Por su fecha de nacimiento (1874), su familia relativamente tradicional y su formación, en el Colegio Nacional de Buenos Aires y en la Facultad de Derecho, donde se doctora en 1897, Macedonio Fernández podría haber pertenecido a la generación de Lugones, tal como lo sugiere Martín Prieto en su Breve historia de la literatura argentina. De hecho, sus primeros poemas publicados, entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, aparecieron en medios ligados al modernismo y tienen ciertos rasgos en común con la lírica del momento: marcada atención hacia los aspectos métrico y sintáctico del texto, temáticas humorística o amorosa, rareza de las rimas, etc. No obstante, de ese período sólo se conservan un par de poemas. Por tal motivo el ejercicio narrativo que llamamos historia literaria, debido al carácter inédito de casi toda su obra hasta la década del 20, lo ubica en la generación siguiente, vinculado a los jóvenes escritores de revistas como Martín Fierro y Proa. No es ajeno a tal clasificación el carácter extravagante de los pocos textos que por entonces publica, pero incide en ello igualmente su figura de conversador incansable, especie de maestro criollo de aquella generación vanguardista y cuyas ideas filosóficas dejaron profundas huellas en obras tan dispares como la de Marechal y la de Borges. Este último difundió ampliamente, ya desde su juventud, el mito del escritor bohemio, genial, siempre inédito, que acompañó la obra de Macedonio Fernández hasta su muerte en 1952; una obra cuya mayor parte es de edición póstuma. En su Autobiografía, Borges recuerda: “Quizás el mayor acontecimiento de mi vuelta haya sido Macedonio Fernández. De toda la gente que he conocido en mi vida –y he conocido algunos hombres notables– nadie me hizo una impresión tan profunda y perdurable como Macedonio.” Y luego concluye: “tal como en Madrid Cansinos representaba la enseñanza, Macedonio pasó a representar el pensamiento puro”. Se refiere Borges a una temprana adhesión de Macedonio al empirismo inglés, que con el tiempo profundiza hasta volverlo paradójico, aporético incluso. Se cuenta que a comienzos del siglo XX, Macedonio se cartea con William James, a partir de cuyas teorías construye una serie de refutaciones de la supuesta realidad, seguramente conversadas luego con Borges. El principio básico del llamado empirismo puede resumirse así: si todo lo que percibimos son sensaciones, y no hay nexos causales entre una sensación y la siguiente, nada nos garantiza que una acumulación de esas percepciones, aisladas por definición, fundamenten la realidad del mundo. De hecho Macedonio –y Borges en muchos textos posteriores– postularía la inexistencia del yo, porque la suma de percepciones del mundo subjetivo tampoco garantiza la existencia continua del individuo. Estas preocupaciones tendrán una incidencia notable en la obra estrictamente literaria de Macedonio, quien especularía en sus novelas, relatos y ensayos sobre la necesidad de abolir toda pretensión de realismo en la literatura. También Borges, en un breve comentario de 1921, nos ofrece la silueta mítica que los escritores jóvenes hallaron en el excéntrico personaje de un escritor que desdeña publicar y que no escatima prodigar los dones del pensador oral. Así lo define Borges, con el fragor adjetivante de la prosa ultraísta, en un artículo sobre “La lírica argentina contemporánea” publicado en la revista Cosmópolis de Madrid: “Metafísico negador de la existencia del Yo, astillero de enhiestos planes políticos, crisol de paradojas, varón justo y sutil, inderrotable ajedrecista polémico, Don Quijote sonriente y meditabundo.” El primero de estos atiborrados epítetos se refiere a la búsqueda filosófica de Macedonio Fernández, ya mencionada, y que en términos de estética sería formulada como el intento de producir una sensación de inexistencia en el lector por medio de las técnicas artísticas, reductibles a su vez en literatura a tres: la metáfora o poesía, la humorística conceptual y la prosa de personajes o novela. El segundo epíteto de Borges alude a un episodio, que era bastante confuso hasta investigaciones recientes, en el cual Macedonio habría intentado fundar una comunidad anarquista en el Paraguay a finales del siglo XIX, aunque también podría referirse a otra celebrada broma suya que fue un proyecto de candidatura, también anarquista, a Presidente, y que dejará como rastro en su obra más comentada, Museo de la Novela de la Eterna, el nombre de su protagonista masculino. Los demás epítetos parecen delinear la semblanza de un polemista o especie de Sócrates vernáculo. Precisamente, la descripción encomiástica de Borges prosigue señalando el desdén de Macedonio por la publicación: “Ejercitado en el silencio. En esta época de los literaturizados, Macedonio es tal vez el único hombre –hombre definitivo y pensador, no secundario y de reflejo– que vive plenamente su vida, sin creer que sus instantes son menos reales por el hecho de que no intervienen en los instantes ajenos en salpicadura de citaciones, libros o fama. Hombre que prefiere desparramar su alma en la conversación a definirse en las cuartillas.” Lejos entonces de aspiraciones literarias, Macedonio enseñaría con su conversación. Aunque no puede dejar de señalarse que aquella prosa del joven Borges se asemeja bastante al estilo conceptista, intrincado y en ocasiones abstracto de los textos del mismo Macedonio; “papelitos”, según los llamaba, plagados de chistes, relatos absurdos, muchas veces escritos en ocasión de presentaciones o brindis literarios, que las revistas recogían. Hasta que en 1928, a pedido de Marechal, Bernárdez y Scalabrini Ortiz, se publica su primer libro, que no es de literatura sino de lo que prefería llamar “metafísica” y que se tituló No toda es vigilia la de los ojos abiertos, donde desde la perspectiva de una teoría de las sensaciones como única información recibida por la mente se postula la imposibilidad de distinguir con certeza entre realidad (supuesta) y sueño. Casi de inmediato, puesto que se ha vuelto un autor ya cincuentón, bromeará al respecto con su extraordinario conjunto de parodias titulado Papeles de Recienvenido, cuyo personaje no es otro que aquel que ha llegado a la literatura un poco tarde, distraído de su función de autor, y sus aventuras suelen resumirse en una ausencia de obra: la conferencia que no se escribe, el artículo que no colabora, la autobiografía que no tiene una vida que contar, etc. Pero aun antes de esa llegada reticente a la forma del libro, Borges y sus amigos también mitificaron la manera de vivir de Macedonio. Vuelvo a la hispánica reseña de 1921, donde se lee: “Sus noches las encierra en un zaquizamí que ensancha apenas un espejo y que mortifican los muebles entre cuya poquedad resalta la guitarra donde suele musicalizar sus momentos. Estas últimas verdades las inscribo por tres razones: para apuntalar la visión que de él os quiero imponer, para lisonjear vuestro bohemismo probable y para que le perdonéis su talento.” Este fantasmal habitante de pensiones, que escribe en papelitos que pierde todo el tiempo, que no organiza ninguna obra, tiene sin embargo su causa –por decirlo de algún modo– y ésta le agrega a su figura esa meditación melancólica y silenciosa que Borges supo indicar. Macedonio se había casado en 1901 con Elena de Obieta, con quien tiene cuatro hijos, y comparte esa vida familiar hasta la muerte de su esposa en 1920. Entonces los hijos pasan a vivir en casas de parientes y Macedonio comienza su experiencia itinerante, sin escritorio, sin biblioteca, sin morada fija. De ese año de 1920 se conserva un conjunto de poemas elegíacos que constituyen el núcleo de su breve pero intensa obra lírica. El más célebre de esos poemas, titulado “Elena Bellamuerte”, se pierde durante años y es reencontrado por casualidad hacia 1941, cuando se publica en la revista Sur. Poema conceptual y vibrante, que personifica a la muerte a la manera barroca y la pone en diálogo con la amada muerta ante la mirada atónita del poeta, “Elena Bellamuerte” no ha dejado de influir en los experimentos con la lengua, la reflexión abstracta y los ritmos, que se desarrollaron en la poesía argentina de los años ’70 y ’80. Por otra parte, su protagonista, la ausente, la muerta que se fija en una visión de niña, llegará a identificarse con la figura central, musa y objeto del Museo de la Novela, llamada “la Eterna”. Sin embargo, investigaciones recientes a partir de los manuscritos de la novela han revelado un costado poco conocido de la biografía de Macedonio. En varios de los textos del Museo, la Eterna es nombrada como “Consuelo” y este nombre indicaría a la compañera de las últimas décadas de vida del autor, Consuelo Bosch. En su ensayo “Consuelo-Eterna, pasión erótica y metafísica en Macedonio”, publicado en 2003, Ana Camblong, una de las estudiosas más agudas y constantes de la obra de Macedonio, analiza esta relación entre novela y pasión biográfica a partir de la identificación de la protagonista por la aparición de su nombre en los manuscritos. Lo que la lleva a distinguir una figura hasta entonces leída como unitaria: “La figura de la Eterna-Consuelo se impone por su plenitud, por su madurez y majestuosidad, en contraste con la Niña, Elena Bellamuerte, cuyo perfil poético se construye con otros caracteres, aunque el discurso barroco sea el mismo.” No obstante, el proceso de idealización alegórica, la transformación de una pasión real en la Pasión que borra el yo y niega la muerte se aplica tanto a la ausente, que retorna como niña, cuanto a la compañera del presente, que se eterniza como mirada amorosa del desvalido, impráctico Presidente del Museo. La obra novelística de Macedonio Fernández, de edición póstuma y bastante tardía, culmina en el Museo, cuya primera publicación data de 1967. Un hijo del autor, Adolfo de Obieta, que convivió con Macedonio en sus últimos años, se hizo cargo de reunir y ordenar la gran cantidad de manuscritos y textos dispersos. La novela de la “Eterna”, llamada por Macedonio “primera novela buena”, representaría la realización de sus teorías sobre el arte, ya que los personajes no procuran la verosimilitud, ni siquiera tienen nombres propios, y la trama es un simple esquema que permanentemente se interrumpe. Sería una “novela en estados”, donde las escuetas situaciones y los personajes casi alegóricos representarían la ausencia, el enamoramiento, el ingenio, la literatura misma. La principal peculiaridad del Museo es la sucesión de 57 prólogos que a la vez introducen sus temas y postergan su despliegue. En ellos, no siempre atribuidos al autor, también el lector, el editor se vuelven personajes, que intervienen o son directamente interpelados. Toda una teoría de la novela como experimento verbal y perceptivo, que refuta los presupuestos del realismo, podría leerse en los prólogos (y luego epílogos o “prólogos finales”) del Museo. Allí se amonesta al lector de desenlaces, al lector seguido, en suma, al lector que ingenuamente cree en los personajes o que se identifica con ellos; Macedonio buscaría, o le propondría a su lector, una conmoción pero más conceptual que sentimental y que en ocasiones definió como “sensación de inexistencia”. Simultáneamente a la “primera novela buena”, Macedonio proyectó y escribió la “última novela mala”, titulada Adriana Buenos Aires, cuya primera edición es de 1974. En esa singular novela –según el Diccionario de autores latinoamericanos de César Aira: “curiosa mezcla de Arlt y Jane Austen”–, los nombres propios abundan y también las transformaciones de los personajes, aunque el estilo sea más reflexivo que descriptivo y la forma de narrar sea objeto de especulaciones diversas. El autor, que como dije escribía ambas novelas a la vez, consigna que en ocasiones no sabía si una página cualquiera pertenecía a la novela mala o a la buena, pues lo escrito podía haberle salido tan logrado en su género –tan malo lo malo– que terminaba pareciendo bueno. El único intento novelesco publicado en vida de Macedonio fue Una novela que comienza (1941) –salvo que se consideren las peripecias de Papeles de Recienvenido como prefiguraciones de alguna forma de novela unificada por la perseverancia de su personaje, el autor recién llegado a la literatura. La “novela que comienza” postula también su lector anómalo, el “lector de comienzos”, que quedaría satisfecho con la presentación de los personajes, sus estados, y no compartiría la curiosidad ilusa –crédula en la representación novelada de lo real– del insidioso “lector de desenlaces” o del no menos tenaz “lector seguido”. La novela de Macedonio entonces se interrumpe y así cumple las expectativas de su lector de inicios, que anteriormente se habría visto obligado a cortar a su medida las introducciones y primeros capítulos de otras farragosas novelas. Bromas aparte, casi no hay novela en Macedonio; sobre todo si pensamos que el realismo y sus variaciones constituyen una piedra basal en el género y que los mayores experimentos verbales dentro del mismo no dejaron de fundar aun así otros modos de representación del mundo histórico. Macedonio inventa más bien una prosa con personajes que por momentos permite la dicción lírica y por momentos suspende todo movimiento narrativo para exponer cuestiones cuasi filosóficas. El efecto de tales rodeos, así como de la indefinida y barroca postergación debida a prólogos, títulos, anuncios, prevenciones, teorizaciones, es una distancia irónica entre el lector y lo que lee, cuyo humor desconcertante le exige pensar cada frase. El lector impedido entonces, suspendido no de una referencia ilusoria sino del retorno conceptual de las frases sobre sí mismas, o del chiste que redobla el sentido y lo hace indecidible, se transforma en un lector que piensa, que debe leer literalmente para organizar la nada del lenguaje. La negación de la consistencia verosímil del personaje, más o menos realista, en toda la prosa de Macedonio sería un correlato literario de la negación de la persistencia del mundo y del yo en su teoría de las sensaciones. Si el personaje no puede constituir una unidad, la ilusión que un nombre, un contexto, unas referencias al mundo suelen proporcionar en toda novela, es porque la mera repetición de palabras, al igual que la repetición de ciertas percepciones, no garantiza la unidad del referente. El lector, al intuir así la ficción del personaje, no se identifica con sus estados, sino con la técnica del autor, que le transmite su método de inexistencia. Se trata de un autor que expone más bien el hecho de ausentarse en su técnica literaria, antes que un mundo que se cotejaría con el supuestamente real. Lo auténticamente real sería lo que no se repite, la unicidad de un ser. Si el arte repite la realidad, copia, representa, imita, entonces no hace más que exhibir una irrealidad no buscada. ¿Y qué es lo real para Macedonio? Sólo una cosa: la pasión continuada, prueba de que el tiempo, el espacio y hasta el yo pueden interrumpirse por obra del instante extático. De modo que ese rapto que en los poemas aparecía como retorno y diálogo con la amada ausente, en la novela-museo es paréntesis de la sucesión, la trama, los nombres, que conserva en su interior la devoción a la “Eterna”. La continuidad de la pasión que suscita, que incluso ausenta al yo del enamorado de su propio solipsismo negador de la realidad, llega a configurar lo único real o re-presentación –como vuelta a la presencia– de la amada, “para que alguien se salve, en la novela, de la irrealidad de personaje”, como leemos al final de un capítulo. Así, el Museo abre su espacio petrificado para el retorno de la poesía, en el capítulo XV, donde encontramos de nuevo la intensidad elegíaca de los poemas que negaban la muerte. Aunque todos los escritos de Macedonio reafirman esa negación. “La muerte no es la nada, sino que nada es”, escribe por ejemplo en el temprano ensayo “El dato radical de la muerte”, con un retruécano que se reitera en un poema y cuyo contenido resuena en las novelas. Pero si Macedonio niega el realismo –representación de la muerte, fechada, situable– no es para afianzar un relativismo, una pluralidad de perspectivas igualmente válidas e igualmente indemostrables, sino que más bien aspira a la intensidad absoluta de la pasión que, desde ese momento, asume también la existencia del otro y podrá por lo tanto salvar a quien está ausente. También la ausencia es un estado, que se manifiesta en lo único real, la sensación, el dolor del yo en el presente, como memoria indeleble. Así, el peligro no es la calavera y el polvo detrás del rostro amado, que la agudeza de un estilo puede atravesar, previendo el macabro final, sino el olvido, la discontinuidad de una memoria que haría del yo un ausente, pues ya no tendría, olvidado, los días presentes de la vida, que sólo pueden serlo porque los afirmaba el ser mirados con pasión. Desde un punto de vista teórico, Macedonio llegaría a decir que el argumento más trágico posible, para un nuevo género que sería la “idilio- tragedia” y que desdeñaría los artilugios tradicionales del inocente enfrentado al destino, el criminal por fatalidad o el malentendido sangriento, sería precisamente el de un amor correspondido que de repente fuera cortado por el olvido, por lo cual un ser olvidado sería el apacible, melancólico héroe supremo de la tragedia. En un cuento titulado “Tantalia” se vislumbra esa intensidad del dolor que representaría la posible ruptura amorosa. El protagonista ve en una mata de trébol, frágil, el símbolo del amor que lo une a su amada. Pero si en un principio teme que la muerte de la plantita signifique el fin de su idilio, luego comienza a torturar a ese ser ínfimo, confinado en una maceta, para averiguar cuánto dolor puede soportar el mundo, si no se derrumba todo con ese sufrimiento. Pensar así en la ausencia desde el goce de la presencia, ¿no será acaso una técnica de intensificación del instante gozoso? Germán García, en un libro pionero que combina el agudo análisis de la obra con un alusivo recorrido biográfico, Macedonio Fernández: la escritura en objeto (1971), planteaba un juego de palabras entre el “Belarte”, neologismo macedoniano, y “Velarte”, es decir, la vigilia dedicada a Elena, la escritura como velatorio u ofrenda perpetua. Porque el “Belarte”, como puede leerse en ciertos ensayos pero también en los momentos teóricos o programáticos de la narrativa de Macedonio, sería un arte de la conciencia y sus estados, negaría toda mímesis, todo realismo o estrategia de verosimilitud, y su efecto debería ser una conmoción que le hiciera sentir al lector o espectador su propia inexistencia física. Mediante lo inexistente de un personaje, cuyo carácter irreal se exhibe y cuya potencia de seducción radicaría en la pura técnica artística, inventiva y no plagiaria de lo real exterior, se haría que el lector, que existe puesto que está leyendo, perciba la inexistencia como tal, general, que es la idea de una cesación del yo. Dado que para Macedonio no hay mundo que sobreviva a la percepción que tenemos de él, desrealizar el mundo por esa “belarte” que propone implicaría la conmoción de inexistencia en el yo del lector. De tales juegos con la perspectiva de la percepción están atiborradas sus novelas, cuentos y otros papeles que se aproximan al relato. Sin embargo, la homofonía propuesta por García nos dice que el juego, el humor implícitos en esas suspensiones del pacto de lectura, esas apelaciones al lector, al autor mismo como personaje, esa anulación de todo contenido o tema, que cuando se plantea es refutado de inmediato irónicamente, esconde otra cosa, visible en la poesía y en los pasajes líricos de la prosa, como arrebatos de sollozo en medio de los chistes. Por ejemplo, el siguiente pasaje exclamativo del narrador confuso de Una novela que comienza, a quien en un momento tildan de “viudo”: “Oh ser así mirado, en ese esplendor de soledad de dos que es el amor, único sentido y sentido perfecto del mundo, sin el cual la vida es una horrible mera sorción de días. Oh ser mirado así no lo espero otra vez. ¿Y entonces, pues…? Miseria de cobardía, vicio de vivir.” Perdida la mirada que daba sentido al mundo, porque lo confirmaba en su existencia plena, ¿qué se puede esperar? El narrador de la novela que nunca podría terminar, novela “impedida” como todas las de Macedonio en cierto modo, busca sin embargo con su mirada un universo femenino donde fuera posible existir de nuevo, sigue con su mirada a dos mujeres física y acaso temperamentalmente opuestas como diciéndose: bajo esos ojos quizás pudiera existir. Aun cuando ese sentido pueda ser solamente la espera de la propia ausencia, del último paso. En el poema “Otra vez”, que pertenece a una media docena de poemas fechados en 1920 en cuyo centro está la elegía “Elena Bellamuerte”, leemos: “‘Hay un morir’, nos cantábamos antes, para inquietar nuestro amor.” Es decir, el peligro de que el presente pleno, de a dos, no durara en realidad intensificaba ese mismo presente, ya que la oscilación dolor-placer de alguna manera certifica la existencia. Pero también este poema que cita otros se refiere a la reducción de la idea de la muerte a la forma del olvido, pues más trágico, más real que la muerte de uno de los amantes sería el olvido entre ambos. Por lo tanto, el esfuerzo de recordar la mirada y la presencia de la ausente, escribiendo su eternización en palabras que no la olvidarán nunca, ya que siempre existirá para alguien, ese lector con el que Macedonio no deja de conversar, implicaría negar la muerte, como mera denominación de un olvido causado por la ausencia. Pero dado que todo lo presente, por definición, estaría destinado a no durar, sólo en la ausencia, que puede durar siempre, estaría la “belleza”, que en el idealismo macedoniano se identifica con lo perdurable. “Muerte es Beldad”, afirmará Macedonio en los poemas de 1920, y lo repetirá en el título de otro, de 1947. Volviendo al poema que se titula “Otra vez”, termina así: “Es cierto: Ella está todo oculta, pero todo real vive y ya Ahora, Hoy, nos tendríamos Presencia/ mas: la Espera es de amor amiga: fue de Ella convidarme a la espera al dar ella, y no yo, el paso de Ausencia.” Tal espera, que puede durar lo que dure el yo, es decir, lo que dure el mundo, le da sentido al ausentarse de Ella, y de alguna manera detiene ese mismo movimiento, ese gesto como el de quien retira la mirada pero deja tras de sí un recuerdo que, mientras haya alguien que lo sienta, no desaparece. El paso de Ausencia se perpetúa, se inmoviliza en la belleza recordada que no puede ser sustituida por nada presente, demasiado fugaz como para ocupar el espacio de la ausente. Macedonio llama a este ausentarse una “ocultación”, y lo oculto es una manera de existencia que puede considerarse más real que lo perceptible, aunque para ello deba concederse la primacía al Misterio como modalidad que rige el mundo. Luego Macedonio expresará un sentido para la existencia que ya no sería la espera de “otra vez”, la esperanza de reunirse después de la muerte que recuerda un convencional y sentimental paraíso, sino que fuera un dato del aquí y ahora: puesto que se siente su presencia, ocultada, la ausente está y le da sentido al presente, negando la ficción del tiempo que no es perceptible y donde se fabrica la mortalidad. Leo así, en otro poema de 1920, estos versos: “y soy tan sólo ese dolor, soy Ella,/ soy su ausencia, soy lo que está solo de Ella”, donde el que escribe se confunde con el espacio en que sigue viva, dolorosa o extáticamente, aquella que para algunos sentidos ya no está. Y de esas sombras, oculta a los sentidos, surge la voz de “Elena” y su mirada que retornan, que incluso recuperan para el poeta de la gran elegía macedoniana “el mirar de una niña”, o sea aquella mirada que no conoció el autor según las reglas prosaicamente cronológicas de las biografías. Escribe Macedonio: “Mi primer conocerte fue tardío”, pero ahora, al ausentarse, toda ella se ofrece al entendimiento dolido, incluyendo el pasado en que no estuvieron juntos y también el futuro en que para el mundo de los cuerpos no lo estarán; “así en tiernísimo/ invento de pasión quisiste esta partida/ porque en tan honda hora/ mi mente torpe de varón niña te viera”. Elena, vuelta eterna por un ocultamiento que deja una huella indeleble, sigue comunicando con su pasión, sigue inventando el sentido del presente. La paradoja de la novela de Macedonio consistiría en que considera el presente como lo único real, pero al mismo tiempo necesita del recuerdo de la Eterna, como negación del olvido, para concederle al presente la intensidad sin la cual se anonada, pierde todo sentido. En el prólogo titulado “Descripción de la Eterna”, se lee: “Quien pasa delante de ella pierde el don de olvido.” Lo que de alguna manera significa perder también el espacio de la mortalidad, el mundo transitorio. Luego prosigue: “Quien no puede olvidarla se detiene y la comprende”; comprensión que culmina en amor, sólo que el amor recíproco de la Eterna le concede a quien llegó a comprenderla un “Pasado”, pero un pasado pleno, no corruptible por el olvido. Dada la plenitud de ese pasado atravesado por la pasión, ya no hace falta tampoco otro futuro que el perpetuo retorno de la Eterna. Por lo tanto, el amor no sería ya la promesa de la duración, el compromiso hacia adelante, sino el eterno retorno de la plena intensidad de ser mirado. Quien pasa delante de ella es mirado, fascinado, anula la amenaza de la muerte que requiere la continuación de los días, y “debe al día siguiente aclarar el misterio de la eternidad de ella y de sí”. En esa fascinación, la espera de la poesía de duelo se anula; como el ritmo y los versos, el tema del reencuentro terminará siendo extra-artístico, al igual que la presencia de un mirar de niña de la muerta se situaba más allá del lenguaje, e incluso más allá de los sentidos. También la Eterna sería “quien está más lejos de las sensaciones”. El verdadero arte, o “belarte”, dirigido a la inexistencia para restituir la inmortalidad del yo detrás de las apariencias mortales del individuo, “nada tiene que ver con la Realidad”, afirmará otro prólogo, porque “sólo así es él real”. En un crucial ensayo publicado en el libro La intemperie sin fin de 1985, Oscar del Barco comentaba la instauración absoluta de esa escritura: “Cuando Macedonio dice que su novela no es novela de relato ni de personajes, que su lector no es ‘lector seguido’ ni ‘lector de asuntos’, de hecho pone ante nuestros ojos lo único que existe: la escritura; la escritura no ‘dice’, pero sí es (y este sí es su verdadero y desmesurado estatuto ontológico).” No es que en el texto, simple cosa entre las cosas, se prometa la eternidad o se describa la expectativa de una recuperación del mundo perdido, sino que la instancia de la escritura abre y cierra al mismo tiempo la eternidad, parpadeo frente al cual el lector, conmovido por la intuición de su propia inexistencia, siente la posibilidad de la muerte, y certifica la operación del escrito, que niega el tiempo. Por eso no hay línea del relato, el cuento nunca termina, porque lo que nace es lo que muere, y lo que permanece se da en el instante de escribir como Museo, o sea rememoración que no cesa. En la novela entonces, siempre interrumpida, leemos el poema titulado “Oh Eterna, en tu boca ya no se diga más: soy pasajera”, donde se refuta lo efímero en la pasión auténtica. “Ese callar, Eterna, en boca que fiada en amor/ sutilmente sonríe, ese callar gentil como es clara/ la luz de tu sonreír que sólo yo descubro,/ quisiera guardarlo./ Y en mi eterna memoria he de tenerlo eterno”. El callar es tan sólo la presencia del rostro, convocado en la memoria, pero no todavía la existencia. Por el momento la eternidad es un deber ser, una fórmula devocional. El silencio debe cortarse, romperse acaso por obra de la misma escritura que rodea la devoción, la memoria y la ausencia. Por eso quien escribe luego solicita: “Quita ese callar con que, en el seguro de amor, juegas/ y finges la no esperanza mientras cierta esperas/ la respuesta que sabes tengo inocultable/ para todas las ficciones del cesar, del partir/ que llamamos morir.” La ausente debe dejar el silencio, el juego y la ficción de estar ausente, para que cese la ilusión, que es donde existe la muerte. No hay muerte si esa mirada silenciosa de pronto habla y confirma la existencia más allá de la ficción sensible, porque será una existencia en reciprocidad: la Eterna la brinda al que escribe y éste, escribiéndola, se la ofrece en un espacio menos confuso que la memoria, el de una técnica perfecta, no mimética, donde el regreso de la pasión del primer día nunca es muerte, sino divinidad. Lo que se eterniza sería el presente donde dos seres se contemplan primero, pero sobre todo donde se comprometieron después por la palabra. En el capítulo titulado “Fluye el tiempo, que hace llorar” –y el título muestra la tonalidad del humor de Macedonio que se introduce en el mismo centro de su pensamiento trágico–, se dice: “La Pasión no tiene pensamiento de situación, de tiempo, de comparaciones; hay para todos un presente igual, un continuo de presente”. Pero finalmente ese presente eterno, que la apariencia del tiempo oculta, sale a la luz con la palabra; el silencio del tiempo se rompe con la declaración imperecedera: “y hoy ¡cuán modestamente, cual si nada dieras/ cual si no alumbrara a tus prodigiosas palabras/ la magnificencia de una creación de Vida!/ me diste el comienzo más real de la mía,/ más prístino, más inaugural que un nacer/ en tus palabras ‘Sí, yo también te amo’.” Este nacimiento auténtico, creativo, no el efímero destinado a concluir en la muerte física, se vuelve además un despertar, la caída del velo de lo sensible y de la duración como imagen interna de la memoria. De modo que el escribiente humildemente ruega: “seas tú quien me lo diga otra vez, me llame, me despierte;/ que aún fáltame denuedo/ para correr la cortina de la mañana, del despertar,/ y a trueque de lo real alejar este ensueño.” El ensueño, el máximo engaño fue la muerte, pero la escritura lo rompe, despierta, corre la cortina de la noche de la vida, y vuelve a ver unos ojos que se abren como dos mañanas y que la pasión, incluso fuera del yo, ya nunca habrá de dejar caer.
En otro orden de cosas, histórico si se quiere, no puede negarse la influencia de Macedonio
en los escritores posteriores, a pesar de su poca y tardía circulación. Aunque en el núcleo mismo de su obra acaso irradia un resplandor que impide dicha circulación, manifestado en la concentración de la escritura y la ironía que piensa lo que se escribe; quizás por eso podría decirse que su herencia es más visible en autores como Osvaldo Lamborghini, siempre inédito y perpetuo escritor de comienzos, que en la obra de novelistas consumados. De todos modos, la incidencia posterior y actual de Macedonio es opinable, quizás nula en algún sentido, porque su pasión antilibresca sigue socavando las bases para una ilusión de transmisión. Tal vez así, en el efecto de una negatividad, que eleva las palabras a la percepción de un pensamiento, podamos postular la presencia de Macedonio en la literatura argentina. Y si Borges pudo compendiar, para algunos lectores, toda la literatura del presente, Macedonio habrá de ser sin duda el milagro secreto de su origen, el ideal de un porvenir pre-dicho, oralmente, y conservado en los papeles sueltos de una escritura incompletable. La experiencia de leer a Macedonio también significa abrirse no a lo que dice, sino a lo que es, no a los ruidos de la literatura, sino a la intensidad de la vida que se lee, fuera de toda anécdota. Y por supuesto, se trata de una experiencia vertiginosa, inigualable y que nos despierta con su intensidad de nuestra adormecida ficción de lectores.