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La Luz

de la Diaconía
...............................................................................................................................................................................................................

Consideraciones espirituales sobre los diáconos


y consejos para ejercer bien esta labor

J.A
Fortea

i
Editorial Dos latidos
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Título: La luz de la diaconía
Todos los derechos reservados
fortea@gmail.com

Editorial Dos Latidos


Benasque, España
Publicación en formato electrónico en septiembre de 2016

Primera impresión en papel en 2015 por Editorial San Pablo, Colombia


ISBN 139789587159134
www.fortea.ws

ii
Formato para tablet
Versión 3 de esta obra

iii
iv
Que yo, diácono,
muestre el rostro de Cristo humilde que
vino a servir

Ningún siervo es más


que su amo, y ningún mensajero es más
que el que le envío.
Jn 13, 17.

v
vi
lux diaconiae
....................................................................................................................................................................................................................

La grandeza de ser diácono.


Algunas reflexiones teológicas y espirituales.

vii
Índice
…………………………………………………………………………………………

Prólogo 1

I Parte, Cuestiones Espirituales

Consideraciones espirituales 5
La vocación al diaconado 11
La familia y el trabajo del diácono 22
La relación con el párroco 32
La murmuración como parte del trabajo parroquial 35

II Parte, Cuestiones Teológicas

Cambios canónicos y realidad sacramental 41


La consagración diaconal 53
Autoridad, potestad y ministerio 73

III Parte, Cuestiones Bíblicas

El simbolismo de las vestiduras 78


Las tres partes del Templo como símbolo de los tres grados del orden 83
Los tres grados en el descendimiento de la Cruz 86
Ester, Judith y Ruth 88

viii
IV Parte, Cuestiones Finales
Las tres diaconías 94
Qué no es el diácono 104
Algunas oraciones para rezar durante el tiempo de diaconado 106
Las órdenes menores 109

V Parte, Apéndice

Repartición de la potestas sacramental 119


Hipótesis que nos llevan a comprender mejor la realidad 122
Representación de Cristo en cada uno de los tres grados 123
Agere in persona Christi 125
Paralelismo con los grados del sacerdocio levítico 128
¿Por qué quedarse en el diaconado? 131

Conclusión 135

ix
Prólogo
………………………………………………

El origen de este libro se debe a que un diácono permanente


de Venezuela me insistió e insistió (como la viuda en la Parábola
del Juez Inicuo) a que acabara la revisión de las notas que sobre
este tema tenía yo. Esas notas hubieran podido continuar formando
un magma informe durante años y años. Pero la insistencia de ese
diácono me animó a ponerme manos a la obra. Hice una pequeña
interrupción en la revisión final de mi tesis doctoral, pensando que
no necesitaría más allá de un par de días para revisar esas notas.
Desgraciadamente, comprobé que conforme leía no podía
evitar el completar, añadir y enriquecer. El resultado es que lo que
iban a ser dos días o cuatro como máximo, se transformaron en
varias semanas. Finalmente, aquí está el libro.
Debo advertir que los títulos que dividen la obra, no siempre
son reflejo de divisiones temáticas claras y nítidas. Algunos títulos
sólo cumplen la función de dividir algunas partes. Los temas, en
ocasiones, son recurrentes, y aparecen una y otra vez a lo largo de
la obra.
Las notas que yo poseía, al principio, apuntaban a una obra
de tipo espiritual. Aunque, al final, ha resultado que toca más temas
teológicos de los que me propuse al principio. El lector considérese
con todo el derecho de disentir con lo afirmado en esta obra, cada
vez que lo considere oportuno. En la religión, pocas cosas son

1
dogma. Aquí expongo mis reflexiones teológicas. De ningún
modo, deseo que parezca que quiero imponer mis opiniones.

Esta obra, aunque dirigida a los diáconos, podrá ser leída con
exactamente el mismo aprovechamiento espiritual por parte de los
presbíteros tanto como de los diáconos. Todos los sacerdotes
debemos sentirnos diáconos hasta el final de nuestra vida. El
diaconado no desaparece, el presbiterado se suma al diaconado sin
extinguir a éste. De ahí que el sacerdote sigue siendo diácono, y
por eso debe recordar su faceta diaconal. Toda su vida tiene que
intentar revivir el espíritu de ese primer grado del sacramento del
orden.
Los consejos y pensamientos que se ofrecen aquí, se dan
indiferentemente tanto para los diáconos transitorios, como para
los permanentes. Aunque, como se verá, algunas líneas tendrán en
mente más al diácono transitorio, y otras a los permanentes.
Estos consejos hará bien en meditarlos y tratar de aplicárselos
a sí mismo, no sólo el presbítero, sino también el obispo.
Precisamente, para recordar esto, en los grandes pontificales el
obispo bajo la casulla tenía que revestirse con la tunicela, para
recordarse a sí mismo que sigue siendo diácono. La tunicela era la
dalmática propia de los obispos, de tela más fina porque debía
colocarse sobre el alba y bajo la casulla. El mensaje de esa
dalmática era que hasta el obispo es un diaconus ecclesiae.
Todos los clérigos debemos refrescar nuestra diaconía. Con
los años, el espíritu de servicio tiende a apagarse. Es la condición
humana. Pero, de tanto en tanto, el Espíritu de Dios sopla y el fuego
del amor al prójimo revive de nuevo en nosotros con el mismo
ardor que los primeros días de nuestra entrega.

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Una última cosa, ésta es una obra de carácter espiritual a la
que se han añadido partes teológicas, no un tratado del sacramento
del orden donde se estudie el diaconado desde una teología
sacramental sistemática. Aun así, he querido dedicar unas páginas
a analizar la naturaleza teológica del primer grado de ese
sacramento. Pero para dejar claro el carácter de este libro, no he
querido empezar con las cuestiones teológicas. Después, con el
pasar del tiempo añadí un largo apéndice con más cuestiones de
naturaleza teológica. El índice es un reflejo de lo que comenzó
como una obra espiritual.

3
I Parte
……………………………………………………………………………………………

Cuestiones Espirituales

4
Consideraciones espirituales
…………………………………………………………….……………………………………….…………

El diácono es siervo y debe sentirse siervo. Se puede ser


diácono sólo de nombre, pero careciendo del espíritu propio de ese
grado del sacramento.
Es propio del diácono ocuparse de los pobres, visitar
enfermos, ayudar al culto divino, predicar a los fieles, asistir al
presbítero en la administración de algunos sacramentos, proclamar
el Santo Evangelio, presidir exequias, bendecir a personas, objetos
y lugares, y, en general, realizar obras de servicio. Sin olvidar que
debe cultivar personalmente la Palabra de Dios.
Si en el presbiterado refulge como un sol el poder de la
consagración del pan y el vino, en el diaconado brilla la
proclamación de las palabras de Nuestro Señor. El diácono debe
sentir la llamada a leer y meditar diariamente las Sagradas
Escrituras.
El presbítero transforma el pan, el diácono transforma las
almas con el Evangelio. Si la Eucaristía brilla como una corona
sobre la frente del sacerdote, el Evangelio debe brillar sobre la
frente del diácono.

El ansia de servir no debe quedarse únicamente en palabras y


deseos. Si no se traduce en obras, son sólo palabras. La limosna
debe formar parte de nuestra vida. Si al diácono no le encargan
ninguna obra a favor de los pobres, él mismo puede buscársela. Al
menos siempre podrá dar limosna de los bienes personales de los
5
que disponga, aunque sean muy pocos. El diácono ha de esforzarse
en no quedarse sólo en lo cultual. Las obras de caridad, en mayor
o menor medida, deben ser parte de su vida.
El sacerdote que ya es párroco debe recordarse a sí mismo
que es diácono de su pequeño rebaño. El párroco no es un rey, no
es un señor, no es un objeto de veneración, sino un criado. El
párroco sigue siendo diácono y ha de verse a sí mismo no como el
pequeño rey de su grey, sino como un criado en el palacio (el
templo) de su Señor.
Por eso el párroco no debe quejarse cuando es despreciado,
pues a un criado se le desprecia, se le tiene en poca cosa, queda
eclipsado por el señor de la casa.
En la juventud, cuando éramos seminaristas, estábamos
felices de llegar a ser diáconos para servir. Qué triste es observar
que con los años los clérigos pasamos a considerarnos llenos de
derechos, de exigencias, de inquietud porque se nos tenga en
cuenta. ¡No tienen en cuenta mis capacidades! ¡No se dan cuenta
de lo que valgo! Yo podría hacer mucho más. Se han olvidado de
mí.
Sí, al principio buscábamos servir y sólo servir, trabajar con
alegría en lo que se nos dijese. Con los años, el servicio puro y
simple va mezclándose con otros elementos humanos que ya no son
santos.
Antes estábamos contentos sólo con servir, lo único que
pedíamos a la Iglesia era poder servirla como ella dispusiese. Con
los años, en nuestro interior, exigimos servir del modo que
queremos. Quizá no nos atrevemos a expresarlo externamente, pero
internamente sí que existen exigencias y condiciones.
Sí, serviré, pero tiene que ser en tal sitio, y de esta manera,
exactamente de esta manera, y no con este colaborador. Así no
6
puedo servir a la Iglesia. Ésa es la triste conclusión del servidor
caído. Esa conclusión nace de un corazón que ha perdido la ilusión,
que se va llenando de amargura.
El diaconado existe porque así lo ha querido Dios. Él quiere
que nos consideremos servidores. Tan importante es tener espíritu
de servicio entre los ordenados que el mismo Dios inspiró a los
Apóstoles para que existiera este grado en el sacramento del orden.
Jesús es el Diaconus Maximus. Y por eso ha querido que los
sacerdotes y obispos pasen un tiempo ejerciendo sólo el servicio.
Sin autoridad sobre el rebaño, sin potestad sacramental, el servicio
y sólo el servicio. Un tiempo en el que están ordenados, sí, pero
ordenados sólo para servir. Pronto olvidamos esta lección que se
nos da al comienzo por expresa voluntad de Dios. La primera
lección que recibimos en nuestro ministerio como ministros
ordenados, y la primera que olvidamos. Algunos, incluso,
desprecian ese tiempo, deseando que pase cuanto antes. No valoran
el don de Dios en ese primer grado. No aprenden la lección divina
que hay en ello.
Para reavivar este espíritu de servicio, qué bueno sería que el
párroco realizase alguna vez las labores menos consideradas de su
parroquia, tales como colaborar algún día en la limpieza del
templo. Si carece de tiempo, no hace falta que dedique mucho
tiempo en este tipo de tareas manuales. Bastará que sea como la
sal. Que aunque es poca, sazona. Pero, repito, es bueno que el
párroco colabore un poco con las labores manuales de
mantenimiento de su iglesia.
Fui yo secretario de un obispo que cada semana dedicaba un
poco de tiempo a colaborar en la cocina del obispado. En ocasiones,
hasta iba al supermercado a comprar lo que la cocinera le indicaba.
Y realizaba todas estas tareas verdaderamente feliz. Era un obispo
de una diócesis de 600.000 católicos, no es que le sobrara tiempo.
7
Si él hubiera descuidado sus labores propias para dedicarse a
labores de servicio y no de gobierno, hubiera hecho mal. Pero esas
labores, como la sal, sazonaban su episcopado.
Mi obispo nunca pensó: Estas tareas son indignas de mi
dignidad. Mi sacramento es tan excelso que no puedo rebajarme,
aunque quisiera. Qué barbaridad pensar que la sacralidad del
sacerdocio nos impide hacer tal o cual cosa. Jesús, Sumo Sacerdote,
era un feliz carpintero. Nunca desdice de nuestra dignidad el
realizar tareas humildes. Sólo el pecado desdice de la dignidad
sacerdotal.
Jamás un sacerdote debe pensar: Yo por mí lo haría, pero no
quiero que me vean de esa manera. Los feligreses se sentirán
edificados de ver a su párroco con las manos manchadas de mugre,
con un traje de trabajo lleno de polvo, haciendo tareas para la
parroquia.
Una vez escuché a un sacerdote quejarse de que él no ha sido
ordenado para hacer tal o cual cosa, sino para dedicarse a la misa y
a los sacramentos. ¿De dónde habría sacado tal conclusión? ¿No ha
leído las Escrituras? San Pablo trabajó con sus manos, Jesús de
Nazaret trabajó con sus manos. Ya no digamos nada si un sacerdote
tiene el doctorado, y ha viajado al extranjero para especializarse.
¿Tantos años de trabajo para acabar en un pueblo de mala muerte?
Qué triste es escuchar eso.
Es cierto que el sacerdote se ha hecho sacerdote para realizar
obras de la gracia a través del poder de Dios. Pero también, a
menudo, forma parte de su trabajo sacerdotal dedicarse a rellenar
formularios para el obispado, limpiar algo que se ha ensuciado en
la iglesia, escuchar quejas, poner orden en un salón de la parroquia,
recoger bancos y sillas del templo, etc, etc. Es cierto que uno se ha
formado con muchos estudios de teología, para después servir a
gente que apenas tiene ninguna cultura. Pero Jesús sabía mucho
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más, y nunca consideró inadecuado servir a gente humilde. Podía
haberse ido a Atenas a enseñar a los sabios de este mundo, pero
prefirió servir a los humildes. Pero, a veces, el señor cura no quiere
dedicar su vida a los más pequeños del Pueblo de Dios.
Por todo esto, debe valorarse el intersticio diaconal como una
enseñanza auténticamente divina. Y durante ese tiempo siempre
hay que repetirse a uno mismo: Ojalá fuera más largo este tiempo
para prepararme mejor en la humildad.
Recuerde el diácono que Jesús la mayor parte de su vida
pública realizó sólo labores diaconales: predicar, consolar, servir.
Poquísimas veces realizó actos que pudiéramos considerar como
sacramentales: por ejemplo en la Última Cena, o cuando perdonó
pecados. Lo mismo sucede hoy día con los sacerdotes, la mayor
parte de su jornada realizan labores diaconales.

Ante una orden que no nos gusta, que nos hace rabiar: ¿Por
qué a veces nos empeñamos en servir como nosotros queremos?
Hace años, vinimos a servir, y ahora las cosas tienen que ser a
nuestro gusto. A nuestro gusto, con la excusa de que es lo que Dios
quiere. No lo hacemos por nosotros, nos engañamos, exigimos las
cosas porque es lo que Dios quiere para ser mejor servido. No es
por mí, es por el bien de las almas.
De esto viene el que se pierda la paz. Y de la falta de paz
viene la amargura. Se realiza el trabajo, sí, pero ya sin dicha. Las
aguas del alma que estaban cristalinas cuando nos entregamos al
decidir seguirle, comienzan a enturbiarse, comienza a haber fango
en nuestro espíritu. Como es lógico, de todo esto lo primero que
viene es la pérdida de ilusión.
Recuerde el obispo al ordenar a un diácono, que en esa
ceremonia puede Dios otorgar más gracia santificante que al
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ordenar a un obispo. Per se es muy superior la potestas que se
otorga en la ordenación episcopal frente a la diaconal. Además,
junto al efecto esencial del sacramento, se otorga también gracia
santificante. Y la gracia santificante que se da al alma del
ordenando, la gracia que le embellece y le llena de luz, puede ser
muy superior, incomparablemente superior, en la ordenación de un
diácono que en la de un obispo, si ese ordenando se prepara más,
si tiene más humildad y más amor.
Puede haber un ordenando al episcopado lleno de soberbia,
poco dado a la oración, que no se ha preparado nada y que tiene
una visión humana de las cosas, que en su ordenación episcopal
reciba poco más que la potestas y las gracias gratis datae
contenidas en el sacramento. Eso y sólo eso, lo mínimo. Mientras
que puede haber un ordenando al diaconado tan lleno de virtud, tan
lleno de ansia por la gracia, que se haya preparado tanto, que la
ordenación diaconal suponga una impresionante transformación de
su alma.

10
La vocación al diaconado
………………………………………………….………………………………………….…………

El diaconado es un sacramento de institución divina. Es decir,


fue el mismo Espíritu Santo el que quiso que existiera, e inspiró a
los Apóstoles para conferirlo. Eso significa que es Dios quien llama
a ejercer el diaconado como vocación permanente, es una vocación.
El mismo Dios que a uno le dice tú serás obispo, a otro le dice
Yo quiero que tú seas diácono. Cuando en una diócesis hay un
obispo que no quiere que en su diócesis haya diáconos
permanentes, eso se debe a que él no comprende el don tan precioso
que es la diaconía permanente. Debemos excusarle enteramente,
pensando que lo desconoce, porque no se lo han enseñado cuando
se preparó para el sacerdocio.
Sería muy lamentable que Dios concediera a una persona una
vocación, y el obispo le cerrara las puertas. Debemos siempre
excusar pensando que tal cosa se hace por ignorancia de lo que es
esa vocación. Debemos intentar pensar que tal cosa se hace con
buena fe. Pero objetivamente el hecho en sí es muy grave. El obispo
no es dueño de los destinos. El obispo debe limitarse a discernir si
alguien tiene la vocación divina. Debe discernirlo por sí mismo o a
través de otros. Pero su labor acaba en ese discernimiento. Después
el obispo debe ser obediente a Dios. Si el Altísimo concede una
vocación, no le gustará a Dios que un servidor suyo desprecie el
don divino.

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Y más cuando Dios quizá pueda decir en el Juicio Final: Si
hubieras ordenado a esa persona como diácono permanente, él me
hubiera dado más gloria con su diaconía, que tú con tu episcopado.
Si Dios da a alguien la vocación al diaconado y un obispo le
niega injustamente ese estado de vida, Dios rehará los planes para
esa alma cuya vocación ha sido truncada. Esa alma se santificará
por otros medios. Dios le otorgará la vocación diaconal a sabiendas
de que no llegará a recibir el sacramento. Pero su santificación no
sufrirá merma alguna.
¿Quién es el obispo para enmendar los planes divinos? El
obispo no es un dueño de los sacramentos que pueda negarlos sin
rendir cuentas a Dios. Discernir acerca de la vocación de una
persona, significa discernir los planes del Altísimo respecto a
alguien. Labor que hay que realizar con sumo cuidado, para no
incurrir en la ira del Señor, porque estamos hablando de cosas muy
serias.
El obispo tiene el deber de distinguir entre el diamante
auténtico de la llamada de Dios, y la falsa gema de alguien que,
diga lo que diga, no muestra los signos de la verdadera vocación o
no tiene las cualidades para ese camino. Pero si su vocación es
auténtica y sus cualidades suficientes, no debe negar el sacramento
a quien puede recibirlo. Hablo de verdadero deber. El
administrador debe estar atento a lo que el Espíritu Santo quiere
que se haga con esa persona.
En realidad, el obispo no es dueño de ningún sacramento, es
un administrador que tiene obligación de conferirlos siempre que
no obsten serias razones objetivas en contra. Hay una diferencia
muy grande entre decidir y discernir. El obispo discierne quién
debe ser ordenado. Cerrar la puerta a toda vocación al diaconado
permanente, como sucede en algunas diócesis resulta inaceptable.

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Y hablo de un grave deber por parte del obispo, porque si el
candidato puede ser ordenado, entonces debe ser ordenado. El
obispo está sometido a la voluntad de Dios respecto a ese
candidato. No es un asunto dejado a la libre voluntad episcopal con
total indiferencia por parte de Dios.
No está dejado ni a la libre voluntad del candidato (que lo que
tiene que hacer es la voluntad de Dios), ni del ordenante (que
también tiene que hacer la voluntad de Dios respecto del
candidato). El obispo puede tomarse el tiempo necesario para
discernir esa voluntad, puede poner las condiciones razonables que
vea conveniente a los candidatos a las órdenes. Pero, al final, el
candidato que puede ser ordenado viene enviado por Dios, y
rechazarle supone rechazar al que le envió.
Si esa persona viene a llamar a la puerta del diaconado
permanente porque así se lo pidió Jesús en su conciencia, cerrar la
puerta con desprecio, supone cerrar la puerta al que lo envió. Los
seminaristas con vocación han sido enviados por Jesús al
seminario. Y no otra cosa sucede con los diáconos permanentes.
Recuerdo un obispo que para justificar su negativa a los
diáconos permanentes, me dijo: Es que aquí todos los diáconos han
dado muy mal resultado. Pensé, y si las monjas hubieran dado mal
resultado qué hubiera hecho su excelencia, ¿prohibir a todas las
monjas? Si se me permite una broma, menos mal que los curas de
su diócesis no dijeron: Aquí los obispos nos han dado muy mal
resultado.

Algunos no cierran las puertas del diaconado a todos, pero


ponen condiciones estrictísimas para que sean excepción los que
lleguen al sacramento. Son obispos que no se oponen al diaconado,
pero que desean que sean muy pocos. ¿Qué pensaríamos de un

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obispo que dijera que en su diócesis tiene que haber cien sacerdotes
y ni uno más? ¿Qué pensaríamos de un obispo que negara por su
solo capricho el sacramento del sacerdocio a un seminarista que
tuviera todas y cada una de las cualidades que se le pueden pedir a
un candidato al presbiterado? Podrá hacerlo, ciertamente, pero
tendrá que dar cuentas a Dios. Es algo muy grave negar un
sacramento a quien puede recibirlo, sea el sacramento que sea.
Además, un obispo jamás podrá recriminar a uno de sus
presbíteros diciéndole: me tienes que agradecer el que te haya
ordenado. Porque el sacerdote o el diácono le podrá responder:
Excelencia, no tengo nada que agradecerle. Si usted vio que debía
ordenarme, usted hizo lo que debía. Si usted vio que no debía
ordenarme, no debió ordenarme.
No se hace ningún favor ordenando al que no se debe. No se
puede ordenar a alguien por caridad. ¡Es que ya está en quinto
curso! Mejor es que pierda cinco años a que pierda una vida. No es
un acto de caridad ni para la Iglesia ni para el sujeto ordenado. Pero
si no se ordena al que sí que cumple con todos los requisitos,
entonces se inflige un tremendo daño a la Iglesia, y se perderá el
trabajo de años de esa persona sobre miles de almas.
Qué tremendo daño se inflige al sujeto que siente la llamada
de Dios a una vida, y no puede cumplirlo por el capricho,
negligencia o error de aquél que debió tomarse esta cuestión con el
más exquisito de los cuidados, dedicando a ello el tiempo y la
oración que fueren necesarios.
Muchas labores tiene el obispo, pero buscar al colaborador
que discernirá quién recibe o no el sacramento del orden está entre
las más importantes tareas, las demás palidecen frente a ésta. Al
obispo nunca le puede faltar tiempo para examinar si la labor del
que discierne las vocaciones, está siendo realizada de forma
adecuada. El obispo nunca se puede excusar con que delegó esa
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tarea. Para bien o para mal se hará responsable del buen o mal
discernimiento de su colaborador.
Aquél que discierne las vocaciones puede ser bueno hoy, pero
no tan bueno dentro de cinco años. Puede ser un buen rector de
seminario o un buen delegado para esta tarea, y, no obstante,
equivocarse en algunos casos. El obispo debe siempre estar
sumamente atento, aunque la persona elegida sea digna. Gozar de
la confianza episcopal no significa que uno no deba estar vigilante
acerca del proceso de discernimiento y de la misma persona
encargada de ese discernimiento. En la medicina, frecuentemente,
es muy útil una segunda opinión. En el tema de las vocaciones
diaconales se tiende, con frecuencia, a dejar todo al juicio de una
sola persona.
Insisto en que esta es una tarea esencial para el obispo. Las
confirmaciones, las predicaciones, presidir las fiestas patronales
pueden hacerlo otros. Pero examinar con suma atención el proceso
de discernimiento de las vocaciones, conocer bien al que ha
delegado para esa misión, eso debe ser encargado a alguien muy
adecuado para esa tarea.
Hay tareas tan importantes para las que no puede faltar un
colaborador de absoluta confianza. Sería una contradicción que le
faltase un colaborador encargado de hallar más colaboradores; el
diácono es un colaborador. Si le faltan colaboradores de confianza
al obispo, razón de más para tener la prioridad de buscar este tipo
de vocaciones.
El obispo puede cuidar a las ovejas directamente: sentándose
en el confesionario, predicando, recibiéndolas para escucharlas,
visitando parroquias y de otras muchas maneras. Pero el modo
usual en el que el obispo cuida de sus ovejas es a través de otros
pastores, los presbíteros. Los presbíteros son pastores ayudados por
diáconos. ¿Son los diáconos pastores?
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Si un rebaño de ovejas (de ovejas reales) fuera muy grande
para un solo pastor (imagen del obispo), éste tomará junto a sí a
otros pastores que le ayuden (estos serían imagen de los
presbíteros). ¿Esos colaboradores tendrían el nombre de pastores?
Por supuesto que sí. Tendrían ese nombre, porque ejercerían esa
función. Todo el mundo diría que es un rebaño grande con varios
pastores. Aunque uno, como es lógico, fuera el jefe de los pastores.
Ahora bien, esos pastores pueden tener colaboradores que les
traigan la comida caliente desde el pueblo, que les ayuden a
acarrear la leche y la lana. No serían pastores, sino colaboradores
de los pastores. Normalmente estas personas eran muy jóvenes. Es
lógico que el sacerdote (presbiterós, anciano) sea pastor.
De manera que, en cada parroquia, hay un solo pastor, el
párroco. Pero, en otro sentido, también se puede decir que la
parroquia es un rebaño con dos pastores (el párroco y el vicario)
con los que colabora un diácono.
Después de todo lo dicho, hay que evitar el error de pensar
que en la diócesis hay un solo pastor, el obispo. Él es pastor por
antonomasia, pero evidentemente hay más pastores que llevan a las
ovejas a los pastos, las cuidan y las protegen. Otro error sería pensar
que todos los que colaboran en la parroquia son pastores. Está claro
que, por ejemplo, los catequistas son pastores.

La vocación del diácono no se reduce únicamente a ayudar en


un despacho en la administración o a dar unas charlas. Para eso no
sería necesario recibir un sacramento. La vocación al diaconado es
una verdadera vocación sagrada que liga con los pastores-
presbíteros en su tarea pastoral. Esa vocación es sellada con un
misterio sagrado.

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De ahí que la vocación diaconal tenga dos aspectos. La
vocación ministerial y la vocación litúrgica. La llamada de Jesús a
ayudar al pastor en su pastoreo, y la llamada del Espíritu Santo a
ejercer una función levítica junto al altar de Dios. Puede haber
diáconos que se sientan más llamados a la faceta apostólica, y otros
que sientan mayor atracción por la faceta cultual.
Si se comprende la belleza del diaconado, no se entiende
cómo puede haber sacerdotes delegados del obispo para el
diaconado que no hagan otra cosa que poner trabas para acceder al
don sagrado del sacramento. La llamada al presbiterado es al
principio (en el seminario) como un noviazgo y después (tras la
ordenación) como un matrimonio. Qué pensaríamos si a un novio
que se quiere casar con una chica, el obispo por su sola voluntad le
dijera: Tú no te casas con ella, porque lo digo yo. Nos llenaríamos
de ira. Pues así Dios se llena de ira contra el administrador suyo
que da golpes espirituales, que maltrata a los siervos que viven con
él en la casa que es la Iglesia.
La vocación al diaconado permanente no es una vocación de
segunda clase. Hay almas que sienten que Jesús les llama a ser
diáconos. ¿Jesús puede llamar a alguien a vocaciones
prescindibles, de poca categoría y de no demasiado valor? Por
supuesto que no. Todo “ven y sígueme” de Jesús es una joya,
supone un designio eterno respecto a esa persona. Dios ama a cada
hijo suyo con todo su amor. Cada vocación es un designio perfecto
lleno de amor para ese hijo suyo. Y así, como ya he dicho, un
diácono puede dar mucha más gloria, producir muchos más frutos,
que un obispo, arzobispo o cardenal.
Un diácono puede dar más gloria con su diaconía que el
mismo Obispo de Roma. La gloria a Dios no la da el cargo, sino el
alma. Ser diácono o ser obispo de Roma son medios distintos para
construir el Reino de Dios. El mismo Dios que a uno le dice: Yo te

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he elegido para ser Papa. A otro le dice: Yo expresamente quiero
que seas diácono.
Es decir, hay una voluntad eterna, expresa, directamente
querida por parte de Dios. La diaconía permanente no es una
especie de segunda oportunidad para aquellos que, al estar casados,
ya no pueden ser sacerdotes. El estado diaconal no es como si Dios
dijera: ya que no puedes ser sacerdote, al menos sé diácono. Pensar
así del diaconado, supone no haber entendido la belleza de tal
vocación, el sentido intrínseco de la vocación diaconal.

Si un candidato por incomprensión del delegado episcopal o


por una calumnia, no llegara a ser ordenado, no debe preocuparse.
Dios rehará sus planes respecto a él. El no ordenado sin culpa no
sufrirá merma de su mérito, y Dios le indicará por sus caminos
inescrutables dónde y en qué debe trabajar. Nada de lo que ocurre
sin culpa nuestra, supone una merma de nuestra santificación, ni
una merma del trabajo que haremos por el Señor. Porque el Señor,
ante todo, quiere que nos sometamos a su voluntad. Y Dios es
Señor, y tiene derecho a dar a alguien una vocación a sabiendas de
que no será ordenado. Pues hay vocaciones que son vocaciones a
la cruz, aunque sean a través de la búsqueda infructuosa del
diaconado.
Dios lo único que le pide al candidato es que se someta a la
Iglesia. En esos casos, Dios ya sabía desde antes de que naciera que
ese candidato no iba a ser ordenado, lo sabía con la plena seguridad
que da conocer pasado, presente y futuro. La no ordenación supone
una joya más en la corona de sufrimientos de esa alma. No sólo no
supondrá una carencia en su alma, sino una cruz más en la historia
de su alma.

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Si uno obedece siempre a Dios, Dios se encarga del resto.
Nada se pierde cuando se obedece a Dios con todo el corazón. Todo
candidato que se presenta a la Iglesia para decir adsum (aquí estoy),
debe someterse al juicio del obispo o su delegado. Uno jamás puede
exigir la ordenación. Uno se presenta y dice: Si la Iglesia me
considera digno, yo quisiera recibir el diaconado. Después uno
debe abandonar toda preocupación y dejarse en las manos de Dios.
Sin tener ambición alguna por lograr la sagrada orden, sino
abandonándose a las manos de Dios.
Todo lo dicho anteriormente es obligación del obispo
respecto a Dios, pero el candidato no puede exigir la ordenación.
Uno, sencillamente, se presenta ante la Iglesia. Y la Iglesia es la
que libremente decide.
El seminarista que siente vocación al presbiterado, si en un
seminario se le dice que no le ven apto, con todo derecho podrá
pedir una segunda opinión en otro seminario. Pero el diácono
permanente, al tener su trabajo y su familia en una localidad, tendrá
que someterse al dictamen del delegado diocesano para los
diáconos, sin poder probar suerte en otro lugar. También eso forma
parte de los planes de Dios. Tan meritoria es la entrega, como el
sometimiento.

Muchas de las cosas que se pueden decir sobre los


seminaristas candidatos al sacerdocio, valen para los candidatos al
diaconado permanente, sin embargo, no valen en la misma medida.
Por ejemplo, es mucho más fácil llegar a la seguridad acerca de la
idoneidad para ser ordenado viviendo cinco años dentro del
seminario, día tras día, con los candidatos al presbiterado. Mientras
que es mucho más difícil llegar a la seguridad acerca de la
idoneidad respecto a un candidato al diaconado permanente que
vive con su familia y al que sólo se le ve en algunos momentos.
19
Después de poner los medios suficientes para discernir, si
persisten las dudas en el delegado episcopal que debe tomar la
decisión sobre la ordenación, quédese tranquilo pues algunas dudas
bastarán para denegar de un modo razonable el acceso al diaconado
permanente. Pues hay casos en los que no será fácil salir de esas
dudas aun con el paso del tiempo. Y bastan las dudas razonables
para denegar el sacramento.
Como se ve, ni hay que ordenar al sujeto en el que ya aparecen
los nubarrones negros de las dudas justificadas, ni hay que dejar de
ordenar a aquél que podría ser ordenado. Hay candidatos al
diaconado y al sacerdocio que se empeñan en ser ordenados, y no
les entra en la cabeza que no puedan ser aptos. Ésa es una
posibilidad que, de ningún modo, están dispuestos a considerar. Ya
eso es un claro síntoma de carecer de las condiciones necesarias.
Pues sin humildad, ni obediencia, difícilmente un diácono ejercerá
bien su ministerio. Un diácono terco y testarudo siempre será un
defectuoso servidor aunque esté provisto de otras virtudes.
Normalmente todos los que no deben ser ordenados, suelen
empeñarse en lograr la ordenación a toda costa. Repito la idea
anterior, uno se presenta a la Iglesia y dice adsum, aquí estoy. Uno
se llama humildemente a la puerta de la Iglesia preguntando si
puede ayudar. No se presenta exigiendo. Exigencia más
sorprendente cuando se considera que tanto el diaconado como el
presbiterado son una cruz. Mal diácono será aquél que desde el
principio viene exigiendo. El que exige siendo un candidato, será
insoportable unos años después de ordenado.
Los hombres espirituales dudan de sí mismos. La terquedad
de opinión (en temas teológicos, en discusiones en la mesa, en
cuestiones de gobierno eclesial) es un mal síntoma para un
candidato al estado clerical.

20
El excesivo tradicionalismo o, por el contrario, el excesivo
progresismo suelen ser malos síntomas. El excesivo
tradicionalismo suele ocultar soberbia: Los demás no hacen las
cosas como deben. El excesivo progresismo (por llamarlo de
alguna manera) suele ocultar un desprecio de la ley eclesiástica y,
por ende, un cierto nivel de desobediencia. Hay que estar muy
atentos con los candidatos que se pasen por un lado o por otro.
Por un lado, desgraciada la vida del que se empeña en ser
ordenado, cuando Dios le dice a través de sus siervos que no. Pero
por otro lado, triste la suerte de los que siendo llamados a una
vocación, los hombres les quitan lo que Dios les dio.

21
La familia y el trabajo del diácono
……………………………………………………………………………………………………………………….…….….…………

El diácono permanente con familia y trabajo civil nos muestra


a los presbíteros y a los obispos, un modo diverso de ser clérigo. El
modo normal de ser clérigo es estar consagrado enteramente a la
vida clerical, supone hallarse dedicado íntegramente al servicio de
la Iglesia. Mientras que el diácono permanente es un clérigo que
usualmente lleva una vida que recuerda a la vida de algunos los
primeros clérigos de nuestra Iglesia.
Los diáconos permanentes son el recuerdo vivo de cómo
comenzó la vida sacerdotal y aun la episcopal en las primeras
comunidades de cristianos. Hubo un tiempo en el que obispos,
presbíteros y diáconos estaban casados, tenían su trabajo y acudían
a la fracción del pan el sábado por la noche. Era una época en la
que uno podía ser obispo y cuidar de la iglesia, y al mismo tiempo
cuidar de su familia y sus negocios.
Por supuesto que, desde el principio, parte del clero era un
clero célibe dedicado enteramente a la predicación de la Palabra.
Pero las dos formas de vida clerical coexistieron durante cuatro
siglos. Unos presbíteros yendo de un lado para otro como
misioneros, edificando el Reino de Dios, predicando. Y otros
clérigos enraizados fuertemente en un lugar, con esposa e hijos.
Cuyas funciones sobre todo consistían en la presidencia de la
fracción del Pan el sábado por la noche. Por supuesto que su trabajo
no consistía sólo en eso. Pero recordemos que hablamos de

22
comunidades muy pequeñas en poblaciones de pocos miles de
habitantes. No se ha de ver aquello como una corrupción de la total
entrega que debía tener un clérigo. El número de cristianos no era
tan grande como para mantener a varios clérigos dedicados a
tiempo completo a la cura pastoral. Las necesidades pastorales de
quinientos o mil cristianos no requerían de varios presbíteros
dedicados totalmente al pastoreo.
Su situación era parecida a la de los rabinos de las pequeñas
ciudades. Que además de cuidar de la sinagoga, tenían algún
pequeño negocio que les ofrecía desahogo económico para
mantener la familia, y libertad para dedicarse a las necesidades de
la sinagoga.
Aun así, desde el principio, hubo clérigos célibes al estilo de
Pablo, y clérigos casados como el Papa Hormisdas. Ambas formas
de vida, la célibe y la matrimonial, caben en el sacerdocio cristiano.
Pero hay que dejar claro que para todos los grados del sacramento
del orden, lo mejor que el mensajero de Dios se dedique
únicamente a extender el Reino de Dios, y que el sacerdote que toca
las cosas sagradas se dedique únicamente a las cosas de Dios. Este
estado preferible de vida es para los tres grados del orden.
Lo ideal es que el constructor de las iglesias de Dios sea un
hombre dedicado enteramente a su tarea sagrada. Sin división de
preocupaciones, sin multiplicidad de intereses. Lo ideal no es que
exista el trabajo civil y la vocación divina, sino que el trabajo sea
la vocación. Lo ideal no es que en su vida tenga la propia familia y
tenga a la Iglesia, sino que la única familia para el consagrado sea
la Iglesia.
A pesar de la práctica en la iglesia primitiva y sea cual sea la
posible legislación futura, está claro cuál debe ser el estado ideal
del ordenado con tan sagrado sacramento: el estado célibe. Del
mismo modo que para el clérigo lo ideal es que no tenga ningún
23
trabajo civil, sino que su trabajo sea algo eclesiástico. Nada sería
mejor para un diácono permanente que poder dedicarse
enteramente a las cosas del Señor en una sucesión de oración y
trabajo, sin familia carnal, sin trabajar en cosas del mundo.
Ahora bien, dejando claro lo precedente, hay que entender
que ha sido el mismo Dios quien ha suscitado el diaconado
permanente como recuerdo vivo de las etapas primitivas de la
Iglesia, mostrando otro modo de vivir la vida clerical. Porque lo
mejor no anula lo bueno. Dios ha suscitado el diaconado
permanente como un modo de existencia que puede conjugar lo
mejor de un estado de vida, con lo mejor del otro estado.
El estado ideal es uno, y sin embargo es Dios quien llama a
vivir este modo concreto de existencia: con mujer y servicio a la
Iglesia. Hay una voluntad expresa de Dios para que existan este
tipo de clérigos. Por tanto, ni ha de pensarse por un lado que ya no
existe el antiguo ideal de vida clerical, pero tampoco ha de verse a
la mujer como un obstáculo. Pues es Dios quien da, al mismo
tiempo, la mujer y la vocación al diaconado.
Dios podría haber determinado (a través de las decisiones de
los sucesores de los Apóstoles) que sólo existiesen diáconos
permanentes sin familia y trabajando exclusivamente para la
Iglesia. Pero Dios después de mostrar el ideal (a través de la
Historia de la Iglesia), ha dicho: y ahora quiero que existan los
diáconos con familia y con trabajos en el mundo. Lo mejor no anula
lo bueno. Y un diácono con familia y negocios puede llegar más
lejos en la vida espiritual y en amor a Dios, que un eremita que
ayuna y vive cubierto de harapos.
En la Historia de la Iglesia ha habido y hay diáconos
permanentes que llevan una vida enteramente clerical y otros que
llevan una vida laical. Los dos forman parte de un querer divino.

24
El diácono permanente con familia y trabajo civil vive una
vida laical, pero es un consagrado. Tiene mujer e hijos, pero ora
como un clérigo sus horas canónicas. Está en medio del mundo y
es del mundo, pero es un mensajero de Dios. Se ha consagrado a
Dios, pero forma una unidad con su mujer e hijos. Construye la
Ciudad de los Hombres y la de Dios. Sus tareas en el mundo y en
la Iglesia, aunque diversas, se complementan en armonía.
El diácono permanente no tiene que considerar que sus
actividades están divididas, pues sus dos facetas forman una
armonía. Ni su trabajo en el mundo debe estorbar a su vida
espiritual, ni su trabajo en el rebaño de Cristo ha de estorbar a su
trabajo en el mundo. Hay un tiempo para cada cosa.

Del mismo modo que para un laico el trabajo en el mundo no debe


estorbar a su vida familiar. Así tampoco el ministerio clerical no
debe suponer un problema para la vida familiar del diácono. Él
diácono permanente tiene que distribuir sabiamente su tiempo,
tiene que aprender a administrarse para que no sufra ni su familia,
ni su trabajo, ni tampoco se olvide del rebaño de Cristo.
Podrá aceptar o emprender cuantas actividades apostólicas y
caritativas desee, pero siempre con el consentimiento de su mujer,
pues forma una unidad con ella. De manera que si algo no obtiene
el consentimiento de ella, no debe emprenderlo: ésa será la
voluntad de Dios. No importa si la negativa de la mujer se debe a
fundadas razones o a miedos injustificados. No importa si la
negativa de la esposa se debe a que a través de ella habla la voz de
la prudencia o la del capricho. El diácono forma una unidad
indisoluble con su esposa, ya no son dos, sino uno, y por tanto si
ella dice que no se emprenda una nueva actividad de apostolado o
de servicio a la parroquia, no se debe emprender.

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Si el diácono permanente se arroja con fervor y celo a trabajar
por Cristo y descuida a su familia, el cariño de su familia por él irá
disminuyendo. Al final, puede perder incluso a su mujer e hijos.
Cuando la esposa le dice a su marido no emprendas esto, el marido
tiene que entender que empeñarse en hacerlo no es la voluntad de
Dios. Eso cuesta cuando una actividad, un apostolado, hace mucha
ilusión al diácono, cuando él piensa que va a resultar mucho bien
para la Iglesia y las almas. Pero si el diácono pierde a su mujer, a
la postre eso redundará en mal del alma del diácono. Y, entonces,
herido, podrá hacer menos bien.
El bien de la mujer y de los hijos, es el bien del diácono. Y
esto incluye los casos en los que la mujer no sea razonable. A veces,
la mujer puede sufrir incluso celos de Dios: Amas más a Dios que
a mí. Pero dado que marido y esposa forman una unidad, hay que
dejar de hacer cosas. Lo contrario iría contra el orden de Dios. No
podemos hacer cosas por Dios contra la voluntad de Dios. Lo que
se realiza por Dios, hay que hacerlo dentro de la armonía de Dios.
Por otra parte, sería un contrasentido dedicar tiempo a la
comunidad de creyentes y no dedicar tiempo a los propios hijos, la
esposa, o los padres de uno mismo. El diácono debe dedicar un
tiempo a la semana sólo a su familia: salir al cine, ir de excursión,
cenar juntos fuera, ir a museos, comer con los abuelos, lo que sea.
Si un diácono no dedica un tiempo sólo para sus hijos, no está
haciendo bien las cosas.

Ni el hombre debe obediencia a la mujer, ni la mujer al


marido. El matrimonio es una unión entre dos hijos de Dios
poseedores de igual dignidad. No hay uno que sea el jefe del otro.
En el pasado el hombre mandaba sobre la mujer, pero eso era un
legado humano, fruto de tradiciones humanas, no era ése el plan
original de Dios. Durante la Historia, el varón ha dominado sobre
26
la mujer, como los reyes dominaban sobre las naciones. En mi
opinión, las palabras de San Pablo acerca de la sumisión de las
mujeres, deben entenderse de la misma manera que cuando pide
que los siervos obedezcan a sus amos. Su mensaje es que se
santifiquen en las estructuras sociales de su tiempo. Pero él no se
hubiera opuesto a que todo, poco a poco, se hubiera ido cambiando
para lograr lo que era el plan original de Dios: la igualdad total de
los seres humanos: esclavos y libres, hombres y mujeres.
Por tanto, la comprensión de la igual dignidad de los seres
humanos lleva a entender que si me uno a alguien con el vínculo
del santo matrimonio, todo deberá hacerse de común acuerdo,
nadie manda sobre el otro. La familia se sustenta no en el dominio
entre los cónyuges, sino en el común acuerdo. Todo esto es
igualmente válido para el diácono.
Por eso, cuando uno de los dos le dice al otro no hagas esto,
hay que dejar de hacerlo. Sea esto dejar un trabajo, cambiar de lugar
de residencia, comprar una nueva casa, realizar una compra de
precio considerable, ir de vacaciones a un sitio. Nadie puede
imponer al otro algo.
Alguien puede pensar que el hecho de no poder hacer algo,
ya es una imposición. Pero no es lo mismo emprender algo nuevo,
comprar algo nuevo, que continuar las cosas como están. Voy a
poner varias situaciones que ofrecen luz.
Ejemplos de acciones que no deben emprenderse:
Si el esposo quiere cambiarse de casa y la mujer no, no se debe cambiar de casa.

Si el esposo quiere comprar un nuevo automóvil, y la mujer se niega advirtiendo


que no hay dinero suficiente, no se debe cambiar de automóvil.

Si se le ofrece un trabajo en otra ciudad al marido, y la esposa no quiere cambiar de


ciudad, no se debe cambiar de ciudad con la oposición del cónyuge.

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Ejemplos de cómo se puede continuar algo con la oposición de
alguien
Si la esposa le dice al marido que cambie de trabajo, el marido puede seguir en el
mismo trabajo si no está de acuerdo con la sugerencia de su mujer.

Si la esposa quiere irse de vacaciones a un lugar concreto, y el marido de ningún


modo quiere ir, el marido puede no ir allí si no lo desea.

Si la esposa quiere que se venda una inversión que tienen conjuntamente, y el


marido cree que es un error, el marido puede mantener la inversión como está.

Como se ve, obrar conjuntamente supone no emprender cosas


de importancia si no está de acuerdo. Pero si no hay acuerdo en
algo, las cosas deben dejarse como están.
Pero al impedir emprender nuevas acciones de importancia,
la mujer tiene la llave del obrar o no obrar del diácono. Esa llave
se le concedió en el sacramento del matrimonio. Ella jamás le podrá
ordenar qué debe hacer, pero tiene la autoridad para objetar frente
a nuevas obligaciones de su marido. La mujer no podrá ordenarle
al diácono cómo debe obrar, pero sí que puede decir con autoridad:
no estés tanto tiempo fuera de casa, no emprendas un nuevo
apostolado, no te vayas más de viaje, no prediques otro retiro más,
pues te vemos poco en casa y apenas estamos saliendo a pasear.
Si el diácono permanente le responde no soy tu esclavo,
entonces, es verdad que no será su esclavo, pero acabará perdiendo
a la mujer. El diácono se ha hecho siervo de todos, pero para servir
a los demás tiene que estar bien personalmente. Y para estar bien,
necesita una familia donde descansar, donde recibir amor, donde
ser consolado, donde restaurar sus fuerzas. Si pierde la familia, no
estará bien. Si no está bien, no podrá servir bien en la parroquia.
Si las peticiones de la mujer fueran completa y objetivamente
irrazonables, el diácono no tiene obligación de obedecer. Si la
esposa le prohibiera ir a misa diaria, ésa prohibición es tan
28
irrazonable, que el marido puede ir a misa aunque por ello la mujer
le abandonara. Si la mujer le prohíbe toda acción de apostolado,
aunque sólo sea un par de horas a la semana, el marido podría
hacerlo a escondidas, porque tal petición resulta completamente
irrazonable.
Pero si se trata de un apostolado que requiere una hora cada
día, en ese caso la mujer sí que tiene algo que decir. Si se trata de
marcharse de retiro espiritual dos fines de semana cada mes, en ese
caso la mujer puede decir a su marido que no lo haga. Para hacer
ese tipo de cosas, hay que estar de acuerdo. En los casos
intermedios, será mejor pedir consejo a otra persona para ver qué
es razonable o no.

Pudiera ocurrir que la mujer abandone a su esposo diácono


sin culpa de éste. Si el diácono no tiene ninguna culpa, entonces él
ha de ver tal cosa como una prueba que Dios permite, como una
cruz. Si el diácono es inocente, no debe preocuparse. Considere esa
separación como algo permitido por Dios para poder dedicarse él
más a la oración y al ministerio. El Señor puede permitir eso, para
que esté más libre. Hay ocasiones, en las que el abandono de la
mujer, supone parte de un plan divino, algo permitido por Dios para
bien del alma del esposo.
No exagero si afirmo que la convivencia con algunos
cónyuges puede ser una carga tan pesada, que llega un momento en
que Dios dice: hijo mío, no vas a tener que soportarla más, te va a
dejar. Nosotros no debemos hacer nada para que un cónyuge
insoportable nos deje. Pero si ese cónyuge nos deja sin culpa
nuestra, debemos aceptar tal cosa con paz. La separación será un
pecado para el que abandona el matrimonio, pero un don para el
cónyuge inocente que no hacía más que soportar los malos modos
y las exigencias del que, al final, le ha dejado. En casos así, es como
29
si Dios nos introdujera en una nueva etapa de nuestra vida, en la
que tendremos más tiempo para la vida espiritual.
Pero aunque casos de mujeres que son una cruz para el
diácono pueden existir, normalmente la mujer será el consuelo del
diácono. Y los hijos serán un descanso para su alma. Estar con ellos
supondrá descansar, reírse, jugar, pasárselo bien. La primera iglesia
de la que debe cuidar el diácono es su familia. Ahora bien, la mujer
nunca puede pedir al diácono que haga menos oración personal. Un
diácono puede dedicarse menos al ministerio porque así se lo ha
pedido su familia, pero nunca menos a la oración personal. Ésta es
la única petición que nadie tiene derecho a hacerle.
El diácono permanente que esté neutralizado por las
posteriores imposiciones de su mujer, no puede quejarse diciendo:
¿entonces para qué me he hecho diácono? Pues uno ha sido
ordenado diácono, para configurarse con Cristo. Para bien de la
comunidad, sí, pero dentro del sacramento del matrimonio. Si
después sólo puede ejercer la diaconía de un modo litúrgico,
limitándose a ayudar a la misa, pues eso es suficiente y ya está.
Dios habla de muchas maneras. Un modo en el que el Señor
manifiesta su voluntad es a través de las palabras de la mujer,
aunque éstas sean dichas sin tener la razón de su parte o por celos.
Cada día puede resonar en casa la cantinela de te estás
dedicando tanto a la Iglesia que me has olvidado. Todas estas
cosas hay que aceptarlas como parte de la cruz de la vida, sin
llenarnos de rabia, sin dejar que florezcan los malos sentimientos.
Sirvo a la Iglesia si puedo. Si no puedo, me quedo en casa. Hago
mis oraciones en la parroquia y regreso pronto a casa. Nuestro
interior tiene que estar lleno de luz y bondad para todos. No
debemos permitir que las tensiones familiares o con el párroco o
con el obispo, amarguen nuestra entrega.

30
Si el sacerdote tiene, a veces, que dejar de hacer apostolados
porque así se lo pide el obispo. El diácono permanente tiene que
abandonar parte de sus apostolados si así se lo pide la esposa. Tanto
el obispo como la esposa son elementos que forman parte de los
planes divinos.

31
La relación con el párroco
…………………………………………………………………..………………..………………….…………

El diácono permanente renueva la Iglesia en un espíritu de


humildad y de servicio, no de poder, no de autoridad de unos sobre
otros. No aspira a nada, sólo a servir. Los diáconos permanentes
son, por sí mismos, por su mera presencia, una predicación para
toda la Iglesia. Laicos y presbíteros podrán aprender viendo a sus
hermanos.
El presbítero que trata sin estima ni comprensión al diácono,
es porque ha olvidado su propio espíritu diaconal. Además, debe
recordar que el diácono no está a su servicio, sino al servicio de la
Iglesia. El diácono debe obediencia al párroco en su parroquia, pero
no es un servidor del párroco. Como tampoco los fieles son
servidores del párroco. El párroco preside, pero no es señor. Pero
esto nunca ha de ser excusa para desobedecer al párroco. Pues él
tiene la autoridad recibida del obispo para gobernar la parroquia.
El obispo tiene el poder de atar y desatar. Y el párroco ha recibido
del obispo una participación de esa autoridad en su parroquia.
Cuando el diácono honra la autoridad del párroco, está
respetando al obispo que le hizo entrega de tal autoridad. Se honra
al obispo a través del párroco.

Entre los sacerdotes, un punto que suele provocar una cierta


desconfianza hacia la institución del diaconado permanente, es la

32
experiencia de haber conocido casos de cierta rivalidad entre el
diácono y el párroco en una parroquia; en ocasiones, incluso, de
abierta rivalidad. Esto no es un hecho excepcional. En toda
comunidad donde existan dos clérigos, siempre habrá unos fieles
que preferirán a uno frente al otro. Pero esto sucede aunque los dos
sean sacerdotes.
Pero por sistema no se le puede echar la culpa al diácono.
Pues el mal de la rivalidad, allí donde exista, unas veces provendrá
del párroco, otras del diácono. Unas veces el párroco pecará de
envidia. Otras será el diácono el que pecará de soberbia. El párroco
debe alegrarse de que haya en la parroquia un clérigo que predique
mejor que él, o que sea más espiritual, o más culto, o más amable.
Todo esto es motivo de alegría, no de tristeza. Si ello es motivo de
tristeza, el conflicto está asegurado. Pero el mal no radica siempre
en el servicio del diácono, sino a veces en el corazón del presbítero.
La rivalidad, los celos, los grupos son tres cosas fáciles que
aparezcan. Este tipo de cosas sólo se pueden superar a base de
espiritualidad. Sin la ayuda de Dios, una parroquia se transforma
en un campo de batalla de egos.
Los sacerdotes tienden a pensar: si yo soy el párroco, yo debo
ser el más amado de los feligreses. ¿Qué pensaríamos de un obispo
que considerara tener derecho a ser el clérigo más amado de su
diócesis por el hecho de ser el obispo? ¿Por qué el párroco tiene
que ser el clérigo más amado de la parroquia? El diácono no es un
segundón, no es un escudero. Un diácono no se ordena para ser
criado personal del párroco, sino siervo del Rebaño de Dios. Y la
luz del diácono puede brillar con una luz mucho más fuerte, mucho
más pura, que la del párroco. Esto siempre suele causar problemas,
pero no puede ser de otra manera. En la medida de los defectos del
párroco, las virtudes del diácono serán vistas como afrentas.

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Otras veces, el mal estará en la soberbia del diácono. Es muy
fácil hacer de paño de lágrimas de todos aquellos que no están en
sintonía con el párroco. Es muy fácil no darse cuenta de que uno se
está dejando llevar por las lisonjas de una y otra persona que te
repiten: Usted sí que me comprende, usted sí que escucha, usted sí
que es humilde. Y así la parroquia en vez de ser una unidad, una
casa, se transforma en un reino dividido que no puede subsistir.
Una cosa está clara, cuando el diácono comienza a hacer
comentarios despectivos respecto del pastor de esa comunidad,
puede estar seguro que ha errado el camino. Un clérigo jamás
debería hablar mal de otro clérigo, ni siquiera en privado. Pero si
nunca debemos pecar con la lengua, mucho más grave es pecar
contra el pastor de un rebaño, siendo uno un siervo del rebaño. Lo
que diga un diácono contra el pastor de un rebaño es una puñalada
dada por la espalda. Cuando eso sucede la guerra está asegurada.
Si los hechos que le denuncian al diácono respecto al párroco
son gravísimos, lo que debe hacer es ponerlos en conocimiento del
vicario de la Curia. Pero si no son gravísimos, si son meros defectos
de temperamento, mera pérdida de celo, entonces el diácono debe
callar o cambiar de tema. Pronto los fieles comprenderán que al
diácono no le gustan las críticas contra el párroco.
Un diácono tiene que saber escuchar sin criticar. Escuchar
críticas, sin echar más leña al fuego. Por el contrario, ha de saber
poner el ungüento de la caridad, o al menos ha de saber callar y
desviar el tema.
Una vez fui invitado a una cena, cada vez que alguno de los
invitados hablaba en contra del nuevo párroco, yo decía en plan de
broma cambiando de tema… y contaba un chiste. En cuanto hice
eso dos o tres veces, ya no fue necesario hacerlo más. Como sabía
yo que, en esa cena, varios de los presentes estaban deseando
criticar al párroco, ya traía los chistes preparados.
34
Hay que alegrarse de los dones del otro. Hay que ser ayuda y
no tropiezo. Jamás se construye la Iglesia con la crítica o la
división. Por mucho bien que hagamos con otras actividades, todo
lo podemos echar a perder si criticamos.

Estas guerras parroquiales, cuando se dan, son fruto de la


debilidad humana, del pecado, no de la institución diaconal. Estas
divisiones siempre han existido y existirán, con o sin la institución
diaconal.
El diácono permanente nunca debe quejarse de que no sea
comprendida su función. Siempre será difícil comprenderla tanto
por laicos como por presbíteros. Siempre se verá su figura como
algo en medio del laicado y del sacerdocio, sin ser del todo ni lo
uno ni lo otro. Cuando, en realidad es plenamente lo uno y lo otro.
Vive una vida laical y ejerce plenamente las funciones que
provienen de su ordenación con el sacramento del orden. Pero debe
tomar sobre sí esta carga de la incomprensión, como parte de su
trabajo. Si uno acepta ser diácono, debe aceptar esta carga aneja al
sacramento. Aceptar sin quejarse, ni siquiera internamente. El
sufrimiento forma parte de la vida sacerdotal, también de la
diaconal.

La murmuración como parte del trabajo


parroquial
……………………………………………………………….…………

35
Uno puede servir a la Iglesia, pero hacerlo mal. No por el
hecho de haber entregado la vida a Cristo, uno goza ya de la
prerrogativa infalible de servir bien. Cuántas veces el pastor
comprueba cómo al sugerir a uno de sus catequistas que trate mejor
a los niños o que llegue puntual, la respuesta airada usualmente es:
¡pues si quiere lo dejo todo y ya está!
Los presbíteros y los diáconos, a veces, nos comportamos
como esos catequistas. No entendemos que podemos haber
entregado nuestra vida, y podemos estar sirviendo de un modo
mejorable. Podemos trabajar con amor, y aun así tener yerros de
los que no nos damos cuenta. Y nuestra reacción al que nos corrige
es siempre de airada confrontación.
Tanto los diáconos, como los presbíteros, debemos acoger las
críticas con amor, también las críticas erradas. Pues el que nos da
su opinión sobre nuestro trabajo, en principio, lo hace con buena
intención, para que mejoremos. Y si lo hace con intención de
herirnos o si lo hace a nuestras espaldas, debemos entender que
soportar la murmuración forma parte de nuestro trabajo. Ser clérigo
supone tomar sobre la espalda esa faceta de nuestro ministerio,
soportar la murmuración.
Servir implica aceptar no sólo que se nos va a criticar, sino
también que se va a murmurar de nosotros con deseo de hacernos
daño. Debemos intentar excusar al que nos hace sufrir, pensando
que la crítica contra nosotros nace de celo por la Iglesia en esa
persona. Aunque no sea así, al Señor le gustará que tengamos esta
actitud, la actitud de excusar, la actitud de pensar que no son malos
sentimientos los que mueven al prójimo. Dios ya sabe cuándo tiene
que decir BASTA.
En ocasiones, el clérigo no sólo debe soportar la carga de la
murmuración, es decir, que se digan cosas malas verdaderas de
nosotros, sino también la calumnia. La calumnia es mucho peor,
36
porque se dicen de nosotros cosas falsas. Pero, de nuevo, hay que
aceptar la prueba de Dios, tomar la cruz sobre los hombros y
llevarla con alegría o, al menos, sin rabia. Servir al Señor supone
llevar esas cruces del mejor modo que podamos.
Cuando aparece la calumnia algunos se vuelven como locos,
intentando defenderse. En ocasiones uno podrá intentar clarificar
las cosas. Pero en otras ocasiones uno no tendrá ni siquiera la
posibilidad de hacer luz sobre la oscuridad que se ha lanzado
alrededor nuestro. Todo forma parte de un plan de Dios.
El Señor es el que sabe cuándo hay que castigar al sembrador
de falsedades. Pero Él lo hace en su momento, ni antes ni después.
Hay que tener fe en que el Omnipotente lo ve todo. Y que todo,
incluso la murmuración que sufrimos, tiene una razón para ser
permitido. Pero nosotros queremos adelantarnos a la decisión
divina. Cuando se trata de nosotros, siempre pedimos que tenga
misericordia. Pero cuando se trata de los demás, siempre pedimos
justicia, que es un modo de decir “castigo”. Para nosotros,
misericordia; para los demás, castigo.
No nos damos cuenta de que sufrir la murmuración, es un
modo que Dios tiene de purificarnos por nuestros pecados. Quizá
el que murmura de nosotros está expandiendo pecados, errores,
decisiones, actitudes que nunca cometimos, que nunca tuvimos.
Pero Dios bien sabe qué pecados cometimos. Harás bien en decir:
Lo uno por lo otro. Señor, acepto esa falsedad como penitencia por
lo que Tú bien sabes que sí que cometí.

El diácono, por amor a Cristo, debe querer ser tenido en poca


cosa. Pero el que desprecia al diácono, desprecia a Jesús. El
diácono debe abrazarse a su cruz, pero Dios hará justicia contra
aquellos que le hacen sufrir, por muy buenas razones que crean que

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les asisten. Siempre hay personas que creen tener buenas razones
para hacer sufrir al prójimo. Dios no aguanta por mucho tiempo la
calumnia. Llega un momento en que actúa. El Señor, que todo lo
escucha, que todo lo ve, emite sentencia desde lo alto y puede
enaltecer a alguien en un solo día. También puede humillar al de
lengua venenosa en un solo día. También esto lo he visto. He sido
testigo de cómo Dios cuando castiga, lo hace con pleno poder.
Al leer la vida de los grandes eclesiásticos, todos nos dolemos
de los desprecios que sufrió en su vida tal o cual cardenal, tal o cual
arzobispo. Pero pocos se duelen de que un diácono sea postergado.
Sin querer, tendemos a compadecer más a los grandes cuando
sufren una ofensa, como si los pequeños no sufrieran de igual
manera. Cuando, en realidad, el diácono sufre exactamente lo
mismo que un arzobispo o un cardenal. Cuántos ayes he oído
porque un gran arzobispo perdió tal o cual diócesis por quejas
infundadas, cuánta compasión porque tal prelado perdió la birreta
cardenalicia por las maquinaciones de otro prelado. Pero nadie
compadece al que no perdió un honor, sino el sacramento del orden
cuando era seminarista. A los pobres y pequeños casi nadie los
compadece. Su sufrimiento nos pasa inadvertido.
Aquí habría que citar aquellas frases de El Mercader de
Venecia: ¿No nos alimentamos con la misma comida? ¿No estamos
sujetos a las mismas enfermedades? ¿No nos curamos por los
mismos medios? ¿No nos calentamos y enfriamos con el mismo
invierno y verano que los cristianos? Si nos pinchan, ¿acaso no
sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos
envenenan, ¿acaso no morimos?
Quede claro que en esta obra yo aconsejo la humildad de
Cristo, buscar el desprecio y no el honor. Pero sufre tanto el
diácono como el cardenal. El diácono tiene su corazoncito, el
servidor alberga sus ilusiones. Es fácil ilusionar al diácono y es

38
fácil desilusionarlo. Algunos párrocos parecen empeñados en que
el diácono llegue a la conclusión: no valgo para nada. Aconsejo
buscar la cruz, pero sabiendo que al final será Dios quien juzgue.
Y, a veces, ya en vida exalta al pobre, y humilla terriblemente al
soberbio. Normalmente, al soberbio se le humilla en la medida de
su soberbia. Y al humilde se le enaltece en la medida de su
humildad. Cuántas veces un diácono humilde será respetado como
un santo, mientras que los defectos del párroco serán patentes a
todos. El párroco podrá ser quien mande, pero el diácono será
venerado.

El diácono debe querer ser tenido en poco, ser despreciado,


desaparecer en pro del sacerdote que es el párroco de esa iglesia.
Mal comenzará un diácono que se congratula de ser más alabado
que el párroco. Cuando lo propio del diaconado es no ser notado,
es el amor que obra en la oscuridad, en un segundo plano.
Sería catastrófico para una parroquia, que el diácono quisiera
sobresalir, que murmurara del pastor del rebaño, que formara su
propio grupo de fieles como un grupo de confrontación, que
dividiera a la grey en dos grupos: mis fieles y los del párroco. Hay
ocasiones en las que un santo párroco debe sufrir a un diácono-
estrella. En otras ocasiones, un humilde diácono debe sufrir un
párroco celoso.
Unas veces un párroco inactivo y que ha perdido la ilusión,
verá amenazas en todas las iniciativas del diácono. Otras veces será
el diácono el que despreciará al párroco como un hombre viejo que
no sabe hacer las cosas. Pero cuando un santo y venerable párroco
tiene un diácono humilde y lleno de fervor, entonces la parroquia
ha recibido una doble bendición.

39
II Parte
……………………………………………………………………………………………

Cuestiones Teológicas

40
Cambios canónicos y realidad sacramental
……………………………………………………………………………………...……………..………..………………….…………

El 26 de octubre de 2009, el Papa Benedicto XVI con el Motu


Proprio Omnium in mentem hizo algunos cambios a dos cánones
del Código de Derecho Canónico.
En el canon 1008, donde antes se decía:
Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre
los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter
indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según
el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones
de enseñar, santificar y regir.

Ahora se dice:
Mediante el sacramento del Orden, por institución divina, algunos de entre
los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter
indeleble, y así son consagrados y destinados a servir, según el grado de cada uno,
con nuevo y peculiar título, al pueblo de Dios.

Es decir, respecto a los que reciben el sacramento del orden


se ha eliminado la referencia, desempeñando en la persona de
Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir.
Igualmente en el canon 1009, se ha añadido un tercer
parágrafo que dice:
Aquellos que han sido constituidos en el orden del episcopado o del
presbiterado reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo
Cabeza; los diáconos, en cambio, son habilitados para servir al pueblo de Dios en
la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad

Es decir, la nueva formulación no afirma que los diáconos


sean habilitados para que actúen en la persona de Cristo Cabeza.
Algunos pueden resolver la cuestión teológica que implica este
41
cambio de un modo sencillo afirmando: ha habido una nueva
redacción, olvidemos la antigua formulación de los cánones. Pero
esto supone el planteamiento de una nueva cuestión: bajo la
autoridad de un Papa se redactó la antigua formulación, bajo la
autoridad de otro Papa se ha escrito una nueva formulación, ¿la
antigua era falsa? Podemos decir que la anterior formulación era
“imprecisa”. Pero eso no nos libra de tener, a la postre, que
determinar si las afirmaciones contenidas antes en los cánones (y
otros textos) eran verdaderos o no.
Dado que la primera formulación no era una declaración ex
cathedra no plantea ningún problema la corrección. Pero, en mi
opinión, ambas formulaciones son verdaderas, lo que sucede es que
lo son en sentidos diversos. Y eso es lo que voy a tratar de analizar
en las siguientes líneas.
Cuando hablamos de “sacramento del orden”, estamos
abreviando pues la denominación completa es “sacramento del
orden sacerdotal”. Pues es completamente correcto hablar del
orden de las vírgenes consagradas o del orden de los cardenales. El
sustantivo “orden” no indica nada si no le añadimos un adjetivo tal
como “sacerdotal” o “cardenalicio” u otros. Por eso, cuando
hablamos del sacramento del orden, nos referimos al orden de los
sacerdotes.
Durante siglos siempre se ha dicho que el diaconado es el
primer grado del sacramento del orden sacerdotal. Pero al mismo
tiempo se ha repetido que el diácono no es sacerdote. Insisto en
estas palabras: es un grado del orden sacerdotal, pero no es
sacerdote. La incógnita que surge es evidente, ¿cómo decimos lo
uno y negamos lo otro? La respuesta está en que en un sentido sí
que participa del sacerdocio, pero en otro no.
El diácono no entra dentro del sacerdocio entendido éste
como la potestad sobre los sacramentos presbiterales. Es decir,
42
aquellos sacramentos para los que se precisa necesariamente la
potestad presbiteral: la confirmación, la confesión, la Eucaristía y
la unción de los enfermos. Desde hace siglos, en los países
católicos, cuando de alguien se afirma que es sacerdote, se entiende
que es alguien con poder sobre los sacramentos. En ese sentido, el
diácono no es sacerdote.
El diácono, sobre los sacramentos, no tiene más potestas
(poder) que un laico. Pero el diácono sí que entra dentro de los
grados del sacerdocio en el sentido de que es configurado para
ejercer el primer grado del sacerdocio en la liturgia. En mi opinión,
el diácono ha sido configurado con Cristo a través del sacramento
del orden en su primer grado, en orden a ejercer como ministro
sagrado en el culto divino.
Para algunos sería más sencillo afirmar que sólo existen dos
grados de sacerdocio litúrgico: presbiterado y episcopado. Pero si
entendemos que el creyente al ser bautizado ya tiene un grado de
sacerdocio, el sacerdocio común de los fieles, desde esa perspectiva
qué duda cabe que la recepción del primer grado del sacramento
del orden, supone una configuración no sólo mayor con Cristo
Sacerdote, sino también cualitativamente distinta de la que recibe
el fiel cristiano al recibir el sacramento del bautismo. Cuando
afirmamos esto, no es que queramos hacer más complicada la
teología sobre el sacerdocio litúrgico, sino que debemos entender
que nos guste o no, la sacramentalidad configura varios grados
diversos de sacerdocio partiendo de la base de un mismo bautismo.
Por este sacerdocio común de los fieles, es por lo que se unge
a los bautizados. Ungir tiene un significado concreto en el Antiguo
Testamento, pues únicamente se ungía a los reyes, a los profetas y
a los sacerdotes. La Sagrada Escritura afirma que somos los
cristianos un pueblo sacerdotal: Sois linaje escogido, sacerdocio
real, nación consagrada (I Pe 2, 9, cf. Rom 12, 1).

43
De hecho, el Antiguo Testamento afirma que el mismo
pueblo judío ya era de por sí un pueblo sacerdotal, es decir cumplía
una función cultual ante Dios: Seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa (Ex 19, 6, cf. Is 61, 6). Pero dentro
de ese pueblo sacerdotal, Dios instituyó un sacerdocio, el de los
levitas. Una tribu sacerdotal dentro de ese sacerdocio genérico del
pueblo hebreo. Y, además, Dios instituyó sacerdotes incluso dentro
del mismo grupo levítico que ya de por sí era una tribu consagrada
a Dios para el sacerdocio.
Observamos, por tanto, que en la misma Antigua Alianza
existían distintos grados de sacerdocio. Y observamos que en la
Nueva Alianza, de nuevo, existen también distintos grados de
sacerdocio a partir del mismo bautismo. Aunque la diferencia entre
el sacerdocio ejercido en el presbiterado y en el diaconado es tan
notable respecto a los otros grados, que hemos acabado llamando
(con toda razón) sacerdotes únicamente a los poseedores del
segundo grado del orden.

Si reconocemos que el sacerdocio admite grados incluso


fuera del cristianismo, en el judaísmo, si reconocemos que dentro
del cristianismo hay varios grados (el común de los fieles y el del
sacramento del orden), entonces resulta mucho más fácil admitir
que en el campo del sacerdocio litúrgico cristiano exista un primer
grado que es el del diácono. Tal cosa no plantea problema alguno,
¿pues acaso un individuo no puede ser verdadero sacerdote
litúrgico careciendo de toda potestad sacramental? ¿Acaso potestad
(sobre los sacramentos) y ejercicio de la liturgia son inseparables?
En nuestra opinión, sí son separables.
Es un hecho que, en la Nueva Alianza, todos los grados del
orden están íntimamente relacionados de un modo o de otro con la
Eucaristía. Pero, aunque de hecho las cosas son así, son dos
44
elementos diversos. Igualmente, en el sacerdocio de la Nueva
Alianza por voluntad de Dios están unidas potestad de régimen y
potestad sacramental. Pero son dos elementos distintos, aunque de
hecho estén unidos.
Muchas veces pensamos que como el acto central litúrgico
del cristianismo es el sacrificio eucarístico, ya no hay otra liturgia
que la que sobre el altar va unida indefectiblemente a la
transubstanciación. Pero, si bien Eucaristía y sacerdocio forman
una unidad tan inextricable en la Nueva Alianza, hay que reconocer
que una cosa es el sacerdocio sacramental y otra el sacerdocio
litúrgico. Entendiendo por este sacerdocio litúrgico la capacidad
para ofrecer ante Dios el incienso de la adoración en la liturgia.
Un eremita laico en el desierto puede ofrecer diariamente
sobre el altar de su corazón el sacrificio de su inmolación, de sus
oraciones, de sus mortificaciones. Una religiosa puede dirigir la
oración comunitaria de los domingos en una pequeña población
que carece de sacerdote e, incluso, administrar la comunión. ¿Es
eso una mera oración privada como cuando rezo un avemaría antes
de acostarme? Evidentemente, no. Se ora en el templo de Dios,
comunitariamente, se canta y se alaba a Dios, se leen las escrituras,
se ofrece a Dios un verdadero sacrificio de alabanza. Para eso sólo
es preciso el sacerdocio común de los fieles. Pero en los tres grados
del sacramento del orden, la persona queda consagrada de un modo
especial para ofrecer el incienso de la oración comunitaria litúrgica
ante el Trono de Dios.
Por ejemplo, cuando un diácono preside en una catedral unas
vísperas solemnes con abundancia de acólitos, coros y monaguillos
queda claro que él allí está ofreciendo ese incienso como el que
preside. Entre todos los presentes laicos que participan de ese culto,
él es el único consagrado con el sacramento del orden. Y así
bendice en el nombre de Cristo a todos los presentes al final de las

45
vísperas. Cuando el diácono ora en nombre de todos delante del
Santísimo Sacramento sobre el altar en la custodia, de nuevo está
ofreciendo las oraciones presidenciales en nombre de la comunidad
allí congregada. Lo mismo se puede decir de una parroquia cuyo
párroco está enfermo, y en la que un diácono se desplazase para
celebrar la liturgia de la Palabra y administrar la comunión. Por
todo lo cual, queda claro que existe un verdadero sacerdocio
litúrgico sin potestad sacramental.
El sacerdocio litúrgico cristiano es el que va unido a una
configuración de la persona con Cristo. Y digo sacerdocio litúrgico
cristiano, porque ya en el Antiguo Testamento existía una
verdadera liturgia ejercida por un sacerdocio carente de potestad
sobre sacramento alguno, pero que era verdadero sacerdocio.
Incluso Melquisedec sin pertenecer al Pueblo Elegido era
auténticamente sacerdote. Es decir, un verdadero representante de
su comunidad que ofrecía sacrificios a Dios en nombre de todos los
allí congregados para honrar a Dios, un culto no personal, sino
comunitario. Alguien dirá, pero ese ritual de consagración
(detalladamente descrito en el Levítico) no era sacramento.
Efectivamente, pero yo pregunto: ¿todos esos ritos y unciones no
conferían gracia alguna? Está claro que conferían gracia. Gracias
espirituales para desempeñar ese sacerdocio litúrgico.
Melquisedec podía estar consagrado, quizá, por su santidad
personal. Es decir, por una vida dedicada a la oración y el
ascetismo. Santidad que le llevó quizá a ejercer de liturgo. El
liturgo es la persona encargada de la liturgia. El sacerdote de la
Tienda de la Reunión estaba consagrado por un rito ordenado por
Dios. Mientras que el diácono está consagrado y configurado con
el sacerdocio de Cristo Liturgo Máximo que ofrece el incienso de
alabanza ante el Trono del Padre.

46
No sabemos si Melquisdec fue santo o no, pero observemos
que Melquisedec, sin duda, gozaba de un sacerdocio natural. Es
decir, el que organizan las comunidades para dar gloria a Dios en
una religión natural, una religión no revelada. Era un sacerdocio
natural, el que los hombres organizan para realizar ceremonias que
honren a la Divinidad. El sacerdocio del diácono es una
consagración sacramental, establecida por Dios. El sacerdocio
levítico estaba en medio de estas dos realidades: por un lado, no era
un sacerdocio natural, sino directamente establecido por Dios;
pero, por otro lado, no era un sacramento, sino un rito mosaico.
Es seguro que ese rito mosaico producía algún efecto en el
alma; no eran meros símbolos esas ceremonias de consagración. Si
el rito del Antiguo Testamento ya producía algún efecto, cuánto
más el sacramento del orden sacerdotal en su primer grado. Aunque
observemos que el rito mosaico de consagración de sacerdotes
únicamente facultaba para tocar las cosas sagradas y otorgaba la
capacidad de orar en nombre del Pueblo. Mientras que el diaconado
configura con Cristo.
En el Antiguo Testamento, el sacerdote (incluso el Sumo
Sacerdote) tenía sólo una función litúrgica, sin ninguna potestad.
Los únicos que, algunas veces, poseyeron algún tipo de poder
fueron los profetas. Pero en la Antigua Alianza, potestas y
sacerdocio están separados. Mientras que en la Nueva Alianza,
potestas y liturgia están unidas inseparablemente en el presbiterado
y el episcopado, porque así lo ha dispuesto Dios.
Que potestad y liturgia son dos realidades distintas, lo vemos
en el caso, antes citado, de un diácono al que el obispo le encarga
de una parroquia en la que el párroco está enfermo. Si el mismo
permiso del obispo se otorga a una religiosa, para que haga una
celebración de la Palabra y administre la comunión. Esa religiosa
se encarga de eso, organiza todo lo necesario y recita las oraciones.

47
Sin embargo, ella no está configurada con Cristo Liturgo. Ella es
una hermana que preside la oración, no es una representación de
Cristo Sacerdote en medio de los hermanos. Es una hermana entre
hermanos.
Cuando el diácono preside la comunidad, es Cristo quien
preside en su persona. Mientras que si un laico preside un acto de
oración o de adoración a Dios, es simplemente un laico que en ese
momento está al frente de esas oraciones. En el caso de un laico
que preside, por ejemplo, el rezo de vísperas podemos decir que
Cristo está en medio de la comunidad, pero Cristo no preside en la
persona de ese laico.
Observamos que el sacerdote en el Antiguo Testamento era
eso, un hombre que se presentaba ante Dios con ellos a sus
espaldas, para hablar en nombre de ellos ante el Señor. Una
religiosa, un seminarista, un laico, que recita las oraciones de una
celebración de la Palabra, está en la línea de un sacerdote del
Antiguo Testamento (el hombre que se presenta ante Dios para
hablar en nombre de otros humanos), no en la línea del hombre
consagrado por un sacramento para representar a Cristo entre sus
hermanos.
En el habla común, no debemos llamar sacerdote al diácono,
pues esa palabra ha quedado reservada por la tradición al presbítero
con toda razón, en virtud de que él es el que usualmente ofrece
sobre el altar el Cordero Pascual. Al final, como era lógico, se ha
denominado como sacerdote al que usualmente ejerce como
sacerdote. De ahí que esta reserva del término sacerdote para el
presbítero se ajusta a la verdad de los hechos, se ajusta a lo que el
laico ve misa tras misa. Además, cómo llamar sacerdote al diácono,
cuando vemos que él únicamente ayuda al sacerdote en el altar.
Pero, en la vida de la Iglesia, vemos cómo también hay
muchas ocasiones en las que, con toda licitud, el diácono revestido
48
de alba, estola y, a veces, capa pluvial ha sido el presidente de la
liturgia. Vemos también cómo se han dado muchas ocasiones en
las que, por delegación del obispo, ha ejercido notable potestad de
régimen. Y ambas facetas, la litúrgica y la del ejercicio del
gobierno eclesial, siempre se consideraron legítimas en razón del
sacramento del orden. Mientras que hubieran sido inaceptables en
alguien que no hubiera sido clérigo1.
De todo lo dicho, se concluye que no debemos usar la palabra
sacerdote para designar al diácono en la vida ordinaria. Pero, al
mismo tiempo, en el ámbito teológico, no debemos tener escrúpulo
en afirmar que, el diaconado es el primer grado del sacramento del
orden sacerdotal, y que, por tanto, es el primer grado del
sacerdocio.

En la Santa Misa, cuando el obispo concelebra con sus


sacerdotes y tiene tras de sí a los diáconos, supone una preciosa
escena contemplar los tres grados del sacramento alrededor del
altar. Los tres grados ejercen sus funciones, cada uno ejerce el
grado de su sacerdocio litúrgico. También los laicos ejercen en la
misa su sacerdocio común de los fieles. Los laicos no están allí
presentes meramente como espectadores. Ellos también participan
con su sacerdocio en la misa, aunque ni consagren las especies
eucarísticas, ni eleven con sus manos el Cordero Pascual al Padre.
Si no fuera así, los diáconos serían simples acólitos, un grado
superior del acolitado.
También los laicos ofrecen el Cuerpo de Cristo, aunque lo
hacen a través de las manos del sacerdote. Mientras que el diácono

1
Es cierto que existieron unas pocas abadesas con algo de poder de jurisdicción en la Edad Media,
pero eso desapareció porque siempre se consideró que era inadecuado, precisamente por carecer del
sacramento del orden. Se consideró aceptable durante un tiempo por proceder de un permiso pontificio.
Pero desapareció porque el permiso pontificio no cambiaba el hecho de la indudable voluntad de Cristo de
que el sacramento del orden y la potestad de régimen estuvieran unidos.

49
asiste al sacerdote en la misa. Pero no sólo asiste, ayuda y colabora,
sino que el diácono también eleva el cáliz en la doxología. Es decir,
elevando el cáliz, ofrece al Padre con sus manos el Cordero Pascual
sobre el altar. Obsérvese que esto no es una mera ayuda. El
presbítero se basta para elevar él solo la patena y el cáliz. Luego en
ese momento, el diácono no le está ayudando. Está ejerciendo su
parte en el ofrecimiento al Padre de la Víctima. Como se ve, en los
ritos litúrgicos la diferencia entre el sacerdocio común de los fieles
y el primer grado del orden resulta evidente.
La liturgia expresa la realidad teológica de lo antes afirmado:
el diácono no sólo está en el presbiterio, no sólo se halla más cerca
del altar que el resto de acólitos, sino que además eleva el cáliz
sobre el altar junto al presbítero. Este hecho tiene un incontestable
contenido teológico. Pues sacerdote es el que ofrece sacrificios.
Todo sumo sacerdote es instituido para presentar a Dios ofrendas
y sacrificios (Heb 8, 3).

Para entender la relación entre la diaconía y un sacerdocio


litúrgico, podemos valernos de una imagen: todos los laicos oran a
Dios, mientras que el primer grado del sacerdocio es como si
elevase sobre unas gradas al que ora. De forma que los laicos en la
liturgia le rodean, y él está elevado. Y no sólo se halla elevado, sino
también revestido con vestiduras. Y no sólo revestido, sino además
transformado él mismo en algo sacro: configurado. Es como un
vaso sagrado, con forma distinta y fabricado con materiales
distintos a los vasos normales. De ese modo, pasa a ser un vaso del
templo, con gemas y formas grabadas en su superficie. Eso es un
diácono; elevado, revestido configurado, aunque carente de
potestad.
Aunque pueda parecer una imagen muy simple, la diferencia
entre un vaso sacro y un vaso común es una imagen que resulta
50
muy útil para entender la diferencia entre un laico rodeado de laicos
con los que oran en común, y entre un diácono rodeado de laicos
con los que también ora. Las vestiduras litúrgicas con que cubrimos
al diácono son una expresión material de un recubrimiento
espiritual de su alma.
Comprender la distinción entre el primer grado y el segundo
del sacramento del orden, nos ayuda a entender un poco mejor la
distinción entre el grado de sacerdocio presbiteral y el episcopal.
El obispo no consagra más la Eucaristía, no bautiza de un modo
diverso al del presbítero, no perdona más profundamente que el
sacerdote. Pero en la misa y en las otras acciones litúrgicas, las
oraciones del obispo son superiores, más nobles, porque se halla
más elevado que los otros dos grados, más engalanado de joyas,
joyas que son inmateriales. Joyas que son los tesoros contenidos en
el tercer grado del sacramento.

Recapitulando todo lo dicho respecto al cambio en la


formulación de los dos cánones sobre el orden sacerdotal, la
redacción actual es completamente verdadera, no se le puede
objetar nada, porque el presbítero y el obispo poseen un sacerdocio
que no lo posee el diácono. ¿Cuál es ese sacerdocio diverso? El
sacerdocio, tal como se entiende por el modo habitual de hablar, es
la posesión de la potestas sobre los sacramentos presbiterales: el
poder para administrar la confirmación, la confesión, la Eucaristía
y la unción de los enfermos. Pero la formulación precedente de esos
mismos cánones del Código, en otro sentido, era verdadera
también, pues el diácono está configurado a Cristo Cabeza en
cuanto miembro de la jerarquía, en cuanto que se haya configurado
con Cristo para ejercer las funciones litúrgicas desde su primer
grado del orden sacerdotal.

51
Sería un enfoque desacertado enfrentar ambas redacciones.
Dado que cada una de ellas es verdadera, lo que hay que hacer es
integrarlas. Pues integrándolas poseemos una visión más amplia de
un asunto que como se ha visto, tiene muchos matices.

52
La consagración diaconal
…………………………………………………………….………………………….…………

Para profundizar en la teología del diaconado varias obras se


pueden aconsejar, pero una de las mejores es el magistral
documento que sobre el diaconado publicó en el año 2002 la
Comisión Teológica Internacional. Ese documento me parece, en
cierto modo, una obra definitiva que analiza todas las posturas
teológicas que han considerado este sacramento a lo largo de la
Historia dentro de la Iglesia. Suscribo todo lo que se dice en ese
documento enteramente, y todas estas partes dedicadas a la teología
del diaconado son una reflexión post lectionem de lo allí expuesto.
La parte teológica de esta obra no pretende hacer una exposición
global de las distintas visiones sobre el diaconado, ni de su historia,
ni presentar una teología sistemática, sino tan solo ofrecer algunas
reflexiones desde una de esas posiciones, la más tradicional.
El documento de la Comisión Teológica Internacional
claramente afirma que sobre el diaconado hay dos posturas
teológicas, yo me inscribo en la postura más tradicional. Quede
claro, de todas maneras que muchas de las reflexiones presentes
tienen un carácter personal y que, por tanto, son opinables. Hay una
visión maximalista acerca del ser teológico del diaconado, y otra
visión minimalista, que lo reduce a un mero ministerio. Mi postura
es que Dios es generoso en el dar. Y pudiendo dar más, da más, en
vez de dar menos. Pudiendo haber hecho del diaconado algo
grande, pudiendo embellecerlo con invisibles joyas espirituales, lo
ha hecho. Pero lejos de mí obligar a que todos piensen como yo. El
53
que quiera ver el diaconado como algo más simple, más
minimalista, más funcional, está en su derecho.

Hecha esta aclaración, observamos que muchos teólogos se


preguntan qué es ser diácono. Esa pregunta se debe a que la
Tradición ha reconocido la naturaleza sacramental del diaconado,
pero no ha realizado una gran reflexión teológica sobre este primer
grado del orden; limitándose a constatar que era el primer grado de
un sacramento con tres grados. Si un diácono no tiene potestad para
realizar ningún sacramento que no pueda realizar un laico, entonces
¿qué añadía ese primer grado del orden al bautismo? Era realmente
un misterio. Para muchos, en la práctica, era simplemente un
tiempo de espera antes del presbiterado.
Sí, el primer grado del sacramento del orden es, ante todo, un
misterio. Todo sacramento es un misterio de la acción invisible de
Dios en el alma. No se percibe tanto lo desconocido de esta acción
divina en el segundo grado, porque la potestad otorgada para los
sacramentos ofrece la impresión de que todo está más claro. Pero,
de nuevo, es un misterio lo que otorga el tercer grado del
sacramento. Cierto es que en el tercer grado se concede la potestad
de conferir el sacramento del orden. Pero lo otorgado va mucho
más allá de eso. La configuración con Cristo que confieren los tres
grados de un mismo sacramento es, recordémoslo, una acción
invisible de Dios en el alma. Una acción transformadora que va
más lejos de la potestad sacramental que se otorga en el mismo
acto.
Lo primero que hay que notar es que sea lo que sea el
diaconado, se confiere en un sacramento y deja una marca indeleble
en el alma. De forma que cuando hablemos del diaconado,
deberemos recordar que estamos hablando de algo misterioso, de

54
una acción indeleble de Jesús en el alma de esa persona, de una
acción de la gracia.

El diaconado no es un ministerio, se ordena para el ministerio,


es decir, para el servicio, pero no es sólo un servicio eclesial. Para
recibir un mero ministerio no sería necesario imprimir un carácter
sacramental en el alma. El carácter supone una transformación, no
es una mera marca externa en la “superficie” del alma. El
ministerio se da y se quita. Un sacramento no. Si el diaconado es
una gracia, ¿qué tipo de gracia es? ¿Una perfección del bautismo?
No, esta idea resulta totalmente ajena a la Tradición. ¿Una
bendición de la Iglesia para ejercer mejor esa función de servir a la
Iglesia? Tampoco, la Tradición siempre lo consideró un
sacramento.
El diácono posee una configuración particular con Cristo. Los
otros dos grados (presbiterado y episcopado) confieren un poder
sobre ciertos sacramentos, mientras que este grado otorga una
configuración. Pero una configuración que transforma el alma. El
diaconado no es un modo solemne por el que la Iglesia comunica
al interesado que, a partir de ahora, se le encarga de tal o cual cosa.
La Iglesia no puede crear sacramentos. Sólo Dios tiene tal
autoridad.
¿Se necesitaría una transformación sacramental para ejercer
la caridad? La respuesta es no. En cualquier religión, todo rito de
consagración se supone que causa un mayor o menor nivel de
transformación en el sujeto, según sea el nivel de consagración. La
consagración de un individuo a través de un rito sagrado conviene
para ejercer funciones sagradas. Eso lo han entendido así todas las
religiones naturales: hombres sagrados para ejercer funciones
sagradas, vasos sagrados para contener lo sagrado, etc.

55
Ahora bien, para ejercer la caridad no se requiere
consagración sagrada del alma. ¿Por qué? Porque son las acciones
de caridad las que transforman el alma. Si el diácono para ejercer
la caridad requiriera de un sacramento, ¿por qué no otros
individuos que van a ejercer otras obras de caridad?
Observamos que una religiosa que se va a dedicar, por
ejemplo, a ayudar a los pobres, recibe el velo, el hábito y las
bendiciones por su inmolación espiritual, por su matrimonio
espiritual con Dios, por sus votos entregados a Dios. Pero si hay un
matrimonio de laicos que en la misma casa religiosa realizan
exactamente las mismas labores de caridad que esa religiosa, ellos
no tendrán la misma ceremonia que esa religiosa cuando va a
realizar sus votos perpetuos. ¿Por qué? Pues porque el ceremonial
de esa religiosa es por los votos de matrimonio espiritual de la
religiosa con Dios, no porque se vaya a dedicar a las obras de
caridad.
De forma que primero observamos que un matrimonio de
laicos que ayuda a los pobres no va a tener nunca una ceremonia
como la de la religiosa al realizar sus votos perpetuos. Y
observamos después que la consagración de un diácono es un acto
ritual mucho más elaborado que el de los votos solemnes de esa
misma religiosa.
Vemos, por tanto, que no es la caridad, no son las obras de
servicio, las que justifican un elaborado ritual de consagración. El
diaconado es un hecho sustancialmente diverso de una bendición
episcopal a un laico que ayuda en algún campo de la diócesis. De
lo contrario, el diaconado sería una especie de bendición entre
centenares posibles modos de orar sobre las personas que realizan
diversas tareas de caridad. ¿Pero por qué no bendecir
solemnísimamente con un gran ritual a los teólogos o a los que
enseñan en el seminario o a los músicos que cantarán las alabanzas

56
de Dios en la catedral? El diaconado siempre ha estado provisto de
un gran ritual que no es el de una mera bendición, sino un ritual
sacramental, porque es el primer grado del orden sacerdotal. El
concepto de consagración, de persona sagrada, de habilitación para
las cosas santas es diverso de una bendición para ejercer una tarea.
El que realiza obras de caridad se santifica con esas obras de
caridad. El que se marcha al desierto para vivir como eremita, será
santificado por su oración y penitencia. Pero el que va a ejercer
funciones sagradas (el diácono) debe ser consagrado antes,
previamente a realizar esas funciones sagradas. Ésa es la diferencia
radical entre el sacramento y los centenares de bendiciones que
podemos dar a individuos que se dediquen a la caridad o se vayan
al desierto a vivir una vida de oración.

Como antes se ha explicado, los antiguos levitas no recibían


un sacramento, no recibían poder para realizar ningún sacramento.
Pero se les consagraba con una serie de ritos dispuestos por Dios.
El levita consagrado con esas ceremonias para ejercer el sacerdocio
en el Templo ya no era exactamente igual que el resto de los levitas
no consagrados con esos ritos.
Si entendemos la efectividad de esas ceremonias de
consagración, podemos entender mejor el hecho de que el primer
grado del sacramento del orden faculte de un modo especial para
acercarse al altar de Dios y ejercer las funciones sagradas. No estoy
diciendo que el primer grado del sacramento del orden conceda lo
que otorgaba la consagración de los sacerdotes levíticos. Sino que
concede eso y más. Un diácono no está menos consagrado que un
antiguo levita que oficiaba en el Templo, y además se le añade una
especial configuración con Cristo.

57
Si atendemos al poder sacramental, repito, el diácono no es
un sacerdote, lo que hoy día todo el mundo entiende por sacerdote.
Pero si atendemos al culto divino, el diácono sí que tiene un
sacerdocio superior al bautismal. Del sacramento del orden no
dimanan tres sacerdocios. Sino que configura con el único
sacerdocio de Jesucristo en tres grados diversos. Los tres grados
del orden forman un solo sacramento. Pues no sólo ha sido
entendido así a lo largo de los siglos, sino que, además, los signos
por los que se confiere son esencialmente los mismos en los tres
grados. Todo sacramento tiene una materia y una forma. En los tres
grados del orden, la materia es la misma (la imposición de manos),
sólo cambia la fórmula. Los otros sacramentos tienen materia y
forma diversas a éste.
Si los diáconos reciben el primer grado de un único
sacerdocio, ¿son parte de la jerarquía de la Iglesia? En cierto modo
sí, pero entendiendo esta afirmación de un modo muy concreto y
especial. Sería incongruente configurarse con un misterio sagrado
para ser servidor y después hacer del servidor uno que manda. Eso
sería como si uno fuera en teoría servidor, pero de hecho jefe.
Precisamente por eso, la Historia nos ha mostrado como los
configurados como diáconos usualmente sólo han ejercido como
servidores y sólo como servidores. Cierto que en la historia de las
iglesias de oriente y occidente las funciones que han ejercido los
archidiáconos dan fe de que algunos de estos “servidores” han
llegado a ser elevados a puestos donde ejercían funciones
importantes: administración en las curias diocesanas, servicios
como legados pontificios, colaboración en el gobierno episcopal.
Todas estas funciones muestran una colaboración en la función del
regere, del gobernar. Mera colaboración, colaboración de servicio
con el que ejercía la autoridad sobre otros pastores.

58
Pero estos casos no eran la norma. El diácono usualmente
servía en el lugar más humilde, bajo un presbítero. Aunque hubiera
“siervos” que hubieran sido elevados a cargos más visibles. Pero
su función seguía siendo diaconal, aunque fuera el hombre de
confianza del Sumo Pontífice.
La máxima dignidad jerárquica de la Iglesia contó durante
siglos a siete diáconos entre sus cardenales. Pero ellos estaban allí
para recordar a Cristo servidor. Pues, aun siendo cardenales, no
regían una parroquia ni una diócesis. Colocados allí como recuerdo
viviente, pero desprovistos de la capacidad de apacentar grupo
alguno.
Por lo tanto, el cambio que se produjo en el canon en tiempos
del Benedicto XVI respondía a una verdad: el diácono no se hacía
diácono para formar parte de los que mandaban. Más que decir que
es parte de la jerarquía de la Iglesia, sería más adecuado afirmar
que está elevado (elevado de entre los laicos) para estar al lado de
la jerarquía de la Iglesia. Ser parte de la jerarquía del Cuerpo
Místico de la Iglesia, supone necesariamente configurarse con
Cristo Cabeza. Y el cambio del canon dejó claro que el diácono no
está configurado de esa manera.
Es cierto que se instituyó a los diáconos para ayudar a los
Apóstoles y que estos tuvieran más tiempo. Pero hay que entender
que si existen los diáconos, no es porque haya carencia de
presbíteros. La razón de ser de los diáconos no es que no haya un
número suficiente de sacerdotes, de forma que si hubiera
suficientes presbíteros ya no serían necesarios los diáconos. No, el
diácono existe por sí mismo en el plan de Dios.
De lo contrario, también se podría argumentar que quizá haya
sacerdotes, porque el obispo no puede llegar a todas partes. Pero
que si el obispo pudiera llegar a todas partes de la diócesis, ya no
serían necesarios los presbíteros. Todo el mundo entiende que eso
59
es un error. El presbítero existe por la misma naturaleza de su ser
sacerdotal. Y así, incluso en un monasterio donde ya haya
suficientes presbíteros para cubrir las necesidades pastorales de la
comunidad, se siguen ordenando sacerdotes. Lo mismo es válido
para los diáconos. Fueron instituidos en esa situación concreta
relatada en Hechos de los Apóstoles, pero no son simplemente un
parche para una necesidad.

Dios podría haber organizado la Iglesia de otras muchas


maneras. Podría haber dispuesto que todos los ministros fueran
sacramentalmente obispos, o que únicamente hubiera presbíteros y
obispos sin diáconos. Podía haber creado más grados en el
sacramento del orden. Pero, de hecho, Dios ha querido que existan
los tres grados de un mismo y único sacramento.
Y así quiso que se expresase de un modo sacramental lo que
Él quería que fueran los sucesores en la labor apostólica: obispos,
sacerdotes y diáconos. O dicho de un modo etimológico:
supervisores, ancianos y servidores. O dicho de un tercer modo:
-pastores de pastores

-pastores

-ayudantes de los pastores

Los diáconos no son parte de la jerarquía en un sentido, y son


parte en otro sentido. Lo son en cuanto que están elevados por
encima de los laicos. Pero en su sentido más profundo y verdadero,
no son jerarquía. Están junto a la jerarquía, están junto a los que
ejercen de cabeza. Pero sin gobernar. Por eso a los diáconos no se
les ha considerado en la Historia pastores del rebaño de Dios. Los
diáconos no gobiernan parroquias, sino que están integrados en el
cuerpo de pastores, pero como los que asisten a los que pastorean.

60
Si en una parroquia hay dos sacerdotes y un diácono, se puede
afirmar que en ese rebaño hay dos pastores y un ayudante de esos
pastores. Pero también sería correcto afirmar que en esa parroquia
hay dos sacerdotes y un servidor, pero sólo un pastor: el párroco.
En el campo, en siglos pasados, normalmente cada rebaño de
ovejas (me refiero a los animales) tenía su pastor. Era lo lógico: un
rebaño, un pastor. Pero si el rebaño era muy grande y el pastor
debía tener colaboradores, se decía que un rebaño tenía varios
pastores. Pero no se llamaba pastores a los zagales que traían el
agua al pastor o que traía al campo la comida caliente preparada
por su esposa. Pero sí que se llamaba pastores a los que guiaban al
rebaño o lo cuidaban.
Al mismo tiempo, que se llamaba pastores a los dos o tres que
realizaban esa función sobre un solo rebaño, a veces, se decía que
el pastor de ese rebaño era fulano, es decir uno solo, considerando
a los otros como colaboradores. Como se observa, en el hablar
común de la gente, ambas formas se usaban. Por tanto, es lógico
que exista una cierta flexibilidad en la terminología relativa
pastoreo de las almas (cuando hay varios a la vez), porque eso
mismo sucedía en los términos usados respecto a los pastores de
los rebaños de animales.
Si es correcto para un auténtico rebaño de ovejas, también lo
es para una parroquia. En cierto sentido, cada parroquia tiene un
pastor único. Y, en cierto sentido, una parroquia puede tener varios
pastores. Eclesiológicamente hablando, los diáconos son como
esos zagales que ayudaban a los pastores.
Si los diáconos fueran parte de la jerarquía, deberían ser
pastores del rebaño de Dios. Si los diáconos fueran parte de la
jerarquía, habría que darles puestos importantes. De lo contrario,
estarán arrinconados, olvidados, preteridos. Pero en todas las
iglesias, tanto de oriente como de occidente, se consideró que lo
61
propio del diaconado era estar en un segundo plano respecto al
presbítero, colaborar, desaparecer, estar como siervo, no
convertirse en centro.
Los diáconos en la tradición de la Iglesia no han presidido
parroquias ni comunidades. Sería inadecuado impersonar a Cristo
Siervo, y ser a la vez cabeza. No digo que sea contradictorio, pero
no es lo más propio del diácono. Porque una función eclipsaría a la
otra. Por eso, insisto, su función ha sido siempre la de estar en un
segundo puesto frente al presbítero.
Ya hemos dicho que un diácono permanente podría presidir
la oración dominical en una comunidad. Por ejemplo, un pueblo
muy pequeño que carece de párroco. Pero lo propio de los diáconos
no es ser pastores. Puede suceder, pero no es su misión propia.
La falta de potestad sobre los sacramentos no es una carencia,
sino una conveniencia. Así el diácono tiene que limitarse a ser un
siervo. De lo contrario sería un presbítero con poderes limitados.
¿Para qué repartir en dos grados (presbiterado y diaconado) lo que
se puede dar entero (concediendo directamente el presbiterado)?
Por la naturaleza profunda del diaconado, es por lo que no se
reparte el poder sacramental que se otorga en el presbiterado. Y por
eso lo que hay que hacer es entender la naturaleza del diaconado:
ser Cristo Siervo. No Cristo Cabeza, no Cristo con poderes.
El diácono es ordenado para el ministerio, no para presidir.
El diácono puede presidir ciertas celebraciones comunitarias, pero
no es su labor propia. En la medida en que vayamos otorgando más
funciones que conviertan al diácono en centro, estaremos
oscureciendo la luz humilde que debe ejercer junto a la jerarquía.
La liturgia lo expresa magníficamente, siempre al lado del
presbítero. Y en el altar, un poco por detrás de él.

62
Los diáconos nos recuerdan a los presbíteros que ser párroco
no consiste únicamente en el poder sobre los sacramentos, sino en
un verdadero servicio que incluye muchas otras labores. En una
ocasión escuché a un párroco enfadado con su obispo que se iba a
limitar a celebrar misa, confesar y administrar los sacramentos, y
que no le pidieran nada más. Ese sacerdote reconocía en sí mismo
la presencia de la potestad, pero desanimado y enfadado no quería
ejercer trabajar en nada más que no fuera el ejercicio de sus
funciones sacramentales. He conocido más casos de presbíteros sin
ilusión que se limitaban a administrar sacramentos. Frente a ellos,
el diácono es un recordatorio viviente de Cristo que sirve con
humildad en lo que sea preciso. Jamás el diácono podrá decir: “no
me he ordenado para esto”. Si hay que barrer, se barre. Si hay que
tirar la basura, se tira.
No significa esto que el presbítero debe considerar al diácono
como su criado. El diácono es siervo de la Iglesia, de una
comunidad; no es un criado personal. El diácono debe obedecer al
pastor siempre. Pero el pastor sólo debería encargarle de aquellas
cosas que supongan una división ecuánime del trabajo. Por decirlo
de un modo brutal, si hay que tirar la basura cada día de la rectoría,
eso no corresponde más al diácono que al presbítero. Si, en la
rectoría, comen juntos el párroco y el diácono, no corresponde más
al diácono recoger la mesa más que al párroco. El diácono hará las
tareas que en la repartición del trabajo se vea que es justo
encargarse de eso para que las labores de la parroquia estén
adecuadamente distribuidas. Pero el diácono no es un servidor
personal del párroco, los dos son servidores de Dios que trabajan
conjuntamente.

Mucho se ha escrito acerca de los tres grados del orden en las


comunidades cristianas en la época apostólica. Mi opinión personal

63
es que, aunque la terminología no estuviera asentada totalmente en
un primer momento, los tres grados existieron desde el principio
tal como los conocemos ahora. Aunque quizá hubo un tiempo en el
que podía haber alguna ciudad (como excepción) en la que la
comunidad era gobernada por un reducido cuerpo de obispos.
En otras regiones, por el contrario, tal vez hubiera en cada
ciudad un solo obispo rodeado por una corona de diáconos. En esas
comunidades el obispo sería el único que tendría el poder
sacramental. Mientras que presbíteros serían figuras dispersas que
atenderían comunidades más lejanas. Fuera de ello lo que fuere, los
tres grados provienen de la voluntad de Dios y estuvieron presentes
desde el principio.
Sea dicho de paso, cada grado del sacramento del orden,
incluye todo el poder del grado anterior. Si un laico fuera ordenado
como obispo directamente, no le faltaría absolutamente nada de lo
que se confiere en el presbiterado y el diaconado. No recibiría más
poder por recibir los tres grados en tres ceremonias. Por eso está
especificado en la ley de la Iglesia que si un laico fuese elegido en
el cónclave como Papa, sea ordenado directamente como obispo.

64
La potestad conferida en el sacramento
…………………………………………………………………………………..…………………..………………….…………

La Iglesia no puede crear sacramentos, estos son de


institución divina. Dios ha determinado que este sacramento del
orden en su primer grado tenga un efecto concreto en el individuo
que lo recibe, aunque el efecto sea bastante misterioso. Efecto
enigmático, porque la potestad sobre los sacramentos que se otorga
en el segundo y tercer grado está clara. El sacramento del orden en
el primer grado no puede producir únicamente la santificación del
alma. Porque para eso ya está el sacramento de la Eucaristía.
Si el diácono no tiene poder para administrar ningún
sacramento que no pueda administrar un laico con permiso,
algunos se preguntan con razón qué confiere el sacramento del
orden en el primer grado. Para entender mejor la relación entre el
primer grado y el segundo grado del sacramento del orden, nos
puede ayudar el comprender la relación entre el presbiterado y el
episcopado.
A nivel de potestad sobre los sacramentos, la ordenación
episcopal sólo añade la capacidad de administrar el sacramento del
orden. En el resto de los sacramentos, el perdón del obispo no es
superior al del presbítero2, ni la capacidad sobre el sacramento de
la eucaristía es superior en el obispo. Y así podríamos seguir con
otros sacramentos.

2
La autoridad del obispo puede atar el poder de absolver del presbítero. Y así el obispo puede
reservarse la absolución de un determinado grave pecado, por ejemplo el aborto. El obispo tiene poder de
atar, pero una vez que se produce la absolución, ésta es igual tanto en el presbítero como en el obispo.

65
Ahora bien, el episcopado añade aspectos mistéricos al
segundo grado, aspectos que van más allá de la potestad. El
episcopado no se reduce a una mera añadidura al presbiterado para
poder así conferir el sacramento del orden. No es éste el lugar para
exponer en detalle una teología sobre estos aspectos misteriosos del
episcopado. Pero, por ejemplo, el obispo ejerce un sacerdocio
superior en un acto litúrgico. La consagración de las especies
eucarísticas es exactamente igual, se realice ésta por un presbítero
o por un obispo. Pero la función litúrgica del obispo ofreciendo ese
sacrificio ante el Trono de Dios, es la función de un sacerdocio
superior, prefigurada esta función en el Sumo Sacerdote del
antiguo sacerdocio.
¿En qué se concreta ese sacerdocio superior? Es muy difícil
expresarlo con palabras. Pero ciertamente en una concelebración
de muchos sacerdotes en la catedral, en un gran pontifical, el obispo
aparece visiblemente revestido de ese sumo sacerdocio cristiano.
Aquellos teólogos que han cuestionado la sacramentalidad
del diaconado (reduciéndolo a un ministerio) apelaban a que el
diaconado no otorgaba nuevo poder sobre los sacramentos. Pero
olvidaban que, en cuanto a la potestad sobre los sacramentos,
tampoco el episcopado añade demasiado respecto del segundo
grado, sólo añade potestad para conferir el orden sacerdotal. Lo que
sucede es que en el episcopado se otorga algo realmente
enigmático. Pues bien, así también hay que entender el diaconado,
no tanto como potestad, sino como una realidad mistérica.
Entendiendo el episcopado como un nivel superior de
sacerdocio respecto al presbiterado, no hay dificultad en entender
al diaconado como el primer grado de ese sacerdocio. Si nos
fijamos en la potestad, el presbiterado es como el gran centro de los
tres grados. Pero si nos fijamos en la función litúrgica, en la

66
transformación de la persona para realizar esa acción sagrada
litúrgica, entonces sí que hay realmente tres grados.
Existirían tres grados en el sacerdocio cristiano, aunque Dios
no hubiera otorgado ningún sacramento a la Iglesia, salvo el
sacramento del orden. Existirían tres niveles de transformación del
alma para ejercer el culto divino. Tres niveles de sacralización de
la persona para ejercer el santo oficio de ofrecer el incienso de la
adoración.
Queda claro que algo se otorga en el primer grado del
sacramento. Que ese algo no es un mero ministerio, sino un grado
del sacerdocio. Ahora bien, ¿no se entrega ningún tipo de poder?
Parece un poco extraño que si en los dos grados siguientes se
entrega un poder, en el primero no. En mi opinión, en el primer
grado se entrega el poder sobre los sacramentales. Desde hace
siglos, la tradición ha reconocido en los diáconos el poder de
bendecir.
Un laico no tiene poder para bendecir, puede pedir a Dios que
bendiga a alguien. Pero sólo tiene poder para bendecir el que ha
recibido tal potestad. De forma que el laico no debería hacer la
señal de la cruz sobre alguien ni tampoco imponer las manos, pues
es signo que expresa transmisión del efecto de un poder. El laico
puede elevar sus manos a Dios para suplicar, pero es Dios quien
bendice. El diácono y el presbítero, por el contrario, sí que pueden
bendecir y, por eso, dicen: yo te bendigo en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo. Y hacen un signo que significa
transmisión. Ese signo de la señal de la cruz significa otorgación,
no impetración o súplica. Cuando un diácono bendice, es Jesucristo
quien bendice a través de él. Cuando un laico hace la señal de la
cruz sobre sí mismo, es como si se marcara con ese signo. La señal
de la cruz que realiza un laico sobre sí es un acto de manifestar su
fe o de petición a Dios. Mientras que la bendición del presbítero y

67
diácono en el aire significa (por decirlo de un modo rudimentario)
que algo va hacia la persona que la recibe. Puede parecer
rudimentario, pero así ha sido entendido por los pueblos antiguos
sobre los que se ha hecho ese signo en el aire.
Para predicar no se requiere de un poder, para ayudar al
prójimo tampoco. Pero bendecir presupone un poder divino,
sobrehumano. En el Antiguo Testamento imponían las manos los
sacerdotes, porque habían recibido una consagración. Pero
imponían las manos también los profetas. Por eso los laicos de los
que se tengan claras evidencias de que han recibido un don
carismático, pueden imponer las manos. Pero el resto de los laicos,
en mi opinión, no deben imponer las manos. El que todo el mundo
imponga manos es un hecho moderno ajeno a la tradición judía y
cristiana.
Pero el diácono sí que puede bendecir. Luego en cada uno de
los tres grados del orden sí que se confiere una potestas. La del
diácono sería la potestad sobre los sacramentales. En la Historia de
la Iglesia encontramos, incluso, un buen número de diáconos
exorcistas.

Examinado el sacerdocio en su faceta de poder sobre los


sacramentos presbiterales (confirmación, Eucaristía y unción de los
enfermos), podemos enfocar de un modo distinto los tres grados,
viéndolos como un supra sacerdotium (el episcopado), un
sacerdotium (el presbiterado), y un infra sacerdotium (el
diaconado). Esta terminología resalta la potestad del sacramento
como algo unitario, indivisible y central al orden. Esta perspectiva
acerca del sacramento del orden coloca en su centro el altar, y sitúa
más allá, pero ya no en su centro, tanto la sede del obispo como el
ambón del diácono.

68
Algunos para reducir el diaconado a un mero ministerio,
arguyen que Cristo mismo no instituyó directamente el diaconado
como grado sacramental. ¿Pero acaso instituyó directamente el
grado del presbiterado? Tampoco. Cristo únicamente entregó el
poder apostólico, no otorgó grados. Mi opinión es que Jesús habló
a los Apóstoles de los tres grados futuros del sacerdocio cristiano.
Es decir, que determinó tal cosa, sin conferirla. Pues Él sólo
instituyó directamente a los Doce.
Lo que es seguro es que Jesucristo no dejó la continuación del
poder apostólico en manos del azar, en manos de lo que decidieran
los Apóstoles como si el destino del sacramento estuviera
indeterminado y pudieran hacer de él lo que quisieran. Si hubieran
podido hacer lo que quisieran, podrían haber tomado decisiones
más correctas o menos correctas.
No es de fe que Jesucristo les hablara a los Apóstoles de los
tres grados, aunque tal sea mi opinión. Pero, como mínimo, lo que
sí que es seguro, es que entregó el poder apostólico, y desde luego
el Espíritu Santo inspiró qué hacer con ese poder. Se puede admitir
como postura católica que Jesús no dijera expresamente qué había
que hacer. Es decir, no les dejó palabras (es decir explicaciones) a
los Doce sobre este tema, sino que les dejó al Espíritu Santo. Puede
que no nos dejara dicho de forma expresa qué había que hacer, pero
inspiró qué hacer a través del Paráclito. Y lo que el Espíritu Santo
quiso fue que hubiera tres grados.
Pero me parece más razonable que sobre un tema tan
importante para la vida de la Iglesia, los grados del orden, sí que
Jesús dejara una enseñanza clara y expresa en sus conversaciones
con los que iban a continuar su labor de evangelización.

69
Jesús no instituyó directamente los primeros diáconos, pero
los instituyó indirectamente o con sus explicaciones o a través del
Espíritu Santo. Es decir, Jesús los instituyó indirectamente. En
cualquier caso, justo es recordar que tampoco ordenó ni obispos, ni
presbíteros. Cristo sólo hizo a los Doce. Hacer, ése es el verbo
original griego en el Evangelio, y que solemos traducir como
instituyó.
Por todo esto, carece de fundamento escriturístico la idea que
algunos se han forjado de que Jesús instituyó indirectamente
obispos y presbíteros, dejando explicaciones e indicaciones claras
y precisas; y que los diáconos simplemente aparecieron luego,
creados por la Iglesia. Digo que carece de fundamento
escriturístico, porque Jesús no ordenó a nadie con ninguno de los
tres grados del sacramento del orden. En los Apóstoles se contenía
toda la potestad para los siete sacramentos. En el poder apostólico
recibido por el Colegio Apostólico se contenía lo que después se
transmitirá en tres grados. Pero los Apóstoles eran más que
obispos, constituían figuras únicas.
Los Apóstoles tenían el poder de los siete sacramentos, tenían
un papel eclesiológico único, y además gozaban de carismas como
el poder de sanar, probablemente el de profecía y otros. Cristo
otorga el poder apostólico, y en ese poder está incluido lo que
después serán los tres grados. Pero es inadecuado considerar que
los Doce eran obispos. Los diáconos no fueron directamente
instituidos por Cristo, pero tampoco fueron instituidos
directamente por Cristo los obispos.

Cuando afirmamos que el diácono es ordenado ad


ministerium (para el ministerio) y no ad sacerdotium (para el
sacerdocio) está claro lo que queremos decir, pero las palabras se
prestan a errores. Queremos decir que el diácono no tiene el poder
70
conficiendi Eucharistiam (poder de realizar la Eucaristía), así como
no tiene poder respecto a los otros sacramentos que requieren el
poder del presbítero. Ahora bien, al afirmar que no es ordenado ad
sacerdotium no significa que el laico que es ordenado diácono no
sea elevado a un grado superior del sacerdocio, cuando ya hemos
visto que incluso el bautismo ya contiene en sí un tipo de
sacerdocio.
En un cierto sentido, es el presbítero el que ofrece el sacrifico
eucarístico. Y el diácono es el que ayuda al sacerdote en esa
ofrenda. Desde esta perspectiva, el diácono ofrece la ofrenda a
través de las manos del presbítero. Aunque, en otro sentido, incluso
los laicos ofrecen el sacrificio según su sacerdocio común de los
fieles a través de las manos del presbítero. Y aunque ese sacerdocio
de los bautizados es cualitativamente inferior al de los tres grados
del orden, les habilita a ofrecer sacrificios. Pues todo sacerdote
ofrece sacrificios. Como se ve, hay distintas formas de expresar una
misma realidad. Formas diversas para expresar, por un lado, el
hecho de un sacerdocio cualitativamente diverso; pero, por otro, la
realidad de un verdadero sacerdocio común de los fieles.

Podríamos decir que el diacono recibe una sacralizatio ad


liturgiam (una sacralización para la liturgia), y el sacerdote recibe
una potestas ad sacramenta (poder para los sacramentos). El
obispo recibiría una potestas ad plenitudinem auctoritatis et
sacramentorum (un poder para la plenitud de la autoridad y los
sacramentos). Sin olvidar que el diácono recibe un poder sobre los
sacramentales. Incluso, quizá, el poder del presbítero sobre los
sacramentales no sea superior, al del diácono. Quizá el poder sobre
los sacramentales se entrega indiviso y único ya en el primer grado
del orden. Esto tendría su paralelo en la potestad sobre los
sacramentos presbiterales: poder que se entrega indiviso en el

71
segundo y tercer grado. Probablemente nunca lo sabremos, se trata
de cosas invisibles.
Aunque mi opinión es que se otorga un aumento accidental
de la potestad sobre los sacramentales en cada grado del orden.
Accidental, porque esa potestas en concreto pienso que se recibe
en el primer grado del orden. Después, cada grado posterior añade
un aumento en un poder que esencialmente ya se concedió en el
primer grado. Sea de ello lo que fuere, Dios lo sabe, lo que sí que
parece lógico, es que un sacramento (el del orden sacerdotal)
entregue un poder en todos y cada uno de sus grados. Y el del
diaconado sería el poder sobre los sacramentales.
Hay una diferencia tan esencial entre las órdenes menores y
el diaconado, como lo hay entre un sacramental y un sacramento,
como lo hay entre una gracia (otorgada por el sacramental) y el
carácter indeleble (entregado por el orden), como lo hay entre un
don espiritual y una configuración.
Profundizar en la realidad teológica de los rituales de las
órdenes menores, nos lleva a una mayor comprensión de la
diferencia esencial entre el diaconado, y otras realidades de gracia
y misterio instituidas por el mero poder de atar y desatar de la
Iglesia, pero no por una institución divina.

72
Autoridad, potestad y ministerio
…………………………………………………….…………………….………..………………….…………

Que el sacramento del diaconado sigue presente en el


presbítero, se expresa litúrgicamente en el hecho de que el obispo
antiguamente se revestía con la tunicela (que es una dalmática)
sobre el alba, antes de sobreponer sobre ella el símbolo del
presbiterado que es la casulla. Esta costumbre litúrgica expresa
admirablemente el hecho de que los tres grados se han superpuesto
al proceder consecutivamente a las tres ordenaciones. El obispo ha
recibido sacramentalmente la configuración con Cristo Diácono, y
eso sigue plenamente vigente aun habiendo recibido el sumo
sacerdocio. Siendo obispo, sigue siendo tan diácono como cuando
sólo tuvo el primer grado del orden.
Los tres grados del orden sacerdotal son, expresan y forman
los tres elementos de la jerarquía de la Iglesia tal como la ha
querido Dios, la cual está formada por ministerium, potestas y
auctoritas. En mi opinión, en cada grado del orden hay una
potestas, una auctoritas y un ministerium. Cada grado del orden
supone un nuevo ministerium.

Ministerium: Cada uno de los tres grados ofrece un modo diverso de servir al
Pueblo. Con esto no me refiero a la típica frase tan repetida de que todo es servicio.
Sino a actos que no son de potestad ni de gobierno, sino de verdadero servicio. Por
ejemplo, el presbítero por muy investido de poderes sacramentales que se halle,
puede emplear tiempo en pintar la puerta de la iglesia, o en ordenar sillas y mesas
en los salones parroquiales. O el obispo puede emplear tiempo, por ejemplo, en
visitar enfermos.

Auctoritas: Cierto que no ejerce la misma autoridad un anciano (presbiterós) que


un servidor. Pero incluso el diácono ejerce una cierta auctoritas sobre el rebaño de
73
Cristo. El diácono es parte del clero de la diócesis, incluso aunque no se le confiera
ninguna autoridad sobre ningún grupo concreto.

Potestas: El poder del diácono es la capacidad de conferir sacramentales. En el


sacramento se le otorga el poder de bendecir. También ha habido muchos diáconos
exorcistas en la Historia. Puede que el poder de los sacramentales se entregue
indiviso y de una vez en el primer grado del orden. Quizá se dé un aumento
accidental en cada nuevo grado del orden.

Dejando claro que estos tres elementos están presentes en


cada grado del orden, es evidente que en el primer grado (el
diaconado) brilla más el ministerium, en el segundo brilla más la
potestas, y en el tercero brilla más la auctoritas. Cada uno de los
grados del orden posee, por antonomasia, uno de estos tres
elementos.
También podríamos decir que, de modo espiritual, los tres
grados expresan un cierto aspecto trinitario: el obispo representa a
Dios Padre, el presbítero hace las funciones de Jesús, y el diácono
con sus obras de caridad expresa el amor que procede del Espíritu
Santo.
El obispo representa a Dios Padre, pues es fuente. Si los presbíteros son los
ancianos, el obispo tiene que ser padre de los ancianos. El obispo es el gobierno del
padre de la familia.

El sacerdote hace las funciones de Jesús en la comunidad. Si Jesús obró milagros


de curación, así el sacerdote obra milagros de curación espiritual a través de la
gracia de los sacramentos.

El diácono expresa el amor que procede del Espíritu Santo por sus obras de caridad.
Si el sacerdote se dedica más específicamente a administrar la gracia, el diácono se
ha de dedicar más específicamente a la caridad. Todos los servicios que realiza
proceden de la caridad y muestran esa caridad a los hombres. La labor diaconal de
caridad y servicio que se le ha encomendado procede del amor del que ejerce de
padre del rebaño (el obispo) y del amor del que ejerce la función de Cristo en la
comunidad (el presbítero que es párroco). Las labores encomendadas al diácono
proceden de esos dos amores. El paralelismo con el amor trinitario resulta notable.

74
Todo esto se trata de un símbolo espiritual, pues estrictamente
hablando las tres personas actúan a través de cada uno de los
grados. Además, como cada grado incluye al anterior, el obispo es
padre del rebaño y al mismo tiempo representa a Cristo en la
comunidad, y al mismo tiempo es el servus servorum. En ese
sentido, el obispo es el diaconus diaconorum, aunque su servicio a
la comunidad es mandar.
El diácono ejerce un ministerium, pero puede ejercer una
auctoritas. Esta auctoritas es evidente si se le encomiendan cargos
de responsabilidad en la curia, pero también puede ejercerse en una
comunidad. Ya hemos hablado antes del caso de un diácono al que
el obispo le hubiera encomendado el cuidado pastoral de una
parroquia al carecer de sacerdotes suficientes. En ese caso el
diácono no tendrá el nombramiento de párroco (el Derecho
Canónico no admite tal posibilidad), pero ejercerá la autoridad que
el obispo le ha concedido igual que un párroco.
Esa situación ya la habíamos mencionado antes, ahora bien,
incluso puede darse el caso de que en esa parroquia sin párroco,
viniera a vivir con su familia un cura muy anciano, retirado,
enfermo y débil, y que ese presbítero se acercara esporádicamente
al templo a confesar y a administrar sacramentos. En ese caso, el
sacerdote ejercería el poder sacramental en esa iglesia, pero el
pastor del rebaño sería el diácono. Es un ejemplo de cómo el poder
sacramental sacerdotal y el ser pastor pueden estar separados
lícitamente en dos ministros y con todos los permisos episcopales.
Normalmente la potestas y la auctoritas van unidas; lo lógico es
que vayan unidas. Pero podemos imaginar circunstancias en las
que, con toda licitud, pueden ir separadas. Por supuesto que el
obispo podría decir al anciano presbítero que casi no puede ni
andar, ni tiene fuerzas: Tú vas a ser el párroco. Pero tú no te
preocupes porque absolutamente todo el trabajo te lo va a hacer el
diácono. Sal de casa únicamente cuando te veas con fuerzas. Se
75
podría hacer eso, pero sería una ficción. El presbítero podría tener
un papel con su nombramiento, la firma del prelado y el sello
episcopal, pero la realidad de las cosas no se correspondería con
ese papel. La realidad es que en el término territorial de una
parroquia podrían coexistir un diácono-pastor de la comunidad
(que celebra los domingos y los demás días liturgias de la Palabra),
con un presbítero que únicamente se acerca a confesar o
administrar la unción de los enfermos las pocas veces que se siente
con fuerza para trasladarse hasta el templo.

76
III Parte
……………………………………………………………………………………………

Cuestiones Bíblicas

77
El simbolismo de las vestiduras
…………………………………………………………………………….……………..………………….…………

Las vestiduras litúrgicas


Si la estola representa la potestas, la casulla es un elemento
inequívocamente sacerdotal. Obsérvese que, durante siglos, al
diácono se le ha conferido tanto la estola como una casulla
específica: la dalmática. Y sin grandes estudios teológicos, el
pueblo fiel siempre ha asociado, de un modo instintivo, estos dos
ornamentos (estola y casulla) a grados del sacerdocio. Es decir, los
bautizados que asistían a los actos litúrgicos, viendo los
ornamentos sagrados, comprendían que el diácono (con su estola y
dalmática) no era un acólito más en torno al altar.
Aunque al mismo tiempo que el diácono no era un bautizado
más, el modo en que se colocaba la estola y la forma de su
dalmática indicaban que el sacerdocio que ejercía ante el altar no
era el del presbítero. Desde hace siglos, las vestiduras indicaban
que la potestas del presbítero y el obispo respecto a la consagración
de la Eucaristía es la misma. Por eso los ornamentos de ambos son
iguales. No sólo eso, sino que para la consagración el obispo
incluso se despoja de lo poco que le diferencia: la mitra y el solideo.
La cruz pectoral durante siglos se llevaba bajo la casulla. Durante
la consagración, lo único que diferenciaba al presbítero del obispo
era el anillo. Todo eso indica la identidad de la potestas respecto a
la consagración de las especies eucarísticas.
Pero así como los ornamentos expresan esa identidad del
segundo y tercer grado respecto a eso, también resaltan la
diferencia esencial de potestas entre el primer grado y el segundo.
78
El presbítero se coloca al lado del obispo en la consagración, pero
el diácono se coloca detrás; y, además, de rodillas.
De forma que observamos que incluso las vestiduras
litúrgicas nos ofrecen una expresión de la teología acerca de la
potestad subyacente en estos tres grados.

El efod y la dalmática
Una curiosidad, el efod del Sumo Sacerdote levítico tenía la
misma forma que la dalmática. La consagración al sacerdocio
levítico no otorgaba potestad alguna, sólo capacitaba para ejercer
el sacerdocio. Es decir, capacitaba para ofrecer a Dios una alabanza
litúrgica, para ofrecer sacrificios, para ofrecer el incienso, para
entrar en el lugar santo, para tocar las cosas santas.
Es cierto que en el diaconado brilla el ministerio, como ya se
ha repetido suficientes veces, pero a nivel litúrgico otra forma de
entender el diaconado es comprenderlo bajo la perspectiva del
sacerdocio levítico.
El sacerdocio cristiano no procede del sacerdocio levítico, es
un nuevo sacerdocio, una nueva instauración. Ahora bien, el primer
grado del orden sacerdotal cristiano capacita para todo aquello para
lo que capacitaba el sacerdocio levítico. Cualquier diácono ha
recibido una investidura sagrada para hacer lo mismo y más que el
sumo sacerdote en la Tienda de la Reunión.
El Sumo Sacerdote elevaba oraciones en nombre del pueblo.
El diácono cuando preside hace lo mismo.
El Sumo Sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum. El
diácono llega al borde mismo del altar. Introduce su mano en el
sagrario que es más santo que la misma Arca de la Alianza.

79
El Sumo Sacerdote tocaba las cosas santas. El diácono toca el
Cuerpo de Cristo y sostiene el vaso sagrado que contiene su Sangre
derramada en la Cruz.
El Sumo Sacerdote ofrecía sacrificios. El diácono eleva sobre
el altar el cáliz, símbolo del ofrecimiento de Cristo en la Cruz. En
ese momento, el diácono ofrece con sus manos el sacrificio de la
Sangre del Cordero Pascual a Dios Padre.

Volviendo a repetir que el sacerdocio levítico y el cristiano


no son una continuación, sí que es verdad que podemos entender
que el primer grado del orden confiere todas las prerrogativas y
más que el sacerdocio levítico. Al diácono se le confiere más que
al sumo sacerdote del templo salomónico. Pues toca cosas más
santas y ofrece un sacrificio superior.
El sumo sacerdote ofrecía una figura del Gran Sacrificio. El
diácono ofrece el Gran Misterio del cual lo otro era sólo una figura.
De hecho, no debemos extrañarnos de que comprendamos mejor
un sacerdocio a través del otro, pues todas las ceremonias, objetos
y sacerdocio presente en la Tienda Reunión, es una figura del
sacerdocio de la Nueva Alianza.
Podemos, por tanto, afirmar que, en cierto modo, el primer
grado del orden confiere la consagración sacerdotal levítica. Si
entendemos el segundo no es una continuación del primero, y que
el sacerdocio cristiano en sus tres grados es superior a cualquiera
de los grados del antiguo sacerdocio.

Las vestiduras eclesiásticas


No es lo mismo vestidura litúrgica que eclesiástica. La
vestidura eclesiástica es la que el clérigo usa en la vida ordinaria.
80
La vestidura litúrgica es la que se usa durante el acto litúrgico. Es
el obispo el que tiene autoridad para determinar qué traje clerical
pueden usar o no usar los diáconos permanentes en la parroquia, en
las reuniones diocesanas, etc. Pero aunque el obispo tenga
autoridad para ello, hay que dejar claro que per se un diácono puede
vestirse de clérigo con toda licitud: es decir, con sotana o con
clergyman.
Y se viste como clérigo con toda licitud, por la sencilla razón
de que es clérigo. Un diácono permanente que se vistiera de sotana
en una reunión diocesana, no estaría cayendo en ningún tipo de
pretenciosidad, sino que estaría expresando lo que es. Y se puede
vestir así, del mismo modo que en las reuniones litúrgicas lleva
alba, estola y dalmática, y nadie le acusa de pretenciosidad.
Lo que expresan los ornamentos diaconales en la liturgia, lo
expresan las vestiduras clericales fuera de ella, su carácter de
persona sacra. Si alguien le dijera: ¿quién te has creído que eres?
Le podría responder: me he creído que soy lo que soy: un ministro
de Dios.
Lo razonable es que el diácono permanente vaya vestido de
clérigo sólo en reuniones diocesanas, cuando ejerce su ministerio,
cuando acompaña a una peregrinación, dentro del templo, cuando
hace su retiro espiritual. Digo que es razonable, pero tampoco
obligatorio, porque en la mayor parte de estas situaciones tampoco
hay una obligatoriedad estricta. Sólo razones de conveniencia.
¿Por qué el diácono permanente no va vestido siempre de
modo clerical? Si el diácono tiene un trabajo en el mundo, sería
negativo que fuera vestido eclesiásticamente siempre. Pues el
hábito eclesiástico ante la gente expresa la idea de haber
renunciado al mundo y estar consagrado enteramente a Dios.
Mientras que el diácono permanente sigue teniendo su trabajo civil
y su familia.
81
Por eso el seminarista que es diácono transitorio debe vestir
siempre como clérigo. Mientras que el diácono permanente debe
hacerlo únicamente en situaciones ministeriales y similares, como
las antes enumeradas. Si un diácono fuera siempre vestido con traje
clerical, causaría asombro ante situaciones que no serían
comprendidas por la gente, pues creería que él es un sacerdote; por
ejemplo, no sería lógico vestir con clergyman realizando su trabajo
civil (por ejemplo, trabajando en una oficina de seguros) o yendo
al restaurante con su mujer e hijos.
De ahí que el diácono permanente no debe ir vestido siempre
como un eclesiástico, sólo en determinadas circunstancias. El
diácono permanente que sea célibe y que trabaja para la Iglesia sin
un trabajo civil, él sí que puede vestir todo el tiempo como
eclesiástico, si así lo desea.
Como se ve, la pregunta acerca de cómo debe vestir un
diácono queda respondida por el mismo ser de las cosas. La vida
de cada diácono y sus circunstancias responden de forma razonable
a esa pregunta.

82
Las tres partes del Templo como símbolo de los tres
grados del orden
…………………………………..………………….…………

Resulta importante entender que en la Sagrada Escritura


aparece articulada a través de dos grandes alianzas. La Nueva
Alianza no es una añadidura a la Antigua, sino que se trata de algo
nuevo. El espíritu nuevo del Nuevo Testamento se refleja en un
nuevo sacerdocio. El antiguo sacerdocio se extinguió por voluntad
divina, y el sacerdocio cristiano no es una continuación de éste,
sino una nueva instauración. Pero una y otra vez hallamos en las
páginas del Levítico y en otros antiguos textos, cómo el nuevo
sacerdocio se halla simbolizado en el antiguo. Los más profundos
misterios del sacerdocio cristiano están prefigurados allí siglos
antes de Cristo.
Y así, por ejemplo, el triple grado del sacerdocio cristiano. El
obispo sería el sumo sacerdote. Los presbíteros serían los
sacerdotes que ofrecían en el altar los sacrificios y entraban en la
primera cámara del Templo, ofreciendo los panes de la
proposición, símbolo de la Eucaristía. Los diáconos serían los
servidores del Templo que ayudaban a los sacerdotes, tanto en
todas las funciones cultuales (acercar la víctima, recoger la ceniza,
disponer todas las cosas menores necesarias para el sacrificio, etc)
como en el resto de servicios que se requerían en el Templo
(atender a la gente, contar las limosnas, hacer compras, etc).
Aunque los servidores del Templo eran levitas, y por tanto
sacerdotes, incluso en esa época se les llamaba a unos servidores
(del Templo) y a otros sacerdotes. O sea que aunque el Templo

83
después contara con otros servicios menores, tales como los
porteros, ya entonces se articulaba en torno a estos tres grados. El
sacerdote era el que ofrecía el cordero (u otro sacrificio) sobre el
altar. Él era el sacerdote, aunque a su lado tuviera a un servidor que
le ayudara físicamente a poner sobre el fuego la víctima.

Las tres partes del Templo también simbolizan los tres grados
del orden sacerdotal.

El sancta sanctorum: El debir era el lugar donde entraba sólo el


sumo sacerdote. Obsérvese que el sumo sacerdote no ofrece allí
ningún sacrificio. Símbolo esto de que si lo comparamos con el
presbítero, el obispo no tiene un poder sacramental superior
respecto a la Eucaristía. En la Antigua Alianza, el sumo sacerdote
no ofrecía sobre el altar de los holocaustos un sacrificio distinto al
de cualquier otro sacerdote. Su sacrificio no era distinto ni en sus
ritos, ni en sus víctimas. En esto veo una prefiguración de que en
la Nueva Alianza el sacerdocio episcopal no es sacrificialmente
superior al del sacerdote. El obispo desempeña un sacerdocio
litúrgico superior, pero sacramentalmente su sacrificio es idéntico
al del presbítero.

La cámara intermedia: El hekal era la parte del santuario justo


delante del sancta sanctorum, es símbolo del segundo grado del
orden sacerdotal. Allí realizaban sus funciones los sacerdotes.

El vestíbulo: El ulam era la pequeña cámara que servía de


vestíbulo.

84
Incluso en las ceremonias que tenían lugar en el altar exterior,
vemos simbolizada la labor de los diáconos. Pues ellos junto con el
sacerdote colocaban la víctima sobre el fuego del altar. Los
servidores del Templo acercaban y retiraban todos los elementos
necesarios para el sacrificio. Lo mismo que el diácono está al lado
del sacerdote ofreciendo la Víctima, lo mismo sucedía con los
servidores del Templo y los sacerdotes. Pues el sacerdote
necesitaría de ayuda para levantar al animal hasta el altar. En la
función de degollar a las víctimas se salpicaría sangre.
Es muy razonable que sobre sus túnicas tanto los sacerdotes
como los siervos que oficiaban junto al altar, se colocaran una
prenda encima para no mancharse tanto con las salpicaduras. De no
hacerlo así, quedarían manchadas con sangre todas las vestiduras
que portaba el sacerdote: la túnica de lino, la túnica superior, el
efod y los otros elementos menores. Era razonable pensar que al
matar el animal y al subirlo al altar, llevaran puesto algo encima
cubriéndolos para proteger las prendas sacerdotales. En esa prenda,
podemos ver prefigurada la dalmática y, por supuesto, la casulla.
Esa prenda en la Antigua Alianza estaría roja con la sangre
de los sacrificios. En la Nueva Alianza, esa prenda está engalanada
con la preciosa sangre del Cordero Inmaculado.

85
Los tres grados en el descendimiento de la
Cruz
……………………………………………...………………….…………

Podemos entrever los tres grados del sacramento del orden en


el descendimiento de Cristo de la Cruz. El obispo está simbolizado
en el Apóstol Juan. Todo obispo por su cargo tan trascendental para
la Iglesia, debería recostar su cabeza en el pecho de Jesús y estar
siempre al lado de María Santísima.
El sacerdote está simbolizado en el hombre que subió por las
escaleras a desclavar el cuerpo de Cristo. San Juan no podía haber
sujetado y desclavado al mismo tiempo el pesado cuerpo de un ser
humano. Uno (al menos) sujetaba y otro desclavaba.
El diácono está simbolizado en el que recibió ese cuerpo en
la parte inferior de la escalera. El que esperaba al pie de la Cruz,
recibió ese cuerpo en sus manos (como el diácono que lo recibe en
sus manos) y lo puso sobre la sábana (símbolo de los corporales).
Las escaleras con todos sus peldaños representan la elevación tan
diferente a nivel de potestad sacramental que existe entre el
presbítero y el obispo respecto del diácono. San Juan que sujetaba
el cuerpo y el que desclavaba estaban subidos en dos escaleras, el
que recibe el cuerpo está abajo. El diácono recibe el Cuerpo, pero
está (a nivel de potestad sacramental) al nivel de los laicos.
La acción de arrancar los tres clavos representa la fórmula de
la transubstanciación. Pues con unas meras palabras humanas el

86
sacerdote desclava el Cuerpo de Cristo que cae de la Cruz hasta el
mármol del altar. Lo mismo que el cuerpo cayó bruscamente del
madero, así también el Cuerpo de Cristo y su Sangre cae
bruscamente desde lo alto en ese justo instante.

Los acólitos están representados en los que ayudaron a


sostener las escaleras, a llevar las herramientas para ayudar al
presbítero que ascendía por la escalera. Los acólitos entregaban los
instrumentos y los recibían cuando el que estaba en lo alto de la
escalera ya no las necesitaba. Como se ve, en torno a la Cruz
estaban los acólitos y los ministros sagrados lo mismo que
alrededor del altar. Los laicos están simbolizados en aquellos
presentes en el sacrificio del Calvario, pero que no tocaron el
Cuerpo de Cristo.

87
Ester, Judith y Ruth
………………………………………..………..………………….…………

En una lectura espiritual, podríamos decir que los tres grados


del sacramento del orden están simbolizados en los libros de Ester,
Judith y Ruth.
Ester simboliza el episcopado. Por eso es reina, vive en un
palacio y viste lujosos trajes. Es la única de las tres que lleva
corona.
Judith simboliza el presbiterado. Por eso tiene en su mano la
espada que representa la espada del poder espiritual. Poder
espiritual que destruye el mal, y da la vida al pueblo.
Ruth simboliza el diaconado. Es humilde y por amor sirve al
prójimo, en este caso Noemí su suegra. Ruth no lucha, sino que
alimenta y ayuda. Es la caridad.

Incluso en los tres nombres podemos ver un símbolo. Pues en


el nombre de Ester proviene del persa “stara”, que significa
estrella. El nombre conviene al obispo que debe brillar como una
estrella.
El nombre de Judith proviene de “yehudah” (alabado) que a
su vez proviene de “yahad” que significa varias cosas, entre ellas
dar alabanza o dar gracias. El nombre conviene a aquel que realiza
la eucaristía, que significa acción de gracias.

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El nombre de Ruth proviene de la raíz “raah”, que significa
compañera. El nombre conviene al diácono que debe ser el
compañero del sacerdote.

Curiosamente, las tres mujeres obran sus acciones tras una


comida. La comida que obtiene que se logren sus buenas acciones,
simboliza el banquete eucarístico. Las tres se lavan (símbolo de la
purificación necesaria para acceder a cada uno de los tres órdenes),
las tres se ungen con perfumes (símbolo de la santidad) antes de la
comida (símbolo de la misa). Las tres mujeres dan vida: una siendo
reina con esplendor, otra con la espada de su poder, otra sirviendo
con caridad. Las tres se embellecen, como símbolo de que los tres
grados del orden sacerdotal deben esforzarse en la vida espiritual
para finalmente mostrar la belleza de las virtudes de Cristo. La
belleza de las tres mujeres es símbolo de la hermosura del alma del
consagrado. Tres mujeres bellas y, sin embargo, cada una servirá
al Pueblo de Dios de un modo distinto: una servirá en el esplendor,
otra en la fuerza, otra en la humildad. Una sirve en el palacio que
representa la catedral, otra en la tienda que representa la iglesia,
otra en el campo que simboliza el trabajo de la caridad.

Hay tres frases que dicen las tres mujeres antes de sus
acciones decisivas: Vengan el rey y Hamán al banquete que yo les
preparé mañana (Ester 5, 7). Dame fuerza, Señor (Judith 13, 7).
Soy Ruth, tu sierva. Extiende sobre tu servidora el borde de tu
manto, pues tú eres goel (Ruth 3,9). Expliquemos cada una de estas
tres peticiones dirigidas a un rey, al Rey y al bisabuelo de un tercer
rey.

89
Vengan el rey y Hamán al banquete que yo les preparé mañana
(Ester 5, 7). Símbolo de que el obispo sirve a Dios realizando sus
funciones en el banquete eucarístico. Lo mismo que Ester
embelleció el banquete, preparó una comida y habló, así también
el obispo embellece el banquete con la magnificencia litúrgica,
prepara la comida que es Cristo y habla. Habla en esa cena pascual
tanto para pedir a Dios, como para preparar una comida espiritual
que son sus palabras dirigidas a los fieles.

Dame fuerza, Señor (Judith 13, 7). Símbolo de la fuerza de los


sacramentos. Aunque el paralelismo con el presbítero no se reduce
a esto, pues Judith también es la que guía (Judith 11, 19) y la que
ora (Judith 12, 6). Preciosa la frase que le dedica Holofernes a
Judith y que si se dijo justamente de esa mujer, más justamente se
aplica al sacerdote: Bien ha obrado Dios al enviarte por delante
del pueblo para que seas poder en nuestras manos (Judith 11, 22).
Sí, el orden del presbiterado es guía del Pueblo de Dios, así como
poder en las pobres manos de humanos.

Soy Ruth, tu sierva. Extiende sobre tu servidora el borde de tu


manto, pues tú eres goel (Ruth 3,9). El goel es el salvador, actúa
como libertador. Sobre los diáconos, el Salvador (aun sin darles la
espada de Judith) ha extendido el borde de su manto. Además,
llevará el alimento a su suegra necesitada, símbolo también de la
acción caritativa. El diácono lleva a las casas el alimento material
y el espiritual.

Sobre el obispo, Dios ha puesto no sólo vestiduras nuevas,


como en el caso de Ruth, sino también una corona, como Dios hizo
con Ester. También el periodo de preparación ha sido más largo en
90
Ester que en el de Ruth (véase la descripción de Ester 2 frente a
Ruth 3). Sobre los presbíteros, Jesús ha extendido todo su manto,
pero además les ha dado una espada de poder espiritual. En Judith
y en Ester aparecen los eunucos, referencia a la castidad por el
Reino de los Cielos. Mientras que Ruth se casa, símbolo del
matrimonio de los diáconos permanentes. Ester se prepara para su
misión con los refinamientos de palacio, símbolo de la exquisita
preparación teológica y espiritual que requiere el episcopado.
Mientras que Ruth se prepara a través de la caridad.
Puede parecer que Ruth tiene poca importancia. Pero es de
Ruth de quien nacerá el Mesías. Ni Ester, ni Judith, serán
mencionadas en el Nuevo Testamento. Mientras que la sencilla
Ruth aparecerá en el mismo pórtico del Evangelio.
Ester está rodeada de esplendor. Ruth está rodeada de pobreza
y trabajo. Pero quizá sea la humilde Ruth la que gana más mérito
para el cielo con su sufrimiento, que Ester con su magnificencia o
Judith con su audacia. Sólo Dios sabe quien de las tres está más alta
en el palacio del Cielo.

Unas pequeñas consideraciones más me gustaría hacer


respecto a algunos versículos. ¿Qué debe hacerse con un hombre
a quien el rey desea honrar? (Ester 6, 6). Recuerda, hombre, que
el Rey te ha hecho obispo porque ha deseado honrarte. Recuérdalo
cada día de tu episcopado, para así darle gracias a Dios. No sea que
Él te haya honrado, y tú no te acuerdes de agradecérselo y creas
que te mereces esa honra.

¡Un hombre a quien el rey desee honrar! Que traigan una


vestimenta real, con que se ha vestido el monarca, y el caballo
sobre el cual el rey monta, en cuya cabeza va puesta una corona
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real (Ester 6, 7). La corona es la mitra, la vestimenta real con la
que te ha revestido Jesús es tu sacerdocio del tercer grado, el
caballo es el honor que se te confiere, que te eleva, y que hará que
te paseen por la plaza de la ciudad pregonando (merecidas o no)
alabanzas a tu persona (Ester 6, 9). Sí, debes dar gracias a Dios
cada día.

Ya que hemos hablado de estas tres mujeres, me gustaría


añadir algo más sobre el tema de las mujeres en la Biblia como
símbolos de realidades espirituales, aunque ya no tengan que ver
con el sacramento del orden. Y así Deborah simboliza el carisma
extraordinario, y la Sulamita, la mujer del Cantar de los Cantares,
simboliza el misticismo.
En el Nuevo Testamento estaría la sexta mujer, Marta que
simboliza la sencillez del trabajo común, la vida ordinaria en
definitiva. La séptima mujer sería María Magdalena, que simboliza
la oración. Si las primeras tres mujeres (Ester, Judith y Ruth)
simbolizaban los tres grados del orden, las otras tres simbolizan la
oración, los carismas extraordinarios y el misticismo. En medio de
ellas está Marta: el trabajo.
La síntesis de estas siete mujeres es María, Madre de Jesús de
Nazareth, que tiene la realeza de Ester, la fuerza de Judith, la
caridad de Ruth, la laboriosidad de Marta, la escucha de María
Magdalena, los carismas de Deborah, y la unión con Dios de la
Sulamita.

92
IV Parte
……………………………………………………………………………………………

Cuestiones Finales

93
Las tres diaconías
………………………………………….………..………………….…………

Las tareas que desempeñan los diáconos, pueden agruparse


en torno a tres diaconías: liturgia, palabra y caridad.

La diaconía de la liturgia: El diácono es un ornato de la Casa de


Dios. También él ofrece el sacrificio sobre el altar. El diácono ya
tiene que sentirse orgulloso de poder tocar los vasos sagrados.
Mucho más de poder entrar en contacto con el Dios Infinito
Encarnado en la Eucaristía. El contacto con las cosas santas
santifica.
Recuerde así mismo que el rezo de las horas canónicas
supone el desempeño de un oficio sacerdotal. En cada hora
canónica, ofrece un sacrificio espiritual.

La diaconía de la Palabra: El diácono proclama las palabras de


Jesús al leer el Evangelio, y cuando predica rodea esta Palabra
Divina con sus propias palabras humanas. El diácono debe
aprender a leer de un modo lo más bello posible. Normalmente, los
diáconos piensan que ya saben leer y que, por tanto, no precisan
aprender nada más. Sin embargo, qué diferencia hay entre unos
lectores y otros. En la impostación de la voz, en el tono, en el ritmo
y vida que otorgan a las palabras que leen hay gran diferencia de
unos a otros.

94
Hay textos de la Palabra de Dios que deben ser proclamados,
otros son una súplica, hay textos narrativos que piden un modo más
neutro de ser leídos (como cuando se lee la descripción de una
batalla), hay textos que desbordan alegría, otros majestad. El
mismo modo de concluir con un rotundo ¡Palabra de Dios!, admite
muchas posibilidades. El oficio de lector de la Palabra no es poca
cosa.
En torno a las Escrituras, está el oficio de predicar del
diácono. Es decir, sus palabras deberían ser un eco de las palabras
de Jesús. Las palabras del diácono que predica con el Espíritu Santo
en sus labios, recorrerán las palabras de Jesús, las venerarán, las
regarán como un agua vivificadora en las almas de los que
escuchan. Serán palabras llenas de vida. En algunos casos, las
palabras del diácono no sólo serán un eco de las de Jesús, sino una
profundización en las palabras del Mesías como si Él mismo allí
presente les explicase su Palabra y fuese más allá.
Hay que prepararse para predicar, si no uno cae en las
repeticiones y en lo superficial. Cuántas predicaciones son
repeticiones de cosas archiconocidas en las que no hay ni un
mínimo asomo de novedad. Encima, si con caridad le decimos algo
al predicador, nos contestará ofendido que ¡el mensaje es siempre
el mismo!
Qué distinta es la rutina del que no se prepara, frente a
aquellos predicadores en los que las palabras siempre brillan con
un fulgor nuevo. Hay feligreses que al salir de casa para ir a la misa
dominical, se preguntan con gusto y expectación cómo será hoy la
homilía, y la aguardan con deseo.
He sido testigo, cuando era yo un laico, cómo en una
parroquia con dos sacerdotes, cuando salía a predicar el párroco,
alguno por lo bajo decía: qué pena. Y lo decían sin malicia, sin
ánimo de herir al párroco, ni de crear mal ambiente. Pero estaban
95
deseando que predicara el anciano coadjutor. De este tipo de
detalles deberíamos tomar nota los que tenemos el oficio de
predicar. ¿Qué hace que los fieles ansíen escuchar a uno y se
aburran con otro? La postura de los predicadores es siempre la
misma: Claro, ¡el otro es un populista!
Aunque el oficio de predicar sea uno de los oficios propios
del diácono, éste no puede exigir al párroco que le deje predicar.
Será el párroco el que decidirá cuándo puede predicar su diácono.
Y digo “su”, porque el diácono está allí para ayudar al párroco.
Si el párroco decidiera predicar prácticamente siempre, el
diácono debería aceptar tal decisión de gobierno del pastor. Ahora
bien, lo lógico es que también el diácono predique, al menos, varias
veces al año. El párroco que no deja predicar al diácono es como si
con las obras dijera: yo predico mejor.
Si el párroco prefiere predicar todos los domingos, lo lógico
sería permitir que el diácono permanente predicase algunos días de
diario. En ningún caso, sería lícito que el párroco pusiera obstáculo
alguno a que su diácono permanente organizara algo donde pudiera
ejercer el ministerio de la predicación: encuentros para leer la
Biblia, reuniones de formación teológica, etc. El diácono debería
obedecer si hasta eso le fuese prohibido. Pero en una situación así,
el obispo debería ser informado para ver si el problema es el
diácono o el presbítero. Y tras investigar qué pasa en esa parroquia,
habría que decir las cosas con claridad o a uno o a otro. Es injusto
aplicar a un diácono una prohibición y que él no sepa la causa de
esa prohibición.

La diaconía de la caridad: El diácono puede dar limosna a los


pobres, ir a las casas de los enfermos, visitar a los presos. Estas
cosas las puede hacer porque se las hayan encargado en la diócesis

96
o en la parroquia, o las puede hacer motu proprio sin necesidad de
que nadie se lo encargue expresamente. El mero hecho de ser
diácono ya le debería mover a la caridad. No debería decir: cómo
nadie me ha encargado de eso. El mero hecho de ser diácono ya es
un encargo a realizar obras de caridad.
Cualquier capellán de prisiones se sentirá contento de que un
diácono le pida acompañarle un día. No se diga a sí mismo el
diácono: no tengo tiempo. Nadie le exige que dedique días enteros
a visitar presos, pobres o enfermos. Dios sólo le dirá: Estuve preso
y me visitaste. Hacerlo una sola vez, producirá frutos en su alma.
Si el diácono no está encargado de repartir las limosnas de la
parroquia, al menos puede dar algo de su propio dinero. Por
supuesto que el diácono siempre podrá visitar a los enfermos de su
parroquia, o las residencias de ancianos, escuchar a feligreses con
depresión, a cónyuges con problemas en su matrimonio.
Insisto en que no estoy diciendo que emplee mucho tiempo
en estas tareas, si le han encomendado otras labores en la parroquia.
Pero será muy recomendable que haga algo, aunque sea muy poco,
de estas labores específicas del diácono.
Esto es válido no sólo para los diáconos permanentes, sino
también para los transitorios. Porque si esfuerza en el instersticio
en todo eso, durante toda su vida sacerdotal se acordará del fervor
que le movió, cuando era diácono, a pedir a tal o cual capellán el
acompañarle un par de horas a la semana. Lo triste sería que el
diácono se pasara todo su intersticio simplemente estudiando o
como mucho ayudando en la misa. El intersticio de tiempo diaconal
hay que llenarlo de sentido. No es un mero tiempo de espera.

Otras diaconías. Muchos diáconos se encargan de parte del


trabajo del despacho en su parroquia. Otros hacen eso mismo en la
97
curia diocesana, algunos con encargos pastorales que requieren
coordinar a los presbíteros de la diócesis. Las diaconías son muy
diversas, extraordinariamente diversas. Alguien puede ejercer su
servicio arreglando los ordenadores del obispado, otro puede
ejercer su servicio haciendo carteles diocesanos, otro buscando
financiación para construir templos.
El ministerio de algún diácono puede consistir en disponer,
dar instrucciones, organizar a un grupo de presbíteros en un campo
pastoral concreto que le ha encargado el obispado. Lo cual entra
perfectamente dentro de la tradición de la Iglesia. Pues en ese caso
el diácono ejerce una auctoritas recibida del obispo. El sacramento
del diaconado le ha configurado para ser adecuado portador de una
autoridad delegada sobre otros clérigos.
El sacramento del orden convierte al diácono en recipiente
adecuado para contener y ejercer la autoridad episcopal que se haya
depositado en él. Ningún presbítero debería tener reticencia alguna
a obedecer a un diácono. El presbítero debe obedecer a otro clérigo
portador de esa autoridad, aunque carezca de potestad sobre
determinados sacramentos. Lo uno no tiene que ver con lo otro.
Hay que evitar totalmente y siempre que los laicos tengan
autoridad de cualquier tipo sobre presbíteros. Lo lógico es que
autoridad de gobierno y sacramento del orden vayan unidos. La
voluntad de Cristo es que la auctoritas regiminis (autoridad para
gobernar) se deposite sobre alguien investido con la santidad del
sacramento. La santidad del sacramento es como una concha sobre
la que se deposita algo tan sagrado como la autoridad en la Iglesia.

El trabajo de despacho, bien sea en la curia, bien sea en la


parroquia, es un verdadero servicio. A veces tedioso, a veces
oculto, a veces poco considerado, pero necesario para el

98
funcionamiento de la Iglesia. En ocasiones, el servicio de la caridad
no consiste en dar directamente monedas a los pobres, sino en hacer
cuentas en la parroquia. Es lógico que uno disfrute más poniendo
monedas de plata o panes en las manos de los pobres, como en los
primeros tiempos. Pero para que los necesitados sean ayudados hoy
día, hay que dedicar tiempo con papeles, haciendo números y
realizando llamadas de teléfono. Lo que importa es que la caridad
sea realizada, sin que sea necesario que nosotros sintamos el placer
de poner el trigo en la mano que se extiende hacia nosotros.

Otro servicio que, a menudo, los párrocos encargan a los


diáconos es el asistir a las reuniones parroquiales, para que así ellos
no tengan que ir. Sean las reuniones útiles o se multipliquen en
exceso, son otro modo de servir. Es cierto que hay reuniones llenas
de utilidad, y otras que por su naturaleza son terriblemente
aburridas. Labor del diácono es sonreír y servir con alegría en uno
y otro caso.
Es defecto no infrecuente de los diáconos jóvenes, llenos de
celo, el hablar demasiado y no dejar hablar a los demás. El diácono
transitorio siente muchos deseos de predicar, de enseñar, de ejercer
como maestro. En las reuniones esfuércese el diácono no sólo en
hablar, sino también en escuchar. Las reuniones son para hablar
entre todos, si no ya no es una reunión sino una lección. Son
muchos los clérigos que transforman las reuniones en lecciones
magistrales. Son muchos los clérigos que el poco tiempo que
dedican a escuchar al laico, lo hacen para ver qué hay que decir
para convencerle, para enseñarle, para rectificar algo.
Hablar entre todos no consiste sólo en escuchar al clérigo
presente. Es un peligro mayor éste en los diáconos jóvenes
transitorios por la juventud de estos y su mucho celo por “impartir
doctrina”. A veces el mucho ardor por evangelizar, unido a la
99
inexperiencia, lleva al joven diácono a obligar al laico a escucharle,
porque el diácono quiere convencerle de algo respecto a la defensa
de la ortodoxia o a cualquier tema eclesial. Hay que aprender a
escuchar. No todos los seres humanos saben dialogar.
Algunos creen que dialogar es convencer, y que, si el otro es
un laico y no piensa como tú, es que se está resistiendo y no es
humilde. Éste es un defecto en el que es fácil caer cuando uno ha
estudiado teología durante años y lo sueltan por primera vez en la
pecera parroquial con ganas de comerse el mundo.
Las reuniones son especialmente cansadas si no hay
encuentro y diálogo. Diálogo verdadero, no falso diálogo. Un modo
de saber si nos estamos equivocando será preguntarnos: cuánto
tiempo he hablado yo, cuánto tiempo ha hablado el resto.
El diácono permanente es una persona de más edad, y suele
ser más madura. Con lo cual este peligro no suele existir. Además,
justo es reconocer que los diáconos permanentes suelen ser más
humildes. Están más convencidos de su lugar como servidores
eclesiales. Mientras que los diáconos transitorios están deseando
“desprenderse” del diaconado cuanto antes. Recuerdo a un
sacerdote formador en mi seminario que dijo una vez ante todos los
seminaristas: El tiempo de diaconado es el tiempo más tonto del
mundo.
Cuando un clérigo preside una reunión, debe ser consciente
de que aquello es una reunión. No es lo mismo una conferencia que
una reunión para dialogar. Debemos advertir con claridad
previamente qué es una charla, una lección, una conferencia y qué
es un encuentro, una reunión, un café todos juntos. Los diáconos y
los presbíteros tienen que intentar que una reunión parroquial sea
un lugar de diálogo. En mi parroquia, cuando nos reuníamos a leer
y comentar las Escrituras, de vez en cuando, había varias personas
que acabada la reunión me decían que hubieran preferido que yo
100
hubiera hablado más rato. Yo con amor les decía: Para eso está el
sermón de la misa. Ahora quería escucharos a vosotros. No era un
ejercicio de falsa humildad. En realidad, yo disfrutaba escuchando
a los laicos. Sobre todo, si son reuniones para comentar las
Escrituras, los clérigos debemos disfrutar al ver cómo el Espíritu
nos habla a través de nuestras ovejas. Si estamos allí no
disfrutando, sino como un trabajo, los fieles lo notarán. Se nota
cuándo alguien disfruta de una reunión, y cuándo está allí por
obligación.
Hay que tener cuidado con esto, mucho cuidado. Porque he
conocido a clérigos que sólo abrían la boca para enseñar. Al final,
incluso cuando estaban entre hermanos sacerdotes, sólo hablaban
para dar doctrina. Y si no estabas de acuerdo con algo que decían,
es que no eras humilde. Hay sacerdotes siempre solemnes, siempre
conscientes de su dignidad, con una consciencia que les impide
estar relajados, que les impide ver al otro hermano sacerdote como
un igual. Bien porque tiene mala doctrina, piensan, bien porque no
tiene una gran vida espiritual. Hay que tener mucho cuidado, no es
un defecto frecuente, pero sucede especialmente en aquellos
convencidos de poseer una ortodoxia superior o una vida ascética
por encima de los otros. Los diáconos deben ser un recuerdo
medicinal de la necesidad de ser humildes. Un diácono debería ser
justo lo contrario de ese defecto sacerdotal.
Me acuerdo de una diócesis en la que asistí a varias reuniones.
Allí había un diácono permanente, delegado del obispo con varios
trabajadores laicos bajo sus órdenes; no sólo era delegado, sino
también muy amigo del obispo. Este diácono, cuando hablaba en
las reuniones diocesanas, parecía que hablaba un sargento a sus
reclutas. Todo en él recordaba al perfecto sargento. Nunca le
escuché, ni una sola vez, que no hablara para reñir a los presbíteros
allí congregados. No era sólo lo que decía, su tono, su voz, sus
gestos. Hasta su mirada era imperiosa y recriminatoria. La
101
sensación que uno tenía sin poder evitarlo era que se había
dedicado al activismo. Había trabajado mucho, sí. Pero eso no
había ido acompañado de una vida de oración. Tenía una alta
consideración del servicio que él mismo prestaba a la diócesis. Se
consideraba a sí mismo muy efectivo, un gran organizador. En sus
discursos uno tenía la sensación de que, en el fondo, estaba
transmitiendo este mensaje: vosotros os dedicáis a vuestros puestos
como funcionarios, yo me desvivo por los pobres. No se percibía
en él nada de espiritualidad. Hubiera dado la sensación de estar ante
el ejecutivo de una empresa, sino fuera porque daba la impresión
de ser más bien un sargento. He puesto ante vuestros ojos este caso
extremo, para que cada uno se lo aplique y evite los errores
viéndolos en carne ajena. Vida espiritual y trabajo deben unirse en
armonía. Oración y ministerio. En el ejercicio del servicio, uno
puede convencerse de la propia gran valía hasta llegar al desprecio
de los demás.

Recuerdo que en la mañana del día de mi ordenación como


sacerdote, mi obispo me mandó al supermercado a comprar un
pollo. No fui a comprar ese pollo porque me apeteciera. No pensé:
No me hice diácono para comprar pollos. Cuando decidí ir al
seminario, tenía en mente la conversión de las almas, la celebración
de la santa misa, la labor del confesonario, y tantas otras cosas. No
se me pasó por la cabeza que mi trabajo fuera comprar pollos, poner
la mesa en el obispado, llevar en mi automóvil de un lugar a otro al
vicario general que no conducía, y tareas por el estilo. Pero las
labores materiales son necesarias para la Iglesia.
No tengo la menor duda de que cuando estaba comprando ese
pollo, estaba ejerciendo mi diaconía. Dios quería que obedeciera a
mi obispo. Y mi obispo me mandó comprar un pollo. Así que, sin
ningún género de dudas, estoy seguro de que Dios, en ese

102
momento, de las muchas cosas que yo podía hacer, lo que quería
que hiciera, era que comprara ese pollo. Esa mañana podía haber
predicado, podía haber estado rezando en la capilla, podía haber
hecho infinidad de cosas bellas, nobles y espirituales, pero Dios no
quería que hiciera esas cosas, Él quería que ejerciera esa labor
material.
He insistido en la anécdota de que mi obispo me enviara al
supermercado unas horas antes de mi ordenación, para que todo
diácono y presbítero nunca diga: yo no me he ordenado para esto.
Como si hubiera labores que desdijeran de la dignidad del
sacramento. Lo único que desdice de la dignidad del sacramento es
el pecado.

103
Qué no es el diácono
…………………………………..………………….…………

El diácono no es ni un cura con limitados poderes, ni un laico


al que se le han confiado algunas funciones. Tanto la tradición
histórica recibida como los signos sacramentales de su ordenación,
nos indican que no es ni lo uno ni lo otro.
No es un laico que ejerce algunas funciones porque recibe una
marca en su alma, porque recibe un sacramento distinto al que
recibe el laico. La diaconía no es una realidad sacramental
intermedia entre los laicos y los clérigos. El diácono es clérigo,
parte de la jerarquía, ha recibido el sacramento del orden. El
diaconado no es un sacramento intermedio entre bautismo y
presbiterado, sino un grado del orden.
Pero el diácono tampoco es un presbítero con poderes
limitados, pues la diaconía posee entidad propia. Dios no ha
decidido instituir una realidad defectuosa, una realidad que carece
de perfección. Dios en su creación no crea lo bueno, lo perfecto, y
después dice: ahora creemos lo imperfecto, lo limitado. Eso no lo
hace ni en su creación material, ni en su creación espiritual. Todas
las obras de Dios están dotadas de plenitud. El diaconado es
perfecto en sí mismo. El diaconado podría existir con plenitud de
sentido, aunque fuera el único grado del sacramento del orden.
Dios podría haber dirigido a su Iglesia únicamente con
diáconos, sin otros sacramentos que el bautismo, el matrimonio y
orden sacerdotal reducido a su primer grado. De hecho, guió al
pueblo hebreo durante dos mil años sin ninguno de los siete
sacramentos.
104
La diaconía brilla por sí misma, se justifica por sí misma. La
cabeza de la Iglesia, el caput Ecclesiae que representa a Cristo,
podría haber sido un cuerpo enteramente formado por diáconos.
Podemos imaginar cómo hubiera sido la Historia con una jerarquía
de la Iglesia constituida por diáconos, archidiáconos,
protodiáconos, diáconos-patriarcas, diáconos-cardenales y
finalmente un Diaconus Christi Vicarius, un Diácono Vicario de
Cristo. Sin embargo, Dios ha sido más generoso con sus riquezas
espirituales, y nos ha dado más.
Todos los textos del Código de Derecho Canónico sobre los
diáconos, tanto los anteriores a la corrección del Motu Proprio
Omnium in Mentem, como los posteriormente corregidos, son
correctos en todas y cada una de sus palabras, en todos y cada uno
de sus aspectos, en todas sus enseñanzas. Pero ninguno de ellos
expresa de forma total y completa todas las facetas de este misterio.

105
Algunas oraciones para rezar durante el
tiempo de diaconado
………………………………………….…………………………………..…

Si eres un diácono transitorio, te ofrezco algunas oraciones y


jaculatorias para ser rezadas durante el tiempo de intersticio hacia
el presbiterado. Si eres un diácono permanente, puedes rezar de
tanto en tanto algunas de ellas si lo ves conveniente.
Lo primero que se ofrece aquí es una letanía, para que te
encomiendes cada día a los primeros siete diáconos que hubo en la
Iglesia. Los nombres de los que tuvieron la inmensa fortuna de ser
ordenados por las manos de los Doce Apóstoles, aparecen en
Hechos de los Apóstoles. Aunque sólo el primero, San Esteban, es
santo. Después se ofrece una letanía con algunos de los santos
diáconos que ha habido en la Historia. Como es lógico, sólo se trata
de una selección.

106
letanía de los diáconos
………………………………………………………………………………………………..

Primeros siete diáconos de la Iglesia


San Esteban, ruega por mí.
Felipe
Prócoro
Nicanor
Timón
Pármenas
Nicolás

Algunos diáconos santos de la Historia

San Efrén
San Vicente
San Adalberto
San Lorenzo
San Isauro
San Marino
San Francisco de Asís

Todos los santos diáconos que ya


contempláis la faz divina, rogad por mí.

Santa maría Virgen, ruega por mí para que sea un buen diácono.

Oración
Señor, Dios Todopoderoso, ayúdame para que sea un buen
diácono, cultive tu Palabra, ayude a los pobres y sirva a la Iglesia.
Por Cristo, Nuestro Señor.
Amén.

107
Durante el intersticio hasta el presbiterado, el diacono puede
repetir las jaculatorias que aparecen a continuación. Las cuales son
sólo un ejemplo. Pues cada uno puede buscar aquellas que más
devoción le produzcan:

Señor, haz de mí un buen diácono.

Servir y desaparecer.

Servir y que no se me considere.

Señor, haz que desee que me den las labores que nadie quiera para sí.

Jesús, preferir los desprecios a los elogios.

Desear ser discípulo, antes que maestro.

Ser olvidado, mejor que brillar.

Jesús, siervo y humilde.

Jesús que lavaste los pies de tus discípulos, lava mi corazón.

María, hazme humilde. María, hazme pequeño.

Señor, no soy nada. Señor, que sepa que no soy nada.

El diácono al colocarse la estola puede recitar esta oración:

Dona mihi, Domine, stolam humilitatis et servitii, et


quamvis indignus accedo ad tuum sacrum mysterium, merear
tamen gaudium sempiternum

Al colocarse la dalmática puede recitar la siguiente oración:

Indue me, Dómine, induménto salútis et vestiménto


lætítiæ, et dalmática justítiæ circúmda me semper.

108
Las órdenes menores
…………………………………..………………….…………

Colocamos en este lugar del libro el apartado dedicado a las


órdenes menores, no porque éstas pertenezcan al diaconado en
alguna manera, ciertamente no. Sino porque son ministerios que
durante siglos han precedido al diaconado, y de algún modo
constituían como el atrio al primer grado del sacramento del orden.
Su gradualidad y la solemnidad con que siempre se han conferido,
nos hacen entender mejor la sacralidad del sacramento del orden.
Las órdenes menores que precedían al diaconado eran el
ostiariado, lectorado, el exorcistado y el acolitado. El subdiaconado
era tan importante, que se le consideraba una orden mayor, junto
con los tres grados del sacramento. Pero se sabía que estas órdenes
menores y el subdiaconado no eran sacramentos, entre otras cosas
porque incluso un abad mitrado podía conferirlas, o también un
cardenal, aunque no fuera obispo.
Las órdenes menores se siguen confiriendo en las iglesias
católicas orientales así como en las ortodoxas. Aunque ya no se
confieran más estas órdenes menores en la Iglesia Católica de rito
latino de forma generalizada (solamente en algunos institutos
religiosos), entenderlas supondrá comprender mejor la grandeza
del sacramento del orden. Es decir, después de haber explicado, la
dignidad del primer grado del orden, me ha parecido bien dedicar
unas páginas a mirar por encima los atrios previos al diaconado.
Porque si antes hemos explicado el sacramento del orden
prefigurado en las tres cámaras del Santuario del Templo. Las

109
órdenes menores serían como los atrios y cámaras adyacentes
previos a la entrada al santuario.
Esos atrios, esas estancias, eran como el marco preparatorio
a la entrada al lugar más santo. Uno percibía la importancia de la
puerta del santuario por el hecho de atravesar la gradualidad de
espacios y puertas precedentes. Exactamente lo mismo sucede con
las órdenes menores respecto a los tres grados del sacramento del
orden.
Aunque existe una diferencia esencial entre el sacramento y
los sacramentales, esas órdenes menores eran como una escala,
como una escalera grandiosa y ascendente. Por eso, la Iglesia
instituyó esos grados desde la Antigüedad, tanto en oriente como
en occidente. Las órdenes menores datan, al menos, desde el siglo
III. El sacramento del orden era algo tan excelso, que pareció bien
colocar, digámoslo así, unas gradas previas, unos vestíbulos.
Aunque aquellas iglesias antiguas eran conscientes de que existía
una diferencia radical entre la participación en el sacerdocio de
Cristo (en los tres grados del sacramento) y la concesión de
sacramentales que simplemente conferían gracias.
Ordenes menores las cuales, después de algunos siglos,
dejaron de llevar aparejadas funciones reales, pero cuyo
simbolismo permanecía en vigor. Si bien hay que recordar que las
órdenes menores no eran sólo símbolos, también conferían gracias.
En un principio existieron esos ministerios, esos servicios.
Después se sacralizaron esos ministerios, creándose los ritos para
su ingreso. Con el paso de los siglos, se perdieron esos ministerios,
pero permanecieron las órdenes menores. Porque todos
entendieron la grandiosa pedagogía que existía en esa gradualidad.
Pero para los hombres medievales esos ritos no eran meramente
pedagogía, sino ritos portadores de acciones divinas en el alma de
los que recibían esas órdenes.
110
El ritual en el que se otorgaba la orden del ostiariado,
lectorado, acolitado, exorcistado y subdiaconado, dejaba claro que
aquello no era la mera concesión de un encargo, para ello hubiera
bastado entregarles un nombramiento. Sino que se les otorgaba al
alma un bien espiritual a través del rito.
Si bien esa gracia para ejercer bien esa función, no incluía
ningún poder3. Aun careciendo de potestas, las órdenes menores no
eran un mero ministerium, sino una gratia. Hemos mencionado
antes que las órdenes menores no eran un mero ministerio, lo cual
queda patente de un modo más claro en el hecho de que se otorgaba
una gratia para bien del alma, aunque desde hacía muchos siglos
ya no se practicaba el ministerium concreto para el cual se confería
ese sacramental.
¿Cómo se puede reducir el diaconado a un mero ministerio,
cuando eso no lo eran ni siquiera las órdenes menores? Al conferir
las órdenes menores existía la conciencia de que eran acciones del
Espíritu que actuaba a través de la Iglesia. Hasta esas órdenes
menores se consideraba que eran misterios de la gracia que
actuaban en el alma de los que los recibían.
En las diócesis de rito latino en las que no se confieren las
órdenes menores, tanto los presbíteros como los diáconos no deben
tener la idea de que han perdido algo sustancial. Pues el poder
apostólico entregado por Cristo reside en el sacramento del orden.
En las primeras generaciones, no existía ninguna orden menor. Y
el poder de Cristo se transmitía en el sacramento.
Los ministerios instituidos siglos después únicamente pedían
a Dios que otorgara gracias para ejercer esas funciones eclesiales.

3
Sólo hay una orden menor en la que la fórmula expresa la entrega de un poder, en el
exorcistado. Pero el análisis de ese caso concreto desbordaría, por su complejidad, este escrito sobre las
órdenes menores para entrar en el tema del exorcismo.

111
Y no sólo la pedían, sino que, en virtud de ese mismo poder del
sacramento del orden, otorgaban esas gracias en nombre de la
Iglesia.
La concesión de las órdenes menores no eran una mera
petición, sino un acto de poder. Un acto en el que se verificaban las
palabras de Cristo: lo que ataréis en la tierra será atado en el cielo.
Si un cáliz quedaba consagrado al servicio litúrgico por la
bendición, la persona quedaba consagrada al servicio divino por la
recepción de la orden menor.
Qué gran sabiduría la de los antiguos obispos, que ensalzaron
el sacramento del orden rodeándolo de las cinco órdenes menores.
El divino sacramento aparecía así como tres gemas engarzadas en
un quíntuple anillo concéntrico.

Se ha conservado una carta del Papa Cornelio I, fechada en el


año 251, se trata de la Carta a Fabio, obispo de Antioquía en la que
nos ofrece una imagen de las órdenes menores en la Iglesia de
Roma en el siglo III. Pues en esa carta se afirma: Así, pues, el
vindicador del Evangelio [Novaciano] ¿no sabía que en una iglesia
católica sólo debe haber un obispo? Y no podía ignorar, ¿de qué
manera podía ignorarlo?, que en ella [en Roma] hay cuarenta y
seis presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos
acólitos, cincuenta y dos entre exorcistas, lectores y ostiarios; y
entre viudas y pobres más de mil quinientas personas.

La sacralidad de estas órdenes menores, hizo que se añadiera


un rito que las precedía. Rito que no era una orden menor, sino un
atrio previo: la tonsura. Como se ve, a lo largo de siglos de Historia,
la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, sacralizó el camino de
ascensión hacia el sacerdocio.
112
En el rito de conferir la tonsura se cortaban cinco mechones
de pelo, como formando una cruz invisible. La tonsura posterior
formando un círculo en la cabeza era un modo de mostrar la
consagración no sólo con vestiduras, sino también con un signo en
el mismo cuerpo. Un signo que no se pudiera poner y quitar.
Simbolizaba, ante todo, la consagración del clérigo. También
simbolizaba que el clérigo se cortaba los cabellos para que estos no
fueran un motivo de vanidad. El primer testimonio de la tonsura
como rito sagrado cristiano aparece en oriente ya en el año 379.
Sea dicho de paso, desde el momento en que uno entra en el
seminario, alguien que se prepara para el sacerdocio debería
mostrar una apariencia externa acorde al estado clerical. La tonsura
puede ser un buen momento para recordar que los sacerdotes
pueden llevar barba o ir afeitados. Pero que son ajenos a la tradición
clerical los bigotes, patillas largas y perillas.
Los diáconos permanentes se someterán a las normas que se
den por parte de la diócesis en la que esté incardinado. Como es
lógico, la norma podrá ser menos estricta que para los seminaristas
y los diáconos transitorios.
Pero dado que los diáconos van a estar revestidos con
ornamentos sagrados tan cerca del altar, se les recomienda que
sigan esas mismas normas que para el resto del clero. Lo que vemos
mal en el rostro de un sacerdote, no es lo más adecuado para un
diácono que está tan cerca de él en el altar.
En razón de su labor litúrgica, lo mejor para un diácono
permanente será la sobriedad y la dignidad en este tema concreto
estético. Y, desde luego, debe huir de extravagancias en sus
cabellos. Siempre será lo más digno, incluso para el diácono
permanente, o estar completamente afeitado o llevar barba,
evitando cosas intermedias.

113
Procedo ahora a una descripción de las órdenes menores.
Aunque previamente hagamos una pequeña precisión: Si antes
hablábamos de los tres grados del sacramento del orden
(sacerdotal), es decir, tres grados de un único sacramento; ahora
hablamos de cinco realidades distintas que reunidas conforman lo
que denominamos las órdenes menores.
Estrictamente hablando las órdenes menores no forman un
todo unitario con cinco grados. Sino que son cinco órdenes
diversas. Se reciben de forma consecutiva, pero son independientes
entre sí. Y, a diferencia de los grados del sacramento del orden
sacerdotal, si por ejemplo uno recibiese la orden menor del
subdiaconado, ese sacramental no incluiría las gracias espirituales
de las órdenes que se reciben anteriormente según el orden usual.
Pues cada orden es distinta, y por eso en el ritual de cada orden se
piden gracias diferentes. Pasemos ahora a la enumeración y
descripción de las órdenes menores:

OSTIARIO: El oficio de portero es el primer grado. En este grado


se consagraba al guardián del templo, que llama a los fieles al
sonido de las campanas y conserva las cosas sagradas. Es el
guardián del sagrario y, por tanto, del Santísimo Sacramento. En la
ceremonia de ordenación, el obispo le presentaba las dos llaves del
templo sobre una bandeja y, mientras el aspirante las tocaba, el
obispo le decía: Actúa de tal suerte que puedas dar cuenta a Dios
de las cosas sagradas que se guardan bajo estas dos llaves. Todo
sacerdote debe recordar que él también es un ostiario, aunque haya
ascendido a otros grados superiores. Al mismo tiempo que protege
y conserva, el ostiario debe acoger. Gran oficio es éste de acoger a
los que se acercan a la Iglesia. Pues el que se acerca al templo
material, se acerca a la Iglesia. Cuántas veces una conversión se
114
debe sólo a la acogida con que uno fue recibido. Recuerde el
presbítero que debe también él debe ser un buen ostiario. Es decir,
que debe custodiar el templo y sus bienes materiales y espirituales,
y, al mismo tiempo, debe acoger al que llega.

LECTOR: Es a quien se le confería el oficio de leer o cantar


públicamente en el templo las Santas Escrituras. Además, ayudaba
enseñando el catecismo al pueblo, pues leer la Palabra de Dios está
en conexión después con la enseñanza. Quien recibe este orden
también es llamado, a veces, cantor. En la ceremonia de
ordenación, el obispo le presentaba el Misal Romano (pues en él
estaban contenidas antiguamente las lecturas de la misa) y,
mientras el candidato lo tocaba con su mano derecha, el obispo le
decía: Sé un fiel transmisor de la Palabra de Dios, a fin de
compartir la recompensa con los que desde el comienzo de los
tiempos han administrado su palabra. El presbítero y el diácono
desde que reciben el ministerio laical del lectorado, deberían hacer
propósito de dedicar cada día algo de tiempo a leer las Sagradas
Escrituras. No eximiéndose de ello por leerlas en los actos
litúrgicos. Nada puede sustituir la lectura reposada, a solas, sin
prisas de la Biblia.

EXORCISTA: Es a quien se le confiere el oficio de imponer las


manos sobre los posesos del demonio, recitar los exorcismos
aprobados por la iglesia, y presentar el agua bien para ser
bendecida, bien para darla a los fieles. En la ceremonia de
ordenación, el obispo le presentaba el libro de exorcismos al
ordenando para que lo tocara con la mano derecha, y le decía:
Recíbelo y confía a la memoria las fórmulas; recibe el poder de
poner las manos sobre los energúmenos que ya han sido
bautizados o sobre los que todavía son catecúmenos. Los que
115
habían recibido esta orden menor no podían ejercer este ministerio
sin permiso expreso del obispo. Pero esta orden menor era, para
todos y cada uno de los clérigos, un recuerdo, siglo tras siglo, de la
presencia de este ministerio en la Iglesia.

ACÓLITO: Si el lector es un servidor de la Palabra, el acólito es


un servidor del altar. Sirve en todo aquello que sea necesario para
la liturgia eucarística. También era a quien se le encargaba el
encender las velas y lámparas del templo, así como acercar el vino
y el agua al celebrante. Al ordenarse, el aspirante tocaba con su
mano derecha el candelero con un cirio apagado que le presentaba
el obispo, mientras este le decía: Recibe este candelero y este cirio,
y sabe que debes emplearlos para encender la iluminación de la
iglesia, en el nombre del Señor. Después el obispo le entregaba una
vinajera vacía, y mientras el aspirante la tocaba con los dedos de la
mano derecha, le decía: Recibe esta vinajera para proveer el vino
y el agua en la eucaristía de la sangre de Cristo, en el nombre del
Señor.

SUBDIÁCONO: Esta institución tiene su origen en algunos


obispados orientales, en los que, a imagen literal de los Hechos de
los Apóstoles, sólo se ordenaba a siete diáconos. Y, por tanto, el
resto que ejercían funciones parecidas debían ser subdiáconos. La
función principal del subdiácono es leer durante la misa, una de las
epístolas, y servir en el altar, subordinado al diácono. Al
subdiácono también se le encarga el oficio de purificar fuera del
altar los lienzos y vasos sagrados. En la sacristía, el subdiácono
asiste al diácono en la vestición del obispo.

116
El número de las órdenes menores tiene su simbolismo. Pues
contando la tonsura, el episcopado sería el noveno paso de este
camino. El nueve es un número no sólo trinitario, sino que al ser
tres veces tres indica plenitud. Si contamos los siguientes pasos
(arzobispo y cardenal), el Papado sería el duodécimo paso, un
número de indudable simbolismo bíblico.

117
V Parte
……………………………………………………………………………………………

Apéndice

118
Cuando ya el libro estaba finalizado, algunas lecturas me han
hecho reflexionar y añadir esta última parte compuesta por temas
diversos. En un mundo ideal en el que yo dispusiese de gran
abundancia de tiempo, quizá hubiera integrado estas partes en la
parte teológica de esta obra. Pero no me importa que este libro
tenga un aspecto vital, de escrito que ha ido creciendo.

Repartición de la potestas sacramental


………………………………………………………………………………………………………………………..

La gran pregunta es por qué el Señor no repartió la potestas


sobre los sacramentos entre los tres órdenes. Por ejemplo, visto
desde una mentalidad humana, parecería más razonable que el
diácono pudiera confesar y dar la unción de los enfermos. También
parecería razonable que el obispo tuviera algún otro sacramento
reservado a él solamente, por ejemplo, un sacramento tan excelso
y noble como la confirmación. Incluso aunque esta reserva
implicara que quizá no todos pudieran recibir ese sacramento. Con
eso se sacrificaría el que todos pudieran recibir la confirmación,
pero se recibiría con más conciencia de la grandeza de ese
sacramento, ya que sólo lo podría conferir el poder apostólico. Y,
sin embargo, observamos que casi todo el poder sacramental se
concentra en el segundo grado. ¿Por qué esto? Y es que de esta
manera el primer grado parece que queda totalmente desprovisto
de entidad, y al mismo tiempo parece que al tercer grado se le añade
tan poco que algunos medievales se preguntaron si el episcopado
no sería meramente una adición de autoridad al segundo grado.
119
El modo humano de organizar las cosas, sería distribuir más
entre los tres grados la potestad sobre los sacramentos. Con eso
parecería que ennobleceríamos el diaconado, y ennobleceríamos al
episcopado. Pero los pensamientos humanos, no son los divinos.
Dios quiso recalcar el carácter de servidumbre del diácono. Y Dios
no quiso privar de ninguna gracia espiritual a sus hijos, cosa que
hubiera ocurrido reservando más sacramentos al episcopado.
Según los criterios del mundo debería haber una especie de
pirámide: más diáconos, menos presbíteros, todavía menos
obispos. Pero la voluntad de Dios fue que sólo hubiera algunos
diáconos, para recordarnos la enseñanza diaconal, pero sin querer
limitar los dones que podrían recibir los fieles de cada comunidad.

Sacramentalmente, el presbiterado contiene casi todo. En


cuanto a potestad sacramental, el episcopado añade poco. Por eso,
hay pocos obispos y pocos diáconos. Los unos son pocos como
posesores de la autoridad, y los otros son pocos como
representación del servicio. En el hecho de que entre los ordenados
los presbíteros sean más del 90% hay una gran sabiduría, no ha
ocurrido fruto del azar. Ése era el plan divino. ¿Tendría sentido que
ser clérigo fuera una realidad incompleta? Si debía haber clérigos,
que estos tuvieran la potestas lo más completa posible. ¿Para qué
dar más trabajo al obispo si sólo él pudiera conferir ciertos
sacramentos?
Son pocos los obispos y pocos los diáconos, porque así lo ha
querido Dios. Pocos diáconos, porque si hay clérigos en una
diócesis es mejor que éstos puedan conferir todos los sacramentos
necesarios para los laicos. Como se ve, en el plan de Dios el
segundo grado del orden es un grado sacramentalmente completo
en sí mismo. Así como el diaconado es completo en sí mismo en
su espiritualidad de anonadamiento.

120
El diaconado es completo para lo que se precisa en su relación
de complementariedad frente al presbiterado o al episcopado.
Como realidad independiente, no complementaria, sería algo
insuficiente. Repetimos la imagen que antes hemos expuesto:
aunque pueda haber diáconos que respondan directamente al
obispo, lo normal es que el diácono sea como un satélite orbitando
alrededor del presbítero. No es el diácono una luna que vaga de
forma independiente. Su carácter de servicio (y, por tanto, de
humildad) se ve más claramente en su puesto junto a un presbítero.
Y no se vería tanto si él mismo se convirtiera en centro.
El diaconado es una vocación, no un título de reconocimiento
al buen trabajo eclesial de un laico. Ordenado ad ministerium, lo
mejor que puede hacer un diácono es centrarse en el servicio. El
diácono se encaminará hacia la pérdida de la ilusión y hacia la
amargura si comienza su ministerio quejándose de que no se le
tiene en cuenta, de que no se valora la misión de los diáconos, de
que los presbíteros no entienden la teología acerca de su estado.
Antes he dicho que el diaconado permanente es una vocación.
Permítaseme hacer una precisión histórica. En los primeros siglos,
de entre los laicos que más colaboraban en la comunidad, a veces,
se escogía al más digno para conferirle ese misterio sagrado del
primer grado del sacramento del orden. En esa situación, el diácono
no lo era tanto por vocación interna (vocatio, llamada), sino por
vocación externa, es decir, por una llamada externa de la
comunidad que le pedía que asumiera ese servicio. Por supuesto,
que esa petición de la comunidad tenía que estar unida con el
sentimiento interno de que uno estaba llamado a ese servicio.
Dígase lo mismo, para el caso de muchos que eran elevados al
presbiterado.

121
Hipótesis que nos llevan a comprender
mejor la realidad
………………………………………………………………………………………………………………………..

Imaginemos una hipótesis, una Iglesia en la que el


presbiterado únicamente existiera recluido en monasterios. Como
si se considerase que la capacidad de realizar las transubstanciación
fuese algo tan sagrado, que el ministro debiera ser un hombre santo
dedicado a la oración y la penitencia. Imaginemos que en cada
diócesis hay una docena de monasterios, y que el pan consagrado
fuese repartido por las parroquias de cada diócesis. Y que ese pan
consagrado, cada domingo, fuese ofrecido sobre el altar por los
diáconos, en medio de una liturgia de alabanza. El obispo sí que
uniría en su persona el poder sobre los sacramentos junto con la
autoridad sobre la diócesis.
Este modo de organizar los tres grados del orden, es uno de
los centenares de modos posibles de articular la relación entre
diáconos, presbíteros y obispos. Pero el modo en que, de hecho, se
ha articulado es obra del Espíritu Santo. Pues el modo actual es el
que hemos recibido a través de la tradición. Es decir, el Espíritu
Santo está detrás de la arquitectura esencial de la Iglesia. Los
experimentos posibles son muchos, pero no se puede jugar con algo
tan santo como la tradición. Por eso, cuando afirmamos que la
tradición ha permitido a los diáconos algo (por ejemplo, ser legados
pontificios, ser ecónomos, ser cardenales), no es un dato
meramente erudito. Es la expresión de la vida de la Iglesia durante
siglos, y que proviene como algo vivo desde los comienzos.

122
Representación de Cristo en cada uno de los
tres grados
………………………………………………………………………………………………………………………..

Permítaseme citar a Estrada, cuando escribía:

Hay una sucesión en el munus apostolicum según tres formas ministeriales,


que desde antiguo hemos denominado episcopado, presbiterado y diaconado. Por
eso el diaconado es un ministerio jerárquico, integrado de manera unitaria en el
sacramento del orden, que es el sacramento de la representación de Cristo y de
su autoridad para edificar la Iglesia4.
Sólo el conjunto de los tres ministerios es garante del ministerio
apostólico y de la representación de Cristo Siervo, Cabeza y Pastor de la Iglesia.
Unos representan a Cristo servidor (diáconos), otros a Cristo sacerdote
(presbíteros) y otros a Cristo cabeza (obispos)5.
Pero se considera que no se puede hacer del servicio un elemento
teológico específico de la identidad del diaconado, pues es una cualidad común
a toda la jerarquía. La configuración sacramental le constituye en signo vivo de
Jesús, Señor y Siervo de todos6.

La autoridad episcopal se recibe por la missio papal. Pero


aunque la reciba desde fuera, el obispo es el recipiente natural de
la autoridad eclesiástica. Por supuesto que hay obispos sin
autoridad (los eméritos o algunos curiales), pero son excepciones.
Si dejamos aparte la autoridad, ¿qué diferencia hay entre
sacerdocio (presbítero) y sumo sacerdocio (obispo)? El sacerdote
levita y el sumo sacerdote levita estaban de igual manera ante el
altar de los holocaustos. Lo mismo ocurre ahora, el obispo y el
presbítero están ante el altar de la misma manera. Sin embargo, el
sumo sacerdote penetraba en el sancta sanctorum y consagraba

4
Álvaro Arturo ESTRADA SOLÍS, “El Diaconado en la Literatura Teológica Italiana”, en Excerpta e
Dissertationibus in Sacra Theologia, Vol. LI, n. 1, Pamplona 2007, pg 11.
5
Álvaro Arturo ESTRADA SOLÍS, Ibidem, pg 44.
6
Álvaro Arturo ESTRADA SOLÍS, Ibidem, pg 48.

123
sacerdotes. También ahora el obispo consagra sacerdotes y ejerce
el máximo sacerdocio en la liturgia con la mayor magnificencia
posible.
Como se ve, el presbítero representa a Cristo, pero lo
representa como presbítero. El obispo representa a Cristo, pero lo
hace representando a los Apóstoles. Ésa es una diferencia. El
diácono representa a Jesús siervo, a Jesús humilde en un segundo
plano, ayudando. Y así en la misma ceremonia catedralicia tenemos
ante nuestros ojos a un ministro que representa a Cristo Sumo
Sacerdote, y otro ministro que representa a Jesús humilde, el Jesús
que calla, que trae los objetos, que lleva la jofaina y lava los pies.
En medio de estos dos extremos del Cristo del culto, y del Jesús del
servicio, están los presbíteros que representan a Jesucristo pastor.
En una misma concelebración, las tres facetas del Mesías aparecen
ante los ojos de un modo misterioso, velado.

124
Agere in persona Christi
………………………………………………………………………………………………………………………..

Cuando el obispo da una orden o ata y desata algo en el


campo espiritual, es como si lo hiciera Cristo. Lo hace con la
autoridad recibida de Jesús y, por tanto, es como si lo hiciera Él
a través de ese obispo. El obispo puede equivocarse al dar esa
orden, pero el mandato es dado in nomine Christi. Cuando el
presbítero realiza un sacramento, es Cristo el que obra ese
sacramento a través del sacerdote. Cuando el diácono bendice,
es Cristo quien bendice. Cuando el diácono sirve en obras de
caridad, representa a Cristo que siendo sacerdote realizaba las
obras más humildes.

Algunos autores medievales intentaron, sin éxito, explicar


la episcopalidad como un ministerio eclesial. Es decir, como
una función creada por la Iglesia. Según ellos, el poder
apostólico residía en el presbiterado, y el episcopado consistía
en una mera recepción de autoridad. Según ellos, la capacidad
para conferir el sacramento del orden se encontraba en el
presbiterado, sólo que atada con la autoridad de atar y desatar.
Obsérvese el interesante paralelismo que existe en este error
sacramental, al reducir a un ministerio tanto el episcopado
como el diaconado.

La naturaleza del diaconado está íntimamente ligada con


la teología sobre el sacerdocio. Si el diaconado no participa del
sacerdocio, entonces no sería parte del sacramento del orden,

125
y no sería un sacramento. Recibir el sacramento del orden
implica insertarse en la transmisión del munus apostolicum.

Algunos autores afirman que sólo el presbítero ofrece el


sacrificio eucarístico. En mi opinión, el diácono no consagra, pero
sí que ofrece la Víctima al Padre sobre el altar. Démonos cuenta de
que en la doxología Por Cristo, con Él y en Él… es cuando de
forma solemne el presbítero ofrece al Padre la Víctima. ¿Por qué
entonces se asocia al diácono en ese momento del ofrecimiento
solemne, cuando no hay ninguna necesidad de ello? Démonos
cuenta de que el presbítero se basta para elevar la patena y el cáliz.
Desde la perspectiva que sostengo, hay tres niveles de
sacerdocio, pero el ofrecimiento de la Víctima es igual en los tres
grados. De acuerdo que el presbítero produce la transubstanciación,
pero cuando se ofrece solemnemente esa Víctima al Padre, ¿por
qué la ofrecería más el presbítero? La Víctima se ofrece o no se
ofrece. Pero no hay forma de ofrecerla más. De hecho, la Víctima
es ofrecida en el altar por toda la comunidad allí congregada. Lo
que cambia es que el sacerdote la ofrece en nombre de todos los
bautizados allí reunidos.

El tercer grado (el episcopal) es más noble, representa más (el


poder apostólico) ante el Trono de Dios, pero no ofrece más la
Víctima, ni de un modo diverso, que el presbítero. De hecho, en ese
momento, el presbítero y el obispo van vestidos del mismo modo.
Pues en el momento del ofrecimiento el obispo no lleva ni mitra ni
solideo. Sólo la cruz pectoral y el anillo les distingue. Y hasta el
siglo XX, la cruz pectoral se llevaba siempre bajo la casulla. Esta
forma de vestir igual no ocurrió por casualidad. Sino que era un
modo de mostrar la esencial identidad de sacerdocio en ese
momento ante el altar.

126
Desde la perspectiva meramente humana de repartir el
trabajo, ¿podría la liturgia primitiva haber evolucionado de forma
que el diácono elevase las dos especies sobre el altar, quedándose
el presbítero detrás? Podría, pero habría sido completamente
inadecuado. Porque lo propio del primer grado no es aparecer, sino
eclipsarse. Lo propio de él no es ser el centro en el culto, sino estar
en un segundo plano. Lo adecuado a su ser es colaborar, ayudar,
servir, no presidir el culto. No se ha creado el primer grado, para
después hacer de él el centro. Podrá, en ocasiones, ser el centro si
falta el presbítero. Pero no es lo propio de él. E incluso cuando lo
haga, quedará claro por su falta de poder, que eso es sólo una labor
diaconal respecto al presbítero, es decir, que está allí ayudando
porque no puede asistir el presbítero a ese acto de culto.

Criterios restrictivos
………………………………………………………………………………………………………………………..

Hay diversos modos errados de entender los tres grados del


orden. Algunos equivocadamente pueden pensar que el diácono es
un presbítero con facultades limitadas, o que el obispo es
simplemente un sacerdote que puede ordenar sacerdotes.
El criterio de entender las cosas de un modo más restrictivo o
más amplio, se puede aplicar también no sólo al ser sacramental,
sino también a la relación entre el presbítero y el obispo. Y así
algunos, equivocadamente, consideran que el único pastor de la
diócesis es el obispo, basándose en que sólo él lo es por
antonomasia. Que el obispo sea el pastor por antonomasia de la

127
diócesis, no significa que sus presbíteros no sean pastores de sus
comunidades. Pero según esta visión duramente restrictiva habría
tres tipos de ordenados, pero sólo dos grados dotados con el
sacerdocio, y únicamente un grado (el episcopal) en el que el
ordenado sería verdaderamente pastor.
Sin ninguna duda, cierta mentalidad eclesiológica de entender
el episcopado, en la que los presbíteros son meros diáconos del
obispo, simples extensiones de su voluntad, sólo instrumentos
ejecutores de las órdenes del único pastor.
Incluso hubo alguna época, en que este modo restrictivo de
entender las relaciones entre ordenandos, se aplicó a los obispos
respecto al Papa. Viendo a los obispos como delegados papales y
sólo eso. Como se observa, la visión restrictiva no tiene límite, y
resulta empobrecedora.
Pero la visión maximalista también tiene sus riesgos. Pues
llega un momento en que el diácono en vez de ser un satélite
girando alrededor del presbiterado, se convertiría en un sol. Lo cual
desdibujaría su espiritualidad de anonadamiento. La gloria del
diácono es desaparecer.

Paralelismo con los grados del sacerdocio


levítico
………………………………………………………………………………………………………………………..

Los diáconos se comparan con los hijos de Leví, los


presbíteros se comparan con los hijos de Aarón, que tenían

128
funciones superiores a los levitas. Y el obispo es el Sumo Sacerdote
de la diócesis.
En el Antiguo Testamento son muchos los pasajes en los que
se afirma que los levitas son sacerdotes (por ejemplo, Dt 18). Ahora
bien, ¿por qué son sacerdotes si la mayor parte de ellos no ofrecían
el sacrificio en el altar del Templo? Incluso dentro de las jerarquías
del Templo, hay pasajes en los que vemos que se llama sacerdotes
sólo a los que ofrecían el sacrificio.
En mi opinión, se observa que la misma dificultad que existe
hoy día entre sacerdote-diácono y sacerdote-presbítero existía ya
en el Antiguo Testamento entre el sacerdocio levítico y el
sacerdocio del Templo. Y esta dificultad proviene de los mismos
textos sagrados, no de añadiduras posteriores. ¿Por qué no pensar
que ocurre lo mismo en el sacerdocio de la Nueva Alianza? Es
decir, que existe una dificultad implícita que no es fruto de la
Historia, sino de la misma dificultad para entender el carácter
misterioso del primer grado del sacerdocio tanto levítico como
cristiano.

Claro que esto nos lleva a plantearnos otra cuestión, si


sacerdote es el que ofrece el sacrificio, un laico al que se le
permitiese, ¿podría ofrecer el sacrificio sobre el altar? La respuesta
es no. Porque en la Nueva Alianza el ofrecimiento material del
Cordero Pascual sólo lo pueden hacer personas consagradas con el
rito sagrado del sacramento del orden.
Que sólo el sacerdote consagrado puede lícitamente
encargarse del oficio sacerdotal es algo enseñado por Dios incluso
para el culto levítico. Y así aparece en II Crónicas 26, que cuando
el rey Uzías quiso quebrantar esta norma, fue castigado:

129
Cuando Uzías se hizo fuerte, su corazón se enalteció hasta corromperse. El
actuó con infidelidad contra Yahveh su Dios y entró en la casa de Yahveh para
quemar incienso en el altar del incienso. El sacerdote Azarías entró tras él, y ochenta
sacerdotes de Yahveh con él, hombres valientes.

Estos se pusieron contra el rey Uzías y le dijeron: —¡No te corresponde a ti,


oh Uzías, quemar incienso a Yahveh, sino a los sacerdotes hijos de Aarón, que han
sido consagrados para ello! ¡Sal del santuario, porque has actuado mal! ¡Esto no te
servirá de gloria delante de Yahveh Dios!

Pero Uzías, quien tenía en su mano un incensario para quemar incienso, se


llenó de ira. Y al airarse contra los sacerdotes, brotó lepra en su frente, en presencia
de los sacerdotes, en la casa de Yahveh, junto al altar del incienso.

Tanto en el sacerdocio levítico, como en el cristiano, sólo


puede realizar el munus sacerdotale aquél que ha sido consagrado
como sacerdote. Tal ha sido la tradición en la Iglesia desde el
mismo comienzo. También fue voluntad del mismo Dios, el que en
la Iglesia estuvieran unidos el ejercicio del sacerdocio, el pastoreo
jerárquico y el sacramento del orden. Estos tres elementos están
unidos por voluntad del mismo Dios. Esto fue voluntad de Él, no
mera organización eclesiástica.
Sin embargo, esto no ocurre así con la función de enseñar. Un
laico puede enseñar incluso a los obispos. Tampoco está unido al
sacerdocio el profetismo, o el ejercicio de dones carismáticos. Pero
jerarquía, sacerdocio y sacramento del orden sí que forman una
unidad. El jerarca debe ser sacerdote, y para ejercer esas dos
funciones debe estar ungido con el don del sacramento del orden.
Fijémonos que, en sí mismos, sacerdocio, el pastoreo y
consagración con el sacramento del orden son tres elementos
diversos; y que, en abstracto, pueden desunirse, pero tal cosa no
sería la voluntad fundacional de Dios. Y digo “voluntad de Dios”
porque, sin duda, esta praxis es lo que se ha mantenido en todas las
iglesias de oriente y occidente, en todos los siglos. Pero estoy
convencido que incluso se podría decir que probablemente fue
“voluntad de Cristo expresada a los Apóstoles”. Porque pienso que
algo tan importante es razonable que debiera ser explicado por
130
Jesús someramente a los Apóstoles cuando hablaban de las cosas
del Reino.

¿Por qué quedarse en el diaconado?


………………………………………………………………………………………………………………………..

Hemos insistido mucho en la vocación al diaconado, en la


entidad del primer grado, en la voluntad de Dios de que existiese
este grado sacerdotal. Ahora bien, no podemos obviar una pregunta
delicada: ¿Si uno está soltero o viudo, para qué quedarse en
diácono si podría continuar hasta el presbiterado? Por más que
hablemos de la belleza y la espiritualidad propia del diaconado, los
individuos no casados que quieran trabajar a tiempo completo para
la Iglesia siempre desearán el presbiterado. Podrá haber individuos
que sean excepciones, pero siempre serán excepciones.
De manera que el diaconado permanente, por lo general, será
una vocación para aquellos hombres casados que, por la ley del
celibato, no pueden acceder al presbiterado. Si sientes vocación al
servicio del altar, a colaborar intensamente con tu parroquia, si tu
ardor por esa ayuda eclesial es tan grande que quieres consagrarte
para servir en la liturgia, entonces, si estás casado y tienes tu
trabajo, tu vocación es la diaconía permanente. Pero si estás ya
viudo, si ya no deseas trabajar en tu trabajo civil, sino dedicarte
enteramente a la Iglesia, entonces, harás lo posible por llegar al
presbiterado.

¿Esto seguiría siendo así si no existiera la obligación del


celibato? Es decir, los laicos casados que quieren dedicarse

131
enteramente a trabajar para la Iglesia ¿preferirían ser diáconos
permanentes en vez de acceder al presbiterado? En mi opinión, no.
La mayoría querría acceder al presbiterado. Lo que sucede es que
conviene poderosamente al presbiterado el ser célibe. El esquema
actual de la iglesia de rito latino es muy adecuado a la dignidad de
la res sacra de la que hablamos y a la realidad de la vida cotidiana
de los ministros:

Diaconado permanente: casado y trabajo civil.

Presbiterado: celibato y entrega total

Episcopado: santidad, ciencia teológica, capacidad de gobierno

Por supuesto que esto es un esquema en el que caben


excepciones. Pero, como marco general, es sumamente adecuado.
Si la obligación del celibato se aboliera para acceder al
presbiterado, habría que determinar nuevos criterios para
determinar quiénes de entre los diáconos permanentes acceden al
presbiterado. Aunque es posible imaginarse una Iglesia cuyo clero
estuviese formado por célibes y casados, qué duda cabe que el
sacerdocio, el sacerdocio en general, el contacto con las cosas
sacras, pide santidad de vida, alejamiento de las cosas del mundo,
una cierta ascesis, vida espiritual. De ahí que el celibato no es una
añadidura extrínseca al sacerdocio, sino un estado pedido (no
exigido) por esa misma entrega al servicio del Señor en su templo.
Obsérvese que ni siquiera hablo de la conveniencia de ello para
la disponibilidad para el apostolado, esa razón de la disponibilidad,
aunque verdadera, no es la razón esencial. La razón sustancial la
hallamos en la relación entre ascetismo-celibato-consagración y
santidad del culto divino. Es la persona santificada la que debe
tocar la santidad de las cosas sacras. Por supuesto que el celibato
no confiere por sí mismo la santidad, pero nada facilita tanto la
santidad como ese sacrificio. Ese holocausto, de por sí, santifica

132
incluso sin el sacramento. De manera que la santidad de la castidad
perfecta (que requiere heroísmo) es el sustrato perfecto para recibir
la santidad del sacramento sacerdotal.
Esto sería así incluso para el celibato que es un primer grado
del sacerdocio. Si por un imposible tuviéramos un evidente exceso
de peticiones al diaconado permanente, se escogería para
ordenarlos a aquellos que pudieran unir el celibato al don sagrado
del diaconado. Pero como no existe esa sobreabundancia, se
sacrifica la exigencia de cualidades, para disponer de más
individuos que puedan servir a la comunidad y al culto. Y se
sacrifica esa exigencia de cualidades, porque son cualidades
convenientes, no necesarias. De hecho, en una situación hipotética
de sobreabundancia de vocaciones al presbiterado, sólo debería
ordenarse a aquellos candidatos verdaderamente santos. Como no
existe esa sobreabundancia, ordenamos para el presbiterado a
individuos imperfectos. Pero incluso en el presbiterado se impone,
con razón la necesidad del ministerio, frente a la santidad personal
que objetivamente requeriría el don otorgado por el sacramento del
orden. Como se ve, los paralelismos entre los tres grados del orden,
son evidentes.
Pero después de todo lo dicho, concluimos que a pesar de que
el diaconado tenga entidad propia, una entrega total lleva hacia el
presbiterado. Es decir, el celibato y el trabajo a tiempo completo
para la Iglesia, conducen al presbiterado. Nadie se quedaría en el
grado inferior, pudiendo ascender al superior.

Una cuestión que muchos autores plantean a menudo es si no


es un error clericalizar al diácono. La respuesta es simple, siempre
habrá unos diáconos más clericales, y otros más laicales. Siempre
habrá un cierto número de ancianos diáconos viudos que vivirán
como monjes en su casa, y otros que se han ordenado con verdadera
y celeste vocación, pero sólo para ejercer una función en su
parroquia un par de días a la semana.
133
Lo que hay que evitar es entender al diácono como una
intermediación entre el pueblo y el sacerdote, porque él es
sacerdote en el primer grado del sacramento. Es parte del clero. No
es un puente entre el sacramento del bautismo y el del orden. O se
está dentro o se está fuera. La línea divisoria es una frontera
definida y clara. Porque es la frontera que delimita lo profano de lo
sacro.
Por eso, el diácono podrá limitarse a cumplir con lo mínimo
que le exige su estado. Pero no será ningún error el que el diácono
se clericalice a sí mismo, si así lo desea: en el modo de vestir, en el
tiempo que dedica a la oración, en la interrupción de su trabajo (si
puede) para el rezo de las horas canónicas, etc. Con toda libertad,
sin ningún problema de conciencia, el diácono podrá elegir entre
un modo de vida más laical o uno más clerical.

134
Conclusión
………………………………………………

Al querido diácono que me embarcó en la labor de revisión


de mis notas personales, por fin le pude ofrecer mi obra. Nunca
hubiera comenzado de saber que me iba a implicar tanto tiempo.
Pero me consuelo al pensar que podrá ser de utilidad para muchos
diáconos. Como ya he dicho antes, yo mismo me considero
diácono. Conforme pasan los años de mi vida, más diácono me
siento. Incluso, debería decir que me siento más inútil. Me acuerdo
cuando con diecisiete años entré por la puerta del seminario. Me
acuerdo de las ilusiones del joven sacerdote de veinticinco años.
Ahora, pasado el meridiano de la vida, reconozco que ante el
impresionante Misterio de Dios, me siento inútil. Dios lo puede
hacer todo por sí mismo. Mi trabajo sólo sirve para manifestar mi
amor por Él. Dios no me necesita. Un Ser Infinito no necesita de
nadie. Me santifico trabajando. Pero desde la más profunda
convicción de la vanidad de las cosas.

21 de agosto de 2013

fecha en que finalicé esta obra

Yavhéh da firmeza a los pasos del hombre,

se complace en su camino

Salmo 37, 23.

135
www.fortea.ws

136
José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro,
España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en
demonología.

Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la


Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de
Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de
Comillas.

Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de


Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de
licenciatura El exorcismo en la época actual, dirigida por
el secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la
Conferencia Episcopal Española.

Actualmente vive en Roma, donde realiza su doctorado en


Teología, dedicado a su tesis sobre el tema de los
problemas teológico-eclesiológicos de la práctica del
exorcismo.

Ha escrito distintos títulos sobre el tema del demonio, la


posesión y el exorcismo. Su obra abarca otros campos de
la Teología, así como la Historia y la literatura. Sus títulos
han sido publicados en cinco lenguas y más de nueve
países.

www.fortea.ws

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