Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Con el advenimiento de la pubertad se introducen los cambios que llevan la vida sexual infantil a su conformación normal
definitiva. La pulsión sexual era hasta entonces predominantemente autoerótica; ahora halla al objeto sexual. Hasta ese
momento actuaba partiendo de pulsiones y zonas erógenas singulares que, independientemente unas de otras, buscaban un
cierto placer en calidad de única meta sexual. Ahora es dada una nueva meta sexual; para alcanzarla, todas las pulsiones
parciales cooperan, al par que las zonas erógenas se subordinan al primado de la zona genital. La normalidad de la vida sexual
es garantizada únicamente por la exacta coincidencia de las dos corrientes dirigidas al objeto y a las metas sexuales: la tierna y
la sensual. La primera de ellas reúne en sí lo que resta del temprano florecimiento infantil de la sexualidad. Es como la
perforación de un túnel desde sus dos extremos. La nueva meta sexual consiste para el varón en la descarga de los productos
genésicos. La pulsión sexual se pone ahora al servicio de la función de reproducción; se vuelve, por así decir, altruista.
La tensión sexual
El estado de excitación sexual presenta, pues, el carácter de una tensión. Debo sostener que un sentimiento de tensión tiene
que conllevar el carácter del displacer. Para mí lo decisivo es qué un sentimiento de esa clase entraña el esfuerzo a alterar la
situación psíquica: opera pulsionalmente, lo cual es por completo extraño a la naturaleza del placer sentido. Pero si la tensión
del estado de excitación sexual se computa entre los sentimientos de displacer, se tropieza con el hecho de que es
experimentada inequívocamente como placentera. Siempre la tensión producida por los procesos sexuales va acompañada de
placer; aun en las alteraciones preparatorias de los genitales puede reconocerse una suerte de sentimiento de satisfacción.
Ahora bien, ¿cómo condicen entre sí esta tensión displacentera y este sentimiento de placer?
La teoría de la libido
Hemos establecido el concepto de la libido como una fuerza susceptible de variaciones cuantitativas, que podría medir
procesos y trasposiciones en el ámbito de la excitación sexual. Con relación a su particular origen, la diferenciamos de la
energía que ha de suponerse en la base de los procesos anímicos en general, y le conferimos así un carácter también
cualitativo. Al separar la energía libidinosa de otras clases de energía psíquica, damos expresión a la premisa de que los
procesos sexuales del organismo se diferencian de los procesos de la nutrición por un quimismo particular. Llegamos a la
representación de un quantum de libido a cuya subrogación psíquica llamamos libido yoica; la producción de esta, su aumento
O su disminución, su distribución y su desplazamiento, están destinados a ofrecernos la posibilidad de explicar los fenómenos
psicosexuales observados.
Ahora bien, esta libido yoica sólo se vuelve cómodamente accesible al estudio analítico cuando ha encontrado empleo psíquico
en la investidura de objetos sexuales, vale decir, cuando se ha convertido en libido de objeto.
Además, podemos conocer, en cuanto a los destinos de la libido de objeto, que es quitada de los objetos, se mantiene
fluctuante en particulares estados de tensión y, por último, es recogida en el interior del yo, con lo cual se convierte de nuevo
en libido yoica. A esta última, por oposición a la libido de objeto, la llamamos también libido narcisista. La libido narcisista o
libido yoica se nos aparece como el gran reservorio desde el cual son emitidas las investiduras de objeto y al cual vuelven a
replegarse; y la investidura libidinal narcisista del yo, como el estado originario realizado en la primera infancia, que es sólo
ocultado por los envíos posteriores de la libido, pero se conserva en el fondo tras ellos.
La separación entre las mociones pulsionales sexuales y las otras, y por consiguiente la restricción del concepto de libido a las
primeras, encuentra un fuerte apoyo en la hipótesis, ya considerada aquí, de un quimismo particular de la función sexual.
El hallazgo de objeto
Durante los procesos de la pubertad se afirma el primado de las zonas genitales, y en el varón, el ímpetu del miembro erecto
remite imperiosamente a la nueva meta sexual: penetrar en una cavidad del cuerpo que excite la zona genital. Al mismo
tiempo, desde el lado psíquico, se consuma el hallazgo de objeto, preparado desde la más temprana infancia. Cuando la
primerísima satisfacción sexual estaba todavía conectada con la nutrición, la pulsión sexual tenía un objeto fuera del cuerpo
propio: el pecho materno. Lo perdió sólo más tarde, quizá justo en la época en que el niño pudo formarse la representación
global de la persona a quien pertenecía el órgano que le dispensaba satisfacción. Después la pulsión sexual pasa a ser,
regularmente, autoerótica, y sólo luego de superado el período de latencia se restablece la relación originaria. No sin buen
fundamento el hecho de mamar el niño del pecho de su madre se vuelve paradigmático para todo vínculo de amor. El hallazgo
{encuentro} de objeto es propiamente un reencuentro.
Angustia infantil
Los propios niños se comportan desde temprano como si su apego por las personas que los cuidan tuviera la naturaleza del
amor sexual. La angustia de los niños no es originariamente nada más que la expresión de su añoranza de la persona amada;
por eso responden a todo extraño con angustia. En esto el niño se porta como el adulto: tan pronto como no puede satisfacer
su libido, la muda en angustia.
Resumen
Ya en la infancia empieza a hacerse notable la zona erógena de los genitales, sea porque, como cualquier otra zona erógena,
engendra satisfacción ante una adecuada estimulación sensible, o porque, de una manera que no comprendemos del todo, la
satisfacción obtenida desde otras fuentes produce al mismo tiempo una excitación sexual que repercute particularmente en la
zona genital. Tenemos que lamentar que todavía no pueda alcanzarse un esclarecimiento suficiente de los nexos entre
satisfacción y excitación sexuales, así como entre la actividad de la zona genital y la de las restantes fuentes de la sexualidad.
Una de las más sorprendentes averiguaciones fue la que nos llevó a comprobar que este temprano florecimiento de la vida
sexual infantil (de los dos hasta los cinco años) hace madurar también una elección de objeto, con todas las ricas operaciones
anímicas que ello conlleva; y de tal modo que la fase que se le asocia y le corresponde, a pesar de la falta de una síntesis de los
componentes pulsionales singulares y de la imprecisión de la meta sexual, ha de apreciarse como importante precursora de la
organización sexual definitiva.
El hecho de la acometida en dos tiempos del desarrollo sexual en el ser humano, vale decir, su interrupción por el período de
latencia, nos pareció digno de particular atención. En ese hecho parece estar contenida una de las condiciones de la aptitud del
hombre para el desarrollo de una cultura superior, pero también de su proclividad a la neurosis. En el linaje animal del hombre
no podemos rastrear nada análogo. La génesis de esta propiedad humana habría que buscarla en la historia primordial de la
especie.
Pese a las lagunas que presentan nuestras intelecciones de la vida sexual infantil, nos vimos llevado; después a ensayar el
estudio de las trasformaciones que le sobrevienen con la emergencia de la pubertad. Destacamos dos como las decisivas: la
subordinación de todas las otras fuentes originarías de la excitación sexual bajo el primado de las zonas genitales, y el proceso
del hallazgo de objeto. Ambas ya están prefiguradas en la vida infantil. La primera se consuma por el mecanismo de
aprovechamiento del placer previo: los otros actos sexuales autónomos, que van unidos a un placer y a una excitación, pasan a
ser actos preparatorios para la nueva meta sexual, el vaciamiento de los productos genésicos; y el logro de esta meta, bajo un
placer enorme, pone fin a la excitación sexual. A raíz de esto habíamos considerado la diferenciación de la sexualidad
masculina y femenina, y hallamos que esta última requiere de una nueva represión que suprime un sector de virilidad infantil y
prepara a la mujer para el cambio de la zona genital rectora. Finalmente, hallamos que la elección de objeto es guiada por los
indicios infantiles, renovados en la pubertad, de inclinación sexual del niño hacia sus padres y los encargados de cuidarlo, y,
desviada de estas personas por la barrera del incesto erigida entretanto, se orienta hacia otras semejantes a ellas.
Agreguemos, por último, que en el curso del período de transición constituido por la pubertad los procesos de desarrollo
somáticos y los psíquicos marchan durante un tiempo sin entrar en contacto entre sí, hasta que irrumpe una intensa moción
anímica de amor que, inervando los genitales, produce la unidad de la función de amor que la normalidad requiere.
MORENO: “Pubertad” en “Pubertad, historización en la adolescencia”.
Hay circunstancias, en que la pubertad, en las que lo caótico emerge, que están programadas en nuestra especie. La pubertad
es un tiempo en el que la estructura ordenada de emergencias caóticas con que el niño cuenta, no da abasto para contener la
puja de las novedosas perturbaciones. Estas emergen del cuerpo y del requerimiento al que el púber está sujeto por los
cambios del discurso que sostiene sus intercambios sociales.
Estos emergentes superan con creces las secuencias razonables que él es capaz de argüir desde su sexualidad y su discurso
infantil (discurso infantil es una referencia a un trabajo mío); este frente genera un vacío de significación y excesos que, como
el cauce desbordado del río, buscan alguna localización.
El sujeto adolescente apela en ese tiempo a todo tipo de recurso. Se entraman cambios en lo pulsional y en la demanda social.
El púber está situado en el intersticio de un cambio de discurso, y el discurso infantil, que es el anterior, ya no es capaz de
contener esos nuevos emergentes.
Lo que surge del acontecimiento adolescente no es el desenvolvimiento de algo que ya estaba en potencia en él, ni adentro en
lo infantil, ni afuera en lo social; implica la producción de algo radicalmente nuevo, irreductible a lo previo, aún cuando lo
infantil y las expectativas sociales influyan en su desarrollo. Los ritos pueden acompañar el acontecimiento adolescente pero
no sustituirlo.
El elemento nuevo debe permanecer y no permanecer a lo histórico, ser un corte que no anule la posibilidad de construir una
historia. Eso se relaciona con los temores que el púber manifiesta. Teme tanto que la novedad que él presenta sea tomada
como un falso invento, no sabe cómo hacer para que su novedosa identidad sea tomada como genuina, fundamentalmente
porque él mismo no la toma del todo como tal. La subjetividad que así se genera navega constantemente entre estas
paradojas.
La pubertad es el tiempo en el que, desde cambios en el cuerpo y mutaciones de discurso, una verdad en ese sentido comienza
a insistir por inclusión. El tiempo de la pubertad no es un tiempo cronológico, sino un tiempo al que Castoriadis llama tiempo
de alteración.
En ese sentido, la pubertad configura un paradigma, una estructura que, por su inercia, se opone a ser perturbada.
Lo puberal puede configurar: un acontecimiento, un trauma o una catástrofe.
ACONTECIMIENTO: constituye lo normal de ese encontronazo entre la verdad emergente y la inercia de la estructura. Es
porque lo nuevo perturbador ha encontrado marcas efectivas capaces de transformar las cosas en un antes de y en un después
de, lo que configura un quiebre, una discontinuidad en su historia. Cambio de discurso y de lugares donde transcurre la
sexualidad, queda estructurado y no implica que se ha suprimido lo anterior.
CATÁSTROFE: la insistencia de la fuerza perturbadora, que es una verdad para esa situación, no sólo porque no logra
inscripciones que le hagan admisible sino que produce una caída de la estructuración anterior. Colapso producido por marcas
que no circulan e impiden ligaduras.
TRAUMA: lo emergente perturba pero, al mismo tiempo, al no inscribirse marcas capaces de trasmutar la estructura, ésta no
produce nada radicalmente nuevo, si bien tampoco desbarata la estructuración infantil previa. Se inhibe el tránsito a lo
novedoso por estar el aparato todo ocupado de prevenir la perturbación, y lo hace intensificando los cauces del discurso
anterior, excesos que insisten, cargan o se alojan en lugares previos por un tiempo que no es determinable.
LA PUBERTAD ES SIEMPRE TRAUMÁTICA, habrá categorías o intensidades diferentes pero todo cambio es un elemento
perturbador y desorganiza. Uno de los caminos es que el trauma se perpetúe. Moreno diferencia entre pubertad y
adolescencia. Indica que la pubertad es el movimiento de impacto; y la adolescencia es el tiempo de trámite de ese impacto.
TP 7:
FREUD: “Duelo y melancolía”
Tras servirnos del sueño como paradigma normal de las perturbaciones anímicas narcisistas, intentaremos ahora echar luz
sobre la naturaleza de la melancolía comparándola con un afecto normal: el duelo.
La conjunción de melancolía y duelo parece justificada por el cuadro total de esos dos estados. El duelo es, por regla general, la
reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un
ideal.
Cosa muy digna de notarse, además, es que a pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en
la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que
pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo.
La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo
exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se
exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo. Este cuadro se
aproxima a nuestra comprensión si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la
perturbación del sentimiento de sí. Fácilmente se comprende que esta inhibición y este angostamiento del yo expresan una
entrega incondicional al duelo que nada deja para otros propósitos y otros intereses. En verdad, si esta conducta no nos parece
patológica, ello sólo se debe a que sabemos explicarla muy bien.
¿En qué consiste el trabajo que el duelo opera? El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de
él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible
renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su
sustituto ya asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención
del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo. Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la
orden que esta imparte no puede cumplirse enseguida. Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía de
investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Cada uno de los recuerdos y cada una de las
expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la
libido.
Apliquemos ahora a la melancolía lo que averiguamos en el duelo. En una serie de casos, es evidente que también ella puede
ser reacción frente a la pérdida de un objeto amado; en otras ocasiones, puede reconocerse que esa pérdida es de naturaleza
más ideal. El objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor. Y en otras circunstancias nos
creemos autorizados a suponer una pérdida así, pero no atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón
podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aun
siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió
en él. Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del
duelo, en el cual no hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.
En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés se esclarecían totalmente por el trabajo del duelo que absorbía al yo. En
la melancolía la pérdida desconocida tendrá por consecuencia un trabajo interior semejante y será la responsable de la
inhibición que le es característica. Sólo que la inhibición melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no
acertamos a ver lo que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo:
una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho
pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente
despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo. No juzga que le ha sobrevenido una alteración, sino
que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de insignificancia -
predominantemente moral- se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso
psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida. Es en realidad todo lo falto de interés,
todo lo incapaz de amor y de trabajo que él dice. Pero esto es, según sabemos, secundario; es la consecuencia de ese trabajo
interior que devora a su yo, un trabajo que desconocemos, comparable al del duelo.
Tampoco es difícil notar que entre la medida de la autodenigración y su justificación real no hay, a juicio nuestro,
correspondencia alguna. La mujer antes cabal, meritoria y penetrada de sus deberes, no hablará, en la melancolía, mejor de sí
misma que otra en verdad inservible para todo, y aun quizá sea más proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien
nada bueno sabríamos decir. Por último, tiene que resultarnos llamativo que el melancólico no se comporte en un todo como
alguien que hace contrición de arrepentimiento y de autorreproche. Le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en
presencia de los otros, que sería la principal característica de este último estado. En el melancólico podría casi destacarse el
rasgo opuesto, el de una acuciante franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.
Lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa rebaja de sí mismo, hasta donde esa crítica coincide
con el juicio de los otros. Más bien importa que esté describiendo correctamente su situación psicológica. Ha perdido el
respeto por sí mismo y tendrá buenas razones para ello. Esto nos pone ante una contradicción que nos depara un enigma difícil
de solucionar. Siguiendo la analogía con el duelo, deberíamos inferir que él ha sufrido una pérdida en el objeto; pero de sus
declaraciones surge una pérdida en su yo.
Vemos que una parte del yo se contrapone a la otra, la aprecia críticamente, la toma por objeto, digamos. Y todas nuestras
ulteriores observaciones corroborarán la sospecha de que la instancia crítica escindida del yo en este caso podría probar su
autonomía también en otras situaciones. Hallaremos en la realidad fundamento para separar esa instancia del resto del yo.
Lo que aquí se nos da a conocer es la instancia que usualmente se llama conciencia moral; junto con la censura de la conciencia
y con el examen de realidad la contaremos entre las grandes instituciones del yo (ver nota, y en algún lugar hallaremos
también las pruebas de que puede enfermarse ella sola. Así, se tiene en la mano la clave del cuadro clínico si se disciernen los
autorreproches como reproches contra un objeto de amor, que desde este han rebotado sobre el yo propio.
Ellos no se avergüenzan ni se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en el fondo lo dicen de otro. Todo esto es
posible exclusivamente porque las reacciones de su conducta provienen siempre de la constelación anímica de la revuelta, que
después, por virtud de un cierto proceso, fueron trasportadas a la contrición melancólica.
Hubo una elección de objeto, una ligadura de la libido a una persona determinada; por obra de una afrenta real o un
desengaño de parte de la persona amada sobrevino un sacudimiento de ese vínculo de objeto.
El resultado no fue el normal, que habría sido un quite de la libido de ese objeto y su desplazamiento a uno nuevo, sino otro
distinto, que para producirse parece requerir varias condiciones. La investidura de objeto resultó poco resistente, fue
cancelada, pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que se retiró sobre el yo. Pero ahí no encontró un uso
cualquiera, sino que sirvió para establecer una identificación del yo con el objeto resignado. La sombra del objeto cayó sobre el
yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular como un objeto, como el objeto abandonado. De esa
manera, la pérdida del objeto hubo de mudarse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la persona amada, en una
bipartición entre el yo crítico y el yo alterado por identificación.
Según una certera observación de Otto Rank, esta contradicción parece exigir que la elección de objeto se haya cumplido sobre
una base narcisista, de tal suerte que la investidura de objeto pueda regresar al narcisismo si tropieza con dificultades. La
identificación narcisista con el objeto se convierte entonces en el sustituto de la investidura de amor, lo cual trae por resultado
que el vínculo de amor no deba resignarse a pesar del conflicto con la persona amada. Desde luego, corresponde a la regresión
desde un tipo de elección de objeto al narcisismo originario. En otro lugar hemos consignado que la identificación es la etapa
previa de la elección de objeto y es el primer modo, ambivalente en su expresión, como el yo distingue a un objeto.
Si pudiéramos suponer que la observación concuerda con las deducciones que hemos hecho, no vacilaríamos en incluir dentro
de la característica de la melancolía la regresión desde la investidura de objeto hasta la fase oral de la libido que pertenece
todavía al narcisismo.
Pero tenemos derecho a diferenciar la identificación narcisista de la histérica porque en la primera se resigna la investidura de
objeto, mientras que en la segunda esta persiste y exterioriza un efecto que habitualmente está circunscrito a ciertas acciones
e inervaciones singulares. De cualquier modo, también en las neurosis de trasferencia la identificación expresa una comunidad
que puede significar amor. La identificación narcisista es la más originaria, y nos abre la comprensión de la histérica, menos
estudiada.
Por tanto, la melancolía toma prestados una parte de sus caracteres al duelo, y la otra parte a la regresión desde la elección
narcisista de objeto hasta el narcisismo. Por un lado, como el duelo, es reacción frente a la pérdida real del objeto de amor,
pero además depende de una condición que falta al duelo normal o lo convierte, toda vez que se presenta, en un duelo
patológico. La pérdida del objeto de amor es una ocasión privilegiada para que campee y salga a la luz la ambivalencia de los
vínculos de amor. Y por eso, cuando preexiste la disposición a la neurosis obsesiva, el conflicto de ambivalencia presta al duelo
una conformación patológica y lo compele a exteriorizarse en la forma de unos autorreproches, a saber, que uno mismo es
culpable de la pérdida del objeto de amor, vale decir, que la quiso. Si el amor por el objeto -ese amor que no puede resignarse
al par que el objeto mismo es resignado- se refugia en la identificación narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo
insultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica. Ese automartirio de la
melancolía, inequívocamente gozoso, importa, en un todo como el fenómeno paralelo de la neurosis obsesiva, la satisfacción
de tendencias sádicas y de tendencias al odio que recaen sobre un objeto y por la vía indicada han experimentado una vuelta
hacia la persona propia. Y por cierto, la persona que provocó la perturbación afectiva del enfermo y a la cual apunta su ponerse
enfermo se hallará por lo común en su ambiente más inmediato. Así, la investidura de amor del melancólico en relación con su
objeto ha experimentado un destino doble; en una parte ha regresado a la identificación, pero, en otra parte, bajo la influencia
del conflicto de ambivalencia, fue trasladada hacia atrás, hacia la etapa del sadismo más próxima a ese conflicto.
Desde hace mucho sabíamos que ningún neurótico registra propósitos de suicidio que no vuelva sobre sí mismo a partir del
impulso de matar a otro, pero no comprendíamos el juego de fuerzas por el cual un propósito así pueda ponerse en obra.
Ahora el análisis de la melancolía nos enseña que el yo sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la investidura de
objeto puede tratarse a sí mismo como un objeto, si le es permitido dirigir contra sí mismo esa hostilidad que recae sobre un
objeto y subroga la reacción originaria del yo hacía objetos del mundo exterior.
La melancolía nos plantea todavía otras preguntas cuya respuesta se nos escapa en parte. La mancomuna al duelo este rasgo:
pasado cierto tiempo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas registrables. Con relación a aquel nos enteramos de que se
necesita tiempo para ejecutar detalle por detalle la orden que dimana del examen de realidad; y cumplido ese trabajo, el yo ha
liberado su libido del objeto perdido. Un trabajo análogo podemos suponer que ocupa al yo durante la melancolía; aquí como
allí nos falta la comprensión económica del proceso. El complejo melancólico se comporta como una herida abierta, atrae
hacia sí desde todas partes energías de investidura (que en las neurosis de trasferencia hemos llamado « contra investiduras»)
y vacía al yo hasta el empobrecimiento total; es fácil que se muestre resistente contra el deseo de dormir del yo. Un factor
probablemente somático, que no ha de declararse psicógeno, es el alivio que por regla general recibe ese estado al atardecer.
La peculiaridad más notable de la melancolía, y la más menesterosa de esclarecimiento, es su tendencia a volverse del revés en
la manía, un estado que presenta los síntomas opuestos.
Según se sabe, no toda melancolía tiene ese destino. Muchos casos trascurren con recidivas periódicas, y en los intervalos no
se advierte tonalidad alguna de manía, o se la advierte sólo en muy escasa medida. No sólo es lícito, sino hasta obligatorio,
extender un esclarecimiento analítico de la melancolía también a la manía.
Aquí se nos ofrecen dos puntos de apoyo: el primero es una impresión psicoanalítica, y el otro, se estaría autorizado a decir,
una experiencia económica general. La manía no tiene un contenido diverso de la melancolía, y ambas afecciones pugnan con
el mismo «complejo», al que el yo probablemente sucumbe en la melancolía, mientras que en la manía lo ha dominado o lo ha
hecho a un lado. El otro apoyo nos lo brinda la experiencia según la cual en todos los estados de alegría, júbilo o triunfo, que
nos ofrecen el paradigma normal de la manía, puede reconocerse idéntica conjunción de condiciones económicas. En ellos
entra en juego un influjo externo por el cual un gasto psíquico grande, mantenido por largo tiempo o realizado a modo de un
hábito, se vuelve por fin superfluo, de suerte que queda disponible para múltiples aplicaciones y posibilidades de descarga.
Venimos desentrañando ese algo tan particular que es el cuerpo para el sujeto, su puesta en sentido, su constitución y
construcción en el plano del devenir, al que el sujeto inscribirá como su historia. Cuando hablamos de “cuerpo” ya estamos
implicando algún tipo de inscripción psíquica.
Lacan: en estas dos dimensiones, del lado del organismo, en esa figura inicial que es el viviente, ubicaremos la satisfacción de
la necesidad, que al mismo instante de producirse se perderá irremediablemente como naturalidad pura. Pérdida que, como
precio, paga por ingresar al orden de lo específicamente humano y que lo condiciona para y por su existencia: el lenguaje y el
encuentro determinante con el deseo y el cuerpo erógeno del otro.
Así, el organismo será uno de los sustratos, orden de determinación particular, condición necesaria pero no suficiente para el
surgimiento de lo psíquico: junto al cuerpo biológico, se nos impuso a nuestra observación otra imagen: la de un conjunto de
funciones sensoriales, vehículo de una formación continua que no puede faltar, no sólo porque ella es una condición para la
supervivencia somática, sino porque constituye la condición necesaria para una actividad psíquica (Aulagnier).
Freud planteó el concepto de “pulsión” como un “límite entre lo somático y lo psíquico”. Tal vez porque sólo es pensable en la
medida en que la madre como portavoz de la cultura, atravesada por la represión, poseedora de deseos icc y anhelos
libidinales, narcisísticos, en relación al bebé, irrumpe en el cuerpo del hijo en el amamantamiento, dejándose a su vez, afectar
por él.
La entrada al mundo del viviente humano quedará marcada por esta “castración original” y por su dependencia absoluta en
relación al otro asistente. Como efecto de la acción protésica de la madre que ofrece su pecho al infans, de los encuentros y
desencuentros, de las experiencias de placer y sufrimiento, se inscribirán las primeras marcas fundantes (BEHAJUNG), que ya
suponen la incidencia de lo simbólico en un doble sentido: porque el universo simbólico, significante, precede a este sujeto que
llegará a ser, y porque aquello que se inscribe es desde el comienzo efecto de una ausencia, de lo que no encontró en la
satisfacción de la necesidad, de lo inasimilable de la “cosa” madre. De allí en más se irán diferenciando sus circuitos
específicos: el del cuerpo-organismo y el del cuerpo pulsional.
Este primer acto psíquico (primera huella, primera inscripción) al que Freud refiere al autoerotismo y la búsqueda de identidad
de percepción en la vivencia alucinatoria, este “yo corporal” (Yo real primitivo), necesita para su constitución, de la articulación
entre lo que el infans metaboliza, simboliza, del otro-madre y lo que para la madre significan la existencia de ese hijo.
Esos enunciados identificatorios a los que Piera Aulagnier llamó “sombra hablada”, son el primer don libidinal, que cavan el
lugar al que el Yo del infans advendrá y posibilitarán que desde los comienzos de la vida, madre, padre y otros significativos le
provean de experiencias unificantes sensoriales (caricias, acunamiento), que le posibilitarán en primer lugar, esa experiencia
como “siendo cuerpo”.
Esta prehistoria marca su llegada, un lugar en la estructura del parentesco y del conjunto, que él viene a ocupar. Lugar del que
se apropiará de acuerdo a las posibilidades de su singularidad y de su historia. Por eso dijimos, que la estructura simbólica, el
lenguaje, lo marcan de entrada a través del primer sistema de transformaciones que la madre representa para el bebé. ¿Qué
transforma?: un grito en llamada, la cosa-leche en oferta de amor, el cuerpo como “cosa del mundo” en cuerpo propio.
Supone entonces, que la oferta del pecho o del alimento de la madre a su bebé, operan desde ella como una demanda de que
el hijo le demande a su vez, lo que ella cree, “ilusiona” poder satisfacer: no sólo la necesidad, sino la demanda de amor. De allí
la condición suficiente que se articula con la necesaria, de la vida del infans: que el encuentro boca-pecho, madre-hijo sea una
experiencia placentera para ambos, catectizada, libidinizada desde la madre para que el infans pueda inscribirla a su vez, como
“la vivencia de la experiencia de satisfacción”.
La corporeidad resulta del encuentro del deseo y el cuerpo funcional; transforma el cuerpo-cosa en un cuerpo-ser (Allouch).
Winnicott plantea que es por y en la sutil relación con la madre que el infans accede a y dispone de, una identificación
primaria, directa, inmediata, donde adquiere el sentimiento, sensación de ser: esencialmente de “ser cuerpo”; luego de ser un
cuerpo (vía narcisismo primario), a través de la problemática fálica, del acceso a la simbolización edípica (como ley reguladora),
a la representación psíquica de tener un cuerpo.
Esto será posible si la madre es portadora en su psiquismo, si hay inscripto en ella la función de la tercereidad (deseo hacia su
pareja, de otros proyectos, otros vínculos, más allá del hijo, y si anhela, en fin, la autonomía de ese hijo respecto de ella).
Dicha tercereidad representada y ejercida por el padre, en lo que se ha dado a llamar “función paterna”, que en este primer
nivel de organización psíquica, no impacta aún como la portadora de la palabra o de la dimensión ética de lo prohibido y lo
permitido, sino como complemento de la función amparadora materna, contribuyendo así el padre real del niño desde su
lugar-otro, que sólo lenta y paulatinamente podrá contribuir a diferenciar. Esta corporeidad originaria constituye lo que Doltó
ha llamado la “imagen del cuerpo”. Cuerpo superficie de inscripción, “pictograma originario” (Aulagnier), sustrato y sustento
de futuras representaciones.
En este proceso de complejización psíquica, se va operando la transformación que implica el pasaje del predominio de la
necesidad a la satisfacción parcial de la pulsión. Parcial en tanto se satisface parcialmente en un encuentro que es parcial y
porque al satisfacerse parcialmente instala la dialéctica del deseo. Deseo que como expresión simbólica del acatamiento al
reconocimiento de la falta, de la carencia, resulta soporte de un cuerpo. Cuerpo que encuentra en el registro imaginario las
formas de su representación y satisfacción.
En este cuerpo simbolizado-simbolizante a la vez erogeneizado-erogeneizante el que sufre y goza, encontrando significación a
las demandas que desde el interior y desde el otro ponen permanentemente en juego. Por lo tanto, no es cuerpo imagen
únicamente, sino que se liga inmediatamente a diferentes series asociativas, es decir, al contexto de significaciones que lo
incluyen como otro significante más, en la constitución del sujeto.
“La constitución de la corporeidad en el infans será operante de aquí y para siempre. Se pondrá en juego en todo encuentro
futuro del sujeto con otros.
Este cuerpo no es ajeno al proceso de complejización que se va produciendo como efecto del desarrollo, en el que en
diferentes momentos de encrucijada, se impone la sexualidad como paradigma.
En un primer tiempo, podemos distinguir dos momentos lógicos diferentes. El primero, ligado a la separación-diferenciación
del cuerpo de la madre; dialéctica de la alienación-separación. Y un segundo momento, centrado en la lógica de tener o no
tener. Este momento prepara el terreno para lo que vendrá después y que Freud denomina “la segunda oleada en la elección
de objeto”.
Llegamos así al momento de pasaje y tramitación de los cambios, visiblemente expuestos, en el cuerpo transformado del
púber. Tiempos que, no son lineales, sino de complejización, por el encuentro de lo real en el cuerpo y las marcas de sus
transformaciones, con lo sincrónico de la estructura narcisista y edípica (imaginaria y simbólica), que se conmueven y obligan al
trabajo psíquico de elaboración y resignificación de sus enunciados identificatorios.
El advenimiento de la pubertad marca la confrontación del sujeto con su propio cuerpo, al tiempo que con su propio yo. A
partir de este momento, el devenir del sujeto transitará por la elección de la pareja, la constitución de la alianza y la
estructuración de la familia con el advenimiento de los hijos. Acontecimientos de la historia singular donde el cuerpo-ser
pondrá en juego desde sus marcas fundantes (lo que permanece), pero articulándose con el cuerpo-ser de los otros, en las
especificidades de cada contexto vincular (lo que cambia).
Hasta que nuevamente sus transformaciones en lo real del cuerpo lo comprometen en el trabajo de elaboración simbólica de
esos cambios, en el proceso de envejecimiento.
El cuerpo no es una realidad en sí misma, sino una construcción simbólica compleja. De allí la diversidad de representaciones
que buscan darle un sentido, y su carácter heterogéneo, insólito, contradictorio, de una sociedad a otra, de un discurso a otro,
de un grupo social a otro.
La historia de la subjetividad se presenta como un terreno que en el campo del pensamiento se vuelve más y más activo hoy,
sobre todo porque estamos atravesando un momento de mutación de subjetividad. Esto lleva a que el concepto práctico de
hombre varíe de una situación histórica a otra.
¿Es posible una mutación en el plano social práctico capaz de alterar la estructura subjetiva, o la estructura subjetiva es una
invariante que se decora o se coloca en distintas situaciones según los materiales que la época ofrece para una misma escena
realmente constitutiva de la especie humana?
La adolescencia puede ser tomada como una institución característica, significada, estructurada y representada de distintas
maneras en distintos universos de discursos y prácticas.
En el terreno de la adolescencia se involucra otro término que es no sólo la historización de la adolescencia como una instancia
que históricamente en la historia social de los pueblos va variando, sino también la adolescencia en la vida de cada individuo
como un momento de historización. Historización como de un proceso, de una operación. Se juega en torno a dos marcas
distintas.
Distintas concepciones:
1- Como suceso: es la concepción tradicional. Despliegue de lo que está contenido en los comienzos. La
segunda marca es una realización de lo que ya está contenido: no hay historización porque solo hay repetición. La primera
marca detenta las claves del sentido de la siguiente.
2- Como sustitución: la primera marca cae en el pasado y se anota una segunda marca, pero la marca que
pasó cae sin eficacia sobre la siguiente. Nunca hay historización porque nunca se sale de la primera marca.
3- Como construcción: la segunda marca historiza solamente si se inscribe después de una primera, pero la
altera. La segunda marca no repite ni elimina, sino que altera a la primera marca; viene a introducir algo que destotaliza yendo
más allá de lo que era; solamente aquí habría historización.
Si en la adolescencia hay una historización es porque algo pasa en la situación 2 adolescente que no es reductible al conjunto
de marcas estructurantes de la subjetividad 1.
La subjetividad socialmente instituida se determina por el conjunto de marcas con las que una sociedad marca, afecta y
constituye a un miembro de la especie homo sapiens como miembro de una comunidad. La historia de la subjetividad sería la
historia de las marcas que humanizan a ese animal.
La significación de las etapas vitales depende de tres términos:
1- Son las marcas reales corporales, es decir, algo biológico que inexorablemente se da y a la vez exige una
significación. Esas marcas biológicas quedan socialmente instituidas por unas prácticas que cortan y unos discursos que
significan.
2- Son las prácticas sociales y la significación socialmente ofrecida.
3- Es el sujeto. Tanto las marcas biológicas como las marcas sociales producen un plus, es decir, producen
un sujeto que tiene que significar eso. Los insumos no son suficientes y en ese sentido el plus de actividad psíquica de
significación es inevitable.
Adolescencia: pasaje a ser hombre. Depende de qué es ser hombre para cada sociedad. Si hay historización es porque el
conjunto de las primeras marcas socialmente instituidas que estructuran la primera vida psíquica no es suficiente para
estructurar la segunda.
El desorden de la adolescencia se debe a la liberación de lo reprimido; o a la irrupción de lo radicalmente nuevo. No es una
relación a solas entre el cuerpo del pobre individuo y el individuo tratando de significarlo, sino que los elementos socialmente
ofrecidos para instituir y significar, son decisivos en la constitución de la esencia de eso, que podríamos llamar en este caso la
adolescencia. Ej: sociedad espartana.
TP 8:
FREUD: La identificación
Dilucidemos la identificación en unos nexos más complejos, en el caso de una formación neurótica de síntoma. Supongamos
ahora que una niña pequeña reciba el mismo síntoma de sufrimiento que su madre; por ejemplo, la misma tos martirizadora.
Ello puede ocurrir por diversas vías. La identificación puede ser la misma que la del complejo de Edipo, que implica una
voluntad hostil de sustituir a la madre, y el síntoma expresa el amor de objeto por el padre; realiza la sustitución de la madre
bajo el influjo de la conciencia de culpa: «Has querido ser tu madre, ahora lo eres al menos en el sufrimiento». He ahí el
mecanismo completo de la formación histérica de síntoma. 0 bien el síntoma puede ser el mismo que el de la persona amada
(«Dora», por ejemplo, imitaba la tos de su padre); en tal caso no tendríamos más alternativa que describir así el estado de
cosas: La identificación remplaza a la elección de objeto; la elección de objeto ha regresado hasta la identificación. Dijimos que
la identificación es la forma primera, y la más originaria, del lazo afectivo; bajo las constelaciones de la formación de síntoma,
vale decir, de la represión y el predominio de los mecanismos del inconciente, sucede a menudo que la elección de objeto
vuelva a la identificación, o sea, que el yo tome sobre sí las propiedades del objeto. Es digno de notarse que en estas
identificaciones el yo copia en un caso a la persona no amada, y en el otro a la persona amada. Y tampoco puede dejar de
llamarnos la atención que, en los dos, la identificación es parcial, limitada en grado sumo, pues toma prestado un único rasgo
de la persona objeto.
Hay un tercer caso de formación de síntoma, particularmente frecuente e importante, en que la identificación prescinde por
completo de la relación de objeto con la persona copiada. Por ejemplo, si una muchacha recibió en el pensionado una carta de
su amado secreto, la carta despertó sus celos y ella reaccionó con un ataque histérico, algunas de sus amigas, que saben del
asunto, pescarán este ataque, como suele decirse, por la vía de la infección psíquica. El mecanismo es el de la identificación
sobre la base de poder o querer ponerse en la misma situación. Las otras querrían tener también una relación secreta, y bajo el
influjo del sentimiento de culpa aceptan también el sufrimiento aparejado. Sería erróneo afirmar que se apropian del síntoma
por empatía. Al contrario, la empatía nace sólo de la identificación, y la prueba de ello es que tal infección o imitación se
establece también en circunstancias en que cabe suponer entre las dos personas una simpatía preexistente todavía menor que
la habitual entre amigas de pensionado. Uno de los «yo» ha percibido en el otro una importante analogía en un punto (en
nuestro caso, el mismo apronte afectivo); luego crea una identificación en este punto, e influida por la situación patógena esta
identificación se desplaza al síntoma que el primer «yo» ha producido. La identificación por el síntoma pasa a ser así el indicio
de un punto de coincidencia entre los dos «yo», que debe mantenerse reprimido.
Podemos sintetizar del siguiente modo lo que hemos aprendido de estas tres fuentes: en primer lugar, la identificación es la
forma más originaria de ligazón afectiva con un objeto; en segundo lugar, pasa a sustituir a una ligazón libidinosa de objeto por
la vía regresiva, mediante introyección del objeto en el yo, por así decir; y, en tercer lugar, puede nacer a raíz de cualquier
comunidad que llegue a percibirse en una persona que no es objeto de las pulsiones sexuales. Mientras más significativa sea
esa comunidad, tanto más exitosa podrá ser la identificación parcial y, así, corresponder al comienzo de una nueva ligazón.
Anexo de CARBONE
Las identificaciones se diferencian en:
o Identificación 1º: la más temprana ligazón afectiva con otra persona (previa a toda elección de objeto sexual).
Aspira a configurar el yo propio a semejanza de otro tomado como modelo.
o Identificaciones 2º: influye en la elaboración de síntomas: expresan las vivencias de toda una serie de personas
significativas y las propias, y figuran todos los papeles de un drama. Se dividen en:
Identificación al rasgo: es parcial, toma prestado un único rasgo de la persona de objeto. Identificación
regresiva: la identificación reemplaza la elección de objeto gracias a la represión y los mecanismos del Inconciente
(identificación: lo que uno querría ser; elección de objeto: lo que uno querría tener). El yo toma sobre si las propiedades del
objeto amado o a sustituir. No es exclusiva de la histeria.
Identificación por el síntoma (a la situación): prescinde por completo de la relación de objeto con la persona
copiada. Mecanismo sobre la base de querer o poder ponerse en la misma situación: uno de los yo percibe en el otro una
impactante analogía en un punto, luego crea una identificación en ese punto e influido por la situación patógena esta
identificación se desplaza al síntoma que el 1º ha producido. El punto de coincidencia entre los 2 yo debe permanecer
reprimido. Nace a raíz de cualquier comunidad que llega a percibirse en una persona que no es objeto de las pulsiones sexuales.
Exclusiva de la histeria.
TP 9:
Winnicott “Muerte y asesinato del padre” - FALTA
PIERA AULAGNIER: “Los dos principios del funcionamiento identificatorio: permanencia y cambio”
¿Cuáles son el o los factores responsables de aquellos cuadros clínicos que nos autorizamos a calificar de psicóticos? Cuestión
insoslayable aún cuando la experiencia demuestre que la teoría psicoanalítica no nos proporciona una respuesta exhaustiva.
Quisiera convencerlos de la función absolutamente privilegiada que cumple el análisis de las soluciones que el sujeto pudo
aportar a su conflicto identificatorio. Función privilegiada pues es la único que nos ofrece en nuestro campo clínico un punto
de orientación que nos permita, para descubrir el denominador común y a pesar de todos los rasgos que los particularizan,
separar los cuadros que se nos presentan en tres conjuntos, compuestos respectivamente por las problemáticas psicóticas y
por esas problemáticas que definió como heteróclitas (raras, singulares, extrañas).
El conflicto identificatorio:
Si fingiéramos olvidar la interacción psique-soma, podríamos sostener que, siendo el fin natural de la organización somática la
auto preservación y el enriquecimiento de su complejidad, sólo el deterioro fisiológico, mecánico, de sus células, podrían poner
fin a la vida.
Si consideramos ahora lo que nos enseña Freud acerca de la organización psíquica su complejidad es igualmente asombrosa y
digna de una admiración similar.
El concepto de conflicto intrasistémico que no tiene espacio en el registro somático, está en cambio omnipresente en el
registro psíquico. Origen de la vida psíquica y origen del conflicto coinciden: el primer grito lanzado por el recién nacido nos
recuerda que vivimos porque Eros entra, desde un inicio, en conflicto con las miras de Tánatos. Esta antinomia original,
estructural que opone a Eros y Tánatos, amor y odio, esta matriz conflictual compone el telón de fondo sobre el que se
desenvuelve la totalidad de la vida psíquica. Toda nueva función y toda nueva instancia que se instala sobre la escena psíquica
son el resultado de un trabajo de diferenciación, de separación, jamás pacífica y jamás definitivamente asegurada.
El yo sé diferenciara del ello y en lo sucesivo procurará defender su territorio contra los propósitos expansionistas de éste; el
súper yo, heredero del complejo de Edipo, se separará de las instancias cuyas órdenes ha interiorizado e instalará ideales que
él pretende autónomos, sin prejuicio de entrar en conflicto con estas mismas instancias; en el interior de una sola y misma
instancia se enfrentan propósitos contradictorios: el funcionamiento de nuestro pensamiento exige que el principio de realidad
adquiera prelación sobre el principio de placer que la previsión y la evaluación de un placer diferido nos hagan renunciar a la
satisfacción inmediata de la moción pulsional que la espera del placer no exija ya el retorno, la re-presencia de un solo y mismo
objeto.
La sucesión de aquellos acontecimientos que sellan la evolución del aparato psíquico exigirá una y otra vez una reorganización
en el registro de las investiduras, una repartición diferente entre sus soportes internos (narcisistas) y sus soportes exteriores
(objetales), la elección de nuevos objetos, el duelo de otros. Ninguno de estos movimientos se efectuará pasivamente sin
encontrar resistencias de fuente interior y de fuentes exterior (el deseo del otro, las exigencias culturales), resistencias que
dan fe del impacto de fines contradictorios y que tornan necesarias una negociación, tanto entre las propias instancias
psíquicas como entre el yo y aquel de los partenaires al que este encuentra e inviste, entre el principio del placer y el principio
de realidad.
Hay que dilucidar de qué manera una parte de los estímulos externos a internos son metabolizados en informaciones
libidinales cuya tarea es conducir a una ganancia de placer erógeno-narcisista. Ganancia de placer que exigirá maniobras cada
vez más complejas por parte de un aparato psíquico obligado a tomar conocimiento y a tener en cuenta ciertas condiciones,
coerciones y elecciones que les será preciso respetar para alcanzar acercarse a este fin, más aún cuando esta vez esa “ganancia
de placer” podría revelarse como un “generador de desorden”.
Desde este punto de vista, que privilegia el enfoque económico, podemos considerar el aparato psíquico como un conjunto de
funciones o sistemas cuya misión es administrar el capital libidinal del que cada sujeto dispone.
La evolución del aparato psíquico no es lineal, está connotada por movimientos, mutaciones, progresiones, progresiones que
nuestra teoría designa en términos de frases relacionales. La primera de estas mutaciones es la más fundamental; las que
siguen ejercerán, por supuesto, una acción decisiva sobre el devenir de nuestra psique y por ende sobre nosotros mismos, pero
ninguna implicará una “revolución” tan radical y de tan magnas consecuencias.
Antes de esa mutación, el postulado de auto engendramiento, lo que otros autores definieron como el término de
“automatismo natural”, lo que Freud designa como yo-ello indiferenciado, nos enfrenta a un funcionamiento psíquico que
ignora los conceptos de exterioridad y separación, como ignora la existencia de otro, de algo exterior a la psique, de un
mundo. Después de esa mutación, dicho funcionamiento deberá tenerlos en cuenta y colocar así las primeras piedras de esa
construcción compleja y jamás terminada, resultado del trabajo de identificación operado por el yo. Como veremos, también
en esta construcción una modificación articular es fundamental rubrica el fin del trabajo del constructor niño.
Pero detengámonos un instante en ese tiempo del antes: a menos que nos conformemos con una pura observación y
mediación de constantes fisiológicas, lo cual no es de nuestra competencia, sólo podremos intentar comprender “este antes”,
esa vivencia de un infans que ignora al otro, si tomamos como referencias las reacciones psíquicas que esta “ignorancias”
despierta en este otro.
Si intentamos focalizar nuestra mirada únicamente en el funcionamiento psíquico del infans, cuatro características nos
permitirán proponer un breve esquema de dicho funcionamiento:
1. Asistimos de entrada a la acción conflictiva de esas dos fuerzas fundamentales que son la atracción y la
repulsión, la tendencia a incorporar un objeto que no se sabe que es exterior, y la clausura sobre una unidad incorporante-
incorporado, clausura que pondría fin a todo este estado de falta, a toda actividad de búsqueda, a todo deseo.
2. Suponiendo que estas dos fuerzas contrarias sean más o menos simétricas, la vida sólo se preserva si, de
entrada, una de ellas encuentra un aliado, una prótesis en un deseo de “hacer vivir”, presente y activo en el yo de otro.
3. La observación de quienes investigaron particularmente la conducta del recién nacido demostró la
importancia de los rasgos que caracterizan al medio psíquico al que es propulsado. También se sostuvo la hipótesis de un
factor constitucional presente que podía actuar sobre la relación inicial de las fuerzas de que disponen Eros y Tánatos.
4. Más allá de los que se viva particularmente en esta fase de “iniciación” a la vida psíquica, no podemos
predecir sus efectos sobre su evolución sucesiva, aunque si podemos predecir que se presentarán ciertos efectos. Esta no
predictibilidad se aplica, por las mismas razones, a las consecuencias del conjunto de mutaciones que balizan el
funcionamiento psíquico desde su inicio hasta el final de su infancia. Aun cuando nos halláramos, lo que sería imposible,
exactamente con los mismos “rasgos constitucionales”, con las mismas experiencias, con los mismos encuentros,
comprobaríamos una igual singularidad en la manera con que cada psique tratará el acontecimiento.
Lo que se jugará después del reconocimiento de otro de sí separado. El reconocimiento de esta separación y de la existencia
de un “otra parte” es consecuencia de la aparición, en la escena psíquica, de una instancia capaz de autoconocerse como
separada, diferenciada y diferenciable del otro, y así mismo de un espacio “fuera del yo”, pero esta vez interno.
Tomar conocimiento de un “separado”, de un “diferente” es conocer al mismo tiempo las modificaciones y la autonomía
propias de este “separado”: se descubrirá que puede estar, alternadamente, presente o ausente, que puede amar o rechazar,
que puede ser dispensador de placer o sufrimiento y, por este mismo hecho, que él impone un mismo trabajo de
automodificación al “yo conocedor” que sólo puede aprehenderse, y esto será siempre verdadero, por la representación que
este se forja de su relación con el objeto investido. Así se inicia un proceso de identificación que engloba a este conjunto de
actos psíquico, permitiendo que el yo autorepresente como el polo estable de las relaciones de investidura que compondrán
sucesivamente su espacio, su capital y su mundo relacional. Una vez más, sería un error olvidar que la investidura de una
relación y más aún de su sucesión exigirán cada vez una negociación entre el yo, las miras que persiga su propio ello, y los fines
que privilegie el deseo del yo del otro. Por eso no vacilaré en decir que el yo es redactor de un “compromiso identificatorio”;
el contenido de una parte de sus cláusulas no deberá cambiar, mientras que el contenido de otra parte de ellas tendrá que ser
siempre modificable para garantizar el devenir de esta instancia. Podría parafrasearse a Freud y añadir que el principio de
permanencia y el principio de cambio son los dos principios que rigen el funcionamiento identificatorio.
Pero igualmente podríamos sostener que el yo es este compromiso que nos permite reconocernos como elemento de un
conjunto y como ser singular, como efecto de una historia que nos precedió mucho antes y como autores de aquella que
cuenta nuestra vida, como muertos futuros y como vivos capaces de no tener demasiado en cuenta lo que ellos mismos saben
acerca de este fin.
Se puede abordar la adolescencia, como voy a hacerlo, interrogándonos, sobre lo que debió concluirse al salir el yo del tiempo
y el mundo de la infancia.
Mientras se permanece en este tiempo y en este mundo, dos rasgos precisan la redacción del compromiso por el yo o, para ser
más exactos, el trabajo de identificación que le incumbe:
1. Para llevarlo a buen fin, está obligado a firmar alianzas temporarias con el yo parental.
2. Deberá poder disponer de un conjunto de defensas que le permitirán protegerse de un desfallecimiento
o una negativa en el aliado, así como del exceso de resistencia que su propio ello pueda imponerle. (Defensa como conjunto de
mecanismos merced al cual el niño podrá modificar, en el curso de su infancia y por lapsos breves, un fragmento de la
realidad). Mientras permanecemos en la infancia, estas defensas, salvo que una de ellas se fije y sistematice, son móviles,
superables, no ponen en peligro la evolución del funcionamiento del yo, su acción se ve contrapesada por la que cumple,
supuestamente el yo parental, cosignatario del compromiso. Consignatario al que incumbe la tarea de asegurar la identidad
del redactor y los límites de lo modificable, límites de su contenido y sobre todo límites temporales. Al aceptar estas “alianzas
temporarias”, el yo parental acepta, o debería aceptar, asegurarle al yo infantil que se lo reconoce a través de sus propias
modificaciones, ayudarle en la elección de las cláusulas, a fin de excluir las que integran lo imposible y las que caen bajo el
sello de lo prohibido. El abandono del tiempo y del mundo de la infancia exige que el yo pase a ser único signatario, y tome él
sólo a su cargo la continuación de las consignaciones que implicará su relación con la realidad, relación entre sus deseos y los
de los otros, y entre lo que cree ser y sus ideales. Y por eso el abandono de la infancia coincide con la instalación de una
redacción conclusiva en lo referente a las cláusulas no modificables del compromiso, cláusulas que garantizan al yo
inalienabilidad de su posición en el registro simbólico o, si se prefiere, en el orden temporal y en el sistema de parentesco.
Es preciso pues, que el compromiso que garantizó hasta entonces una coexistencia más o menos pacífica entre el yo del niño y
su medio familiar, le posibilite una misma coexistencia con ese medio extra-familiar y el compromiso de esos otros yoes con los
que va a cruzarse. El análisis de cada compromiso, desde el más trivial hasta el más ideal, mostrará una y otra vez la
participación de tal o cual defensa tomada del arsenal neurótico.
Pero el conflicto identificatorio en el registro de la neurosis no pone en peligro ciertos referentes temporales, ciertos jalones
de su historia libidinal que permiten al yo reconocerse en aquello que él deviene, a pesar de lo que de él mismo y de sus
objetos se modifica, se gasta, se pierde a lo largo de toda la ruta, y a pesar de la presión a flor de conciencia de su deseo y
amor infantiles. Un principio de permanencia se encarga de garantizar su singularidad: los primeros cosignatarios del
compromiso le han transmitido el derecho a esta garantía identificatoria. En la psicosis no sucede lo mismo.
Tp 10:
El lenguaje usual llama «amor» a vínculos afectivos muy diversos; pero después le entra la duda de si ese amor es el genuino,
el correcto, el verdadero, y señala entonces toda una gradación de posibilidades dentro del fenómeno del amor.
El enamoramiento no es más que una investidura de objeto de parte de las pulsiones sexuales con el fin de alcanzar la
satisfacción sexual directa, lograda la cual se extingue; es lo que se llama amor sensual, común. Pero, como es sabido, la
situación libidinosa rara vez es tan simple.
En la primera fase, casi siempre concluida ya a los cinco años, el niño había encontrado un primer objeto de amor en uno de
sus progenitores; en él se habían reunido todas sus pulsiones sexuales que pedían satisfacción. La represión que después
sobrevino obligó a renunciar a la mayoría de estas metas sexuales infantiles y dejó como secuela una profunda modificación de
las relaciones con los padres. En lo sucesivo el niño permaneció ligado a ellos, pero con pulsiones que es preciso llamar «de
meta inhibida». Los sentimientos que en adelante alberga hacia esas personas amadas reciben la designación de «tiernos». Es
sabido que las anteriores aspiraciones «sensuales» se conservan en el inconciente con mayor o menor intensidad, de manera
que, en cierto sentido, la corriente originaria persiste en toda su plenitud.
Con la pubertad se inician nuevas aspiraciones, muy intensas, dirigidas a metas directamente sexuales. En casos desfavorables
permanecen divorciadas. Pero es más común que el adolescente logre cierto grado de síntesis entre el amor no sensual,
celestial, y el sensual, terreno; en tal caso, su relación con, el objeto sexual se caracteriza por la cooperación entre pulsiones no
inhibidas y pulsiones de meta inhibida. Y gracias a la contribución de las pulsiones tiernas, de meta inhibida, puede medirse el
grado del enamoramiento por oposición al anhelo simplemente sensual.
En el marco de este enamoramiento, nos ha llamado la atención desde el comienzo el fenómeno de la sobrestimación sexual:
el hecho de que el objeto amado goza de cierta exención de la crítica, sus cualidades son mucho más estimadas que en las
personas a quienes no se ama o que en ese mismo objeto en la época en que no era amado. A raíz de una represión o
posposición de las aspiraciones sensuales, eficaz en alguna medida, se produce este espejismo: se ama sensualmente al objeto
sólo en virtud de sus excelencias anímicas; y lo cierto es que ocurre lo contrario, a saber, únicamente la complacencia sensual
pudo conferir al objeto tales excelencias.
El afán que aquí falsea al juicio es el de la idealización. El objeto es tratado como el yo propio, y por tanto en el enamoramiento
afluye al objeto una medida mayor de libido narcisista. En muchas formas de la elección amorosa el objeto sirve para sustituir
un ideal del yo propio, no alcanzado. Se ama en virtud de perfecciones a que se ha aspirado para el yo propio y que ahora a
uno le gustaría procurarse, para satisfacer su narcisismo, por este rodeo.
Si la sobrestimación sexual y el enamoramiento aumentan, las aspiraciones que esfuerzan hacia una satisfacción sexual directa
pueden ser enteramente esforzadas hacia atrás, como por regla general ocurre en el entusiasmo amoroso del jovencito; el yo
resigna cada vez más todo reclamo, se vuelve más modesto, al par que el objeto se hace más grandioso y valioso; al final llega a
poseer todo el amor de sí mismo del yo, y la consecuencia natural es el autosacrificio de este. El objeto, por así decir, ha
devorado al yo. Rasgos de humillación, restricción del narcisismo, perjuicio de sí, están presentes en todos los casos de
enamoramiento.
Fallan por entero las funciones que recaen sobre el ideal del yo. Calla la crítica, que es ejercida por esta instancia; todo lo que
el objeto hace y pide es justo e intachable. La conciencia moral no se aplica a nada de lo que acontece en favor del objeto: el
objeto se ha puesto en el lugar del ideal del yo.
Ahora es fácil describir la diferencia entre la identificación y el enamoramiento. En la primera, el yo se ha enriquecido con las
propiedades del objeto, lo ha «introyectado». En el segundo, se ha empobrecido, se ha entregado al objeto, le ha concedido el
lugar de su ingrediente más importante. Exponiendo así las cosas caemos en el espejismo de unos opuestos que no existen.
Desde el punto de vista económico no se trata de enriquecimiento o empobrecimiento; En el caso de la identificación, el objeto
se ha perdido o ha sido resignado; después se lo vuelve a erigir en el interior del yo, y el yo se altera parcialmente según el
modelo del objeto perdido. En el otro caso el objeto se ha mantenido y es sobreinvestido como tal por el yo a sus expensas.
Pero ¿no puede haber identificación conservándose la investidura de objeto? Vislumbramos que la esencia de este estado de
cosas está contenida en otra alternativa, a saber: que el objeto se ponga en el lugar del yo o en el del ideal del yo.
El trecho que separa el enamoramiento de la hipnosis no es muy grande. La misma sumisión humillada, igual obediencia y falta
de crítica hacia el hipnotizador como hacia el objeto amado. El hipnotizador ha ocupado el lugar del ideal del yo. Sólo que en la
hipnosis todas las constelaciones son más nítidas y acusadas. El hipnotizador es el objeto único. Lo que él pide y asevera es
vivenciado oníricamente por el yo; esto nos advierte que hemos descuidado mencionar, entre las funciones del ideal del yo, el
ejercicio del examen de realidad. La total ausencia de aspiraciones de meta sexual no inhibida contribuye a que los fenómenos
adquieran extrema pureza. El vínculo hipnótico es una entrega enamorada irrestricta que excluye toda satisfacción sexual,
mientras que en el enamoramiento esta última se pospone sólo de manera temporaria, y permanece en el trasfondo como
meta posible para más tarde.
La hipnosis no es un buen objeto de comparación para la formación de masa porque es, más bien, idéntica a esta. De la
compleja ensambladura de la masa ella aísla un elemento: el comportamiento del individuo de la masa frente al conductor.
Esta restricción del número diferencia a la hipnosis de la formación de masa, así como la ausencia de aspiración directamente
sexual la separa del enamoramiento.
El amor sensual está destinado a extinguirse con la satisfacción; para perdurar tiene que encontrarse mezclado desde el
comienzo con componentes puramente tiernos, vale decir, de meta inhibida, o sufrir un cambio en ese sentido.
Una masa del tipo considerado hasta aquí, vale decir, que tiene un conductor y no ha podido adquirir secundariamente, por un
exceso de «organización», las propiedades de un individuo, es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el
mismo, en el lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí en su yo.-
El yo y su realidad
La función de anticipación del discurso materno nos demuestra el papel vital para la psique que desempeñan los enunciados
identificatorios que ese discurso aporta, enunciados cuya continuidad será la condición misma del advenimiento del yo. De
entrada el yo que deberá advenir toma un carácter de exterioridad, de no identidad en relación con el yo materno que lo
enuncia. Por más idealizado que este el yo del niño por el deseo-voz de la madre, es pensado por ella como no idéntico al suyo
propio. El yo que adviene ya ha sido marcado por el índice de exterioridad, de diferencia en su relación con el yo de la madre.
El primer pensamiento con función identificatoria cuya continuidad hace nacer esta instancia, plantea una relación de
separación, si no puede atribuirse ese atributo de no identidad no habría yo.
Esta identidad supuesta en el registro del deseo y del placer no abolirá la representación de una relación entre un yo y otro. El
encuentro de un placer y deseo compartidos no implica una identidad que aboliría la dualidad de los yoes que se encuentran.
El yo es conaciente con el descubrimiento y catectizacion del yo del otro y de un yo al cual el reconoce el índice de
exterioridad: primer carácter de realidad que el yo reconocerá y catectizara en el objeto, primer atributo mediante el cual la
realidad se presenta al yo como espacio exterior no reducible al suyo propio, y como espacio que contiene los objetos cuyo yo
espera convertir en sus haberes. El yo es la instancia que planteara una separación entre la categoría del ser y la categoría del
haber.
Este encuentro fundamental para el devenir psíquico se apuntala y se instrumenta gracias al encuentro entre el yo y esos dos
objetos particulares que son su cuerpo propio y el yo del otro.
El yo y su cuerpo
El cuerpo se presentara y se impondrá al conocimiento y a la catectizacion del yo por dos caminos:
1) Se ofrecerá y se convertirá en soporte de la catectizacion del yo en cuanto origen, lugar, instrumento del placer que se
experimenta en el. Este cuerpo-placer es el primer bien propio, la primera posesión catectizada por el yo. Yo soy el que posee
ese cuerpo, formulación que plantea una relación entre dos entidades, el yo y su cuerpo. Catectizar este primer objeto es para
el yo una necesidad vital, la condición para que pueda catectizar las zonas erógenas fuentes de placer y su poder funcional, que
es fuente de un placer narcisista o identificatorio. El cuerpo es el primer elemento de realidad que se torna necesaria y posible
al yo la catectizacion de la dimensión real de los objetos.
2) No es solamente como cuerpo-placer que el yo encuentra a su cuerpo, también como cuerpo-sufrimiento, esta propiedad
inherente a la cosa corporal decidirá acerca de la relación que el yo mantendrá con la realidad en su totalidad. Al imponer
sufrimiento se revela como un objeto autónomo que impone al yo una experiencia que sufre sin poder evitarlo. Este cuerpo,
del cual el yo puede odiar el sufrimiento que le impone, sigue siendo un cuerpo que no puede perder, un objeto del que no
puede separarse y un objeto que el yo pedirá que otro repare y cuide.
Al hallar su cuerpo como posibilidad de sufrimiento, el yo descubre que no puede existir, que no puede ser, si no logra
preservar su catectizacion de ese objeto-cuerpo necesario para que él se torne visible, para que se imponga como existente
real a su propia mirada y a la mirada del otro.
Doble encuentro y doble descubrimiento que están en el origen de la catectizacion de la realidad por el yo y en el origen de su
deseo y de su necesidad de hallar en esa realidad objetos acordes con sus anhelos, sus exigencias y su demanda. Al encontrar
su cuerpo, el yo encuentra la realidad como un lugar y un espacio que le garantizan la existencia de las cosas, cuyos
pensamientos son los representantes psíquicos. La realidad es origen y lugar de una experiencia de placer, reforzara la
catectizacion del yo frente a su propia actividad de pensamiento, que demuestra ser capaz de representar y de anticipar una
realidad que se revela de acuerdo con la que se encuentra efectivamente. Este poder autónomo del yo sobre el cuerpo es la
primera revelación de su poder de modificación sobre la realidad.
El cuerpo hace descubrir al yo que forma parte de ese atributo de realidad gracias al cual se torna un existente para la mirada
de los otros, la propiedad de su cuerpo de poder morir y convertir al yo en un faltante que privara al yo del otro, del objeto
soporte de una catectizacion privilegiada. La relación yo-cuerpo:
1) El cuerpo propio se presenta al yo como su primer haber, el primer bien sobre el cual se afirma como propietario, un
fragmento de la realidad que tiene el derecho de ocupar la necesidad de catectizar y de proponer a la catectizacion del otro.
2) Este objeto-cuerpo, durante la experiencia de placer, asegura la presencia de conformidad que refuerza la relación del yo
con la realidad y también con su propia actividad de pensamiento, pues halla en ella la demostración de la verdad de sus
pensamientos, de su valor.
3) Sera necesario que un intermediario, el yo materno, permita que el rechazo del sufrimiento vaya a la par con la preservación
de la catectizacion del cuerpo. Eso solo es posible si el cuerpo, lugar de sufrimiento, es hablado, catectizado por la madre como
un cuerpo enfermo, un cuerpo que hay que cuidar, que proteger. El exceso de presencia, de afecto, de atención de la madre
durante su enfermedad permite al niño pensar en el sufrimiento como un accidente contra el cual, para combatirlo, se alían el
mismo, su propio cuerpo, el yo materno y la realidad ambiente.
La relación pasional
Una relación en la cual un objeto se ha convertido para el yo de otro en la fuente exclusiva de todo placer, y ha sido desplazado
por él en el registro de las necesidades. En función de la naturaleza del objeto pueden diferenciarse tres prototipos:
1) la relación del toxicómano con el objeto droga
2) la relación que vincula al jugador con esa actividad que es el juego
3) la relación del sujeto con el yo de otro, la pasión amorosa.
La pasión por la droga o por el juego, al igual que la que toma como objeto al yo de otro, concierne a esos sujetos en quienes la
droga o el juego no solo se han convertido en la fuente del único placer que cuenta, sino de un placer que se ha tornado una
necesidad. En el registro del pensamiento, la toxicomanía es un compromiso entre: el deseo de no pensar más la realidad, la
negación de recurrir a reconstrucciones delirantes de esa realidad. Es un compromiso entre el deseo de preservar y el deseo de
reducir al silencio a la propia actividad de pensar. El yo parece desplazar sobre la droga la actividad pensante y el mismo se
coloca en el sitio del que contempla y goza de lo que produce esa actividad. El yo como agente activo se despliega y se
exacerba en esa actividad de búsqueda del objeto droga. El cuerpo sexuado es olvidado durante la experiencia de placer, pero
el cuerpo en su totalidad se convierte en algo presente, como fuente y lugar de sufrimiento durante el estado de privación.
Para el toxico droga y juego hallamos lo siguiente: un placer que es función de la relación presente entre el yo y las
representaciones por medio de las cuales el pone en pensamientos la experiencia que vive y la realidad que encuentra. Este
placer se relaciona con la economía narcisista e identificatoria: crea un momento de tregua en el conflicto presente entre Eros
y Tánatos. La realidad sigue siendo pensable bajo esa misma forma por los sujetos, sin lo cual estaríamos en el registro de la
psicosis, pero cada vez que esa realidad es pensada de manera conforme al discurso del conjunto, el yo se encuentra
sumergido en un conflicto identificatorio. Cada vez que este conflicto supera cierta medida, el sujeto solo puede resolverlo
recurriendo al objeto droga o la actividad del juego. La droga y el juego, producen un placer cuya intensidad y cuya valorización
por el yo son proporcionales al riesgo de muerte, de destrucción física, psíquica o social que implican.
La relación pasional, cuando es el yo de otro el que se torna su objeto. El yo sitúa al yo del otro como objeto de necesidad y a
su propio yo como privado de lo que solamente ese objeto podría hacer posible. El otro se presenta como autoposeedor de un
omnipoder, como no careciendo de nada, como no teniendo ninguna necesidad del yo catectizador ni de cualquier otro yo.
El yo se piensa como teniendo el poder de ofrecer placer al objeto pero como no teniendo el poder de ser para ese objeto
fuente de sufrimiento, esa es una de las razones de la dependencia pasional y del sufrimiento que implica. El yo atribuye al yo
del otro un poder de placer exclusivo, este yo se convierte en el único que puede satisfacer lo que se ha tornado para el
primero una necesidad de placer. Este otro satisface conjuntamente a Eros durante el placer sexualizado que pueden producir
los momentos de encuentro, o durante el placer que imaginamos en la espera, y a Tánatos, puesto que ese mismo otro lleva en
si el riesgo de muerte. Si el yo se piensa desposeído, del poder de hacer sufrir al otro, se demuestra el exceso de su propia
capacidad de sufrimiento, a través de este sufrimiento el yo se demuestra cuán indiscutible es su necesidad de ese placer.
El componente sexual está presente en la relación pasional que vincula al sujeto con el yo del otro, pero el rechazo de la
satisfacción del deseo sexual que este último puede oponer no es un obstáculo para que esa relación se preserve durante
mucho tiempo. Una vez instaurada una relación pasional, la esperanza de la realización futura del deseo sexual parece
suficiente para preservarla. La idealización, el comienzo de una pasión explica lo que se llama el flechazo, deslumbramiento
pasional por el cual se entra de lleno en este registro.
El estado pasional, al transformar al objeto de placer en objeto de necesidad, y de una necesidad cuya satisfacción es vital,
libera al yo de toda posibilidad pero también de toda responsabilidad en el registro de la elección. Objeto obligado, placer
obligado, vida obligada. El yo ya no vive más que en la espera del objeto necesario, el yo vive a causa de esta espera y gracias a
esta traslación del objeto en el registro de la necesidad, también el placer de vivir y la esperanza de experimentar placer han
venido a formar parte de lo obligado.
TP 11:
FREUD:
Carta a Román Rolland
El sujeto procesa cuestiones de muerte real y ya no la muerte simbólica. En el texto de Freud hay dos posturas con respecto a
la muerte: lo perecedero no tiene valor y desmiente que es algo perecedero, posición desmedida de realidad. Ambas posturas
son de declinación y desmentirá, pero Freud le da valor a la transitoriedad, valor de escasez del tiempo, ninguna de las dos
posturas enfrentar un trabajo de duelo, porque solo el valor de la transitoriedad le da energía al duelo, transitando cierto dolor
se le puede dar valor a lo transitorio.
Hay trabajos psíquicos que le dan valor al devenir, el aparato psíquico es una estructura abierta con nuevas resignificaciones,
con un trabajo de duelo previo (en función del cuerpo, tiempo y de las funciones), hay una temporalidad lógica: retroacción y
acontecimiento.
El proyecto identificatorio es con posibilidades acotadas en la vejez, pero es necesario el trabajo de duelo, hay una
reformulación en relación al ideal (narcisismo), lo que aspiro a ser se ajusta a las posibilidades del tiempo y cuerpo presentes.
Proceso de simbolización (trabajo de duelo, elaboración psíquica) y transformación en la vejez (oportunidad para lo azaroso).
Reformulaciones en cuestión del:
1) Cuerpo: en la adolescencia con la metamorfosis, cambios en el organismo. En la vejez también hay cambios, disminución de
la visión y audición, el cuerpo presenta sus limitaciones, dolores corporales. Obliga a una transformación de la imagen icc del
cuerpo, desfasaje del esquema corporal con el cuerpo real.
2) Funciones: pasivo desde el punto de vista laboral, desde lo social la sociedad le da cierto lugar a los ancianos, muerte de los
pares. Suplamentacion en la relación de las nuevas generaciones.
3) Tiempo: el tiempo es más escaso, muerte real.
PETRIZ: “El envejecente en el mundo actual; nuevos interrogantes, viejos problemas. Una mirada desde la psicología”.
A modo de introducción
¿Qué entendemos hoy por ancianidad? Encontramos dos acepciones:
La que refiere a la edad “aquel que tiene muchos años”
Y, la que mira la posición social que podrían ocupar tales sujetos en la antigüedad; lugar de distinción.
Asimismo, le concepto de ancianidad aparece como lugar de llegada, estación, antesala, ultimo tramos de lo que se desprende
una concepción congelada, cristalizada, cerrada, donde la única expectativa seria la muerte. Ancianidad sin presente para el
mundo que lo rodea, pero conservando su vitalidad, aunque sin encontrar destino adecuado.
Vemos surgir, aun de manera insuficiente, nuevas actitudes, representaciones, acciones y practicas respecto del
envejecimiento que representa un salto cualitativo en tanto ya no se habla de vejez o ancianidad como única posibilidad sino
que se han ido estableciendo nuevas categorías que contemplan la singularidad de los procesos, abriendo el abanico y
generando espacio en lo que se exploran
El compañerismo, los intercambios entre pares, los proyectos compartidos, la transmisión intergeneracional, son los carriles
por donde el sujeto se despliega, desprendiéndose definitivamente de los emblemas idealizantes con los que oriento su
existencia en los tiempos de la adultez. Viraje, que le permite también reconocer los “irrealizables”, aquellos, deseado, soñado
y no logrado. Trabajo de duelo sin melancolía que lo habilita, por el trabajo de simbolización, para colocarse en posesión de
transmisor, memoria e historia ente las nuevas generaciones.
El sujeto mayor, al reconocer signos de declinación, pone en confrontación lo logrado, lo deseado, lo que supuso debería ser
(como mandato del superyó y del ideal cultural. Si no responde con sus desempeños ni encuentra caminos alternativos en lo
que lo rodea, queda a manos de la exigencia imperativa y la culpa, por el no cumplimiento del ideal. Dilema al que solo podrá
responder con la enfermedad, el repliegue narcisista.
Al encontrarse con otros descubre diferentes modos de relación, nuevos objetos para investir. En esta línea, suele refugiarse
en la religión apelando a la divinidad para el control de su placer pulsional.
La sociedad se transforma, genera nuevos lugares, establece nuevas relaciones. Estos cambios en su intertextualidad con los
individuos conlleva la transformación en la subjetividad en función del entramado de significaciones imaginarias colectivas que
orientan, dirigen y dan sentido a la vida de la sociedad y a la de los individuos que la constituyen.
Estas significaciones marcan la constitución de lo humano, en el proceso de socialización, mecanismos que imprimen en la
psique del niño tempranamente las significaciones, valores e ideales de su medio.
En esta articulación, transformaciones socio-históricas y estructura psíquica, se conjuga la relación individuo-medio-socio-
histórico, produciendo la dimensión de la subjetividad, entendida como interioridad psíquica producida a la vez productor de
los cambios. En una línea semejante Castoriadis plantea que “una sociedad se construye a sí misma y puede auto-alterarse a
través de acontecimientos”. El histórico social es una creación incesante de nuevas formas, que explica a través del concepto
imaginario social (urdimbre compleja de significaciones que empapan, orientan y dirigen toda la vida de la sociedad y de los
individuos que corporalmente la constituyen), con el que se puede pensar la continuidad individuo-sociedad.
Frente a las necesidades pulsionales o requerimientos del ideal, la sociedad puede aportar o podemos pensar que si en lo
social, el sujeto mayor encuentra espacios para su realización y un lugar acorde a sus posibilidades, el proceso de
reconstrucción de sus identificaciones no tendrá tinte tan angustiante
Aunque cuestionada, aún persiste en el imaginario la representación del envejecimiento como declinación, fundamentalmente
la idea de pasividad, ligada al ideal de viejo retirado de la vida, del deseo.
Esta investigación nos permitió detectar con nitidez la actitud conciente, responsable y comprometida de las personas
mayores, asumiéndose artífices de su envejecimiento, aun cuando ellos significa asumir los cambio, descubrir la falta de
modelos pertinentes, tomar una posición crítica hacia los primeros objetos, hacia su propia historia y soportar la angustia de
no contar con referentes claros para este tiempo, reconociendo que tienen luchar ante las descalificaciones y falta de
reconocimiento de la sociedad amplia y sus instituciones.
Conclusión: nuestros envejecentes actuales se encuentran construyendo su modo de envejecer sobre la base de la revisión y
cuestionamiento de los referentes identificatorios previos y generan estrategias que permiten transitar y superar los
obstáculos que les platean desde si o desde la realidad, logrando un buen nivel de satisfacción vital.