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Cátedra de Artes N° 15 (2014): 125-128 • ISSN 0718-2759

© Facultad de Artes • Pontificia Universidad Católica de Chile

Mandoki, Katya. El indispensable exceso de la estética.


México: Siglo XXI Editores, 2013

Por Salvador Rubio Marco


Universidad de Murcia (España)
salrubio@um.es

El debate entre las visiones constructivistas y las visiones naturalizadoras del


arte puede ser considerado, sin duda alguna, como un eje central del desarrollo de
la estética contemporánea. A las visiones constructivistas les deberemos siempre
el irreversible servicio de habernos proporcionado un arsenal argumentativo
definitivo contra el mito del arte eterno y universal (con sus consabidas premisas
etno-geo-cronocentristas, esto es, la extrapolación y exportación automática
y acrítica de nuestro concepto moderno de arte a cualquier cultura, lugar y
época): que el arte no ha existido desde siempre, que tiene poco más de 200
años, que su partida de nacimiento está ineludiblemente ligada al siglo XVIII
y a la modernidad ilustrada. No obstante, una consecuencia negativa de esa
corriente son los hiperconstructivismos que pretendían concluir de todo ello la
imposibilidad de hablar de arte (propiamente dicho) antes de ese siglo XVIII
fundacional de la Estética como disciplina filosófica y del moderno concepto de
arte (vinculado a las Bellas Artes y a la autonomía de lo artístico con respecto a
otras esferas, como la científica, la artesanal, la religiosa o la política). Algunos
(como el relativismo lexicologista denunciado por J-M. Schaeffer en su Adieu a
l’esthétique) llegaban a defender incluso que solo existe el arte desde que existe
el término arte (como si solo existiesen los pájaros desde que alguien pronuncia
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la palabra pájaro o como si solo existiese el lenguaje desde que la lingüística


habla de lenguaje).
Se hizo necesario, por tanto, que algunos teóricos encabezasen una corriente
naturalizadora (o naturalista), la cual, sin olvidar la lección constructivista con-
tra el mito del arte eterno y universal, fuese capaz de dar sentido a la intuitiva
resistencia por la que estamos dispuestos a admitir que es no solamente lícito,
sino necesario, considerar que es posible llamar arte igualmente a las pinturas
de Altamira, a las estatuas de Fidias, a la catedral de Nôtre Dame, a los cuadros
de Picasso y a la música de Berio.
El propio Schaeffer en Francia o G. Vilar en España han puesto de
manifiesto que tenemos razones fuertes para buscar el común denomina-
dor que nos permite llamar arte a lo que hay antes y después del siècle des
lumières inflexional. A partir de ese giro de timón, asistimos al desarrollo de
diferentes estrategias teóricas para dar contenido a ese común denominador.
Naturalmente, una de las consecuencias de esa tarea es el cuestionamiento
de los linderos mismos del objeto central de la polémica anterior (esto es, el
arte), para poner en primer término la relación de ese objeto con el resto de
los objetos y actividades que conforman lo estético, más allá de lo artístico
mismo. Ese deslindamiento debe ser entendido en términos complejos, dado
que ya no se trataba simplemente de mostrar la imposibilidad de establecer
unas lindes estrictas y definitivas (conceptual y temporalmente) al territorio
del arte con respecto a los demás territorios de lo estético (además de lo
no-estético: lo económico, lo político, lo ético, etc.); sino, incluso y especial-
mente, la interacción, la simbiosis, la retroalimentación entre el arte y esos
otros territorios de lo estético. Así es como de la naturalización del arte se
pasa irremediablemente a la naturalización de la estética, en la medida en
que ya no solo buscamos un común denominador (una actitud estética, un
instinto estético, una dimensión creativa o como se le quiera denominar) que
nos permita llamar arte a todo lo que va de Altamira al rap, sino que nos
vemos obligados a explicar, en ese mismo trayecto, cómo lo artístico convive
y florece en contigüidad e interacción compleja con otras muchas actividades
y producciones que pueblan la constitución y el desarrollo de la humanidad
desde la naturaleza. Es en ese sentido en el que, desde la propuesta de Katya
Mandoki, la estética es bioestética, entendida como un sobrepliegue de esa
misma operación de fundamentación (o de reconstitución), a través de la
biosemiótica y del evolucionismo, de una estética desde abajo: “La estéti-
ca es la manera en que la naturaleza se excede a sí misma en la evolución”
(316). De ahí el título del libro: El indispensable exceso de la estética. ¿Por qué
indispensable? Para entender cómo llegamos (nosotros y la naturaleza) a ser
lo que somos, indispensable incluso para la propia condición de posibilidad
de esta pregunta, pero no indispensable porque las cosas solo pudieran ha-
ber sucedido así y no de otro modo (como si fuésemos el resultado de una
determinación rígida o de un programa ineludible).
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El libro de Mandoki forma parte de una potente (y polémica) corriente en


la estética de las últimas décadas que busca refundar la disciplina desde abajo,
partiendo de una variedad de suelos que explican, en parte, los matices dentro de
la propia corriente. En ella podríamos encuadrar, por ejemplo, las aportaciones de
D. Dutton (El instinto del arte), una decidida apuesta por una estética darwiniana,
o de J-M. Schaeffer (Adiós a la estética), quien se apoya en nociones como relación
estética, hecho estético o actitud estética para su programa de naturalización
de la estética. El propio libro de Mandoki incluye un buen resumen crítico de
las diversas posiciones dentro de esta corriente (lato sensu): la reivindicación
del instinto artístico en Dutton; de los fines de apareamiento como background
último del arte en Miller; del arte como tercera tecla del placer en Pinker; del
arte como ingeniería cognitiva en Donald; del arte como exaptación en Gould
y Lewontin; o del arte como actividad adaptativa (aunque ya convención social)
y la estética (o la póiesis) como condición universal meta o subantrópica en
Dissanayake. Para esta última autora, por ejemplo, no se podría hablar de un
arte del Paleolítico, pero sí de una poética del Paleolítico.
La riqueza del planteamiento biosemiótico de Mandoki es que despliega
en su libro una estructura que permite encuadrar holgadamente todo tipo de
elementos. Así, Mandoki dibuja una esfera del orbis primus (el universo físico
de materia-energía y espacio tiempo), otra del orbis secundus (la vida) y otra del
orbis tertius (“la acumulación de mutaciones hereditarias, esta vez deliberadas,
en tradiciones y cultura” [67]). Eso le permite la reivindicación de una estética
del cuerpo que va más allá (en el sentido de antes) del cuerpo humano, y más
acá de la propia estética que es, antes que todo, estésica (dado que remite pri-
mordialmente a la sensibilidad, y, por ende, al cuerpo, al tacto), lo que le permite
(o mejor le obliga a) hablar entonces de quimioestesis, citoestesis, fitoestesis,
zooestesis, zoopoética o antropoestética. Su discurso obliga a una apertura muy
culta (donde abundan las referencias históricas, científicas y antropológicas al
lado de las específicamente filosóficas), a la vez que mantiene siempre un loable
propósito didáctico. Abundan, pues, también los neologismos (como la variedad
de estesis precedentemente citada, o términos como bellar, por no mencionar
los ya acuñados por otros y que Mandoki toma prestados, como mem). El dis-
curso de Mandoki se caracteriza por la generosa profusión de ejemplos y por
una apabullante erudición multidisciplinar que sumerge al lector (y a la propia
estética) en una auténtica sopa de saberes especializados. En ese discurso abunda
también (y se agradece) un fino sentido del humor y un elevado sentido lúdico
del lenguaje.
El planteamiento discursivo de Mandoki en El indispensable exceso de la
estética propugna visiblemente un exceso en contraste con la austeridad con-
ceptual de la estética analítica (o, al menos, de algunas de sus ortodoxias más
dominantes). Que ese exceso sea indispensable resulta poco discutible desde
dentro del posicionamiento epistemológico y metodológico de Mandoki, como
creo haber mostrado. Sería más discutible, eso sí, si consideramos desde fuera la
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rentabilidad de ese discurso teórico en comparación con otros en la cancha actual


de la estética filosófica. Y en ese terreno, su poder de aclaración no debe tanto a
una finura y precisión conceptuales como a la apertura de miras que Mandoki
impone a la estética en su encuadre multidisciplinar y multidimensional.
En el prólogo de su libro, Mandoki presenta su aproximación, desde las
herramientas de la biología y la semiótica, como una alternativa a una dirección
de la estética que la ha mantenido hasta ahora “postrada con suero intravenoso
caritativamente suministrado por la filosofía analítica” (11). Es difícil negarle
a la estética analítica (hegemónica en el ámbito anglosajón, pero ya no exclu-
siva de este desde hace ya bastantes décadas) el mérito de haber prestigiado la
estética, tradicionalmente relegada a un puesto frívolo y residual en el seno de
las ramas de la filosofía, a partir de la segunda mitad del siglo XX. La estética
semiótica también contribuyó poderosamente a esta rehabilitación, desde otro
ángulo, en esa misma mitad del siglo XX. Por otra parte, es igualmente difícil
negar que la estética analítica fue utilizada para fundamentar algunos de los
excesos hiperconstructivistas, pero no más que la estética semiótica. Dejando
aparte las reivindicaciones de escuela y las cuestiones de mérito y demérito,
me parece importante destacar que la estética analítica no está nada lejos de la
tarea disolutoria de dualismos forzados que Mandoki propone en su estética
biosemiótica. Su arqueología reconstructiva del grado cero de la estética tiene
como objetivo, a fin de cuentas, el análisis de los vínculos de los valores artísticos
con los valores estéticos, del gusto con lo estético, de los valores estéticos y los
no-estéticos (cognitivos, morales, etc.), de la apreciación por relación al juicio,
entre otros. Son, de hecho, los mismos problemas que podemos encontrar en el
corazón de la producción reflexiva de la estética analítica. En ese contexto en
el que toma sentido su particular manera de ajustar cuentas con el padre Kant,
cuando Mandoki observa que “[r]esulta una ironía que la objetividad buscada
por Kant [en la Crítica del juicio] finalmente se hallara no en el juicio sino en
el prejuicio estético. El prejuicio estético es la tendencia a percibir, resaltar y
valorar ciertos aspectos o patrones de la masa amorfa del entorno e inadvertir
otros” (267). Personalmente, me llama la atención (y me complace) su definición
aspectista del prejuicio estético, pero no puedo dejar de subrayar cómo, por
ejemplo, la afirmación de Mandoki, en su contexto teórico, constituye un modo
de respuesta al problema nodal de la objetividad del juicio estético y sus raíces
kantianas que ha ocupado, ocupa y seguirá ocupando a la estética filosófica (no
solo a la estética analítica) en el panorama actual. Y es precisamente el modo
de respuesta, más que la propia tesis argumentada, lo que creo que resulta par-
ticularmente sugerente y enriquecedor en este libro.

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