ObarrioJAlfredo 2013 CAPITULOI ExpresionOralYProceso

CAPÍTULO I
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EXPRESIÓN ORAL Y PROCESO DE APRENDIZAJE EN LA

UNIVERSIDAD DEL SIGLO XXI
CAPÍTULO I. EXPRESIÓN ORAL Y PROCESO DE APRENDIZAJE EN LA...
J. Aඅൿඋൾൽඈ Oൻൺඋඋංඈ & Aඇංർൾඍඈ Mൺඌൿൾඋඋൾඋ
“La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad, cuyo corolario inmediato es la eternidad
futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar” (J. L. Borges, La biblioteca
de Babel).
Charles Moeller, en el prólogo a su libro Sabiduría griega y paradoja cristiana,

realiza esta clara y, a su vez, descorazonadora reflexión:
“Me pregunto qué impulsa a leer, a elevar un tanto más el túmulo gigantesco
de sus esperanzas frustradas, a aportar una nueva piedra a esas catedrales de la
necesidad que son nuestras bibliotecas.
Por otra parte, nuestra época no necesita libros. Tiene demasiados. No los
lee, o los lee mal, porque se le antojan largos y difíciles. Necesita slogans
consistentes que les eximan de pensar. Porque no quieren pensar. Tiene miedo
de hacerlo. Tienen miedo a ser libre. No quiere ser libre. Si algo desea, acaso
sin saberlo, es que venga alguien que le prometa salud, que arranque su vida
de la destrucción.
Sin duda, existen los ‘libros eternos’ que es menester salvar. Inmortales; mas
sólo si reviven en nuestras almas. Nos preguntamos precisamente si reviven
en el alma de esta generación, si nuestros jóvenes se interrogan, con Sócrates,
sobre la sabiduría. Nos preguntamos incluso si conocen a Sócrates, si Sócrates
es para ellos algo más que un nombre …”.
Copyright @ 2013. Dykinson.
Entre las inquietantes dudas vertidas por Moeller nos quedamos con dos: ¿conocen
nuestros jóvenes estudiantes el valor de la lectura, de la expresión oral? ¿Han leído los
textos de Platón sobre Sócrates, esto es, han reflexionado sobre el valor de la filosofía,
del pensamiento? Y si no lo han hecho, ¿qué sentido tiene para ellos la Universidad?
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importancia de la oratoria en el ambito universitario
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30 J. ALFREDO OBARRIO & ANICETO MASFERRER
Creemos que en un libro propedéutico como éste, estas cuestiones deben ser plan-
teadas, porque, como sostenía T. S. Eliot en su obra La idea de una sociedad cristiana,
“El hecho de que un problema requiera mucho tiempo para ser resuelto, y que, por lo
mismo, reclame la atención de muchos espíritus durante varias generaciones no justifica
la postergación de su estudio. Y en tiempos de emergencia, puede resultar, a la larga, que
los problemas postergados o ignorados, más que aquellos que a pesar de haber atacado no
pudimos resolver, reaparezcan, constituyendo una plaga para nosotros. Siempre hacemos
frente, de alguna manera, a nuestras dificultades momentáneas, pero nuestras dificulta-
des permanentes son dificultades de todo momento”. No en vano, si sólo buscamos “los
beneficios inmediatos –tendremos–, como consecuencia, la carestía y el desierto”.
En la sociedad actual, el arte de buen lenguaje, de la correcta expresión ha quedado
reducido a exiguos cursos para ejecutivos de alta cualificación, en los que, bajo suge-
rentes títulos, no se pretende enseñar la riqueza que conlleva el uso y el conocimiento
de la palabra, de sus giros, de sus múltiples variantes o expresiones; lo que se busca es
una mera orientación mercantilista: que el usuario pueda alcanzar la suficiente confianza
en sí mismo, como para expresar sus ideas con tal contundencia, que logre convencer o
persuadir a un futuro cliente. El lenguaje al servicio del mercado, no del individuo. En
este sentido, el Profesor Alejandro Llano, en su artículo ¿Ocaso de las Humanidades?,
nos recuerda: “Defender hoy día la enseñanza de las «letras» suele ser, en cambio, una
actitud que merece reproches de pesimismo o melancolía, y suele castigarse con la
marginación académica y la inopia social”. Una marginación que ha llevado a sostener
–a Martha Nussbaum– que la crisis que vive la sociedad actual, no sólo es económica,
sino educativa:
“Estamos en medio de una crisis de proporciones gigantesca y de enorme

gravedad a nivel mundial. No, no me refiero a la crisis económica global que
comenzó a principios del año 2008 […]. No, en realidad me refiero a una crisis
que pasa prácticamente inadvertida, como un cáncer. Me refiero a una crisis
que, con el tiempo, puede llegar a ser mucho más perjudicial para el futuro de
la democracia: la crisis mundial en materia de educación”.
Recogiendo como nuestro el planteamiento de T. S. Eliot, nos preguntamos ¿por qué

en la Universidad no se imparten cursos de oratoria como asignaturas troncales u obliga-
torias en la mayoría de las Licenciaturas? ¿Por qué ha abandonado una tradición que le
era propia? Quienes conocen la Historia de la Universidad, y, en concreto, de sus Planes
de Estudio, saben que en los estudios universitarios se daba una gran importancia a los
contenidos retóricos, en lo que el aprendizaje de la lengua oral o de la práctica discursiva
tenía una notable acogida en la vida académica. Con carácter ejemplificador, en el siglo
XVIII, Gregorio Mayans y Siscar elaboró un Informe al Rei sobre el methodo de enseñar
en las universidades de España (1767), solicitado por el secretario de Gracia y Justicia,
Manuel de Roda. En el informe se propuso la creación de las cátedras de Retórica, Mé-
trica y Poética, y se insistió en que los estudiantes tuvieran que aprender a interpretar,
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recitar, traducir y componer. Y cuando se habla de componer, no solo se alude al redactar

correctamente un texto, sino al uso de la expresión oral, como vehículo necesario de la

argumentación. La razón que esgrimió fue la necesidad de acabar con una docencia que
languidecía con el devenir de los siglos: “Ya se desterraron los bárbaros, falta desterrar
de España la barbarie”.
Este lamento por el declive de la Universidad española lo hallamos en buena parte de
los intelectuales de principios del siglo XX. En concreto, en el pensamiento de Miguel de
Unamuno –recogido en su conocido ensayo De la enseñanza superior en España– existe
la clara convicción de que la función específica de la Universidad tendría que trascender
de la mera y específica formación profesional. Su visión debería de ser más amplia y
completa: consistiría en transmitir el saber, en ofrecer una visión cultural, universal,
científica, ética y de compromiso con la sociedad. Pero, frente a este ideal de Universidad
como ente cultural, el autor advierte de un mal endémico en el ámbito universitario: la
existencia de un número importante de alumnos que han perdido la costumbre de retomar
como propio la reflexión y la meditación sobre lo que supone la aventura del aprendizaje,
del uso del lenguaje –de la oratoria forense–, abandonando las fuentes del saber y del
esfuerzo, por la mediatez de un aprobado:
“Sé de claustros que estuvieron divididos en rigoristas y laxos, en los

exámenes, se entiende, y no por razones de pedagogía sino porque los laxos
entendían que ejerciendo rigor en los alumnos éstos se iban a otra Universidad,
disminuyendo así las matrículas y perjudicando a patronas de casas de
huéspedes, a los dueños de fondas y cafés y aun de otros establecimientos y de
rechazo dañando los arbitrios municipales. Dicen que por ahí, fuera de España,
hay estudiantes trashumantes que recorren varias Universidades en busca de
los profesores más afamados y prestigiosos en sus respectivas disciplinas. Pues
aquí las recorren en busca de los más blandos en examinar. Y así se dice que la
Fisiología, o el Derecho Romano, o la Geometría analítica, o la Botánica están
mejor en la Universidad A. B. o C.”.
Admitiendo como válido el planteamiento de Unamuno, Ortega y Gasset, en su

Misión de la Universidad, llegará a sostener que reducida la enseñanza universitaria
al profesionalismo y a la investigación, ésta es una falsedad, ya que hace de su falta
de autenticidad, la esencia de la institución. Ésta es la raíz de su envilecimiento, no ser
auténticamente lo que es:
“Pues bien: yo digo que aun entonces la Universidad actual es un puro y

constitucional abuso, porque es una falsedad. De tal modo es imposible que el
estudiante medio aprenda en efecto y de verdad lo que se pretende enseñarle,
que se ha hecho constitutivo de la vida universitaria aceptar ese fracaso. Es
decir, la norma efectiva consiste hoy en dar por anticipado como irreal lo que
la Universidad pretende ser. Se acepta, pues, la falsedad de la propia vida
institucional. Se hace de su misma falsificación la esencia de la institución. Esta

es la raíz de todos los males –como lo es siempre en la vida, sea individual o

sea colectiva. El pecado original radica en eso: no ser auténticamente lo que se
es. Podemos pretender ser cuanto queramos, pero no es licito fingir que somos
lo que no somos, consentir en estafarnos a nosotros mismos, habituarnos a la
mentira sustancial”.
En análogo sentido, Giner de los Ríos, en su memoria Sobre las reformas de nuestras
Universidades, publicada en 1902, llegó a sostener que una Universidad se degrada y se
desvirtúa cuando no toma en consideración a sus alumnos o les obliga a permanecer en
riguroso silencio durante su estancia en la Universidad, como nos recuerda Hegel –en
sus Escritos pedagógicos– que hacía Pitágoras con sus discípulos, a los que exigía que
no expresaran ninguna opinión o pensamiento propio durante los cuatro primeros años
de su aprendizaje:
“El estudiante, no el maestro, es el primer elemento de la universidad. Se

concibe una corporación de autodidactas, sin maestros, que cultivan por sí los
estudios. Una academia no viene a ser otra cosa. Y se concibe que en Bolonia los
estudiantes fuesen lo primero, y que Clark, al fundar su universidad, considere
que allí todos son estudiantes, más o menos adelantados y experimentados,
sin la división, en dos grupos radical y absolutamente distintos: los que dan la
enseñanza y los que la reciben. Más de un profesor debe no poco a sus alumnos;
no ya en el estímulo para el trabajo y en tantas otras cosas como da siempre el
espíritu joven, sino en colaboración real y efectiva. Lo que no se concibe es una
corporación de maestros sin discípulos. En París, los estudiantes podrían estar
fuera de la universidad, como corporación, pero dentro de las clases.
Toda enseñanza es, sin duda, una educación, aun aquella que más rehúsa
serlo, como acontece con la pasiva y memorista al uso. Quiéralo o no, es
una dirección, una sugestión, una tutela; ahora, que lo es tanto más, cuanto
más respeta la personalidad del menor. Pues el fin de toda tutela –y aun de
todo gobierno– no es afirmar la inferioridad y subordinación de aquél y
mantenerla indefinidamente, sino ayudar a su evolución hasta crear en él
un hombre dueño de sí mismo, capaz de trabajar y valerse por sí; un núcleo
de fuerzas espirituales con iniciativa individual, una persona libre. La
enseñanza organizada para la mera asimilación y transmisión del patrimonio
actual, en cada tiempo, haría de cada nación una China. Como dice Spencer:
«Harto nos gobiernan los muertos»”.
En este sentido, si la cultura –como decía Ortega– es lo que salva del naufragio vital,
lo que facilita al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envile-
cimiento, la palabra es lo que nos permite expresar las ideas, la mismas que conforman
nuestra cultura y nuestro ser. Esta concepción la podemos ver reflejada en Martin Hei-
degger. En concreto, en su obra De Camino al Habla afirma que la palabra no sólo se ha

de ver como un instrumento del lenguaje, sino como el medio del que nos valemos para
captar el Ser. Así, nos dirá el filósofo alemán, la palabra, al desvelar el Ser, nos lleva a
la Filosofía, lo que la convierte en una herramienta hermenéutica, capaz de ayudarnos
no sólo a descubrir la realidad, sino a desvelarnos aquellos lugares conceptuales “no
pisados todavía”.
Tomando en consideración las premisas apuntadas por la doctrina que hemos ex-
puesto, nuestra experiencia docente nos ha hecho ver las dificultades que los estudian-
tes encuentran al analizar, interpretar o exponer un tema. Fruto de esta experiencia, la
Fundación Universitas organizó un Congreso Universitario bajo el título El arte de la
palabra en público. La importancia de la oratoria en el ámbito universitario, celebrado
los días 15-16 de octubre de 2012, en el Salón de Grados de Facultad de Derecho de la
Universidad de Valencia. En estas jornadas, los alumnos que participaron en el Congreso,
nos plantearon la conveniencia de publicar las ponencias que se iban vertiendo en cada
una de las sesiones, dado que, por su naturaleza teórico-práctica, podían ser muy útiles
para el desarrollo de la vida académica de los asistentes, así como de los futuros alumnos.
Por esta razón, el conjunto de profesores que participamos en el mencionado Con-
greso, hemos entendido que podría ser de utilidad la publicación de un libro destinado,
no al conocimiento científico de un ámbito concreto del saber, sino al valor que la ora-
toria tiene en nuestra vida académica y en nuestro ambiente social. No en vano, Jordi
Llovet, en su obra Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, tras denunciar
el abuso que de las nuevas tecnologías están haciendo los jóvenes universitarios, lo que
empobrece su pensamiento y debilita su lenguaje, considera importante retroceder hasta
formas pre-tecnológicas de la enseñanza, de la información y de la discusión intelectual,
en las que se pueda cultivar la dignidad de la palabra y de un razonamiento que permita
preservar la sabiduría de una cultura milenaria:
“La consecuencia ha sido que toda persona joven que se encuentra delante
de un ordenador, dondequiera que sea –incluyendo un aula–, se relaciona con
él más, según una pauta inmediata y lúdica, que con arreglo a las premisas,
mucho más rudas, de la adquisición mental y mediatizada de conocimientos …
Todo obliga a concluir, pues, que hacer hincapié en el retorno a las formas de
educación basadas en el arte de la palabra y en la discusión intelectual podría
convertirse en un aliado muy eficaz para volver a ofrecer a las democracias el
sentido, o el valor, que nunca deberían haber perdido”.
En este sentido, entendemos que nuestra obligación como docentes es la de plantear

una apuesta por la dificultad: la de sacar al alumno de su mundo tecnológico y conducirle
por la aventura del diálogo profundo y sereno, que no es otro que el de la palabra, la que
les puede llevar por los caminos de la excelencia, y al que no es posible acceder sino es a
través del esfuerzo y de la entrega personales. Nuestro riesgo, las dificultades de nuestro
magisterio las hallamos recogidas en las palabras del protagonista de la novela Doktor
Faustus, de Thomas Mann, cuando viene a reflejar la duda que tiene todo docente de ser
capaz de inculcar el amor por una sabiduría y una cultura que han conformado su vida
y su ejercicio, y de poder hacerlo con un lenguaje inteligible al mundo de sus alumnos,
que ya no es, ni podrá ser el suyo:
“Quien sabe si un día no podré volver a inculcar en el corazón de mis

estudiantes los principios humanísticos de una cultura en la cual el temor de
las divinidades de las tinieblas, el culto ordenado de la razón y la claridad
olímpicas se confunden en una religión. Pero mucho me temo que durante esa
espantosa década haya crecido una generación tan incapaz de comprender mi
lengua como yo la de ellos”.
Sentir que el eje de la docencia es el alumno y no el profesor, y que al él debe de ir

destinado todo nuestro esfuerzo y toda nuestra preparación no es una idea novedosa. El
propio Ortega y Gasset, al señalar los males y los remedios de la Universidad, señala que
conviene considerar al estudiante, “al aprendiz”, como eje de la actividad universitaria,
por lo que sería necesario organizar un cuerpo de enseñanzas acomodadas a dos criterios
de selección: fijar los saberes que se consideran estrictamente necesarios para la vida
del estudiante y determinar los contenidos de las materias, de tal forma que puedan ser
aprendidas, con holgura y plenitud, por un alumno no excesivamente aventajado:
“En la enseñanza –y más en general en la educación– hay tres términos: lo

que habría que enseñar –o el saber–, el que enseña o maestro y el que aprende
o discípulo. Pues bien: con inconcebible obcecación, la enseñanza partía del
saber y del maestro. El discípulo, el aprendiz, no era principio de la Pedagogía”.
Este es el reto y el legado que nos aporta Ortega y Gasset cuando afirma que en la
Universidad hay que partir del estudiante, y no del saber, ni del profesor: el de mostrarnos
que la Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante, “como lo fue
en su hora más auténtica”. De ahí que el docente deba involucrar al universitario en el
uso de la palabra como agente activo de la comunidad académica, no convirtiéndolo en
meros números académicos pendientes de evaluación. Preocupación que se encuentra en
Pedro Salinas, quien en su ensayo Defensa del estudiante y de la Universidad, publicado
en 1940, ya nos alertaba del nuevo viraje que parecía estar tomando la Universidad del
siglo XX, y del papel que debería de adoptar el estudiante, quien se ha de “formar en
la Universidad para el mundo”. Y debe hacerlo para el beneficio de los grandes valores
humanos: la verdad y la justicia, valores que revierten al estudiante, no como un benefi-
cio meramente personal, sino como un bien que trasciende del individuo a la sociedad:
“Un estudiante es un hombre que tiene fe en que por medio del estudio y de
la ampliación de sus conocimientos va a mejorar y enriquecer su naturaleza
humana, no en cantidad, sino en calidad, va a hacerse más persona, mejor

persona, y a cumplir mejor su destino, va a entender mejor los problemas del

hombre y del mundo. El que toma el estudio como vía de acceso a beneficios de
imprevisible grandeza, y no a la posesión de una habilidad que le permite ganar
dinero. Lo que hay que fomentar en el estudiante es ese valor vital de la cultura,
esa fe en su capacidad para elevar la naturaleza del hombre … en la Universidad
actual se hace evidente una contraposición de dos tipos de enseñanza: la de
enseñanza de hechos y la de valores. Existe una coincidencia en la necesidad
de que la Universidad sea, más que una escuela de entrenamiento profesional,
un centro de formación del hombre y de orientación de su tarea vital …
El estudiante debe tener clara conciencia de lo que es, de su papel, y de su impor-

tancia, modestamente. Y de ahí debe nacerle un sentimiento de responsabilidad hacia sí
mismo y los demás. Esto es, debe preguntarse ¿qué hago, qué estoy haciendo, lo hago
bien, lo puedo hacer mejor? Ese deseo de mejorarse es lo esencial. El estudiante se hace
en la Universidad para el mundo. Y debe hacerse para el beneficio de los grandes valores
humanos, verdad, justicia, no para su beneficio económico personal. La Universidad no
es un negocio, es una empresa de alta mira: la formación del estudiante constituye un
acto de altruismo y no de egoísmo”.
Por este conjunto de razones, la presente obra nace de la experiencia docente, de
los comentarios y exposiciones realizados en las aulas, de los seminarios impartidos,
de las dudas e inquietudes que los alumnos nos trasmiten en su quehacer diario, de las
lecturas realizadas, así como del deseo de hacerles ver que la esencia de la enseñanza no
está tanto en dar a conocer una ciencia concreta, sino en hacer que el joven estudiante
sienta la necesidad de estudiarla y de exponerla. De lo contrario, si no somos capaces de
transmitir a nuestros alumnos que el saber es algo que acontece y enriquece sus vidas,
y que éstas se desarrollan con la palabra que nos examina, estaremos olvidando aquella
lección que dejó para la posteridad Sócrates:
“Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente
éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los temas de los que
vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros,
y si digo que una vida sin examen no tiene objeto de vivirla para el hombre, me
creeréis menos” [Platón, Apología].
Únicamente nos cabe desear que nuestros estudiantes asuman como propios los razo-
namientos de los viejos maestros, que aprendan a dialogar con los libros, con la palabra
que define y consuela, y quizá así no se conviertan, como sostuviera María Zambrano,
“en corazones maduros de sombra y ciencia”, como lo fueron aquellos libros de caballería
que llevaron a Don Quijote a sostener lo siguiente:
“Tengo ya el juicio libre y claro, despejado de las sombras de la ignorancia

con las que me ofuscó mi amarga y continua lectura de los detestables libros
de caballería. Ya conozco sus disparates y sus embelesos, y sólo me pesa haber
llegado tan tarde a este desengaño”.
BIBLIOGRAFÍA
Eliot, T. S., La idea de una sociedad cristiana, Buenos Aires – México, 1942.
Heidegger, M., De Camino al Habla, Barcelona, 1990.
Llano, A., “¿Ocaso de las Humanidades?” Evisiones, 7, Revista de Crítica Cultural (Invierno
de 2011 / Primavera de 2012).
Llovet, J., Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, Barcelona, 2011.
Moeller, Ch., Sabiduría griega y paradoja cristiana, Madrid, 2008.
Nussbaum, M. C., Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades,
Madrid, Katz, 2010.
Ortega y Gasset, J., Misión de la universidad, Madrid, 1982.
Platón, Apología de Sócrates, Madrid, 1989.
Salinas, P., Defensa del estudiante y de la universidad. Sevilla, 2011.
Unamuno, M. de, “Lo que es y lo que será la Universidad Española”, La Revista Quincenal,
Barcelona, 1918.
Unamuno, M. de, De la enseñanza superior en España, Madrid, 1989.
PARTE I
LA ORATORIA EN LA
ANTIGÜEDAD CLÁSICA Y SU
VIGENCIA EN LA ACTUALIDAD

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“Estamos en medio de una crisis de proporciones gigantesca y de enorme

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recitar, traducir y componer. Y cuando se habla de componer, no solo se alude al redactar

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Admitiendo como válido el planteamiento de Unamuno, Ortega y Gasset, en su

“Pues bien: yo digo que aun entonces la Universidad actual es un puro y

institucional. Se hace de su misma falsificación la esencia de la institución. Esta

es la raíz de todos los males –como lo es siempre en la vida, sea individual o

“El estudiante, no el maestro, es el primer elemento de la universidad. Se

«Harto nos gobiernan los muertos»”.

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En este sentido, entendemos que nuestra obligación como docentes es la de plantear

“Quien sabe si un día no podré volver a inculcar en el corazón de mis

Sentir que el eje de la docencia es el alumno y no el profesor, y que al él debe de ir

“En la enseñanza –y más en general en la educación– hay tres términos: lo

humana, no en cantidad, sino en calidad, va a hacerse más persona, mejor

persona, y a cumplir mejor su destino, va a entender mejor los problemas del

El estudiante debe tener clara conciencia de lo que es, de su papel, y de su impor-

“Tengo ya el juicio libre y claro, despejado de las sombras de la ignorancia

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