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LOS OBJETOS META-ARTÍSTICOS

y otros ensayos sobre


la sensibilidad contemporánea

Benjamín Valdivia

Universidad Autónoma de Zacatecas


Unidad Académica de Estudios de las Humanidades y las Artes
&
Azafrán y Cinabrio
e d i c i o n e s
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS

Lic. Alfredo Femat Bañuelos


Rector

Dr. Francisco Javier Domínguez Garay


Secretario General

Dra. Ma. Isabel Terán Elizondo


Directora de la Unidad Académica
de Estudios de las Humanidades y las Artes

Primera edición: 2007

D. R. © Benjamín Valdivia

D. R. © 2007 por la presente edición:


Azafrán y Cinabrio
Calzada de Guadalupe 35
36000 Guanajuato, Gto. México

www.ayc.com.mx

Impreso y hecho en México


ISBN: 978-968-9454-01-4
I

LO META-ARTÍSTICO
ACERCA DE LA MUERTE DEL ARTE

En esta época de agonías, que vivimos, todo se da por muerto.


Sucesivamente se ha pregonado la muerte de la divinidad, la muerte
de la historia, la muerte de la filosofía y, dado que no podía faltar,
la muerte del arte. En su conjunto, se ha querido ver esto como
la muerte de la modernidad. Mejor aún, como afirma Aquilino
Duque: el suicidio de la modernidad. Nos falta la muerte de la
época de la muerte de todo. La consecuencia directa del tono
crepuscular de nuestro tiempo ha sido el pensamiento post-ístico.
Se habla ya de la filosofía postmetafísica, de la experiencia posthis-
tórica, y otras cosas semejantes, englobadas en lo que la cultura
anglosajona-europea dominante busca explicarse con el socorrido
lema de la postmodernidad. Es tanta la insistencia post-ística que
tal vez tiene razón en algunos de los síntomas que observa. Para no
desmerecer de la jerga de estos días, le llamaremos no postartístico
sino meta-artístico al estado actual de la producción estética, la
cual modela a la sensibilidad contemporánea.
Decir postartístico es un equívoco, pues el arte continúa su-
cediendo. Al menos prosigue como historia. El arte es su historia.
Y lo es porque, en cuanto es constituida la obra, se agrega a sus
análogas del pasado y se somete a la crítica como un objeto que
desde ese momento ya está dado en la realidad social. Siendo una
larga cadena de objetos peculiares que se suceden unos a otros, cada
cual rechazando la factura previa y buscando superar los logros de
sus predecesores, los objetos artísticos son, en cada época, motivo
de sorpresa y de pasmo. Seguramente el primer artista del planeta
fue el primero en sentir la incomprensión de sus contemporáneos
frente a lo expresado. Y es que el arte siempre va un paso adelante
de la percepción: la sensibilidad avanza sólo cuando la obra de arte
ha sido realizada. En ese entendido, cada obra de arte es obliga-
damente secuela y superación de las obras anteriores. Cada nueva
expresión artística es post- respecto al arte ya existente.

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No nos referiremos, pues, a algo postartístico. Dos son
nuestras razones: primera, que el arte ya había sido declarado
muerto desde entrado el siglo XIX; y segunda, que la situación
actual presenta signos de ser hondamente distinta a otras, no sólo
al modo en que una técnica, un estilo o unos materiales venían a
modificar el proceso del arte. La primera cosa sería propiamente
la denominada discusión de la muerte del arte; la segunda, que es
lo que nos concierne, la hemos llamado la de lo meta-artístico.
La estética surge como campo formal a mediados del siglo
XVIII; de inmediato adquiere el rango de disciplina filosófica
sistemática, por más que ya desde los griegos el problema de la
sensación y el de la artisticidad eran hitos del pensar. Kant liga,
desde el inicio de sus reflexiones, el arte y la sensibilidad a lo bello,
la libertad, la imaginación, la verdad, la certeza, la intuición y otras
modalidades de lo humano que son de apreciación general como
deseables. La sensibilidad es ubicada por Kant en la base inferior
de la razón pura, pues todo contenido de la razón acontece en
términos de tiempo y espacio, que son condiciones anticipadas de
toda percepción (incluso de la percepción del sujeto como sujeto
mismo); al otro extremo, otros elementos de la sensibilidad son
colocados por Kant al término superior de la razón, cuando las an-
tinomias impiden el correcto ejercicio de ésta, que sólo cuenta con
la imaginación para suponer y decidir. El eje de la estética kantiana
es la libertad: el libre juego de la imaginación. Con la imaginación
se construyen los lineamientos del sistema filosófico y, claro está,
se conciben las obras de arte. Por otro lado, los productos de la
filosofía y del arte son irrestrictos, sometidos sólo a los designios
de su propia verdad. No tienen otra intención, supone Kant, sino
estipular el concepto, la una; y proporcionarnos placer, el otro.
La verdad filosófica ofrece el concepto sin modificarlo a placer;
y la verdad artística otorga el placer sin someterlo al concepto. El
arte place sin concepto, conforme afirma la conocida enunciación
kantiana: nada de lo que sepamos puede añadirle o restarle al hecho
de que algo nos guste.
Pero Kant entendía el arte como un objeto propio de la sen-
sibilidad individual, universalizada por fundarse en condiciones

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de percepción trascendentales, integradas al ser de todo sujeto.
Será Hegel quien exponga que esa universalidad abarcante de las
cualidades perceptuales de cualquier obra, por diversa que ésta sea
frente a otras obras ya producidas, reside en la universalidad del
sujeto histórico —a saber: el espíritu— más allá de cualquier sujeto
humano individual. Un sujeto de las cavernas percibe igual que
uno de hoy, pero no lo mismo ni con el mismo sentido. Percibi-
mos igual, pero no percibimos lo mismo; y no le damos la misma
apreciación. Esta condición hace que el juicio de gusto, que para
Kant era sin mediaciones y sin conceptos, se transforme filosófica-
mente en un juicio histórico y conceptual dentro del pensamiento
hegeliano. Todavía Lenin llegó a preguntarse por qué nos gusta el
arte clásico griego si corresponde a una circunstancia del mundo
tan diferente de la nuestra. La respuesta de Hegel sigue siendo
válida: porque nuestro concepto actual del arte adapta aquellos
objetos a estos gustos. Para Hegel no puede haber placer artístico
si no es por mediación del concepto histórico.
Del placer sin concepto al placer con concepto se ha dado una
modificación importante en la formulación teórica de lo artístico:
la experiencia estética muestra la necesidad de la conciencia estética.
Conciencia histórica, además. Pero al ser concientes estamos un
paso más allá de la sensibilidad: estamos en el orbe de la conciencia.
Y aunque podemos tener experiencia de la conciencia, es realmente
en la conciencia de la conciencia donde reside nuestra identidad
histórica. Al ser autoconscientes nos alejamos de la experiencia
artística inmediata y nos reconocemos como sujetos últimos a los
que invoca aquel objeto artístico. Por eso afirma Hegel que el arte
ha muerto: ya no es posible la experiencia estética sin la media-
ción conceptual. La mejor prueba histórica de la validez de sus
afirmaciones son las vanguardias artísticas, que junto a las obras
colocan los manifiestos que las orientan o explican.
El arte ha muerto como tal, aduce Hegel, porque ya no es
posible sin mediación conceptual. En la ocasión temporal adecuada,
surgirá precisamente una tendencia al arte conceptual. Los concep-
tos, los modos de concebir, se sobreimpondrán en el proceso de
producir y de captar el arte. Pero Hegel mismo, tras precisar en

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qué consiste la muerte del arte, pasa a registrar sus pensamientos
sobre el arte romántico y sobre el arte del futuro suyo. Es decir
que acepta la continuidad de dicha actividad expresiva: el porvenir
de lo muerto. Su contraparte es enunciada por Nietzsche: cuando
muere la divinidad seguimos adorando su cadáver durante milenios
en una caverna oscura.1
Ahora bien, el arte, muerto o no, inmediato o conceptuali-
zado, seguía presente en la historia. O sea que, luego de la muerte
del arte, el arte prosiguió, aunque ahora no como experiencia pura
sino mediada por la conciencia. El gusto perdió su inmediatez y
ganó concepto: ahora no bastaba con decir me gusta sino que debía
añadirse la explicación del porqué. El siguiente paso era —y ya se ha
dado— crear las explicaciones conceptuales del arte. No olvidemos
que Kant advirtió sobre la semejanza entre filosofía y arte: ambas
son imaginaciones objetivadas. Una, como concepto a partir del
sujeto; otro, como sensación a partir de la objetualidad. El punto
es que los artistas comenzaron a tratar el arte filosóficamente.2 Y
bastó luego con proponer conceptos para ser artista, prescindiendo
de la configuración y de los cánones de la tradición artística. Se
producían estos objetos para-ser-percibidos pero que ya no eran
propiamente obras de arte. Contienen estructura análoga, pero ya
no las determinaciones de éstas.
Entonces, más que hallarnos ante la muerte del arte estamos
frente a una modificación histórica que produce objetos suplan-
tadores del arte y que, sin duda, cumplen socialmente la misma
función que el arte, pero ya no lo son. No es algo postartístico,
como queda dicho. Se trata de algo que bien puede llamarse la
época de la producción de los objetos meta-artísticos.

1
Cfr. La gaya ciencia, §108
2
Para más detalles acerca de cómo los artistas se involucran en resolver
asuntos filosóficos véase mi investigación El referente real en las poéticas
de las vanguardias artísticas (Universidad Autónoma de Zacatecas, tesis
doctoral, enero de 2007).

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LOS OBJETOS META-ARTÍSTICOS
Y SU ELABORACIÓN EN LA POSVANGUARDIA

En las vanguardias artísticas del siglo XX pareciera verificarse la


afirmación hegeliana de que el arte ha muerto. Si esto es cierto, a
las posvanguardias no les queda ni el espacio para matar el arte.
El arte ya lo podemos dar por muerto; en contrapartida, una ten-
dencia ha sido la de resucitarlo, volver al realismo, a la figuración,
a la técnica académica del dibujo, a la tonalidad en la música, en
fin la vuelta a los elementos composicionales, esperando volverlo
a suscitar, a re-suscitar. Pero otra tendencia, la más claramente
posvanguardista, se distancia de lo artístico y renuncia al arte; no
sólo al tradicional, sino incluso al arte entendido como lo que ha
muerto. La posvanguardia forma ideas acerca de cómo debemos
sentir, pero no siempre forma objetos que propicien esa sensación.
Para hacerlo, diverge hacia dos extremos, uno que renuncia a la
creación de lo elevado y elitista y otro que hace una exaltación
radical de la originalidad. En el primer caso, lo que tenemos es
un desplazamiento hacia la cultura de masas y sus efigies o modos
más reconocibles, apoyándose en la reiteración de componentes de
la sensibilidad social aceptada; el otro va a lo contrario y preten-
de lo incomprensible, lo aleatorio y lo informal, a fin de que se
manifieste lo inédito a ultranza. Para llevar a cabo sus propósitos
de masificación o de originalidad límite, los autores permiten
que sus declaraciones tengan igual o mayor importancia que sus
elaboraciones. El concepto de lo que se busca hacer sentir adquiere
relevancia semejante o superior ante los objetos producidos para
hacer sentir.
En este tipo de expresiones se les tiene aprecio también a los
productos industriales prefabricados, a las técnicas de reproducción
maquinada, a las artes menores o artesanales, etc. La diferencia
entre el arte y otras formas sociales —como la publicidad, por
ejemplo— queda difuminada. En la plástica, por ejemplo, surge
la repetición de retratos de personajes famosos de la farándula o
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la política; reiteradas representaciones de empaques de productos
como sopa, puros o jabón o, incluso, la mera presencia de dichos
empaques sin elaboración por parte de los autores. Y, al lado
opuesto, se configuran piezas mediante pintura chorreada, arroja-
da o de líneas azarosas dispersas sobre la superficie. Esos nuevos
arquetipos serán lo distintivo de la época, notando que los autores
se vuelven más conocidos o más significativos que sus objetos, pues
laboran fuera de las condiciones en las que, anteriormente, una
obra podría ser memorable. Las obras de arte, aproximadamente
hasta el romanticismo, buscaban traer al mundo lo memorable.
Son obras compuestas para el recuerdo, no sólo de la generación
que las percibe sino también de la posteridad. Están hechas para
la duración. Sus materiales están elegidos para que permanezcan.
Se puede encontrar un tapiz medieval con colores todavía frescos
mil años después de su factura; sus colores son vigentes a pesar
del tiempo. También los temas de entonces pretenden mostrarnos
ese sentido de la perduración, con el propósito ideal de señalar
que la obra no estaba hecha para desaparecer ni al hacerla ni al
percibirla.
En la época previa, al concebir un retrato se buscaba rebasar
a la generación que pudo haber conocido al modelo, siendo la
obra independiente de quien allí se encuentre figurado. El ejemplo
infaltable sería la Gioconda. Pero las posvanguardias han hecho el
retrato de efímeros personajes famosos del mundo social y político
como si no se hicieran para una generación posterior o para una
duración de largo alcance, porque son imágenes que tienen sentido
por su referente más que por su factura. Como son figuras sólo del
mundo del presente en que se elaboran, al paso de una generación
su sentido popularista ha menguado de forma drástica. Hemos
interrogado a jóvenes que no se criaron en el mito de Marilyn
Monroe y, para ellos, ese retrato no representa más un ícono del
cine sino una mujer extraña. La posvanguardia no sólo renuncia
técnicamente a lo que es el arte; además, pone en entredicho los
elementos de la perduración del arte, tanto en sus modelos y figuras
como en sus técnicas y materiales. Modelos, normas y técnicas de
lo perdurable son puestos a un lado y se busca, más bien, mostrar

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lo inmediato, lo vinculado a la idea colectiva. Con los materiales
acontece lo mismo pues se toman materiales normales, no elabo-
rados específicamente para el arte.
Todavía no muy lejos en la historia, los artistas tenían sus
fórmulas especiales para hacer los pigmentos. En la música previa,
en vez de introducir ruidos de máquinas y ajetreos sonoros de la
sociedad, los artistas querían crear combinaciones de sonidos de
un modo como no se había utilizado jamás; se quería mostrar
lo antes inexistente en su técnica o en su visión. El arte reciente
exagera esa dimensión de originalidad por medio de la inclusión
de aspectos que privilegian la novedad sobre la elaboración: hay
que encajar en la obra lo que jamás se pensó adentrar en ella.
Al insertarse en una pieza musical la turbina de un avión, se
nos muestra algo que depende del equipo de grabación, amén
de que induce a suponer la música como algo dependiente del
equipamiento y no de la técnica composicional. Cualquiera con
el equipo adecuado puede asistir al aeropuerto y pretender, con
suerte, tener un Stockhausen propio; y hasta creer estar a su altura
porque hemos grabado nuestro avión. La tentación es poderosa.
Y no podemos decir que su turbina sea más melódica o más rui-
dosa que la nuestra. El suceso histórico es que el compositor que
presenta el sonar de la turbina ha elaborado una masa sonora que
es repetible por cualquier otro que tenga el equipo adecuado. Su
composición, desde luego, no es la turbina misma (que ha sido
producida por el avión y no por el compositor) sino la idea de que
con una turbina se altera el campo de lo musical entendido como
configuración de los instrumentos tradicionalmente dedicados sólo
a expresar la música. Así, lo que tiene la posvanguardia son ideas
para alterar el campo de lo artístico. Los medios técnicos muchas
veces no van más allá de lo que cualquiera pudiera utilizar. Una
serigrafía, una grabación aeroportuaria, una fotografía turística es
algo que cualquier bien intencionado puede reproducir. No es el
modelo, ni la técnica, ni la ejecución lo que es distintivo de esas
obras. Lo que se nos da es una idea de cómo romper el campo de
lo artístico. Eso es lo central en la posvanguardia: cómo concebir

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la forma en que el arte deje de ser lo que era, incluyendo ese arte
ya matado por las vanguardias.
El concepto de lo meta-artístico supone la renuncia a la
posteridad, a la perduración. El punto crucial para esa ruptura
es la imagen. Se trata de presentar la imagen de lo que fue arte,
con todo lo que implicaba serlo, y que ahora es solamente una
presentación, ya no una representación. Algo es meta-artístico no
porque amplía el campo del arte sino porque va más allá de lo
que es arte. Dicho simplemente: ya no es arte. El problema del
significado estético ha sido desplazado hacia otro, mucho más
básico, de carácter ontológico.
Podemos marcar tres momentos perceptuales en el orden
histórico reciente del arte. Una primera instancia se formó en
aquel tiempo donde coincidía la verdad sensible de la obra con la
expectativa cultural y valoral de la belleza; los receptores de aquellos
objetos podían tener la certeza inmediata de que lo contemplado
les gustaba (o no). Allí la experiencia de la belleza se reunía con la
certeza sensible, del modo tan claramente analizado por Kant. El
resultado enunciativo del público era la declaración de que había
presenciado una obra de arte, que su sensibilidad se amplió, y que el
mundo pudo verificarse otra vez en sus rasgos más fundamentales,
en este caso mediante la experiencia de lo bello sin la necesidad
de cuestionamiento alguno. Hubo una unidad extrema entre el
objeto estético y su concepto, siendo paulatinamente primordial
el concepto, para provocar lo que Hegel denominó la muerte del
arte: ya nunca más la sensibilidad podría vivirse en su inmediatez
sino siempre mediada por su concepto. Tal estado de cosas en la
cultura de la sensibilidad dejó sitio, pues, a un segundo momento
en el cual la unidad se fragmenta, la belleza desaparece como valor
básico de lo artístico, y las ideas del artista deben adosarse a su obra
para que ésta sea comprendida. El arte deja de ser constatación de
la belleza y se vuelve interrogación por el significado. El público
ya no percibe de modo directo lo que la obra le propone y está
en situación de preguntarse “¿qué significa esto que percibo?”.
Para solucionar esa pregunta es que los artistas de las vanguardias,
en la primera mitad del siglo XX, hicieron el manifiesto de sus

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intenciones. Los manifiestos vanguardistas pretendían aclarar a
los perceptores cuál era el alcance y el sentido de aquellos objetos
artísticos realizados, así, en dos planos: el de la obra misma en
su inmediatez objetual y el de los conceptos que auxiliaban para
responder a la pregunta de “qué significa esto que percibo”.
Un tercer lapso, en nuestra actualidad, ha servido para des-
plazar nuevamente los referentes culturales del orbe artístico. Este
nuevo momento, conocido como el de la posvanguardia, reacciona
contra la fragmentación vanguardista y ya no acepta que el con-
cepto se reúna con la obra. Ahora quiere que el concepto tenga
un valor propio con independencia de su elaboración objetual. La
pregunta por el significado se suple con otra, de rango ontológico.
El cuestionamiento que se hace el público ya no es “¿qué significa
esto que percibo?” sino “¿qué es esto?”. El objeto artístico deja de
distinguirse del resto de los objetos; ya no es portador de la belleza
y tampoco es ya la elaboración técnica procreada mediante las ha-
bilidades del artista. El receptor enfrenta un problema ontológico
más que uno hermenéutico. Lo que queda en cuestión no es el
sentido del arte y sí, más bien, el arte mismo. El primer ejemplo
visible, todavía contemporáneo de la vanguardia, es el mueble de
baño propuesto por Marcel Duchamp. El ejemplo definitivo, ya en
la posvanguardia, es la caja de limpiador de Andy Warhol. Tanto
el mueble como la caja no son portadores de la belleza artística y
tampoco son resultado de la habilidad elaborativa de los respectivos
autores: son cosas tomadas del campo de lo mundano, elaboradas
por medio de la labor de la industria y resultantes del trabajo
de diseñadores y obreros. Los objetos industriales, previamente
fabricados con objetivos utilitarios (como depositar deyecciones
o transportar jabón), que no han sido producidos materialmente
por los artistas, se insertan en el circuito del arte y se exhiben
como si fueran obras de arte. Como si lo fueran, pero ¿lo son? Se
nota que la pregunta alcanza al campo ontológico, al deslinde de
si dichos productos son —o no son— objetos artísticos atribuibles
a sus pretendidos autores. Es la interrogación por el ser. ¿Es arte si
no tiene los rasgos acostumbrados del arte? ¿Son artistas sin haber
producido la configuración de la obra?

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Es indudable que estamos, en ese tercer momento, frente a
una circunstancia nueva. Nunca antes se registró una pretensión
tan acusada de atribuirse la artisticidad de un objeto diseñado y
elaborado por otros. Y mucho menos fundar la propia fama en
tal pretensión. Pero —recordemos— tal vez ya no estamos ante una
obra artística sino que percibimos un objeto meta-artístico. Es una
cosa semejante en su atmósfera a lo que era el arte, pero ya no lo
es. Se trata de un sucedáneo. Lo que han hecho los autores, en
los dos ejemplos citados antes, es producir una propuesta. Allí lo
estético no estriba en la configuración del objeto o en la realización
de la belleza sino en la propuesta de que las cosas mundanas sean
percibidas como se percibía antes a las obras artísticas. No son
obras de arte, pero se quiere que sean percibidas al modo de aque-
llas. Entonces, son autores de una propuesta estética, de carácter
conceptual, que desborda el orbe de los materiales ordenados o
configurados: ya no es arte, es una imagen del arte.
El campo artístico, siendo inicialmente de los sentidos y al
pasar, en las vanguardias, de los sentidos al concepto, se vuelve algo
declarado además de ser ejecutado. Con eso se comenzó a dar sitio
a la imagen, que no se agota en la elaboración de una cosa o la
configuración de la materia perceptible por los sentidos. Más allá
de eso, las capacidades estéticas del receptor tienen que percibir lo
ideal, las ideas. No porque el arte se haya intelectualizado ni porque
los artistas se hayan vuelto teóricos del arte sino que se volvió más
relevante concebir una posibilidad para los sentidos que realizar
esa posibilidad. El arte, incluido el de las vanguardias, estriba en
la realización de obras. Lo que hacen los vanguardistas —y por lo
cual tienen que declarar el propósito conceptual— es formar una
obra: se fundan en la producción de obras y tienen, en la base de
su ser, un objeto para la sensibilidad permeado de concepto. Hay
declaraciones respecto a porqué el objeto debe ser así. La ética del
vanguardista sigue siendo la de cumplir el deber de producir su
propia obra. En la posvanguardia se invierte la posición histórica
de los objetos de los sentidos y éstos se someten radicalmente a
la conceptualización, de tal forma que puede incluso no tenerse
ante ellos una reacción sensible o una emoción artística; por lo

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menos no en los términos entendidos en las vanguardias, que
realizan un valor ideal manifiesto y luego puesto en la obra. La
posvanguardia sigue el mismo esquema, pero sin la intención de
que la obra realice un ideal, sino que la obra misma es una pre-
sencia ideal, un objeto conceptual antes que uno sensible. Desde
los años sesenta hasta nuestros días han surgido formas estéticas
tendencialmente meta-artísticas cual la improvisación escénica
(impuesta con la denominación en inglés como happening); el
acontecimiento instantáneo (performance); la cápsula de inserción
visual (videoclip); y otras expresiones que parecen estar cerca del
sentido artístico pero buscan darnos algo distinto a la belleza o
el significado y son relativas más bien al pasatiempo, al pasar los
sentidos sobre el tiempo sin un significado artístico.
En la posvanguardia, las condiciones de avance y radicali-
zación de las artes obligan a un exceso más allá del exceso de las
vanguardias: el arte tiene que hacerse presente más allá de los ex-
cesos de lo artístico fragmentado. Así, si el cubismo es un exceso,
la posvanguardia tiene que ir más allá. Lo que hará es constituir
la imagen como centro de la creación de obras. El arte anterior
usa la imagen como recurso o modo de proceder, para completar
cierta intención en términos materiales. La imagen es un recurso:
la guitarra o el jarrón en los cuadros cubistas hacen ver las figuras
de las cosas cotidianas llevadas a mostrarse como las imagina el
artista (todos los lados hacia el frente, por ejemplo). En vez de
ofrecer una figura como es en la realidad, el arte nos ofrece la
imagen: la figura como es en la imaginación. Por tanto, al usar la
imagen como recurso, hay una función constructiva de la obra,
aunque en el proceso se destruya la figura de la realidad. La ima-
gen suplanta a la figura. El arte se somete a la imaginación. Esa
es la parte más radical del impulso histórico para que la sociedad
humana se convierta en una sociedad de la imagen. Hacia la se-
gunda mitad del siglo XX, la imagen es el centro en muchas cosas
como la moral, la política, la religión y, desde luego, el arte. La
imagen aparece como centro del proceder. Una vez puestos en la
sociedad de la imagen, los artistas de la posvanguardia intentarán
integrar el arte a ese conjunto de experiencia de dicha sociedad; y,

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a la inversa, mostrar en la obra las experiencias de ésta. Por eso la
imagen es más radical en la posvanguardia que en la vanguardia,
en la cual podía estar o no estar presente.
La imagen posvanguardista tiene dos aspectos básicos que
la vinculan a los procedimientos artísticos: novedad y variedad.
Se trataba de traer algo nuevo, inédito. Para que sea nuevo, no
puede repetir lo hecho; y por eso busca la variedad. La imagen,
con esos dos aspectos, produce obras que ya no son artísticas, ni
en sus intenciones ni en sus configuraciones: son conceptos que
suplantan la materia y proliferan en medios mecánicos o recursos
elementales que cualquiera, sin ser artista, puede configurar. Una
caja de pulidor que consigamos puede llevarnos a ser autores de
algo análogo de aquel célebre objeto. Lo que el autor inventa o
propone no es la caja sino la idea. Poner la caja de jabón otra vez
en una galería de arte es una repetición de la idea. Ha perdido
vigencia no sólo porque es repetición, sino porque se afecta la
novedad y la variedad de la imagen.
En otro sentido, la variedad en el objeto puede ser por proxi-
midad de la idea. ¿Qué diferencia hay entre el mingitorio y la caja
de jabón? Una es objeto de la publicidad y el otro sólo es objeto
de uso. Parecen ser lo mismo en cuanto son un objeto industrial
trasladado sin elaboración al lugar de la sacralización del objeto
artístico. Duchamp deja al objeto industrial como algo inútil, sin
poder cumplir su opción primigenia de drenaje (dado que no tiene
conexión a la red de cloacas); la caja de abrillantador, en cambio,
no pierde su utilidad como caja industrial y, lo más importante, se
conserva la marca del producto en su dimensión social comercial;
no es la caja tratada artísticamente; no es la caja inutilizada por
el arte, ni una mera crítica de los objetos artísticos, sino que es la
exaltación de la imagen, sobre todo la imagen publicitaria: es la
integración del arte a la sociedad de la imagen. Lo que importa
allí es que sea un objeto común con la forma común y la propa-
ganda común que lo caracterizan. Ignoro si se exhibió la caja con
el producto dentro, lo cual hubiera sido bueno por el aroma y
sería un valor añadido para sentirse, efectivamente, como en un
mercado con fuerte tufo jabonoso.

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Sí hay diferencia, pues, entre la vanguardia y la posvanguardia,
porque esta última no busca hacer la crítica de los objetos de la
sociedad de la imagen sino busca integrarlos a la creación estética.
Las vanguardias mantienen un sentido crítico que no se aprecia
claramente en la posvanguardia. El exceso se nos muestra como
un nuevo segmento de la expresión; no es la cancelación de las
experiencias de los sentidos y sí su acomodo a las experiencias de
la sociedad masificada. Sobre todo cuando la vanguardia ya no
tiene mucho más que decir. Por ejemplo Bretón, quien fallece en
1966, es uno de los grandes teóricos impulsores de las vanguardias
que ya no inventa nuevas tendencias y sólo pretende mantenerse
al día. Es una condición semejante al inicio del romanticismo:
cuando Kant muere, ya los románticos han hecho su primera
labor; Kant trata de ir más allá de la filosofía crítica y forjar una
filosofía pragmática, que no alcanza a concluir. Algo así pasa a
los vanguardistas. Son cambios tan rápidos —Octavio Paz observa
que son cambios dentro de una sola generación y no de una a
otra— que la posvanguardia alcanza a los vanguardistas cuando
todavía están vivos; y trata de rebasarlos en vida, lo cual, por otro
lado, es la enseñanza que los propios vanguardistas habían dado.
Los artistas jóvenes se oponían a los viejos; y al envejecer los jóvenes,
se veían acabados por los nuevos jóvenes. En las posvanguardias,
la misma generación ya está haciendo otra cosa. Dalí sigue siendo
surrealista en los sesenta; pero ser surrealista cuatro décadas después
del Manifiesto tiene otro sentido, pues acontecen ya varias cosas
de la posvanguardia. Los que trataron de perdurar reiterando la
fórmula del éxito eran ya obsoletos al hacer su nueva obra. Hacer
obra de vanguardia a mediados de los sesenta es algo insostenible.
Se trataba, ya, de llevar un nuevo modo de la sensibilidad —el
que llamamos meta-artístico— que aprovecha formas, recursos e
intenciones de lo artístico pero los lleva al extremo ontológico,
de modo que ya no puedan ser reconocidos como arte. Lo nuevo
y la variedad, propios de la imagen, tienen que ir junto con un
tercer elemento: la fugacidad, lo olvidable de las obras, tanto para
el artista como para el público. Muchas obras de posvanguardia
tienen la intención de la fugacidad, están hechas para no durar,

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cosa que habíamos observado preliminarmente en los dadaístas, por
ejemplo cuando Picabia organiza exposiciones hechas para destruir
las obras: exhibiciones que son destrucciones. Pero la intención
de Picabia era crear una obra para perdurar y luego destruir esa
obra perdurable. Los dadaístas tenían muy claro que sus obras
tenían todos los elementos de la perduración artística. Un cuadro
al óleo, la composición de partituras, la redacción de guiones
teatrales, todo eso tenía en las vanguardias la intención de crear
una obra; y, después, la obra creada es la que había que destruir.
Los posvanguardistas consideran que la obra debe ser hecha para
que no dure, construida de cosas efímeras, con temas efímeros:
debe ser hecha para que se acabe, tanto en su consumo como en
su consumación. Las obras de la posvanguardia no respetan uno
de los criterios centrales del arte —que era imprescindible hasta en
los vanguardistas— que era oponerse con el arte a la fugacidad de
lo real, al desecho. Propiamente, los posvanguardistas configuran
obras desechables. Si son irrepetibles, no es por ser obras genia-
les, grandiosas o elaboradas de modo que sea muy improbable
o impractico que se vuelvan a hacer, sino que son propiamente
desechables, que se usan y se tiran, que se miran y desaparecen,
o que se reproducen por medios mecánicos y en tal cantidad que
finalmente no vale la pena conservarlas, ni como objetos ni en la
memoria. Excepto en contados casos (aquellos más próximos a la
estética previa), en general las obras de la posvanguardia pretenden
la destitución de la memoria de la perduración.
Debemos recordar que en el arte posvanguardista las pro-
ducciones más memorables —ante las cuales uno pudiera decir
que así debiera ser el mundo, como se diría de las grandes obras
artísticas del pasado—, las que serían parte fundamental de estas
nuevas tendencias, tendrían como sustento la destrucción de la
obra ya sea como significado o como objeto. Consideremos, en
esta dirección, dos casos reales específicos efectuados en la zona
centro de México: uno actual, abiertamente de videoinstalación,
realizado en el Centro de las Artes, en Salamanca; y otro, algo más
antiguo, de fotografía añadida, sucedido en Aguascalientes, dentro
del Encuentro Nacional de Arte Joven.

22
Pues bien, en la videoinstalación aducida se da la proyección
de la elaboración de un grabado, su impresión y, por último, su
quema. Como adosamiento a la proyección se exhiben las cenizas
del papel que contenía la impresión del grabado. Lo importante
allí, como se notará, es presentar la destrucción de un objeto de esos
hechos por los artistas. La obra exhibida no es un grabado sino la
proyección, amén de las cenizas constatatorias. Dado que la obra
procede por medios tecnológicos de captura visual de movimiento,
se comprenderá lo no-originario, lo prescindible de sus encuadres,
pues lo que lleva el eje de sensibilidad es el concepto posvanguar-
dista: incendiar el arte. Y, claro, exhibir sus cenizas. Pensemos
que cuatro personas (o veinte, o mil), grabando todas en forma
simultánea la quema del grabado, captarán diversos enfoques, pero
se sumarán al mismo concepto. Nos preguntaremos si lo artístico
en este caso es el registro de la representación de la destrucción. Y,
si así fuera, deberíamos discernir cuál de todas las grabaciones es
la artística. Parece no serlo ni la proyección ni la videograbación
sino el concepto de captar el instante de la destrucción de lo que
fue arte. Es la plenitud de lo meta-artístico: la exhibición de su
destrucción: su imagen. Ahora bien, si el objeto meta-artístico es el
registro de la destrucción, quien hace el producto conceptual no es
el que opera la cámara, ni el de la quema ni el del grabado. Se trata
de la proyección de un acontecimiento dramático de cierto tipo,
actuado, de modo que no es el arte del grabado. ¿Videograbar eso
tenía condiciones de arte? ¿Era cine? ¿Se elabora como una película
o es un registro documental? Sólo se muestra la representación de
aquello. Al término, como queda dicho, se exhiben las cenizas del
grabado. Eso muestra que lo que podía ser artístico en la tradición,
a saber el grabado, ha sido destruido; y ahora podemos ver sus
cenizas. Tales cenizas pueden ser o no ser las del grabado, porque
ya no son cenizas sino imágenes: son símbolo de la destrucción
de aquello. Pueden muy bien ser las cenizas del periódico de hoy
y eso no alteraría que las cenizas que no son las de la obra sim-
bolizaran dicha destrucción. En este caso aparecen conjuntadas
varias condiciones que parecen pertenecer al orbe de lo artístico:
cenizas (como elementos escultóricos); un video (como análogo

23
del cine); el acto de la quema (de orden teatral o dramático); y el
grabado impreso (perteneciente a la plástica). Pero también se da
un proceso distinto, que es el de todo el conjunto ensamblado
para mostrarnos la imagen de una idea acerca de la destrucción
del arte, pues, en el fondo, no se pretende impactarnos con el
grabado o con el acontecimiento de las cenizas o de la proyección
o de la quema, sino con la reunión de todas ellas. Nos impacta
con la imagen, con lo que ello representa. Como digo, podía ser
ceniza de otra cosa que no fuese el grabado; o podría ser filmado
con otra cámara, o con otras mil, y con otro encuadre; se podría
haber quemado cualquier otro grabado o cualquier otra cosa. En-
tonces, todos los elementos de su elaboración serían prescindibles,
suplantables o reproducibles por cualquier otro medio, otra cosa
u otra persona. Eso nos muestra que tratamos con una imagen,
la representación de una idea para los sentidos. Lo complejo de los
objetos de la posvanguardia es que los sentidos no tienen ante sí
más que una representación; y de allí tienen que llegar a sentir
una idea, la imagen de aquello. Eso pareciera sugerir que hay una
cierta perduración de la obra. O al menos de su ceniza. Es como
el quevediano “serán ceniza más tendrá sentido”. Sin embargo esa
supuesta perduración queda en entredicho, pues son cenizas físicas
que pueden ser cenizas de cualquier otra cosa: el objeto artístico
está pulverizado, reducido a cenizas. ¿Acaso en ellas estriba esta
nueva perduración artística? Más bien, como vemos, enfrentamos
un objeto meta-artístico, con lo que ello implica.
El otro ejemplo es el de una fotografía del frente de un au-
tobús foráneo, al tamaño natural, con la puerta abierta y, junto
a ésta, la fotografía de un pasajero en actitud de prepararse para
abordar. Tanto al autobús como el pasajero están recortados en los
bordes de su efigie, de modo que suplan la realidad de donde se
han tomado. El añadido que llevan estas fotografías es un montón
de basura diversa dispersado en el entorno de ambas. La intención
del autor es clara. No obstante, sucedió que él mismo reclamó una
agresión a su obra, sin esclarecer si reclamaba una mutilación o una
censura. La cosa es que el barrendero de la institución se apresuró
a retirar el conjunto de latas, cáscaras, envolturas, papeles rotos,

24
periódicos viejos, polvo y desechos variopintos que el autor había
depositado. Los objetos barridos por el aseador en cuestión son
los que normalmente se ocupa de barrer: la basura que está en el
suelo, sólo que ahora es parte de la obra. El pasmo del afligido
barrendero fue mayúsculo, pero no podemos culparlo a él. El au-
tor, que ha puesto esa basura junto a sus fotografías, no pretende
que su obra se agote en ellas sino que incluya la basura. Ahora
bien, podría haber puesto basura distinta, como el periódico de
otro día, latas de otra marca, etcétera. No era significativo para
su producto estético que fueran exactamente esos objetos de dese-
cho los que compusieran su obra, puesto que ya no son tratados
como objetos en sí mismos sino, como gustaba decir Nietzsche,
como representaciones. El arte se convierte en una imagen donde
lo que importa no es el objeto configurado, ni su característica
formal como objeto; ni siquiera sus materiales objetuales, porque
pueden ser suplantados por cualquier otro material semejante (y
hasta por una fotografía de la basura misma). Es una situación
radical del objeto meta-artístico: puede ser hecho de otro modo;
sus componentes son prescindibles. Y lo que no es prescindible,
pero tampoco captable por los sentidos —aunque sólo tenemos los
sentidos para captarlo— es lo que se está representando, lo que se
juega allí: la idea. El arte de la posvanguardia nos muestra lo que se
juega: vemos la imagen, y lo que la imagen representa. Eso supone
ir más allá de los sentidos, porque se trata de un arte sometido
al concepto; es un hijo del arte muerto por la conceptualización.
Esta posvanguardia hace que la imagen, que era un recurso, se con-
vierta en el centro de la elaboración. El barrendero, compungido
y regañado por alterar un producto estético, regresó a su lugar la
basura; e incluso tal vez se sintió artista si, en un rapto inspirado,
echó por su cuenta más basura nueva, distinta de la que el autor
había arrojado allí.
La obra meta-artística tiene un peso distinto, porque ahora
sus componentes no son los que se esperarían para una obra de
arte: aquellos que están dentro de la memoria, en la tendencia de
la perduración. Materiales como la ceniza o la basura no pretenden
estar en la línea de la perduración o la necesidad compositiva. Ese

25
producto tal vez no habrá durado ni siquiera la vida de nuestra
generación. Lo importante, aquí, y a semejanza del caso de la
exhibición de cenizas, no es el trabajo fotográfico (que cualquiera
con la técnica podría hacerlo), ni la basura (que incluso el ba-
rrendero puede aportar fácilmente); lo importante es la imagen
que se propone. Así, no estamos ante obras sino ante propuestas.
La posvanguardia en vez de tener obras de arte tiene propuestas
análogas a lo artístico. Es lo meta-artístico. Los modos más nuevos
como el acontecimiento instantáneo (performance) y la instalación
son propuestas para los sentidos. ¿Qué les proponen a los sentidos?
Una imagen: la unión de una idea con una condición sensible o
una circunstancia de la sensibilidad. Esto es lo que hace que el
mundo contemporáneo, en tanto mundo de la imagen, permita
la elaboración de lo meta-artístico.
La elaboración meta-artística tiene como fin la apariencia
de arte. Los objetos meta-artísticos parecen artísticos, porque su
elaboración cumple con procesos semejantes a los del arte; pero
su intención, sus efectos, sus valores no son ya los del arte. Esta
elaboración, pues, puede no ser material, ya que lo hecho por los
autores son propuestas. Puede haber la propuesta hasta de objetos
imposibles o inexistentes, creando auténticos híbridos originales.
La arquitectura hecha por combinación de esculturas —como en
la Universidad Nacional Autónoma de México o en La Défense
en París— muestra que un conjunto de esculturas, sin elaboración
propiamente arquitectónica y sin perder su propio carácter es-
cultórico determina un espacio que no es ya el de la arquitectura
y tampoco el de la sola escultura. Es lo que Joaquín Sánchez
MacGrégor delimitó como espacio escultórico. En otra dirección,
por seguir el mismo curso de ejemplos, las esculturas invisibles, o
de tacto, o de luz, que ya no tienen un volumen visual sino sólo
una delimitación sensorial al tacto, van en contra de la escultura
tradicional, que se asocia a la imaginación sensorial del tacto
pero no directamente al ejercicio del tacto. Una escultura artísti-
ca, como el David, de Miguel Ángel, está arriba de un pedestal,
fuera del alcance propiamente táctil, y uno imagina muy bien su
textura pulida, pero no es una obra prevista exclusivamente para

26
tocarse. Llevar la imaginación táctil a la objetualidad táctil es un
desplazamiento de la tradición realizado por el mundo de la pos-
vanguardia. Se conserva la imaginación táctil no como evocación
sino como experiencia. En lo meta-artístico puede ser que, por un
lado, el objeto haya desaparecido; o bien que, por otro lado, lo
que era evocación se torne experiencia directa. En ambos casos el
resultado es la alteración de las condiciones de la obra. En un caso
porque la obra no existe; y, en el otro, porque la obra que estaba
destinada a la imaginación se convierte en experiencia sensorial.
Hay un desplazamiento de la sensibilidad artística. Eso tiene un
valor especial porque pocas veces en la historia se había visto caso
similar; y menos como una poética específica. Una escultura de luz
no existe como escultura sino como delimitación de los sentidos.
Su estado de cosa está alterado: no está presente como cosa sino
sólo como límite de percepción. Es una escultura que existe como
en la música el instrumento, el aire o el golpe decibélico: pero la
materia queda en entredicho. La materia formulaba la posibilidad
de la relación artística y mantenía la dignidad de la obra para ser
contemplada. Cuando lo que tenemos es una imagen, ya no esta-
mos, en ese sentido, ante una cosa. Al menos no es una cosa como
las referidas por Kant, Hegel o Heidegger. Aunque sí es un objeto
de los sentidos; y eso nos hace ver lo invisible. Es la virtualidad:
la percepción de lo que no está allí sino como imagen. Nos da
a entender el objeto. La escultura de luz no es una proyección
sino la presencia de un objeto materialmente inexistente o sólo
existente allí donde convergen los rayos que la delimitan. En la
posvanguardia, por lo menos hay un desplazamiento cruzado de
los valores de la vanguardia y de toda la tradición, en su condición
de objetos y en su elaboración: son imágenes y no cosas. Cuando
percibo un objeto sin estado de cosa, estoy ante la imagen. El
estatuto de imagen conferido por la posvanguardia se mueve,
claro está, desde el estado de cosa. En el análisis de Heidegger, si
no hay materia no hay arte. Los objetos de la posvanguardia, a la
vez postheideggerianos, requieren un paso más en esa dirección
teórica. Una disyuntiva: si el arte necesita el estado de cosa, los
objetos posvanguardistas no son arte; si pueden prescindir de

27
él, no serían meta-artísticos y habríamos de necesitar otra expli-
cación. ¿Es necesario el fundamento material para el arte? Creo
que sí. Si no, no es arte. Pero no podemos negar la existencia de
ciertos objetos que son imágenes y no tienen ese fundamento (al
menos no como lo tenían los objetos del arte); mi propuesta es
que los veamos como objetos meta-artísticos. Hago una obra que
es un juego de luces porque supongo que todos los que tienen la
experiencia de la escultura (o de la teoría de la escultura) van a
hacer una convergencia en esa delimitación sensorial donde no
hay materia pero sí una imagen de la tradición cultural y de todo
lo que el arte ha sido.
Ya en las vanguardias hubo algún caso de anulación del
estatuto material de la obra, no sólo por destrucción como en las
exposiciones de Picabia, ni sólo por transposición del prefabricado
como en Duchamp, sino por la prescindencia de la materia de la
obra. Tal es el caso de la obra 4’ 33”, del compositor John Cage:
no suena y está formada sólo por silencios. Oírla es no escuchar.
Claro que toda ejecución de ella será impecable si no se toca nota
alguna. Y, veámoslo así, desafinar en silencio es mucho más difícil.
Ahora bien, esa obra de Cage puede ser repetida por cualquiera: una
composición que se llame 6’ 38” pero silenciada sobre clavicordios
o con instrumentos tradicionales. No obstante, Cage ha inventado
esa pieza musical sin sonido; y sólo luego de su invención podemos
repetirla. Es decir, repetir la idea. Cosas como esa no pertenecen
a la elaboración artística en tanto producción material. Y ese es
el asunto básico de la posvanguardia. O bien, en otro sentido, la
materia es lo principal y se trata de manipular la materia sin otra
intención significativa; o, todavía más, se busca que los conceptos
sean tales que incluso cuando no exista la materia exista el concepto.
Ambos —materia y concepto— cruzan la frontera de lo definido
como artístico en la tradición. Socialmente se acepta a sus autores
como artistas porque se supone que hay una tradición artística
que ellos re/presentan, que ellos vuelven a hacer presente: cuando
hacen presente lo que los artistas han hecho, se les denomina ar-
tistas; pero, en realidad, estamos ante un artista re/presentacional,
y no lo es en la elaboración de lo que la obra de arte era (y quizás

28
ya nunca podremos decir “en lo que la obra de arte es”). Lo más
interesante de nuestro tiempo es que tal vez ya nunca podremos
hacer presente el arte sino sólo re/presentarlo. Eso tiene un peso
cultural y de sensibilidad digno de una investigación más profunda,
porque se ha alterado la percepción del estado de cosa por medio del
estado de presencia o virtualidad. Las cosas por las virtualidades. La
repetición, la disolución, la materización, son cambios que llevan a
la sensibilidad a que no pregunte por las cosas sino que consuma
las imágenes. Si se pregunta por el ser, se acabará preguntando por
las imágenes. Esta alteración de la sensibilidad ya no puede ser
repuesta por los objetos de la tradición: sólo re/presentamos los
objetos que antes se hacían. El artista, que revelaba el ser creado de
la obra, se convierte en alguien que re/presenta el ser creado de lo
que antes eran las obras. La creatividad se vuelve representación:
simulacro. El autor meta-artístico simula crear obras; el público
simula captar obras. Es una aportación cultural de la época, algo
inconsciente. Vemos el acontecimiento y creemos que sucede, que
el arte sucede; pero son imágenes del suceso. La actualidad se co-
bra con la propia mente: obligar a interpretar el mundo como la
virtualidad la interpreta; y suponer que la imagen es la realidad.
Es un problema general de la época: la suplantación de la reali-
dad por la imagen. Los objetos meta-artísticos surgen cuando los
artistas y el público suplantan la obra por la re/presentación o la
imagen. El arte no crea sólo virtualidades sino imágenes concretas,
físicamente elaboradas, o al menos sensorialmente delimitadas.
Tiene que ver con esta época en que la imagen está por encima de
los objetos e, inversamente, la percepción de imágenes está sobre
la percepción de cosas. Hay que indagar también si la imagen de
la conciencia está por encima de la conciencia de la persona: si lo
que uno se imagina ser es lo que se asume que uno es. Hoy por
hoy, se asume que el ser es la imagen del ser. El ser es la imagen.
El arte está sometido a estas condiciones. Se simula hacer arte,
pero el arte ya no parece ser posible.
Para que el simulacro sea algo serio, debiera ser original; pero
la originalidad supone la tradición, a la que se contrapone. Lo meta-
artístico debe apreciarse como una categoría crítica referida a los

29
artistas de la simulación y la imagen. Los autores meta-artísticos se
entregan a la tradición: simulan aquella belleza y la refieren como
imagen. Simulan esa belleza simulando que se crea arte. Pero no
son virtualidades, en tanto no son solamente proyectos: son objetos,
cosas históricamente registradas; no son meros simulacros sino que
son simulacros originales. Pero lo meta-artístico ya no puede tener
la originalidad —ir al fundamento— porque eso ha dejado de ser un
valor para el producto estético. Los artistas de hoy no nos van a
decir que simulan hacer arte, sino que dicen hacer arte. Ni artistas
ni público aceptan que para eso suponen una tradición: en nues-
tros días somos tan originales que no necesitamos una tradición.
Y ese es nuestro aporte histórico: la superación de los elementos
que la tradición construyó para determinar lo artístico. Vamos ya
más allá del arte y más allá de la vanguardia. La posvanguardia
nos muestra las cenizas del pasado. Ellas son nuestro producto,
nuestra originalidad. Y ese es el momento de la evidencia de lo
meta-artístico.

30
EL CARÁCTER DE LO META-ARTÍSTICO

Por tratarse de una condición reciente de la vida social, lo que


he denominado objetos meta-artísticos requiere una delimitación
de su alcance teórico. En un rápido y esquemático resumen me
refiero seguidamente a la caracterización de ellos, en el entendido
de que será necesaria una mayor reflexión posterior sobre cada uno
de los aspectos enumerados. Nuestra estrategia, para una mejor
comprensión, será oponer estos componentes meta-artísticos a los
propiamente artísticos, para captar, por vía negativa, el sentido
crítico que implican.
En primer sitio, desde luego, hay que considerar su meta-
artisticidad. Este tipo de objetos son meta-artísticos porque se
desplazan en una esfera ontológica sucedánea del arte: no son arte,
pero hacen todo como si lo fueran. No son arte porque no cumplen
con las estipulaciones advertidas en el proceso de lo artístico. No
buscan la belleza; no configuran una unidad espiritual en que el
concepto se unifique con su exteriorización; no pretenden con-
vertirse en expresividad esencial; y, en general, aunque siguen las
normas, parámetros y procedimientos de lo artístico, lo hacen de
modo supletorio, fragmentario y sesgado ya sea hacia su concepto
o hacia su presencia material.
Como digo, su valor primordial ya no es la belleza y sí, más
bien, se pretende un impacto estético que se dirija a la conmoción
de la sensibilidad por encima de todas las demás consideraciones
técnicas, expresivas o configurativas.1 Análogo al descubrimiento
axiológico de finales del siglo XIX respecto a una gradación en
los valores, el arte se adaptó a reconocer que la escala cuantitativa
es factible como ruta de reconocimiento: lo que hace el arte es
ensanchar los límites de la sensibilidad mediante la propuesta
de nuevos objetos estéticos nunca antes imaginados. La belleza,

1
Véase en las pp. 37-43 de este mismo volumen “El impacto estético como
categoría meta-artística”.
31
aunque sea captable en obras específicas, ya no es más el referente
principal para el establecimiento de la relación entre los objetos
para-ser-percibidos y las personas que los enfrentan. No obstante,
sigue existiendo la presión de lo nuevo sobre la sensibilidad, a fin
de moldear hacia un crecimiento determinado sus horizontes de
captación.
Una de las formas sobresalientes por las cuales el arte deja de
serlo y se factura como meta-artístico es su condición temporal:
desprecia las perspectivas de perdurabilidad que eran buscadas por
los artistas. Mientras más componentes efímeros participen en el
proceso, más grande es la renuncia a la perduración. El uso de
materiales que se deshacen o se perturban con facilidad se opone al
afán de siglos con el que artistas previos pretendían la elaboración
de sus obras. Otra cosa es si lo lograron; pero la intencionalidad
declarada en bastantes oportunidades resaltaba el sentido trascen-
dental con el que se concebía el producto. Este asunto, desde luego,
se imbrica con el de la belleza, puesto que los materiales elegidos
se determinaban conforme a una supuesta dignidad. El mármol
era preferido sobre la arena a partir de cualidades de duración que
determinaban la nobleza del acto creador: una construcción de
arena sería proverbialmente desechable. Entonces, el meta-artista
habrá de preferir la arena sobre el mármol; los periódicos sobre
los lienzos; la moda sobre la tradición; etc. Se trata de la exaltación
de lo instantáneo. Para lograr el impacto estético bastará con la
presencia del producto en este momento. Y ya dentro de años o
semanas vendrá lo nuevo efímero a sustituir el producto de hoy
ante los sentidos. En vistas a destruir la tradición, en lo meta-ar-
tístico la memoria —lo memorable— deja de ser apreciada y se da
el sitio de ésta a lo perceptible: basta con que sea un objeto para-
ser-percibido aunque no lo sea para ser recordado.
Mucho de lo que se logra en el paso de lo artístico a lo
meta-artístico en términos de temporalidad se liga de cerca con la
retracción del autor como elaborador. Los significados estéticos se
consideraban responsabilidad del artista; y el público enfrentaba
la obra con el afán de descubrir esos significados. Shakespeare
construye a Lear o a Titania en una dirección en la que el material

32
verbal sea original, perdurable y significativo. Por el contrario, y en
adecuación a las teorías de la recepción, el objeto meta-artístico no
contiene un significado definido por el autor sino que se espera la
abierta participación del público para completar el significado del
objeto. Una vez sabido que el autor no es el responsable de la signi-
ficación sino solamente de su arranque, el lugar de la elaboración
artística ya puede abandonarse. Su sitio lo tomará la elección de lo
prefabricado, de lo reciclado o de lo industrial. Así, un pedazo de
tela o periódico puede sustituir sobre el lienzo el área que debía,
tradicionalmente, ser pintada por el artista; pero éste ha decidido
no pintarla sino colocarle un apósito. La cuestión será qué can-
tidad del cuadro puede ser sustituida por apósitos. La respuesta
meta-artística es: todo el cuadro. El surgimiento del collage es la
prueba. Lo mismo sucederá en otras formas expresivas: el ruido
de las máquinas sustituye a la elaboración musical; el urinario a la
operación escultórica; las frases de la prensa a los versos. El artista
elaboraba la formación técnica de sus materiales; ahora solamente
basta con seleccionar fragmentos de los productos sociales previa-
mente existentes y acomodarlos conforme a la suerte del autor. El
procedimiento de la elaboración es sustituido por el de la elección
o el azar. Así lo muestra aquel autor de piezas tridimensionales
realizadas con elementos elegidos en los basureros.
El hecho de que los autores utilicen prefabricados en vez de
realizar una elaboración propia nos conduce a otra faceta de lo
meta-artístico: no se puede delimitar el alcance de los significados
planteados por el autor, dado que dependen de la compleción
hecha por el público. La discusión heideggeriana sobre la obra de
arte comenzaba con la obviedad de que artista es el que hace obras
de arte (y, a su vez, obra de arte es lo producido por el artista).
Ahora ya no es obvio: el perceptor no reconoce en el producto
una obra de arte sino un objeto que le provoca una interrogante
ontológica: ¿qué es esto? Derivadamente, y al calce de la discusión
de Heidegger, ¿cómo llamar al autor de un objeto, quien hace
todo como si fuera una obra de arte pero que no permite definir
su producto como una obra de arte? Los materiales prefabricados;
los significados dependientes del público; la belleza, ausente... Mi

33
parecer es que los autores meta-artísticos ya no configuran obras
sino propuestas. Al percibir, no estamos ante una obra que nos
proporciona los elementos para activar el reconocimiento de lo
digno de ser contemplado en la exaltación de la sensibilidad al
establecerse en la captación de la unidad ideal de una concepción
objetivada. Muchos de esos aspectos recaen ahora en las espaldas
—en las capacidades sensibles— de los perceptores. El autor meta-
artístico hace una propuesta, no una obra. Exhibir un mingitorio
fuera de su contexto sanitario, sin la tubería y el suministro de
agua y drenaje, sin el acomodo técnico y, lo más importante, sin
que el diseño, la elección de materias y la fabricación misma del
objeto hayan sido hechas por el autor, nos pone ante la pregunta
de qué es lo hecho por Duchamp. Creo que Duchamp ha hecho
una propuesta: nos ha señalado que esas cosas se pueden ver de ese
modo. El autor de propuestas nos orienta los sentidos hacia puntos
ya dados por lo social. Es un orientador de las sensibilidades.
Como he dicho, cada uno de los aspectos que vamos tratando
debe ser puesto en una meditación más amplia sobre el sentido
de los tiempos y formulado con más detalle. Aquí solamente se
hace hincapié en su esquema general. En ese entendido, dejaremos
por el momento el tema de la propuesta que se da en lugar de la
obra. Proseguiremos a ver que los autores, que a veces ni siquiera
tocan los materiales que conforman sus objetos, han sustituido el
procedimiento técnico del arte por el acto del ensamblado. Su labor
señalativa se ofrece por medio de cosas elegidas entre las disponi-
bilidades existentes y su aportación consiste en ensamblarlas. La
compilación, tan básica en nuestros días para los procedimientos
informáticos, es algo semejante a lo meta-artístico: se recopilan
unidades o módulos de programación para que funcionen en
conjunto. El autor meta-artístico no es el que ha elaborado las
partes componentes sino el que las ensambla y nos hace una pro-
puesta para que nuestra sensibilidad enfrente el conjunto de esos
fragmentos compilados, puestos juntos en una pila de elementos
que antes no se había juntado para significar estéticamente. Por
eso puede tenerse hoy el estatuto de artista plástico sin dominar
el dibujo; o de compositor sin conocer la notación; etc. Lo más

34
importante es la habilidad para que los materiales se reúnan, incluso
sin un criterio técnico propio. En esta dirección, lo meta-artístico
se relaciona estrechamente con el arte popular y el arte folclórico,
que toman sus componentes de entre los módulos sociales preexis-
tentes, a los que sustituyen.2
Se reconoce, al comprender el carácter ensamblado del objeto
meta-artístico, que las intervenciones del azar y la exterioridad son
cruciales. Así, lo compilado por el autor no es algo cuya ausencia
haga padecer al conjunto, puesto que cualquiera de sus componen-
tes puede ser descartado o suplido por otro, incluso desemejante.
Como se trata de cosas elegidas, que no implican el compromiso
profundo que el artista mantenía con sus materias a formar, nota-
mos que lo meta-artístico no requiere la unidad espiritual que era
necesaria para el arte: su fundamento es lo contingente. No sólo
en cuanto a su estatus fragmentario sino en tanto la composición
responde a un significado que todavía está por completarse (por
parte del perceptor). La propuesta puede desplazarse en cualquier
dirección. Por lo tanto, su trazo es el de lo contingente.
Aunado a lo anterior, podemos considerar que cualquier
parte del proceso meta-artístico puede ser desplazada hacia otros
rumbos o con otros elementos y aun así conservar el sentido de la
propuesta. Todo el ensamblaje es suplantable. El autor no busca,
pues, originalidad en los modos o los procedimientos, sino en el
alcance del impacto estético de su propuesta. La originalidad in-
trínseca es descartable ante una originalidad objetiva a ultranza.
Finalicemos este breve recorrido en la caracterización de lo
meta-artístico señalando un asunto de más fondo: el estado de
cosa que Heidegger aduce como base del ser de la obra de arte se
ha puesto en entredicho. Los objetos meta-artísticos insisten más
en lo que es su concepto que en su objetivación. Estamos, quizás,
ante una transformación de la base ontológica de los objetos para-
ser-percibidos; ahora es de mayor peso la imagen y su condición
efímera dada por la novedad y la variedad. Creo que la sensibilidad
contemporánea confiere prioridad, por encima del estado de cosa,

2
Para una presentación más particular de los orbes significativos del arte cul-
to, el popular y el folclórico, cfr. n. 1 en la p. 50 de este mismo volumen.
35
a lo que llamo el estado de presencia o de virtualidad. Es el tiem-
po, puesto por encima de la materia. La sensación presente de la
propuesta es aceptada como válida incluso sobre la configuración
material. El público descubre —o construye, o completa— lo que
el autor quiere decir. Y ese significado para la sensibilidad tiene
una validez que no se agota en el modo en que esté elaborada, o
no, la pieza sometida a consideración.
Entonces, el carácter de esta forma contemporánea de ex-
presión, en su análisis teórico, debe incluir el hecho de que sus
objetos no son artísticos sino meta-artísticos; que no pretenden
la belleza sino el impacto estético; que renuncian a la perduración
y se vuelven instantáneos; que no se elaboran sino que proceden
en gran medida por la elección de lo prefabricado o su copia; que
no son obras sino propuestas; que no siguen una tradición técnica
sino que son ensamblados; que no se basan en la necesidad de
lo unitario sino en la contingencia de lo fragmentario; que no
se pretenden originales en su configuración sino suplantables en
cualquiera de sus elementos; que tienden a sustituir el fundamento
del estado de cosa por un estado de presencia que tiene como eje
la imagen. Es ante objetos de estas características que se conforma
la sensibilidad contemporánea. De todo ello habremos de tratar
en ocasiones futuras.

36
EL IMPACTO ESTÉTICO
COMO CATEGORÍA META-ARTÍSTICA

Una de las consecuencias principales de la modernidad ha sido


el hábito de la crítica. Esta saludable condición permitió a las
ciencias su intenso desarrollo desde el siglo XVII hasta llegar a
soberbias aplicaciones tecnológicas que están a punto de reprodu-
cir artificialmente al ser humano, o al menos al cuerpo humano.
Por su parte, la dimensión de lo artístico siempre ha fincado sus
quehaceres en la creación de lo que es distinto al ser dado: lo
imaginario, lo inédito, lo previamente inexistente. Para lograr su
permanencia como renovador, el arte ha efectuado una constante
renuncia a los materiales, asuntos o procedimientos de sus pre-
decesores. Claro que los logros de los artistas han sido reiterados
diversamente por otros autores o recuperados en algún sentido por
las generaciones subsecuentes; pero, a la par con esa supervivencia,
se gestaron siempre formas nuevas. La proverbial renuncia a lo
dado, tan propia del arte, se adapta con naturalidad a la exigencia
crítica de la modernidad. Por eso el arte moderno se siente en
su campo cuando se le pide ser vehículo de las transformaciones
técnicas, ideológicas, etc. El arte sólo tiene que seguir siendo él
mismo para ser, ya, otro.
Sin menoscabo de su adaptabilidad, el ámbito artístico fue
perdiendo paulatinamente sus fundamentos durante la moderni-
dad debido a dos aconteceres: la difuminación de sus fronteras
distintivas y, junto con ello, la dispersión de sus haberes entre los
objetos de la cotidianidad no artística. En el trayecto de los siglos
más recientes —y en especial los últimos cien años— el público,
primero, y los artistas, después, llegaron a una incapacidad ingéni-
ta para reconocer lo artístico como una actividad o un conjunto
de objetos que mantenían cierta distinción respecto del resto de
habitantes del universo. La unidad de lo artístico como actividad
social se quebrantó; los fragmentos proyectados por su eclosión
determinan las expresiones estéticas de nuestro presente.
37
Pero dijimos que no sólo se pierde la claridad del límite de
lo que era el arte, pues también hay, consecuentemente, un derra-
marse de las formas artísticas en los demás productos humanos.
Los objetos que nos acompañan en la vida adquieren aspectos
que en tiempos previos únicamente se hubieran encontrado en las
obras de arte. Incluso se llegan a preferir, entre las disponibilida-
des colectivas, aquellos productos que insisten con énfasis en sus
presentaciones estéticas más que aquellos que no lo hacen. ¿Cómo
es que la actualidad vino a constituirse de ese modo? El proceso
es, a no dudar, demasiado complejo. Pero podemos detenernos un
poco en uno de los elementos más nítidos para el diagnóstico de
la situación: las categorías del juicio sobre el arte.
Kant propuso, al dar fundamentos teóricos a la estética, que
el juicio del arte se podría analizar por medio del uso de tres cate-
gorías positivas y sus correspondientes contrapartes negativas. En
el acomodo de tales juicios auxiliares de la razón tiene sitio preemi-
nente la belleza, consistente en que las proporciones armónicas de
lo percibido se adecuen a la escala humana produciendo un placer
sin mediación de concepto alguno. Si se desborda la adecuación
hacia una escala inmensa tendremos lo sublime; y si la escala no
alcanza a completarse por ser de un percepto de talante minúsculo,
estamos ante lo bonito. Lo horrible, lo feo y lo ridículo serían los
opuestos negativos de las tres figuras mencionadas. Se deduce de la
aplicación de esas categorías que el individuo humano funge como
medida de las proporciones categoriales: si se cumple la plenitud
de su sensibilidad determinará que lo percibido es bello (como es
el caso ante la obra de arte); si no alcanza con toda su sensibilidad
a la captación de las partes involucradas se dará cuenta de que lo
percibido no concluye en el acto de sentir, y que está frente a algo
sublime (por ejemplo, ante la vastedad inabarcable del despejado
firmamento de una noche estrellada); si, en cambio, percibe un
objeto sin exigir a la sensibilidad el alcance de su totalidad, se está
frente a algo solamente bonito (el ejemplo kantiano es el tallado
en madera de una miniatura de una catedral).
A finales del siglo XVIII se contaba con esas categorías pro-
puestas por Kant, las cuales se muestran válidas pero insuficientes:

38
el juicio del individuo humano se pretende universal en tanto cada
individuo reconoce en sí mismo la escala de lo humano —a saber:
su propia humanidad que le es natural— para efectuar las compa-
raciones necesarias y producir el enjuiciamiento de lo percibido;
no obstante, es claro que, sometido a la crítica que distingue a la
modernidad, el individuo humano muestra una sensibilidad que se
amplía al paso de las épocas, debido en parte al carácter renovador
propio de las artes. La experiencia del arte se vio conducida hacia
la conciencia del arte: se trataba de juzgar con sentido crítico y no
sólo de percibir con plena inmediatez. Hegel analiza el proceso
del juicio del arte y advierte dos aspectos. Uno de ellos es que la
belleza se aplica como categoría del juicio según una forma ideal
con la cual contrasta. El otro es que esa forma ideal se modifica
históricamente.
La idea, nos dice Hegel en su Estética, es la unidad del
concepto y su objetivación, objetivación que es el autodesarrollo
del concepto. Así, la belleza no puede entenderse sólo como una
categoría para juzgar la obra de arte, pues la obra misma es la reali-
zación objetiva del concepto, que en ella tiene su desarrollo propio.
Hegel apunta, desde luego, que Kant había ya logrado separarse de
la mera sensación de lo bello al estipular el concepto de lo bello;
pero faltaba “la unidad concreta del concepto y la objetividad”.
Esto nos conduce a reconocer que la belleza no es únicamente un
contenido de la conciencia —para construir un juicio— sino una
presencia objetiva, que es la obra, en donde se verifica la realidad
de la unidad del concepto y su objetividad. En esa dirección, el arte
tampoco es sólo experiencia, puesto que la conciencia descubre en
la percepción de dicha objetividad la verdad de un concepto. En el
arte coincide el concepto con su objetividad; y esa es su verdad.
Al ser histórico, el concepto de la belleza es contemplado en
su verdad objetiva de modo distinto, pues la conciencia avanza
hacia una mayor libertad. Lo bello consiste, según esta visión
hegeliana, en crear lo ideal mediante una purificación de lo que
no es propio del arte. Notemos que el viaje de la libertad del es-
píritu en su objetivación artística es observado por Hegel como
la realización del ideal de lo bello, pero jamás supuso que el

39
futuro suyo —nuestra actualidad— pondría un interdicto sobre el
ideal mismo. Para Hegel, la purificación espiritual de lo artístico
consistía en evitar aquello que “en la restante existencia ostenta
la contaminación del azar y la exterioridad”. Y hemos afirmado,
precisamente, que el arte, sobre todo en los últimos cien años, se
ha “contaminado” de azar y de exterioridad. Con esta desviación,
el arte ya no cumple el desenlace previsto por Hegel, consistente
en un retorno “de la existencia exterior a lo espiritual” en la cual
equivalgan el concepto y su objetivación.
Así como Hegel advirtió que el arte romántico implicaba la
disolución del ideal clásico, es de esperar que el mismo ideal ro-
mántico fuese disuelto por la nueva época. Lo importante en esta
sustitución de ideales es una observación lateral que Hegel acota:
que el arte romántico “deja ahora en verdad aparecer esta disolución
claramente como disolución”. El arte alcanza la libertad plena de
no someterse a la exterioridad de “un contenido objetivo válido
para sí y en sí” (como sería el ideal clásico) y la “contribución
para liberarse del contenido representado”. Presentar la disolución
misma se convierte en la tarea nueva del arte en su historia de
objetivación. La necesidad de adaptar mutuamente un significado
y una estructura en una unidad espiritual desaparece. Lo que queda
es la plena y total libertad ante la necesidad histórica. Liberado
del contenido, el arte moderno, urgido de carácter crítico, cuenta
sólo “con la exigencia de tornarse contra el contenido hasta ahora
aún válido”. Más que unidad afirmativa, el arte deviene fragmen-
tación negativa: la mera oposición contra la necesidad de unidad
de significado y forma. Todo lo que cumpla con esa oposición
será arte.
Pero la belleza consistía en esa adecuación unitaria. ¿Qué ha
sucedido al ampliarse la libertad del arte respecto de la unidad, que
garantizaba la belleza? La belleza, decía Hegel, no es únicamente el
concepto sino la unión de éste con su objetividad. ¿Y si ya no es
necesaria (y quizás ni siquiera posible) tal unidad entre el concepto
y su objetivación? La consecuencia es la muerte del ideal, de la
belleza ideal. Y el prosaísmo, el azar y la exterioridad están a punto
para ocupar el sitio del ideal fenecido. En su fragmentación, el

40
arte divide en dos el camino de su antigua unidad: por un lado se
mueve en la órbita de los conceptos separados; por otro, en la de
las meras exterioridades sin significado. Adaptados al hábito de la
crítica, los artistas comienzan a darle preferencia a las ideaciones
y acompañan —o incluso suplantan— sus obras con sendas expli-
caciones conceptuales. La etapa de las vanguardias artísticas es el
caso puntual en la historia, pues se persigue presentar una suma
de imposibles, ya se trate de mostrar el movimiento en la pintura
futurista; la esencia, en el abstraccionismo; la cuarta dimensión, en
el cubismo; el inconsciente, en el surrealismo, etc. Inversamente,
se elabora la materia del arte prescindiendo del concepto o abomi-
nándolo. Recordemos la declaración del Manifiesto caníbal dadá,
de Francis Picabia: “Dadá es nada, Dadá no significa nada”. En
las vanguardias se exhiben obras de teatro referidas a sí mismas,
como en Pirandello; poemas que son sólo onomatopeyas, como
en el mismo Picabia; cuadros que son únicamente superficies de
un color, como el Cuadro blanco sobre blanco, de Malevich.
Sucede, pues, una derivación de la unidad del arte, estipulada
por Hegel, hacia sus componentes conceptuales o su exterioridad
matérica. El arte deja de presentarse como unidad espiritual en
que el concepto no es distinto de la elaboración objetiva del ma-
terial. A esa condición en la cual el proceso artístico se fragmenta
pero continúa produciendo objetos la he denominado condición
meta-artística: se efectúan los actos de concepción, objetivación y
percepción similares a los realizados por el arte, pero ya no existe
aquella unidad espiritual sino la ruptura en cada parte del proceso.
El artista concibe la obra, pero ya no la elabora.1 La obra, a su vez,
no representa sino su propio estado de presencia. El público percibe,
pero desborda su sentir mediante la interrogación ontológica o la
crítica intelectual.
La belleza, que era la cifra de juicio para el arte, ya no sirve
para producir enunciados válidos respecto del nuevo tipo de obras.

1
Hay que insistir en el papel fundacional de la propuesta de Duchamp para
exhibir un urinario como obra escultórica, intento que será reiterado por la
caja de abrillantador de Warhol, que definitivamente instaura la presencia
de la elaboración meta-artística.
41
La belleza ha desaparecido, en tanto que fue el ideal del arte previo;
y dicho arte también ha desaparecido. Los artistas ya no se plantean
como objetivo de sus producciones hacer perceptible la belleza.
A su vez, el público de lo meta-artístico tampoco pretende tener
la experiencia de la belleza. Ha concluido el ideal, pues la unidad
se ha fragmentado.2 Gran parte del pasmo causado por el arte
actual se debe a la falta de idealidad de lo bello cuando se efectúa
la objetivación material en este proceso. La belleza dejó de ser un
referente propio del arte; dejó de ser una categoría adecuada para
enunciar el juicio en torno a la percepción de ese tipo de objetos
que he llamado meta-artísticos.
Mi apreciación teórica es que el proceso de lo meta-artístico
sigue teniendo un efecto similar al artístico (de hecho en eso
consiste su progresión hacia un más allá de lo artístico, su meta-);
sólo que el espectro valoral, desglosado por Kant para exponer la
escala humana y señalado por Hegel como una conquista de la
libertad histórica en su unidad objetivada, se ha modificado. La
escala humana, creo, sigue presente y continúa siendo el propósito
de la expresión meta-artística. Pero esa escala actual de lo humano
incluye la difuminación de las fronteras de lo artístico y su dis-
persión en los productos sociales no artísticos. Entonces, lo que
seguiría distinguiendo a lo meta-artístico frente al resto de objetos
del mundo social sería la intensidad de su insistencia sensible: es,
al igual que la obra de arte, un objeto exclusivo de la percepción:
una cosa para-ser-percibida más allá de todas las demás conside-
raciones posibles o agregados que pudieran desviarla a otros fines
dentro de la comunidad humana.
Ante ese estado de cosas, propongo una categoría aplicable al
juicio del arte actual o al proceso de lo meta-artístico: el impacto
estético. ¿Qué pretendía y qué logra Duchamp con el mingitorio he-
cho pasar por escultura? Desde luego no la belleza y sí la extracción
del objeto industrial desde su ser útil hasta su ser una cosa para-
ser-percibida. El efecto resultante es un impacto estético, un golpe

2
Al respecto véase el libro colectivo La muerte de Venus: la fragmentación
en la estética actual, Azafrán y Cinabrio ediciones, 2005 (2ª ed. corregida y
muy aumentada, 2007).
42
para la conmoción de la sensibilidad. El chileno Vicente Huidobro
lo escribe así en su Arte poética: “Que el alma del oyente quede
temblando”. Ese tremolar de la sensibilidad del percibiente tiene
como causa el impacto estético: las cosas han sido presentadas de tal
forma que se somete la captación a situaciones extremas —con o sin
intervención de la belleza, aunque casi siempre sin— persiguiendo
el desplazamiento de las experiencias anteriores del público hacia
límites inéditos. Con eso, lo meta-artístico continúa la función del
arte. Lo que cambia es que esa función ya no se cumple desde la
unidad ideal. Sin ser ya arte y sin tampoco confundirse con otros
objetos del mundo, lo meta-artístico pretende dejarnos un impacto
estético, una huella nueva en nuestra capacidad de sentir.
El juicio de lo meta-artístico puede darse de forma análoga
al juicio del arte; lo necesario es adoptar otra categoría que no sea
la belleza, sino la mensura del impacto causado. Al observar el
proceso expresivo contemporáneo se puede explicar y apreciar un
enorme sector mediante esta categoría que propongo, sin cometer
la injusticia de exigirle al mundo del presente que siga haciendo
válida la categoría de lo bello, que ya no le pertenece.

43
II

LA SENSIBILIDAD CONTEMPORÁNEA
EL HOY DEL ARTE Y EL ESPÍRITU

La cultura occidental suele contraponer el espíritu a la materia,


normalmente en perjuicio de ésta. Pero tal polarización resulta no
sólo antinatural sino imposible cuando se trata de las artes, pues-
to que las obras deben siempre encontrar su expresión en algún
entorno material a fin de que sean advertidas sensiblemente por
sus destinatarios. En su presencia más depurada, la dualidad se
postulará como una sola cosa —el espíritu— que se manifiesta en
su contrario. Por eso es explicable que nuestras sociedades hayan
aceptado la posibilidad de que los materiales del arte contengan
espíritu o sean vehículos de éste. Cuando Kandinsky muestra sus
cuadros abstractos, supone que ahí se puede percibir lo esencial
del mundo, o sea el espíritu. Algo semejante sucederá con las com-
posiciones de Malevich: se hará visible lo esencial de la pintura.
O en Mondrian: lo esencial del equilibrio de las formas. El arte
abstracto, como figurador de esencias, pareciera ser el portavoz
de lo espiritual, muchas veces ligado a proclividades místicas de
los autores.
No obstante, ni la mística ni la abstracción tienen la exclu-
sividad histórica del espíritu. Pensemos en tradiciones estéticas
como la islámica, cuyo centro es la no-representación: ¿acaso en
la geometría de sus tapices se nos muestra el espíritu? Y, un poco
más allá, con cierto sesgo inquietante: ¿al pisar una de esas alfom-
bras estaríamos caminando sobre el espíritu? Recordemos que la
espiritualidad occidental se inclina, más que por la abstracción, por
el simbolismo; incluso por un simbolismo orgánico. En el Jardín
de El Bosco topamos con variedad de ensoñaciones paradisíacas y
pesadillas del infierno, pero en todos los casos hay organismos y
animalidades como sucedáneos de lo trascendental. En uno de los
momentos principales del cielo, se aprecia un unicornio junto a la
fuente: pezuñas, pelo, hueso en la frente, y el muy creíble acto de
beber el agua sagrada en que se ocupa el animal. Lo mismo acontece
en el infierno: el fálico cuchillo de los tormentos se adereza de dos
47
tremendas orejas realistas que no sabemos si han sido cortadas de
una cabeza o si, más terriblemente, se engendraron como orejas
autónomas para espanto de los pecadores.
Si tanto Mondrian como El Bosco nos otorgan presencias del
espíritu, quedará claro que no se puede asociar unívocamente lo
espiritual a la pintura abstracta. Pero existen fuertes ejemplos que,
en otras manifestaciones artísticas, nos lo dan a pensar. La música
y la danza, por ejemplo, sustentan su perceptibilidad en sonidos
o movimientos que se desligan de lo representacional. Aunque
hay intenciones figurativas en ciertas obras de estas artes, la gran
mayoría se conduce por consideraciones abstractas. Incluso en
casos notables de música que se quiere orientada por la imagina-
ción figurativa, como La mer de Debussy, es claro el desvío de lo
musical por medios lingüísticos, pues si en vez de El mar la obra
se titulara El viento, no necesitaría cambiar una sola nota para
que la evocación girara al aire, probando así que lo no musical
(el nombre de la obra) resulta dominante en esa desviación. El
caso de la danza es más interesante, pues su cimiento es el cuerpo
humano y de ese modo no puede esquivar lo orgánico. De hecho
su reto crucial es el uso no orgánico del cuerpo.
Herederos de una tradición nueva, reclamada por Nietzsche,
los artistas del siglo veinte llegarán a creer que el espíritu es la
materia. Sin desesclavizarse de la dualidad, se desligan del espíri-
tu entendido como lo invisible o lo trascendental: ahora dicho
elemento estará en las obras. De este modo es que la autonomía
de las artes se concentrará en sus respectivos materiales: la poesía
se ceñirá al pleno poder de la palabra; la pintura, al puro color;
el teatro querrá integrarse como una acción más del mundo que
lo circunda.
En una época en que los materiales mismos son el eje de la
conformación de las obras de arte, parece haberse incorporado a
ellas, como un apósito fenomenal, el espíritu de las cosas, que es,
al parecer, el único sobreviviente de aquello que antes fue trascen-
dental. Es en ese sentido que nos conmueven (en una dirección
menos celeste, es cierto) obras como Estudio de la enfermera para
el Acorazado Potemkin (1957), de Francis Bacon, o Brink (1959),

48
de Adolph Gottlieb. En el primer caso, el furor de lo orgánico se
evidencia como heredero del Saturno de Goya, que lo es por sí
mismo de la bestialidad más arcaica de los dioses. En el segundo,
la aparición de lo abstracto no deja de estar alumbrada por un sol
natural, que se sustenta de rayaduras en colores básicos y cortes
geométricos en su acumulado dinamismo. Si las pulsiones más
terribles han sido patrimonio de los dioses (y, por tanto, de lo
trascendental o espiritual), el arte las ha reformulado en escala
humana: no es Saturno sino una enfermera; no es el sol, sino un
breve círculo irregular y rojo que, al igual que el astro, pretende
emitir luz propia y sustraerse a toda otra consideración. Pero ni
en Bacon estamos ante una enfermera, ni en Gottlieb ante el sol.
El espíritu ya no reside, como en los clásicos, en lo extramundano;
tampoco se da como reflejo de las cosas mismas (como se buscó
al inicio del siglo veinte). Si el arte reciente asume lo espiritual,
no lo hace con la vista en lo invisible de la trascendencia, como
tampoco en la observación de las cosas vigentes en la vida cotidiana:
se coloca en una dimensión que le es particular y que atañe a la
instauración de nuevos objetos —antes inexistentes, inexplicables o
imposibles— que tienen validez por su mera presencia: los objetos
meta-artísticos.
Kandinsky, Malevich o Mondrian todavía buscaron que las
obras representaran lo esencial. Todavía Debussy puso en la música
la relación sensible con acontecimientos del mundo, como lo es el
mar. Pero la mundanidad autónoma ha desplazado a la munda-
nidad representada. Y así, lo espiritual no queda fuera del mundo
material; ni radica en las figuras representables por cualquiera de
los diversos medios artísticos. El espíritu, en nuestros días, reside
en los materiales mismos con los que las obras se constituyen.
Y reside allí a causa de la pureza extrema: si la música es mera
combinatoria de técnica sonora; si la pintura es sola evidencia del
color; si la poesía es la fuerza del alcance de las palabras, no hay
espacio para que algo ajeno a la obra misma (ya sea el cielo o la
tierra) contamine su presencia libre e inconmensurable. Es en esa
dirección que podemos apreciar, en la historia reciente, el orbe
del espíritu.

49
LO POPULAR Y LA VANGUARDIA

Cuenta la leyenda que dos amigos de Picasso deliberaban, ante


una máscara africana tradicional tallada en madera, si ésta era
equiparable o inferior al arte griego clásico. Uno de los amigos
argumentaba que dicha máscara era equivalente a las antiguas
esculturas griegas; el otro aducía lo inaceptable de esa igualación,
pues el arte africano, decía, era notoriamente inferior al griego. Al
verse en trance de mantener posturas irreconciliables, acudieron
al genial pintor para solicitarle su veredicto. Picasso señaló que
el arte tradicional africano no era del mismo rango que el griego,
sino superior.
El siglo XX vio surgir al arte popular con una incidencia
creciente en la sensibilidad social. Pensemos, a guisa de ejemplo,
en el impacto que sobre la vida contemporánea ha tenido el arte
pop, con sus rostros de Marilyn Monroe o del camarada Mao; o
aquella caja de pulidor y demás objetos industriales que vinieron
a posarse en galerías, escaparates y otros sitios que estaban consa-
grados para el arte culto.
Ya vengan de tradiciones ancestrales o de la inmediatez cultu-
ral, las obras artísticas antes relegadas en la historia devienen hitos
y referentes para las grandes figuras del arte de nuestro tiempo.
Ya en mi ensayo Algunos criterios teóricos para la formulación
de políticas culturales1 he delimitado la diferenciación del arte
folclórico, el arte popular y el arte culto; ahora solamente apun-
taremos la deuda que los movimientos de vanguardia tienen para
con la expresión estética popular, deuda que se incrementará en
el periodo posvanguardista.
Demos por sentado que todas las sociedades, desde la an-
tigüedad, producen obras de arte, así sea con diversas jerarquías
técnicas y variado peso cultural. O bien que, como afirmara Adolfo
Sánchez Vázquez, no hay sociedades sin arte. El arte culto se rige

1
Colmena universitaria # 81, Universidad de Guanajuato, 2003, pp. 57-77.
50
por valores, técnicas y poéticas que circulan dentro de una comu-
nidad cerrada, a la cual se ingresa precisamente al seguir dichos
parámetros. Enseñar a seguir las reglas del oficio es lo propio
de las agrupaciones académicas en las artes. Sin embargo, como
una contraposición al exquisito y elitista arte de las academias, la
frontera de los siglos XIX y XX mostró vías alternas que se orien-
taron a lo foráneo. Claro, foráneo para Europa, que es el centro
primordial tanto de los movimientos vanguardistas como de toda
la historia del arte previa.
El exotismo de Gauguin, la pintura fiera de Moreau y Matisse,
la ingenuidad del aduanero Rousseau son otros tantos casos en
los cuales el arte europeo le debe a otras culturas el fundamento
de sus desarrollos y la construcción de una parte importante de
su sensibilidad.
En los países periféricos, como es el caso de México, las
vanguardias se asocian desde su origen mismo a las circunstancias
más representativas del arte popular. Dígalo si no el lema de los
estridentistas: “¡Viva el mole de guajolote!”. Pero también las frutas
rojas de Rufino Tamayo o las flores de alcatraz de Diego Rivera
comparten un sustrato de usos del pueblo, llevados magistralmente
a lo más avanzado del arte en su momento. Los Contemporáneos
anclan también en trazos de tradición popular: el Sindbad de
Gilberto Owen, las Cosillas para el nacimiento, de Carlos Pellicer,
etc. Y en varios de nuestros vanguardistas, desde luego, el trasfondo
indígena.
Siendo tan relevante la presencia de la manifestación popular
en el gran arte vanguardista, será de interés abordar algunos aspectos
teóricos que son expuestos por los propios artistas fundadores de
aquellos movimientos.
Del expresionista alemán Macke es esta enunciación, de Las
máscaras (1912): “A despecho de la estética europea, en cualquier
lugar existen formas que hablan idiomas nobles”. Y no sólo en
otras geografías tendrá sus nexos el nuevo arte, sino en otras
personas, antes insospechadas: los niños y los “salvajes”. Añade
Macke: “¿No son creadores los niños, que crean directamente a
partir del misterio de sus sensaciones, más que el imitador de la

51
forma griega? ¿No son los artistas salvajes, que poseen su propia
forma, fuertes como la forma del trueno?” Los vanguardistas
acuden a lo que consideran fuentes primarias de la sensibilidad;
aunque, en realidad, van hacia aquello que a sus ojos se muestra
como incondicionado: la infancia, el estado de naturaleza. Sin
duda esos salvajes y esos niños están lejos, aunque diversamente,
del arte culto europeo. Así lo reconocen Hans Arp, Tristan Tzara
y demás firmantes del Manifiesto del arte proletario (1923): la
relación con el pueblo y lo popular es ambigua. Se preguntan si
dicho arte es el creado por el proletariado, o el que sirve a éste o
que busca “despertar instintos proletarios” (léase revolucionarios).
Lo que señalan es que quien hace arte “deja de ser proletario para
convertirse en artista”. El artista, continúan, busca la obra de arte
total. Y, en ese entendido, lo popular es un estadio incipiente de
lo que podría ser gran arte.
El vanguardista anhela una totalidad que incluya lo terrestre
y lo celeste, el artista y el pueblo, es decir, como afirmara Octavio
Paz, la tradición y la ruptura. Para sorpresa de todos, André Breton
cita esta frase de Apollinaire: “Acaso esté reservado a un artista tan
libre de preocupaciones estéticas, tan preocupado por la energía
como Marcel Duchamp, reconciliar al arte con el pueblo”. Lo que
hace Duchamp, agrega Breton, es “firmar, por ejemplo, un objeto
manufacturado”. Se trata de atribuirse una cosa por todos conocida
y hacerla propia al modificar su estatuto de popularidad irrefutable.
Ya sea al incorporar un mueble sanitario a una exposición plásti-
ca o añadirle vistoso y largo mostacho a la Gioconda, Duchamp
siempre tiene un público popular, para risa o para llanto según
los distintos encuentros con sus objetos.
Quizás de entre todos los vanguardistas quien más hondamen-
te teoriza acerca de cómo se imbrican los estratos y épocas del arte
es Vasily Kandinsky, generador primordial del abstraccionismo.
Kandinsky, en De lo espiritual en el arte (1911), parte de una idea
central: “cada período cultural produce un arte que le es propio
y que no puede repetirse”. El vanguardista habrá de buscar apoyo
en su propia época, pues todas las demás le están espiritualmente
vedadas (aunque intelectualmente las conozca muy bien). Por eso,

52
las creaciones de la tradición —y el pueblo es depositario incons-
ciente de la tradición— no son suficientes para producir lo nuevo,
aunque pueden insertarse en la producción de lo nuevo. De hecho
la tradición exige el ascenso de lo nuevo, puesto que toda creación
es irrepetible. Es decir, la tradición, a despecho de los tradiciona-
listas, es algo que ya jamás podrá ser otra vez. Y tal imposibilidad
obliga a fundar lo nuevo, lo antes inexistente.
Con el audaz y simple esquema de un triángulo expone
Kandinsky su certera visión de la historia, que además explica la
dimensión y el origen de las vanguardias. Cada época, plantea Kan-
dinsky, puede representarse por medio de un triángulo con la base
abajo y el vértice arriba. En la sección de la base, necesariamente de
mayor tamaño, residen todas las expresiones ya asimiladas por la
sociedad, la cual las conserva, reitera, olvida o retoca; en la cúspide,
a veces formada por un hombre solo, se encuentra la vanguardia
—literalmente la avanzada de la agrupación humana— creando las
expresiones que en ese momento son comprendidas y apreciadas
por unos cuantos que se encuentran en aquella altura del triángulo
histórico. Entre las dos puntas de la base está toda la gente, aficio-
nada a lo ya dado, sin enterarse de lo que se trama en la cumbre
de la sensibilidad y de la historia. Incluso, dado el caso, la masa
repudiará al artista de vanguardia, considerándolo un traidor a la
tradición, loco incomprensible, exquisito antisocial, o cualquier
otra descripción que no por soez dejará de ser acertada, pues el
artista de vanguardia y la masa se excluyen mutuamente: hablan
idiomas incompatibles.
Por fortuna el triángulo no permanece inmóvil, según expone
Kandinsky: “El triángulo gira y de esa manera, el vértice superior
pasa a ser uno de los vértices de la base”. La consecuencia inicial es
que la vanguardia se vuelve digerible. Así, las formas antes descarta-
das por la masa se convierten, al darse el milagro de la progresión
de la historia, en las formas usuales —y hasta predilectas— de las
nuevas generaciones masificadas. Por eso encontramos ahora las
entonces enmudecedoras imágenes de Magritte puestas a contrapelo
en el tablero de un anuncio espectacular o en la portada de un

53
libro de moda. Y nadie dice nada en el pueblo: hasta disfruta, hoy
sí, lo que antes se tildó de locura alucinada.
Una siguiente consecuencia, simultánea con la anterior, es
que uno de los extremos de la base del triángulo viene a convertirse
en la nueva cúspide: ahora salen a la luz, vueltas vanguardia de la
mano de Picasso, aquellas máscaras ancestrales que existieron por
siglos en la marginación africana. Lo que fue oscuramente popu-
lar, folclórico, preterido, se revierte y goza de una resurgencia. En
ese vértice nuevo se acomoda la vanguardia nueva, que rescata un
pasado perdido, que arguye otra vez el utopismo de la edad de oro.
Pensemos, como ejemplo, en los versos de Rubén Darío, muchas
veces alejandrinos medievales puestos a circular en las avenidas de
Madrid y de París. Y traigamos a la palestra, igualmente, la vena
de pueblo a plenitud mixturado de vanguardias en el romancero
de García Lorca o los poemas de Miguel Hernández. O, además,
lo que Vicente Huidobro declara: haber tenido como influencia
crucial a un chamán mapuche que le dijo “no cantes la lluvia,
haz llover”.
En la dialéctica del tiempo, la vanguardia y lo popular se
alimentan mutuamente. Se reciclan, aborrecen, separan, reúnen
y regurgitan mutuamente porque son los elementos complemen-
tarios, extremidades de Ouroboros. La energía, la dinámica y la
tensión se convierten en puntas del triángulo. Escondidos aquí o
más allá prosiguen su trayectoria los vanguardistas, rumbo a su
masificación. Y llegan a verterse en la posvanguardia. Arrojados a
la cresta, los fundamentos y las raíces tradicionales se despliegan
para darle ser a la vanguardia próxima. Und so weiter.

54
TECNOLOGÍAS DE LA PERCEPCIÓN

Walter Benjamin, al referirse a Baudelaire, considera que la mo-


dernidad de éste reside en su captación de las nuevas condiciones
de la convivencia social, condiciones cifradas por la existencia
de los pasajes comerciales en París, ciudad entonces ataviada de
estructuras de hierro, iluminaciones artificiales y variados pro-
ductos de la revolución industrial en curso. El hombre moderno
ya no recibe el mensaje de la naturaleza si no es intermediado de
la técnica y de la saturación urbana. Y ya en muchos partícipes
del Romanticismo la naturaleza era nostalgia o, alternativamente,
fuerza meramente irracional.
¿Qué diremos del hombre contemporáneo, adherido a los
objetos tecnocientíficos y delimitado por esa condición que se ha
dado en llamar postmoderna para significar su exceso de moder-
nidad? Sin duda continúa vigente la saturación urbana: siguiendo
el rumbo adecuado, el paseante puede andar todo el día y toda
la noche, incansablemente, sin jamás abandonar la metrópolis.
También continúa el ofrecimiento mercantil de las cosas, convir-
tiendo a las ciudades todas en extensos pasajes aunque, claro, sin
el spleen del decimonónico París. En estos días, Baudelaire no sería
un neurótico fingido.
Ante la pérdida de los contactos naturales, las exigencias que
la tecnología renueva en nosotros hacen que se configure de mo-
dos inéditos nuestra sensibilidad. Enfrentamos una exasperación
cuantitativa; o, si se quiere, una hiperdigitalización: un exceso de
dígitos. Ya hace medio siglo que René Guénon advirtió que el
mundo presente se ensimismaba en “el reino de la cantidad”; lo
que no quedaba claro era hasta qué punto se modificaba con ello
nuestra forma de relacionarnos con el mundo.
Estos aspectos de la técnica han sido históricamente cambian-
tes, siempre pasajeros, y siempre incididos por la crítica. Pensemos
en el primer usuario de los espejuelos, denominados “quevedos”
por haberse beneficiado de ellos el insigne poeta y colocados por
55
Umberto Eco en la nariz misma de Guillermo de Baskerville.
Hoy los lentes son de uso imprescindible (¿en una sociedad ence-
guecida?). Y el otro gran monstruo: el automóvil. Transformó las
caballerizas en cocheras, los graneros en gasolineras, los boulevards
y paseos en asfálticas fugas hacia el efímero misterio de los semá-
foros. Cada descubrimiento de la mente pretende acomodarse en
objetos prácticos que nos eviten la naturaleza: paraguas, zapatos,
calefactores... Y cada nuevo artificio es puesto a crítica por las
personalidades arraigadas en lo ya dado. El tecnólogo viene a
resolver circunstancias difíciles, llega para suavizar lo áspero de
la vida, para introducirnos en un vertiginoso confort. Los efectos
colaterales son evidentes, e incluso impredecibles. Pero el humano
medio, acomodaticio, sordo, prefiere envolverse en el uso, gemelo
del efecto y enemigo de las consecuencias.
En ese apocalipsis continuado que es la ya milenaria tec-
nología —que va desde la piedra vuelta flecha o martillo hasta la
industria del plástico— los sentidos humanos han sido puestos a
prueba y reacondicionados para reaccionar a la velocidad y a la
diferenciación dinámica. Pero ninguna época se compara, hasta
hoy, con la edad de la informática. Estamos en la era de la pan-
talla, la simulación y la representación. Y nuestros sentidos están
acomodados a ello: no sólo la naturaleza ha sido diluida por la
ciudad, sino que la ciudad misma ha sido nebulada por las panta-
llas informáticas. Ahora los botones son presionados para arrojar
manchas sobre un eje de luz y desde esas virtualidades obtener el
efecto de la comunicación, la convivencia y los sentimientos.
Nuestros ojos persiguen el movimiento de la luz en la pan-
talla: televisión, computadora, cajero bancario, pago del recibo
eléctrico, cine, videoconferencia. Los deportes, la educación, el
comercio y la diversión, prácticamente todo lo sociable y personal,
se ciñen al universo sensible de la luz en movimiento. Las cosas se
representan en esa iluminación sorprendente del siglo veintiuno
como en el París decimonónico ante las bombillas gaseosas filtradas
a reflejos en los aparadores.
La vista, sentido principal, no está a solas en el encadena-
miento de las nuevas sensorialidades. Junto a ella se arrastran sus

56
hermanos para saciar el ansia de novedades y de comodidades
nunca vistas. Ya no hay, para el ciudadano del presente, emociones
extrañas ante la tecnología; no están aquellos viejos que, como dijo
Jorge Leónidas Escudero, sentían, al pasar un “tardío automóvil”,
“temores extraños en sus corazones”.
Todavía nos resulta inalcanzable la dimensión evolucionaria
y modificadora que la tecnología implanta en la sensibilidad de
hoy; la sutileza de movimientos manuales para sus operaciones de
filmación o de videojuego interactivo; la perturbadora sucesión
imaginaria del videoclip; la respuesta solipsista del partícipe en la
realidad virtual. No hay parangón histórico para estas posibilidades
de sentir entre lo rápido y efímero un mundo ya casi no sólido,
pero a la vez tan duramente material. El arte, vanguardia siempre
en lo futuro, indaga y palpa ya la sombra de lo que vamos a sentir.
Las palabras mismas se vuelven sobrecompuestas y reconfigurantes
en la persecución del sentido de la sensibilidad formada frente a
esos “objetos” de la electricidad, tan meta-artísticos. Tendremos
que concordar con el provecto que decía: ha valido la pena vivir
hasta hoy para poder experimentar todo eso.
¿O acaso los lentes y el automóvil no nos permiten aclarar el
mundo, por un lado, y verlo pasar a velocidades altas, por el otro?
Porque todo objeto tecnocientífico no es sólo una técnica material
sino también, en cierto modo, una tecnología de la percepción.

57
LA FRIVOLIDAD COMO CATEGORÍA ESTÉTICA

Todos los juicios que hacemos sobre la realidad tienen su fun-


damento en conceptos generales que son llamados “categorías”.
Dicho nombre les viene desde la Lógica de Aristóteles, quien los
usaba para distinguir lo esencial respecto de lo accidental. Las ca-
tegorías estéticas, en ese entendido, son los términos generales que
dan sentido a nuestros juicios sobre la sensibilidad en su conjunto
y, más particularmente, sobre el arte. Emmanuel Kant fue el que
ubicó para la modernidad las categorías para enjuiciar el arte en su
pequeña obra Consideraciones acerca del sentimiento de lo bello y
lo sublime. Nada resulta de mejor oportunidad para tratar el tema
de lo frívolo que contrastarlo con lo bello y lo sublime, que fueron
los ideales de la Ilustración, y aun del Romanticismo, cuya secuela
todavía nos alcanza, según opinión de Octavio Paz. No obstante,
la cauda romántica que nos conmueve ha de ser percibida como
negación y reverso de aquellos ideales dieciochescos, o cuando
mucho decimonónicos, de que el arte debía ser bello.
Kant precisó la belleza como la expresión del libre juego de
la imaginación, expresión que nos place sin que medie concepto
alguno y que podría extenderse hacia lo sublime, que sería su grado
superlativo, y, en el otro extremo, hacia lo bonito, que es el orden
disminuido de la belleza. Kant también nos sitúa frente a los polos
negativos de esos tres grados, como pecados que se oponen a las
virtudes: contra belleza, fealdad; contra lo sublime, lo horrísono; y
contra lo bonito, lo ridículo. Si hacemos caso al pensador alemán,
la frivolidad, siempre con esa carga negativa que la distingue, no
podría llegar a lo horrísono o tal vez tampoco a la fealdad, así que
la pondremos en el estante de lo ridículo.
El arte del siglo XX nos enseñó con creces lo que es el placer
de la imaginación expresada en libertad sin pretender (más bien
aborreciendo) lo bello ni mucho menos lo sublime. Por otra parte,
no debemos darnos ínfulas de que lo ridículo, entendido como
frivolidad, sea una invención de nuestro tiempo: desde la antigüe-
58
dad se cuentan frivolidades de semejante o mayor dignidad que las
de los días presentes. Pensemos en aquella frivolidad permeada de
mito ancestral: la presentación de Celopatra ante César, desnuda y
enrollada dentro de una fina alfombra que dos esclavos tendieron
y extendieron a los pies del estupefacto emperador. Otras marcas
frívolas de alcance histórico pasan por el Vaticano durante el
Renacimiento y van hasta Casanova o, con colores más locales, la
Güera Rodríguez y la placa ultrasónica del nieto presidencial de
la pareja gobernante en México del 2000 al 2006. La frivolidad no
es nueva, ni es sólo nuestra. Lo que sucede es que ésta se reservaba
al ámbito de la diversión y a su extensión natural: la política. En
fandangos y cortes siempre medra con hábitat perfecto la frivolidad.
Un clásico: Calígula. Otro clásico: el absolutismo. Y también se
podría hablar de clásicos contemporáneos.
En las artes, la frivolidad era una referencia externa; muy
poco de ello se encuentra, por ejemplo, en la comedia griega o la
comedia del arte, o hasta en la comedia de carpa. Los comediantes,
en términos absolutos, siempre han sido críticos acérrimos. Los
juglares y bufones, con toda su socarronería (recordemos el que
acompaña al Lear de Shakespeare), más que ejercer la frivolidad
la observaban a su alrededor. Aventuremos la hipótesis de que
el siglo XVIII es la puerta de la frivolidad ya incrustada en las
artes. Cada vez más, al proseguir las épocas, encontramos que el
público acepta, y hasta exige, que las artes contengan frivolidad,
en dosis variables según la situación. El arte popular, que siempre
fue mestizo y directo, comenzó a imitar los modos supuestamente
elegantes del arte “versallesco”. El más claro paladín en la canción
popular mexicana, Agustín Lara, describe a la cortesana con esta
secuela: “quiero decirte / mi trivial canción [...] Señora Tentación
/ de frívolo mirar, / de boca deliciosa / ansiosa / de besar”. Pocos
autores logran una síntesis más verdadera y concentrada: para tu
frívolo mirar, mi trivial canción. Podemos suponer que la frivolidad
habrá de ir acompañada siempre de la trivialidad, en cuanto ambos
términos designan lo ligero, lo superficial, lo falto de sustancia.
Por otro lado, mientras la expresión popular perseguía los
modelos cortesanos, las artes ilustradas se imbuían de vulgo; y en

59
su vulgarización se frivolizaban (tal vez es más correcto decir que
acentuaban su frivolización). En ese proceso, el héroe dramático,
puro, único y sobresaliente frente a la masa anodina, se ahogó
y desapareció ante otro tipo de héroe: el hombre común, el no-
heroico, no-único, no-sobresaliente. La novela y, sobre todo, el
cine cedieron el sitio del héroe a un ejemplar social promedio,
cuya energía era sometimiento y cuya virtud consistía en el vicio.
Este ejemplar entró de lleno al arte y convivió con los extraños
personajes derivados de la vanguardia. Ya en la Ópera de las tres
monedas de diez centavos (o de los tres centavos, como se le conoce
en abreviada traducción y minimizada denominación) la música,
la letra y los caracteres tienen un teñido de esa nueva heroicidad.
Hay que aclarar que lo popular no es inmediatamente frívolo:
desde siempre los personajes y los temas del pueblo han sido de
intensidad, ya trágica o cómica (pensemos en Carmen o en Sancho
Panza), y la ligereza le viene de querer unirse a lo cortesano.
Frivolus es una palabra latina que significa lo que desmorona
con facilidad o, en otro sentido, señala a lo que está tallado (es
decir, lo que muestra el cobre al tallarle el oropel). En tal caso,
el arte “que se desmorona” es frívolo; y el arte que no resiste
la presión crítica y enseguida muestra la falta de nobleza en su
interior, también es frívolo. En términos estéticos, frívolo es lo
ligero, lo inconsistente. La frivolidad, lo efímero, lo inconstante
sería característico de toda una línea de creación artística que se
sustenta en esa levedad. Es claro que la belleza, entendida como
profundidad de lo eterno en la concreción histórica, se opone a
la frivolidad, que más bien se sujeta a lo transitorio y aparente.
La belleza sería una cosa seria; la frivolidad sería un pasatiempo.
Ya Francis Picabia increpó, en las primeras décadas del siglo XX,
a los que “son serios como ostras serias”.
Nuestros artistas han logrado ampliar el grado categorial
más bajo y negativo —lo kantianamente ridículo— para ofrecernos
toda la gama, impensable en el siglo de las Luces. Así, sucesivas
abismaciones han exigido nuevas categorías para enjuiciar sus
productos: fútil, anodino, pueril, banal, vano, veleidoso... Es el
solazamiento en el lado negativo de la cuestión, en la pérdida de

60
la belleza, en eso que he denominado en otra parte “La muerte de
Venus”: en vida y en obra, los artistas han descubierto extremos
de lo efímero, lo superficial y lo aparente. No es gratuito que la
acentuación de la frivolidad coincida con la de la moda. Estar
a la moda es atender a lo inmediato frívolo. Una bagatela o un
divertimento eran menores ante la obra de factura elevada; mas
luego, en ciertos casos del presente, la gran obra es una bagatela.
La frivolidad toca dos opuestos equivalentes: cuando lo po-
pular aspira a la grandeza expresiva, que le es ajena, tenemos lo
cursi (definido por Carlos Monsiváis como lo “exquisito fallido”);
cuando lo artístico, con toda su potencia técnica, se solaza en su
malformación junto a los productos industriales tenemos el kitsch
(definido por Konrad Lotter como el falseamiento estereotipado).
De lo cursi a lo kitsch, la frivolidad. En todos los grados entre
ambos opuestos semejantes está la cultura de masas, la sociedad
industrial y de la información, y la desconfianza en la altura y
en la seriedad. Ya no juzgamos todo el arte por la sublimidad o
la belleza, como Kant; tampoco aplicamos las categorías para dis-
tinguir lo esencial respecto de lo accidental, como Aristóteles. En
un mundo en el que lo accidental es lo esencial nuestros juicios
estéticos cuentan con la opción de juzgar lo frívolo; y, a veces,
hasta juzgarlo con frivolidad.

61
LA FILOSOFÍA COMO DISPOSITIVO PULSIONAL

La personalidad está marcando constantemente su diferencia


respecto de los demás, y está tratando de convencer al otro de la
verdad. Una verdad, por cierto, de la que uno está convencido: qué
mejor que todos sean como yo. Hay un impulso egoísta: el mundo
me pertenece, y por lo tanto las interpretaciones del mundo tam-
bién me pertenecen. Y quienes están fuera de la interpretación del
mundo que es mía, existen en un universo ajeno al mío; y tengo,
entonces, que imponerme, para que mi universo se expanda y mi
egoísmo se afirme y llegue hasta los límites del otro. Es algo que
podemos denominar intolerancia, o la creencia en lo que uno ya
cree: un juicio previo, un prejuicio.
Hay un carácter psicológico especial en el adoctrinamiento y
en la deliberación: cuando se convence a alguien de nuestras convic-
ciones, esas convicciones ya no nos pertenecen; y nuestro egoísmo
se altera y diluye. Al plantear una tesis filosófica y argumentarla
para convencer al otro de que dicha tesis es verdadera, se presenta
un impulso de afirmación del yo, visible mediante la deliberación:
cada cual defiende sus tesis como se defiende la supervivencia del
yo, del convencimiento del yo. Pero el resultado es antitético, ya que
la tesis, al ser compartida por el otro, por el convencido reciente,
nos quita la propiedad distintiva del yo: mis ideas ya son del otro.
Hay, pues, una fluctuación entre la afirmación egoísta del yo y el
sentido de pertenencia al rebaño.
No basta, para la imposición del yo mismo y la intolerancia
al yo del otro, con estar de acuerdo en la tesis filosófica en cues-
tión, pues, en un segundo nivel, se trata de un acuerdo exigido al
otro para convencerlo de la afirmación de nuestro propio yo, que
generalmente se expresará en estos términos: yo tengo razón, y tú
no. Y, por tanto, debes aceptar lo que yo digo a fin de que tú tam-
bién tengas razón, pero siempre en un sentido subsidiario al mío.
Este modelo de convencimiento es un esquema de poder similar
al del apareamiento de las focas, que se pelean por el territorio
62
mediante golpes de los machos; y el perdedor debe abandonar el
territorio (y las hembras contenidas en el mismo); el vencedor será
el amo del harén hasta que llegue otro macho más fuerte y, a su
vez, lo expulse de allí. En la deliberación parece presentarse una
pugna por el territorio teórico, una afirmación del yo en términos
teórico-territoriales.
Cuando Lyotard (“El archipiélago”), Freud (Introducción al
Psicoanálisis) o Axelos (“El oficio de pensador”) tratan el carácter
psicológico de las tesis filosóficas, están revelando que existe ese
temperamento por el cual una persona se interesa en la ciencia,
otra en el arte y otra en la historia, con el añadido de que con-
sideran su preferencia como el modelo de la verdad. Según un
planteamiento kantiano, relativo a las antinomias, en el mundo
del pensamiento no pueden coexistir los opuestos, aunque en el
mundo de la naturaleza subsistan; con ello parece indicarse una
divergencia crucial entre el mundo natural (nouménico) y el mundo
subjetivo (fenoménico), puesto que el mundo natural persiste en
su ser a pesar de los opuestos que se sucedan o convivan; en tanto
el mundo de la razón, el distintivo de lo humano, es desbordado
por los opuestos, que obligan a la razón a detenerse en un límite: el
de las antinomias. Antinomias que son, precisamente, la oposición
a la ley (a la ley de la razón pero no a la ley de la naturaleza). La
contradicción pareciera ilegal en el ámbito de la razón, en tanto ésta
es enfrentada por dos subjetividades. Así que la existencia misma
de antinomias evidencia el carácter natural de la razón. También
pone en relieve, en principio, el tinte natural de la deliberación o
razonamiento de los opuestos enfrentados.
Eso en la racionalidad al estilo de Kant y sus epígonos. Para
otras formas del pensamiento esos límites tienen otro sentido.
Por ejemplo, en los sucesivos momentos del hacerse presente el
Espíritu, según Hegel (a lo largo de toda su Fenomenología del
Espíritu), se dan contradicciones que no pueden ser superadas por
la razón humana en algún punto de la historia. Pero eso sólo nos
demuestra que el ser humano es incapaz de tal resolución, porque
no está a su alcance; porque el ser humano no es el sujeto de ese
pensamiento desbordante. El verdadero sujeto de la razón total es

63
aquel que sí puede resolver en una unidad esas contradicciones, las
cuales habían desplazado la capacidad de la razón humana.
Parece ser que hay un estilo en la aceptación de lo opuesto o
en la aceptación de la unidad. Estaríamos, en el orden kantiano,
ante un carácter matemático, ceñido a la unidad lógica hasta el
límite de las antinomias, que son el deslinde del territorio (del
territorio de lo aceptable). En el orden hegeliano observaríamos
un carácter metafísico, que acepta una unidad superior, última y
absoluta, que no se detiene en las contradicciones de la razón hu-
mana o de la naturaleza. Ambos temperamentos pueden aceptar la
unidad, pero la aceptan de diferente modo. En un caso, la unidad
se presenta como un enlace de la coherencia de las partes; y si las
partes están en contradicción, no hay unidad: si una cosa se opone
a las demás cosas del sistema pensado, tal cosa es inaceptable, o
el sistema es inaceptable. El sistema tiene su regulación; y cuando
algo se sale de esa regulación, el sistema desaparece, por lo que es
necesario extirpar la irregularidad a fin de que el sistema se afirme.
La lógica de la no-contradicción sigue ese procedimiento; y si no
es capaz de mantener la no-contradicción, se presentan las anti-
nomias, verdaderos límites de la sistematización. Allí comienza el
campo de lo ilógico: el territorio de la metafísica, el campo aquél
donde lo humano ya no puede tomar decisiones lógicas, juiciosas,
legales. Sin embargo, sí puede tomar otras decisiones, así sean más
allá de la lógica. Esas decisiones participan de la libertad. Pero no
nos quedemos con la idea de que la libertad es un más allá de la
lógica, pues el ser humano tiene la razón, que lo lleva a la libertad,
la cual, en Kant, no es algo irracional: la razón práctica es razón
pura puesta en práctica. Hay una libertad final en los diversos
elementos del sistema lógico. Esa libertad se presentará como un
juego: el de lo imaginario.
En el otro caso, también se da una lógica (recordemos que la
obra fundamental de Hegel se titula La ciencia de la lógica). Pero
esa lógica no compete sólo a lo humano sino a lo absoluto. Existe
una lógica, aunque su estilo sea diverso al de la disyuntiva entre
verdadero o falso, o todo o nada; tal vez el estilo de la lógica es
más intelectualista en Kant y más figurativo en Hegel. Parecen ser

64
temperamentos distintos, pero no excluyentes, en la medida en que
sus elementos son similares, así se orienten a sentidos no similares.
Lo intelectual y lo imaginativo, sin esta similitud de lógica e ima-
ginación que ambos involucran, estarían escindidos, fuera de toda
posibilidad de deliberación. Esto implica que, aun en su oposición,
los temperamentos diversos participan en un foro común. En otros
términos: para que pueda darse la imposición pulsional egoísta
de la ciencia sobre el arte (o viceversa) se requiere un ámbito de
convergencia en el que pueda hacerse presente el diálogo. Esto es:
las focas que combaten por el territorio y la posesión no lo hacen
con las gaviotas, sino con las demás focas.
Kant tiene muy claro que ese orden, en que la sensibilidad
exterior conduce al pensamiento y el pensamiento conduce hacia
la sensibilidad imaginativa interior, es un orden natural, de la
naturaleza humana. Lo mismo señalará Hegel: la contradicción
es manifestación de la naturaleza. La cuestión es hasta dónde el
sistema del pensamiento puede sustentar sus afirmaciones; puesto
que las afirmaciones se hacen, y sus límites, según Kant, son lími-
tes lógicos. Desde luego no son incapacidades fisiológicas las que
impiden una afirmación: todo se puede decir; aunque no todo
tenga el sustento de la unidad lógica, la cual es el límite de la cer-
teza humana, según esa tesis. Así, puedo afirmar que el universo
es finito; o que es infinito. En ambos casos mis argumentos serán
insuficientes para imponerlos a la razón del otro deliberante. Sin
embargo, un planteamiento de carácter distinto, como el de Hegel,
podrá aceptar que el universo es finito y no lo es (como Einstein
planteará un universo finito pero ilimitado, en la tercera parte de
su obra La relatividad).
Existe, pues, ese carácter; pero no excluye nada del objeto. Un
contador, un político, un artista, pueden suscitar un estudio sobre
el mismo objeto, el cual está allí para cualquier tipo de carácter al
cual se haga presente. La distinción reside en las formas de abor-
darlo. El carácter no determina el objeto, el cual continuará siendo
lo que sea. Sin embargo, el carácter le dará un matiz al objeto. Si
el objeto es la totalidad, el filósofo le dará un matiz a la totalidad.
Cada filósofo le dará un matiz al objeto de la filosofía, sin que

65
ese objeto se altere en tanto objeto. El temperamento del filósofo
matiza el objeto de la filosofía. Y lo hace conforme a una pulsión
egocéntrica, un convencimiento autoafirmativo. Cada uno, puesto
que tiene pruebas propias de la validez de su propio matiz (ya
que él mismo lo ha matizado, es decir lo ha experimentado como
matiz verdadero), quiere que todos maticen el ser como él mismo
lo ha hecho: imponerles su matiz, pero también imponerles su
forma de matizar; y en última instancia, afirmar su yo, controlar
el territorio del apareamiento y mantener su dominio a la vez que
su pertenencia dentro del grupo de semejantes.
Hay una lucha por el convencimiento del otro: una retórica.
Pero esa retórica está fundamentada en una buena fe, puesto que
el deliberante ha experimentado la veracidad de su propio matiz.
Es una lucha por el poder, pero también es una escatología de la
verdad: la compasión hacia los pobres desdichados que no han
encontrado la verdad (que yo ya encontré), me conmueve y me
mueve a señalarles el camino, la verdad y la vida; es decir, condu-
cirlos del error a la verdad, de la oscuridad a la luz y de la muerte
a la inmortalidad. Existe un arraigado sentido de lo religioso muy
vinculado a esa pulsión elemental. La afirmación, que en principio
es un problema de la argumentación, deviene espíritu de partido y
secta religiosa, puesto que los demás deliberantes, por experiencia
propia de la veracidad de sus respectivos matices del objeto de la
filosofía, insisten en no aceptar el nuestro, formando la secta, cada
cual, de su yo mismo. En la trastienda de la pugna ideológica hay
una lucha política y una lucha religiosa, todo ello fundado en una
pulsión erótica. El propugnante quiere que los demás dejen su
verdad (que para el mí mismo no es verdad verdadera sino sólo
un malentendido, o cuando mucho una imaginación) y que se les
imponga esa otra verdad, mía. El sentimiento de genialidad que
inunda al proponente lo sitúa en el punto del poderoso: el que pue-
de dar o quitar la vida (filosófica) a los pobres mortales —infantes
filosóficos que no pueden competir con un auténtico macho del
pensamiento en el apareamiento de las focas de la verdad.
Cuando entendemos la oposición entre retórica y lógica, lo
primero que entendemos es que se separan, que se oponen. Pero

66
luego deberemos entender que esa misma oposición es lo que las
hace conjuntarse. ¿La oposición es señal de ruptura o de unidad?
Y más allá de esa comprensión vendrá a hacerse presente una pre-
gunta más crucial: ¿es posible una verdad que supere a todos esos
matices de la verdad? o bien: ¿es posible una verdad sin matices?
Sería una verdad objetiva, abarcante. Kant señala que existe esa
verdad, que es la verdad de las cosas (las cosas en sí), aquella verdad
que no toca los matices de la subjetividad, la verdad nouménica,
siempre lejana e imposible para la razón humana o para los sentidos
humanos. En última instancia, se trata de una verdad sin relación
con lo humano, pues el matiz proviene siempre de la relación del
sujeto. Existe, pues, esa verdad objetiva, según Kant; pero no la
podemos conocer. Tal vez porque es una verdad metafísica, plena
de antinomias. Es una afirmación ontológica con un escepticismo
epistemológico: afirmamos la existencia de esa verdad, y a la vez
afirmamos que no la podemos conocer. Y entonces, pregunto,
¿cómo es que la afirmamos? O bien: ¿esa afirmación de la existencia
de una verdad sin matiz no es desde ya uno de los matices de esa
misma verdad inafirmable? Eso lo podemos afirmar pero no lo
podemos conocer. En tal caso, el conocimiento y la afirmación
parecieran no ir juntos, conforme a la sospecha kantiana. Y así
puedo afirmar cosas que no conozco. Y las puedo presentar como
si las conociera. Y, más aún, puedo buscar mi propia afirmación
mediante esos decires, al imponerlos como verdad a los demás en
la deliberación. La retórica y sus pulsiones filosóficas están tentadas
a afirmar lo individual como universal: lo mío como humano, mi
matiz como absoluto, mi argumento como el único de valor. Esa
es la raíz de la intolerancia, que separa su afirmación propia de la
verdad total. Puedo afirmar lo que no existe, independientemente
de si se puede conocer. Se puede decir lo que sea, pero no con
verdad. O como dice Kant: no se afirma juiciosamente. Es algo que
está más allá, que es objetivo, que trasciende al sujeto humano. Y
a éste no le corresponde conocer dicha verdad, la cual —y tocamos
así el matiz hegeliano— es la verdad de un sujeto no-humano, de
un sujeto objetivo. Porque esa verdad no está allí, como objeto,
sino que sucede en la experiencia de ese sujeto absoluto que se

67
experimenta a sí mismo como objetividad (y en lo que se acaba de
enunciar hay bastante material para la meditación). Así, la realidad
y la verdad son lo mismo: lo que sucede a ese sujeto objetivo. Para
él, cada sujeto particular (es decir, cada sujeto subjetivo), es a su
vez un momento de esa representación de objetividad que le sucede
al sujeto absoluto. En este sentido, alguien afirma una cosa como
verdad y el oponente afirma, también como verdad, lo contrario.
Y ambas afirmaciones son verdaderas: no ambas para ellos sino
para el suceder histórico. La verdad unitaria resulta ser el que la
verdad es contradictoria; lo cual es contradictorio, puesto que la
verdad es unitaria. Si esto se demuestra, entonces sabemos que eso
es verdadero en la medida en que otros afirmen lo contrario. Y la
verdad es la afirmación de esa contradicción. Y ello es una pulsión
impositiva igualmente.
En el afán deliberativo subyace un impulso. Tal vez subyace
también a la negación de la deliberación. Cuando el sujeto se niega
a la deliberación o aporta su inmediato acuerdo, parece mantener
esta estrategia: yo, que estoy por encima de ti, te impongo mi
acuerdo o me niego a vencerte (porque no eres oponente adecuado,
es decir que no tienes suficientes hembras en tu harén como para
que merezcas mi esfuerzo de despojarte del territorio). Se afirme o
niegue, se gane o se pierda, se da un manejo de la energía natural
en términos de la cultura, del malestar de la cultura.
La filosofía, por todo lo anterior y en tanto no puede esclare-
cer una verdad universalmente válida, se puede comprender como
un dispositivo orientado a la resolución de los enfrentamientos
pulsionales de sus participantes. Más allá de sus contenidos y
procedimientos, el conocimiento tiene la oscura pretensión (la
tensión previa) de dominar: el que conoce, quiere el poder: desea
la potencia total. Pero, ¿conoce? Digamos, entonces, lo mismo de
otra forma: el que cree conocer quiere creer que merece el poder.
En un islote del archipiélago, imaginando que está rodeado de
todas las hembras del breve universo de su isla, un macho de las
focas desterradas se siente elegido por la temible Verdad para ser,
a la vez, el amo y el esclavo de esa misma verdad. Y la energía que
debió haber utilizado para fecundar su especie, la transfiere a la

68
representación simbólica del lenguaje. Y considera que ese mero
lenguaje debe ser aceptado por los demás, ocupados como están en
fecundar la especie, a despecho del argumentador. El dispositivo
pulsional funciona: la cultura reflexiona sobre sí misma y estipula
las valideces sociales y temporales de los conocimientos ciertos. Que
serán ciertos —como los modelos y metáforas que sustentan todo
el saber científico— hasta que otro macho más dominante llegue
a convencernos, con los feroces golpes de sus razonamientos, de
que realmente es él quien tiene la verdad.

69
III

DE LA LITERATURA
INFANCIA Y LITERATURA

Dios no creó a los niños. Lo que creó fueron los humanos en


plenitud: el padre Adán con torso férreo de factura madurada; la
madre Eva, con proporciones perfectas de joven casadera. Adán y
Eva —los primeros humanos— dieron ser, a su vez, a los primeros
niños. Los niños, en tanto productos meramente terrenales y aje-
nos al plan original de Dios, son el residuo de las transgresiones
a la estructura del orden universal. Hijos de la tierra, rescoldos de
ancestrales errores que a diario repetimos, los humanos estamos,
desde entonces, condenados a ser niños antes de ser nosotros
mismos. Y si el paraíso fue lugar de placer y de pecado, la tierra
exterior, el valle de las lágrimas incrementadas, es el lugar de la
procreación. Es extraño que jamás se haga mención de los niños
como lo más peculiar del mundo material: en el paraíso jamás
existió la infancia. Por eso quiero comenzar señalando que la in-
fancia es aquello que se pierde: siempre se deja de ser niño. Y, en
paradoja final, nunca se está separado de la infancia. Todo está
destinado a fenecer, pero la infancia es lo único que no ha de ser
vencido por la muerte: desde el momento de nacer, somos ya los
niños que seremos.
Por otra parte, los niños son la mayoría. Desde que los prime-
ros humanos los crearon han sido la mayoría. La población actual
de Latinoamérica cuenta con casi cuarenta por ciento de menores
de catorce años. El mundo está lleno de niños. Gozan y sufren y
se dilatan sus pupilas ante los advenimientos de las enormidades
asombrosas que cada día nos transitan. Niños por todas partes. Y
por lo tanto, como era de esperar, niños en la literatura.
Infancia y literatura son siempre inseparables. Inseparables
porque la infancia es el sustento nutricio del arte de escribir;
porque la infancia es tema de la literatura; y porque, al comenzar
a escribir, se agita con dolor el mundo y se deja el mundo de la
infancia tal vez sin estar preparado aún para la vida.

73
La presencia más evidente y menos visible de la infancia en
la literatura es la que en el estrato profundo permea el acontecer
de las palabras, de tal manera que el ejercicio mismo de escribir es,
regularmente, un legado que nos hacemos nosotros mismos desde
nuestra propia niñez: no sé de escritores que no supieran escribir
y leer a los diez o doce años, aunque es probable que alguno haya
por allí. Los literatos abrevan el mecanismo de su expresión —la
apropiación del lenguaje— en sus primeros años de vida. Pueden
ser variables sus condiciones; sus rumbos, diversos; sus destinos,
discrepantes; pero siempre será su etapa inicial la recepción del
mundo por medio del idioma, de un idioma consolidado a pesar
de la falta de conciencia del pequeño futuro premio Nóbel. Se
trate ya de un huérfano, como Allan Poe; un hijo solitario como
Octavio Paz; o uno de los dieciséis hijos del telegrafista como
García Márquez, los escritores tienen un viento distinto entregado
por la presencia temprana del idioma.
Tal como lo señala la mitología, Borges leyó latín a los
cinco años. Y eso quizás marcó los asuntos de sus cuentos como
La Biblioteca de Babel, Tlön, El Aleph y otras cosas de su obra
madura. Alfonso Reyes, cuando niño, era perseguido por el sol;
eso es algo similar para todos los niños (es trivialmente conocido
que el astro apunta su radiación de modo democrático), pero, a
la vez, distingue a Reyes en tanto que era él, y no otro infante, el
fugitivo de la luz.
Si bien el ámbito de la infancia es aquel en el cual los es-
critores asumen su material de trabajo mecánico y enfrentan la
realidad dura del lenguaje socialmente aceptado y empedernido,
también incorporan allí el fundamento de sus futuras obras. Y por
fundamento no quiero decir tan sólo una experiencia temprana
del idioma sino, ante todo, una repercusión mental manifestada
en los asuntos que tratará la obra: el ser niño y el posterior dejar
de serlo sin querer (o por lo menos sin haber sido preguntado
para ello).
Según Freud, las imágenes literarias —y en general las ar-
tísticas— tienen un contenido de represión infantil liberado
parcialmente por el acto de sublimación literaria. Freud analiza,

74
desde luego, los recuerdos de infancia de Leonardo de Vinci y la
narración El pozo y el péndulo de Allan Poe, anotando la fijación
de los elementos femenino y masculino evidenciados en la sim-
bología aludida por el título de Poe. En la vida práctica, en tanto
una mujer puede tener una regresión a la necesidad de afecto
paterno y le hace una escena de niña consentida a su marido, por
ejemplo, otro ser humano puede estar haciendo la escena escrita
de esa misma regresión al mundo primario: una experimenta la
regresión y otro la sublima en la escritura.
Gran cantidad de cosas que acontecen en la vida de los niños-
futuros-escritores son después los temas y/o episodios de sus obras
narrativas o poéticas. La pervivencia del recuerdo en la dinámica
del ser, la inserción de la etapa infantil en la historia personal, y
colectiva y mundial, es el eje por el cual gira al paso del tiempo el
suceso literario. No afirmo con eso que la literatura se componga
exclusivamente de infancias memoradas, pero sí que la infancia
es el primer criterio profundo para elegir recuerdos no-infantiles
para formar parte de un texto literario.
Una vez establecido que la infancia es el origen de la literatura
—tanto por la adquisición de su expresante (el idioma) como de su
fundamento de materia (las primeras experiencias significativas)—,
deberemos abordar la infancia como asunto, como momento y
como marco de la literatura.
La infancia como asunto de la literatura tiene dos aspectos:
el de los textos dirigidos a los niños y los textos dirigidos a los
adultos por medio de acciones de niños-personaje. El poder y la
presencia de los clásicos infantiles es impresionante; y a confirmar
ese peso han dirigido su atención, entre otros, Hoffmann, Kipling,
Andersen y Saint-Exupéry, por citar algunos casos famosos. Y la
fantasía, característica malamente identificada con la etapa infantil,
se muestra en sus cuentos como algo digno de niños. La fantasía no
es exclusiva de los niños. Es más, ni siquiera es más desarrollada en
los niños: los adultos tienen más fantasías que los niños; y casi po-
demos afirmar como cierto e indubitable el hecho de que, mientras
más tiempo pasamos en la vida, las fantasías aumentan en número
y en complejidad. Dígalo si no aquél que ha comprado un billete

75
de lotería. El adulto le llama ilusión, esperanza, anhelo, a eso que
solamente es una fantasía, una fantasmación, un aparecimiento de
sí mismo proyectado hacia la expectativa oscura del futuro. Otro
argumento de valor es la constatación de que los adultos disfrutan
con mayor profundidad las cosas aptas para niños tales como los
títeres, las caricaturas y el juego. Sin embargo, los adultos —seres
de fantasía por antonomasia— no viven con libertad su fantasía.
A diferencia de esos adultos “normales”, el escritor y el artista
son atrevidos: se atreven a expresar en público una inconfesable
fantasía que puede existir en los reinos de Eros, de Tánatos o de
Ludus. Mi maestro de dramaturgia, Sergio Magaña, siempre me
quiso convencer de una convicción suya: hay que ser muy desca-
rado para ser artista. Es decir que la imaginación debe quitarse la
máscara del silencio para mostrarse como literatura.
La mostración de la fantasía con una apertura pública es la
señal de que el niño sigue sobreviviendo en el literato. A diferencia
del adulto normalizado, el literato se exhibe veladamente en su
fuero fantasioso: Huidobro afirmaba que el poema es una cosa
que no es, que no será, pero que nos gustaría que fuese. Cuando
escribimos aquello que nos gustaría que fuese, desbordamos nuestra
propia normalidad y nos encaramamos en las riscosidades del juego
fantástico. Por otra parte, sin embargo, el escritor también difiere
del niño: su fantasía es una fantasía manipulada, no-fresca, una
fantasía tamizada de técnica, de alevosía expresiva y de asumpción
de un compromiso constructivo. Es flexible, pero no es indomés-
tica; es libre, pero no es desbocada; es amplia, pero no infinita. El
literato es un niño fantástico envuelto en maduraciones técnicas.
Pero retomemos nuestra dicotomía: literatura para niños y
literatura con niños. El Principito es un aparente paradigma de
texto escrito para niños. Mi experiencia, que espero refutada por
la experiencia de todos los demás, me ha mostrado que para los
niños es prácticamente lo mismo esa obra que cualquier otra: al
público infantil no lo impresiona particularmente la habilidad
técnica, la coherencia imaginativa, el refinado gusto, el excelente
lenguaje y la profundidad filosófica de El Principito. Y en tanto es
acontecer de lo fantasioso (esto es: devenir de lo no-materialmente-

76
real), al niño le da igual ese texto que una historieta de patos o
ratones que hablan, cuando no hasta los prefieren sobre Exupéry.
En ese sentido no hay diferencia entre un clásico infantil y un
texto repentino y efímero que carezca de todas las cualidades de
El Principito. Prueba de ello es gran parte de la literatura para
niños que está de moda en nuestros días. La división la hacemos
nosotros, adultos que, además de apreciar la trama literaria del
texto, apreciamos la técnica, el gusto, la profundidad y otros valores
que nos permiten, a diferencia de los niños, demarcar la literatura
en excelente y trivial.
Las obras para niños se orientan por un ideal de interlocución
que no siempre es bien entendido: hablar en el idioma de los niños
es tan difícil como hablar en el idioma de los adultos: siempre habrá
público que no se “engarce” al texto y quedará ajeno al idioma del
escritor. Y para quedar “fuera del texto” no importa si se es niño
o adulto. Niños hay que entienden, escriben y utilizan palabras
como microcomputadora, Nabucodonosor o Triceratopus. Otros,
tanto niños como adultos, pasarán de largo ante la grandeza del
idioma como pasan los vecinos de Venecia frente a los manchados
palacios de su cotidianidad. No hay normas; y el lector no puede
ser la medida —al menos no la básica— para escribir, aunque tal
vez lo sea para juzgar lo escrito.
Memoro dos ejemplos dirigidos a un público infantil. Uno
es el grupo de versos escritos por José Martí bajo el título de Is-
maelillo. Se trata de composiciones que en su ritmo y colorido,
en su dinámica y expresión, buscan comunicarse con un niño.
Evidentemente el lenguaje de Martí, tan rítmico y depurado, no
es el mismo que el de su posible lector niño. ¿Acaso el vehículo de
la versificación resulta por ello inadecuado? De ninguna manera.
El otro ejemplo es el escrito por Antoniorrobles como Aleluyas
de Rompetacones y sus demás cuentos de este personaje. Suceden
situaciones imaginativas pero simples, cercanas a la posible vivencia
real del niño. ¿Es por ello esta obra más cercana a su público? ¿Será
mejor entendido que una rima de Martí? El escritor, sin duda,
apuesta a favor de ser entendido por los infantes. Pero la misma
apuesta hace quien escribe para los que no son niños.

77
Los niños son también personajes de las obras literarias no
aptas, se dice, para niños. Tal es El resplandor, de Stephen King.
O no son directamente personajes sino motivaciones para los
personajes. Así en El hombre muerto de Horacio Quiroga. En fin,
la variedad sería inacabable, así que vamos sólo a unos pocos ejem-
plos —ejemplares— de la presencia de los niños como protagonistas
ínsitos del texto literario. Juan Rulfo pone a Macario a despanzar
batracios conforme van saliendo del hoyo; y en tanto espera, en
el ámbito craneal de Macario pasan cosas memoradas, atisbos de
futuro y aves al vuelo de la fugacidad: el niño es un decurso mental
casi aleatorio, conducido por la memoria de los floripondios y los
pechos de la nodriza. Un caso totalmente contrapuesto es el de
Golding en El señor de las moscas, porque allí lo que despanza son
los niños entre sí, con lanzas y piedras, y el flujo mental casi no
existe en tanto los protagonistas conviven con la inmediatez de la
naturaleza humana en el estado primigenio de su incomprensión.
Un último ejemplo en este rubro es El tambor de hojalata, en el que
Grass nos presenta a un protagonista que es un niño que se negó a
crecer, por lo cual tiene ya edad adulta, y lo demás es niño: se da
el caso simbolizado del sensible que prefiere seguir siendo infante
que cometer la atrocidad que los adultos cometemos diariamente
con nuestra vida al ir envejeciendo.
La infancia, como un período ausente de responsabilidades
socialmente graves, es el mundo de las propiciaciones imagina-
rias. Los niños, dijimos, imaginan sin técnica; experimentan sus
imaginaciones sin sentir el apremio de expresarlas, puesto que
son su normalidad. Cuando se comienza a constreñir la imagen a
la forma, se va perdiendo la infancia. De hecho los “educadores”
que proponen a los niños formalizar sus imágenes los están reti-
rando de esa falta de formalidad que es la infancia: nos formamos
y dejamos de ser niños. Es de esperar que dicho proceso suceda
igualmente en el reino de las palabras. Así, cuando el niño aprecia
la motivación estética para darle una forma a sus imágenes ya no
está imaginando sino produciendo: ya no es el fluir informal de
las palabras sino un cuento, un poema o algo de ese talante. Se
pierde la infancia y se gana una obra literaria. Eso no es malo de

78
suyo, ya que la infancia de cualquier manera se habría de perder;
por eso resulta más redituable perder la infancia y ganar un texto
que perder la infancia sin ganar algo en absoluto.
Si lo anterior es cierto, cuando se inicia una carrera literaria
se está en el umbral de la pérdida de la infancia. Según los cáno-
nes temporales, hacia los catorce años se deja definitivamente la
infancia y se estructura la pubertad, el camino difícil de la ado-
lescencia, la cual es la segunda expatriación.1 En lo que ahora nos
ocupa tendríamos un momento literario que marca la aceptación
del sujeto ya no como imaginador mediante el lenguaje sino como
autor de fantasías formalizadas literariamente. Es decir que el
niño deja de ser lo que era y se transforma en un autor literario.
Eso sucede, según los rituales de la iniciación literaria, hacia los
catorce años. El autor deja de ser niño, pierde la inocencia de la
infancia del lenguaje y entra a la infancia del mundo literario:
es un niño (un neófito) en el mundo de las letras. En su poema
Autobiografía Nazim Hikmet afirma: “Y, desde los catorce años,
mi oficio es del poeta”, lo cual es una declaración que podrían
suscribir otros muchos, si no es que la mayoría, de los grandes
escritores. Sin embargo, los tan maduros versos de Farewell los
escribió Pablo Neruda cuando apenas tenía quince años de edad.
Y, desde luego, el mito vivo del poeta-niño que representa en toda
la cultura occidental el enorme Arthur Rimbaud, quien dejó de
escribir al filo de los diecinueve años y esa su infancia angélica de
poeta visionario ha sido suficiente para darnos a todos una lección
de libertad integrada en formas a su vez libres tanto en estructura
imaginativa como en decurso verbal.
El abandono de la infancia física nos sitúa en la infancia
estética, época de oro para definir un rumbo —o un extravío— en
la república literaria. Pero la vivencia de la infancia física deja expe-
riencias que no serán posibles en ninguna otra etapa del cuerpo. En

1
Mircea Eliade ha estudiado minuciosamente, en varias de sus obras, el
despliegue individual y social de los ritos de pubertad, es decir aquellas
cosas que ha de mostrar el niño para ser aceptado como adolescente, capaz
de reproducirse e integrarse a la miseria, al misterio y a la magia de la so-
ciedad adulta.
79
ese sentido, autores hay que aceptan el retorno a la infancia como
predilecta vía para adentrarse en la experiencia primigenia a la que
aspira toda creación. En sus Cartas a un joven poeta Rilke incita
al joven Kappus a indagar las entretelas de su infancia, haciéndole
ver que la soledad, el abandono, la puridad del ser, la ausencia de
compromiso, la contemplación y, sobre todo, la experiencia real
de la presencia religiosa, se encuentran en aquella etapa perdida.
Rilke considera que toda experiencia vivida fuera de la infancia
está permeada por un porcentaje mayor o menor de hipocresía, de
falta de autenticidad. Ser como niños, refrescar el ser infante en
nuestra emotividad, es lo que conducirá a la poesía consolidada,
según dice ese poeta.
Otro autor en esta conexión, bastante disímbolo en relación
a Rilke, tanto por el género de su obra como por la intención y
expresión, es Fedor Dostoievski. Para el novelista ruso los recuerdos
de la infancia son lo que hace soportable la vida futura. Y aquellos
que tienen la fortuna de momentos memorables en su infancia son
los que sobreviven a la crisis del mundo adulto, pues tienen un
mundo propio, un agrupamiento privado de asuntos y sensaciones
iluminantes sobre la opacidad de la madurez.
El presente del recuerdo infantil es un paliativo que en la
literatura es todo un tópico. Huidobro, en su Altazor,2 señala
la presencia indubitable de la infancia y su diferenciación de la
experiencia adulta:

En mi infancia una infancia ardiente como un alcohol


Me sentaba en los caminos de la noche
A escuchar la elocuencia de las estrellas
Y la oratoria del árbol
Ahora la indiferencia nieva en la tarde de mi alma

Esa indiferencia mortal es la cuota debitada por los accesos


de madurez que nos hacen sentirnos falsamente importantes
cuando en realidad atisbamos sólo la importancia de la muerte,

2
Se ha publicado una edición conmemorativa de Altazor por Azafrán y
Cinabrio (www.ayc.com.mx)
80
verdadera emperadora. Huidobro continúa la secuencia de esos
versos anteriores así:

Rómpanse en espigas las estrellas


Pártase la luna en mil espejos
Vuelva el árbol al nido de su almendra

Es casi claro que el retorno del árbol aterido de inmensidad


hacia la persistencia muda de la semilla es la incisión de un dolor
de ser adulto al que se pide recuperar esa unidad elemental que
representa la semilla respecto del árbol, florecido pero más próxi-
mo a la muerte.
A pesar de los miedos extraños y las violencias insoportables
que se pueden sufrir —y se sufren— en la infancia, el memorar es
un acto exaltador; y se prueba en el caso de todos aquellos escri-
tores que han declarado sendas autobiografías, incluyendo las
múltiples vidas de los autores mexicanos contemporáneos. Citaré
tres rápidos ejemplos nacionales: Agustín Yáñez, Enrique González
Martínez y Ricardo Garibay. El primero de ellos con su Flor de
juegos antiguos en donde se dan los episodios del escolapio que
va descubriendo la otredad femenina; la travesura de las fugas de
la escuela a escondidas de la madre; la beligerancia por el liderato
del grupo de amigos. González Martínez, en El hombre del búho,
se acuerda de la pacífica vida de una provincia inexistente y su
ascesis; la angelicación de sus aspiraciones; la degradación de las
enfermedades. Garibay, en cambio, titula a sus memorias iniciales
Fiera infancia y otros años. Para Garibay la infancia es el reino de
la esclavitud, de la dependencia, del temor, de la supervivencia,
cosas todas que no tuvo que enfrentar en etapas posteriores de su
vivencia, según deducimos. Pero aun en él la infancia es el instante
privilegiado de aquello que nadie, sino nuestra incapacidad, nos
puede privar en tanto posibilidad del recuerdo.
En nuestro mundo actual se busca introducir a los niños
en talleres para que “maduren”, sin darnos cuenta que, en efecto,
cada paso dentro de la maduración es un paso fuera de la infancia.
Cuando lindan los veinte años, los agrupamos en un taller literario;
los estamos forjando como infantes —infantería— del regimiento
81
literario. De allí puede salir un general valiente; o al menos un
oficial destacado en su puesto de combate. Niños y jóvenes se es-
fuerzan contra el lenguaje, con fuerzas desiguales, con territorios
disímiles conquistados. Leer, escribir, poetizar con la lectura y la
escritura: todo ello nos abre las puertas de lo estético a la vez que
nos cierra las puertas de la vida pasada: la infancia, que es lo que
siempre se pierde y lo único que perdura. El camino del artista
es perder la inocencia y encontrar la virtud. La inocencia no sabe
del mal; la virtud lo vence. Es terrible dejar la infancia de la vida;
pero es excelente abandonar la infancia de la literatura.

82
LA LITERATURA COMO ARTE

INTRODUCCIÓN
La literatura tiene cualidades específicas dentro del sistema de las
artes, que ninguna otra de ellas posee: el material con el que labora
—es decir, las palabras— tiene ya un significado previo al uso lite-
rario que se pueda hacer. Por otra parte, ese mismo uso literario
otorga a las palabras nuevos sentidos; e incluso introduce en el
sistema de la lengua nuevos vocablos, ocasionalmente. Ninguna de
las artes tiene ese tipo de material previamente dotado de sentido:
las escenas teatrales, los encuadres del cine, los colores y trazos
de la pintura, las texturas de la escultura, etc., no tienen de suyo
un significado como lo tiene, por ejemplo, la palabra “luminoso”
o cualquier otra. Un pintor, al enfrentarse a su material, puede
transmitir una sensación determinada que no se ve obligada por
el estatuto previo de su sustancia primaria: con el color rojo puede
dar a entender tanto un apacible crepúsculo como un desgarrador
amorío o un suicidio impune.
Por otra parte, la literatura se ha considerado a veces como
algo separado de las artes. Se dice “la literatura y las artes” querien-
do dar a entender que una y las otras, aunque enlazadas, no son
parte de lo mismo. La lingüística es considerada por los entendidos
como una de las disciplinas humanísticas más ejemplares porque
ha desarrollado un procedimiento propio y ha logrado establecer
su objeto tanto históricamente como en una situación actual. Y el
objeto de la literatura se comparte, en cierta medida, con el objeto
de la lingüística. El lenguaje es tratado de manera “científica y
objetiva” por esta última. Entonces queda un poco en entredicho
el quehacer de la literatura en cuanto al lenguaje. ¿Diremos que,
en oposición, es un tratamiento “subjetivo y acientífico” de su ob-
jeto? Aunque no es tan descabellada la propuesta de esa pregunta,
debemos deslindar de mejor manera qué relación tiene la literatura
con su objeto y material, que es el lenguaje.

83
Aquí buscaremos interpretar la literatura —y con ello el uso
literario del lenguaje— en términos de la estética; es decir, se ob-
servará a la literatura como un arte y no como un uso más entre
los usos posibles o entre las funciones de la lengua. Intentaremos
rescatar ese aspecto que parece ir quedando en el olvido y que
desprende el arte de la palabra respecto de los otros tipos de arte,
tanto por los estudios científicos que del lenguaje se han hecho
como por las teorías formalistas que consideran lo poético como
una función, solamente, del lenguaje.
Para lograr nuestro cometido, iremos hacia el carácter general
de lo artístico, mostrando ese carácter en la literatura; y a la vez
señalando el enfoque estético de la literatura frente a los demás
enfoques en boga en nuestra actualidad cultural.

DEL VALOR DE LO ARTÍSTICO


Es indudable que la concepción de lo literario visto como un tipo
de arte se dará conforme a las posiciones que de lo artístico en
general se tengan. En especial, consideraremos diferentes teorías del
valor, puesto que la concepción acerca de lo literario será precisada
en función de dónde radique el valor de ello.
Existe una teoría que afirma que el valor de lo artístico reside
en las cualidades de la obra misma; y que el hecho de que el sujeto lo
perciba, o no, de ninguna manera hace desmerecer esas cualidades
intrínsecas del objeto. Esta teoría, por tanto, se le denomina “teoría
objetiva del valor”, ya que la valía artística de una obra cualquiera
no depende de los sentidos de la persona sino de la configuración
material de la cosa que llamamos obra de arte.
En oposición radical a la anterior, existe una categoría que
da por cierto directamente lo contrario: que las cosas artísticas
no tienen valor por sí mismas sino solamente por atribución de
los sujetos que las contemplan. Con ello se explica que cosas tan
opuestas como un retrato de la Gioconda con bigotes y sin bigotes
sean consideradas ambas obras de arte, aunque no necesariamente
por los mismos sujetos. Esta sería, pues, una “teoría subjetiva del
valor”.

84
Sin embargo, hay teorías que afirman la existencia de los va-
lores artísticos al margen de cualquier obra concreta o de cualquier
sujeto que contemple una obra. Y de estas teorías hay dos tipos
particulares. Un tipo afirma que los valores tienen un carácter
histórico; que hay una aspiración en cierto momento hacia ideales
sociales como pudieran ser la libertad, el amor o la muerte; y que
los artistas y el público lo que hacen es encontrar mediante su
trabajo que los contenidos sociales e históricos de sus anhelos se
ven representados en el arte. Eso sería el tipo de teoría “histórico-
social” del valor. El segundo tipo también acepta que los valores
están más allá de obras y sujetos específicos, pero también acepta
que el contenido histórico-social, o sea el denominado espíritu de la
época, no es el portador de valores peculiares sino que ese espíritu
de la época es tan sólo una adecuación del momento histórico
a valores preexistentes o valores eternos que se concretan en esa
época determinada y, por tanto, también en las obras propias de
dicha época. Esos valores artísticos siguen presentes aunque jamás
lleguen a descubrirse como entidades ajenas a obras concretas. Esta
teoría se llamaría “Teoría trascendente del valor”, en tanto que no
radica éste en hombres o cosas o épocas dadas.
Una última posición que recordaremos será la que afirma
que el valor de lo artístico solamente se presenta en situaciones
concretas de relación de obras y sujetos individuales. Su antece-
dente claro es Aristóteles, quien señaló ya que solamente existe lo
universal en tanto que se presenta individualizadamente. Así, un
valor determinado se dará entre cierta obra y cierto sujeto que la
especta; y otro valor, no necesariamente similar, se dará entre esa
misma obra y otro sujeto distinto o entre la misma obra y mismo
sujeto en situación diferente. Esta postura se conoce como “teoría
relacional”, pero es más apropiado, por la movilidad y proceso
que acepta respecto del arte, llamarle “teoría dialéctica del valor”.
Aquí el valor está en el proceso relacional, determinado por la
obra tanto como por el sujeto y la circunstancia concreta que los
envuelve.
Ahora bien, conectado a esas teorías del valor (es decir, a por
lo menos una de ellas) se da el concepto del arte en general. Para

85
nosotros, lo más claro viene a ser la consideración del arte como un
proceso complejo que introduce al menos tres niveles de variación
los cuales, al alterarse, provocan la modificación del sentido y, por
ende, del valor de una situación artística en especial.
Describiríamos al proceso del arte en los siguientes términos:
en una circunstancia determinada y caracterizable dentro de la his-
toria y la tipología de la cultura, un sujeto específico percibe el mun-
do y lo traduce senciblemente plasmándolo en una obra material,
que es signo de su propia percepción acerca de su mundo (ya sea
su mundo objetual o subjetual); la obra materialmente producida
perdura en el tiempo según su propia configuración; finalmente,
en una circunstancia análoga a la primera en cualidades, aunque
no necesariamente en contenidos, un sujeto específico percibe la
obra material y la traduce sensiblemente, construyendo a partir de
la configuración de la obra un sentido y un significado que está
en función del que fuera plasmado por el primer sujeto.
Se puede notar, de la descripción anterior, que hay una do-
ble percepción en el proceso artístico: la que del mundo hace el
autor de la obra y la que de la obra hace el sujeto espectante. Es
claro que la obra, una vez configurada, pasa a formar parte del
mundo de los objetos; por lo tanto, el público percibe, al percibir
la obra, un cierto sector de la realidad que ha sido alterada por
la presencia misma de la obra. Sin embargo, la obra es, al tiempo
que una cosa real, un objeto significante, por lo que muestra, al
ser percibida como objeto en el mundo, el otro mundo: el de los
significados sensibles.
También es notable, en la misma descripción, que existe una
doble producción de significados, ya que un mismo sector de la
obra puede tener distinta significación para el autor que para el
público; y aun cuando en el público, a su vez, se puedan presentar
significados distintos, todos ellos serán dados a partir de una pri-
mera producción de significados que ha hecho el autor. Es decir
que el autor no solamente produce un significante material sino
también un significado. Pero no siempre coincide esa plasmación
con el hallazgo que el espectante hace desde su relación con la
obra.

86
LA LITERATURA, SU VALOR Y SU PROCESO
En la literatura, la doble percepción del proceso del arte (es decir,
la del autor acerca del mundo y la del espectador acerca de la
obra) se ve mediada por la cualidad de significatividad previa del
material verbal. Las palabras vienen a ser un vehículo que ya tiene
un contenido de significación; entonces, el autor literario percibe
el mundo mediado por las características del lenguaje ya existente.
Según dice Lotman, el mundo está modelado por el lenguaje; por
tanto, el autor literario ofrece un modelo de realidad superimpuesto
al modelo del lenguaje común, del que regularmente se sirve. Esto
podría explicar la patente ambigüedad de sentidos que entrevera
al texto literario: aunque el escritor ofrece un modelo que podría
ser, incluso, muy detallado y consistente, el lector encontrará el
eco de la superimposición de modelos. Y así la crítica literaria no
descubrirá tanto el modelo de realidad del autor cuanto el tipo de
superimposición que se puede descubrir en su escritura.
El profesor John Woods, de la Universidad de Lethbridge,
ha propuesto, en su artículo “Animadversions and open cuestions:
reference, inference and truth in fiction”, que la ambigüedad de la
palabra literaria no radica en otro nivel que el sintáctico, ya que
las frases que aparecen en el texto son entendidas tal como están
escritas, es decir que representan la verdad del texto sin engañar
el sentido del mismo; pero, a la vez que las frases son entendidas
como verdaderas en el texto, son entendidas como falsas respecto
de aquello a lo que se refieren, ya que la referencia se da sólo de
manera engañosa o ficticia. El ejemplo de Woods es el siguiente:
“Sherlock Holmes vive en la calle Baker”. Tal enunciado es ver-
dadero en el texto y falso en su referencia al modelo de realidad
primaria del lenguaje (puesto que ningún Sherlock Holmes vive
efectivamente en la calle Baker). Entonces, se infiere que el modelo
literario implanta su verdad artística mediante la falsedad del refe-
rente al que alude. El arte literario es ficción debido a que utiliza
palabras de referencia real primaria para ofrecer una referencia
secundaria, a lo que Lotman llama la modelización secundaria
impuesta al sentido recto del término.

87
Siendo así, la literatura tendrá también, en esa doble produc-
ción de significados propia del arte, un papel peculiar: los lectores
podrán re-construir el sentido del texto sin que necesariamente se
constituyan en receptores del “mensaje” del autor. Esa cualidad pe-
culiar ha dado pie a que algunos teóricos postulen la independencia
del lenguaje respecto del autor y, desde luego, independencia del
lector. Pareciera que, debido a que autor y lector no se encuentran
vinculados por el significado de un solo y único mensaje, ambos
participantes están sujetos a las peripecias del material que los
reúne. Señalamos que esa autonomía que se le ha adjudicado a la
literatura como texto sólo es sostenible por sujetos concretos en
actitud crítica; y, por lo tanto, el texto es autónomo solamente en
dependencia del crítico. Y, por tanto, no es autónomo.
Al existir dos modelos implantados en un mismo material se
tiene una primera producción, que no es otra cosa que producción
de ambigüedad. Sin embargo, al hacer una doble producción, parece
ser que habrá una doble ambigüedad intersecada en el texto: la que
conlleva el autor al escribir y la que conlleva el lector al percibir lo
escrito. A esa doble ambigüedad se le suma la que ya tiene el texto
por la extensión propia del campo de significados de cada vocablo.
Lo que resulta es una comunicación de sentidos sólo parcialmente
determinados por uno u otro participantes del proceso.
Tanto el autor como el lector ofrecen o confieren sus sig-
nificados al texto a partir de su conocimiento del lenguaje que
les es común. Así que ese ofrecimiento de sentidos puede variar
en diversas lecturas. Tal cosa lleva a pensar —y de hecho es una
teoría instituida la que lo dice— que los sentidos del texto literario
dependen del conjunto de pensamientos y habilidades de lenguaje
de los participantes.
No debemos olvidar, no obstante, que el lenguaje común
se distingue por configurar sus campos semánticos y sus normas
sintácticas dentro de la convencionalidad social. Por ello, todo
vocablo poseerá las arbitrariedades del convencionalismo para
significar aquello por lo que supone. Lo que se da como trasfondo
en el uso de un término, dijimos, es un modelo del mundo. Y, por
ser social, ese modelo del mundo, que se descubre a partir de los

88
enunciados que se utilicen, tiene un matiz social. El lenguaje, así,
es también un transmisor de ideologías (esto es, de conjuntos de
ideas que orientan la cosmovisión de un sujeto en uno y no en
otro de los sentidos socialmente posibles). Con tales argumentos se
dan sendas teorías de la literatura que la consideran como vehículo
de ideología, como soporte social de pensamientos o imágenes
del mundo, etc. Dorothea Brande, en su libro Becoming a writer
(p. 3) dice que el escritor suministra la única filosofía a la que
muchos lectores tendrán acceso en sus vidas. Y de allí desprende,
por ejemplo, un deber social del escritor.
Más allá de los sentidos sociales de un pueblo y una cultura
determinadas, parece ser que las ideas trasmitidas por la literatura
convergen en algunos puntos en diferentes contextos. Pongamos
por caso la creación de la forma soneto en poesía: fue adoptada
por pueblos de carácter muy diverso, trascendiendo sus orígenes y
finalidades iniciales. Algunos teóricos vieron en tales trascendencias
culturales la presencia de algo mayor que las ideas contenidas en
los sonetos: afirmaron la existencia de moldes que son apropiados
para más de una cultura y para más de una época. Por tanto, la
literatura revelaría lo trascendente histórico. Y los más osados
afirmaron, incluso, que revela lo trascendente cósmico. Con tales
afirmaciones constituyeron una teoría afirmadora de que la litera-
tura mostraba, tras el sentido recto de los enunciados, el sentido
profundo de la historia o del cosmos, según el caso.

LOS ENFOQUES SOBRA LA LITERATURA


Según sean los supuestos o los detalles más destacados por un
teórico así será el tipo de teoría que sustente acerca de la literatura.
Es decir, toda teoría literaria implica una visión del fenómeno
literario, una respuesta al problema de qué es la literatura. No
siempre tales visiones globales del proceso literario son congruentes
o conscientes. Suponer, por ejemplo, que la literatura tiene una
funcionalidad meramente textual, implica, a su vez, que el proceso
literario gira en torno al texto, con independencia de si es leído o
no, de cómo fue creado, de quién piensa en sus significados, etc.
Lo mismo sería válido para toda otra posibilidad al respecto.

89
Apuntemos, pues, que, siendo el proceso literario una espe-
cificación del proceso del arte, tendremos un contexto sociohistó-
rico de escritura, una psicología de la creación y una elaboración
textual únicas; y, por otra parte, tendremos múltiples contextos
sociohistóricos de lectura, múltiples psicologías de la recepción y
múltiples reelaboraciones del texto. Según el énfasis en alguna de
ellas será el estatuto y carácter de la teoría.
Habrá, así, teorías o enfoques históricos de la literatura: el
texto realiza el espíritu de la época, se enlaza con la tradición o
avanza hacia el futuro adelantándose a su época. Los enfoques
sociales aceptarán que la literatura refleja la situación material de
los sujetos en un momento dado, o que les propone a los lectores
una idea del mundo tratando de convencerlos mediante imágenes.
En los enfoques psicológicos se buscarían los enredos de la ignota
cabeza tanto del lector como del autor, mediante diversas técnicas,
siendo principalmente útiles la del psicoanálisis y la de experi-
mentación sobre la “conducta literaria”. Por fin, habrá también
enfoques denominados semióticos o formalistas, que pretenden
encontrar el sentido de la literatura en sus textos y solamente en
ellos, considerándolos como objetos de semiosis. Nos faltaría, sin
embargo, preguntarnos por la literatura de una manera más obvia:
¿Por qué la gente lee literatura? Acaso respondamos que porque
refleja la trascendencia histórica o cósmica; porque ofrece un senti-
miento de pertenencia a una ideología o sociedad; porque permite
proyectar el subconsciente o producir catarsis; o porque existe como
texto al margen de las personas sensibles y reales. Pero, por nuestra
experiencia como lectores y por comentarios con otros lectores,
podemos afirmar que la literatura —y probablemente todo tipo de
arte— no es recibido o buscado por el público para cubrir una de
esas necesidades teóricas sino para una de dos cosas: para pasar el
tiempo de ocio o para encontrar un tipo peculiar de placer.

LA LITERATURA COMO ARTE


Dos son los aspectos del arte que destacan en su función sobre la
sociedad: hacer soportable el ocio (ya sea mediante la creatividad o
mediante el divertimento) o impactar la sensibilidad de diferentes

90
grupos mediante obras diversas. El enfoque de la literatura como
arte, a pesar de no hacer preeminente algún rasgo peculiar del
proceso del intercambio de sentidos de la literatura, considera que
todos aquellos rasgos son válidos para explicar la parte del proceso
a la que se vinculan. El enfoque de la literatura como arte debe, por
su propio carácter, tomar en cuenta la complejidad y totalidad del
proceso. Para producir el placer o distraer el ocio, el arte requiere
de todos y cada uno de sus componentes. Esto es, que la literatura
no gusta o divierte separadamente por sus contextos, ni por sus
psicologías, ni por sus formas: tienen que enfrentarse dos contextos
(a saber el de la escritura y el de la lectura); dos psicologías (la del
autor y la del espectador); y dos sentidos formales (el que se da
al emitir y el que se construye al recibir). Si falta alguno de ellos,
el proceso del arte queda trunco y no se obtiene lo que Adolfo
Sánchez Vázquez ha llamado la “relación estética”, la cual está en
función de una “actitud estética” de los sujetos y una “posibilidad
estética” de los objetos.
En la tesis doctoral presentada por el Earl of Listowel en la
Universidad de Londres, titulada A Critical History of Modern
Aesthetics, se tratan sistemáticamente los diversos enfoques. Pero
destacan, sobre todo, los que ubica él como cuatro iniciales: el del
placer, el del juego, el de la expresión y el de la ilusión o apariencia.
En ellos es que podemos encontrar los rasgos apropiados para un
enfoque de la literatura como arte.
El arte se distingue de otros procesos humanos por tener lo
que Kant señaló como “desinterés” (Desmond Morris, en su La
biología del arte, define operativamente eso como “autorremunera-
ción” del proceso). Para la literatura, basta con su propia expresión.
El artista y el lector no buscan algo más allá de esa oportunidad
de sentir expresados sus sentidos acerca del mundo o de un sector
de éste. Siendo así, el arte literario no se determinaría, digamos,
por sus ideas (puesto que una determinada ideología plasmada en
el texto puede ser hallada como excelente expresión incluso por
quien no la comparte).
Junto con la expresión, otro rasgo es el juego. Si bien la
expresión atañe a la sensibilidad directa sobre los materiales del

91
arte (en este caso sobre la palabra), el juego compete al proceder
o la manera de hacer y leer la obra: el sujeto no está bajo presión
insuperable respecto de cómo acomodar sus materiales, dando
oportunidad al azar, lo ligero y lo aleatorio. Incluso en la poesía
tradicional, que exigía adecuar las palabras a moldes prestableci-
dos, el hecho de completar una medida cuya cadencia estaba en
función de una rima, permitía y permite el juego del azar, resul-
tando las frases poéticas debido en especial, por ejemplo, a ese
afán de rimas y medidas. La literatura sería el rompimiento con
las normas significativas del lenguaje común. Como dice Hugo
de Sanctis, la poesía avanza “por inconformidad con los símbo-
los que alteren la homogeneidad previa de toda la creación...”;
es decir, por la introducción de modificaciones sobre el material
pre-existente de una manera no-presionada, o mejor aún de una
manera impresionada.
El juego ha permitido el despliegue de la libertad o del azar.
Y es sobre tal despliegue que se cifra la validez del placer: la obra
literaria agrada por que en ella encontramos el juego de la libertad
—el libre juego de la imaginación, como diría Kant—, el vuelo de
la expresión sin interés más allá de su presencia textual en nuestro
interior socializado. El placer del texto, dice Barthes, es la abolición
de las barreras, “no por sincretismo sino por simple desembarazo
de ese viejo espectro: la contradicción lógica”. El placer sería la
potencialidad de la inauguración de sentidos imbricados —incluso
en contradicción— tras la presencia de la palabra unitaria, lógica,
del lenguaje común. Contemplar en el texto el juego de la libre
expresión sin las trabas de la materialidad lógica es el placer.
En la obra literaria se muestra no la copia de la realidad (in-
cluso en el realismo) sino la superimposición de la ficcionalidad
sobre un material referidor de lo real. Platón desterró —justamen-
te— a los poetas de la República ideal: son traficantes de sombras
que ponen en entredicho la coherencia del mundo. Sin embargo,
si consideramos, como es muy probable que sea, que el mundo es
no-coherente, múltiple, dependiente de la mentalidad, entonces el
arte literario, al introducir su incoherencia o su fantasma en el len-
guaje natural (la piel de cordero que cubre al afilado mandibular),

92
en verdad que está des-cubriendo la esencialidad fragmentaria del
mundo unitario que el lenguaje común había cubierto. Las obras
literarias, son, pues, apariencias o ilusiones, ya señaladas por el sutil
Platón. Mas, como el mundo material es aparente, el texto lo que
hace es mostrarnos la aparentidad del mundo material invitándo-
nos a la región supraceleste o, en su caso, al inframundo.
En lo precedente hemos querido mostrar cuáles elementos
se deberían tomar en cuenta para la constitución de una teoría de
la literatura como arte. No podemos olvidar que durante siglos se
ha considerado a la palabra sensible un arte (con todas sus moda-
lidades: oratoria, cuentería, juglaridad, e incluso escritura). Es de
extrañar que las grandes inteligencias que han teorizado acerca de
la literatura vean en ella muchas cosas —signos, ideas, proyecciones
sentimentales, etc. — pero no siempre arte. Debemos concluir que la
literatura o place a la sensibilidad o divierte el ocio. Y recordemos
lo que dice el poeta Eduardo Lizalde: si la literatura no divierte,
“mejor vamos a ver una / de John Guaine.”

93
SARTRE ANTE LA IMAGINACIÓN Y LA POESÍA

Estamos obligados a ser libres. Esa frase tajante, afirmación para-


dójica y sorprendente, cifra la filosofía de la existencia de Jean-Paul
Sartre. ¿Cómo puede alguien ser libre si tiene semejante obligación?
¿Cómo puede alguien ser obligado a que sea libre? A pesar de ello,
la vida se nos muestra como el camino de la constante electividad:
ser o tener, pensar o creer, hacer o no hacer. Este mismo instante,
como un reto: seguir o no seguir. Sin duda, la libertad supone la
proyección sobre un futuro. Futuro siempre desconocido, incierto,
pero que, afirmaría Sartre, depende de nuestra libertad. La libertad
es la llave para ingresar a nuestro propio futuro. Y en la visión
proyectiva sobre el tiempo sólo contamos con la imaginación.
Mirar lo que seremos es la elaboración de nuestra próxima
vida por medio de la imagen. Pero esa libertad, que es irrenun-
ciable, está siempre en peligro: el mundo enajenante, la falta de
autenticidad, la copia de modelos, hacen que no cumplamos con
nuestra única obligación vital: no sustituir nuestro proyecto (que
es personalísimo, irreductible) por un proyecto ajeno, enajenado,
construido por la imaginación de alguien más. Incluso en el caso
extremo de que la imagen externa coincida con nuestra proyecti-
vidad, el proceso no sería auténtico. En su libro L’imagination,
Sartre señala que aunque algo coincida con el sentido íntimo, si
no proviene de él no tendrá la factura de la autenticidad de la
existencia y será algo a priori, impuesto.
Ante nosotros mismos, como ante los demás, somos nuestra
propia imagen; es decir, nuestra imagen no es algo diferente de
nosotros. Sartre, luego de un agudo análisis de la imaginación,
concluye que la imagen no es algo que está en la conciencia, sino
que es un modo de la conciencia: nos damos cuenta de algo (de
nosotros mismos) por medio de la imagen. Con la imaginación
nos construimos; con la imaginación, que es la conciencia diná-
mica y representacional de nuestra libertad. En términos de Sartre,
la imagen es una acción, no un objeto. La conciencia no posee
94
imágenes: es imaginación, en una gran parte. Para cada uno, su
pasado, su presente y su porvenir son la actividad de su imaginarse,
que es acto. Imaginarse es actuarse, activar lo que imaginamos en
nuestra libre proyectividad.
Como expresión de la libertad de la imaginación se encuentra
la poesía. Ella es el modo de instaurar el acto imaginario, libre,
en ese universo de objetos que son las palabras. No sólo en tanto
algo significan, sino, fundamentalmente, en tanto las palabras son
cosas, propias para el acto de imaginar.
En otra obra, ¿Qué es la literatura?, Sartre señala que el poeta,
“incapaz de servirse de la palabra como signo de un aspecto del
mundo, ve en ella la imagen de uno de estos aspectos. Y la imagen
verbal que elige por su parecido con el sauce o el fresno no es
necesariamente la palabra que nosotros utilizamos para designar
esos objetos.” Veamos que el poeta no utiliza las palabras, pues no
son signos sino cosas: no sustituye al mundo con las palabras, sino
que las palabras son el mundo (o al menos la parte más importante:
su mundo). Para expresar su mundo, sustituye, allí sí, una cosa por
otra: el sauce o el fresno por su imagen del sauce o el fresno. Y lo
hace libremente, pues no se ciñe a lo que los demás hagamos con
el significado. Ante el sauce, todos decimos “sauce”; el poeta José
Juan Tablada dice “Tierno saúz / casi oro, casi ámbar, / casi luz”.
Ahora notemos que el poeta elige su imagen verbal. Pero no la
elige como algo que se separa de su pensamiento; no es que ponga
las imágenes posibles ante su visión íntima y tome una de ellas
a priori, antes de expresarla. Porque, como espero haber dejado
claro más arriba, la imaginación no es el arreglo de un objeto en
la conciencia, sino una acción de la conciencia misma. Así, la
imagen verbal es la visión íntima del poeta, elegida al imaginarla,
construida al enfrentar ese mundo que son las palabras.
La poesía, siendo el imperio de la imagen, es también el
mundo de la elección libre y la expresión de lo que auténticamente
se es. Cuando un poeta copia a otro, cuando asume los modelos,
demuestra que su imaginación está en proceso de depurarse y que
es un ser que todavía pugna por alcanzar su libertad, lo cual no es
algo fácil: vivir, todos vivimos; existir auténticamente es otra cosa,

95
una lucha desde la actividad contra los significados ya puestos en el
mundo. La poesía, vehículo privilegiado de la imaginación, no sólo
nos expresa en conciencia sino, también, en la magna libertad.

96
EL SILENCIO LITERARIO

“Quiero que la gente se calle tan pronto deje de sentir”. Esa frase
de Bretón en su Manifiesto del Surrealismo relaciona de inmedia-
to el sentir y el callar: que se hable si algo se siente; que venga el
silencio a imperar sobre la falta de sentir. Mas cuando el sentir es
nulo, la palabra puede permanecer: “no tengo nada que decir” es
una frase que dice y no dice. Por eso Bretón no habla del silencio
(cosa que podría ser significativa), sino del callar. Callar es no
significar. Pero el silencio, normalmente, significa algo.
Hay cosas que no se callan, sino que simplemente no se
escuchan. Cuando William James, en sus Conferencias sobre Prag-
matismo descubre la importancia que tiene captar las cosas para
poder afirmarlas, nos pregunta: “Si cae un árbol en el bosque y
nadie lo escucha, ¿produjo ruido o no produjo ruido?”. Muchas
veces el silencio, y en especial el literario, es la falta de escucha.
El silencio puede ser salvación o perdición. Es salvación en
El Diván de Abz-Ul-Agrib cuando dice, en una de sus estancias:
“Es muy bello decir la verdad de una manera increíble: no es otra
mi razón de existir. Pero sólo el silencio pudo prolongar mi vida
cuando enmudecí en la vega de Granada”. Y es perdición en el
Altazor de Huidobro: “Estás perdido Altazor / Solo en medio
del universo / Solo como una nota que florece en las alturas del
vacío”. La soledad como potencia del silencio es evidente, pues
cuando se está a solas es muy difícil conversar. Pero en este pasaje
de Altazor tenemos dos tipos de silencio. Uno es el de la soledad,
otro es el del vacío. El vacío, lo hueco, casi lo inerte, es aquello en
lo que no puede existir la transmisión de la palabra. El vacío es el
mundo, la diariedad del mundo; luego, hay un florecimiento en las
alturas, por encima del vacío, en la cáscara superior de la realidad.
Pero ese florecimiento, esa palabra pulida, está en soledad: no hay
quien la escuche. Es un sonido que nadie percibe. Es algo dicho
para nadie, ausencia de comunicación, silencio.

97
Ramón Xirau, en su excelente reunión de ensayos bajo el título
de Palabra y silencio, acota tres tipos de silencio: el silencio-pausa
o intervalo entre dos pronunciaciones, entre nota y nota, entre
palabra y palabra; el silencio-callarse con sus grados de balbuceo,
timidez, mutismo y miedo; la clase tercera de silencio es el silen-
cio-esencia, ese revelador: “el silencio esencial es el que está en la
palabra misma como en su residencia... es el silencio que expresa:
el silencio que, dicho, entredicho, visto, entrevisto, constituye
nuestro hablar esencial”.
Tomemos este silencio esencial desde perspectivas diversas. Es
normal que la soledad sea callada, por lo que estar solo y callado es
algo trivial a menos que sea la “soledad sonora” de San Juan de la
Cruz. El poeta envía sus mensajes a tientas en la noche buscando
algún oído, un laberinto y un caracol, con el que encuentre afini-
dad. El poeta dice, el poeta no calla. Sin embargo el poeta siente
que hay un grumo de silencio en la palabra.

1.
Hay palabras que nada dicen, habladurías sacadas del caos, reflejo
textual del caos que en la cabeza tiene aquel que dice palabras que
nada dicen. Vienen entonces obras que llenan páginas, pero las
dejan vacías; es decir, que no les han insuflado ese silencio esen-
cial. Si las palabras nada dicen, nada significan; y son, por ello,
insignificantes. En enormes cantidades, el humus de la literatura
ha sido la construcción de obras insignificantes que, debido pre-
cisamente a su incapacidad para decir, son un silencio de nulidad.
Y así permiten escuchar mejor las voces más grandes.

2.
Palabras hay, también, que dicen tanto que no encontramos lo que
dicen. Y para nosotros se mantienen en silencio. Esas palabras las
disfrutan solamente los que ingresan a su clave secreta, a su meca-
nismo interior. Recordemos la carta de Goethe a Zelter respecto
del Fausto: “Creo sinceramente que una inteligencia despejada, un
entendimiento recto y lúcido tendrán que trabajar no poco para
hacerse dueños de todos los secretos que he involucrado en mi

98
poema”. Y el Fausto contiene tantas veladuras que una porción no
pequeña pasa a convertirse en silencio para muchos. Algo similar,
pero por motivos distintos, pasaría con las obras en idiomas que
nos son desconocidos: la poesía en búlgaro, por lo menos para
mí, es puro silencio, a pesar de que alguien pudiera pronunciarla
para mí; pero mi ignorancia de la clave del búlgaro o de las claves
de Goethe no hacen silenciosa la obra, la obra dice lo suyo pero
no soy capaz de captarla sino como silencio.

3.
Hay palabras que son estratégicamente silenciosas y ocultan su
poder para que otras brillen con más luz. Son palabras, incluso
sonorísimas, que delegan el peso de la frase en otras, transfieren
el énfasis, pasan hacia adelante el habla y se comportan modes-
tamente por su lugar en esa frase concreta. Cuando cambien de
frase, de énfasis o de lugar, adquirirán de nuevo su peso específico
y no serán ya más ese silencio temporal que fueron. En la popular
frase de Elías Nandino “Usted es la culpable” podemos agolpar el
énfasis en la palabra ‘usted’: Usted es la culpable. No nos importa
otra cosa sino saber de Usted. Si enviamos el peso a ‘la culpable’’,
no nos interesará usted sino de aquella que es la culpable (ya sea
usted o cualquier otra).

En fin, las cosas se llevan a efecto, en estos menesteres de


silencio, según los órdenes componentes de la literatura. Para que
exista el arte literario se requiere que se encuentren en sucesión
un autor, una obra y un escuchador o leyente de la misma. Así,
encontraremos un proceso —el de la literatura— plagado de silen-
cios: silencios del autor, silencios del texto y silencios del lector.
Estos silencios son huecos, vacíos, reservas, ya sean por voluntad
o por mera insuficiencia.
El autor puede estar en posición de no decir, de guardar silen-
cio, porque desea cierto efecto; porque no le es conveniente decir
todo; porque el estilo asumido así lo exige; y un etcétera demasiado
largo de posibilidades. Pero el autor también puede asilenciarse,
no decir, porque no tiene algo qué decir; o porque aquello deci-

99
ble que contiene no encuentra su vehículo. Notamos, entonces,
la existencia de un silencio a voluntad y también de un silencio
negador, incapaz de vencerse a sí mismo: el no poder decir.
El texto, por su parte, como materia escrita o pronunciada,
tiene la posibilidad de ocultar detalles o revelarlos: se mantiene
pendiente de sus comunicaciones o comunica un silencio. Eso
depende de su manera física de ser, aire, tinta, letra grande o di-
minuta, renglones largos o respiraciones entrecortadas, pues todo
ello será el indicador que invite o niegue el paso al decir en el
texto. El texto, como los demás tesoros de la vida material, está
escondido, pero puede ser desenterrado.
El lector, a su vez, tiene en sus ojos y oídos un silencio, ese
silencio personal del que escucha o lee, silencio que se incorpora
al texto y se adhiere a ciertos pasajes que nos pasan de largo o nos
dicen en exceso. Si el autor ha sido claro en decir; si el texto es
evidente en su ordenación y presencia, todavía falta la prueba y las
ordalías del lector: la revelación se trunca por un agregado innece-
sario de silencio, que puede ser descuido, distracción, aburrimiento
y, otra vez, un largo etcétera. Pero hay un silencio constitutivo
del lector: el que sucede mientras el texto se asimila. El lector se
sitúa como una máquina en combustión, como algo que necesita
decantar una esencia. Entonces, establece una introspección y
traduce a su propio silencio el decir de la obra. Tal vez eso no lo
haga en tanto lector sino en tanto ser humano.
Junto a ese silencio de la introspección asimilatoria de los
que reciben un texto, hay el silencio misterioso de la muerte y el
irrevocable silencio de lo cósmico. Pero esos silencios de contenido
universal no son para esta ocasión, sino para otra. Uno hay, sí,
que es universal y atañe igualmente a la especificidad literaria: el
sonido invisible. Ese sonido que se siente sin ser percibido, el so-
nido que se vive sin saberlo, la música celeste, el ritmo natural: la
circulación, el ruido de los pulmones, la elocuencia de las miradas,
el poderoso bramido de los pensamientos, son algo que se refleja
en las obras literarias pero como sustancia, no como expresión.
Tal vez ese sonido también es asunto de otra disquisición.

100
Quiero finalizar declarando mi convicción de que el silencio
es algo paradójico en la literatura; algo que le es esencial pero, a la
vez, sólo vive circunstancialmente y en momentos muy concretos
del proceso verbal y de sus componentes. Por mi parte creo que
el deber de la literatura es revelar con sonidos visibles el silencio
invisible de la creación. La literatura (prueba de ello son estas líneas)
no puede vivir en el silencio. Es la vida del habla, la antagonicidad
de lo callado y la esclava de lo indecible. El silencio es un asunto
para ser dicho con palabras. El silencio siempre se puede decir.

101
ÍNDICE

I
LO META-ARTÍSTICO

Acerca de la muerte del arte 9


Los objetos meta-artísticos y su elaboración en la posvanguardia 13
El carácter de lo meta-artístico 31
El impacto estético como categoría meta-artística 37

II
LA SENSIBILIDAD CONTEMPORÁNEA

El hoy del arte y el espíritu 47


Lo popular y la vanguardia 50
Tecnologías de la percepción 55
La frivolidad como categoría estética 58
La filosofía como dispositivo pulsional 62

III
DE LA LITERATURA

Infancia y literatura 73
La literatura como arte 83
Sartre ante la imaginación y la poesía 94
El silencio literario 97

103
Los objetos meta-artísticos
y otros ensayos sobre la sensibilidad contemporánea,
de Benjamín Valdivia, se terminó de imprimir
en el mes de diciembre de 2007 en la ciudad de Morelia, México.
El tiraje fue de 1000 ejemplares.

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