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INFORMACIÓN FUERTE SANTA JUANA

SOBRE SANTA JUANA


La historia de lo que hoy conocemos como Santa Juana se remonta a quien inició el proceso
de conquista de estas provincias, a quien se despojó de sus posesiones en el Perú e inició la travesía
a los territorios infamados de Chile: Pedro de Valdivia. Capitán en los ejércitos de su Majestad
Carlos V y lugarteniente del famoso Pizarro, el conquistador de Chile comenzó su empresa en 1540
y logra fundar la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo al año siguiente; sin embargo, aquel
pequeño poblado solo sería un mero escalón en un objetivo mucho más grande, pues pretendía
llegar hasta el mismísimo Estrecho de Magallanes a fin de establecer una vía de contacto directo
con la Corona.
Para ello era menester el fundar una ciudad que sirviera como capital y un punto para recibir
hombres, armas y bastimentos desde el Perú. Es por ello que en el año de 1550 se funda la ciudad
de Concepción, la que sería conocida como la capital militar del reino. Una vez que Valdivia logró
afianzar su posición, los conquistadores decidieron avanzar hacia el sur para fundar otra ciudad y
proseguir su marcha hacia el sur; no obstante, el cruce del Biobío sería muy dificultoso, por las
aguas del río y la resistencia de los naturales, quienes ya se mostraban como fieros guerreros.
Cautelosos de no arriesgar a su gente, caballos y bastimento en un cruce a través de balsas,
prefirieron avanzar río arriba buscando vados seguros, y aunque es muy difícil determinar el punto
exacto donde Valdivia cruzó junto a sus fuerzas, sabemos que el cruce se dio en las cercanías del
balseadero de Tralca-Mawida (actual Talcamávida).
Por otra parte, era imprescindible ingresar por diferentes lugares (vados y balseaderos) si
se quería atacar a los enemigos de la ribera sur del Biobío, dado que de esta forma se podía contar
con el factor sorpresa. Ello significaba que estas poblaciones eran las primeras en ser barridas por
el avance europeo, obligándoles a buscar refugio en las montañas de Catiray y/o Nahuelbuta, lugar
al que serían perseguidos y atacados. Así lo demostró el desastroso ataque del gobernador Melchor
Bravo de Saravia en 1569, ataque que le costaría la vida a más de cuarenta cristianos. Lo más
probable es que el cruce se diera por el vado de Talcamávida y, en la otra orilla, desde Santa Juana
se lanzara la ofensiva.
De esta manera, Santa Juana, en estos primeros años, fue el punto de desembarque de las
expediciones y tropas que provenían desde la ribera norte, al mismo tiempo en que se convertía en
una zona de resistencia indígena.
Este escenario cambiaría tras el llamado Desastre de Curalaba en 1598, el cual trajo consigo
dos consecuencias de suma importancia para el mundo cristiano en Chile: En primer lugar, Óñez
de Loyola fue el segundo gobernador en morir a manos de los indígenas (el primero fue el propio
Valdivia tras la batalla de Tucapel en 1553); y, en segundo lugar, toda la labor de la conquista
allende el Biobío fue puesta en jaque, ya que cada una de las ciudades y fuertes españoles en la
rivera sur fueron atacados y destruidos. Por ello mismo fue menester el separar el espacio mapuche
y el español mediante una frontera, cuestión que se materializaría en el gobierno de Alonso de
Rivera (1600), veterano de las guerras de Flandes y experto militar. Su plan era erigir una línea
fronteriza en la cual se levantarían una serie de fuertes, y los cuales estarían guarnecidos por el
ejército profesional (el primero en América), para mas tarde avanzar hacia el sur a Fuego y Sangre.
Así se fundaron y poblaron fuertes capaces de resistir los ataques de los indígenas y lanzar
ofensivas desde ellos; sin embargo, aún no se levantaría lo que hoy conocemos como Santa Juana.
En cambio, sería en el segundo gobierno de Rivera cuando se funda un pequeño fortín en
Talcamávida, situado en la ribera norte.
Solo sería tras el fracaso de la Guerra Defensiva (1612-1626), en la que se buscaba
conquistar a los naturales más por la fe que por las armas, que se volvió a la guerra ofensiva, la
cual fue impulsada por la legalidad de la esclavitud de los indígenas capturados. Fue precisamente
en este contexto de avance en territorio indígena que se funda Santa Juana de Guadalcázar en 1626
por orden del gobernador Luis Fernández de Córdoba, quien lo nombra así en memoria de la esposa
de su tío, el Virrey Don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar.
Su función principal consistía en operar como un sistema de protección interdependiente
(juntamente con los otros fuertes y con Talcamávida), además de ser un enclave en la ofensiva para
el sometimiento de las poblaciones indígenas al sur del Biobío y punto de partida de las constantes
malocas. Posteriormente sirvió como punto de evangelización, comercio y mestizaje. A lo largo
del siglo XVII y parte del XVIII, la zona de Catiray se consolidó como un punto de encuentro de
dos culturas.
Sin embargo, los fuertes, aunque eficaces para establecer la frontera, no fueron suficiente
para someter a los indígenas. Ello se vería en el alzamiento de 1723, cuando Santa Juana fue
abandonado por orden del gobernador Cano de Aponte, quien, al no ver beneficio en las posiciones
adelantadas más allá del Biobío, decidió abandonar y destruir los fuertes situados al sur del Biobío
y levantar otros en la ribera norte del río con el cometido de cerrarle el paso a los indígenas que
quisieran entrar en territorio de los hispanocriollos. No obstante, aquello no funcionó del todo.
Ya en 1738, tras el parlamento de Tapihue, el gobernador Antonio Manso de Velasco,
reparó algunos antiguos fuertes de empalizada e hizo reconstruir el de Santa Juana. Se mejoró y
apertrechó considerablemente la fortaleza, abriendo fosos entre el río y una pequeña laguna situada
a sus espaldas, logrando crearse una especie de isla. Posteriormente, ya en 1751, un terremoto dañó
severamente sus muros, el mismo terremoto que obligó a trasladar la ciudad de Concepción al
actual Valle de la Mocha, por lo que fue menester reconstruirlos con piedras de la cantera de
Tanaullín. Además, se apertrechó al fuerte de gran cantidad de artillería y armas de fuego, aunque
esto ya no era tan necesario, pues los problemas con los “indios” se iban resolviendo a través de
los parlamentos más que por las armas.
La segunda mitad del siglo XVIII transcurrió sin mayor novedad para la localidad, excepto
el año de 1765, cuando Guill y Gonzaga conferiría el título de villa a Santa Juana.
El siglo XIX traería los vientos de la Independencia consigo y, obviamente, ello afectaría
de forma directa a esta comunidad fronteriza. A fines del siglo XVIII, la frontera se mantuvo a
través de un combinación de fuerza y política: por milicias estacionadas en las plazas fuertes y a
través de los parlamentos con los mapuches. Esta presencia militar también explicaba la posterior
decisión del virrey del Perú por considerar la zona de Concepción y la antigua frontera como el
espacio desde el cual impulsar la contrarrevolución con las campañas de la Patria Vieja (1813-14)
y las Campañas de Mariano Osorio (1817).
Y es que asegurada la victoria patriota en la zona de Santiago, la frontera del Biobío se
consolidó como una zona de resistencia realista. Ello se debía principalmente a la necesidad de
enviar una expedición al Perú, dejando al sur abierto a los opositores. Muchos campesinos y
habitantes de la zona se sentirían olvidados por la naciente administración, por lo que buscaron
apoyo en el bando realista. Muchos indígenas de la zona se decantaron por la causa monárquica,
pues vieron en ella la posibilidad de seguir manteniendo el estatus que habían logrado.
Así, las plazas de la frontera sirvieron como base de operaciones de patriotas y realistas,
especialmente como vados. El más importante de estos fue el balseadero de Santa Juana
Talcamávida, utilizado frecuentemente por Vicente Benavides. Santa Juana, de esta forma, se
convirtió en un punto estratégico, pues desde allí se pasaba a Talcamávida, y desde allí a zonas
como Los Ángeles, Yumbel, Chillán y, lo más importante, a Concepción, pues quien controlase
Concepción controlaría Talcahuano, una vía de comunicación directa con el Virreinato del Perú.
Los monarquistas ganaron rápidamente el territorio situado en la margen sur del Biobío,
además de la zona de la Montaña, precordillera de los Andes, entre el Maule y Chillán. Hicieron
alianzas con los Pehuenches, y al sur del Biobío, sus principales aliados fueron los mapuches,
particularmente los costinos. Contaron con sus numerosas y diestras caballadas que le daban una
movilidad extraordinaria. Comenzó así una guerra de guerrillas contra el ejército chileno, el cual
se hallaba disperso en fuertes y muy pobremente armado. Ello afectaría directamente a Santa Juana,
pues fue en el verano de 1819, específicamente el 21 de febrero, cuando Vicente Benavides cayó
sobre el fuerte y derrotó a su guarnición; Sin embargo, Benavides sería derrotado por Freire en el
Asalto de Curalí el 1 de mayo de 1819.
Pero no por una victoria acaba la guerra, ésta siguió cruel y sangrienta, incluso quemándose
Santa Juana en 1821. Ello provocó movimientos de población en busca de tierras más seguras y
prósperas, pues la zona de Catirai estaba arrasada por la guerra. El ganado y los cereales escasearon
en gran medida. Las condiciones naturales tampoco ayudaron, dado que el terremoto de 1838 y las
lluvias de invierno no mejoraron el panorama.
Solo sería en la segunda mitad del siglo XIX, cuando Santa Juana vivía mejores tiempos.
Ya en 1841 se trasladaba la villa a un sitio más propicio, experimentando una mayor bonanza,
incluso logrando un activo comercio con las poblaciones indígenas, además de un traspaso de sus
tierra en venta a los descendientes de los hispano criollos, conformándose una élite de grandes
terratenientes, como es el caso de los Avello.

LOS FUERTES ESPAÑOLES


Las fortificaciones en el espacio americano, y asiático, fueron esencialmente para
defenderse de las incursiones de los enemigos extranjeros (franceses, holandeses e ingleses); sin
embargo, solo se reconocen dos áreas donde se construyeron fortificaciones orientadas hacia el
enemigo interno: las fronteras norte de Nueva España (México) con las guerras chichimecas y en
el Reino de Chile con la famosa Guerra de Arauco. En el caso chileno, estas fortificaciones fueron
erigidas en el contexto de la conquista de las poblaciones aborígenes y de los territorios situados al
sur del Toltén y particularmente del Biobío.
Entre los siglos XVI a XVIII, entre el Itata y el Biobío, se levantaron unas noventa y siete
defensas; y entre el Biobío y el Toltén, unas ciento cincuenta y cinco; y entre el Toltén y el
Reloncaví unas veintisiete. La frontera chilena fue mucho más compleja que la mexicana; no
obstante, estas plazas fuertes muchas veces fueron efímeras y no tuvieron un carácter permanente.
Ello cambiaría tras la batalla de Curalaba en 1598 (desastre de Curalaba para los españoles), cuando
logra crearse el primer ejército profesional de américa y, con ello, la consolidación de una frontera
en el Biobío. Posteriormente, ya con la incursión de los holandeses en Valdivia en 1643, las
fortificaciones también adquirieron un carácter defensivo contra los enemigos europeos de la
Corona.
Respecto a las fortificaciones, la mayoría era de simple empalizada de unos cuatro metros
de alto con un portón de madera recia, rodeado de un foso poco ancho y profundidad. Los troncos
solían estar amarrados por cintas o asegurados con travesaños atados por látigos de cuero de vaca;
no obstante, se solían dejar huecos, por donde los defensores y asaltantes solían introducir sus
lanzas y herir a los contrarios. En los ángulos exteriores (esquinas) solían erigirse baluartes para
proteger los muros. En ellos se ubicaba la artillería, cuando había, y las armas de fuego personales.
En el interior, a un metro y medio de la empalizada exterior, se levantaba otra, de unos dos
metros de alto, en la que se hacía un relleno de fajina y tierra. Con ella se formaba un terraplén
para que los soldados circulasen en sus rondas. También disponían casas de adobe con techo de
teja, mientras los soldados vivían en barracas (o cámaras) de madera o en ranchos de paja. Para
guardar sus botijas de pólvora y las armas se disponía un polvorín con gruesas paredes de adobe y
techo de teja. Solían haber alguna que otra caballeriza de palos y paja, un molino y una herrería.
La capilla dentro de los muros también era infaltable.
LA VIDA COTIDIANA EN EL EJÉRCITO
El número de soldados varió durante los primeros años del siglo XVII, pues si en 1605 se
contabilizaban 2.199 hombres en armas, ya en 1616 habían descendido a 1.200. Desde entonces,
su número fluctuó entre los 1.500 y 1.700 hombres. Esta cantidad de soldados se distribuían a lo
largo de los dos presidios instalados en las ciudades de Concepción y Chillán, además de los fuertes
que había en la frontera.
En su interior, el fuerte presentaba un núcleo en el que se concentraban los edificios
principales. Se componían de una plaza de armas, alrededor de la cual se distinguía la iglesia, la
casa del cura, la casa de la guardia, del maestre de campo, los almacenes (donde se depositaban las
armas, los víveres y pertrechos); y, alrededor de ello, se construían las galeras (barracas) que
servían de alojamiento a los soldados. Estas galeras solían ser comúnmente de paja, aunque más
tarde evolucionaron a adobe (como sucedió en Santa Juana), y muchas veces fueron construidas
por los “indios amigos”.
Se advertía en estas galeras la presencia de militares que vivían con sus familias,
principalmente en las autoridades y algunos soldados que, en calidad de casados y amancebados,
habitaban con su mujer e hijos en los fuertes. Sin embargo, esto era más la excepción, pues muchos
de los hombres que servían en el ejército eran solteros y compartían las galeras con hombres de su
misma condición.
Si bien en un comienzo ni siquiera tenían cama donde recostarse, con el pasar del tiempo
se fue generalizando su uso. También era común que en invierno los soldados optasen por fabricar
hamacas que los separaban del húmedo y frío suelo, pues era común que las galeras, al ser de paja,
se filtrasen por completo. Esta misma humedad impedía encender hogueras para mantener el calor,
por lo que muchos hombres se tendían con la ropa puesta y cubiertos con la frazada que se les
entregaba para su uso anual.
Al interior de las galeras solía haber una mesa de madera con algunas sillas en las que los
soldados, después de concluir sus obligaciones, se sentaban a comer, disfrutar del juego o
simplemente a platicar. En otras ocasiones se divertían escuchando a compañeros cantar o tocar
algún instrumento. Esta mesa y sillas eran el punto de sociabilidad dentro de las plazas.
Respecto al vestuario, la vestimenta del soldado de infantería estaba compuesta por un
sombrero, un calzón (pantalones), un capotillo (una capa), un jubón, camisas, zapatos, medias, y
algunas cintas de gamuza que utilizaban como adorno. Su equipo no difería mucho de los utilizados
por los soldados en Flandes. En Chile, los soldados gustaban ataviar sus uniformes con cintas de
gamuza, y atendían su imagen dejándose el pelo largo, cuidando extremadamente su coleta,
rasurando su barba y bigote, con el fin de ocultar las canas y parecer más jóvenes.
Sin embargo, los soldados no siempre contaban con el equipo indicado, incluso muchos
llegaban a estar pobremente vestidos. Muchos de los artículos se deterioraban rápidamente y no
siempre eran reemplazados en el momento que correspondía. Así, por ejemplo, los zapatos no
duraban más de un mes. También era común que se produjesen atrasos en el envío del Real Situado
desde el Perú, por lo que la fabricación del equipo se atrasaba. Otro factor era que muchos de los
soldados solían vender su equipo al mismo asentista que se los entregaba con el fin de obtener algo
de dinero. En todo caso, la principal razón que explica las dificultades para equiparse está en que
los hombres debían correr con el gasto de las armas, vestimenta, equipo y comida, y que muchas
veces las autoridades las vendían a un precio mucho más elevado que el normal.
Por ello muchos hombres solían ir descalzos, incluso vistiendo ropas y mantas a la usanza
de los “indios”. No obstante, ello era lo común en todos los lares del imperio.
En cuanto a su alimentación, a los soldados se les vendían raciones de trigo o harina, carne
y sal. La ración de trigo o harina era entregada de forma mensual, mientras que la carne se entregaba
en la medida que se sacrificaba a los animales en los potreros del fuerte. Los soldados debían moler
por ellos mismos el trigo, por lo que la calidad de la harina no siempre era la óptima, con lo que el
pan resultante era llamado “pan de sangre”. Incluso había otros que, por evitar comer este tipo de
pan, consumían el trigo cocido o tostado. En otras ocasiones, cuando se les entregaba harina, esta
solía ser de muy mala calidad, aunque esto no era exclusivo de Chile, pues los soldados del ejército
español en Flandes vivían la misma situación o incluso peor. Lo más probable es que las labores
de preparación de pan, de las carnes y el aprovechamiento de las viseras de los animales recayera
sobre las mujeres que vivían en los fuertes.
También había pequeñas siembras a los alrededores de los fuertes, cultivándose
principalmente legumbres y alguna que otra hortaliza. Muchos otros productos como el vino y la
miel eran vendidos por vivanderos que llegaban a ofrecer sus mercancías. Sin embargo, el hambre
solía rondar por los muros de los fuertes.
Los soldados solían escapar de esta realidad mediante el juego, una de las pocas
distracciones que había en la frontera. Incluso gobernadores como Pedro de Valdivia y Alonso de
Rivera disfrutaban de estos placeres. Este tipo de juegos era un pasatiempo autorizado en el mundo
militar español, por lo que ciudades como Concepción se convirtieron en la capital del juego,
produciéndose una enorme cantidad de naipes y dados para las tropas. Sin embargo, ello conllevaba
que muchos hombres apostaran y perdieran su equipo en el juego, incluso muchos perdían la vida
en rencillas ocasionadas por este vicio.
A pesar de ello, parece común que entre los hombres apostados en la frontera surgieran
lazos afectivos. Los que adquirían calidad de amigos pasaban a denominarse “camaradas”, y
normalmente vivían juntos en la misma cámara, compartiendo los beneficios, pertenencias,
peligros e infortunios. Para muchos soldados que no tenían esposa o servidores, las estrechas
amistades que hacían entre los hombres de cada compañía eran importantes. Ello se debía a que
muchos de los hombres eran solteros e incapaces de formar una familia (por su avanzada edad).
No obstante, esta camaradería tenía sus límites, ya que cuesta creer que un soldado español pudiera
entablar fuertes lazos con mestizos o desterrados del Perú, cosa que consideraba un verdadero
deshonor. Aunque cuando la situación lo ameritara, ya sea por peligro de muerte o motín, los
hombres dejaban de lado sus diferencias y actuaban como un solo cuerpo.
Los temas religiosos y del cuidado espiritual del ejército quedaban bajo la responsabilidad
de los capellanes. Pero la presencia de estos últimos no parece haber influido mayormente en la
conducta de los soldados. Esta, en efecto, poco o nada tenía que ver con los principios de la religión,
y más bien se acercaban al de los soldados al ser violento y brutal. La mayoría de ellos atendían las
necesidades espirituales de soldados e “indios”, además de acompañar al gobernador en las
campeadas, procurando los cuidados médicos y espirituales. Muchos otros, por falta de recursos,
no podían llevar a cabo sus obligaciones.
La ira y las peleas reinaban en los fuertes, precisamente por el espíritu caballeresco que
promulgaban los soldados, los cuales no dudaban en sacar la espada cuando su honra era
mancillada. Muchos otros preferían el espíritu pícaro, lo que los llevaba a entablar aventuras con
mujeres y practicar robos para demostrar su valor. Los soldados practicaban la violencia y no se
mostraban dispuestos a perdonar ofensas, pues hacerlo significaba perder el respeto y ganar el
desprecio y rechazo del grupo. Aunque no por esto dejaban de ser creyentes. Muchos de ellos lo
eran, portando imágenes y figuras religiosas, otros iban a misa y comulgaban (cuando se podía).
Incluso muchos juraban y se postraban delante de la imagen de la virgen, aunque esto no significa
que practicasen una moral rígida.

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