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Los cerebros
plateados
Fritz Leiber
En el lavadero de su buhardilla-
apartamento, tapizado en caucho
sintético imitando nudosa madera de
pino, Eloísa Ibsen untaba crema en el
lastimado trasero de Hornero
Hemingway.
—No aprietes, muñeca. Me duele
mucho —advirtió el atlético escritor.
—Vamos, vamos, no seas chiquillo
—replicó la caprichosa escritora.
—¡Aaah! Eso está mejor... Ahora
el paño de seda, muñeca.
—En seguida. ¡Caray! Tienes un
hermoso cuerpo, Hornero. Sólo de
mirarlo noto... algo raro.
—¿De veras, muñeca? Mira, creo
que podría beber un poco de leche
caliente dentro de cinco minutos.
—Déjate de leche. Sí, de veras, me
entra... algo. Hornero, vamos a...
Le murmuró la sugerencia al oído.
El robusto escritor se apartó de
ella.
—¡Ni hablar, muñeca! Antes tengo
que recuperarme de ese trauma. Esto le
deja a uno sin fuerzas.
—Podríamos buscar una postura
más cómoda para ti. En cuclillas, por
ejemplo...
—En esa postura se pierde la
energía tántrica. Y no vuelvas a echarme
el aliento en el oído de ese modo, me
has dejado sordo. —Hornero mullió la
almohada y apoyó en ella su mejilla—.
Además, no estoy de humor para eso.
Eloísa se incorporó y empezó a
pasear nerviosamente de un lado a otro.
—Narices, eres peor que Gaspard.
Él siempre estaba de humor, aunque sus
recursos fueran limitados.
—Deja de pensar en ese
mequetrefe —dijo Hornero, soñoliento
—. Viste cómo le zurraba, ¿no es cierto?
Eloísa siguió midiendo el cuarto a
grandes pasos.
—Gaspard era un mequetrefe —
dijo, analítica—, pero tenía una mente
astuta, o no habría sido capaz de
ocultarme que era un esquirol. Y nunca
lo hubiera sido, si no le hubiera
parecido más conveniente que alinearse
con el sindicato. Gaspard es holgazán,
pero no está loco.
—La última muñeca que tuve solía
servirme puntualmente mi leche caliente
—observó Hornero desde la mesa de
masaje.
Eloísa apresuró el paso.
—Apuesto a que Gaspard ha
sabido por Flaxman y Cullingham que la
Rocket House oculta un as en la manga
para derrotar a los escritores... y a los
demás editores. Por eso no se molestó
en proteger sus máquinas de redactar.
Apuesto a que el muy canalla está
sentado ahora mismo en la oficina de
Flaxman y Cullingham, riéndose de
nosotros.
—Y la muñeca que me servía mi
leche no andaba todo el tiempo de un
lado a otro hablando a solas —comentó
de nuevo Hornero.
Eloísa dejó de pasear y le miró.
—Bueno, supongo que ella no
pasaba mucho tiempo en la cama contigo
sacándote la energía tántrica.
Desengáñate, Hornero, no pienso
colgarme en un armario ni sentarme
junto al fogón a calentar tus biberones,
aunque esa última muñeca tuya de pelvis
subdesarrollada lo hiciera. Cuando me
posees a mí, Hornero, posees una mujer
de cuerpo entero.
—Lo sé, muñeca —replicó
Hornero con cierto acaloramiento—. Y
tú un hombre de cuerpo entero.
—No sé... —dijo Eloísa—.
Dejaste que ese robot amigo de Gaspard
te azotara como si fueras un niño.
—Eso no es justo, muñeca —
protestó Hornero—. Esos bichos de
hojalata son capaces de matar al hombre
más fuerte del mundo. Harían pedazos a
Hércules... o a cualquier héroe de las
antiguas películas.
—Supongo que si —dijo Eloísa. Se
acercó a la mesa—. Pero, ¿no te gustaría
volver a zurrar a Gaspard, aunque sólo
fuera por lo que te hizo el robot? Vamos,
Hornero. Llamemos a los aprendices y
asaltemos la Rocket House ahora
mismo. Quiero ver la cara de Gaspard
cuando aparezcas.
Hornero lo pensó un par de
segundos.
—Ni hablar, muñeca —decidió al
fin—. Debo cuidarme el físico. Volveré
a zurrar a Gaspard dentro de tres o
cuatro días, si quieres que lo haga.
Eloísa se inclinó hacia él.
—Quiero que lo hagas ahora
mismo —exigió—. Nos llevaremos unas
cuantas cuerdas, ataremos a Flaxman y a
Cullingham y les asustaremos.
—La cosa empieza a interesarme,
muñeca. Me gustan los juegos a base de
atar a la gente.
Eloísa dejó oír una risita ahogada.
—A mi también —dijo—. Un día
de éstos, Hornero, voy a atarte a esta
mesa.
El robusto escritor frunció el ceño.
—No seas vulgar, muñeca.
—Bueno, ¿qué me dices de la
Rocket House? ¿Lo hacemos o no?
Hornero habló enfáticamente:
—La respuesta es negativa,
muñeca.
Eloísa se encogió de hombros.
—Bueno, si tú dices que no, es que
no.
Reanudó sus paseos de un lado a
otro del cuarto.
—Nunca confié realmente en
Gaspard —se dirigió a una mancha de la
pared—. Se drogaba con libros y sentía
un afecto anormal hacía las máquinas.
¿Cómo puede una fiarse de un escritor
que lee tanto y ni siquiera quiere
escribir un libro por su cuenta?
—¿Y qué me dices de ti, muñeca?
—intervino Hornero—. ¿Vas a escribir
un libro? Si lo hicieras, yo podría echar
una siesta.
—Ahora, no. Estoy demasiado
excitada. Pero recuérdame que alquile
una máquina de interpretar. Lo escribiré
mañana por la tarde.
Hornero meneó la cabeza.
—No entiendo a los individuos que
se creen capaces de escribir libros. Con
las máquinas es distinto porque de ellas
puede esperarse cualquier cosa. Pero yo
me pongo en el lugar de otro, y,
francamente, no lo entiendo. Por eso me
pregunto: ¿Acaso creen que están
construidos como las máquinas
redactoras, llenos de alambres
plateados, de relés y de descomunales
bancos de memoria, en vez de antiguos y
excelentes músculos? Eso estaría bien
para un robot, pero en un hombre resulta
morboso.
—Homero —dijo Eloísa
amablemente, sin dejar de pasear—, un
ser humano tiene un sistema nervioso
muy complejo y un cerebro con miles de
millones de células nerviosas.
—¿De veras, muñeca? Un día de
éstos tendré que refrescar mi memoria
sobre todo eso. —Su rostro asumió una
expresión más seria—. Hay muchas
cosas en el mundo. Cosas misteriosas.
Como ese empleo que me ofrecen
siempre los Estibadores de Bahía
Verde. En momentos como éste me
siento tentado a aceptar.
—Recuerda que eres un escritor,
Hornero —dijo Eloísa en tono de
reproche.
Hornero asintió con una alegre
sonrisa.
—Es cierto, muñeca. Y tengo un
físico más espléndido que todos ellos.
Al menos, así figura en las
sobrecubiertas de mis libros.
Eloísa se dirigió de nuevo a la
mancha de la pared mientras paseaba:
—Hablando de robots, uno de los
vicios de Gaspard era su afición a los
robots. Aficionado a los libros,
aficionado a los robots, aficionado a las
máquinas redactoras, aficionado a los
editores, aficionado a las mujeres
cuando tenía tiempo para ello.
Aficionado también a adquirir
conocimientos. Se drogaba con
intelectualismos. Pero no concebía la
acción por puro amor a la acción.
—Muñeca, ¿de dónde sacas tantas
energías? —inquirió Hornero,
quejumbroso—. Después de lo de esta
mañana, deberías estar agotada. Yo lo
estoy, incluso prescindiendo de mis
lesiones.
—Hornero, una mujer tiene
recursos de los que el hombre carece —
dijo Eloísa con sensatez—.
Especialmente una mujer frustrada.
—Sí, lo sé, muñeca. Tiene una
capa de grasa que conserva el calor de
su cuerpo durante la natación de fondo.
Y su útero es más fuerte, centímetro a
centímetro cuadrado, que cualquier
músculo de un hombre.
—Puedes apostar a que sí, gallina
—dijo Eloísa, pero Hornero estaba
distraído.
—A menudo me pregunto... —
empezó a decir, y se interrumpió.
—...,si no existe algún
procedimiento para que la mujer haga
toda la faena en la cama con su útero —
terminó la frase Eloísa.
—Me estás tomando el pelo,
muñeca —dijo Hornero, muy serio—.
Mira, si te sobran tantas energías, ¿por
qué no vas al cuartel general y te pones
en contacto con «El Verbo»? El Comité
de Acción tendrá alguna tarea para ti. En
cualquier caso, puedes explicarles tus
problemas. Yo necesito descansar.
—El Comité de Acción no es
bastante activo para mi —dijo Eloísa—.
Y, desde luego, no pienso compartir mis
ideas acerca de la Rocket House con
esos tahúres del sindicato. Sin embargo
acabas de darme una idea —agregó
mirando a Hornero fijamente a los ojos.
Y empezó a desnudarse.
Hornero se volvió deliberadamente
de espaldas, reuniendo fuerzas para
soportar el impacto de un beso en la
nuca. Pero el beso no llegó. De pronto,
intrigado por un leve tintineo, se volvió
de nuevo y vio a Eloísa vestida con unos
pantalones grises muy holgados y un
jersey de talle corto y manga larga. En
aquel momento se estaba abrochando un
pesado collar que despedía reflejos
grisáceos.
—¡Eh! Nunca había visto eso —
observó Hornero—. ¿Qué son? ¿Nueces
de plata?
—No son nueces —respondió
Eloísa secamente—. Son pequeños
cráneos humanos de plata. Es mi collar
de caza.
—Muy morboso, muñeca —criticó
Hornero—. ¿Qué piensas cazar?
Eloísa respondió con malignidad;
—Niños. Niños varones de ochenta
kilos, veinte kilos más o menos. He
renunciado a los hombres. No te
enfades, Hornero —se apresuró a añadir
—, no me refiero a ti.
Se acercó de nuevo a la mesa.
—Hornero —agregó en tono
solemne—, hay una cosa que debo
decirte. Quería dejarte descansar para
que te curases pronto y volvieras a
ponerte en forma, pero temo que no va a
ser posible. Me ha informado una fuente
secreta pero digna de todo crédito que la
Rocket House se dispone a producir
libros sin máquinas de redactar. Sé de
buena tinta que ahora mismo Flaxman y
Cullingham están contratando a todos los
escritores importantes de las demás
editoriales para que firmen esos libros.
Sólo tendrán sobrecubiertas los
escritores de la Rocket House. ¿De
veras quieres quedar al margen?
Hornero Hemingway se bajó de la
mesa como un cohete.
—¡Dame mi traje de marinero
mediterráneo! El oreado por el viento
con sombreados violeta, muñeca —
ordenó rápidamente el robusto escritor,
cuyo ceño fruncido revelaba una
profunda concentración mental—. Y mis
viejos zapatos de lona de marinero. Y
mi vieja gorra de capitán. ¡Date prisa!
—¡Pero Hornero! —protestó
Eloísa, desconcertada por el inesperado
éxito de su estratagema—. ¿Qué pasará
con tu trasero abrasado?
El ingenioso maestro escritor
explicó:
—En mi botiquín, muñeca, tengo un
protector nalguero de plástico
transparente, transpirable, flexible, de
base adhesiva, precisamente diseñado
para esta clase de apuros.
10
FIN
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04/02/2012