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Arpeggione grupal

Laura: Todo comenzó cuando al intendente se le ocurrió festejar los 270 años de nuestro
pueblo Vinchina con un concierto sinfónico. A él nomás se le podía haber ocurrido semejante
cosa. Justo a él que nunca se le cae una idea y hace como treinta años que es intendente, justo
ahí se le ponía en la cabeza venir a molestar en la escuela con todo lo que yo tengo que hacer
acá todo el día. ¡Y hubo que organizar cosas eh! Porque acá en el pueblo música sinfónica ni
conocíamos. A mí porque me explicó la señorita Norma, la de música, que cuando se enteró
parecía que tocaba el cielo con las manos, y andaba de contenta como si fuera a dirigir ella el
concierto. Y eso que según dicen todos por acá, sólo sabe tocar de corrido el himno y desafina
hasta con el Aurora, y eso que lo toca todos los días. Digan que tenemos un disquito con todas
las marchas que ya está todo rayado, pero nos salva siempre en los actos. Pero bueno, para el
dichoso concierto sinfónico hubo que contratar a unos músicos que los trajeron de la capital
en un camioncito con todos los instrumentos y hasta con un director. Dicen que vinieron
saltando todo el camino, los músicos, los violines, los violoncellos y el director entre los cerros
riojanos hasta que llegaron a Vinchina. Al director, un tipo de apellido afrancesado, lo habían
mandado a traer de otro continente, de no sé qué lugar que la señorita Graciela insistió en
mostrarme en el planisferio y yo le dije que sí para no despreciar pero la verdad es que a mí
mucho lo de los países y los continentes se me mezclan un poco, y cuando la señorita Graciela
empieza a hablar yo estoy pensando en otra cosa, y en si las tizas van a alcanzar para todo el
mes, o si tengo que decirle a la directora que encargue más, porque mandan tan poquitas que
se terminan a las dos semanas, como el sueldo.

El director ese de afuera costó carísimo, pero el intendente dijo que si había que poner plata
se ponía, porque 270 años no se cumplen todos los días, y a él se le había metido lo del
concierto sinfónico y se iba a hacer costara lo que costara. Todos en el pueblo decían que en
realidad era porque quería impresionar a la (nombre de Patricia) que es la monja de acá, pero
en realidad esa chica se hizo monja para estar al lado del cura que según dicen las malas
lenguas dicen que son amantes, porque la monja esta parece que es más rápida que la lengua
de una yarará. Y como al intendente se ve que le gustaba, quería quedar bien. Y ella que vivió
afuera, en Córdoba ha visto conciertos sinfónicos y siempre anda jodiendo con que en
Vinchina tenemos que escuchar música sinfónica que es música celestial y casi sagrada.
Entonces al intendente se le metió en la cabeza lo del concierto para los 270 años del pueblo, y
hubo que ponerse a preparar todo. Y como el único lugar para hacer esas cosas siempre es la
escuela, todo se termina haciendo acá ¿Y saben quién tiene que preparar todo cuando se les
ocurren esas ideas geniales? Adivinen…
Patricia:

Acá en este pueblo nunca pasa nada sin que se enteren los demás. Somos pocos y nos
conocemos mucho dice el dicho. Eso en Vinchina no es un dicho sino una realidad. Por eso, el
día que decidí hacerme monja todos pusieron una cara de ¿Vos? ¿Estás segura? ¿Monja, te
parece? Pero yo no sé que les preocupa tanto lo que yo hiciera o dejara de hacer. Pero lo
decidí un día cuando tenía nueve años. Estaba en la calle y de repente me volví a casa para
mirarme en un espejo grande que había en mi cuarto. Me miré y pensé: Despedite de esta
persona porque cuando vuelvas ya no vas a ser la misma. Cuando vuelvas no te vas a dar asco
nunca más.

Me había criado pensando que si me hacía puta como mamá y la tía sería una cosa horrible. Yo
las veía cómo volvían tarde a casa, a veces golpeadas, con la cara marcada, la ropa sucia, con
olor a alcohol y cigarrillo.

Pero nunca faltó nada en casa y siempre la pasamos bien las tres juntas, riéndonos y
queriéndonos entre nosotras, ya que los demás no nos hablaban y nos ponían mala cara
cuando entrábamos en un negocio o los padres de mis compañeras en la escuela les prohibían
que hablen conmigo, y por eso deje la escuela cuando tenía ocho años. Pero los hombres de
Vinchina sí que nos saludaban. Cuando estaban solos, sin sus mujeres y sin sus hijos, sí que se
acercaban para charlar con la mami y con la tía. Para hablar mal de sus señoras y contarles
cómo hacía años que no las tocaban y cómo se aburrían todos los días en sus casas, en el
pueblo, en sus vidas.

Y los mismo decían las esposas de sus maridos y mi tía llevaba la cuenta de cuantas “señoras” y
“madres de familia” esperaban que se fueran sus maridos al trabajo para revolcarse con sus
cuñados o sus amantes.

Entonces me pareció que ante tanta hipocresía a nadie podría asustarle que a los nueve años
yo decidiera hacerme monja. Como dijo Jesús: “el que esté libre de pecado que arroje la
primera piedra” Y además al padre Carlos le pareció bien y él era el único en este pueblo que
era bueno conmigo y que me enseñó muchas cosas para hacerme mejor persona y quererme
más a mi misma a pesar de lo que dijeran los demás de la mami, la tía y de mí.

El día antes a decidirme a ser monja tuve un sueño revelador. Cuando me desperté le dije ala
mami:

-Soñé con una enana

-¿Qué? – me dijo ella

-Que soñé con una enana que tenía clavada una espina en el corazón

-¿Pero de qué enana me hablás?

- Una enana, unanana, nuenaaana que después se hacía monja y así se sacaba la espina del
corazón.

-(nombre) vos estás bien?

- Sí mami, estoy bien, sólo que me voy a hacer monja para sacarme la espina clavada del
corazón
- Pero nena, vos sabés que tu tía y yo no somos muy católicas que digamos. Es decir, no somos
practicantes.

-No importa, pero yo sé que me tengo que hacer monja como la enana del sueño. Si vos vieras
que bien le quedaba el hábito, era como una Luisa Kuliok en la Extraña Dama, pero chiquitita

Y desde ese día empecé a ir a la iglesia todos los días, y el padre Carlos me aconsejó que fuera
a estudiar en el monasterio de Santo Domingo en Chilecito, dónde apreció la Virgen del
campanario en Famatina. Y de ahí me mandaron a Córdoba al monasterio de Nuestra Señora
de Belén en Alta Gracia. Ahí me hice aspirante a Carmelita Descalza. Nos pasábamos todo el
día rezando, haciendo dulces y escuchando música clásica. No llegué a ordenarme, pero me
volví a Vinchina con el hábito como la Kuliok, y extrañando escuchar música clásica. Hasta que
logré convencerlo al padre Carlos para que lo convenciera al intendente para organizar un
concierto en el pueblo.

Malena:

Esa mañana estuve todo el día echado en un pozo que había cavado el día anterior. El hoyo,
fresco al principio, se había ido calentando con el paso de las horas. Aunque mis músculos
habían estado quietos todo el día, mi sangre que seguía bombeando como loca fue calentando
el agujero en la tierra, y ni las pulgas habían aguantado el calor y saltando como los osos
bailarines sobre una chapa caliente, se fueron por la tierra a buscar algún otro anfitrión. Sin
moverme de mi posición alcé levemente la cabeza, mi cráneo triangular que terminaba en una
punta aguda, se alzó y tentó el aire dos o tres veces. Volví a bajar la cabeza, esperé un
momento y volví a olfatear. Ese olor era muchos olores a la vez. Olores que venían desde lejos,
que tenía que separar, clasificar y volver a juntar para develar qué era ese olor hecho de
mezclas. Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, si no de
mucho más adentro, de las entrañas, podría decirse. El olor de la humedad del suelo, de los
excrementos de los animales, de insectos diminutos y los escorpiones azules, dueños y señores
de ese pedacito de suelo riojano. El olor de las plumas que quedan en los nidos y se van
pudriendo por las lluvias y el abandono. El olor de la madera de un árbol tocado por un rayo,
incinerado hasta la médula, usurpado por gusanos y por termitas que cavan túneles y por los
pájaros carpinteros que agujerean la corteza muerta para comerse todo lo vivo que
encuentren. Sentí el olor de los mamíferos más grandes, de los osos mieleros, los zorritos, los
gatos de los pajonales; de sus celos, sus pariciones y, por fin, su osamenta. Saliendo del monte
y ya en el pueblo, sentí el olor de los ranchos mal ventilados, llenos de vinchucas. El olor a
humo de los fogones que crepitan bajo los aleros y el olor de la comida que se cuece sobre
ellos. El olor a jabón en pan que usan las mujeres para lavar la ropa. El olor a la ropa mojada
secándose en el tendedero. El olor del basural a un kilómetro del pueblo, del cementerio
incrustado en la periferia, de las aguas servidas y de los pozos ciegos. El olor de las vides que
llena el aire con el olor dulce a uvas que atraen, con sus mieles, a las moscas. Sacudí mi cabeza,
pesada por tantos olores reconocibles, me rasqué el hocico con una pata como para limpiarme
la nariz y olfateando de nuevo sentí ese olor nuevo, un olor a maderas desconocidas, a gente
desconocida, a gasoil de un camión que se acercaba por el camino ese que venía de lejos, por
el que había visto irse gente que nunca más volvió. Los vi llegar y pasar por mi lado para ir a la
escuela y bajarse. Eran como veinte personas, vestidos con ropas que nunca había visto. Me
quedé quieto viéndolos entrar a la escuela, y después entró casi toda la gente del pueblo. No
pasaron más de una hora cuando mis oídos se llenaron los sonidos más dulces que jamás había
escuchado. Todos mis pelos comenzaron a estremecerse de gozo, mi cola comenzó a
acompañar acompasadamente esos sonidos. Mis orejas se fueron crispando al ritmo de la
música y sin poder controlarme mis ojos se fueron llenando de lágrimas. La música me
llamaba.

Victor:

Cómo les conté yo viví casi toda mi infancia en Córdoba, y luego en el 59 me fui a la Rioja y me
hice violinista del cuarteto de Cuerdas y Orquesta de Cámara de la provincia de la Rioja. Una
vuelta nos contrataron de la municipalidad de Vinchina. Iba a venir a dirigirnos nada más y
nada menos que el maestro Fauré. El mismísimo Fauré que hacía años que no pisaba la
Argentina, que dirigía orquestas al otro lado del mar, en un solo día iba a llegar desde Ereván,
o sea Armenia, o sea el Asia, lo llevarían casi sin desarmar las valijas desde Buenos Aires a La
Rioja y de ahí se tomaría un camioncito traqueteante con nosotros hasta Vinchina, subiría al
escenario y tomaría su batuta para dirigirnos, sin ensayo par interpretar un programa que iba
desde Albinoni, pasaba por Schubert y terminaba con una obra colorístico didáctica de
Benjamine Britten nada menos.

El escenario era distinto a los que Fauré estaba acostumbrado y la verdad que para nosotros
también. Era el patio de la escuela. Habían preparado unas cuantas sillas de chapa para el
público, una pequeña tarima con el único atril que había para Fauré, y otras sillas para
nosotros.

Engalanando el patio habían colgado unos banderines de colores que hubieran quedado mejor
en una kermesse que en un concierto sinfónico, pero quedaban lindos y delimitaban el patio
que era un rectángulo de baldosas a los cuales seguía el campo abierto que se continuaba con
los cerros riojanos.

Fauré entró en la escuela, salió al patio y la cara le mutó a una especie de rictus como la chica
del Exorcista. Pero de inmediato lo abordó el intendente, el cura y una señora que se presentó
como la maestra de música. Las autoridades se sentaron en la fila de adelante que tenían unos
carteles pegados con cinta scotch y que tenía escrito RESERVADO con fibra roja.

Y cuando el concierto había comenzado y el maestro estaba concentrado en la partitura, nos


sorprendió a todos que por la izquierda nuestra y por la espalda de Fauré que estaba de frente
a nosotros entró un perro muy campante y se sentó entre la tarima y la primera fila, en ese
espacio neutro que no es del público ni de los músicos sino del sonido. Allí fue a posarse el
señor tan seguro y orondo sentado sobre las patas traseras y manteniendo estiradas las de
adelante cruzadas con puntillosa educación y las orejas atentísimas a la música que
ejecutábamos. Y digo que nos sorprendió a nosotros que lo vimos entrar, pero también a
Fauré que aunque no lo vio entrar y tenía los ojos fijos en una frase musical arriba y la derecha
de la partitura y el perro entró por la izquierda, se ve que lo vio por el rabillo del ojo porque su
mirada se desvió en un recorrido oblicuo hacia la izquierda, abajo y atrás, dejando una estela
blanca y en esa estela blanca se podía ver como un perro vagabundo y lleno de abrojos había
entrado en el concierto, en su vida, en su curriculum, en sus recuerdos, en sus composiciones
futuras. Eso era lo que se podía ver en la estela blanca que dejó la mirada de Fauré
desviándose hacia la irrupción canina
Malena:

Y de repente oí esos sonidos que me llamaban. Al principio creía que había sido el viento
soplando por los cerros, pero de pronto oí acordes nuevos, durísimos pero lejanos. No, no
parecían suceder ahí, era como si vinieran de lejos, y yo tambaleé todo al ubicarme, pobrecito,
quién me viera, al descubrir que de la escuela era de dónde venía la música, la música
mismísima, y caminé, caminé creo que largo, llegué a la puerta de la escuela, entré, sin poder
dejar de caminar. Vaya uno a saber cómo y quién le va signando el recorrido por este mundo,
por esta serranía bella, en el que yo era el rey de la libertad hasta que oí esa música. Salí al
patio y un cielo ¡tan despejado! Gigantesca luna y un viento de las montañas, profundo,
acompañó la comprensión total del momento: que todo en esta vida es música. Tal vez lo que
yo cuento no alcance para describir lo que sentí esa noche y se ubique en otro orden, inferior
en todo caso. Pisé zapatos y alpargatas y me abrí paso entre muchas piernas sin vergüenza, sin
pedir permiso, sin miedo, me puse delante de personas que parecían ni mosquearse con esa
música: ¿no oirían ellos, que ahí alguien hacía música a un volumen bestial? Todos sonreían
mecánicamente ante esa música, como si sólo les comunicara un mensaje de modesta alegría.
Pero para mí era una mezcla de rebelión y alegría. A mí, la música me producía como un
estado de confusión y elevación. Había tubos altos, cuerdas, cueros, era ese violín el que
marcaba mi búsqueda, el que iba descubriendo cada lágrima de mi llanto.

Lo que uno siente al principio es que no se queda afuera, que nadie te echa de ese lugar, que
estas invitado a compartir ese sentimiento mágico, único, y dan ganas de comunicarlo, de
compartirlo, de compartir ese júbilo que llega entero, oh, si el júbilo no se tuviera que
comunicar nunca, nunca con ladridos, que fuera solo con movimientos, porque con el ladrido
viene la trabazón de lengua, entonces uno pierde la concentración, y para concentrarse cierra
los ojos, y si cierra los ojos se le va el alma. Allí, ¿qué hacer? Seguir, seguir escuchando, y que
se nos unan todos, hasta que todos seamos un mismo sonido, como si estuviéramos todos
bajo el mar, con los sentidos abiertos.
Laura:

Más vale que además de la monja ninguno había escuchado ese tipo de música en su vida. Y la
verdad era que nadie en Vinchina podía entender cómo se podía tocar esa música fuera de una
iglesia o el cementerio, pero como después de todo ese concierto era un asunto oficial, había
que seguir un protocolo, así que, al Intendente, al cura, a la monja y a todos los chupamedias
del intendente los tuve que ubicar en primera fila. La inconsciencia del intendente en
cuestiones de esa música era completa y para colmo la digestión de la cena con tanto cabrito y
tanto vino no le dejaba concentrase en tanto violín, tanto contrabajo y ni siquiera un bombo ni
un charango de consuelo así que la modorra le entrecerraba los ojos. Digan que justo cuando
se iba a poner a roncar entro ese perro flaco que se sentó adelante y la monja le pegó un
codazo para avisarle

Patricia:

Cuando empezó el concierto yo estaba sentada entre el padre Carlos y el intendente. No podía
creer que fuéramos a escuchar ese programa en esa gigantesca sala al aire libre cuya cúpula
era la Vía Láctea. Cuando el pasé el programa vi que los ojitos del intendente se iban abriendo
cada vez más con esos nombres extranjeros de Albinoni, Schubert, Bach, Dvorak. Bartok,
Britten y me imaginé lo raro que le debían sonar, pero como buen político se hacía le
entendido y afirmaba con la cabeza como silos conociera de toda la vida. A los cinco minutos
de comenzar el concierto, el programa ya se le había caído de entre los dedos gordos y la
cabeza le caía sobre el pecho

Laura:

¡Y, con tanto cabrito, tanto lechón, tanto vino! La monja le pegó el codazo al intendente y este
se quedó mirándolo al perro que estaba ahí delante con las patas estiradas y parecía estar
escuchando como cualquier persona. Que digo, escuchando más que las demás personas y
cuando la orquesta terminó la primera parte y todo el mundo se fue a los yuyales de atrás para
hacer pis entre los matorrales, el perro hizo lo mismo y orinó como cualquier persona culta y
anduvo husmeando los corrillos como quien se entera de los comentarios.

Victor:

El perro irrumpió apenas comenzó el concierto. Pero fue una irrupción para nosotros que
teníamos ideas rutinarias de los conciertos, pero no para la gente del pueblo, que bajando de
las montañas asistían a un concierto por primera vez. El intendente hizo señas de que no nos
afligiéramos, que la cosa no tenía importancia.

En el intervalo nosotros nos encerramos con Fauré en un aula para ensayar la segunda parte.
El comentario de todos los músicos fue el perro que nos había venido a escuchar y nos
hacíamos bromas de lo mal que estaríamos tocando, o de invitarlo a tocar al perro que quizás
se defendiera mejor que nuestro cellista, y en eso entró el intendente con el programa en la
mano para decirle a Fauré que no se haga problema por lo del perro, que su irrupción era una
cosa casual y que seguramente ya se había ido a campo traviesa a sacudirse el susto de la
música y después nos dijo que no volvería a suceder jamás de los jamases. Pobrecito. Tiempo
después aparecieron también mulas en nuestros conciertos, que se siguieron repitiendo en
Vinchina. Y a partir de entonces, nuestro concepto de lo que se entiende por público se
enriqueció notablemente.

Pero al iniciar la segunda parte el perro estaba ahí, en el mismo sitio, sentadito triangular, las
patas delanteras torcidas como dos paréntesis, ojos grandes como calderones, orejas en
actitud de radar moviéndose nerviosas a la espera del resto del programa. Mientras el resto
del público se aburría, haciendo ruido al desenvolver caramelos envueltos en celofán o
comentando cosas ajenas al concierto, el perro sentado era el más atento de los oyentes, y
cuando comenzó la sonata Arpeggione de Shubert les puedo asegurar que pareció que la
música fue demasiado fuerte para su corazón de perro y ya el segundo compás lo colocó al
borde de las lágrimas y yo vi como comenzaba una especie de conversación mágica entre
nuestra música y el perro “Arpeggione” porque así lo empezamos a llamar a partir de esa
noche. Nosotros le pasábamos información a través de los sonidos y él nos respondía con unos
temblores y ciertos brillos diferentes en sus ojos.

Laura:

Después de uno de los temas, el director se dio media vuelta y entendimos que había
terminado el concierto. La monja se puso de pie y gritaba ¡otra! ¡otra!, pero el intendente salió
aparatosamente de la silla, casi corriendo llegó a la tarima y abrazándolo al director lo
inmovilizó, impidiéndole que se le ocurriera seguir el concierto.

-Maestro- le dijo, yo no entiendo mucho de esta música, pero créame que me ha llegado al
corazón.

-Qué bueno, ¿qué parte le ha gustado más del programa? – le preguntó el director

-El final, el final, buenísimo. ¿Y dígame maestro, usted me puede firmar el programa de
recuerdo?

Y el director se lo firmo y el intendente le mintió que era una belleza la firma como la música, y
después se animó a preguntarle si le podía sacar una duda.

-A sus órdenes- le dijo el director

-Dígame maestro, por favor, ¿qué son los dibujos de estos negritos saltando un cerco? - y con
el dedo le señaló los pentagramas que estaban impresos en el programa.

El director no le contestó, y en medio del silencio se escucharon los grillos que saltaban y
cantaban como las notas de un lado para otro, ellos sí como negritos saltarines que iban y
venían bajo ese cielo de Vinchina.

Víctor:

Volvimos otras veces a tocar en Vinchina y antes de que el intendente, la monja y el cura
pudieran divisar la presencia de nuestro camioncito filarmónico, nuestro amigo Arpeggione ya
nos había olfateado y había salido a nuestro encuentro y nos había hecho fiestas corriendo al
lado nuestro.
Cada vez que volvimos su aspecto había variado, las orejas se le hacían más grandes, su cara
iba perdiendo las curvas se iba estirando, iba tendiendo a algo distinto, muy perruno y muy
hermoso. Al sentarse sobre las patas traseras ya no podía mantener bien apoyadas las
delanteras en el suelo y entre el piso y las patas había un espacio que iba aumentando. La
última vez que fuimos al pueblo se ve que había mucho viento y eso le impidió presentir
nuestra llegada. Y mientras estábamos ensayando en el aula, el cellista entreabrió la puerta y
lo llamó con la sonata y bastaron tres o cuatro acordes y Arpeggione ya estaba allí, traído por
el viento, tiritando como si hiciera frío, frágil como una gota de lluvia.

Cuando una intervención militar, de las tantas que hubo en la provincia, borró de un plumazo
nuestra orquesta, Arpeggione perdió toda posibilidad de alimentar su vocación por la música.
Dicen que trepaba a la cima de los cerros a ver si desde allí los vientos le traían alguna melodía
y que en el afán de captar músicas a la distancia se le deformaba el cuerpo y le crecieron
desmesuradamente las orejas. Los pobladores comenzaron atenerle miedo, sobre todo cuando
se ponía a aullar, creyendo que lo hacía porque veía visiones, las almas de los muertos, sin
darse cuenta que el perro lo que lloraba era la ausencia de la música. Dicen que en los últimos
tiempos era como un monstruo auditivo pura oreja, ojos brillantes, un animal de música
abandonado en ese silencio de los llanos riojanos, acosado por las víboras y husmeado por los
pumas.

Malena:

Pasaron que se yo, dos, tres, cinco años, y la orquesta y su música no volvieron nunca más.
Entonces vinieron otra vez a mí antiguas imágenes despertadas a través de la música. Y me
invadió, repentinamente, la alegría; sólo que no era fresca ni me produjo movimientos ni
morisquetas sino como una actitud de espera. Alegría de enfrentar ese nuevo día cruzando el
valle, alegría de estar mirando el pico del cóndor, que después de afilar los ojitos dio un
bostezo y batió sus plumas. La montaña entera reverdeció. ¡El cóndor removió el cuello,
oooooooooooooo, batió las alas y emprendió vuelo llevándose con él la montaña entera! La
montaña florecida de los colores del jazmin silvestre y de la grosellera, de la saponaria y la
atractillys, del cascarillo, del higuerón, de la joven algarroba blanca en donde yo pensaba pasar
la primera estación de sombra, y las hileras de cañabrava, las paredes suaves de la cachurrera,
mis guayabos, mis cedros y mis pinos, mis morales silvestres, resguardo de bandoleros al
amparo de la noche. Y de repente creí ver de nuevo la orquesta y su música que se venían
hacia nosotros, como fantasmas, pero no, no eran. Me repuse y controlé mis fantasías. Detrás
me contemplaban las otras montañas, tan mujeres, tan seguras, y el cóndor jugueteaba
monstruosamente en los kilómetros de aire caliente: reblandeció la higuerilla y empalidecieron
los carboneros, el cañaveral triplicó su dulce y la fruta del pan su fibra buena, espectáculo de
maduración total, esplendorosa, del ciruelo, de los grosellos, de los cerezos falsos, los ajíes
piques y piñuelos, los limones de 70 colores, el guayabo y el níspero chino. La montaña se nos
llevó también la música que yo había oído. Y entonces decidí irme a la montaña a buscar la
música y llamarla con mis aullidos. No era, como decían, que yo quería espantarlos, es que en
la montaña habitaba la música y yo la sigo llamando.
Malena: Música que me conoces, música que me alientas, que me abanicas o me cobijas, el
pacto está sellado.

Victor: Yo seré tu difusión, el que golpee las puertas para anunciar tu llegada, el que transmita
por los valles la noticia de tu presencia y tu alegría, el mensajero de los pies ligeros, el que no
descansa, el de la misión terrible de esperar tu regreso.

Patricia: Música, recógeme en tus brazos cuando me llegue la hora de la debilidad, del hambre,
de la soledad, de la muerte, escóndeme, encuéntrame refugio hasta que yo me recupere

Laura: Tráeme ritmos nuevos para mi convalecencia, preséntame a la calle con fuerzas
renovadas en esta tarde, entre estos cerros de colores, y que tus aires me confundan y
extravíen:

Malena: Yo me vestiré con tus aires y los luciré y los difuminaré, para que pasen a ser esencia
trágica de los que ya me conocen, de los que me ven y ya no me olvidan.

Todos: Para los vivos.

Todos: Para los muertos.

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