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de la Diaconía
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J.A
Fortea
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Editorial Dos latidos
© Copyright José Antonio Fortea Cucurull
Título: La luz de la diaconía
Todos los derechos reservados
fortea@gmail.com
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Formato para tablet
Versión 3 de esta obra
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iv
Que yo, diácono,
muestre el rostro de Cristo humilde que
vino a servir
v
vi
lux diaconiae
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vii
Índice
…………………………………………………………………………………………
Prólogo 1
Consideraciones espirituales 5
La vocación al diaconado 11
La familia y el trabajo del diácono 22
La relación con el párroco 32
La murmuración como parte del trabajo parroquial 35
viii
IV Parte, Cuestiones Finales
Las tres diaconías 94
Qué no es el diácono 104
Algunas oraciones para rezar durante el tiempo de diaconado 106
Las órdenes menores 109
V Parte, Apéndice
Conclusión 135
ix
Prólogo
………………………………………………
1
dogma. Aquí expongo mis reflexiones teológicas. De ningún
modo, deseo que parezca que quiero imponer mis opiniones.
Esta obra, aunque dirigida a los diáconos, podrá ser leída con
exactamente el mismo aprovechamiento espiritual por parte de los
presbíteros tanto como de los diáconos. Todos los sacerdotes
debemos sentirnos diáconos hasta el final de nuestra vida. El
diaconado no desaparece, el presbiterado se suma al diaconado sin
extinguir a éste. De ahí que el sacerdote sigue siendo diácono, y
por eso debe recordar su faceta diaconal. Toda su vida tiene que
intentar revivir el espíritu de ese primer grado del sacramento del
orden.
Los consejos y pensamientos que se ofrecen aquí, se dan
indiferentemente tanto para los diáconos transitorios, como para
los permanentes. Aunque, como se verá, algunas líneas tendrán en
mente más al diácono transitorio, y otras a los permanentes.
Estos consejos hará bien en meditarlos y tratar de aplicárselos
a sí mismo, no sólo el presbítero, sino también el obispo.
Precisamente, para recordar esto, en los grandes pontificales el
obispo bajo la casulla tenía que revestirse con la tunicela, para
recordarse a sí mismo que sigue siendo diácono. La tunicela era la
dalmática propia de los obispos, de tela más fina porque debía
colocarse sobre el alba y bajo la casulla. El mensaje de esa
dalmática era que hasta el obispo es un diaconus ecclesiae.
Todos los clérigos debemos refrescar nuestra diaconía. Con
los años, el espíritu de servicio tiende a apagarse. Es la condición
humana. Pero, de tanto en tanto, el Espíritu de Dios sopla y el fuego
del amor al prójimo revive de nuevo en nosotros con el mismo
ardor que los primeros días de nuestra entrega.
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Una última cosa, ésta es una obra de carácter espiritual a la
que se han añadido partes teológicas, no un tratado del sacramento
del orden donde se estudie el diaconado desde una teología
sacramental sistemática. Aun así, he querido dedicar unas páginas
a analizar la naturaleza teológica del primer grado de ese
sacramento. Pero para dejar claro el carácter de este libro, no he
querido empezar con las cuestiones teológicas. Después, con el
pasar del tiempo añadí un largo apéndice con más cuestiones de
naturaleza teológica. El índice es un reflejo de lo que comenzó
como una obra espiritual.
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I Parte
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Cuestiones Espirituales
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Consideraciones espirituales
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Ante una orden que no nos gusta, que nos hace rabiar: ¿Por
qué a veces nos empeñamos en servir como nosotros queremos?
Hace años, vinimos a servir, y ahora las cosas tienen que ser a
nuestro gusto. A nuestro gusto, con la excusa de que es lo que Dios
quiere. No lo hacemos por nosotros, nos engañamos, exigimos las
cosas porque es lo que Dios quiere para ser mejor servido. No es
por mí, es por el bien de las almas.
De esto viene el que se pierda la paz. Y de la falta de paz
viene la amargura. Se realiza el trabajo, sí, pero ya sin dicha. Las
aguas del alma que estaban cristalinas cuando nos entregamos al
decidir seguirle, comienzan a enturbiarse, comienza a haber fango
en nuestro espíritu. Como es lógico, de todo esto lo primero que
viene es la pérdida de ilusión.
Recuerde el obispo al ordenar a un diácono, que en esa
ceremonia puede Dios otorgar más gracia santificante que al
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ordenar a un obispo. Per se es muy superior la potestas que se
otorga en la ordenación episcopal frente a la diaconal. Además,
junto al efecto esencial del sacramento, se otorga también gracia
santificante. Y la gracia santificante que se da al alma del
ordenando, la gracia que le embellece y le llena de luz, puede ser
muy superior, incomparablemente superior, en la ordenación de un
diácono que en la de un obispo, si ese ordenando se prepara más,
si tiene más humildad y más amor.
Puede haber un ordenando al episcopado lleno de soberbia,
poco dado a la oración, que no se ha preparado nada y que tiene
una visión humana de las cosas, que en su ordenación episcopal
reciba poco más que la potestas y las gracias gratis datae
contenidas en el sacramento. Eso y sólo eso, lo mínimo. Mientras
que puede haber un ordenando al diaconado tan lleno de virtud, tan
lleno de ansia por la gracia, que se haya preparado tanto, que la
ordenación diaconal suponga una impresionante transformación de
su alma.
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La vocación al diaconado
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11
Y más cuando Dios quizá pueda decir en el Juicio Final: Si
hubieras ordenado a esa persona como diácono permanente, él me
hubiera dado más gloria con su diaconía, que tú con tu episcopado.
Si Dios da a alguien la vocación al diaconado y un obispo le
niega injustamente ese estado de vida, Dios rehará los planes para
esa alma cuya vocación ha sido truncada. Esa alma se santificará
por otros medios. Dios le otorgará la vocación diaconal a sabiendas
de que no llegará a recibir el sacramento. Pero su santificación no
sufrirá merma alguna.
¿Quién es el obispo para enmendar los planes divinos? El
obispo no es un dueño de los sacramentos que pueda negarlos sin
rendir cuentas a Dios. Discernir acerca de la vocación de una
persona, significa discernir los planes del Altísimo respecto a
alguien. Labor que hay que realizar con sumo cuidado, para no
incurrir en la ira del Señor, porque estamos hablando de cosas muy
serias.
El obispo tiene el deber de distinguir entre el diamante
auténtico de la llamada de Dios, y la falsa gema de alguien que,
diga lo que diga, no muestra los signos de la verdadera vocación o
no tiene las cualidades para ese camino. Pero si su vocación es
auténtica y sus cualidades suficientes, no debe negar el sacramento
a quien puede recibirlo. Hablo de verdadero deber. El
administrador debe estar atento a lo que el Espíritu Santo quiere
que se haga con esa persona.
En realidad, el obispo no es dueño de ningún sacramento, es
un administrador que tiene obligación de conferirlos siempre que
no obsten serias razones objetivas en contra. Hay una diferencia
muy grande entre decidir y discernir. El obispo discierne quién
debe ser ordenado. Cerrar la puerta a toda vocación al diaconado
permanente, como sucede en algunas diócesis resulta inaceptable.
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Y hablo de un grave deber por parte del obispo, porque si el
candidato puede ser ordenado, entonces debe ser ordenado. El
obispo está sometido a la voluntad de Dios respecto a ese
candidato. No es un asunto dejado a la libre voluntad episcopal con
total indiferencia por parte de Dios.
No está dejado ni a la libre voluntad del candidato (que lo que
tiene que hacer es la voluntad de Dios), ni del ordenante (que
también tiene que hacer la voluntad de Dios respecto del
candidato). El obispo puede tomarse el tiempo necesario para
discernir esa voluntad, puede poner las condiciones razonables que
vea conveniente a los candidatos a las órdenes. Pero, al final, el
candidato que puede ser ordenado viene enviado por Dios, y
rechazarle supone rechazar al que le envió.
Si esa persona viene a llamar a la puerta del diaconado
permanente porque así se lo pidió Jesús en su conciencia, cerrar la
puerta con desprecio, supone cerrar la puerta al que lo envió. Los
seminaristas con vocación han sido enviados por Jesús al
seminario. Y no otra cosa sucede con los diáconos permanentes.
Recuerdo un obispo que para justificar su negativa a los
diáconos permanentes, me dijo: Es que aquí todos los diáconos han
dado muy mal resultado. Pensé, y si las monjas hubieran dado mal
resultado qué hubiera hecho su excelencia, ¿prohibir a todas las
monjas? Si se me permite una broma, menos mal que los curas de
su diócesis no dijeron: Aquí los obispos nos han dado muy mal
resultado.
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obispo que dijera que en su diócesis tiene que haber cien sacerdotes
y ni uno más? ¿Qué pensaríamos de un obispo que negara por su
solo capricho el sacramento del sacerdocio a un seminarista que
tuviera todas y cada una de las cualidades que se le pueden pedir a
un candidato al presbiterado? Podrá hacerlo, ciertamente, pero
tendrá que dar cuentas a Dios. Es algo muy grave negar un
sacramento a quien puede recibirlo, sea el sacramento que sea.
Además, un obispo jamás podrá recriminar a uno de sus
presbíteros diciéndole: me tienes que agradecer el que te haya
ordenado. Porque el sacerdote o el diácono le podrá responder:
Excelencia, no tengo nada que agradecerle. Si usted vio que debía
ordenarme, usted hizo lo que debía. Si usted vio que no debía
ordenarme, no debió ordenarme.
No se hace ningún favor ordenando al que no se debe. No se
puede ordenar a alguien por caridad. ¡Es que ya está en quinto
curso! Mejor es que pierda cinco años a que pierda una vida. No es
un acto de caridad ni para la Iglesia ni para el sujeto ordenado. Pero
si no se ordena al que sí que cumple con todos los requisitos,
entonces se inflige un tremendo daño a la Iglesia, y se perderá el
trabajo de años de esa persona sobre miles de almas.
Qué tremendo daño se inflige al sujeto que siente la llamada
de Dios a una vida, y no puede cumplirlo por el capricho,
negligencia o error de aquél que debió tomarse esta cuestión con el
más exquisito de los cuidados, dedicando a ello el tiempo y la
oración que fueren necesarios.
Muchas labores tiene el obispo, pero buscar al colaborador
que discernirá quién recibe o no el sacramento del orden está entre
las más importantes tareas, las demás palidecen frente a ésta. Al
obispo nunca le puede faltar tiempo para examinar si la labor del
que discierne las vocaciones, está siendo realizada de forma
adecuada. El obispo nunca se puede excusar con que delegó esa
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tarea. Para bien o para mal se hará responsable del buen o mal
discernimiento de su colaborador.
Aquél que discierne las vocaciones puede ser bueno hoy, pero
no tan bueno dentro de cinco años. Puede ser un buen rector de
seminario o un buen delegado para esta tarea, y, no obstante,
equivocarse en algunos casos. El obispo debe siempre estar
sumamente atento, aunque la persona elegida sea digna. Gozar de
la confianza episcopal no significa que uno no deba estar vigilante
acerca del proceso de discernimiento y de la misma persona
encargada de ese discernimiento. En la medicina, frecuentemente,
es muy útil una segunda opinión. En el tema de las vocaciones
diaconales se tiende, con frecuencia, a dejar todo al juicio de una
sola persona.
Insisto en que esta es una tarea esencial para el obispo. Las
confirmaciones, las predicaciones, presidir las fiestas patronales
pueden hacerlo otros. Pero examinar con suma atención el proceso
de discernimiento de las vocaciones, conocer bien al que ha
delegado para esa misión, eso debe ser encargado a alguien muy
adecuado para esa tarea.
Hay tareas tan importantes para las que no puede faltar un
colaborador de absoluta confianza. Sería una contradicción que le
faltase un colaborador encargado de hallar más colaboradores; el
diácono es un colaborador. Si le faltan colaboradores de confianza
al obispo, razón de más para tener la prioridad de buscar este tipo
de vocaciones.
El obispo puede cuidar a las ovejas directamente: sentándose
en el confesionario, predicando, recibiéndolas para escucharlas,
visitando parroquias y de otras muchas maneras. Pero el modo
usual en el que el obispo cuida de sus ovejas es a través de otros
pastores, los presbíteros. Los presbíteros son pastores ayudados por
diáconos. ¿Son los diáconos pastores?
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Si un rebaño de ovejas (de ovejas reales) fuera muy grande
para un solo pastor (imagen del obispo), éste tomará junto a sí a
otros pastores que le ayuden (estos serían imagen de los
presbíteros). ¿Esos colaboradores tendrían el nombre de pastores?
Por supuesto que sí. Tendrían ese nombre, porque ejercerían esa
función. Todo el mundo diría que es un rebaño grande con varios
pastores. Aunque uno, como es lógico, fuera el jefe de los pastores.
Ahora bien, esos pastores pueden tener colaboradores que les
traigan la comida caliente desde el pueblo, que les ayuden a
acarrear la leche y la lana. No serían pastores, sino colaboradores
de los pastores. Normalmente estas personas eran muy jóvenes. Es
lógico que el sacerdote (presbiterós, anciano) sea pastor.
De manera que, en cada parroquia, hay un solo pastor, el
párroco. Pero, en otro sentido, también se puede decir que la
parroquia es un rebaño con dos pastores (el párroco y el vicario)
con los que colabora un diácono.
Después de todo lo dicho, hay que evitar el error de pensar
que en la diócesis hay un solo pastor, el obispo. Él es pastor por
antonomasia, pero evidentemente hay más pastores que llevan a las
ovejas a los pastos, las cuidan y las protegen. Otro error sería pensar
que todos los que colaboran en la parroquia son pastores. Está claro
que, por ejemplo, los catequistas son pastores.
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De ahí que la vocación diaconal tenga dos aspectos. La
vocación ministerial y la vocación litúrgica. La llamada de Jesús a
ayudar al pastor en su pastoreo, y la llamada del Espíritu Santo a
ejercer una función levítica junto al altar de Dios. Puede haber
diáconos que se sientan más llamados a la faceta apostólica, y otros
que sientan mayor atracción por la faceta cultual.
Si se comprende la belleza del diaconado, no se entiende
cómo puede haber sacerdotes delegados del obispo para el
diaconado que no hagan otra cosa que poner trabas para acceder al
don sagrado del sacramento. La llamada al presbiterado es al
principio (en el seminario) como un noviazgo y después (tras la
ordenación) como un matrimonio. Qué pensaríamos si a un novio
que se quiere casar con una chica, el obispo por su sola voluntad le
dijera: Tú no te casas con ella, porque lo digo yo. Nos llenaríamos
de ira. Pues así Dios se llena de ira contra el administrador suyo
que da golpes espirituales, que maltrata a los siervos que viven con
él en la casa que es la Iglesia.
La vocación al diaconado permanente no es una vocación de
segunda clase. Hay almas que sienten que Jesús les llama a ser
diáconos. ¿Jesús puede llamar a alguien a vocaciones
prescindibles, de poca categoría y de no demasiado valor? Por
supuesto que no. Todo “ven y sígueme” de Jesús es una joya,
supone un designio eterno respecto a esa persona. Dios ama a cada
hijo suyo con todo su amor. Cada vocación es un designio perfecto
lleno de amor para ese hijo suyo. Y así, como ya he dicho, un
diácono puede dar mucha más gloria, producir muchos más frutos,
que un obispo, arzobispo o cardenal.
Un diácono puede dar más gloria con su diaconía que el
mismo Obispo de Roma. La gloria a Dios no la da el cargo, sino el
alma. Ser diácono o ser obispo de Roma son medios distintos para
construir el Reino de Dios. El mismo Dios que a uno le dice: Yo te
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he elegido para ser Papa. A otro le dice: Yo expresamente quiero
que seas diácono.
Es decir, hay una voluntad eterna, expresa, directamente
querida por parte de Dios. La diaconía permanente no es una
especie de segunda oportunidad para aquellos que, al estar casados,
ya no pueden ser sacerdotes. El estado diaconal no es como si Dios
dijera: ya que no puedes ser sacerdote, al menos sé diácono. Pensar
así del diaconado, supone no haber entendido la belleza de tal
vocación, el sentido intrínseco de la vocación diaconal.
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Si uno obedece siempre a Dios, Dios se encarga del resto.
Nada se pierde cuando se obedece a Dios con todo el corazón. Todo
candidato que se presenta a la Iglesia para decir adsum (aquí estoy),
debe someterse al juicio del obispo o su delegado. Uno jamás puede
exigir la ordenación. Uno se presenta y dice: Si la Iglesia me
considera digno, yo quisiera recibir el diaconado. Después uno
debe abandonar toda preocupación y dejarse en las manos de Dios.
Sin tener ambición alguna por lograr la sagrada orden, sino
abandonándose a las manos de Dios.
Todo lo dicho anteriormente es obligación del obispo
respecto a Dios, pero el candidato no puede exigir la ordenación.
Uno, sencillamente, se presenta ante la Iglesia. Y la Iglesia es la
que libremente decide.
El seminarista que siente vocación al presbiterado, si en un
seminario se le dice que no le ven apto, con todo derecho podrá
pedir una segunda opinión en otro seminario. Pero el diácono
permanente, al tener su trabajo y su familia en una localidad, tendrá
que someterse al dictamen del delegado diocesano para los
diáconos, sin poder probar suerte en otro lugar. También eso forma
parte de los planes de Dios. Tan meritoria es la entrega, como el
sometimiento.
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El excesivo tradicionalismo o, por el contrario, el excesivo
progresismo suelen ser malos síntomas. El excesivo
tradicionalismo suele ocultar soberbia: Los demás no hacen las
cosas como deben. El excesivo progresismo (por llamarlo de
alguna manera) suele ocultar un desprecio de la ley eclesiástica y,
por ende, un cierto nivel de desobediencia. Hay que estar muy
atentos con los candidatos que se pasen por un lado o por otro.
Por un lado, desgraciada la vida del que se empeña en ser
ordenado, cuando Dios le dice a través de sus siervos que no. Pero
por otro lado, triste la suerte de los que siendo llamados a una
vocación, los hombres les quitan lo que Dios les dio.
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La familia y el trabajo del diácono
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22
comunidades muy pequeñas en poblaciones de pocos miles de
habitantes. No se ha de ver aquello como una corrupción de la total
entrega que debía tener un clérigo. El número de cristianos no era
tan grande como para mantener a varios clérigos dedicados a
tiempo completo a la cura pastoral. Las necesidades pastorales de
quinientos o mil cristianos no requerían de varios presbíteros
dedicados totalmente al pastoreo.
Su situación era parecida a la de los rabinos de las pequeñas
ciudades. Que además de cuidar de la sinagoga, tenían algún
pequeño negocio que les ofrecía desahogo económico para
mantener la familia, y libertad para dedicarse a las necesidades de
la sinagoga.
Aun así, desde el principio, hubo clérigos célibes al estilo de
Pablo, y clérigos casados como el Papa Hormisdas. Ambas formas
de vida, la célibe y la matrimonial, caben en el sacerdocio cristiano.
Pero hay que dejar claro que para todos los grados del sacramento
del orden, lo mejor que el mensajero de Dios se dedique
únicamente a extender el Reino de Dios, y que el sacerdote que toca
las cosas sagradas se dedique únicamente a las cosas de Dios. Este
estado preferible de vida es para los tres grados del orden.
Lo ideal es que el constructor de las iglesias de Dios sea un
hombre dedicado enteramente a su tarea sagrada. Sin división de
preocupaciones, sin multiplicidad de intereses. Lo ideal no es que
exista el trabajo civil y la vocación divina, sino que el trabajo sea
la vocación. Lo ideal no es que en su vida tenga la propia familia y
tenga a la Iglesia, sino que la única familia para el consagrado sea
la Iglesia.
A pesar de la práctica en la iglesia primitiva y sea cual sea la
posible legislación futura, está claro cuál debe ser el estado ideal
del ordenado con tan sagrado sacramento: el estado célibe. Del
mismo modo que para el clérigo lo ideal es que no tenga ningún
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trabajo civil, sino que su trabajo sea algo eclesiástico. Nada sería
mejor para un diácono permanente que poder dedicarse
enteramente a las cosas del Señor en una sucesión de oración y
trabajo, sin familia carnal, sin trabajar en cosas del mundo.
Ahora bien, dejando claro lo precedente, hay que entender
que ha sido el mismo Dios quien ha suscitado el diaconado
permanente como recuerdo vivo de las etapas primitivas de la
Iglesia, mostrando otro modo de vivir la vida clerical. Porque lo
mejor no anula lo bueno. Dios ha suscitado el diaconado
permanente como un modo de existencia que puede conjugar lo
mejor de un estado de vida, con lo mejor del otro estado.
El estado ideal es uno, y sin embargo es Dios quien llama a
vivir este modo concreto de existencia: con mujer y servicio a la
Iglesia. Hay una voluntad expresa de Dios para que existan este
tipo de clérigos. Por tanto, ni ha de pensarse por un lado que ya no
existe el antiguo ideal de vida clerical, pero tampoco ha de verse a
la mujer como un obstáculo. Pues es Dios quien da, al mismo
tiempo, la mujer y la vocación al diaconado.
Dios podría haber determinado (a través de las decisiones de
los sucesores de los Apóstoles) que sólo existiesen diáconos
permanentes sin familia y trabajando exclusivamente para la
Iglesia. Pero Dios después de mostrar el ideal (a través de la
Historia de la Iglesia), ha dicho: y ahora quiero que existan los
diáconos con familia y con trabajos en el mundo. Lo mejor no anula
lo bueno. Y un diácono con familia y negocios puede llegar más
lejos en la vida espiritual y en amor a Dios, que un eremita que
ayuna y vive cubierto de harapos.
En la Historia de la Iglesia ha habido y hay diáconos
permanentes que llevan una vida enteramente clerical y otros que
llevan una vida laical. Los dos forman parte de un querer divino.
24
El diácono permanente con familia y trabajo civil vive una
vida laical, pero es un consagrado. Tiene mujer e hijos, pero ora
como un clérigo sus horas canónicas. Está en medio del mundo y
es del mundo, pero es un mensajero de Dios. Se ha consagrado a
Dios, pero forma una unidad con su mujer e hijos. Construye la
Ciudad de los Hombres y la de Dios. Sus tareas en el mundo y en
la Iglesia, aunque diversas, se complementan en armonía.
El diácono permanente no tiene que considerar que sus
actividades están divididas, pues sus dos facetas forman una
armonía. Ni su trabajo en el mundo debe estorbar a su vida
espiritual, ni su trabajo en el rebaño de Cristo ha de estorbar a su
trabajo en el mundo. Hay un tiempo para cada cosa.
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Si el diácono permanente se arroja con fervor y celo a trabajar
por Cristo y descuida a su familia, el cariño de su familia por él irá
disminuyendo. Al final, puede perder incluso a su mujer e hijos.
Cuando la esposa le dice a su marido no emprendas esto, el marido
tiene que entender que empeñarse en hacerlo no es la voluntad de
Dios. Eso cuesta cuando una actividad, un apostolado, hace mucha
ilusión al diácono, cuando él piensa que va a resultar mucho bien
para la Iglesia y las almas. Pero si el diácono pierde a su mujer, a
la postre eso redundará en mal del alma del diácono. Y, entonces,
herido, podrá hacer menos bien.
El bien de la mujer y de los hijos, es el bien del diácono. Y
esto incluye los casos en los que la mujer no sea razonable. A veces,
la mujer puede sufrir incluso celos de Dios: Amas más a Dios que
a mí. Pero dado que marido y esposa forman una unidad, hay que
dejar de hacer cosas. Lo contrario iría contra el orden de Dios. No
podemos hacer cosas por Dios contra la voluntad de Dios. Lo que
se realiza por Dios, hay que hacerlo dentro de la armonía de Dios.
Por otra parte, sería un contrasentido dedicar tiempo a la
comunidad de creyentes y no dedicar tiempo a los propios hijos, la
esposa, o los padres de uno mismo. El diácono debe dedicar un
tiempo a la semana sólo a su familia: salir al cine, ir de excursión,
cenar juntos fuera, ir a museos, comer con los abuelos, lo que sea.
Si un diácono no dedica un tiempo sólo para sus hijos, no está
haciendo bien las cosas.
27
Ejemplos de cómo se puede continuar algo con la oposición de
alguien
Si la esposa le dice al marido que cambie de trabajo, el marido puede seguir en el
mismo trabajo si no está de acuerdo con la sugerencia de su mujer.
30
Si el sacerdote tiene, a veces, que dejar de hacer apostolados
porque así se lo pide el obispo. El diácono permanente tiene que
abandonar parte de sus apostolados si así se lo pide la esposa. Tanto
el obispo como la esposa son elementos que forman parte de los
planes divinos.
31
La relación con el párroco
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32
experiencia de haber conocido casos de cierta rivalidad entre el
diácono y el párroco en una parroquia; en ocasiones, incluso, de
abierta rivalidad. Esto no es un hecho excepcional. En toda
comunidad donde existan dos clérigos, siempre habrá unos fieles
que preferirán a uno frente al otro. Pero esto sucede aunque los dos
sean sacerdotes.
Pero por sistema no se le puede echar la culpa al diácono.
Pues el mal de la rivalidad, allí donde exista, unas veces provendrá
del párroco, otras del diácono. Unas veces el párroco pecará de
envidia. Otras será el diácono el que pecará de soberbia. El párroco
debe alegrarse de que haya en la parroquia un clérigo que predique
mejor que él, o que sea más espiritual, o más culto, o más amable.
Todo esto es motivo de alegría, no de tristeza. Si ello es motivo de
tristeza, el conflicto está asegurado. Pero el mal no radica siempre
en el servicio del diácono, sino a veces en el corazón del presbítero.
La rivalidad, los celos, los grupos son tres cosas fáciles que
aparezcan. Este tipo de cosas sólo se pueden superar a base de
espiritualidad. Sin la ayuda de Dios, una parroquia se transforma
en un campo de batalla de egos.
Los sacerdotes tienden a pensar: si yo soy el párroco, yo debo
ser el más amado de los feligreses. ¿Qué pensaríamos de un obispo
que considerara tener derecho a ser el clérigo más amado de su
diócesis por el hecho de ser el obispo? ¿Por qué el párroco tiene
que ser el clérigo más amado de la parroquia? El diácono no es un
segundón, no es un escudero. Un diácono no se ordena para ser
criado personal del párroco, sino siervo del Rebaño de Dios. Y la
luz del diácono puede brillar con una luz mucho más fuerte, mucho
más pura, que la del párroco. Esto siempre suele causar problemas,
pero no puede ser de otra manera. En la medida de los defectos del
párroco, las virtudes del diácono serán vistas como afrentas.
33
Otras veces, el mal estará en la soberbia del diácono. Es muy
fácil hacer de paño de lágrimas de todos aquellos que no están en
sintonía con el párroco. Es muy fácil no darse cuenta de que uno se
está dejando llevar por las lisonjas de una y otra persona que te
repiten: Usted sí que me comprende, usted sí que escucha, usted sí
que es humilde. Y así la parroquia en vez de ser una unidad, una
casa, se transforma en un reino dividido que no puede subsistir.
Una cosa está clara, cuando el diácono comienza a hacer
comentarios despectivos respecto del pastor de esa comunidad,
puede estar seguro que ha errado el camino. Un clérigo jamás
debería hablar mal de otro clérigo, ni siquiera en privado. Pero si
nunca debemos pecar con la lengua, mucho más grave es pecar
contra el pastor de un rebaño, siendo uno un siervo del rebaño. Lo
que diga un diácono contra el pastor de un rebaño es una puñalada
dada por la espalda. Cuando eso sucede la guerra está asegurada.
Si los hechos que le denuncian al diácono respecto al párroco
son gravísimos, lo que debe hacer es ponerlos en conocimiento del
vicario de la Curia. Pero si no son gravísimos, si son meros defectos
de temperamento, mera pérdida de celo, entonces el diácono debe
callar o cambiar de tema. Pronto los fieles comprenderán que al
diácono no le gustan las críticas contra el párroco.
Un diácono tiene que saber escuchar sin criticar. Escuchar
críticas, sin echar más leña al fuego. Por el contrario, ha de saber
poner el ungüento de la caridad, o al menos ha de saber callar y
desviar el tema.
Una vez fui invitado a una cena, cada vez que alguno de los
invitados hablaba en contra del nuevo párroco, yo decía en plan de
broma cambiando de tema… y contaba un chiste. En cuanto hice
eso dos o tres veces, ya no fue necesario hacerlo más. Como sabía
yo que, en esa cena, varios de los presentes estaban deseando
criticar al párroco, ya traía los chistes preparados.
34
Hay que alegrarse de los dones del otro. Hay que ser ayuda y
no tropiezo. Jamás se construye la Iglesia con la crítica o la
división. Por mucho bien que hagamos con otras actividades, todo
lo podemos echar a perder si criticamos.
35
Uno puede servir a la Iglesia, pero hacerlo mal. No por el
hecho de haber entregado la vida a Cristo, uno goza ya de la
prerrogativa infalible de servir bien. Cuántas veces el pastor
comprueba cómo al sugerir a uno de sus catequistas que trate mejor
a los niños o que llegue puntual, la respuesta airada usualmente es:
¡pues si quiere lo dejo todo y ya está!
Los presbíteros y los diáconos, a veces, nos comportamos
como esos catequistas. No entendemos que podemos haber
entregado nuestra vida, y podemos estar sirviendo de un modo
mejorable. Podemos trabajar con amor, y aun así tener yerros de
los que no nos damos cuenta. Y nuestra reacción al que nos corrige
es siempre de airada confrontación.
Tanto los diáconos, como los presbíteros, debemos acoger las
críticas con amor, también las críticas erradas. Pues el que nos da
su opinión sobre nuestro trabajo, en principio, lo hace con buena
intención, para que mejoremos. Y si lo hace con intención de
herirnos o si lo hace a nuestras espaldas, debemos entender que
soportar la murmuración forma parte de nuestro trabajo. Ser clérigo
supone tomar sobre la espalda esa faceta de nuestro ministerio,
soportar la murmuración.
Servir implica aceptar no sólo que se nos va a criticar, sino
también que se va a murmurar de nosotros con deseo de hacernos
daño. Debemos intentar excusar al que nos hace sufrir, pensando
que la crítica contra nosotros nace de celo por la Iglesia en esa
persona. Aunque no sea así, al Señor le gustará que tengamos esta
actitud, la actitud de excusar, la actitud de pensar que no son malos
sentimientos los que mueven al prójimo. Dios ya sabe cuándo tiene
que decir BASTA.
En ocasiones, el clérigo no sólo debe soportar la carga de la
murmuración, es decir, que se digan cosas malas verdaderas de
nosotros, sino también la calumnia. La calumnia es mucho peor,
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porque se dicen de nosotros cosas falsas. Pero, de nuevo, hay que
aceptar la prueba de Dios, tomar la cruz sobre los hombros y
llevarla con alegría o, al menos, sin rabia. Servir al Señor supone
llevar esas cruces del mejor modo que podamos.
Cuando aparece la calumnia algunos se vuelven como locos,
intentando defenderse. En ocasiones uno podrá intentar clarificar
las cosas. Pero en otras ocasiones uno no tendrá ni siquiera la
posibilidad de hacer luz sobre la oscuridad que se ha lanzado
alrededor nuestro. Todo forma parte de un plan de Dios.
El Señor es el que sabe cuándo hay que castigar al sembrador
de falsedades. Pero Él lo hace en su momento, ni antes ni después.
Hay que tener fe en que el Omnipotente lo ve todo. Y que todo,
incluso la murmuración que sufrimos, tiene una razón para ser
permitido. Pero nosotros queremos adelantarnos a la decisión
divina. Cuando se trata de nosotros, siempre pedimos que tenga
misericordia. Pero cuando se trata de los demás, siempre pedimos
justicia, que es un modo de decir “castigo”. Para nosotros,
misericordia; para los demás, castigo.
No nos damos cuenta de que sufrir la murmuración, es un
modo que Dios tiene de purificarnos por nuestros pecados. Quizá
el que murmura de nosotros está expandiendo pecados, errores,
decisiones, actitudes que nunca cometimos, que nunca tuvimos.
Pero Dios bien sabe qué pecados cometimos. Harás bien en decir:
Lo uno por lo otro. Señor, acepto esa falsedad como penitencia por
lo que Tú bien sabes que sí que cometí.
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les asisten. Siempre hay personas que creen tener buenas razones
para hacer sufrir al prójimo. Dios no aguanta por mucho tiempo la
calumnia. Llega un momento en que actúa. El Señor, que todo lo
escucha, que todo lo ve, emite sentencia desde lo alto y puede
enaltecer a alguien en un solo día. También puede humillar al de
lengua venenosa en un solo día. También esto lo he visto. He sido
testigo de cómo Dios cuando castiga, lo hace con pleno poder.
Al leer la vida de los grandes eclesiásticos, todos nos dolemos
de los desprecios que sufrió en su vida tal o cual cardenal, tal o cual
arzobispo. Pero pocos se duelen de que un diácono sea postergado.
Sin querer, tendemos a compadecer más a los grandes cuando
sufren una ofensa, como si los pequeños no sufrieran de igual
manera. Cuando, en realidad, el diácono sufre exactamente lo
mismo que un arzobispo o un cardenal. Cuántos ayes he oído
porque un gran arzobispo perdió tal o cual diócesis por quejas
infundadas, cuánta compasión porque tal prelado perdió la birreta
cardenalicia por las maquinaciones de otro prelado. Pero nadie
compadece al que no perdió un honor, sino el sacramento del orden
cuando era seminarista. A los pobres y pequeños casi nadie los
compadece. Su sufrimiento nos pasa inadvertido.
Aquí habría que citar aquellas frases de El Mercader de
Venecia: ¿No nos alimentamos con la misma comida? ¿No estamos
sujetos a las mismas enfermedades? ¿No nos curamos por los
mismos medios? ¿No nos calentamos y enfriamos con el mismo
invierno y verano que los cristianos? Si nos pinchan, ¿acaso no
sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos
envenenan, ¿acaso no morimos?
Quede claro que en esta obra yo aconsejo la humildad de
Cristo, buscar el desprecio y no el honor. Pero sufre tanto el
diácono como el cardenal. El diácono tiene su corazoncito, el
servidor alberga sus ilusiones. Es fácil ilusionar al diácono y es
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fácil desilusionarlo. Algunos párrocos parecen empeñados en que
el diácono llegue a la conclusión: no valgo para nada. Aconsejo
buscar la cruz, pero sabiendo que al final será Dios quien juzgue.
Y, a veces, ya en vida exalta al pobre, y humilla terriblemente al
soberbio. Normalmente, al soberbio se le humilla en la medida de
su soberbia. Y al humilde se le enaltece en la medida de su
humildad. Cuántas veces un diácono humilde será respetado como
un santo, mientras que los defectos del párroco serán patentes a
todos. El párroco podrá ser quien mande, pero el diácono será
venerado.
39
II Parte
……………………………………………………………………………………………
Cuestiones Teológicas
40
Cambios canónicos y realidad sacramental
……………………………………………………………………………………...……………..………..………………….…………
Ahora se dice:
Mediante el sacramento del Orden, por institución divina, algunos de entre
los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter
indeleble, y así son consagrados y destinados a servir, según el grado de cada uno,
con nuevo y peculiar título, al pueblo de Dios.
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De hecho, el Antiguo Testamento afirma que el mismo
pueblo judío ya era de por sí un pueblo sacerdotal, es decir cumplía
una función cultual ante Dios: Seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa (Ex 19, 6, cf. Is 61, 6). Pero dentro
de ese pueblo sacerdotal, Dios instituyó un sacerdocio, el de los
levitas. Una tribu sacerdotal dentro de ese sacerdocio genérico del
pueblo hebreo. Y, además, Dios instituyó sacerdotes incluso dentro
del mismo grupo levítico que ya de por sí era una tribu consagrada
a Dios para el sacerdocio.
Observamos, por tanto, que en la misma Antigua Alianza
existían distintos grados de sacerdocio. Y observamos que en la
Nueva Alianza, de nuevo, existen también distintos grados de
sacerdocio a partir del mismo bautismo. Aunque la diferencia entre
el sacerdocio ejercido en el presbiterado y en el diaconado es tan
notable respecto a los otros grados, que hemos acabado llamando
(con toda razón) sacerdotes únicamente a los poseedores del
segundo grado del orden.
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vísperas. Cuando el diácono ora en nombre de todos delante del
Santísimo Sacramento sobre el altar en la custodia, de nuevo está
ofreciendo las oraciones presidenciales en nombre de la comunidad
allí congregada. Lo mismo se puede decir de una parroquia cuyo
párroco está enfermo, y en la que un diácono se desplazase para
celebrar la liturgia de la Palabra y administrar la comunión. Por
todo lo cual, queda claro que existe un verdadero sacerdocio
litúrgico sin potestad sacramental.
El sacerdocio litúrgico cristiano es el que va unido a una
configuración de la persona con Cristo. Y digo sacerdocio litúrgico
cristiano, porque ya en el Antiguo Testamento existía una
verdadera liturgia ejercida por un sacerdocio carente de potestad
sobre sacramento alguno, pero que era verdadero sacerdocio.
Incluso Melquisedec sin pertenecer al Pueblo Elegido era
auténticamente sacerdote. Es decir, un verdadero representante de
su comunidad que ofrecía sacrificios a Dios en nombre de todos los
allí congregados para honrar a Dios, un culto no personal, sino
comunitario. Alguien dirá, pero ese ritual de consagración
(detalladamente descrito en el Levítico) no era sacramento.
Efectivamente, pero yo pregunto: ¿todos esos ritos y unciones no
conferían gracia alguna? Está claro que conferían gracia. Gracias
espirituales para desempeñar ese sacerdocio litúrgico.
Melquisedec podía estar consagrado, quizá, por su santidad
personal. Es decir, por una vida dedicada a la oración y el
ascetismo. Santidad que le llevó quizá a ejercer de liturgo. El
liturgo es la persona encargada de la liturgia. El sacerdote de la
Tienda de la Reunión estaba consagrado por un rito ordenado por
Dios. Mientras que el diácono está consagrado y configurado con
el sacerdocio de Cristo Liturgo Máximo que ofrece el incienso de
alabanza ante el Trono del Padre.
46
No sabemos si Melquisdec fue santo o no, pero observemos
que Melquisedec, sin duda, gozaba de un sacerdocio natural. Es
decir, el que organizan las comunidades para dar gloria a Dios en
una religión natural, una religión no revelada. Era un sacerdocio
natural, el que los hombres organizan para realizar ceremonias que
honren a la Divinidad. El sacerdocio del diácono es una
consagración sacramental, establecida por Dios. El sacerdocio
levítico estaba en medio de estas dos realidades: por un lado, no era
un sacerdocio natural, sino directamente establecido por Dios;
pero, por otro lado, no era un sacramento, sino un rito mosaico.
Es seguro que ese rito mosaico producía algún efecto en el
alma; no eran meros símbolos esas ceremonias de consagración. Si
el rito del Antiguo Testamento ya producía algún efecto, cuánto
más el sacramento del orden sacerdotal en su primer grado. Aunque
observemos que el rito mosaico de consagración de sacerdotes
únicamente facultaba para tocar las cosas sagradas y otorgaba la
capacidad de orar en nombre del Pueblo. Mientras que el diaconado
configura con Cristo.
En el Antiguo Testamento, el sacerdote (incluso el Sumo
Sacerdote) tenía sólo una función litúrgica, sin ninguna potestad.
Los únicos que, algunas veces, poseyeron algún tipo de poder
fueron los profetas. Pero en la Antigua Alianza, potestas y
sacerdocio están separados. Mientras que en la Nueva Alianza,
potestas y liturgia están unidas inseparablemente en el presbiterado
y el episcopado, porque así lo ha dispuesto Dios.
Que potestad y liturgia son dos realidades distintas, lo vemos
en el caso, antes citado, de un diácono al que el obispo le encarga
de una parroquia en la que el párroco está enfermo. Si el mismo
permiso del obispo se otorga a una religiosa, para que haga una
celebración de la Palabra y administre la comunión. Esa religiosa
se encarga de eso, organiza todo lo necesario y recita las oraciones.
47
Sin embargo, ella no está configurada con Cristo Liturgo. Ella es
una hermana que preside la oración, no es una representación de
Cristo Sacerdote en medio de los hermanos. Es una hermana entre
hermanos.
Cuando el diácono preside la comunidad, es Cristo quien
preside en su persona. Mientras que si un laico preside un acto de
oración o de adoración a Dios, es simplemente un laico que en ese
momento está al frente de esas oraciones. En el caso de un laico
que preside, por ejemplo, el rezo de vísperas podemos decir que
Cristo está en medio de la comunidad, pero Cristo no preside en la
persona de ese laico.
Observamos que el sacerdote en el Antiguo Testamento era
eso, un hombre que se presentaba ante Dios con ellos a sus
espaldas, para hablar en nombre de ellos ante el Señor. Una
religiosa, un seminarista, un laico, que recita las oraciones de una
celebración de la Palabra, está en la línea de un sacerdote del
Antiguo Testamento (el hombre que se presenta ante Dios para
hablar en nombre de otros humanos), no en la línea del hombre
consagrado por un sacramento para representar a Cristo entre sus
hermanos.
En el habla común, no debemos llamar sacerdote al diácono,
pues esa palabra ha quedado reservada por la tradición al presbítero
con toda razón, en virtud de que él es el que usualmente ofrece
sobre el altar el Cordero Pascual. Al final, como era lógico, se ha
denominado como sacerdote al que usualmente ejerce como
sacerdote. De ahí que esta reserva del término sacerdote para el
presbítero se ajusta a la verdad de los hechos, se ajusta a lo que el
laico ve misa tras misa. Además, cómo llamar sacerdote al diácono,
cuando vemos que él únicamente ayuda al sacerdote en el altar.
Pero, en la vida de la Iglesia, vemos cómo también hay
muchas ocasiones en las que, con toda licitud, el diácono revestido
48
de alba, estola y, a veces, capa pluvial ha sido el presidente de la
liturgia. Vemos también cómo se han dado muchas ocasiones en
las que, por delegación del obispo, ha ejercido notable potestad de
régimen. Y ambas facetas, la litúrgica y la del ejercicio del
gobierno eclesial, siempre se consideraron legítimas en razón del
sacramento del orden. Mientras que hubieran sido inaceptables en
alguien que no hubiera sido clérigo1.
De todo lo dicho, se concluye que no debemos usar la palabra
sacerdote para designar al diácono en la vida ordinaria. Pero, al
mismo tiempo, en el ámbito teológico, no debemos tener escrúpulo
en afirmar que, el diaconado es el primer grado del sacramento del
orden sacerdotal, y que, por tanto, es el primer grado del
sacerdocio.
1
Es cierto que existieron unas pocas abadesas con algo de poder de jurisdicción en la Edad Media,
pero eso desapareció porque siempre se consideró que era inadecuado, precisamente por carecer del
sacramento del orden. Se consideró aceptable durante un tiempo por proceder de un permiso pontificio.
Pero desapareció porque el permiso pontificio no cambiaba el hecho de la indudable voluntad de Cristo de
que el sacramento del orden y la potestad de régimen estuvieran unidos.
49
asiste al sacerdote en la misa. Pero no sólo asiste, ayuda y colabora,
sino que el diácono también eleva el cáliz en la doxología. Es decir,
elevando el cáliz, ofrece al Padre con sus manos el Cordero Pascual
sobre el altar. Obsérvese que esto no es una mera ayuda. El
presbítero se basta para elevar él solo la patena y el cáliz. Luego en
ese momento, el diácono no le está ayudando. Está ejerciendo su
parte en el ofrecimiento al Padre de la Víctima. Como se ve, en los
ritos litúrgicos la diferencia entre el sacerdocio común de los fieles
y el primer grado del orden resulta evidente.
La liturgia expresa la realidad teológica de lo antes afirmado:
el diácono no sólo está en el presbiterio, no sólo se halla más cerca
del altar que el resto de acólitos, sino que además eleva el cáliz
sobre el altar junto al presbítero. Este hecho tiene un incontestable
contenido teológico. Pues sacerdote es el que ofrece sacrificios.
Todo sumo sacerdote es instituido para presentar a Dios ofrendas
y sacrificios (Heb 8, 3).
51
Sería un enfoque desacertado enfrentar ambas redacciones.
Dado que cada una de ellas es verdadera, lo que hay que hacer es
integrarlas. Pues integrándolas poseemos una visión más amplia de
un asunto que como se ha visto, tiene muchos matices.
52
La consagración diaconal
…………………………………………………………….………………………….…………
54
una acción indeleble de Jesús en el alma de esa persona, de una
acción de la gracia.
55
Ahora bien, para ejercer la caridad no se requiere
consagración sagrada del alma. ¿Por qué? Porque son las acciones
de caridad las que transforman el alma. Si el diácono para ejercer
la caridad requiriera de un sacramento, ¿por qué no otros
individuos que van a ejercer otras obras de caridad?
Observamos que una religiosa que se va a dedicar, por
ejemplo, a ayudar a los pobres, recibe el velo, el hábito y las
bendiciones por su inmolación espiritual, por su matrimonio
espiritual con Dios, por sus votos entregados a Dios. Pero si hay un
matrimonio de laicos que en la misma casa religiosa realizan
exactamente las mismas labores de caridad que esa religiosa, ellos
no tendrán la misma ceremonia que esa religiosa cuando va a
realizar sus votos perpetuos. ¿Por qué? Pues porque el ceremonial
de esa religiosa es por los votos de matrimonio espiritual de la
religiosa con Dios, no porque se vaya a dedicar a las obras de
caridad.
De forma que primero observamos que un matrimonio de
laicos que ayuda a los pobres no va a tener nunca una ceremonia
como la de la religiosa al realizar sus votos perpetuos. Y
observamos después que la consagración de un diácono es un acto
ritual mucho más elaborado que el de los votos solemnes de esa
misma religiosa.
Vemos, por tanto, que no es la caridad, no son las obras de
servicio, las que justifican un elaborado ritual de consagración. El
diaconado es un hecho sustancialmente diverso de una bendición
episcopal a un laico que ayuda en algún campo de la diócesis. De
lo contrario, el diaconado sería una especie de bendición entre
centenares posibles modos de orar sobre las personas que realizan
diversas tareas de caridad. ¿Pero por qué no bendecir
solemnísimamente con un gran ritual a los teólogos o a los que
enseñan en el seminario o a los músicos que cantarán las alabanzas
56
de Dios en la catedral? El diaconado siempre ha estado provisto de
un gran ritual que no es el de una mera bendición, sino un ritual
sacramental, porque es el primer grado del orden sacerdotal. El
concepto de consagración, de persona sagrada, de habilitación para
las cosas santas es diverso de una bendición para ejercer una tarea.
El que realiza obras de caridad se santifica con esas obras de
caridad. El que se marcha al desierto para vivir como eremita, será
santificado por su oración y penitencia. Pero el que va a ejercer
funciones sagradas (el diácono) debe ser consagrado antes,
previamente a realizar esas funciones sagradas. Ésa es la diferencia
radical entre el sacramento y los centenares de bendiciones que
podemos dar a individuos que se dediquen a la caridad o se vayan
al desierto a vivir una vida de oración.
57
Si atendemos al poder sacramental, repito, el diácono no es
un sacerdote, lo que hoy día todo el mundo entiende por sacerdote.
Pero si atendemos al culto divino, el diácono sí que tiene un
sacerdocio superior al bautismal. Del sacramento del orden no
dimanan tres sacerdocios. Sino que configura con el único
sacerdocio de Jesucristo en tres grados diversos. Los tres grados
del orden forman un solo sacramento. Pues no sólo ha sido
entendido así a lo largo de los siglos, sino que, además, los signos
por los que se confiere son esencialmente los mismos en los tres
grados. Todo sacramento tiene una materia y una forma. En los tres
grados del orden, la materia es la misma (la imposición de manos),
sólo cambia la fórmula. Los otros sacramentos tienen materia y
forma diversas a éste.
Si los diáconos reciben el primer grado de un único
sacerdocio, ¿son parte de la jerarquía de la Iglesia? En cierto modo
sí, pero entendiendo esta afirmación de un modo muy concreto y
especial. Sería incongruente configurarse con un misterio sagrado
para ser servidor y después hacer del servidor uno que manda. Eso
sería como si uno fuera en teoría servidor, pero de hecho jefe.
Precisamente por eso, la Historia nos ha mostrado como los
configurados como diáconos usualmente sólo han ejercido como
servidores y sólo como servidores. Cierto que en la historia de las
iglesias de oriente y occidente las funciones que han ejercido los
archidiáconos dan fe de que algunos de estos “servidores” han
llegado a ser elevados a puestos donde ejercían funciones
importantes: administración en las curias diocesanas, servicios
como legados pontificios, colaboración en el gobierno episcopal.
Todas estas funciones muestran una colaboración en la función del
regere, del gobernar. Mera colaboración, colaboración de servicio
con el que ejercía la autoridad sobre otros pastores.
58
Pero estos casos no eran la norma. El diácono usualmente
servía en el lugar más humilde, bajo un presbítero. Aunque hubiera
“siervos” que hubieran sido elevados a cargos más visibles. Pero
su función seguía siendo diaconal, aunque fuera el hombre de
confianza del Sumo Pontífice.
La máxima dignidad jerárquica de la Iglesia contó durante
siglos a siete diáconos entre sus cardenales. Pero ellos estaban allí
para recordar a Cristo servidor. Pues, aun siendo cardenales, no
regían una parroquia ni una diócesis. Colocados allí como recuerdo
viviente, pero desprovistos de la capacidad de apacentar grupo
alguno.
Por lo tanto, el cambio que se produjo en el canon en tiempos
del Benedicto XVI respondía a una verdad: el diácono no se hacía
diácono para formar parte de los que mandaban. Más que decir que
es parte de la jerarquía de la Iglesia, sería más adecuado afirmar
que está elevado (elevado de entre los laicos) para estar al lado de
la jerarquía de la Iglesia. Ser parte de la jerarquía del Cuerpo
Místico de la Iglesia, supone necesariamente configurarse con
Cristo Cabeza. Y el cambio del canon dejó claro que el diácono no
está configurado de esa manera.
Es cierto que se instituyó a los diáconos para ayudar a los
Apóstoles y que estos tuvieran más tiempo. Pero hay que entender
que si existen los diáconos, no es porque haya carencia de
presbíteros. La razón de ser de los diáconos no es que no haya un
número suficiente de sacerdotes, de forma que si hubiera
suficientes presbíteros ya no serían necesarios los diáconos. No, el
diácono existe por sí mismo en el plan de Dios.
De lo contrario, también se podría argumentar que quizá haya
sacerdotes, porque el obispo no puede llegar a todas partes. Pero
que si el obispo pudiera llegar a todas partes de la diócesis, ya no
serían necesarios los presbíteros. Todo el mundo entiende que eso
59
es un error. El presbítero existe por la misma naturaleza de su ser
sacerdotal. Y así, incluso en un monasterio donde ya haya
suficientes presbíteros para cubrir las necesidades pastorales de la
comunidad, se siguen ordenando sacerdotes. Lo mismo es válido
para los diáconos. Fueron instituidos en esa situación concreta
relatada en Hechos de los Apóstoles, pero no son simplemente un
parche para una necesidad.
-pastores
60
Si en una parroquia hay dos sacerdotes y un diácono, se puede
afirmar que en ese rebaño hay dos pastores y un ayudante de esos
pastores. Pero también sería correcto afirmar que en esa parroquia
hay dos sacerdotes y un servidor, pero sólo un pastor: el párroco.
En el campo, en siglos pasados, normalmente cada rebaño de
ovejas (me refiero a los animales) tenía su pastor. Era lo lógico: un
rebaño, un pastor. Pero si el rebaño era muy grande y el pastor
debía tener colaboradores, se decía que un rebaño tenía varios
pastores. Pero no se llamaba pastores a los zagales que traían el
agua al pastor o que traía al campo la comida caliente preparada
por su esposa. Pero sí que se llamaba pastores a los que guiaban al
rebaño o lo cuidaban.
Al mismo tiempo, que se llamaba pastores a los dos o tres que
realizaban esa función sobre un solo rebaño, a veces, se decía que
el pastor de ese rebaño era fulano, es decir uno solo, considerando
a los otros como colaboradores. Como se observa, en el hablar
común de la gente, ambas formas se usaban. Por tanto, es lógico
que exista una cierta flexibilidad en la terminología relativa
pastoreo de las almas (cuando hay varios a la vez), porque eso
mismo sucedía en los términos usados respecto a los pastores de
los rebaños de animales.
Si es correcto para un auténtico rebaño de ovejas, también lo
es para una parroquia. En cierto sentido, cada parroquia tiene un
pastor único. Y, en cierto sentido, una parroquia puede tener varios
pastores. Eclesiológicamente hablando, los diáconos son como
esos zagales que ayudaban a los pastores.
Si los diáconos fueran parte de la jerarquía, deberían ser
pastores del rebaño de Dios. Si los diáconos fueran parte de la
jerarquía, habría que darles puestos importantes. De lo contrario,
estarán arrinconados, olvidados, preteridos. Pero en todas las
iglesias, tanto de oriente como de occidente, se consideró que lo
61
propio del diaconado era estar en un segundo plano respecto al
presbítero, colaborar, desaparecer, estar como siervo, no
convertirse en centro.
Los diáconos en la tradición de la Iglesia no han presidido
parroquias ni comunidades. Sería inadecuado impersonar a Cristo
Siervo, y ser a la vez cabeza. No digo que sea contradictorio, pero
no es lo más propio del diácono. Porque una función eclipsaría a la
otra. Por eso, insisto, su función ha sido siempre la de estar en un
segundo puesto frente al presbítero.
Ya hemos dicho que un diácono permanente podría presidir
la oración dominical en una comunidad. Por ejemplo, un pueblo
muy pequeño que carece de párroco. Pero lo propio de los diáconos
no es ser pastores. Puede suceder, pero no es su misión propia.
La falta de potestad sobre los sacramentos no es una carencia,
sino una conveniencia. Así el diácono tiene que limitarse a ser un
siervo. De lo contrario sería un presbítero con poderes limitados.
¿Para qué repartir en dos grados (presbiterado y diaconado) lo que
se puede dar entero (concediendo directamente el presbiterado)?
Por la naturaleza profunda del diaconado, es por lo que no se
reparte el poder sacramental que se otorga en el presbiterado. Y por
eso lo que hay que hacer es entender la naturaleza del diaconado:
ser Cristo Siervo. No Cristo Cabeza, no Cristo con poderes.
El diácono es ordenado para el ministerio, no para presidir.
El diácono puede presidir ciertas celebraciones comunitarias, pero
no es su labor propia. En la medida en que vayamos otorgando más
funciones que conviertan al diácono en centro, estaremos
oscureciendo la luz humilde que debe ejercer junto a la jerarquía.
La liturgia lo expresa magníficamente, siempre al lado del
presbítero. Y en el altar, un poco por detrás de él.
62
Los diáconos nos recuerdan a los presbíteros que ser párroco
no consiste únicamente en el poder sobre los sacramentos, sino en
un verdadero servicio que incluye muchas otras labores. En una
ocasión escuché a un párroco enfadado con su obispo que se iba a
limitar a celebrar misa, confesar y administrar los sacramentos, y
que no le pidieran nada más. Ese sacerdote reconocía en sí mismo
la presencia de la potestad, pero desanimado y enfadado no quería
ejercer trabajar en nada más que no fuera el ejercicio de sus
funciones sacramentales. He conocido más casos de presbíteros sin
ilusión que se limitaban a administrar sacramentos. Frente a ellos,
el diácono es un recordatorio viviente de Cristo que sirve con
humildad en lo que sea preciso. Jamás el diácono podrá decir: “no
me he ordenado para esto”. Si hay que barrer, se barre. Si hay que
tirar la basura, se tira.
No significa esto que el presbítero debe considerar al diácono
como su criado. El diácono es siervo de la Iglesia, de una
comunidad; no es un criado personal. El diácono debe obedecer al
pastor siempre. Pero el pastor sólo debería encargarle de aquellas
cosas que supongan una división ecuánime del trabajo. Por decirlo
de un modo brutal, si hay que tirar la basura cada día de la rectoría,
eso no corresponde más al diácono que al presbítero. Si, en la
rectoría, comen juntos el párroco y el diácono, no corresponde más
al diácono recoger la mesa más que al párroco. El diácono hará las
tareas que en la repartición del trabajo se vea que es justo
encargarse de eso para que las labores de la parroquia estén
adecuadamente distribuidas. Pero el diácono no es un servidor
personal del párroco, los dos son servidores de Dios que trabajan
conjuntamente.
63
es que, aunque la terminología no estuviera asentada totalmente en
un primer momento, los tres grados existieron desde el principio
tal como los conocemos ahora. Aunque quizá hubo un tiempo en el
que podía haber alguna ciudad (como excepción) en la que la
comunidad era gobernada por un reducido cuerpo de obispos.
En otras regiones, por el contrario, tal vez hubiera en cada
ciudad un solo obispo rodeado por una corona de diáconos. En esas
comunidades el obispo sería el único que tendría el poder
sacramental. Mientras que presbíteros serían figuras dispersas que
atenderían comunidades más lejanas. Fuera de ello lo que fuere, los
tres grados provienen de la voluntad de Dios y estuvieron presentes
desde el principio.
Sea dicho de paso, cada grado del sacramento del orden,
incluye todo el poder del grado anterior. Si un laico fuera ordenado
como obispo directamente, no le faltaría absolutamente nada de lo
que se confiere en el presbiterado y el diaconado. No recibiría más
poder por recibir los tres grados en tres ceremonias. Por eso está
especificado en la ley de la Iglesia que si un laico fuese elegido en
el cónclave como Papa, sea ordenado directamente como obispo.
64
La potestad conferida en el sacramento
…………………………………………………………………………………..…………………..………………….…………
2
La autoridad del obispo puede atar el poder de absolver del presbítero. Y así el obispo puede
reservarse la absolución de un determinado grave pecado, por ejemplo el aborto. El obispo tiene poder de
atar, pero una vez que se produce la absolución, ésta es igual tanto en el presbítero como en el obispo.
65
Ahora bien, el episcopado añade aspectos mistéricos al
segundo grado, aspectos que van más allá de la potestad. El
episcopado no se reduce a una mera añadidura al presbiterado para
poder así conferir el sacramento del orden. No es éste el lugar para
exponer en detalle una teología sobre estos aspectos misteriosos del
episcopado. Pero, por ejemplo, el obispo ejerce un sacerdocio
superior en un acto litúrgico. La consagración de las especies
eucarísticas es exactamente igual, se realice ésta por un presbítero
o por un obispo. Pero la función litúrgica del obispo ofreciendo ese
sacrificio ante el Trono de Dios, es la función de un sacerdocio
superior, prefigurada esta función en el Sumo Sacerdote del
antiguo sacerdocio.
¿En qué se concreta ese sacerdocio superior? Es muy difícil
expresarlo con palabras. Pero ciertamente en una concelebración
de muchos sacerdotes en la catedral, en un gran pontifical, el obispo
aparece visiblemente revestido de ese sumo sacerdocio cristiano.
Aquellos teólogos que han cuestionado la sacramentalidad
del diaconado (reduciéndolo a un ministerio) apelaban a que el
diaconado no otorgaba nuevo poder sobre los sacramentos. Pero
olvidaban que, en cuanto a la potestad sobre los sacramentos,
tampoco el episcopado añade demasiado respecto del segundo
grado, sólo añade potestad para conferir el orden sacerdotal. Lo que
sucede es que en el episcopado se otorga algo realmente
enigmático. Pues bien, así también hay que entender el diaconado,
no tanto como potestad, sino como una realidad mistérica.
Entendiendo el episcopado como un nivel superior de
sacerdocio respecto al presbiterado, no hay dificultad en entender
al diaconado como el primer grado de ese sacerdocio. Si nos
fijamos en la potestad, el presbiterado es como el gran centro de los
tres grados. Pero si nos fijamos en la función litúrgica, en la
66
transformación de la persona para realizar esa acción sagrada
litúrgica, entonces sí que hay realmente tres grados.
Existirían tres grados en el sacerdocio cristiano, aunque Dios
no hubiera otorgado ningún sacramento a la Iglesia, salvo el
sacramento del orden. Existirían tres niveles de transformación del
alma para ejercer el culto divino. Tres niveles de sacralización de
la persona para ejercer el santo oficio de ofrecer el incienso de la
adoración.
Queda claro que algo se otorga en el primer grado del
sacramento. Que ese algo no es un mero ministerio, sino un grado
del sacerdocio. Ahora bien, ¿no se entrega ningún tipo de poder?
Parece un poco extraño que si en los dos grados siguientes se
entrega un poder, en el primero no. En mi opinión, en el primer
grado se entrega el poder sobre los sacramentales. Desde hace
siglos, la tradición ha reconocido en los diáconos el poder de
bendecir.
Un laico no tiene poder para bendecir, puede pedir a Dios que
bendiga a alguien. Pero sólo tiene poder para bendecir el que ha
recibido tal potestad. De forma que el laico no debería hacer la
señal de la cruz sobre alguien ni tampoco imponer las manos, pues
es signo que expresa transmisión del efecto de un poder. El laico
puede elevar sus manos a Dios para suplicar, pero es Dios quien
bendice. El diácono y el presbítero, por el contrario, sí que pueden
bendecir y, por eso, dicen: yo te bendigo en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo. Y hacen un signo que significa
transmisión. Ese signo de la señal de la cruz significa otorgación,
no impetración o súplica. Cuando un diácono bendice, es Jesucristo
quien bendice a través de él. Cuando un laico hace la señal de la
cruz sobre sí mismo, es como si se marcara con ese signo. La señal
de la cruz que realiza un laico sobre sí es un acto de manifestar su
fe o de petición a Dios. Mientras que la bendición del presbítero y
67
diácono en el aire significa (por decirlo de un modo rudimentario)
que algo va hacia la persona que la recibe. Puede parecer
rudimentario, pero así ha sido entendido por los pueblos antiguos
sobre los que se ha hecho ese signo en el aire.
Para predicar no se requiere de un poder, para ayudar al
prójimo tampoco. Pero bendecir presupone un poder divino,
sobrehumano. En el Antiguo Testamento imponían las manos los
sacerdotes, porque habían recibido una consagración. Pero
imponían las manos también los profetas. Por eso los laicos de los
que se tengan claras evidencias de que han recibido un don
carismático, pueden imponer las manos. Pero el resto de los laicos,
en mi opinión, no deben imponer las manos. El que todo el mundo
imponga manos es un hecho moderno ajeno a la tradición judía y
cristiana.
Pero el diácono sí que puede bendecir. Luego en cada uno de
los tres grados del orden sí que se confiere una potestas. La del
diácono sería la potestad sobre los sacramentales. En la Historia de
la Iglesia encontramos, incluso, un buen número de diáconos
exorcistas.
68
Algunos para reducir el diaconado a un mero ministerio,
arguyen que Cristo mismo no instituyó directamente el diaconado
como grado sacramental. ¿Pero acaso instituyó directamente el
grado del presbiterado? Tampoco. Cristo únicamente entregó el
poder apostólico, no otorgó grados. Mi opinión es que Jesús habló
a los Apóstoles de los tres grados futuros del sacerdocio cristiano.
Es decir, que determinó tal cosa, sin conferirla. Pues Él sólo
instituyó directamente a los Doce.
Lo que es seguro es que Jesucristo no dejó la continuación del
poder apostólico en manos del azar, en manos de lo que decidieran
los Apóstoles como si el destino del sacramento estuviera
indeterminado y pudieran hacer de él lo que quisieran. Si hubieran
podido hacer lo que quisieran, podrían haber tomado decisiones
más correctas o menos correctas.
No es de fe que Jesucristo les hablara a los Apóstoles de los
tres grados, aunque tal sea mi opinión. Pero, como mínimo, lo que
sí que es seguro, es que entregó el poder apostólico, y desde luego
el Espíritu Santo inspiró qué hacer con ese poder. Se puede admitir
como postura católica que Jesús no dijera expresamente qué había
que hacer. Es decir, no les dejó palabras (es decir explicaciones) a
los Doce sobre este tema, sino que les dejó al Espíritu Santo. Puede
que no nos dejara dicho de forma expresa qué había que hacer, pero
inspiró qué hacer a través del Paráclito. Y lo que el Espíritu Santo
quiso fue que hubiera tres grados.
Pero me parece más razonable que sobre un tema tan
importante para la vida de la Iglesia, los grados del orden, sí que
Jesús dejara una enseñanza clara y expresa en sus conversaciones
con los que iban a continuar su labor de evangelización.
69
Jesús no instituyó directamente los primeros diáconos, pero
los instituyó indirectamente o con sus explicaciones o a través del
Espíritu Santo. Es decir, Jesús los instituyó indirectamente. En
cualquier caso, justo es recordar que tampoco ordenó ni obispos, ni
presbíteros. Cristo sólo hizo a los Doce. Hacer, ése es el verbo
original griego en el Evangelio, y que solemos traducir como
instituyó.
Por todo esto, carece de fundamento escriturístico la idea que
algunos se han forjado de que Jesús instituyó indirectamente
obispos y presbíteros, dejando explicaciones e indicaciones claras
y precisas; y que los diáconos simplemente aparecieron luego,
creados por la Iglesia. Digo que carece de fundamento
escriturístico, porque Jesús no ordenó a nadie con ninguno de los
tres grados del sacramento del orden. En los Apóstoles se contenía
toda la potestad para los siete sacramentos. En el poder apostólico
recibido por el Colegio Apostólico se contenía lo que después se
transmitirá en tres grados. Pero los Apóstoles eran más que
obispos, constituían figuras únicas.
Los Apóstoles tenían el poder de los siete sacramentos, tenían
un papel eclesiológico único, y además gozaban de carismas como
el poder de sanar, probablemente el de profecía y otros. Cristo
otorga el poder apostólico, y en ese poder está incluido lo que
después serán los tres grados. Pero es inadecuado considerar que
los Doce eran obispos. Los diáconos no fueron directamente
instituidos por Cristo, pero tampoco fueron instituidos
directamente por Cristo los obispos.
71
segundo y tercer grado. Probablemente nunca lo sabremos, se trata
de cosas invisibles.
Aunque mi opinión es que se otorga un aumento accidental
de la potestad sobre los sacramentales en cada grado del orden.
Accidental, porque esa potestas en concreto pienso que se recibe
en el primer grado del orden. Después, cada grado posterior añade
un aumento en un poder que esencialmente ya se concedió en el
primer grado. Sea de ello lo que fuere, Dios lo sabe, lo que sí que
parece lógico, es que un sacramento (el del orden sacerdotal)
entregue un poder en todos y cada uno de sus grados. Y el del
diaconado sería el poder sobre los sacramentales.
Hay una diferencia tan esencial entre las órdenes menores y
el diaconado, como lo hay entre un sacramental y un sacramento,
como lo hay entre una gracia (otorgada por el sacramental) y el
carácter indeleble (entregado por el orden), como lo hay entre un
don espiritual y una configuración.
Profundizar en la realidad teológica de los rituales de las
órdenes menores, nos lleva a una mayor comprensión de la
diferencia esencial entre el diaconado, y otras realidades de gracia
y misterio instituidas por el mero poder de atar y desatar de la
Iglesia, pero no por una institución divina.
72
Autoridad, potestad y ministerio
…………………………………………………….…………………….………..………………….…………
Ministerium: Cada uno de los tres grados ofrece un modo diverso de servir al
Pueblo. Con esto no me refiero a la típica frase tan repetida de que todo es servicio.
Sino a actos que no son de potestad ni de gobierno, sino de verdadero servicio. Por
ejemplo, el presbítero por muy investido de poderes sacramentales que se halle,
puede emplear tiempo en pintar la puerta de la iglesia, o en ordenar sillas y mesas
en los salones parroquiales. O el obispo puede emplear tiempo, por ejemplo, en
visitar enfermos.
El diácono expresa el amor que procede del Espíritu Santo por sus obras de caridad.
Si el sacerdote se dedica más específicamente a administrar la gracia, el diácono se
ha de dedicar más específicamente a la caridad. Todos los servicios que realiza
proceden de la caridad y muestran esa caridad a los hombres. La labor diaconal de
caridad y servicio que se le ha encomendado procede del amor del que ejerce de
padre del rebaño (el obispo) y del amor del que ejerce la función de Cristo en la
comunidad (el presbítero que es párroco). Las labores encomendadas al diácono
proceden de esos dos amores. El paralelismo con el amor trinitario resulta notable.
74
Todo esto se trata de un símbolo espiritual, pues estrictamente
hablando las tres personas actúan a través de cada uno de los
grados. Además, como cada grado incluye al anterior, el obispo es
padre del rebaño y al mismo tiempo representa a Cristo en la
comunidad, y al mismo tiempo es el servus servorum. En ese
sentido, el obispo es el diaconus diaconorum, aunque su servicio a
la comunidad es mandar.
El diácono ejerce un ministerium, pero puede ejercer una
auctoritas. Esta auctoritas es evidente si se le encomiendan cargos
de responsabilidad en la curia, pero también puede ejercerse en una
comunidad. Ya hemos hablado antes del caso de un diácono al que
el obispo le hubiera encomendado el cuidado pastoral de una
parroquia al carecer de sacerdotes suficientes. En ese caso el
diácono no tendrá el nombramiento de párroco (el Derecho
Canónico no admite tal posibilidad), pero ejercerá la autoridad que
el obispo le ha concedido igual que un párroco.
Esa situación ya la habíamos mencionado antes, ahora bien,
incluso puede darse el caso de que en esa parroquia sin párroco,
viniera a vivir con su familia un cura muy anciano, retirado,
enfermo y débil, y que ese presbítero se acercara esporádicamente
al templo a confesar y a administrar sacramentos. En ese caso, el
sacerdote ejercería el poder sacramental en esa iglesia, pero el
pastor del rebaño sería el diácono. Es un ejemplo de cómo el poder
sacramental sacerdotal y el ser pastor pueden estar separados
lícitamente en dos ministros y con todos los permisos episcopales.
Normalmente la potestas y la auctoritas van unidas; lo lógico es
que vayan unidas. Pero podemos imaginar circunstancias en las
que, con toda licitud, pueden ir separadas. Por supuesto que el
obispo podría decir al anciano presbítero que casi no puede ni
andar, ni tiene fuerzas: Tú vas a ser el párroco. Pero tú no te
preocupes porque absolutamente todo el trabajo te lo va a hacer el
diácono. Sal de casa únicamente cuando te veas con fuerzas. Se
75
podría hacer eso, pero sería una ficción. El presbítero podría tener
un papel con su nombramiento, la firma del prelado y el sello
episcopal, pero la realidad de las cosas no se correspondería con
ese papel. La realidad es que en el término territorial de una
parroquia podrían coexistir un diácono-pastor de la comunidad
(que celebra los domingos y los demás días liturgias de la Palabra),
con un presbítero que únicamente se acerca a confesar o
administrar la unción de los enfermos las pocas veces que se siente
con fuerza para trasladarse hasta el templo.
76
III Parte
……………………………………………………………………………………………
Cuestiones Bíblicas
77
El simbolismo de las vestiduras
…………………………………………………………………………….……………..………………….…………
El efod y la dalmática
Una curiosidad, el efod del Sumo Sacerdote levítico tenía la
misma forma que la dalmática. La consagración al sacerdocio
levítico no otorgaba potestad alguna, sólo capacitaba para ejercer
el sacerdocio. Es decir, capacitaba para ofrecer a Dios una alabanza
litúrgica, para ofrecer sacrificios, para ofrecer el incienso, para
entrar en el lugar santo, para tocar las cosas santas.
Es cierto que en el diaconado brilla el ministerio, como ya se
ha repetido suficientes veces, pero a nivel litúrgico otra forma de
entender el diaconado es comprenderlo bajo la perspectiva del
sacerdocio levítico.
El sacerdocio cristiano no procede del sacerdocio levítico, es
un nuevo sacerdocio, una nueva instauración. Ahora bien, el primer
grado del orden sacerdotal cristiano capacita para todo aquello para
lo que capacitaba el sacerdocio levítico. Cualquier diácono ha
recibido una investidura sagrada para hacer lo mismo y más que el
sumo sacerdote en la Tienda de la Reunión.
El Sumo Sacerdote elevaba oraciones en nombre del pueblo.
El diácono cuando preside hace lo mismo.
El Sumo Sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum. El
diácono llega al borde mismo del altar. Introduce su mano en el
sagrario que es más santo que la misma Arca de la Alianza.
79
El Sumo Sacerdote tocaba las cosas santas. El diácono toca el
Cuerpo de Cristo y sostiene el vaso sagrado que contiene su Sangre
derramada en la Cruz.
El Sumo Sacerdote ofrecía sacrificios. El diácono eleva sobre
el altar el cáliz, símbolo del ofrecimiento de Cristo en la Cruz. En
ese momento, el diácono ofrece con sus manos el sacrificio de la
Sangre del Cordero Pascual a Dios Padre.
82
Las tres partes del Templo como símbolo de los tres
grados del orden
…………………………………..………………….…………
83
después contara con otros servicios menores, tales como los
porteros, ya entonces se articulaba en torno a estos tres grados. El
sacerdote era el que ofrecía el cordero (u otro sacrificio) sobre el
altar. Él era el sacerdote, aunque a su lado tuviera a un servidor que
le ayudara físicamente a poner sobre el fuego la víctima.
Las tres partes del Templo también simbolizan los tres grados
del orden sacerdotal.
84
Incluso en las ceremonias que tenían lugar en el altar exterior,
vemos simbolizada la labor de los diáconos. Pues ellos junto con el
sacerdote colocaban la víctima sobre el fuego del altar. Los
servidores del Templo acercaban y retiraban todos los elementos
necesarios para el sacrificio. Lo mismo que el diácono está al lado
del sacerdote ofreciendo la Víctima, lo mismo sucedía con los
servidores del Templo y los sacerdotes. Pues el sacerdote
necesitaría de ayuda para levantar al animal hasta el altar. En la
función de degollar a las víctimas se salpicaría sangre.
Es muy razonable que sobre sus túnicas tanto los sacerdotes
como los siervos que oficiaban junto al altar, se colocaran una
prenda encima para no mancharse tanto con las salpicaduras. De no
hacerlo así, quedarían manchadas con sangre todas las vestiduras
que portaba el sacerdote: la túnica de lino, la túnica superior, el
efod y los otros elementos menores. Era razonable pensar que al
matar el animal y al subirlo al altar, llevaran puesto algo encima
cubriéndolos para proteger las prendas sacerdotales. En esa prenda,
podemos ver prefigurada la dalmática y, por supuesto, la casulla.
Esa prenda en la Antigua Alianza estaría roja con la sangre
de los sacrificios. En la Nueva Alianza, esa prenda está engalanada
con la preciosa sangre del Cordero Inmaculado.
85
Los tres grados en el descendimiento de la
Cruz
……………………………………………...………………….…………
86
sacerdote desclava el Cuerpo de Cristo que cae de la Cruz hasta el
mármol del altar. Lo mismo que el cuerpo cayó bruscamente del
madero, así también el Cuerpo de Cristo y su Sangre cae
bruscamente desde lo alto en ese justo instante.
87
Ester, Judith y Ruth
………………………………………..………..………………….…………
88
El nombre de Ruth proviene de la raíz “raah”, que significa
compañera. El nombre conviene al diácono que debe ser el
compañero del sacerdote.
Hay tres frases que dicen las tres mujeres antes de sus
acciones decisivas: Vengan el rey y Hamán al banquete que yo les
preparé mañana (Ester 5, 7). Dame fuerza, Señor (Judith 13, 7).
Soy Ruth, tu sierva. Extiende sobre tu servidora el borde de tu
manto, pues tú eres goel (Ruth 3,9). Expliquemos cada una de estas
tres peticiones dirigidas a un rey, al Rey y al bisabuelo de un tercer
rey.
89
Vengan el rey y Hamán al banquete que yo les preparé mañana
(Ester 5, 7). Símbolo de que el obispo sirve a Dios realizando sus
funciones en el banquete eucarístico. Lo mismo que Ester
embelleció el banquete, preparó una comida y habló, así también
el obispo embellece el banquete con la magnificencia litúrgica,
prepara la comida que es Cristo y habla. Habla en esa cena pascual
tanto para pedir a Dios, como para preparar una comida espiritual
que son sus palabras dirigidas a los fieles.
92
IV Parte
……………………………………………………………………………………………
Cuestiones Finales
93
Las tres diaconías
………………………………………….………..………………….…………
94
Hay textos de la Palabra de Dios que deben ser proclamados,
otros son una súplica, hay textos narrativos que piden un modo más
neutro de ser leídos (como cuando se lee la descripción de una
batalla), hay textos que desbordan alegría, otros majestad. El
mismo modo de concluir con un rotundo ¡Palabra de Dios!, admite
muchas posibilidades. El oficio de lector de la Palabra no es poca
cosa.
En torno a las Escrituras, está el oficio de predicar del
diácono. Es decir, sus palabras deberían ser un eco de las palabras
de Jesús. Las palabras del diácono que predica con el Espíritu Santo
en sus labios, recorrerán las palabras de Jesús, las venerarán, las
regarán como un agua vivificadora en las almas de los que
escuchan. Serán palabras llenas de vida. En algunos casos, las
palabras del diácono no sólo serán un eco de las de Jesús, sino una
profundización en las palabras del Mesías como si Él mismo allí
presente les explicase su Palabra y fuese más allá.
Hay que prepararse para predicar, si no uno cae en las
repeticiones y en lo superficial. Cuántas predicaciones son
repeticiones de cosas archiconocidas en las que no hay ni un
mínimo asomo de novedad. Encima, si con caridad le decimos algo
al predicador, nos contestará ofendido que ¡el mensaje es siempre
el mismo!
Qué distinta es la rutina del que no se prepara, frente a
aquellos predicadores en los que las palabras siempre brillan con
un fulgor nuevo. Hay feligreses que al salir de casa para ir a la misa
dominical, se preguntan con gusto y expectación cómo será hoy la
homilía, y la aguardan con deseo.
He sido testigo, cuando era yo un laico, cómo en una
parroquia con dos sacerdotes, cuando salía a predicar el párroco,
alguno por lo bajo decía: qué pena. Y lo decían sin malicia, sin
ánimo de herir al párroco, ni de crear mal ambiente. Pero estaban
95
deseando que predicara el anciano coadjutor. De este tipo de
detalles deberíamos tomar nota los que tenemos el oficio de
predicar. ¿Qué hace que los fieles ansíen escuchar a uno y se
aburran con otro? La postura de los predicadores es siempre la
misma: Claro, ¡el otro es un populista!
Aunque el oficio de predicar sea uno de los oficios propios
del diácono, éste no puede exigir al párroco que le deje predicar.
Será el párroco el que decidirá cuándo puede predicar su diácono.
Y digo “su”, porque el diácono está allí para ayudar al párroco.
Si el párroco decidiera predicar prácticamente siempre, el
diácono debería aceptar tal decisión de gobierno del pastor. Ahora
bien, lo lógico es que también el diácono predique, al menos, varias
veces al año. El párroco que no deja predicar al diácono es como si
con las obras dijera: yo predico mejor.
Si el párroco prefiere predicar todos los domingos, lo lógico
sería permitir que el diácono permanente predicase algunos días de
diario. En ningún caso, sería lícito que el párroco pusiera obstáculo
alguno a que su diácono permanente organizara algo donde pudiera
ejercer el ministerio de la predicación: encuentros para leer la
Biblia, reuniones de formación teológica, etc. El diácono debería
obedecer si hasta eso le fuese prohibido. Pero en una situación así,
el obispo debería ser informado para ver si el problema es el
diácono o el presbítero. Y tras investigar qué pasa en esa parroquia,
habría que decir las cosas con claridad o a uno o a otro. Es injusto
aplicar a un diácono una prohibición y que él no sepa la causa de
esa prohibición.
96
o en la parroquia, o las puede hacer motu proprio sin necesidad de
que nadie se lo encargue expresamente. El mero hecho de ser
diácono ya le debería mover a la caridad. No debería decir: cómo
nadie me ha encargado de eso. El mero hecho de ser diácono ya es
un encargo a realizar obras de caridad.
Cualquier capellán de prisiones se sentirá contento de que un
diácono le pida acompañarle un día. No se diga a sí mismo el
diácono: no tengo tiempo. Nadie le exige que dedique días enteros
a visitar presos, pobres o enfermos. Dios sólo le dirá: Estuve preso
y me visitaste. Hacerlo una sola vez, producirá frutos en su alma.
Si el diácono no está encargado de repartir las limosnas de la
parroquia, al menos puede dar algo de su propio dinero. Por
supuesto que el diácono siempre podrá visitar a los enfermos de su
parroquia, o las residencias de ancianos, escuchar a feligreses con
depresión, a cónyuges con problemas en su matrimonio.
Insisto en que no estoy diciendo que emplee mucho tiempo
en estas tareas, si le han encomendado otras labores en la parroquia.
Pero será muy recomendable que haga algo, aunque sea muy poco,
de estas labores específicas del diácono.
Esto es válido no sólo para los diáconos permanentes, sino
también para los transitorios. Porque si esfuerza en el instersticio
en todo eso, durante toda su vida sacerdotal se acordará del fervor
que le movió, cuando era diácono, a pedir a tal o cual capellán el
acompañarle un par de horas a la semana. Lo triste sería que el
diácono se pasara todo su intersticio simplemente estudiando o
como mucho ayudando en la misa. El intersticio de tiempo diaconal
hay que llenarlo de sentido. No es un mero tiempo de espera.
98
funcionamiento de la Iglesia. En ocasiones, el servicio de la caridad
no consiste en dar directamente monedas a los pobres, sino en hacer
cuentas en la parroquia. Es lógico que uno disfrute más poniendo
monedas de plata o panes en las manos de los pobres, como en los
primeros tiempos. Pero para que los necesitados sean ayudados hoy
día, hay que dedicar tiempo con papeles, haciendo números y
realizando llamadas de teléfono. Lo que importa es que la caridad
sea realizada, sin que sea necesario que nosotros sintamos el placer
de poner el trigo en la mano que se extiende hacia nosotros.
102
momento, de las muchas cosas que yo podía hacer, lo que quería
que hiciera, era que comprara ese pollo. Esa mañana podía haber
predicado, podía haber estado rezando en la capilla, podía haber
hecho infinidad de cosas bellas, nobles y espirituales, pero Dios no
quería que hiciera esas cosas, Él quería que ejerciera esa labor
material.
He insistido en la anécdota de que mi obispo me enviara al
supermercado unas horas antes de mi ordenación, para que todo
diácono y presbítero nunca diga: yo no me he ordenado para esto.
Como si hubiera labores que desdijeran de la dignidad del
sacramento. Lo único que desdice de la dignidad del sacramento es
el pecado.
103
Qué no es el diácono
…………………………………..………………….…………
105
Algunas oraciones para rezar durante el
tiempo de diaconado
………………………………………….…………………………………..…
106
letanía de los diáconos
………………………………………………………………………………………………..
San Efrén
San Vicente
San Adalberto
San Lorenzo
San Isauro
San Marino
San Francisco de Asís
Santa maría Virgen, ruega por mí para que sea un buen diácono.
Oración
Señor, Dios Todopoderoso, ayúdame para que sea un buen
diácono, cultive tu Palabra, ayude a los pobres y sirva a la Iglesia.
Por Cristo, Nuestro Señor.
Amén.
107
Durante el intersticio hasta el presbiterado, el diacono puede
repetir las jaculatorias que aparecen a continuación. Las cuales son
sólo un ejemplo. Pues cada uno puede buscar aquellas que más
devoción le produzcan:
Servir y desaparecer.
Señor, haz que desee que me den las labores que nadie quiera para sí.
108
Las órdenes menores
…………………………………..………………….…………
109
órdenes menores serían como los atrios y cámaras adyacentes
previos a la entrada al santuario.
Esos atrios, esas estancias, eran como el marco preparatorio
a la entrada al lugar más santo. Uno percibía la importancia de la
puerta del santuario por el hecho de atravesar la gradualidad de
espacios y puertas precedentes. Exactamente lo mismo sucede con
las órdenes menores respecto a los tres grados del sacramento del
orden.
Aunque existe una diferencia esencial entre el sacramento y
los sacramentales, esas órdenes menores eran como una escala,
como una escalera grandiosa y ascendente. Por eso, la Iglesia
instituyó esos grados desde la Antigüedad, tanto en oriente como
en occidente. Las órdenes menores datan, al menos, desde el siglo
III. El sacramento del orden era algo tan excelso, que pareció bien
colocar, digámoslo así, unas gradas previas, unos vestíbulos.
Aunque aquellas iglesias antiguas eran conscientes de que existía
una diferencia radical entre la participación en el sacerdocio de
Cristo (en los tres grados del sacramento) y la concesión de
sacramentales que simplemente conferían gracias.
Ordenes menores las cuales, después de algunos siglos,
dejaron de llevar aparejadas funciones reales, pero cuyo
simbolismo permanecía en vigor. Si bien hay que recordar que las
órdenes menores no eran sólo símbolos, también conferían gracias.
En un principio existieron esos ministerios, esos servicios.
Después se sacralizaron esos ministerios, creándose los ritos para
su ingreso. Con el paso de los siglos, se perdieron esos ministerios,
pero permanecieron las órdenes menores. Porque todos
entendieron la grandiosa pedagogía que existía en esa gradualidad.
Pero para los hombres medievales esos ritos no eran meramente
pedagogía, sino ritos portadores de acciones divinas en el alma de
los que recibían esas órdenes.
110
El ritual en el que se otorgaba la orden del ostiariado,
lectorado, acolitado, exorcistado y subdiaconado, dejaba claro que
aquello no era la mera concesión de un encargo, para ello hubiera
bastado entregarles un nombramiento. Sino que se les otorgaba al
alma un bien espiritual a través del rito.
Si bien esa gracia para ejercer bien esa función, no incluía
ningún poder3. Aun careciendo de potestas, las órdenes menores no
eran un mero ministerium, sino una gratia. Hemos mencionado
antes que las órdenes menores no eran un mero ministerio, lo cual
queda patente de un modo más claro en el hecho de que se otorgaba
una gratia para bien del alma, aunque desde hacía muchos siglos
ya no se practicaba el ministerium concreto para el cual se confería
ese sacramental.
¿Cómo se puede reducir el diaconado a un mero ministerio,
cuando eso no lo eran ni siquiera las órdenes menores? Al conferir
las órdenes menores existía la conciencia de que eran acciones del
Espíritu que actuaba a través de la Iglesia. Hasta esas órdenes
menores se consideraba que eran misterios de la gracia que
actuaban en el alma de los que los recibían.
En las diócesis de rito latino en las que no se confieren las
órdenes menores, tanto los presbíteros como los diáconos no deben
tener la idea de que han perdido algo sustancial. Pues el poder
apostólico entregado por Cristo reside en el sacramento del orden.
En las primeras generaciones, no existía ninguna orden menor. Y
el poder de Cristo se transmitía en el sacramento.
Los ministerios instituidos siglos después únicamente pedían
a Dios que otorgara gracias para ejercer esas funciones eclesiales.
3
Sólo hay una orden menor en la que la fórmula expresa la entrega de un poder, en el
exorcistado. Pero el análisis de ese caso concreto desbordaría, por su complejidad, este escrito sobre las
órdenes menores para entrar en el tema del exorcismo.
111
Y no sólo la pedían, sino que, en virtud de ese mismo poder del
sacramento del orden, otorgaban esas gracias en nombre de la
Iglesia.
La concesión de las órdenes menores no eran una mera
petición, sino un acto de poder. Un acto en el que se verificaban las
palabras de Cristo: lo que ataréis en la tierra será atado en el cielo.
Si un cáliz quedaba consagrado al servicio litúrgico por la
bendición, la persona quedaba consagrada al servicio divino por la
recepción de la orden menor.
Qué gran sabiduría la de los antiguos obispos, que ensalzaron
el sacramento del orden rodeándolo de las cinco órdenes menores.
El divino sacramento aparecía así como tres gemas engarzadas en
un quíntuple anillo concéntrico.
113
Procedo ahora a una descripción de las órdenes menores.
Aunque previamente hagamos una pequeña precisión: Si antes
hablábamos de los tres grados del sacramento del orden
(sacerdotal), es decir, tres grados de un único sacramento; ahora
hablamos de cinco realidades distintas que reunidas conforman lo
que denominamos las órdenes menores.
Estrictamente hablando las órdenes menores no forman un
todo unitario con cinco grados. Sino que son cinco órdenes
diversas. Se reciben de forma consecutiva, pero son independientes
entre sí. Y, a diferencia de los grados del sacramento del orden
sacerdotal, si por ejemplo uno recibiese la orden menor del
subdiaconado, ese sacramental no incluiría las gracias espirituales
de las órdenes que se reciben anteriormente según el orden usual.
Pues cada orden es distinta, y por eso en el ritual de cada orden se
piden gracias diferentes. Pasemos ahora a la enumeración y
descripción de las órdenes menores:
116
El número de las órdenes menores tiene su simbolismo. Pues
contando la tonsura, el episcopado sería el noveno paso de este
camino. El nueve es un número no sólo trinitario, sino que al ser
tres veces tres indica plenitud. Si contamos los siguientes pasos
(arzobispo y cardenal), el Papado sería el duodécimo paso, un
número de indudable simbolismo bíblico.
117
V Parte
……………………………………………………………………………………………
Apéndice
118
Cuando ya el libro estaba finalizado, algunas lecturas me han
hecho reflexionar y añadir esta última parte compuesta por temas
diversos. En un mundo ideal en el que yo dispusiese de gran
abundancia de tiempo, quizá hubiera integrado estas partes en la
parte teológica de esta obra. Pero no me importa que este libro
tenga un aspecto vital, de escrito que ha ido creciendo.
120
El diaconado es completo para lo que se precisa en su relación
de complementariedad frente al presbiterado o al episcopado.
Como realidad independiente, no complementaria, sería algo
insuficiente. Repetimos la imagen que antes hemos expuesto:
aunque pueda haber diáconos que respondan directamente al
obispo, lo normal es que el diácono sea como un satélite orbitando
alrededor del presbítero. No es el diácono una luna que vaga de
forma independiente. Su carácter de servicio (y, por tanto, de
humildad) se ve más claramente en su puesto junto a un presbítero.
Y no se vería tanto si él mismo se convirtiera en centro.
El diaconado es una vocación, no un título de reconocimiento
al buen trabajo eclesial de un laico. Ordenado ad ministerium, lo
mejor que puede hacer un diácono es centrarse en el servicio. El
diácono se encaminará hacia la pérdida de la ilusión y hacia la
amargura si comienza su ministerio quejándose de que no se le
tiene en cuenta, de que no se valora la misión de los diáconos, de
que los presbíteros no entienden la teología acerca de su estado.
Antes he dicho que el diaconado permanente es una vocación.
Permítaseme hacer una precisión histórica. En los primeros siglos,
de entre los laicos que más colaboraban en la comunidad, a veces,
se escogía al más digno para conferirle ese misterio sagrado del
primer grado del sacramento del orden. En esa situación, el diácono
no lo era tanto por vocación interna (vocatio, llamada), sino por
vocación externa, es decir, por una llamada externa de la
comunidad que le pedía que asumiera ese servicio. Por supuesto,
que esa petición de la comunidad tenía que estar unida con el
sentimiento interno de que uno estaba llamado a ese servicio.
Dígase lo mismo, para el caso de muchos que eran elevados al
presbiterado.
121
Hipótesis que nos llevan a comprender
mejor la realidad
………………………………………………………………………………………………………………………..
122
Representación de Cristo en cada uno de los
tres grados
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4
Álvaro Arturo ESTRADA SOLÍS, “El Diaconado en la Literatura Teológica Italiana”, en Excerpta e
Dissertationibus in Sacra Theologia, Vol. LI, n. 1, Pamplona 2007, pg 11.
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Álvaro Arturo ESTRADA SOLÍS, Ibidem, pg 44.
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Álvaro Arturo ESTRADA SOLÍS, Ibidem, pg 48.
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sacerdotes. También ahora el obispo consagra sacerdotes y ejerce
el máximo sacerdocio en la liturgia con la mayor magnificencia
posible.
Como se ve, el presbítero representa a Cristo, pero lo
representa como presbítero. El obispo representa a Cristo, pero lo
hace representando a los Apóstoles. Ésa es una diferencia. El
diácono representa a Jesús siervo, a Jesús humilde en un segundo
plano, ayudando. Y así en la misma ceremonia catedralicia tenemos
ante nuestros ojos a un ministro que representa a Cristo Sumo
Sacerdote, y otro ministro que representa a Jesús humilde, el Jesús
que calla, que trae los objetos, que lleva la jofaina y lava los pies.
En medio de estos dos extremos del Cristo del culto, y del Jesús del
servicio, están los presbíteros que representan a Jesucristo pastor.
En una misma concelebración, las tres facetas del Mesías aparecen
ante los ojos de un modo misterioso, velado.
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Agere in persona Christi
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y no sería un sacramento. Recibir el sacramento del orden
implica insertarse en la transmisión del munus apostolicum.
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Desde la perspectiva meramente humana de repartir el
trabajo, ¿podría la liturgia primitiva haber evolucionado de forma
que el diácono elevase las dos especies sobre el altar, quedándose
el presbítero detrás? Podría, pero habría sido completamente
inadecuado. Porque lo propio del primer grado no es aparecer, sino
eclipsarse. Lo propio de él no es ser el centro en el culto, sino estar
en un segundo plano. Lo adecuado a su ser es colaborar, ayudar,
servir, no presidir el culto. No se ha creado el primer grado, para
después hacer de él el centro. Podrá, en ocasiones, ser el centro si
falta el presbítero. Pero no es lo propio de él. E incluso cuando lo
haga, quedará claro por su falta de poder, que eso es sólo una labor
diaconal respecto al presbítero, es decir, que está allí ayudando
porque no puede asistir el presbítero a ese acto de culto.
Criterios restrictivos
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diócesis, no significa que sus presbíteros no sean pastores de sus
comunidades. Pero según esta visión duramente restrictiva habría
tres tipos de ordenados, pero sólo dos grados dotados con el
sacerdocio, y únicamente un grado (el episcopal) en el que el
ordenado sería verdaderamente pastor.
Sin ninguna duda, cierta mentalidad eclesiológica de entender
el episcopado, en la que los presbíteros son meros diáconos del
obispo, simples extensiones de su voluntad, sólo instrumentos
ejecutores de las órdenes del único pastor.
Incluso hubo alguna época, en que este modo restrictivo de
entender las relaciones entre ordenandos, se aplicó a los obispos
respecto al Papa. Viendo a los obispos como delegados papales y
sólo eso. Como se observa, la visión restrictiva no tiene límite, y
resulta empobrecedora.
Pero la visión maximalista también tiene sus riesgos. Pues
llega un momento en que el diácono en vez de ser un satélite
girando alrededor del presbiterado, se convertiría en un sol. Lo cual
desdibujaría su espiritualidad de anonadamiento. La gloria del
diácono es desaparecer.
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funciones superiores a los levitas. Y el obispo es el Sumo Sacerdote
de la diócesis.
En el Antiguo Testamento son muchos los pasajes en los que
se afirma que los levitas son sacerdotes (por ejemplo, Dt 18). Ahora
bien, ¿por qué son sacerdotes si la mayor parte de ellos no ofrecían
el sacrificio en el altar del Templo? Incluso dentro de las jerarquías
del Templo, hay pasajes en los que vemos que se llama sacerdotes
sólo a los que ofrecían el sacrificio.
En mi opinión, se observa que la misma dificultad que existe
hoy día entre sacerdote-diácono y sacerdote-presbítero existía ya
en el Antiguo Testamento entre el sacerdocio levítico y el
sacerdocio del Templo. Y esta dificultad proviene de los mismos
textos sagrados, no de añadiduras posteriores. ¿Por qué no pensar
que ocurre lo mismo en el sacerdocio de la Nueva Alianza? Es
decir, que existe una dificultad implícita que no es fruto de la
Historia, sino de la misma dificultad para entender el carácter
misterioso del primer grado del sacerdocio tanto levítico como
cristiano.
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Cuando Uzías se hizo fuerte, su corazón se enalteció hasta corromperse. El
actuó con infidelidad contra Yahveh su Dios y entró en la casa de Yahveh para
quemar incienso en el altar del incienso. El sacerdote Azarías entró tras él, y ochenta
sacerdotes de Yahveh con él, hombres valientes.
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enteramente a trabajar para la Iglesia ¿preferirían ser diáconos
permanentes en vez de acceder al presbiterado? En mi opinión, no.
La mayoría querría acceder al presbiterado. Lo que sucede es que
conviene poderosamente al presbiterado el ser célibe. El esquema
actual de la iglesia de rito latino es muy adecuado a la dignidad de
la res sacra de la que hablamos y a la realidad de la vida cotidiana
de los ministros:
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incluso sin el sacramento. De manera que la santidad de la castidad
perfecta (que requiere heroísmo) es el sustrato perfecto para recibir
la santidad del sacramento sacerdotal.
Esto sería así incluso para el celibato que es un primer grado
del sacerdocio. Si por un imposible tuviéramos un evidente exceso
de peticiones al diaconado permanente, se escogería para
ordenarlos a aquellos que pudieran unir el celibato al don sagrado
del diaconado. Pero como no existe esa sobreabundancia, se
sacrifica la exigencia de cualidades, para disponer de más
individuos que puedan servir a la comunidad y al culto. Y se
sacrifica esa exigencia de cualidades, porque son cualidades
convenientes, no necesarias. De hecho, en una situación hipotética
de sobreabundancia de vocaciones al presbiterado, sólo debería
ordenarse a aquellos candidatos verdaderamente santos. Como no
existe esa sobreabundancia, ordenamos para el presbiterado a
individuos imperfectos. Pero incluso en el presbiterado se impone,
con razón la necesidad del ministerio, frente a la santidad personal
que objetivamente requeriría el don otorgado por el sacramento del
orden. Como se ve, los paralelismos entre los tres grados del orden,
son evidentes.
Pero después de todo lo dicho, concluimos que a pesar de que
el diaconado tenga entidad propia, una entrega total lleva hacia el
presbiterado. Es decir, el celibato y el trabajo a tiempo completo
para la Iglesia, conducen al presbiterado. Nadie se quedaría en el
grado inferior, pudiendo ascender al superior.
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Conclusión
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21 de agosto de 2013
se complace en su camino
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José Antonio Fortea Cucurull, nacido en Barbastro,
España, en 1968, es sacerdote y teólogo especializado en
demonología.
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