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LOS DOS ÚLTIMOS AÑOS

DE LA VIDA DE SAN FRANCISCO


Y LA RENOVACIÓN DE NUESTRA VIDA
por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap.

La simpatía casi universal que San Francisco se ha ganado, fue


confirmada una vez más por el interés que despertó en todas partes el
750 aniversario de su muerte. Durante aquel año jubilar, los Hermanos
Menores Capuchinos celebraron su 78 Capítulo general en el Colegio de
San Lorenzo de Brindis, en Roma. El día 13 de julio de 1976, el P.
Schmucki, por encargo de su Definitorio general, leía a los Capitulares el
presente trabajo, que conserva aquí su peculiar carácter originario,
exceptuando el aparato crítico, añadido posteriormente. El A. expone,
en primer lugar, el objeto histórico de la celebración jubilar y pasa luego
a esbozar las ideas inspiradoras que resultan de los acontecimientos que
van desde la mística crucifixión del Santo en el Alverna hasta su
nacimiento para la eternidad en la Porciúncula.

Dada la extensión del texto original y el abundantísimo aparato crítico,


nos hemos visto obligados a ofrecerlos aquí de forma condensada y
reducida.
I.- OBJETO HISTÓRICO
DE LA CELEBRACIÓN JUBILAR

Aunque la «hermana muerte», como paso de Francisco de la


peregrinación terrena a la gloria celeste, constituya suficiente motivo de
profunda reflexión, me parece necesario extender el ámbito de la
conmemoración a los dos últimos años de su vida, después de su
estigmatización. Mas, dada la multiplicidad de acontecimientos que se
suceden desde octubre de 1224 a octubre de 1226, no podré más que
delinearlos de un modo general. En esta primera parte quisiera
reconstruir rápidamente algunos elementos que se refieren a los dos
últimos años de la vida, para seguir después, con más detención, con los
últimos días anteriores al tránsito.

1.- Francisco, entre su crucifixión mística en el Alverna


y las últimas enfermedades

El recuerdo jubilar de las llagas de S. Francisco se celebró hace dos


años.1 Según san Buenaventura, el hecho acaeció hacia la fiesta de la
Exaltación de la Cruz (14 de septiembre) en 1224 en el Monte Alverna
(LM 13,3). Esta experiencia mística supuso un cambio tan determinante
en sus dos últimos años de vida, que no se puede prescindir de ella en la
presente reconstrucción. Ante todo, las cinco llagas y, en especial, la
muchas veces abierta y sangrante del costado, debieron producirle
dolores continuos y atroces, y conducirlo, por su carácter de
reproducción plástica, a una constante e intensa comunión con Cristo
crucificado. Por otra parte, como afirma Celano, Francisco, el Poverello,
«deseaba en tanto grado la salvación de las almas y era tal la sed que
sentía por el bien del prójimo que, no pudiendo caminar a pie, recorría
los poblados montado en borriquillo» (1 Cel 98).

Otra característica que distingue los últimos años de la vida del seráfico
Padre, es el esfuerzo por disimular la existencia de sus llagas (1 Cel 95,
73 y 107). Los estigmas de las manos y de los pies, por su exterioridad,
fueron vistos, durante su vida, por bastantes frailes y personalidades de
fuera de la Orden. En cambio, las precauciones de Francisco fueron tan
ingeniosas, que consiguió ocultar casi totalmente la llaga del costado.
Solamente, valiéndose de una estratagema, consiguió fray Elías superar
la barrera de reserva del Santo, cuando éste le pidió que sacudiera su
túnica empolvada (2 Cel 138).

Durante este período de tiempo le fueron compañeras inseparables las


«hermanas enfermedades». No es éste el momento para hacer la historia
bio-patológica del Santo; baste solamente una rápida indicación de la
situación en que se encontraba su salud hacia el año 1224. A la malaria
crónica, que sufría desde bastantes años atrás, con la consiguiente
anemia grave, tumor esplénico e hinchazón del hígado, se le había
sumado, después de la vuelta de Oriente en 1220, el tracoma, es decir,
una inflamación grave de la mucosa conjuntiva, de origen vírico. A causa
de una alimentación irregular e inadecuada, desde su conversión, estaba
enfermo del estómago y de todo el aparato digestivo.2

Este cuadro patológico es puesto de relieve cuando las fuentes antiguas


se refieren al origen del Cántico del hermano sol. Empeorando
progresivamente la enfermedad de los ojos, el vicario general personal
de Francisco, fray Elías, le mandó que se dejara curar por los médicos,
probablemente en Asís mismo (1 Cel 98). Como el paciente no
encontrase mejoría, fray Elías, tal vez aconsejado por el cardenal
Hugolino, protector de la Orden, proyectó llevarlo a Rieti, para confiarlo
a un médico renombrado de aquella ciudad (LP 83).

Antes de comenzar el viaje, Francisco fue a San Damián, seguramente


para saludar y confortar a santa Clara y a sus hermanas. Allí tuvo un
ataque de conjuntivitis tracomatosa tan agudo que no podía moverse. A
la ceguera casi total, seguida de una granulación de la córnea, se unían
un insoportable dolor de cabeza, insomnio y una total intolerancia de la
luz. Durante más de cincuenta días estuvo acostado en una pequeña
celda oscura para resguardarse lo más posible de la luz. Esta habitación,
estrecha e improvisada con paja, fue preparada por los frailes dedicados
al servicio de las Damas Pobres, probablemente dentro del recinto de su
tugurio. Por si faltaba algo a sus males físicos, era molestado día y noche
por una multitud de ratas, que discurrían alrededor y por encima de la
cama. Casi aplastado por tantos sufrimientos, el Poverello sintió la
tentación del desconsuelo. Pidió insistentemente ayuda al Señor para
poder soportar con paciencia sus dolores. En una mística alocución, Dios
le dio firmes seguridades acerca del inminente premio celestial, como si
ya hubiera entrado en la gloria de su Señor. Entonces, con júbilo
extático, brotó de su corazón la lauda del Cántico de las criaturas o
Cántico del hermano sol.

Poco después de la composición poética y musical del Cántico sobre los


cuatro elementos: luz, aire, agua y tierra, Francisco oyó, tal vez aislado
todavía en la celducha de San Damián, el enorme escándalo surgido en
Asís por la discordia entre el obispo Guido II y el Podestà de la ciudad.
Como nadie, ni entre los laicos ni entre el clero, consiguiese restablecer
la paz entre los contendientes, Francisco añadió a su lauda la estrofa del
perdón. Mandó después a un fraile que convocase al Podestà, junto con
los notables de la ciudad, ante el palacio episcopal. Envió otros dos
frailes con el encargo de cantar el Cántico del hermano sol. El colérico y
rico obispo de Asís había excomulgado al podestà Oportulo, mientras
que éste, como defensor no menos decidido de los derechos ciudadanos,
en contrapartida, había prohibido a los ciudadanos cualquier clase de
comercio con el obispo.

Dos juglares entonaron la lauda, cantando con particular relieve la


estrofa de la paz. Con palabras de gran simplicidad, Francisco proponía
a los protagonistas el ideal evangélico del perdón por amor del Señor y
soportar pacientemente cualquier adversidad. Es significativo que la
pacificación eminentemente religiosa haya conseguido su objetivo plena
e inmediatamente, sin que hubieran precedido tentativas de mediación
o propuestas de compromiso (LP 84).3
Probablemente en junio de 1225, el Poverello, todavía gravemente
enfermo, fue llevado a Rieti. Para proteger sus ojos de los rayos del sol,
le pusieron sobre la cabeza un gran capucho, al que se añadió una venda
de lana y lino. Es fácil imaginar los esfuerzos ímprobos que supuso el
transporte tan largo de un paciente tan debilitado; Francisco debió llegar
extenuado. A su llegada a Rieti fue recibido por toda la Curia romana,
que se encontraba entonces en aquella ciudad, y especialmente por el
cardenal Hugolino (1 Cel 99). Este detalle histórico permite datar con
aproximación la fecha de llegada. Por los repertorios pontificios de actas
se deduce que Honorio III permaneció en Rieti, con la Curia, desde el 23
de junio de 1225, hasta el 31 de enero de 1226.

Sin embargo, no es posible determinar cronológicamente todos los


acontecimientos descritos por las fuentes antiguas respecto a la
permanencia del Santo en Rieti. De la Compilación o Leyenda de Perusa
(=LP) resulta que, después del encuentro con la Curia pontificia,
Francisco se hizo llevar al eremitorio de Fontecolombo, probablemente
para librarse de la atención un tanto agobiante para él de las
personalidades eclesiásticas que lo trataban de santo. Un médico experto
en enfermedades de los ojos iba al solitario lugar, manifestándole al
enfermo la intención de «cauterizar la parte superior de la mejilla hasta
el entrecejo del ojo que estaba más afectado por el mal». Pero el
Poverello, acordándose de la voluntad expresa de fray Elías de estar
presente durante la intervención quirúrgica, pidió que se aplazase ésta
hasta la llegada del vicario general. Fray Elías, sin embargo, se entretuvo
algún tiempo por cuestiones de su cargo. Finalmente, apremiado
Francisco por la urgencia del mal a curar y, sobre todo, por obedecer al
cardenal protector y al vicario general, consintió en soportar la
operación, aun cuando otros médicos la habían considerado inútil. Con
un hierro candente, el médico efectuó la terrible operación de cauterizar
los vasos sanguíneos entre la oreja y la sobreceja, para secar la gran
cantidad de líquido inflamatorio, «que día y noche le goteaba por los
ojos, desde hacía años». Hay que hacer mención del coloquio de
Francisco con el «hermano fuego» antes de la operación. Le pidió que
fuera tan gentil, que mitigara su calor (LP 86). La intervención
quirúrgica para bloquear el tracoma no produjo el efecto deseado, ya que
fue efectuada demasiado tarde y en un cuerpo minado por la enfermedad
y por una vida austera en extremo.

Permaneciendo todavía en Fontecolombo, el enfermo fue visitado un día


por el médico reatino. Según su habitual cortesía, Francisco pidió a los
frailes que le dieran de comer bien. Pero eran tan pobres que se
avergonzaron de invitarlo a la mesa. El Poverello, que en materia de
obediencia no soportaba reticencias, insistió, apelando a su espíritu de
fe. El mismo médico, bastante rico, que hasta entonces había declinado
siempre semejantes invitaciones, esta vez manifestó su complacencia en
participar de su extrema pobreza. «Entonces, los frailes fueron a
preparar la mesa, poniendo, avergonzados, aquel poco de pan y de vino
que tenían y la escasa verdura que se habían preparado para ellos». Pero,
apenas sentados a la mesa, se presentó a la puerta una mujer que, en
nombre de su señora, de un pueblo distante unos diez kilómetros de allí,
trajo una cesta llena de manjares (LP 68).

El Poverello, seguramente, se encontraba todavía en el eremitorio,


cuando en el vecino pueblo de San Elías Reatino se desencadenó una
epidemia bovina, que muy probablemente hay que identificar con la
enfermedad muy contagiosa de la afta epizoótica. Avisado por un sueño,
uno de los campesinos se presentó en el eremitorio pidiendo a los frailes
el agua usada para lavar las manos y los pies de san Francisco, a fin de
rociar con ella a los animales enfermos. Como si se tratase de agua
bendita, el campesino roció los animales enfermos, echados por tierra
como muertos, «los cuales, por la gracia de Dios y los méritos de
Francisco, se curaron» (LP 94; cf. LM 13,6).

Tal vez con la intención de evitarle al médico los viajes desde Rieti a
Fontecolombo, o para ser tratado por otros médicos -se dice de uno que
le perforó las orejas (LP 86)-, Francisco consintió en ser trasladado más
cerca de la ciudad, junto a la iglesia de San Fabián. Según una pequeña
noticia del compilador, o sea, el autor anónimo de la Compilación o
Leyenda de Perusa, era entonces el tiempo en que maduraba la uva en la
pequeña viña que había junto a la casa del sacerdote que atendía la
iglesia; por tanto, a finales del verano de 1225. Muchos cardenales y
grandes prelados iban casi todos los días a visitar a Francisco, por la
reverencia y devoción que le tenían. Los numerosos visitantes que allí
acudían no tuvieron muchos escrúpulos en expoliar la viña, de tal
manera que el sacerdote se lamentó ante su huésped enfermo de que le
había echado a perder la cosecha. Francisco le consoló, anunciándole
que recogería mucho más que en los mejores años, como así sucedió (LP
67).

Por algunos detalles recordados por Celano en un relato que intenta


ilustrar la ilimitada confianza de Francisco en la Providencia divina,
parece deducirse que este otro episodio no pudo haber sucedido «en el
mismo lugar» (2 Cel 43), es decir, cuando estaba enfermo en el palacio
episcopal de Rieti (3 Cel 35). El Poverello, vestido con una túnica vieja,
se encontraba seguramente en aquel momento fuera de las murallas, y
tal vez junto a la iglesia de San Fabián, cuando pidió a su guardián
personal, posiblemente fray Ángel Tancredi, que le consiguiera paño
para una túnica nueva. Por esta razón, dice el biógrafo: el fraile fue
«hacia la puerta, para ir a la ciudad, a buscar paño»; y delante de la
puerta de Rieti, un hombre le entregó paño suficiente para seis túnicas
(2 Cel 43).

Por motivos no especificados en las fuentes, Francisco aceptó, después


de la permanencia en San Fabián, la hospitalidad del obispo de Rieti y,
en otro momento, la del canónigo Teobaldo Saraceno. Por más de un
motivo, me parece fundada la suposición de M. Bigaroni, quien piensa
en un despiste del compilador, el cual localiza en el palacio episcopal de
Asís la escena deliciosa en la que los frailes enfermeros insisten a
Francisco para que coma; el enfermo respondió que no tenía apetito,
pero que tal vez comería si hubiera pescado. «Acababa de decir esto,
cuando se presentó un hombre con una canasta en que traía tres lucios
bien aderezados y platos de camarones, de los que el santo Padre comía
a gusto. Todo se lo enviaba el hermano Gerardo, ministro de Rieti» (LP
71). Los frailes se maravillaron de esto, tanto más porque la estación
invernal era la menos indicada para encontrar tales alimentos. La
determinación del tiempo y de la clase de alimento excluyen que el
suceso ocurriera en las últimas semanas antes de la muerte en la
Porciúncula.

Mientras permanecía todavía en el palacio episcopal de Rieti, el


Poverello se apiadó del canónigo Gedeón, que llevaba una vida bastante
mundana, y padecía un mal agudo de riñones. Antes de signarlo con la
cruz, lo amonestó severamente a que dejara su mala vida; de lo contrario,
sería castigado más fuertemente. Luego le hizo la señal de la cruz en el
nombre del Señor, y curó al instante (LP 95; 2 Cel 41).

En el mismo lugar, según las fuentes, aconteció el episodio de la mujer


del pueblo reatino de Posta, la cual estaba enferma también de los ojos,
y era atendida por el mismo médico que curaba a Francisco. El médico
le había hablado del mal de la paciente y de que era tan pobre que no
solamente tenía que atenderla «por amor de Dios», sino que también
tenía que asistirla económicamente durante su estancia en la ciudad.
Con un lenguaje que caracteriza luminosamente su singular concepción
de los bienes materiales y de la solidaridad cristiana, Francisco se dirige
a su superior personal, diciéndole: «Hermano guardián, tenemos que
restituir lo ajeno». Sorprendido por tal petición, el guardián le pidió una
explicación. Francisco le respondió: «Este manto que recibimos
prestado de una mujer muy pobre y que sufre de la vista, es preciso
devolvérselo». Apenas el guardián le concedió amplia libertad de acción,
el Santo, lleno de alegría, llamó a uno de sus íntimos, hombre espiritual,
y le mandó: «Toma este manto y también doce panes; vete y di a la mujer
pobre y enferma que te indicará el médico que la atiende: "Un hombre
pobre a quien prestaste este manto te da las gracias por el préstamo que
le hiciste; ahora toma lo que es tuyo"». No es de extrañar que la mujer,
ante un lenguaje tan diferente a las costumbres normales de los
hombres, se creyera burlada (LP 89).

Antes o después de esta permanencia en el palacio episcopal de Rieti, el


enfermo fue huésped del canónigo Teobaldo Saraceno. Conforme a su
índole artística, Francisco pidió a uno de los compañeros, que en el
mundo sabía tañer la cítara (fray Pacífico, «el rey de los versos» o, como
parece más probable por el contexto, fray Ángel Tancredi de Rieti), que
se hiciera prestar una cítara para que le tocara: «Quisiera que te
procuraras en secreto de algún buen hombre una cítara y con ella me
cantases algún verso bello y honesto, y luego, acompañados de ella,
dijésemos las palabras y alabanzas del Señor, pues mi cuerpo está
afligido por esta gran enfermedad y dolores. Querría que de esta forma
se redujera el dolor del cuerpo para alegría y consuelo del espíritu». El
compilador añade: «Es de saber que durante su enfermedad el
bienaventurado Francisco había compuesto las Alabanzas del Señor, que
las hacía cantar, a veces, a sus hermanos para gloria de Dios, consuelo
de su alma y también para edificación del prójimo». El fraile manifestó
cándidamente que tenía vergüenza de pedir prestada una cítara, porque
temía que los reatinos, conocedores de su carrera musical anterior, lo
creyeran tentado a volver a las costumbres mundanas. Ante tal objeción,
el Santo renunció a su deseo. Pero durante la noche siguiente, Francisco
estaba despierto, cuando oyó alrededor de la casa donde estaba una
cítara que tocaba de una manera sublime. Ello llenó de alegría su
corazón y daba gracias a Dios, que le había consolado (LP 66; 2 Cel 126).

Tomás de Celano resume esta última estancia de Francisco en Rieti con


un balance poco confortante. El mal de Francisco era tan grave, «que
para remediarlo en algo se precisaba contar con un especialista
extraordinario y echar mano de procedimientos dolorosísimos. De
hecho sufrió cauterios en varias partes de la cabeza, le sajaron las venas,
le pusieron emplastos, le inyectaron colirios; en lugar de proporcionarle
alivio, estas intervenciones le perjudicaban casi siempre» (1 Cel 101).

Con estas indicaciones, resulta difícil comprender los criterios que


inspiraron a fray Elías el pretender que el paciente, más muerto que vivo,
y después de una terapia tan drástica como fallida, fuera transportado,
en la primavera de 1226, a Siena (2 Cel 93; 1 Cel 105). Esperaba aún que
el célebre médico consiguiera aliviar la oftalmía del Santo.

Durante el interminable viaje por Narni, Todi, Orvieto y Acquapendente,


hasta Siena, se presentaron en Campigli d'Orcia tres mujeres con tal
apariencia externa que Francisco, recobrada un poco la vista, creía que
se trataba de una única persona con la presencia física triplicada. Ellas
le saludaron a una: «Bienvenida la Dama Pobreza». Creyéndolas
necesitadas, el Santo pidió al médico, que se había prestado a
acompañarlo en el viaje, que les diera una limosna por amor de Dios.
Mirando atrás, ellos no vieron a nadie, aunque se encontraban en una
llanura (2 Cel 93). Tanto el número trino de las personas aparecidas
como el paso inadvertible del plano real al plano de la visión, recuerdan
fácilmente la teofanía, experimentada por Abraham, bajo la forma de
tres hombres (cf. Gén 18,1-15). Este relato hace pensar espontáneamente
en el rol dominante de la pobreza en el espíritu y en la vida franciscana,
considerada como desapego interior de toda actitud posesiva ante
cualquier bien. De hecho, tal pobreza, que por antonomasia casi se ha
encarnado en Francisco, constituye el alma de la obediencia y de la
castidad (cf. LM 7,6).

No es gratuito suponer el nexo causal entre esta experiencia mística y el


gran realce que asume la pobreza en el llamado «pequeño Testamento»
de Siena. Tomás de Celano nos da el cuadro histórico: «Seis meses antes
del día de su muerte (es decir, hacia abril de 1226), hallándose en Siena
para poner remedio a la enfermedad de los ojos, comenzó a agravarse en
todo su cuerpo: su estómago, deshecho por larga enfermedad, más la
hepatitis y los fuertes vómitos de sangre, hacían pensar en la proximidad
de la muerte. Al tener conocimiento de esto el hermano Elías, que se
hallaba distante, púsose inmediatamente en camino...» (1 Cel 105). El
compilador, basándose en materiales de los primeros compañeros,
completa el relato biográfico hablando de su petición dirigida al
moribundo, de bendecirlos y de indicar a la Orden sus últimas
voluntades. Llamado fray Benito de Piratro, Francisco le dictó: «Ya que
la debilidad y los dolores de mi enfermedad me impiden hablar, voy a
dejar expresada a mis hermanos mi última voluntad en tres frases: que,
en señal del recuerdo de mi bendición y testamento, se amen y se
respeten siempre unos a otros; que amen y respeten siempre a nuestra
señora la santa pobreza; que sean siempre fieles y sumisos a los prelados
y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (LP 59).
Hay que subrayar el fuerte acento puesto sobre el amor fraterno como
fundamento inquebrantable de la vida minorítica, la insistencia en la
pobreza y la importancia dada al sentido eminentemente eclesial de su
fraternidad.

Restablecido un poco, después de la llegada de fray Elías a Siena, el


Santo fue llevado a «le Celle» de Cortona (1 Cel 105). Durante el viaje
encontró a un pobre; Francisco se dirigió a su compañero pidiéndole:
«Es necesario que devolvamos el manto al pobrecillo, porque le
pertenece. Lo hemos recibido prestado hasta topar con otro más pobre
que nosotros». El compañero, que advertía cuánto lo necesitaba el
compasivo Padre, se resistía a que, negligente consigo, se cuidara de
otro; a lo que el Santo respondió, poniendo en evidencia el aspecto social
de los bienes materiales: «Yo no quiero ser ladrón; se nos imputaría a
hurto si no lo diéramos a otro más necesitado» (2 Cel 87). Otro hecho
semejante sucedió en el eremitorio de «le Celle», donde el Santo
«restituyó» otro manto a un pobre, a quien se le había muerto la mujer,
dejando a la familia en la miseria (2 Cel 88).

«Al poco tiempo de morar allí, comenzó a hinchársele el vientre; la


hinchazón se extendió a piernas y pies, y el estómago se le fue
debilitando tanto, que apenas podía tomar alimento. Rogó más tarde al
hermano Elías que lo trasladase a Asís. El buen hijo hizo lo que el
amoroso Padre le mandó, y, dispuesto todo lo necesario, lo llevó al lugar
deseado. Se alegró la ciudad a la llegada del bienaventurado Padre y toda
lengua loaba a Dios; el pueblo todo esperaba que presto había de morir
allí el santo de Dios, y ésta era la causa de tan desbordante alegría» (1
Cel 105). Para comprender esta alegría, hay que tener en cuenta el
extraordinario culto que el hombre medieval tributaba a las reliquias de
los santos. Las autoridades civiles de Asís tomaron las oportunas
medidas para garantizar el regreso del Poverello, a fin de que la gran
rival, Perusa, no consiguiera apoderarse de tan sagrados despojos.

2.- Francisco, en el tiempo entre


su última enfermedad y su tránsito

Para evitarle el intenso calor de los meses de verano, el enfermo,


presumiblemente a comienzos de julio de 1226, fue trasladado de Santa
María de los Ángeles a Begnaia, en Nocera Umbra, una región conocida
por lo saludable de sus aires y de su agua. Allí había sido construida
recientemente una casa para los frailes. Al agravarse los fenómenos
patológicos y sobrevenirle una hidropesía en los pies y en los muslos, los
habitantes de Asís se alarmaron. El podestà Berlinguerio de Jacobo de
Florencia mandó una embajada de caballeros para escoltarlo hasta Asís.
Durante el lento y fatigoso traslado, la comitiva pasó cerca del pueblo de
Satriano. Siendo la hora de comer, Francisco envió a toda la comitiva a
pedir limosna por las casas, en vez de confiar en su dinero; así
experimentarían la generosidad del gran Limosnero (2 Cel 77; LP 96).

En ausencia del obispo Guido, que se encontraba en peregrinación a la


iglesia de San Miguel, en el monte Gargano de la Pulla (2 Cel 220),
Francisco, sin poderse ya mover (1 Cel 107; 2 Cel 210), fue acomodado
en una habitación del palacio episcopal de Asís. El pueblo temía que el
Santo muriese de noche y que los frailes lo trasladaran a otra ciudad; por
eso, determinaron montar guardia todas las noches (LP 99).

El compilador, en un relato que tiene todos los signos de credibilidad,


nos muestra la gran alegría de espíritu con que el Poverello esperaba su
nacimiento para el cielo: «El bienaventurado Francisco estaba muy
enfermo. Para confortar su espíritu y para evitar que decayera su ánimo
por las muchas y diversas dolencias, con frecuencia mandaba por el día
a sus compañeros que cantaran las alabanzas del Señor que había
compuesto mucho antes durante su enfermedad. También les hacía
cantar por la noche, para edificación de los que, por él, montaban
guardia alrededor del palacio». Fray Elías se creyó en la obligación de
recordarle que no era el momento indicado para tanta alegría, y que
pensase en la muerte. Es tan significativa la respuesta del enfermo, que
merece ser citada por entero: «¿Recuerdas la visión que tuviste en
Foligno, en la que, según me dijiste, una voz te advirtió que yo no viviría
más que dos años? (cf. 1 Cel 109). Antes de tu visión, con frecuencia, de
día y de noche, pensaba en la muerte, por la gracia del Espíritu Santo,
que despierta todo buen pensamiento en la mente de sus fieles y pone
toda palabra buena en sus labios. Pero después de tu visión he procurado
con mayor solicitud pensar en la hora de mi muerte». Y añadió con gran
fervor de espíritu: «Deja, hermano, que me alegre en el Señor y que cante
sus alabanzas en medio de mis dolencias; por la gracia del Espíritu Santo
estoy tan íntimamente unido a mi Señor, que, por su misericordia, bien
puedo alegrarme en el mismo Altísimo» (LP 99).

Muy probablemente en el mes de septiembre elaboró su Testamento,


ayudado por el consejo de sus compañeros íntimos. Lo pensó como
«recuerdo, admonición, exhortación y mi testamento», con la siguiente
intención: «para que la Regla que prometimos al Señor, la observemos
más católicamente» (Test 34). Por eso, el seráfico Padre trazó las
principales fases de su conversión a la vida «según la forma del santo
Evangelio» (Test 14), partiendo de la heroica renuncia de sí mismo al
besar al leproso, hasta el saludo evangélico: «El Señor te dé la paz» (Test
1-2; 23).

En el Testamento son recordados, como puntos particularmente


característicos de la vida franciscana: la adoración de la cruz, el culto a
la Eucaristía y a todo lo relacionado con ella, la reverencia a los
sacerdotes, aun en el caso límite de que sean pecadores públicos, y a los
teólogos, como ministros de la palabra divina, la pobreza en el vestir y
en las residencias de los frailes, la simplicidad evangélica que declina
cualquier predominio cultural, el humilde y asiduo trabajo manual de
todos y, en caso de necesidad, el pedir la limosna de puerta en puerta, el
ideal de la vida peregrinante, la renuncia a privilegios que eximan a la
Orden de la autoridad diocesana, la celebración del oficio divino según
la forma de la Capilla pontificia de Roma, la obediencia pronta y absoluta
a la autoridad de la Orden. El rico mensaje del Testamento merece,
especialmente en este año jubilar, convertirse en objeto de profunda
reflexión, tanto personal como comunitaria.
Estando todavía en el palacio episcopal de Asís, fue visitado por el
médico Bongiovanni de Arezzo, gran amigo suyo. Al preguntarle
Francisco sobre su estado de salud, el médico, con una respuesta evasiva,
quiso desviar el tema, pero el enfermo insistió en saber toda la verdad:
«Hermano, dime la verdad; yo no soy un cobarde que teme a la muerte.
El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a
Él, que me siento tan feliz para vivir como para morir». Después de una
declaración así, el médico no dudó en decirle: «Padre, según nuestros
conocimientos médicos, tu mal es incurable, y morirás a fines de
septiembre o hasta allá por el 4 de octubre». «El bienaventurado
Francisco, que yacía enfermo, extendió los brazos y levantó sus manos
hacia el cielo con gran devoción y reverencia, y exclamó con gozo
inmenso interior y exterior: "Bienvenida sea mi hermana la muerte"»
(LP 100). Al mismo contexto psicológico pertenece el anuncio de la
muerte inminente por parte de un fraile anónimo, tal vez fray Elías (LP
7).

Francisco hizo llamar a fray Ángel y a fray León para que le cantaran el
Cántico del hermano sol, al cual le añadió, en esta ocasión, la estrofa de
la «hermana muerte»:

«Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,


de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!
Dichosos aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal».

El Poverello, durante la última enfermedad, cayó en un estado de


ansiedad, creyendo que tenía demasiada condescendencia con su
cuerpo. Pidió consejo a un fraile y éste le indicó que sería un pecado
contra el Señor abandonar «en necesidad tan manifiesta a un amigo tan
fiel (su cuerpo)». Después de dar gracias al fraile por haberle ayudado a
superar sus escrúpulos, Francisco se dirigió a su cuerpo y le dijo:
«Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde ahora
condesciendo de buena gana al detalle a tus deseos y me apresuro a
atender placentero tus quejas» (2 Cel 211).

La conciencia de tener una misión religiosa particular respecto a sus


hijos, explica la frecuencia e intensidad con que los bendijo antes de
dejarlos (1 Cel 108; 2 Cel 216).

Celano anota expresamente que el Santo se encontraba entonces en el


palacio episcopal de Asís (1 Cel 108). A finales de septiembre,
presintiendo su tránsito, pidió a los frailes que lo llevaran a la
Porciúncula, porque quería morir donde había comenzado (1 Cel 108).
Cuando los frailes llegaron a la altura del hospital de San Salvador delle
Pareti, se hizo poner de cara a Asís para bendecir a su ciudad con una
conmovedora oración dirigida a Cristo (LP 5). El enfermo fue colocado
probablemente en una cabaña cercana al santuario mariano. Las fuentes
antiguas revelan concordemente que Francisco, tanto a lo largo de su
vida como antes de morir, había recomendado la Porciúncula como cuna
de la Orden minorítica (LP 56; TC 56).

Después de una noche de insomnio a causa de una crisis aguda de sus


males (tal vez el viernes 25 de septiembre), Francisco, creyendo
equivocadamente que era jueves, quiso imitar la última Cena. Pidió que
se le leyese el evangelio del lavatorio de los pies (Jn 13,1-15). Después,
inspirándose probablemente en los usos monásticos, bendijo pan y lo
distribuyó entre los presentes (LP 22; 2 Cel 217; 1 Cel 110).

Durante la última semana de la vida del Poverello, entre el sábado 26 de


septiembre por la tarde y el sábado 3 de octubre por la tarde, vino a la
Porciúncula la noble dama Jacoba Frangipane de Sietesolios, de la
familia Normanni, junto con su hijo Juan y una gran comitiva, para ver
por última vez a su gran amigo moribundo. El mismo Francisco había
indicado a sus compañeros el deseo de que se le advirtiese a ella el estado
de salud en que se encontraba, y que trajera todo lo necesario para sus
funerales, además de los «mortariola», es decir, «pasteles hechos con
almendras, azúcar, miel y otros ingredientes»; esto era lo que ella le
preparaba cuando el Santo iba a Roma (LP 8). Cuando los frailes
preparaban la carta y buscaban al portador de la misma, he aquí que se
presentó la noble dama con su comitiva, trayendo todo lo que Francisco
deseaba (3 Cel 37).

Otra prueba de la gran sensibilidad y de una actitud humana y


profundamente equilibrada, es la carta que Francisco hizo enviar a santa
Clara. La Santa estaba también muy enferma y se encontraba
desconsolada pensando que iba a morir antes de volver a ver «a quien,
después de Dios, consideraba como a padre suyo». Al saberlo Francisco,
le envió una carta con su bendición, prediciéndole que lo volvería a ver
ya muerto (LP 13).4

El mismo día que Jacoba de Sietesolios preparó los pasteles, Francisco


se acordó de fray Bernardo de Quintaval, el primer compañero que le
había dado el Señor, y lo bendijo (LP 12).

Las fuentes, tanto oficiales como anónimas, nada dicen del momento en
que Francisco recibió los últimos sacramentos. Con todo, no se puede
dudar del hecho, tanto menos por cuanto el enfermo era consciente de
la gravedad de su estado y tenía una devoción ardiente al sacramento del
Cuerpo de Cristo.

Elemento primordial de la actual celebración litúrgica del tránsito de san


Francisco es el canto del Salmo 141 (142): «Voce mea». Faltan elementos
históricos para suponer que el Santo haya muerto recitando este Salmo;
Celano nos dice que, en uno de los últimos días de su vida, entonó con
voz débil dicho Salmo (1 Cel 109). Habiendo aprendido a leer y a escribir
probablemente con la ayuda del salterio en la escuela parroquial de San
Jorge, no sorprende el predominio que este libro tuvo en su piedad.
Sabiéndolo de memoria, se le había convertido en alimento espiritual y
en habitual oración.5
«Los pocos días que faltaban para su tránsito los empleó en la alabanza,
animando a sus amadísimos compañeros a alabar con él a Cristo» (2 Cel
217). De hecho, llamó a dos íntimos compañeros para que le cantaran el
Cántico del hermano sol, junto con la estrofa de la muerte. En estos
últimos versos, Francisco alcanza el vértice de una visión mística de la
muerte (1 Cel 109; 2 Cel 217).

Francisco murió el 3 de octubre, sábado, por la tarde, de 1226,


«cumplidos los veinte años de su total adhesión a Cristo en el
seguimiento de la vida y huellas de los Apóstoles» (1 Cel 88).

El domingo por la mañana, 4 de octubre, el cuerpo muerto del Poverello


fue colocado en una arca; reunido el pueblo de Asís y el clero, fue llevado
a la ciudad, en medio de cánticos y ramos de olivo. Al llegar el cortejo al
monasterio de San Damián, fue quitada la reja de hierro por donde las
monjas recibían la comunión. «Los hermanos tomaron de la camilla el
santo cuerpo y lo sostuvieron en sus brazos delante de la ventana
durante largo rato. La señora Clara y sus hermanas se consolaron muy
mucho viéndole, aunque derramaron abundantes lágrimas y sintieron
gran dolor, pues después de Dios era él, en este mundo, su único
consuelo» (LP 13; 1 Cel 116-117). En la iglesia parroquial de San Jorge,
encontró su primer reposo; aquí mismo, más tarde, el 12 de agosto de
1253, sería sepultada santa Clara, la más fiel de todos los discípulos de
san Francisco (LCl 48).

II.- IDEAS Y SUGERENCIAS INSPIRADAS


EN LA MUERTE DE SAN FRANCISCO

Tras el intento de reconstruir los principales acontecimientos acaecidos


entre la crucifixión mística del Poverello y su tránsito, parece oportuno
confrontarnos con algunos aspectos del ocaso de su vida terrena que,
trascendiendo el nivel contingente, reclaman nuestra atención.
1. Al releer los hechos biográficos, llama la atención el vigor con que el
enfermo, ya casi sin fuerzas físicas, realizaba su misión religiosa. Quien
sufre un mal incurable, del que está perfectamente informado, y está
postrado en el lecho por largo tiempo condicionando la libertad ajena,
fácilmente se desanima. Este peligro fue tanto más agudo para Francisco
por cuanto sus males abatían sus fuerzas físicas con inevitables
repercusiones psíquicas. Baste pensar en la ceguera a causa del tracoma
crónico y en los males colaterales a la caquexia malárica, como la
anemia, el tumor esplénico y hepático, la inapetencia, la digestión
irregular, las frecuentes hemorragias de la nariz y de las encías. De
donde, no puede menos que sorprender la inquebrantable fuerza de
ánimo con que él, en medio de terribles sufrimientos, vivía su vocación
evangélica y ejercía su función de fundador. Es significativo a este
respecto el testimonio de Celano: Francisco enfermo «se proponía llevar
a cabo grandes proezas bajo la jefatura de Cristo, y, a pesar de irse
descomponiendo sus miembros, y muerto ya su cuerpo, esperaba que
con una nueva batalla había de conseguir el triunfo sobre el enemigo. Es
que la virtud no conoce el límite del tiempo, porque espera un premio
eterno» (1 Cel 103).

El mismo Celano resalta una actitud que es típica en los moribundos, o


sea, fijar la mirada del espíritu en el pasado lejano: «Ardía en deseos
vehementes de poder volver a aquellos comienzos de humildad, y,
gozoso en la esperanza por la inmensidad de su amor, cavilaba en reducir
su cuerpo, ya extenuado, a la antigua servidumbre» (1 Cel 103). Con
particular esfuerzo cuidaba la serenidad interior, venciendo cualquier
preocupación terrena o búsqueda afanosa. Volviéndose a sus hijos les
dijo: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o
poco lo que hemos adelantado». Celano añade: «No pensaba haber
llegado aún a la meta, y, permaneciendo firme en el propósito de santa
renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente» (1 Cel
103).
El Poverello, pues, estaba muy lejos de pensar que había «llegado». Un
irresistible impulso interior lo empujaba a acercarse siempre más al
ideal de su vocación carismática: vivir como peregrino del Absoluto,
hacer en sí mismo de tal modo visible a Cristo que se convirtiese en un
símbolo suyo vivo y diáfano, así como abrirse a todas las criaturas con
espíritu puro y fraterno.

Para las implicaciones espirituales de la exhortación de Francisco:


«Comencemos, hermanos», remito a la encíclica de los Ministros
generales franciscanos (cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 12 (1975)
261-268). Particular atención merecen las aspiraciones concretas del
moribundo, que veremos más adelante. Por tratarse de elementos
cualificadores del espíritu franciscano originario, no podrán ser
postergadas por quien busca una más convincente identidad espiritual.
El programa religioso primitivo de la Orden comprende, ante todo, la
vida contemplativa, la «minoridad» -no tanto proclamada con palabras,
cuanto vivida efectivamente- y la solidaridad con los que sufren y los
marginados.

2. Las últimas disposiciones de un moribundo requieren la máxima


fidelidad en su ejecución por parte de aquellos a quienes van dirigidas.
El pequeño Testamento de Siena y el otro más grande, de Asís, de 1226,
constituyen, ellos solos, un amplio objeto de reflexión para todos los
hijos e hijas de san Francisco. No es éste el lugar para esbozar sus
aspectos más salientes. Con todo, me parece útil hacer algunas
indicaciones sobre el género literario y la intención específica del
Testamento. No necesita ser demostrado que el Poverello no intentaba
redactar un testamento jurídico, disponiendo de bienes materiales.

De todo el contexto resulta que él quiso trazar algunos elementos de la


propia vocación evangélica y de la misión especial de su Orden, para
estimular a sus hijos a su observancia. Él lega su bendición paterna y
estipula una alianza de perenne caridad con todos aquellos de entre sus
hijos que se inspiraran, para la propia vida, en su «testamento
espiritual».
El Testamento es, por consiguiente, un documento religioso de valor
inestimable, incluso porque completa e ilumina los rasgos
característicos del carisma franciscano tal como son propuestos en las
Reglas y en los otros escritos del Santo. En el Testamento aparece
claramente el papel central del misterio eucarístico en la piedad y en el
ministerio apostólico de los frailes. Así como san Francisco asumió
dócilmente e integró perfectamente las enseñanzas eucarísticas del
Concilio IV de Letrán y de Honorio III,6 tanto en su espiritualidad como
en su programa de acción pastoral, así también a sus hijos de hoy les
queda mucho por descubrir y por realizar los impulsos doctrinales y
espirituales del Vaticano II y de Pablo VI sobre este misterio.

Entre sus otras exhortaciones, considero de una particular actualidad el


exquisito sentido eclesial de Francisco, como directa o indirectamente
deja entrever el Testamento. En un reciente estudio sobre Francisco y el
misterio de la Iglesia,7 he constatado la profundidad y coherencia con
que el Santo vivió la comunión eclesial. En ningún escrito, ni en los
Opúsculos ni en las Vidas antiguas, se ha encontrado ni el más mínimo
vestigio de crítica o contestación, ni siquiera verbal, contra la autoridad
eclesiástica, aunque no faltasen, por cierto, ante sus ojos, abusos
clamorosos de poder espiritual por parte de los obispos o sacerdotes. Su
protesta estaba constituida únicamente por el radicalismo de una vida
plenamente conforme a las exigencias del Evangelio.8 Lenguaje éste que
tenía una fuerza persuasiva que era muy difícil no sentir.

Después del Concilio Vaticano II se ha puesto de moda sentar


incesantemente en el banquillo de los acusados al Papa y a los Obispos,
«contestar» todo lo que huele a autoridad y obediencia eclesial,
acumular documentos y proclamas destinados la mayoría de las veces a
aumentar la montaña de papel de los programas nunca realizados. El
sentido de mesura y de discreción, el gran respeto a la autoridad
constituida y la admirable fusión entre palabra y vida de san Francisco,
podrían contribuir eficazmente a vencer en la Iglesia de hoy la polaridad
lacerante entre las varias corrientes y la continua humillación de
aquellos que han sido puestos por el Espíritu Santo para apacentar a la
Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28), así como el refinado pero estéril
verbalismo de sínodos, comisiones y consejos a todos los niveles.

3. En los últimos años de la vida del Poverello, destaca el sufrimiento


físico debido a las muchas y graves enfermedades. Así, por ejemplo, los
ataques de tracoma le causaron cefalea y presiones en el bulbo ocular
casi insoportables y sin remedio que las mitigase. Las frecuentes
recaídas en la fiebre malaria, junto a la consiguiente dispepsia, lo
debilitaron enormemente. Que Francisco, en medio de los dolores
lacerantes, postrado por un agotamiento total y sujeto a la continua
dependencia humillante de la asistencia de los compañeros,
permaneciese alegre, no llamando a sus enfermedades ni siquiera
cruces, sino hermanas, constituye uno de los grandes motivos de su
grandeza moral. Detrás de esta rara actitud, no se esconde una búsqueda
morbosa del dolor en sí mismo, aunque el Poverello, por espíritu de
pobreza y de abandono a la divina Providencia, creyese que no podía
aceptar el tratamiento de los médicos, hasta que fray Elías no se lo
mandó por obediencia (1 Cel 98).

De todo el contexto de los dos últimos años de su vida, de los testimonios


explícitos de los biógrafos y del calificativo de «hermana» dado a la
enfermedad, se deduce que Francisco vivió el martirio de sus
enfermedades en comunión íntima con Cristo crucificado. El aguante
paciente de los sufrimientos extenuantes lo hizo plenamente partícipe
de la obra salvífica de Cristo. En confirmación de lo dicho, baste una cita
de Celano: a la pregunta de un fraile sobre qué prefería más, sus
enfermedades o un martirio cruento, Francisco respondió: «Hijo mío,
para mí lo más querido, lo más dulce, lo más grato, ha sido siempre, y
ahora lo es, que se haga en mí y de mí lo que sea más del agrado de Dios.
Sólo deseo estar en todo de acuerdo con su voluntad y obedecer a ella.
Pero el sufrir tan sólo tres días esta enfermedad me resulta más duro que
cualquier martirio. Lo digo no en atención al premio, sino a las molestias
que trae consigo». Y añade el biógrafo: «¡Oh mártir! Mártir que toleraba
sonriente y lleno de gozo aquello que sólo verlo resultaba dolorosísimo y
penosísimo a todos. No había quedado en él miembro que no sufriera
intensamente; y, perdiendo poco a poco el calor natural, día a día se iba
avecinando el final. Los médicos se quedaban estupefactos y los
hermanos maravillados de cómo un espíritu podía vivir en carne tan
muerta, pues, consumida la carne, le restaba sólo la piel adherida a los
huesos» (1 Cel 107).

En una época en que la salud es considerada como el único metro de la


vida e, incluso, no se duda en sostener la legitimidad de la eutanasia
activa en caso de enfermedades incurables, no es fácil, ciertamente,
hacer valer la enseñanza espiritual de Francisco enfermo. Prescindiendo
de su negativa a hacerse curar, su comportamiento no ha perdido nada
de su perenne actualidad. La experiencia dolorosa de la enfermedad se
convierte en «hermana» para aquellos que, en comunión íntima con el
Redentor y a la espera confiada del premio eterno, soportan
serenamente la propia impotencia y sufrimiento, considerándolos como
medio de maduración y purificación interiores, y de enriquecimiento
espiritual en favor de los miembros del Cuerpo místico de Cristo (Col
1,24).

Francisco tuvo el consuelo de ser asistido amorosamente por


compañeros que lo amaban de corazón: Fr. Ángel Tancredi, Rufino de
Asís, León y, probablemente, Juan «de Laudibus», los cuales «con toda
vigilancia, con el mayor interés, con toda su voluntad, velaban por el
descanso espiritual del bienaventurado Padre y atendían a la debilidad
de su cuerpo, sin recusar molestias o trabajos, consagrados por entero al
servicio del Santo» (1 Cel 102). El mismo Pobrecillo, sobre todo al inicio
de su conversión, se había prodigado entre los leprosos, «vivía con ellos
y servía a todos por Dios con extremada delicadeza: lavaba sus cuerpos
infectos y curaba sus úlceras purulentas...» (1 Cel 17).

La asistencia espiritual y corporal de los enfermos ha de considerarse


como un elemento cualificante del carisma franciscano y capuchino. El
año jubilar habría alcanzado un objetivo muy importante, si hubiese
suscitado mayor comprensión y dedicación hacia los hermanos y
hermanas que sufren enfermedad. No hace falta demostrar que en este
esfuerzo los hermanos ancianos, enfermos o inválidos de nuestras
fraternidades merecen un lugar de honor. Seríamos incongruentes hasta
el máximo, si hablásemos de compromiso social y promoviésemos
iniciativas para el Tercer Mundo y, al mismo tiempo, dejásemos sufrir
en solitario al hermano, sin visitarlo nunca, incluso durante meses, con
el engañoso pretexto de no tener tiempo...

4. Desde esta misma perspectiva hay que considerar la visión mística de


la muerte que tenía el Poverello. Él no sufre una especie de fatalismo,
sino que vive gozosamente la propia muerte, convirtiéndose en
protagonista y transformándola en alabanza divina. No sólo quiso ser
cabalmente informado sobre la gravedad de su mal, sino que vivió en
primera persona cada uno de los momentos de la aproximación de su
tránsito. La serie de acciones simbólicas, particularmente la imitación
de la Última Cena, demuestra que Francisco, en los últimos días,
experimentaba una participación íntima en la muerte de Cristo (cf. LM
14,4).

Otra característica de la muerte de Francisco es la inmensa alegría y


esperanza con que esperó la hora suprema. Lo confirma
inequívocamente el Cántico de las criaturas, en el que incluso da la
bienvenida a la «hermana muerte». No es que a Francisco le pasase
desapercibido el gran riesgo que significa para todo hombre el tránsito;
de hecho, en su cántico jubiloso habla también de la terrible posibilidad
de morir en pecado mortal y de sufrir, consiguientemente, la segunda
muerte con el tormento eterno (cf. Ap 2,11). Pero Francisco,
tranquilizado explícitamente por una manifestación mística de Dios,
está firmemente convencido de que para él la eternidad ha comenzado
ya durante su peregrinación terrena. Mirando tan intensamente el punto
de llegada y proyectándose totalmente hacia el más allá, el enfermo casi
olvida el temible paso. La muerte se transforma de amenaza en amiga,
porque acompaña a través del portal que abre el acceso al gozo infinito e
interminable.
El fundamento del gozo extático con que el Santo salió al encuentro de
la «hermana muerte» lo constituye su encontrarse plenamente
entregado a la «santísima voluntad». Si este comportamiento le fue
siempre congenial desde que el Señor lo llamó a su seguimiento, lo fue
de manera todavía más evidente en sus últimas enfermedades. Así lo
confirma el episodio que relata san Buenaventura: «A pesar de sufrir en
su cuerpo tan acerbos dolores, pensaba Francisco que a sus angustias no
se les debía llamar penas, sino hermanas. Cierto día en que se veía más
fuertemente afligido que de ordinario por las punzadas del dolor, le dijo
un hermano de gran simplicidad: "Hermano, ruega al Señor que te trate
con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti más de lo
debido el peso de su mano". Al oír estas palabras, exclamó el Santo con
un gran gemido: "Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora
detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los
juicios de Dios respecto de mi persona". Y, aunque estaba su cuerpo
triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo
sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo:
"Gracias te doy, Señor Dios mío, por todos estos dolores, y te ruego,
Señor mío, que los centupliques, si así te place; porque me será muy
grato que no me perdones afligiéndome con el dolor, siendo así que mi
supremo consuelo se cifra en cumplir tu santa voluntad"» (LM 14,2).

El mensaje de Francisco moribundo a los cristianos de hoy me parece


actual más que nunca. Ante la evasión y la conjura de silencio en torno
al fenómeno «muerte», es necesario renovar el alegre anuncio de la
muerte cristiana como paso confiado del estado de peregrinos terrenos
a la patria eterna. Es una incalificable injusticia que una ciencia médica,
en continuo progreso, siga dejando que tantos hombres de hoy terminen
su vida en la inconsciencia y clandestinidad, con un deceso puramente
biológico, sin que lo prevean ni mucho menos lo vivan personalmente.
De la experiencia de Francisco deberá llegar a sus hijos un fuerte impulso
a asumir con pleno conocimiento y alegría cristiana el misterio de la
propia muerte, y a ayudar eficazmente a los demás para que consigan
vivir su paso a la vida eterna como la «opción final», a saber: que
respondiendo a la llamada de la gracia, den a la propia vida, en el
momento de concluirla, una determinación definitiva, abriéndose
totalmente a Dios.
Puesto que el carisma franciscano está esencialmente caracterizado por
el ideal del éxodo y del exilio, el momento decisivo del traspaso ofrece el
don incomparable de vivir tal espíritu hasta el fondo. Evidentemente, los
hermanos enfermos tienen el derecho y además una gran necesidad de
ser oportunamente informados y eficazmente confortados para poder
vivir la propia muerte en primera persona. Pero es también evidente que
esta meta se extiende igualmente al programa pastoral que hemos de
desarrollar en los hospitales y parroquias que se nos confíen. Considero
que el apostolado entre los enfermos, por su particular connaturalidad
con los propósitos espirituales de san Francisco, constituye uno de los
campos de acción más auténticamente nuestro.

***

Con esto, me parece haber trazado algunas líneas de reflexión suscitadas


por la relectura histórica y espiritual de los dos últimos años de la vida
del Poverello. Quisiera subrayar que ha sido un ámbito muy limitado de
sugerencias, que podrían multiplicarse y profundizarse. Así, han
quedado inevitablemente en la sombra muchos temas relativos al
Testamento, como, por ejemplo, la constante fidelidad, por una parte, al
carisma personal de vida evangélica, incluso en las cambiantes
condiciones de su existencia, y, por otra, la dúctil apertura a la voluntad
divina en la evolución y clarificación de la vocación, tanto la personal de
Francisco como la colectiva de la Orden. Sería, además, muy seductor
recoger las enseñanzas referentes a su innato pudor espiritual, ajeno a
toda forma de exhibicionismo religioso, y a su comportamiento con las
mujeres, transido de gran respeto, naturalidad y bondad. En los sucesos
del ocaso de su vida terrena se refleja, finalmente, su visión mística de la
naturaleza, de la que el Cántico de las criaturas es sólo uno de los
aspectos más iluminadores.

Desde cualquier perspectiva que se le observe, Francisco revela aspectos


siempre nuevos e inesperados. La razón de una riqueza tan inexplicable
brota, como se destaca en la relación de la aparición de Francisco difunto
a un hermano (2 Cel 219), de la conformidad e identificación de
Francisco con Cristo.

La irradiación religiosa de Francisco tiene su fuente perenne en


Jesucristo: Francisco vivió el espíritu de Él y actuó tanto el ejemplo de
Él como las enseñanzas de Él hasta un grado de sorprendente
conformidad. Actuó el Evangelio con tanta viveza en su vida que se
convirtió él mismo en alegre anuncio evangélico, referencia espontánea
a Cristo y viva imagen de su cruz.

***

N O T A S:

1) Cf. la Carta Encíclica del Ministro general C. Koser, o.f.m.: La lección


del Monte Alverna, en Selecciones de Franciscanismo n. 11 (1975) 141-
153; la versión informática de este trabajo puede verse en esta misma
sección que dedicamos a San Francisco.

2) Permítaseme remitir a mis artículos: Enfermedades que sufrió S.


Francisco de Asís antes de su estigmatización, en Selecciones de
Franciscanismo n. 47 (1987) 287-323; Las enfermedades de S. Francisco
durante los últimos años de su vida, en Selecciones de Franciscanismo
n. 48 (1987) 403-436. La versión informática de estos dos trabajos puede
verse en esta misma sección que dedicamos a San Francisco.

3) Cf. bibliografía y un comentario histórico y espiritual en mi ensayo:


San Francisco de Asís, mensajero de paz en su tiempo, en Selecciones de
Franciscanismo n. 22 (1979) 133-145. Véase también F. Bajetto, Treinta
años de estudios (1941-1973) sobre el Cántico del Hermano Sol.
Bibliografía razonada, en Selecciones de Franciscanismo n. 13-14 (1976)
173-220.

4) Santa Clara, en el cap. VI de su Regla, cita un fragmento de esta carta


al que suele llamarse Última voluntad escrita a Santa Clara, y dice así:
«Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la
pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre,
y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el
consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y
protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella
por la enseñanza o consejo de alguien» (UltVol).

5) Cf. O. Schmucki: «Soy ignorante e idiota» (CtaO 39). El grado de


formación escolar de San Francisco de Asís, en Selecciones de
Franciscanismo vol. XI, n. 31 (1982) 89-106; la versión informática de
este trabajo puede verse en esta misma sección que dedicamos a San
Francisco.

6) Séame permitido remitir a mi estudio: El anuncio del misterio


eucarístico de San Francisco de Asís, ejemplo para la piedad y la
predicación eucarísticas de sus hijos (Adm 1), en Selecciones de
Franciscanismo vol. VI, n. 17 (1977) 188-199; la versión informática de
este trabajo puede verse en la sección que dedicamos a "San Francisco
de Asís y la Eucaristía" en este mismo sitio web.

7) Francisco experimenta la Iglesia en su Fraternidad, en Selecciones de


Franciscanismo vol. VII, n. 19 (1978) 73-95; la versión informática de
este trabajo puede verse en la sección que dedicamos a "La Iglesia
Católica" en este mismo sitio web.

8) Véase, por ejemplo, T. Matura, Francisco de Asís, una "contestación"


en nombre del Evangelio, en Selecciones de Franciscanismo vol. I, n. 1
(1972) 15-25; la versión informática de este trabajo puede verse en esta
misma sección que dedicamos a San Francisco.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VI, núm. 17 (1977) 136-154]


.

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