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RETÓRICA

Y REALIDAD EN LA REVOLUCIÓN ANGLOAMERICANA




Gordon Wood


Si algún lema pudiera caracterizar el trabajo que la actual generación de historiadores
ha venido realizando sobre la Revolución de Estados Unidos, probablemente sería el
de “la Revolución Angloamericana considerada como un movimiento intelectual”.1
Porque ahora parecen estar completamente ocupados en una fase de indagaciones en
la que el pensamiento de los revolucionarios, en lugar de sus intereses sociales y
económicos, ha devenido el foco principal de la investigación y el análisis. Este énfasis
reciente en las ideas no es, por supuesto, nuevo, y de hecho ha estado presente desde
el comienzo en casi todos nuestros intentos por comprender aquel acontecimiento.
Las ideas de un periodo que —junto a las décadas revolucionarias de la Inglaterra del
siglo XVII— fue descrito en alguna ocasión por Samuel Eliot Morison y Harold Laski
como la época más fructífera en la historia del pensamiento político occidental, no
podrían ser completamente ignoradas en ninguna fase de nuestra escritura de la
historia.2
Pero no ha sido simplemente la importancia inherente de las ideas revolucionarias —
esos “grandes principios de libertad”—3 lo que ha concitado de manera permanente la
atención de los historiadores. Han sido más bien la inusual naturaleza de la
Revolución así como la constante necesidad de explicar lo que a primera vista parece
inexplicable, lo que ha obligado a casi todos los intérpretes de la Revolución, incluidos


1 Así titula Edmund S. Morgan su ensayo, en Arthur M. Schlesinger jr. y Morton White, eds.,

Paths of American Thought, Houghton Mifflin, Boston, 1963, pp. 11-33.


2 Samuel E. Morison, ed., “William Manning’s The Key of Libberty”, William and Mary Quarterly,

3ª ser., vol. 13, nº 2, abril de 1956, p. 208.


3 Edmund S. Morgan, “The American Revolution: Revisions in Need of Revising”, William and

Mary Quarterly, 3ª ser., vol. 14, nº 1, enero de 1957, p. 14.

1
sus propios actores, a subrayar su carácter predominantemente intelectual y de ahí su
singularidad entre las revoluciones occidentales. Dentro de la historiografía
revolucionaria el único gran esfuerzo por desestimar la importancia de las ideas de la
Revolución —un esfuerzo que dominó nuestra literatura histórica de la primera mitad
del siglo XX— se volvió algo así como una anomalía, una aberración temporal al
interior de una explicación social y económica determinista de la que nos hemos ido
alejando hace ya dos décadas. Desde cerca de finales de la Segunda Guerra Mundial
hemos sido testigos de la reanudación y la creciente insistencia en la importancia
fundamental de las creencias conscientes, y en particular de los principios
constitucionales, para explicar lo que una vez más se ha convertido en el carácter
distintivo de la Revolución Angloamericana. En consecuencia, en manos de los
historiadores con un enfoque idealista, el pensamiento y los principios de los
estadounidenses pasaron a tener la fuerza explicativa que la generación precedente
de historiadores materialistas había tratado de albergar en la estructura social.
Nuestra recobrada insistencia en la centralidad de las ideas para explicar la
Revolución ha logrado, de hecho, una amplitud y una sofisticación nunca antes
alcanzadas, con la consecuencia de que el enfoque económico y social de la generación
anterior de historiadores conductistas nunca ha parecido más anómalo e irrelevante
que en la actualidad. No obstante, y paradójicamente, este énfasis en la capacidad
explicativa de las ideas revolucionarias tal vez se ha intensificado y se ha refinado
tanto, ha adquirido tanto carácter, que el enfoque social y económico aparentemente
desacreditado de la anterior generación, al mismo tiempo nunca ha parecido más
atractivo y relevante. En otras palabras, podríamos estar acercándonos a un momento
crucial de nuestra literatura sobre el tema, donde el idealismo y el conductismo se
estarían encontrando.
Fueron los revolucionarios mismos los primeros en señalar el carácter peculiar de
aquello en lo que habían estado involucrados. La Revolución, como lo indicaron
quienes hicieron un balance al final de tres décadas de actividad revolucionaria, no fue
“uno de esos acontecimientos que salta a la vista del público durante las
insubordinaciones contra las leyes que generalmente han acompañado a las
revoluciones de los gobiernos”. Puesto que no semejaba una revolución típica, los

2
orígenes de su fuerza y su ímpetu parecían extrañamente inexplicables. “En otras
revoluciones la espada ha sido levantada por el brazo de la libertad insultada, bajo una
opresión que amenazaba las facultades vitales de la sociedad”.4 Pero esto no parecía
muy cierto de la Revolución Angloamericana. Allí no se encontraba nada de la
legendaria tiranía que tantas veces había conducido a pueblos desesperados a la
revolución. Los estadounidenses no eran un pueblo oprimido, no tenían aplastantes
grilletes imperiales de los cuales deshacerse. Ellos sabían, de hecho, que
probablemente eran más libres y estaban menos cargados de pesadas restricciones
feudales y monárquicas que cualquier otra porción de la humanidad en el siglo XVIII.
La Revolución fue para sus víctimas, los tories, algo verdaderamente incomprensible.
Nunca en la historia, dijo Daniel Leonard, había habido una rebelión con tan “poca
causa verdadera”. Fue la “rebeldía más desenfrenada y antinatural que jamás haya
existido”, escribió por su parte Peter Oliver.5 La respuesta de los angloamericanos
estaba fuera de toda proporción respecto a los estímulos. La realidad social objetiva
apenas parecía capaz de explicar una revolución.
Ningún angloamericano dudó, empero, que se había producido una revolución. Cómo
entonces iba a ser justificada y explicada? Si la Revolución Angloamericana, carente de
“aquellas acciones locas, tumultuosas, que deshonraron a muchas de las grandes
revoluciones de la antigüedad”, no fue una revolución típica, qué clase de revolución
fue? Si el origen de aquella revolución no había radicado en las habituales pasiones e
intereses de los hombres, dónde había estado? Los estadounidenses que miraron
retrospectivamente lo sucedido no pudieron sino maravillarse de la racionalidad y
moderación, “apoyadas por la energía de las bien ponderadas escogencias”,
movilizadas para separarse de Gran Bretaña, lo cual habría dado como resultado una


4 William Vans Murray, Political Sketches, Inscribed to His Excellency John Adams, C. Dilly,
Londres, 1787, pp. 21, 48.
5 Daniel Leonard, The origin of the American contest with Great-Britain, or The present political

state of the Massachusetts-Bay, in general, and the town of Boston in particular… [by]
Massachusettensis, James Rivington, New York, 1775, p. 40; Douglass Adair y John A. Schutz,
eds., Peter Oliver’s Origin and Progress of the American Rebellion: A Tory View, Huntington
Library, San Marino, 1961, p. 159.

3
revolución particularmente carente de “violencia o convulsiones”.6 Todo esto parecía
ser un asunto singularmente vinculado con el pensamiento. Incluso dos tipos
diferentes de whigs, Thomas Paine y John Adams, llegaron a ver la revolución a que
tanto habían contribuido como especialmente relacionada con ideas, como el
resultado de “un escrutinio mental”, de un cambio en “la mente y el corazón del
pueblo”.7 Los angloamericanos habían tenido la suerte de nacer en una época en que
los principios de gobierno y la libertad eran más conocidos que en cualquier otro
momento de la historia. Y ellos habían aprendido “cómo definir los derechos de
naturaleza, cómo buscar allí, para distinguir y comprender los principios de la libertad
física, moral, religiosa y civil”. Cómo, en definitiva, descubrir y resistir a las fuerzas de
la tiranía antes de que estas pudieran ser aplicadas. Nunca antes en la historia un
pueblo había logrado “una revolución mediante el razonamiento” solamente.8
Los angloamericanos, “nacidos con la herencia de la libertad”,9 se habrían rebelado no
para crear sino para mantener su libertad. Porque su sociedad se había desarrollado
de manera distinta a la del viejo mundo. Desde la época de los primeros
asentamientos en el siglo XVII, escribió Samuel Williams en 1794, “todas las cosas
tienden a producir y establecer el espíritu de libertad”. Mientras los filósofos
especulativos de Europa habían estado escrutando afanosamente sus mentes en un
esfuerzo por acordar los primeros principios de la libertad, los colonos ingleses
habían llegado a experimentar vivamente esa libertad en su vida cotidiana. La
Revolución, dijo Williams, unió aquellas ideas ilustradas con la experiencia
angloamericana. Y añadió que la Revolución fue, por lo tanto, esencialmente


6 Simeon Baldwin, An Oration Pronounced Before the Citizens of New-Haven, July 4th, 1788 ..., J.

Meigs, New Haven, 1788, p. 10; William Vans Murray, Political Sketches, ob. cit., p. 48; David
Ramsay, The History of the American Revolution, R. Aitken & Son, Philadelphia, 1789, pp. 1,
350.
7 Thomas Paine, Letter to the Abbé Raynal [1782], en Philip S. Foner, ed., The Complete

Writings of Thomas Paine, Citadel Press, New York, 1945, pp. II, 243; John Adams a Hezekiah
Niles, febrero 13 de 1818, en Charles Francis Adams, ed., The Works of John Adams, t. X, Little,
Brown, Boston, 1854, p. 282.
8 William Pierce, An Oration, Delivered at Christ Church, Savanah, on the 4th of July, 1788, James

Johnston, Savannah, 1788, p. 6; Enos Hitchcock, An Oration; Delivered July 4th, 1788, Bennett
Wheeler, Providence, 1788, p. 11.
9 Petición al rey, octubre de 1774, en Worthington C. Ford, ed., Journals of the Continental

Congress, 1774-1789, t. I, Government Printing Office, Washington, 1904, p. 118.

4
intelectual y declarativa: “explicó al mundo la cuestión y sirvió para confirmar lo que
la naturaleza y la sociedad ya habían producido”. William Pierce, por su parte, afirmó:
“Todo fue el resultado de la razón...”.10 La Revolución había tenido lugar, no mediante
una serie de erupciones que habían derrumbado la estructura social existente, sino
mediante una sucesión de nuevos pensamientos y nuevas ideas que habían vindicado
aquella estructura social.
La misma lógica que llevó a los partícipes a ver la Revolución como peculiarmente
intelectual también obligó a Moses Coit Tyler —quien escribió a finales del siglo XIX—
a describirla como “una revolución originada fundamentalmente en ideas y que giró
en torno a ideas”. Las ideas, lo admitió de buena gana Tyler, tuvieron un rol en todas
las revoluciones. Pero en la mayoría de revoluciones, como la francesa, las ideas
habían sido apreciadas y habían influido sólo cuando la realidad social había sido
aprehendida mediante ellas, sólo cuando las ideas habían dado sentido y fuerza a una
larga experiencia de “males reales”. La Revolución Angloamericana, dijo Tyler, había
sido diferente: estuvo dirigida “no contra una tiranía impuesta, sino únicamente
contra una tiranía presagiada”. Los angloamericanos no se rebelaron debido a un
sufrimiento real sino debido a un principio razonado. “Por lo tanto, más que la
mayoría de otras épocas de lucha revolucionaria, nuestra época de lucha
revolucionaria fue una lucha de ideas: una larga guerra de lógica política, una serie de
campañas anuales en las que el cálculo de los argumentos no sólo precedió al cálculo
de los ejércitos, sino que a menudo tuvo una mayor impronta sobre el resultado
final”.11
Ese panorama historiográfico de finales del siglo XIX en que se hizo aquel énfasis
constante y por momentos extravagante en el idealismo de la Revolución, fue el que
permitió que se hiciera tan ostensible el carácter radical de la interpretación de la
generación progresista. Puesto que el trabajo de esos historiadores progresistas
estaba fundado en una explicación social y económica de la era revolucionaria,
rechazaron explícitamente el rol causal de las ideas. Ellos difícilmente hubieran

10 Samuel Williams, The Natural and Civil History of Vermont, t. VII, Isaiah Thomas and David

Carlisle jr., Walpole, 1794, pp. 372-373; William Pierce, An Oration, ob. cit., p. 8.
11 Moses Coit Tyler, The Literary History of the American Revolution, 1763-1783, G. P. Putnam’s

Sons, New York, 1897, pp. 1, 8-9.

5
podido escapar del clima intelectual de la primera parte del siglo XX, que vio con
sospecha a las ideas. Absorbiendo el difundido pensamiento de Marx y Freud así como
los supuestos de la psicología conductista, llegaron a concebir las ideas como
ideologías o racionalizaciones, como máscaras que ocultan los intereses subyacentes y
las motivaciones que realmente determinan el comportamiento social. Por mucho
tiempo, al parecer, los filósofos habían cosificado los pensamientos, separando las
ideas de las condiciones materiales que las habían producido e invistiéndolas con una
voluntad independiente que de alguna forma era la única responsable de la
determinación de los acontecimientos. 12 Como lo subrayó Charles Beard en su
introducción a la edición de 1935 de An Economic Interpretation of the Constitution,
los anteriores historiadores de la Constitución habían asumido que las ideas eran
“entidades, características o fuerzas, aparentemente independientes de toda
consideración terrenal existente dentro del ámbito de lo ‘económico’”. El objetivo de
Beard, como el de muchos de sus contemporáneos, consistió en someter a escrutinio
histórico “aquellos aspectos concretos del conflicto económico, la presión y la tensión”
que los anteriores intérpretes de la Revolución habían ignorado en gran medida.13 El
resultado de esta empresa fue una generación o más de historiadores del período
revolucionario —de los cuales Beard no era sino su expresión más conocida— que
trató de explicar la Revolución y la formación de la Constitución en términos de
relaciones socio-económicas e intereses, y no en términos de ideas.14
La consecuencia de este giro del enfoque histórico, curiosamente, no fue la
destrucción de la antigua concepción acerca de la naturaleza de las ideas. Como lo


12 Véase una descripción escueta de los supuestos con que esta generación de historiadores

trabajó, en Graham Wallas, Human Nature in Politics, 3ª ed., Knopt, New York, 1921, pp. 5, 45,
48-49, 83, 94, 96, 118, 122, 156.
13 Charles A. Beard, An Economic Interpretation of the Constitution, Macmillan, New York,

1935, pp. X, VIII.


14 Mientras los historiadores progresistas estaban tratando de asimilar y utilizar las últimas

técnicas científicas del momento, los no-conductistas en las oficinas gubernamentales y otros
con un enfoque tradicional de la teoría política —como Andrew C. McLaughlin, Edwin S.
Corwin, William S. Carpenter, Charles M. McIwain y Benjamin F. Wright— durante este mismo
período escribieron algunos de los mejores trabajos que se hayan hecho sobre el pensamiento
constitucional y político revolucionario. Sin embargo, y puesto que en su mayoría no eran
historiadores en un sentido estricto, nunca intentaron explicar las causas de la revolución en
términos de ideas.

6
había escrito Marx, se trataba solamente de poner en el lugar preciso la cabeza de
Hegel, no de cortarla. Las ideas siguieron siendo concebidas como racionalizaciones o
ideologías, siendo ahora entidades opuestas a los intereses y carentes de cualquier
significado causal profundo, deviniendo así una mera superestructura que cubre la
subyacente y determinante realidad social. Las ideas, por lo tanto, podían ser objeto
de investigación histórica, siempre y cuando se las mantuviera en su lugar adecuado,
sin duda interesante por derecho propio, pero que en realidad no contaba mucho en la
marcha de los acontecimientos.
Incluso Carl Becker, que tanto se interesó en las ideas, nunca consideró seriamente
que ellas hubieran sido de algún modo determinantes en lo que había sucedido.
Becker sintió fascinación por las ideas, pero él acostumbró a examinarlas como una
superestructura, viendo su consistencia, su lógica, su claridad, la manera como los
hombres las formaron y jugaron con ellas. En su Declaration of Independence: A Study
in the History of Political Ideas, la teoría política de los estadounidenses tomó una
carácter irreal e incluso fatuo. Era como si las ideas no fueran sino refinadas
herramientas a ser utilizadas por los colonos de la manera más hábil. Toda la
Declaración de Independencia, dijo Becker, fue calculada para impresionar, diseñada
principalmente “para convencer a un mundo crédulo de que las colonias tenían el
derecho moral y legal de separarse de Gran Bretaña”. La severa acusación contra el
rey no había surgido de pasiones insondables sino que fue algo artificial, inventado
para justificar una rebelión cuyas fuentes estaban en otro lado. Para Becker, los
hombres nunca fueron víctimas de su propio pensamiento sino que siempre fueron
sus dueños. Las ideas eran una especie de alegato legal. “De 1764 a 1776, en
consecuencia, los colonos modificaron poco a poco su teoría para satisfacer sus
necesidades”, escribió.15 Los supuestos del trabajo conductista de Becker sobre la
política neoyorquina durante la Revolución (1909) y de su estudio acerca de las ideas
políticas en la Declaración de Independencia (1922) eran más similares de lo que en
principio podían parecer.
Algunos de los contemporáneos de Becker que llevaron a sus estudios de la

15 Carl
L. Becker, The Declaration of Independence: A Study in the History of Political Ideas,
Harcourt, Brace, New York, 1922, pp. 133, 203, 207.

7
Revolución supuestos similares acerca de la naturaleza de las ideas, pasaron a
exponer crudamente las consecuencias de esos supuestos. Cuando esos historiadores
habían examinado el conjunto del pensamiento revolucionario, no habían podido
evitar que los golpeara su carácter generalmente grandilocuente y recargado. Las
ideas expresadas parecían tan infladas, las exageraciones de la realidad tan obvias que
apenas podían tomárselas en serio. Los tories habían sido descritos como “asalariados
miserables y parricidas execrables”. George III como el “tirano de la tierra” y como un
“monstruo con forma humana”. Los soldados británicos como “una chusma
mercenaria y licenciosa de bandidos” que intentaban “romper los intestinos y los
órganos vitales de su valientes pero pacíficos semejantes subyugados, y lavar el suelo
con una profusión de sangre inocente”.16 Ese lenguaje extravagante parecía no ser otra
cosa que un engaño calculado. A lo sumo, una distorsión evidente de los hechos
diseñada para incitar y moldear el fervor revolucionario. “La estigmatización de la
política británica como ‘tiranía’, ‘opresión’ y ‘esclavitud’ contenía poco o nada de la
realidad objetiva, al menos antes de las Leyes Intolerables, pero la repetición
incesante de esa acusación mantuvo las emociones al rojo vivo”, escribió Arthur M.
Schlesinger, decano de los historiadores progresistas.17
Las ideas de los revolucionarios, en efecto, parecían tan grandiosas, tan exageradas,
que los historiadores necesariamente debieron preguntarse no sólo si esas ideas eran
válidas sino también por qué los hombres las habían expresado. Lo realmente
interesante no era el contenido de tales ideas sino su función. La retórica
revolucionaria, la profusión de sermones, folletos y artículos a favor de la causa
patriótica, podía ser examinada mejor como propaganda, es decir, como un esfuerzo
concertado y consciente de unos agitadores para manipular y moldear la opinión
pública. Dado que los historiadores progresistas concebían la Revolución como un
movimiento de minorías de clase empeñadas en promover determinados intereses

16 Citado en Philip Davidson, Propaganda and the American Revolution, 1763-1783, University

of North Carolina Press, Chapel Hill, 1941, pp. 141, 150, 373.
17 Arthur M. Schlesinger jr., Prelude to Independence: The Newspaper War on Britain, 1764-

1776, Knopf, New York, 1958, p. 34. En cuanto a trabajos científicos sobre los cuales se basan
los estudios enfocados a lo propagandístico, véase nota 1 en Sidney I. Pomerantz, “The Patriot
Newspaper and the American Revolution”, en Richard B. Morris, ed., The Era of the American
Revolution, Columbia University Press, New York, 1939, p. 305.

8
sociales y económicos, la noción de propaganda fue crucial en su explicación de lo que
había parecido ser un consenso revolucionario. Una minoría de agitadores había
utilizado las ideas para provocar odio, influenciar la opinión y crear al menos “una
apariencia de unidad”, siendo su ascendiente desproporcionado respecto a su número.
La Revolución se convirtió así en un extraordinario despliegue de habilidad para
manipular a la opinión pública. De hecho, escribió Schlesinger, “jamás en la historia
ningún elemento descontento había aprovechado tan espléndidamente la ocasión”.18
De esta manera las ideas se convirtieron, por así decirlo, en trozos de pensamiento a
ser distribuidos y usados donde hicieran el mayor bien. Esa propaganda no era, por
supuesto, necesariamente falsa, pero siempre era susceptible de manipulación. “Que
las sugestiones fueran verdaderas o falsas, que las actividades fueran abiertas u
ocultas, eso era un asunto que los propagandistas decidirían”, escribió Philip
Davidson. Las ideas al parecer podían ser activadas o desactivadas a voluntad, de
modo que los hombres podían controlar su retórica mientras no podían controlar sus
intereses. Cualquiera fuera la importancia de la propaganda, su conexión con la
realidad social era tenue. Puesto que las ideas eran tan conscientemente manejables,
los whigs no habían expresado realmente algo significativo acerca de sí mismos, sino
que habían estado más bien fingiendo y exagerando para impresionar. Aquello que los
colonos habían dicho no podía ser tomado en un sentido literal sino que debía ser
considerado como un disfraz retórico de algún interés oculto. La expresión hasta de
los clásicos y bien definidos derechos naturales de la filosofía se convirtieron, en
opinión de Davidson, en “la racionalización del deseo de los propagandistas de
proteger sus intereses personales”.19
Esta concepción de las ideas como armas astutamente utilizadas para designios
propagandísticos, hacía inevitable que el pensamiento de los revolucionarios fuera
despreciado. Los revolucionarios, en consecuencia, se convirtieron en demagogos
hipócritas que “adaptaban hábilmente sus argumentos a las cambiantes condiciones”.
Su pensamiento político parecía no poseer ni consistencia ni significado. “A lo mejor,


18 Philip Davidson, Propaganda and the American Revolution, ob. cit., p. 59; Arthur M.
Schlesinger jr., Prelude to Independence, ob. cit., p. 20.
19 Philip Davidson, Propaganda and the American Revolution, ob. cit., pp. XIV, 46.

9
una exposición de las teorías políticas del partido antiparlamentario sea un relato de
su retirada de una posición estratégica a otra”, dijo Schlesinger en un temprano
resumen de su interpretación. Así pues, se sugirió con vehemencia, los whigs se
movieron fácilmente, cuando no frívolamente, de una defensa de la carta de derechos
a los derechos de los ingleses, y finalmente a los derechos del hombre, pues cada
posición había quedado expuesta y se había hecho insostenible. En definitiva, la
Revolución Angloamericana jamás podría ser entendida si se la consideraba “como
una gran controversia legal sobre abstractos derechos gubernamentales”, concluyó
Schlesinger.20
Fue esencialmente sobre esta cuestión de la consistencia intelectual que Edmund S.
Morgan se concentró en la última década y media, en un intento por derribar todo el
marco interpretativo del argumento socioeconómico. Si se pudiera demostrar que,
después de todo, el pensamiento de los revolucionarios no era inconsistente, que los
whigs en realidad no transitaron de una noción constitucional a otra, entonces la
imputación en su contra de frivolidad e hipocresía perdería su fuerza. Este fue el
objetivo central del estudio de Morgan en torno al pensamiento político de los
tiempos adyacentes a la Ley del Timbre. Como lo señaló Morgan y otros lo han
repetido: “El significado de la crisis de la Ley del Timbre radica en última instancia en
la aparición, no de los líderes, métodos y organizaciones, sino de bien definidos
principios constitucionales”. Ya en 1765 los whigs habían establecido “la línea en que
los angloamericanos se mantuvieron hasta que cortaron sus relaciones con Inglaterra.
De 1765 a 1776 negaron sistemáticamente la autoridad del Parlamento para cobrarles
impuestos externa o internamente, y afirmaron de manera constante su disposición a
someterse a cualquier ley que el Parlamento promulgara para legislar sobre el
imperio en su conjunto”. 21 En otras palabras, desde el principio negaron
constantemente el derecho del Parlamento a cobrarles impuestos, pero al mismo

20 Arthur M. Schlesinger jr., Prelude to Independence, ob. cit., p. 44; Arthur M. Schlesinger jr.,

New Viewpoints in American History, Macmillan, New York, 1922, p. 179.


21 Edmund S. Morgan, “Colonial Ideas of Parliamentary Power, 1764-1766”, William and Mary

Quarterly, 3ª ser., vol. 5, nº 3, julio de 1948, pp. 311, 341; Edmund S. Morgan y Helen M.
Morgan, The Stamp Act Crisis: Prologue to Revolution, Collier Books, New York, 1963, pp. 306-
307; Page Smith, “David Ramsay and the Causes of the American Revolution”, William and
Mary Quarterly, 3ª ser., vol. 17, nº 1, enero de 1960, pp. 70-71.

10
tiempo afirmaron reiteradamente el derecho del Parlamento a regular su comercio.
Esta coherencia deviene así, como lo plantea un estudio erudito de interpretación
actual, “un indicio de la devoción angloamericana por los principios”.22
Luego del estudio de Morgan parecía claro nuevamente que los angloamericanos
estuvieron unidos a los principios constitucionales más sinceramente de lo que los
historiadores conductistas habían supuesto, y que sus ideas no podían considerarse
simplemente como propaganda manipulada. En consecuencia, la fuerza de la
interpretación propuesta por los historiadores progresistas se debilitó, si no se
derrumbó. Y a medida que desde varias direcciones continuaba creciendo la evidencia
en contra de la interpretación según la cual la Revolución radicaba en una lucha de
clases interna, parecía más y más comprensible aceptar la antigua idea según la cual la
revolución había sido, después de todo, consecuencia de “una gran controversia legal
sobre abstractos derechos gubernamentales”. No hubo, al parecer, ni una
muchedumbre de desposeídos y abatidos anhelando una participación política que le
hubiera sido negada por largo tiempo, ni un clase mercantil coherente victimizando a
una masa de deudores insolventes, ni un hirviente descontento con el sistema
mercantil británico, ni una aristocracia privilegiada protegida por la ley, ansiosa e
insegura, detentando el poder contra una clamorosa democracia. En la Revolución, en
suma, no hubo agitación de clases interna.23
Si la Revolución no se había vuelto verdaderamente incomprensible, eso se habría
debido a que ella había sido lo que los whigs angloamericanos siempre alegaron que
había sido: una disputa entre la madre patria y las colonias sobre las libertades
constitucionales. Los historiadores de la década de 1950, al concentrarse en los
acontecimientos inmediatos de la década anterior a la independencia necesariamente
huyeron del determinismo económico y social de los historiadores progresistas. Y,
haciendo hincapié en la coherencia y la devoción con que los estadounidenses


22 Jack P. Greene, “The Flight from Determinism: A Review of Recent Literature on the Coming

of the American Revolution”, South Atlantic Quarterly, vol. 61, nº 2, primavera de 1962, p. 257.
23 Esta literatura revisionista de la década de 1950 es bien conocida. Véase un listado en

Bernard Bailyn, “Political Experience and Enlightenment Ideas in Eighteenth-Century


America”, American Historical Review, vol. 67, nº 2, enero de 1962, p. 341n; y Jack P. Greene,
“The Flight from Determinism”, art. cit., pp. 235-259.

11
mantuvieron sus creencias constitucionales, se centraron de nuevo en lo que parece
ser el extraordinario intelectualismo de la Revolución Angloamericana y por lo tanto
en su singularidad entre las revoluciones occidentales. Esta interpretación que, como
lo señaló Jack P. Greene, “puede ser designada apropiadamente como neo-whig”,
convirtió la Revolución en un movimiento racionalmente conservador, concerniente
principalmente a la defensa constitucional de las libertades políticas existentes contra
las bruscas e inesperadas provocaciones del gobierno británico después de 1760. “La
cuestión entonces, de acuerdo a los neo-whigs, era nada más y nada menos que la
separación de Gran Bretaña y la preservación de la libertad angloamericana”. La
Revolución devino en consecuencia “más política, legalista y constitucional que social
o económica”. De hecho, algunos historiadores neo-whigs han dado a entender no sólo
que las condiciones sociales y económicas fueron menos importantes de lo que se
pensaba para que la revolución se produjera, sino que la situación social de las
colonias poco o nada tuvo que ver con el origen de ella. Las declaraciones whigs de
principios, reiteradas en numerosas ocasiones, parecen ser el único residuo causal
luego que todas las causas sociales y económicas supuestamente más profundas han
sido desechadas. Como concluyó un erudito que investigó recientemente y que de
manera cuidadosa desestimó los posibles problemas sociales y económicos en la
Virginia prerrevolucionaria: “Lo que queda, en consecuencia, como cuestión
fundamental en la emergencia de la Revolución no es más que la lucha en torno a los
derechos constitucionales”.24
Bernard Bailyn en un artículo reciente aclaró y reforzó por otra vía esta renovación de
la interpretación idealista de la Revolución. La creciente influencia de gran parte de la
reciente literatura histórica sobre el carácter de la sociedad estadounidense del siglo
XVIII condujo a Bailyn a la misma percepción que en 1794 había expresado Samuel
Williams. Lo que hizo verdaderamente revolucionaria a la Revolución no fue la amplia
irrupción de grupos sociales e instituciones políticas, que en comparación con otras
revoluciones fue ligera, sino el cambio fundamental en la estructura de valores de los

24 Jack P. Greene, “The Flight from Determinism”, art. cit., pp. 237, 257; Thad W. Tate, “The

Coming of the Revolution in Virginia: Britain’s Challenge to Virginia’s Ruling Class, 1763-
1776”, William and Mary Quarterly, 3ª ser., vol. 19, nº 3, julio de 1962, pp. 323-343, espec. p.
340.

12
angloamericanos y la forma como se vieron a sí mismos y a sus instituciones. Bailyn
ha aprovechado este fundamental desplazamiento intelectual como un medio para
explicar la aparente contradicción entre la seriedad con que se tomaron sus ideas
revolucionarias y la ausencia de un cambio social e institucional radical. La Revolución
Angloamericana, sostiene Bailyn, no fue tanto la transformación de la sociedad
estadounidense como su realización.
Desde que arribaron por vez primera al nuevo mundo, en el siglo XVII, los colonos
habrían ido preparándose gradual e inconscientemente para una revolución mental.
Los cambios sustanciales en esa sociedad habían tenido lugar en el curso del siglo
previo, poco a poco, a menudo imperceptiblemente, como una serie de pequeñas
desviaciones parciales respecto a lo que era considerado por la mayoría de ingleses
como la ortodoxia aceptada en la sociedad, el Estado y la religión. Lo que la Revolución
marcó, por así decirlo, fue el momento en que repentinamente los angloamericanos
parpadearon y percibieron desde una nueva perspectiva a su sociedad, sus cambios,
sus diferencias. Su desviación de las normas europeas, su carencia de una iglesia
oficial y de una alta aristocracia, su aparente rusticidad y general igualdad se
volvieron ahora deseables, incluso elementos necesarios para el mantenimiento de su
sociedad y su política. La Revolución Angloamericana, concluye Bailyn, consistió en
que aquellas confusas y perturbadoras divergencias sociales y políticas fueron
comprendidas y justificadas y se las dotó de un alto propósito moral.25
La más reciente investigación de Bailyn sobre la rica literatura folletística de las
décadas anteriores a la independencia ha completado y perfeccionado su
interpretación idealista, reafirmándolo en su “más antigua opinión de que la
Revolución Angloamericana fue ante todo una lucha ideológico-constitucional y para
nada una controversia entre grupos sociales emprendida para forzar cambios en la
organización de la sociedad”. Su introducción al libro de los folletos revolucionarios,
en lugar del carácter conservador de la Revolución enfatiza su radicalismo, y respecto
al pensamiento whig, en lugar de su naturaleza racionalista y declarativa subraya su
carácter dinámico y transformador. “Por encima de todo”, argumenta Bailyn, fue la


25 Bernard Bailyn, “Political Experience and Enlightenment Ideas”, art. cit., pp. 339-351.

13
visión del mundo de los angloamericanos, el peculiar conjunto de nociones y creencias
que muchos de ellos habían expuesto durante el debate imperial, lo “que al final los
llevó a la Revolución”. A través de su estudio de los folletos whigs, Bailyn se convenció
de que “el temor a una conspiración general contra la libertad en todo el mundo de
habla inglesa —una conspiración que creían alimentada por la corrupción, y cuyo
objetivo de oprimir las colonias americanas, así lo sentían, era sólo la parte más visible
de ella— estaba en el corazón del movimiento revolucionario”. Ninguna de las
diversas leyes y medidas del gobierno británico después de 1763 podría por sí sola
haber provocado la respuesta extrema y violenta de los whigs angloamericanos. Pero
cuando ellas se juntaron en la mente de estos, imbuida de una particular comprensión
histórica de la tiranía, vinieron a formar un programa amplio y aterrador diseñado
para esclavizar al nuevo mundo. La Revolución se hace comprensible sólo cuando es
conocido el marco mental, la visión del mundo whig con que los angloamericanos
fijaron los acontecimientos de las décadas de 1760 y 1770. “Lo que da cuenta de los
orígenes de la Revolución Angloamericana no es simplemente una acumulación de
agravios sino el desarrollo, entre la mayoría de sus líderes, de aquella visión hasta un
nivel de persuasión abrumador así como el sentido que dicha visión otorgó a los
acontecimientos de la época”, escribe Bailyn.26
A partir del análisis de Bailyn ahora parece evidente que fue la peculiar concepción de
la realidad que tenían los angloamericanos, más que cualquier otra cosa, lo que los
convenció de que la tiranía estaba en marcha y que debían luchar si querían que su
libertad sobreviviera. Mediante una comprensión empática de una amplia gama de
expresiones del pensamiento de los colonos, Bailyn ha sido capaz de ofrecer el
argumento más persuasivo sobre la importancia de las ideas en el advenimiento de la
Revolución. Desde Tyler el carácter intelectual de la Revolución no había recibido tal
énfasis, y nunca antes había sido establecido de manera tan completa y convincente.
Pareciera como si la explicación idealista de la Revolución no tuviera más camino que


26 Bernard Bailyn, ed., asistido por Jane N. Garrett, Pamphlets of the American Revolution,
1750-1776, t. I, Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, 1965, pp. VIII, 60, X, 20.
La introducción general se titula “The Transforming Radicalism of the American Revolution”.

14
recorrer.27


* * *

Rotular las interpretaciones recientes de la Revolución Angloamericana como “neo-
whigs” sin duda es apropiado ya que, como lo señaló Page Smith, “tras siglo y medio de
avances en la investigación histórica, en las técnicas de investigación, en las
herramientas y métodos, hemos encontrado nuestro camino hacia la interpretación
elaborada, esencialmente, por los historiadores que participaron personalmente en la
Revolución o vivieron en esa época”. Al describir este acontecimiento como una
defensa prudente y de principios de la libertad angloamericana contra las
provocaciones del gobierno inglés, los historiadores neo-whigs han hecho un
movimiento de 360 grados respecto a la posición de los propios revolucionarios y la
interpretación de la primera generación de historiadores. 28 De hecho, como
consecuencia de este atavismo histórico se ha vuelto cada vez más común elogiar a los
historiadores de la época o a los primeros de ellos.
Pero decir que “la interpretación whig de la Revolución Angloamericana puede no
estar tan muerta como algunos historiadores nos lo han hecho creer”, quizá sea menos
un elogio del trabajo de David Ramsay y George Bancroft que una crítica del enfoque
de los historiadores recientes. 29 Las historias neo-whigs, siendo necesarias y
gratificantes como lo han sido, nos presentan sólo una perspectiva parcial de la
Revolución. La interpretación neo-whig es intrínsecamente polémica y busca
sutilmente justificar la Revolución. No puede, por ende, dar cabida a una perspectiva
totalmente diferente, opuesta del acontecimiento, a una perspectiva tory. Por esto es


27 Esto no quiere decir, empero, que la investigación acerca de las ideas revolucionarias haya

culminado. Para ejemplos de reintepretación de los problemas tradicionales en teoría política


revolucionaria, véase Richard Buel jr., “Democracy and the American Revolution: A Frame of
Reference”, William and Mary Quarterly, 3ª ser., vol. 21, nº 2, abril de 1964, pp. 165-190; y la
solución de Bailyn a la aparente inconsecuencia de James Otis en Revolutionary Pamphlets, t. I,
pp. 100-103, 106-107, 121-123, 409-417, 546-552.
28 Page Smith, “David Ramsay and the Causes of the American Revolution”, art. cit., p. 72.
29 Edmund S. Morgan, “The American Revolution: Revisions in Need of Revising”, art. cit., p. 13.

15
que la reciente publicación de Origen y progreso de la rebelión angloamericana, escrito
por Peter Oliver en la década de 1780, es de gran importancia, ya que nos ofrece —“al
atacar las tradiciones sagradas de la revolución, al desafiar los motivos de los padres
fundadores y mostrar la revolución como pasión, intriga y violencia”— una
explicación de lo sucedido bastante distinta a la que habíamos estado acostumbrados
últimamente.30 El vívido retrato que Oliver hace de los revolucionarios, acentuando
sus emociones crueles y sus intereses, altera gravemente la actual interpretación whig
de la Revolución. No es que, por ejemplo, la descripción hecha por Oliver de John
Adams como un loco ambicioso y un profundo resentido sea más correcta que la
propia descripción que Adams hizo de sí mismo como un virtuoso y patriótico
defensor de la libertad contra la tiranía. Ambas interpretaciones de Adams son en
cierto sentido correctas, pero una no puede comprender a la otra porque ambas están
interesadas en conjuntos de motivos aparentemente contradictorios. De hecho estas
dos interpretaciones son las que han dividido a los historiadores de la Revolución
desde aquellos tiempos.
Cualquier explicación intelectualmente satisfactoria de la Revolución debe incluir
tanto la perspectiva tory como la whig, porque si nos vemos obligados a tomar partido
y a elegir entre motivos opuestos —inconscientes o declarados, pasiones o principios,
codicia o libertad— estaremos eternamente atrapados en la polémica de los propios
participantes. En otras palabras, debemos disolver finalmente la distinción entre
motivos conscientes e inconscientes, entre las intenciones declaradas de los
revolucionarios y sus supuestas necesidades y deseos ocultos, una disolución que
implica relacionar de alguna manera las creencias e ideas con el mundo social en el
que operan. Si queremos entender las causas de la Revolución debemos por lo tanto
trascender ese problema de la motivación. Pero esto no lo podemos hacer cuando
tratamos de explicar la Revolución principalmente en términos de las intenciones de
los participantes. No es que los motivos de los hombres carezcan de importancia: ellos

30 Douglass Adair y John A. Schutz, eds., Peter Oliver’s Origin and Progress of the American

Rebellion, ob. cit., p. IX. En el presente contexto neo-whig adquiere una importancia renovada
el artículo de Sidney S. Fisher, “The Legendary and Myth-Making Process in Histories of the
American Revolution”, American Philosophical Society, Proceedings, vol. 51, nº 204, abril-junio
de 1912, pp. 53-75.

16
ciertamente intervienen en los eventos, incluyendo las revoluciones. Pero los
propósitos de los hombres, sobre todo en una revolución, son tan numerosos,
variados y contradictorios que su compleja interacción produce resultados que nadie
podía prever o incluso predecir. A esa interacción y a esos resultados es que los
recientes historiadores se refieren cuando hablan tan despectivamente de los
“factores determinantes” y las “fuerzas impersonales e inexorables” que originan la
Revolución. La explicación histórica que no toma en cuenta esas “fuerzas”, que, en
otras palabras, simplemente se basa en la comprensión de las intenciones conscientes
de los actores, será por lo tanto estrecha. Aquella obsesión con los propósitos de los
hombres fue lo que limitó las perspectivas interpretativas whig y tory de la época, y
sigue siendo la debilidad de las historias neo-whig, y de hecho de cualquier
interpretación que trate de explicar los acontecimientos revolucionarios mediante el
descubrimiento de los cálculos con los cuales los individuos mismos suponían que
habían actuado.
Ninguna explicación de la Revolución Angloamericana en términos de las intenciones
y designios de los individuos particulares podría haber sido más crudamente
planteada que la de los propios revolucionarios. Los whigs angloamericanos, como los
hombres del siglo XVIII en general, estaban fascinados con lo que parecía ser el
problema recién percibido de la motivación humana y la causalidad en los asuntos del
mundo. En la década anterior a la independencia, los colonos buscaron
incesantemente descubrir los supuestos cálculos y propósitos de los individuos o
grupos que estaban tras la avalancha de acontecimientos que de otro modo les
resultaban incomprensibles. Fue tal vez esa obsesión con los móviles, más que
cualquier otra cosa, lo que llevó a que en el siglo XVIII prevaleciera la creencia en
conspiraciones para explicar los confusos acontecimientos en que los hombres
mismos se encontraban atrapados. Bailyn ha sugerido que ese común temor a la
conspiración estaba “profundamente arraigado en la conciencia política de los
británicos del siglo XVIII, metido en la estructura misma de su vida política”, lo cual
“refleja claramente la realidad de la vida en una época en que floreció la autocracia
monárquica, [y] tanto la estabilidad como la libertad de la constitución ‘mixta’ de

17
Inglaterra eran un logro reciente y notable”.31
También podría argumentarse, empero, que la tendencia a ver una conspiración tras
lo que sucedía reflejaba igualmente el carácter fuertemente ilustrado de la época.
Atribuir los eventos a designios y propósitos de agentes humanos parecía ser, después
de todo, un avance ilustrado frente a antiguas creencias en el ciego azar, la
providencia o la intervención de Dios. Era racional y científico. Un producto tanto de la
popularización de la política como de la secularización del conocimiento. Era obvio
para los angloamericanos que la serie de eventos de los años posteriores a 1763, esas
“inauditas e intolerables calamidades, no brotan del polvo, no arriban sin causa”. “No
necesitaba, pues, el PUEBLO ver? observar los hechos? buscar las causas? investigar
los designios?”, preguntó John Dickinson.32 Los rastros de esas causas y designios
podían llevar hasta individuos ubicados en lugares altos, los ministros, los
gobernadores reales y sus lacayos. La creencia en la conspiración surgió naturalmente
de la necesidad ilustrada de encontrar los propósitos del hombre tras la multitud de
fenómenos, de encontrar las causas de lo ocurrido en el mundo social, al igual que el
científico natural iba descubriendo en el mundo físico las causas de lo que sucedía.33


31 Bernard Bailyn, ed., Pamphlets of the American Revolution, ob. cit., t. I, pp. 87, IX.
32 Moses Mather, America’s Appeal to the Impartial World, Ebenezer Watson, Hartford, 1775, p.

59; John Dickinson, “Letters from a Farmer in Pennsylvania to the Inhabitants of the British
Colonies”, William and Thomas Bradford, Philadelphia, 1768, en Paul L. Ford, ed., The Writings
of John Dickinson, t. I, The Historical Society of Pennsylvania, Philadelphia, 1895, pp. 348.
Dickinson vinculó todo su argumento a la capacidad de los angloamericanos para descifrar la
“intención” de la legislación parlamentaria, ya fuera sobre los ingresos o la regulación
comercial. Ibid., pp. 348, 364.
33 Véase Herbert Davis, “The Augustan Conception of History”, en Joseph Anthony Mazzeo, ed.,

Reason and the Imagination: Studies in the History of ideas, 1600-1800, Columbia University
Press, New York, 1962, pp. 226-228; William H. Greenleaf, Order, Empiricism and Politics: Two
Traditions of English Political Thought, 1500-1700, University of Hull / Oxford University
Press, New York, 1964, p. 166; R. N. Stromberg, “History in the Eighteenth Century”, Journal of
the History of Ideas, vol. 12, nº 2, abril de 1951, p. 300. Fue contra esa “característica
dominante del pensamiento histórico de la época”, contra esa “tendencia a explicar los hechos
en términos de acción consciente de los individuos”, que estuvo dirigida gran parte de la labor
del brillante grupo de científicos sociales escoceses que escribió a finales del siglo XVIII. Véase
Duncan Forbes, “‘Scientific’ Whiggism: Adam Smith and John Millar”, Cambridge Journal, vol. 7,
agosto de 1954, pp. 651, 653-654. Mientras que sobre el pensamiento inglés del siglo XVII
recientemente se han producido varios buenos estudios históricos, prácticamente nada se ha
hecho sobre el siglo XVIII. Véase, sin embargo, John Greville A. Pocock, “Burke and the Ancient
Constitution —A Problem in the History of Ideas”, The Historical Journal, vol. 3, nº 2, junio de

18
Era una consecuencia necesaria de la búsqueda de conexiones y patrones en los
acontecimientos. Las distintas leyes del gobierno británico, creían los
angloamericanos, no debían ser “consideradas de acuerdo a la simple fuerza de cada
una sino como partes de un sistema de opresión”.34 La intensa búsqueda por parte de
los whigs de los designios humanos tras los acontecimientos, fue, de hecho, una
muestra de los inicios de la historia moderna.
Cuando los actuales historiadores neo-whigs tratan de refutar las interpretaciones que
desdeñan los motivos alegados por los colonos, son arrastrados a escribir como
partidarios de los revolucionarios. De esta manera se han encontrado a sí mismos
atrapados en un tipo de explicación semejante al utilizado por los antagonistas
originales, explicación que a pesar de sus obvios refinamientos quedaba mezclada con
el develamiento de los motivos y su corolario, la correcta determinación de una
especie de responsabilidad personal en los sucesos. Si bien la mayoría de
historiadores neo-whigs no ha ido tan lejos como para ver una conspiración en las
acciones británicas —aunque algunos se han acercado—,35 han tendido a subrayar la
torpeza y estupidez de los funcionarios británicos en contraste con “la amplitud de
miras” que habría movido a los angloamericanos. Puesto que George III tenía una
posición de responsabilidad central en el gobierno británico, como recientemente lo
han subrayado los historiadores ingleses, según Edmund S. Morgan “tiene que asumir
el grueso de la alabanza o la censura por la serie de medidas que malquistaron y
perdieron las colonias; y es difícil encontrar cómo puedan hacérsele demasiados
elogios”. Cuando los neo-whigs buscaron “definir problemas, fijar responsabilidades”,
y por lo tanto cambiar la “carga de la prueba” frente a quienes decían que los
estadounidenses habían sido estrechos y egoístas y el imperio básicamente justo y


1960, pp. 125-143; y Stow Persons, “The Cyclical Theory of History in Eighteenth Century
America”, American Quarterly, vol. 6, nº 2, verano de 1954, pp. 147-163.
34 John Dickinson, “Letters from a Farmer”, en Paul L. Ford, ed., The Writings of Dickinson, ob.

cit., t. I, p. 388.
35 Bailyn apuntó que Oliver M. Dickerson, en el capítulo 7 de su The Navigation Acts and the

American Revolution (University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1951), adopta en bloque


la contemporánea interpretación whig de la Revolución como el resultado de una
conspiración de los ‘Amigos del Rey’”. Véase Bernard Bailyn, ed., Pamphlets of the American
Revolution, ob. cit., t. I, p. 724.

19
benéfico, intentaban corregir lo que consideraban un injusto sesgo neo-tory de las
explicaciones anteriores de la Revolución.36 Sin embargo, no pusieron en cuestión los
términos de la discusión. Todavía los obsesiona qué dijeron los hombres que actuaron
y quién tenía razón y quién estaba equivocado. Al ver la historia de la Revolución
desde esta perspectiva judicial, restringieron las cuestiones en torno a las cuales
habían discrepado los historiadores a lo relacionado con la motivación y la
responsabilidad, cuestiones idénticas a las que agitaron a los actores mismos del
acontecimiento revolucionario.
La convicción neo-whig de que “el apego de los colonos a los principios era
auténtico”37 ha sido, sin duda, refrescante, e incluso necesaria, dado el sesgo tory de
las primeras interpretaciones del siglo XX. Ahora parece claro que los historiadores
progresistas —con su concepción ingenua y su crudo reflejo de la conducta humana—
habían tratado por mucho tiempo las ideas de la Revolución de manera superficial,
cuando no desdeñosa. Los psicólogos y sociólogos están ahora dispuestos a otorgar un
rol más determinante a las creencias, particularmente en situaciones revolucionarias.
Hoy en día se acepta que los hombres no actúan simplemente en respuesta a algún
tipo de realidad objetiva sino al significado que le dan a esa realidad. Puesto que las
creencias de los hombres, tanto como el medio ambiente objetivo, hacen parte de los
estímulos, esas creencias deben ser comprendidas y tomadas en serio si se busca
explicar plenamente el comportamiento humano. Las ideas revolucionarias
angloamericanas fueron algo más que maquinadas piezas de pensamiento servidas
por una minoría agresiva e interesada a un populacho crédulo y confiado. El concepto
de propaganda permitió a los historiadores progresistas dar cuenta de la presencia de
las ideas, pero les impidió reconocer las ideas como un factor importante del
comportamiento de los angloamericanos. El peso atribuido por los historiadores neo-
whigs a las ideas y los principios constitucionales era, pues, un correctivo
indispensable a los estudios enfocados a lo propagandístico.
En su loable esfuerzo por recuperar la importancia de las ideas en la explicación

36 Edmund S. Morgan, “The American Revolution: Revisions in Need of Revising”, art. cit., pp. 7,

13, 8; Jack P. Greene, “The Flight from Determinism”, art. cit., p. 237.
37 Edmund S. Morgan, The Birth of the Republic, 1763-89, University of Chicago Press, Chicago,

1956, p. 51.

20
histórica, buena parte de los escritos de los neo-whigs tiende, no obstante, a retornar a
la simple asunción intelectualista del siglo XIX de que la historia es el resultado de un
cálculo racional de fines y medios, de que lo sucedido fue lo conscientemente deseado
y planificado. Suponiendo que “en la explicación de los acontecimientos particulares
son más importantes las acciones individuales y las cuestiones inmediatas que los
determinantes subyacentes”, enfatizando los motivos conscientes y articulados, los
historiadores neo-whigs seleccionaron y presentaron la evidencia que más directa y
claramente expresaba las intenciones de los whigs; es decir, las creencias más
definidas, más constitucionales, más razonables de estos, que se hallan en sus
documentos públicos, sus numerosas declaraciones de protesta y sus pleitos. No es de
extrañar que para los neo-whigs la historia de la Revolución Angloamericana debiera
ser, más que cualquier otra cosa, “la historia de la búsqueda de los principios por
parte de los angloamericanos”. 38 En consecuencia, no sólo no encuentran nada
realmente determinante de su comportamiento en la estructura económica y social
sino que consideran, de hecho, que los colonos actuaron siguiendo los motivos más
racionales y calculados: peleaban, como dijeron que lo harían, simplemente para
defender sus libertades antiguas contra las vejaciones británicas.
Al sugerir que ciertos fines racionales declarados son por sí mismos una explicación
adecuada de la revuelta de los colonos —en otras palabras, que la Revolución no fue
en realidad sino una disputa en torno a principios constitucionales—, los
historiadores neo-whigs no sólo han amenazado con negar lo que hemos aprendido de
la psicología humana en el siglo XX sino que de hecho fallaron también en aprovechar
plenamente los términos de su propio enfoque idealista, al no tener en cuenta el
conjunto de aquello que los estadounidenses creían y decían. Cualesquiera sean las
deficiencias y malentendidos sobre el rol de las ideas en el comportamiento humano
que contienen los estudios concentrados en lo propagandístico de la década de 1930,
esos estudios intentaron hacer frente, por primera vez, a la totalidad y complejidad
del pensamiento revolucionario angloamericano. Intentaban explicar no sólo el
conjunto de las bien razonadas nociones de derecho y libertad que les eran tan

38 Jack P. Greene, “The Flight from Determinism”, art. cit., p. 258; Edmund S. Morgan, The Birth

of the Republic, ob. cit., p. 3.

21
familiares, sino, más importante aún, todas las creencias irracionales e histéricas que
por tanto tiempo habían sido descuidadas. De hecho, fue el absurdo patente y la
inverosimilitud de gran parte de lo dicho por los angloamericanos lo que prestó
credibilidad y capacidad de persuasión a su acercamiento desconfiado a las ideas. Una
vez descubierta esta retórica exagerada y fanática por parte de los historiadores
progresistas, ella no debió haber sido ignorada aunque impugnara fuertemente la
sensatez de la respuesta estadounidense. Ninguna idea ampliamente expresada puede
ser desatendida por el historiador.
En su reciente análisis del pensamiento revolucionario, Bernard Bailyn ha evitado la
tendencia neo-whig a distorsionar la reconstrucción histórica de la mente de los
angloamericanos. Al ocuparse de las “suposiciones, creencias e ideas que están detrás
de los hechos manifiestos de la época”, Bailyn ha intentado penetrar la mente de los
whigs y experimentar indirectamente todo lo que pensaban y sentían; tanto sus
creencias constitucionales racionales como sus opiniones histéricas y emotivas. Las
expresiones incendiarias —“esclavitud”, “corrupción”, “conspiración”— que la
mayoría de historiadores había ignorado de buena gana o descartado como
propaganda adquirieron un nuevo significado para Bailyn. Él llegó “a sospechar que
significaban algo muy real tanto para los escritores como para sus lectores: que allí
había verdaderos temores, angustias reales, una auténtica sensación de peligro tras
esas frases, y no simplemente el deseo de influir mediante la retórica y la propaganda
sobre la mente inerte de un pueblo de otra manera pasivo”.39 Bailyn sugiere que el
historiador que trata de entender las causas de la Revolución no puede ignorar ningún
aspecto del pensamiento angloamericano. Ni la extendida creencia en una
conspiración ministerial, ni las acusaciones hostiles y crueles contra ciertos
individuos, ni el miedo a la corrupción y la esperanza en la regeneración, ni cualquiera
de las violentas y por lo visto absurdas distorsiones y falsificaciones de lo que ahora
creemos verdadero. En definitiva, nada de la retórica frenética.
El estudio de Bailyn, empero, no es simplemente una versión más completa e
incontaminada de las interpretaciones idealistas corrientes de la Revolución. Al


39 Bernard Bailyn, ed., Pamphlets of the American Revolution, ob. cit., t. I, pp. VII, IX.

22
situarse en el “interior” de los folletos revolucionarios, los cuales eran “aclarativos en
un grado inusual”, al desvelar no sólo las “posiciones asumidas, sino las razones por
las cuales fueron asumidas esas posiciones”, Bailyn, como cualquier historiador
idealista ha tratado de descubrir las razones que los participantes mismos dieron de
sus acciones, de recrear su forma de pensar en los momentos cruciales, y así
recuperar parte de la “realidad imprevisible” de la Revolución.40 Para Bailyn, sin
embargo, la imprevisibilidad misma de la realidad que él ha revelado socava la
obsesión idealista de explicar por qué, a juicio de los propios participantes, estos
actuaron como lo hicieron. Así, las ideas aparecen como algo más que mecanismos
explicativos, como algo más que indicadores de motivos. Se convierten también en
objetos de análisis, y, por sí mismas, en acontecimientos históricos con su propio
derecho a ser tratadas como lo son otros hechos históricos. Aunque Bailyn ha
examinado las ideas revolucionarias subjetivamente, desde el interior, también las ha
analizado objetivamente, desde el exterior. De ahí que, además de una perspectiva
whig contemporánea, nos presente una visión retrospectiva de las ideas —su
complejidad, su desarrollo y sus consecuencias— que los actores reales no tuvieron.
Su ensayo constituye, en efecto, lo que ha dado en llamarse un “namierismo de la
historia de las ideas”. 41 Un análisis estructural del pensamiento que respecto al
movimiento de la historia sugiere una conclusión no muy distinta de la postulada por
Sir Lewis Namier, quien convierte la historia en algo “que tuvo ridículos inicios,
mientras los pequeños hombres hacían cosas tanto infinitamente menores como
infinitamente mayores de lo que creían hacer”.42
En su England in the Age of the American Revolution, Namier ataca la tendencia whig a
sobrevalorar la “importancia de la voluntad consciente y de los propósitos en los
individuos”. Nos insta sobre todo a “descubrir y reconocer las irrelevancias e
incoherencias más profundas de las acciones humanas —las cuales, antes que estar
dirigidas por la razón, son investidas a posteriori con la apariencia de la lógica y la

40 Bernard Bailyn, ed., Pamphlets of the American Revolution, ob. cit., t. I, pp. VII, VIII, 17.
41 John Greville A. Pocock, ‘‘Machiavelli, Harrington, and English Political Ideologies in the
Eighteenth Century”, William and Mary Quarterly, 3ª ser., vol. 22, nº 4, octubre de 1965, p. 550.
42 Lewis Namier, England in the Age of the American Revolution, 2ª ed, Macmillan, Londres,

1961, p. 131.

23
racionalidad”—, a descubrir la realidad impredecible que los motivos y las intenciones
de los hombres dejaron escapar en la acumulación y el ímpetu de la interacción de los
eventos. Toda la fuerza del enfoque de Namier tiende a reducir el contenido
intelectual de lo hecho por los hombres. Las ideas enunciadoras de los principios y
propósitos de la acción no cuentan mucho en el movimiento de la historia, planteó.43
En su estudio de las ideas revolucionarias Bailyn llegó a una conclusión opuesta: las
ideas cuentan bastante, no sólo por ser responsables de la Revolución, sino también
por haber transformado el carácter de la sociedad angloamericana. En sus manos, sin
embargo, las ideas pierden ese carácter estático que habían tenido comúnmente para
los historiadores whigs, dejan de ser aquellas simples declaraciones de intenciones
que tanto habían exasperado a Namier. Para Bailyn las ideas de los revolucionarios
adquieren una condición elusiva e inmanejable, una dinámica que autointensifica su
carácter y las hace trascender las intenciones y deseos de cualquiera de los actores
históricos. Al hacer hincapié en cómo el pensamiento de los angloamericanos fue
“extrañamente reconfigurado, rodando en direcciones desconocidas”, al describir
cómo ellos “inconscientemente, medio sabiendo”, tantearon hacia “conclusiones que
no podían percibir claramente”, al demostrar cómo las nuevas creencias y por tanto
las nuevas acciones fueron respuestas no al deseo sino a la lógica de las situaciones en
curso, Bailyn ha sacado la explicación de la Revolución del ámbito de la motivación a
que la habían confinado los historiadores neo-whigs.
Este tipo de aproximación a las ideas hace que el grado de coherencia y devoción a los
principios se torne menos importante, y, de hecho, los grandes temas de la motivación
y la responsabilidad sobre los cuales discrepaban los historiadores devinieron en gran
medida irrelevantes. La acción se vuelve el producto no de un cálculo racional y
consciente sino de pensamientos y situaciones difusamente percibidas y rápidamente
cambiantes. Situaciones en las que “el sentido corriente de las ideas y las palabras se
desvaneció en la confusión, y los líderes se sintieron mirando en la bruma, tratando de
aprehender de algún modo las fluctuantes concepciones”. Los hombres devienen más
las víctimas que los manipuladores de sus ideas, y su pensamiento se despliega por


43 Lewis Namier, England in the Age of the American Revolution, ob. cit., p. 129.

24
vías imprevistas, “rápidas, irreversibles e irresistibles”, creando nuevos problemas,
nuevas consideraciones, nuevas ideas, que tienen sus propias consecuencias
inesperadas. En este tipo de ambiente, la revolución, al principio no deseada por los
angloamericanos, toma cierto carácter inevitable y se mueve en un proceso de
escalamiento a niveles que pocos habían previsto o considerado. En este punto no
tiene sentido asignar motivos o responsabilidades a los individuos particulares por la
totalidad de lo que pasó. Los hombres están involucrados en una complicada red de
fenómenos, ideas y situaciones de la cual, en retrospectiva, parece imposible
escapar.44
Procurando descubrir los motivos expuestos por los angloamericanos en los folletos
revolucionarios, Bailyn terminó demostrando la autonomía de las ideas como
fenómenos, en el sentido que las ideas funcionan, por así decirlo, por encima de la
cabeza de los participantes, tomando direcciones que nadie podía haber previsto. Su
discusión en torno al pensamiento revolucionario representa por lo tanto un retorno a
un enfoque determinista de la Revolución, un determinismo que es, sin embargo,
distinto al que habían abandonado de manera tan consciente hacía poco los
historiadores neo-whigs. El determinismo de Bailyn es completamente idealista —de
hecho, nunca antes la fuerza de las ideas en el advenimiento de la Revolución había
sido tan enfatizada—, pero sus consecuencias no lo son. Su estudio le quita a nuestros
escritos sobre la Revolución aquella concentración en los principios constitucionales
así como la sofocante preocupación judicial por la motivación y la responsabilidad, de
manera que ayuda a abrirle camino a nuevas preguntas y nuevas síntesis. De hecho, la
gran capacidad comprensiva de su interpretación idealista así como su enfoque de la
naturaleza extraordinaria —el gran dinamismo y emotividad— del pensamiento de
los angloamericanos nos revelan una perspectiva completamente diferente,
conductista, de las causas de la Revolución Angloamericana. La introducción de Bailyn
a su extenso libro en el que reúne folletos revolucionarios es por lo tanto no sólo una

44 Bernard Bailyn, ed., Pamphlets of the American Revolution, ob. cit., t. I, pp. 90, X, 169, 140.

Véase Hannah Arendt, On Revolution, Viking, New York, 1963, p. 173: “La experiencia enseñó a
los hombres de la Revolución que la acción, aunque puede ser iniciada de forma aislada y
decidida por un solo individuo por muy distintos motivos, sólo podrá ser consumada por un
esfuerzo conjunto en el que la motivación de los individuos ya no cuenta...”.

25
culminación del enfoque idealista sobre el acontecimiento, sino también un punto de
partida para una nueva mirada sobre los orígenes sociales de él.


Parece claro, pues, que los historiadores de la América anglosajona del siglo XVIII y de
la Revolución no pueden ignorar la fuerza de las ideas en el devenir histórico en el
grado en que Namier y sus pupilos lo hicieron en sus investigaciones sobre la política
inglesa del siglo XVIII. Esto no quiere decir, empero, que el enfoque de Namier sobre la
política inglesa haya sido fundamentalmente limitante y distorsionado. Se puede
sugerir más bien que el menosprecio de Namier por las ideas y principios no es
aplicable a la política de Estados Unidos, porque la situación social en la cual operaron
aquí las ideas era muy diferente de aquella de la Inglaterra del siglo XVIII. Puede ser
que las ideas sean menos significativas para un pueblo en una situación social estable.
Sólo cuando las ideas se han convertido en reflejos estereotipados es que logran que la
evasión y la hipocresía —así como la desconfianza de Namier hacia lo que los hombres
creen— se vuelvan significativas. Sólo en una sociedad relativamente estable la
ideología se convierte en una especie de hábito, en un conjunto ampliamente
compartido e instintivo de convenciones que ofrece explicaciones hechas, de manera
que los hombres no estén obligados a hacerse las preguntas serias. Por el contrario, tal
vez sea sólo en una sociedad relativamente inestable, desordenada, donde las
preguntas surgen más rápido que las respuestas de los hombres, que las ideas se
convierten verdaderamente en vitales y creativas.45
Paradójicamente, puede ser entonces la vitalidad misma de las ideas de los
angloamericanos la que sugiere la necesidad de examinar las circunstancias en que
ellas florecieron. Puesto que las ideas y creencias son formas de percibir y explicar el
mundo, la naturaleza de las ideas expresadas es determinada tanto por el carácter del
mundo que es confrontado como por el desarrollo interno de las concepciones
heredadas y tomadas en préstamo. Entre la multitud de ideas heredadas y


45 Véase Lewis Namier, The Structure of Politics at the Accession of George III, 2ª ed., Macmillan,

Londres, 1961, p. 16; Lewis Namier, “Human Nature in Politics”, en Personalities and Power:
Selected Essays, Harper & Row, New York, 1965, pp. 5-6.

26
transmitidas que estaban disponibles en el siglo XVIII, los colonos seleccionaron y
destacaron las que parecían tener sentido para lo que les estaba sucediendo. En
cuanto al uso que hicieron de la literatura clásica, por ejemplo, “no tenían un
conocimiento exhaustivo y un intenso interés sino por una época y un pequeño grupo
de escritores”: Plutarco, Tito Livio, Cicerón, Salustio y Tácito, quienes “habían odiado y
temido las tendencias de su propio tiempo, y en su escritura habían contrastado el
presente con un pasado mejor, que ellos dotaron de cualidades ausentes de su propia
época, corrupta”, sostiene Bailyn.46 Siempre hubo, en términos de Max Weber, una
especie de afinidad electiva entre los intereses de los angloamericanos y sus creencias,
y sin esta afinidad sus ideas hubieran carecido de la peculiar naturaleza y persuasión
que tuvieron. Sólo las necesidades sociales y las circunstancias más revolucionarias
pudieron haber sostenido tales ideas revolucionarias.47
Cuando las ideas de los colonos son examinadas exhaustivamente, cuando toda la
retórica whig, tanto la irracional como la racional, es tenida en cuenta, uno no puede
sino sorprenderse del miedo y el frenesí predominantes, de las exageraciones y el
entusiasmo, del general sentimiento de corrupción social y trastorno del que nacería
un nuevo mundo de bondad y armonía, en el cual los angloamericanos se volverían
“ejemplos eminentes de todas las virtudes divinas y sociales”. 48 Como lo han
demostrado ampliamente Bailyn y los estudios enfocados a lo propagandístico,
simplemente hubo muchas ideas fanáticas y milenaristas incluso entre los mejores
pensadores, lo cual debe ser explicado antes de que podamos caracterizar las ideas de
los angloamericanos como peculiarmente racionales y legalistas, y por lo tanto ver la
Revolución como una mera defensa prudente de las libertades constitucionales. Para

46 Bernard Bailyn, ed., Pamphlets of the American Revolution, ob. cit., t. I, p. 22. Los
revolucionarios franceses usaron el mismo conjunto de escritos clásicos para expresar su
distanciamiento del antiguo régimen y su esperanza en un nuevo orden. Harold T. Parker, The
Cult Of Antiquity and the French Revolutionaries: A Study in the Development of the
Revolutionary Spirit, University of Chicago Press, Chicago, 1937, pp. 22-23.
47 La relación entre ideas y estructura social es una de las más desconcertantes e intrigantes

en el campo de las ciencias sociales. Para una extensa bibliografía sobre el tema, véase
Norman Birnbaum, “The Sociological Study of ideology (1940-60)”, Current Sociology, vol. 9,
nº 2, junio de 1960, pp. 91-117.
48 Jacob Duché, The American Vine: A Sermon Preached in Christ-Church, Philadelphia, Before

the Honourable Continental Congress, July 20th, 1775, James Humphreys, Philadelphia, 1775, p.
29.

27
distinguir los refinados y bien razonados argumentos de los escritos de John Adams y
Thomas Jefferson no sólo es necesario hacer caso omiso de las expresiones más
inflamadas del resto de whigs. También hay que pasar por alto el entusiasmo
extravagante —la obsesión paranoica con una conspiración diabólica de la corona y el
sueño de una restaurada época sajona— que hay en el pensamiento mismo de Adams
y Jefferson.
Las ideas de los estadounidenses, de hecho, parecen formar lo que sólo puede ser
llamado un síndrome revolucionario. Si tuviéramos que limitarnos al estudio de la
retórica revolucionaria, dejando aparte lo que sucedió política o socialmente, sería
prácticamente imposible distinguir la Revolución Angloamericana de cualquier otra
revolución en la historia occidental moderna. En cuanto al tipo de ideas expresadas, es
notablemente similar a la revolución puritana del siglo XVII y a la Revolución Francesa
del siglo XVIII: el mismo disgusto general con un mundo caótico y corrupto, la misma
ampulosidad ansiosa y enojada, los mismos temores excitados ante las conspiraciones
de hombres depravados, las mismas esperanzas utópicas en la construcción de un
nuevo y virtuoso orden.49 No fue, simplemente, la transmisión de este síndrome de
ideas de una generación a otra o de un pueblo a otro. Quizá fue, más bien, que unas
situaciones sociales similares, aunque difícilmente idénticas, provocaron dentro de los
límites de las concepciones heredadas y disponibles unas formas de expresión
similares. Aunque necesitamos saber mucho más sobre la sociología de las
revoluciones y los movimientos colectivos, es posible que los patrones particulares de
pensamiento, las formas particulares de expresión, correspondan a ciertas
experiencias sociales básicas. Puede haber, en otras palabras, modos típicos de
expresión, formas típicas de creencias y valores, que determinan una situación
revolucionaria, al menos en sociedades occidentales aproximadamente similares. De


49 Sobre las recientes discusiones en torno a la retórica revolucionaria francesa y puritana, ver

Peter Gay, “Rhetoric and Politics in the French Revolution”, American Historical Review, vol.
66, nº 3, abril de 1961, pp. 664-676; Michael Walzer, “Puritanism as a Revolutionary
Ideology”, History and Theory, vol. 3, nº 1, 1963, pp. 59-90. Todo este número de History and
Theory está dedicado al simposio sobre los usos de la teoría en el estudio de la historia.
Además del artículo de Walzer, encuentro muy estimulantes y provechosos los textos de
Samuel H. Beer, “Causal Explanation and Imaginative Re-enactment”, y de Charles Tilly, “The
Analysis of a Counter-Revolution”.

28
hecho, los tipos de ideas expresados pueden ser la mejor manera de identificar un
movimiento colectivo como una revolución. Como escribe un estudioso de las
revoluciones: “Es con base en el conocimiento de las creencias de los hombres que
podemos diferenciar su comportamiento en un motín, una rebelión o en la locura”.50
La precisa naturaleza de la retórica de los angloamericanos —su obsesión con la
corrupción y el desorden, su punto de vista hostil y conspirativo y su visión
milenarista de una sociedad regenerada— es la que, por tanto, revela como ninguna
otra cosa tal vez pueda hacerlo, a la Revolución Angloamericana como una verdadera
revolución cuyos orígenes se incrustan profundamente en la estructura social. Porque
aquel tipo de retórica frenética sólo podía surgir de los tipos más graves de tensión
social. El lenguaje grandilocuente y febril de los colonos de hecho era lo natural,
incluso la expresión inevitable de un pueblo atrapado en una situación revolucionaria,
profundamente separado de las fuentes existentes de autoridad e involucrado de
manera vehemente en una reconstrucción fundamental de su orden político y social.
La histeria del pensamiento de los angloamericanos no era más que un indicador de la
intensidad de sus pasiones revolucionarias. El creciente distanciamiento
angloamericano respecto a la autoridad británica sin duda contribuyó fuertemente a
esa situación revolucionaria. No obstante, la misma debilidad del sistema imperial
británico y la acumulada ferocidad del antagonismo estadounidense sugieren que se
estaban introduciendo otras fuentes de tensión social en el movimiento
revolucionario. Puede ser que los historiadores progresistas, con su preocupación por
los problemas sociales internos, tuvieran más razón de lo que recientemente hemos
estado dispuestos a conceder. Repetiríamos su error, empero, si esperásemos que esa
tensión social interna tomara necesariamente la forma de una lucha de clases
coherente o de una perturbación social manifiesta. Las fuentes de la tensión social
revolucionaria pueden haber sido mucho más sutiles pero no menos graves.
En la segunda mitad del siglo XVIII, de todas las colonias Virginia parece la más
estable, la más carente de tensiones sociales evidentes. Por lo tanto, como se ha


50 Bryan A. Wilson, “Millennialism in Comparative Perspective”, Comparative Studies in Society

and History, vol. 6, nº 1, octubre de 1963, p. 108. Ver también Neil J. Smelser, Theory of
Collective Behavior, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1962, pp. 83, 120, 383.

29
sostenido recientemente, ya que no existían problemas sociales visibles, la única
explicación plausible que queda para el compromiso enérgico y casi unánime de los
virginianos con la Revolución es su devoción por los principios constitucionales.51
Solo que tal vez hayamos estado indagando por el tipo equivocado de problemas
sociales, por los conflictos organizados, por las divisiones conscientes dentro de la
sociedad. Parece claro que las dificultades de Virginia no fueron la consecuencia de
algún palpable antagonismo seccional o de clase, del tipo Tidewater contra Piedmont
o plantadores aristocráticos contra pequeños propietarios. Aparentemente no había
un descontento con el sistema político que se traspasara intensamente a la estructura
social. Pero al parecer hubo una especie de crisis social dentro del propio grupo
gobernante, la cual agravó intensamente el antagonismo de los virginianos con el
sistema imperial. Contrariamente a la impresión de confianza y estabilidad que habían
adquirido históricamente los plantadores de Virginia, parecen haber vivido en
circunstancias muy intranquilas en los años previos a la Revolución. En otras palabras,
los signos del declive definitivo de la gentry 52 de Virginia en el siglo XIX ya se sentían,
aunque no se manifestaban fácilmente.
La capacidad de los plantadores para encabezar el consentimiento popular parece
extraordinaria en comparación con la inestable política de las demás colonias. Pero en
los años anteriores a la independencia había entre la gentry signos de ansiedad cada
vez mayores respecto a su vocería. Las ambigüedades de la relación entre los
diputados y sus electores estalló en un debate abierto en la década de 1750. Y los
hombres comenzaron a expresar una preocupación cada vez mayor por los crecientes
costos de las elecciones y la corrupción progresiva en la búsqueda de votos, sobre
todo por parte de “aquellos que no tienen un rol ni natural ni adquirido para


51 Thad W. Tate, “The Coming of the Revolution in Virginia”, art. cit., pp. 324-343.
52 Gentry: “2. Gente de educación y buena crianza; en sentido restringido en Inglaterra, la clase

de personas situada entre los nobles y la gente común” (Webster’s Complete Dictionary of the
English Language, George Bell & Sons, Londres, 1886). Gentry: “Las personas de buena
posición social, específicamente la clase de gente por debajo de la nobleza en posición y
nacimiento” (Pocket Oxford English Dictionary, Oxford University Press, Oxford, 2013). Nota
del traductor.

30
aconsejarlos”.53 Así, en los años sesenta y principios de los setenta los periódicos
estaban llenos de advertencias contra la influencia electoral, el soborno y la búsqueda
de votos. Los terratenientes instaban de manera estridente a “atacar la raíz de este
mal en crecimiento, a dejarse influir sólo por el mérito”, y a evitar la elección de
“personas oscuras e inferiores”.54 Era como si la ambición innoble y la demagogia
fueran un “demonio recién llegado entre nosotros para perturbar la paz y la armonía,
que durante tanto tiempo había subsistido en este lugar”, según lo subrayó un áspero
folleto.55 En este contexto, la famosa obra de Robert Munford The Candidates, escrita
en 1770, antes que confirmar la confianza de los plantadores muestra su malestar
ante la evolución electoral en la colonia, que permite que “fantoches y embaucadores
puedan imponerse sobre hombres de saber”. Aunque la virtud desinteresada
finalmente triunfa, la sátira de Munford revela el tipo de amenazas que enfrentaban
los plantadores consolidados por parte de bribones ambiciosos y zopencos que
estaban transformando a los representantes en esclavos del pueblo.56
En vísperas de la Revolución, los plantadores expresaban una creciente sensación de

53 Robert E. Brown y B. Katherine Brown, Virginia, 1705-1786: Democracy or Aristocracy?,
Michigan State University Press, East Lansing, 1964, p. 236; Alexander White a Richard Henry
Lee, 1758, citado en Jack R. Pole, “Representation and Authority in Virginia from the
Revolution to Reform”, Journal of Southern History, vol. 24, nº 1, febrero de 1958, p. 23.
54 Virginia Gazette de Alexander Purdie y John Dixon, Williamsburg, abril 11 de 1771; Virginia

Gazette, de William Rind, octubre 31 de 1771. Referencias al sorprendente aumento de


ensayos en torno a la corrupción y el costo de las elecciones en la última década de 1760 y
comienzos de la década siguiente, en Lester J. Cappon y Stella F. Duff, eds., Virginia Gazette
Index, 1736-1780, t. I, Institute of Early American History and Culture, Williamsburg, 1950, p.
351.
55 The Defence of Injur’d Merit Unmasked; or, the Scurrilous Piece of Philander Dissected and

Exposed to Public View. By a Friend to Merit, wherever found, s.e., s.l., 1771, p. 10. A comienzos
de la década de 1770 Robert Carter prefirió retirarse a la vida privada en lugar de adaptarse al
“nuevo sistema político” que había comenzado “a prevalecer en general”. Citado en Louis
Morton, Robert Carter of Nomini Hall: A Virginia Tobacco Planter of the Eighteenth Century,
Colonial Williamsburg Inc., Williamsburg, 1941, p. 52.
56 Jay B. Hubbell y Douglass Adair, “Robert Munford’s The Candidates”, William and Mary

Quarterly, 3ª ser., vol. 5, nº 2, abril de 1948, pp. 238, 246. La actitud ambivalente de Mumford
hacia el proceso representativo se refleja en las diferentes maneras como los historiadores
han interpretado su comedia. Véase Jay B. Hubbell y Douglass Adair, “Robert Munford’s The
Candidates”, art. cit., pp. 223-225; Robert E. Brown y B. Katherine Brown, Virginia, 1705-1786,
ob. cit., pp. 236-237. El temor de Munford a “hombres que buscan el poder careciendo de
mérito” se expresó plenamente en su obra posterior, The Patriots, escrita en 1775 o 1776
(Courtlandt Canby, “Robert Munford’s The Patriots”, William and Mary Quarterly, 3ª ser., vol.
6, julio de 1949, pp. 437-503, cita en p. 450).

31
ruina inminente, cuyos orígenes en la mente de muchos parecían estar vinculados más
y más con la corruptora conexión británica y los comisionados escoceses, pero para
otros estaba terriblemente arraigada en “nuestro orgullo, nuestro lujo y ociosidad”.57
Los escritos públicos y privados de los virginianos se tornaron obsesivos con la
“corrupción”, la “virtud” y el “lujo”. Las deserciones cada vez mayores de la Iglesia de
Inglaterra, incluso entre ministros y laicos [vestrymen], así como el notable
crecimiento que en los años previos a la Revolución tuvo la disidencia, “tan criticada
en muchas partes de la colonia”, sugieren, además, algún tipo de tensión social. En este
sentido, las extrañas conversiones religiosas de Robert Carter pueden representar
sólo el ejemplo más dramático de lo que estaba ocurriendo, aunque menos
frenéticamente, entre la gentry de otros lugares.58 A mediados del siglo XVIII era
evidente que muchos plantadores vivían al borde de la quiebra, seriamente extendida,
y gastaban más allá de sus medios en un esfuerzo casi desesperado por satisfacer la
imagen aristocrática que habían creado de sí mismos.59 Así, la importancia del asunto
Robinson en la década de 1760 no se encuentra quizá en los cambios constitucionales
a que dio lugar sino en el efecto devastador que tuvieron las revelaciones en torno a
esa virtuosa imagen.60 Algunos colonos expresaron abiertamente sus temores por el
futuro, viendo destruido el producto de sus vidas en el juego y la bebida de sus
imprudentes herederos, quienes, como dijo Landon Carter, “juegan sin parar y lo


57 John Randolph, Considerations on the Present State of Virginia, Williamsburg, 1774, en Earl

G. Swem, ed., Virginia and the Revolution: Two Pamphlets, 1774, C. F. Heartman, New York,
1919, p. 16; Virginia Gazette de Purdie y Dixon, noviembre 25 de 1773.
58 Virginia Gazette de Rind, septiembre 8 de 1774; Robert E. Brown y B. Katherine Brown,

Virginia, 1705-1786, ob. cit., pp. 252-254; Louis Morton, Robert Carter of Nomini Hall, ob. cit.,
pp. 231-250.
59 Véase la carta de George Washington a George Mason, abril 5 de 1769, en Worthington

Chauncey Ford, ed., The Writings of George Washington, t. II, G. P. Putnam’s Sons, New York y
Londres, 1889, pp. 263-267; Carl Bridenbaugh, Myths and Realities: Societies of the Colonial
South, New York, Atheneum, 1963, pp. 5, 10, 14, 16; Emory G. Evans, “Planter Indebtedness
and the Coming of the Revolution in Virginia”, William and Mary Quarterly, 3ª ser., vol. 19, nº
4, octubre de 1962, pp. 518-519.
60 Virginia Gazette de Rind, agosto 15 de 1766. Ver también Carl Bridenbaugh, “Violence and

Virtue in Virginia, 1766: or The Importance of the Trivial”, Proceedings of the Massachusetts
Historical Society, vol. 76, 1964, pp. 3-29.

32
juegan todo”.61
La Revolución en Virginia, “producida por la disipación del Señor [Gentleman]”, como
lo sugirió un plantador,62 sin duda obtuvo mucha de su fuerza de aquella crisis social
al interior de la gentry. De la Revolución ciertamente se esperaba más que una simple
interrupción del imperialismo británico, y no era ninguna simple evasión de las
deudas británicas. 63 Las reformas revolucionarias, como la abolición de los
mayorazgos y la primogenitura, pueden haber sido algo más que meros ajustes
simbólicos legales a una realidad existente. Además de ser un intento por hacer más
competitivas económicamente las viejas plantaciones Tidewater con tierras más al
oeste, las reformas pueden haber representado un verdadero esfuerzo por reorientar
lo que se supuso una tendencia peligrosa en el desarrollo social y familiar dentro de la
gentry gobernante. Después de todo los virginianos eran aristócratas que no podían
permitirse poner los mayorazgos de sus familias en manos de hijos mayores débiles o
ineficaces. Se suponía, como lo expresó el preámbulo a la ley de 1776 que los abolía,
que muchas veces se había hecho “daño a la moral de los jóvenes haciéndolos
independientes de sus padres y desobedientes a estos”.64 Era muy posible, como
tristemente lo demostró la familia Nelson, que una sola generación díscola
prácticamente acabara con lo que había sido construido con tanto esfuerzo.65 George
Mason expresó las inquietudes de muchos virginianos cuando advirtió a la
Convención de Philadelphia en 1787 que “nuestros propios hijos en poco tiempo


61 Citado en Carl Bridenbaugh, Myths and Realities, ob. cit., p. 27. Ver también Louis Morton,

Robert Carter of Nomini Hall, ob. cit., pp. 223-225.


62 John A. Washington a Richard Henry Lee, junio 20 de 1778, citado en Jack R. Pole,

“Representation and Authority in Virginia”, art. cit., p. 28.


63 Emory G. Evans, “Planter Indebtedness”, art. cit., pp. 526-527.
64 Julian P. Boyd et al., eds., The Papers of Thomas Jefferson, t. I, Princeton University Press,

Princeton, 1950, p. 560. La mayor parte de nuestro conocimiento acerca de la vinculación y la


primogenitura en Virginia proviene de una tesis doctoral inédita: Clarence R. Keim, “Influence
of Primogeniture and Entail in the Development of Virginia”, University of Chicago, 1926. El
estudio de Keim es cuidadoso y bien sustentado y las conclusiones de su evidencia — aparte
del hecho obvio de que sobre muchas tierras se tuvo una posesión jurídicamente plena— no
son de ninguna manera fáciles de alcanzar. Ver especialmente pp. 56, 60-62, 110-114, 122,
195-196.
65 Emory S. Evans, “The Rise and Decline of the Virginia Aristocracy in the Eighteenth Century:

The Nelsons”, en Darrett B. Rutman, ed., The Old Dominion: Essays for Thomas Perkins
Abernethy, University Press of Virginia, Charlottesville, 1964, pp. 73-74.

33
estarán entre la masa general”.66
De qué manera precisa las tensiones al interior de la sociedad de Virginia
contribuyeron a la creación de una situación revolucionaria y por qué vías los
plantadores esperaban que la independencia y el republicanismo aliviaran sus
problemas, es algo que por supuesto tiene que ser explorado a fondo. Parece claro, no
obstante, por la naturaleza misma de las ideas expresadas, que los orígenes de la
Revolución en Virginia fueron mucho más sutiles y complicados que un simple
antagonismo con el gobierno británico. Los principios constitucionales por sí solos no
explican la determinación casi unánime de Virginia a la revuelta. Y si la Revolución en
la colonia aparentemente estable de Virginia poseía raíces sociales internas es de
esperarse que las otras colonias estuvieran experimentando sus propias formas de
presión social que de una manera similar buscaron mitigación mediante la revolución
y el republicanismo.
A través de las ideas whigs, por lo tanto, es que podemos retornar al punto donde los
historiadores progresistas dejaron su investigación en torno a las fuentes sociales
internas de la Revolución. Indagando por medio de las ideas —leyéndolas
imaginativamente y relacionándolas con el mundo social objetivo, tanto aquel que
reflejaban como el que confrontaban— podríamos superar la insatisfactoria distinción
entre motivos conscientes e inconscientes, y, finalmente, de ese modo combinar una
interpretación whig con una tory, una idealista con una conductista. Y es que las ideas
de los angloamericanos, su retórica, nunca ocultó sus intereses y pasiones más
profundas sino que más bien fue muy reveladora de ellas. Lo que expresaron puede no
haber sido en su mayor parte objetivamente cierto, pero siempre fue
psicológicamente verdadero. En este sentido, su retórica nunca estuvo separada de la
realidad social y política, y de hecho se convierte en la mejor entrada a la comprensión
de esa realidad. Sus repetidas exageraciones de la realidad, su alusión incesante a la
“tiranía” cuando no parece haber habido opresión real, su obsesión por la “virtud”, el
“lujo” y la “corrupción”, su devoción por la “libertad” y la “igualdad”; todas estas
nociones no fueron ni propaganda manipulada ni prestadas abstracciones vacías, sino

66 Max Farrand, ed., The Records of the Federal Convention of 1787, t. I, Yale University Press,

New Haven, 1911, p. 56; Carl Bridenbaugh, Myths and Realities, ob. cit., pp. 14, 16.

34
ideas con verdadero significado personal y social para quienes las usaron. La
propaganda nunca hubiera podido mover a los hombres a la revolución. Ningún líder
popular, como lo dijo John Adams, ha sido capaz de “convencer a un pueblo de gran
tamaño, por mucho tiempo seguido, de que se considere perjudicado, herido y
oprimido a menos que realmente lo estuviera y viera y sintiera que así lo estaba”.67
Las ideas tenían relevancia. El sentimiento de opresión y agravio, aunque a menudo
desplazado hacia el sistema imperial, era sin embargo real. El sentido alcanzado por la
imbricación entre lo que decían y lo que experimentaban los colonos fue justamente lo
que dio a las ideas su fuerza de propulsión y su abrumadora capacidad persuasiva.
El mejor indicador del carácter extraordinariamente revolucionario de las ideas de los
estadounidenses —el cual ahora está siendo revelado por los historiadores—, de que
algo profundamente inquietante estaba pasando en la sociedad, es lo que plantea la
cuestión que interesó a los historiadores progresistas de por qué los estadounidenses
habrían expresado tales pensamientos. Con su cruda concepción de la propaganda, los
historiadores progresistas al menos trataron de lidiar con el problema. Puesto que las
ideas de los revolucionarios no pueden ser consideradas como simple propaganda, la
pregunta queda por responder. “Cuando las ‘ideas’ tienen una impronta muy fuerte
sobre el pasado lo que hay que hacer con ellas es aceptarlas como una indicación de
que algo está ocurriendo, y luego tratar de averiguar cuidadosamente lo que
realmente representan, cuáles son los factores de la vida social que se expresan a
través de ellas”, escribió Arthur F. Bentley en su clásico estudio conductual The
Process of Government.68 Precisamente porque trataron de comprender tanto las ideas
revolucionarias como la sociedad estadounidense, los historiadores conductistas de la
generación progresista, con todas sus crudas conceptualizaciones, con su obsesión con
la “clase” y los intereses económicos ocultos, así como con su tratamiento de las ideas
como propaganda, aún nos ofrecen una explicación de la era revolucionaria tan fuerte
y detallada que nunca será reemplazada por ninguna interpretación puramente
intelectualista.

67 John Adams, “Novanglus”, en Charles Francis Adams, ed., The Works of John Adams, t. IV,

Little, Brown, Boston, 1851, p. 14.


68 Arthur F. Bentley, The Process of Government: A Study of Social Pressures, University of

Chicago Press, Chicago, 1908, p. 152.

35



EPÍLOGO

Si la tendencia de los investigadores posteriores constituye algún indicio de la
influencia del trabajo propio en la profesión histórica, este artículo de 1966 —mi
primera publicación sobre la temprana historia estadounidense— parece haber
tenido muy poca. Gran parte de quienes investigaron sobre la Revolución en las
décadas siguientes a su publicación ignoró la “realidad” de la sociedad estadounidense
y en su lugar se concentró en la “retórica” de la Revolución, que por lo general era
equivalente a algo llamado “republicanismo”. Supongo que mi libro The Creation of the
American Republic, 1776-1787 (1969) aportó su cuota a la llamada síntesis
republicana que surgió en las décadas de 1970 y 1980, convirtiéndose en una especie
de monstruo que amenazaba con devorarnos a todos. Mi artículo, sin embargo,
suponía domar al monstruo antes de que fuera liberado.
Cuando escribí el artículo “Rethoric and Reality”, ya había completado en lo
fundamental mi Creation of the American Republic, pese a que el libro fue publicado
varios años después. En este libro nunca tuve la intención de argumentar que la
Revolución había sido fundamentalmente un movimiento “ideológico”, o que la
Revolución podía explicarse únicamente en términos “ideológicos”. En efecto, nunca
he pensado que algo pueda ser explicado completamente remitiéndolo de manera
exclusiva a las creencias de la gente. Al escribir el artículo era muy consciente de las
fuertes implicaciones que tenía la introducción de Bernard Bailyn a sus Folletos de la
Revolución Angloamericana, que acababa de ser publicado en 1965 y que con el
tiempo se convertiría en The Ideological Origins of the American Revolution (1967).
Tan demoledoramente importante como sabía que era la obra de Bailyn, no obstante
pensé que él trataba de explicar la Revolución en términos demasiado afincados en las
creencias profesadas por los actores. De manera que escribí el artículo “Rethoric and
reality” como un correctivo a la tendencia idealista que vi en la literatura histórica
neo-whig de la década de 1950 y comienzos de los sesenta que creía había culminado

36
con el impresionante trabajo de Bailyn. Sin negar en modo alguno la importancia de
las ideas —después de todo, yo acababa de terminar un libro sobre el pensamiento
político de la Revolución—, simplemente traté de instar a los historiadores a no
dejarse llevar por explicaciones exclusivamente intelectuales de la Revolución. Sugerí
por lo tanto que si fuéramos finalmente a ver la Revolución toda —tanto desde arriba
como desde abajo—, tendríamos que examinar también sus fuentes sociales.
El problema con esta sugerencia era que entraba con facilidad a reforzar los supuestos
tradicionales de la historia social neo-progresista, que tendía a crear polaridades
entre las ideas y la conducta, la retórica y la realidad. A pesar de mi título retorcido y
equivocado, escribí mi artículo solamente como protesta contra esas dualidades, en
contra de tales separaciones nítidas de las ideas respecto a las circunstancias sociales.
Yo quería reconocer la importancia tanto de las ideas como de la psicología
subyacente y los determinantes sociales en la formación del comportamiento humano
y, sin embargo, evitar un retorno a las crudas polaridades neo-progresistas del pasado
que historiadores como Charles Beard habían hecho famosas. En algunas partes de mi
Creation of the American Republic traté justamente de hacer eso, por lo cual quizá
muchos historiadores no pudieron decidir en qué escuela de interpretación histórica
incluir el libro.
Aunque la historia cultural de un modo u otro hizo su agosto durante la pasada
generación —incluso los marxistas ahora no escriben sino historia cultural—, varios
historiadores han tratado de explorar explícitamente los vínculos entre cultura y
sociedad que sugerí existían en la colonia relativamente estable de Virginia. Rhys
Isaac, en su Transformation of Virginia, Timothy H. Breen en su Tobacco Culture,
Richard R. Beeman en su estudio de Lunenburg County, y Jack P. Greene en varios
artículos han tratado de relacionar los acontecimientos sociales de Virginia con la
ideología de la Revolución.69


69 Rhys Isaac, The Transformation of Virginia, 1740-1790, University of North Carolina Press,

Chapel Hill, 1982; Timothy H. Breen, Tobacco Culture: The Mentality of the Great Tidewater
Planters on the Eve of the Revolution, Princeton University Press, Princeton, 1985; Richard R.
Beeman, The Evolution of the Southern Backcountry: A Case Study of Lunenburg County,
Virginia, 1746-1832, University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1984; Jack P. Greene,
“Society, Ideology, and Politics: An Analysis of the Political Culture of Mid-Eighteenth Century

37
Aunque estas obras son muy diferentes, son ejemplos imaginativos de lo que podría
hacerse. Una historia que reconozca la importancia tanto de la cultura como de la
sociedad, de la conciencia como de las circunstancias sociales y materiales
subyacentes es en última instancia el tipo de historia que me parece que tenemos que
escribir.



[Gordon Wood, “Retórica y realidad en la Revolución Angloamericana”, en The Idea of
America. Reflections on the Birth of the United States, The Penguin Press, Nueva York,
2011, pp. 25-55. Traducción: Isidro Vanegas]


Virginia”, en Richard M. Jellison, ed., Society, Freedom, and Conscience: The Coming of the
Revolution in Virginia, Massachusetts, and New York, W. W. Norton, New York, 1976, pp. 14-57;
Jack P. Greene, “‘Virtus et Libertas’: Political Culture, Social Change, and the Origins of the
American Revolution in Virginia, 1763-1766”, en Jeffery J. Crow y Larry E. Tise, eds., The
Southern Experience in the American Revolution, University of North Carolina Press, Chapel
Hill, 1978, pp. 55-65; Jack P. Greene, “Character, Persona, and Authority: A Study of
Alternative Styles of Political Leadership in Revolutionary Virginia”, en W. Robert Higgins, ed.,
The Revolutionary War in the South: Power, Conflict, and Leadership, Duke University Press,
Durham, 1979, pp. 3-42.

38

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