos cobró nada por el arreglo de nuestra dentadura, en mal
estado debido a la guerra.

Por primera vez desde que dejé Chechenia empezaba a


sentirme como en casa. Para que el sentimiento fuera
completo invitamos a nuestros nuevos amigos a comer y les
enseñamos a bailar la lesghinka. Al cabo de un tiempo
encontramos una residencia permanente en Boston. Antes de
mudamos, la suegra de Charlene, Ella, nos regaló dos labores
de patchwork hechas con sus manos: una bandera chechena
y otra estadounidense. Colgamos la una al lado de la otra
sobre el sofá de nuestra nueva casa. Siempre que las miro,
recuerdo la gentileza de un pueblecito de Vermont que nos
ayudó a encontrar la paz que buscábamos.

Antes de trasladarnos a Boston, en agosto del 2001, Alí llegó


a Estados Unidos. Después del entierro de Adam, se marchó
a Moscú usando el pasaporte nacional del hijo fallecido de
un vecino. Sus hermanos sobornaron al vigilante del tren para
que lo escondiera en su compartimento. Se quedó seis meses
en Moscú, residiendo en distintos apartamentos, sin
aventurarse a salir a la calle. Por último, con ayuda de
organizaciones americanas de derechos humanos, partió para
Estados Unidos. Zara y yo fuimos a recibirle al aeropuerto
Kennedy.

No mencioné el nombre de Adam hasta que transcurrieron


dos meses. Entonces, un día, al volver a casa desde el
gimnasio, comenté que el destino era extraño. Yo había
planeado que Adam se reuniera conmigo en Estados Unidos,
pero al final fue Alí quien vino. Alí se vino abajo y rompió a
llorar. Dijo que debería ser Adam quien ocupara su lugar.
Añadió que hablaba mentalmente con él muchas veces.

-Haga lo que haga —dijo—, pienso que Adam está a mi lado.


Cuando conduzco solo, se me va la cabeza. Le pregunto a él
por dónde quiere que vaya. Adam fue siempre tan bueno con
nuestros padres... ahora sé que debo ocupar su lugar y
ayudarlos en su nombre. Eso es lo que él hubiera querido.

La guerra cambia a la gente: unas veces a mejor, otras a peor.


Algunos se vuelven animales; otros llegan a ser mejores
personas. Alí, un muchacho inmaduro, se había convertido en
un joven sabio que eludía hablar mal de los rusos.

-Si les hubiera hecho algo malo, no sería mejor que ellos. No
busco venganza. Quiero vivir como un ser humano. No quiero
estar lleno de odio.

Alí alababa la amabilidad de un soldado ruso apodado Kuz-


mich que le ayudó a sobrevivir al confinamiento y la tortura.
Era un joven recluta que trabajaba en transportes
militares. Kuzmich se acercó una noche al borde del pozo.
Estaba tan oscuro que Alí no llegó nunca a verle la cara. Los
soldados se acercaban a mirar a los prisioneros como si
fueran monos en un zoo.

—¿Qué has hecho para que te metan en el pozo? —le


preguntó a Alí.
-Lo único que he hecho es haber nacido en Chechenia.

-Pero, ¿eres combatiente?

-No, he estado trabajando en el hospital con mi tío.

La noche siguiente Kuzmich regresó con leche condensada y


galletas duras.

Zara y yo durante una recepción en Boston, en octubre del


2002.

-No se lo digas a nadie -advirtió, bajando la comida al pozo-.


Puede que seas un bandido, pero nadie debería ser confinado
en estas condiciones.

Le contó a Alí que era huérfano y que lo habían enviado a


Chechenia por emborracharse cuando estaba de guardia.
Dijo que esperaba sobrevivir a aquel viaje. De ahí en adelante
Alí y él hablaron todas las noches. Uno de los mejores amigos
de Kuzmich había muerto a manos chechenas, pero dijo que
no tenía nada en contra del pueblo checheno. La noche antes
de que finalizara su viaje a Chechenia, se sentó de nuevo en el
borde del pozo.

-Me preocupa qué será de ti cuando yo no esté. No habrá


nadie que te dé comida ni agua.

Antes de irse le llevó a Alí dos botellas de litro llenas de agua


que Alí escondió en el barro del fondo. Kuzmich escribió
su nombre y dirección en un papel que Alí ocultó en el
dobladillo de la pernera.

—Pronto saldrás de aquí —afirmó—. Quiero que vayas a


verme, que vayas a mi casa para beber y comer juntos, como
la gente normal.

POCOS MESES DESPUÉS de la llegada de mi familia a


Estados Unidos, mi amigo Viktor Tatarkin me llamó
desde Nueva York.

-El Campeonato Mundial de Judo se celebra en Arizona el


cuarto fin de semana de julio. ¿Por qué no participas? -
preguntó.

Al principio dudé. Tenía ya treinta y ocho años, y llevaba más


de una década sin competir. Algunos de mis amigos me
dijeron que era una locura pero, en realidad, me daba igual
ganar o no, lo que quería era participar. Había soñado con ello
desde que, siendo niño, me escapaba a Grozni a espaldas de
Dada.

—De acuerdo. Lo haré —le dije a Viktor, y empecé a


entrenar.

El campeonato coincidía con una invitación de Human Rights


Watch para viajar a Los Ángeles. Oleg Takhtarov, un amigo
de Viktor que residía en esa ciudad, hizo todos los arreglos.
Desde Los Angeles fuimos en coche hasta Tucson para asistir
al Campeonato Mundial de Judo, y de allí a Alburquer-que, al
noveno Campeonato Nacional e Internacional de Sam-bo. En
el largo viaje en coche pude contemplar un paisaje totalmente
nuevo: no había vegetación, tan sólo débiles sombras de
amarillo y marrón, y enormes cactus. No se parecía a nada
que hubiera visto antes, y era hermoso. Fue también
la primera vez que me encontré con aborígenes americanos.

Conseguí el cuarto puesto, en mi categoría de peso, en la


competición de judo de Tucson, y gané el campeonato de
sambo de Alburquerque. Participé bajo la bandera chechena,
lo que me llenó de orgullo. Al ganar la competición de sambo
sentí que había superado no sólo a mis oponentes y a mis
propias debilidades, sino también a aquella gente del KGB que
me había impedido participar sacándome del avión en 1983.
Mi victoria tuvo una gran repercusión en Rusia, provocando
que críticos de

plumas envenenadas se preguntaran por qué se me había


permitido representar a Chechenia, zona que, según Moscú,
formaba aún parte de Rusia. No me importó. Saboreé la ironía
de haber triunfado en el Día de la Independencia de Estados
Unidos.
Sin duda alguna me enorgullecía competir como checheno
porque era la primera vez que alguien lo hacía, pero lo que
de verdad deseaba en ese momento era representar a Estados
Unidos. Ese país había proporcionado a mi familia un refugio
seguro, y me había dado la ocasión de volver a practicar el
deporte que amaba. Me había ayudado a recuperar la
cordura. Formar parte de un equipo de Estados Unidos en una
competición internacional me daría la ocasión de ofrecerles
algo a cambio. Alguien me dijo que era imposible porque no
era ciudadano estadounidense.

En junio del 2002 fui a Shreveport, en Louisiana, para


defender mi título del Campeonato Mundial de Sambo. Antes
de los

Cuando gané la Copa del Campeonato Mundial de Sambo


celebrado en Niza, Francia, en noviembre del 2001, enarbolé
la bandera chechena.
combates me dirigí a Josh Henson, presidente de la
Asociación Americana de Sambo.

—Quiero representar a Estados Unidos —dije, sin creer que


en realidad fuera posible.

Meneó la cabeza.

-No es usted ciudadano americano.

-Pero tengo un número de la seguridad social, y un permiso de


conducir expedido en Massachusetts -repliqué, sacándolos de
la cartera—; y he solicitado un permiso de residencia
permanente.

Josh dijo que iba a consultar con sus colegas y que me


comunicaría el resultado. Volvió veinte minutos después.

-La respuesta es sí -dijo.

Los días 22 y 23 de junio del 2002, fin de semana, en Shre-


veport, defendiendo con éxito mi título, gané el campeonato
mundial en mi categoría de peso. Kavkazpress, una página
web chechena, publicó mi victoria en Internet. El triunfo me
subió la moral por las nubes.

POR DESGRACIA. LOS MALOS R ECU ER DOS se


mezclaban con los buenos momentos, y las noticias que
llegaban de Chechenia no eran buenas. Consultaba Kavkaz-
Tsentr, un sitio checheno de Internet. Por mucho que quisiera
no podía librarme de esa costumbre. Las noticias me partían
el corazón y me enfurecían. Rusia afirmaba que la guerra
había acabado, pero todos los días morían chechenos y morían
jóvenes soldados rusos de los miles que aún quedaban en
Chechenia, y no había pausa para el sufrimiento de los civiles.
Oficialmente, los campos de clasificación ya no existían.
Ahora los llamaban “lugares de retención temporal” y estaban
situados en unas catorce localidades cercanas a
emplazamientos de tropas rusas. Esas denominadas prisiones
provisionales eran en realidad grandes pozos, cerrados con
rejas, que llegaban a contener hasta treinta hombres. Existían
además pozos pequeños adyacentes a los puestos de control,
donde se retenía a los prisioneros hasta que sus familias
pagaban el rescate. Cada vez que oía hablar de los
escuadrones de la muerte que rondaban las calles de noche o
de la desaparición de un joven durante una zachistka, sentía
una angustia indescriptible y la terrible certidumbre de que
nuestra nación estaba siendo aniquilada.

En vez de finalizar, la guerra dio un giro ominoso el 24 de


octubre del 2002, cuando los combatientes chechenos
tomaron más de 800 rehenes en un teatro de Moscú.
Contemplé con horror el desarrollo de la tragedia por
televisión, con el convencimiento de que acarrearía mortales
represalias por toda Chechenia. Como muchas otras personas,
yo también temí que aquel terrible acto de violencia le sirviera
a Vladímir Putin para convencer al mundo de que los
chechenos eran terroristas respaldados por Al-Qaeda.

La segunda noche del secuestro recibí una llamada de mi


amigo ruso periodista, Dima Belovetsky.

-Necesitamos tu ayuda para liberar a los rehenes -dijo.

Yo le contesté que no sabía si quería verme involucrado, pero


Movsar Barayev, jefe de los secuestradores, había nacido en
Aljan-Kala y yo había operado a su madre. Movsar era
el sobrino de Arbi Barayev, quien había amenazado con
matarme en 1999.

-Si me involucro pueden acusarme mañana mismo de ayudar


a los terroristas -le dije a Dima una vez que puse en orden mis
ideas-. Quizá si me lo pidieran oficialmente lo intentaría.

Dima me dijo que iba a hablar con otras personas y que


volvería a llamarme. El teléfono sonó a las dos de la
madrugada. Era Dima.

-Te paso con el teniente general Vladímir Pronin, jefe de la


policía de Moscú.

—Saludos, Khassan. ¿Cómo le va por América? Le he visto


varias veces por televisión.

Después de intercambiar cortesías, me dijo que necesitaba mi


ayuda.

—Estoy deseando ayudar —contesté—, si me garantiza que


nadie me acusará después de confraternizar con los
terroristas.

-Tiene usted mi palabra de honor. Sólo estamos intentando


ayudar a la gente.

Me dio los números de teléfono de los secuestradores. Colgué


y marqué. La policía debía estar a la escucha porque, cuando
no hubo respuesta, escuché una voz:
-¿Qué pasa? ¿No contestan?

Sabía que era improbable decir algo que les hiciera liberar a
los rehenes, pero estaba dispuesto a intentar cualquier cosa
con tal de evitar una catástrofe. Movsar debería escucharme
como a uno de sus mayores, pero no estaba solo; había
hombres y mujeres jóvenes con dinamita atada al torso,
individuos desesperados que querían llamar la atención del
mundo sobre aquella guerra olvidada. Al contrario que mi
generación, educada en Rusia y con amigos rusos, estos
jóvenes no habían conocido de Rusia más que su capacidad
de matar.

Después de llamar varias veces, contestó una mujer. Supe por


su voz que era muy joven y que estaba muy nerviosa. Le dije
quién era y que quería hablar con Movsar. Dejó el teléfono.
Pasados unos minutos volvió para decirme que Movsar no
podía hablar conmigo en ese momento, pero que volviera a
llamar. Antes de colgar intenté hablar un poco con ella.

—¿Por qué haces esto? -pregunté.

—No tengo nada que perder -contestó-. Han matado a siete


miembros de mi familia. Estamos preparados para morir. Lo
único que pedimos es que se acabe la guerra.

Cuando al fin conseguí hablar con Movsar, constaté que


mantenía la calma.

—Usted sabe lo que está pasando en Chechenia —dijo. Al


escucharle rememoré mi propia desesperación. Recordé
cómo perdía la vida su valor cuando se veía día tras día que
gente inocente era asesinada, mutilada, violada, secuestrada y
torturada.

Dijo que querían entrevistarse con representantes de una


organización internacional, pero que los rusos se negaban
a dejarlos entrar o a permitir una conferencia de prensa.

—Dimos una entrevista a NTV, explicando nuestra postura,


pero nunca se emitió.

—Por favor, deje salir a los niños —le rogué después de


comprobar que no había forma de hacerle cambiar de opinión.

-Ya hemos liberado a los menores de diez años. Hay gente


que dice por aquí que chicos que aparentan quince o
dieciséis son niños. En Chechenia, los rusos consideran que
los mayores de diez años son combatientes, y los matan.

Continué diciéndole que debía liberar a los extranjeros y a los


enfermos. Dijo que habían liberado a la gente que necesitaba
atención médica y que liberaría a los extranjeros si sus
representantes iban a buscarlos.

-Pero los rusos no quieren que entre nadie.

Las fuerzas especiales rusas arrojaron un gas adormecedor


en el interior del edificio y después irrumpieron en él. El
supuesto rescate fue una chapuza. Todos los secuestradores,
menos dos que estaban dormidos, fueron ejecutados con un
tiro en la cabeza. Muchos de los rehenes perdieron la vida en
manos de doctores rusos que, esperando tratar heridos de
bala, no recibieron información sobre el gas o sobre su
antídoto. Algunas semanas después del incidente me llamaron
unos familiares para decirme que varios oficiales de
inteligencia habían proclamado en la televisión moscovita que
yo debía ser investigado ¡para descubrir mis conexiones con
los terroristas!

Contemplando por televisión las víctimas del teatro, estuve


más seguro que nunca de que, hasta que no se diera a la
guerra una solución política, habría más tragedias de ese tipo.
Unos meses más tarde una bomba voló un gran edificio de
Grozni donde se encontraba el gobierno prorruso de
Chechenia. Deseé que los líderes estadounidenses
intervinieran activamente para obligar a ambos bandos a
negociar pero supuse que, si Rusia apoyaba a Estados Unidos
en la lucha contra el terrorismo, Washington haría oídos
sordos a las continuas violaciones de los derechos humanos en
Chechenia.

Aunque las noticias sobre Chechenia, así como sobre otros


países asolados por la guerra, me traían malos recuerdos,
pesadillas y noches sin dormir, encontraba consuelo en el
hecho de que mi esposa y mis hijos estuvieran a salvo.
Trataba de mantener vivos los recuerdos bellos de Chechenia
para nuestros hijos. Durante el verano, en lugar de asistir a
campamentos, estudiaban ruso y checheno. Islam dijo que se
acordaba de Dada y Nana, y que estaba deseando enseñarles
todo el inglés que había aprendido.

—Y me acuerdo de todas las ruinas —añadió—, pero quiero


volver a verlas algún día.

Sabía que Zara también añoraba a su familia, pero acordamos


quedarnos por la educación de los niños; quizá entonces
podrían hacer alguna contribución a Chechenia. Cuando
les veía sonreír, mi sentimiento de pérdida por vivir en el exilio
y por no ejercer la cirugía se disipaba. Ahora que paso
mucho tiempo en casa voy conociendo a mis hijos de un modo
nuevo y más profundo. Me llenan de satisfacción sus
progresos.

Markha, mi hija de cuatro años, apenas me reconoció cuando


la familia llegó a Estados Unidos. En Chechenia yo nunca
estaba en casa, así que comenzó a llamarme hermano,
Hussein y papá. Ahora sólo me llama papá y me pide con
frecuencia que juegue con ella. Habla una mezcla de
checheno, ruso e inglés:

-¡Hola, ricurita! -exclama, demostrando todo lo que ha


aprendido en su curso de iniciación.

Islam, de ocho, es nuestro intelectual; habla inglés sin el


menor acento y va por el tercer libro de Harry Potter.

Maryam, de nueve, que llegó a este país tan apagada que uno
de nuestros amigos estuvo muy preocupado por su salud,
habla ahora de tal modo que una de sus profesoras se ha
quejado.

Adam, de diez, está siempre de buen humor y confía en todo


el mundo.

Khava, que ya ha celebrado su decimosexto cumpleaños, es


un preciado miembro de nuestra familia y se desenvuelve
sin problemas en el instituto local.

LO ÚNICO QUE E N VI D 10 de mis hijos es su facilidad


para aprender inglés. Les pido a menudo que me hagan de
intérpretes. Me avergüenza mi torpeza. Sé que sin inglés no
podré formar parte enteramente de la sociedad de este país y
menos aún encontrar un trabajo en el campo de la medicina.
Hago progresos, pero no tantos como quisiera. Desde mi
conmoción durante la guerra tengo dificultades para aprender
palabras, especialmente cuando disminuye mi concentración a
causa de las malas noticias de Chechenia. Cuando llegué a
Estados Unidos, hubo gente que me sugirió que cursara una
solicitud de incapacidad, pero nunca quise hacerlo. Deseo ser
un profesional útil. Entre tanto, trabajo como voluntario en el
departamento de radiología del Hospital Newton-Wellesley de
Massachusetts, y, de momento, me he adaptado a la idea de
que tendrá que pasar mucho tiempo antes de ejercer la cirugía
plástica, si es que puedo ejercerla alguna vez.

Mi familia de luchadores en el Tohoku Judo Club de


Somerville, en Massachusetts. De izquierda a derecha:
Maryam, Khava, Marklia, yo, Islam y Adam.

Paz en Vermont. Tumbado: Adam; sentados de izquierda a


derecha: Alí, Zara, nuestra hija nacida en Estados Unidos:
Satsita, Markha e Islam; de pie de izquierda a derecha:
Maryam, Khava y yo.

Al dirigirme a mi trabajo en el Hospital Newton-Wellesley me


acuerdo con frecuencia de las enfermeras y los médicos
que trabajaron conmigo en Chechenia. Muchos fueron blanco
de los rusos después de mi marcha; otros dejaron Chechenia
y viven ahora en campos de refugiados en Europa. Quiero
ayudarles, mandarles dinero, pero no tengo los medios. Me
suelo sentir culpable porque la gente de Chechenia cree que
por aquí el dinero crece en los árboles. Muchos se han puesto
en contacto conmigo para pedirme ayuda. No entienden que
no tenga influencias ni dinero.

—¿Puedes mandarnos un jeep de esos? -me preguntó un


amigo cuando me llamó desde Moscú-. En los Estados
Unidos es fácil comprarlos y están más baratos que aquí.

El hijo de un oficial checheno me escribió: “Por favor,


consigue un intemado médico para mí en los Estados Unidos”.
Si ni siquiera podía conseguirlo para mí, ¿cómo iba a hacerlo
para otro?

-Como eres un cirujano tan bueno, debes tener un montón de


trabajo -comentó otro de mis amigos moscovitas. Cuando le
conté que no tenía trabajo remunerado, la sorpresa de su
voz hizo que me sintiera un fracaso.

**

MIENTRAS APRENDÍA INGLÉS y escribía este libro,


también luchaba para entender las costumbres
estadounidenses; muchas son tan diferentes de las chechenas
que me preguntaba cuántas veces más metería la pata. Por
ejemplo, al principio no era capaz de llegar puntual a los sitios.
No estaba acostumbrado a ese énfasis en la puntualidad.

-Sé puntual -me advirtieron-. Llama si vas a llegar tarde. No


vayas de visita sin anunciarte antes. Llama.

Los estadounidenses conciertan citas de negocios con


semanas de antelación y preparan las vacaciones con meses
antes, o años, de anticipación. En Chechenia la vida es tan
impredecible que no se pueden hacer planes. Si esperamos
visita no ponemos la mesa hasta que llegan los invitados,
porque no sabemos nunca cuántos irán. También pensamos
que los invitados tienen preferencia sobre cualquier otra cosa,
lo que significa que si llegan debes quedarte en casa a
entretenerlos en lugar de ir a trabajar. Éste, como aprendí
enseguida, no es el modo estadounidense de hacer las cosas.

Cuando una organización caritativa llevó a dos niños


chechenos, dos refugiados, a pasar unos días del verano en
Estados Unidos, como no tenían adonde ir, los metimos en
nuestra casa.

—Estás loco —me regañó un amigo—. La pobre Zara... ¡si


tiene que cuidar ya de siete!

—Tú no lo entiendes -repliqué-. Nosotros somos chechenos;


es nuestro deber atenderlos. Zara lo sabe bien.

Creo que mi amigo no se quedó nada convencido.

Observando cómo se reasienta mi familia en Estados Unidos,


me doy cuenta de que quien tiene más dificultades para
adaptarse soy yo. Zara ha hecho amigos estadounidenses,
ha aprobado el carné de conducir y ha sido admitida en un
curso de conocimientos básicos de secretariado. Quizá las
mujeres y los niños sean más flexibles que los hombres al
estar menos aferrados a su posición social. En Chechenia yo
tenía un trabajo importante y era respetado. Aquí carecía de
estatus profesional. Como muchos otros emigrantes y
refugiados debía volver a empezar. Pero Estados Unidos
había sido construido por generaciones de personas que se
forjaban nuevos destinos, como descubrí cuando uno de mis
amigos me llevó a Ellis Island, en Nueva York, principal puerto
de entrada de gente de 122 países distintos que llegaba
buscando una vida nueva. Viajaban durante meses,
normalmente en pésimas condiciones, para alcanzar su
destino. La mayoría de los inmigrantes no habían tenido el
apoyo que mi familia y yo recibimos del gobierno de Estados
Unidos. Cuando vi las demacradas caras de hombres, mujeres
y niños en las fotografías que colgaban de las paredes del
museo de Ellis Island, admiré su valentía y su fortaleza de
carácter, y sentí hacia ellos una especie de solidaridad. Espero
poder compensar algún día, de algún modo, a este país único.

Desde luego, mi aprecio por Estados Unidos no significa que


haya dejado de soñar con volver a Chechenia. Me duele
no proporcionar ayuda médica a mis compatriotas. En cuanto
me sea posible, me gustaría poner en marcha una fundación
para llevar ayuda médica a Chechenia, sobre todo por los
niños.

Mientras trabajé allí como cirujano durante la guerra me sentí


útil. A veces pienso que aquellos tiempos terribles fueron
también de los más felices de mi vida.

Epílogo

MIENTRAS EL CALOR del verano aplasta nuestro apartamento


cerca de Boston, Massachussets, mis pensamientos vuelven
con frecuencia a mi infancia en las montañas. La otra noche
soñé con Makazhoi, mi villa ancestral. Después de vivir en
Estados Unidos durante casi tres años todavía tengo muchas
pesadillas sangrientas, pero este sueño fue muy hermoso. La
gente había reconstruido el pueblo, y los que habían perecido
estaban repentinamente vivos y bien de nuevo.

Si cierro los ojos, casi puedo sentir las luces de la montaña;


me siento transportado a la época en la que me sentaba en
la trasera del camión de Dada con Hussein. Veo la pista de
tierra serpenteando frente a nosotros, subiendo hacia las
nubes de Makazhoi, bordeando precipicios tan abruptos y
empinados que sólo con dificultad se ve el fondo, dejando
atrás los senderos zigzagueantes que conducen a pequeñas
aldeas detrás de los riscos. Nos detenemos en el mirador
cercano al pueblo. Desde allí se ve cómo se extiende el lago
azul; en la distancia se perfilan los picos montañosos cubiertos
de nieve. Las flores crecen por todas partes. Dada apaga el
motor y entonces se oye el sonido del agua que golpea las
rocas más abajo. La escena me trae un sentimiento de paz,
me conecta con mis raíces, pero no puedo sustraerme a la
realidad de que los rusos bombardearon Makazhoi hasta
convertirlo en un montón de escombros. Su pérdida destrozó a
Dada. Le prometí que algún día reconstruiremos la casa
familiar. Las piedras aún están allí. Ansio llevar a mis hijos a
Makazhoi: aunque el pueblo haya dejado de existir, sólo estar
en aquellas montañas y contemplar las tumbas de nuestros
antepasados les ayudará a entender quiénes son.

A pesar de mi ansia por volver a Chechenia, sé que somos


muy afortunados por estar en Estados Unidos. Mi vida aquí
me ha hecho darme cuenta de hasta qué punto los rusos han
maltratado a los chechenos. Como Dada siempre dice ser
checheno es sufrir discriminaciones:
-Acostúmbrate a ello y deja de quejarte.

En Estados Unidos sí puedes quejarte. La Constitución


garantiza los derechos de todos y el recurso legal si esos
derechos no son respetados. Después de la terrible tragedia
del 11 de septiembre de 2001 esperaba hasta cierto punto que
mi familia y yo sufriéramos discriminación por nuestra fe
musulmana, pero eso no sucedió, aunque sé que el sesgo
racial existe y que muchos musulmanes han sido señalados
injustamente. Pero ni

La familia que dejé detrás. Sentados de izquierda a derecha:


Nana, Dada, Tamara y Raya; de pie de izquierda derecha:
Razyat, Hussein y Malika.

una sola vez desde que estoy aquí he sido detenido en la calle
ni se me han pedido mis documentos o mi identificación
lo que, después de mi experiencia rusa, me llena de asombro.
Hay un proverbio ruso que dice “Net khuda hez dobra” (no
hay mal sin bien). Resulta sin embargo difícil encontrar algo
positivo en el sacrificio y el sufrimiento de inocentes. Las
bombas y las minas terrestres matan y mutilan
indiscriminadamente, sobre todo si la guerra se desarrolla
entre poblaciones civiles, villas y granjas. Los que sobreviven
cambian para siempre: sé que nunca seré la misma persona
que era antes de la guerra. He visto demasiada violencia y
demasiada muerte, pero aún hay esperanza: a pesar de los
miles de minas enterradas en nuestro territorio, los chechenos
vuelven a cultivar sus campos y las mujeres tienen niños.

No pasa un sólo día en el que no piense en la familia que he


dejado en Chechenia. Nana y Dada tienen cada vez peor
salud. Cuando Malika dice que anhelan ver a sus nietos, se
me rompe el corazón. El pensamiento de no volver a verlos
antes de que mueran me tortura. La presión en mi cabeza es
cada vez mayor y no puedo concentrarme. No puedo dormir.
Todo lo que quiero es subir al próximo avión que me lleve a
Chechenia. Sé ahora que necesito ayuda para vencer los
demonios que todavía me persiguen, las depresiones y los
repentinos estallidos de ira. El ejercicio no me basta. En los
últimos tiempos he estado visitando a una psicóloga con
experiencia en el tratamiento del síndrome de estrés
postraumático. Como esta mujer es de ascendencia armenia
comprende la cultura chechena. Soy afortunado: aquí, en
América, puedo recibir tratamiento. Pero ¿quién tratará a
los chechenos? La población entera sufre estrés
postraumático. Las guerras son el mal. No hay vencedores.
Sin embargo creo que este baño de sangre me ha enseñado lo
que es importante en la vida: la familia, los amigos, ayudar a
los demás, apartar el odio.

La vida continúa; yo me voy ajustando poco a poco. El 4 de


febrero de 2003 Zara dio a luz a una niñita. Le pusimos
Satsita.

Aunque yo estaba entusiasmado ante el pensamiento de tener


un hijo más, el embarazo de Zara supuso un choque de
culturas. A diferencia de los chechenos, los futuros padres
americanos participan en las visitas del ginecólogo a su mujer
y en las clases de preparación del parto. Durante cierto
tiempo mi cultura me frenó:

-¿Por qué no la acompaña su marido? -le preguntaba a Zara


su ginecólogo una y otra vez-. ¿No tiene preguntas que
hacerme?

Zara y yo estábamos avergonzados. Zara no quería que yo


me sentara junto a ella en sus citas ni un ápice más que yo.
Al mismo tiempo, sin embargo, me di cuenta de que si
viviéramos aún en Chechenia, Zara contaría con una familia
ampliada para ayudarla: aquí estaba sola y necesitaba mi
apoyo. El día que el médico de Zara le comunicó que tendría
que someterse a una cesárea inmediata, la acompañé al
hospital e intenté confortarla lo mejor que pude. Mientras me
sentaba en el exterior de la sala de partos esperando que
naciera mi hija, mis pensamientos volvían a mi hospital en
Chechenia y a las primitivas condiciones en las cuales las
mujeres alumbraban allí a sus hijos. Me maravillaba el nivel de
la medicina americana: cuando una enfermera de la unidad de
neonatología me comunicó que habían salvado a un bebé que
había pesado sólo cuatrocientos gramos recordé cómo no
habíamos podido salvar al niño de mi primo, que había nacido
tres meses antes de tiempo. No teníamos ni incubadoras ni
oxígeno. Mi primer pensamiento cuando la enfermera me
enseñó a nuestra hijita fue que había nacido en libertad.
Nunca tendría que pasar por la guerra que mi familia y yo
habíamos padecido. En Chechenia, mi familia y la de Zara se
sintieron felices de tener una nueva nieta. Malika me contó
después, en el transcurso de una conversación telefónica, que
Hussein le iba diciendo a todo el mundo:

—¡Ya tenemos nuestra primera muchachita americana!

¿Quién sabe? Quizá se convierta en la primera senadora


checheno-americana.

NO HACE MUCHO, un amigo americano me regaló una piel


de serpiente que había encontrado en su jardín. Era fina
como el papel, transparente, con un bello dibujo semejante a
celdillas de panal superpuestas. La tomé con cuidado con las
dos manos para no romperla. Nunca me habían gustado las
serpientes desde aquel día en las montañas de Chechenia
cuando una de ellas se deslizó sobre mis piernas. Incluso hoy,
las serpientes me persiguen en sueños, enseñando sus lenguas
bífidas, buscando mis tobillos, intentando hacerme tropezar.
Sé, sin embargo, que las serpientes simbolizan también la
esperanza y la renovación, porque mudan de piel todos los
años; esa es la razón por la que se enroscan en torno al cáliz
curativo, el símbolo universal de los médicos.

Coloqué mi piel de serpiente americana sobre el retrato


enmarcado de un atleta japonés al que reverencio: Jigoro
Kano, el fundador del judo, un deporte que ha hecho mucho
por levantarme el ánimo y por ayudarme en mi nueva vida. A
veces pienso en cuán duro es para las serpientes cambiar su
piel; los reptiles se ven obligados a anclarse entre rocas
afiladas, a desgarrar la vieja piel y a librarse de ella
retorciéndose.

Aquí, en América, lejos de mi tierra natal, estoy intentando


anclarme y cambiar mi antigua vida -con sufrimientos, con
dificultades- por una nueva.

Apéncide

¿Q ué ha sido de e llos?

Dada y Nana viven en Aljan-Kala. Dada tiene noventa años


y una salud muy precaria. Suplica que Alá le permita verme
y ver a sus nietos antes de morir. A pesar de su mala salud,
Nana insistió en comprar dos nuevas vacas.

Hussein y Rita viven también en Aljan-Kala y ayudan a


cuidar a Dada y Nana. Hussein no tiene trabajo. Mi hermana
Raz-yat y su marido Alikhan volvieron de Kazajstán para
vivir cerca de Dada y Nana. Mi hermana mayor, Tamara,
vive también en Aljan-Kala con su marido.

Raya, mi hermana, vive no lejos de Dada y Nana y les cuida


lo mejor que puede. Su marido, Lecha, hizo la peregrinación a
La Meca en febrero de 2003; cuatro meses después fue
asesinado por tres desconocidos enmascarados.

Mi hermana Malika trabaja en el Noveno Hospital Ciudadano


de Grozni, que funciona de nuevo.
Mi sobrino Alí está en Vermont. Ha aprendido inglés, y se
está formando para ser ayudante de enfermería en el
Hospital Fletcher-Allen, en Burlington. Espera convertirse un
día en cirujano. Como yo, saca fuerza de los deportes. En
2001 obtuvo el título mundial de su categoría en el
Campeonato de la Federación Mundial de Taekwondo en
Toronto, Canadá.

Musa Saponov, mi primo que tanto me ayudó en Moscú, su


mujer y sus tres hijos volvieron a Aljan-Kala y viven con
su madre, mi hermana adoptada Larissa. Musa ya no hace
negocios en la capital rusa: ahora cría vacas, ovejas y gallinas.

Mi despedida a los amigos de la adolescencia. Fila


delantera de izquierda a derecha: Olkhazur y yo; fila
trasera de izquierda a derecha: Khamzat, Ruslan, Bislan y
Hamid.
Mis maestras: Tamara Mijailovna murió a consecuencia de
quemaduras en la Rusia Meridional cuando un caldero de
mermelada hirviendo cayó sobre ella; Khava Zhaparovna
enseña todavía en la Escuela de Grado Medio Número Uno,
que es el único centro de enseñanza que funciona en Aljan-
Kala.

Mis viejos amigos después de pasar por la facultad de


medicina: Musa Salekhov se trasladó a Kazajstán y trabajó
como dentista durante un año; después se dedicó a los
negocios. No volvió a Chechenia. En lo tocante a mis
compañeros de juegos de la adolescencia, Bislan y Lyoma
están sin trabajo; Khizir trabaja en Grozni en el Ministerio de
la Vivienda; Khamzat se dedica a los negocios en
Cheliabinsk; Bayali pereció cuando su casa se quemó a
consecuencia de una explosión de gas; y Adían, mi
compañero de clase, fue asesinado por enmascarados que
entraron en su casa.

Khassan Taimaskhanov, que me ayudó a prepararme para


entrar en la facultad de medicina, vive ahora en Bélgica
como refugiado con su esposa y sus cinco hijos. Está
estudiando para ser aparejador.

Salman Raduyev, el comandante de campo cuya cara


reconstruí, fue arrestado intentando abandonar Chechenia en
el año 2000, juzgado y condenado a cadena perpetua. En
diciembre del 2002, sufrió una hemorragia en la cárcel y
murió. Mis amigos chechenos creen que la hemorragia fue
provocada por las palizas que recibió cuando se negó a acusar
de terrorismo a Akh-med Zakayev, el representante europeo
del presidente Masjádov.

Shamil Basáyev, el comandante de campo checheno


continúa en libertad en las montañas y sigue realizando
operaciones para expulsar a los rusos de Chechenia.

Musa Muradov, mi valeroso amigo editor, lucha para


mantener su periódico Groznenskii Rabochii vivo, mientras
trabaja como corresponsal para el periódico ruso Kommersant
de Moscú.

Dima Belovetsky, mi amigo periodista ruso, trabaja en


Moscú para la Literaturnaya Gazeta y mantiene su interés
por las noticias chechenas.

Malika Umazhova, la mujer cuya vaca Zoyka traté, fue


nombrada presidente del Consejo Local de Aljan-Kala, y
fue una figura muy querida en la comunidad. Cuando los rusos
le pidieron que firmara certificaciones de que las operaciones
de limpieza se estaban realizando pacíficamente, se negó.
La noche del 29 de noviembre del 2002 soldados armados
entraron en su casa, la llevaron a la fuerza al establo y la
mataron a sangre fría.

Nuradi Isayev sigue en Aljan-Kala y ha convertido en su


misión personal la tarea de cuidar de los muertos. Cuando
se limpiaron por fin las minas que habían sido enterradas al
sur de Grozni, se ocupó de dar sepultura a los restos de las
150 víctimas que habían quedado allí desde la retirada de
Basáyev a principios de febrero del 2000.
Said-Alí Aduyev, el dentista que estuvo siempre a mi lado
durante la segunda guerra, vive en Aljan-Kala. Cría ganado.

Addi, mi fiel voluntario médico, fue asesinado por


desconocidos que entraron en su casa.

Zina Aduyeva, nuestra ginecóloga voluntaria durante la


guerra, vive en Aljan-Kala y trabaja en mi antiguo hospital,
que ha sido reparado gracias al apoyo del Comité
Internacional de la Cruz Roja.

Mis enfermeras Razyat, Zara, Leila, Zarina, Maryam, sin


las que no podría haber hecho nada, sobrevivieron a la guerra,
pero sus vidas siguen siendo muy duras. No hace
mucho recibí una carta manuscrita de Razyat y Zarina en la
que me decían: “Nuestro equipo entero quiere saber cómo
estás. Cuando nos reunimos siempre recordamos aquellos
tiempos tan duros. Ahora que las cosas se han calmado un
poco recordamos incluso algunos incidentes graciosos cuando
nos enseñabas como si fuéramos niñas. Pero ahora que
hemos crecido y somos independientes no te tenemos miedo
(es una broma)”.

Rumani Idrisova, la enfermera que estuvo a mi lado durante


los tiempos más duros, trabaja en el Cuarto Hospital
Ciudadano de Grozni y comercia en el bazar durante sus ratos
libres para que le cuadren las cuentas. Vive con su marido y
sus niños en la villa de Kirovo. Cuando me fui, las autoridades
rusas la arrestaron, acusándola de trabajar para mí y de tratar
bandidos. “Insistió en sus derechos y mantuvo que si seguía
con vida los seguiría tratando”, me escribió Razyat en una
carta. “Al final, la dejaron ir amenazándola con que
mantuviera la boca cerrada. Ahora todo le va bien”.

Zaurbek, que luchó por mantener funcionando el generador


de nuestro hospital, araña un sueldo como electricista
privado en Aljan-Kala.

Raisa, que luchó tan valientemente por mantener limpios los


suelos de nuestro hospital, trabaja nuevamente en el hospital
en Aljan-Kala. Roza, que cocinaba para el hospital, vive en su
casa de Aljan-Kala.

Y, finalmente, Ruslan Temirkhanov, el coronel que me ayudó a


escapar de Chechenia: fue asesinado en Ingushetia con su
esposa. Los asesinos, sin identificar, tiraron sus cuerpos en un
cementerio local en Chechenia, obviamente como advertencia
para los demás. Sin él, no estaría aquí, mi familia no habría
encontrado refugio en América y este libro no habría sido
escrito.

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