Mandoki, Katya. El indispensable exceso de la estética.
México: Siglo XXI Editores, 2013
Por Salvador Rubio Marco
Universidad de Murcia (España) salrubio@um.es
El debate entre las visiones constructivistas y las visiones naturalizadoras del
arte puede ser considerado, sin duda alguna, como un eje central del desarrollo de la estética contemporánea. A las visiones constructivistas les deberemos siempre el irreversible servicio de habernos proporcionado un arsenal argumentativo definitivo contra el mito del arte eterno y universal (con sus consabidas premisas etno-geo-cronocentristas, esto es, la extrapolación y exportación automática y acrítica de nuestro concepto moderno de arte a cualquier cultura, lugar y época): que el arte no ha existido desde siempre, que tiene poco más de 200 años, que su partida de nacimiento está ineludiblemente ligada al siglo XVIII y a la modernidad ilustrada. No obstante, una consecuencia negativa de esa corriente son los hiperconstructivismos que pretendían concluir de todo ello la imposibilidad de hablar de arte (propiamente dicho) antes de ese siglo XVIII fundacional de la Estética como disciplina filosófica y del moderno concepto de arte (vinculado a las Bellas Artes y a la autonomía de lo artístico con respecto a otras esferas, como la científica, la artesanal, la religiosa o la política). Algunos (como el relativismo lexicologista denunciado por J-M. Schaeffer en su Adieu a l’esthétique) llegaban a defender incluso que solo existe el arte desde que existe el término arte (como si solo existiesen los pájaros desde que alguien pronuncia 126 Cátedra de Artes N°15 (2014): 125-128
la palabra pájaro o como si solo existiese el lenguaje desde que la lingüística
habla de lenguaje). Se hizo necesario, por tanto, que algunos teóricos encabezasen una corriente naturalizadora (o naturalista), la cual, sin olvidar la lección constructivista con- tra el mito del arte eterno y universal, fuese capaz de dar sentido a la intuitiva resistencia por la que estamos dispuestos a admitir que es no solamente lícito, sino necesario, considerar que es posible llamar arte igualmente a las pinturas de Altamira, a las estatuas de Fidias, a la catedral de Nôtre Dame, a los cuadros de Picasso y a la música de Berio. El propio Schaeffer en Francia o G. Vilar en España han puesto de manifiesto que tenemos razones fuertes para buscar el común denomina- dor que nos permite llamar arte a lo que hay antes y después del siècle des lumières inflexional. A partir de ese giro de timón, asistimos al desarrollo de diferentes estrategias teóricas para dar contenido a ese común denominador. Naturalmente, una de las consecuencias de esa tarea es el cuestionamiento de los linderos mismos del objeto central de la polémica anterior (esto es, el arte), para poner en primer término la relación de ese objeto con el resto de los objetos y actividades que conforman lo estético, más allá de lo artístico mismo. Ese deslindamiento debe ser entendido en términos complejos, dado que ya no se trataba simplemente de mostrar la imposibilidad de establecer unas lindes estrictas y definitivas (conceptual y temporalmente) al territorio del arte con respecto a los demás territorios de lo estético (además de lo no-estético: lo económico, lo político, lo ético, etc.); sino, incluso y especial- mente, la interacción, la simbiosis, la retroalimentación entre el arte y esos otros territorios de lo estético. Así es como de la naturalización del arte se pasa irremediablemente a la naturalización de la estética, en la medida en que ya no solo buscamos un común denominador (una actitud estética, un instinto estético, una dimensión creativa o como se le quiera denominar) que nos permita llamar arte a todo lo que va de Altamira al rap, sino que nos vemos obligados a explicar, en ese mismo trayecto, cómo lo artístico convive y florece en contigüidad e interacción compleja con otras muchas actividades y producciones que pueblan la constitución y el desarrollo de la humanidad desde la naturaleza. Es en ese sentido en el que, desde la propuesta de Katya Mandoki, la estética es bioestética, entendida como un sobrepliegue de esa misma operación de fundamentación (o de reconstitución), a través de la biosemiótica y del evolucionismo, de una estética desde abajo: “La estéti- ca es la manera en que la naturaleza se excede a sí misma en la evolución” (316). De ahí el título del libro: El indispensable exceso de la estética. ¿Por qué indispensable? Para entender cómo llegamos (nosotros y la naturaleza) a ser lo que somos, indispensable incluso para la propia condición de posibilidad de esta pregunta, pero no indispensable porque las cosas solo pudieran ha- ber sucedido así y no de otro modo (como si fuésemos el resultado de una determinación rígida o de un programa ineludible). Reseñas 127
El libro de Mandoki forma parte de una potente (y polémica) corriente en
la estética de las últimas décadas que busca refundar la disciplina desde abajo, partiendo de una variedad de suelos que explican, en parte, los matices dentro de la propia corriente. En ella podríamos encuadrar, por ejemplo, las aportaciones de D. Dutton (El instinto del arte), una decidida apuesta por una estética darwiniana, o de J-M. Schaeffer (Adiós a la estética), quien se apoya en nociones como relación estética, hecho estético o actitud estética para su programa de naturalización de la estética. El propio libro de Mandoki incluye un buen resumen crítico de las diversas posiciones dentro de esta corriente (lato sensu): la reivindicación del instinto artístico en Dutton; de los fines de apareamiento como background último del arte en Miller; del arte como tercera tecla del placer en Pinker; del arte como ingeniería cognitiva en Donald; del arte como exaptación en Gould y Lewontin; o del arte como actividad adaptativa (aunque ya convención social) y la estética (o la póiesis) como condición universal meta o subantrópica en Dissanayake. Para esta última autora, por ejemplo, no se podría hablar de un arte del Paleolítico, pero sí de una poética del Paleolítico. La riqueza del planteamiento biosemiótico de Mandoki es que despliega en su libro una estructura que permite encuadrar holgadamente todo tipo de elementos. Así, Mandoki dibuja una esfera del orbis primus (el universo físico de materia-energía y espacio tiempo), otra del orbis secundus (la vida) y otra del orbis tertius (“la acumulación de mutaciones hereditarias, esta vez deliberadas, en tradiciones y cultura” [67]). Eso le permite la reivindicación de una estética del cuerpo que va más allá (en el sentido de antes) del cuerpo humano, y más acá de la propia estética que es, antes que todo, estésica (dado que remite pri- mordialmente a la sensibilidad, y, por ende, al cuerpo, al tacto), lo que le permite (o mejor le obliga a) hablar entonces de quimioestesis, citoestesis, fitoestesis, zooestesis, zoopoética o antropoestética. Su discurso obliga a una apertura muy culta (donde abundan las referencias históricas, científicas y antropológicas al lado de las específicamente filosóficas), a la vez que mantiene siempre un loable propósito didáctico. Abundan, pues, también los neologismos (como la variedad de estesis precedentemente citada, o términos como bellar, por no mencionar los ya acuñados por otros y que Mandoki toma prestados, como mem). El dis- curso de Mandoki se caracteriza por la generosa profusión de ejemplos y por una apabullante erudición multidisciplinar que sumerge al lector (y a la propia estética) en una auténtica sopa de saberes especializados. En ese discurso abunda también (y se agradece) un fino sentido del humor y un elevado sentido lúdico del lenguaje. El planteamiento discursivo de Mandoki en El indispensable exceso de la estética propugna visiblemente un exceso en contraste con la austeridad con- ceptual de la estética analítica (o, al menos, de algunas de sus ortodoxias más dominantes). Que ese exceso sea indispensable resulta poco discutible desde dentro del posicionamiento epistemológico y metodológico de Mandoki, como creo haber mostrado. Sería más discutible, eso sí, si consideramos desde fuera la 128 Cátedra de Artes N°15 (2014): 125-128
rentabilidad de ese discurso teórico en comparación con otros en la cancha actual
de la estética filosófica. Y en ese terreno, su poder de aclaración no debe tanto a una finura y precisión conceptuales como a la apertura de miras que Mandoki impone a la estética en su encuadre multidisciplinar y multidimensional. En el prólogo de su libro, Mandoki presenta su aproximación, desde las herramientas de la biología y la semiótica, como una alternativa a una dirección de la estética que la ha mantenido hasta ahora “postrada con suero intravenoso caritativamente suministrado por la filosofía analítica” (11). Es difícil negarle a la estética analítica (hegemónica en el ámbito anglosajón, pero ya no exclu- siva de este desde hace ya bastantes décadas) el mérito de haber prestigiado la estética, tradicionalmente relegada a un puesto frívolo y residual en el seno de las ramas de la filosofía, a partir de la segunda mitad del siglo XX. La estética semiótica también contribuyó poderosamente a esta rehabilitación, desde otro ángulo, en esa misma mitad del siglo XX. Por otra parte, es igualmente difícil negar que la estética analítica fue utilizada para fundamentar algunos de los excesos hiperconstructivistas, pero no más que la estética semiótica. Dejando aparte las reivindicaciones de escuela y las cuestiones de mérito y demérito, me parece importante destacar que la estética analítica no está nada lejos de la tarea disolutoria de dualismos forzados que Mandoki propone en su estética biosemiótica. Su arqueología reconstructiva del grado cero de la estética tiene como objetivo, a fin de cuentas, el análisis de los vínculos de los valores artísticos con los valores estéticos, del gusto con lo estético, de los valores estéticos y los no-estéticos (cognitivos, morales, etc.), de la apreciación por relación al juicio, entre otros. Son, de hecho, los mismos problemas que podemos encontrar en el corazón de la producción reflexiva de la estética analítica. En ese contexto en el que toma sentido su particular manera de ajustar cuentas con el padre Kant, cuando Mandoki observa que “[r]esulta una ironía que la objetividad buscada por Kant [en la Crítica del juicio] finalmente se hallara no en el juicio sino en el prejuicio estético. El prejuicio estético es la tendencia a percibir, resaltar y valorar ciertos aspectos o patrones de la masa amorfa del entorno e inadvertir otros” (267). Personalmente, me llama la atención (y me complace) su definición aspectista del prejuicio estético, pero no puedo dejar de subrayar cómo, por ejemplo, la afirmación de Mandoki, en su contexto teórico, constituye un modo de respuesta al problema nodal de la objetividad del juicio estético y sus raíces kantianas que ha ocupado, ocupa y seguirá ocupando a la estética filosófica (no solo a la estética analítica) en el panorama actual. Y es precisamente el modo de respuesta, más que la propia tesis argumentada, lo que creo que resulta par- ticularmente sugerente y enriquecedor en este libro.