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RODOLFO A.

RAFFINO

L O S INKAS
DEL KOLLASUYU

PARTICIPAN:
DANIEL E. OLIVERA
LIDIA A. IACONA
GABRIELA M. RAVIÑA
LIDIA BALDINI
RICARDO J. ALVIS

Ramos Americana
La reproducción to tal o parcial de este libro , en cualquier
form a que sea, idéntica o m odificada, escrita a m áquina, p or
el sistema “ M ultigraph” , m im eógrafo im preso, e tc . n o autori-
zada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier
utilización debe ser previam ente solicitada.

IS B N 9 5 0 -0 2 2 9 -00

Im preso en la A rgentina / P rinted in A rgentina


Queda hecho el depósito que m arca la ley 11.723

1981 — R am os A m ericana E d ito ra


Calle 49 núm ero 707, La Plata, Bs.Aires, A rgentina
Desde la aparición de “ Los Inkas del Kollasuyu", producida
en julio de 198 2 , han transcurrido ocho meses pródigos en satis-
facciones por los comentarios que este trabajo ha generado en el
m undo de las ciencias del hombre. Agotada prem aturam ente esa
edición ofrecemos una segunda, enriquecida en virtud a la incorpo-
ración de un sumario de términos y voces indígenas. A la vez son
aqui presentadas nuevas ilustraciones y reconstrucciones de esta-
blecimientos Inka, obtenidas por el autor y su equipo durante tres
recientes viajes por el N orte argentino. Esperamos con ello que el
lector reciba una visión remozada de la tem ática Inka, acorde con
la continua actualización que demanda la investigación científica.

RAMOS AMERICANA
marzo de 1983
L a H u e r ta ( p la n ta y p e r s p e c tiv a ) . U n e s t a b l e c i m i e n t o I n k a in s-
c r ip to d e n t r o d e o t r o p r e - e x i s t e n t e d e la c u l t u r a H u m a h u a -
ca. S u d is p o s ic ió n g e n e r a l r e c u e r d a a L a C a sa M o r a d a d e L a
P a y a , e s tu d ia d a p o r A m b r o s e t t i a p r i n c i p i o s d e s ig lo . L o s
ra sg o s I n k a r e g is tr a d o s s o n u n s o f i s t i c a d o R . P . C ., h o r n a c i-
n a , K a lla n k a y e s c a lin a ta e n p i e d r a (P . A . )
.De como Tupac Inca tornó a salir del Cuzco
"
y como fue al Collao y de allí a Chile y señoreó las na-
ciones que hay en aquellas tierras...” ... Yendo victorioso
delante de los Charcas, atravesó muchas tierras e provin-
cias y grandes despoblados de nieve, hasta que llegó a lo
que llamamos Chile, y señoreó y conquistó todas aque-
llas tierras, en las cuales dieen que llegaron al río de Mau-
le. En lo de Chile hizo algunos edificios, y tributáronle
de aquellas comarcas mucho oro en tejuelos. Dejó gober-
nadores y mitimáes, y puesto en orden lo que había ga-
nado volvió al Cuzco... ” Pedro Cieza de León, 1552.

.Estando el Inca en la Provincia de Charca, vi-


"
nieron Embajadores del Reyno llamado Tucma, que los
Españoles llaman Tucumán, que está doscientas leguas
de los Charcas, al Sueste; y puestos ante él (Inca Viraco-
cha) le digeron... los Curacas de todo el Reyno Tucma,
embían a suplicarte, aias por bien recibirlos debajo de yu
imperio... ” Garcilaso de la Vega, 1609.

.Ynga Yupangui... conquistó hasta lo último


"
de los Charcas, hasta los Chinchas y Diaguitas, y todas
las poblaciones de la cordillera de los Andes... “...sus
capitanes tuvieron algunas guerras contra los del Tucu-
mán que habían entrado en los Chibchas...” P. Montesi-
nos, 1644.

.A esta sazón viene la nueva como los Chillis


"
hacía gente gente de guerra para contra el Inga y enton-
ces despacha á un capitán con veinte mil hombres... los
cuales dos capitanes llegan hasta los Coquimbos y Chi-
llis y Tucmán, muy bien, trayéndóles mucho oro...”, J.
Santa Cruz Pachakuti, 1620.

.Y tras eso hizo visitar la tierra... desde Quito


"
hasta Chile, y empadronó a todas las gentes de más de
mil leguas de tierra y púsoles tributos tan pesados que
ninguno era señor de una mazorca de maíz... ni de una
oxota... ni de casarse... sin la expresa licencia de Topa In-
ga...”. Sarmiento de Gamboa, 1557-1580.
Sea por fuerza de las armas, de acuerdo a testimonios plas-
mados por los cronistas Santa Cruz Pachakuti en 1620, y Montesi­
nos en 1644, o por una autosumisión de los señoríos locales, de a-
cuerdo a la narración realizada por Garcilaso de la Vega en 1603;
por cualquiera de estas dos alternativas que en estas páginas inten-
taremos resolver, estos legendarios “Hijos del Sol” penetraron y rá-
pidamente dominaron el último de los cuartos o provincias del Ta-
wantinsuyu, el más extenso y alejado, que llamaron Kollasuyu, e
incorporaron a su administración a partir de las postrimerías de la
década de 1470 d.C.
Lo que seguirá en estas páginas intentará ser una exégesis de
la problemática arqueológica concerniente a esta ocupación Inka
del Kollasuyu o, si se quiere, de los llamados Andes Meridionales.
Esta obra representa por una parte la continuidad y por otra
la ampliación de un anterior aporte realizado por nosotros y que
dimos a conocer con el título de “La ocupación Inka en el N.O. ar-
gentino, resumen y perspectivas” (1978). En aquella habíamos ex­
puesto algunos de los tópicos, propuestas y perspectivas funda-
mentales concernientes a la problemática Inka en Argentina. Sus-
tancialmente, las finalidades perseguidas intentaron, en una prime-
ra fase, aislar, explicitar y redefinir los vestigios o pruebas arqueo-
lógicas dejadas en suelo argentino, por efecto de la incursión del
llamado imperio del Tawantinsuyu. Al mismo tiempo, se intentó
conocer los móviles o causas que justificaran el esfuerzo “coloniza-
dor” emprendido por el Inkario, hacia un ámbito tan alejado de su
foco cultural.
Una de las finalidades primordiales, perseguida con estas in-
vestigaciones, fue la de discernir entre las ya tradicionales contro-
versias enquistadas en la historia de la Arqueología de Argentina,
Bolivia y Chile. Esto es, alternativamente, si los elementos de la er-
gología cuzqueña registrados son el producto de una difusión hori-
zontal de la alta cultura Inka, que penetraron como muchos otros
rasgos culturales andinos y preinkaicos, siguiendo un trazado ge-
neral Norte a Sur, para ser selectivamente asimilados o aculturados
por las entidades locales desde la Puna jujeña hasta Mendoza y des-
de Arica hasta el Río Maulé o, como creemos probarlo en estas pá-
ginas, estos elementos de la cultura material Inka hallados en los
Andes Meridionales significan la prueba testimonial de una típica
expansión imperial que exploró, tomó posesión y dominó en for­
ma efectiva la territorialidad conseguida, modificando no sólo la
cultura material, sino también los aspectos políticos, sociales y aún
religiosos preexistentes. Lo cual significa que los Inkas impusieron
un dominio que cambió sustancialmente el espectro reconstruido
por la arqueología; espectro éste que es la consecuencia de las per-
ceptibles modificaciones transmitidas en todos los órdenes de las
comunidades conquistadas, arraigadas desde tiempo atrás dentro
del espacio físico conocido como de los Andes Meridionales.
La segunda alternativa expuesta nos llevará posteriormente a
intentar discernir si esta obra conquistadora fue ejercida o no con
la misma intensidad y características en todas las regiones del Ko-
llasuyu y, por otra parte, si en estos diferentes ámbitos los Inkas
actuaron en forma directa o valiéndose de terceros. Esto último
significa la utilización de etnías que, previamente inkaizadas, fue-
ron el medio utilizado para la conquista de nuevos territorios, a la
manera de los pueblos usados como mitmaq, de los que tantas re-
ferencias poseemos en las fuentes etnohistóricas, pero que sólo en
contados casos han podido ser arqueológicamente comprobados.
El ámbito territorial del Noroeste argentino, desde su actual
frontera política con Bolivia por el Norte, la cordillera de los An-
des por el Occidente; desde los contrafuertes de la cordillera Orien-
tal y Sierras Subandinas por el Oriente y los valles precordilleranos
de Cuyo por el Sur, significan sólo una parte del espacio físico o-
cupado por los vestigios estructurales y mobiliares del Inkario. Es-
ta parte es la que se inscribe dentro de nuestras actuales fronteras
políticas . Sin embargo, esta inmensa región es apenas uno de los
segmentos ocupados por la cultura cuzqueña y su analítica no pue-
de ser aislada, por convencionalismos impuestos por la geopolítica
actual, del real ámbito territorial ocupado por los Inkas en el siglo
XV, que ellos llamaron Kollasuyu. Este espacio abarca, además del
Noroeste argentino, la mitad occidental de Bolivia, toda la septen-
trional y central de Chile y, por supuesto, el extremo costero del
Sur de Perú.
Dentro de la legendaria división cuatripartita del universo
Inka, su imperio fue segmentado en las cuatro regiones, provincias
o “suyus”, que fueron sucesivamente conquistadas durante un lap-
so de poco menos de 100 años. Una trilogía de monarcas de la di-
nastía del Tawantinsuyu fueron los responsables de esta epopeya,
el noveno, décimo y undécimo respectivamente, quienes entre
1438 y 1525 fueron anexando los diferentes segmentos de estas
cuatro partes o “suyus": Kuntisuyu al Oeste del Cuzco u “ombligo
del mundo", Chinchasuyu al Norte y Oeste, Antisuyu por el Este y
Kollasuyu por el Sur y el Este. La ultima de estas cuatro partes,
llamada Kollasuyu, corresponde precisamente a lo que hemos lla­
mado Andes Meridionales. Ella abarca un espacio físico de poco
más de 800.000 Km2 y su analítica arqueológica será consumada
en detalle a lo largo de esta obra.
Desde el punto de vista etnohistórico, la conquista del Ko­
llasuyu fue iniciada en las postrimerías de la década de 1430 por el
noveno “Zapay Kapaj", Pachakuti Inka Yupanki, a quien llamaron
“el transformador del mundo". A él se debe la ocupación del ex­
tremo septentrional del área, la de los reinos Kollas o Aymarás de
la región del Lago Titicaca y valles cochabambinos bolivianos. La
misma fue proseguida poco menos de cuatro décadas más tarde, en
1471, por uno de sus hijos y sucesor, Topa Inka Yupanki, hacia los
confines meridionales, los que incluyen el Sur de Bolivia, Noroeste
y Centro Oeste de Argentina y mitad septentrional de Chile. Estas
conquistas fueron consolidadas durante el reinado del undécimo
Inka, llamado Wayna Kapaj, quien sería el último de los conquista­
dores, entre 1493 y 1525, ya en las postrimerías de la etapa prehis­
pánica andina. El Kollasuyu o región de los Kollas, denominación
originalmente destinada para el altiplano noroccidental, tomará
nuevo sentido, cuando las sucesivas y posteriores conquistas de
Topa Inka y Wayna Kapaj incorporen a su férula el vasto mosaico
de etnías alojadas al sur del antiplano, como los Charcas, Changos,
Atacameños, Humahuacas, Diaguito-Calchaquíes y Chilis.
El dominio territorial ejercido por los Inkas constituye, en
términos arqueológicos, lo que ha sido llamado “Horizonte"; con­
cepto cuyo gérmen se remonta a principios de siglo por obra del
arqueólogo alemán Max Uhle, quien fue el responsable de su in­
troducción en la arqueología peruana. Posteriormente, la forma-
lización de este concepto le correspondió a Alfred Kroeber (1944)
y a Gordon R. Willey (1945). Básicamente, el término Horizonte
explicita una categoría arqueológica, histórica e integrativa, carac­
terizada por un cuerpo de rasgos y asociaciones culturales de gran
continuidad espacial, cuya presencia permite suponer una rápida
difusión. En este sentido, el rótulo Inka es precisamente el ejemplo
arqueológico por excelencia para caracterizar este concepto de Ho­
rizonte —u Horizonte Panandino— para el caso específico de las
tierras altas sudamericanas, por cuanto significa una extraordinaria
expansión territorial de un cuerpo de rasgos culturales en poco me­
nos de un siglo, y aún menos, si recordamos que el lapso de su su­
pervivencia en los confines meridionales es de apenas 50 años.
Visto el espectro arqueológico desde una óptica cuyo punto
de enfoque se ubica en la antigua capital del Tawantinsuyu, El
Cuzco, este Horizonte Inka, al diseminarse tan rápidamente por los
Andes sudamericanos, está tipificando uno de los tres períodos de
la secuencia arqueológica del Inkario, el llamado Inka Imperial
de John H. Rowe (1943), ubicado entre 1438 d.C., fecha de la co­
ronación de Pachakuti, hasta 1532 d.C., momento del cataclismo
del universo Inka en manos de los conquistadores castellanos.
Si bien lo que aquí presentamos es esencialmente un trabajo
arqueológico, provisto de una táctica metodológica ortodoxa, que
se genera en la recuperación del vestigio cultural en el propio te­
rreno, prosigue con el estudio analítico en el laboratorio y culmi­
na con la interpretación y ulterior publicación de los resultados,
no estarán ausentes algunos replanteos introducidos por la arqueo­
logía contemporánea. Ellos concernirán a los aspectos sistemáticos
que pueden integrarse en tomo al rótulo Inka. Del mismo modo,
también utilizaremos las fuentes documentales generadas por la
gran aliada de la arqueología, la etnohistoria, la cual llenará innu­
merables vacíos estructurales, a los que la reconstrucción arqueoló­
gica no puede acceder y, a la vez, cuando las circunstancias lo per­
mitan, será utilizada como control de no pocas de las propuestas
generadas por la arqueología.
La etnohistoria, disciplina tradicionalmente empleada para
estos fines reconstructivos, adquiere así una valiosísima importan­
cia, especialmente cuando el objeto descripto e interpretado se si­
túa en tiempos inmediatamente anteriores a la incorporación de
las fuentes escritas, como sucede en la Sudamérica andina, con el
Horizonte Inka.
No quisiera concluir este prólogo sin antes agradecer la in­
tervención de entidades y personas que, de una u otra manera, han
participado en la elaboración de este trabajo. En primer lugar al
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la
República Argentina (CONICET), por los apoyos financieros
brindados para la ejecución de los trabajos de campo. Al Museo
de La Plata, por intermedio de su División Arqueología, su labo­
ratorio de fotografía y biblioteca por los apoyos técnicos. A mis
amigos, colegas y colaboradores, de las divisiones Arqueología y
Antropología del Museo de La Plata, a quienes agradezco los recu­
rrentes apoyos materiales y afectivos que impulsaron la densa ta­
rea de gabinete.
De manera especial, quiero testimoniar mi agradecimiento a
quienes han sido participantes activos en este proyecto, a la Licen-
ciada Anahí Iácona y al Arquitecto Ricardo J. Alvis, miembros de
la carrera de técnico del CONICET; a las Licenciadas Lidia Baldini,
becaria de perfeccionamiento de la citada Institución, y Gabriela
Raviña. Asimismo al Licenciado Daniel E. Olivera, Investigador Ti­
tular del Instituto Nacional de Antropología. Así como a las alum-
nas de la Carrera de Antropología Ana M. Albornoz y Alicia Gon­
zález, por su inestimable colaboración. Todos ellos, discípulos y a-
lumnos, merecen por su esfuerzo gran parte del crédito de lo que
en estas páginas se expone.

R.A.R.
Museo de La Plata
Otoño de 1981
CAPITULO I
EL INKARIO EN LA HISTORIA DE LA
ARQUEOLOGIA

Una compendiosa visión retrospectiva al tema Inka nos in­


troduce a una problemática que, a través de los tiempos, fue una
de las que más atrajeron el interés de los investigadores. Un vasto
cuerpo documental ha sido plasmado a lo largo de las sucesivas é-
pocas por las que atravesó la historia de la arqueología de Sudamé-
rica. Muchas ramas del conocimiento científico se interesaron por
el Inkario interviniendo estudiosos de diferentes escuelas como ar­
queólogos, geógrafos, historiadores y arquitectos. Amén de otros
estudiosos ávidos de conocim iento pero no claramente inscriptos
dentro de la m etodología científica, como los legendarios viajeros
naturalistas, literatos y diplomáticos que desde la segunda mitad
del siglo XIX transitaron los senderos del universo andino.
A estas tan diversificadas vertientes informáticas, generadas
a partir del pasado siglo, se les adhiere otra que puede ser cataloga­
da com o la más elemental, directa y antigua: la de los cronistas, es­
pontáneos y oficiales, que nos legaron estupendas narraciones, de
franco corte etnográfico, sobre el conflictivo momento del contac­
to entre los Inkas y los conquistadores españoles. El filtro de sub­
jetividad que muestran estas crónicas etnohistóricas, es claramen­
te evidente cuando refieren sucesos acaecidos en épocas anteriores
al siglo XVI y , crecen en ambigüedad al narrar acontecimientos
producidos en regiones apartadas, com o el caso del Kollasuyu. No
obstante estas dificultades, el valor de las fuentes etnohistóricas es
primordial, por cuanto ellas son las encargadas de poner la substan­
cia con la cual se nutre el esqueleto prehistórico que reconstruye la
arqueología. Por esta razón, en no pocos pasajes de esta obra serán
utilizadas como auxilio y control de algunas propuestas arqueoló­
gicas.
La historia de las investigaciones sobre la cultura Inka, como
la propia historia de la arqueología del mundo andino, puede ser
segmentada en cuatro períodos fundamentales 1. Estos períodos
son:
1 — Período Etnohistórico (1532 a 1840)
2 — Período Descriptivo o de los Grandes Descubrimientos
(1840 a 1910)
3 — Período Descriptivo — Cronológico (1910 a 1940)
4 — Período Taxonómico y Explicativo (1940 en adelante)

Trataremos ahora, a manera de síntesis, una revisión de có­


mo ha sido el comportamiento y la evolución del conocimiento en
tomo al rótulo Inka a través del tiempo, segmentado en estos cua­
tro períodos.

1 - Período Etnohistórico.

"... p a s ó d e las p r o v in c ia s s u b je ta s a g o ra a la V illa d e ¡a


P la ta , y p o r lo d e T u c u m a n e n v ió c a p ita n e s c o n g e n te d e
g u e rr a a lo s C h irig u a n a e s; m á s n o les f u e b ie n , p o r q u e
v o lv ie r o n h u y e n d o ... E l f u e c a m in a n d o c o n t o d a su g e n te
h a c ia C h ile , a c a b a n d o d e d o m a r , p o r d o n d e p a s a b a , las
g e n t e s q u e h a b ía ... lle g ó a lo q u e lla m a b a n C h ile, á d ó n ­
d e e s tu v o m á s d e u n a ñ o e n t e n d ie n d o en r e fr e n a r a q u e ­
llas n a c io n e s y a se n ta rla s en t o d o p u n t o ... y lo s m itim a e s
f u e r o n p u e s t o s , y tr a n s p o r ta d a s m u c h a s g e n t e s d e a q u e ­
llas d e C h ile d e un as p a r t e s en o tr a s . H iz o a lg u n o s fu e r te s
y c e r c a s a su u so , q u e lla m a b a n p u c a r a e s p a r a la g u erra ...
p u s o sus d e le g a d o s u g o b e r n a d o r e s ; y m a n d ó q u e s ie m ­
p r e a v isa se n en la c o r t e d e l C u z c o lo q u e p a s a b a e n a q u e ­
lla p r o v i n c ia ...”
(C o m o huayna C apac salió del C uzco y
lo qu e h izo ; C ieza de L eón ; 1 5 5 2 , Cap. L X II).

Este período se genera indudablemente a partir de la apoca­


líptica penetración española en tierras andinas, acaecida en la déca­
da de 1530. Las más variadas formas de descripción sobre el mun­
do Inka son realizadas durante este período, abarcando desde los
tópicos concernientes a la cultura material, hasta aquellos otros de la
sociopolítica y religión. Los cronistas, oficiales y espontáneos,
pueden extraerse entre los propios soldados de Pizarro y Almagro,
así también como de los clérigos, marinos, escribas y funcionarios
1 Al efectuar esta exégesis histórica de la literatura referente a los Inkas, no
podemos dejar de reconocer las influencias que sobre ésta ha ejercido la pe-
riodifi cación propuesta por G. Willey y J. Sabloff sobre la historia de la ar­
queología americana, publicada en Gran Bretaña en 1974.
D ib u jo d e las “C o llc a s" Inkas según P o m a d e A y a la (1 6 1 3 ).
al servicio de la Corona. Ellos, carentes de m étodo, se limitaron a
referir lo que habían visto, ya sea a favor o en contra de las tácti­
cas empleadas por los españoles en la conquista. No obstante, de­
sempeñaron roles protagónicos durante tales sucesos históricos. A
estos cronistas de la primera época, deben agregárseles otros, que
actuaron sucesivamente, en los años posteriores, tanto europeos
como nacidos en suelo americano y que, si bien no fueron testigos
presenciales del contacto hispano-indígena de la década de 1530,
tuvieron acceso a los testim onios de los primeros, lo cual les permi­
tió una narrativa de sumo valor reconstructivo.
Numerosas obras de este período, sobresalen por su riqueza
documental inherente a los Inkas. Entre ellas valen destacar las de
Pedro Pizarro (1571), Pedro Sancho de la Hoz (1543), Polo de On-
degardo (1571) y Albunquerque R uíz de Arce (1533), las cuales
contienen información muy valiosa respecto a la arquitectura y ur­
banización imperial. 2 •
Otros cronistas de la época generaron obras que pueden ser
consideradas com o verdaderos prototipos en la historiografía del
Nuevo Mundo. Especialmente por el tratamiento que imprimieron
a sus narraciones, tanto en el aspecto descriptivo del hecho históri­
co, como en la causalidad antropológica subyacente que lo motivó.
Entre estos autores se cuentan varios que trataron el Inkario desde
diversos enfoques, com o Sarmiento de Gamboa (1572), Cieza de
León (1552) —cuya estupenda narración sobre las conquistas de
Topa Inka Yupanqui y Wayna Kapaj encabeza la entrada de este
punto—, Bernabé Cobo (1 6 5 3 ), Juan de Betanzos (1551), Pedro
Gutiérrez de Santa Clara (1544-48), Garcilaso de la Vega (1609),
Miguel Cabello y Balboa (1 5 8 6 ), Juan de Santa Cruz Pachakuti Yu-
panki (1613?), Guamán Poma de Ayala (1 600-13), Garci Diez de
San Miguel (1567), Mercado de Peñaloza (1579) y Góngora y Mar-
molejo (1575).
Sin embargo, se observa un lamentable déficit en estas fuen­
tes documentales editadas. Con excepción de las tres últimas men­
cionadas, referidas a los grupos Aymarás del extrem o norte del Ko-
llasuyu, inkaizados durante el reinado de Pachakuti (García Diez
y Mercado de Peñaloza), y al extrem o meridional chileno del Ko-
llasuyu (Marmolejo), las restantes van creciendo en ambigüedad
a medida que el referente descripto se aleja de los Andes Centra-

2 L as fech as co n sig n ad as c o rre s p o n d e n al m o m e n to en el c u al se estim a


fu e ro n escrita s las cró n icas.
les. Por lo tanto, si su valor es incuestionable como control de la
hipótesis arqueológica para los hechos colectados en el epicentro
del Tawantinsuyu, esta valoración decrece notoriamente cuando se
internan en los confines meridionales, los cuales son, precisamente,
el motivo de nuestro mayor interés.
Testimonios demasiado tangenciales y contrapuestos entre
estos cronistas, nos hablan brevemente de algunas alternativas pro­
vocadas por la expansión del Inkario hacia el Kollasuyu meridional,
pero francas circunstancias de ambigüedad les impiden aportar da­
tos específicos, suceptibles de ser utilizados en favor de la recons­
trucción que propone la arqueología.
Estas circunstancias se encuentran además agravadas por la
ausencia de obras editadas, realizadas dentro del propio Kollasuyu
y durante la primera época de la conquista. Con mínimas excep­
ciones, especialmente en lo referente al Centro de Chile, poco es
lo que sabemos a nivel etnohistórico sobre los cambios culturales y
sucesos protohistóricos producidos en los Andes Meridionales co­
mo consecuencia de la expansión Inka. Dichas excepciones son las
obras de Gerónimo de Bibar (1558), Mariño de Lobera (o Lovera)
(1580) y Reginaldo de Lizárraga, cuyos testimonios constituyeron
fuentes históricamente fidedignas. Para el Noroeste Argentino, los
documentos más sobresalientes pertenecen a la pluma del Licencia­
do Juan de Matienzo, quien fuera Oidor en la Audiencia de Char­
cas. El compone, en enero de 1566, una carta a SM. con una pro­
puesta en tom o al tráfico entre Charcas y el Río de la Plata. Una
de las dos rutas principales, construidas por los Inkas 80 años antes
de Matienzo, cuya finalidad servía a las comunicaciones hacia el
Kollasuyu (Capítulo V de esta obra), y que fuera luego reutilizada
por los Castellanos, se encuentra claramente reflejada en su Carta.
Es fácilmente perceptible que para la reconstrucción de este derro­
tero, el inteligente Oidor se valió de los informes suministrados
por los sobrevivientes de las expediciones de D. de Almagro (1535)
y D. de Rojas (1543-46), quienes penetraron en Tucumán y Chile
guiados por yanaconas Inkas y utilizando las postas o tampus im­
periales como posadas. 3 Temporalmente más recientes, pero in-

3 De am bos conquistadores, Almagro co nto con la privilegiada com pañía


de Paulo Inka, herm ano del em perador y veinte mil hom bres del imperio. En
cu a n to a Rojas, sólo bastó que en la bifurcación de Quilmes se apartara de la
ru ta y territorio s dom inados por el Taw antinsuyu, al penetrar en los llanos
de Santiago del E stero, para que u no de los ancestrales enemigos del Inka-
rio , los Lules, desbarataran rápidam ente su expedición, cobrando su propia
vida.
cluidas en e ste p e r ío d o , se en cu en tran las obras q u e d e alguna for­
m a, m arcan la tran sición en tre lo s cron istas d e la prim era é p o c a de
la con q u ista y lo s historiad ores d e l sig lo X IX . Ellas son: la p olém i­
ca narración d el Padre L o za n o sob re la h isto ria d e T u cu m án , escri­
ta entre 1 7 4 0 y 1 7 4 5 y pu b licad a en B u en o s A ires, en 1 8 7 4 ; las
historias G enerales d el R ein o d e C hile, escritas p o r A lo n so d e Ova­
lle en 1 6 4 6 y e l Jesu ita D iego d e R osales en 1 6 7 4 , y publicadas
resp ectivam ente en Santiago en 1 8 8 8 y 1 8 7 7 ; el C om p en d io d e la
H istoria Civil d el R ein o d e C hile, fru to d e la p lu m a d e l abate Igna­
c io M olina en 1 7 9 5 , y pu b licad a e n San tiago recién en 1 9 0 1 .

C on las e x c e p c io n e s y a apun tad as p o d e m o s d ecir qu e, en


térm inos generales, n o es m u ch o lo que sa b em o s a n ivel etn oh istó-
rico sobre el d o m in io Inka al Sur d el paralelo 2 2 ° . A n te esta preo­
cupante ausencia de fu en tes d o c u m e n ta le s ed itad as, y en ta n to no
sean desentrañadas nuevas crón icas —q u e segu ram en te y acen en ar­
chivos de antiguas cap itan ías, cab ild os y otras in stitu cio n e s virrei­
nales, así c o m o en b ib lio teca s, m u seo s y archivos—, h ab íam os an­
teriorm ente form u lad o la reflex ió n d e q u e, queda fu ndam ental­
m en te en m anos de la a rq u eología la p osib ilid ad de aportar prue­
bas esclarecedoras en t o m o al tem a de lo s Inkas e n e l K ollasuyu.

2 — P eríod o D escriptivo o d e los G randes D escu b rim ien tos.

"... e l e s tu d i o d e lo s m o n u m e n to s a r q u ite c tu r a le s d e lo s
p e r u a n o s a d q u ie r e la m a y o r im p o r ta n c ia p a r a la in v e s ti­
g a c ió n d e su h is to r ia y c iv iliz a c ió n ... ”
"... E s ta s ru in a s a rro ja n ta m b ié n m u c h a lu z s o b r e las c o s ­
tu m b r e s , lo s s is te m a s d e v id a y la o r g a n iz a c ió n p o lític a ,
s o c ia l y d o m é s tic a ... ”
( G .E . S q u ie r ; 1 8 6 3 - 1 8 6 5 ) .

Tres recursos fu n d am en tales caracterizan este p e r ío d o de las


investigaciones sobre la cultura Inka en el K ollasuyu. El primero,
aportado por los grandes d escu b rim ien tos y las prim eras descrip­
cio n es de m on u m en tos a rq u eológicos, realizados a partir de p oco
antes de la segunda m itad del siglo X IX , m u ch os de lo s cuales per­
ten ecieron a los Inkas. El segu n d o, por lo s aportes de algunos his­
toriadores q u e, ejerciendo u n a disciplina d irectam ente vinculada
c o n la arqueología, buscaron detrás del registro h istórico la inevita­
ble causalidad an tropológica. El tercero, por el afán coleccion ista
d e e x ó tic o s prod u ctos artesanales d el p asado, que llevó a m uchos a
recorrer el suelo andino en busca de tales objetos, sin valorar su
verdadero significado y con las consecuentes e irreparables depre­
daciones que, desgraciadamente, persisten hasta la actualidad.
En lo que concierne a los descubrimientos y primeras des­
cripciones, éste es el momento lírico de la arqueología del Nuevo
Mundo en general, y del Inkario en particular. Viajeros naturalis­
tas, diplomáticos, geógrafos, historiadores y arqueólogos comenza­
ron a recorrer el mundo andino realizando relevantes hallazgos de
antiguos monumentos arqueológicos. Entre muchos de estos es­
fuerzos, plasmados luego en obras literarias, existen algunos que
claramente se destacan. Entre ellos, para los tópicos que nos inte­
resan, pueden mencionarse el de Von Tschudi y M. Rivero sobre la
fortaleza de Sacsahuaman, publicada en Viena en 1851. Las de Sir
Clement Markham, generadas a partir de 1856, que son verdaderos
tratados sobre el imperio de los Inkas. También a este período per­
tenecen las descripciones de Wilhem Reiss y Alphons Stubbel
(1880) sobre Tiwanaku. Pero indudablemente, la obra más relevan­
te pertenece al diplomático norteamericano George Squier, quien
recorre las tierras andinas entre 1863 y 1865, aportando las prime­
ras descripciones y planos de Cuzco, Pisac, Sacsahuaman, Sillusta-
ni, la Isla Sagrada del Titicaca y el Palacio de Pilkukayna, entre
otros monumentos imperiales. Asimismo, G. Squier al igual que i-
lustres antecesores suyos como A. Von Humboldt, contemporáneos
como A. Raimondi y R. Philippi y otros, que actuarán ya en el
presente siglo, como I. Bowman, A. Regal, V. Von Hagen y L.
Strube, se interesó por el estudio de los antiguos caminos del Ta-
wantinsuyu. En forma paralela, la inquietante estructura sociopolí-
tica del Inkario comienza a llamar la atención de investigadores co­
mo H. Cunow (1896).
En la alborada del presente siglo, se produce el descubri­
miento de la estupenda Manchu Pijchu por obra de Hiram Bingham,
alcanzándose tal vez el clímax de este período de exploraciones y
grandes hallazgos.
Dentro del territorio argentino, sobrevienen los trabajos de
J. Von Tschudi (1858), descubridor del Fuerte de Andalgalá (Pu-
kará de Aconquija); I. Liberani y R. Hernández, en la Loma Rica
de Shiquimil del valle de Santa María (1877); G. Lange y S. Lafo-
ne Quevedo, sobre Watungasta (1890); A. Methfessel, viajero na­
turalista y artista plástico contratado por el Museo de La Plata,
quien recorre y dibuja el Fuerte Quemado (trabajos inéditos ges­
tados entre 1889 y 1891): Ten Kate, sobre la legendaria Quilmes
(1893) y C. Bruch, quien estudia la arquitectura de varias instala­
ciones de los Valles de Hualfín y Santa María (investigaciones ini­
ciadas en 1897 y publicadas en 1911). Pero fundamentalmente dos
figuras se destacan en este panorama, la de J.B. Ambrosetti, verda­
dero pionero de las investigaciones de campo en el territorio argen­
tino, a través de sus trabajos arqueológicos en Tafí del Valle, Quil­
ines, La Paya y Tilcara (ejecutados entre 1895 y 1910) y E. Bo-
man, quien con su monumental A n t i q u i t e s d e la R e g i ó n A n d i n e . ..
(publicada en 1908), inicia el camino de las investigaciones arqueo­
lógicas en Rinconada, Casabindo, Cochinoca, Sayate y varias insta­
laciones más de la Puna argentina—chilena que, com o veremos en
estas páginas, cayeron bajo la férula de los Inkas.
En suelo boliviano, este período descriptivo y de los grandes
descubrimientos, marca además de los ya mencionados aportes, re­
gistrados en tom o a la hoya del Lago Titicaca, la eclosión de los
trabajos de Erland Nordenskióld efectuados entre 1902 y 1914,
fruto de los cuales emergen a la literatura arqueológica las instala­
ciones imperiales de Inkallajta, Samaypata, Incahuasi (Lagunillas),
Batanes, Pulkina, Pucarilla, Santa Elena y Tolomosa, todas ellas de
especial interés para nosotros.
Dentro del territorio chileno, puede mencionarse la estupen­
da obra del naturalista A. Philippi, producto de un vasto derrotero
por el desierto de Atacama realizado entre 1853 y 1854. Esta, aun­
que tangencialmente, registra datos sobre algunas instalaciones y
obras viales prehispánicas entre Copiapó, y el curso superior del
río Loa, la mayoría de las cuales fueron erigidas por los Inkas.
Durante este período de 1840 a 1910, aparecen los aportes
de los primeros hombres de ciencia, com o naturalistas, historiado­
res y geógrafos que, aún sintiendo la falta de datos etnohistóricos
precisos, supieron aportar lo suyo para el tema que nos motiva.
Entre ellos vale la pena destacar las historias de Carvallo y Goyene-
che (1853), J. Toribio Medina (1882), Cañas Pinochet (1904), M.
Solá (1889), el fantasmagórico A. Quiroga (1897), J. Guevara
(1882) y, fundamentalmente, la titánica labor iniciada por M. Ji­
ménez de la Espada, quien por espacio de dos décadas (1870-90)
recopiló y publicó valiosísimos documentos inéditos de cronistas
andinos.
Qué nos ha quedado como espectro general de este período
descriptivo o de los grandes descubrimientos en los Andes Meridio­
nales?. Creemos que dos aspectos básicos, cada uno de ellos direc­
tamente ligado a una fuente de conocimiento propio, pero a la
postre interrelacionado con el otro. El primero, concerniente a la
arqueología de campo, generado por el hallazgo de monumentales
reliquias depositadas en suelo andino, pero que, por falta de una
táctica arqueológica adecuada, sólo nos permite recuperar un en-
comiable afán descriptivo y una interpretación subordinada a pau­
tas establecidas por los cronistas del Inkario. El segundo, de corte
historiográfico, caracterizado por los esfuerzos de investigadores
que supieron paliar la escasez de documentos originales y genera­
ron aportes en favor de esta inquietante problemática de los Inkas
en el Kollasuyu. Por estas razones, la arqueología de campo —mu­
cho más lenta que la Historia en la recuperación de sus fuentes—,
y a su vez carente todavía de un esquema metodológico adecuado,
no tuvo otra alternativa que condicionar sus interpretaciones a las
pautas establecidas por cronistas e historiadores, con la inevitable
subjetividad y carencia de diacronismo que ellas determinaban. Las
consecuencias de este proceso negativo se van a reflejar claramen­
te, como veremos a continuación, en el período posterior.

3 — Período Descriptivo-Cronológico.

“... Si no tuviésem os los datos históricos de los historia­


dores prim itivos d el Perú y Chile, los hechos arqueológi­
cos serían más que suficientes p a ra p ro b a r las conquistas
de los Incas en los dos países... ”

( F . M . U h le ; 1 9 0 9 ) .

Podría quizás definirse como el período en donde, a nivel e-


cuménico, la arqueología comienza, paulatinamente, a desembara­
zarse de la obsesión por obtener objetos exóticos de pretéritas cul­
turas, con la banal finalidad de adornar anaqueles de sofisticados
coleccionistas, para intentar la reconstrucción de las formas de vi­
da subyacentes en los objetos mobiliares y los asentamientos que
los contienen. Paralelamente, su metodología se enriquece con a-
portes técnicos tanto en su fase de campo inicial, como en el pos­
terior proceso analítico ejercido en laboratorio.
En el particular caso de los Andes Sudamericanos, creemos
que se presenta un hecho singular, dado que pocas veces en la his­
toria de la arqueología, la actuación de una sola persona ha produ­
cido un movimiento renovador de tal magnitud, como el que gene­
rará el arqueólogo alemán Max Uhle en los Andes Meridionales a
partir de 1910. Creemos que la aparición de Uhle en el escenario
de la arqueología andina, fue tan apocalíptica como lo fuera la
L o s to r r e o n e s d e fe n s iv o s o a ta la y a s ( g r u p o A ) se g ú n un g r a b a d o d e A . M e th -
fe s s e l ( e f e c tu a d o e n tr e 1 8 8 9 y 1 8 9 1 ) d e F u e r te Q u e m a d o .
presencia castellana en el universo Inka 400 años atrás. Con la sal­
vedad de que, para bien de la reconstrucción que propone esta ar­
queología contemporánea, los aportes de Uhle fueron altamente
positivos. Aún quizá minimizados por el paso de los años y, funda­
mentalmente, por los progresos de la arqueología actual, la obra de
Uhle significaría un concreto paso adelante en los estudios andi­
nos.
El trabajo presentado por Uhle en el Congreso de America­
nistas de Buenos Aires, celebrado en 1910 (publicado dos años
más tarde), introduce fértiles perspectivas, tanto dentro del rigor
metodológico y analítico como en el interpretativo que irradiaba
el rótulo Inka en los Andes Meridionales. Profundo conocedor de
la arqueología andina, para Uhle las influencias Inkas en Argenti­
na y Chile eran tan claras y terminantes que a nadie se le ocurri­
ría ponerlas en duda. Y este autor fue mucho más allá en los in­
tentos de correlaciones culturales: a su pluma se deben los prime­
ros esquemas de periodificación cultural con cronología relativa,
inaugurando la e r a m o d e r n a de la arqueología andina. De los tres
períodos culturales con que segmentó el proceso aborigen prehis­
pánico del Kollasuyu Meridional, el tercero y último estaba carac­
terizado por la ocupación Inka, la cual se incorporaba a la cultura
Diaguita preexistente.
A riesgo de que lo que expongamos pueda parecer una irre­
verencia ante un verdadero prohombre de la arqueología, como J.
B. Ambrosetti, cuesta justificar su obcecada actitud al negar siste­
máticamente la presencia Inka en Argentina. Justamente a Ambro­
setti, paradójicamente el instaurador de la arqueología de campo
en nuestro país, el pionero de Quilmes, La Paya, Pampa Grande y
tantos otros documentos prehispánicos, corresponde la capricho­
sa afirmación: “ ... Cada vez más me voy convenciendo de que fue­
ra de un estado de guerra continuo o ininterrumpido con los pe­
ruanos, muy pocas o ninguna fueron las relaciones que tuvieron los
calchaquíes con ellos...” (1898), ¿qué extraña razón impulsó, pre­
cisamente a un eximio investigador de campo, a subordinar sus es­
quemas ante los testimonios de quien, como el padre Lozano —con
su historia de la conquista del Tucumán, escrita dos siglos después
de los hechos— confundiría no sólo a Ambrosetti, sino también a
una gran parte de las generaciones de arqueólogos e historiadores
desde los comienzos del siglo?.
Pero al margen de esta contrapuesta posición dialéctica en­
tre Uhle y Ambrosetti y del fracaso que la propuesta del primero
tuvo entre sus coetáneos, el conocim iento del Inkario en los Andes
Meridionales siguió creciendo. A sí lo certifican los aportes de Ca­
ñas Pinochet (1903) y R. Latcham (1908), intentando discernir
—entre Combarbalá y Pama el primero, y entre los ríos Maipo y
Maule el segundo— los lím ites hasta donde alcanzó el dominio e-
fectivo de los Inkas en Chile; de M. Magallanes (1 912), sobre la via­
lidad imperial en Chile y de A. Oyarzum (1910) y P. Patrón
(1912), sobre las influencias peruanas prehispánicas en Chile. Po­
cos años después, S. Debenedetti (1917) encuentra también sus
rastros en los valles preandinos de San Juan, en la riojana región de
Famatina.
Promediando la década de 1920, R. Levillier (1926) se afana
en buscar las pruebas arqueológicas, lingüísticas y etnohistóricas
en favor de la tesis de Uhle sobre el dom inio Inka en el Tucumán
prehispánico. Mientras que del otro lado de los Andes, G. Looser
( 1927) esboza el lím ite de dispersión de una de las formas cerá­
micas típicamente Inka, los aríbalos y sus copias locales o aribaloi-
des. En estos mismos años, aparece la obra de L. Baudin (1928) so­
bre la forma política del Inkario, y con ella los rótulos que conno­
tan, caprichosamente, esta estructura con formas identificadas pa­
ra la historia social del Viejo Mundo, que oscilan entre lo f e u d a l y
lo s o c ia lis ta y que por ser arbitrarias, no vemos la necesidad de se­
guir utilizando. Mucho más saludables e inspirados en el necesario
trabajo de campo, son los positivos aportes producidos por A. Re­
gal (1936) sobre los caminos del Inka.
En lo concerniente a la arqueología de campo en Argentina,
dos proyectos de relevancia caracterizan fundamentalmente estos
momentos. El primero, a cargo de la Facultad de Filosofía y Le­
tras de la Universidad Nacional de Buenos Aires, que entre 1909 y
1919 patrocina numerosas expediciones arqueológicas, fruto de
las cuales emergerán las instalaciones de Tilcara, La Isla, La Huer­
ta, Yacoraite y otras de la quebrada de Humahuaca, de especial
interés para nosotros. El segundo proyecto queda en manos de la
iniciativa privada, por cuanto fue patrocinado por B. Muniz Barre-
to y realizado por el ingeniero V. Weiser, quienes entre 1919 y
1930 efectúan 11 expediciones arqueológicas al Noroeste argenti­
no. Más de un centenar de nuevas instalaciones arqueológicas que­
daron registradas en los Diarios de Viaje de Weiser, de las cuales, la
gran mayoría fueron excavadas y también no pocas mapeadas con
inusual precisión. La vertiente documental sobre numerosos sitios
de contacto Inka, como Quilmes, Watungasta, Pukará de Aconqui-
ja, Shincal, Fuerte Quemado, Punta de Balasto e Ingenio del Are­
nal, se amplía considerablemente gracias a la paciente labor de
Weiser.
Un aspecto colateral, pero íntimamente ligado con los avan­
ces registrados durante este período, está referido por la instaura­
ción, en la arqueología Andina Central, de las nuevas tácticas ar­
queológicas, especialmente por la excavación estratigráfica y el
concepto de seriación, introducidos por A. Kroeber y D. Strong
(1924 y 19 2 5 ), aplicado a las colecciones colectadas por Uhle en la
costa peruana y por W. Bennett, quien entre 1932 y 1934 emplea
la técnica de la estratigrafía artificial en las Tierras Altas de Boli-
via. Estas técnicas, en la década de 1940, comenzarán a aplicarse en
los confínes meridionales de los Andes. Las series estratigráfícas co­
lectadas por W. Bennett en los sitios de Cochabamba y Mizque, Col-
capirhua, Arani e Illuri, le permiten constatar cóm o los rasgos cultu­
rales del Inkario —cerámica en particular — se superponen con los
estilos cuzqueños de La Paya— Inka, ya en las capas más superfi­
ciales de los pozos de sondeo, a los locales preexistentes (W.
Bennett; 1936). Para estos tiem pos, el suelo boliviano proporcio­
nará nuevas vertientes documentales a través de los trabajos de O.
Schmieder en Condorhuasi (1924); M. Ahfeld y F. Wegener en Cu-
ticutuni (1 9 3 2 ) y A. Metraux en Culpina (1933).
La últim a década del período descriptivo cronológico, nos
muestra el interés creciente en to m o a la temática Inka en los con­
fines meridionales, interés que se refleja a través de una serie de in­
vestigaciones de campo, específicam ente destinadas a la búsqueda
de infraestructura imperial. En Argentina se destacan los aportes
de H. Greslebin en la Tambería inkaica de Chilecito, ejercidas en­
tre 1928 y 1938; mientras que en regiones cercanas, F. de Aparicio
realiza sus trabajos sobre las tamberias de Ranchillos, Rincón del
Toro, Los Cazaderos y varios vestigios de la antigua red vial del
imperio (1937 y 1940). Paralelamente a ello, varios centenares de
kilómetros al Norte, E. Casanova registra las instalaciones de Cerro
Morado, Sorcuyo y Doncellas en pleno altiplano jujeño, todas
ellas provistas de claros remanentes imperiales.
En territorio chileno también se enfatizan los trabajos de
campo, por obra de F. Cornely en la costa de Copiapó (1936) y
fundamentalmente por R. Latcham, figura prominente de esa épo­
ca. La labor de Latcham es, a todas luces, relevante; entre 1928 y
1938 publica los resultados de sus investigaciones en los cemente­
rios costeros de Taltal y La Caldera, los cuales define como
Planta y p ersp ec tiv a d e l “p a la c io ” .(C u yu sm a n co? ) d e In k a lla jta , según E.
N o rd en sk iö ld (1 9 1 5 ).
“ . .. V e r d a d e r a s c o l o n i a s C h i n c h a . . . ” (1 928), y sobre los tipos de se­
pulturas e inhum aciones y materiales hallados en la región ataca-
meña, entre los que incluye los cursos superior y medio del río
Loa, con los sitios de Chiu Chiu, Lasaña, Conchi, Turi y Quillagua;
en San Pedro de Atacama, Toconao y oasis de Pica. (Latcham,
1938).
Conviene sobremanera detem os en Latcham, porque en él,
así com o en su inm ediato antecesor M. Uhle, observamos inferen­
cias que no pueden estar ausentes en nuestra exégesis. Tras un
planteo donde Latcham, siguiendo las intuiciones de M. Uhle
(19 2 2 ), demuestra la existencia de influencia Tiwanaku en el Nor­
te de Chile, establece luego la presencia de un período Atacameño
—Indígena com o derivación del Tiwanaku Epigonal (900—1000 d.
C.) y posteriormente otro, llamado de la civilización Chincha— A-
tacameña que, según Uhle, tuvo dos siglos y medio de duración
(11 0 0 —1 3 5 0 — d.C.): por últim o, se registran las influencias impe­
riales ulteriores hasta el advenimiento de la etapa histórica.
Para Latcham, estas influencias Inkas, tan comunes al Sur de
Copiapó, casi desaparecen hacia el Norte, es decir, dentro del vasto
territorio de las actuales provincias de Antofagasta y Tarapacá, con
las excepciones que él m ismo registra en Conchi, San Pedro de
Atacama y Toconao, donde sus vestigios “ . .. b o r d e a n e l c a m i n o d e
l o s in c a s ... ” (op. cit. 1938); así com o “...en P ic a y o t r o s v a l le s s u b ­
a n d i n o s d e l N o r t e d e la p r o v i n c i a d e T a r a p a c á , p e r o n o s e g e n e r a ­
l i z a r o n p o r la p a r t e m e r i d i o n a l d e l t e r r i t o r i o o c u p a d o p o r l o s a ta -
c a m e ñ a s . . . " (op. cit.; 1938). Luego, Latcham retoma el término
acuñado por Uhle: “ . . . E n c a m b i o e l r a s t r o d e la c u ltu r a i n t r o d u c i ­
d a p o r l o s C h i n c h a s e s v i s i b l e e n t o d a s p a r t e s , e n la s in d u s tr ia s , en
e l a r t e , y s o b r e t o d o e n la s c o n s t r u c c i o n e s . . . " (op. cit.; 1938). En
síntesis, para Latcham las influencias Inkas se minimizan en parte
frente a las Chincha preinkaicas, iniciadas con dos siglos de ante­
rioridad a la penetración imperial en el extrem o Norte chileno —y
diseminadas por gran parte del Norte Grande chileno y Noroeste
argentino—, y caracterizadoras del controvertido período Chincha-
Atacameño de M. Uhle.
La arqueología contemporánea ha logrado segmentar sucesi­
vamente y com o consecuencia de sus irreversibles progresos, estos
antiguos rótulos A t a c a m e ñ o —I n d í g e n a —y, en especial, ha revoca­
do por inexistente la cultura C h in c h a —A t a c a m e ñ a - en series cul­
turales regionalizadas y con evoluciones temporales bien conocí-
das (4). Pero tal vez, haciendo abstracción del errático foco cultu­
ral Chincha de la costa peruana como generador y dispersor de ras­
gos culturales, el concepto implícito en estas —hoy inadecuadas—
influencias Chincha—Atacameñas de Uhle, como expresión de una
notable dispersión de elementos culturales post-tiwanaku y prein-
kas —y que hoy sabemos que no provinieron de la costa peruana
sino del Altiplano—, por gran parte del Norte Grande de Chile,
sección meridional de Bolivia y Puna de Argentina, ha quedado
inalterable. Del mismo modo, los modernos trabajos de campo han
demostrado que las influencias imperiales en el Norte Grande de
Chile, un tanto minimizadas por Latcham, se registran con pleno
vigor, especialmente en la cuenca del Loa superior y San Pedro
de Atacama.

4 - Período Taxonómico y Explicativo.


“... N o e s f á c il la d is c r im in a c ió n d e ... l o s ra s g o s t íp i c o s d e
la a r q u it e c t u r a in c a ic a ... p o r q u e e n g lo b a g r a n c a n tid a d d e
e le m e n to s h e t e r o g é n e o s ... N o o b s t a n t e ...q u i e n e s s e e n c a r­
g a n d e su d i f u s ió n p o r e l v a s t o i m p e r i o ...m e r e c e n la c a lifi­
c a c ió n d e in c a ic o s ... ”
(León Strube; 1945)
En la alborada del decenio de 1940 ubicamos este nuevo pe­
ríodo del estudio de los Inkas en el Kollasuyu que, como los ante­
riores, constituye un capítulo especial de la propia historia de la
arqueología de Sudamérica. Se encuentra caracterizado, claramen­
te, por los marcados avances registrados en los aspectos más funda­
mentales de la arqueología; aquellos de corte teórico, técnico y
metodológico. Los primeros, reflejados por el espectacular progre­
so de la arqueología teórica, con sus nuevos manejos sistemáticos
de conceptos de la antropología cultural. Los segundos, por una

4 A m bos p e río d o s de U hle c o rre sp o n d e ríanse a lo q u e h o y d ía d e n o m i­


nam os P erío do T a rd ío o In term e d io T a rd ío o d e los D esarrollos R egionales,
co n u n a crono lo gía generalizada para los A n d es M eridionales e n tre el 9 0 0 y
el 1470 d.C ., y q u e ag lutinan in nu m erab les situ a cio n e s de c o n ta c to e n tre
entidad es de desarrollo local y elem en to s de filiación A tacam eñ a, A y m ara o
C olla p ost—T iw an ak u, q u e se d ifu n d en p o r gran p a rte del N o rte G ran d e d e
Chile. E stas series culturales regionalizadas c o rre sp o n d e n a G en tilar y San Mi-
guel de la cu ltu ra de Arica; San Pedro III en el oasis d e A tacam a; C h iu-C hiu —
asana — G entilar en el L oa S u perio r; Y ura y U ru q u illa y Y am pará en el S ur
L
de Bolivia; M ollo en el C en tro de Bolivia; A lfarcito en H u m ah u aca; c u ltu ra
atacam eña tip o D oncellas o C asabindo I en la P u n a arg en tin a y T a stil e n la
qu eb rad a del T oro, e n tre las m ás destacadas.
evidente mejor explicitación y sistemática con que son realizados
los trabajos de campo y de laboratorio. Los terceros, como sínte­
sis general de los progresos alcanzados por los dos primeros, en un
proceso que comienza con la recuperación del registro hasta la co­
municación de los resultados, y por los aportes de la ecología cul­
tural, en la búsqueda sistematizada de las interacciones que articu­
lan relaciones entre el hombre, la cultura y el medio ambiente, en
los diferentes momentos en que se segmentan los procesos cultura­
les prehispánicos.
Si bien es cierto que estos planteos no son alcanzados simul­
táneamente en todc el ámbito que nos ocupa, podemos decir que,
dentro de la Sudamérica andina, la iniciación de este período con­
juga las prospecciones sistematizadas, las excavaciones por estrati­
grafías y la integración de los contextos tecnológicos obtenidos
por excavaciones estratigráficas y correlacionados con piezas de
colección; así como la utilización de fuentes escritas y las de infe­
rencias funcionales. Su eclosión posee fechas bien definidas (1941)
y ejecutores bien conocidos, como los integrantes del Institute of
Andean Research y el staff que participó en el proyecto plasmado
en el Handbook of South American Indians, dirigido por J. Ste-
ward. A algunos nombres, de trayectoria ya parcialmente conoci­
da por nosotros, como los de W. Bennett, G. Willey, A. Kroeber y
D. Strong, se incorporan otros como los de J. Rowe, J. Bird, C.
Evans y L. Valcárcel, que pasan a ser activos participantes de estos
proyectos investigativos multinacionales, tratando a nivel arqueo­
lógico, aunque cada uno sobre una región y temática especial, la
problemática Inka.
Los resultados de estos esfuerzos se evidencian en una serie
de contribuciones de primer nivel, algunas de las cuales —como las
de Bennett sobre Las Tierras Altas andinas (1946, 1948 a, 1948 b,
1963), las de Willey sobre los patrones de poblamiento del valle
del Virú (1953) y las de Rowe (1944, 1945 y 1946) sobre la ar­
queología del Cuzco y la cultura Inka en los tiempos de la conquis­
ta española—, adquieren un significado especial para el tema pro­
puesto por nosotros, siendo reiteradamente utilizadas a lo largo de
estas páginas.
Paralelamente a estos aportes, los confines meridionales del
Kollasuyu recibirán también, aunque en años posteriores a 1941,
un soplo renovador en lo concerniente a la táctica de las investiga­
ciones de campo y gabinete. En Argentina, comienzan los aportes
de un verdadero especialista del tema Inka, como lo es L. Strube,
A r ib a lo id e p e r t e n e c ie n t e a l e s t il o I n k a P a y a , s e g ú n J . A m b r o s e t t i ( 1 9 0 7 ) .
P r o c e d e d e la C asa M o r a d a ; a lt. 4 8 0 m m .
en quien vemos los gérmenes de un concreto manejo de los rasgos
infraestructurales del Inkario. En H. Difrieri (1947) el cual, por
obra directa de las influencias emanadas de W. Bennett, inaugura
las excavaciones estratigráficas en Argentina, en el Potrero de
Payogasta del valle Calchaquí. En G. Rohmeder, quien sigue los
vestigios de los caminos del Inka y sus tamberías en La Rioja
(1941 y 1949). Pero fundamentalmente por la obra del prolífico
americanista W. Bennett (1948) quien, con sus colaboradores, ini­
cia la era contemporánea sobre la periodificación en el Noroeste
argentino, a la que no escapa un análisis sobre los vestigios infra­
estructurales y tecnológicos dejados por los “H i j o s d e l S o l ” en
nuestro ámbito. Además, Bennett intenta con éxito la ubicación
precisa de estas influencias, ahora fehacientemente comprobadas,
como superpuestas a una rica tradición cultural preinka. Este nuevo
enfoque en el tratamiento de la informática arqueológica para la
periodificación cultural, será proseguido e intensificado durante la
década de 1950 por A. R. González (1955 y 1963), quien además
introduce el concepto de contexto cultural y la masiva utilización
del C14 para la cronología absoluta. A este autor debemos tam­
bién la descripción de las ruinas de Shincal en el valle de Hualfín
(1966). La posición cronológica de las culturas del Noroeste argen­
tino, que con excepción de los aportes de Bennett, permanecían
inexplicablemente aletargadas desde los tiempos de M. Uhle, pasan
a ser la obsesión de no pocos autores argentinos gracias a la revita-
lización generada por Bennett. Así, A. Serrano readapta sus erráti­
cos esquemas de la década de 1930, componiendo una historia
cultural del Tucumán prehispánico donde no está ausente el trata­
miento de los Inkas (1953 y 1967). D. Ibarra Grasso se afana por
la periodificación en base a un enjambre de correlaciones a nivel
continental (1950), aceptando una influencia Inka en el Noroeste
argentino. Similares opiniones sobre la presencia imperial se regis­
tran en los intentos periodificadores de Canals Frau (1953). Pero
los tres autores carecen —en nuestra opinión— del imprescindible
trabajo de campo que apoye sus propuestas.
Durante ese mismo decenio, la literatura Inka argentina se
enriquece con los aportes de C. Lafón sobre la problemática impe­
rial de Humahuaca y del área Diaguita en general (1956 y 1958).
Mientras que los estupendos monumentos arqueológicos arraiga­
dos en la cima del Nevado de Aconquija son exhaustivamente es­
tudiados por O. Paulotti (1958 y 1967) y P. Krapovickas realiza
sus estudios sobre el insólito taller lapidario, identificado en el
corazón mismo del Pukará de Tilcara (1958). En las postrimerías
de este período, F. M. Miranda y E. Cigliano encuentran en Inge­
nio del Arenal, Catamarca (1961), pruebas infraestructurales
claras de un asiento imperial funcionalmente ligado a las prácti­
cas mineras.
Fuera de Argentina, los replanteos arqueológicos del pe­
ríodo Taxonómico—Explicativo, así com o el énfasis en los traba­
jos de campo, no parecen alcanzar la misma repercusión. La ar­
queología de toda la región altiplánica meridional de Bolivia,
específicamente la de los actuales Departamentos de Potosí,
Oruro, Chuquisaca y Tanja —que intuim os es altamente rica en
vestigios imperiales—, se sumerge en un angustiante a g u je r o n e ­
g r o , provocando un vacío científico por la ausencia de investiga­
ciones de campo, que con excepción de los aportes de H. Walter
en Oroncotá (1959), D. Meruvis y V. Bustos en San Lucas
(1977) y las siempre lacónicas menciones de D. Ibarra Grasso so­
bre Tomina, San Lucas y Sucre (1973), sobrelleva hasta la actua­
lidad.
Mientras tanto, en la región trasandina, la problemática In-
ka recibe durante toda la década de 1940 aportes basados, prefe­
rentemente, en la arqueología de campo. Dentro de este tiempo,
dos trabajos sobresalen notoriamente; uno de ellos pertenece al in­
vestigador sueco S. Rydén (1944), sobre la arqueología de la re­
gión del río Loa: el restante a G. Mostny (1948), quien realiza un
estupendo estudio de las instalaciones de los oasis de Atacama y
Loa. Ambos aportes nos han deslumbrado ante la visión de las
magníficas c i u d a d e s atacameñas de Quitor, Catarpe, Lasaña, Turi,
Zapar, Peine, Cupo y Chiu—Chiu y sus ergologías, construidas con
bastante antelación a la época Inka, y que recibirán a partir de la
segunda mitad del siglo XV la férula imperial. A esa misma fase
debemos las descripciones e inventario realizado por la misma au­
tora acerca de las insólitas sepulturas de La Reina (1946), las cua­
les ofrecen vestigios imperiales, al igual que otras halladas con pos­
terioridad, como San Borja, Conchali, Jardín del Este, que yacen
bajo los cimientos de la actual ciudad de Santiago. Un poco más
al Norte, dentro del valle del río Elqui, F. Com ely (1947 y 1949)
publica sus estudios sobre la cerámica con influencia Inka, halla­
da en el sitio funerario de Altovalsol. Durante esa misma década,
G. Mostny encuentra elementos Inkas en la alfarería de La Lisera
(al igual que M. Uhle veinticinco años atrás), y en Alto Ramírez,
en la región ariqueña (1943 y 1944). Paralelamente, J. Bird publi-
ca los resultados de sus investigaciones en la costa chilena, ejerci­
das a partir de 1941 desde Arica hasta poco más al Sur de Coquim­
bo, siguiendo una ruta imaginaria que incluye sitios costeros en
Taltal y Bahía de Copiapó (Caldera), con influencias imperiales
percibidas a través de la cerámica e infiriendo una ruta de influen­
cias Inkas que, según él, se extendería más al Sur (1943 y 1946).
La segunda mitad de la década de 1950, registra un especial
énfasis en los trabajos realizados dentro del territorio chileno del
Kollasuyu. En 1957, aparecen los resultados de las cuatro expedi­
ciones arqueológicas realizadas por la Universidad de Chile entre
Arica y La Serena, ejercidas por R. Schaedel y C. Munizaga. En
éstos se presentan algunos sitios con infraestructura Inka, como
Rosario^Peña Blanca del valle de Lluta, el cementerio Inka del oa­
sis de Pica y los primeros estudios sobre los rasgos y dispersión del
estilo cerámico Inka—Pacajes en Chile. Al mismo tiempo, los san­
tuarios de altura erigidos en la cima de los cerros Plomo y Juan
Soldado, con sus ergologías netamente imperiales, son dados a co­
nocer por G. Mostny (1957) y por A. Medma (1958).
Pero fundamentalmente, este segundo lustro de 1950, marca
la iniciación de las investigaciones de quien sería luego un verdade­
ro especialista del rótulo Inka en Chile, el recordado J. Iribarren
Charlín. A partir de la primavera de 1956, Iribarren recorre y estu­
dia las instalaciones prehispánicas de la cuenca de los ríos Copia­
pó—Jorquera, obteniendo relevantes evidencias habitacionales, fu­
nerarias, artesanales, defensivas y aún económicas, que prueban
una efectiva presencia inkaica en la región, a través de los sitios de
Cerro Castaño, Viña del Cerro, Punta Brava, Hornitos, Cerro Capis,
Cerrillos, El Basural, Copiapó y Bahía Salada (llamado Huanilla
por F. Cornely). Con estos trabajos, Iribarren retoma una proble­
mática regional iniciada anteriormente por C. Sayago (1874), G.
Looser (1927) y (1934), F. Cornely (1936) y C. Campbell (1956)i
Para Iribarren, el período Inka: “... está claramente expresado en
los hallazgos de la ciudad de Copiapó, Homitos I y, como influen­
cia, se reconoce fácilmente en numerosos yacimientos de casi todo
el valle...” (1958). No obstante, al referirse a la fortaleza de Punta
Brava y las fundiciones de Cerrillos y Viña del Cerro, Iribarren du­
da en atribuirlas a los Inkas o a culturas de ocupación más recien­
te.
Con este aporte, Iribarren inaugura un proceso de investiga­
ciones que lo llevarán a reiterar sucesivamente su interés por el
tema durante las dos décadas siguientes, interés que imaginamos,
D e ta lle d e l re v o q u e in te r io r d e u n a d e las p a r e d e s d e W a tu n g a sta , se g ú n la f o t o g r a f í a d e F .W o lte r s ( 1 9 2 5 ) ; exp.
B M .B a r r e t o .
lo acompañó hasta su lamentable desaparición acaecida en 1977.
Cerca de dos decenas de ruinas imperiales serán conocidas gracias a
los trabajos de este autor, contándose cementerios como los de
Quillota, de la quebrada de la Piedra y Guandacol sobre el río Hur­
tado, Los Puntiudos en Coquimbo y Hacienda Chacabuco en
Aconcagua: explotaciones mineras como las del Salvador en Ataca-
ma, los Infieles, Fierro Carrera y Agua de Nogal en Almirante La-
torre; restos habitacionales como los de Los Infieles, Tambo Río
Sal, Tambo de Carrizo y tantos otros, que fueron el móvil de sus
esfuerzos. En 1972, Iribarren conjuntamente con H. Bergholz pu­
blica un excelente estudio sobre el camino del Inka en el Norte
Chico de Chile; concluye en esas páginas estableciendo que: “ ...
existían en el Imperio desde antigua fecha una regular frecuencia
de intercambios económ ico—políticos hasta el área de los aillus del
Licancabur...” prosigue luego, quizá siguiendo a Strube, de este
modo: “ ...existieron como consecuencia del desplazamiento del
imperio hacia el Sur dos caminos: uno por el despoblado de Ataca-
ma y el otro por la región valliserrana...” (1972).
Las influencias que creemos percibir en Iribarren Charlin
por parte del Padre L. Strube, se originan en un excelente trabajo
de éste último publicado en 1963, sobre la vialidad imperial en to­
do el ámbito del Tawantinsuyu. Sobre la base de un manejo efi­
ciente de crónicas y algunos registros arqueológicos, Strube —el
mismo que en 1945 trató las fortalezas y fortines imperiales—, lo­
gra componer una analítica que tuvo en A. Humboldt, G. Squier,
A. Raimondi, C. Markham, A. Regal y Von Hagen a los principales
ejecutores anteriores a él y a Iribarren Charlin. Los resultados al­
canzados por Strube concluyen, al igual que los de Iribarren Char­
lin, en la existencia de dos rutas imperiales principales desde el
Cuzco al Kollasuyu, una a cada lado de los Andes y, como lo señala
este autor, que fueron alternativamente utilizadas en distintas épo­
cas del año y de acuerdo a las condiciones climáticas. Este tema,
por demás apasionante, será analizado por nosotros en el Capítulo
IV de esta obra.
Las dos últimas décadas de nuestra historia muestran —ex­
cepción hecha del cuarto suboccidental de Bolivia—, una continui­
dad en los estudios sobre los Inkas en los Andes Meridionales. En
Argentina, además de los ya citados aportes de Strube, se efectúan
los de E. Cigliano y colaboradores (1960) sobre algunas instalacio­
nes con contacto Inka arraigadas en los valles de Santa María. Por
otra parte, Juan Schobinger comienza las investigaciones que lo lle-
varán a las nieves de las cumbres cuyanas, en pos de los santuarios
de altura, así como por suelo riojano en la búsqueda de nuevos
tampus (1966a, 1966b, 1970), iniciando un proceso que tendrá en
R. Bárcena a uno de los continuadores más destacados (1977 y
1979). En esa s regiones, ya C. Ruaconi había intentado algunas
consideraciones al estudiar la instalación de Ranchillos en el valle
de Uspallata (1962). No pocos vestigios de la ocupación imperial
en los valles preandinos cuyanos, quedan incorporados a la litera­
tura arqueológica por obra de este trinomio de investigaciones.
Ya en nuestros tiempos se registran nuevos aportes, como
los de P. Krapovickas sobre Yacoraite, en la quebrada de Huma-
huaca (1969), y los nuestros en los arraigos de Punta Ciénaga, A-
bra de las Minas, y Coyparcito en la quebrada del Toro y Puna Me­
ridional (1969 y 1973). Paralelamente, G. Madrazo y M. Otonello
componen una profunda, exégesis sobre los tipos de instalaciones
prehispánicos en el Noroeste argentino, de la cual no está ausente
el tratamiento de 1a infraestructura imperial, merced a un sosteni­
do análisis sobre su arquitectura (1966).
Los últimos trabajos de campo en territorio argentino sobre
el tema, pertenencen a N. de la Fuente, quien retoma la ruta inicia­
da tres décadas atrás por F. de Aparicio en los valles de Vinchina y
Guandacol de La Rioja (1970 y 1975), así como por C. Sempé en
los sitios de Ranchillos, Mishma y Watungasta del occidente cata-
marqueño (1973); M. Borrello, en la misma región, se ocupa de las
ruinas de Costa de Reyes (1974); el Centro de Investigaciones de
Alta Montaña, encara esforzados proyectos en pos de los santua­
rios imperiales de las cumbres andinas (1 9 7 3 ,1 9 7 5 , 1978 y 1980),
aportando numerosos registros de campo en sitios que, por su ubi­
cación, eran prácticamente inaccesibles a la investigación científi­
ca. Simultáneamente, P. Díaz y M. de Lorenzi muestran lo suyo
para la región del valle Calchaqui Norte (1976) y, finalmente, A .
Fernández compone una noticia preliminar sobre las ruinas de In-
cahuasi de Salta (1978).
Fuera de los trabajos en el mismo terreno, se observan algu­
nos intentos de síntesis, entre los que sobresalen los encarados por
A. R. González y J. Pérez para el Noroeste argentino en general
(1966), y los de M.Deambrosis y M. de Lorenzi sobre la quebrada
de Humahuaca y Puna (1977). Otros intentos de este período, aún
permanecen inéditos, pero gracias a la desinteresada colaboración
de sus ejecutores, han podido ser registrados por nosotros, entre
ellos, los trabajos de campo realizados por E. Berberián y J. Zurita
en Tocota (San Juan; MS.), N. Kriscautzky en Fuerte Quemado
(MS) y A. Fernández en Incahuasi (Salta; MS).
En Bolivia se observan notables aperturas en las investiga­
ciones de campo efectuadas en la región Cochahambina, que pro­
veen informática actualizada sobre algunas instalaciones franca­
mente relevantes, como Inkarracay y especialmente la mítica Inka-
llajta (R. Zuidema, 1968; B. Ellefsen, 1967; A. R. González y A.
Cravotto, 1977), así como las excavaciones en el cementerio de
Floripondio ejercidas por Romero Santistevan (1975). Estas inves­
tigaciones se suman a otras anteriores efectuadas por H. Walter en
Lakatambo II (1959), ofreciendo así un panorama documental
más completo sobre el tema Inka, en los valles mesotérmicos del
altiplano.
Además de la mencionada labor de J. Iribarren durante las
dos últimas décadas, el suelo chileno se ha mostrado prolífico en
vestigios de la ocupación imperial, así como lo ha sido el interés
puesto de manifiesto por los investigadores trasandinos. Los traba­
jos de campo han tenido en el ingeniero H. Niemeyer —quien ya
había aportado lo suyo como colaborador de los trabajos de Iriba­
rren en Copiapó—, a uno de los más interesados estudiosos por el
problema Inka. Las instalaciones de El Tojo, en el valle de Collaca-
gua, Pica en el oasis homónimo, Hacienda Camarones, Pueblo Ca­
marones Sur, Saguara II y Saguara III de la quebrada de Camaro­
nes, Alto del Carmen, sobre el valle del Huasco y Huana sobre el
río Limarí, son estudiados por este autor entre 1959 y 1971, en al­
gunas ocasiones junto con F. Schiappacasse y R. Solimano (1971).
A H. Niemeyer debemos algunas hipótesis sobre las variantes que
presentan los sistemas de subsistencia de los sitios Inkas, de acuer­
do a los diferentes ambientes ecológicos donde se asentaron
(1963): un Inka Alto Andino con énfasis de la ganadería y la caza:
un Inka Costeño con recolección de mariscos y pesca y un Inka de
valles Agrícolas, con predominio de la agricultura con riego. Este
tema de la adaptación regional de la ocupación nos interesa sobre­
manera, de modo que sobre él retomaremos en los capítulos si­
guientes de esta obra.
Continuando con los aportes recientes, vale la pena mencio­
nar los de R. Housse sobre los sitios de San Agustín de Tango (Che-
na, para otros autores) y San Vicente de Tagua Tagua (1961). Los
de G. A. Brito en el santuario de Cerro Las Tórtolas y en los ce­
menterios por él excavados en el Potrero El Silo del Fundo Co­
quimbo (1969 y 1971). Los de R. Gajardo y J. Silva sobre el ce-
m enterio d e Q uillota (1 9 7 0 ). B. B erdichew sky sobre los co nchales
de Potrero La Viña y Cerro L os Paraguas (1 9 6 4 ). A sí co m o lo s
aportes del infatigable y recordado P. Le Paige, en los sitos de V ol­
cán Colorado, Licancabur, Pilli, Pular, Juriquez (o Y uriquez), Mi-
ñiquez, Quimal, Vilam a y Cerro de la Sal (1 9 6 4 , 1 9 6 5 , 1 9 7 5 y
1 9 7 8 ). Tam bién por G. F ocacci sobre el cem en terio Inka del valle
de Azapa (1 9 6 1 ) y L. N úñez en lo s sitio s tarapaqueños de Casero­
nes y M oquella (1 9 6 5 ). De J. Madrid y A. G ordon (1 9 6 4 ) sobre los
cem enterios inkásicos de H acienda C hacabuco y Jardín del Este,
ubicados en los cerros h o m ó n im o s y en lo s suburbios de la ciudad
de Santiago, respectivam ente. D e M. Orellana y colaboradores en
Los Morros I, en las lejanas vegas de A yaviri d el cañadón del río
Salado (1 9 6 9 ). D e T. Linch en el tam b o im perial de Catarpe Este
(1 9 7 7 ), siguiendo las huellas dejadas por G. M ostny treinta años
antes. Finalm ente, en los aportes d e V . Castro y otros en el aún
más lejano T o co n ce de la Provincia d el L oa (1 9 7 9 ), que aunque de
clara filogenia preinkaica, n o se en cu en tra desligado de elem entos
im periales en su co n te x to . M ientras ta n to , lo s A ndes Centrales son
testigos de los trabajos de C. Morris (1 9 7 3 y 1 9 8 0 ) sobre la instala­
ción imperial de H uánuco Pam pa, en la cual se observa una intensí­
sima investigación en el terreno, en p o s de u n a interpretación fun­
cional de la arquitectura. A l m ism o tie m p o , A. K endall (1 9 7 4 ) rea­
liza un interesante in ten to de co d ifica ció n d e las form as arquitec­
tónicas im periales, alojadas en la región d e la cuenca del Urubam-
ba.
El tratam iento de la prob lem ática Inka n o está ausente en
lo s trabajos de sín tesis de B olivia (P. Sanginés; 1 9 7 8 ), del Norte
Grande C hileno (L. N úñ ez; 1 9 6 5 ), del N orte C hico (G. A.
Brito y J. H idalgo; 1 9 7 5 ) y de lo s co n fin es m eridionales del Kolla-
suyu (J. Schobinger; 1 9 7 5 , H. Lagiglia; 1 9 7 4 ). D el m ism o m odo,
n o estuvo ausente en A rgentina, cu ando a partir de la década de
lo s años 5 0 proliferaron lo s in ten to s d e periodificación cultural,
tan to regionales co m o subareales. D e las exégesis que se registran
fuera de Argentina en to m o al tem a q ue n os preocupa, rescata­
m os la ya m en cionada de G. A m puero B rito y J. Hidalgo, por
con ten er un estu pend o en sayo sobre la ocu p ación imperial en
la región de N orte C hico, pero francam ente exten sib le a un ámbito
m ucho m ayor, p rod u cto de la im prescindible interrelación m eto­
d ológica aportada por las fu en tes etn oh istóricas co n las arqueoló­
gicas.
U na táctica similar a la de esto s autores em p leó A. Llagoste-
L a s r u in a s d e I n c a h u a s i ( S a lta ) s e g ú n C . F rau ( 1 9 5 3 ) .

ra Martínez (1976), en su m odelo conceptual sobre las dos varian­


tes planteadas por la expansión imperial en Chile —dominación di­
recta e indirecta—; la primera sobre la región central y la segunda
en los valles y oasis del Norte Grande. En ella, y el mismo autor se
encarga de aclararlo, se observan claras influencias de los modelos
andinos de J. Murra (1972 y 1973). Paralelamente, O. Silva (1978)
presenta una nueva visión del período Inka en su dominación de la
cuenca de Santiago de Chile, sostenido preferentemente sobre una
documentación etnohistórica, pulcramente analizada. Silva percibe
significativos vacíos estructurales que lo llevan a proponer una
dominación para provecho del rey y no del estado Inka. Al respec­
to , esperamos que urgentes investigaciones de campo llenen algu­
nos de los interrogantes que el mismo autor se encarga de formu­
lar. También en estos últimos años, R. Stehberg inicia los estudios
focalizados en la arqueología de campo sobre los Inkas en el cen­
tro de Chile, testim oniados por sus recientes aportes (1 9 7 6 ). En
forma paralela, R. Bárcena (1977 y 1 979) hace lo m ism o en los si­
tios inkaicos localizados del otro lado de los Andes.
En general, el panorama arqueológico sobre el Inkario, al
Sur del paralelo de 3 3 ° , se diluye en forma alarmante. Frente a
una rica informática etnohistórica, la cual ha sido tradicionalmente
la base de la reconstrucción de la protohistoria de Chile Central, se
contrapone la ausencia de docum entación sistemática a nivel ar­
queológico. Pero con seguridad, no faltarán futuros trabajos encar­
gados de incorporar sucesivos hitos docum entales para la siempre
vigente, y ahora revitalizada, problemática Inka en los confines
meridionales del Kollasuyu, que a tantos investigadores ha atrapa­
do y, no nos caben dudas, lo seguirá haciendo.
CAPITULO II
METODOLOGIA

Luego de la revisión efectuada en tom o a la historia de las


investigaciones del Inkario en el Kollasuyu, surgen inmediatamen­
te algunas consideraciones básicas que atañen a la teoría general y
a la táctica metodológica desarrollada. Una de ellas, concierne a la
necesidad de promover una adecuada coordinación entre las dos
vertientes documentales, utilizadas para la reconstrucción del uni­
verso Inka, que son las arqueológicas y las etnohistóricas. Este en­
samble será fundamental y permitirá neutralizar la subordinación
que, durante muchos años, sobrellevó la táctica arqueológica hacia
fuentes etnohistóricas no del todo confiables. Situación que, desa­
fortunadamente aconteció durante las postrimerías del siglo pasa­
do y primer tercio del actual en la arqueología del Noroeste argen­
tino.
Asimismo, el control de hipótesis, alternativa muy persegui­
da por los replanteos de la arqueología contemporánea, puede e-
fectuarse con mejores perspectivas, mediante los mecanismos de
inducción-deducción, cruzando información o vestigios generados
por la arqueología, con testimonios etnohistóricos previamente
testeados por recurrencias, y viceversa.
Los visibles avances que se han producido en la táctica ar­
queológica, aplicada en Argentina y Chile durante las tres últimas
décadas mediante la implantación de las excavaciones estratigráfi-
cas, la seriacion, el apoyo logístico del radiocarbono, la analítica
específica de laboratorio, la explicitación de los rasgos culturales
y su taxonom ía, han permitido jugosas aperturas interpretativas
que conciernen a la periodificación cultural y, en general, a una
mejor reconstrucción de la forma de vida subyacente a los obje­
tos materiales que estudia la arqueología. Estas perspectivas de
progreso pueden ser aplicadas, con singular éxito, para el conoci­
miento más específico del rótulo Inka.
Un modelo arqueológico general de este procedimiento o
diseño m etodológico, una vez reunido el cuerpo documental o
muestra analítica, formada por los vestigios imperiales en los An­
des Meridionales, podría exponerse de manera sintética, en una
serie de fases de investigación, articuladas cronológicamente de la
siguiente manera:
Fase I: Aislar y definir los atributos o rasgos de la infraes­
tructura Inka, sobre la base de los criterios de for­
ma, cualidad, función y escala.
Fase II: clasificación o taxonom ía de los rasgos infraestruc-
turales.
Fase III: aislar y definir los rasgos tecnológicos mobiliares
Inka (cerámica, textilería, lapidaria, metalurgia y
madera).
Fase IV: determinación de la dispersión espacial de los ras­
gos, por la táctica de las presencias-ausencias arqueo­
lógicas de los mismos en los Andes Meridionales y,
en caso de la primera, intentar determinar las fre­
cuencias.
Fase V : trazado de las relaciones filogenéticas culturales, en
base al encadenamiento de presencias, a partir de un
foco de irradiación (el Cuzco).

La intervención de las fuentes etnohistóricas dentro de este


modelo de procedimiento arqueológico, puede ejercerse a partir de
las fases I y II, especialmente para coadyuvar las interpretaciones
funcionales de la arquitectura y de los usos de las tecnologías m o­
biliares, componiendo la táctica de la analogía cultural. En suma,
este procedimiento permite acceder por caminos más vigorosos a
varias propuestas interpretativas en to m o al rótulo Inka. Entre
ellas, discernir si este H o r i z o n t e sufrió variaciones regionales o nó;
si la dispersión de los rasgos es consecuencia de una dispersión ho­
rizontal por obra de algunos de los múltiples mecanismos de la di­
fusión o, es el producto de una conquista y dom inio territorial,
con efectiva presencia —por infraestructura—. También, si esa su­
puesta conquista tuvo la misma intensidad en todo el ám bito espa­
cial tratado y, finalmente, entre las propuestas que consideraría­
mos más relevantes, discernir cuales fueron los móviles o causalida­
des que impulsaron a esta conquista.
En base a estas reglas metodológicas, en nuestro anterior a-
porte habíamos tratado en particular los vestigios Inka exhumados
por la arqueología en una sección del Kollasuyu, aquella que arbi­
trariamente se correspondía con los actuales territorios políticos
de la República Argentina. Ahora, bajo esas mismas pautas, aun­
que con mejores aproximaciones en tomo a la explicitación de los
rasgos, hemos manejado una muestra más representativa, por cuan­
to aglutina la mayor parte de las instalaciones arraigadas dentro del
Kollasuyu.

1- Categoría espacial:

El área analizada se extiende a partir del paralelo 17° latitud


Sur, desde la costa meridional de Perú por el Oeste y siguiendo un
límite imaginario que, trasponiendo el macizo andino, se intema
en el antiplano boliviano, cruza la cuenca de los ríos Mauri y Desa­
guadero, al Sur del lago Titicaca, posteriormente los valles de Ayo-
paya, Cochabamba, Mizque y Yapacani, para concluir en el límite
entre los ámbitos de la llamada Cordillera Oriental y Sierras Suban­
dinas del oriente de Bolivia, aproximadamente en la longitud del
meridiano 64° Oeste.
El límite meridional se localiza al Sur del paralelo 35 ° , des­
de la desembocadura del Río Maule, en la costa pacífica chilena,
continúa por las cuencas de los ríos Maule y Claro y la Cordillera
de los Andes, para finalizar, por el Este en el bolsón Malargüe, en
pleno territorio argentino.
En cuanto al límite oriental, éste queda fijado por una tam­
bién imaginaria franja de recorrido diagonal y sinuoso que coinci­
de con la faja oriental del ámbito andino. Esta transcurre con un
recorrido oblicuo, de Noreste a Suroeste, desde el meridiano 64°
long. Oeste por el Norte, hasta 70° long. Oeste por el Sur.
Nos queda de esta manera, delimitado un inmenso espacio
físico con forma de triángulo isósceles invertido, de aproximada­
mente 1900 kilómetros en sentido general Norte-Sur, por alrede­
dor de 700 kilómetros en su base o extremo y 200 kilómetros en
su límite austral. Ello significa estar en presencia de un área apro­
ximada de 850.000 kilómetros cuadrados, que incluye territorios
de cuatro naciones: extremo Sur de Perú, la mitad sudoccidental
de Bolivia, el Noroeste y Centro Oeste de Argentina y la mitad sep­
tentrional de Chile.En otras palabras, esta área de los Andes Meri­
dionales ocupada por el antiguo Kollasuyu, representa aproximada­
mente la mitad del espacio ocupado por el total del Tawantinsu-
yu. Extensión que aumentaría aún más si incorpora mos la re­
gión del Lago Titicaca, también perteneciente al Kollasuyu, pero
2- Muestra analítica:

Dentro del espacio delimitado anteriormente, hemos podido


aislar una muestra de 246 ocupaciones provistas de infraestructura
Inka (véase el Cuadro I), de las cuales 118 se han localizado dentro
del actual territorio argentino, 103 dentro de Chile y 25 en la sec­
ción boliviana. Esta muestra representa a través de la infraestructu­
ra, un vestigio arqueológico de ocupación que, por uno u otro ras­
go, debe ser atribuido a un sitio con un arraigo imperial o, al me­
nos, una instalación que siendo preexistente, fue ocupada poste­
riormente por los Inkas.
A la vez, hemos adicionado una muestra complementaria
que incluye 50 sitios o localidades registradas etnohistóricamente
y que, de acuerdo con esas fuentes, pueden ser atribuidas a los In-
kas. Esta segunda forma de registro, (no incluida dentro del Cua­
dro I), considera sólo a los sitios mencionados por los cronistas de
la primera época de la conquista española, algunos de los cuides
fueron reconsiderados por historiadores que trataron estos temas
a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Esta fuente comple­
mentaria ha sido aplicada en aquellas regiones de menor caudal
informático arqueológico, a los efectos de tener mayores elemen­
tos de juicio para la reconstrucción de las redes viales atribuidas al
Tawantinsuyu.
La muestra estudiada comprende entonces 246 instalaciones
que, de una u otra manera, indican una p re sen cia In ka. Este cuer­
po analítico es, por otra parte, el resultado de una tenaz investiga­
ción sobre las fuentes documentales de múltiple origen pero que,
en definitiva, pueden agruparse en seis categorías, a saber:

1 - fuentes documentales éditas de sitios arqueológicos con presen­


cia Inka ubicados en Argentina, Bolivia y Chile. Este tipo de fuen­
te ha aportado la mayor cantidad de los registros, aún con las lógi­
cas dificultades que se presentaron dada la diversidad de éstas,
que incluyen informática generada ya desde el siglo XVI hasta la
actualidad y efectuadas por arqueólogos aficionados hasta verda­
deros especialistas en el rótulo Inka. De la nómina de sitios recu­
perados a través del análisis de trabajos publicados por diferentes
autores, tuvimos la oportunidad de prospectar los ubicados en la
quebrada de Humahuaca (cuatro sitios), valle Calchaquí (once si­
tios), valle de Santa María (tres sitios), Sierra de Aconquija (dos
sitios), valles de Hualfín-Abaucán (dos sitios), valles de Famatina
y Vinchina (cuatro sitios), Campo del Pucará (un sitio), valle de
Lerma (un sitio) y valle de Uspallata (tres sitios).

2 - investigaciones de campo ejercidas por nosotros dentro del


Noroeste argentino a partir de 1967, como resultado de las cuales
fueron diagnosticadas y relevadas nuevas instalaciones con presen­
cia imperial; ellas son:
Punta Ciénaga (quebrada del Toro, Prov. Salta).
Las Cuevas IV (”).
Nevado de Chañi (”). Fue dado a conocer por J.Fernández
(1975).
Las Zorras (”).
Corrales Viejos (”).
Abra de las Minas (Puna, Prov. Salta).
Coyparcito-La Alumbrera (Antofagasta de la Sierra, Prov.
Catamarca).
San Rafael (Valle Calchaquí, Prov. Salta).
Amaicha (").
Tacuil (”).
Angastaco (”).
Los Choyanos (Sierra de Aconquija, Prov. Catamarca).

De esta serie de sitios fueron parcialmente excavados los de Punta


Ciénaga, Las Cuevas, Corrales Viejos, Abra de las Minas y Amai­
cha.

3 - informática obtenida por recientes investigaciones ejercidas por


colegas en instalaciones con restos imperiales. La mayoría de éstas
permanecen inéditas o están en vías de publicarse. A ellos desde ya
formulamos nuestro agradecimiento por su desinteresada colabora­
ción al brindamos sus datos. Esta tercera categoría de registro in­
cluye los siguiente sitios e investigadores:

Berberián, E. y Zurita, J. de: La tambería inkaica de Tocota; Prov.


de San Juan, 1979, MS.
Díaz, P. P. : Sitios arqueológicos del valle Calchaquí Norte: Choi-
que, Loma del Oratorio, Tero y Guitián, MS.
Fernández, A.M. : Incahuasi (Prov. de Salta): 1979, MS.
Kriscautzky, N. : Fuerte Quemado (Prov. Catamarca), 1978-79, MS.
Sempé, M. C. : Sitios arqueológicos del valle de Abaucán: Quillay,
Mishma, Shincal, Ranchillos, Watungasta, Costa de Reyes y
Mojón 764.

4 - Fuentes documentales que han sido generadas en trabajos de


corte etnohistórico, donde se da cuenta de sitios Inka, pero de los
que se carece de un registro arqueológico preciso. Este tipo de in­
formática ha sido analizada por nosotros con las precauciones que
el caso requiere, teniendo en cuenta su reiterada ambigüedad.

5 - Registro obtenido por integrantes de grupos exploradores y


centros deportivos de alta montaña, que detectaron sitios emplaza­
dos en los nevados del ámbito andino y, en algunos casos, con la
participación de arqueólogos. A esta forma de colecta pertenece
la informática de la mayoría de los llamados adoratorios u ofren-
datarios de altura, dados a conocer por el Centro de Investigacio­
nes de Alta Montaña (CIADAM), cuyos meritorios esfuerzos en fa­
vor de la arqueología, directamente vinculada a la problemática In-
ka, mucho debemos agradecer.

6 - A estos cinco tipos de fuentes por nosotros analizadas debería


agregársele un sexto, no utilizado aquí, referido a un cuerpo de ins­
talaciones que, por ausencia de investigaciones publicadas, o por
que las mismas no han sido concluidas, no aportan, por el momen­
to, informática susceptible de ser usada. Este cuerpo de instalacio­
nes con vestigios Inka no consideradas por nosotros son las que su­
ceden:

a: en Argentina: Surugá, Puna jujeña (O. Gerling; 1894-96).


Calahoyo, Puna jujeña (J. Fernández; 1978)
Yoscaba, Puna jujeña (A. González; 1963)
Pozuelos, Puna jujeña (A. González; 1963)
Doncellas, Puna jujeña (E. Boman; 1908)
Cazadero Grande, Catamarca (J. Schobinger; com.pers.)
Laguna Brava, La Rioja (J. Schobinger; com.pers.)
Gualilán, San Juan (J. Schobinger: com. pers.)
Muías Muertas, La Rioja (N. de la Fuente; 1974)
Ullúm, San Juan (J. Schobinger; com. pers.)
Arroyo la Carnicería, San Juan (J. Schobinger; com. pers.)
Arroyo del Tigre, Mendoza (R. Bárcena; 1979)
Ciénaga del Yalguarás, Mendoza (R. Bárcena; 1979)
Tambería del Leoncito, San Juan (J. Schobinger; com.pers.)
Potrero La Chanchería, Mendoza (J. Schobinger; com. pers.)
Cerro Colorado, Catamarca (V. Weiser, Diario de viaje)

b: en Bolivia: Pojo, valle de Cochabamba (D. Ibarra Grasso; 1967)

c: en Chile: Puriza, Arica (M. Rivera; 1975)


Copaquilla, Arica (M. Rivera; 1975)
Pucará de Belén, Prov. Tarapacá (L. Nuñez; 1965)
Pisagua Viejo, Prov. Tarapacá (L. Nuñez; 1965)
Tambería la Ollita, Copiapó (Iribarren-Bergholz; 1972)
Rancho el Lucho, Copiapó (Iribarren-Bergholz; 1972)
Las Mentas
Vacas Heladas
Las Terneras, valle del Elqui (Iribarren-Bergholz; 1972)
Lampa
Quilicura
Barrancas
Bandera 237
Catedral
Calle Marcoleta
Tabalaba
La Chupana
El Manzano, todos en Chile central (R. Stehberg; 1976) 5

De acuerdo con estas pautas metodológicas ha quedado con­


formado nuestro cuadro I, con la lista de los sitios con presencia
Inka en los Andes Meridionales. Este fue confeccionado a la mane­
ra de un índice general, pero provisto de doble entrada En él se
observa, de izquierda a derecha el número de orden y el nombre de
cada sitio, su ubicación geográfica; luego se explicitan una serie de
rasgos generales que conciernen a su tipo de implantación dentro
del marco topográfico; al tipo de instalación que posee y las princi­
pales asociaciones que contiene, sean éstas con redes viales, explo­
taciones mineras y con arte rupestre. Dentro del item o b se rv a c io ­
n e s se incluye información complementaria con las particularida­
des relevantes de cada sitio, como la presencia de túmulos o mon­
tículos agrupados, socavones mineros, si el vestigio es un depósito

5 Los nueve últim os, dados a conocer recientem ente por R. Stehberg, son
cem enterios con situación de co n tacto Inka y local.
o conchal carente de arquitectura, si se trata de un ofrendatario
ubicado en las altas cumbres provisto o no de infraestructura
(plataforma ceremonial) y, finalmente, si este sitio ha sido regis­
trado solamente por informática etnohistórica.
Es necesario explicar, en tom o a este cuadro, nuestra con­
vención utilizada para discernir sobre la situación de contacto pre­
sente en cada sitio y registrada por nosotros en dos categorías: si­
tio puro o mixto. Al respecto, diremos que el hallazgo de tecnolo­
gías, tanto infraestructurales como mobiliares, exclusivamente atri­
buidas como de manufactura Inka, ha sido la condición necesaria
para adscribir a la instalación como Inka pura. Mientras que la pre­
sencia de ergologías de manufactura local y directamente asociada
a la imperial, permite diagnosticar al sitio que las contiene como
mixto.
En la práctica, esta diferenciación ha sido para nosotros
muy operativa, por cuanto permitió comprobar que, con excep­
ción de una buena parte de los llamados santuarios de altura (poco
menos de medio centenar de instalaciones), casi no se han registra­
do sitios inkaicos puros dentro de los Andes Meridionales; ello im­
plica una ausencia de sitios aislados de arraigos locales y coetá­
neos, lo cual, desde ya, nos adelanta un aspecto relevante y casi
concluyente en tomo a la naturaleza de la penetración imperial.
El cuadro II de esta obra da cuenta de una muestra de 45
instalaciones seleccionadas del total de 246, para un análisis más
exhaustivo, tanto individual como comparado, de sus respectivos
tipos de emplazamiento, característicos de la instalación, atributos
o rasgos arquitectónicos y asociación. Esta selección recayó sobre
aquellos sitios mejor documentados, a expensas de investigaciones
más sistemáticas, ejercidas en algunos casos mediante excavaciones
estratigráficas. El intento tuvo por objetivos, registrar las variantes
presentes en el sistema ocupacional Inka, así como las presencias-
ausencias y frecuencias de los rasgos arquitectónicos imperiales,
clasificados por nosotros como de primer orden. También permitió
registrar la presencia cuantitativa de sus asociaciones. De la puesta
en práctica de estos mecanismos comparativos fueron emergiendo,
poco a poco, instalaciones que, por el caudal y cualidad de los ras­
gos que contenían, pasaban a adquirir una significativa relevancia
entre las 45 codificadas. A la vez, ésto nos permitió discernir en
tomo a los densos y apasionantes aspectos económicos, políticos
y administrativos que motivaron la presencia Inka en los Andes
Meridionales. Aspectos que, por obra de una analítica sistematiza­
da de rasgos culturales —específicamente de la infraestructura-
permitió aprehender formas, inferir funciones y cuantificar esca­
las urbanas, abriendo la puerta a los más profundos interrogantes
en tom o a estos legendarios h ijo s d e l so l.
Dentro de este aspecto general de la muestra y metodología
por nosotros analizadas, no han sido pocas las dificultades enfren­
tadas, de las cuales indudablemente las más evidentes están gene­
radas por las diferentes formas y tácticas utilizadas por los investi­
gadores, para la colecta de la información arqueológica, la cual en
muchos de los casos, posee visos de subjetividad y falta de una ex-
plicitación adecuada. Lamentablemente, estas dificultades se han
comprobado no sólo en las investigaciones originadas a partir de la
segunda mitad del pasado siglo y primer tercio del actual, en cuyo
caso les cabe una razonable justificación, sino también en trabajos
más recientes, realizados ya durante las dos últimas décadas.
Quedan potencialmente abiertas a futuras investigaciones,
varias regiones alojadas dentro del paisaje andino que, por el mo­
mento, son verdaderas zonas c ieg a s en informática arqueológica.
Este es el caso de los actuales departamentos bolivianos de Potosí
(sólo ha proporcionado dos instalaciones con presencia Inka), San­
ta Cruz (tres sitios), Chuquisaca (ocho sitios) y Tarija (dos sitios).
Cuando pueda ser superada esta alarmante falta de investigaciones
de campo, seguramente podremos percibir con mayor claridad al­
gunos tópicos momentáneamente difusos. Similares apreciaciones
nos sugiere el departamento de Cochabamba, dentro del cual nues­
tra colecta sólo alcanzó a registrar ocho instalaciones con infraes­
tructura imperial, donde, de acuerdo a noticias periodísticas gene­
radas en La Paz (R. Sanzetenea; El Diario, 8-8-1973), se localiza­
rían alrededor de ochenta sitios con vestigios Inkas.
Rinconada Puna
Cochinoca Puna
Sayate Puna
Casabindo Puna
Rincón Salinas Puna
El M oreno Puna
Cerro M orado Puna
R odero Qda. Hum ahuaca
Yacoraite Qda. H umahuaca
Calete Qda. Hum ahuaca
La H uerta Qda. H umahuaca
Papachacra Qda. Humahuaca
Tilcara Qda. H umahuaca
Ciénaga Grande Qda. Humahuaca
Nevado Chañi Qda. del Toro
Nevado Castillo Qda. del Toro
Punta Ciénaga Qda. del T oro
Las Cuevas IV Qda. del Toro
Las Zorras Qda. del Toro
Incahuasi Qda. del Toro
Agua Hedionda R.Los Sauces
Osma Valle de Lerma
Corrales Viejos Qda. del Toro
Pro. Payogasta Valle Calchaquí
Nevado de Acay Valle Calchaquí
Queshuar Puna
Pastos Grandes Puna
Icomán Puna
Socompa Puna
Pular Puna
Pilli Puna
Juriques Puna
Licancabur Puna
Cerro Bonete Puna
Chuculai Puna
Llullaillaco Puna
T ebenquicho Puna
A ntofalla Puna
A bra M inas Puna
Cerro Gallán Puna
C oyparcito Puna
La A lum brera Puna
La H oyada Valle C alchaquí
Nevado Cachi V alle C alchaquí
C ortaderas Valle C alchaquí
C hoique Valle C alchaquí
L. O ratorio Valle C alchaquí
T ero Valle C alchaquí
Q uintián (G uitian) Valle C alchaquí
Agua Los L oros Valle C alchaquí
T intín Valle C alchaquí
L a Paya Valle C alchaquí
San Rafael Valle C alchaquí
A m aicha Valle C alchaquí
Tacuil Valle Calchaquí
El Peñón Puna
El Peinado Puna
Los Patos Puna
Azufre o Copiapó Copiapó
Las Cuevas 68° 20’ - 27° L.S.
Laguna Colorada Puna
Corral Blanco Puna
Angastaco Valle Calchaquí
Quilines Valle Santa María
Fuerte Quemado Valle Santa María
Punta de Balasto Valle Santa María
Nevado Aconquija Sa. Aconquija
Ingenio del Arenal Sa. Aconquija
Los Choyanos Sa. Aconquija
Fuerte de Andalgalá Cpo del Pucará
Chaquiago Andalgalá
Hualfín Hualfín-Abaucan
Quillay Hualfín-Abaucán
Mishma Hualfín-Abaucán
Shincal Hualfín-Abaucán
R andullos Hualfín-Abaucán
Watu ngasta Hualfín-Abau cán
Costa de Reyes H ualfín-Abaucán
Mojón 764 Hualfín-Abaucán
Tam b. Cazaderos Sa. Fam atina
Angulo Sa. Fam atina
Paso del Tocino Sa. Fam atina
Pam pa Real Sa. Fam atina
Negro Overo Sa. Fam atina
Chilitanca Sa. Fam atina
Tamb. del Inca Chilecito
Pirquitas Sa. Fam atina
Rincón Toro Sa. Fam atina
Los M udaderos V. Vinchina
Paila La Rioja
El Potro-Peña Negra Precord.Chil.
Nevado de Tam-
b ilb s San Juan
Anchumbil V. Vinchina
Guandacol Sa. Guandacol
Paso del Lamar San Juan
Infiernillo San Juan
Im án San Juan
El Toro San Juan
R ío F río San Juan
Las Tórtolas San Juan
Doña Ana Precor. Chilena
Mercedario San Juan
Paso Valeriano San Juan
Angualasto San Juan
Barreal San Juan
Barrealito San Juan
Tocota San Juan
Calingasta San Juan
Tambillos Vlle. Uspallata
Tambillitos Vlle. Uspallata
Ranchillos Vlle. Uspallata
Pucará de Los
Sauces Sa. de Velazco
Mogotes San Juan
Alcaparrosa San Juan
Pachimoco San Juan
Río Los Tambos San Juan
Pircas Negras San Juan
Pircas Blancas San Juan
Paso del Inca San Juan
Aracar Puna
Tacna Tacna
Chungara Lag. Chungara
Rosario-Peña blanca Vlle. L luta
La Lisera Arica
A lto Ramírez Arica
Playa Miller-6 Arica
Purisa Arica
Copa Quilla Arica
Hacienda C am aro­
nes Vlle.Camarones
Saguara-2 Vlle.Camarones
Camarones Sur Vlle. Camarones
Saguara-3 Vlle. Camarones
Cerro T apata Vlle.Cam arones
Moquella Pisagua
Cerro Esmeralda Iquique
El Tojo Vlle.Collacagua
Caserones Tarapacá
Pica Oasis de Pica
Quillagua Valle Loa
Cupo Valle Loa
Turi Valle Loa
Lasaña Valle L oa
Chiuchiu Valle Loa
Los M orros I Valle del Salado
Toconce V alle d e T o c o n c e
Volcan C olorado 22º 38’ ; 67º 57’
Volcan Miño 2 1 º 1 1 '; 6 8 ° 3 7 ’
T olar del Carmen T o co p illa
Miñique S an P ed ro A tac a m a
Vilama S an P e d ro A ta c a m a
Catarpe S an P ed ro A tac a m a
Q u ito r S an P e d ro A tac a m a
Z apar S an P ed ro A ta c am a
Peine San P ed ro A ta c a m a
Quimal San P ed ro A ta c am a
Cerro L a Sal S an P e d ro A ta c am a
A scotan 6 8 º 1 0 ’; 2 1 ° 4 0 ’
Taltal B a h ía T altal
Juncal Q da. Ju n c a l
Tam bo de Carrizo Q da. de C a rriz o
Inés Chica Q da. In és
Tambo R ío Sal Q da. S ala d o
Finca Chañaral C hañaral A lto
Caldera B ah ía C ald era
Bahía Salada B a h ía S alad a
Co. Capis-Cerrillos C o p iap ó
Copiapó/Basural C o p ia p ó
Punta Brava C o p ia p ó
H om itos C o p ia p ó
Viña del Cerro C o p ia p ó
Cerro Castaña C opiapó ___________
Iglesia Colorada Copiapo
Freirina V. Huasco
A lto del Carmen V. Huasco
Vallenar V. Huasco
Los Infieles Alte. La torre
Fierro Carrera A lte. L atorre
Los Puntiudos Alte. L atorre
Agua de Nogal A lte. L atorre
C o.Juan Soldado La Serena
Vicuña La Serena
P unta T eatinos La Serena
Altovalsol V. Elqui
Potrero El Silo V. Elqui
P u n ta de Piedra V. Elqui
Peñuelas La Serena
E stadio Ovalle Ovalle
H uana Ovalle
Los T oyos S. Q uebraditas
Gu anda col Qda. R ío H urtado
Q da.de Piedra Qda. de Piedra
R incón del V iento V. H urtado
Petorca R ío P etorca
Q uillota V. A concagua
Marga-Marga Co. MargaMarga
Las Dichas, E stero Valparaíso
Co. Los Paraguas Cartagena
Santo Domingo R ío M aipo
Aconcagua Prov. A concagua
Co. El Plomo Pcia. Santiago
Colina Pcía. Santiago
La Reina Santiago
San Borja Santiago
Jardín del Este Santiago
Conchalí Santiago
Talagante Talagante
San Agustín de
Tango Santiago
Chena Santiago
Nos San Bernardo
Hacienda Principal R ío Maipo
Chupalla Río Maipo
El Canelo Río Maipo
Collipeumo Pcia. Santiago
Paine Depto.Maipo
Apaltas Pcia.Colchagua
San Vicente Tagua Tagua
Hacienda Colchagua Pcia. Colchagua
Yaquil (Cachapoal?) Río Tinguirica
Maulé (Río Claro?)
(Itata?) R ío Claro
Hacienda Chacabuco Co. Chacabuco
Cogotí 18 Combar balá
Inkallajta Cochabamba
L akatam bo II Mizque
Batanea Pulquina
Samaypata Florida
Floripondio Florida
Pulquina Pulquina
O roncotá Chuquisaca
Inkarracay Cochabamba
Incahuasi Lagunilla
Santa Elena Camargo
Incahuasi Camargo
Condorhuasi Tupiza
C uticutuni R ío Ay opaya
San Lucaa Chuquisaca
Tomina Chuquisaca
Sucre Chuquisaca
Culpina Cinti
Tolom osa Tarija
Pucarilla Valle Grande
Colcapirhua Cochabamba
Illuri Cochabamba
Sipisipi Cochabamba
Arani III Cochabamba
Laguna Ram aditas P otosí
CAPITULO III
ARQUEOLOGIA DE LOS INKAS DEL KOLLASUYU

1. Arquitectura y Patrón de Poblamiento.


.ten ía n los... In cas gran n ú m ero d e a rq u ite c to s
"
y m a estro s d e c a n tería , q u e a p ren d ía n e l o fic io c o n gran
p e r fe c c ió n y vivía n d é l; los cuales n o h acían o tra s o b ra s
m ás q u e las d e l R e y , q u e lo s traía sie m p re o c u p a d o s en
las m u ch as fo rta le z a s, te m p lo s y p a la cio s q u e p o r to d o
su rein o h a cia e d ific a r ...”
B ernabé C o b o ; 1 6 5 3 . V o l. IV , L ibro X IV ; Ca p ít u l o X II
“ D e lo s ed ificio s de lo s Incas y m o d o de fab ricarlo s”.

Una aproximación conceptual al tema de la arquitectura y


patrón de poblamiento Inka, debe explicitar una notoria dicoto­
mía entre el comportamiento filogenético de los rasgos infraes-
tructurales atribuidos al Tawantinsuyu y que se registra entre los
Andes Meridionales y el epicentro del imperio. Dentro del ámbito
conquistado del Kollasuyu, estos rasgos representan la prueba tes­
timonial más clara de una presencia Inka efectiva, producto de una
expansión que no. puede ser puesta en tela de juicio y ejercida a
partir de la segunda mitad del siglo XV. Salvo algunas potenciales
excepciones a esta propuesta, que podrían registrarse en los extre­
mos septentrionales del Kollasuyu, la filogenia de estos rasgos ar­
quitectónicos y urbanísticos es netamente Inka, por cuanto no se
los registra en contextos culturales locales anteriores a este
Horizonte.
Pero este panorama filogenético cambia sustancialmente
- d e allí la dicotomía planteada—, cuando se analizan las presen­
cias y comportamientos de estos rasgos de la infraestrutura dentro
de los propios Andes Centrales, pues allí, la mayoría de ellos son
claramente preinkas, pudiéndoselos detectar ya durante el primer
Horizonte Panandino de tiempos Formativos o tempranos, cuyo
logotipo es Chavín y, con mayor claridad aún, durante el segundo
Horizonte Panandino, caracterizado por el rótulo Wari—Tiwanaku.
Por tales razones podemos ya adelantar que en los Andes Centrales
los Inkas heredan, readaptan y fundamentalmente estandarizan un
conjunto relevante de elementos de la infraestructura de la tradi­
ción cultural andina, para luego expandirlos por los confines me­
ridionales de su imperio, donde se erigen como pruebas testimonia­
les de su dominio.
Otro concepto básico preliminar concierne a la calidad del
registro arqueológico. El hallazgo de los elementos mobiliares, de
las artesanías imperiales, como la cerámica, textilería, metalurgia
y otras artes menores, ofrece la alternativa de que éstos hayan sido
introducidos en los Andes Meridionales por alguno de los múltiples
mecanismos de la difusión, que enrola desde los simples préstamos
culturales, situaciones de contacto comercial con aculturación se­
lectiva, hasta procesos de migración, desprendimientos de núcleos
de población en zonas de expulsión demográfica, etc. Y no por
obra de una conquista territorial por parte de una cultura invasora,
que introduce y transvasa —por imposición— su ergología a aque­
llas— que hacen las veces de culturas receptoras.
Las presencias en los registros arqueológicos de estas artes
mobiliares oscurece por lo tanto una interpretación fehaciente,
porque implica la inquietante disyuntiva de que ellas obedezcan, o
bien a una real situación de conquista con dominio territorial y
modificaciones en la cultura material receptora, o a una dispersión
horizontal de rasgos, a partir de un foco, por alguno de los nume­
rosos mecanismos de la difusión cultural, y de la que tantos ejem­
plos poseemos en todo el planeta.
El registro arqueológico de la infraestructura ocupacional es
más fehaciente que el de las artes menores, por cuanto —como tes­
timonio percibido— acerca mayores elementos de juicio para acla­
rar esta alternativa antropológica. En otros términos, la presencia
efectiva y recurrente de la infraestructura ocupacional Inka, den­
tro de un área de límites definidos como los Andes Meridionales,
con asociaciones locales también recurrentes, y con pruebas ar­
quitectónicas que significan transfiguraciones en los contextos in-
fraestructurales preexistentes, proponen diferencias de rango entre
unas y otras y, por ende, diferentes niveles jerárquicos entre los e-
lementos invasores y los receptores que prueban una efectiva situa­
ción de conquista, dominio e imposición de nuevos cánones en los
pueblos inkaizados.
Todo lo dicho significa que, ante la inquietante alternativa
que nos plantea la informática etnohistórica: conquista por fuerza
de las armas versus autosumisión, y aquella otra —no menos riesgo­
sa— propuesta por la presencia de artesanías mobiliares, queda en
manos de la arquitectura arqueológica aportar los testimonios más
sólidos para dilucidar la problemática del ró tu lo inka en los Andes
Meridionales.
La arquitectura pública impuesta por el estado Inka no fue
una arquitectura leñosa sino pétrea o megalítica, de grandes volú­
menes, sobria y maciza, provista de líneas estáticas y superficies
lisas, es decir no cargadas. En términos ecológico—culturales, se
trata de un estilo arquitectónico andino y representa una verdade­
ra proyección del paisaje natural de los Andes. Mientras que desde
una óptica estrictamente cultural, constituye el último eslabón de
una tradición cuyos orígenes virtuales se detectan con claridad en
el horizonte pre—Inka de Wari—Tiwanaku, y posteriormente recibe
influencias Chimú; aunque su génesis real, como veremos más ade­
lante, se enquista aún más profundamente en las raíces mismas del
proceso de la prehistoria andina de Sudamérica.
Sólo cuando la piedra faltaba o no reunía condiciones para
su empleo, la arquitectura pública recurrió a la manipostería mez­
clada con argamasa, desnuda o cubierta con revoque, así como al
uso del adobe. Esta alternativa, fue ya observada por el cronista
Bernabé Cobo, quien en 1653 expone: “... las paredes y murallas
de sillería eran más comunes y usadas que la mampostería...” En
los Andes Meridionales, con mucha menor frecuencia, tal vez co­
mo recurso extremo, se constata también la utilización del adobe.
Situación ésta que reiteradamente aparece también, y con mayor
frecuencia aún, en los edificios que los cuzqueños construyeron en
la costa peruana, donde también escasea la piedra.
El único elemento arquitectónico que parece escapar a las
reglas del megalitismo Inka es el cierre o techo. Sea en mojinete
—el más Inkaico de los tres—, a un agua o cónico, fue siempre pere­
cedero, producto de una arquitectura leñosa con revestimiento de
vegetales y barro, conformando el clásico h ic h o , y por ello difícil
de pesquizar. A pesar de su procedencia local es el m e n o s a n d in o
de los rasgos arquitectónicos imperiales.

Para desarrollar nuestro método de trabajo, hemos debido


coordinar una serie de requisitos que coadyuvarán a sistematizar
las formas arquitectónicas y urbanísticas impuestas por el estado
Inka en el Kollasuyu. Estos mecanismos ya fueron intentados en
nuestro anterior aporte (op. cit; 1978) donde, dentro de los atribu­
tos infraestructurales diferenciamos tres categorías que, por con­
vención, llamamos rasgos de primer, segundo y tercer orden res­
pectivamente. En esta contribución creemos haber afinado esa sis­
temática, explicitando mejor los rasgos, reagrupándolos y, si las
circunstancias lo determinaban, incorporando otros nuevos.
Un primer conjunto de rasgos, clasificados como de primer
orden, posee un claro sentido diagnóstico, por cuanto para noso­
tros, su sola presencia dentro de una instalación, ha sido condición
suficiente y necesaria para adscribirla como perteneciente al “Ho­
rizonte Inka”. Aunque esta adscripción no oblitera la perspectiva
de que alguno de ellos haya sobrevivido durante el período inme­
diatamente posterior al Inka, comúnmente denominado Hispano—
Indígena. Tai es el caso de algunas instalaciones de la región Cal-
chaqui de Argentina (Fuerte Quemado, Punta de Balasto, Quilmes,
Tolombón, entre los ejemplos más claros), que continúan utilizan­
do los torreones, troneras y la imitación de las sillerías hasta la pri­
mera mitad del siglo XVII.
Los rasgos arquitectónicos Inka de primer orden son:
1— piedra canteada, como imitación de los sillares cuzque-
ños.
2— revestimiento de las paredes con revoque de barro ba­
tido.
3— hastial o techo en caballete.
4— cavidades en las paredes llamadas n ic h o s u h o r n a c in a s .
5— vanos—puertas y ventanas— trapezoidales.
6— muros reforzados y banquetas.
7— torreones.
8— troneras o aberturas en las murallas.
9— red vial artificial.
10— plataformas artificiales.
A estos 10 rasgos infraestructurales de primer orden debe­
mos in c o rporarles cuatro atributo mas, los cuales, y cada uno de
ellos, puede aglutinar uno o más de los ya mencionados, a saber:
11— rectángulo perimetral compuesto 6 .
12— sitios de altura.

6 D e a q u í e n m ás, c u a n d o no s refiram os a rectángulo p erim etral co m p u es­


to usarem os la ab rev iatu ra “ R .P .C .".
13— explotaciones metalíferas de oro, cobre, plata, plomo,
galena, cinc y estaño.
14— pukará o fortaleza de trazado defensivo; integrada por
combinación alternada de los rasgos 6, 7 y 8, que pue­
den inscribir o no a un R.P.C. y además, contener cual­
quiera de los restantes rasgos de primer orden.
El segundo conjunto de rasgos infraestructurales no detenta
una filogenia cultural tan clara como el primero. Estos rasgos, que
hemos llamado de segundo orden, pueden aparecer alternativamen­
te asociados a los de primer orden, en cuyo caso la probabilidad
de que tengan filiación Inka aumenta. Pero, en otros casos, apare­
cen relacionados con instalaciones donde no se registran influen­
cias netamente cuzqueñas, lo cual determina una alternativa: que
el sitio que los contiene sea anterior al Horizonte imperial, o bien,
que ese sitio sea coetáneo con esta expansión, pero sin registro de
situación de contacto Inka—cultura receptora.
Naturalmente, esta alternativa dificulta las posibilidades de
diagnóstico de las instalaciones a partir del registro de estos rasgos.
De modo tal, que aquí no podremos ejercer el postulado de que la
presencia de ellos sea condición sine—qua—non para una adscrip­
ción inmediata al rótulo Inka.
La lista de rasgos de segundo orden incluye:
1—ventanas.
2— piso pavimentado en los recintos.
3— peldaño en voladizo (anteriormente llamado loza en sa­
ledizo).
4—escalinata en piedra.
5— túmulos agrupados.
6— techo cónico.
7— corrales agrupados.
8—criptas en cuevas y abrigos (c a v e b u ria ls).
9— depósitos circulares (Co llcas o P irh u a s).
10— obras de riego, canales y represas empedradas.
11— plaza amurallada.
12— rampas de acceso a construcciones, sobre o bajo nivel.
13—pared de pirca doble con relleno interior.
Finalmente, existe un tercer conjunto de rasgos arquitectó­
nicos que si bien, en algunos casos, aparecen asociados a rasgos ne­
tamente imperiales (los de primer orden), son cronológica y cultu­
ralmente anteriores dentro del área andina (algunos de ellos apare­
cen ya desde el período Formativo). Las instalaciones que los con-
CUADRO II: RASGOS INFRAESTRUCTURALES INKAS EN
LOS ANDES MERIDIONALES

1. Rinconada; 2. Casabindo; 3. Rincón Salinas; 4. El Moreno; 5. Pta. Ciénaga;


6. Las Cuevas; 7. Corrales Viejos; 8. Las Zorras; 9. Incahuasi; 10. Osma; 11.
Agua Hedionda; 12. Potrero de Payogasta; 13. Cortaderas; 14. Tin Tin.
15. La Paya; 16.Ama¡cha; 17.A ngastaco; 18.Abra de las Minas; 19.Coyparc¡to; 20.Chañ¡;
21.Acay; 22.Fuerte Quemado; 23.Punta de Balasto; 24.lngenio del Arenal; 25.Nevado de
Aconquija; 26.Fuerte de Andalgalá; 27.Ranchillos (Catan); 28.M¡shma; 29.Shincal; 30.
Costa de Reyes.
31.W atungasta; 3 2 .T a m b e ría del Inca; 3 3 .R a n c h illo s (M e n d oza); 3 4 .Pam pa R eal; 35.
T am b ería de los Cazaderos; 3 6 .Paso del Lám ar; 3 7 .T ilc a ra ; 38 .C atarpe; 39 .T u r¡; 40.San
P e d ro da A ta c a m a (C h ile); 4 1 .E l P lo m o ; 42 .Lasan a ; 4 3 .P u n ta B ra v a -H o rn ito s (Copiapó);
4 4 .ln k a lla jta (B o liv ia); 4 5 . Incahuasi (lagu nillas).
81

tienen son, en estos casos, ejemplos de reocupación, por parte de


los Inkas, de sitios preexistentes a su expansión. Como consecuen­
cia, estos rasgos carecen de posibilidades diagnósticas en función
del rótulo Inka. Ellos son:
1—planta rectangular en recintos.
2—planta circular en tumbas.
3—pared de piedra seca.
4—pared de piedra fijada con barro batido.
5—cierre o techo a un agua.
6— muralla perimetral o semiperimetral a la instalación.

Rasgos Infraestructuales de Primer Orden:


A—El Rectángulo Perimetral Compuesto.

El riguroso y recurrente geometrismo observado en la ico­


nografía de la cerámica imperial, es el fiel reflejo de lo que son sus
formas arquitectónicas, provistas de plantas rectangulares y cua-
drangulares con ángulos rectos.
El R.P.C., no obstante ser preexistente a la creación del im­
perio —posiblemente del Horizonte Tiwanaku—Wari—, pasa a ser
rasgo netamente imperial y es un fiel representante de este Hori­
zonte en todo el ámbito de los Andes Meridionales. Razón tienen
Madrazo y Otonello cuando —siguiendo a Willey, 1953—afuman
que el “...Recinto Perimetral que en realidad es preexistente en el
Perú se formaliza y convierte en un patrón”. ” ... Esta concepción
adquirió mayor simplicidad y difusión al ser retomada por los in­
cas quienes fueron sus introductores en el Noroeste argentino..."
(Madrazo y Otonello, op. cit.; 1966; 61).
Básicamente, el R.P.C. es un conjunto en damero regular
preplaneado, formado por una serie de habitaciones inscriptas y a-
dosadas al muro perimetral a partir del cual se construyeron y que,
a la vez, rodean a un gran espacio central utilizado a veces como
patio, otras como corral. En manos de los Inkas significó la estan­
darización de un plano urbano rectangular, planeado en base a la
construcción de un muro perimetral. Este conjunto respondía a la
denominación Keshua Kantja (cancha) (Rowe, 1944), sirviendo
funcionalmente como lugar de residencia de hombres y camélidos
domesticados. Nuestras excavaciones sobre el R.P.C. central de
Punta Ciénaga, permitieron comprobar la antigua función de co­
rral, al hallar una capa uniforme de guano —seguramente de camé-
Planta de La Tambería del Inca de Chilecilo, según H. Greslebin (1940).
lido doméstico— por debajo de los 0,20 m. de profundidad (R. Ra-
ffino y Col., 1978).
Sólo cuando la topografía se convirtió en un obstáculo in­
salvable para los constructores, el R.P.C. pierde su condición de se­
vera rectangularidad para convertirse en una estructura más irregu­
lar, pero siempre perimetral y compuesta; es decir, sin perder su es­
tructura formal (por ejemplo, Corrales Viejos en la quebrada del
Toro).
Sea estrictamente rectangular o no, el R.P.C. es el resulta­
do de un conjunto de rasgos arquitectónicos menores que fácil­
mente lo identifican, como el muro perimetral y la recurrente dis­
posición de habitaciones rectangulares en tomo a un patio central
—también rectangular—, y preferentemente comunicadas con este
patio y no entre sí. La frecuencia de su popularidad es elocuente;
sobre la muestra total de 246 instalaciones, excluyendo los 92 si­
tios donde falta el registro de infraestructura, se comprueba un índi­
ce de presencia de R.P.C. en 107 instalaciones, lo que se traduce en
un porcentaje del 69 por ciento. Responde, en otros términos, a
una táctica de urbanismo obligado, por medio de la adopción de
un patrón standar constituido por uno o varios R.P.C.. Dentro de
esta idea, los cánones preestablecidos para la construcción del
R.P.C. podían sufrir pequeñas modificaciones locales, generadas
principalmente por las particulares condiciones topográficas de los
terrenos donde se construyó, por la presencia y calidad de la ma­
teria prima con que se contaba y por el interés particular y urgen­
cia de sus constructores. En varios ejemplos puede observarse que
la técnica constructiva alcanza diferentes grados de calidad, per­
diéndose la tradición del sillar al ser la piedra muy irregular o alter­
nativamente reemplazada por tapia, adobe o disimulada con un re­
voque externo que aplaca las imperfecciones del aparejo murario.
En cuanto a los diferentes grados de calidad arquitectónica
observados entre las instalaciones, éstos emergen a simple vista,
por cuanto no podemos equiparar la relevancia edilicia observada
en la Casa Morada de La Paya, Turi, Nevado de Aconquija, Potrero
de Payogasta, Tambería del Inca, Lasaña, Inkallajta y el Pukará de
Aconquija —indudablemente los casos más relevantes arraigados
dentro de Kollasuyu, ejemplos claros de centros administrativos, re­
ligiosos y fortalezas—, con las que se registran en la mayoría de los
sitios inkaicos meridionales. En estos últimos, los conjuntos de
R.P.C. fueron edificados con urgencia y sin interés estético, con el
magro objetivo funcional de ser transitorias postas de tráfico hacia
Variantes de R.P.C.; 1. Incahuasi (Lagunillas); 2. Pam pa R ea l (según J. Scho-
binger); 3. Viña del Cerro (según J. Iribarren); 4. Corrales V iejos (P.A .); 5. Las
Cuevas IV (P.A.); 6. Tam bo R ío Sal (según J. Iribarren); 7. N evado de Acón-
quija (según O. P a u lo tti);8 . Fuerte de Andalgalá (según G. Lange),
y desde el Cuzco, destinadas como tampus o chaskiwasis de acuer­
do a los cronistas.
Pero por encima de estas diferencias, nunca se diluyó la idea
básica que formaliza el R.P.C. ni su intención preplaneada, tamo
en su faz estratégica como urbanística.
Dentro de la muestra que hemos analizado, este R.P.C. ha
sido registrado en 107 casos del total de 154 presencias—ausencias.
Puede aparecer sólo, adosado a otros iguales, es decir, formando
un conjunto de varios R.P.C.; puede estar inscripto dentro de un
sistema defensivo —en cuyo caso pasa a ser fortaleza o pukará—y
puede incluir cualquiera de los 11 rasgos de primer orden. Tam­
bién puede hallárselo en vinculación directa o a poca distancia de
un sitio de altura, de un remanente de la red vial o de una explo­
tación minera; con depósitos o collcas y aún con túmulos agrupa­
dos. Asimismo, se lo detecta frecuentemente dentro o inmedia­
tamente contiguo a instalaciones culturales preexistentes a la ocu­
pación Inka. Los ejemplos más interesantes de algunas de estas pre­
sencias de R.P.C. con asociación son:

1— R.P.C. alojado dentro de una Rinconada


instalación preexistente Tilcara (?)
Casa Morada — La Paya
Catarpe Este
Turi

2— R.P.C. directamente asociado Fuerte Quemado (al pie)


a una instalación preexisten­ Yacoraite (al pie)
te (al pie o enfrente) Coyparcito—La Alumbrera
(enfrente)
Amaicha (enfrente)
Punta de Balasto (sil pie)

R.P.C. inscripto dentro de una Fuerte de Andalgalá (Puka­


fortaleza. En nuestra muestra rá de Aconquija).
se registran 33 casos de asocia­ Incahuasi (Lagunilla)
ción directa R.P.C. y un siste­ Inkallajta
ma defensivo circundante. De Oroncotá
estos, los más claros son: Pulkina
Santa Elena
Incahuasi (Camargo)
D o s c o n ju n to s de R.P.C. d e l F u e r te d e A n d a lg a lá (P u k a rá d e A c o n q u ija )
(P .A .); en p r im e r p la n o se o b s e r v a u n m u r o r e f o r z a d o c o n b a n q u e ta .
Condorhuasi (Tarija)
Turi
Quitor (?)
Camarones Sur
Punta Brava
Cortaderas
Tintin
Osma
Angastaco

4 — R.P.C. asociado con sitios de Nevado de Aconquija


altura; 20 casos sobre una Chañi—Jefatura Diablos
muestra de 48 (42 por ciento) Nevado de Acay

Ascotán—Laguna Ramaditas
Negro Overo—Pampa Real
Co. El Toro—Paso Valeriano
Co. El Potro—Peñas Ne­
gras—Paila
Imán—Pircas Negras

5 — R.P.C. asociado con túmulos Agua Hedionda


agrupados en damero Copiapó
Campo del Pucará de Lerma

6— Indudablemente, la presencia asociada más usual del R.P.C.


se registra con el carril del Inka; en estos casos, esta infraes­
tructura —etnohistóricamente identificada como tampus y
Chaskiwasis—, sirvió como punto de enlace mínimo de esa
impresionante red. Cada conjunto de R.P.C. estaba separado
de su vecino por una jornada de marcha aproximadamente,
la que, de acuerdo a la naturaleza del terreno, podía ser des­
de 20 hasta 50 kilómetros. En todos los casos, estos R.P.C.
estaban directamente vinculados a manantiales de agua po­
table. A este tipo de situación asociada se adscriben 86 de
las 107 presencias comprobadas de R.P.C. con red vial, lo
que representa un 80 por ciento de la muestra.
7 — También dentro de este juego de asociaciones entre R.P.C. y
otros rasgos dejados por la ocupación Inka en el Kollasuyu,
podemos decir que sobre el total de 154 presencias de
C onjunto d e R .P .C . de Punta Ciénaga; la excavación d e uno de lo s grandes p a ­
tio s centrales p rop o rcio n ó restos de guano d e un corral antigu o; m ientras que
la de un recin to p eq u eñ o b rin d ó hogares y sign es d e h a b ita bilid ad (P .A .).
R .P .C ., 1 0 0 d e ellas (el 6 3 p o r cie n to de la m u estra a n a líti­
ca) 7 e stá n v in cu lad o s c o n vestigios d e e x p lo tacio n es m ine­
ras. E sta in te rre la ció n re p re se n ta u n a e x p líc ita y concluyen-
te p ru e b a de u n o d e los m óviles esenciales que persiguieron
los In k as e n la m a y o r p a rte d e los A ndes M eridionales, tem a
é ste q u e re to m a re m o s c o n ex h austiv id ad en el c a p ítu lo V
d e e sta o b ra .

8 — F a lta ría agregar, p ara c o m p le ta r n u estra sistem ática en to r­


n o al R .P .C ., u n a in te rp re ta c ió n funcio n al y asociación que
se d e sp re n d e d e la in fo rm á tic a a p o rta d a p o r la e tn o h isto ria;
esto s p eq u e ñ o s ta m p u s y chaskiw asis asociados a la red
vial, im p u esto s p o r el e stad o Inka, d e b ía n poseer p erm an en ­
te m e n te u n a provisión de alim en to s para viajeros, usualm en­
te alm acen ad o s en co llcas circulares. De las 86 presencias re­
gistradas de R.P.C. asociado a red vial, ya m encionados en el
íte m 6 , hem os observado, en los casos en q u e ex isten planos
d e los sitios, unas dos decenas de instalaciones con caracte­
rístic a s m u y especiales. C reem os q u e los rasgos infraestruc-
tu rales in terv in ien tes p u ed en p erm itir u n a iden tificació n
c o n c re ta de esas instalaciones con los p eq u eñ o s tam p u s
m en cio n ad o s p o r los cro n istas. Los rasgos y las asociaciones
in terv in ien tes son: presencia d e R .P .C .; em p lazam ien to aisla­
d o ; de p o ca enverg ad u ra; ub icad o en el bajo; asociado a la
re d vial; caren te de sistem a defensivo y , fin alm en te, que
c o n tie n e recin to s d e pequeñ as d im ensiones, p re fe re n tem e n ­
te de p la n ta circular que, p o r su ta m a ñ o , n o fu ero n p ara h a­
b ita c ió n sino p ara d e p ó sito (c o llcas). E n tre los casos regis­
tra d o s q u e c o n tie n e n estos rasgos integrativos p o dem os
m e n c io n a r los sitios de P u n ta Ciénaga, C orrales V iejos, A-
m aicha, Pam pa R eal, M ishm a, Paso V aleriano y T am b o R ío
Sal.
En to d o s esto s sitio s m en cio n ad o s q u e d a , sin em bargo, p en ­
d ie n te la altern ativ a de q u e las p eq u eñ as co n stru ccio n es no
sean re a lm e n te co llcas sino cistas p ara e n te rra to rio s, la cual
será resu elta m e d ia n te su excavación.
7 C o n v ie n e a c la ra r al le c to r q u e c u a n d o h a b la m o s d e m u estra to ta l n o s re ­
fe rim o s a las 2 4 6 in sta la c io n e s c o d ific a d a s; m ie n tra s q u e c u a n d o se m e n c io ­
n a m u e stra a n a lítica , ella c o r re s p o n d e al n ú m e ro de caso s d o n d e se c o n s ta tó
fe h a c ie n te m e n te las p re se n c ia s o a u se n c ia s, e x c lu y e n d o lo s q u e p o r d eficien ­
c ia s d e re g istro n o h a n p o d id o se r d e te c ta d o s y , p o r lo ta n to , n o c o rre sp o n d e n
se r c o m p u ta d o s . E ste m e c a n ism o se o b se rv a q u iz á s c o n m a y o r clarid ad d e n tro
d e lo s C u a d ro s I y II.
B — La técnica del sillar:
“... t o d a la c u r i o s i d a d d e s t a s o b r a s c o n s i s t í a e n la s p a r e ­
d e s ... fa b r ic a d a s p a r t e d e p i e d r a s c u a d r a d a s y s i l l a r e s .. . ”
(B . C o b o ; L ib . X IV , C a p . X I I , “ D e l o s e d if ic io s d e l o s I n c a s
y m o d o d e f a b r ic a r lo s " , 1 6 5 3 ) .

Se entiende por una estructura con estilo en sillar o sillería a


un aparejo murario formado por unidades o bloques de piedra la­
brada y semilabrada de formas cuadrangulares, rectangulares y po­
liédricas perfectamente verticalizadas, que forman parte de una
construcción por medio de su ensamble. En los Andes Meridiona­
les este rasgo aparece de manera difusa, por obra de una imitación
empobrecida, pero que sin duda tiende a asemejar esta técnica que,
en el epicentro del imperio, especialmente en las regiones de los va­
lles del Urubamba, en el Cuzco y en la cuenca del Titicaca, alcanza
superlativos grados de perfección constructiva. Con ello queremos
decir que faltan en los Andes Meridionales las técnicas en sillería
más sofisticadas, como el estilo ciclópeo que combina piedras la­
bradas de grandes dimensiones, así como la utilización de los blo­
ques pétreos poligonales exquisitamente labrados y encastrados
entre sí: “ ... tan ajustadas... que no cabe una punta de alfiler por
las junturas...” (B. Cobo; Lib. XIV, Cap. XII).
Vale la pena destacar que la técnica del sillar es claramente
un rasgo arquitectónico preinka, por cuanto su registro se remonta,
cuando menos, a épocas Tiwanacotas. Pero del mismo m odo a lo
que sucede con el R.P.C., la utilización de la sillería parece recién
difundirse por los Andes Meridionales durante el Horizonte Inka.
También es necesario remarcar que en esta región la presencia de
los lienzos en sillería no es terminante, com o fruto de una táctica
arquitectónica masivamente impuesta u obligada por el imperio,
como acontece con el R.P.C., sino que, salvo contadas instalacio­
nes, los aparejos en sillería son rudimentarios y seguramente apre­
suradas imitaciones locales de la técnica cuzqueña, m ediante la e-
lección y, a veces, el semilabrado de la cara v i s i b l e de la piedra, y
solamente en muy pocos casos puede percibirse la intervención de
arquitectos y técnicos peruanos.
Dentro del área estudiada, los vestigios de im itaciones de
técnicas en sillería no son numerosos, podem os contabilizar apenas
unas 25 instalaciones con relictos de aparejos con sillares. Dentro
de estas presencias es posible observar algunas provistas de un apre­
ciable rango de acabado, com o sucede en Inkalljta, La Casa Mora-
da de La Paya, Lasana, Nevado de Aconquija, Inkarracay, Incahua-
si (lagunillas), Samaypata, quizás Fuerte de Andalgalá, Turi, Tam-
bería del Inca y Quitor. En todos ellos podría suponerse la inter­
vención de técnicos cuzqueños, o al menos asesores para la elec­
ción o el semilabrado de la piedra. En la mayoría de estos ejemplos
la técnica símil sillar se ofrece en edificios públicos, específicamen­
te administrativos y religiosos y, en no pocos, se percibe una clara
intención escenográfica, o de ornamentación, especialmente de las
fachadas.
A los ejemplos mencionados le suceden otros asentamientos
donde la imitación de la sillería Inka es más rudimentaria, pe­
ro aún sigue percibiéndose. Entre los sitios enrolados en este grupo
figuran Rinconada (grupo Noreste), Incahuasi (Salta), Cortadera
(fachada de la muralla defensiva), Quilmes (fachada de la represa),
Fuerte Quemado y Punta de Balasto (sectores bajos) y Quillagua
en Chile.
Los casos de Inkallajta, La Casa Morada de La Paya, Lasana
y Nevado de Aconquija representan las mejores realizaciones de las
imitaciones de sillería, situación que se reitera en la presencia y
cualidad de otros rasgos arquitectónicos. Ello parece indicar un an­
tiguo rol relevante por parte de estos sitios en los intereses del Cuz­
co en el Kollasuyu, temática ésta que reconsideraremos más adelan­
te.

C — La pared de tapia o barro batido, el adobe y el revestimiento


con revoque:
De un modo similar a lo que acontece con la técnica de la si­
llería, la utilización de la pared de tapia o barro batido, que reviste
a un esqueleto de leñosas, es un rasgo que, dentro del Area Andina
es claramente preinka. En la región costera peruana su presencia se
ha constatado desde tiempos precerámicos, mientras que en el alti­
plano aparece, cuando menos, durante el Formativo (P.e. Chiripa).
Con respecto al ladrillo de adobe, Max Uhle (1922) propone una
filogenia costera meridional, y una posterior difusión hacia el Cuz­
co, conjuntamente con otros rasgos de lo que llamó civilización
Chincha—Atacameña. Pero independientemente de su génesis, pa­
rece obedecer a la obra del Tawantinsuyu la difusión del ladrillo de
adobe hacia el ámbito de los Andes Meridionales, donde es utiliza­
do en algunos edificios por ellos construidos. Es muy probable que
tanto el ladrillo de adobe, como el revestimiento con revoque fue­
ran utilizados exclusivamente en aquellas comarcas en donde la
materia prima básica de la arquitectura pétrea Inka escaseaba, o no
reunía las condiciones esenciales para su uso.
Dentro de este tópico es imprescindible comenzar diferen­
ciando las tres variantes con que, dentro de la literatura arqueoló­
gica, suele aparecer involucrado el rótulo a d o b e . La primera varian­
te o categoría está representada por la simple pared de tapia o ba­
rro batido que recubre un esqueleto de ramas y que muchos ar­
queólogos se empeñan erróneamente en llamar p a r e d d e a d o b e . Es­
te tipo de pared aparece en la región andina casi sin excepciones
desde tiempos precerámicos, de modo que no puede atribuirse
como de filogenia Inka.
La segunda categoría es el verdadero ladrillo de adobe, ela­
borado en panes de forma rectangular, de aproximadamente
40x30x15 centímetros, amasados, secados al sol y posteriormente
colocados. Estos adobes rectangulares aparecen en la costa septen­
trional de Perú a partir de la época Salinar, Gallinazo y Mochica, y
tienen sus antecedentes en otros adobes, construidos quizás con la
misma técnica, pero provistos de formas lenticulares, discoidales,
cónicas y circulares, los cuales aparecen, cuando menos, durante el
Período Formativo, ya que se los ha registrado en Cupisnique.
La utilización de la manipostería con ladrillos de adobe en
panes rectangulares no es frecuente en el Noroeste argentino, ni en
la precordillera chilena, ni antes ni durante el Horizonte Inka.
Prueba de ello es que, de la muestra analizada, solamente dos ins­
talaciones poseen evidencias claras, las de Potrero de Payogasta (en
una de las paredes mayores de su iglesia o supuesto C u y u s m a n c o ) y
en los controvertidos torreones de Watungasta; y decimos contro­
vertidos porque ellos encierran la alternativa de no ser inkaicos si­
no edificados por los españoles.
Finalmente, la tercera variante o tipo es el revestimiento ul­
terior de los aparejos murarios con una lechada pareja de barro ba­
tido y luego alisada, a la manera de revoque, ejecutada posiblemen­
te con el propósito de disimular las imperfecciones de los muros
cuando la piedra utilizada era muy irregular y no podía ser labra­
da. Muy probablemente, cuando este revestimiento se efectúa en
los lienzos internos, signifiquen una variante del enlucido Inka, o
“ ... el betún que ellos suelen hazer sus edificios...” (Cieza; Cap.
XXVII; 1552). Enlucidos que eran realizados mediante una capa
de arcilla pintada de colores rojo, gris y amarillo, prolijamente ali­
sada.
De las tres modalidades descriptas, tanto por presencia, fre-
cuencia y asociación cultural, es la tercera —revestimiento o revo­
que— la que dentro de los Andes Meridionales puede, hasta el mo­
mento, casi seguramente ser considerada como introducida por los
Inkas. Esta propuesta podría ser rectificada cuando tengamos una
informática más precisa de la arquitectura de algunas poblaciones
tardías, e inmediatamente anteriores al Horizonte imperial, arraiga­
das en la región atacameña chilena y en la puna de Argentina, que
demuestren que la introdución del revoque puede quizás remontar­
se a la difusión de los rasgos post—Tiwanaku, genéricamente iden­
tificados con los grupos parlantes Aymara preinkas. Esta posibili­
dad queda planteada en base al registro de la tumba 1 de Tastil (la
más importante del sitio), provista de paredes revestidas parcial­
mente con revoque, y ubicada por C 14 entre el 1336 ± 50 y el
1439 ± 41 d.C.; es decir preinka, pero inmediatamente anteriora
la expansión de éstos.
Dentro de los Andes Meridionales, los revestimientos de apa­
rejos murarios con revoque han sido constatados en Turi, Rincona­
da, Incahuasi (Salta), Potrero de Payogasta, Cortaderas, Fuerte
Quemado, Ingenio del Arenal, Watungasta, Tambería del Inca,
Ranchillos (Mendoza), Lasana e Inkallajta.
Fuera del ámbito residencial no se registran tumbas con pa­
redes revestidas con revoque y asociadas a contextos Inka. Aunque
si parecen ser frecuentes las tumbas asociadas a elementos imperia­
les, construidas con paredes de piedra fijadas con barro, como lo
demuestran las dadas a conocer por J. Iribarren (1958) en los ce­
menterios de Hornitos y Cerrillos, en la región de Copiapó.
Otra técnica interesante es la del revestimiento con revoque
en los depósitos funerarios del Norte de la Puna argentina; S. De-
benedetti (1930), la ha registrado en las falsas Chullpas (en reali­
dad son criptas o cave burials) del río San Juan Mayo. Pero este re­
vestimiento, culturalmente adscribible a la cultura atacameña pre­
inka, no está ubicado en las paredes, sino por encima del techo de
las tumbas.

D —El hastial y sus implicancias:

El hastial, formado por un aparejo murario de forma penta­


gonal y construido unitariamente en piedra, o de manera combina­
da con piedra, argamasa de barro, e incluso adobe y madera, es la
prueba infraestructural de la existencia de un cierre o techumbre
en mojinete o a dos aguas. Cierre éste que, en la mayoría de los ca-
sos, estuvo formado por leñosas y otros materiales perecederos; et-
nohistóricamente llamado h ic h o —“... la cobertura era paja que
servía por teja...” escribe Cieza—, de allí la causa de que éstos no
hayan llegado hasta nuestros días.
Si tuviésemos que realizar aquí un análisis del proceso de
estas resoluciones de techumbres con caballete para el área andina
central, la tarea no sería demasiado fácil, por cuanto ellos parecen
poseer allí una riqueza de formas, a la vez que una prolífica tradi­
ción cultural y extensión cronológica. Existen perceptibles eviden­
cias de techumbres a dos aguas a partir del Horizonte precerámico
de la Costa, las que se hacen concluyentes durante el Formativo
con Chavín—Cupisnique en la Sierra y Costa peruana; presencias
que persisten durante los Períodos Intermedio Temprano de la
Costa Norte (Mochica): Horizonte Wari—Tiwanaku con varios sitios
alojados en la Costa y Sierra de Ancash y Ayacucho y aún durante
el Período Intermedio Tardío, por cuanto se han constatado cie­
rres en mojinete en la propia Chan—Chan Chimú.
Sin embargo, dentro de los Andes Meridionales la tarea re­
sulta mucho menos complicada, por cuanto el hastial, remanente
pétreo del techo en mojinete, hace su aparición por obra de la ex­
pansión Inka y no antes. Quizás pueda permitírsele a esta regla una
potencial excepción, conferida al extremo Norte del área del Ko-
llasuyu, especialmente, y excluyendo la cuenca del Lago Titicaca,
a la de los valles de Cochabamba y Mizque, en Bolivia. Excepción
ésta que quedará latente hasta que investigaciones sistemáticas re­
tomen la labor iniciada por E. Nordenskióld a principios de siglo, e
inexplicablemente abandonada por la arqueología boliviana hasta
nuestros días.
Existen en los Andes Meridionales poco más de una decena
de edificios que contienen techumbre en caballete. De ellos, los
ejemplos más claros se observan en la monumental Inkallajta, en el
Potrero de Payogasta, la Tambería del Inca de Chilecito, Incahuasi
en Salta, San Lucas y Turi. A éstos podrían agregarse, aunque con
algunas reservas, Lasana, El Pukará de Aconquija, Ranchillos (Men­
doza), Peine, y el Nevado de Aconquija.
Por lo general, este hastial ha sido elaborado sobre la base de
la piedra, acompañada a veces con revoque y otras con ladrillos de
adobe (como sucede en el Potrero de Payogasta). Existe, sin em­
bargo, un caso excepcional, consignado por H. Greslebin (1940),
para la Tambería del Inca. En las estructuras rectangulares que
este autor identifica con los números 23 y 32, formadas por edifi-
cios adosados a un gran patio, donde el tímpano o triángulo supe­
rior del hastial pudo ser realizado de madera. En estos recintos, el
techo a dos aguas fue constatado por el hallazgo de horcones, dis­
puestos a lo largo del eje central longitudinal de los edificios, utili­
zados como asientos del mojinete.
Un aspecto de suma relevancia de estas techumbres a dos
aguas, registradas en los Andes Meridionales, está referido a que
todas ellas fueron realizada en edificios a la manera de galpones o
“Kallanka-huasi” que, por sus grandes dimensiones, estuvieron
destinadas para funciones públicas, sea de corte religioso, adminis­
trativo o judicial. Este registro es recurrente y se comprueba con
claridad en las siguientes instalaciones imperiales.
Bolivia: templo o palacio dé Inkallajta;
el edificio Kowolzuni de San Lucas;
Argentina: la llamada iglesia del Potrero de Payogasta;
los edificios 23 y 32 (rectángulo Este) de la Tambería del
Inca;
quizá el edificio 11 del Nevado de Aconquija;
Chile: la llamada casa d e l Inka de Turi.
Dentro de la toponimia regional, estos vestigios de edificios
públicos imperiales suelen ser identificados como casa d e l In k a ,
iglesia y también p a la cio . Desde el punto de vista etnohistórico
podrían ser interpretados —con los riesgos inherentes a una infe­
rencia de tal magnitud—, como versiones regionales del legendario
C u yu sm a n co o Quisuarcancha cuzqueño; templete destinado a Vi­
racocha y funcionalmente ligado a prácticas religiosas; también co­
mo casa d e au diencia y cavildo de acuerdo al testimonio del cronis­
ta Santa Cruz Pachakuti (1613), lo cual es decir, para ejercer den­
tro de él funciones administrativas y judiciales.
Estas estructuras de grandes recintos públicos con techum­
bre en mojinete pueden encerrar otros rasgos arquitectónicos
imperiales, como las hornacinas, las ventanas (rectangulares y tra­
pezoidales), las paredes con revestimiento con revoque, las banque­
tas, etc. Su tipo de estructura y disposición nos hace recordar pre­
cisamente al famoso C uyusm an co de Cuzco (R. Zuidema; 1968. B.
Ellefsen; 1972) y también al llamado te m p lo d e V iracocha de Raj-
chi, aunque, a excepción del palacio de Inkallajta no alcanzan ni
por sombra la calidad arquitectónica de aquellos. Del Cuyusmanco
cuzqueño —que tomaremos a título comparativo—poseemos refe­
rencias etnohistóricas sobre su forma y funcionalidad: “...Avía gal-
pones mui grande de á docientos pasos de largo, y de cinquenta y
sesenta de ancho, todos de una sola pieza, que servían de plaza...”
(Garcilaso); este mismo cronista mencionaba también que era:
“... un hermosísimo galpón que en tiempos de los incas en días
lluviosos servía de plaza para sus fiestas..." (Lib. VI, Cap. IV y Lib.
VII, cap. X respectivamente). Otro cronista de la época, Holguin es
extractado por R. Zuidema (1968) quien lo define como Pachaku-
ti, es decir, como ca sa d e c a v ild o o d e l j u z g a d o , compuesto de tr e s
p a r e d e s y u n a d e s c u b ie r t a .
En los dibujos que realiza Guaman Poma de Ayala (1613)
sobre los palacios reales cuzqueños, obsérvase a este C u y u s m a n c o ,
provisto de una planta rectangular con techo en caballete y enfren­
tando a otros edificios de carácter ceremonial, entre los que sobre­
sale el llamado S u n tu r H u a s i o casa redonda, o edificio de los
Collas, probablemente relacionado con ritos funerarios y de fertili­
dad. Del edificio S u n t u r H u a s i la narración de Garcilaso estable­
ce que es: “ ... un hermosísimo cubo redondo que estaba en la
delante de la casa de Amarucancha...” (Lib. VII, Cap. X). Otra
construcción ubicada en el centro de la plaza cuzqueña, o adosada
a ella y relacionada con el C u y u s m a n c o y el S u n t u r H u a s i, es
el llamado U sñ u estructura elevada o en forma de pirámide trun­
cada que simbolizaba el poder y que R. Zuidema interpreta como
el lugar en donde el Inka se sentaba para juzgar y gobernar.
En términos generales, tanto el C u y u s m a n c o , como el
S u n tu r H u a s i y el U sñ u , se encontraban directamente vincula­
dos a un gran espacio público o G r a n P la z a , que sirvió como fo­
co. Estas tres estructuras y la plaza están, a la vez, relacionadas con
otros edificios públicos, de carácter ceremonial y/o administrativo,
entre ellos se destacan el llamado A m a r u c a n c h a , “ ...la casa del
Amarú o serpiente, símbolo de la fertilidad y la lluvia..." (R. Zui­
dema, op, cit, 1968); el C a r p a h u a si, de similares rasgos morfoló­
gicos que el C u y u s m a n c o ; y quizás el altar y p i e d r a d e s a c r if i­
c io s ; ubicada dentro de la plaza y utilizada como sitio ofrendata-
rio.
En el Cuzco, la orientación general de estas estructuras era de
Nor-Noreste a Sur-Suroeste y ubicaría al C u y u s m a n c o y al U s-
ñ u en el Noreste, obviamente la plaza en el centro y hacia el Sur­
oeste el S u n tu r H u a s i o casa redonda y el A m a r u c a n c h a o ca­
sa de la serpiente.
A pesar de las naturales diferencias de calidad arquitectónica,
existen relevantes recurrencias entre este sistema de emplazamien-
to planeado y registrado dentro del centro cívico del Cuzco, y al­
gunas de las instalaciones —precisamente las más monumentales—
del Noroeste de Argentina, Norte de Chile y la región cochabambi-
na de Bolivia. Estas similitudes se observan, específicamente, entre
los sitios de Inkallajta, Potrero de Payogasta en el valle Calchaquí,
Nevado de Aconquija en la sierra homónima, Tambería del Inca en
La Rioja y Turi en el valle del río Loa. Pasemos a analizar a cada u-
na de éstas en detalle.
En el sector central del Potrero de Payogasta, perfectamente
identificado por su contexto edilicio excepcional, se destacan cin­
co estructuras de aparente carácter público y orientadas en sentido
general Nor-Noroeste a Sur-Sureste. El bosquejo trazado original
mente por H. Difrieri, ha sido retomado por nosotros y testeado
en el propio terreno, a la vez que iniciamos un relevamiento más
exhaustivo de las ruinas. Estas cinco estructuras son:
1 — un galpón de trescientos metros cuadrados con hastiales;
2 — una plaza hundida o deprimida y amurallada;
3 — una pirámide trunca de dos cuerpos y aproximadamen-
te un metro de altura.;
4 y 5 — dos inmensos torreones de 8 y 9 metros de diámetro.
La primera estructura no es otra que el “...gigantesco galpón
de planta rectangular...”, mencionado por H. Difrieri (op. cit, 601)
De éste se conserva uno de sus hastiales intacto y del restante,ape­
nas su base. El aún existente fue construido alternativamente en
piedra y adobe, posee una ventana muy pequeña y, no obstante su
solidez, el avanzado grado de inclinación anuncia un irremediable
derrumbe. La pared Norte del galpón, a la postre posterior, fue
construida totalmente en adobe. La restante pared, que sirvió de
fachada al galpón, dado que se enfrenta a la plaza amurallada, no
estuvo cerrada totalmente sino que posee vestigios de tres colum­
nas, simétricamente dispuestas cada 5 metros una de otra. Esto re­
presenta una extraordinaria coincidencia con la descripción etno-
histórica del Cuyusmanco cuzqueño: “...compuesto por tres pare­
des de una descubierta...”. Las tres columnas mencionadas, junto a
los dos extremos de paredes que daban hacia ambos hastiales per­
mitirían un cierre parcial de esa fachada, en la que quedaban cua­
tro aberturas o puertas simétricas que servían para comunicar el
galpón con su vecina plaza amurallada.
La plaza amurallada del Potrero de Payogasta, es un espacio
semicerrado de forma circular y de 8000 metros cuadrados, que
Planta del Potrero de Payogasta (según H. Difrieri y P .A .); 1. galpón rectan­
gular (Cuyusmanco?); 2. plaza intramuros con el usñu central; 3 y 4. torreo­
nes; 5. conjunto de R.P.C.
desde la fachada del galpón (su límite Norte), se extiende hasta los
dos torreones (límite Sur). Lo realmente extraordinario de esta
plaza es la presencia en su sector central de una estructura pirami­
dal truncada, provista de dos cuerpos y alrededor de un metro de
altura y que termina en una pequeña plataforma de poco más de
un metro de lado. Fue construida en piedra y en la actualidad apa­
rece semidestruída por la depredación de algún buscador de teso­
ros arqueológicos; aún así, es perfectamente reconocible para
cualquier observador atento. Su ubicación y morfología concuer-
dan en interpretarle, directamente, como el mencionado “Usñu”
cuzqueño, es decir, esa estructura de forma de pirámide trunca que
simboliza el poder, donde el líder se sentaba a gobernar y juzgar.
Quedan por describir los dos grandes torreones ubicados al
Sur de la plaza amurallada; el que se ubica al naciente es poseedor
de una mejor calidad arquitectónica. Aunque ambos parecen haber
desempeñado la función de depósito o C o llc a , su posición sugie­
re la apasionante posibilidad de que hayan sido construcciones ce­
remoniales, en cuyo caso nos encontraríamos ante una imitación
del S u n tu r H u a s i cuzqueño.
Cabe destacar que, tanto el edificio interpretado por nosotros
como Cuyusmanco, como los torreones, tienen una visión impo­
nente desde el mismo centro de la plaza y especialmente desde la
ubicación del U sñ u , por cuanto esta última está hundida en rela­
ción a los edificios que la rodean.
Estas significativas morfologías y disposiciones se repiten en
las ruinas del Nevado de Aconquija, según se observa en el plano
de O. Paulotti (1958; 127). Aquí, con una leve modificación de la
orientación general, que pasa a ser de Nor-Noreste a Sur—Suroeste,
se registra también un gran recinto de planta rectangular de 280 me­
tros cuadrados, ubicado en forma paralela al muro Norte de una
gran plaza amurallada, a bajo nivel, de 3500 metros cuadrados. A
esta plaza se accede por medio de una escalinata de piedra y, en su
sector más central, ostenta un doble círculo de lajas clavadas al pi­
so que encierran a un monolito o menhir en forma de pirámide
trunca, de lados tallados y de poco más de 0,20 metros de altura.
Quizás este doble círculo y el monolito central puedan correspon­
derse con la “piedra de sacrificios" cuzqueña mencionada por Cie-
za: “... y había un circuito donde mitian los corderos blancos y los
niños y hombres que sacrificaban...”, del mismo modo que el gal­
pón adosado a la pared Norte de la plaza sea una versión local del
Cuyusmanco.
D etalle d el se cto r central del P otrero de Payogasta (P.A.); 1. galpón rectangu-
lar (Cuyusm anco?) con las huellas de las columnas; 2. plaza intramuros con el
usñu central; 3 y 4. torreones.
En el otro extremo de la plaza se levanta un montículo se-
miartificial que bien puede corresponderse con el U sñ u ; posee 5
metros de altura y, en su cima, un edificio cuadrado construido
con piedras canteadas, al que da acceso por otra escalinata de pie­
dra. La imitación de los sillares Inkas se vislumbra en todas estas
construcciones del Nevado de Aconquija. Por otra parte, el revesti­
miento de la cara frontal del montículo, que al ser observado des­
de la plaza a bajo nivel, adquiere un aspecto impresionante, de­
muestra la clara intención escenográfica ligada con discernibles
propósitos rituales.
Inkallajta es el tercer gran sitio Inka del Kollasuyu que pare­
ce repetir esta singular disposición, aunque también con ligeras va­
riantes. El sector central de Inkallajta (“morada del Inka”), está
compuesto por un gran galpón de planta rectangular de 2000 me­
tros cuadrados, que E. Nordenskiold (1915) llamó “templete" o
“palacio”. Este edificio, de características monumentales, posee
cierre en mojinete, puertas, ventanas y hornacinas. Su pared Sur,
que aparentemente sirvió de entrada por la cantidad de aberturas
que posee, mira hacia un gran patio o plaza, de aspecto general rec­
tangular y de aproximadamente 8400 metros cuadrados. A esta
plaza se accede desde las terrazas más bajas por intermedio de una
escalinata. Dentro de esta plaza, en su sector central y frente al
“palacio”, se ubica la llamada “piedra de sacrificios”, bloque de
poco menos de un metro de altura donde se tallaron pequeños
morteros y del cual, A. González (1977), no duda que su coloca­
ción fue “ex profeso”. La orientación general de estos conjuntos
arquitectónicos que forman el centro cívico de Inkallajta, con el
legendario “palacio” de Nordenskiold, la gran plaza y la “piedra de
sacrificios”, es de Nor-Noroeste a Sur-Suroeste.
La instalación de Turi, en el valle superior del río Loa, ofre­
ce también sugestivas recurrencias. En su sector Noreste se ubica la
plaza principal —llamada plaza del Inka—, y a uno de sus lados la
llamada “casa del Inka" o “iglesia", que es un galpón rectangular
de 29 por 9 metros, construido en piedras labradas, adobe y reves­
timiento de revoque. Los dos lados menores de este galpón son es­
tupendos hastiales, casi idénticos a los de la “iglesia" del Potrero
de Payogasta. Sólo que en Turi se constatan tres ventanas, mien­
tras que en Payogasta, una. Las paredes laterales de esta “casa del
Inka" de Turi son de ladrillos de adobe, al igual que las del Potrero
Calchaqueño, y el lienzo frontal, que mira hacia la plaza del Inka,
posee aberturas de acceso, tres en total, de 1,15 metros de ancho.
Planta de Turi (según G. M ostny); se observa la instalación Inka inscripta den­
tro de la preexistente; 1. plaza intramuros; 2. galpón rectangular (Cuyusinan-
co?); 3. Torreones.
La plaza del Inka de Turi es un amplio espacio cerrado de
pirca, de 40 por 43 metros de lado, está aislada del resto de la ins­
talación mediante una doble muralla. Las diferencias más significa­
tivas que observamos entre Turi y los restantes sitios con posibles
evidencias de C u y u s m a n c o , están dadas por la orientación gene­
ral, que en Turi sería invertida, de Sur-Suroeste a Nor-Noreste.
Otra construcción relevante ostentada por Turi es la presen­
cia de un Torreón (G. Mostny; 1949), de 10 metros de diámetro,
similar al del Potrero de Payogasta. Pero este edificio no se encuentra
ubicado en el radio de la plaza, sino en el extremo Norte de la ins­
talación. De él, Mostny infiere un “significado religioso”.
Faltaría agregar, dentro de este juego de significativas recu­
rrencias, que tanto Inkallajta, como Potrero de Payogasta y Turi,
están asociados a una fortaleza, sea en el mismo sitio, o en las ve­
cindades, mientras que en el Nevado de Aconquija, es la propia in­
accesibilidad de la montaña, la que le confiere tal característica.
Otro rasgo arquitectónico asociado en las cuatro instalacio­
nes son las C o llca s o P irh u a s, construcciones de planta circu­
lar, utilizadas como depósitos y que pueden aparecer agrupadas en
sectores especialmente destinados. Estos edificios para el almace­
namiento, parecen erigirse como pruebas arqueológicas decisivas
de los importantes roles ejercidos en las instalaciones que las con­
tienen. Es por ello, además de las otras presencias ostentadas, que
tanto Inkallajta, como Potrero de Payogasta, Nevado de Aconquija
y Turi, se constituyen en los asientos más relevantes planeados
por los Inkas en el Kollasuyu. Ingresando en una sofisticada lista
de instalaciones imperiales e impuestas.
La Tambería del Inca de Chilecito es el quinto caso que, por
su excepcional conformación, no podemos soslayar en este juego
de analogías. Existen en ella cuatro estructuras relevantes, tres de
las cuales fueron descriptas por H. Greslebin (op cit; 1940) bajo la
numeración de 21, 23 y 32. El edificio 21, al que Greslebin llama
“el palacio”, son dos estupendos R.P.C. adosados por una pared
medianera, y que pueden ser funcionalmente interpretados como si­
tio residencial para los líderes del grupo. Los edificios 23 y 32 son
dos enormes conjuntos que integran, cada uno, un galpón rectan­
gular de 175 y 220 metros cuadrados respectivamente. Cada uno
de estos galpones presenta señales inequívocas de cierre en mojine­
te, testimoniado por huellas de horcones centrales y longitudinales
que han servido de asiento al techo a dos aguas. Ambos galpones
han estado originalmente adosados a un gran recinto abierto y de
planta rectangular. Aún desmedrados por la construcción del ce­
menterio de Chilecito, que requirió de casi toda la piedra de los
dos galpones, son visibles, tanto desde el suelo como desde el aire,
sus vestigios. Además, las aerofotos de la Tambería nos permitie­
ron el hallazgo de una cuarta estructura francamente excepcional:
un enorme espacio abierto de 25.000 metros cuadrados aproxima­
damente, a partir del cual se irradió toda la instalación. No nos ca­
ben dudas de que este inmenso espacio rectangular libre de recin­
tos fue el foco de la Tambería del Inca, al cual se adosaban, por su
lado Nor-Nordeste los dos grandes galpones rectangulares techados
a dos aguas (identificados con los números 23 y 32 en la aerofoto)
los cuales, aparentemente, podrían haber desempeñado la función
de amplios depósitos. Finalmente, en el centro geométrico del gran
espacio abierto central mencionado anteriormente, se encuentra
una quinta estructura, la cual constituye una elevación o platafor­
ma, de 2 metros construida mediante una acumulación de tierra y
piedra, en la que, sobre uno de sus lados, parecen haber existido
escalones. Fue el mismo Greslebin quien, en su momento, se encar­
gó de asignar a este tipo de construcción funcionalidades de carác­
ter ceremonial. A nuestro criterio, dadas las significativas recurren­
cias de rasgos arqueológicos y las analogías derivadas del control
etnohistórico, esta construcción nos enfrenta, por la forma de pi­
rámide trunca que posee, ante otra posible versión local del deno­
minado “ U sñ u ” cuzqueño.
Podríamos incorporar otras instalaciones de los Andes Cen­
trales en este juego de recurrencias entre rasgos arquitectónicos re­
levantes, cruzando informática etnohistórica y arqueológica. En­
tre ellas Tambo Colorado en Pisco, Huánuco Pampa, Rajchi y el
mismísimo Machu Pijchu. Pero por cuanto escapan a nuestra área
de trabajo no lo haremos. Lo significativo de estas similitudes re­
gistradas entre el centro cívico del Cuzco y sus minimizadas imita­
ciones, inferidas en Inkallajta, Potrero de Payogasta, Nevado de A -
conquija, Tambería del Inca y Turi es que, no obstante las diferen­
cias de calidad arquitectónica, parecen reflejar una recurrente in­
tención de planeamiento estandarizado e impuesto por los Inkas
con finalidades específicas; discemibles cuando apelamos a los re­
latos etnohistóricos sobre la estructura económica y sociopolítica
del imperio. La arqueología de campo parece a partir de aquí
aportar lo suyo, brindando testimonios estupendos en función de
la reconstrucción, y mucho más hará cuando las excavaciones sis­
temáticas sean ejercidas con mayor frecuencia.
P e r s p e c t iv a c o n la r e c o n s t r u c c i ó n d e la p l a z a in tr a m u r o s , d e l u s ñ u y d e l g a l p ó n ( C u y u s m a n c o ? ) c o n s u fach ada c o n c o lu m n a s .
d e l P o t r e r o d e P a y o g a s ta .
Al mismo tiempo, queda demostrado el especial interés
puesto de manifiesto por los Inkas en las instalaciones de Inkallaj-
ta, Potrero de Payogasta, Nevado de Aconquija, Tambería del In­
ca y Turi, destinadas para actividades claves a nivel económico,
administrativo y religioso, las cuales eran ejercidas en sus edificios
públicos. Es muy posible que en estos cinco sitios del Kollasuyu
participaran más activamente los arquitectos y técnicos cuzqueños,
construyendo centros administrativos y religiosos en los que tam­
bién estuvo presente la intención de mostrar la sobria infraestruc­
tura del imperio, reflejo inequívoco de una estructura económica,
social y política superior que la de sus vasallos de los Andes del
Sur.
Finalmente, cabe agregar que es indudable que el verdadero
foco de este sistema estandarizado de planeamiento está dado por el
espacio público o plaza, la cual puede presentarse amurallada, a ba­
jo o a sobre nivel, según se quisiera resaltar o nó las construcciones
públicas a ella adosadas. En los dos últimos casos se salvaba el ac­
ceso mediante escalinatas construidas de piedra. Además de los
cinco casos descriptos existen otras presencias de plazas en instala­
ciones del Kollasuyu que deberán ser investigadas exhaustivamen­
te, por cuanto ellas, así como sus construcciones accesorias, ofre­
cen la potencial posibilidad de acceder a este sofisticado grupo.
Con diferentes versiones constructivas podemos mencionar las pla­
zas y edificios circundantes de las instalaciones de Watungasta,
Ranchillos (Mendoza), Catarpe Este en San Pedro de Atacama, y
Lasana en el río Loa Superior. Dentro de estos sitios, los espacios
abiertos y construcciones públicas aledañas, se erigen como verda­
deros centros neurálgicos, asientos de las más variadas y por ahora
indiscernibles funciones.

E — El torreón

El t o r r e ó n es una de las edificaciones más arbitrariamente


definidas de toda la arquitectura andina, situación que ha produci­
do una inevitable confusión y ambigüedad. Tradicionalmente, para
la identificación del torreón se ha utilizado un criterio preferencial
que responde a la forma —circular o elíptica— de su planta. Pero
existe la idea generalizada en los investigadores de llamar torreón a
todo tipo de estructura de planta circular y paredes elevadas, por
lo cual esta denominación aglutina construcciones de diferentes
funcionalidades. Como lo expresa L. Strube en 1945, “ ...el carác-
ter funcional de estas torres no es siempre tan transparente como
pudiera desearse...”. Por lo tanto, surge la necesidad de promover
un análisis y clasificación más exhaustivo de todas ellas.
Algunas apreciaciones en tom o al rótulo t o r r e ó n que surgen
de la muestra por nosotros analizada son:

1 — Bajo una misma denominación se han incluido edificaciones


de similar morfología de planta, pero de diferentes dimen­
siones, rasgos menores intervinientes, calidad arquitectónica
y, especialmente, disímil funcionalidad.

2 — El torreón puede aparecer funcionalmente vinculado a diver­


sas actividades: defensivas y estratégicas (Atalayas); depósi­
tos (P i r h u a s o C o ll c a s ); rituales (Suntur Huasi?); funerarios
(diferentes versiones de Chullpas). Estas diferentes funcio­
nes pueden ser discernibles, en algunos casos, por la relevan­
te calidad arquitectónica puesta en práctica en su construc­
ción; por los elementos arquitectónicos que poseen; por la
posición que ocupan en la construcción; por sus dimensio­
nes, o, finalmente, por los elementos culturales que contie­
nen.

3— Dentro de las diversas actividades atribuidas, falta una bási­


ca: la presencia de estructuras circulares destinadas para si­
tios de habitación. De esta significativa ausencia se infiere
que las estructuras circulares, rotuladas como torreones,
nunca fueron destinadas por los Inkas para funciones resi­
denciales o domésticas.

En consecuencia podemos decir que, excluyendo la función


residencial, el t o r r e ó n , identificable por la construcción circular de
su planta, se diversifica —en base a los criterios expuestos en el
punto 2— en cuatro grupos funcionales, de los cuales dependió la
causalidad de su construcción:

Grupo A — Torreones defensivos y estratégicos a manera de atala­


yas. Fueron construidos dentro del sistema defensivo peri-
metral y están, por consecuencia, directamente asociados a
la muralla perimetral de la cual forman parte. También pue­
den asociarse a las troneras y al muro con contrafuerte. Es­
tos torreones defensivos poseen siempre pequeñas dimensio-
nes, no excediendo —en términos generales— los 3 m. de diá­
metro, y carecen de techo o cierre. Los ejemplos más claros
de este Grupo se registran en Fuerte Quemado, Punta de Ba­
lasto, Fuerte de Andalgalá e Inkallajta y, con algunas reser­
vas, podría incluirse también a Punta Brava, San Agustín de
Tango o Cerro Chena, Incahuasi (Lagunillas) y Cupo.

Grupo B — Depósitos circulares para cultígenos, llamados p i r h u a s


o c o l lc a s . Aparecen en forma agrupada o bien dentro del pe­
rímetro del área de instalación, o fuera de ella pero inmedia­
tamente asociados. Al igual que los del Grupo A (atalayas),
poseen dimensiones que no superan los 3 m. de diámetro,
pero se diferencian de aquellos por no integrarse al sistema
defensivo, el cual se encuentra compuesto por muralla peri-
metral, troneras y atalayas. Estos depósitos circulares pue­
den ser mucho más fácilmente identificables cuando presen­
tan vestigios de techo en falsa bóveda y una pequeña venta­
nilla en su parte inferior, la cual habría permitido extraer
más rápidamente las semillas depositadas en ellos. Los ejem­
plos más claros de estos depósitos o c o l l c a s se registran en:
Rinconada, área de Casabindo, Zapar, Turi, Cupo, San Pe­
dro de Atacama, Lasana, Peine, Toconce, Inkallajta e In-
cahuasi (Lagunillas). Con cierto reparo, debido a la caren­
cia de investigaciones sistemáticas hasta el momento, pode­
mos incluir dentro de esta lista de presencias, algunas estruc­
turas circulares halladas en Potrero de Payogasta, Tin Tin,
La Paya, Pukará de Aconquija, Fuerte Quemado, Quilmes,
Hualfín, Nevado de Aconquija, Quillay, Amaicha, Pampa
Real y Mishma.

Grupo C — Estructuras de carácter ceremonial. Se caracterizan por


aparecer en lugares preferenciales dentro de las instalacio­
nes, o bien en el centro de las mismas, o asociados a una pla­
za —si la hubiera—, y quizá encerrando a un I n t i h u a t a n a pa­
ra el culto solar. Ya hemos explicitado algunos casos concre­
tos de su asociación con un posible C u y u s m a n c o y una gran
plaza central, tal como parece registrarse en Potrero de Pa­
yogasta y Turi. En estos casos, su interpretación como S u n -
t u r H u a s i o casa r e d o n d a Inka es factible, aunque no excen-
ta de los riesgos típicos de cualquier inferencia de tal magni­
tud. Estos edificios poseen dimensiones que oscilan siempre
entre los 8 ó 10 m. de diámetro, y ostentan una calidad ar­
quitectónica relevante. Las instalaciones que pueden conte­
ner esta estructura tan significativa son San Pedro de Ataca-
ma (Quitor), Potrero de Payogasta, Turi e Inkallajta. Deja­
mos fuera de esta correlación, ex—profeso, a los famosos to­
rreones de Watungasta, cuya interpretación se orienta, alter­
nativamente, entre los grupos A (defensivos), B (depósitos)
o C (ceremoniales). Para nosotros, su interpretación preci­
sa es indiscernible, hasta tanto no se los investigue más ex­
haustivamente.

Grupo D — Estructuras circulares de carácter funerario, llamadas


C h ullpas, o A m a y a - u t a (casa del muerto), según el cronista
B. Cobo. Su ejemplificación es la típica Chullpa circular, tan
usual en la región de la antigua provincia de Coracollo y, es­
pecialmente, en la que rodea la cuenca del lago Titicaca. Su
aparición en la tradición cultural andina se remonta, cuando
menos, a épocas Post-Tiwanaku, siendo por ende claramen­
te preinkaicas y no constituyendo un elemento —al menos
en apariencia— masivamente adoptado por el imperio. Las
Chullpas se caracterizan por poseer criterios arquitectónicos
bien explicitados, como la planta circular o cuadrada, el po­
co diámetro de la misma, la utilización de estupendas sille­
rías y techo de lajas, en algunos casos la construcción de
más de un piso y la presencia, cuando no han sido saquea­
das, de un contenido que fácilmente permite adscribirlas
como depósitos funerarios.
Su presencia no se registra con claridad dentro de los Andes
Meridionales, sea ello porque su registro es deficiente o por­
que las pocas que se mencionan han sido saqueadas y, por
ende, no ofrecen claros elementos probatorios de su fun­
ción. Excluyendo las regiones arqueológicamente desconoci­
das de Potosí y Oruro, en Bolivia, así como la de la cuenca
superior del río Loa, en Chile, donde quizá pueda constatar­
se alguna presencia aislada —no fehacientemente comproba­
da—, podemos proponer que el ámbito de dispersión de es­
tas Chullpas no sobrepasó, hacia el Sur, el paralelo 22°.

F —El muro reforzado con contrafuerte y banqueta.

'... te n ía ca da c erca un a n te p e c h o d e más de una


vara d e a l to , d e d o n d e p o d í a n p e l e a r c o n m a s d e fen sa ,
q u e a l d e s c u b ie r to ... ”
G ar c ila so d e la V e g a ; 1 6 0 9 ; Lib . V II .

Los aparejos murarios reforzados en su base con un contra­


fuerte de piedras, pueden aparecer como resolución arquitectóni­
ca de las murallas defensivas (como lo expresa Garcilaso), también
como refuerzos basales de las paredes de grandes recintos y en los
muros perimetrales de los R.P.C. Las denominaciones de muro con
contrafuerte, muro reforzado con banqueta, muro con talud, muro
de sección trapezoidal y muro con banquina, son diferentes alter­
nativas que ejemplifican una resolución arquitectónica similar y
que, en los Andes Meridionales, se registra en instalaciones inscrip­
tas dentro del Horizonte Inka. Las diferentes versiones de este re­
fuerzo murario van desde una simple ampliación del espesor basal
del muro, que es mayor que el de su parte superior, hasta la cons­
trucción de una banqueta —interna o externa—, en cuyo caso el
muro pasa a poseer una sección trapezoidal.
Es posible que los muros reforzados hagan su aparición en
tiempos preimperiales en los Andes Meridionales, antigüedad que
no ofrece dudas en los Andes Centrales. Pero su identificación den­
tro de contextos preinkas —en el área que nos ocupa—, por el mo­
mento no es fehaciente.
Este rasgo puede asociarse, usualmente, con otros de clara
filiación imperial, como la imitación de sillería, las troneras, los to­
rreones defensivos o atalayas y, por supuesto, con el muro perime-
tral o medianero del R.P.C. ya mencionado. Por otra parte, consti­
tuye uno de los rasgos diagnósticos de las fortalezas o pukarás, por
cuanto forman parte integrante de su sistema perimetral defensivo.
El registro de presencias del muro reforzado es bastante ex­
tenso; aparece, en diferentes versiones, en: Cortadera, Potrero de
Payogasta, Coyparcito, Angastaco, Fuerte Quemado, Punta de Ba­
lasto, Quilmes, Fuerte de Andalgalá, Ranchillos, Shincal, Tambería
del Inca, Chiu-Chiu, Saguara, Camarones Sur, El Tojo, Oroncotá,
Inkallajta e Incahuasi (Lagunillas). En algunos de estos sitios, su
probable función defensiva —a n t e p e c h o d e m á s d e u n a v a r a d e a l ­
t o — , se comprueba por registrarse la banqueta del lado intem o, tal
como en Tambería del Inca y Coyparcito—La Alumbrera. Pero en
otros, como en algunos lienzos del Fuerte de Andalgalá, esta inter­
pretación se oblitera, por cuanto esta banqueta se ubica en el lado
externo de la muralla, perdiendo por ello toda razón lógica vincu-
lada con la defensa.
En todos los casos registrados, una sola recurrencia aparece
como denominador común funcional de los refuerzos de aparejos
mr rarios: su construcción en lienzos arraigados en zonas montaño­
sas y provistos de grandes dimensiones y altura, ya sea en murallas
perimetrales, plazas amuralladas y recintos de grandes diámetros.
Por lo tanto, este contrafuerte o banqueta parece haber sido un
imprescindible punto de refuerzo para los muros, especialmente en
zonas escarpadas, donde la arquitectura pétrea —tanto Inka como
preinka—, estuvo bajo la permanente amenaza de movimientos
orogénicos.

G —La Tronera.

Estas aberturas, de pequeñas dimensiones y de formas cua-


drangulares e incluso trapezoidales y rectangulares, son elementos
qué aparecen vinculados a la arquitectura con fines defensivos
(suele llamárselos saeteras), y por lo tanto se asocian, comúnmen­
te, con las murallas perimetrales reforzadas y los atalayas. Es usual,
dentro de la literatura arqueológica, que estas troneras sean con­
fundidas con las ventanas, las cuales presentan una idéntica resolu­
ción arquitectónica. Pero el elemento diagnóstico diferencial entre
troneras y ventanas está dado porque, en las primeras, además de
asociarse a parapetos de murallas y atalayas defensivos, aparecen
en construcciones sin techumbre, mientras que las ventanas —al
menos como las hemos definido nosotros—, se encuentran en lien­
zos de recintos techados. En el área de nuestro interés, la presen­
cia de troneras se constata en Cortaderas, Fuerte Quemado, Punta
de Balasto, Fuerte de Andalgalá, Catarpe, Turi, Quitor, Lasaña,
Chiu-Chiu, Inkallajta y Zapar; lista ésta que potencialmente puede
ser ampliada.
En la sección argentina del Kollasuyu, la incorporación de
las troneras defensivas parece responder al Inkario. Pero nos que­
dan algunos reparos en tomo a su filogenia en algunas regiones del
Norte de Chile, especialmente el valle superior del Loa y el oásis de
San Pedro de Atacama. Aquí, es muy posible que estos elementos
hayan sido construidos en tiempos preimperiales, como conse­
cuencia de la difusión de los rasgos atacameño-aymaras de la re­
gión del lago Titicaca. Esta reflexión se desprende del hallazgo de
troneras en sitios con una fuerte ocupación preinka, como en
Chiu-Chiu, Lasana y Quitor, entre otros.
.p o r la p a r t e d e a d e n t r o , y a lg u n o s ta m b ié n
"
p o r d e f u e r a , t e n ía n p o r g a la c a n t i d a d d e h u e c o s d e v e n ­
ta n a s c e r r a d a s p o r la u n a p a r t e , a l ta lle d e a lh a c e n a s o
n i c h o s ... ”

B. C o b o ; 1 6 5 3 ; L ib . X IV , C a p . X II: “ D e lo s e d if ic io s ...”

Se trata de cavidades alojadas en el lienzo interno de los apa­


rejos murarios. Estas hornacinas o nichos son de variado tipo, ran­
go de construcción, dimensiones y ostentan formas que oscilan en­
tre cuadrangulares y trapezoidales. Pueden aparecer asociadas en
grupos de distribución armónica y simétrica, como en el Nevado
de Aconquija y la Casa Morada, o bien aisladas. Es indudable que
estas variantes de forma, dimensión, calidad constructiva y dispo­
sición dependen directamente de la función para la cual fueron
destinadas. Las hay desde aquellas de posibles finalidades domés­
ticas, com o alacenas o depósitos, hasta nichos ornamentales de
franco carácter ceremonial, utilizados como altares dentro de edi­
ficios de arquitectura relevante, usados com o templos.
El registro de las hornacinas en la región Norte del Kollasu-
yu parece ser preinka, por cuanto aparece en la cultura Mollo de
los valles m esotérm icos de Cochabamba y Mizque. Sobre el sector
chileno, está presente en los sitios de Saguara, Toconce y Quitor;
podría tratarse de un rasgo también preinkaico, propio de la difu­
sión de la llamada cultura C h i n c h a - A t a c a m e ñ a de M. Uhle (1922).
Pero en el resto del área fue claramente introducido por los Inkas.
Más de una decena de instalaciones presentan un registro positivo
del rasgo hornacina, entre ellas se cuentan la Casa Morada, Nevado
de Aconquija, Fuerte de Andalgalá, Shincal, Tilcara e Incahuasi,
del sector de Argentina; Inkallajta, Oroncotá, Incarracay e Inca-
huasi (Lagunillas), en Bolivia. De esta lista, las de la Casa Morada
de Puerta de La Paya (hoy día totalmente destruidas), e Inkallajta
son, por la calidad de su ejecución, los mejores exponentes de esta
resolución.
Finalmente, con respecto a la característica de su disposi­
ción —alojadas en el lienzo interno—, en los Andes Céntrales tam­
bién se registra su presencia en los muros exteriores de los edificios,
mientras que en los Andes Meridionales, la ubicación de las horna­
cinas en paredes exteriores parece estar ausente.
Esta resolución, ya adelantada cuando tratamos el rasgo
hornacina o nicho, se constata tanto en las puertas como en las
ventanas. En constraste con la alta frecuencia registrada en los An­
des Centrales, dentro del área del Kollasuyu la presencia de estos
vanos de silueta trapezoidal es muy escasa. Solamente cuatro o
cinco instalaciones con vestigios imperiales poseen este rasgo, ellas
son: Inkallajta, Nevado de Aconquija, Fuerte de Andalgalá, Quil­
ines, Pisagua Viejo en la Costa Norte de Chile, y quizá, Potrero de
Payogasta.
En el Nevado de Aconquija se trata de puertas trapezoidales,
una de las cuales se ha conservado perfectamente, aunque ha perdi­
do su dintel. Se la ubica en la pared Sur del recinto N º 1 del grupo
Noroeste (O. Paulotti: 1967). Con mayor claridad, estas aberturas
trapezoidales pueden percibirse en algunas de las ventanas o trone­
ras defensivas del Fuerte de Andalgalá, en la compuerta de la re­
presa de Quilmes, y quizá en el hastial Este del supuesto C u y u s -
m a n c o o ig le s ia del Potrero de Payogasta. Finalmente, la deslum­
brante Inkallajta posee vanos con esta forma en varias de sus venta­
nas, a la vez que la resolución trapezoidal se observa también en
hornacinas.
Otras instalaciones arraigadas en el Kollasuyu ofrecen un re­
gistro de ventanas, pero carente de la clásica forma trapezoidal In-
ka. En ellas, la resolución es preferentemente rectangular y cua-
drangular. La lista de sitios que ofrecen tales respuestas arquitectó­
nicas comprende a Incahuasi (Salta), Watungasta, Catarpe, Turi,
Lasana, Quitor, Chiu-Chiu, Pisagua, Oroncotá y quizás Ranchillos
(Mendoza).

J — Construcciones excepcionales.

Entre varias que pueden ser incluidas dentro de este punto


se destaca el sillón de piedra y manipostería, tradicionalmente de­
nominado s il ló n d e l I n k a ; construcción indudablemente excepcio­
nal, casi insólita, de la cual sólo poseemos una presencia arqueoló­
gica para toda el área estudiada. Se encuentra en el sitio Incahuasi,
en la Provincia de Salta, fue estudiado por C. Burmeister en 1890
y tangencialmente mencionado por E. Boman a principios de si­
glo, posteriormente por F. de Aparicio (1941) y recientemente por
A. Fernández (1978). Este asiento, construido con piedra y mani­
postería, está adosado a la pared posterior de uno de los recintos
rectangulares de Incahuasi (Casa del Inka), justo frente al vano de
acceso. De alguna manera, este aditamento tan insólito, está con­
jugando algunos rasgos típicos de la arquitectura imperial, como
una gran hornacina de forma trapezoidal en la pared posterior (res­
paldo del sillón), la técnica de revoque y la utilización de piedra
canteada.
Los elementos infraestructurales aludidos, asi com o la direc­
ta asociación entre el s illó n d e l I n k a y otros rasgos arquitectónicos
típicos del horizonte cuzqueño, com o un R.P.C., hastiales, nichos
y remanentes de la red vial artificial, permiten tentativamente ads­
cribirlo como perteneciente al rótulo Inka.
Quedan momentáneamente fuera de nuestra analítica algu­
nos elementos infraestructurales relevantes, que por falta de regis­
tro fehaciente no hemos querido clasificar dentro de los rasgos In-
ka de primer orden. Este es el caso particular de las monumentales
obras hidráulicas halladas en el valle de Santa María, com o la mag­
nífica represa de Quilmes, provista de la técnica de la sillería, mu­
ros reforzados con contrafuerte, tubo vertedor central tallado en la
roca, compuertas de abertura trapezoidal y canales empedrados.
Así como las espectaculares andenerías de Coctaca en Humahuaca.
En la construcción de tales obras públicas creemos que no han es­
tado ausentes los arquitectos cuzqueños. También hemos excluido
de nuestra analítica las lacónicas referencias en to m o a obras vin­
culadas con la red vial Inka: tangencialmente tratadas por algunos
cronistas, como Reginaldo de Lizárraga, quién ingresó en Chile en
1586 y compone una breve descripción sobre un puente, cons-
truído por mandato del Inka en el valle de Quillota: " . .. h i z o e l I n ­
g a u n p u e n t e q u e h o y v i v e c o n e s t e n o m b r e e l p u e n t e d e l I n g a .."
Su futura incorporación dependerá de la avidez que demuestren
los arqueólogos por su estudio.
Finalmente, debemos detenem os en las polémicas construc­
ciones tumuliformes registradas en Agua Hedionda y Cerro Capis y
Cerrillos (N° 20 y 75 del Cuadro I), así como en el Campo del Pu­
cará del valle de Lerma, en Salta, clasificados por nosotros como
rasgos de segundo orden y bajo el rótulo de t ú m u l o s a g r u p a d o s
(R. Raffino; op. cit; 1978).
Los campos de túmulos están compuestos por centenares de
pequeñas elevaciones artificiales, que actualmente no superan el
medio metro de altura. Poseen entre 2,50 y 3,50 metros de diáme-
tro y están contorneados por hiladas de piedra que, quizá, sirvie­
ron de cimiento y sobre las que se habrían erigido paredes de ado­
be. La forma de agruparse, simétricamente alineados, conforman­
do un gigantesco damero expandido por varias hectáreas, ha arras­
trado a no pocos autores a concebir hipótesis funcionales franca­
mente diametrales, de las que oportunamente se ocupó B. Dou-
gherty (1972), analizándolas con pulcritud.
La literatura arqueológica se ha ocupado sucesivamente de
estas insólitas construcciones a través de los aportes de J. Leguiza-
món, E. Boman, E. von Rosen, F. Outes, R. Latcham, M. Vignati,
E. de Gandia, N. Fock, A. Serrano y, recientemente, B. Ellefseny
A. González. Estas interpretaciones han recaído en una funciona­
lidad contrapuesta: como sepulcros (Leguizamón), para ceremo­
nias o asambleas (Boman), como campos agrícolas (von Rosen y
de Gandia), funerario—ritual (Vignati), paramentos para las tiendas
de campaña inkaicas (Fock), y como collcas para el almacenaje
(Ellefsen y González).
Ya a principios de siglo, E. Boman, atraído por la poco co­
mún estructura de los túmulos de Lerma había notado, tras la ex­
cavación de algunos de ellos, diferencias entre su sedimento inte­
rior y el terreno circundante. Quizá esta observación sea la clave
para una correcta identificación funcional de estos túmulos agru­
pados, la cual requerirá de un futuro análisis específico del tipo de
sedimento interior, en la búsqueda de vestigios de polen que prue­
ben su función como depósitos o collcas, o quizá de barro batido
artificialmente, testificando así la existencia de antiguas paredes de
barro. En las colinas de Cotapachi, en las vecindades de Cocha-
bamba, B. Ellefsen y R. Sanzetenea descubrieron más de mil de es­
tos túmulos “ ... De irnos dos metros de diámetro y separados entre
sí por otros tantos, forman alineamientos prolijos sobre suelo se­
co...” ; sobre ellos, Ellefsen (op. cit.; 1978), infiere estar en presen­
cia de los cimientos de collcas o depósitos inkaicos, terminados
con paredes de adobe y techos cónicos de paja.
Lo que no parece ponerse en tela de juicio es la filiación cul­
tural de estos exóticos campos de túmulos, por cuanto, tanto en
Agua Hedionda, como en Cerro Capis y Cerrillos están asociados
con instalaciones imperiales; mientras que los del Campo del Puca­
rá del valle de Lerma se encuentran a 500 metros al Noroeste de
un sitio con sobrados hallazgos superficiales inkaicos, como pucos
patos, aríbalos y mazas estrelladas (N. Fock; 1961), pruebas con­
cluyentes de la filiación de estos túmulos.
A n a lo g ía e n tr e la r e p r e se n ta c ió n d e l c u lto In k a a l S o l (segú n A y a la , 1 6 1 3 ) y lo s s e c to r e s ap a ren ­
te m e n te c e re m o n ia le s d e W atun gasta (a rrib a ) y E l S hin cal.
K — Los sitios de altura.
“... E l p o s t r e r o d í a d e l m e s ib a n á la p la z a d e l c e r r o
d e P u q u in , l le v a n d o d o s C a rn e r o s g r a n d e s , u n o d e p l a ta y
o t r o d e o r o , s e is c o r d e r o s y o t r o s t a n to s A p o ru c o s v e s ti­
d o s , c o n s e is c o r d e r o s d e o r o y p l a ta ... y lo q u e m a b a n
t o d o e n e l d i c h o c e r r o , e x c e p t o las fig u ra s d e o r o y p la ta .
Y c o n é s t o s e d a b a fin á la f ie s ta d e C á p a c —R a y m i , q u e
e ra la m á s g r a v e y s o le m n e d e to d o e l a ñ o ..."
B . C o b o ; 1 6 5 3 ; L ib . X III, C a p . X X V .

El sitio de altura, emplazado en los nevados, suele estar con­


formado por un conjunto de rasgos que lo tipifican como una ins­
talación claramente imperial. En unos casos la existencia de un
R.P.C., en otros de un emplazamiento de plantas circulares—elípti­
cas a rectangulares sobreelevado, a veces pavimentado, o con un
monolito central, conjunto llamado por nosotros p l a t a f o r m a a r t i f i ­
c i a l , son los indicadores relevantes hallados en el sitio de altura.
Dentro de este espectro general debemos consignar un caso
excepcional, el Nevado de Aconquija (N° 65), que aglutina nueve
rasgos infraestructurales de primer orden y cuya significación su­
pera claramente la asignación de los sitios de altura —santuarios
con exclusivas finalidades rituales—, para acceder a un sofisticado
grupo de instalaciones relevantes, como Potrero de Payogasta, Tu-
ri, Inkallajta y Tambería del Inca; asientos de las más claves fun­
ciones impuestas por los Inkas en los Andes del Sur.
Las construcciones erigidas en las cimas de las altas cumbres
andinas se remiten, recurrentemente, a pequeños recintos de plan­
ta circular a rectangular y rellenados artificialmente, denominados
p l a t a f o r m a a r t i f i c i a l . Estos recintos conforman uno de los rasgos
más relevantes de los santuarios de altura. En ellos creemos perci­
bir una clara intención escenográfica con fines religiosos que, co­
mo lo expresa el cronista Cobo, transcripto al principio de este
punto, los Inkas usualmente utilizaron para realizar sus prácticas
religiosas. En no pocos casos, el hallazgo de tecnologías imperiales
posibilita una rápida adscripción de estos sitios de altura al Hori­
zonte Inka. En otros, con registro menos significativo, su diagnós­
tico puede ser más difuso.
Los rasgos integrativos de los sitios de altura son los siguien­
tes:
1 — plataforma artificial.
2 — monolito central.
Mientras que los rasgos infraestructurales y mobiliares aso-
CUADRO IV: SITIOS DE ALTURA: TAXONOMIA Y ASOCIACIONES

A cay, Ndo. de (N° 24)


Aconquija, Ndo. de (N ° 65)

A ntofalla, Vean. (N ° 37)


Aracar, Vean. (N ° 117)

Ascotan, Co. (N ° 166)

Bonete, Co. (N ° 33)


Castillo, Ndo. de (N ° 15)

C a c h i,N d o .d e (N º 43)
Chanchani, Ndo. (Perú)

Chañi, Ndo. de (N º 14)

Chuculai, Co. (N º 34)


Colorado, Vean. (N º 155)

Copiapó o Azufre, Co. (N ° 58)

Corupuma, Vean. (Perú)


Doña A n a ,C o . (N ° 9 7 )

Gallan, Vean. (N ° 40)


Imán, Co. (N º 93)

Infiernillo, Co. (N º 92)

Ju r¡q u e s ,V c a n .(N º 31)

Licancabur, Vean. (N º 32)


Ltullaillaco, Vean. (N º 35)

Macón o Icomán, Co. (N ° 27)

Mercedarío, Co. (N º 98)

M iñique, Vean. (N º 158)


M iño, Vean. (Nº 156)

M isti, Vean. (Perú)


Mogotes, Co. Los (N º 109)
CUADRO IV: SITIOS DE ALTURA: TAXONOMIA Y ASOCIACIONES

M orado, Co. (N ° 7)

Negro Overo, Co. (N º 81)


Palas, Co. Las (Perú)

Pato s, Co. Los (N º 57)

Peinado, Vean. (N ° 56)

Pichu Pichu (Perú)

P ili, Co. (N º 30)

Plom o, Co. (N º 208)

Potro, Co. (N º 87)

Pular, Vean. (N° 29)

Puntiudos, Co. (N º 186)

Queshuar, Ndo. (N ° 25)

Quimal, Co. (N º 164)


Sara Sara, Ndo. (Perú)

Socompa, Vean. (N º 28)


Tapata, Co. (Nº 142)

Tam billos, Ndo. (N º 88)

Tebenquicho, Co. (Nº 36)

T o ro, Co. E l (N º 94)

Tórtolas, Co. Las (N ° 96)


Pastos Grandes (Nº 26)

R ío F río , (N º 95)

Las Cuevas, Co. (N° 59)


Esmeralda, Co. (Nº 144)
ciados son:
3 — uno o varios conjuntos de R.P.C. al pie o en las laderas.
4 — fogones o acumulaciones de leña.
5 — alfarería.
6 — lapidaria.
7 — textilería.
8 — metalurgia.
9 — sacrificios rituales (sean humanos, de animales o sustitu-
tivos).
10 — explotaciones mineras, al pie o en la ladera.
11 — arte plumario y malacológico.
12 — red vial artificial al pie o en la ladera.
13 — construcciones accesorias en la cumbre del nevado.

a — Plataforma artificial:

Se trata de un atributo arquitectónico que merece una espe­


cial atención. Sobre una muestra de 50 emplazamientos en neva­
dos, en 31 de ellos se hace presente esta plataforma, bajo percepti­
bles diferencias estructurales pero respondiendo a un mismo con­
cepto formal. Es por ello que hemos optado por esa denomina­
ción, enmarcando un concepto amplio que permita aprehender la
diversidad de cada caso particular, y a la vez, resaltar las recurren­
cias registradas en estas 31 presencias. Fundamentalmente, la pla­
taforma artificial explicita la p r e s e n c ia d e e s t r u c t u r a s s o b r e e l e v a ­
d a s r e s p e c to d e l p i s o y q u e su c o n s t r u c c i ó n o b e d e c i ó a f in e s e s p e ­
El denominador común, ya adelantado, sobre su interpre­
c í f ic o s .
tación funcional parece ser uno solo: su carácter ritual como altar
u ofrendatario, quizás para las festividades del primer mes del año
o C a p a c R a y m i , si utilizamos como analogía el testimonio de B.
Cobo, ya citado al comienzo de este punto, dado que la potencial
alternativa de que hayan sido usados como refugios o viviendas
transitorias, e incluso para enviar señales por fuego, no justifica la
construcción de tal estructura sobreelevada; tareas además que
bien pudieron realizarse en las construcciones accesorias a las pla­
taformas 8.

8 H e m o s i n c l u i d o d e n t r o d e la m u e s tr a d e l o s l l a m a d o s s i t i o s d e a l t u r a a
C o . L a s P a la s , C h a n c h a n i, M isti, P ic h u P i c h u , S a r a S a r a y C o r u p u m a ( u b i c a ­
d o s e n t e r r i t o r i o p e r u a n o ) q u e n o a p a r e c e n r e g is tr a d o s e n n u e s t r o C u a d r o I
p o r q u e e s c a p a n g e o g r á f ic a m e n te al á re a in v e s tig a d a . T o d o s e ll o s h a n s i d o d a ­
d o s a c o n o c e r p o r el C IA D A M a tr a v é s d e s u s p u b l i c a c i o n e s y a q u i e n e s , d e s -
d e y a , r e it e r a m o s n u e s tr a a d m ir a c ió n p o r e l e s f u e r z o r e a l iz a d o .
Plataform a artificial de Cerro E l P lom o (según el plano de L. Krahl; en Most-
n y, 1957).
En términos generales, podemos intentar una clasificación
de las plataformas artificiales que abarcaría tres tipos:

1 — planta circular a elíptica sobreelevada: son las que poseen el


mejor grado de elaboración técnica. Alternativamente pue­
den presentar piso embaldosado, recintos asociados de simi­
lar forma de planta, monolito en su centro, tumbas y sacri­
ficios rituales. Dentro de la muestra analizada se registran 11
casos de esta resolución. Los sitios más claros que la poseen
son: Azufre o Copiapó, Antofalla, Co. Morado, Pilli, Plomo,
Queshuar, Las Tórtolas y además, probablemente, Ascotán,
Licancabur, Tebenquicho y Mercedario.
2 — planta rectangular—cuadrangular sobreelevada: no llegan a
poseer la relevancia, terminación ni complejidad estructural
de las primeras, aunque en algunos casos las acompañan co­
mo en Queshuar y Plomo. Los casos de plataformas artificia­
les provistas de planta cuadrangular—rectangular se registran
en Gallan, Llullaillaco y Toro.
3 — planta rectangular: ya no se trata de plataformas propia­
mente dichas sino de recintos a nivel, a veces orientados se­
gún los cardinales Norte—Sur y construidos con muros sim­
bólicos y de baja altura, a veces formados por una sola hilera
de piedras. Los ejemplos más claros dentro de la muestra
analizada son: Volcán Colorado, Infiernillo, Potro, Imán,
Juriques y Negro Overo.

Al primer tipo de planta, que como dijimos está mejor cons­


truida, debe sumársele la presencia de una piedra parada o una pe­
queña acumulación de piedras en posición central. Su aparición se
registra en los nevados de Antofalla, Ascotán, Las Tórtolas y Mer­
cedario. También se asocia a estas plataformas, la presencia de re­
lleno artificial, formado por acumulación de tierra apisonada re­
gistrada en Antofalla y Co. Morado. En otros santuarios, el relleno
de la plataforma es de tierra y escombros, como en El Plomo,
Queshuar, Las Tórtolas, Mercedario, Azufre o Copiapó. En Co. Ga­
llan el relleno sería totalmente de escombros.
Otro elemento asociado a estos sitios de altura consiste en
grandes acumulaciones de leña, cuya presencia se registra en la ma­
yoría de ellos. Este acarreo debió hacerse desde el pie de los neva­
dos, lo cual implica un esfuerzo de real magnitud. Sobre la finali­
dad ceremonial de estas grandes acumulaciones de leña, no quedan
dudas. Según los testimonios de varios cronistas, esta leña habría
estado destinada para la inmolación de los elementos usados como
ofrendas (camélidos y roedores especialmente).
La asociación entre los ofrendatarios de las altas cumbres y
los emplazamientos homónimos ubicados al pie o en las laderas, se
verifica en: Chañi, Licancabur y Llullaillaco. Otros ejemplos expli­
can asociaciones entre sitios de altura con R.P.C. ubicados al pie,
pero identificados con otro nombrej son los siguientes:

Sitio de altura R.P.C.

Ascotán Laguna Ramaditas


Chañi Jef. Los Diablos
Negro Overo Pampa Real
Co. El Toro Paso Valeriano
Co. El Potro Peñas Negras y Paila
Imán Pircas Negras

Otros casos de la muestra analizada representan cerros con


un complejo de estaciones con recintos pircados, emplazados a di­
ferentes alturas, cementerios, recintos aislados y grupos de pircas
como paraderos. Los ejemplos más relevantes de este caso están re­
gistrados en Queshuar, Las Tórtolas, Mercedario, Negro Overo, Li­
cancabur, Llullaillaco, Nevado de Chañi y Pichu Pichu.
b — Tumbas, Ofrendatarios y Santuarios en la cumbre.
Estos casos, tradicionalmente interpretados como enterrato­
rios humanos con fines rituales, no son frecuentes. Quizá se deba a
la falta de investigación, pero nos inclinamos a creer que los ente­
rratorios rituales en las altas cumbres no eran practicados usual­
mente. Pensamos que —como lo insinuaron varios cronistas—, en
la mayoría de los casos el ritual se debía llevar a cabo mediante sa­
crificios de animales (preferentemente auquénidos y roedores), a-
compañados de ajuar de idolillos, textilería y cerámica. Otra alter­
nativa es que esas figurinas elaboradas en metal, piedra o concha
signifiquen sacrificios humanos y de animales sustitutivos. Los ca­
sos que registran verdaderos ofrendatorios humanos pueden quizás
reflejar la relevancia del santuario; ellos son los de Co. El Plomo,
Nevado de Chañi, Queshuar, Co. el Toro, Chachani, Corupuma y
Pichu Pichu. En todos ellos, la presencia Inka pura detectada en el
ajuar es innegable. Se registra en la alfarería (Chachani, Licanca-
bur, Mercedario, Plomo y Co. Esmeralda); en estatuillas antropo­
morfas y zoomorfas, elaboradas en oro, plata, concha y arcilla
(Doña Ana, Gallan, Pilli, Pichu—Pichu, Quimal, Licancabur, Mer­
cedario, Plomo, Queshuar y Las Tórtolas); en textilería (Chañi, Li­
cancabur, Gallan, Queshuar, Corupuma, Co. Esmeralda, Pichu Pi­
chu, Pilli, Tambillos, Mercedario, Toro y Plomo), además de bolsas
con plumas conteniendo hojas de coca, hondas, ojotas, restos de
plumas y objetos múltiples de lapidaria.

c — Exégesis sobre los sitios de altura.


De lo antedicho podemos componer una exégesis sobre los
emplazamientos arraigados en las altas cumbres andinas, sobre una
muestra muy significativa integrada por 50 instalaciones, lo cual
nos permite plantear las siguientes propuestas:

1— La plataforma artificial, como posible lugar de manejos ri­


tuales, se registra con una frecuencia que oscila entre el 56
por ciento y el 60 por ciento de la muestra. Esta fluctuación
obedece a la presencia de cuatro casos con registro difuso
(Corupuma, Sara Sara, Río Frío y Bonete Grande).
2— Sobre la muestra de 50 instalaciones, 48 de ellas (96 por
ciento) poseen edificaciones en la cima; mientras que 26 de
estas instalaciones (50 por ciento) registran emplazos en las
laderas o al pie del nevado y en la cima.

3— Sobre la muestra analizada, la asociación entre emplaza­


mientos ubicados en la cumbre, asociados a uno o más
R.P.C. arraigados en la ladera o al pie alcanza 20 casos, feha­
cientemente comprobados.

4— La asociación entre los emplazos de altura y remanentes de


la red vial artificial está presente en 26 instalaciones. Aquí
comprobamos que en casi todos los casos en que la cons­
trucción de la cima se relaciona con un asentamiento en la
ladera o al pie, tenemos asociación vial positiva. Hay otros
casos en que, habiendo remanente vial, no registramos aún
un R.P.C. en la zona, pero siempre se trata de sitios de altu­
ra de cierta importancia o asociados a pasos o portezuelos
de comunicación entre ambos lados de la cordillera.
5 — Podemos decir que la asociación entre sitios de altura e in­
dicios de explotaciones mineras alcanza 18 casos. Mencione­
mos, por interesante, la hipótesis de Schobinger (1966), res­
pecto a que ciertos emplazamientos como Pampa Real con
el sitio de altura Negro Overo, relacionados a su vez con mi­
nería, podría significar que esta Tambería tuviera una fun­
cionalidad de c e n t r o r itu a l m in e r o más que c e n tr o d e re si­
d e n c ia p e r m a n e n te . Otros casos serían Licancabur (con
Tambería al pie) y las Tamberías asociadas a Co. El Toro y
al Ndo. de Chañi.

6- En lo concerniente a la presencia Inka pura en los sitios de


altura, podemos consignar que, de la muestra analizada se
verifican fehacientemente 14 sitios con presencia exclusiva
Inka, por asociación con tecnologías mobiliares (28 por
ciento). La presencia mixta diagnosticada por asociación en­
tre rasgos mobiliares imperiales y otros locales es siempre di­
fusa, por cuanto no se registra claramente ningún caso (hay
cuatro presencias aparentemente mixtas, pero no son con­
cretas: Llullaillaco, C° Morado, Quimal y Chañi). Este índi­
ce de sitios netamente Inka puros, se acrecienta si tomamos
como referente diagnóstico a las plataformas artificiales de
filiación imperial (62 por ciento), y alcanza porcentajes su­
periores al 92 por ciento (46 casos sobre la muestra de 50)
cuando tomamos como referente a la sumatoria de la pre­
sencia de R.P.C., plataforma artificial y tecnologías importa­
das de neto corte cuzqueño. Por tales razones, ratificamos
nuestra hipótesis anterior (1978; 108), de que todos los si­
tios de altura son Inka puros, y por ende, no pertenecerían a
las tradiciones culturales preinkas de Argentina y Chile, hi­
pótesis que también oportunamente propusieran para el
sector chileno G. A. Brito y J. Hidalgo (1975; 114).

7— Finalmente, llama la atención que, hasta el presente, no se


hayan registrado emplazamientos de altura con ofrendata-
rios fuera del ámbito de la llamada Area Andina Meridional.
Si bien esto puede deberse a una simple ausencia de investi­
gaciones en el sector Norte del Tawantinsuyu, no debemos
descartar la posibilidad de que esta tradición podría ser fre­
cuente solamente al Sur del Cuzco y, específicamente, del
paralelo 15°.
Para terminar con este análisis en torno a la infraestructura
diremos que, la taxonomía aplicada sobre las 45 instalaciones me­
jor registradas, nos ha permitido construir una especie de ranking,
donde la relevancia de cada una se desprende directamente del nú­
mero de rasgos arquitectónicos imperiales de primer orden que
contiene.
Nos quedan algunas reservas acerca del lugar que ocupan
dos sitios en esta escala jerárquica; uno de ellos es la Casa Morada
de La Paya, indudablemente el sitio arquitectónicamente más des­
medrado a consecuencia de su sistemática depredación, lo que pro­
duce un lógico registro minimizado de sus rasgos imperiales. En
contraposición, debemos mencionar el caso de Fuerte Quemado,
sitio quizá sobredimensionado como consecuencia de las recientes
excavaciones que en él se realizaron con criterios modernos. Fuera
de estos dos casos, la posición de las 45 instalaciones codificadas es
concordante si comparamos la taxonomía aplicada sobre la base de
los criterios de forma y función, con otra sugerida por la relevancia
de la cualidad y disposición de los rasgos dentro de la escala urba­
na. Así podemos plasmar la siguiente escala jerárquica entre las 45
instalaciones imperiales seleccionadas:
con 12 rasgos imperiales: Inkallajta
con 9 rasgos imperiales: Fuerte de Andalgalá
Fuerte Quemado
I ncahuasi (Salta)
Punta de Balasto
con 8 rasgos imperiales: Potrero de Payogasta
Turi
Tambería del Inca
Nevado de Aconquija
con 7 rasgos imperiales: Mishma
Quitor
Lasana
La Casa Morada
con 6 rasgos imperiales: Rinconada
Cortaderas
Chañi—Jefatura Diablos
Ranchillos
Punta Brava—Hornitos
G r á fic o d e lo s n iv e le s je r á rq u ic o s p o r p re se n c ia d e rasgos I n ka d e p r im e r or­
d e n (s o b r e e l eje d e las o rd en a d a s).
con 5 rasgos imperiales: Coyparcito
Nevado Acay
Ingenio del Arenal
Shincal
Watungasta
Tilcara
Catarpe
Cerro El Plomo
Incahuasi (Lagunillas)
con 4 rasgos imperiales: Tin—Tin
Tambería de Los Caza-
deros
Paso del Lámar
Angastaco
con 3 rasgos imperiales: Casabindo
El Moreno
Punta Ciénaga
Las Cuevas IV
Corrales Viejos
Osma
Abra de las Minas
Ranchillos (Catamarca)
Costa de Reyes
Pampa Real
con 2 rasgos imperiales: Rincón de las Salinas
Las Zorras
Agua Hedionda
Amaicha

2 — Rasgos mobiliares

A — La Alfarería:

Una de las evidencias relevantes que testifican la presencia


del Horizonte Inka en el ámbito de los Andes Meridionales, es el re­
gistro de ciertos tipos cerámicos que pueden asignarse a dos cate­
gorías generales: 1— vasijas con forma típicamente inka —aríbalos
por ejemplo— y 2— cerámicas mixtas que demuestran claras evi­
dencias de influencias imperiales sobre los estilos locales. Entre es­
tas últimas se reconocen las imitaciones de formas e iconografías
de las de la primera categoría, con diferentes grados de transforma-
ción, pero fácilmente identificables —aribaloides por ejemplo—. En
la segunda categoría se incluyen también algunas piezas que ofre­
cen una combinación más compleja entre la corriente intrusiva y
las tradiciones locales preexistentes, que origina tipos nuevos, en
los cuales la influencia Inka es reconocible por la presencia de mo­
tivos inscriptos en otros —más populares— de raíz local.
Las piezas de la primera categoría podrían adscribirse a cua­
tro tipos cuzqueños. El primero de ellos es el que J. Rowe denomi­
nó C u z c o P o ly c h r o m e (1944), y que en el epicentro del imperio a-
parece con una variedad de formas que supera la decena. De estas
formas, los aríbalos, los platos planos con o sin asa ornitomorfa, y
las jarras con un asa lateral, son las que se encuentran con mayor
frecuencia, especialmente en los ajuares funerarios exhumados en
los Andes Meridionales. Además, por lógica consecuencia, son las
formas que más frecuentemente imitaron los alfareros locales. A
estas formas que acabamos de mencionar, debemos sumar las olli-
tas de doble asa que se encuentran abundantem ente representadas
en los sitios habitacionales con ocupación Inka.
Para el tipo C u z c o P o l í c r o m o , J. Rowe define dos estilos de­
corativos, que llama A y B , cuyos representantes se hallan general­
mente asociados. También son frecuentes las piezas con combina­
ciones entre ambas variantes estilísticas.
En el Cuzco Polícromo A, la decoración se plasmó con los
colores rojo, negro y blanco; y los motivos son rigurosamente geo­
métricos. Estos motivos se distribuyen en el cuello y frente de las
vasijas, o en la superficie interna de los pucos o escudillas. Consis­
ten en líneas verticales, horizontales o quebradas; diseños de X de
una o más líneas por brazo, fitomorfos, etc.
En la variedad B , que suele presentar un baño blanco, son
comunes las hileras de rombos, sean llenos o bien concéntricos; así
como las líneas horizontales de triángulos invertidos. Básicamente,
Rowe diferencia ambos estilos del Cuzco Polícromo porque el A
posee una tendencia a los colores más claros y a los motivos más
lineales que el B .
Algunas piezas que pueden considerarse como ejemplos de
estos estilos son ilustradas por O. Bregante (1926; 274), en las fi­
guras 331 y 320 . Estos ceramios proceden de colecciones de Belén
y del Pucará de Tilcara, en el valle del H ualfín y quebrada de Hu-
mahuaca respectivamente, y pueden asignarse al estilo B ; en tanto
que la vasija de la figura 338 (pág. 277) procedente de Barrealito,
provincia de San Juan, correspondería al estilo Cuzco Polícromo A.
Un detalle significativo que se desprende de la muestra por
nosotros analizada del Noroeste Argentino, permite suponer que
aquí las frecuencias del Cuzco Polícromo B son mayores que las
del Cuzco Polícromo A.
Otro tipo al que podrían adscribirse las piezas de nuestra
primera categoría es el que Rowe denominó C u z c o B u f f (ante),
que se diferencia del Cuzco Polícromo por carecer de decoración
pintada. Uno de los ejemplos de este tipo, registrados en el Noro­
este argentino, es la pieza N° 5003 de la Colección S. Lafone Que-
vedo del Museo de La Plata.
Al tercer tipo, Cuzco Red on White, pertenecen aquéllas va­
sijas que presentan una mitad roja y la otra blanca. Aunque tam­
bién pueden ser totalmente blancas o rojas.
Finalmente, el cuarto tipo clásicamente cuzqueño es el Cuz­
co Polychrome Figured, en el que junto a los diseños propios del
Cuzco Polícromo aparecen representaciones zoo y antropomorfas.
La presencia del Cuzco Polychrome Figured está atestiguada por el
aríbalo procedente del Pucará de Tilcara que O. Bregante (op. cit;
280) ilustra en la figura 343.
Las piezas enroladas en nuestra segunda categoría responden
a estilos combinados que, dentro de la literatura arqueológica de
los Andes Meridionales, y de acuerdo a la región y contexto donde
han sido hallados, recibieron las denominaciones, ya tradicionales,
de Inka Pacajes (Cuenca del lago Titicaca y Norte Grande de Chile);
Casa Morada Polícromo (de la región Calchaquí); Inka Viluco (de
la región cuyana); Diaguita Inka (Norte Chico de Chile); y final­
mente, Aconcagua Salmón (del centro de Chile). Sobre estos tipos
nos referiremos con mayor detalle en este capítulo.
Es necesario destacar, como ya lo hemos adelantado, que
entre las dos categorías diferenciadas por nosotros existe un grupo
de ceramios intermedios que representan pequeñas modificacio­
nes, detectadas en estilos locales, por obra de influencias Inkas,
pero que en ningún caso llegan a modificar sustancialmente las pie­
zas. Tales son las tradiciones regionales tardías, como Belén y San­
ta María del valle de Hualfín—Abaucán (Catamarca) y de la región
Calchaquí respectivamente, y los tipos negro sobre rojo (por ejem­
plo Famabalasto, Tilcara, Hornillos) que sin perder sus formas y
estilos propios, constituidos en verdaderas tradiciones alfareras re­
gionales, incorporan, a partir del siglo XV, elementos decorativos
aislados que deben adscribirse a influencias imperiales.
ACONCAGUA-SALMON
Este tipo alfarero, oriundo de la zona central del Chile, se
halla asociado a elementos indicadores de la ocupación Inka.
La cerámica Aconcagua Salmón, también llamada B e lla v ista
N e g r o s o b r e N a ra n ja por Lautaro Núñez, presenta formas de escu­
dillas y vasijas de cuerpo globular y cuello cilindrico. La decora­
ción se caracteriza por el geometrismo, especialmente por el moti­
vo conocido como tr in a c r io , es decir “ ...tr e s e s p e c ie s d e a sp a s d e
m o l i n o . .. ” (Berdichewsky Scher, 1963; 27), realizados en negro o
rojo muy oscuro, sobre la superficie color salmón o rojizo claro.
El tipo Aconcagua Salmón se encuentra comunmente en los
cementerios de túmulos. En algunos de ellos, como Quillota, Tiltil,
y Bellavista, directamente vinculados a una innegable presencia de
rasgos Inka.
La información acerca de las asociaciones, y la posición es-
tratigráfica de esta cerámica le ha permitido a B. Beraichewsky
sostener que: “...c o r r e s p o n d e te m p o r a lm e n te a u n p e r í o d o in m e ­
d ia ta m e n te a n te r io r a la in flu e n c ia in ca ic a , c o n tin u á n d o s e h a sta
m e z c la r s e c o n d ic h a s in flu e n c ia s ... ” (op. cit.: 27).

VILUCO INKA
La llamada cultura Viluco, que se desarrolló dentro de la
subárea Centro Oeste de Argentina o región Cuyana, a partir del
año 1000 d.C., presenta en su Fase II, o Epigonal, netas evidencias
de contacto con la cultura Inka, y posteriormente con los españo­
les.
Las formas de la alfarería Viluco son ollas, jarras de esa late­
ral vertical, y escudillas de formas variadas. Estas últimas pueden
ser de bordés lisos, con elevaciones triangulares, u ornitomorfas.
También se registran formas que poseen reminiscencias de los clási­
cos Keros centroandinos.
La decoración realizada sobre un engobe pulido, es bícroma,
marrón-rojizo y ante; o polícroma, marrón, rojo y ante. Los moti­
vos plasmados más frecuentemente son triángulos yuxtapuestos
con una estrella en su interior, y líneas lisas o festoneadas y escalo­
nadas, que se disponen en bandas horizontales.
Respecto del origen y vinculaciones de la cerámica de Vilu­
co, H. Lagiglia (1976) piensa que se hallan fundamentalmente en
la región Central de Chile. En esa región una antigua tradición de
cerámica andina originaría por influencia de las culturas de la Puna
Chilena “...c o m o c e n tr o s e c u n d a r io d e p e n e tr a c ió n d e in flu e n c ia s
d e l T ia h u a n a c o E x p a n s iv o ...” ( o p . cit.: 259) a los tipos Aconcagua
Salmón, Pitriniense y Tiruanense; a partir de los cuales, y “ ...c o n la
lleg a d a d e las p r im e r a s in flu e n c ia s in cá sica s se in teg ra ría d e fin itiv a ­
m e n te la fa se II d e V i lu c o ...” (op. cit.: 261). Sobre este sustrato
actuaría posteriormente la influencia hispánica.
Un proceso similar parecería observarse hacia el Sur de la
región Central de Chile, con la cerámica del llamado Complejo Val-
diviense, o Neoaraucano descripta por O. Menghin (1960), en la
que se detecta un momento de influencia Inka y otro posterior,
con formas e iconografías hispánicas.
En la región ocupada por la cultura Viluco, se hallan común­
mente, y asociadas a la fase Viluco II, vasijas de tipo Diaguita-Inka
Chileno.
La presencia de este estilo Diaguita Inka en varias instalacio­
nes arraigadas en la subárea Centro Oeste (como por ejemplo Já-
chal y Tocota, de la Provincia de San Juan; Tambillitos y Ranchi-
llos en el valle de Uspallata), puede dar pie a la inferencia del tras­
lado de grupos M itm a q desde Chile por obra de los Inkas.
Un interesante sitio de la región cuyana es el de Tambillitos,
estudiado por R. Bárcena (1979) en el cual, y a diferencia de o-
tras instalaciones ubicadas más al Norte, se observan claras afinida­
des con la cerámica del Centro de Chile, e incluso con la del Norte
Chico, concretamente con los estilos Diaguita (Coquimbo Polícro­
mo) y el llamado c u a r to e s tilo , que se caracteriza por dibujos en
negro, contorneados de blanco, sobre rojo. En oposición a estas si­
militudes, las relaciones entre las alfarerías localizadas en Chile y
las más septentrionales del Noroeste Argentino, es decir al Norte
de San Juan, parecieran limitarse a los tipos asignables al Cuzco
Polícromo.
INKA-PACAJES
El tipo cerámico conocido como Inca-P acajes, originario de
la cuenca Sur del lago Titicaca, y asignable en sus momentos más
tardíos al grupo etnohistórico de los Pacaxes, fue identificado ori­
ginalmente por S. Ryden (1947), durante sus excavaciones en Boli-
via.
Posteriormente, y debido a la aparición de fragmentos seme­
jantes en diversos sitios arqueológicos del Norte de Chile, como
Rosario-Peña Blanca de la región de Arica (N° 132 en el Cuadro I),
fue descripta por C. Munizaga (1957), bajo la denominación de In-
ca Pacajes o Inca Provincial de la Cuenca Sur del lago Titicaca.
Otra denominación, más reciente, para este estilo cerámico provie­
ne de los hallazgos efectuados en la región de Arica, y es la de Sa-
x a m a r . (Dauelsberg, P; 1969).
La recurrencia en las asociaciones que esta cerámica posee
con otros tipos cuzqueños o Inkas locales hallados en el Norte de
Chile, motivó la propuesta de A. Llagostera Martínez (1976) de la
existencia de un C o m p le j o In c a A lto a n d in o .
La amplia distribución de la cerámica Inka Pacajes en el
Area Andina Meridional, incluye también el Noroeste Argentino;
específicamente la región puneña de Antofagasta de la Sierra (sitio
Coyparcito), Yavi y La Quiaca. Se la registró en la quebrada de
Humahuaca en los sitios de Rodero, Tilcara y Yacoraite (Nos. 8, 9,
y 12 del Cuadro I). También fue hallada en la quebrada de Lura-
catao (O. Bregante, 1926), quizás en el sitio Inka de La Hoyada
(Nº 42 del Cuadro I) y por H. Difrieri en el Potrero de Payogasta
(Nº 23 del Cuadro I). Para este último sitio vale la pena aclarar
que aunque fue asignado al estilo Inka Paya, su iconografía perte­
nece al Inka Pacajes. Mientras que el fragmento Inka Pacajes halla­
do en Rodero por L. Lanzone (1968: 80) carece de adscripción
por parte de la autora, quien lo clasifica como “. . .t r o z o a ló c to n o
d e c e r á m ic a fin a ...” En todos estos sitios mencionados, la baja fre­
cuencia con que se registra el estilo Inka Pacajes le asigna un com­
portamiento francamente intrusivo dentro de los contextos loca­
les.
Algunos aspectos altamente significativos registrados en la
región de Copiapó por J. Iribarren en 1958, en los sitios Cerrillos
B y Carrizalillo (No 176 en el Cuadro I) son los hallazgos de alfa­
rería con influencia Inka Pacajes asociados a ergologías clásica­
mente puneñas como cuchillones y palas de madera. Esto se com­
prueba en los enterratorios efectuados en criptas construidas en
cuevas naturales similares a las chullpas, y por ende con claras re­
miniscencias de los típicos contextos puneños tardíos y preinkai-
co8 del Noroeste Argentino, que también toman contacto con los
Inkas, siendo sus instalaciones más representativas las de Rincona­
da, Cochinoca, Doncellas, Casabindo y Sayate. (Nos. 1 al 4 en el
Cuadro I).
Una de las explicaciones de estas presencias de ergologías
y tipos funerarios puneños tan selectivos y alejados de su ámbito
original, podría también recaer en la existencia de mitmaq desa­
rraigados desde el altiplano puneño hacia Copiapó por obra de los
Inkas.
A modo de síntesis, podemos decir que la presencia de la al­
farería Inka-Pacajes se registra con mayor intensidad en las regio­
nes de Arica, situación que podría ser extensible a la mayor parte
de la Prov. de Tarapacá; mientras que en el resto del área Andina
Meridional se limita a la Puna jujeña, la quebrada de Humahuaca y
el valle Calchaquí Norte. Estas presencias meridionales del estilo
Inka Pacajes parecerían no trasponer el paralelo de 27º de Lat.Sur.
El estilo Inka-Pacajes se caracteriza por una cerámica de pas­
ta rojiza, homogénea y de superficie muy acabada. La decoración,
realizada en negro sobre rojo, presenta como motivo más común
una serie de auquénidos estilizados, ordenados en círculos concén­
tricos sobre la superficie interna de los pucos o escudillas y tam­
bién en el cuello de aribaloides. Estas llamitas pueden ser reempla­
zadas por otros motivos, manchas o círculos pequeños, ordenados
siempre de la misma manera y acompañados o no de líneas ondula­
das contorneando el borde de las vasijas.
En cuanto a las formas, si bien la más común es la escudilla
plana, generalmente con asa omitomorfa (forma g de la cerámica
del Cuzco según J.Rowe; 1944), también son comúnes los aríba-
los y jarritos (R. Schaedel, 1957:47).
A pesar del acuerdo general en asignar a la Hoya del Titicaca
el foco de esta cerámica; así como una cronología que la ubica en
el momento de expansión Inka en el área que nos interesa, ha si­
do planteada la alternativa de que la misma haya penetrado en
tiempos preinkas en el Norte chileno. Así, Llagostera Martínez
(1976) propone la posibilidad de que haya llegado a Chile por me­
dio de grupos originales de la Cuenca del Titicaca (Lupacas, Paca-
xes), quienes habrían mantenido asentamientos c o lo n ia le s (etno-is-
las) en zonas cercanas al Pacífico, cuando aún esta última región
no había sido conquistada por los Inkas.
Este autor funda su hipótesis en hechos etnohistóricos y ar­
queológicos. Con respecto a los segundos, cree que es sugestiva la
ausencia en la Provincia de Tarapacá de una cerámica Inka local,
situación que se invierte hacia el Sur con la presencia del tipo Dia-
guita-Inka. Consecuentemente con lo anterior, plantea dos mane­
ras de ocupación Inka en el Norte chileno. Una de ellas indirecta,
a través de grupos aitiplánicos ya inkaizados; y la segunda directa,
que ocupa las zonas situadas al Sur de Tarapacá.
Ya hemos adelantado que la cerámica decorada con llami­
tas en negro sobre rojo fue hallada también por J. Iribarren Ch. en
Copiapó. Este autor considera que se encuentra allí una fase más
tardía de desarrollo local, caracterizada por una cerámica decorada
en negro sobre rojo con tales motivos. Pero, vale la pena aclarar
que el estilo difiere de las que se hallan en el Inka-Pacajes, lo que
según el: “ . . . p e r m i t i r í a n e s t a b l e c e r u n a c la ra s e p a r a c ió n e n tr e la
a lf a r e r ía s e p t e n t r i o n a l c o n o t r a m á s m e r i d i o n a l . .. ” (op. cit.;
1958).
Respecto a esta cerámica de Copiapó, diremos que las vasi­
jas no poseen las estrictas características decorativas del Inka-Paca-
jes, ni tampoco presentan una morfología Inka; por tal razón sólo
pueden ser consideradas como producto de una influencia indirec­
ta del estilo originario Inka-Pacajes. Vale la pena, finalmente, rei­
terar que estas influencias del Inka-Pacajes no parecen extenderse
al sur del R ío Copiapó.

INKA DIAGUITA

La zona comprendida por las actuales provincias chilenas de


Atacama y Coquimbo, estuvo ocupada durante el período Tardío
por la denominada Cultura Diaguita, cuyo epicentro estaría situa­
do en el valle del Río Elqui, y en cuyo desarrollo han sido delimi­
tadas varias fases, la última de las cuales corresponde al momento
de ocupación Inka en la región. En esa fase, identificada como
Diaguita Inka o Diaguita III, se produce una cerámica mixta que
combina las formas locales y las formas Inkas.
Las notables modificaciones introducidas por los Inkas en
este tipo cerámico, son observables tanto en la morfología como
en la decoración. En cuanto a la primera, los cambios son muy evi­
dentes en los pucos o escudillas. Los pucos Diaguitas preinkas, de
base abovedada y paredes rectas con tendencia a cerrarse hacia
la boca, se transforman en pucos de base relativamente plana y
paredes evertidas y curvas, genéricamente identificados como
pucos campanuliformes. Por su parte, la decoración de estos pu­
cos se modifica en los motivos utilizados y en la ornamentación
de la superficie interna, antes resumida a un engobe blanquecino.
Los llamados ja r r o s -p a to , inicialmente de cuerpo elipsoidal
u ovoidal se transforman, según F. Cornely (1947), en vasijas de
paredes rectas o de cuerpo cilindrico. Además, las representa­
ciones modeladas adquieren aspecto zoomorfo, ya que éstas, en
las piezas preinkas eran más antropomorfas. Los motivos con que
se decoran estos jarros son igualmente de filiación Inka.
A este tipo m ixto Diaguita-Inka, se asocian otras formas ce­
rámicas más netamente cuzqueñas, com o aríbalos y platos planos
(patos), acompañados de motivos inkaicos incluidos en nuestra
primera categoría.
Las claras afinidades de la cerámica Inka Diaguita con los
elementos inkaicos, así com o su aparición discontinua en los valles
transversales permite a Llagostera Martínez (1976) completar la hi­
pótesis que mencionamos al comentar el estilo Inka-Pacajes, acerca
de las diferentes formas en que los Inkas conquistaron Chile: “...
E n la ic o n o g r a f ía c e r a m í s t i c a e n c o n t r a m o s o t r o a r g u m e n t o p a r a
p e n s a r q u e la c o r r i e n t e c u z q u e ñ a lle g ó d i r e c t a m e n t e a la r e g ió n , s in
n e x o i n te r m e d i a r io , c o m o lo t u v o e l n o r t e e n la s e t n o - i s l a s a lti p lá -
n ic a s. E n la c e r á m i c a a f ilia d a a l I n c a L o c a l s e r e f le ja n l o s e s t i l o s
c u z q u e ñ o s en fo r m a b a s ta n te n ítid a ... " (op. cit.: 214).

INKA PAYA O CASA MORADA POLICROMO

El sitio tipo de este estilo cerámico es la legendaria Ciudad


Prehistórica de La Paya, excavada por J.B. Ambrosetti a princi­
pios de siglo, quien lo describe bajo el rótulo de Alfarería de Tipo
Chileno de la Casa Morada. Sus correlaciones con el otro lado de
la Cordillera andina, parten del análisis de un plato procedente de
Freirina, en el valle del río Huasco (N º 182 del Cuadro I), del
cual expresa Ambrosetti: “ . . . n o s d i ó la c l a v e p a r a s o s p e c h a r la
in f lu e n c ia d e la c u ltu r a d e l N o r t e d e C h ile , r e f l e j o a su v e z d e la
(1907: 59).
p e r u a n a , s o b r e la c u ltu r a C a l c h a q u í . .. ”
Esta hipótesis acerca de que no hubo una efectiva ocupa­
ción Inka en el Noroeste argentino, sino una influencia que tuvo
como intermediario a las culturas del Norte chileno, es retomada
por J. Ambrosetti, en claro producto de la influencia que sobre él
ejercieron los cronistas Pedro Lozano y Montesinos, ya tratada en
el capítulo I de esta obra. Así al referirse a la cerámica de origen
peruano hallada en La Paya, J. Ambrosetti expresa: “. ..h a s t a q u e
n o s e d e m u e s t r e lo c o n t r a r i o , p a r e c e q u e d a r e s t a b l e c i d o q u e lo s
o b j e t o s m á s c a r a c t e r í s t i c o s d e e s t e g r u p o , s i b ie n s e g ú n e l D r . M a x
U h le p e r t e n e c e n a l t i p o c u z q u e ñ o y a l p e r í o d o in c á s i c o h a n s i d o
t r a í d o s d e s d e la c o s t a d e C h ile a tr a v é s d e la p u n a d e A t a c a m a , c o ­
m o o b j e t o s p r e c i o s o s q u e q u iz á s f u e r o n a r t í c u l o s d e c o m e r c i o , y
n o d e l in te r io r , d e s d e e l N o r t e , c o n j u n t a m e n t e a la p r e t e n d i d a c o n ­
q u is ta d e lo s e m p e r a d o r e s d e l P e r ú . .. " (op. cit.: 281). Luego pro­
sigue diciendo:
“...Pero esa conquista no está aún demostrada y sólo nos podemos
explicar el fenómeno de los vasos ápodos y de sus derivados de
esté lado de la cordillera, por medio del comercio y trato que de­
bió existir con los indios del otro lado, como lo demuestran los ha­
llazgos de conchas del Pacífico y objetos con decoración similar. . . ”
(op. cit.: 290).
La cerámica con decoración Inka-Paya ha sido descripta pos­
teriormente por W. Bennett (1948) con la denominación de Casa
Morada Polícromo, ateniéndose al criterio de sitio tipo. Ambos au­
tores mencionados coinciden en afirmar la presencia de tres formas
en el tipo Inka-Paya: platos ornitomorfos, aríbalos y aribaloides,
y jarras de asa lateral; formas éstas que corresponden a copias o va­
riaciones del tipo Cuzco Polícromo de J. Rowe (1944).
La cerámica Inka-Paya o Casa Morada Polícromo es de pasta
homogénea y color rojizo. Su decoración fue realizada en negro
sobre rojizo o sobre un engobe blanquecino en las superficies pre­
viamente bien pulidas. En los aríbalos, aribaloides, y jarras de asa
lateral, el cuello se decoró con triángulos de vértice alternado igual
que las vasijas del Cuzco Polícromo; en el cuerpo se pintaron ban­
das horizontales de motivos espiralados y reticulados. Un motivo
típico, que se halla también en la superficie interna de los platos,
son los paneles triangulares limitados por líneas rectas y dentadas,
en cuyo interior se representó un animal con cuernos y cola es-
piralada, acompañado de signos semejantes a letras E o H, cruces,
círculos, y aves más o menos estilizadas.
Otra variante de la ornamentación de los aribaloides es la
que presenta dos paneles verticales, separados por una guarda cen­
tral, en cada uno de los cuales se ordenan motivos geométricos,
como acontece en el estilo Cuzco Polícromo.
Con referencia a la distribución geográfica de esta cerámica
Inka Paya, podemos decir que si bien se halla más concentrada en
el valle Calchaquí, en los sitios de La Paya, Loma del Oratorio y
Tero (Nos. 51, 46 y 47 del Cuadro I), se extiende a numerosos si­
tios del Noroeste argentino, entre ellos, Tilcara. Es también fre­
cuente en Chile, como en el citado hallazgo de Freirina, y en el
Sur y Centro de Bolivia, en los sitios Culpina, Tolomosa, Colca-
pirhua, e Illuri (Nos. 251, 252, 254 y 255 respectivamente en el
Cuadro I).

B - La Madera:
Otras pruebas arqueológicas de la presencia Inka, en lo con-
cerniente a las tecnologías mobiliares, son aquéllas referentes a sus
trabajos realizados sobre madera. Entre todos los elementos ads-
cribibles a este conjunto de rasgos, son los keros Inkas los que, más
probablemente, puedan considerarse como filogenéticamente forá­
neos a los Andes del Sur, puesto que creemos que su fabricación
no ha sido local, sino que se trata de elementos importados direc­
tamente del Cuzco, en razón de su fácil traslado y escaso riesgo de
destrucción.
Esta misma teoría, aunque con diferente rastro filogenético,
fue expresada setenta años atrás por Ambrosetti, cuando al refe­
rirse a los keros de madera hallados en La Paya, deduce: “...este
tipo uniforme de vasos me hace sospechar que no sea producto de
la industria de La Paya, sino objetos importados, ignorando hasta
ahora de cual punto podrán ser originarios...” (op. cit.; 1907). Pe­
ro vale la pena destacar que los keros poseen una rica tradición
cultural andina, la cual se remonta seguramente a tiempos Tiwana-
cotas y aún anteriores a este Horizonte. Tradición que, presente
en algunas regiones de los Andes Meridionales, como sucede en el
extremo Norte de Chile durante el período Tardío, es retomada
por los Inkas, que plasmaron en estos keros iconografías propias.
Funcionalmente, los keros han desempeñado un papel im­
portante en ceremonias y ritos relacionados con las bebidas fer­
mentadas. Así nos lo recuerda el cronista Guamán Poma de Aya-
la (1613), al relatar el cuadro de un funcionario inkaico bebiendo
en un kero en honor a la deidad solar.
Los casos más destacados por su técnica, estilo e iconogra­
fía, hallados en el Noroeste argentino, son los registrados por E.
von Rosen en Casabindo (1957); E.M.Salas en Ciénaga Grande
(1945), J.B. Ambrosetti en La Paya y Cochinoca, P. Krapovickas
en Doncellas o Casabindo II (Tumba Nº 6) (1966) y, reciente­
mente por nosotros en Vinchina (La Rioja). Mientras que para
Chile, se cuentan los referidos por M. Uhle (1919) y R. Latcham
(1938), tanto para la zona de San Pedro de Atacama como para
la de Arica. Este último autor ha expresado, que los keros cono­
cidos hasta esa fecha eran característicos de la región atacameña,
en lo espacial, y de los momentos más recientes de la llamada
Cultura Atacameña, en lo temporal. No obstante ello, hoy con­
sideramos que si bien la tradición keriforme tiene sus inicios a
partir de influencias tiwanacotas, ésta continúa hasta hacerse un
rasgo típico para el momento que nos preocupa, tanto por su
morfología y el severo geometrismo de su decoración, como por
el contexto al cual está asociada.
En líneas generales, estos vasos de madera o keros poseen
forma cilindrica, con las paredes curvadas y evertidas, lo que de­
termina que el diámetro de la base sea menor que el diámetro me­
dido en la región bucal.
Si bien están estrechamente relacionados por formas con los
ejemplares más típicos de Tiwanaku —y probablemente tengan en
ellos su antecedente más inmediato—, los keros inkaicos difieren
en su decoración la que, por otro lado, les es característica. Los
hay lisos u ornamentados mediante pintura y grabado. Estos úl­
timos presentan la superficie externa completamente adornada por
líneas rectas, determinando motivos geométricos y figurativos, o
ambos en combinación. Se trata de triángulos rayados o lisos,
rombos embutidos o superpuestos, rectángulos confeccionados
con la misma técnica, líneas escalonadas, líneas quebradas, cabezas
humanas y manos, motivos éstos que se repiten en bandas vertica­
les u horizontales, circundando el vaso y alternando con paneles
carentes de decoración. Tal es el caso de las piezas exhumadas en
La Paya, Casabindo, Doncellas y Cochinoca. Específicamente pa­
ra el Norte de Chile, L. Núñez describe keros con una disposición
decorativa particular, registrados en los yacimientos de Azapa-15,
Chaca-5, Moquehua (Latcham, 1938) y San Pedro de Atacama, en­
tre otros, en los cuales " . . . l o s g r a b a d o s s e u b i c a n h o r i z o n t a l m e n t e
c e r c a d e la b o c a o p r i m e r a m i t a d s u p e r i o r d e l v a s o . . . ” (L. Núñez,
1963): algo similar es lo que ocurre con un ejemplar ilustrado por
Uhle (1919; Lám. XXVI, 2), procedente de Tacna.
Los keros pintados fueron clasificados por L. Núñez en dos
tipos: esmaltados y laqueados. Ambos considerados como repre­
sentantes exclusivos del Horizonte Inkaico, perdurando incluso
hasta el período Hispano-Indígena. Los primeros han sido pinta­
dos con gran cantidad de colores, siendo los predominantes el
café, verde y rojo, aplicados directamente sobre la superficie ex­
terior —previamente alisada— del kero, formando figuras humanas
portando túnicas, sentadas o de pie, y representaciones om ito y
fitomorfas. Este tipo puede poseer además, modelados zoomorfos
o convencionales ubicados en el borde del vaso, los que actúan a
veces a manera de asas. Los laqueados se diferencian, por un lado,
en la ausencia de elementos modelados en los bordes, y por otro
lado en la técnica de aplicación de la pintura. Si en los primeros la
pintura se colocaba directamente sobre la pared lisa del vaso, en
los laqueados se talla previamente la superficie a decorar, resultan-
do de esta manera un verdadero bajo relieve, el cual es cubierto
con tonos verde, ocre o amarillo y crema, representando —básica­
mente— los mismos motivos anteriores.
Es necesario aclarar aquí que, hasta el m om ento, se han regis­
trado pocos casos de keros pintados en el Noroeste argentino; en­
tre ellos las dos piezas provenientes de La Paya, una de las cuales
fue extraída de la Casa Morada, en tanto otra: “ ...muestra aún ras­
tros de haber estado enteramente cubierto por pintorescos dibujos
blancos, rojos y amarillentos; entre ellos se notan aún ciertos cua­
drados, cinco en número, colocados uno dentro de otro, encerran­
do en el centro dos triángulos unidos por sus vértices y colocados
verticalmente...” ; (Ambrosetti, op. cit.; 1907). De acuerdo con es­
ta descripción, bien podría tratarse de un kero esmaltado.
Una mención especial merece la problemática en tom o al
complejo del rapé, evidenciada arqueológicamente por las tabletas
y tubos inhalatorios de madera tallada y provistos de apéndices an-
tropo y zoomorfos. De las más variadas han sido las opiniones de
los diversos investigadores en relación a la funcionalidad de estos e-
jemplares. Para algunos, serían bateas o platos utilizados con el fin
de preparar colores destinados a pinturas corporales —entre ellos,
Lehmann Nitsche, Montell y Créqui Montfort— mientras que para
otros, se trataría de recipientes para colocar ofrendas en ceremo­
nias religiosas. Fue E. Boman quien, procediendo por el método de
analogías etnográficas, determinó una correlación entre las tabletas
de madera andinas y las que usaban los Munducurús de Amazonia
para moler el p a r ic á , sustancia narcótica. Finalmente, Max Uhle, si­
guiendo la interpretación de Boman, formula su teoría de que, tan­
to las tabletas como los tubos han sido utilizados para absorber
rapé, hipótesis ésta que ha prevalecido hasta la actualidad.
No obstante su filogenia, remontada a tiempos Formativos o
Tempranos, el llamado complejo del rapé ha continuado vigente en
épocas de influencia Tiwanaku, llegando incluso a la penetración
inkaica en el Norte de Chile, como lo atestiguan los hallazgos reali­
zados en la región atacameña, en los sitios Pica—1, Playa Miller—6,
cementerio de Alto Ramírez, Caleta Camarones y Chunchurí (re­
gión de Calama). Algo diferente ha ocurrido en Argentina, en don­
de la presencia de elementos arqueológicos vinculados con alucinó-
genos sufre un hiatus en cuanto a su aparición durante los perío­
dos Medio y Tardío, para reaparecer, porcentualmente abundante,
en el Horizonte Inkaico. Así lo demuestran los hallazgos hechos
tanto en la Puna (Casabindo. Doncellas, Rinconada y cementerios
T a b le ta de m adera con tre s s ilu e ta s a n tr o p o m o r fa s ( p r o c e d e d e L a P aya,
C .M .E .); alt. 1 4 8 mm.
de Santa Catalina y del Río San Juan Mayo), como en la quebrada
de Humahuaca (Tilcara, Ciénaga Grande y Juella), estando prácti­
camente ausentes en la región Valliserrana, salvo casos excepciona­
les como los del sitio La Paya y un ejemplar de Quilmes.
Las tabletas tiene forma variable, siendo en su mayoría rec­
tangulares alargadas, con los lados mayores algo cóncavos, carácter
que no poseen los lados menores, los cuales son totalmente rectos.
Pero también las hay más o menos ovaladas, irregulares y aún reni­
formes. Una pieza de carácter poco común, registrada en La Paya,
representa la figura de un quirquincho. En general, la pared ante­
rior se halla prolijamente excavada mientras que la superficie de a-
poyo suele ser ligeramente convexa. Sobre uno de los lados meno­
res se han tallado mangos, los cuales pueden ser planos, sin decora­
ción, o bien presentar un pequeño canal; modelados con siluetas
zoomorfas, especialmente felinos, quirquinchos y lagartos, en nú­
mero de uno a dos; y representaciones antropomorfas simples, do­
bles o triples, en las que solo están representadas la cabeza y parte
superior del cuerpo. En los dos últimos casos, las figuras están si­
métricamente dispuestas e idénticamente talladas, con las rodillas
contra el cuerpo y sujetas por las manos, vestidas y adornadas con
tocados. Asimismo, algunos personajes poseyeron los ojos incrus­
tados con fragmentos de malaquita u otras piedras de colores, las
que también se colocaron sobre los bordes de las tabletas.
Por su parte, los tubos constituyen simples varillas huecas de
madera, o bien presentan modelados zoo o antropomorfos simila­
res a aquellos tallados en las tabletas. Dos ejemplos exhumados,
uno por E. Salas en Ciénaga Grande y otro por J. Ambrosetti en
La Paya, muestran a un felino ejecutado en forma realista, cuyas
cuatro patas se apoyan sobre una cabeza humana.
Finalmente, otros elementos atribuíbles al Horizonte Inkai-
co son los armazones de madera—de hasta 0,50 m. de diámetro—,
que sostienen redes tejidas en fibras animales. Estos fueron utiliza­
dos para el transporte y acarreo de metales, como los ejemplares
hallados por nosotros en los socavones mineros asociados a Punta
Ciénaga, en la quebrada del Toro.

C — La textilería:

La penetración imperial en los Andes Meridionales se com­


prueba asimismo en la industria textil y sus accesorios, puesto
que su presencia en instalaciones netamente inkaicas como en los
sitios de altura de Pichu Pichu (Perú), Cerro Plomo (Chile), Neva­
do de Chañi, Cerro Gallán, Volcán Llullaillaco, Nevado Queshuar,
Cerro El Toro, Nevado de los Tambillos, Cerro Mercedario, Cerro
Pilli y Cerro Las Tórtolas, entre otros, indican sin lugar a dudas,
que filogenéticamente estas muestras textiles deben ser considera­
das como pertenecientes al Horizonte Inkaico. Por otro lado, la
asociación de ejemplares similares con los contextos tardíos de los
sitios mixtos, localizados preferentemente en el ámbito puneño y
en las quebradas altas de su borde, como en Sayate, Rinconada y
Ciénaga Grande, es una prueba más de situaciones de contacto, re­
flejando de esta manera una simbiosis entre ergologías imperiales
y elementos preexistentes.
Sin embargo, carecemos por el momento de una sistemática
precisa que nos permita separar, claramente, la textilería inkaica
de la atacameño—aymara inmediatamente anterior, hecho que con­
trasta con la alta frecuencia de aparición de elementos pertenecien­
tes a la infraestructura imperial. No obstante ello, algunos intentos
clasificatorios, como el de D. Perrot y R. Nardi (1978), son alta­
mente positivos como avanzadas de una futura taxonom ía crono­
lógica y cultural. Según estos autores, cuyas conclusiones transcri­
biremos, si bien continúan las técnicas precedentes, el contexto
textil inkaico incorpora nuevas modalidades en la ergología del
Noroeste argentino.: “ ... Una de ellas es la confección de las mani­
jas de las bolsas en tejido tubular. Se realizaban con dos grupos de
urdimbres y uno solo de trama, que es el que va a producir el efec­
to de tubo, debido a que una sola trama tejía primero una capa de
hilos de urdimbre y luego la otra estando, por lo tanto, ambas co­
nectadas en los bordes. Los diseños decorativos realizados en esta
técnica son muy típicos. Consisten en rombos con punto central
alternados con hileras horizontales de zigzag y, en algunos casos, a-
parecen unas figuras fitomorfas, semejantes a plantas de cactus.
Los dos primeros motivos no sólo aparecen en nuestro Noroeste si­
no que también los vamos a encontrar representados en el Perú, en
zonas tan alejadas como la costa Central de ese país."
“ Otra técnica de confección bastante complicada y laborio­
sa es el torcido realizado con cuatro pares de hilos de urdimbre,
con cambios de dirección longitudinales. Fue elaborado sin ningún
implemento accesorio; en otras partes del mundo se realizó esto
mismo pero con el auxilio de tabletas de madera con agujeros, a
través de los cuales pasaban los hilos de urdimbre. Con esta técnica
se hicieron fajas con motivos de rombos y ganchos. Prendas simila-
res realizadas con esta técnica pero con diseños diferentes fueron
encontradas depositadas en tumbas de mujeres sacrificadas en el
Templo del Sol, en Pachacamac, Perú.”
“ Aparece asimismo, en este período, una técnica que com­
bina el telar y la aguja y que va a perdurar hasta la actualidad en la
Puna jujeña. Se confeccionó extendiendo los hilos de urdimbre y
armando los lizos. Estos se colocaron junto al borde de una pieza
que se quiso decorar o junto a dos bordes que se quisieron unir. La
trama se pasó con una aguja que va tomando, mientras va tejiendo,
la tela. Fue realizada sin decoración o con motivos de rombos, zig­
zag o líneas que se cruzan. Localmente llamado a w a q u i p a o cuando
es monocromo y c h ic h il la o cuando presenta diseños decorativos.
Es una técnica que aunque no se la había descripto todavía, existe
actualmente en zonas de Bolivia y Perú”. “Muchas veces arma­
ron las bolsas en forma distinta a lo realizado en los períodos ante­
riores, colocando la tela en sentido horizontal, es decir, corriendo
las urdimbres en forma transversal, y cosiendo, por lo tanto, la
parte inferior y una lateral”. (Perrot y Nardi, op. cit., 1978).
Mediante estas nuevas técnicas se confeccionaron diversos
elem entos que hacen a la indumentaria, entre ellos, la túnica o un­
cu, la manta o yacolla, la bolsa o chuspa, el taparrabo o wara, me­
dias o calcetines, ponchos, fajas o mamachumpi, tiaras o tocados,
vinchas, gorros, hondas o guaracas y el conocido llautu, una pren­
da de uso general entre los habitantes del imperio. El llautu consis­
te en una trenza decorativa delgada, confeccionada en pelo huma­
no, cordel o lanas de colores, con un ancho de 2 a 3 cm. y un largo
que permitía enrollarla varias vueltas alrededor de la cabeza. Fue­
ron registradas por Lehmann Nistche (1904) en Casabindo y por
G. Mostny (1957) en Cerro El Plomo.
A estos datos arqueológicos debemos agregar la introduc­
ción del kipu, registrado etnohistóricamente por algunos cronis­
tas. Jerónimo de Bibar (1558), relata la presencia de un quipuca-
mayo en la región de Santiago de Chile, puesto que cuando Valdi­
via iba “ ... caminando con sus españoles en el valle de Colina... vi-
do encima de una peña cercana del camino dos indios que miraban
a los cristianos... (apresados, éstos) confesaron su intención y mos­
traron un quipu, que es un hilo grueso con sus nudos hechos cuan­
tos españoles habían pasado..."
Otra referencia está aportada por P. Lozano, siguiendo los
testimonios de los padres Bornía y Darío, según los cuales los in­
dios de la región de Andalgalá en épocas de la conquista y evangeli-
zación “enumeraban sus pecados con la ayuda de los quipus”.
La materia prima utilizada fue usualmente lana de auquéni-
do teñida por medio de tinturas vegetales u ocre mineral, en colo­
res rojo, verde, azul y amarillo preferentemente, o bien directa­
mente al natural conservando los tonos beige o marrones propios
de la lana.
Para terminar, diremos que a nivel arqueológico el único re­
gistro sobre la presencia de kipus proviene de las excavaciones,
aún inéditas, realizadas por E. Casanova en Doncellas en la década
de 1940. Afortunadamente, D. Rolandi de Perrot ha plasmado un
minucioso estudio sobre estas muestras textiles (com. pers.), gra­
cias al cual podemos enfrentarnos a un excepcional caso de un e-
jemplar de Kipu (pieza N ° 41-485 del catálogo del Museo Etno­
gráfico). Consiste en una cuerda de dos cabos dobles de 1205 mm.
y de color blanco que, por espacio de 990 mm. presenta una serie
de nudos y, cada tanto de éstos, cuelgan hilos de diferente color,
longitud y grosor. Nada más apropiado que la transcripción del
propio informe inédito de Perrot, para, constatar la presencia de
este sistema contable sobre tejido introducido por los Inkas:
“...hay una relación de los nudos con el lugar en que cuelgan los
hilos con respecto al número 7, o a distintos números cuya suma
final dá 7. Es decir cada 7 nudos hay un cambio de color en el hilo
que cuelga o cada suma de 7. Las divisiones de 7 son... colgando
hilos en cada número indicado: 4 y 3; 3,3 y 1; 5 y 2; 6 y 1. Hay un
neto predominio del color rojo que aparece en 37 hilos, luego el
amarillo, blanco y castaño mediano que aparecen cada uno cuatro
veces. El color azul y el castaño oscuro se encuentran una sola vez
cada uno...”. (D. Rolandi de Perrot; MS.).
Las bolsas o chuspas aparecen, por lo general, elaboradas
con la técnica faz de urdimbre o doble faz y decoradas con mo­
tivos geométricos. Algunas de éstas, poseen además la manija reali­
zada con la técnica de tejido tubular, com o aquéllas provenientes
de la Puna jujeña, en los yacimientos arqueológicos del río Donce­
llas y Surugá. Otros ejemplares están ornamentados mediante plu­
mas de colores adheridas a la trama, como los exhumados en Cha-
ñi, Cerro Mercedario y Cerro Plomo, entre otros. Bolsitas más pe­
queñas, conteniendo hojas de coca y particularmente colocadas
como ajuar funerario aparecen en los Cerros de Chañi, Gallán, Mer­
cedario, Plomo y Las Tórtolas. De todas las exhumadas, sólo dos
estaban relacionadas con sacrificios humanos, mientras las restan­
tes se hallaron asociadas a pequeños idolillos antropomorfos.
Las camisetas andinas o túnicas, también llamadas uncu, es­
tán confeccionadas mediante un rectángulo de lana tejida, que ple­
gado por la mitad en sentido longitudinal forma la prenda, con a-
berturas correspondientes a la cabeza y los brazos. Aparecen tan­
to como vestimentas pertenecientes a los individuos inhumados o
bien como ajuar, acompañando a éstos: tal es el caso de las exhu­
madas junto a las momias de los Cerros El Plomo y El Toro. En
esta última, el individuo no llevaba prenda alguna, excepto un
taparrabo o wara que consistía en un: “ ...rectángulo tejido con
hilo de lana de color blanquecino que, en sus extremos laterales
y en dirección longitudinal lleva bandas listadas en colores rojo y
azul y con puntadas gruesas y de color... En la parte correspon­
diente a la cintura el taparrabo tiene agregada una faja o cintu­
rón, o banda... unida por costura...” (M. de Palavecino, op. cit.;
1966). Asociada a una de las ojotas que componía el ajuar fune­
rario de este individuo, aparece una media o calcetín tejido en la­
na de llama o guanaco y ornamentado mediante otro hilo, aparen­
temente de algodón.
Las tiaras o tocados están constituidos por un número va­
riable de plumas, generalmente teñidas, insertas por los cañones so­
bre un casco de lana, o bien sobre cordones retorcidoa. Al respec­
to, son relevantes los ejemplares hallados en los Cerros Las Tórto­
las, Llullaillaco y El Plomo.
Los gorros constituyen un elemento andino por excelencia.
Los hubo de diversas formas y tamaños. Dos ejemplares iguales,
pertenecientes al ajuar de la momia del Cerro El Toro, están con­
feccionados en lana blanca-amarillenta y gris, tomando la forma de
un casquete que, colocado sobre la cabeza, posee prolongaciones
correspondientes a orejeras, cubrenuca y parte frontal del rostro.
Desplegado adquiere la forma de una cruz, en cuyos extremos po­
see prolongaciones a manera de flecos; los que también se ubican
en la parte superior del gorro.
L. Núñez (1965) menciona un hallazgo en Arica, constitui­
do por máscaras de madera con representaciones felínicas y som­
breros tipo fez o cubilete, confeccionados en textilería polícroma
y provistos de penachos de plumas. Por su parte, M. Uhle encuen­
tra también en Arica dos gorros, uno de los cuales es de forma cua­
drada en la parte superior con las cuatro esquinas estiradas en for­
ma de puntas y decorado con dibujos de rombos y palitos vertica­
les amarrados en los lados; el otro, de forma hemisférica, está te­
jido a manera de red y posee la parte superior cubierta de plumas
amarillas. Si bien estos gorros se adscriben, según Uhle, al período
correspondiente a la c i v il iz a c i ó n C h in c h a - A ta c a m e ñ a (1100-1350
d.C.) y además, representan un tipo muy común en la a n tig ü e d a d
p e r u a n a d e l n o r te , pues ya estaban en uso en Nazca, Tiwanaku y
Moche, no es del todo improbable que hayan continuado vigentes
en tiempos de los Inkas, quienes fueron los encargados de su difu­
sión hacia el Kollasuyu, lo mismo que otros tantos rasgos andinos.
Las fajas o mamachumpi consisten en trozos rectangulares
de tela, de largo variable —hasta cuatro metros en los ejemplares
del Nevado de Chañi—, decoradas con dibujos polícromos y ter­
minadas en sus extremos con un trenzado de los hilos de la urdim­
bre o de la trama.
Las mantas o yacollas constituyeron un elemento indispen­
sable dentro de la indumentaria prehispánica y, por ende, han sido
exhumadas en numerosos yacimientos. Comúnmente elaboradas
con la técnica de faz de urdimbre, doble faz o falsa doble faz, tie­
nen un tamaño y decoración versátil.
Por último, es necesario recalcar la confección de “ ...ropa
pequeña, con sentido ritual, para vestir idolillos. Podemos encon­
trar desde mantos diminutos, hondas y fajas, hasta ponchos-cami­
sas...” (D. Perrot y R. Nardi, op. cit. 1978). Estos idolitos han sido
hallados exclusivamente como ofrendatarios en nueve de los sitios
de altura, entre los que descollan por su excepcional elaboración,
los descubiertos en Pichu Pichu, Gallán, Pilli, Las Tórtolas, Merce-
dario y Licancabur. Se trata de pequeñas estatuillas antropomor­
fas, de no más de 10 a 15 cm de altura, huecas o macizas y fabri­
cadas en metal —plata, aleación de plata-cobre y en raras ocasio­
nes oro—, o en concha marina del género spondylus. Las hay fe­
meninas, como los dos ejemplares del Cerro Mercedario, una de
plata y otra de concha, pero ambas modeladas con las manos so­
bre el pecho, el cabello partido al medio y recogido mediante una
hebilla rectangular sobre la espalda, o masculinas com o en el caso
del Cerro Gallán.
Al respecto, es interesante la descripción del atavío comple­
to de una de las tres estatuillas procedentes de Cerro Gallán, el
cual consistía en prendas de alpaca o vicuña y adornos de plumas
de colores en el tocado. Dicha indumentaria estaba integrada por
siete piezas tejidas, las que en orden sucesivo, tal com o las lleva
la figura son: un textil rectangular de lana de alpaca; una túnica o
uncu colocada inmediatamente después de la anterior; dos mantos,
uno de ellos de mayor tamaño; una faja con extremos trenzados;
una honda que rodea el cuello del idolillo y está ceñida por delan­
te con un topu de plata; y una tiara o tocado de plumas rosadas y
rojas, insertas sobre un casco de lana de vicuña y desplegadas ha­
cia arriba en forma de abanico. Por su atavío ricamente adornado
es indudable que tanto esta estatuilla, como las otras mencionadas
anteriormente, debieron representar a individuos de destacada po­
sición social y de alto grado jerárquico, sea éste militar, político o
religioso.
Por tratarse en su mayoría de idolitos de sexo femenino,
han sido funcionalmente interpretados como representantes del
símbolo de la fertilidad. Sin embargo, como lo observa D. Palave-
cino, una de las estatuitas del Cerro Gallán representa un varón,
pues no posee ni las trenzas sobre la espalda, ni los pechos abulta­
dos, sino que por el contrario sus rasgos son masculinos y su ajuar
corresponde al de un varón ya que viste camiseta andina y manta
sin topu. Este hecho debilita por lo tanto la teoría de que dichas
esculturas representarían el símbolo de la fertilidad, fortalecién­
dose consecuentemente el concepto de que han desempeñado el
rol del llamado s a c r if ic io s u s t i t u t i v o o s a c r if ic io s im b ó lic o , por
cuanto no se inmolaba a la persona sino a su símbolo —la estatui­
lla—, conjuntamente con la ejecución de camélidos: “...y lo que­
maban todo en el dicho cerro, excepto las figuras de oro y plata..."
(B. Cobo, Lib. XIII, Cap. XXV, 1653).
Podemos concluir afirmando que, el arte textil, iniciado y
desarrollado ampliamente desde remotas épocas prehispánicas, ad­
quiere en la región andina y en especial en época inkaica, su máxi­
ma importancia no sólo por su excepcional calidad técnica y artís­
tica, sino por su indudable incidencia en las esferas económicas,
sociales y religiosas. Nadie, quizá, más apropiado que J. Murra pa­
ra explicitar ampliamente los alcances de tal afirmación, cuando
expresa que los tejidos representaron “ ...un ingreso básico en el
presupuesto estatal, una tarea anual entre las obligaciones campesi­
nas, una ofrenda común en los sacrificios; en varias ocasiones fun­
cionó como símbolo de status personal o como carta de ciudada­
nía, como obsequio mortuorio, dote matrimonial o pacto de ar­
misticio. Ningún acontecimiento político o militar, social o religio­
so era completo sin que se ofrecieran o confirieran géneros de cual­
quier naturaleza o sin que fueran quemados, permutados o sacrifi­
cados...” (J. Murra, op. cit.; 1975). Incidencias que, por lo registra­
do, se extendieron por los confines del Kollasuyu.
D — La Metalurgia:
En los Andes Meridionales la artesanía sobre metales posee
una prolífica tradición, que se inicia en el Período Formativo Infe­
rior con la elaboración de objetos de cobre, oro, plata, e incluso
algunos pocos de bronce.
Este proceso tiene un desarrollo paulatino, durante el cual
aumenta el número de objetos producidos y se modifican los ante­
riores en sus aspectos formales o decorativos, hasta iniciarse, en el
Período Tardío, una tendencia a la mayor producción de objetos
utilitarios, en oposición a la menor presencia de objetos con finali­
dades ornamentales.
Con la ocupación Inka se generaliza la utilización de metales
en los instrumentos ya conocidos y se introducen otros novedosos,
especialmente aquéllos funcionalmente vinculados con la guerra.
En este sentido, los avances tecnológicos atribuíbles a los Inkas
son más notables en la mayor eficiencia de esos instrumentos.
La tipología de los materiales de metal introducidos por los
Inkas en los Andes Meridionales incluye no obstante, objetos orna­
mentales y utilitarios, además de los que por su forma han estado
vinculados con las actividades bélicas. Una rápida taxonomía de
éstos sería la que sucede:
1— Tumis, o cuchillos en forma de media luna con un mango
que termina en un ojal, o en una pestaña.
Estos tumis suelen presentar un modelado zoomorfo, prefe­
rentemente cabezas de auquénidos, en su extremo proximal.
Ya en 1921 E. Nordenskióld había inferido, en base a las
asociaciones arqueológicas de los tumis, que éstos tuvieron
un probable origen inkaico. Propuesta que consideramos
válida a medias, por cuanto si bien para los Andes Meridio­
nales puede ser correcta, no lo es en los Andes Centrales,
donde los tumis son registrados en contextos preinkas.
Por su parte A.R. González (1979), remarca la relativa esca­
sez de los tumis en el área Valliserrana del Noroeste argenti­
no, más acentuada en la Puna. Para la quebrada de Huma-
huaca cita tres sitios en los cuales se hallaron tumis: Ciénaga
Grande, Pukará de Tilcara y Volcán. Los tres, claramente
ocupados en tiempos preinkaicos, reciben a partir de 1470
una ocupación imperial.
2— Topus, o alfileres con un extremo ensanchado, provistos ge-
neralmente de un orificio en la unión da este sector con al
alfiler propiam ente dicho.

3 — Hachas y az uelas de tam año pequeño. Este tip o de instru­


m ento fue hallado preferentem ente, con relativa abundan­
cia, asociado en las tum bas de contex to Inka de La Paya.

4— Mazas estrelladas. Puede decirse que es ésta el instrumento


m is típicam ente Inka, utilizado en forma excluyante para
la guerra, y que los cuzqueños difundieron desda al Ecuador
hasta los confines meridionales del Kollasuyu.

5— Bolas. Son piezas pequeñas, de forma esférica, con un orifi­


cio y una barra transversal para atarlas a una cuerda. Pueden
ser lisas o decoradas con figuras de cabezas humanas o zoo-
morfas.

6 — Las hachas en forma de T de los períodos anteriores con ti­


núan usándose, pero además de poseer un mejor y más aca­
bado filo, presentan orejas laterales simétricamente dispues­
tas en los bordes y utilizadas para enmangar. Su registro es
frecuente en la región Calchaquí: nosotros las hemos hallado
en Tacuil y en los alrededores del Pukará de Angastaco (N os.
54 y 6 2 del Cuadro I). También continúan en uso en La Pa­
ya las hachas con un gancho, com o las ilustradas par J.B.
Am brosetti en las figuras 22 y 225,

7- Hachas en forma de ancla, de m orfología similar a la de los


tum is; no están m uy numerosamente representadas y son
consideradas, junto con las botas de m etal, objetos de im­
portancia secundaria por A. R. G onzález (op . ciL; 1979).
8 — O bjetos ornamentales. Fueron confeccionados en oro y pla­
ta, y marcarían una diferencíe de rango social de los indivi­
duos a loa que acompañan com o ajuar fúnebre. Se trata de
figurillas zoom orfas (Auquénidos), y antropom orfas que se
depositaron preferentem ente com o ofrendas en los santua­
rios de altura, conjuntam ente con la textileria y lapidaria,
que ya frieron m encionadas cuando nos referim os a la texti-
lería.
Loa objetos m etálicos preinkas que continúan utilizándose
durante el H orizonte Imperial, son loa que se hallaban pre-
sentes durante el Período Tardío, o de los Desarrollos Re­
gionales. Una rápida mención de ellos incluye los discos
circulares, placas cuadrangulares, cinceles, punzones, cam­
panas, hachas en forma de T, tensores, pinzas depilatorias,
etc. Estas últimas se diferencian de las anteriores, o prein-
kaicas, por poseer sus valvas en forma triangular o trapezoi­
dal.
Asimismo, vale la pena señalar los hallazgos, dentro de con­
textos funerarios con contacto imperial de la región Cochabambi-
na (sitio Samaypata), de auquénidos de oro, y en la quebrada de
Humahuaca, de los discos realizados en oro y plata, decorados con
máscaras, ofidios y volutas; aunque en el segundo registro su per­
duración, hasta tiempos coloniales diluye la fehaciente adscripción
a aquel momento.
Un párrafo final dedicaremos a la pieza N ° 1491 de la Co­
lección B. Muniz Barreto del Museo de La Plata. Se trata de una
tableta de rapé de metal, procedente del Pukará de Tilcara, que
puede incluirse en el tipo V-Antropomorfo-variable b P a re ja sin
m á sc a ra , de la clasificación que, tomando como base la decoración
del mango, ha elaborado L. Nuñez (1963) para las tabletas de rapé.
Esta presenta un largo total de 150 mm, y un ancho que varía con
61 mm en su extremo opuesto al mango. El espesor, muy constan­
te, es de 2 mm.
La pieza no fue elaborada como una unidad, sino que al
cuenco, de forma rectangular con paredes levemente evertidas y
muy pulido en su cara superior, le fueron soldados los dos perso­
najes que componen el mango por sus extremidades inferiores.
Ambos son muy similares en morfología y dimensiones. Son re­
presentaciones realistas que incluyen indicaciones de vestimenta,
adornos y peinado. La vestimenta consiste en la representación de
una túnica o u n c u con los bordes decorados. Como adornos, estos
personajes llevan dos cruces, una en el pecho pendiendo de una fa­
ja ornamentada, y otra en la frente de cada individuo. Las cruces
poseen diferentes formas, las del pecho tienen sus brazos termina­
dos en ángulo, en tanto que las de las frentes terminan en lados
rectos.
Una tableta muy semejante a ésta, pero de madera, fue ha­
llada en otro sitio con contacto Inka, nos referimos a Rinconada
en la Puna jujeña (J.B. Ambrosetti, 1907: figura 271). Es intere­
sante destacar que ambos sitios, Rinconada y Pukará de Tilcara,
son importantes y extensos yacimientos tardíos, que reciben a par-
tir de 1470 una ocupación Inka.

E — La lapidaria:

Otro conjunto de rasgos, difundidos hacia los Andes del Sur


por obra de la expansión del Tawantinsuyu, son aquellos referentes
al trabajo realizado sobre piedra. Sobre ellos será necesario dife­
renciar dos tópicos: la técnica lapidaria, que podríamos llamar
“pequeña escultura en bulto", y el arte rupestre plasmado en ale­
ros y petroglifos a cielo descubierto.
Con respecto a la primera de las dos manifestaciones, se uti­
lizaron rocas cuya dureza y clivaje permitieron un excelente acaba­
do, como el alabastro, la calcedonia, la malaquita, el mármol, el ó-
nix y el ámbar, así como también rocas más blandas del tipo vol­
cánico y sedimentario. De acuerdo a estas materias primas, se con­
feccionaron adornos, instrumentos utilizados en labores cotidianas
y armas, siendo los más relevantes las cuentas de collar, los colgan­
tes, las cucharas, los torteros, los morteros y las manos de moler,
las pequeñas estatuillas o idolillos generalmente zoomorfos y las
mazas estrelladas y hachas en “T” que reprodujeron las armas ya
mencionadas cuando tratamos la metalurgia Inka.
Los registros mejor documentados en tom o a la pequeña es­
cultura en bulto, provienen del taller lapidario hallado en el Pukará
de Tilcara por F. Schuel y estudiado por P. Krapovickas (1959). Se
trata de una unidad ubicada dentro de la planta urbana y compues­
ta por tres recintos contiguos y rectangulares, de los cuales el cen­
tral constituyó el taller lapidario, mientras que en los dos restantes
se hallaron depósitos de materias primas, como así también restos
de instrumentos relacionados con la ejecución de dichas artesanías.
El estudio de este yacimiento permitió no sólo realizar una
descripción del material terminado, sino también de los instrumen­
tos utilizados en su confección y, en ciertos casos, de la técnica a-
plicada para ello. Entre los elementos definitivamente terminados
se identificaron varias llamitas de tamaño reducido, talladas en ala­
bastro blanco y ónix. Una de ellas presenta un orificio bicónico en
el cuerpo que serviría para suspenderla al ser usada como pendien­
te. Otro ejemplar, elaborado en ónix, pertenece a las colecciones S-
chuel del Museo de La Plata y aunque carece de procedencia exac­
ta puede provenir también de Tilcara. En ésta el auquénido está re­
presentando con severo geometrismo y posee sobre la parte dorsal
del cuerpo, un pequeño recipiente cilindrico de 2 cm. de profundi­
dad.
Aparecen asimismo cuentas de collar cilindricas, realizadas
preferentemente en ámbar rojizo y cuyas diferentes formas permi­
ten inferir las distintas fases de su fabricación. También se hallaron
elementos de formas variadas; los hay cónicos y cilindricos alarga­
dos, en su mayor parte sin terminar y con orificios que presuponen
su uso como pendientes; trapezoidales de regular tamaño, semicir­
culares con una prominencia o mango en forma de cuchillo o “tu­
mi"; y cilindricos con un estrechamiento en su extremo proximal,
para facilitar de esta manera la ejecución del agujero de suspen­
sión. De acuerdo a la opinión de Krapovickas, cuentas cónicas y
trapezoidales, semejantes a las exhumadas en este taller, fueron ha­
lladas en el propio Machu-Pichu y descriptas por Valcárcel en Sac-
sahuamán. Figuran además, conchas de pequeño tamaño confec­
cionadas en mármol rosado, torteros cónicos en areniscas, cucharas
medianas y pequeñas y morteros o vasos, generalmente pulidos.
Los instrumentos utilizados en la confección de los objetos ya des-
criptos fueron delgadas láminas rectangulares de pizarra, usadas a
modo de sierras, pulidores de muchos y variados tamaños de acuer­
do con las medidas del objeto a trabajar, martillos de aspecto tosco,
percutores lític o s u óseos y , finalmente, un perforador alargado.
La excavación de este taller lapidario reveló además la pre­
sencia de un considerable número de material cerámico, correspon­
diente a los estilos considerados tardíos para la quebrada de Huma-
huaca, como Tilcara Negro sobre Rojo, Hornillos Negro sobre Ro­
jo y Angosto Chico Inciso. Entre ellos fueron hallados escasos res­
tos de cerámica inkaica —un fragmento Inka Pacajes y dos de asas
de platos patos—, lo cual permitió ubicar cronológicamente a este
singular taller.
Instrumentos confeccionados en piedra y adscribibles sin
duda al Horizonte Inkaico, fueron exhumados además en otros ya­
cimientos, preferentemente en sitios de altura y cementerios, sin
dejar por ello de nombrar ciertos poblados, localizados específica­
mente en la zona chilena. Figuran, de esta manera, cuentas de co­
llar y colgantes hallados en los sitios de altura de Nevado de los
Tambillos, Chañi, Volcán Llullaillaco, Cerro Morado, en las tum­
bas de Potrero El Silo y en el cementerio chileno de La Reina; ele­
mentos relacionados con la molienda, vale decir morteros y manos
de moler, en Nevado de Los Tambillos y Cerro Las Tórtolas; ha­
chas de piedra en Cerro Gallan; palas líricas en Turi; torteros en las
A e r o f o to s d e T u ri; la p la za in tra m u ros, una K alla n k a o g a lp ó n co n
su s tre s p u e r ta s y la d e p r e sió n d o n d e o rig in a lm en te e s tu v o u b ic a d o
e l u snu . T o d o e l s e c to r In ka se ha in sc rip to en la in sta la ció n ataca-
m e n a p r e -e x is te n te (F o to c o r te s ía C. A ld u n a te ).
tumbas de Potrero El Silo; y, finalmente, martillos, cinceles y cu­
ñas en Los Infieles, elementos que, en este caso, están directamen­
te relacionados con las labores mineras. Como hallazgos excepcio­
nales se registraron seis envases en miniatura con sus respectivas ta­
pas de piedra en Cerro Quimal y nueve esferas líticas en el Cerro
Bismarck, localizado en Chile, en la zona de Cerro El Plomo.
Por sus características relevantes, es imposible dejar de men­
cionar la presencia de estatuillas de piedra, las que, aunque reduci­
das en número, adquieren importancia por su relación con las prác­
ticas ceremoniales y religiosas del Inkario. Al igual que sus simila­
res de concha y metal fueron halladas en sitios de altura o sitios ce­
remoniales, caso del idolito antropomorfo de Nevado de Los Tam-
billos o de la estatuilla maciza de travertino del Cerro Pichu-Pichu
(Perú).
De la misma manera que la técnica lapidaria, ciertas manifes­
taciones del arte rupestre pueden ser adscriptas al Horizonte Inkai-
co, por cuanto la iconografía que encierra presenta motivos geo­
métricos, laberintos, puntos y llamas: todos ellos, elementos deco­
rativos que, si bien ya se realizaban en etapas preimperiales, fueron
asimismo utilizados durante el momento inkaico. Por su asocia­
ción, podemos distinguir entre aquellas manifestaciones claramen­
te relacionadas con la red vial Inka, como los petroglifos registra­
dos en la quebrada del Toro (Raffino, 1978) y los de la Sierra de
Famatina (Schobinger, 1966) -quizás funcionalmente vinculados a
la red vial, de la que sirvieron como mojones-, y aquellas de neto
corte simbólico presentes en cuevas y socavones mineros, como las
pictografías de Abra de las Minas (cueva Inkaviejo), los petroglifos
de los sitios de altura de Cerro Gallan, Nevado de Cachi, Negro
Overo, El Potro y Paila, o aquellos localizados en Chile, como en
los poblados de Quillagua, Toconce, Pueblo Camarones Sur, Finca
Chañaral, Punta Brava, Viña del Cerro, Cerro Castaño y Huana, así
como también en los cementerios de Moquella 1, Bahía Salada,
Copiapó, Freirina y Hornitos 1, entre otros.
CAPITULO IV
LA VIALIDAD IMPERIAL EN LOS ANDES DEL SUR

“Un camino antiguo, empedrado y de tres m etros de an­


cho lleva desde Morohuasi, hasta otro im portante pueblo
prehispánico, Incahuasí.. Aunque... no ha sido arreglado
o reparado durante los últimos 40 0 años, está todavía en
tan buen estado, que podría ser recorrido p o r un coche...”
E. vo n R o se n ; 1 9 5 7 .

La extensa e intrincada red caminera que los Inkas tendie­


ron por los Andes Meridionales es un elocuente fenómeno que nos
ayuda a desentrañar la compleja y polifacética naturaleza de su
conquista, a través del conocimiento del que fuera la verdadera
columna vertebral del sistema Inka. Abordaremos con este estudio
un tema que atrajo desde antiguo a numerosos investigadores del
mundo andino. Las menciones de estas legendarias calzadas impe­
riales se han plasmado en la documentación etnohistórica, en los
relatos de los viajeros del siglo XIX y en los aportes de los arqueó­
logos contemporáneos. Cieza de León, Garcilaso, Cobo, Markhan,
Humboldt, Bowman, Raimondi, Squier, Phillipi, Regal, Hagen,
Latcham, Rohmeder, Boman, Mostny, Strube, Iribarren Charlin y
Schobinger son, en este sentido, los jalones más relevantes dentro
de una pródiga lista de investigadores insertos en la problemática
de la red vial del Tawantinsuyu.
Para abordar esta empresa existen dos caminos paralelos pe­
ro interrelacionados: el aspecto propiamente arquitectónico de la
vialidad, percibido por la arqueología, y la red vial como manifes­
tación infraestructural en función de los intereses económicos, po­
líticos y administrativos impuestos por sus hacedores. Ambas ver­
tientes aportarán datos confluyentes en un todo integrado, lo que
permitirá comprender la real dimensión de esta obra, verdadero
esqueleto de sostén de la estructura del imperio.
La arquitectura vial de los Inkas constituye aún hoy motivo
de admiración para quienes, científicos y legos, recorren sus tra­
mos desde Quito hasta los confínes australes de Uspallata y Maipo.
Si bien es cierto que esta red varía notablemente en sus aspectos
estructurales entre uno y otro sector de su emplazamiento; no hay
dudas de que existen similitudes inalterables en su construcción.
En primer lugar el camino seguía un principio básico: el de la prac-
ticidad en función del tráfico pedestre de hombres y animales. Es­
to se manifiesta en la tendencia a la dirección recta, en la búsqueda
de la menor distancia entre dos puntos, evitándose así rodeos inne­
cesarios. Dentro de los Andes Centrales, los casos más sofisticados
de infraestructura vial, mediante la construcción de puentes fijos
y colgantes, escalinatas, vados y cables carriles estuvieron motiva­
dos por este principio.
La disponibilidad de agua era otro requisito básico y no es
improbable que en zonas extremadamente desérticas, algunas vías
secundarias, aparentemente infuncionales dentro del sistema, estu­
vieron dirigidas hacia vegas para el aprovisionamiento de agua.
Relacionada con estos dos requerimientos, el trazado de las
cotas y nivelación de los sectores por donde habría de pasar la cal­
zada, estuvo cuidadosamente planeado. Reutilizando antiguas vías
de movilidad preincaica, recompuestas artificialmente, o inaugu­
rando otras que las nuevas apetencias requerían.
Existen rasgos estructurales característicos y recurrentes en
tom o al trazado vial. Estos pueden ser razonablemente sistematiza­
dos en nueve categorías: empedrado, adoquinado con o sin desa­
güe, despejado, con taludes, escalonado, con rampa, despejado y
amojonado y encerrado por muros. De éstas, los Andes del Sur
fueron asiento de los taxónes despejado y amojonado y despejado,
impuestos masivamente; en mucha menor frecuencia se constatan
las modalidades empedrado, y como casos excepcionales los esca­
lonados, encerrados entre muros, y reforzado con taludes.
El tipo despejado, usualmente más utilizado, explícita las
porciones de la red vial en las que no se destacan otros detalles de
infraestructura notable salvo la típica r a s tr illa d a producida por la
simple limpieza del tramo o quizás por el propio tráfico pedestre.
Usualmente se lo registra en largos tramos rectos que pueden so­
brepasar los 30 km o en secciones escarpadas, por una estrecha
senda sin caracteres destacables.
No es difícil pensar que en muchos tramos existieran a su
vera, a distancias periódicas, estacas demarcatorias de material pe­
recible, hoy desaparecidas para el registro arqueológico, como lo
sugieren los relatos de cronistas como Agustín de Zárate y Garcila-
so. Lo mismo ha podido ocurrir con hileras de piedra luego retira­
das por los habitantes de la zona.
El tipo despejado y amojonado está representado por no
pocos ejemplos de calzadas que de trecho en trecho poseían hileras
de piedras que, sin llegar a constituir un muro, hacían las veces de
amojonado demarcatorío. Estas hileras podían estar a ambos lados
de la vía (en general en terrenos llanos o semi-llanos), o sólo a uno
(en zonas escarpadas). Son ejemplos, entre otros de este camino
señalado, los tramos descriptos por E. Boman en la Sierra del Am-
bato, donde observó: "...de trecho en trecho...enormes bloques de
cuarzo blanco...colocados sobre morros sobresalientes...". Tam­
bién por F. de Aparicio en los valles riojanos. J. Schobinger los
registra en el paraje Chilitanca, dentro del sector oriental de la Sie­
rra de Famatina (ya mencionado por Rohmeder en 1941) y los
que ofrece Mostny para el R ío Loa Superior; también responden a
esta variante, los registrados por H. Yacobaccio en Humahuaca
(1979 com. pers.) y por nosotros en el Valle de Santa María.
El tipo encerrado por muros constituye una variedad más so­
fisticada que se observa con mayor frecuencia en los Andes Centra­
les. Puede darse en los casos en que el camino atravesara una po­
blación, quedando bordeado por los muros de los recintos. Tam­
bién se mencionan casos en que, en terreno abierto, se reemplazaba
la simple hilera de piedras por verdaderos muros, especialmente
construidos para encerrar el carril. Cieza hace mención de esta po­
sibilidad en la costa peruana, también Garcilaso (que cita a Cieza).
Menciones similares hallamos en Zárate y en Rosales (1877) y tam­
bién en Strube (1963). Esta variante parece estar circunscripta a
vías de importancia destacable y no a los caminos secundarios o
tramos de menor relevancia.
Una variedad del tipo la constituiría el registro destacado
por los cronistas, de graderías construidas en un sector ensanchado
del camino (especialmente en tramos escarpados), que se utiliza­
ban a manera de estaciones de descanso para los viajeros.
Las variantes empedrado, adoquinado y adoquinado con de­
sagüe, si bien pueden aparecer como muy similares, ciertos detalles
nos inclinan a mantenerlas separadas. Con empedrado nos referi­
mos a sectores muy reducidos del camino en cuyo piso fueron dis­
puestas piedras o lajas con diferente grado de regularidad y no
muy cuidada terminación. Su fin debe haber sido el de asegurar
el tramo en zonas de suelo disgregable, com o sucede en la quebra­
da del Toro entre Punta Ciénaga y Las Cuevas IV y que fue recorri­
do por uno de nosotros.
El adoquinado se distingue del anterior por su mayor regu-
laxidad en lo que hace a la selección y ensamble de las piedras o lo­
sas del piso, y a su cuidada terminación. En la variedad con desa­
güe se cuidaba especialmente la terminación de la vía, dándole una
convexidad al piso que permitía escurrir el agua, incluso se podían
agregar especies de acequias laterales para encauzar el agua de es­
currido. Obvia decir que estas sofisticadas variantes de adoquinado
y adoquinado con desagüe, estaban limitadas a las zonas centrales
del imperio, estando ausentes en el registro arqueológico de los
Andes del Sur. Fue Humboldt quién durante su travesía entre
Alausi y Loja, Altiplano de Pullall (Perú) en el siglo pasado obser­
vó, maravillado, el grandioso resto del camino Inka: “ ...Cimenta­
do...profundamente y empedrado con bloques labrados de pórfido
negro...”.
Los tipos con taludes, escalonado y con rampas, expresan
nuevamente la predisposición de los Inkas a seguir la línea recta
buscando la menor distancia entre puntos en sus derroteros pedes­
tres. En este caso, mediante la construcción de escalinatas que sor­
tean las irregularidades del terreno. El escalonado se tallaba en la
roca viva, o se completaba con el acarreo de piedras. En cuanto a
la rampa, ésta era ideal en los sectores donde la pendiente, ya sea
por su retoque, o por relleno de piedra y ripio, podía ser atenuada
sin recurrir a la costosa escalinata.
Un ejemplo relevante de escalinata es mencionado por Von
Hagen para las cercanías de Vilcashuaman, en Ayacucho, donde di­
ce haber contado más de mil peldaños. También se observan escali­
natas en piedra en nuestro país en el Ndo. de Aconquija, Doncellas
y Quilmes.
El talud de contención (a veces verdadero muro) servía de
refuerzo a sectores de camino en zonas abruptas, donde la erosión
y el derrumbe podían alterar la vía. Un ejemplo de esta posibili­
dad lo presenta Boman (op. cit.; 1908) en la ruta que lleva de Mo-
rohuasi a Incahuasi, con una figura un tanto rudimentaria que ilus­
tra un apuntalamiento hecho en pirca sin argamasa. Otros ejemplos
son mencionados por J. Schobinger (1966) en la Sierra de Famati-
na, pero los cree reconstrucciones actuales de los antiguos apunta­
lamientos inkaicos.
Existen citas de vías sobreelevadas con talud de contención
a sus lados, pero en zonas llanas. Pensamos que estos viaductos so­
breelevados obedecen mayormente a un criterio de privilegio de
ciertos tramos, condicionados, en ocasiones, por factores topográ­
ficos insalvables de otra manera. No descartamos tampoco, la po-
sibilidad de su uso en zonas anegadizas.
En los Andes Centrales, tanto a nivel arqueológico como et-
nohistórico, existen sobrados ejemplos de obras complementarías a
la infraestructura caminera, como puentes, vados y cables carriles.
Las menciones sobre puentes son pródigas en cronistas y viajeros:
“ ...De unos grandes y recios bejucos... los juntan con barrotes fuer­
tes... pasan los indios y sus mujeres cargados y con sus hijos ...”
(Cieza). “...Usaban estos indios unas puentes hechas de criznejas
anchas y tejidas muy largas..." (Pedro Pizarro). “ ...Para hacer una
puente destas, juntan grandiosa cantidad de rama delgada y correo­
sa..." (Garcilaso). Estas no se han registrado fehacientemente en
los Andes del Sur.
Para las comarcas meridionales al paralelo 22°, una de las po­
cas menciones sobre estas sofisticadas obras se observa en el relato
de Lizarraga sobre la construcción de un puente en el Valle de Qui-
llota, ya transcripta en el Capítulo III cuando tratamos las cons­
trucciones de carácter excepcional. Finalmente, con respecto a los
cables carriles y vados, se carece de registro dentro de los Andes
Meridionales.
Desandando nuestros pasos, en base a los tipos de arquitec­
tura vial formulados, daremos los casos que, con obvias pauperiza­
ciones, se han registrado en los Andes del Sur.
El camino empedrado aparece por segmentos en la región de
Sucre, en la quebrada del Toro entre Punta Ciénaga y Las Cuevas
IV; en la Sierra del Aconquija dentro de las ruinas del Nevado ho­
mónimo y quizás al Norte de la quebrada de Humahuaca, entre
Rodero y Casabindo.
El tipo despejado y amojonado se observa en Turi; en varios
tramos del camino entre Tilipozo y Copiapó (Ej. Tambo de Carri­
zo, Agua de Juncal, Doña Inés y Tres Puntas). En la región de Fa-
matina (Rohmeder 1941 y Schobinger 1966) entre Las Piedras y
Vinchina y en la Sierra del Ambáto. Se cuenta también en el sec­
tor recientemente hallado por nosotros entre Fuerte Quemado y
Quilmes.
El tipo despejado presenta varios ejemplos registrados suce­
sivamente por Rohmeder y Aparicio en La Rioja, Márquez Miran­
da en Calingasta, Schobinger y Barcena en Mendoza; por Iri barren
y Bergholz en Copiapó; a los que deben agregarse los numerosos
vestigios hallados en la Región Calchaquí por diversos autores y
por nosotros al Norte de la quebrada del Toro (entre Punta Ciéna­
ga y El Moreno). Este es el ejemplo más frecuente desde el punto
de vista cuantitativo en los Andes del Sur.
La variante con talud (como refuerzo), sin ser tan habitual,
se observa en los caminos de comisa de algunos sitios de altura, co­
mo Licancabur y El Plomo; también en los ya apuntados casos re­
gistrados por Boman en la quebrada del Toro y por Schobinger en
la Sierra de Famatina, aunque éste los interpreta com o reconstruc­
ciones actuales de los primitivos, que sí cree eran inkaicos (op. cit.;
1966).
En cuanto al tipo encerrado entre muros, su registro se per­
cibe muy fugazmente al atravesar algunas instalaciones como en el
Nevado de Aconquija y Turi.
Para concluir con este tema, diremos que los casos más so­
fisticados de estructura caminera imperial se registran en Ndo. de
Aconquija, La Alumbrera, Cuenca del R ío Doncellas, Quilmes,
Rinconada y Fuerte de Andalgalá. Allí, estas vías salvan desniveles
mediante el empleo de escalinatas en piedra.
Las medidas de los caminos eran variables, desde una gran
calzada de varios metros de ancho hasta una simple senda por la
que escasamente pasaban dos hombres de lado. Los casos que no­
sotros hemos podido observar se tratan de calzadas desde 2 m has­
ta 4 m de ancho, de recorrido preferentemente recto, solamente al­
terado cuando la escabrosidad del paisaje obligó a ello. Esto indu­
dablemente contrasta con las dimensiones registradas en los An­
des Centrales: “ ...seis jinetes pueden galopar de frente a ellos...”
(Xerez, Francisco de). “ ...Hicieron un camino tan ancho como de
15 pies...” (Cieza) “ ...En todos los valles hicieron caminos que casi
tienen 40 pies de ancho...” (Zárate, I). Garcilaso cita el caso de
una vía mandada construir por Mayta Cápaq (4 o de la qhapaqku-
na) en la que el mismo Inka trabajó y “ ...Con este ejemplo pusie­
ron tanta diligencia los suyos que en pocos días acabaron la calza­
da, con ser de 6 varas en ancho y dos de alto” (op. cit.; 1960).
Más cercano en el tiempo Humboldt decía: “ ...a nuestro la­
do divisamos extenderse los restos grandiosos del camino incaico
con 20 pies de ancho...” . Las citas son elocuentes en cuanto a una
variabilidad, pero también a un cierto orden en cuanto a las dimen­
siones. H. Disselhoff (1957) cree, de acuerdo a sus observaciones
en la costa peruana, en una medida probable de 8 m. En los Andes
del Sur estas dimensiones se reducen ostensiblemente, así Schobin­
ger mide en la Sierra de Famatina entre 5-6 m y 3,50 m (Rohme-
der había estimado entre 7 y 8 m); G. Mostny estima en Turi unos
4 m y más al norte hasta “ 25 pies de ancho” basada en datos de
Herrera (op. cit.; 1948). Iribarren y Bergholz dicen que en la zona
de El Chañaral el camino “ ...en su forma más pura, es una huella li­
bre de piedras u otros obstáculos de entre 30 a 60 cm de ancho,
con una leve concavidad hasta 5 cm ...” (op.cit.; 1972). R. Bárcena
(1979) por su parte, si bien reconoce que a veces se manifiesta co­
mo una senda o huella en la zona de Uspallata, considera que el
ancho normal, por lo menos a la entrada de los tambos, debió ser
de dos metros y medio. Nosotros, en la quebrada del Toro, cons­
tatamos un ancho de alrededor de 3 m para el tramo empedrado
de Las Cuevas IV, mientras que en el Valle de Santa María, entre
Fuerte Quemado y Quilmes, similares dimensiones para el tramo
despejado.

1. Factores integrativos de la red vial.

La extensa red de caminos estuvo interconectada por


puntos de enlace, funcionalmente destinados para el abastecimien­
to de hombres y animales. Es así com o, a tramos periódicos se re­
gistran los restos de construcciones que sirvieron com o altos ca­
mineros y que la literatura ha identificado con el genérico rótulo
de Tampus. Estos ya han sido mencionados cuando analizamos
técnicamente el R.P.C.. Fundamentalmente, el Tampu fue un si­
tio constituido por uno o más R.P.C. emplazados a la vera del
camino, encerrando los corrales 9 y eventualmente provistos de
depósitos o collcas para el abastecimiento. Entre casi medio cen­
tenar de casos detectados, podemos mencionar a Punta Ciénaga,
Las Cuevas IV, Corrales Viejos, Quillay, Paso Valeriano, Tocota,
Tambillos, Ranchillos, Tambillitos, R ío los Tambos, Rosario-Peña
Blanca, Juncal, Tambo de Carrizo, Tambo R ío Sal y Huana, como
ejemplos típicos de Tampus. A sí com o otros que aparecen direc­
tamente asociados con instalaciones preexistentes, com o Yacorai-
te, Fuerte Quemado, Punta de Balasto y Catarpe Este, pero sin
perder su funcionalidad como puntos de enlace. A todos éstos en­
claves, arqueológicamente percibidos, debemos agregar otros dos
tipos de puntos de enlace que son mencionados por los cronistas,
pero cuyo registro arqueológico es, por hoy, indiscernible. Estos
son los Corpawasi y los Chasquiwasi.
Del Corpawasi el registro etnohistórico nos dice que eran

9 N u e s tra s e x c a v a c io n e s e n lo s p a tio s c e n tra le s d e P u n ta C ié n a g a r e c o b r a ­


r o n re s to s d e g u a n o q u e p e r m ite n in fe rir e s ta f u n c ió n d e c o rra le s .
posadas camineras de menor relevancia arquitectónica que los
Tampus, quizás compuestos por 2 o 3 construcciones de planta
rectangular o circular. Por su parte a los Chasquiwasis, las crónicas
los relatan como pequeñas estafetas imperiales, o chozas estrechas
de los corredores de la posta (Strube; op. cit; 1963).
Por supuesto, tanto las fortalezas, como los centros adminis­
trativos y aún algunos santuarios de altura se han desempeñado,
además de sus complejas y relevantes funciones, como hitos dentro
de esta red. Pero su significado dentro del sistema los hace exceder
largamente el sencillo rol de los Tampus, Corpawasis y Chasquiwa­
sis.
Quedan momentáneamente, fuera de nuestra taxonomía de
los puntos de enlace algunos sitios excepcionales, como los expues­
tos oportunamente por J. Schobinger para Pampa Real, Licanca-
bur (con su tambería en la ladera), y Chañi-Jefatura de los Diablos;
para los que infiere una relación muy especial con ciertas huacas o
sitios de culto y la explotación minera, pero careciendo de una ha­
bitabilidad permanente. R. Bárcena (1979) por su parte, nos pre­
senta una interesante apertura funcional para el sitio Ciénaga deí
Yalguarás en Mendoza, como posible sitio de caza, incluso provisto
de poblamiento estacional. Este mismo autor plantea también un
caso quizás particular en tom o a la Tambería de Leoncito en San
Juan, cuya significación aún no es clara.
La distancia entre los puntos de enlace también ha sido va­
riable, pero dentro de ciertos límites. El cronista Agustín de Zára-
te, por ejemplo, dice que estaban “ ...apartados 8 a 10 leguas y en
partes 15-20..." (op.cit.; 1947). Otros como Valdivia, mencionan
distancias de 7 leguas 10.
Los parámetros estimados por Iribarren para el Norte Chico
de Chile son bastante menores, entre 4 y 9,5 Km., pero no sabe­
mos si todos fueron tambos (op. cit., 1972); Bárcena estima esta
distancia entre postas en 22,5 a 25 Km. para la zona de Uspallata
(op. cit., 1979).

10 E x i s t í a n e n é p o c a s d e la C o n q u is ta v a rio s t ip o s d e leg u a s d e d is tin to va­


lo r :
1- L e g u a — 2 0 .0 0 0 p ie s — 5 .5 7 2 m .
2- L e g u a c o m ú n 5 .5 5 6 m .
3 - L e g u a d e c a m i n o — 6 .6 2 0 m .
4- L e g u a d e p o s ta — 4 K m .
R o b e r t o L e v illie r ( o p . c it .; 1 9 4 2 ) o to r g a a u n a le g u a el v a lo r d e 6 ,3 2 2 m .
N o s o t r o s u t il i z a r e m o s u n v a lo r c o n v e n c io n a l e n n u e s tr o s c á lc u lo s d e 5 .5 6 0 a
6 . 0 0 0 m a m a n e r a d e r e s u m e n a r it m é t ic o d e lo s n u m e ro s o s v a lo re s q u e c irc u ­
la n e n la b i b li o g r a f ía .
Esencialmente, la distancia variaba de acuerdo a factores to­
pográficos, pero en general representaba una jomada de marcha,
distancia que estimamos en 40 Km. en zona llana y 20 Km en re­
giones de paisaje más agudo; sin olvidar que intermedio podían
aparecer posadas menores, postas de correo u otras construcciones,
ya que la distancia estimada está más que nada referida a los pun­
tos de enlace principales.

2. Elementos estadísticos para las asociaciones de la red vial.

En base a los datos graficados en el Cuadro I hemos obteni­


do diversos valores frecuenciales en tomo a las asociaciones entre
la red caminera y otros rasgos intervenientes en el contexto Inka,
como R.P.C., explotaciones mineras, santuarios de altura y arte ru­
pestre. La red vial está arqueológicamente indicada por 157 pre­
sencias de segmentos, sobre una muestra total de 246 instalacio­
nes. Las 86 restantes explican falta o deficiencia de registro de es­
tos segmentos camineros, lo que para nosotros se codificó como
a u s e n c ia .

sobre un total de 107 presen­


A s o c i a c i ó n e n t r e v i a lid a d y R .P .C .:
cias de R.P.C. se vinculan con segmentos viales el 80 por
ciento, de los cuales 86 casos corresponden a R.P.C. aloja­
dos en territorio al oriente de la cordillera de los Andes y
21 al occidente. Asimismo, si invertimos la entrada al cálcu­
lo se observa que sobre los 157 segmentos viales registrados,
un 55 por ciento de ellos están asociados con R.P.C.; de
ellos, al oriente de la cordillera el porcentaje alcanza el 68
por ciento, mientras que del lado chileno sólo del 29 por
ciento. Esto nos lleva a concluir que hay mucha mayor fre­
cuencia de asociación entre instalaciones Inkas y segmentos
viales en el sector argentino que en el chileno.

del total de 100 presendas


A s o c i a c i ó n e n t r e v ia lid a d y m in e r ía :
comprobadas de explotaciones mineras, 85 se asocian con
segmentos viales. Agreguemos además que de las 50 presen­
das mineras registradas en Argentina, el 92 por ciento está
asociado con caminos; mientras que de los otros 50 ubica­
dos en Chile, se asocian con vialidad el 78 por ciento de
ellos. Asimismo, si consideramos las 157 presendas de seg­
mentos viales, observamos que el 64 por ciento de ellos veri-
fica asociación con explotaciones mineras.

A sociación e n tre vialidad y s itio s d e altura: De los 46 sitios de al­


tura registrados, 25 están vinculados con segmentos camine­
ros y 16 de estos 25 con R.P.C. Estos 25 casos representan,
por otra parte, el 16 por ciento de las 157 presencias de seg­
mentos viales.

A sociación en tre vialidad y a r te ru p estre: Es el más riesgoso de to­


dos estos casos de asociación frecuencial, indudablemente,
por la falta de un diagnóstico preciso en tom o a la filiación
Inka del arte rupestre; no obstante vale la pena intentarla.
De 68 presencias de arte rupestre presumiblemente Inka y
asociado a segmentos viales en los Andes del Sur, 35 se loca­
lizan al oriente de la cordillera y 33 al occidente.
Si consideramos, por otra parte, las 157 presencias de
segmentos viales, diremos que un 38 por ciento de ellas se
asocia con manifestaciones artísticas rupestres.

3- El trazado vial en el Kollasuyu

Para la reconstrucción de los caminos inkaicos en el Kollasu­


yu nos hemos valido, por un lado, de la situación de los puntos de
enlace registrados por la arqueología y por otro de la información
etnohistórica, con las debidas reservas que el tratamiento de este
último material requiere. Poseemos además los segmentos de cami­
nos registrados arqueológicamente en las distintas regiones y por
diferentes autores, que constituyen la vertiente documental más
confiable. Finalmente, complementamos estos datos con la visión
geográfico-topográfica de las regiones afectadas; elemento indis­
pensable para inferir la más probable vía de acceso en regiones
donde faltan otros registros y para c hequear la viabilidad de los
propuestos.
En base a esta metodología hemos ido armando el rompeca­
bezas que constituye la red vial Inka, manteniendo las reservas per­
tinentes en las zonas donde el registro no está aún todo lo translú­
cido que quisiéramos, lo que se manifiesta en las líneas punteadas
del mapa 1.
El camino inkaico presentaba dos rangos: las vías principales
y las secundarias; las primeras cruzaron longitudinalmente el espa­
cio andino, uniendo con sus puntos de enlace las regiones de ma-
yor interés. De estos verdaderos ejes axiales se desprendían perma­
nentemente vías secundarias, de disposición transversal, que ha­
cían del camino una red anastomosada que llegó hasta los más ínti­
mos rincones del espacio andino ocupado. En los Andes del Sur e-
xistían dos caminos principales intercomunicados en innumerables
sectores entre sí por caminos secundarios; ellos fueron el camino
de Chile (de la costa) y el del Noroeste argentino.
El camino de Chile se origina de dos vertientes, una que baja
desde la zona de Tacna-Arica y que va a unirse con otra, que pro­
viene desde la puna boliviana en Ascotán. La vía boliviana, a que
hacemos referencia, viene desde Tiwanaku a Viacha, de allí hasta
" ...Ayó-ayó donde grandes aposentos del Inga; más adelante Sica-
Sica (que es hasta donde hay Collas), Caracollo 11 leguas adelante
cerca de la provincia de Paria...” (Cieza), en la actualidad Poopó.
Luego bordea el lago hasta Challapata, para llegar a Uyuni, sortea
el salar homónimo y a través de la cordillera se dirige a Ascotán.
Desde Uyuni a Ascotán, los sitios Laguna Ramaditas y Ascotán
podrían ser jalones de esta vía (sitios N° 258 y 166). Este camino
sigue al Sur, recorriendo Chile longitudinalmente, hasta los confi­
nes australes del imperio.
La vía boliviana es indudablemente importante y llega hasta
Cuzco, bordeando el lago Titicaca, y está bien documentada en el
terreno por numerosos restos en la zona peruana.
La otra vertiente, el camino del Noroeste argentino, posee
su punto de ingreso al territorio argentino en Calahoyo (Lím. Arg-
boliviano). Este sitio es de registro etnohistórico (Matienzo) y no
poseemos su correlativo a nivel arqueológico, salvo una tangencial
mención de J. Fernandez (1978). Boman lo ubica unos 30-35 Km
al occidente de La Quiaca-Villazón en su Carie Archéologique
(1908).
Hacia Calahoyo convergen desde el lado boliviano dos vías
probables, que se unen en Tupiza. Una viene desde Sucre (sitio
N° 250), en Chuquisaca, la otra vendría desde Turqui (por regis­
tros etnohistóricos) y en ella parece converger una vía que, desde
Uyuni, une este camino oriental con el que ingresa a Chile, al Nor­
te de Tupiza. Esta ruta del Noroeste argentino va descendiendo ha­
cia el Sur hasta el valle de Uspallata, en la zona Cuyana, y durante
su transcurso se separan varios caminos secundarios que, a través
de la cordillera y sus pasos, la comunican con Chile.
Aparentemente ambas vías principales, la chilena y la ar­
gentina, no fueron desarrolladas sincrónicamente, sino que, de
acuerdo a los datos de la etnohistoria, la vía chilena sería la más
antigua ruta en la entrada del Inka en el Sur, ya sea por la costa del
Perú, o por la vertiente altiplánica boliviana, sin embargo, una vez
construidas, durante el reinado de Topa Inka Yupanki, como en el
de su sucesor Waina Kapaj, fue el camino del sector argentino el
más utilizado. La mayor cantidad de tampus construida del lado
argentino, a la vera del camino, así lo proponen.
La existencia de mayor cantidad de cementerios con in­
fluencia Inka en Chile respecto del Noroeste argentino, podría su­
gerir una ocupación más temprana y prolongada en la región tra­
sandina y de mayor tendencia a usar el Noroeste argentino como
vía de paso". Por otra parte, una vez trazado el derrotero por Ar­
gentina y vistas sus condiciones favorables, confrontado con el ris­
pido desierto de Tarapacá y Atacama, pudo reforzarse la línea de
tampus del lado argentino (recuérdese que el 68 por ciento de los
R.P.C. de Argentina están asociados a segmentos camineros, mien­
tras que del lado chileno sólo el 29 por ciento); lo que se sugiere
también por la presencia de numerosos mitmaq desplazados desde
Chile hacia Argentina.

4- Los restos del Sur de Bolivia:

Viniendo desde Cuzco el camino bordeaba por ambas már­


genes el Titicaca, para unirse en Tiwanaku. La vertiente de la mar­
gen occidental, bien documentada por nuestros restos arqueológi­
cos, desde Ayaviri llevaba al Sur por: Pucará, Puno, Chucuito,
Acora, Pomata, Zepita (estaciones de mayor relevancia en territo­
rio peruano), hasta las bocas del Río Desagüadero y a Tiwanaku.
Allí se reunía con el carril de la margen oriental del lago, que par­
tiendo desde Ayaviri venía a converger en Tiwanaku según Cieza.
De sus estaciones nos dice Strube que eran “ ...Vilque Chico, Acar­
pa, Husichu, Conima, Escoma, Carabuco, Ancoraime, Achacache,
Huarina, Pucarina, Laja hasta Tiahuanaco..." (op. cit.; 1963). Este
ramal oriental tenía numerosas bifurcaciones secundarias hacia el
Este, entre ellas una que desde Pucarina llevaba a Chuquiao (actual
La Paz) desde donde se desprendían nuevas ramas secundarias.
Siguiendo a Cieza, el camino iba desde Tiwanaku a Viacha,
de allí a Ayo-Ayo y luego a Sica-Sica, donde limita la región de los
Collas, a Caracollo y luego a Paria (Oruro). El camino va atravesan­
do la zona de Puna, bordea el lago Poopó, se dirige a Uyuni sobre
las márgenes del salar de ese nombre. Allí se bifurca, dirigiéndose
Planta y p erfil del Pukará de Angastaco, valle Calchaqui medio. A p esa r de que
su m ateria prim a fue utilizada en las construcciones m odernas, aún se percibe
en su sector central los cim ientos de un R.P.C. (P .A .).
por el Sudoeste hacia Chile por Laguna Ramaditas y Ascotán (si­
tios N° 258 y 166). La otra rama se desplaza hacia el Sudeste, en
dirección a Tupiza.
De las varias derivaciones secundarias de esta ruta altipláni-
ca hacia el Este, la más importante es la que, saliendo de Oruro, se
dirige a Cochabamba. El recorrido probable sería: desde Oruro a
Sipisipi (s. 256), luego a Quillacollo y Colcapirhua e Inkarracay
(s. 254 y 242), de allí sigue a Illuri (s. N° 255), luego a Arani
III (s. N° 257), hasta Inkallajta (s. N° 235). Esta era una de las
vías que llevaban a la línea de fortificaciones que contenían a los
grupos guaraníes.
Hacia el oriente de Bolivia detectamos dos vías. Una vendría
desde Lakatambo II en Mizque (s. N° 236), y se dirige hacia el Sur
internándose en la región de Chuquisaca hasta Tupiza. Sus estacio­
nes más relevantes serían: Lakatambo II; Sucre (s. N° 250); San
Lucas (s. N° 248); Camargo (s. et.) 11; Vichada (s. et); y Tupiza.
En Tupiza este ramal oriental se une con otros dos, el que viene
desde Uyuni, nexo entre las dos ramas principales, y otro que baja
desde Turqui (s.et), pasando por Cotagaita (s.et). Hacia el oriente
quedan numerosas instalaciones fortificadas, documentadas ar­
queológicamente, pero carentes de registro de vialidad.

5- El camino en Chile.

Del camino que baja del altiplano andino desde Charaña (s.
et.) al Valle de Lluta y Arica nos dice Strube: “ ... El camino prin­
cipal arranca de Tacna-Arica, atraviesa el Tamarugal, toca el oasis
de Pica, rumbo al Loa Medio, el cual remonta hasta Calama, Chiu-
Chiu y Turi, girando quizás ya desde Calama derecho a San Pedro
de Atacama...” En el mapa publicado por este autor (op.cit.; Ma­
pa N° 1) hace descender casi verticalmente el camino desde Pica
(s. Nº 147) hacia el cauce medio del río Loa, y luego girar junto
con el cauce superior hacia San Pedro de Atacama. Sin embargo,
las evidencias que registramos de este tramo no son del todo com­
pletas. Si aceptamos las ideas de Strube, quizás Quillagua (s. N°
148) fuera un punto de enlace. En cambio está muy bien reconoci­
do el tramo que llega a Ascotán por el Norte desde Sibaya (s.et.),

11 Desde ahora utilizaremos la abreviatura “s.et.”, para indicar: sitio con re­
ferencia etnohistórica.
en Bolivia. Este último pudo ser una alternativa de mayor atractivo
para descender hacia Turi (s. N° 150) por Pica y Guasco (s.et.).
Vale la pena destacar otro tramo, mencionado por Le Paige
(op. cit.; 1959) desde Conchi Viejo en el Loa, hacia las ricas minas
de Chuquicamata, representando una calzada secundaria al tramo
principal que bordea el valle superior del Loa.
Nos ha quedado de esta manera compuesto el tramo hasta
Pica: por Charaña (s.et.); Tacna (s. N° 130); Rosario-Peña Blanca
(s. N° 132), desde allí debía descender un ramal secundario a la
costa hasta la zona de Arica donde se registran numerosos sitios
con presencia Inka (La Lisera, N° 133; Alto Ramírez, N° 134; Pla­
ya Miller-6, N° 135); luego a Chaca (s.et.); entra al valle de Cama­
rones con el sitio Hacienda Camarones, debiendo pasar entre los
numerosos enclaves registrados en el valle (Saguara-2, N° 139; Sa-
guara-3, N° 141; Camarones Sur, N° 140; Cerro Tapata, N° 142);
desde allí está bien registrado a Suca (s.et.), pudiendo bajar por al­
guna de las quebradas transversales hacia Pisagua, en la costa (Mo-
quella, N° 143); a Caserones (s. N° 146), en Tarapacá; para des­
cender hasta el oasis de Pica (sitio Pica, N° 147). A partir de allí
se plantean las dos opciones que apuntábamos, o bien se dirige rec­
tamente al Sur, buscando el curso medio del río Loa y a través del
desierto, quizás pasando por Quillagua (s. N° 148), o bien se dirige
hacia el Noroeste en pos del Altiplano Andino, desembocando en
Guaseo (s.et.). Ambas opciones pudieron existir simultáneamente.
Lo cierto es que el camino llega a Turi (s. N° 150), donde es clara
una bifurcación, una rama hacia el Norte (hacia Guaseo y Sibaya)
y otra hacia el Sur hacia el Salar de Atacama.
Del trayecto al Norte se ocupó también la eminente investi­
gadora chilena G. Mostny (1948), que a su vez recoge el dato de
los vaqueanos y le agrega la posición geográfica copiada de Riso
Patrón (1924). Nos dice Mostny que “ ...Lo que no se ha podido
ver en el terreno mismo, pero que sale claramente en la fotografía
aérea..., es que este camino se une de dos brazos antes de llegar al
muro de Turi, para bifurcar otra vez en el momento de abandonar
la vecindad del muro...” . Aparece como probable que las dos vías
que llegan a Turi sean las que presentan nuestro problema: una la
que baja desde Guaseo y la otra la que bordearía el cauce del río
Loa. En cuanto a las que se desprenden hacia el Sur, una de ellas lo
hace en dirección a San Pedro de Atacama.
Podemos así resumir el recorrido desde Sibaya a Turi: Siba­
ya (s.et.); Sacaya (s.et.), donde se puede producir una especie de
triangulación entre Sacaya, El Tojo (s. N° 145) y Guaseo; de Guas­
eo, donde llegaría la comunicación desde Pica, seguiría por Pabe­
llón (Pabellón del Inca, Mostny, 1948); Ujina (s.et.); Miño (quizá
nuestro volcán Miño, N° 156); Cebollar (s.et.); Ascotán (s. N °
166); Cupo (s. N° 149); para llegar a Turi (s. N° 150). En Ascotán
se produce la unión con el ramal boliviano que viene desde Uyuni.
Continuando hacia el Sur, hacia Copiapó, nos dice Strube
que el camino: “ ...sigue por Paine, Tilipozo, Puquios, Río Frío
(con ruinas), Agua Dulce, Pasto Cerrado, Chañaral Bajo o Copiapó
de 4 pies de ancho, limpio de piedras, recto..." (op. cit., p. 48;
1963). Luego cita a E. Espinosa que toma el camino en “Tilimon-
te” (nuestro Tilipozo) (E.Espinosa; 1903). Vamos a tratar de pre­
cisar un poco más el sector del salar, ya que contamos con mejores
aportes arqueológicos. El trayecto propuesto por nosotros, desde
Turi, seguiría así: Turi; Lasana (s. N° 151); Chiu-Chiu (s. N° 152);
desde allí se dirige hacia un grupo de sitios en el borde Norte del
Salar de Atacama: Vilama (s. N° 159), Catarpe(s. N° 160), Quitor
(s. N° 161) de allí, bordeando la margen Este del Salar, va a Zapar
(s. N° 162); luego a Peine (o Paine) (s. N° 163); hasta Tilipozo (s.
et.).
Destaquemos que Turi, Lasana y Chiu-Chiu, e incluso Cupo
(s. N° 199), todos en el valle del Loa superior, podrían ser, cual­
quiera de ellos, el receptor del camino que postula Strube desde el
Oeste. Lo más probable es, cualquiera sea el receptor, que los tres
estén inmediatamente relacionados e intercomunicados. Al oriente
de Chiu-Chiu, están Los Morros I (s. N° 153) y Toconce (s. N°
154) que probablemente también se comunicaban por caminos se­
cundarios. Indudablemente los Inkas utilizaron la red de tráñco
preexistente a su conquista, atestiguada por innumerables ejemplos
sobre la movilidad entre estos pueblos Atacameños preinkaicos.
Esta podría extenderse a numerosas etnías y regiones de los Andes
del Sur, hasta la Cuenca del Copiapó del lado chileno y regiones
Calchaquí y Hualfin del argentino, haciendo la salvedad que si bien
las v ía s d e tr á fic o y la u tiliz a c ió n d e la to p o g ra fía p a ra c o m u n ic a r
r e g io n e s era u tiliz a d a d e s d e a n tig u o , e l ca m in o c o m o m a n ifesta ­
c ió n in fr a e s tr u c tu r a l e s n e ta m e n te in kaico.
Al Este del grupo de sitios alojados en el oasis de San Pedro
de Atacama, se ubican sobre la Alta Cordillera, los Santuarios:
Vcan. Juriques (s. N° 31); Vcan. Licancabur (s. Nº 32) y Vcan.
Colorado (s. N ° 155). El Licancabur en especial, reviste gran rele­
vancia arquitectónica, y debe relacionarse con el Juriques. Por ello
es dable pensar que debía existir alguna comunicación caminera
desde San Pedro de Atacama hasta esta zona.
Para el tramo siguiente las referencias son etnohistóricas. Si­
gamos, por ejemplo, a E. Espinosa que nos da las siguientes esta­
ciones hasta la Qda. del Juncal: Tilimonte (Tilipozo), Agua de Pu­
quios, Vega del Pajonal, Río Frío, Portillo de Vaquillas, Morro de
Buena Esperanza, Aguada de Incahuasi, Aguada del Juncal. En
nuestro mapa recomponemos este itinerario así: Tilipozo (s. et.);
Puquios (s.et.); Pajonal (s. et.); Río Frío (según Strube con rui­
nas); e Incahuasi. Este derrotero fue seguido por A. Philippi en
1853, quien ofrece testimonios de un tipo de vialidad clasificada
por nosotros como d e s p e ja d o y a m o jo n a d o .
De este tramo creemos probable que se desprendieran dos
vías que comunicaran al otro lado de la cordillera, hacia la Puna
salteña. Una desde Tilipozo pasando por Pular (s. N° 29); la otra
desde Puquios y por Socompa (s. N ° 28).
A continuación de Incahuasi, volvamos al recorrido com­
puesto por Espinosa: Aguada de Incahuasi; Aguada del Juncal; A-
guada de Carrizo; Aguada de Doña Inés; Junta del Río Salado con
la Qda. de Pastos Cerrados; Finca del Chañaral; Portezuelo de Vi-
llanueva; Mineral de Tres Puntas; Portezuelo del Inca; Portezuelo
de la mina Toro y entrando a Copiapó por Chanchoquín. El haber
separado el itinerario en dos partes tiene su razón de ser. Conta­
mos a partir de la Qda. de Juncal, con buenos datos arqueológicos
aportados por los trabajos de J. Iribarren y H. Bergholz (op. cit.;
1972), quienes nos dicen que en la zona del desierto de Atacama el
camino “se caracteriza por sus tramos totalmente rectos en distan­
cias hasta de 30 Km”, y ubican varios “tambos y tambillos” que
representan los puntos de enlace de la red. Además señalan la exis­
tencia de numerosas vías secundarias que conducirían a posibles
pastoreos, cotos de caza, zonas de recolección de piedras para ar­
mas y adornos. Algunas de estas vías se dirigen a la Alta Cordillera,
hacia explotaciones de minería, e incluso señalan que algunas iban
al otro lado de Los Andes (hacia Hualfin-Abaucan). La riqueza de
material arqueológico de ambos lados de la cordillera nos habla de
que, en época precolombina el tránsito intercordillerano era más
habitual por aquí que por el Norte. Estos autores estiman que en­
tre Fca. Chañaral y Qda. del Carrizo hay unos 90 km.; mientras
Strube, basado en Espinosa, otorga 442,5 km. entre Tilipozo y
Copiapó.
Retomando el recorrido a partir de Incahuasi, los puntos de
enlace serían: Juncal (s. N° 169); Tambo del Carrizo (s. N° 170);
Inés Chica (s. N ° 171); Tambo Río Sal (s. N° 172); Finca Chaña-
ral (s. N° 173); Pueblo del Inca (s.et.); Tres Puntas (s.et.); Puquios
(Copiapó) (s.et.) y Copiapó (con varios sitios).
En Copiapó poseemos buenos datos arqueológicos para re­
construir la red. Ha sido esta una zona de riqueza minera que atra­
jo las apetencias Inkas, además de ser un centro de importancia en
la red de comunicación; al respecto dejemos hablar a Strube: "...
En Copiapó hay varios caminos que ahí confluyen: no solo la ruta
imperial de Atacama, sino también el ramal que se desprende en
Londres de la ruta serrana y que une ambas arterias imperiales. Es
la misma ruta de Almagro a Chile; además hay caminos que cruzan
el Blanco, p. ej., el transitado camino que sale del valle de los Ca-
payanes por Jagüel a Copiapó... La Quebrada del Carmen comuni­
ca asimismo por varias abras con la cuenca del Cura, afluente del
Blanco. El valle del Elqui, regado por el Coquimbo, tiene por cabe­
cera el Claro y Turbio. A lo largo de este va un camino viejo por
Huanta y el Portezuelo de Doña Ana (nevado) a las Termas del To­
ro con comunicación al Cura por varias abras: pero su afluente ma­
yor, el Ingaguás, se combina por el abra homónima con el Cachi-
guás, nacimiento del Claro. Ingaguás es un fortín incaico según R.
Latcham, in litteris 1940, y su nombre españolismo de Incahua-
si..." (op. cit.; p. 56).
Así reconstruiríamos el itinerario del camino de la siguiente
manera, hacia el Este: Copiapó/Basural (s. N° 177); Co. Capis-Ce­
rrillos (s. N° 176); Punta Brava (s. N° 178) y Homitos (s. N°
179); Viña del Cerro (s. N° 180) donde el camino se bifurcaría.
Hacia el Norte seguiría por: Cerro Castaño (s. N° 181) y pasaría a
Argentina por la zona de Los Patos, donde se detectaron dos sitios
de altura: Azufre o Copiapó (s. N° 58) y Los Patos (s. N° 57). Ha­
cia el Sur iría por: Viña del Cerro; Iglesia Colorada (s. N° 181); El
Potro-Peña Negra (s. N° 87) (cercano a Co. Mogotes, N° 109), en
la Precordillera chilena y de ahí a Paila, en La Rioja.
Sobre la costa de Copiapó nos quedan algunos sitios despla­
zados de la red, para los que no tenemos aún registro caminero, co­
mo ser Caldera (s. N° 174), en Bahía Caldera, y Bahía Salada, en
la bahía homónima, ambos cementerios locales con asociación in-
kaica.
De Copiapó al Sur el registro de vialidad se nace difuso has­
ta el valle del Elqui y La Serena. Esta debe dirigirse al valle de
Huasco, donde ubicamos Vallenar (s. et.) (el s. N° 183; Vallenar,
es un cementerio mixto). Sobre el valle ubicamos al Oeste, hacia
las cabeceras al Alto del Carmen (s. N° 183) y hacia la desemboca­
dura el cementerio mixto de Freirina (s. N° 182). De Vallenar se
dirigía hacia el Elqui pasando por Yerba Buena (s. et.). En el fértil
valle de Elqui la documentación se hace más pródiga. En la zona
de Almirante Latorre encontramos los sitios de: Los Infieles (s.
N° 184), Los Puntiudos (s. N° 186) y Agua del Nogal (s. N° 187),
todos con presencia Inka y asociados a la vialidad.
En la zona de La Serena el registro es también muy pródigo:
Co. Juan Soldado (s. N° 188); Punta Teatinos (s. N° 190) y Alto-
valsol, Potrero El Silo y Punta de Piedra (s. Nos. 191,192 y 193)
en el valle de Elqui. El camino debe seguir por Vicuña (s. Nº 189)
donde se puede bifurcar, una rama transpone la cordillera hacia
H o r n o d e f u n d ic i ó n h a lla d o e n Q u illa y (v a lle d e H u a lf ín ) ; d ir e c ta ­
m e n te a s o c ia d o a u n e s ta b le c im ie n to In k a e n e l q u e se re g is tr a r o n
1 4 d e e s ta s c o n s tr u c c io n e s d e a d o b e y g ra n c a n tid a d d e e s c o r ia d e
fundición (F .A .).
San Juan a través de Las Tórtolas, donde ubicamos dos santuarios
de altura: Las Tórtolas (s. N° 96) y Doña Ana (s. N° 97), para se­
guir a Angualasto (s. N° 100). La otra vía bajaría hacia el valle del
Hurtado, al sitio Estadio Ovalle (s. N° 195) y de allí a Huana (s.
N ° 196). Luego se internaría en la actual provincia de Coquimbo
hacia el Sur, pasando por: Combarbalá (s. et., correspondiente a
nuestro s. N° 228, Cogoti 18); Illapel (s. et.); Conchali (s.et.); Qui-
limari (s. et.): Ligua (s. et.); para entrar en el fértil valle de Aconca­
gua por Quillota (s. N° 202); atravesándose varios valles, entre los
que se destacan los de Choapa y Petorca. (donde se ubica un ce­
menterio mixto, Petorca N° 201).
En las provincias centrales la información aumenta, aunque
mucha de ella proviene de cementerios o de referencias etnohistó­
ricas no probadas arqueológicamente. En esta zona central el inte­
rés Inka parece revitalizarse. Hay aquí, por lo menos en base al re­
gistro etnohistórico, un gran anastomosamiento de la red, eviden­
ciado por las numerosas vías de comunicación, que transponen in­
cluso hacia el otro lado de la cordillera. Desde Aconcagua el cami­
no va hacia el Sur, hacia la costa por: Mauco (s. et.); Quilpué (s.
et.); Estero Las Dichas (s. N° 204, con buenas referencias etnohis­
tóricas, en Valparaíso); Co. Los Paraguas (s. N° 105) y Sto. Do­
mingo (s. N° 206, cerca de la desembocadura del R ío Maipo) po­
drían ser los hitos más al Sur de la red vial arqueológicamente
testificada, de allí hacia el Sur la información se vuelve en extremo
difusa.
De esta vía que acabamos de describir debían salir numero­
sas otras que se dirigían hacia el Este. De Aconcagua hacia Til—Til
(s.et.), pasando quizás por Chacabuco (Hacienda Chacabuco, N°
227). Otra vía convergería en Til—Til, proveniente de Quilpué, y
de allí el camino se dirigiría hacia la cordillera por el valle de Co­
lina (Colina, N° 209), siguiendo hacia Argentina por Aconcagua
(N° 207) o por las vecindades del C° El Plomo (s. N° 208), para
arribar al valle de Uspallata (sitio Ranchillos, N° 107). Desde Coli­
na, por otra parte, se debía comunicar con la poblada región del
valle del Mapocho, en la que aparecieron numerosos restos de ce­
menterios Inka e Inka—local (La Reina, N° 210; Jardín del Este,
N° 212). De allí descendería a Talagante (s.et.; s. N° 214), al que
se asociarían los numerosos cementerios del valle del Maipo y a la
fortaleza de Colipeumo, tan citada en la bibliografía histórica
(s. N° 220).
Hacia el Sur nos quedan varios sitios, incluso fortalezas (al-
gunas quizás más míticas que reales) como San Vicente de Tagua
Tagua (s. N° 223) y Maulé—Río Claro (s. N° 226), reiteradamente
mencionados por los historiadores, pero cuya efectiva presencia
Inka deberá ser probada a nivel arqueológico. (C. Keller; 1960: Iri-
barren—Berghoiz, 1972; Mostny, 1957 a y b y R. Stehberg, 1975 y
1976).

6- El camino en Argentina

Las opiniones parecen coincidir en ubicar en Calahoyo al


primer punto de enlace en territorio argentino. A partir de allí se­
guiremos el derrotero de esta ruta hacia el Sur, componiendo tanto
el camino principal, como los ramales secundarios mejor registra­
dos.
Para orientarnos, en una primera aproximación, contamos
con la inapreciable ayuda del Lic. Juan Matienzo, Oidor de Char­
cas, que en la carta a S. M. Felipe II, fechada el 2 de enero de
1566, compone los detalles del trayecto desde la ciudad de “La
Plata” en Chuquisaca a Santiago del Estero y de allí al Río de la*
Plata, donde proponía fundar un puerto. (Matienzo; 1566 en. Ji­
menez de la Espada; 1965). No por conocido deja de ser útil recor­
dar este itinerario; dice Matienzo que el camino iba de Calahoyo,
tambo real del Inka, a Moreta (siete leguas), luego a Casabindo el
Chico, Tambo del Inka (seis leguas y media); de allí a Tambo del
Llano (cinco leguas y media), quedan en medio los Tambos Gran­
des de Casabindo; de allí al Rincón de Las Salinas (cuatro leguas),
luego al tambo de Moreno (ocho leguas): de allí a los tambos de
Buena Yerba (seis leguas) que “por otro nombre llaman la Ciénaga
Grande"; de allí “al pié del puerto que se pasa para entrar al Valle
de Calchaquí, tambo del Inga” (cinco leguas); luego se “pasa el
puerto al Tambo de la Paloma (cuatro leguas); de allí a Pascoana
(Calchaquí) (seis leguas); luego Chicuana (Calchaquí) (seis leguas);
de allí a Guxuil (cuatro leguas); de allí a Angastaco (cuatro le­
guas); luego a Córdoba de Calchaquí (seis leguas); de allí a Tolom-
bones (cinco leguas); luego a Tambos de la Ciénaga (cuatro leguas)
aquí, nos dice Matienzo, se aparta el camino para la ciudad de
Londres, y de allí para “Chili, por la Cordillera de Almagro..., so­
bre la mano derecha; y sobre la izquierda se toma el camino para
Cañete y Santiago del Estero"; las siguientes estaciones serían Gua-
laqueni “y hay tres leguas, y delante, tambería del Inga, una, que
V is ta p a n o r á m ic a d e las ru in a s d e Q u ilm e s e n e l v a lle d e S a n ta M a r ía ; la p r e ­
se n c ia In k a a llí se c o m p r u e b a t a n t o e n la a r q u it e c t u r a c o m o e n las a r te s a n ía s
c u z q u e ñ a s ( F .A .) .
los andes de Tucumán, cinco leguas. Esta quebrada se puede huir y
hay ya descubierto otro camino", de allí a Cañete (nueve leguas).
Con esta transcripción de la legendaria carta del Oidor de
Charcas hemos entrado en una de las problemáticas más antiguas
planteadas por la arqueología y la etnohistoria argentinas: discer­
nir cual era el real recorrido del camino que compuso Matienzo,
problema que tiene diferentes aristas que hemos de tratar de con­
frontar mediante el cruce de informática etnohistórica y arqueoló­
gica. Comencemos con el primer tramo que recorre la Puna argen­
tina hasta el Tambo de El Moreno. Ubicado Calahoyo, nos dice
Matienzo que la próxima posta está 7 leguas al Sur y es Moreta; su
ubicación, arqueológicamente no comprobada, depende de tres
posibilidades:
1) Si Calahoyo estaba donde propone Boman, el camino podría di­
rigirse a Rinconada (s. N° 1), bordeando la Laguna de Pozuelos
(quizá siguiendo el Río Corral Blanco). Este es el trayecto que ex-
plicitamos en el mapa 1. Se continuaría por Cochinoca (s. N° 2),
Casabindo (s. N ° 4) a Rincón de las Salinas (s. N ° 5), y luego a El
Moreno (s. N° 6).
2) Si Calahoyo estuviera desplazada hacia el Este es posible imagi­
nar un camino que, siguiendo la actual ruta Panamericana (N° 9)
se dirige hacia Abra Pampa y luego a El Moreno (s. N° 6) por la ac­
tual ruta Nacional N° 40. Sayate (s. N° 3), podría ser un resto de
esta serie de postas.
3) La otra posibilidad —la menos probable— es desplazar el camino
más hacia el Este, hacia Yavi, y descender al Sur mucho más cerca
de la Sra. de Santa Victoria, quizás en dirección a Abrapampa.
N o existen en la actualidad, suficientes datos para dar una
respuesta definitiva a estas tres alternativas, pero nos inclinamos
por la primera fundamentalmente en base a las distancias y al regis­
tro arqueológico, compartiendo así las opiniones de Boman, Le-
villier y Strube.
De acuerdo a estas razones estimamos como más probable,
para el sector que nos ocupa, el siguiente trayecto: Calahoyo (s.
et.); hacia el Sur bordeando la Laguna de Pozuelos hacia Rincona­
da (s. N° 1), que correspondería a la zona de ubicación del Moreta
de Matienzo; de allí torcería hacia el Sudeste a Cochinoca (s. Nº
2), zona donde se ubicaría el Casabindo El Chico de Matienzo; lue­
go a Casabindo (s. N° 4), que quizá corresponda al Tambo del Lla­
no. Sin embargo, no podemos testimoniar exactamente cuales se­
rían los Tambos Grandes de Casabindo, que “ quedan en medio”
según el Oidor de Charcas (podrían ser el actual Casabindo u otro
sitio aún no detectado); de allí a Rincón de Las Salinas (id. Ma-
tienzo), bordeando la laguna de Gayatayoc; y se dirigiría, torcien­
do hacia el Este, hacia el tambo El Moreno, siguiendo quizá, el de­
rrotero actual de la ruta Nacional N° 40 hasta Tres Morros, bor­
deando las Salinas Grandes, “ ...por un llano de salinas, buen cami­
no, está despoblado y cerca de indios" (Matienzo, op. cit.), para
luego continuar hasta El Moreno. Nos queda por aclarar que no
incluimos en este derrotero a Sayate (s. N° 3) porque, al estar al
otro lado de la quebrada, no nos queda clara su posición en la red.
A partir del tambo El Moreno, la continuación del camino
nos plantea un nuevo problema, que también involucró a varios au­
tores con diferentes posturas. Ya este tramo fue tratado por uno
de nosotros (Raffino, 1973) en un trabajo en el que se analizaron
las posibilidades planteadas. Volveremos ahora sobre este tema, ya
que contamos con nuevas evidencias que pueden ayudar a esclare­
cer posiciones; Matienzo nos dice textualmente que de El Moreno
el camino seguía “ ...á los Tambos de Buena Yerba, que por otro
nombre llaman la Ciénaga Grande, hay seis leguas y está despobla­
do...". Nótese que cuando Matienzo utiliza la palabra “despobla­
do" se refiere a que no estaba poblado por los españoles, cuando
hay pueblos aborígenes lo aclara, como en este párrafo: “ ...es des­
poblado y hay pueblos de indios muy cerca...”, o en este otro:
“... esta despoblado y cerca indios...”. Sobre este significativo de­
talle volveremos luego.
Nuestro problema se reduce en apariencia a determinar
cuál era la ubicación del Tambo de la Buena Yerba y cuál era la
entrada al valle Calchaquí. Recordemos que contamos con la car­
ta de Matienzo que él toma, por lo menos en parte, de los relatos
recogidos de los supervivientes de las expediciones descubridoras
de la región, Diego de Almagro (1535), Diego de Rojas, Felipe
Gutiérrez y Nicolás de Heredia (1543—1546), todos ellos penetra­
ron en el Noroeste argentino por la calzada Inka y con guías cuz-
queños. Sin embargo nuestro problema no es tan sencillo ya que
ofrece varias probables alternativas. Boman, y posteriormente Le-
villier, sostuvieron que desde el Tambo El Moreno el camino se
desviaría al Sudoeste, hacia la zona de Cangrejillos, bordeando las
Salinas Grandes, hacia San Antonio de Los Cobres, para entrar lue­
go al valle Calchaquí, bordeando el Ndo. de Acay y los Ndos. de
Cachi. Este camino deja de lado la quebrada del Toro.
De similar parecer es Strube, quien sin precisar demasiado el
Diagramas com parados de la red vial Inka; a la derecha de Espinosa-M otsny; al
cen tro d e Strube, a la izquierda el nuestro.
tramo, considera la continuidad de los nombres actuales respecto
del itinerario de Matienzo y concluye que el “portezuelo” mencio­
nado por el Oidor para entrar a Calchaquí, no puede ser otro que
el Portezuelo o Abra de Acay (op. cit.; 1963).
De parecer distinto es Freyre (1 9 1 6 , 192), quien buscando
la ubicación de la enigmática Chicoana, cree que la vía de paso
obligada fue la quebrada del Toro 12 . Lizondo Borda (1943, p.
78) apoyándose en sólidos argumentos geográficos cuestiona las hi-
pótesis anteriores, coincidiendo en parte con Freyre. Sin embargo
él hace llegar el camino hasta la cabecera Norte de la quebrada del
Toro pero no continúa por esta más al Sur de su cabecera (ver R.
Raffino, 1973, fig. 1, pág. 257).
Esta última posición nos parece por varias razones la m ás.
lógica para reconstruir el derrotero propuesto por Matienzo. En
primer lugar en lo que respecta a los Tambos de la Buena Yerba
“ ... que por otro lado llaman Ciénaga Grande hay seis leguas y es­
tá despoblado" (Matienzo, op. cit.), creemos que se refiere al sitio
Punta Ciénaga (s. N° 16), que Freyre llama Tambo del Toro. Sitio
que fue bien reconocido por uno de nosotros (Raffino, 1969 y
1973). Además el término “ despoblado” , (nótese que Matienzo no
menciona “ cerca indios” ) parece coincidir con la hipótesis de que
la zona de la qda. del Toro fue abandonada por los indígenas antes
de la conquista (Cigliano y otros, 1972; Raffino, 1972; Cigliano y
Raffino, 1977), propuesta que parece corroborar los datos arqueo­
lógicos y los fechados de radiocarbono. Uno de nosotros (R. Raffi­
no, op. cit., 1972) ya m encionó las dificultades que el trayecto de
San Antonio de los Cobres hubiera presentado para alimentar
expediciones del volumen de las de Rojas y Almagro. Sin embargo
es de nuestro parecer que este derrotero no ha sido el único utili­
zado. Es claro que la cabecera de los valles Calchaquíes fue zona
de intenso tráfico entre la puna y los valles meridionales. Por lo
tanto es dable pensar que no existía un solo camino ni antes ni
después de los Inkas. Recordemos que en muchas ocasiones éstos

12 Chicoana fue la prim era población española en los Valles C alchaquíes y


su ubicación es hasta hoy m otivo de controversias. De acuerdo con las cróni­
cas debió coincidir con una im portante población indígena con ocupación In-
ka. Freyre la ubica en el Valle de Lerm a. O tros com o Lafone Quevedo, Levi-
llier. Reyes Gaiardo y Boman, lo hacen en el Valle C alchaquí, entre Cachi y
Molinos. Para P. F ortuni se corresponde con el sitio El Churcal, estudiado por
uno de nosotros: m ientras que para R. González (com . pers.) p o d ría ser .La
Paya. Nosotros, sin extendem os ni profundizar en el tem a, nos inclinam os por
la posibilidad calchaquí.
no hacían otra cosa que adecuar las rutas preexistentes a sus inte­
reses. E sto está d ocu m en tad o por num erosos restos arqueológicos
que hablan de la p rofu sión de las vías secundarias en la zona. Por
ello se podrían plantear desde E l M oreno las siguientes alternativas
de tráfico:
1) D esde El M oreno por Abra del Palom ar, a Punta Ciénaga (s. N°
16); luego a Las Cuevas IV (Incahuasi de Bom an) (s. N ° 17); a c o ­
rrales V iejos (s. N ° 22); sigue por Las Capillas pasando al Sur del
N do. de A cay, para penetrar al V alle C alchaquí N orte y dirigirse al
Potrero de Payogasta (s. N ° 2 3 ); para llegar a la zona de Cachi (La
Paya-Guitian s. N ° 51 y 4 8 ). E ste cam ino está arqueológicam ente
probado y fue recorrido alternativam ente por varios investigado­
res.
2) D esde El M oreno por Cangrejillos al Abra de A cay, de allí a la
Qda. del Luracatao (s. N ° 4 2 . La H oyada) y de allí a los valles
C alchaquíes. L os vestigios han sido hallados más fragmentariamen­
te .
3) E ste ú ltim o c o n la alternativa que desde el Abra de A cay (s. N °
24) se introdu zca en el valle C alchaquí, pasando por La Encruci­
jada, La Pom a ( quizá T am b o de La Palom a de M atienzo) hasta Ca­
chi y luego a La Paya—G ui tian (D e Lorenzi— P. D íaz, 1976).
La cantidad de vestigios parece indicar n o sólo presencia
de vías principales sin o tam bién de varias secundarias, de m odo tal
que ello com p lica la recon strucción de las primeras. Baste recordar
las m en cion es de B om an sobre las calzadas prehispánicas registra­
das entre Incahuasi (s. N ° 1 7 , Las Cuevas IV ), Pascha (s. N ° 19,
Incahuasi) y M orohuasi, que n o coin ciden totalm ente con la red
Pta. Ciénaga—Las Cuevas IV y Corrales V iejos, quizás por ser un
cam ino secundario de ésta.
A dem ás e x istía otro itinerario siguiendo la quebrada del
Toro hacia el Sur, basado en evidencias históricas sostenidas por
Freyre (o p . c it., 1 9 1 6 ), quien dá este estrecho cajón com o el trán­
sito ló gico al Perú. Su curso sería: desde Punta Ciénaga a las Zorras
(s. N ° 1 8 ); de a llí por Incahuasi (s. N º 19), donde quizá exista un
ramal secundario hacia A gua H edionda, (s. N ° 2 0 ), sobre el río Los
Sauces); y al valle de Lerm a a Osma (s. N ° 2 1 ), pasando por el
Cam po del Pucará de Lerma. Este es el antiguo cam ino de los es­
pañoles al Perú. El cam ino en Osma viraría hacia el Oeste y por la
quebrada de E scoipe iría a la zona de Cachi y de allí por el va­
lle C alchaquí hacia el Sur. Las estaciones podrían ser Agua de
lo s L oros y T intín (s .N ° s . 4 9 y 50) para dirigirse o bien al Pro. de
Payogasta y Cortaderas (s N° 49), o bien a La Paya-Guitián. Para
la zona del valle Calchaquí Norte poseemos los diversos recorri­
dos propuestos por De Lorenzi y P. P. Díaz que registraron dicha
zona más extensamente (op. cit.; 1976).
Para fijar el posible itinerario desandaremos ahora nuestros
pasos hacia la quebrada de Humahuaca. El camino parece despren­
derse desde Cochinoca (s. N° 2) hacia el oriente, entrando por I-
turbe a la quebrada en el sitio Rodero (s. N° 8); de allí iría proba­
blemente a Calete (s. N° 9 ’) y Yacoraite (s. N° 9); luego La Huerta
(s. N ° 10), dejando a su vera oriental Papachacra (s. N° 11) posi­
ble jalón de la línea defensiva Inka; es posible que el próximo hito
sea Tilcara; de allí a Ciénaga Grande; para unirse a la vía principal
en El Moreno. Ha sido ésta a no dudarlo una vía transitada desde
antiguo por su indudable importancia como ruta de comunicación
y asiento de importantes comunidades indígenas. A sí González
menciona un ramal que siguiendo la quebrada penetraba en el valle
de Jujuy y después de atravesar el valle de Lerma entraba al valle
Calchaquí por la quebrada de las Conchas, pero no dá sus estacio­
nes (op. cit.; 1980).
Otra vía que debemos destacar es la que posiblemente se
desprendiera desde la zona del Ndo. de Acay (s. N° 24) para diri­
girse a Chile. La ruta sería: Del Ndo. de Acay por San Antonio de
Los Cobres y la Sra. de Pastos Grandes a Queshuar (s. N° 25), que
es un sitio de altura con tambo al pie; luego hay dos posibilidades,
una seguiría por el recorrido aproximado del ferrocarril hacia So-
compa (s. N° 28) de donde entraría en Chile uniéndose al camino
principal, quizás en Puquios; otra alternativa se ubicaría más al
Norte, por la zona de Huatiquina, pasando por Pular a Tillipozo
(s. N° 29 y s. et.), esta última posibilidad incluiría Aracar (s. N°
117) que es también un sitio de altura. Agreguemos que en Socom-
pa creemos posible una vía secundaria que involucre a los sitios de
altura Llullaillaco (s. N° 35) asociados a R.P.C., y a Chuculai (s.
N° 34).
Retomaremos ahora al derrotero del camino principal hacia
el Sur. Suponiendo que La Paya corresponda en el itinerario de
M atienzo a Chicoana, el camino seguiría por: San Rafael (s. N°
52 (Guxuil de Matieñzo?); luego a Angastaco (s. N° 62) (Angasta-
co de Matieñzo); de allí debe seguir San Carlos y luego a Tolom-
b o n (s. et.) pero con una fuerte ocupación prehispánica Santama-
riana (el Tolombones de Matienzo) (en la carta del Oidor está co­
mo etapa intermedia Córdoba de Calchaquí, ciudad fundada por
los españoles en 1 5 5 8 en las proximidades del actual San Carlos,
pero n o encontram os correlato arqueológico, y no sabemos por el
relato si fue tam bo); allí entra en el valle de Santa María.
A partir de aquí el recorrido se nos tom a confuso en el rela­
to de M atienzo. Sabem os que luego de recorrer gran parte del vallé
se dirige hacia Tucum án y Santiago del Estero, Pero las estaciones
no están claramente identificadas. Asimismo las distancias son im­
probables. Por ejem plo Strube infiere que Gualaqueni es Amaicha
del Valle (Tuc.) y la tambería del Inga una legua adelante Tafí del
Valle, sin embargo las distancias no son coincidentes. En el relato
de Matienzo desde T olom bones hasta la tambería posterior a Gua­
laqueni dice haber 8 leguas (en m edio se separa a Chile un camino
que recorrió Almagro pero que no identificamos claramente). Es­
tas 8 leguas podrían ser, en el mejor de los casos 45—48 Km. dis­
tancia ésta que es m ucho menor, que la que hay de Cafayate a Ta­
fí. Lo que si podem os asegurar es que el camino una vez dentro del
valle de Santa María, unía Quilmes (s.N° 62) y Fuerte Quemado
(s. N° 63) y que desde esos parajes separara una vía hacia Tucu­
mán. Luego de Quilmes el camino continuaba hasta Punta de Ba­
lasto (s.N° 74) para seguir, en dos tramos, uno al oriente, hacia el
Ndo. de Aconquija (s.N ° 65). Otro al occidente, en dirección al
valle de Hualfín, pasando por Ingenio del Arenal (s. N° 66). Hay
en esta zona varias posibilidades de vías secundarias. Una saldría
de Ing. del Arenal a Chaquiago (s.N° 68) y de éste, quizá, al Fuer­
te de Andalgalá (s. N ° 67) en el Campo del Pucará. Otra vía debe
dirigirse desde Ing. del Arenal a los Choyanos (s. N° 66) y de ahí
seguiría a Fte. de Andalgalá. Lo que sí es seguro es que el camino
entra en Hualfín y se dirige a Londres con estas estaciones: Hualfín
(s. N° 69); luego, posiblemente, a Quillay (s. N° 70); y de allí a
Shincal (s.N° 72). Es posible que existiera otra vía que llevara di­
rectamente desde el valle de Santa María (s. N ° 64) a Hualfín, pe­
ro carecemos de suficientes pruebas aún.
Otro derrotero parece quedar conformado por la Puna, al
Oeste de la región Calchaquí. Desde la Hoyada (s. N° 42) a Abra
de las Minas (s. N° 39), Antofagasta de La Sierra, para bajar hacia
la región Hualfín—Abaucán.
Esta vía puneña une las estaciones de Abra de las Minas a
Coyparcito; de allí a El Peñón (s.N° 55); luego a Laguna Colorada
(s.N° 60), estos dos últimos situados cerca de la confluencia de los
ríos Colorado y El Peñón, aquí el camino puede tener ramificacio­
nes secundarías hacia el Co. Peinado (s.N° 56) y a Corral Blanco,
desde donde podría dirigirse a Hualfín por el Portezuelo de Pasto
Ventura. Siguiendo hacia el Sur, el camino pasaría por el Portezue­
lo de Buena Ventura a Ranchillos (s.N° 73) y luego a Mishma
(s. N° 71), desde donde partirían vías secundarias, una hacia el va­
lle de Hualfín y otra a occidente por el valle de Chaschuil, hacia la
Alta Cordillera (s. N ° 59, Las Cuevas). La vía principal continuaría
hacia el Sur por Watungasta, uniéndose a otra que viene desde
Shincal (s.N° 72) en Hualfín, pasando por el sitio Mojón 764
(s.N° 76). En Watungasta se desprende una vía hacia Chile por el
Portezuelo de Los Patos (zona donde se detectaron dos sitios de al­
tura, Azufre y Los Patos, s. N° 58 y 57) para empalmar con la ru­
ta de Chile, quizá, a través del Co. Castaño (s.N° 180). De Watun­
gasta el camino se dirige, pasando por Costa de Reyes (s.N° 75) a
la Sra. de Famatina. Esta última región fue reconocida por varios
investigadores, entre ellos Greslebin (1940), Rohmeder (1941), A-
paricio (1937), Strube (1963) y J.Schobinger (1966) y CIADAM
(ops. cits.). El aporte arqueológicamente más sustancioso fue el de
Juan Schobinger, quien recorrió ampliamente la zona y relevó la
Tambería de Pampa Real.
Con los datos que poseemos podemos reconstruir, siguiendo
especialmente el derrotero trazado por Schobinger, el camino de la
Sierra de Famatina de esta manera: de Watungasta (s.N° 74) a Cos­
ta de Reyes (s. N° 75); luego a la Tambería de los Cazaderos(s. N°
77); Angulo (s. N° 78); para dirigirse a Chillitanca (s. N ° 82); de
donde posiblemente se continúa a través del Paso del Tocino
(s.N° 79) a Pirquitas (s.Nº 84). Destacaremos un ramal secundario
que, paralelo al Río Achavil, se dirige hacia el Noreste y luego al
Sur hacia la P a m p a R e a l, conectando el sitio homónimo (s. N°
80) en la red, quizá comunicado también con el sitio de altura Ne­
gro Overo (s.N° 81).
Desde Pirquitas un ramal del camino se dirige hacia Chile,
conectando los sitios de Los Mudaderos, en el Valle de Vinchina
(s.Nº 85), Paila (s.Nº 86); por el Paso de Peña Negra o por el Paso
del Inca (San Juan) y dirigiéndose a Copiapó. En esta zona de alta
cordillera encontramos varios sitios de altura, El Potro — Peña Ne­
gra (s.N° 87), por donde nos inclinamos a coincidir el paso, ya que
es un complejo sitio de altura con tambería al pie, y Co. Mogotes
(s.N° 109). Desde Puquios al Sur el camino seguiría por Rincón
del Toro (s.N° 84), luego Achumbil (s.N° 89), para torcer hacia el
Oeste a la Sra. de Guandacol (s. N° 90), de donde un ramal secun­
dario llevaría al Paso del Lamar (s. N° 91).
De Guandacol el camino avanza hacia la cordillera, para
cumplir uno de los primitivos objetivos de la conquista inkaica del
Noroeste argentino: hallar el paso más cómodo y confiable a Chile.
Los pasajes en esta zona de la Cordillera son cada vez mejores y
abundantes. Desde Guandacol se dirige al Oeste, donde encontra­
mos como estaciones probables las tamberías de Pircas Negras y
Pircas Blancas (s. N° 113 y 114) y, siguiendo quizá el derrotero
del R ío de la Palca, se dirige luego al R ío de los Tambos (s. N°
112) para cruzar a Chile por el Paso de Chollay ( 4.400 m. ).
En esta zona se registró el Co. El Toro (s. Nº 94) cuyo santuario de
altura fue analizado por Schobinger (op. cit. 1966, b.), y la T a m -
b e r ía d e P a s o V a le r ia n o . La profusión de sitios con ofrendatarios
nos habla del interés Inka en la zona, a pesar de no poseer datos se­
guros de la continuación del camino en territorio chileno. Además,
al Norte quedan varias instalaciones que citaremos aunque aún no
conocemos su lugar en la red vial, tres de ellas son de altura: Ndo.
de Tambillos (s.N° 88), Infiernillo (s.N° 92) y Co. Imán (s.N° 93),
y el otro Paso del Inca (s.N° 115). Desde Pircas Negras—Pircas
Blancas al Sur el camino se dirige hacia Angualasto (s.N° 100) si-,
guiendo posiblemente el curso de la quebrada del río Blanco: de
allí se bifurca hacia la cordillera seguramente hacia el Paso de las
Tórtolas, zona donde se concentran varios sitios de altura: R ío
Frío (N° 95); Las Tórtolas (N° 96); Doña Ana (N° 97), para de­
sembocar en Chile en el valle del R ío Elqui.
De Angualasto el camino sigue al Sur, hasta Tocota (podría
haber aquí otra bifurcación a Chile) y luego a Calingasta (s. N°
104). De este punto pasando por Barreal (s. N° 101) hacia el valle
de Uspallata.
Entre las Tórtolas y Uspallata (Paso de La Cumbre, Las Cue­
vas, Mendoza) existen numerosas vías de comunicación entre am­
bos lados de la cordillera, muchas de las cuales fueron usadas desde
antes de los Inkas y posteriormente por éstos. Una de ellas podría
desprenderse de Calingasta hacia el Noroeste (quebrada de R. Cas-
tañón Viejo) y cruzar al otro lado por el Paso del Portillo. En esta
zona se encuentran varios sitios del lado chileno, en la región del
río Hurtado y zonas montañosas aledañas, como Guandacol, Los
Toyos, quebrada de Piedra y Rincón del Viento (s. N° 198 y 199
y 200) con comunicación hacia la zona de Ovalle.
Si bien nos falta registro del recorrido desde Barreal hasta
Uspallata, es indudable que el camino entra en este valle y a través
de él pasa a Chile. Los recientes aportes de Bárcena (op. cit, 1979)
han clarificado bastante el panorama, reconstruyendo partes del
camino en el Noroeste de Mendoza y aportando nuevos hitos Inka
desde San Juan (algunos no incluidos aquí p or estar en fase de es-
tudio). Las instalaciones de: Tambillos (s.N° 105), Tambillitos (s.
N° 106) y Ranchillos (s.Nº 107), son los últimos enclaves Inka en
Argentina, para luego pasar a Chile donde el prim er mojón parece
ser Aconcagua (s.N° 207).
A partir de aquí, como ocurre a la misma altura del lado chi-
leno, las referencias en tom o a la red vial se hacen difusas. El cami-
no parece no seguir hacia el Sur, por cuanto sus vestigios no han si­
do hallados en la región de Atuel y Diamante, intensivamente in­
vestigada por H. Lagiglia, a la vez que debe descartarse el sitio Ma-
largüe con su controvertido K a la sa sa y a , que Strube toma de Canals
Frau, por considerarlo extremadamente dudoso y que habíamos
incluido en nuestro aporte anterior.
Nos ha quedado así compuesta la red caminera trazada por
el Tawantinsuyu hacia la periferia meridional. En ella encontramos
los vestigios del factor integrativo más relevante dentro del sistema
Inka. Estos caminos y sus enclaves o apostaderos eran un vehículo
de traslado para sus comunicaciones, para el tráfico de energía y
servicios y para la acción coercitiva que imponían las patrullas im­
periales.
CAPITULO V
LOS INKAS Y LAS EXPLOTACIONES MINERAS

“...e l o ro y p la ta ... le llevaban al C u zco sin qu e


q u ed a se cosa en p o d e r d e l curaca p o rq u e n o p o d ía n te ­
n e r cosa alguna d e llo si n o fuese d a d o p o r e l inga ...”
Hernando de Santillán; 1563.
" y o tra p a rte d o n d e sacauan p la ta ansí m es-
.A
m o , c o m o ten go d ich o , qu e se llam a Tarapacá... ”,
Pedro Pizarr o ; 1 571.
"... en las p ro v in c ia s d o n d e avia m inas echavan a
sacalle cierta c a n tid a d d e in d io s y to d o lo qu e se hallava
se en biava cada añ o al inga.." .

Polo de Ondegardo; 1571.

Ya en nuestro anterior trabajo habíamos remarcado las sig­


nificativas recurrencias entre la distribución de los asentamientos
Inka en el Noroeste argentino y los depósitos minerales de oro,
plata, cobre, cinc, plomo y quizás estaño y sal; es decir recursos
naturales directamente vinculados con la metalurgia, así como las
piedras semipreciosas utilizadas en orfebrería, como malaquita, a-
zurita, turquesa y otras regionalmente asociadas a los depósitos de
cobre. En esa oportunidad extendimos nuestro análisis a la distri­
bución de los depósitos minerales apetecidos por el imperio y alo­
jados en las regiones más “inkaizadas”, lo que determinó un creci­
miento en la relación porcentual hasta el orden del 75 por ciento.
Mientras que, haciendo estricto uso de las relaciones entre la pre­
sencia arqueológica Inka y su asociación con explotaciones mine­
ras, arqueológicamente detectadas, el porcentaje alcanzó cifras de
alrededor del 66 por ciento.
Por entonces, nuestro análisis se limitaba solamente a los si­
tios alojados en Argentina y algunos pocos de la región limítrofe
cordillerana de Chile. Actualmente poseemos-elementos de juicio
para extender este análisis a la mayor parte del ámbito de los An­
des Meridionales, incluyendo así las tierras altas de Bolivia y el
Norte y Centro de Chile. Vemos que aquellos primitivos resultados
sufren algunas modificaciones cuantitativas, pero éstas sólo nos lle­
van a confirmar nuestra hipótesis, incluida en las conclusiones de
aquel trabajo (R. Raffino y Col., 1978): fue la minería uno de
los principales intereses que llevaron a los Inkas a poner sus miras
en el Kollasuyu meridional.
Nuestros valores actuales son concluyentes, por cuanto nos
dicen que sobre un total de 129 presencias-ausencias, arqueológi­
camente comprobadas, se registra un porcentaje de asociación en­
tre infraestructura Inka y explotaciones mineras del orden del 78
por ciento. Es importante destacar a la vez, que si a esta muestra le
agregamos los siete sitios detectados en la quebrada de Humahuaca
pero de registro dudoso, y quince más localizados en Chile con e-
videncias de explotaciones mineras, pero sin asociación con in­
fraestructura imperial, el porcentaje se elevaría a cifras superiores
el 80 por ciento 13.
Algunas de las consideraciones que se desprenden de la ana­
lítica comparada de los sitios, conciernen a su distribución espacial
y a su relación, sea local o a nivel regional, con los depósitos natu­
rales de minerales, habitualmente apetecidos por el imperio. Otras
consideraciones podrían evaluar la intensidad y dirección de estas
asociaciones. El registro arqueológico, debemos aclararlo, puede
ser de diferente índole, dado que existen casos de relación directa
o in situ, otros de asociación por tecnologías mobiliares inkaicas
(halladas en sitios de explotación), y un tercer caso en que los
vínculos entre el asiento imperial y la probable explotación metalí­
fera es menos directa, como por ejemplo el hallazgo de ambos ves­
tigios dentro de una localidad o región arqueológica definida. Con­
siderando los tres tipos de asociaciones como válidas, y sin entrar
en el análisis de la intensidad de cada una de ellas, dichas conside­
raciones pueden ser especificadas como:
1 — La cantidad de asentamientos imperiales asociados a explo­
taciones mineras, es de similar magnitud en ambos lados de
los Andes, por cuanto se registraron 49 instalaciones en el
Noroeste y Centro Oeste argentino y 50 en Chile (Cuadros I
y III). Vale la pena aclarar que nos referimos a las asociacio­
nes arqueológicamente comprobadas. Estas cifras pueden
ampliarse si consideramos, para el sector chileno, referencias
etnohistóricas que dan cuenta de alrededor de 15 localida­
des más que fueron, según estas fuentes documentales, ex­
plotadas en tiempos de los Inkas.

13 Agradecemos la valiosa participación del Dr. Abel I. S chalam uk, de la Cá­


tedra Geología de Yacimientos, de la Facultad de Ciencias N aturales, U. N. de
La Plata, en to rno al tem a de la m inería Inka.
2 — La aguda falta de información registrada para Bolivia permi­
te verificar apenas la asociación de un sitio, Sucre (Nº 250
del Cuadro I). No dudamos, no obstante, que dada la rique­
za mineral de la región meridional de Bolivia, y la falta de
informática para las zonas de Potosí y Oruro, ese número no
expresa la real situación que pudo existir durante la domina­
ción Inka.

3 — Los sitios de la quebrada de Humahuaca, Rodero, Yacoraite,


Cálete, La Huerta, Tilcara, Papachacra y Ciénaga Grande
( N ° 5, 8, 9, 9’, 10,12,11,13 respectivamente del Cuadro
I), figuran como falta de registro. Su inclusión tentativa en
el cuadro III merece ciertos reparos, por cuanto obedece a
hallazgos de metalurgia a nivel arqueológico en los contex­
tos de los yacimientos. Por ello, ésto no puede usarse como
elemento fehaciente de comprobación de interés minero en
la región.
Sabido es, que las vertientes occidentales y orientales de
Humahuaca son altamente ricas en vetas de cobre, plomo,
plata y cinc, lo cual implica la existencia de recursos natura­
les buscados por el Inkario. A la vez, consideramos de signi­
ficativa relevancia el hallazgo de crisoles para el colado de
metales en el taller lapidario del Pukará de Tilcara, lo cual
significa una directa asociación con tecnología imperial.

4 — La región de la sierra meridional de Aconquija, desde el ex­


tremo Sur del valle Calchaquí hasta el Campo del Pucará, a-
siento de varias instalaciones imperiales de rasgos relevantes
o preinkaicas, que alcanzaron el contacto con el Tawantin-
suyu (Quilmes, Fuerte Quemado, Punta de Balasto, Ingenio
del Arenal, Fuerte de Andalgalá y Nevado de Aconquija, Nº
62, 63, 64, 66, 67, 65, respectivamente), es al mismo tiem­
po de singular riqueza en depósitos de cobre regionalmente
asociados con aquellas. Algunas de estas instalaciones, como
Ingenio del Arenal y quizás Fuerte Quemado, presentan cla­
ros indicios de asociación directa con fuentes minerales.

5 — La región de la sierra de Famatina, en La Rioja, que fuera


objeto de una presión Inka bien notoria, arqueológicamente
atestiguada por más de una decena de sitios (entre ellos los
de Tambería de los Cazaderos, Angulo, Pampa Real, Negro
Overo, Tambería del Inca, Pirquitas y Rincón del Toro, (Nº
77, 78, 80, 81, 83, 84 y 84’, respectivamente), es una de las
más prolíferas de todo el Noroeste argentino en depósitos
de oro, cobre y plata.

6 — Los sitios con asociación Inka del extremo puneño Norte de


Argentina, Rinconada, Cochinoca, Sayate y Casabindo (N°
1, 2, 3 y 4, respectivamente), se ubican en las proximidades
de abundantes depósitos de plomo, plata y cinc. Sin embar­
go, vale la pena aclarar que no hemos podido detectar una
asociación directa entre ellos.

7 — Dentro de la quebrada del Toro de la Provincia de Salta, los


conjuntos de R.P.C. de Punta Ciénaga (N° 16), Las Cuevas
IV (N° 17) y Chañi (N° 14), están vinculados con explota­
ciones de oro ejercidas en socavones vecinos. La asociación
más clara se verifica en Punta Ciénaga, donde se han hallado
restos de tecnologías inkaicas utilizadas en la explotación,
como los armazones de madera y cordelería.

8 — Sobre la vertiente occidental de la Sierra de Acay, dentro de


la cabecera Norte del Valle Calchaquí, el sitio La Encrucija­
da, directamente vinculado con red vial Inka, posee vestigios
de hornos de planta circular, funcionalmente interpretados
para fundir el cobre extraído en las ricas vetas de esta re­
gión. (L.R. Orrego; 1979).

9 — Dentro del ámbito de la puna meridional de las actuales pro­


vincias de Salta y Catamarca, las instalaciones de Abra de las
Minas (N° 39), Antofalla (N° 37) y Cerro Gallán (N° 40),
se ubican en zonas fértiles en depósitos de cobre. Una de és­
tas, la de Abra de las Minas, aparece directamente asociada
a un socavón, conocido con el nombre de Inkaviejo, donde
se han hallado también restos de arte rupestre.

10 — Se observa una importante concentración de explotaciones


mineras en la cuenca del Río Copiapó, como así también al
Norte de la misma. Concentración que incluye, además de
la infraestructura habitacional y de almacenaje (túmulos
agrupados), funeraria (Cerro Capis, N° 175; Cerrillos, N°
175; Copiapó basural, N° 176; Hornitos, N ° 178; Viña del
Cerro, N° 179; Cerro Castaño, N° 180 e Iglesia Colorada,
Nº 181), pukaráes defensivos (Punta Brava, Nº 177), soca­
vones mineros y vestigios de hornos, similares a los de La
Encrucijada, los que, de acuerdo con J. Iribarren (1973), es­
tuvieron vinculados con la fundición de minerales. Cabe
destacar que los informes metalíferos contemporáneos dan
cuenta de importantes centros mineros, localizados tanto al
Norte de la cuenca: Altamira, Potrerillos, Cachiyuyo, Chim-
beros y El Guanaco, como dentro de la misma: El Roble-Al­
garrobo, Quitería, Descubridora, Chañarcillo, Las Cañas, Ca­
chiyuyo de Oro y Porvenir.

11 — Similares concentraciones a las verificadas en Copiapó pode­


mos enunciar para Chile en el valle del río Elqui, donde se
comprueba la existencia de las instalaciones funerarias de
Altovalsol (N° 191), Potrero El Silo (N° 192) y Punta de
Piedra (N° 193); el sitio de altura Las Tórtolas (N° 96); los
conjuntos de R.P.C. de Los Infieles (N° 184) y quizás Agua
de Nogal (N° 187) y restos de explotaciones metalíferas, co­
mo Fierro Carrera (N° 185) y el ya mencionado Agua de
Nogal (restos de escoria con incrustaciones de carbonato de
cobre). A este abundante registro arqueológico debemos in­
corporar los datos mineros actuales, que dan cuenta de la
existencia de depósitos en Cerro Blanco, El Orito, San Anto­
nio, Tunas, El Peñón, Panulcillo, Condoriaco, Algodones, El
Tomo y Punitaqui. Este último sitio representa un significa­
tivo caso de una explotación originariamente Inka, que es
retomada en la actualidad.

12 — Las instalaciones con contacto imperial arraigadas en el valle


superior del río Loa y uno de sus afluentes, El Salado (Cu­
po, Turi, Lasana, Los Morros I y Chiu Chiu, (N° 149 yl50,
1 5 1 , 153 y 152, respectivamente) y del oasis de San Pedro
de Atacama (Miñique, Vilama, Catarpe, Quitor, Zapar, Pei­
ne, Quimal, Co. La Sal y Pular, (N° 158, 159, 160, 161,
162, 163, 164, 165, 29, respectivamente), están asociadas
regionalmente a importantes vetas explotadas en la actuali­
dad como las de Chuquicamata, Bella Esperanza, Arco de
Oro y Benedicta.

13 — La región del valle de Camarones en la Provincia de Tarapa-


cá, d o n d e se c o m p ru e b a la e x iste n c ia d e d o s c o n ju n to s d e R.
P.C ., P u eb lo C am aro n es S u r y S aguara 2 ( N ° 1 3 9 y 1 4 0 del
C u ad ro I), los c e m e n te rio s c o n c o n ta c to In k a d e H acienda
C am aro nes y S aguara 3 ( N ° 1 3 8 y 1 4 1 ) y u n p ro b a b le sitio
d e a ltu ra , C erro T a p a ta (N ° 1 4 2 ) o fre c e u n a aso ciació n re­
gional de los c u a tro m e n c io n a d o s e n p rim e r té rm in o c o n la
m in e ría q u e , e n la a c tu a lid a d e stá re p re s e n ta d a p o r las ex ­
p lo ta c io n e s d e C h ip a m a n i, M och a, S a n ta R o sa, P ag u an ta,
R o sario , C o q u e lin p ie y P a iq u in a . M ien tras q u e e n la región
de Iq u iq u e se c o n s ta ta la v in c u la c ió n e n tr e el sitio d e a ltu ra
C erro E sm erald a y la m in a d e p la ta d e H u a n ta ja n a .

14 — P o r ú ltim o , fa lta m e n c io n a r la re g ió n c h ile n a C e n tra l, a q u e­


lla q u e p u e d e in c lu irse e n tr e lo s valles tra n sv e rsa le s d el r io
A co ncag ua p o r el N o rte y el M aip o p o r el S u r. A sí c o m o el
valle p re a n d in o d e U sp a lla ta , en el s e c to r a rg e n tin o . D el lad o
ch ilen o se h a n re sc a ta d o n u m e ro sa s m e n c io n e s d e in sta la c io ­
nes In k as, p e ro d e las q u e , h a sta el p re s e n te , só lo se h a n o b ­
te n id o in d icio s d e q u e so n sitio s fu n e ra rio s c o n a so ciació n
in d ire c ta a e x p lo ta c io n e s m in e ra s (Q u illo ta , C o . El P lo m o ,
C o lin a, L a R e in a , H a c ie n d a P rin c ip a l, C h u p a lla y E l C an elo ,
(N ° 2 0 2 , 2 0 8 , 2 0 9 , 2 1 0 , 2 1 7 , 2 1 8 , 2 1 9 , re sp e c tiv a m e n te ),
algunos d e los cu ales p ro v ie n e n d e fu e n te s e tn o h istó ric a s.
E n la a c tu a lid a d , e sta re g ió n p o se e y a c im ie n to s m in e ra le s de
relevancia, c o m o lo s d e M o n to y a , P irq u ita s , R a m a y a n a , D is­
p u ta d a , E l T e n ie n te , L as P la c e ta s, C o rta d e ra l, A y a c u c h o y
L lam p aico .
E n el se c to r a rg e n tin o , las in sta la c io n e s c o n c o n ju n to s d e
R .P .C . del valle d e U sp a lla ta , T a m b illo s, T a m b illito s y R an-
chillos ( N ° 1 0 5 , 1 0 6 y 1 0 7 , re s p e c tiv a m e n te , d e l C u a d ro I),
d e m u e stra n la p ro x im id a d e n tr e sitio s h a b ita c io n a le s del
m o m e n to In k a , y v etas d e p lo m o , p la ta y c in c , a u n q u e ello,
p o r el m o m e n to n o significa a se g u ra r su e x p lo ta c ió n p o r el
In k a rio .

D e lo e x p u e s to p o d e m o s s in te tiz a r, a riesg o d e se r re ite ra ti­


vos, q u e e x iste u n a re le v a n te re c u rre n c ia , c u a li y c u a n tita tiv a , e n ­
tr e las p ru e b a s arq u eo ló g icas, e s p e c ífic a m e n te d e la in fra e s tru c tu ra
im p e ria l, y los v estigios d e e x p lo ta c io n e s m in e ra s. L as re g io n e s d e
la sierra m e rid io n a l d e A c o n q u ija , S ie rra d e F a m a tin a , C u e n c a del
r ío C o p ia p ó , C u en ca d e l r í o E lq u i, V alle d e l L o a S u p e rio r, V alle
d e C am aro nes y quizás regió n d el A concagua-M aipo, d em u estran
ser las q u e m ás p resió n ink aica sostuviero n (p ro b a d a p o r la gran
c a n tid a d d e vestigios) y , a la vez, las q u e m ayores riqu ezas en re­
c u rso s m in ero s tu v iero n .
CUADRO III

RELACION ENTRE INSTALACIONES INKA Y EXPLOTACIONES MINE­


RAS (Noroeste Argentino)

Las Cuevas
Quilmes
Fuerte Quemado
Ndo. Aconquija
I. del Arenal
Los Choyanos
Fte. Andalgalá
Chaquiago
Mishma
Costa de Reyes
T amb. Cazaderos
Angulo
Pampa Real
Negro Ovaro
Chilitanca
Tamb. del Inca
Pirquitas
Rincón del Toro
Los Mudaderos
Anchumbil
Guandacol
Paso del Lámar
L a sT ó rto la s
Angualasto
Barrealito
Tocota
Tambillos
Tambillitos
Ranchillos
Pachimoco
Rinconada
Cochinoca
Sayate
Casabindo
E l Moreno
Rodero
Yacoraite
Calete
La Huerta
Papachacra
T ilcara
Cienaga Grande
Ndo. de Chañi
Pta. Ciénaga
Las Cuevas IV
Corrales Viejos
Ndo. Acay
La Encrucijada
Pular
Llullaillaco
Tebenquicho
Antofalla
Abra de las Minas
Co. Gallán
Coy parcito
La Alumbrera
Ndo. Cachi

CUADRO III:

RELACION ENTRE INSTALACIONES INKA Y EXPLOTACIONES MINE­


RAS (Bolivia—Chile)

Saguara
Camarones S.
Co. Esmeralda
Catarpe
Turi
Cupo
Zapar
Peine
Lasana
Co. La Sal
Quitor
Los Morros I
Chiuchiu
Co. El Plomo
Co. J. Soldado
Copiapó
Cerrillos
Pta. Brava
Hornitos
Viña del Cerro
Co. Castaño
Paipote
Quillota
Los Infieles
Fierro Carrera
Los Puntiudos
Agua de Nogal
San Bartolo
Azufre (Copiapó)
Pular
Indio Muerto (El
Salvador)
Tambo R ío Sal
Finca Chañaral
La Abundancia
Las Turquesas
Agua de Juncal
Inés Chica
Tambo de Carrizo
Marga Marga
Andacollo
Lampa
Chacaica
T iltil
Punitaqui
Choapa
Petorca
Lolol
Yaquil
Hda. Principal
Estero Las Dichas
Chupalla
Colina
Colchagua
E l Canelo
Aconcagua
Taltal
E l Brillador
Hacienda Coquimbo
CAPITULO VI
INTESIS FINAL: ORIGEN, NATURALEZA Y TRANSFIGU­
S
RACIONES DE LA OCUPACION INKA EN LOS ANDES MERI­
DIONALES

En no pocos pasajes de nuestro derrotero investigativo, la es­


pecificidad del tratamiento taxonómico que pretendimos darle a la
pródiga informática sobre el rótulo Inka, nos obligó a transitar por
caminos analíticos densos, que quizás nos hicieron perder la verda­
dera dimensión antropológica del Inkario dentro del universo andi­
no.
En este derrotero hemos dejado muy atrás aquellos frondo­
sos relatos y testimonios de los cronistas de la primera época del
tiem po histórico. Atrás han quedado también las obras arquetípi-
cas de la arqueología descriptiva, generadas en el propio terreno a
partir del siglo XIX. Hemos superado, con no pocas dificultades, el
problemático Período Descriptivo Cronológico para introducimos
en el Explicativo, con sus nuevas técnicas y métodos, quizá más so­
fisticados, es cierto, pero indudablemente inventados en función de
los mismos objetivos que buscaron los primeros arqueólogos del
Nuevo Mundo: bucear en las profundidades del suelo andino los
testimonios del Inkario.
Ha llegado, creemos, el momento de integrar ese caudal do­
cumental ya sistematizado y darle el sabor antropológico que, en
definitiva, persigue la arqueología de nuestros días, revitalizada en
su afán de reconstrucción del pasado cultural, de sus procesos y
transfiguraciones, y de las propuestas causalísticas formuladas a ul­
tranza.
Para ello deberemos retomar los conceptos básicos que cir­
cunscriben el rótulo Inka en los Andes del Sur: la llegada en el si­
glo XV de una corriente cultural generada por un Estado: adminis­
trativa, política y militarmente organizado, con poderes despóti­
cos centralizados y con un aparato logístico eficiente puesto al ser­
vicio de la conquista. Aceptamos sin reparos los datos etnohistóri-
cos que nos hablan de poderosos ejércitos —se habla desde 10.000
hasta 200.000 hombres— (esta última cifra en cambio nos parece
exagerada e imposible), que penetraron en los Andes del Sur presi­
didos por una oficialidad entrenada. Así se configuró una invasión
cuidadosamente planeada, con previos reconocimientos del área,
de sus aguadas, pastajes y apostaderos, imprescindibles para los a-
bastecimientos de la fu erza invasora.
Estos ejércitos, ocuparon transitoriamente los valles y oasis
claves, e impusieron su control, utilizando, según sus propias re­
glas, a los señores locales, manteniéndolos en el poder o desarrai­
gándolos según las circunstancias. A este factor coercitivo, osten­
tado e impuesto por fuerza de las armas, se suman el tecnológico,
aportado por el patrimonio que acompañó a los ejércitos, así como
la organización política de éstos, los que indudablemente deslum­
braron a los grupos conquistados. Por todo ello el Estado Inka im­
puso temor, respeto y rígido control en sus vasallos australes, ex­
plotando y administrando con eficiencia sus riquezas naturales y
humanas, especialmente aquellas que significaron los móviles de la
invasión, en pos del dominio de etnías s u b d e sa rr o lla d a s del Kolla-
suyu.
Es por otra parte tangible —y comprobable por el registro
arqueológico—, que la presión Inka no fue igual en todos los ámbi­
tos conquistados, sino que, sea por peso demográfico (verificable
por presencia y frecuencia arqueológica), como por cualidad ar­
queológica, varió sustancialmente de una región a otra.
No creemos poseer las fórmulas precisas para codificar los
diferentes fenómenos de aculturación, acaecidos ocasionalmente
como consecuencia de la difusión Inka. Sin embargo es necesario
considerar algunos aspectos en tomo a estos tópicos. La regionali-
zación del Horizonte Inka generó diferentes casos de aculturación,
los cuales dependieron de la presión cultural del grupo intrusivo y
de la capacidad receptora local. Algunos de ellos son susceptibles
de ser explicitados; otros, con alto grado de aleatoriedad, no se
prestan para ello. Las variables intervinientes en estos procesos de
aculturación son:
1— las potencialidades de recursos que ofrecía la región
ocupada;
2— las posibilidades de conquista;
3— el grado de interés que tuvieron los Inkas;
4— el tiempo y recursos materiales y humanos disponibles;
5— la capacidad receptora del grupo inkaizado.

Las regiones más inkaizadas, por registro arqueológico, han


Los valles cochabambinos del oriente boliviano.
La Puna septentrional de Argentina.
La región Calchaquí Norte.
La quebrada de Humahuaca.
La Sierra meridional de Aconquija.
La región de Famatina y Vinchina.
Los valles de Jachal y Calingasta, en San Juan.
El valle de Uspallata, en Mendoza.
Los valles transversales de Arica y Camarones.
El valle Superior del Loa.
El oasis de San Pedro de Atacama.
La Cuenca de Copiapó.
El valle del Elqui y aledaños.
La región inscripta entre la cuenca del Aconcagua, por el
Norte, y del Maipo por el Sur.

Ellas nos aportan también, a través de sus potencialidades


ecológicas, humanas y energéticas, una clave para descifrar algunos
de estos tópicos. Durante el desarrrollo del Capítulo V, nos hemos
encargado de probar una de las causas esenciales de la conquista
—la minería—, mientras que en el punto siguiente intentaremos in­
corporar algunos intereses colaterales, como las explotaciones ga­
naderas y agrícolas. En estos móviles tenemos así, las explicaciones
de los factores 1 y 3 de nuestra lista.
El punto 4 posee también una respuesta. Temporalmente sa­
bemos que el Kollasuyu septentrional estuvo bajo la férula Inka
por espacio de un siglo, a partir de la década de 1440, con las con­
quistas de Pachakuti; mientras que los ámbitos del Sur lo hicieron
durante 60 años, lapso que se inscribe entre 1471, fecha de la pe­
netración de Topa Inka Yupanki, hasta la ecatombe imperial de
1532. Estas fechas responden directamente el punto 4, e indirec­
tamente, el 5 con una reflexión: la extraordinaria rapidez expansi­
va del Inkario sugiere la eficiencia de su organización, que pronta­
mente asimiló a los grupos preexistentes, convirtiéndolos en mu­
chos casos en instrumentos maleables a los intereses del Estado.

1- Defensa y organización
Ahora bien, una vez instaurado el nuevo régimen había que
consolidar la conquista, asegurando el espacio aprehendido, y para
ello el Tawantinsuyu contó con los mecanismos apropiados, de di­
ferente naturaleza y que eran aplicados según las circunstancias re­
gionales. Estos recursos abarcaban, desde la presencia de unidades
militares coercitivas, con asientos fijos en zonas estratégicas, como
las registradas en la zona cochabambina y Sierra meridional de A-
conquija; o móviles, patrullando a lo largo del eje del sistema, es
decir, por la red vial, prontas a reprimir cualquier intento contrario
a los intereses del nuevo régimen. Girando, quizás, en tomo a pun­
tos fijos o sirviendo de bastiones fronterizos previsores ante la
siempre amenazante presencia Chiriguana oriental.
La existencia de instalaciones provistas de sistema defensivo,
que de acuerdo a nuestras investigaciones, alcanzan un porcentaje
del 27 por ciento sobre una muestra estadística de 227 presen­
cias-ausencias, puede responder, de acuerdo a la regionalización
que poseen, a dos objetivos principales:
1 — como actitud previsora ante las potenciales invasiones del
grupo Guaraní de la frontera oriental del Kollasuyu. Las
pruebas arqueológicas de esta causalidad se generan ya con
los tempranos trabajos de E. Nordenskióld en Bolivia. Son
las fortalezas de Incahuasi (Lagunillas), Inkallajta, Samaypa-
ta, Oroncotá, Pulkina, Batanes, Santa Elena, Incahuasi (Ca-
margo), Condorhuasi; se continúan en territorio argentino
con las de Fuerte de Andalgalá, Angastaco, Cortaderas, Tin
Tin y quizás Tilcara, Rodero, Osma, Fuerte Quemado y
Punta de Balasto. Estas fortalezas conforman un verdadero
collar o cinturón de emplazamientos militares a lo largo de
la frontera oriental del Kollasuyu. Son las encargadas de res­
guardar la entrada al esp a cio In k a y protegen el eje de toda
la movilidad del sistema, es decir, las redes viales.
Es aquí donde se observa nuevamente la eficiencia de estas
instalaciones pre—planeadas, por cuanto todas ellas estuvie­
ron interconectadas por el óptimo sistema de comunicación
al que hemos ya aludido.
A este caso podrían agregarse las fortalezas con registro et-
nohistórico, ubicadas en el confín meridional del imperio,
como las de Maulé—río Claro, San Vicente de Tagua Tagua,
Collipeumo y San Agustín de Tango, destinadas para la pro­
tección de la difusa frontera Sur, ante la amenazante presen­
cia Araucana.
2- Como elementos coercitivos en las comarcas internas del
D is tr ib u c ió n d e lo s p u k a ra s
In k a en lo s A n d e s M e rio -
d io n a les.
Kollasuyu, pobladas por señoríos preexistentes a la conquis­
ta, políticamente afianzados y quizás no del todo dispuestos
a aceptar las reglas del juego propuestas por la p a z in kaica.
Los ejemplos arqueológicos de este caso pueden presentarse
en los valles y oasis demográfica y políticamente más rele­
vantes en el momento de la penetración Inka, como Rinco­
nada (sitio homónimo), Antofagasta de la Sierra (Coyparci-
to), Catarpe y Quitor en San Pedro de Atacama, Turi en el
valle del Loa Superior, valle de Camarones, Punta Brava en
Copiapó, y quizás Tilcara y Rodero en la quebrada de Hu-
mahuaca.

Quedaba así consolidado el espacio inkaizado, el que como


sabemos alcanzó una magnitud espectacular dentro del Kollasuyu
-alrededor de 800.000 kilómetros cuadrados—. A partir de allí, la
permanencia de la nueva administración dependía de que, en esos
ámbitos tan naturalmente agresivos y cada vez más alejados del
Cuzco, los recursos de apoyo estuvieran en el lugar preciso y du­
rante el momento en que se los necesitaba. La presencia arqueoló­
gica de 250 instalaciones imperiales, diseminadas y anastomosadas
por todo el Kollasuyu y la estupenda red de calzadas, construidas
para su conexión, responden al primero de estos dos requisitos
(lugar requerido). La informática etnohistórica es la responsable, y
ya lo ha hecho en parte, de contestar el segundo. Pero no obstante
la preeminencia de estos dos objetivos planteados, la maquinaria
Inka, con sus mecanismos de información—comunicación, explo­
tación-administración (redistribución) y transporte de bienes, tu­
vo una causalidad eminentemente económica, evidenciada arqueo­
lógicamente por la pródiga infraestructura erigida. Dentro de este
espectro de causas y efectos, dicha infraestructura pudo responder,
además de los dos casos ya apuntados, a los siguientes fines:
3 — Como tampus o postas de enlace:
representan los enclaves mínimos de la red sistémica, ar­
queológicamente atestiguados por uno o más R.P.C., aso­
ciados a la vialidad, emplazados en terrenos accesibles, ca­
rentes de sistema defensivo y con la eventual presencia de
collcas para almacenaje. En nuestro Cuadro I se pueden ex­
traer casi medio centenar de estos tampus.
— Como centros administrativos:
esenciales por su rol: allí era donde se ejecutaban los meca­
nismos administrativos que tipifican la re d istrib u c ió n In k a .
Verdaderas c a p ita le s d e p ro v in c ia , impuestas en áreas claves.
Sus ejemplos arqueológicos son tangibles en Inkallajta, Turi,
Tambería del Inca y Potrero de Payogasta; percibióles en
San Pedro de Atacama y Copiapó, y con evidencias etnohis­
tóricas en Colina y Elqui.
5 — Como santuarios de altura:
donde se ejerció el ritual religioso que nutría a estos Hijos
del Sol. Míticos e inaccesibles, con ofrendas o sin ellas, pro­
vistos de plataformas ceremoniales y en conexión con algún
R.P.C. cercano. Uno de estos santuarios, el del Nevado de A-
conquija, excede esta exclusiva caracterización para alcan­
zar, seguramente, funcionalidades mixtas con un rango com­
parable a las de los centros administrativos.
6 — Como enclaves para la explotación de recursos:
fundamentalmente hacia la minería, cuya exclusividad se
pone de manifiesto al Sur de Copiapó del lado chileno y de
la región Calchaquí por el argentino.
Por el Norte de ambas, se percibe una explotación más
diversificada entre la minería, la ganadería y la agricultura.

2 — Economía y Administración:

Ya hemos adelantado en el Capítulo V cuáles han sido los


móviles esenciales en la conquista del Kollasuyu, intensivamente
orientados hacia la explotación de los metales nobles, como el oro
y la plata, y otros varios como cobre, galena, plomo y estaño; las
piedras semipreciosas, e inclusive la sal. La masiva presencia de ins­
talaciones imperiales, registradas precisamente en las regiones más
ricas en estos recursos naturales, y las asociaciones arqueológica­
mente verificadas, no dejan reparos a esta causalidad.
Pero es evidente que, además de la extracción de estos recur­
sos no renovables, no escaparon a las apetencias del Estado Inka o-
tros que el Kollasuyu podía proporcionar, como las colonizaciones
ganaderas y agrícolas, llevadas a cabo en sus vastas estepas natura­
les, las primeras, y en terrenos agriculturizados las segundas. Vale
la pena detenernos un instante en la problemática de la ganadería
y la agricultura, por cuanto el registro arqueológico ofrece sugesti­
vas propuestas. En primer lugar, la hipótesis de una masiva coloni­
zación agraria impuesta por los Inkas en el Kollasuyu, puede ser
definitivamente descartada ante la reiterada ausencia arqueológica
de grandes extensiones agriculturizadas, alojadas en tom o a las ins­
talaciones imperiales. A la vez que, cuando estas asociaciones —en­
tre instalación y área de agricultura— existen, como en el caso de
las regiones de Humahuaca, oasis de Puna, Calchaquí y valle del
Loa Superior, son claramente preexistentes a la penetración impe­
rial.
Nuestra sistemática ha proporcionado un porcentaje de aso­
ciaciones de este tipo inferior al 5 por ciento. De modo que, con
excepción del sector Norte del Kollasuyu, específicamente el de
los valles mesotérmicos cochabambinos, donde el registro arqueo­
lógico confirma la hipótesis etnohistórica de su intensa explota­
ción agrícola y manejo ganadero de auquénidos, para provecho del
mismo Cuzco; y quizás algunos oasis puneños más meridionales de
Chile y Argentina (valle del Loa, San Pedro de Atacama, Tarapacá,
Camarones, Rinconada y Doncellas), ocupados por Señoríos con
eficiente desarrollo agrícola, la acción agropecuaria desarrollada
por los Inkas en los Andes del Sur, fue muy escasa. Pareció estar
destinada, exclusivamente, al autoabastecimiento de sus ocupa­
ciones y al tráfico de las caravanas, más que a una masiva explota­
ción de recursos agropecuarios para el abastecimiento del epicen­
tro del imperio. En otras palabras, los asentamientos ad hoc aloja­
dos en zonas agropecuarias permitían el acceso directo, por parte
de las caravanas, focos de explotación, patrullas y enclaves defensi­
vos imperiales, a los suministros agrícolas depositados en las coll­
cas estatales. Aún cuando los Inkas hayan puesto en práctica mejo­
res manejos de los recursos agrícolas, en zonas que hasta el mo­
mento no estaban eficientemente explotadas por los grupos pre­
existentes, sus productos parecieron estar destinados al abasteci­
miento del complejo aparato logístico puesto en función de la ex­
plotación minera y su tráfico, utilizando para ello la infraestructu­
ra agrícola ya anteriormente establecida. Estas propuestas concuer-
dan, por otra parte, con la ausencia de instalaciones imperiales aso­
ciadas a grandes extensiones de terrenos agriculturizados, que se
registran al Sur de la región Calchaquí, en Argentina, y de Copia-
pó, en Chile. Parecería ser que, donde las entidades autóctonas no
accedieron por su propio desarrollo a niveles sociopolíticos de tipo
Señorío, con sistemas económicos basados en grandes explotacio­
nes agropecuarias, no proporcionando así un substractum agríco­
la suceptible de ser utilizado por los Inkas, éstos no se interesaron
masivamente por tal fuente energética, sino sólo para el consumo
de sus colonias, que, en definitiva, buscaron en la minería los recur­
sos fundamentales.
Dijimos ya que los centros administrativos, impuestos por el
Estado Inka dentro del Kollasuyu, se ubican en zonas estratégica­
mente claves. De los cuatro que hemos propuesto a través del regis­
tro arqueológico, Inkallajta (tal vez la etnohistórica “Cuzcotuyo"
de Sarmiento de Gamboa), Potrero de Payogasta, Turi y Tambería
del Inca, los dos últimos poseen un factor común condicionante:
la explotación de metales preciosos y semipreciosos. Inkallajta, por
su parte, donde Wayna Kapaj “ ... hizo allí cabecera de provincia
de mitimaes...” (Sarmiento de Gamboa; Op. cit.), se implanta en
una región clave para los intereses imperiales, como control de los
recursos ganaderos y agrícolas de los valles mesotérmicos del orien­
te boliviano, a la vez que significa uno de los bastiones relevantes
como avanzada del imperio en una región geopolíticamente
conflictiva, dadas las permanentes situaciones bélicas con la fron­
tera oriental. El Potrero de Payogasta, quizá el menos discernible
por el momento en lo referente a su funcionalidad dentro del siste­
ma Inka, posee, sin embargo, una ubicación altamente estratégica
como instalación que controla la entrada a los valles Calchaquíes
y, por ende, todo el tráfico de energía y servicios humanos entre la
Puna y los valles merdionales de Argentina.
En estos centros administrativos se cristalizaban los mecanis­
mos básicos del sistema Inka: el control regional de la explotación
de las vetas mineras; la redistribución de la tierra, el control de los
rebaños en la ganadería y, finalmente, la colecta y redistribución
de los recursos naturales y servicios humanos. En suma, allí se ge­
neraba la perfecta maquinaria administrativa que caracterizó al Es­
tado Inka.
Los casos apuntados de Inkallajta, Potrero de Payogasta,
Tambería del Inca, Turi y quizá la Casa Morada de La Paya e Inca-
huasi, con sus elevadas presencias de rasgos arquitectónicos Inka de
primer orden, con una disposición o trazado urbano recurrente, y
muy especialmente por aquellas construcciones de edificios que a to­
das luces fueron destinados para la residencia de los líderes, como el
“palacio” de la Tambería del Inca y la Casa Morada de La Paya;
para el almacenaje y la redistribución, como las collcas; los gran­
des galpones rectangulares para ceremonias públicas que quizás
hayan copiado el “Cuyusmanco" cuzqueño; otros de planta circu­
lar y dimensiones más grandes que las collcas y tumbas, y rasgos
R e g io n e s c o n e x p lo ta c io n e s
m in era s In k a e n lo s A n d e s
d e l S u r; lo s n ú m e r o s e n c e ­
rra d o s en c ír c u lo s in d ic a n
la s z o n a s m a s f é r tile s en d e ­
p ó s ito s m e ta líf e r o s ; c a d a
p u n t o m a rc a lo p r e s e n c ia d e
u n a in sta la c ió n In k a . 1. V.
d e C a m a ro n es; 2 . V . d e l L o a
S u p e r io r ; 3. reg. o c c id e n ta l
a¡ o a sis d e S P . d e A ta ca m a ;
4 . C o p ia p ó N o r te ; 5. C o p ia -
p ó ; 6. V. d e l E lq u i; 7 . reg.
A c o n c a g u a -M a ip o ; 8. reg.
H u m a h u a ca ; 9 . A c o n q u ija
S u r; 1 0 . S ierra d e F a m a tin a .
relevantes que tal vez representen copias del Suntur-Huasi. Así
como las plazas intramuros —a bajo o sobre nivel—, e incluso aque­
llos destinados para funciones cívicas y religiosas, testimoniados por
las plataformas piramidales truncas - que imitaron el usñu cuzque-
ño—, explican en forma concluyente la naturaleza de estas instala­
ciones, y las funciones claves impuestas regionalmente por el Inka-
rio. A estos centros administrativos provinciales, arqueológicamen­
te percibidos, deben agregarse otros registrados por la documenta­
ción etnohistórica. Del lado chileno se mencionan por los menos
dos, uno de ellos ubicado en el valle del Elqui y el restante en la
cuenca de Santiago, con asiento en Colina. Además, por la relevan­
cia del registro arqueológico, podemos proponer un tercero, ubica­
do en la cuenca de Copiapó y quizás un cuarto en San Pedro de
Atacama, con asiento en Quitor.
Hacia estos centros neurálgicos provinciales del sistema eco­
nómico convergían, no sólo los recursos naturales, que eran alma­
cenados y redistribuidos, sino también los recursos humanos, ac­
tuando en estos casos como cabeceras políticas regionales para la
administración de los servicios de trabajo por tumo o mitmaq y,
cuando las circunstancias lo requerían, como guarniciones milita­
res encargadas de asegurar la paz inkaica, especialmente dentro de
regiones geopolíticamente conflictivas, potencialmente generado­
ras de desórdenes para el Estado.

3 — Movilidad.

Ya hemos analizado, en el Capítulo IV, cómo la infraestruc­


tura vial fue la columna vertebral para sincronizar todo el sistema
imperial. A través de ella y sus postas o tampus, fijados “ad hoc”,
se canalizaban todos los desplazamientos de recursos naturales,
energía humana y tecnologías, desde y hacia el Cuzco. De modo
tal que, por estos carriles se consumó toda la movilidad que carac­
terizó la dinámica del sistema Inka.
La expansión hacia los Andes del Sur, generó por lo menos
cinco tipos diferentes de movilidad espacial humana, de los cuales
cuatro caerían dentro del genérico rótulo de movilidad por pue­
blos trasegados o “mitmaq" para prestaciones de servicios (14). A
saber:
14 Un estu p en do análisis sobre las prestaciones rotativas de servicios ha
sido efectu ad o por J. M urra (op. cit.; 1978) sobre la base del registro etnohis­
tórico.
1— Movilidad por mitmaq transvasados de una región a otra
con finalidades mineras. Estas explotaciones ya han sido tra­
tadas in extenso en el Capítulo V. Sólo nos cabe agregar que
los arraigos ubicados al Sur de la cuenca del Cópiapó, en
Chile, y de la región Calchaquí, en Argentina, muestran un
interés casi exclusivo en estas prácticas, especialmente los re­
gistrados en la ya mencionada cuenca del Copiapó, en el va­
lle del Elqui y aledaños, en la cuenca de Aconcagua— Maipo,
en la Sierra Meridional del Aconquija y en la Sierra de Fa-
matina. Mientras que los arraigos en la región de Humahua-
ca, Arica, valle del Loa y San Pedro de Atacama, demues­
tran un interés compartido entre la minería y las explotacio­
nes agrícolas y ganaderas.
2 — Movilidad militar-defensiva en pos de consolidar el espacio
conquistado, como actitud previsora ante los conflictos ge­
nerados en las fronteras oriental y austral del imperio. Estos
casos ya han sido tratados al comienzo de este Capítulo.
3 — Movilidad para probar el vasto sistema de apoyo al tráfico y
comunicaciones, que configuró la red vial y toda la infraes­
tructura de postas y tampus, de la cual poseemos casi medio
centenar de ejemplos arqueológicos, ya considerados en el
Capítulo IV, y testificados por la presencia de rasgos como
R.P.C., asociación directa con red vial, emplazamientos en el
bajo a la vera de aquellos, y la presencia eventual de depósi­
tos o collcas para almacenaje, así com o la ausencia de siste­
mas defensivos, por ser innecesarios en estos tampus de trá­
fico.
4 — Movilidad en función de la explotación ganadera y, en me­
nor medida, agrícola, mediante el desplazamiento de grupos
de cuidadores de rebaños o “ Michiq”, generadora de la ener­
gía destinada tanto para el abastecimiento, com o para el
transporte y la textilería, utilizando para ello las estepas na­
turales de la Puna y su borde, probablemente por tum os es­
tacionales. Es obvio que, basándose inteligentemente en las
tradiciones ganaderas, agrícolas y textiles preexistentes, los
Inkas acrecentaron el manejo de los rebaños de llamas, ejer­
ciendo su control por medio de los Curacas regionales y cui­
dadores o “Michiq”, así como el control m ultiecológico de
diferentes pisos para la agricultura. Estos casos de movilidad
responden a un modelo típicamente “ altiplánico” , signifi­
cando la continuidad de un sistema de explotación, a la vez
que una estructura sociopolítica desarrollada en la región
circuntiticaca por los reinos Kollas preinkaicos. Este tipo de
movilidad, quizá explique la difusión hacia los Andes del
Sur del estilo cerámico Inka-Pacajes, además de los rasgos in-
fraestructurales que acompañan a los inkaicos de primer or­
den y que nosotros hemos clasificado como de segundo or­
den (techo cónico, criptas en cuevas, ventanas, plaza amura­
llada, escalinata en piedra) así como el vasito chato, la téc­
nica textil del ikat y el idioma Aymara.
Este tipo de movilidad con causalidad altiplánica se planteó
en el Noroeste argentino y Norte de Chile por lo menos tres
siglos antes de la conquista Inka; posee una clara génesis cir-
cuntiticaca y, con posterioridad al s. XV, ya en tiempos im­
periales, inkaizados los reinos Kollas, fueron inducidos a
participar en la conquista y explotación de parte del Kolla-
suyu meridional.
Es significativo aclarar, que las evidencias arqueológicas pro­
ponen que este cuarto tipo de movilidad no parece haber
traspuesto el Sur de la cuenca del Copiapó, del lado chileno,
ni la región Calchaquí, del argentino. A partir de allí, dio
paso al tipo 1.
Las pruebas arqueológicas que testimonian la movilidad des­
tinada para la explotación de recursos ganaderos y agrícolas,
se registran en las instalaciones imperiales provistas de R.P.
C., halladas en los oasis puneños; todas ellas de tipo mixto,
ocupando instalaciones atacameñas preexistentes como Rin­
conada, Casabindo, Doncellas, Coyparcito—La Alumbrera,
Sayate, Cochinoca, Lasana, Turi, Chiu Chiu, Toconce, Catar-
pe, Quitor, Camarones Sur, El Tojo, Los Morros I, entre o-
tros. Así como algunas de las quebradas con cabecera en el al­
tiplano, como la de Humahuaca, con las instalaciones de Til-
cara y Yacoraite.
5 — Movilidad de desplazamientos de grupos “no inkaizados",
que escaparon a la férula imperial hacia las regiones más a-
partadas para luego iniciar la resistencia. Estos casos poseen
sobradas pruebas etnohistóricas y no pocas a nivel arqueoló­
gico. Los genéricos rótulos de Chiriguano o Guaraní de la
frontera oriental, Lule del Chaco—Santiago y Araucano del
confín meridional, son los ejemplos más clásicos de este
caso. La conflictiva situación geopolítica que estos grupos
“renegados" generaron, está testimoniada por el cinturón de
fortalezas imperiales impuestas a lo largo de toda la frontera
oriental y algunos enclaves “etnohistóricos” en la austral.

Indicadores arqueológicos de Movilidad.

No son pocos los ejemplos etnohistóricos sobre la acción In-


ka en tomo a los desarraigos de mitmaq de una región a otra. So­
bre ellos, oportunamente se han referido cronistas, historiadores y
antropólogos culturales, por tal razón no serán tratados aquí. Lo
que sí nos interesa es considerar este tema desde una óptica estric­
tamente arqueológica.
Las posibilidades de detectar la existencia de colonias de
mitmaq, transvasados de una región a otra por obra del Estado In-
ka, quedan resumidas —en función del registro arqueológico—, por
la presencia de rasgos culturales que, más que la idea de un contac­
to comercial o de un proceso de difusión—aculturación, implican
la migración de sus hacedores por mandato del Estado. Otras posi­
bilidades interpretativas ofrece el registro de la infraestructura, el
cual nos permite proponer, de constatarse arquitectura importada
y no Inka, la intervención de grupos transvasados con asentamien­
tos concretos dentro del área receptora y lejana al foco de origen
del mitmaq. Esta última posibilidad sería realmente formidable
por la fehaciencia que sugiere, pero desafortunadamente —y con
excepción de los mitmaq Kollas ya mencionados en el tipo 4 de
movilidad—, no ha sido hasta el momento convenientemente ex­
plotada. Además, deberemos previamente explicitar los rasgos ar­
quitectónicos difundidos, por cuanto éstos bien podrían pertene­
cer a migraciones acaecidas con anterioridad al Horizonte Inka, y
no a mecanismos de mitmaq dispuestos por el Inkario. Por el mo­
mento, y en base al registro arqueológico por nosotros manejado
y a evidencias aportadas por otros autores, podemos aducir algu­
nas evidencias sobre posibles mitmaq que, sin ser concluyentes,
contienen sugestivas propuestas que la arqueología de campo de­
berá encargarse de consolidar. Estas evidencias son:

1 — Grupos desarrraigados del altiplano circundante al lago Titi­


caca, etnohistóricamente identificados como Pacajes, hacia
las regiones de Tacna, Arica y valle de Camarones, ocupando
la faja costera del Pacífico y los valles transversales del Nor­
te. Están testificados por la presencia del estilo cerámico In-
ka —Pacajes (Saxamar), registrado en Alto Ramírez, Ha­
cienda Camarones, Rosario—Peña Blanca y Playa Miller—6.
2 — Grupos de la etnía Pacajes trasladados al oasis de Pica, su­
gerido por el hallazgo de alfarería Saxamar en dos cemente­
rios (N° 147 del Cuadro I), aparentemente asociados a keros
de madera inkaicos (Niemeyer; op. cit.; 1959; Nuñez A.; op.
cit.; 1965).
3 — Mitmaq transvasados desde el valle del Elqui hacia el valle de
D istribu ción de los p o sib les
cen tros adm in istrativos en el
K ollasuyu; las flechas indi­
can las pro b a b les m ovilida­
des p o r transvasam iento de
m itm aq.
Uspallata, en Mendoza, (sitio Ranchillos, Nº 107 del Cuadro
I); la evidencia arqueológica la constituye el estilo cerámico
Diaguita—Chileno, hallado en Ranchillos por Aparicio (op.
cit.; 1940) y Schobinger (op. cit.; 1971).
4— Con similar origen al caso anterior, es decir, desde el valle
del Elqui, pero trasegados hacia el sitio Tocota, en San Juan
(N° 103 del Caudro I), y testimoniados por la presencia de la
alfarería Diaguita—Chilena (Berberian y Zurita; op. cit.;
1979).
5— Grupos trasladados del altiplano puneño del extremo Norte
de Argentina (desde la región de Rinconada, Doncellas, San
Juan Mayo) hacia el valle de Copiapó, propuesto ésto por el
hallazgo de azadones y enterratorios en criptas (o cave bu-
rial o chullpas puneñas), en Cerro Capis y Cerrillos (N° 176
y 177, respectivamente, del Cuadro I). Rasgos típicamente
puneños, significativamente alejados de su foco y asociados
a instalaciones imperiales.
6— Grupos mitmaq en la región de Cochabamba trasegados des­
de el valle Calchaquí Norte y viceversa. Las evidencias están
aportadas por los registros sobre la alfarería Inka—Paya, ha­
llada en Culpina por A. Metraux (op. cit.; 1933), así como
en Illuri, Sipisipi, Colcapirhua y Arani III por W. Bennett
(op, cit.; 1936), (N° 251, 254, 255, 256 y 257, respectiva­
mente, del Cuadro I). Asimismo, por el hallazgo de piezas
funerarias (urnas) Calchaquí—Santamaría, en el valle de Co­
chabamba (I Grasso; op. cit.; 1960).
7— Grupos trasegados desde el valle de Hualfín, en Catamarca,
hacia los oasis de Antofagasta de la Sierra, sitios de Coypar-
cito—La Alumbrera (N° 41 y 4 1 ’ del Cuadro I), verificados
por la prei inda de rasgos Belén, asociados a Inkas en la alfa­
rería y el arte rupestre, dando continuidad, así, a una forma
de explotación multiecológica iniciada en m om entos pre-
inkaicos (Raffino y Cigliano; op. cit.; 1973).
8— También desde el valle de Hualfín pero hada la región de la
Sierra de Aconquija, evidenciado por el hallazgo de un 30
por ciento de alfarería Belén en las ruinas del Nevado de A-
conquija por Paulotti (op. cit; 1959), (N° 65 del Cuadro I).
9— Desde la cuenca de los ríos Salí—Dulce hada la región Cal­
chaquí, especialmente los valles de Santa María y del Cajón
(Fuerte Quemado, Quilmes, Punta de Balasto), propuesto
por los hallazgos de alfarería del estilo Yocavil Polícrom o,
en esta última.
10 — Grupos Pacajes trasladados a las regiones de la quebrada de
Humahuaca y valle Calchaquí Norte. Se halla testimoniado
por la presencia de alfarería Inka-Pacajes en las instalaciones
de Tilcara, Yacoraite, Rodero, Potrero de Payogasta y Lura-
catao.
11 — Grupos Sanagasta de La Rioja y San Juan hacia el valle de
Abaucán (Watungasta y Mishma), evidenciado por la presen­
cia de alfarería Sanagasta (Sempé; op. cit.; 1973).
12 — Grupos Yocaviles trasegados desde la región Calchaquí y
Chaco—Santiagueña hacia Watungasta, evidenciado por el
hallazgo de alfarerías Famabalasto y Yocavil en este sitio.

Dentro de este espectro de casos de movilidad por transvasa-


miento de grupos humanos, se perciben algunas variantes sugesti­
vas, fiero que por el momento no pueden ser convenientemente ex­
plotadas. Algunas explicaciones deben buscarse en las diferencias
entre asientos —quizás ocupados por mitmaq—en el pie de la insta­
lación receptora preexistente (por ejemplo, Yacoraite, Fuerte Que­
mado, Punta de Balasto). Esa posición quizá indique que el grupo
intrusivo no poseyó el mismo rango jerárquico que el de los vasa­
llos locales. Mientras que otros casos (Rinconada, La Casa Morada
de La Paya, y tal vez, Tilcara), representan tipos de instalaciones
inscriptas en el centro de la preexistente, ocupando de ella lo me­
jor y más selecto en materia prima y espacio, lo cual explicaría la
ostentación de un rango más elevado que los locales.

Otro aspecto vinculado con la movilidad puede derivarse de


las frecuencias entre los cementerios con contacto Inka, registra­
dos en Argentina y Chile. Sobre una muestra total muy similar,
118 sitios en Argentina y 104 en Chile, la gran frecuencia de ce­
menterios alojados al Oeste de la Cordillera (55 presencias), con­
trasta con la menor cantidad registrada en el lado argentino (33
presencias). A la vez, estas relaciones se invierten si analizamos los
registros de infraestructura habitacional (R.P.C.), de Argentina y
Chile. En el sector chileno, solamente se han comprobado 21 sitios
con arquitectura habitacional Inka sobre la muestra de 104; mien­
tras que en Argentina, alcanzan a 75 sobre el total.
Estas relaciones comparadas, que nos enfrentan a paráme­
tros inversamente proporcionales entre sitios de habitación y ce­
menterios, a uno y otro lado de los Andes, pueden sugerimos las
siguientes hipótesis:
1— Si la falta de cementerio significa residencia transitoria, pro­
bablemente por los sistemas de mitmaq afectados al trabajo
por tum o, debería pensarse, entonces, que existió una recu­
rrente derivación de estos grupos del occidente hacia el o-
riente de la Cordillera, con residencia transitoria en los tam-
pus del lado argentino y regreso a sus núcleos tras el turno
cumplido. La presencia de asociación entre segmentos viales
y R.P.C. del lado argentino alcanza un porcentaje del 68 por
ciento, mientras que del lado chileno sólo llega a un 29 por
ciento.
2 — Teniendo sus espaldas protegidas por el Océano Pacífico y
llevando gran parte de sus transportes de energía y comuni­
caciones por el camino del lado argentino, con el que se evi­
taban los desolados páramos de las Provincias chilenas de A-
tacama y Antofagasta, y a la vez se buscaban aquellos ámbi­
tos más pacíficos a la penetración —en contraposición a a-
quellos chilenos más belicosos—, pudo haberse planteado la
estrategia de reforzar los tampus del lado argentino con mit­
maq trasegados desde Chile, En especial aquellos que fueron
impuestos en zonas menos pobladas com o parece suceder en
Famatina—Vinchina y en el valle de Uspallata.
Quizás esto explicaría, en buena medida, el rápido abando­
no de muchas de las instalaciones provistas de R .P.C. pero
desprovistas de sitios de inhumación, localizadas en territo­
rio argentino, al Sur de la región Calchaquí, luego de la caí­
da del Cuzco.

4 — La artesanía “oficial”

La ausencia de cambios sustanciales en las tradiciones cultu­


rales preexistentes, especialmente las arraigadas dentro de las regio­
nes más densamente pobladas y que alcanzaron los más altos gra­
dos de desarrollo sociopolítico (Señoríos), desde ya nos explican
que la conquista de los cuzqueños —aún ejercida por medio de
fuerzas militares coercitivas—, no fue catastrófica. Una sola región
del Kollasuyu parece escapar a esta regla general: el valle de Cocha-
bamba, donde el cambio drástico está evidenciado por los relatos
de los cronistas (Sarmiento de Gamboa), según los cuales las etnías
de habla Aymara, los Cotas y los Chuyes, fueron derrotados y ma­
sivamente deportados por Pachakuti en la década de 1440 (I. Gra-
sso; 1968). Tras la conquista, las modificaciones de las manifesta-
D istribución de los santua­
rios de altura en los A n des
Meridionales.
dones culturales locales se producen, claramente, mediante la in­
corporación de elementos artesanales a través de las copias o imi­
taciones de los estilos cerámicos imperiales, com o el Cuzco Polí­
cromo A y B, el Cuzco Buff y el Cuzco Polícromo Figurado de
Rowe. Estas se realizaron con diferentes grados de distorsión del
estilo original. De acuerdo al área donde se realizó, a la capacidad
artística de la entidad receptora y a la modalidad individual del ar­
tesano interviniente, los resultados alcanzados han plasmado lo
que podríamos llamar estilos simbióticos Inka—local, ya men­
cionados en el Capítulo III, com o el Diaguita—Inka, Inka—Paca­
jes, Paya—Inka y Viluco—Inka, a los que podríamos agregar otros
estilos regionalizados como el Santa María—Inka y Belén—Inka,
que aunque no han sido tratados en especial, deben formar par­
te de esta lista. Siendo el bronce un elem ento tan caro a los de­
seos de los grupos locales, se nos ocurre que algunas piezas elabora­
das en piedra, como las mazas estrelladas y hachas en T , responden
a imitaciones locales de las clásicas piezas de metal inkaicas.
A la vez, se incorporan elementos artesanales que sugieren
una importación directa, o bien, si éstos fueron realizados local­
mente, los artesanos quizá provinieron de los epicentros del impe­
rio. Estas piezas son los keros de madera, hachas y mazas estrella­
das de bronce, auquénidos y demás enseres de lapidaria, idolillos
antropomorfos de oro, plata y concha, así com o algunas piezas de
textilería, halladas en los santuarios de las altas cumbres.
Todas estas incorporaciones no fueron masivas sino que,
cuantitativamente, apenas llegaron a formar parte del patrimonio
de las culturas receptoras, posiblemente a través de las élites gober­
nantes, las que, por una redistribución selectiva, recibieron el clási­
co trato preferencial mediante las dádivas de los señores cuzque-
ños; testimoniados arqueológicamente por los ajuares funerarios
con piezas Inka relevantes (por ejemplo en algunas tumbas de La
Paya, Tilcara, Fuerte Quemado, Freirina, Watungasta y Quilmes), e
incluso por la infraestructura funeraria relevante (como las tumbas
de La Reina, en Chile). Ambos casos demuestran el rango que el
individuo alcanzó durante la nueva administración. No es capricho­
so que estos elementos —probatorios del poder conferido a los se­
ñores locales— se encuentren, arqueológicamente, en la funebria y
no en los depósitos cotidianos como las habitaciones y los basura­
les, e incluso que su comportamiento sea francamente intrusivo.
Los bienes de prestigio no abundaban y eran un privilegio que no
podía ser masivamente impartido sino sólo a los principales, quie­
nes al acatar e l nuevo orden recibían así, el derecho exclusivo de
utilizar la artesanía o f i c i a l .
En otras palabras, n o existieron sino ligeras transfiguracio­
n es, que difícilm ente alcanzaron los elem entos culturales autócto­
n os de tip o p o p u l a r . En estos últim os, especialm ente los de la cerá­
m ica, se tiende a imitar la iconografía imperial —com o una forma
de integrarse a las nuevas modalidades—, en formas que, aunque
distorsionadas, continúan la tradición cultural preexistente. Esto se
observa claramente en la iconografía de las cerámicas Santamaria-
na y B elén, las cuales m antienen sus formas y elem entos sim bóli­
cos tradicionales esenciales, pero con la incorporación de rasgos o
elem entos Inkas, com o la c r u z i n k a i c a o la X.

5 — La Lengua

Otro conjunto de rasgos testim oniales de la penetración In-


ka, lo constituye la difusión de la lengua Keshua o Runasimi —len­
gua oficial del im perio— sobreim puesta en aquellas preexistentes.
En el N oroeste argentino, si tom am os com o válida la propuesta de
Lafone Quevedo de que el Kakán es una lengua preinkaica, ésta
puede ser ampliada por nosotros de la siguiente manera: sobre un
sustrato Kakán se incorpora, a partir de 1 470, el idiom a Keshua,
por penetración cultural, de m odo tal que, cuando casi setenta a-
ños más tarde se produce la penetración castellana, dentro de ese
ám bito se hablaba, además de las lenguas locales, la le n g u a g e n e r a l
d e l P e r ú , tal com o lo expresan los cronistas. Pero, a esta propuesta
es necesario agregar la problemática Aymara de los reinos altiplá-
nicos de la Hoya del Titicaca, Lupaqa y Pacaxes, con la posibili­
dad, cada vez más tangible, de que ésta se haya introducido en el
Noroeste argentino y Norte de Chile, por difusión, conjuntamente
con los elem entos ergológicos atacameños que tanta dispersión ha­
bían alcanzado en el altiplano puneño durante los Desarrollos Re­
gionales, es decir, unos cuatro o cinco siglos antes de la expansión
Inka, y que fueron asimilados selectivamente.
En Chile, la lengua oficial hablada por las autoridades loca­
les y algunos de sus colaboradores más dilectos, parece significar,
en el período inkaico, una mejor posición social (Hidalgo; op. cit.;
1 9 7 2 ). Algo similar podría haber sucedido en el Noroeste argenti­
n o , tal vez sugerido por el ya apuntado caso de las a r t e s a n í a s o f i ­
c i a le s , utilizadas sólo por las élites locales.
Con respecto a las lenguas autóctonas sobre las que se super­
puso, existe una polémica entre quienes —como los seguidores de
Barros Arana— sostienen la existencia de una sola lengua, el Mapu­
che, desde el canal de Chacao hasta Copiapó, y aquellos que, como
Latcham, aseguran que los diaguitas hablaban el Kakán. Según las
fuentes etnohistóricas, habrían sido cinco las lenguas autóctonas:
la de Copiapó, la de Huasco, la de Coquimbo, la de Limarí y la de
Combarbalá hasta Aconcagua (Bibar; op. cit.; 1558), todas ellas
diferentes y propias de cada región.
En cuanto a la difusión del Keshua, también se han plantea­
do posiciones divergentes. Por una parte aquellas que indican ana­
logías entre esta lengua y el Kakán, explicándolas como fruto del
origen común de ambas (Lafone Quevedo y A. Quiroga). Otro
punto de vista sostiene Boman, al analizar este fenómeno como la
difusión del idioma de los vencedores, el cual se habría ido exten­
diendo por influencias políticas. Pablo Patrón, a propósito de la
expedición de Almagro a Chile, asegura que el Keshua se habría in­
troducido en el Tucumán por influencia de los indios yanaconas
que solían llevar los conquistadores. Finalmente —y al igual que lo
sugiere Levillier (op. cit; 1926), Sempé (op. cit.; 1973), tras un
prolijo análisis de los vocablos y terminaciones lingüísticas en el valle
de Abaucán, asegura que la más intensa penetración del ques-
hua al N.O. se hace durante la conquista española, cuando se decla­
ró, junto al guaraní, lengua de catequizadón...”
En suma, este idioma Keshua o Runasimi, introducido por
los Inkas en su avance meridional, fue selectivamente hablado por
los líderes locales convertidos al nuevo régimen, como prestigio
conferido por la administración imperial. Su masiva incorporación
se realiza recién después de la conquista española donde, quizás
con lógicas distorsiones del Runasimi original, pasa a ser la lengua
general o ficial. Esto explica, por otra parte, la supervivencia del
keshua en regiones que, como la Chaco Santiagueña, no cayeron
bajo el dominio Inka, pero tuvieron durante la conquista una
intensa acdón evangelizadora.

6 — Los límites del Kollasuyu

Hemos aludido oportunamente a la conformación —a mane­


ra de un gigantesco triángulo isósceles invertido— del espado con­
quistado por el Estado Inka en los Andes del Sur. Ello, en otro
sentido, explica el real ámbito de su interés y por tal, de su domi­
nio, focalizado hacia un espacio fisiográfico y ecológicamente an­
d in o , por cuanto n o excede el dom inio paisajístico altiplánico, cor­
dillerano y vallista precordillerano. En este sentido, el espacio físi­
co conquistado por los Kapaj al Sur del Cuzco, posee una natura­
leza tan andina com o la propia arquitectura Inka.
Este inm enso ám bito nos lleva a considerar la problemática
de las fronteras meridionales del Kollasuyu, registradas del lado ar­
gentino en los valles de Uspallata y Mendoza, donde se constatan
las últimas evidencias infraestructurales. Compartimos, así, la hipó­
tesis de Schobinger (op . cit.; 1 9 7 5 ) de que el dom inio no traspuso
más al Sur del valle de Uspallata, lo cual n o excluye la existencia
de puestos avanzados, fugazmente ocupados. A llí se observan dos
aspectos que coadyuvan al interés por la región; el primero, vincu­
lado con la explotación de sus recursos naturales; el segundo, co ­
m o jalón fundam ental para el tráfico hacia y desde el Centro Sur
chileno, especialm ente hacia los valles del Mapocho y Maipo. Pre­
cisam ente, del otro lado de los Andes, los lím ites australes recaen
en el cajón del río Maipo, quizás con fugaces ingresiones más al
Sur, intentándose la conquista del Maule , com o parecen demos­
trarlo las pequeñas instalaciones de Maule (o Itata o R ío Claro),
C ollipeum o, Paine, Apaltas, San Vicente de Tagua Tagua, Hacien-
da Colchagua, Yaquil, Lolol y Quivolgo. Pero no más allá, por
cuanto el registro desaparece entre la zona comprendida desde el
Maule hasta el río Bio Bio, obliterándose la hipótesis de una con­
quista sobre los ámbitos meridionales al paralelo 3 5 ° .
Sobre el río Tinguirica se registra el cementerio m ixto In-
ka local de Hacienda Colchagua, donde se observan piezas im pe­
riales y una supuesta fortaleza, San Vicente de Tagua Tagua y la
muralla cuya filiación Inka no ha sido fehacientemente comproba­
da. Sobre el mismo río Tinguirica se localiza otra supuesta instala­
ción Inka, la de Yaquil (Guevara, 1825; Bollaert, 1860; Iribarren-
Bergholz, 19 7 2), que representaría la presencia de un pukará con
asociación a lavaderos de oro. Para esta instalación corresponden
similares conceptos a los vertidos con referencia a Tagua Tagua y
Hacienda Colchagua.
Dentro de esta complejidad se menciona, etnohistóricam en­
te, el sitio de Apalta, supuestamente dependiente de la administra­
ción Inka, pero del cual carecemos hasta el m om ento de un regis­
tro arqueológico fehaciente. Similar grado de deficiencia se obser­
va en los respectivos registros de los demás sitios, entre ellos Lolol
y Quivolgo. A sí com o las dos o tres fortalezas mencionadas por
Rosales (18 7 7), Medina (18 82 ) e Irribarren—Bergholz (19 7 2 ), tan-
gencialmente referidas, pero que carecen del registro arqueológico
probatorio de una efectiva y prolongada ocupación imperial. Todo
ello confirma, en parte, la vieja hipótesis de Medina de que aún
cuando los ejércitos imperiales hayan llegado y traspuesto el Mau­
le , la dominación efectiva no pudo superar el valle del Mapocho.
Por su parte, R. Latcham (op. cit; 1908) propone un domi­
nio efectivo hasta el Maipo y con probabilidad hasta el Maule.
Mientras que, Cañas Pinochet (op. cit.; 1903) expone que, luego
de los contrastes militares en Maule, los ejércitos imperiales se reti­
raron a Combarbala y Pama, donde fijaron la línea austral de su
dominio. Nosotros pensamos que existe una razonable posibilidad
—sugerida por el registro arqueológico— de que este dominio efec­
tivo alcanzara un poco más al Sur del valle del Mapocho, hasta el
río Maipo.
Hacia el oriente, la cadena de fortalezas distribuida —tanto
en Bolivia como en Argentina— no deja dudas sobre los límites del
imperio. Los enclaves más orientales poseen un denominador co­
mún; son defensivos desde Cochabamba hasta el Campo del Pucará
y preanuncian, por lo tanto, situaciones limítrofes inestables. Des­
de el Campo del Pucará hasta el valle de Uspallata parecen demos­
trar una situación geopolítica más pacífica. Esto quiere decir que,
pasados los ámbitos de los Chiriguanos y Lules de las florestas o-
rientales a los Andes, los pueblos arraigados en las regiones vallise-
rrana Sur y Centro Oeste, ofrecieron una pasividad que facilitó los
intereses del Estado Inka.
La infraestructura probatoria de la conquista imperial desa­
parece abruptamente hacia el oriente de la Ceja subandina y con
ello explica, indirectamente que, fuera de los recursos naturales an­
dinos, para la metalurgia y del interés ganadero y agropecuario ob­
servable en los valles mesotérmicos cochabambinos, nada pareció
interesarle a los Inkas que los impulsara hacia las florestas orienta­
les. Así lo propone la falta de registro infraestructura! en los llanos
de Mojos bolivianos (Dougherty—Calandra; com. pers .), así como
en la zona Santacruceña boliviana, de San Francisco y Chaco-San-
tiagueña en Argentina. Aún cuando queda pendiente la alternativa
de que la extrema belicosidad chiriguana haya diluido este interés,
ante la incierta posibilidad del fracaso.
El mismo panorama arqueológico ofrecen los territorios de
las Sierras Centrales de Córdoba y San Luis, libres de pruebas in-
freestructurales cuzqueñas.
Hasta todos estos ámbitos orientales llegaron, solamente, las
artes Inkas menores, aún más distorsionadas, las cuales nos indi­
can el interés de las culturas locales, receptoras de bienes artesana­
les exóticos, que penetraron por obra de alguno de los múltiples
mecanismos de la difusión y fueron copiados con dispar fidelidad,
y n o por obra de una conquista.

7 — Palabras finales

En este epílogo de nuestra obra, cuando las ideas han toma­


do forma, las hipótesis cotejadas y el rótulo Inka definido, se hace
necesaria una suscinta mención sobre algunos interrogantes para
nosotros significativos y que, a la vez, subyacen a la realidad Inka:
1° ¿cómo reaccionó el sustrato social sobre el que el Inkario se im­
puso?; 2 o ¿existieron focos geopolíticas de insurrección frente al
invasor?; y 3° ¿en qué medida la ocupación Inka en los Andes del
Sur unificó el sustrato aborigen receptor?. Reflexiones más que
preguntas, pero que, tanto en las crónicas etnohistóricas como en
el registro arqueológico encuentran, en parte, su respuesta.
El estudio del proceso cultural aborigen nos ha demostrado
que, durante los últimos decenios del siglo XIV, es decir durante el
climax del período de los Desarrollos Regionales preinkaicos, so­
bre un sustrato Formativo de poblamientos aldeanos rurales, con
un sistema simple de intercambio de bienes, se implantó un patrón
cultural con mayor tendencia hacia la urbanización y concentra­
ción demográfica, el que, a la vez, centró su crecimiento en la
puesta en marcha de una serie de mecanismos —basados principal­
mente en una mejor interrelación ecológico—cultural—, que ten­
dieron a la complementadón de los recursos propios, mediante la
incorporación de nuevos ámbitos de explotación. Así, surgieron
entidades cuya estructura sociopolítica fue la de Señorío, segmen­
tados en mitades vinculadas por lazos de parentesco, y provistos de
su propio territorio agrícolo—ganadero, sus cotos de caza y sus
fuentes de recolección. Pero esta misma complejidad, tan necesaria
para el desarrollo de una nueva forma de vida social, generó una lu­
cha por el espacio físico que se vió claramente reflejada, por un la­
do, en las necesidades arquitectónicas de defensa y prevención, y
por otro, en la coexistencia de grupos fuertemente identificados
entre sí y con sus propias tierras, pero cuya hegemonía debía ser
respetada y correspondida por sus vecinos bajo pena de guerras.
Las regiones que responden a este proceso, tanto en el Noroeste ar-
gentino como en Chile, son bien conocidas: los valles de Calchaquí
y Santa María, los de Hualfín—Abaucán, la región de Humahuaca
y algunos oasis de Puna, en Argentina; el valle del Loa, San Pedro
de Atacama, y varios valles comprendidos entre Copiapó, por el
Norte y Mapocho por el Sur, en la región chilena. Casualmente, es
en algunos de estos ámbitos donde se va a fraguar la mayor resis­
tencia frente a la conquista europea, dirigida por las principales ca­
bezas políticas y alimentada por las numerosas confederaciones in­
dígenas. Pero, y hasta que llegó ese momento, ¿cómo se formó en
los grupos esa conciencia de lucha mancomunada?.
En el siglo XV, cuando acontece la invasión inkaica, el sus­
trato social indígena responde, en el Tucumán antiguo, con una re­
lativa pasividad, mientras que en Chile —según el testimonio etno-
histórico—, existió una resistencia valle por valle. No obstante ello,
ni en nuestro Noroeste ni en la región chilena mencionada, existió
un masivo y prolongado rechazo frente al invasor Inka. Tres citas
escogidas nos parecen adecuadas para ilustrar tales respuestas: “ ...
vinieron embajadores del Reyno llamado Tucma... a informarle...
que los Curacas de todo el Reyno Tucma envían a suplicarle haya
por bien recibirlos debajo de su imperio..." (Garcilaso, op. cit.;
1609). Si el testimonio de Garcilaso es, más que el relato de una e-
popeya escrita por un cronista pro—Inka, una fuente fidedigna, la
actitud aparentemente sumisa de un pueblo de "... gente ferocísi­
ma y guerrera...", bien pudo obedecer, más que a un acto espontá­
neo, a la circunstancia impuesta por la fuerza ante la exigua alter­
nativa —propuesta por los emisarios del Inka—, de que se les sojuz­
garía por fuerza de las armas si a él se resistiesen.
En Coquimbo, la respuesta se manifiesta en un público re­
chazo: "... cuando los incas vinieron a conquistarlos, sobre el abrir
de una acequia que los incas les mandaron sacar y no querían, ma­
taron más de cinco mil indios, donde fueron parte para despoblar
este valle..." (Bibar, op. dt.; 1558). Pero la alternativa también era
clara, ceder o perecer ante el peso aplastante de un ejército pode­
roso y un objetivo coherente: conquistar y dominar nuevas tierras
para el Inka.
Asimismo en Copiapó, las crónicas nos hablan de una pri­
mera actitud de contienda frente al invasor, que luego habrá de
tomarse, por el peso militar inkaico, en aceptación de su dominio:
"... Luego que Inca Yupangui hubo despachado los diez mil hom­
bres de guerra mandó apercibir otros tantos, y por la misma orden
los envió en pos de los primeros, para que á los amigos fuesen de
socorro y á los enemigos de terror y... habiendo llegado cerca de
Copayapu (Copiapó), enviaron mensajeros... diciendo se rindiesen
y sujetasen al hijo del Sol... Donde no, que se apercibiesen á las ar­
mas; porque por fuerza, ó de grado habían de obedecer al Inca...
Los de Capayapu se alteraron con el mensaje y tomaron las armas,
y se pusieron á resistir la entrada de su tierras... En estas confusio­
nes los halló el segundo ejército..., con cuya vista se rindieron los
de Copayapu..., y así capitularon con los Incas lo mejor que supie­
ron, las cosas que habían de recibir, y dejar en su idolatría...”
(Garcilaso; op. cit.; 1609).
Una vez establecidos sus dominios en el Noroeste argentino
y "... lo que llamaban Chile, adonde estuvo (Wayna Kapaj) más de
un año entendiendo en refrenar aquellas naciones y asentarlas de
todo punto...” (Cieza de León, op. cit.; 1553), comienza una etapa
de convivencia cuasi pacífica (“paz inkaica”), alterada en algunos
puntos por cruentas rebeliones, como las suscitadas en el pukará
de Copiapó, “ ... un fuerte que los Incas con treinta mil indios de
guerra no lo pudieron tomar en un año...” (Bibar, op. cit.; 1558).
El Noroeste argentino —cuya informática etnohistórica édita
con respecto a la penetración Inka es prácticamente inexistente—,
presenta tres subtipos de instalaciones arqueológicas pertenecien­
tes al momento imperial, que constituyen el reflejo arquitectónico
de dispares situaciones geopolíticas regionales, asumidas por los di­
ferentes grupos indígenas frente a la invasión. El primer subtipo, la
fortaleza o p u k a r á , como respuesta Inka previsora en aquellas regio­
nes donde las parcialidades autóctonas ofrecían algún tipo de resis­
tencia abierta a tal penetración. Su presencia alcanza, como hemos
dicho, bajos porcentajes. El segundo subtipo, el de mayor frecuen­
cia, está integrado por edificaciones de R.P.C. dispuestos en el fon­
do de valle, inmediatamente por encima de la llanura aluvial y sin
sistema defensivo; constituye un tipo de emplazamiento interpre­
tado como tampus de enlace, no necesariamente con relación de
contacto —al menos directo— con poblaciones preexistentes. Final­
mente, el tercer subtipo, integrado por sitios inkaicos incluidos
dentro, enfrente o al pie de un asentamiento local y de mayor ex­
tensión, que testifica una coexistencia pacífica entre aquellos gru­
pos preexistentes y los Inkas. Las dos últimas variantes infraestruc-
turales representan alrededor de un 80 por ciento de la muestra ar­
queológica, y esta frecuencia, abrumadoramente mayoritaria, nos
propone una coexistencia pacífica entre cuzqueños y receptores, la
cual sucedió en una gran porción del Noroeste argentino.
Hasta aquí, la respuesta etnohistórica y arqueológica a nues­
tro primer interrogante. E1 segundo, que se desprende de aquél, in­
tentaremos abordarlo a través del análisis del rol desempeñado por
las autoridades establecidas por el Inkario y el status ocupado por
los líderes de los grupos sojuzgados.
Los S e ñ o r ío s duales que encontraron los Inkas a su arribo al
Kollasuyu, se hallaban gobernados por sus caciques principales,
uno de ellos en cada mitad, vinculados entre sí por relaciones de ri­
validad, amistad, cooperación y parentesco. Directamente vincula­
dos con éstos se hallaban los p r in c ip a le s , participantes activos en
los problemas propios de cada territorialidad. Por último, y bajo la
autoridad de los caciques principales, se hallaban los c a p ita n e s o je­
fes militares. Este nivel de jerarquización, específicamente estudia­
do para el Norte Chico de Chile por J. Hidalgo (op. cit; 1971),
puede también corresponderse con aquél desarrollado por los Se­
ñoríos propios de la región Diaguito—Calchaquí y puneña.
Sobre estas jerarquías locales, cuya sucesión se generaba en
el propio territorio por herencia o elección —y que posteriormente
serían ratificadas desde el Cuzco—, se superponían aquellas im­
puestas directamente por el Inka. En Chile, según los testimonios
de Lovera y Bibar, existieron dos autoridades máximas, llamadas
g o b ern a d o res por los españoles en un claro indicio, por analogía,
de sus rangos jerárquicos. Se hallaba uno de ellos en Coquimbo
—curiosamente aquella misma zona donde, en 1549, se libraría
una sangrienta batalla contra los españoles que culminaría con la
destrucción de la ciudad de La Serena—, y el otro en el valle del
Mapocho, específicamente en Colina. El primero, identificado por
los cronistas como Anien y el segundo llamado Quilicanta, quien
era gobernador de aquella tierra puesto por el Inga de Perú con
gente de guarnición..." (Lovera; op. cit.; 1580).
Así organizada la estructura sociopolítica, el Tawantinsuyu
iba consolidando sus posesiones más australes. Pero quizás del seno
de algunas sociedades locales comenzarían a surgir —com o conse­
cuencia de la absorción impuesta por los Inkas— focos de subver­
sión que conformarían, luego, organizaciones o confederaciones
armadas cuyo destino sería, finalmente, en el siglo XVI, unirse en
una conflagración frontal contra la hueste Indiana.
Estas confederaciones —también llamadas F e d e r a c io n e s d e
S e ñ o r ío s du ales D ia g u ita s (A. Brito y J. Hidalgo; op. cit.; 1975)—,
estarían representadas, cuando acontece la conquista española, en
núcleos de valles y oasis fértiles, en zonas estratégicas y, precisa-
mente, en aquellas más inkaizadas. Vemos tempranamente en Chi­
le la acción de dos caciques principales del valle de Chile o Acon­
cagua. De ellos, Sarmiento de Gamboa -quien atribuye la conquis­
ta de Chile a Topa Inka Yupanki— escribe: "...y así prosigue su
conquista la vuelta de Chile, adonde venció al grande cinche Mi-
chimalongo y á Tangalongo cinche de los chileños de esta banda
del río Maulé al Norte...” Agrega después que Wayna Kapaj:
pasó hasta Chile, lo que su padre había conquistado, y quitó el Go­
bernador, que allí estaba por él, encomendando la gobernación de
aquellas provincias á los dos curacas naturales de Chile, Michima-
longo y Antalongo, á quien su padre había vencido. Y reformada
la guarnición que allí había, se vino por Coquimbo y Copiapó, visi­
tando de allí á Atacama y Arequipa...” (Sarmiento de Gamboa,
op. cit.; 1572). Pero las relaciones entre estos dos caciques no eran
pacíficas antes de la conquista española. Cuando se produce la en­
trada de Valdivia en Chile, Michimalongo no sólo sostiene guerras
con su hermano —Tanjalongo—sino también con un cacique de un
valle al Norte del Aconcagua, llamado Atepudo, así como con el
mismo representante del Inka en esa zona, el ya mencionado caci­
que Quilicanta. Estos dos últimos fueron quienes primero se some­
tieron al conquistador español, siendo precisamente Quilicanta
amigo y servidor personal de Don Diego de Almagro. Esta amistad
habría constituido el motivo principal de la enemistad entre estos
cuatro señores. Así, “...Viendo el Quilicanta la enemistad que le
tenían y le mostraban, adjuntó a todos sus amigos, y vínose a po­
blar el valle del río Mapocho. De allí les hacía la guerra a los caci­
ques Michimalongo y Tanjalongo, la cual tenían muy trabada
cuando el general allegó con los cristianos a esta: Tierra...” (Bibar;
op. cit.; 1558).
Finalmente, las guerras contra los españoles unieron a todos
estos caciques por encima de sus enemistades internas y, bajo el
caudillaje de Michimalongo, el más temido señor que en todos
los valles se ha hallado...” (Bibar; op. cit.; 1558), elegido por las
parcialidades de Aconcagua, Mapocho, Diaguitas e incluso los repre­
sentantes del Inka como Jefe de Guerra, se desarrollarían las accio­
nes bélicas que, en la destrucción y quema de Santiago (1541) y
La Serena(1549), habrían alcanzado su mayor belicosidad.
En el Noroeste argentino, la información etnohistórica pro­
veniente de Herrera y Tordesillas (1736), devela una rebelión susci­
tada entre los pobladores locales de la provincia de Jujuy y las tro­
pas de Almagro cuando, en 1536, éstas llegaron acompañadas de
Paullo Inka, hermano del monarca cuzqueño. Según esta fuente,
Paullo Inka y un sacerdote supremo habían sido enviados hacia
Tupiza por el capitán español para ir alla n a n d o la tierra. Los espa­
ñoles "... fueron entrando la Tierra adentro, hasta la Provincia del
Xuxuy, creiendo que habían de hallar el acogimiento que por res­
peto de Paullo, hasta entonces, se les havia hecho...", pero tres de
ellos fueron muertos por los indios. Asimismo, el documento reve­
la la enemistad entre los indios peruanos y los locales, por cuanto
los yanaconas con quienes. Almagro planeaba organizar la represa­
lia eran “... crueles enemigos de los indios...” .
Ya en la segunda mitad del siglo XVI, la presencia de alian­
zas intertribales entre Señoríos, representadas por Juan Calchaquí
y Chumbicha, en el valle Calchaquí, Viltipoco y Teluy, en Huma-
huaca y Machilín en Hualfín—Abuacán constituye, a su vez, una
clara evidencia de que la mayor resistencia a la ocupación europea,
se gestó allí donde la férula Inka alcanzó su mayor nivel de eficacia
y repite el hecho —al igual que en Chile—, de una unificación local
frente al enemigo común.
El segundo interrogante que planteáramos al principio, pa­
rece hallar su respuesta en la diferente actitud asumida por los gru­
pos a uno y otro lado de la cordillera andina. En el Noroeste argen­
tino, sólo las parcialidades representativas de la quebrada de Hu-
mahuaca habrían constituido —según las fuentes etnohistóricas—,
el principal foco de insurrección. P e ro a q u í se p la n te a una c o n tr a ­
d icció n co n e l reg istro a rq u e o ló g ic o p o r cu a n to , a l m e n o s d o s si­
tio s d e H um ahuaca, Y a co ra ite ( ta m b e ría al p i e d e un s itio p r e e x is ­
te n te ) y Tilcara ( c o n su ta lle r d e la p id a rio y p o s ib le s e v id e n c ia s d e
R . P . C. in scrip to en la in sta la ció n ), su gieren una c o e x is te n c ia p a c í ­
fica.
En territorio chileno, específicamente en las regiones de Co-
piapó, Coquimbo y en los cajones de Aconcagua y Maipo, se regis­
tran las más ásperas respuestas frente a la penetración Inka. Esto
contrasta notoriamente con las situaciones geopolíticas acaecidas
al otro lado de los Andes. En las sierras de Famatina y Vinchina y
en los valles preandinos de San Juan y Mendoza —donde carece­
mos de fuentes etnohistóricas éditas que sugieran una resistencia
militar—, el registro arqueológico, específicamente por las situacio­
nes de contacto observadas y por la ausencia de fortalezas, propo­
ne una coexistencia pacífica. Similar alternativa parece plantearse
en los valles y bolsones más densamente poblados cuando acontece
la penetración imperial, com o los de Santa María, Hualfín-Abau-
cán y Andalgalá. En ellos, tras una coexistencia pacífica Inka local se
producen, durante la conquista española, los mayores focos de re­
belión indígena. Aceptam os también una convivencia sin conflic­
tos pronunciados en la quebrada de Humahuaca, por confiar más
en las evidencias arqueológicas obtenidas por nosotros que en el
testim onio de un cronista que, com o Herrera y Tordesillas, no fue
testigo ocular de los sucesos, y, por ende, es demasiado indirecto.
Aún aceptando el relato de Herrera y Tordesillas, también es posi­
ble pensar que esta respuesta agresiva de los omaguacas haya esta­
do dirigida hacia los Inkas convertidos al nuevo régimen, ¿qué res­
peto pudo haber generado en los omaguacas alguien que, como
Paullo Inka, representaba el acatamiento, sin concesiones, hacia el
dom inio español?.

Exceptuando el ám bito del valle Calchaquí Norte, territo­


rio natural del Señorío Pular, rápidamente conquistado y desarrai­
gado por los españoles hacia el valle de Lerma, las restantes regio­
nes valliserranas y quebraderas, densamente pobladas e inkaizadas,
sin evidencias de masivos rechazos ante la presencia imperial, desa­
rrollarían posteriormente una resistencia sin cuartel a la domina­
ción castellana. En ellas se plasmaron focos aislados de rebelión
primero, e intentos de confederaciones i n t e r s e ñ o r í o s , después,
com o las acaudilladas por Viltipoco en Humahuaca, Juan Calcha­
q u í en Santa María y Machilín en Hualfín—Abaucán. Resistencia
que se prolongó durante el lapso de los 125 años del período His­
pano—Indígena en el Noroeste de Argentina (1535—1660), para
desembocar en uno de los g r a n d e s a l z a m i e n t o s , acaecido en la se­
gunda mitad de la década de 1650 y promovido por alguien que
supo canalizar los resentimientos indígenas: el f a l s o I n k a Pedro
Bohorquez. En su hábil usurpación de sangre r e a l , Bohorquez, en­
tre 1656 y 1659 accedió a un prestigio que le permitió capitanear
a tres decenas de caciques calchaquíes con más de 8.000 guerre­
ros. A pesar de su frustrada aventura, la acción de Bohorquez nos
indica claramente el prestigio otrora alcanzado por los Inkas en las
tradiciones locales, gracias al cual —ya a 125 años de la caída del
Cuzco y utilizado como factor de rebelión— hizo tambalear la casi
afianzada conquista castellana.
A h lfe ld , F rie d ric h . 1 9 3 2 . D ie in c a isc h e F e s tu n g C u tic u tu n i in d e r b o livia n is-
c h e n O s tk o r d ille r e . E n : Z e ita c h rift E u r E th n o lo g ie ; H e lf 4 /6 . B erlín .
A m b ro s e tti, J ., 1 8 9 7 . L a a n tig u a c iu d a d d e Q u ilm e s (V a lle C a lc h a q u i). B o­
l e t ín d e l I n s tit u to G e o g rá fic o A rg e n tin o ; t . X V III. B u e n o s A ires.
— 1 9 0 7 . E x p lo r a c io n e s a r q u e o ló g ic a s e n la c iu d a d p r e h is tó r ic a d e L a P a y a
(V a lle C a lc h a q u i, P ro v . d e S a lta ). P u b lic a c ió n N o 3 ; S e cció n A n tro p o ló ­
g ica; F a c u lta d d e F ilo s o fía y L e tra s. B u en o s A ires
— 1 9 1 0 . R e s u lta d o s d e las e x p lo r a c io n e s a r q u e o ló g ic a s e n e l P u k a ra d e T il-
cara (P ro v. d e J u ju y ) . C o n g reso In te rn a c io n l d e A m erican istas; t. X V II.
B u e n o s A ires.
A m p u e ro B rito , G ., 1 9 6 9 . E x c a v a c io n e s a rq u e o ló g ic a » en e l F u n d o C o q u im ­
b o , D e p a r ta m e n to d e L a S e re n a . A c ta s d el V. C on g reso N acio n al d e A r­
q u e o lo g ía M u seo A rq u e o ló g ic o d e L a S eren a . L a S ere n a , C hile.
— y H id a lg o J o r g e , 1 9 7 5 . E s tr u c tu r a y P r o c e s o e n la P re h is to ria y F r o to -
h is to r ia d e l N o r te C h ic o d e C h ile. C h u n g a ra, N o 5 ; D e p a rta m e n to A n tro ­
p o lo g ía . U n iv e rsid a d d el N o rte , A rica. C hile.
— 1 9 7 7 —7 8 . N o ta s p a r a e l e s tu d io d e la c u ltu ra D ia g u ita . B o le tín N o 1 6 ;
M useo A rq u e o ló g ic o d e L a S eren a . L a S eren a , C hile.
A p a ric io , F . d e , 1 9 3 7 . L a ta m b e r ia d e lo s C a za d ero s. R e lacio n es S o c ie d a d
A rg e n tin a d e A n tro p o lo g ía ; 1 .1, B u en o s A ires.
— 1 9 4 0 . L a ta m b e r ia d e l R in c ó n d e l T o ro . P u b licac io n e s d el M useo E tn o ­
g rá fic o d e la F a c u lta d d e F ilo so fía y L etra s, serie A ; t. IV . B u en o s A ires.
B a rc e n a , R ., 1 9 7 9 . I n f o r m e s o b r e r e c ie n te s in v e s tig a c io n e s a r q u e o ló g ic a s e n
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B ib lio g r á fic o J o sé T . M ed in a. S a n tia g o d e C h ile, 1 9 5 2 .
M ed in a , A ., 1 9 5 8 . H a lla zg o s a r q u e o ló g ic o s en e l C e rro “E l P lo m o ”. C en tro
d e E stu d io s A n tr o p ló g ic o s d e la U n iversid ad d e C hile; P u b lic a c io n e s N o
4 . S a n tia g o d e C h ile.
— R e y e s , F ., F ig u e r o a , G ., 1 9 5 8 . E x p e d ic ió n a l C e rro “E l P lo m o " . C en ­
tr o d e E stu d io s A n tr o p o ló g ic o s d e la U n iversid a d d e C hile; P u b lic a c io n e s
N o 4 . S a n tia g o d e C h ile.
M en g h in , O ., 1 9 6 0 . E s tu d io s d e P re h isto ria A ra u c a n a . E n A c ta P reh istórica
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v ista d e l M u seo N a cio n a l t. X L IV . L im a.
M o stn y , G ., 1 9 4 3 . I n fo rm e so b r e ex c a v a c io n e s e n A ric a . B o le tín d el M u se o
N a cio n a l d e H istoria N atural; t. X X I. S a n tiago d e C hile.
— 1 9 4 4 (a ). E x c a v a c io n e s en A rica . B o le tín del M u seo N a cio n a l d e H isto ­
ria N atural; t. X X II. S a n tiago d e C hile.
— 1 9 4 7 . U n c e m e n te r io in cá sico en C h ile C en tral. B o le tín d e l M u se o N a ­
cio n a l d e H istoria N atural; t. X X III. S a n tiago d e C h ile.
— 1 9 4 8 . C iu d a d e s a tá ca m en o s. B o le tín d el M u seo N a cio n a l d e H isto ria
N atu ral: t. X X IV . S a n tiago d e C hile.
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M o stn y , G ., 1 9 5 7 (a ). L a m o m ia d e l C erro E l P lo m o . B o le tín d e l M u seo N a ­
c io n a l d e H istoria N atural; t. X X V II; N o 1 . S a n tia g o d e C h ile.
— 1 9 5 7 (b ). L o s incas en C hile. E n: La m o m ia d el C erro E l P lo m o . B o le tín
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le .
— 1 9 5 8 . E l ja rro p a to . M u seo N a cio n a l d e H istoria N atu ral. N o tic ia r io M en ­
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O v a l l e , A . d e , 1 9 6 9 . H i s t ó r i c a r e l a c i ó n d e l r e y n o d e C h ile . I n s t i t u t o d e L i t e ­
r a t u r a C h i l e n a . S a n t i a g o d e C h i le .
O y a r z u n , A . , 1 9 1 0 . C o n t r i b u c i ó n a l e s t u d i o d e la s in f l u e n c ia s d e la c iv i li z a ­
c i ó n p e r u a n o s o b r e l o s a b o r í g e n e s d e C h ile . B o l e t í n d e l M u s e o N a c i o n a l
d e C h ile ; I I ; N ° 1 . S a n tia g o d e C h ile .
P a tró n , P ., 1 9 1 2 . I n f l u e n c i a d e l d o m i n i o p e r u a n o e n C h ile . P u b l i c . I V
C o n g . C ie n t. ( I o P a n a m e r ic a n o ) : T r a b a jo s d e la I I I S e c c ió n ; T . X V II (T .
I I I d e C c i a s . N a t . , A n t r o p . y E t n o l . ) . S a n t i a g o d e C h i le .
P a u l o t t i , O . , 1 9 5 8 . L a s r u in a s d e i o s N e v a d o s d e A c o n q u i j a . N o t i c i a P r e li m i ­
n ar. R U N A ; V o l. IX ; P a r t e s 1 y 2 . B u e n o s A ire s .
— 1 9 6 7 . L a s r u in a s d e l o s N e v a d o s d e l A c o n q u i j a . R U N A ; V o L X ; P a r t e s
1 y 2 . B u e n o s A ire s .
P a la v e c in o , M . D . d e , 1 9 6 6 . D e s c r ip c ió n d e m a te r ia l a r q u e o ló g ic o p r o v e n ie n ­
t e d e y a c i m i e n t o s d e a l t a m o n t a ñ a e n e l á r e a d e la P u n a . A n a l , d e A r -
q u e o l. y E tn o l .; T . X X I. U n iv . N a c . C u y o . M e n d o z a .
P e r r o t , D . R . d e y N a r d i , R . , 1 9 7 8 . 1 . 0 0 0 a ñ o s d e t e j i d o e n la A r g e n t i n a .
M in is t. d e C u lt. y E d u c . I n s t. N a c . A n t r o p . B u e n o s A ire s .
P h ilip p i, R ., 1 8 6 0 . V ia je a l d e s i e r t o d e A t a c a m a h e c h o d e o r d e n d e l G o b i e r ­
n o d e C h ile e n e l v e r a n o 1 8 5 3 - 1 8 5 4 . H a l le
P iz a rro , P . ( 1 5 7 1 ) , 1 9 6 5 . R e la c ió n d e l D e s c u b r im ie n to y C o n q u is ta d e lo s
r e i n o s d e l P e r ú ... B i b l i o t e c a d e A u t o r e s E s p a ñ o l e s ; V o l . 1 6 8 . M a d r i d .
P o lo d e O n d e g a r d o , J . ( 1 5 7 1 ) , 1 9 1 6 . R e la c ió n d e lo s fu n d a m e n to s a c e r c a d e l
n o t a b l e d a ñ o q u e r e s u lt a d e n o g u a r d a r a lo s i n d i o s s u s f u e r o s ... . C o l e c ­
c ió n d e L ib r o s y D o c u m e n to s r e f e r e n te s a la H is to r ia d e l P e rú ; S e rie 1 ; T .
IV . L im a .
P o n c e S a n g i n e s , C ., 1 9 5 7 . A r q u e o l o g í a B o l iv i a n a . ( P r i m e r a M e s a R e d o n d a ) .
B ib lio te c a P a c e ñ a . A lc a ld ía M u n ic ip a l. L a P a z .
— 1 9 7 8 . P a n o r a m a d e la a r q u e o l o g í a B o l o v i a n a . I n s t i t u t o N a c i o n a l d e A r ­
q u e o lo g ía ; P u b lic . N ° 2 7 . L a P az.
Q u ir o g a , A ., 1 8 9 7 . C a lc h a q u i . T u c u m á n .
— 1 9 0 1 . F u e r te Q u e m a d o . A n a le s d e la S o c ie d a d C ie n tíf ic a A r g e n tin a ; T .
I I. B u e n o s A ire s.
R affi n o , R . , 1 9 6 9 . N o t a p r e l i m i n a r s o b r e d o s n u e v o s s i t i o s i n c a ic o s e n e l
N .W . a r g e n t i n o . E T N I A , N ° 1 0 . M u s e o M u n i c i p a l “ D á m a s o A r c e ” . O la -
v a rría .
— 1972. L a s s o c i e d a d e s a g r í c o la s d e l P e r i o d o T a r d í o e n la q u e b r a d a d e l
T o r o y a le d a ñ o s . R e v is ta d e l M u s e o d e L a P la ta ; A n tr o p .; T . V II. L a
P la ta .
— 1 9 7 3 . L a e x p e d ic ió n e s p a ñ o la d e D ie g o d e R o ja s a l N o r o e s te a r g e n tin o
y s u s d e r i v a c i o n e s h a c ia i o s e s t u d i o s a r q u e o l ó g i c o s . A M P U R I A S ; T . 3 5 .
B a rc e lo n a .
— y C i g l i a n o , E ., 1 9 7 3 . L a A l u m b r e r a . A n t o f a g a s t a d e L a S i e r r a . U n M o ­
d e l o d e e c o l o g í a c u l t u r a l p r e h i s p á n i c a . R e v i s t a d e la S o c . A r g . d e A n t r o p .
R e la c io n e s ; T . V I I . B u e n o s A ire s .
— T o n n i , E . y C i o n e , A . , 1 9 7 7 . R e c u r s o s A l i m e n t a r i o s y E c o n o m í a e n la
r e g i ó n d e la Q u e b r a d a d e l T o r o , P r o v . d e S a lta , A r g e n t i n a . R e v i s t a d e l a
S o c . A r g . A n t r o p . ; R e l a c i o n e s ( N S ) ; T . X I . B u e n o s A ir e s .
— y C o l ., 1 9 7 8 . L a o c u p a c i ó n I n k a e n e l N . O . a r g e n t i n o : A c t u a l i z a c i ó n y
P e r s p e c tiv a s . R e v is ta d e la S o c . A rg . A n tr o p . R e la c io n e s ( N S ) ; T . X I I .
B u e n o s A ire s .
R a im o n d i, A . 1 8 7 4 - 7 9 . E l P e rú . 3 v o lú m e n e s . L im a . ( E d it a d o ta m b i é n p o r
la I m p r e n t a d e l E s t a d o . L i m a 1 8 6 5 - 7 6 ) .
R e b i t s c h , M ., 1 9 6 6 . S a n t u a r i o s in d í g e n a s e n a l t a s c u m b r e s d e la P u n a d e
A ta c a m a . A n a le s d e A r q u e o lo g ía y E t n o lo g ía . U n iv . N a c . C u y o ; T . X X I.
M en d o za .
R e g a l, A ., 1 9 3 6 . L o s c a m in o s d e l In ca . L im a : (S a n m a r ti).
R e iss y S tu b b e l, 1 8 8 0 - 1 8 8 7 . D a s T o t e n f e l d v o n A n c o n in P e r ú . 3 V o lú m e ­
n e s B erlín .
R e la c io n e s G eo g r á fic a s d e In d ia s ( 1 5 5 7 - 1 5 8 6 ) , 1 9 6 5 . R e d . d e M . J im é n e z de
la E sp ad a. B ib lio te c a d e A u t o r e s E s p a ñ o le s ; T . 1 8 3 - 1 8 5 . M ad rid .
R ivera, M ., 1 9 7 5 . U na h ip ó te s is s o b r e m o v i m ie n t o s p o b l a c i o n a l e s a ltip lá n i-
e o s y tr a n s a ltip lá n ic o s a las c o s t a s d e l N o r t e d e C h ile . C h u n g a ra , N ° 5;
D e p to . A n tr o p o lo g ía . U n iv . d e l N o r te . A r ic a , C h ile .
R iv e r o y T sc h u d i, 1 8 5 1 . A n t i g ü e d a d e s p e r u a n a s . V ie n a .
R o d ríg u e z O rreg o , L ., 1 9 7 9 . L a E n c r u c ija d a : S u r v e y o f M e ta llu r g ic a l A c -
t iv i ty in N o r t h w e s t A r g e n tin a . E n : P r e -C o lu m b ia n M e ta llu r g y o f S o u th
A m e ric a . E d . E liz a b e th P . B e n s o n . T r u s te e s f o r H arv a rd U n iv e r sity .
W a sh in g to n , D .C .
R o h m e d e r , G ., 1 9 4 1 . L a s ru in a s d e la s ta m b e r í a s d e la P a m p a R e a l , e n la
Sierra d e F a m a tin a . R ev . I n st. A n tr o p .; II; 6 . U n iv . N a c . T u c . T u c u m á n .
— 1 9 4 9 . E s tu d io d e u n p r e h is p á n ic o c a m in o d e c u e s ta p o r la S ie rra d e F a­
m a tin a . R e v . In st. A n t r o p .; V o l. I V . U n iv . N a c . T u c . T u c u m á n .
R o m e r o S a n tis te v a n , M ., 1 9 7 5 . L a c e r á m ic a d e l s i t i o 8 0 5 1 0 1 3 (S a m a ip a ta ) .
I n s titu to N a c io n a l d e A r q u e o lo g ía ; P u b lic . N ° 1 5 . L a P a z .
R o s a le s , D . d e (P a d r e), 1 8 7 7 . H is to r ia G e n e r a l d e l R e y n o d e C h ile . P u b lica ­
d o p o r B . V ic u ñ a M a ck en n a ; 3 V o ls . V a lp a r a ís o , C h ile .
R o s e n , E . v o n , 1 9 5 7 . U n m u n d o q u e se va . F u n d a c ió n M ig u e l L illo . U n iv er­
sid a d N a c io n a l d e T u c u m á n ; I n s t. L illo ; N ° 1 . T u c u m á n .
R o w e , J . , 1 9 4 4 . A n i n t r o d u c t io n t o C u z c o a r c h a e o l o g y . P a p e rs o f th e
P e a b o d y M u seu m o f A r c h a e o lo g y a n d E t h n o l o g y : T . 2 7 ; N ° 2 . C am ­
b r id g e , H arvard U n iv .
— 1 9 4 5 . A b s o l u t e c h r o n o lo g y in th e A n d e a n a r c a . A m e r ic a n A n tiq u ity ;
T . X ; N o 3.
— 1 9 4 6 . In ca c u ltu r e a t th e t im e o f th e s p a n is h c o n q u e s t . H a n d b o o k o f
S o u th A m e r ic a n In d ia n s ; V o l . II. W a sh in g to n .
— 1 9 7 0 . L a a r q u e o lo g ía d e l C u z c o c o m o H is to r ia c u ltu r a l. E n : C ie n a ñ o s d e
A r q u e o lo g ía e n e l P e r ú . E d . d e P e t r ó le o s d e l P e r ú . L im a .
R u iz d e A r c e , A ., ( 1 5 3 3 ) , 1 9 3 3 . A d v e r te n c i a s . M a n u s c r it o d e 1 5 3 3 p u b lic a d o
p o r u n a r ev ista e s p a ló la .
R u s c o n i, C ., 1 9 6 2 . L a ta m b e r í a p r e h is p a n ic a d e T o c o t a (S a n J u a n ) . R e v ista
d el M u se o d e H is to r ia N a tu r a l d e M e n d o z a ; V o l . X I V ; E n tr e g a s 1 -4 . M en ­
doza.
R y d e n , S ., 1 9 4 4 . C o n t r ib u ti o n s t o th e a r c h a e o l o g y o f th e R i o L o a R e g ió n .
G o te m b u r g o , S u e c ia .
— 1 9 4 7 . A r c h a e o lo g ic a l R e s e a r c h e s in t h e H ig h la n d s o f B o l iv i a . E th n o -
g r a p h ic a l M u se u m . G o t e m b u r g o , S u e c ia .
S a la s, A ., 1 9 4 5 . “E l a n tig a l d e C ién a g a G r a n d e ” ( Q u e b r a d a d e P u r m a m a rc a ,
J u ju y ). P u b lic a c io n e s d e l M u s e o E t n o g r á f ic o d e la F a c u lt a d d e F ilo s , y
L e t . d e B u e n o s Aires-, S e r ie A ; V . B u e n o s A ir e s .
S a n c h o d e la H o z , P ., ( 1 5 4 3 ) , 1 9 1 7 . R e l a c i ó n .. .d e l o s u c e d i d o e n la c o n q u is ­
ta ... . C o le c c ió n d e L ib r o s y D o c u m e n t o s r e f e r e n t e s a la H is t o r ia d e l P e­
rú ; S e r ie 1; T . 5 . L im a .
S a n ta C ru z P a c h a k u ti Y a m q u i S a lc a m a y h u a , J ., ( 1 6 1 3 ) , 1 8 7 9 . R e la c i ó n d e
a n t i g ü e d a d e s d e s t e R e y n o d e l P ir ú . P u b lic , p o r M . J i m é n e z d e la E sp a d a
e n : T r e s r e la c io n e s d e a n t i g ü e d a d e s p e r u a n a s . M a d r id .
S a r m ie n t o d e G a m b o a , P ., ( 1 6 7 2 ) , 1 9 4 3 . H is to r ia d e lo s in c a s . ( R e d . d e
A n g e l R o s e n b la t ) . B u e n o s A ir e s .
S a y a g o , C ., 1 8 7 4 . H isto ria d e C o p ia p o . Im p ta . E l A ta c am a . C o p ia p ó , C hile.
S c h a e d e l, R ., 1 9 5 7 . In fo rm e g en eral so b re la e x p e d ic ió n a la zo n a co m p ren ­
d id a e n tr e A ric a y La Se ena . C e n tro d e E stu d io s A n tro p o ló g ic o a d e la
U n iv e rs id a d d e C h ile; P u b lic a c ió n N ° 2. S a n tia g o d e C hile.
S c h m ie d e r, O ., 1 9 2 4 . Co n d o r Huasi, ein e b efestig te S iedlu n g d e r Inkas irn
sü d lic h e n B o livien . M ittn ilu n g e n aua ju s tu s p e rth e s G eo g rap h isch er
A n s ta lt. H e ft 9 /1 0 . G o th a .
S c h o b in g e r, J ., 1 9 6 6 (a ). La m o m ia d e l cerro E l T o ro . In v estig ac ió n ar-
q ie o ló g ic a e n la c o rd ille ra d e la P ro v . d e S an Ju a n . S u p le m e n to del T o m o
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M endoza.
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rias d el XXXVII Con g . In t. A m er.: V ol. I . B u en os A ires.
APENDICE A LA SEGUNDA EDICION

GLOSARIO DE VOCES INDIGENAS

(K ): v o z keshua: (A y .): v o z A ym ara

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ca L afone Q uevedo del M useo d e La Plata, carece d e proce­
dencia editorial).
G R IG O R IE FF , S. 1935.C om pendi'o d e l id iom a Q uichua. Edic. Claridad Bue­
nos A ires, A rgentina.
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A m a y a -u ta : C a sa d e l m u e r to (C o b o ). ( A y .) .
A u k a ip a t a : L a p la z a d e a r m a s d e l C u z c o . A u k a : s o ld a d o : P a ta :
p la z a , p la y a , a n d é n . ( M o s s i) . ( K ) .
C a p a c c o c h a : “ ... Y j u n t ó g ra n n ú m e r o d e g e n t e ( E l I n g a ) , y h e c h o s
s u s s a c r if ic io s y c a lp a , y e n t e r r a n d o a lg u n o s n iñ o s v i­
v o s , a q u e lla m a n c á p a c c o c h a , p o r q u e s u s í d o l o s f a ­
v o r e c ie s e n e n a q u e lla g u e r r a ..." ( S a r m ie n t o d e G a m ­
b o a ) . E l r e g is tr o a r q u e o ló g i c o h a s u g e r id o la r e a liz a -
ción de este ritual en, por lo menos, siete santuarios
de altas cumbres: Toro, Plomo, Coropona, Chañi,
Pichu Pichu, Chanchani y Queshuar.
Capac-Raymi: (Kapaj-Raimi): Fiesta rica y principal. Ceremonia lle­
vada a cabo en el último día del mes de diciembre.
En ella se consumaban sacrificios a Viracocha y al
Sol (Cobo).
Raymi: mes de diciembre (Mossi).
Capac-Raimi: mes del Año Nuevo (Ayala).
Carpahuasi: Casa de tres paredes con la cuarta descubierta o se-
miabierta. Uno de los edificios del centro cívico del
Cuzco Inkaico.
“ ... Casa de tres paredes y por la otra descubierta, o
corredor...” (Gonzáles Holguin).
Collca: (Gollga), Troje, depósito, granero para chuño (pa­
pa), maíz y quínoa. (Bertonio). (Ay).
Corpahuasi: (Corpawasi); “ ...en todos los caminos reales y comu­
nes mandaron hacer ( l o s I n k a s ) casas de hospedería
que llamaron Corpahuasi..." (Garcilaso de La Vega).
Colla: Denominación genérica de los grupos étnicos circun-
titicacas de habla aymara preinkas; los señoríos más
importantes fueron los Colla,Pacaxe y Lupaga. Fue­
ron conquistados por los Inkas sobre la mitad del s.
XV.
Coya: (Kocya): Veta de la mina. (Mossi).
Existe una razonable posibilidad de que Koya-suyu
(Kollasuyu) —la provincia meridional del im perio-
sea literalmente traducida como “la provincia de
las minas". La otra alternativa —la más conocida—,
sería “la provincia de los Collas”, como grupo lin­
güístico parlante aymara.
Curaca: (Kuraka): Señor de vasallos. (Mossi). (K).
El cacique o jefe de una parcialidad.
Cuzco: (Ccosco): (Kusko):“ ... Ombligo: nombre propio de
la ciudad del Cuzco... y capital de su reino...". (Mo-
ssi). (K).
Cuscotuyu: (Cuzcotuyo): fortaleza en la tierra de los charcas” ...
adonde el inga tenía grande guarnición de fronteras
contra los chiriguanáes..." (Sarmiento de Gamboa).
Cusipata: Plaza céntrica del Cuzco, ubicada del lado Sudoeste
de la plaza de armas o Aukaipata. Para algunos inves­
tigadores fue la plaza del mercado.
Cuyusmanco: (Quisuarcancha): Casa del Cabildo o del Juzgado de
tres paredes y una descubierta, (Mossi). (K).
Estaba situado frente a la Aukaipata y a un costado
del tem plo del Sol o Coricancha. Este aposento se
conoció también como tem plo de Viracocha.
Chapaqkuna: (Kapaj o Capac): Linaje o Ayllu real.
Khapac cuna: los ricos. (Gonzáles Holguin). (K).
El linaje de los monarcas.
Chasquihuasi:(Chasquiwasi):“ ...chozas o casillas de dos en dos, a-
rrimadas al camino ( I n k a i c o ) y no...mayores de lo
que bastaba para caber en cada una dos personas..."
(Herrera y Tordesillas).
Chincha: “ ... un pueblo en los llanos del Chinchasuyu...desde
Cuzco hasta Q uito...” . (Mossi).
La denominación Chincha corresponde a una parcia­
lidad de la costa central de Perú, que luego se gene­
ralizó extendiéndose a los pueblos arraigados desde
Cuzco a Quito.
Chiriguanae: (Chiriguano): ver Guaraní (Wara).
Chulpa: “ ...Entierro o ferón donde metían sus defuntos...”.
(Bertonio). (A y.).
Chuspa: bolsa tejida
Huasi:(Wasi): casa (Mossi) (K).
Inka: (Inca); (Inqa), (Incca): Rey , monarca. (Grigorieff);
(K).
Equivale a Enga en Ajanara.
Inti: Sol. (K) y (A y.).
Kallanka-huasi: (Cali anca): Casa fundada sobre piedras labradas.
(Mossi).
Galpones de grandes dimensiones y planta rectangu­
lar, con techo a dos aguas, utilizados como depósitos
En el Cuzco, uno de estos edificios fue el Cuyus-
manco o Quisuarcancha, en definitiva, una Kallanka
de características suntuarias relevantes.
Kantja: (Cancha): Patio o corral. (Mossi). (K).
Khapac: (Kapaj): El rico (Gonzáles Holguin). (K).
Keru: (Qquero): vaso de madera. (Mossi). (K).
Forma cilindrica y troncocónica; puede presentar
decoración grabada, pintada y adornos antropo­
morfos y zoomorfos en relieve.
Kipu: (Quipo): Nudo o cuenta por nudos. (Mossi). (K).
(Quippo):“ ...usaban de irnos ramales ó cordones de
lana delgados... y por estos memoriales y registros
conservaban la memoria de sus hechos...” (Cobo).
Sistema de contabilidad por nudos de diferentes co­
lores y posición, elaborados en cordelería.
Kollasuyu: (Collasuyu): La provincia meridional del Tawantin-
suyu. (Mossi). (K). La provincia de los Kollas—o
bien la provincia de las minas, si recordamos que
Coya significa “mina” según Cobo—. Con las sucesi­
vas conquistas Inka hacia el Sur, el término Kolla se
generalizó en forma similar al de Chincha.
Llajta: (Llacta): pueblo. (Mossi). (K).
Llama-camayoc: Los pastores-mayorales encargados de cuidar y
administrar las llamas. (Mossi). (K).
Llauto: Trenza tejida que da una vuelta entera a la cabeza.
(Bertonio).
Mamachumpi: Faja mayor tejida tiesa. (Mossi). (K).
Michiq: (Michic): Pastor, cuidador de rebaños. (Mossi). (K).
Mitmaq: (Mitima): (Mit’ma): (Mitta): (Mitayoc): El que tra­
baja por tandas o tum os. (Mossi). (K)
El que tiene origen en otro pueblo. (Bertonio). (Ay.)
Pachakuti Inka Yupanki: “El que transformó el mundo". Nombre
adoptado por Titu Manco, segundo hijo de Viraco­
cha e iniciador de las conquistas imperiales a partir
de 1438. Con este monarca comienza el período In-
ka Imperial.
Pirhua: (Véase Collca ).
Pukara: (Pucará): Fortaleza, o castillo (K). (Mossi).
Quimibil: (Quimivil): Londres de; localidad del valle de Hual-
fín de referencia etnohistórica; allí se asentó el sitio
Inka de Shincal.
Runasimi: El Keshua. El idioma o lengua de la gente. (Grigo-
rieff).
Suntur-Huasi: Casa redonda. (Mossi). (K).
Suyu: Parcialidad. Provincia. (Mossi). (K).
Tambo: (Tampu): posada, fonda, hospedaje, m esón. (Mossi)
(Gregorieff). (K).
Creemos que, durante la administración Inka, este
término poseía un significado diferente al de Corpa-
huasi y Chasquihuasi, a pesar de que los tres eran
puntos de enlace en la red vial. Esta confusión se
produjo, seguramente, durante la administración
española.
Tawantinsuyu: (Tahuan): Cuatro. Los cuatro o todas las provin­
cias o suyus inkaicas. (Mossi). (K).
Topa Inka Yupanki: (Thupa): Señor. Nombre de honor. (Mossi).
Hijo y sucesor de Pachakuti que continuó sus con­
quistas y gobernó el Kollasuyu a partir de 1471 has­
ta 1493.
Tucorico apo: el gobernador lugarteniente del Inga en ( l a ) pro­
vincia ( c o n q u i s t a d a ) . ” (Sarmiento de Gamboa);
Uncu: Túnica. (Grigorieff). (K).
Usñu: (Usnu):“Tribunal de juez de una piedra hincada...". (Mossi).
(K).
Trono (Ayala).
Viracocha: (Wiracocha): El Creador. La suprema divinidad Inka.
Nombre adoptado por el octavo monarca de la di­
nastía.
Primitivamente relacionado con el agua y posterior­
mente con el sol.
Wara: (Huara): (Guara): Taparrabos. (Mossi).
Huarani (Guaraní): significa las parcialidades que vi­
vían desnudas. (K).
La denominación es genérica; “Guaraní" involucra a
las numerosas parcialidades aborígenes que habita­
ban el oriente de los Andes, en las Tierras Bajas
de Brasil, B olivia y Argentina, también conocidos
com o Chiriguanos.
Wayna Kapaj: (huayna Capac): Nombre del monarca que a partir
de 1493 hasta 1525 consolidó la conquista Inka en
el Kollasuyu.
Hijo de Topa Inka y antes de ser coronado su nom­
bre era Titu Cusi Gualpa.
Yacolla: Manta. (Mossi). (K).
Zapay Kapaj: (Capac): Unico, principal, rey. (Mossi). (K).
Los establecim ientos de El Shincal y Hualfín en el valle ho­
m ónim o y Watungasta en el valle de Abaucán pasan a formar parte
de la sofisticada lista de centros administrativos tendidos por los
Inka en el K ollasuyu. Los rasgos arquitectónicos, individuales e in-
tegrativos, registrados por nosotros en recientes investigaciones son
más que suficientes para situarlos dentro de este nivel jerárquico,
siguiendo los line am ientos com puestos en el capítulo III punto 1.
Las funciones probables a las que estuvieron afectadas las partes,
constructivas, han sido inferidas a partir del análisis de las formas,
disposición y luego el em pleo de analogías etnohistóricas y homo­
logías arqueológicas.
Los tres establecim ientos fueron, al parecer, totalmente pla­
neados y , al igual que sus congéneres de Potrero de Payogasta, Tu-
ri, Tambería del Inca, Inkallajta y Nevado de Aconquija, parecen
repetir una integración urbana com o la del centro cívico de Él
Cuzco.

H u a lfín (planta y perspectiva -Pag. 309/10)


A : plaza intramuros
21: usnu
24: torreón del grupo C o D de nuestra tipología.
25: galpón o Kallanka con sus hastiales, tres puertas en la fa­
chada (semiabierta), muro reforzado con contrafuerte y
escalinatas en piedra conduciendo a cada puerta.
26: vano en el muro de la plaza por donde pasaba el camino
real
20. Collcas agrupadas.
5, a, b, c, d, f: conjuntos de R. P. C.; el primero de ellos, u-
bicado dentro del perímetro de la plaza ha debido, tanto
por su posición, como por la cualidad de su arquitectura,
desempeñar funciones relevantes dentro del establecimien­
to, quizá com o Aclla huasi o casa de escogidas, tal vez
com o cuartel. Posee sólo un vano de acceso. (P. A.)
(planta y perspectiva -Pag. 311/12)
E l S h in c a l
23: plaza intramuros, con la que se integran:
21: usnu
25: gran galpón o Kallanka con su fachada de tres puertas y
hastiales.
5.f. Un conjunto de R. P. C. de relevantes características
cualitativas: como su similar de Hualfín, posee una sola
puerta de acceso y su probable interpretación funcional
debe alcanzar las mismas alternativas.
5, a. b. c y d: conjuntos de R. P. C.
5, g: sector residencial con rasgos Inka sofisticados, como
hornacina y vanos trapezoidales. Ello nos lleva a inter-
pretarlocomoresidencia del o los líderes del estableci­
miento.

La instalación fue totalmente planeada de antemano e ins­


cripta entre dos cerros a los que se accede por dos magníficas esca­
linatas en piedra. En ellos inferimos se realizaron actividades ritua­
les. (P. A.)

W a tu n g a sta (planta y perspectiva -Pag. 313/14)

No obstante su alto grado de destrucción en Watungasta he­


mos podido aislar los siguientes rasgos:
23: plaza intramuros
25: gran galpón o Kallanka donde se perciben nuevamente las
tres puertas.
21 o 24: una construcción dentro de la plaza que puede alter­
nativamente corresponder al usnu o a un torreón
ceremonial.
5,a hasta j: conjuntos de R. P. C.
A y B: torreones emplazados en pequeñas colinas a los que se
accede por escalinatas en piedra y en forma espiral. Ca­
recen de intencionalidad defensiva y su interpretación
no debe ser diferente a la expresada para similares
construcciones ya mencionadas en El Shincal. Debe des­
tacarse que Watungasta fue ocupada nuevamente en
tiempos hispánicos, lo que ha perturbado considerable­
mente su arquitectura Inka. (P. A . )
INDICE GENERAL

INTRODUCCION ........................................................................ . 1 1
CAPITULO I
El Inkario en las historia de la arqueología.................................... 19

1— Período Etnohistórico ................................................. 20


2— Período Descriptivo o de los Grandes Descu­
brimientos ......................................................................... 24
3— Período Descriptivo—Cronológico .............................27
4— Período Taxonómico y Explicativo ...........................34

CAPITULO II

M etodología.................. 49
1— Categoría espacial........................................................... 51
2— Muestra analítica ...........................................................52
Cuadro I (Instalaciones Inka en los Andes Meri­
dionales ) ............. 59
capitulo III
Arqueología de los Inkas del K ollasuyu......................................... 73
1—Arquitectura y Patrón de poblamiento. Rasgos
infraestructurales de primer orden ..............................73
Cuadro II (Instalaciones Inka con registro ar­
queológico relevante) .................................. 78
A —El Rectángulo Perímetral Compuesto (R.P.C.) . . . . 81
B — La técnica del s illa r ......................................................... 90
C — La pared de tapia, el adobe y el revestimiento
con revoqu e....................................................................... 92
D —El hastial y sus implicancias ............................. . . . 96
E —El to rreó n ......... ....................................................... . 114
F —El muro reforzado con contrafuerte y banqueta . . 120
G —La tronera................................................................... 124
H —La hornacina o nicho ............................................... 127
I —Los vanos trapezoidales................................................129
J — Construcciones excepcionales . . . ..,............... .. 129
K —Los sitios de a ltu r a .................................................... 137
a - Plataforma artificial ........................................... 140
b - Tumbas, ofrendatarios y santuarios
en la c u m b re........................................................... 143
c - Exégesis.................................................................... 144
L — Taxonomía y Niveles jerárquicos infra estructurales 146
2—Rasgos mobiliares...................................................................... 148
A —La alfarería.................................................................... 148
B —La m adera...................................................................... 169
C —La textilería .................................................................. 176
D —La m etalurgia................................................................185
E —La lapidaria................................... 192

CAPITULO IV
La vialidad imperial en los Andes del Sur: El camino real en el
Kollasuyu.............................................................. 201

1—Factores integrativos de las red via l........................... 210


2 —Elementos estadísticos para las asociaciones de
la red vial................................................................. 213
3 —El trazado vial en el Kollasuyu.................................. 214
4 —Los restos del Sur de B o liv ia .....................................217
5 —El camino en Chile......................................................... 219
6 —El camino en Argentina.............................................. 229
CAPITULO V

Los Inkas y las explotaciones mineras ......................................... 243

CAPITULO VI

Síntesis final: origen, naturaleza y transfiguraciones de la ocupa­


ción Inha en los Andes M eridionales................ 255

1 —Defensa y organización ................................................ 257


2 —Economía y administración........................... 261
3 —M ovilidad......... ................................................... 265
4 —La artesanía “oficial” .................................. 272
5 —La lengua......................................................................... 275
6 —Los límites del Kollasuyu ..........................................276
7 — P a l a b r a s F i n a l e s .............................................................................................................2 7 9

B IB L IO G R A F IA ......................................................................................................................................... 2 8 7

A P E N D IC E ( a l a s e g u n d a e d i c i ó n ) .................................................................................... 3 0 1
G L O S A R IO D E V O C E S I N D I G E N A S ........................................................................ 3 0 1
I L U S T R A C I O N E S ..................................................................................................................................... 3 0 7

A b re v ia tu ra s u s a d a s e n e l te x to :

F .A .: F o to s d e l a u to r

C .M .L .P .: C o le c c ió n d e l M u s e o d e L a P la ta

C .M .E .: C o le c c ió n d e l M u s e o E tn o g r á f ic o

S . P .E . : S i n p r o c e d e n c i a e x a c t a

P .A .: P la n o d e l a u to r
Este libro se terminó de imprimir en
Talleres Gráficos ORESTES S.R.L.,
Isabel L a Católica 455.
La ocupación de los Andes Meridionales
por parte de los legendarios “ Hijos del So l" ,
por la fuerza de las armas o por una autosu-
misión de los señoríos locales, es analizada a
través de las páginas de LOS I NKAS DEL
KOLLASUYU, con la claridad expositiva y
certeza de convicciones propia de quienes
como Rodolfo Raffino, han consagrado lar­
gos años de estudio a una problemática rica
en matices, y por ello, no exenta de los ries­
gos que el rigor científico y la suma del sen­
tido común, saben desbrozar.
Rodolfo Raffino, subjefe de la división
Arqueología del Museo de La Plata, nos
presenta en esta obra la continuidad —y tam ­
bién la ampliación— de un anterior aporte
dado a conocer con el títu lo de “ La ocupa­
ción Inka en el N.O. argentino, resumen y
perspectivas" (1978). En el trabajo que el
lector tiene en sus manos, la finalidad perse­
guida fue la de aislar, explicitar y redefinir
los vestigios o pruebas arqueológicas deja­
das en suelo argentino, por efecto de la in ­
cursión del llamado imperio del Tawantin-
suyo. Al mismo tiempo, se intentó conocer
los móviles o causas que justificaran el es­
fuerzo "colonizador" emprendido por el
Inkario, hacia un ámbito tan alejado de su
foco cultural.
Acompañaron a Raffino en la elabora­
ción de esta obra) la licenciada A nahí láco-
na, el arquitecto Ricardo Alvis, los licencia­
dos Lidia Baldini, Gabriela Raviña y Da­
niel Olivera, así como los alumnos de la ca­
rrera de Antropología Ana Albornoz y A li­
cia González.
LOS INKAS DEL K O LLASUYU se an­
ticipa como uno de los auténticos clásicos
del género y se constituye en un aporte
fundamental para el análisis y entendimien­
to de la problemática inka.

ramos americana

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