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Khassan Baiev
CON RUTH Y NICHOLAS DANILOFF
De dicatoria
Pre facio
Xlll
Prólogo
-¿Seguro?
-No tengo.
El Juramento
Introducción - Che che nia
NICHOLAS DANILOFF
En los años treinta del siglo XIX, Nicolás I renovó los intentos
de dominar el norte de Cáucaso y se comprometió con
Inglaterra para controlar la India en lo que Rudyard
Kipling denominó “el Gran Juego”. Pero sus fuerzas se
toparon con otro gran luchador, Imam Shamil. Bajo su
liderazgo, los clanes de Chechenia y Daguestán lucharon
contra los rusos durante treinta años hasta que Shamil se
rindió en 1859.
pió. A los líderes del Kremlin les preocupaba también que una
Chechenia independiente pudiera estimular la secesión de
otras jurisdicciones étnicas, lo que conduciría en última
instancia a la desintegración de la Federación Rusa. Otro
factor negativo a tener en cuenta era la creciente influencia
occidental en el patio trasero de Rusia: compañías
norteamericanas, británicas, francesas y alemanas estaban
instalándose en la región para explotar sus riquezas naturales
y debilitar la influencia de Moscú.
Yeltsin y Dudáiev hablaron de posibles soluciones negociadas
pero nunca se pusieron de acuerdo. En diciembre de 1994
Yeltsin ordenó al ejército ruso que invadiera Chechenia,
desencadenando la primera guerra ruso-chechena. Al año
siguiente los acontecimientos experimentaron una dramática
vuelta de tuerca cuando las tropas rusas masacraron a los
habitantes de Samashki y Bamut. En venganza, un
comandante de campo checheno llamado Shamil Basáyev
penetró en la Rusia meridional y asaltó un hospital en la
ciudad de Budiónnovsk, tomando unos 2.000 rehenes entre
médicos, pacientes y visitantes. Cuando los intentos rusos por
liberar el hospital fracasaron, el primer ministro Viktor
Chernomirdin accedió a mantener con Basáyev una
conversación radiada a todo el país el 18 de junio de 1995.
Esta conversación puso fin a la crisis inmediata y permitió un
alto el fiiego, el intercambio de prisioneros y la firma de un
acuerdo para seguir negociando sobre el estatus político de
Chechenia.
2
La poliglukina es una solución manufacturada en la antigua
Unión Soviética y se utiliza para incrementar la presión
arterial en casos de hemorragias importantes y de shock. Su
nombre deriva de la palabra latina poliglucinum y es
semejante a soluciones disponibles en otros países bajo los
nombres de Dextravan, Expandex o Macrodex. Se describe
en M.D. Mashkovskii, Lekarstvennyye Sredstva,
Moscú: Meditsina Publishing House, 1977, pp. 62-63.
Mi hermana Razyat.
ANTES DE LA GUERRA
dos, todo lo cual escondía debajo de una roca para utilizarlo al
día siguiente. A veces mis lecciones con Vakha eran
interrumpidas por una vaca que se empeñaba en largarse a
dar un paseo. Entonces yo volvía a saltar al agua, nadaba
hasta la otra orilla y la traía de vuelta. En noviembre, cuando
el tiempo empezó a ser frío, Vakha me invitó a entrenar con él
y con los demás chicos en Grozni. Hussein se unió a nosotros.
Dada y Nana
Asentí. Él añadió:
-¡A la cocina!
ANTES DE LA GUERRA
Dada y Nana
novias, dictando una ley según la cual todo secuestro debía ser
comunicado a la policía, pero la ley se ignoraba.
Teníamos nuestro propio modo de manejar la situación,
especialmente si el secuestrador había hecho algún tipo de
avance de carácter sexual a la chica durante el rapto, lo que
significaba que había dejado de ser pura y que nadie se
casaría con ella. El castigo que los “tocamientos” inapropiados
conllevan es que te quiten los pantalones en público. Tan
terrible humillación llena de vergüenza no sólo a quien la sufre,
sino a su familia y a su clan entero.
ANTES DE LA GUERRA
-¡Mirad con atención! ¿No veis las casas que bordean ese
risco?
Dada nos explicó que todo estaba tan bien organizado por las
autoridades soviéticas que la operación tuvo que haber
sido planeada por anticipado. En cada parada, manifestantes
rusos se acercaban a los vagones de ganado.
-No está bien -solía decir-; tienes que hacerlo todo lo mejor
que puedas. No es cuestión de que algo se venga
abajo cuando nos vayamos y nos echen la culpa a nosotros.
-Es una desgracia que unos estudiantes tengan que vivir así.
Yo también soy deportista y pienso hablarle al jefe del
departamento de educación física de la facultad.
-Me han indicado que lea sus historias y las examine -dije.
Silencio. Entonces, la mujer que estaba más cerca de la
puerta dijo:
—¡Sígueme!
mis modales.
-Síguenos, te lo explicaremos.
A los pocos días Zura podía respirar por la nariz, así que le
extraje el tubo traqueal y cerré la incisión. Seis semanas más
tarde la radiología demostró que sus huesos se habían soldado.
Se recuperó plenamente. Varios meses después su familia me
invitó a su casa y me llevó al lugar donde había sucedido el
accidente.
Suspiré y dije:
Dije que sí, aunque sin mucho entusiasmo. Parecía que todo el
mundo pretendía casarme.
—De Grozni.
Guardó silencio.
—No hemos venido aquí para matar civiles inocentes -les dijo.
Le dije a Zulai, una costurera, que cosiera una cruz roja sobre
una gran sábana blanca.
—Los ancianos les han pedido a los jóvenes que han tomado
las armas que se marchen del pueblo. Ahora tenemos que ir
al cuartel general ruso y comunicarles que nuestros
combatientes han abandonado el pueblo para que dejen de
bombardearnos.
-Ya he vivido mi vida. Sois vosotros, los jóvenes, los que tenéis
que marcharos -dijo Dada.
-No, judo.
Era la primera vez que oía esa palabra rusa utilizada para
referirse a los combatientes chechenos. Durante la guerra
entre Rusia y Afganistán, los soldados rusos llamaban dukhi
(espíritus o fantasmas) a los muyahidines porque se
escondían, atacaban y desaparecían.
-¿Por qué hablas tanto con este tipo? -preguntó uno de ellos-,
¡Síganos!
-¡Queremos irnos!
sus platos vacíos, quedó muy claro que llevaban días sin
comer.
Seriozha rió.
-Sí.
-El sesenta por ciento del éxito de una operación depende del
ayudante -dije yo, disfrutando del sentido de camaradería que
se había desarrollado sobre la mesa de operaciones
incluso bajo aquellas circunstancias extremas. Hubiera
deseado sentarme a hablar con él, pero Vakha insistió en
devolverme inmediatamente a Aljan-Kala.
Supe después que Sasha era capitán del Cuerpo Médico Ruso
y que había sido capturado pocos meses antes. Los rebeldes
chechenos planeaban canjearlo por el hermano de
un comandante checheno de alto rango que había sido
arrestado por los rusos y encerrado en un campo de
concentración. Mientras, yo tenía mis propios planes para
Sasha. Las víctimas civiles del hospital de Urús-Martán donde
trabajaba en aquel tiempo aumentaban día a día, y yo no podía
con el trabajo a pesar de la pequeña brigada de fieles
enfermeras que se habían quedado conmigo durante la guerra.
Sabía lo mucho que podía ayudar un médico habilidoso como
él.
Una vez más me quedé sin palabras, así que le prometí que
haría todo lo posible.
Por fin tuve que admitir ante Sasha que no podía hacer nada
más. La ejecución estaba decidida. El continuó trabajando
conmigo en el hospital, pero le costaba mucho concentrarse.
Si le preguntaba algo o le pedía que me pasara un instrumento,
no daba señales de haberme oído.
-Nunca te traicionaré.
No contesté.
Pensé que podía ser Dada, o Hussein, que había subido para
buscarme.
-Por aquí.
Asentí.
-Sí.
Él asintió.
—El oficial ruso nos dio las gracias y nos dijo que los médicos
éramos los únicos que nos comportábamos con humanidad -
recordó Satsita con una risa amarga-. Cuando les dimos
la espalda para regresar al hospital algunos soldados
comenzaron a disparar contra nosotros. Mataron a una
enfermera y un médico fue alcanzado en una pierna.
Sugirió que usara una pequeña habitación del primer piso del
edificio contiguo. Los tres primeros pisos habían sido
destruidos casi en su totalidad, pero esa habitación, aunque
era un caos, estaba intacta. Una capa de yeso en polvo lo
cubría todo; el suelo estaba plagado de cristales rotos. Una
mesa grande, que los antiguos propietarios dejaron al
marcharse, serviría como mesa de operaciones. Mientras
estaba allí de pie, preguntándome por dónde empezar, una
mujer entró en la habitación y dijo llamarse Leila. Tendría
unos cincuenta años, llevaba un vestido informe y un pañuelo
en la cabeza, bajo sus ojos había profundas ojeras. Al principio
no la reconocí pero después recordé que limpiaba los
quirófanos del Primer Hospital Ciudadano de Urgencias.
—No hay forma de cruzar la plaza sin que nos maten -dijo
Sultán-. Debemos volver.
Tercera parte
Capítulo 12
Capítulo 12 - Re construcción
fiaba era yo, lo cual quería decir que sus hombres aporreaban
mi puerta cada dos por tres, de día o de noche, para que le
curara las heridas causadas por la última tentativa de
asesinato. Nunca íbamos al mismo lugar porque Raduyev
dormía en una cama distinta cada noche y cambiaba de
guardias al menos una vez por semana.
En abril de 1997, después de su regreso de Estambul, donde
fue a colocarse un ojo artificial, me llamó para que acudiera a
una gran casa custodiada por 100 hombres en las afueras de
Gudermes, la segunda población más grande de Chechenia,
situada al este de Grozni, como a una hora y media de allí en
coche.
Sin embargo, pocos días más tarde, tuvo una hemorragia y fue
llevado rápidamente al Noveno Hospital. Resultó que,
otra vez, había desobedecido mis instrucciones. Después de la
operación de la fístula le dije que se tomara las cosas con
calma. En lugar de ello, había ido a la plaza Sheij Mansur para
arengar a la multitud: su herida se había abierto y había
empezado a sangrar. Cuando llegó al hospital había perdido ya
tanta sangre que le pedimos al ulema que le leyera la oración
para moribundos.
-Sígame.
-Tú sabes que soy checheno, así que ¿para qué me invitaste a
operar? Después de todo lo que he pasado, después de todo lo
que mi gente ha sufrido, ¿se supone que debo
avergonzarme de ser checheno?
Me di la vuelta y me marché.
Capítulo 14 - La Me ca
-Ya iré más tarde -le dije a su hombre-. Ahora tengo que ver
a muchos pacientes. Están esperando en mi consulta. Y
los pasillos están llenos de niños y ancianos enfermos que
pueden morir si no son atendidos.
Hacia las tres de la tarde de ese mismo día fui al despacho del
fiscal, pero Baskhadov no estaba. Su ayudante me dijo
que había ido con sus hijos a un torneo de artes marciales.
Esperé un poco y me marché. No supe nada en las siguientes
semanas; entonces, un empleado de la fiscalía me dijo que me
reclamaba. Le ignoré. Dos semanas después me di de bruces
con Baskhadov en el locutorio telefónico interurbano. El y sus
tres guardaespaldas esperaron a que acabara mi llamada y me
abordaron al salir a la calle.
Tres días después dos jóvenes con traje gris, camisa blanca y
corbata, me esperaban en la entrada del hospital. Me
explicaron que se requería mi presencia en la fiscalía. Dijeron
que no habría problema alguno. Les contesté que iba a estar
ocupado con mis pacientes los tres días siguientes, pero que
podía ir el miércoles.
Controlé mi ira.
—No, no lo sé.
Ruslan no se resistió.
así que le dije que sólo iba a buscar unos suministros médicos
y que volvería enseguida. No me creyó. Me conocía
demasiado bien.
Capítulo 17 - El clímax
—Se han ido todos por la noche —dijo—. Todos los médicos
y casi todas las enfermeras.
-¿Sitios bonitos?
-¿Cuánto hace que tiene esta herida? -la llevé hasta la mesa
para examinarla. Arrastró las piernas rígidamente y se subió a
la mesa. No me contestó, se limitó a mirar fijamente la pared.
Su marido le había dicho a la enfermera que la herida no había
sido tratada porque tuvieron que quedarse en el sótano
durante un mes.
Levanté su falda para examinarla; llevaba unos pantalones
bombachos sucios y llenos de agujeros. Retiré la ropa
que cubría su profunda herida. La carne estaba descompuesta
y el olor a tejidos muertos se extendió por la habitación. Le
inyecté una dosis de anestesia local y comencé a cortar la
carne ennegrecida.
Sonrió.
Corrí a casa lo más rápido que pude. Allí estaban Nana, unos
amigos y unos vecinos viendo la televisión que me
había arreglado conectándola a un viejo generador japonés.
La electricidad había faltado durante meses. Mis amigos
esperaban las noticias de las nueve de Moscú, ansiosos por
saber qué contaban los rusos de la guerra.
—¿Umazhova? —pregunté.
Asintió.
-Vamos, soy médico -le dije—. Todos los que están aquí
tienen problemas terribles. Dígame qué le ocurre.
Asentí.
Días después:
23.00: Volví a casa muy cansado. Hace frío, el cielo está lleno
de estrellas. En las afueras del pueblo los Federales lanzan
bengalas. De vez en cuando se escucha fuego de
ametralladora.
mwmr
—En Kulari me han dicho que todavía estaba aquí, por eso he
vuelto -dijo-. Supuse que necesitaría ayuda.
Estaba preocupado por ella, por todo lo que había tenido que
pasar. La idea de dejar Chechenia me asaltó de nuevo.
¿Cuánto más podría soportar aquello? Un fuerte mido
interrumpió mis cavilaciones. Me apresuré a salir a la calle
para encontrarme con que un blindado para tropas había
vuelto a derribar las puertas.
-Haga lo que tenga que hacer -contestó cuando le dije que era
necesario amputarle la pierna. A pesar de ello, como no quería
que él o sus parientes pensaran que me estaba tomando la
revancha, llamé a su hermano para que viera el estado en
que se encontraba la pierna. Estuvo de acuerdo con que la
amputación era necesaria.
Se nos había acabado el hilo quirúrgico, así que tenía que usar
hilo ordinario empapado en alcohol. Trabajar con
hilo empapado era difícil y enervante. Había cosido ya tantas
heridas sin guantes que se me hicieron cortes entre los dedos.
Las ampollas de mis manos reventaron y se transformaron
en pequeñas heridas. Y los médicos y las enfermeras de
Grozni sin aparecer. Temí que les fuera imposible llegar a
Aljan-Kala.
—A Tolstoi-Iurt —contestó.
-No hay sitio para él. Tenemos que recoger a tres heridos y
pasar la frontera con ellos.
Se encogió de hombros.
—¿Preparado? —preguntó.
Zara me contó esa tarde que Khava y ella tenían que recorrer
casi un kilómetro de terreno embarrado para ir a buscar agua
al río y poder lavar la ropa. Con cinco niños, un bebé incluido,
lavar era un trabajo a jornada completa: calentar agua, frotar
a mano y colgar alrededor del hornillo de gas. A por agua
para beber debían ir incluso más lejos: a un arroyo situado a
kilómetro y medio. La electricidad iba y venía pero, a Dios
gracias, teníamos gas, y Zara podía preparar la comida con él.
Parecía agotada pero no profirió una sola queja. Sabía lo
afortunados que éramos en comparación con otros.
Me hizo reír.
-Sí.
-¿Adónde se dirige?
-A Estados Unidos.
Traté de engañarle:
—En Vladikavkaz, Osetia del Norte -hablé con calma, pero
por dentro estaba hecho un manojo de nervios: sabía que
las autoridades rusas iban detrás de mí. Decidí contraatacar
—: Mire, no entiendo nada de todo esto. ¿Por qué me retiene
aquí?
Cada día que pasaba, estaba peor de los nervios. Una noche
aterrizó un helicóptero sobre la azotea del hospital con un
accidentado; salté de la cama con el corazón en un puño
temiendo que a continuación explosionara una bomba. La
habitación se me caía encima y no podía respirar. Bajé a
tumbos las escaleras y salí a la calle. Lo único que me aliviaba
era hacer ejercicio.
-Alá te salvó para que vinieras a este país -dijo Hamid Ozbek-
Umarov, levantándose de su sillón de la sala de estar para
saludarme. Su comentario me desconcertó, y me pregunté si
realmente quería establecerme allí. Había oído hablar de
este anciano en Chechenia, pero era la primera vez que lo
veía en persona. Fui a visitarle muchas veces a su casa de
Paterson, en Nueva Jersey. A sus ochenta y tres años, era un
hombre de aspecto distinguido con una barba blanca como la
nieve y un porte orgulloso que sólo podía haber aprendido en
las montañas del Cáucaso. Sobre el sofá colgaba una gran
pintura de un jinete checheno montado en un semental blanco
sobre un fondo de cumbres nevadas que es perdían entre las
nubes. El jinete llevaba el tradicional gorro de astracán, el
papakha, botas de cuero negro y una chaqueta de Cherkesia,
negra y ceñida a la cintura, con bolsillos para cartuchos sobre
el pecho. De su cin-
De izquierda a derecha: Mi amigo Larry Ellis, el anciano
checheno Hamid Ozbek-Umarov, su hija, Handan, yo de
espaldas y Rachel Denbeer de Human Rights Watch.
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“Sí, sí, es que tengo unas cuantas cosas que hacer; en cuanto
las acabe me marcho”, me prometió la última vez que me
llamó desde Ingushetia.
Capítulo 23
Espereanza y desolación
-Si les hubiera hecho algo malo, no sería mejor que ellos. No
busco venganza. Quiero vivir como un ser humano. No quiero
estar lleno de odio.
Meneó la cabeza.
Sabía que era improbable decir algo que les hiciera liberar a
los rehenes, pero estaba dispuesto a intentar cualquier cosa
con tal de evitar una catástrofe. Movsar debería escucharme
como a uno de sus mayores, pero no estaba solo; había
hombres y mujeres jóvenes con dinamita atada al torso,
individuos desesperados que querían llamar la atención del
mundo sobre aquella guerra olvidada. Al contrario que mi
generación, educada en Rusia y con amigos rusos, estos
jóvenes no habían conocido de Rusia más que su capacidad
de matar.
Maryam, de nueve, que llegó a este país tan apagada que uno
de nuestros amigos estuvo muy preocupado por su salud,
habla ahora de tal modo que una de sus profesoras se ha
quejado.
**
Epílogo
una sola vez desde que estoy aquí he sido detenido en la calle
ni se me han pedido mis documentos o mi identificación
lo que, después de mi experiencia rusa, me llena de asombro.
Hay un proverbio ruso que dice “Net khuda hez dobra” (no
hay mal sin bien). Resulta sin embargo difícil encontrar algo
positivo en el sacrificio y el sufrimiento de inocentes. Las
bombas y las minas terrestres matan y mutilan
indiscriminadamente, sobre todo si la guerra se desarrolla
entre poblaciones civiles, villas y granjas. Los que sobreviven
cambian para siempre: sé que nunca seré la misma persona
que era antes de la guerra. He visto demasiada violencia y
demasiada muerte, pero aún hay esperanza: a pesar de los
miles de minas enterradas en nuestro territorio, los chechenos
vuelven a cultivar sus campos y las mujeres tienen niños.
Apéncide
¿Q ué ha sido de e llos?