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LAS RAÍCES DE LA ÉTICA

Y EL DIÁLOGO
INTERDISCIPLINAR
Colección Fronteras
Director Juan Arana

Con el patrocinio de la Asociación


de Filosofía y Ciencia Contemporánea
Lourdes Flamarique (Ed.)

LAS RAÍCES DE LA ÉTICA


Y EL DIÁLOGO
INTERDISCIPLINAR

BIBLIOTECA NUEVA
grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v. siglo xxi editores, s. a.
CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS, GUATEMALA, 4824,
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Las raíces de la ética y el diálogo interdisciplinar / Lourdes


Flamarique (ed.). – Madrid : Biblioteca Nueva, 2012.
443 p. ; 23 cm
1. Ética 2. Moral 3. Civilización 4. Sociología I. Flamarique,
Lourdes, ed. lit.
17 hpq
1 hp
11 hpj
008 jf
316 jhb

© Los autores, 2012


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2012
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es

ISBN: 978-84-9940-452-3
Edición digital
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la
autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270
y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org)
vela por el respeto de los citados derechos.
Índice
Presentación, Lourdes Flamarique .......................................................... 9

Primera parte
Indagando en las raíces.
El enfoque fenomenológico
Apelación, deber y ontología. Una consideración feno-
menológica, Ramón Rodríguez ......................................................... 15
La ética como imprescindible ficción antropológica,
Luciano Espinosa Rubio . .......................................................................... 27
Ser ciudadanos del mundo: la ética sin fronteras, Luis
Xavier López Farjeat .................................................................................. 43
La mirada indiferente. El problema de la neutralidad éti-
ca de la visión, Xavier Escribano ...................................................... 61
Mímesis y fetichismo. Sobre ética y estética, José A. Millán
Alba ................................................................................................................ 77
La contextura ética de la libertad, Jorge Peña Vial ................. 91
La paradoja de Maritain acerca de la fundamentación
de los derechos humanos, Ricardo Parellada ............................ 111

Segunda parte
La carta de ciudadanía de la ética:
¿autonomía o naturaleza?

Teoría general de la acción y fundamentación de la ética,


Alejandro Llano .......................................................................................... 131
Cuando lo frágil es absoluto, o la dimensión metafísica
de la ética, Ana Marta González ....................................................... 145
La ingenuidad de la primogenitura. Sobre la relación
dialéctica de la ética y la metafísica, Lourdes Flamarique ... 163
8 Índice

Sobre la pretensión de fundamentar la ética en la ciencia,


Juan Arana .................................................................................................... 185
¿Se puede «construir» la ética sin destruir la ciencia?
La ética del constructivismo social y sus problemas
con la imagen científica del mundo, Francisco José Soler
Gil ................................................................................................................... 197
En torno a la posibilidad de naturalizar la ética, Pedro
Jesús Teruel ................................................................................................... 207
La naturaleza humana, ¿una distorsión de la ética? Notas
sobre la controversia entre razón práctica y natura-
lismo ético, Dolores Conesa ............................................................... 223
Los fundamentos últimos y penúltimos de la moralidad.
Acerca de la idea kantiana de dignidad, José María Torralba.. 235
La dimensión metafísica de la acción moral, María Antonia
Labrada .......................................................................................................... 255
Imperativo moral y Persona absoluta. Sobre el funda-
mento metafísico del deber según la «ética de la libre
afirmación de nuestro ser», Rogelio Rovira ........................... 265
El problema del realismo, Carlos Llinás ............................................ 285
Ética, ¿con o sin fundamento?, Desiderio Parrilla ......................... 303

Tercera parte
Conversaciones en torno
a la posibilidad de la ética

Lo óptimo: un principio de metafísica aristotélica, Rafael


Llano .............................................................................................................. 319
En el principio, la libertad. La metafísica como saber
práctico en Orígenes de Alejandría, Claudia Carbonell .. 329
La productividad como perfección ética. Proclo y la tra-
dición platónica, Jesús de Garay . .................................................... 343
Sobre la libertad posible en los crecientes procesos de
individualización. Una propuesta desde Hegel, Juan
José Padial Benticuaga . .............................................................................. 365
¿Es la ética la filosofía primera? Reflexiones en torno a
Levinas, Juan José García Norro ........................................................... 379
En busca de nuevos caminos. Leyendo a Derrida, Amalia
Quevedo . ...................................................................................................... 393
Ética y literatura: el combate por la libertad de Mario
Vargas Llosa, María Caballero Wangüemert ................................. 403
¿Metafísica hoy? Una propuesta desde la ética del dis-
curso, Francisco Rodríguez Valls ......................................................... 423
Presentación

Uno de los elementos esenciales de la autocomprensión de la cultu-


ra occidental es, sin duda, la articulación de ética y civilización. Tal vez
por eso, la agenda moral de los países desarrollados está llena de cuestio-
nes conflictivas. Nunca como ahora las expectativas de riqueza y bienes-
tar (educación, sanidad, jubilación) se han visto amenazadas por los
cambios de población y por la incorporación de modelos culturales, éti-
cos o religiosos ajenos a la tradición del país receptor. Es decir, no por la
guerra o una catástrofe, sino por la humanidad que se hace vecina. Nun-
ca como ahora el ideal de igualdad y justicia y, con él, un código univer-
sal de normas, parece tan utópico por los efectos devastadores que su
implantación pudiera tener sobre las expectativas del ya algo ajado esta-
do de bienestar. La actual crisis global de la economía de mercado igua-
la a los habitantes de los países más afectados únicamente en el tipo de
consecuencias negativas, pero no en su intensidad. Apenas se habla de
justicia ante los desmanes cometidos por la codicia y la falta de respon-
sabilidad social de las principales entidades financieras; no hay respon-
sables, solo el sistema parece haber fallado.
Quebrantada la confianza en las instituciones, ¿podemos evitar que
se imponga el «sálvese quien pueda»? Una respuesta afirmativa pasa
inevitablemente por la vindicación de alguna forma de universalidad
ética. Se podría objetar que hoy día la aspiración a un orden ético-social
universal pervive en el ámbito político-jurídico, pero no en el de la mo-
ral individual ni cultural; argumento que se muestra también como sín-
toma del creciente alejamiento que se da entre el sentimiento moral in-
dividual y su expresión legal y social.
En este bosquejo de los problemas anudados al de la posibilidad de
una ética universal se puede comprobar que las cuestiones implicadas
no son responsabilidad de una única forma de saber, ni cabe trivializar
su alcance con análisis contemporizadores sobre las deficiencias de un
10 Lourdes Flamarique

tiempo de crisis. Su abordaje certero requiere tanto de los enfoques sis-


temáticos como de los históricos, y no en menor medida del recurso a
los instrumentos conceptuales de toda disciplina que no haya renuncia-
do a la humanidad.
Los días 22 y 23 de junio de 2011 tuvo lugar en Ribadesella (Astu-
rias) el primer Simposio Internacional organizado por la Asociación de
Filosofía y Ciencia Contemporánea. El tema tratado fue «Las raíces de
la ética y el diálogo interdisciplinar». La mayoría de los participantes
procede de la filosofía, pero tanto estos como quienes cultivan otras dis-
ciplinas humanísticas han acreditado sobradamente su interés y expe-
riencia en los trabajos transversales. Este diferencial no solo favorecía un
diálogo fecundo, como se pudo comprobar durante el simposio, sino
que aseguraba una base común de problemas y referencias que los orga-
nizadores aprovecharon para hacer un planteamiento ambicioso. Se
propuso a los participantes una de las cuestiones más disputadas en el
pensamiento de las últimas décadas: si la ética requiere algún tipo de
fundamentación extramoral o dispone de una lógica capaz de otorgar
fuerza legitimadora a sus principios y conocimientos. En definitiva, si la
vieja aspiración kantiana a la autonomía de la ética puede ser arrincona-
da en el baúl de las cosas inútiles o si hoy más que nunca es necesario
pensar con Kant —o a pesar de Kant— la viabilidad de la ética en una
cultura que se considera postfilosófica. Con cierto ánimo provocador se
planteó una serie de preguntas a las que cada ponente trató de respon-
der con plena libertad de enfoque y estilo argumentativo: ¿Puede darse
de modo cabal la ética sin una fundamentación metafísica? Si no la re-
quiriese, ¿debería tener algún otro tipo de fundamentación? Si la requi-
riese, ¿qué tipo de metafísica sería el más adecuado?
Si leer bien un texto es tarea no menos compleja que escribirlo, para
responder a ideas que se formulan como preguntas hace falta, al menos,
que el interpelado tenga libertad de respuesta: esa de la que hacen gala
los trabajos reunidos en este libro. Distribuidos en tres apartados, el
conjunto refleja la diversidad de lecturas que sugieren estas cuestiones.
Ahora bien, esa diversidad de lecturas es también un argumento a favor
de la necesidad de conjugar distintas formas de experiencia ética-social,
y también de cruzar los modos de lógicas científicas que, aunque no
sirven a los mismos problemas, terminan por interferir en el horizonte
existencial donde la humanidad concreta e histórica se la juega y no
siempre gana.
A diferencia de lo que sucedía en siglos anteriores, actualmente no
hay instancia cuya autoridad sea indiscutida y pueda ejercer, por tanto,
la función de arbitraje que se requiere cuando los modelos e intereses
son contrapuestos. Mientras que, gracias al progreso científico y al au-
mento de la riqueza, la relación entre libertad y orden social ha sido
Presentación 11

bastante pacífica en las últimas décadas (salvando la aparición episódica


de movimientos contrarios al sistema), el edificio moral presenta fisu-
ras: las normas heredadas no iluminan la nueva realidad social y a me-
nudo entran en conflicto con sus exigencias. Cuando enfrentamos los
grandes problemas morales de nuestro tiempo, apenas confiamos en las
ideologías ni en la acción política; tampoco en la filosofía, la ciencia o la
religión. No deja de ser paradójico que en la era de la comunicación esté
también bajo sospecha el viejo ideal de la esfera pública de opinión
como terreno abonado para la formulación de lo normativo. En el siglo xxi
se han consolidado otras formas de publicidad y formación de opinio-
nes que hubieran escandalizado a los primeros ilustrados en la medida
en que crean un simulacro de discusión: la de la información, la de las
modas, la de los sondeos.
En este libro se ofrece al lector una variedad de aproximaciones que
le permita abordar con nuevos elementos algunos de los interrogantes
que reclaman nuestra atención en un tiempo de cambio, como es este:
¿Cómo se plantean las cuestiones éticas en la actualidad?; ¿cómo abor-
dan los ciudadanos los conflictos morales que sacuden a las sociedades
occidentales?; ¿qué formas de universalidad y normatividad se han ge-
neralizado?; ¿qué otorga legitimidad a las demandas de justicia que se
formulan con las mismas categorías éticas que se pretende sustituir?
Es cada vez más acuciante la necesidad de conciliar los avances del
conocimiento en todas sus áreas con una perspectiva de gran angular.
Responder a esta necesidad es uno de los objetivos pretendidos por Ale-
jandro Llano, Juan Arana y por mí misma, al iniciar esta serie de simpo-
sios interdisciplinares. Este libro, así como la organización y desarrollo
del primer simposio, debe mucho a Javier García Clavel, y por ello quie-
ro expresarle mi agradecimiento. A los autores que han respondido y
aceptado las peticiones editoriales con prontitud y amabilidad, también
muchas gracias.

Lourdes Flamarique
Primera parte

INDAGANDO EN LAS RAÍCES.


EL ENFOQUE FENOMENOLÓGICO
Apelación, deber y ontología.
Una consideración fenomenológica
Ramón Rodríguez
Universidad Complutense

En uno de los paseos habituales a la caída de la tarde cambié ligera-


mente el itinerario y me alejé un poco más hacia zonas algo periféricas
de la ciudad. Como tantas veces, pasé al lado de alguno de esos horri-
bles contenedores de basura que indefectiblemente afean las aceras.
Pero esta vez no fue el acostumbrado mal olor y la suciedad que les ro-
dea lo que me embargó al pasar, sino algo completamente distinto, que
no supe al principio identificar, pero que enseguida se hizo evidente: el
llanto entrecortado de un niño, seguramente un bebé, dado el timbre
peculiar del lloro. Al pronto, trato de convencerme de que me engaño,
de que el llanto viene de más lejos o incluso de que lo estoy confun-
diendo con el maullido de un gato; pero no, el sonido es cada vez más
inconfundible y más cercano: proviene claramente del contenedor. Re-
celoso y tembloroso a la vez me decido a abrir la tapa y, en efecto, un
niño minúsculo, enrojecido y envuelto en una especie de harapientos
pañales, lloraba al borde del colapso entre bolsas de basura y desperdi-
cios informes. Paralizado por el asombro, bloqueado ante la terrible
imagen, tardo unos momentos en acertar a hacer algo; por fin, me qui-
to el jersey y envuelvo con él al niño, que no cesaba de llorar. Tras esta
reacción inicial, caigo progresivamente en la cuenta de dónde estoy y
de qué está pasando, saco el móvil, llamo al 112, explico la situación y
me dirijo a toda prisa al ambulatorio de la seguridad social, que sabía
que no estaba lejos.
16 Ramón Rodríguez

Esta escena, si no es directamente vivida, es por desgracia fácil-


mente imaginable a partir de las noticias periódicamente repetidas en
la prensa. Reveladora de toda una realidad social, de la que se podría
hablar durante horas, es por otra parte un caso paradigmático de eso
que para cualquiera, incluso para el más crítico e insensible con la idea
de deberes y obligaciones, constituye una situación moral. Podemos
tomarla como punto de partida para una reflexión sobre ética y meta-
física.
Procedamos, ante todo, con una cierta pulcritud descriptiva. La si-
tuación en que aparece el fenómeno moral origina una interrupción de
las expectativas habituales: nada en el paseo cotidiano presagia una en-
crucijada de ese tipo; más bien anuncia un plácido, o tal vez aburrido,
deslizarse entre calles, edificios y personas que no nos obligan a tomar
ninguna postura especial, sino que, al revés, facilitan el comportamien-
to automático del andar y el despreocupado vagar del pensamiento. El
llanto del niño irrumpe, desde luego, como algo inesperado, no previs-
to, que atrae nuestra atención y la fija en él. Pero no es lo inesperado del
suceso lo más definitorio de la situación. Un súbito y potente frenazo de
un camión también es algo inesperado que nos fuerza a prestarle aten-
ción, que incluso suscita espontáneamente una conducta determinada
por nuestra parte (el rechazo, por ejemplo, del descuido del conductor),
pero en modo alguno es equiparable. El inesperado llanto del niño no es
simplemente algo molesto que interrumpe mi tranquilo deambular y
que me desagrada; es algo más, en él vivo un rasgo básico que no se en-
cuentra en el frenazo del camión: el hecho de que la mera percepción de
él, su simple oírlo, es a la par comprender que tengo que tomar una acti-
tud ante él, contiene una exigencia de hacer algo relativo a él. El llanto
me conmueve, no me deja indiferente, pero se trata de una indiferencia
especial, que no es equivalente al atractivo de un escaparate ni a la belle-
za de una mujer con la que me cruzo ni al desagrado del frenazo. Todos
ellos son como lazos diversos que me unen al paisaje común del paseo,
formas de estar afectados por el mundo en las que consiste nuestra vida
en él. Pero sobre esta no-indiferencia del estar interesados por el mundo
destaca el llanto del niño como una conmoción específica de otro or-
den: oírlo es saber que, sin remisión, he de hacer algo; el llanto no es un
sonido neutro que acontece sin más ni algo que me desagrada: es una
reclamación, una exigencia de ocuparnos de él. El simple oírlo es ya ne-
gación de la indiferencia o la neutralidad. No puedo hacer oídos sordos
o, mejor dicho, precisamente porque lo he oído y el oír significa a la vez
sentir la reclamación, puedo tomar la actitud de taparme los oídos y
hacer como si no oyera. Pero esto es ya una respuesta posible a esa exi-
gencia que no deja escapatoria. Una prueba indirecta del carácter inme-
diatamente perceptivo de la exigencia con que se da el llanto es el no
Apelación, deber y ontología. Una consideración fenomenológica 17

menos inmediato intento de desviarlo hacia otros sucesos familiares (el


lloro «normal» de un niño en el edificio cercano, el maullido de un
gato): implícitamente y sin reflexión alguna sé que, si realmente se trata
del llanto de un bebé abandonado, «me pone en un compromiso». De
ahí que, inconscientemente, busque la única salida por la tangente, lo
único que me zafa de estar colocado ante la exigencia: que lo que oigo
no sea realmente lo que oigo. «Poner en un compromiso»; es esta una
expresión que se me antoja descriptivamente exacta: la exigencia que
surge de la inmediatez de la percepción del llanto nos coloca, velis nolis,
en un compromiso con ella, nos compromete a hacer algo, nos obliga, es
decir, nos vincula a ella en una forma peculiar, la de de tener que hacernos
cargo de ella. Es esto lo que acontece pura y simplemente en la experien-
cia relatada. Las reacciones de orden reflexivo que siguen al oír el llanto
(llamar por teléfono, correr al ambulatorio) son ya conductas conscien-
tes que ejecutan el hacerse cargo de la exigencia.

II

Si de la descripción del sentido de la situación pasamos a su análisis


filosófico, hay que empezar dando la razón a los filósofos contemporá-
neos que han subrayado el carácter originario de la apelación. No me
refiero, claro está, a la pretensión de instituir una apelación o llamada en
el origen mismo de todo aparecer o darse algo, tal como encontramos
en el pensamiento del segundo Heidegger, Levinas o Marion, idea dis-
cutible que requiere una reflexión de otro orden1. Se trata tan solo de
subrayar algo más modesto: que la vivencia moral que analizamos es li-
teralmente iniciada por la llamada o reclamación del llanto oído. Todo
el sentido de la vivencia estriba, como he tratado de subrayar, en la im-
posibilidad de separar el «suceso objetivo» del llanto de la reclamación
que nos dirige. La reclamación es, así, originaria porque instituye o inau-
gura el sentido de la situación vivida; todo en ella depende de la irrupción
de una exigencia que reordena en torno a sí la totalidad de la situación. El
sujeto que la vive no pone nada en ella, no decide ni interviene en su
configuración, no da sentido a nada; es por el contrario asaltado por un
sentido cuya inmediata comprensión transforma por entero el compor-
tamiento habitual en el que estaba. Decidir el sentido de la reclamación
o incluso si se trata o no de una reclamación no es algo que esté en el
poder del sujeto; en la situación vivida el paseante es rigurosamente pa-

1
  Me he ocupado de este problema, en el contexto de la crítica de la subjetividad,
en el capítulo de Hermenéutica y subjetividad, Madrid, Trotta, 2010, titulado «El su-
jeto de la apelación».
18 Ramón Rodríguez

sivo; es puesto en un compromiso, toda su actitud y todas sus posibles


acciones son subsiguientes a él, deudoras de él.
La contrapartida de la reclamación percibida es la conciencia del
deber moral. Si el llanto del bebé desvalido es una reclamación para
quien lo oye, este tiene eo ipso el deber de ayudarle. El deber no es un
nuevo ingrediente que se añade a la situación, es la forma como se recibe la
llamada. La llamada es sentida como deber. Desde el punto de vista es-
trictamente conceptual, el deber es un concepto que expresa la vincula-
ción, el compromiso en que me coloca la llamada y que normalmente es
referido a las acciones que, como respuesta, debo emprender para ayudar
al niño. Deber es, así, a la vez el vínculo que me une a la llamada y las
acciones concretas que, respondiendo a ella, estoy obligado a empren-
der. Parece, entonces, que se sigue lógicamente de la llamada como una
consecuencia suya. Pero fenomenológicamente forma parte de la misma
conciencia en la que inicialmente se percibe el lloro: el sentimiento de
deber es la forma como el sujeto acoge la reclamación, el modo como
real e inmediatamente toma conciencia de ella.
El deber que así aparece posee todos los caracteres de un imperativo
categórico, tal como los analizó Kant. El deber de ayuda que responde a
la reclamación no supone, para ser sentido como tal deber, la adopción
previa de ningún deseo o propósito por parte del sujeto, no requiere de
ninguna circunstancia específica en el sujeto ni guarda relación con nin-
gún posible efecto que la acción que este emprenda pueda tener. La con-
ciencia del deber surge con entera independencia de si el paseante tiene
prisa, de si tiene algún impedimento físico, de si es compasivo o no, de
si teme a las consecuencias de su llamada a la policía. Por el contrario,
todos los deseos y circunstancias personales resultan suspendidos o, me-
jor, subordinados y reorganizados en torno al deber de ayuda que apare-
ce ineludible. En esta incondicionalidad reside uno de los aspectos fun-
damentales de la universalidad del deber que tanto enfatizaba Kant: en
que el deber moral, al no implicar en el sujeto ninguna condición previa
(salvo su naturaleza de agente racional, es decir, su capacidad de inteligir
el deber como tal y, en consecuencia, determinarse por él), afecta por
principio a cualquiera: cualquiera en la misma situación estaría igual-
mente obligado por él. Pero esta universalidad del deber, que prescinde
de todos los rasgos personales de quien está sujeto a él, no convierte al
sujeto en un ser abstracto, en la ficción de un puro ser racional. Con
frecuencia se entiende el famoso «rigorismo» kantiano en este sentido,
como si actuar por deber requiriera despojarse de todos los deseos, afec-
tos y tendencias espontáneas que individualizan al sujeto. Nada más le-
jano; lo que la vivencia del deber muestra es que la llamada del llanto del
bebé está dirigida a mí, soy yo, en toda la concreción de mis circunstan-
cias (el que pasea con estos pensamientos concretos, etc.) y con toda mi
Apelación, deber y ontología. Una consideración fenomenológica 19

historia personal detrás, el que está afectado por la conciencia del deber.
Nada en mí queda fuera de esa llamada. No vivo ninguna distinción
entre mi yo racional (un «cualquiera») que comprende el sentido del
deber y mi yo empírico, interesado en sí mismo y en el mundo y, tal vez,
deseoso de escapar de esa situación. La conciencia del deber me afecta
en todo lo que soy, y produce, no una abstracción en el sujeto o una se-
paración respecto de todos sus intereses personales, sino más bien lo que
podemos llamar una reevaluación y reorganización del yo en torno al de-
ber de ayuda que de pronto surge: el sujeto se ve obligado a reconsiderar
su prisa, a sopesar su temor a verse involucrado en inquietantes interro-
gatorios y quizá a enderezar sus afectos naturales hacia la criatura desva-
lida. El deber actúa como un eje en torno al cual se rehace, durante un
tiempo, la vida entera del sujeto, que sigue siendo el mismo que era.

III

¿Significa la originariedad de la apelación y de la conciencia del de-


ber una absoluta independencia del fenómeno moral respecto de toda
condición ontológica, respecto de todo requisito en el ser del agente o
en el objeto debido? ¿Cuál es la relación entre el deber y el ser, entre la
moralidad del comportamiento y el ser real con el que trata y del que se
trata en él? Olvidemos, por un momento, las teorías filosóficas bien co-
nocidas y sigamos prestando atención a nuestro ejemplo, lo que implica,
desde luego, asumir que no podemos realizar generalizaciones indebi-
das a partir de él, pero sí obtener algunos rasgos básicos que contrastar
con otras situaciones y que sirvan a modo de pistas para la comprensión
del fenómeno moral.
Cuando, a raíz del caso analizado, hemos hablado de la originarie-
dad del fenómeno moral queríamos esencialmente significar que la re-
clamación y la subsiguiente e inmediata conciencia del deber no se de-
ducen de las condiciones antecedentes del sujeto que las vive, que nada
en sus expectativas, deseos, propósitos o tendencias personales explica el
surgimiento de la exigencia que de pronto aparece. Esta adviene como
del exterior, recae sobre él y le obliga a tomar posición sin dejarle salida;
todo intento de desentenderse de ella es ya una forma de respuesta, es
decir, de hacerse eco de ella. Esta exterioridad, que la obligación moral
comparte con muchas otras exigencias del mundo social, tiene sin em-
bargo una peculiaridad: que mi comportamiento queda calificado, a
partir de ella, como bueno o malo. Sé que atender la exigencia es hacer
objetivamente un bien y que no atenderla o rechazarla supone ineludi-
blemente un mal. La objetividad del bien o del mal que comprendo es el
signo de su exterioridad, de su independencia de mí: el valor moral que
20 Ramón Rodríguez

la exigencia comporta no proviene de mi libre voluntad valorativa. Pero


eso no significa que sea una especie de juicio ajeno que recae sobre mí,
como una valoración de otros que se me arroja. Por el contrario, es para
mí mismo para quien el seguir o no el deber se ofrece como bueno o
malo. Lo paradójico es que esa objetividad claramente percibida no
convierte la exigencia en una imposición extraña, sino que la exigencia
me aparece como algo mío, no en el obvio sentido de que recae sobre
mí, sino de que la siento como propia, de que la sé mía: el deber de ayu-
dar al niño es tan acorde conmigo mismo que me doy cuenta de que
cumplirlo me hace en algún sentido mejor, y que, por tanto, no perma-
nece en la distancia y la indiferencia de las constricciones sociales que
cumplo por costumbre o por temor a las consecuencias. Pero si me hace
mejor, no puede entonces ser algo absolutamente ajeno a lo que ya soy,
sino algo que lo completa o perfecciona, algo que me es, de alguna for-
ma, connatural. Hay, por así decir, una cierta afinidad entre el deber que
se me impone y mi ser actual. El deber moral afecta a lo que somos más
radicalmente que las convenciones sociales. Por eso es, más que ellas,
algo legítimamente «nuestro». Exterioridad y autonomía no son con-
ceptos incompatibles2.
Pero retornemos, para proseguir con la reflexión ontológica, al mo-
mento descriptivo inicial de la percepción del lloro. Lo que nos llamaba
la atención era la estricta simultaneidad entre la audición del llanto y el
desencadenamiento del fenómeno moral de la apelación y el deber. No
hay algo así como una percepción del lloro seguida de una valoración
moral del mismo. La percepción del lloro es ya el fenómeno moral. La
valoración moral no se superpone a la percepción, sino que esta es ya, si
queremos hablar así, valorativa. Pero la terminología del valor, que aca-
bamos de emplear y que se nos ha venido de pronto a las mientes, ¿por
qué ha surgido?, ¿es necesaria?, ¿qué aporta, descriptiva o conceptual-

2
  Esta conjunción de extrañeza y propiedad constituye la entraña del concepto
kantiano de autonomía. La ley moral es siempre deber, es decir, se impone constricti-
vamente como algo ajeno porque reprime las inclinaciones y deseos que pueden opo-
nerse a ella, pero a la vez es genuinamente mía porque se origina en la ineludible con-
dición racional de nuestra voluntad. La aparente exterioridad de la ley moral, su carác-
ter extraño, se debe a que no tiene en cuenta aquello que aparece como prima facie más
mío, mis deseos, hábitos e inclinaciones, pero sin embargo, cuando se comprende el
sentido de sus mandatos, no puedo dejar de estimarla como propia, como radicalmen-
te acorde, por su universalidad, con mi condición de ser racional. Kant atribuye la ex-
terioridad de la ley moral al hecho de que el hombre es una voluntad «patológicamen-
te afectada», determinable por deseos ajenos a su carácter racional. Es, pues, una cier-
ta condición humana la responsable de esa aparente heteronomía que comporta la
absoluta objetividad de la ley, heteronomía que en realidad es autoconstricción. En
nuestro ejemplo veremos más bien que la exigencia, antes de ser deber que me constri-
ñe, es reclamación ligada al ser menesteroso que requiere nuestra ayuda.
Apelación, deber y ontología. Una consideración fenomenológica 21

mente, para que sea conveniente adoptarla? En el primer aspecto, no


hay nada en la situación que me obligue a describirla en términos de
valor: yo no percibo el lloro del niño como una especie de cualidad de
valor negativa, sino una criatura desvalida que reclama mi ayuda. Intro-
ducir en esta primera instancia el lenguaje del valor es innecesario, pues
lo que yo sé en ese primer momento es que el niño arrojado en la basura
es un mal y que sacarle de esa situación es un bien, pero llamar a esa
comprensión del bien y del mal percepción de valor es saltar sin más a
otro orden de cosas. Ante todo, porque sugiere que la situación en la
que está quien siente la exigencia de ayuda es una situación perceptiva
más o menos objetiva, solo que lo que percibe ahora no son cualidades
físicas, sino cualidades de otro tipo, «cualidades de valor». Pero ni la
exigencia se deja entender como cualidad de valor ni yo estoy ante ella
«percibiendo», sino reclamado, exigido. Es obvio, sin embargo, que la
idea de valor trata justamente de destacar esto último, la diferente posi-
ción del sujeto ante lo valioso: estimar un valor es sentirse de cierta pre-
cisa manera atraído o repelido por lo valioso. Pero la analogía con la
percepción induce a una confusión grave, pues establece una suerte de
paralelismo entre la percepción en su sentido habitual y la «captación»
de un «valor» que carece de base descriptiva: da a entender que el valor
es un objeto que está ahí, como lo está el objeto percibido. La objetivi-
dad del bien y del deber, en el sentido de la universalidad e independen-
cia del sujeto, no necesitan, para sustentarse, ser explicadas en términos
de percepción de valores.
Y es que el valor —y esto nos lleva al segundo aspecto, el concep-
tual— es más bien un concepto filosófico, que generaliza lo que de espe-
cífico tiene aquello con lo que tratamos en las experiencias no teoréticas,
no científico-objetivas (morales, prácticas, estéticas, políticas, etc.). De-
jando aparte sus resonancias económicas y su referencia inicial a la vo-
luntad del sujeto que valora, como ha subrayado toda la tradición
nietzscheana, lo que resulta pertinente destacar en este contexto es que
el uso del concepto de valor es el contrapeso obligado por el predomi-
nio de la visión «neutra» de la objetividad científica. Depende esen-
cialmente de esta, que opera como la base indiscutible de la experiencia
humana del mundo: las cosas son primordialmente lo que la mirada
teórico-objetiva de la ciencia dice de ellas3. Además hay las diversas for-
mas de estar interesado en el mundo, distribuidas en el variado trato con
los «valores» que rigen en cada sector de la experiencia. De esta forma,
de manera inevitable, el valor aparece como algo que se añade a la cosa

3
  Esta es una afirmación que tiene el estatuto de creencia generalmente comparti-
da y que, como tal, es independiente de las concepciones de la ciencia que se tengan.
Vale lo mismo para el realismo puro como para las diversas formas de idealismo.
22 Ramón Rodríguez

de la visión objetiva y se lo entiende al modo de las propiedades reales de


esta, como una «cualidad» de un rango determinado. Nada habría que
objetar a esta manera filosófica de dar cuenta de la experiencia no teoré-
tica del mundo —pues, al fin y al cabo, resalta lo propio de esta— si no
fuera porque escinde inevitablemente el «ámbito del ser» del «ámbito
del valor», dejando el primero, la ontología sensu lato, a la visión teóri-
co-objetiva y el segundo a las diferentes formas de praxis, tematizadas
por sus correspondientes formas de pensamiento (ética, política, estéti-
ca, etc.). Una escisión que más que el resultado de la idea de valor es su
supuesto y que no se justifica a partir de la descripción de la experiencia
inmediata de lo que justamente trata de tematizar. Pues la diferencia
entre la percepción del nudo hecho ontológico y la captación del valor
no aparece, como hemos visto, en el fenómeno moral que hemos anali-
zado. El nudo hecho ontológico es el llanto del niño significando de in-
mediato para mí reclamación de ayuda; el llanto es esa misma reclama-
ción, es prima facie lo que significa. ¿Por qué hay que suponer que el
llanto del niño es un suceso objetivo distinto y separable de la apelación
que nos dirige? ¿Por qué concedemos tácitamente la primacía en la de-
cisión de lo que verdaderamente es a la idea de una conciencia puramen-
te especular que reflejara un acontecer «neutro»? ¿Vería esa conciencia
realmente el llanto del bebé en el contenedor de basura, o vería tal vez
contracciones espasmódicas en un cuerpo enrojecido junto a otros cuer-
pos inertes? Pero esto último es precisamente lo que no se da en el en-
cuentro del niño abandonado. El nudo hecho ontológico es una abs-
tracción operada sobre esa experiencia originariamente sintética, en la
cual lo que luego el análisis distinguirá como ser y valor se da en una
total implicación mutua.
Y de esta implicación se trata cuando planteamos el problema de la
relación entre el deber moral y sus condiciones ontológicas. Atendamos
en primer lugar a la reclamación. Es evidente que proviene directamen-
te del niño que llora. No es un abstracto principio moral universal lo
que me llama a hacerme cargo de él, por más que la reflexión filosófica
pueda mostrar la validez implícitamente operante de ese principio, sino
la realidad viva del niño. Es esta la que por el solo hecho de ser, de su
presencia en el mundo, reclama mi intervención. Pero es un hecho de
ser que no consiste en el puro existir sin más, en el mero estar ahí, que
comparte con todas las cosas. Se trata de una realidad que, al existir, se
muestra en sí misma como precaria, como constitutivamente frágil, y es
a esta fragilidad ontológica a lo que se liga la reclamación. Pero incluso
esta expresión («se liga a...») no es en verdad del todo exacta. Sería más
justo —y también más radical— decir que la menesterosidad ontológica
es percibida en la forma de una reclamación, de una exigencia de cuidado.
La forma adecuada y original de saber de su ser frágil es la reclamación
Apelación, deber y ontología. Una consideración fenomenológica 23

que demanda, no la percepción que contempla. Es en la llamada y en su


correlativo deber de ayuda donde se revela el ser frágil. Podríamos natu-
ralmente solazarnos en la contemplación de esa misma fragilidad, al ver,
por ejemplo, los torpes movimientos del niño que comienza a andar,
pero el menor tropiezo nos devuelve a la originariedad de su ser precario
y a la solicitud correspondiente.
El deber moral de ocuparnos del niño, que muestra nuestro ejem-
plo, está, pues, indisolublemente unido a su condición ontológica. Es el
estricto correlato de esta. El mantenimiento de esa vida precaria aparece
como un bien en sí que reclama nuestra acción. Si esta correlación entre
deber y condición ontológica del objeto debido se encuentra en toda
forma de experiencia moral es algo que no podemos decidir aquí. Es
posible, tal vez, extender, como ha hecho Hans Jonas, la precariedad
ontológica a toda forma de vida, siempre fugaz y perecedera, de manera
que su continuidad, la prosecución de su propia existencia, sea un bien
en sí que demanda del poder humano, convertido en casi omnímodo
por la tecnología, la responsabilidad de una solicitud constante. Pero
esto es ir más allá de lo que, en nuestro contexto, el fenómeno moral del
que partíamos permite.
Algo, sin embargo, hay todavía que destacar a propósito de esa co-
rrelación. La conciencia del deber, a partir de la obra de Kant, la pensa-
mos sobre todo como una exigencia que implica tres conceptos: ley,
voluntad patológicamente afectada y libertad. Las dos últimas son re-
quisitos subjetivos que radican en la naturaleza del agente moral: por la
primera se explica el carácter constrictivo del deber, pues solo porque la
voluntad humana puede ser atraída y determinarse por motivos ajenos a
la ley moral esta reviste la forma de un mandato; la segunda hace posible
la moralidad misma, al permitir que la razón pura, expresada en la uni-
versalidad de la ley moral, mueva a la voluntad sin la mediación de la
sensibilidad. Solo en la ley, que manda algo concreto (socorrer al niño,
en nuestro caso), encontramos un ámbito donde el ser sobre el que recae
la acción mandada tiene cabida. Pero la tiene justamente solo así: como
el ser sobre el que recae el beneficio de la acción, no como el ser de quien
proviene la reclamación que el sujeto siente como deber. Para Kant la
ley moral no podría ser una respuesta a exigencias que emanen del ser de
las cosas o de las personas, pues entonces dependería de que sintamos o
no esa exigencia. Si la ley es verdaderamente universal no puede estar
sujeta a la contingencia de que el agente moral perciba o no la precarie-
dad ontológica del ser que nos reclama. Para Kant sería siempre la forma
empírica en que somos afectados por esa naturaleza frágil y precaria lo
que impediría que el imperativo moral de socorrerla sea una simple res-
puesta a su llamada. ¿Y si el paseante viera al niño en la basura sin sentir
la menor llamada a socorrerle, seguiría estando sujeto al deber o perfec-
24 Ramón Rodríguez

tamente libre de él? Si nos parece que sigue estando obligado, diría
Kant, es porque la universalidad del deber de ayudar al ser desvalido ha
de sustentarse en sí misma, en la razón pura, sede de toda legalidad, de
lo contrario le sustraemos toda su fuerza obligante. La concepción kan-
tiana del deber, impecable en sus rasgos conceptuales básicos, se ve forza-
da sin embargo a prescindir del rasgo fenomenológico-descriptivo capi-
tal de la inmediata correlación entre el ser frágil y el deber de ayuda,
haciendo de este un momento autónomo y autosuficiente, no porque
aparezca así en la conciencia del sujeto, sino por las necesidades lógicas de
su fundamentación. Pero, naturalmente, no es este el lugar para llevar a
cabo una discusión fenomenológica de esa fundamentación. Me impor-
taba solo destacar una posible contraposición que contribuye a precisar
las implicaciones ontológicas, por el lado del objeto, de la conciencia del
deber4.
Todavía nos queda algo que decir de ellas por el lado del agente de
la acción moral, que podemos adelantar de forma asertórica: lo que el
fenómeno de la reclamación y del deber, tantas veces referido, supone
en el agente es su condición de sujeto5 (o, al menos, si no queremos dar a
«sujeto» toda la carga que en él deposita la metafísica moderna, lo que
he llamado en Hermenéutica y subjetividad «condición presubjetiva»).
Dicho brevemente: el llanto es una apelación que como tal requiere al-
guien que la oiga en el preciso sentido en que quiere ser entendida, como
una llamada de ayuda. Eso implica que el apelado tiene no solo que oír
físicamente la llamada, sino sentirla como reclamación, es decir, tiene
que saberse concernido por ella. Lo que la reclamación supone en quien
la oye no es solo una sensibilidad capaz de recibir las impresiones audi-
tivas, sino que esas impresiones sean percibidas como llamada y que tal
percepción le afecte a su vez con-moviéndole, es decir, poniéndole en
disposición de iniciar acciones de ayuda. El agente tiene que tener la
reflexividad elemental de sentir el llanto y sentirse afectado por él, saber
que es a él a quien se dirige la llamada, que, por tanto, ha de ponerse a sí
mismo en juego. Una relación consigo mismo en el momento inicial del

4
  Discutir, desde el punto de vista fenomenológico, esa fundamentación requeri-
ría poner sobre el tapete la concepción que Kant tiene de la donación —el momento
primario del aparecer de algo— y de la función en él de una sensibilidad concebida al
modo empirista, su concepción hedonista de la facultad de desear, que hace que todo
objeto del querer afecte a la voluntad siempre empíricamente y, por tanto, a posteriori
y, por último, lo que Heidegger llamaba «el sentido genuino de lo a priori», que, a su
entender, había descubierto la fenomenología rectificando a Kant.
5
  Hasta ahora he utilizado el término «sujeto» en el sentido corriente, el que
aplicamos al ser que es agente de la acción o que es consciente de algo (de la reclama-
ción, del deber, etc.). Ahora le damos un sentido preciso, a partir justamente de las
implicaciones del fenómeno moral.
Apelación, deber y ontología. Una consideración fenomenológica 25

sentir la reclamación es una condición indispensable en el agente moral.


Pero no solo en ese momento. El sentirse concernido por la reclamación
significa que el reclamado dispone de sí para iniciar, si no la rechaza, las
acciones exigidas para atenderla. Se compromete consigo mismo al
mantener en el tiempo los comportamientos conducentes a cumplir las
exigencias de la apelación, lo que significa que se proyecta a sí mismo
hacia el futuro y se sostiene en la fidelidad a la decisión tomada. Una
continuidad consigo mismo en el sentido de lo que Ricoeur llama el
mantenimiento de sí (maintien de soi) es un rasgo más de la indispensa-
ble autorreferencia que la conciencia del deber supone en el agente. Un
requisito ontológico que rige aun en el caso de que el que oye la reclama-
ción haga oídos sordos o se niegue a seguirla: ambas posibilidades supo-
nen en el «sujeto» el mismo doble aspecto de la relación consigo mis-
mo. Lo cual nos lleva a un último carácter ontológico en el agente: su
libertad, en el sentido de no estar de antemano determinado por la re-
clamación. Una indeterminación que deja abierta la posibilidad de se-
guirla o no. En efecto, si la apelación provocara en el que la oye una
respuesta inmediata y automática en un sentido unívoco, no sería senti-
da como apelación, como una convocatoria a realizar algo, ni esa reali-
zación aparecería como deber, que implica la intrínseca posibilidad de
no cumplirlo. La acción seguiría al suceso «apelativo» con la necesidad
de la relación instintiva estímulo-respuesta. Pero justamente ese tipo de
relación es lo que no es vivido en la experiencia moral del niño abando-
nado.
Relación consigo mismo y libertad son dos rasgos indiscutibles de
lo que normalmente entendemos por sujeto. Destacar la subjetividad
del agente moral no significa comprometerse con la concepción del su-
jeto propia del idealismo de la filosofía moderna ni mucho menos con
la función que esta le atribuye en el conocimiento y en la acción. Signi-
fica tan solo poner de relieve que la condición de sujeto es un requisito
ontológico indispensable de la experiencia moral, que en el ejemplo que
hemos analizado se deja resumir, para concluir, con una palabra: respon-
sabilidad.
Responsabilidad, en primer lugar, como estructura formal de la re-
lación en que el sujeto está situado por obra de la apelación que le con-
voca: está, desde el mismo momento en que la escucha, obligado a res-
ponder. Queda abierto el sentido de su respuesta, pero, sea cual sea el
tenor de esta, se mueve ya en el previo vínculo de esa necesidad de res-
ponder que es el sentido primario de responsabilidad y que no es otra
cosa que un hacerse cargo de la situación, queramos o no. Pero ese vín-
culo pone en marcha una nueva responsabilidad, la que el sujeto tiene
sobre su propia respuesta. Es a la que alude el sentido corriente de res-
ponsabilidad, que atribuye al sujeto la autoría de sus actos, y es también
26 Ramón Rodríguez

al que apunta la condición de sujeto que acabamos de exponer. Si la


apelación coloca al sujeto en la necesidad de responder, la respuesta solo es
posible si el sujeto puede hacerse responsable de ella, es decir, si tiene sobre
ella el control de llevarla a cabo en el sentido requerido, si puede mante-
nerse a sí mismo en la constancia que la acción exige, si puede medir el
peso de sus actos respecto de la exigencia que pretenden cumplir. Sin la
condición subjetiva del agente no hay experiencia de responsabilidad
moral en su doble sentido6.

6
  El sujeto no es ciertamente el dueño de su experiencia moral pero es ya sujeto
para poder vivirla. Los filósofos contemporáneos, arriba citados, que han enfatizado la
idea de la apelación suelen poner el acento en el primer sentido de responsabilidad,
atribuyéndole una función de crítica radical de la subjetividad, en la medida en que
desposee al sujeto de su papel de fundamento y le coloca en el lugar secundario de ser
instituido por la apelación que le precede. Pero esto es solo parcialmente justo, al me-
nos en lo que se refiere a la experiencia moral. Si bien el sujeto no aparece para sí mis-
mo como fundamento de la apelación que le sorprende, su condición de sujeto no es
instituida por esta, sino que está ya vigente como condición del sentir la apelación,
como he tratado de mostrar. Una vez más es Paul Ricoeur quien mantiene una posi-
ción cargada de sensatez, al mostrar la mutua implicación entre apelación y subjetivi-
dad, es decir, entre los dos sentidos de responsabilidad. Su discurso de recepción del
doctorado honoris causa en la Universidad Complutense es todo un ejemplo. Para una
discusión de este problema, me remito de nuevo al capítulo de Hermenéutica y subje-
tividad, citado en la nota 1.

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