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Intersubjetividad en la

Filosofía del Derecho de Hegel


Lic. Luis Alejandro Auat

Introducción
El estudio de la intersubjetividad en Hegel fue encarado sobre la Fenomenología del Espíritu por Ramón Valls
Plana. La seriedad y profundidad con que lo hizo nos da algunas claves de lectura ineludibles para toda la obra
del pensador alemán. Es nuestro propósito en este artículo avanzar en algunas líneas de lectura de los
Fundamentos de la Filosofía del Derecho, que pongan de manifiesto también la presencia (o no) de la
intersubjetividad en los planteos de esta obra.
Obviamente, el tema del Derecho es un lugar diríamos privilegiado para sondear el concepto de intersubjetividad.
El Derecho, para la tradición escolástica, de la que no pocas influencias recibe Hegel a través de Wolff -pese a las
deformaciones-, el Derecho decimos, es el objeto de la Justicia, y la Justicia es la virtud referida al otro. Allí es
donde propiamente aparece conceptualizada la intersubjetividad, al menos en esa tradición de pensamiento. Pero
también hay que decir que lo jurídico como tal fue la forma privilegiada que asumió lo político en toda la Edad
Media, la que no terminó con seguridad con la caída de Constantinopla o con el Descubrimiento de América.
La filosofía de Hegel se caracteriza por no eliminar y suplantar las teorías anteriores, sino “superponerlas,
conservándolas”. En ese sentido, el Derecho es la posibilidad de pensar la idea de la libertad, o mejor, concebir la
libertad como idea del Derecho y exponer de modo especulativo “los estadios del desarrollo de la idea de la
voluntad en y por sí libre” hacia su realización (§ 1, § 33). Y esta posibilidad pertenece para Hegel a la tradición
de la filosofía, y llega hasta su presente transmitida por la tradición de la Escuela bajo la forma de “derecho
natural”.
Claro que hay un camino desde el Derecho como objeto de la Justicia, virtud referida al otro, a la Libertad como
idea del Derecho. ¿Hay un desplazamiento de intereses y de horizontes en esta forma de concebir al derecho?
Obviamente que sí. La libertad es el eje de las preocupaciones del hombre moderno, y la clave de lectura de la
historia que hace Hegel: con la sociedad civil moderna y su derecho llega a su culminación la historia universal
de la libertad, que comenzó en Grecia.
Sin embargo, el marco dado por el tratamiento jurídico de lo político parece continuar al modo medieval. Aún
más, la libertad no es estudiada en abstracto por Hegel, como perteneciente “en sí” a la naturaleza del hombre,
sino que es pensada en su realización concreta en la sociedad, en las relaciones civiles de los hombres. En ese
sentido, ha salido de su “posibilidad” y llegado a la existencia. Pero el tratamiento del tema se realiza al interior
de una Filosofía del Derecho, que lleva como “subtítulo” en su portada Compendio de derecho natural y ciencia
política.
La pregunta que nos hacemos es si la consideración de la intersubjetividad juega algún papel preponderante
en la conceptuación de la libertad como idea del derecho. ¿Hay acaso alguna resignificación de la libertad,
respecto de su concepto en el pensamiento moderno sobre todo, desde la intersubjetividad? Valls Plana se
preguntaba en su estudio “hasta qué punto la experiencia social es necesaria para acceder a la conciencia
universal absoluta o metafísica”. Aquí nos preguntamos hasta qué punto la relación con el otro modifica el
concepto de libertad, sustrayéndolo de su experiencia individual, típicamente moderna.
Los lugares que serán destacados para indagar esta cuestión tienen que ver con los planos fundamentales en la
realización de la idea de la libertad y del hombre como tal: la propiedad, la acción (moral y su mediación ética) y
la historia. El primero es la concreción material de la autoconfiguración expresiva del hombre: el mundo no es
un mero “allí” para el hombre, es su “macro-cuerpo” en la medida en que pone en él su voluntad. Es la condición
corpórea del ser humano, que sólo puede ser espíritu encarnándose, sujeto objetivándose. Allí la intersubjetividad
aparece en el necesario acuerdo a realizar con los otros en función de un reparto de mundo ajustado a la finitud
de sus posibilidades. La figura que analiza Hegel es la del contrato. El tema tiene un desarrollo fundamental en
el plano del derecho abstracto (§§ 41-81), pero Hegel lo continúa también en el de la eticidad, a través del
planteo del patrimonio (familia, §§ 170-172) y del trabajo y nuevamente el patrimonio como participación en el
producto social (sociedad civil, §§ 196-200).
Pero donde más claramente aparecerá la intersubjetividad como marco de redefinición de libertad es en el punto
donde Hegel expone a la Historia Universal como instancia superior de la universalidad (§§ 341-360). Es allí
donde se verá en definitiva si la relación entre sujetos distintos, en este caso sujetos colectivos, puede redefinir el
concepto de libertad en función de una situación que es básicamente de exposición ante otro. Le atribuimos
importancia a esta parte de la Filosofía del Derecho, por cuanto la experiencia ecuménica de internacionalidad
constituye uno de los elementos definitorios de la experiencia moderna europea. Precisamente es el punto en
donde las aguas teóricas se dividen en lo que hace a tradiciones políticas trans- y cis-pirenaicas. La comparación
con el pensamiento de Francisco de Vitoria se hace ineludible en este punto. Pese a la crucial importancia de la
experiencia ecuménica, abrigamos la sospecha de que Hegel no supo integrarla como una nueva situación para
redefinir la libertad, sino que “cerró” un círculo volviendo al punto de partida individualista que pretendía
superar: las relaciones internacionales serán el verdadero estado de naturaleza en donde cada pueblo actúa como
individuo en contra de los demás.

La voluntad poseedora
Si Hegel es considerado un pensador romántico lo es principalmente por el
acento que pone en la voluntad. O mejor dicho, por la dimensión volitiva que
asigna al pensamiento. En ello, fue explícito y crítico respecto de otras filosofías
más “intelectualistas”. La concepción de Hegel es integral y retoma, según creo,
un rasgo de la filosofía tomasiana: el carácter racional del querer, por lo que lejos
de oponerse, inteligencia y voluntad actúan en una sinergia inescindible. La
voluntad es sintiente pero también inteligente. Entre entendimiento y voluntad no
hay la separación que pretendía Kant.
Por tanto,
no hay que representarse que el hombre por una parte piensa y por la otra quiere, que en un bolsillo tiene el
pensamiento y en el otro el querer, porque sería ésta una representación vacía. La diferencia que existe entre
pensamiento y voluntad es la que existe entre el comportamiento teórico y el práctico, pero ellos no son dos
facultades, sino que la voluntad es modo particular del pensamiento: el pensamiento en cuanto se traduce
en la existencia, en cuanto impulso de darse la existencia... (§ 4, agregado).
Esto es fundamental para entender la concepción de la propiedad en Hegel. La voluntad va a ser precisamente la
actividad de mediación entre lo subjetivo y lo objetivo (§ 8). Pues mientras el comportamiento teórico, el
pensamiento, alcanza una universalidad en sí mismo, y forma parte de la voluntad como el momento de la pura
indeterminación (§ 5), el comportamiento práctico es el que alcanza la universalidad mediante la determinación
del yo, saliendo de sí para ponerse en el mundo objetivo y desde allí recobrarse enriquecido con las
determinaciones.
Hegel destaca la decisión, en cuanto elección de unas posibilidades y negación de otras, en el movimiento de la
voluntad. La voluntad elige, y elegir es negar las posibilidades no elegidas; elegir es objetivarse desde lo
subjetivo y ser uno con lo objetivo, prestando a lo objetivo mi propio asentimiento particular y universalizando
desde mi particular pensamiento aquello a lo que saco del anonimato y relaciono con el conjunto, el sistema.
Todo querer ha de ser, por ello, sistemático. Para Hegel, como para Mounier en nuestros días, existir es
comprometerse, o mejor, estar ya comprometido con la realidad.
La voluntad, en ese sentido, es el fundamento de la apropiación del mundo. Pero no en cuanto un querer
indeterminado y abstracto, sino como voluntad inteligente, como proyección de la razón hacia la realidad. La
voluntad es la que hace posible que el sujeto permanezca cabe sí en la objetividad:
Ahora bien, la conceptuación de la voluntad en Hegel está entramada con una consideración histórica: hay
épocas con apariencia de voluntarismo que han carecido de la verdadera voluntad para que se estableciera en
ellas un “juego de contraste en libertad de voluntades enfrentadas dialécticamente, o sea, con vistas a su
recíproca superación”. En el parágrafo 5 (adición 3, edición de Ilting) Hegel se refiere a las manifestaciones
históricas de la libertad negativa, representadas en la “pura contemplación hindú” y en la Revolución Francesa:
Es la libertad del vacío la que, elevada a forma real y a pasión, y por cierto permaneciendo simplemente teórica,
deviene en lo religioso el fanatismo de la pura contemplación hindú, pero, vuelta la realidad hacia sí, tanto en lo
político como en lo religioso, resulta ser el fanatismo de la destrucción de todo orden social existente, y la
expulsión de los individuos sospechosos de un orden, así como la aniquilación de toda organización que
quiera resurgir. (§ 5.3)
Aparece aquí una primera valoración de la intersubjetividad como necesaria para la realización de la verdadera
libertad, la libertad positiva. Requisito primordial para el ejercicio de la voluntad es el juego de las voluntades: la
intolerancia respecto de individuos “sospechosos”, la aniquilación de todo orden, impide la superación dialéctica
de las voluntades enfrentadas en intersubjetividad. La voluntad negativa permanece en lo abstracto y
desencadena la “furia del destruir”: quiere eliminar toda diferencia basada en el talento o la autoridad; desde su
indeterminación quiere eliminar toda particularidad, porque el fanatismo quiere algo abstracto.
Por eso quizás, la existencia inmediata que primariamente se da la voluntad libre es el derecho (§ 29): “el
derecho es en general la libertad en cuanto idea”. El derecho asegura el reconocimiento de la dignidad de la
persona, en cuanto es una potenciación de la razón y de la comunicación racional. El derecho, como dijimos, es
el lugar del reconocimiento del otro. Y, a su vez, el derecho no sería nada sin el reconocimiento de la propiedad,
que es el punto de partida de toda perspectiva jurídica.
Así como en Tomás de Aquino lo que definía al hombre como individuo concreto y lo distinguía de los demás era
la “materia en sus dimensiones cuantitativas determinadas”, en Hegel lo que resulta ser el principio de
individuación es la propiedad. La propiedad es la objetivación de la inteligencia volente. Es la “esfera exterior”
que hace posible la libertad.
En principio, el derecho se da como la voluntad abstracta de posesión, por la cual una persona se relaciona
consigo misma. Hegel insiste en la necesidad de la autoconciencia para constituir la personalidad, aunque esta
autoconciencia todavía se de en un plano abstracto y general.
Pero el espíritu se sabe a sí mismo diferenciándose de sí y contraponiéndose a lo exterior. En lo que hace a la
propiedad,
La persona, distinguiéndose de sí misma, se relaciona con otra persona, y en verdad solamente como
propietarias tienen ambas existencia recíproca. Su identidad existente en sí recibe existencia por el traspaso de
la propiedad del uno a la del otro con <su> voluntad común y <el> mantenimiento de su derecho -en el contrato.
(§ 40).
En el primer momento, de la posesión, aparecen los otros como subordinados a la propiedad privada mía, en
cuanto que mi posesión (aspecto subjetivo) se objetiva en propiedad, que por su propia exterioridad exige el
reconocimiento de los límites, propios y ajenos. Más claramente, aparecen los otros reconociendo el ser libre en
el cuerpo sensible:
Para los otros yo soy esencialmente un ser libre en mi cuerpo. (§ 48).
Pero Hegel señala ya la dificultad de la aparición de los otros, pues todavía no hay particularización ni
diferenciación: aquí la igualdad de las personas se presenta como identidad abstracta del entendimiento.
Tampoco hay exigencias sociales en esta esfera, todavía natural. La antinomia se plantea entre el ser humano
natural y el espíritu. Todavía hay aquí una primacía de la voluntad abstracta, puesto que para el propietario el
fundamento sustancial de su voluntad es la posesión, mientras que el uso exterior y su reconocimiento por otros
es solamente el fenómeno (§ 59). El espíritu, propiamente, aparece cuando hay un reconocimiento de la
personalidad a través de la propiedad. Y esto se da mediante la figura del contrato:
El contrato presupone que aquellos que lo contraen se reconocen como personas y propietarios. (§ 71).
El reconocimiento a través del contrato manifiesta la esencia de la persona como constitutivamente ser-para-otro,
a raíz de su exterioridad determinada. Aún más, la intersubjetividad encontrará en el contrato su figura clave en
esta parte, por cuanto la realización del sujeto no sólo dependerá ahora de su mediación en lo objetivo a través de
la propiedad, sino también de la mediación de una voluntad común (¿voluntad intersubjetiva?) aunque todavía no
universal, a través del contrato:
Esta mediación de tener propiedad no ya sólo por medio de una cosa y de mi voluntad subjetiva, sino asimismo
por medio de otra voluntad y en consecuencia de tenerla en una voluntad común, constituye la esfera del
contrato. (§ 71).
He aquí la esfera propia de la libertad en esta instancia:
Pero en cuanto que existencia de la voluntad es, como para otro, sólo para la voluntad de otra persona. Esta
relación de voluntad a voluntad es el ámbito peculiar y verdadero en que la libertad tiene existencia. (§
71).
La última frase valdría por sí misma como una respuesta a la pregunta que nos formulamos al comienzo: si la
intersubjetividad juega algún papel en la conceptuación de la libertad como idea del derecho. Pero en un
pensador como Hegel, las afirmaciones no sólo significan por sí mismas, sino también y fundamentalmente, por
su ubicación en el sistema.
El contrato es una estructura dialéctica de unidad y diferencia de dos voluntades, es la mediación de enajenación
y apropiación (§§ 72-74), en fin, es propiamente la figura de la intersubjetividad que da existencia concreta a la
libertad. Pero es una figura propia de la esfera del derecho abstracto, aún insuficiente para caracterizar la
riqueza de las relaciones humanas. De hecho hay relaciones que no caen bajo la figura del contrato, y son
esenciales: el matrimonio y el Estado, que son de naturaleza completamente distinta. Y constituye un
transposición indebida llevar una figura propia del derecho privado, como es el contrato, a la esfera del derecho
público para convertirlo en contrato social.
En el derecho abstracto, los individuos “sólo tienen existencia para el otro” a través de cosas, es decir, “como
propietarios” (§ 40). La cosificación de las relaciones intersubjetivas es la otra cara de la propiedad. Esta no se
limita a la relación con cosas naturales exteriores, sino que implica también que las capacidades y habilidades de
la persona se cosifiquen y despersonalicen, para funcionar socialmente en el intercambio, como “objetos de
contrato”. Y en esta cosificación radica para Hegel el principio de la sociedad civil moderna.
Pero lo que constituye una limitación es también una liberación, pues Hegel comprende que la abstracción, la
cosificación, la exteriorización de todas las relaciones tiene la consecuencia de que “la personalidad sólo en
cuanto persona abstracta y propietario se integre en la sociedad y sus funciones, y de este modo puede
convertirse en sujeto de todos los ámbitos del ser humano, tanto interiores como éticos, que la sociedad pone
fuera de sí”. Así es cómo el hombre puede retirar su voluntad de la cosa y de las relaciones mediadas por ella (§
65), pues son por naturaleza algo exterior y particular. Y como contrapartida, la persona misma es inenajenable
en lo que la constituye íntimamente: sus “determinaciones sustanciales” y “la esencia universal de mi
autoconciencia” (§ 66).
La contraposición no es sólo entre lo exterior y lo íntimo, lo abstracto y lo determinado, sino también entre lo
particular y lo universal. El problema de Hegel parece reducirse siempre a cómo acceder a una universalidad
siempre amenazada por la caída en la particularidad; o mejor, cómo recuperar una universalidad desde las
determinaciones de la particularidad.
Pero Hegel tiene que aceptar, pese a la división que parece preservar la distancia entre el sujeto y la cosa, que la
violencia ejercida sobre la propiedad exterior repercute en el hombre interior, como diría San Agustín. Al estar la
voluntad particular puesta en el contrato hay posibilidad de colisión entre las voluntades, de donde surgirá lo
injusto y la violencia primera de la coerción y el delito, el fraude o lo injusto sin malicia. La quiebra de la
racionalidad volitiva es el delito.
La dialéctica hegeliana transita aquí por cauces trágicos, casi griegos. Trágico es el destino de los hombres sólo
sometidos a derecho, aunque más trágica sería su existencia al margen de la ley. La sociedad moderna es un
avance respecto de una vida salvaje, pues libera al hombre de la particularidad de las cálidas pasiones para
someterlo a la fría universalidad del derecho racional. Pero éste no garantiza la exclusión del egoísmo individual.

La acción moral
Hegel propone superar el derecho dando un nuevo giro al proceso dialéctico. La exigencia de una voluntad que,
como voluntad subjetiva, quiera lo universal como tal, nos hace pasar a la esfera de la moralidad (§ 103). En
ella, la exteriorización de la voluntad será la acción, una de cuyas determinaciones es “estar en relación con la
voluntad de otros” (§ 112), donde el otro ya no es mediado por la compraventa de una cosa, sino que es
considerado directamente como perteneciente a la misma relación moral.
La acción moral pretende que su finalidad interior se traduzca efectivamente en la realidad. Pero la voluntad se
manifiesta aún como formal, abstracta y vacía, y por eso la objetivación exterior de los fines, la coincidencia con
el concepto, está aún alejada de la realización efectiva. La conformidad con el concepto es una simple posibilidad
entre otras, dado su carácter eminentemente interior, propio de una representación que no ha logrado todavía
penetrar la realidad. De allí que parezca asunto de una pura contingencia. Pero con el despliegue de las
contradicciones de la acción moral, Hegel tiende a exponer ahora el engendramiento propiamente ético de la
libertad.
El inicio del reconocimiento de la objetividad sin la mediación de la propiedad, pasa ahora por el reconocimiento
de los derechos de las otras subjetividades. La voluntad de cada individuo se actualiza en la voluntad de otro para
llegar a la universalidad querida (§ 112). La norma moral presupone una relación positiva entre los sujetos,
porque cada uno quiere que todos concuerden subjetivamente con una misma universalidad. “Este es,
precisamente el sentido del deber-ser (Sollen)”.
En un procedimiento análogo al del paso de la propiedad al contrato, Hegel considera lo que el otro es para mí,
ya no mediado por la cosa, sino directamente en la misma relación moral. Cada cual exige del otro la referencia
formal a los imperativos de la norma moral.
El problema que el sujeto enfrenta consiste en volverse universal en la exterioridad del “ser-allí”, en ser idéntico
a su concepto dentro de la particularidad de su relación con otro. Hegel responde a este desafío con el concepto
de acción (Handlung): ésta es una determinación por la cual el sujeto que sale de sí conserva su vínculo interior
con la actividad “ponente”, si bien puede también el sujeto perderse en la exterioridad y no realizar la reflexión
determinante. Pero en ese caso, la acción tendría más características de “hecho” (Tat) casi físico, pues éste no
guarda conexión con el movimiento que lo pone. La acción indica una relación entre el movimiento de reflexión,
de vuelta a sí desde la exterioridad, y el saber que adquiere así el sujeto. La voluntad moral sabe que las
determinaciones de la exterioridad son producto de su actividad:
La exteriorización de la voluntad como subjetiva o moral es la acción. La acción contiene las determinaciones
señaladas de:
) ser sabida por mí como mía en su exterioridad;
) relacionarse de forma esencial con el concepto como un deber;
) estar en relación con la voluntad de otros. (§ 113).
Pero lo que destaca particularmente de esta descripción de la acción es el tercer punto: la relación con la voluntad
de los otros como parte de la definición de acción. No sólo, entonces, se distingue del hecho, como subraya
Rosenfield, por el movimiento de reflexión sino también por su relación a la voluntad de otros. ¿Se entiende
desde allí la referencia al “concepto como un deber”? ¿O la relación con el deber es independiente de la
intersubjetividad?
Rosenfield opina que la acción expresa no sólo la consideración empírica de otro bajo la forma de una relación
excluyente, sino “la elevación interior con el pensamiento de lo que deben ser las relaciones humanas a la luz del
proceso de autodeterminación de la razón”. ¿Debemos entender esto como un condicionamiento del deber a las
relaciones intersubjetivas? ¿O más bien es al revés, las “relaciones humanas” están pautadas de antemano por el
deber que resulta de la confrontación con el “concepto”?
Tocamos aquí el punto crucial de la moral kantiana que Hegel quiere superar, pero sin abandonar. El progreso
que realizó Kant respecto del nexo entre las leyes morales y la política, consiste en haber hecho del deber un
deber esencialmente racional, apuntando a la autonomía del proceso de autodeterminación. El deber es entonces
un ideal de la razón humana que funciona como imperativo categórico. Según Rosenfield, en este punto “Hegel
es mucho más tributario de lo que no dice de Kant respecto a la relación que hay entre la función kantiana del
ideal y la actuación lógica propia del movimiento del concepto”. Así como nunca se alcanzan las ideas
reguladoras, la actuación del concepto sigue siendo una tendencia propia del movimiento del todo. Y ésta sería
una característica de la lógica de lo político en Hegel: la permanente inadecuación de la realidad al concepto.
No obstante, la verdadera “conciencia ética” es la que actualiza la conciencia moral (la de la inadecuación
concepto-realidad) en el elemento de la sustancialidad ética. Hegel critica a Kant el quedarse en el formalismo
vacío de la moral. Para superar esto, y darle un contenido a la voluntad moral, plantea la necesidad de la “vida
ética” con su sistema de leyes y principios.
Un aspecto importante de este pasaje es que la “superación” de la moralidad en la eticidad no es un dejar atrás o
un abandonar la primera en función de la segunda. El movimiento dialéctico asume para ir más allá, conserva
para superar (aufheben), y las diferentes épocas históricas o grados de desarrollo dialéctico de los pueblos, varían
en cuanto a la necesidad de un momento u otro. Así, la tarea del espíritu en una época determinada o en un
pueblo determinado puede perfectamente ser la de reforzar la “moralidad”, dentro de una totalidad ética.

La mediación ética
La clave de interpretación de la sustancialidad ética en relación con el individuo es, según Rosenfield, la
mediación.
El bien abstracto de la moralidad se haya ahora concretado en una comunidad determinada. ¿Cómo puede
determinarse, particularizarse, sin perder su universalidad? Solamente entendiendo al ser ético como el ser que
vive de la actualización del proceso que lo ha originado, y por eso lleva en sí el poder de mediación que conduce
la objetividad a la subjetividad que la constituye, y con ello a la verdad de una nueva objetividad.
Cada elemento de la realidad se convierte en un miembro del todo. Las relaciones de oposición, lo positivo y lo
negativo, lo subjetivo y lo objetivo, el individuo y la comunidad, superan su forma dualista porque se entiende
como mediación una de la otra, en un movimiento en donde la primacía la tiene el todo. Rosenfield afirma por
eso que debemos “ver en su sentido lógico las pocas afirmaciones en que Hegel sostiene que los individuos no
son sino accidentes frente a las potencias éticas”:
[Lo ético es] esfera de la necesidad cuyos momentos son los poderes éticos que rigen la vida de los individuos y
tienen en estos, en cuanto accidentes suyos, su representación, su figura apariencial y su realidad. (§ 148)
Esto habría que entenderlo desde el proceso de mediación: la sustancia nada es sin el sistema de sus accidentes
en el que se media. Así también la sustancia ética se media a través de los individuos que son sus “accidentes”.
Los individuos obedecen a las potencias éticas, porque reconocen en ellas a su propia esencia.
De allí que estas determinaciones sustanciales que son los poderes éticos sean deberes para el individuo, pues
éste está en relación con ellas como con lo suyo sustancial. El individuo es el movimiento de regreso a sí de la
sustancialidad ética concretizada en los “poderes” de la comunidad: leyes e instituciones, lo ético objetivo.
Obedecerlos es cumplir con su deber. Obedecerlos es realizarse a sí mismo. Obedecerlos es participar del
“despliegue de las relaciones necesarias” en un Estado y, paradójicamente, ser así libre, realizar la idea de la
libertad.
Incluso la autonomía tiene que ser redefinida en función de los poderes éticos más que de los individuos que son
su mediación. La sustancia ética es la verdaderamente autónoma, y en ella lo son los individuos en la medida en
que realizan el movimiento de mediación. De allí la soberanía de los Estados que no reconocerá ninguna otra
instancia sustancial por encima.
Prevalece aquí un enfoque que Taylor llama encuadre ontológico. Desde este punto de vista, el objetivo hacia el
que todo tiende es la auto-comprensión del Espíritu o Razón. El hombre es el vehículo de esta auto-comprensión.
Por eso, que el Espíritu se conozca a sí mismo requiere que el hombre llegue a conocerse a sí mismo y a su
mundo como realmente son, como emanaciones del Espíritu. Este autoconocimiento está expresado en el arte, la
religión y la filosofía, que constituyen el dominio del Espíritu absoluto, al que el Hegel maduro puso como más
alto que el de la política.
Pero la realización completa del Espíritu absoluto presupone un cierto desarrollo del hombre en la historia. El
hombre comienza como un ser inmediato, hundido en sus necesidades y motivaciones particulares, con el más
primitivo sentido de lo universal. Esta es otra manera de afirmar que el Espíritu está inicialmente dividido de sí
mismo, y tiene aún que retornar a sí. Si el hombre debe alcanzar el punto donde pueda ser el vehículo de este
retorno, entonces tiene que ser transformado, a través de un largo cultivo o formación (Bildung).
En esta preparación del Espíritu (Geist) en el hombre juega un rol fundamental su vida social. La existencia de
espíritus finitos, en plural, fue parte del necesario plan del Geist. Ser encarnados significa ser en un determinado
tiempo y lugar, y por lo tanto ser finitos. Pero el espíritu finito debe ir más allá de una identificación consigo
mismo como un particular, y por eso la existencia de muchos hombres y su vida conjunta en una sociedad juega
una parte esencial. El hombre es elevado al universal porque ya vive más allá de sí mismo en una sociedad, cuya
vida más grande lo incorpora.
Por lo tanto, en orden a conocerse a sí mismo en el mundo, el Espíritu tiene que lograr una adecuada encarnación
en la vida humana en la cual puede reconocerse a sí mismo. Por eso es por lo que el Estado como la más alta
articulación de la sociedad tiene un toque de lo divino a los ojos de Hegel. En orden a realizar la consumación
del Espíritu, el hombre tiene que llegar a una visión de sí mismo como parte de una vida más amplia. El Estado
es la real expresión de esa vida universal que es la necesaria encarnación (no sería inapropiado decir ‘base
material’) para la visión del Absoluto. En otras palabras, es esencial al progreso del Espíritu a través del mundo
que el Estado sea.
Pero, por supuesto, el Estado tal como comienza en la historia es una muy imperfecta encarnación del universal.
El estado completamente adecuado que el espíritu necesita para volver a sí debe ser un estado completamente
racional. Por ‘razón’, Hegel no entiende la concepción heredada de Platón como el poder por el cual vemos la
verdadera estructura de las cosas, ni tampoco el cálculo práctico que intenta el dominio del mundo para satisfacer
sus deseos, concepción subyacente al legado de Hobbes.
Una nueva concepción de razón como criterio de acción se levanta para desafiar la visión utilitaria en el final del
siglo XVIII, y ella fue la radical autonomía moral de Kant. Esta visión comienza en un sentido con Rousseau,
a quien Hegel le da crédito por ello. Es una reacción contra la identificación utilitaria del bien con el interés y de
la razón con el cálculo. Quiere fundar nuestra obligación sobre la voluntad, pero un sentido mucho más
radical que en Hobbes. Hobbes fundamentó la obligación política sobre una decisión de someterse a un
soberano. Pero esta decisión era dictada por la prudencia, de tal manera que podemos ver el fundamento de la
obligación en Hobbes como el deseo universal de evitar la muerte.
El propósito de Kant era el de cortar todo lazo con la naturaleza, y dibujar el contenido de la obligación
puramente desde la voluntad. Se propuso hacer esto aplicando un criterio puramente formal a las acciones
prospectivas, criterio ligado a la voluntad como racional. La racionalidad implica pensar en términos
universales y pensar consistentemente. Por eso la máxima subyacente a cualquier acción propuesta debe ser tal
que podamos universalizarla sin contradicción. Una voluntad operando sobre este principio estaría libre de
cualquier fundamentación en la naturaleza, y por eso verdaderamente libre. Un sujeto moral es así autónomo en
un sentido radical. Obedece sólo los dictados de su propia voluntad. La razón, como voluntad racional, es ahora
el criterio, pero en un tercer sentido, uno opuesto a naturaleza.
Ahora Hegel construye sobre el total desarrollo que hemos indicado aquí. Su intención es reconstruir la noción
de un gran orden al cual el hombre pertenece, pero sobre bases completamente nuevas. Por lo tanto, aprueba
plenamente el rechazo moderno al orden de la naturaleza, tal como lo entendían la Edad Media y el temprano
Renacimiento. En estas visiones, el orden se entendía como simplemente dado por Dios. Pero la noción hegeliana
de espíritu como libertad no puede aceptar nada meramente dado. Todo debe fluir con necesidad de la Idea,
del Espíritu o de la Razón misma. Por eso el Espíritu debe esencialmente rebelarse contra cualquier cosa
meramente dada.
Por esta razón, Hegel ve la afirmación moderna de un sujeto auto-definible como una etapa necesaria. Y ve su
necesaria culminación en la radical noción kantiana de autonomía. La autonomía expresa la demanda del Espíritu
de deducir todo su contenido fuera de sí.
Hegel toma el contraste radical entre naturaleza y espíritu. La ‘substancia’ de la naturaleza material es la
gravedad, pero la del espíritu es la libertad. Su libertad está en centrarse en sí mismo (in sich den Mittelpunkt zu
haben).
Ahora bien, la autonomía planteada dentro del encuadre ontológico, nos conduce directamente a la idea de
soberanía del Estado, entendido como sustancialidad ética unitaria, mediada por las realizaciones efectivas de
los individuos, en la medida en que éstos desplieguen las relaciones necesarias de la eticidad, es decir, cumplan
con sus deberes.
Esto nos sitúa entonces frente al Estado como el gran individuo, el gran in-diviso dividido de los demás Estados.
¿Cómo el Espíritu llegado a este punto resuelve su paso a un plano de mayor universalidad?

Extra statum nulla ratio


El Estado es el último grado de evolución del Espíritu objetivo, que ha elevado y llevado consigo hasta su nivel
al espíritu subjetivo de cada individuo, y puede, entonces, recobrarse enriquecido luego de su paso por la
naturaleza y la historia.
En el seno del Estado se darán las tres manifestaciones que Hegel denominará del Espíritu absoluto, el arte, la
religión y la filosofía. El Estado, aunque sea el reino de lo ético, y por ello, del espíritu objetivo, es el lugar
donde se vive lo absoluto; el Estado, pues, posibilita el acceso al estadio máximo a un hombre que ya ha
cumplido la profundidad de la vida ética: tal como en los griegos, el ideal de vida feliz pasa por la vida social,
por la Polis, pero en definitiva se cumple alejándose de ella, en la contemplación. En Hegel no cabe vivir ni lo
estético, ni lo religioso ni lo filosófico fuera del Estado, fuera del Estado no hay intelección posible (podría
decirse extra statum nulla ratio).
Y esto también en el sentido de que más allá del Estado no hay ninguna instancia institucional que permita el
ascenso a un plano de universalidad mayor. Hegel no cree en la “Sociedad de Naciones” o en una “República
Universal”, como había imaginado Francisco de Vitoria en el siglo XVI. Más allá del Estado, sólo tenemos a la
Historia Universal como instancia de juicio, aunque no de fundamentación. Pero en ella no viven los pueblos ni
se realizan los hombres.
Afirma Emil Anghern que “la realidad histórica no es la instancia de fundamentación -esto solamente puede serlo
la sola razón-, sino el lugar de la determinación y concreción de los criterios de actuación”. Y esto tiene que ver
con la ubicación que Hegel da al tratamiento de la historia (al menos de la historia universal): al final de la Teoría
del Espíritu Objetivo, en la Filosofía del Derecho, después de la Teoría del Estado. Esto significa que, en
principio, la historicidad aparece como parte de la filosofía práctica. Y que “filosofía práctica” en Hegel es
propiamente una “Teoría del Espíritu Objetivo”: esto es, no pregunta abstractamente por los requisitos de la
racionalidad práctica, sino que busca contemplar las figuras concretas en las que se realiza la libertad humana.
Figuras que no son meras facticidades, sino exigencias de la razón realizadas en la historia. De allí la dualidad de
aspecto que presentan estas figuras del espíritu objetivo: por un lado son “formas de existencia”, pero por otro
lado, representan “exigencias racionalmente legitimables”.
La ubicación de una tematización sobre la historia después de la teoría sobre el Estado, y haciendo de transición
a la teoría del Espíritu Absoluto, tiene que ver con el hecho de que Hegel descarta la posibilidad de una forma de
organización supraestatal que pueda realizar la universalidad mejor que el Estado (particular).
El Estado es la forma de universalidad que superaba las deficiencias en ese sentido de las formas anteriores, la
familia y la sociedad civil. Pero el hecho de la pluralidad de estados, pone al Estado en la situación de ser un
particular entre otros, en donde cada uno es considerado en su individualidad.
Allí radica la deficiencia de su universalidad, y por eso el movimiento dialéctico lleva a la superación de esta
instancia. Pero como una organización supraestatal tendría que darse en virtud de un contrato entre los estados, y
no por una realización natural del mismo orden que la familia o que el Estado, Hegel rechaza esta posibilidad y
postula como instancia superior de universalidad a la historia universal.
No es, entonces, la historicidad entendida en función de la realización del hombre en el tiempo, sino una
instancia superior de realización del Espíritu en su universalidad. Al menos esto es lo que se desprende de la
Filosofía del Derecho. La historia aparece como un recurso dialéctico para lograr una nuevo nivel de
universalidad. Y la figura que opera como mediación en este punto es la de los individuos de relevancia.
Estos individuos son propiamente los “hombres históricos”, los que saben “lo que está en el tiempo”. Dice
Anghern que se hallan situados más allá de la particularidad de la eticidad personificada en el Estado, como si
pudieran situarse “exteriormente” a él. En realidad, lo que los caracteriza es que saben proponerse fines
particulares que contienen lo sustancial, la voluntad del espíritu universal.
Pero al mismo tiempo, el Estado es requisito de historicidad. Hegel dice repetidamente que solamente se puede
hablar de historia en sentido estricto donde existan Estados, y no meramente comunidades familiares o pueblos.
El motivo de esto está relacionado con el concepto de historia: la existencia histórica presupone la
autoconciencia del existente históricamente. Aquí se expresa la presuposición de que sólo existe históricamente
aquél que es consciente de su propio ser histórico. Y ello sólo es posible en un Estado, y no en un pueblo o en
una familia. Pero, los pueblos devienen Estados mediante la fundación de esos individuos históricos.
Surgir en determinaciones legales y en instituciones objetivas partiendo del matrimonio y de la agricultura
constituye el derecho absoluto de la idea, ya sea que la forma de esta su realización aparezca como legislación y
beneficio divino, o como violencia e injusticia: este derecho es el derecho de los héroes a la fundación de los
Estados. (§ 350).
Nos encontramos, entonces, con una historia que es entendida como instancia superior de universalidad; que sólo
se da en los pueblos que han objetivado sus costumbres en leyes y han devenido Estados; y que a su vez, los
Estados se constituyen merced a la acción fundadora de los héroes, o individuos históricos, situados más allá de
la eticidad de la vida intraestatal. Todo lo cual constituye, una evasión de la intersubjetividad. Pero una evasión
de último momento que nos retrotrae el comienzo en un círculo donde parece tener la primacía precisamente la
individualidad.
En efecto, pues para llegar a la instancia final, Hegel se mueve sobre el presupuesto de la socialidad del hombre.
El camino de realización del Espíritu en la historia se desarrolla intersubjetivamente, en el Estado, la sociedad
civil y las familias. El Estado es el todo, y por ello es anterior a las partes (sociedad civil y familias). Pero resulta
que el Estado es tal, merced a la acción fundadora de individuos situados más allá de toda relación intersubjetiva
(que es siempre mediada institucionalmente), pues no están atrapados en costumbres e instituciones que tienen
primacía sobre él, sino que es capaz de producir innovaciones revolucionarias por encima de la pura ejecución de
la eticidad estatal. Para peor, ni siquiera esto es obra propiamente suya, sino que es un “medio” o un
“instrumento” del espíritu universal, “para cumplir su fin, elevarlo a la conciencia y realizarlo”.
Con esto queda debilitado el principio de eticidad como fundante de la vida humana. La intersubjetividad, más
allá de las intenciones de Hegel, pierde consistencia teórica. ¿Acaso no es ésa la suerte de la socialidad en el
pensamiento griego maduro, que tanto admira Hegel en Aristóteles? ¿No es el ideal del sabio solitario
parangonable con el carácter del grande hombre histórico, al menos en su forma de relación con la sociedad?

Los otros de la historia


El ser-para-otros de los Estados los devuelve a su individualidad soberana. Hay un condicionamiento recíproco
entre la soberanía interna y su exposición ante los otros.
La individualidad como ser-para sí exclusivo aparece como relación con otros Estados, cada uno de los cuales
es autónomo frente a los otros. (§ 322).
¿Implica esto una causación recíproca, en el sentido de que la soberanía interna depende del reconocimiento de
los otros, o que el reconocimiento a los otros depende de su grado de autonomía? ¿Se desprenden de aquí algunas
claves de comprensión para la intersubjetividad sin más?
En el siglo XVI Francisco de Vitoria había analizado la relación de España con “los indios recientemente
descubiertos” en términos de dominium y “derecho de comunicación”. La soberanía interna, el dominium o
autoposesión y posesión del mundo que se habita, es condición de posibilidad de la relación entre Estados. Pero
la autoposesión no es el valor máximo en la filosofía del teólogo de Salamanca, sino que es el primer
movimiento de un proceso que tiene como objetivo la comunicación. La Comunicación es la clave de
comprensión en las relaciones intersubjetivas. “la sociedad es una naturalísima comunicación” había dicho en su
Relección De potestate civili (1528). Se es dueño para la comunicación. Se es soberano para la comunicación. Y
desde esa natural vocación se establecen los criterios de relación y se sientan las bases de un Ius Gentium que
camine hacia una Confederación de estados, pues “el mundo entero es como una República”.
En Hegel pareciera que la clave gira en torno del primer término: la soberanía de cada Estado es el fundamento
último de la relación.
Puesto que la relación de los Estados tiene como principio su soberanía, ellos se enfrentan recíprocamente en la
medida en que se encuentran en estado natural, y sus derechos tienen su realidad no en una voluntad
universal constituida como poder por encima de ellos, sino en su voluntad particular. (§ 333).
Nos encontramos en el “estado de naturaleza”. Rechazado antes por Hegel como explicación de la vida social,
reaparece en este nivel de progreso del Espíritu. La vida social llega hasta la constitución del Estado. De ahí en
más, el Espíritu se vuelve absoluto en el arte, la religión y la filosofía. Pero el Estado, como organización
concreta del universal, en su orden, es insuperable. En el plano, entonces, de la vida social, volvemos al punto de
partida que se pretendía superar. No solamente por los grandes hombres de la historia, sino ahora también por el
Estado mismo, nos encontramos ante la situación de un estado natural de los Estados como individuos,
enfrentados unos a otros, afirmados en su voluntad particular. Y donde la forma más clara de “reconocimiento”
será la guerra. Hobbes reivindicado.
No hay posibilidad de una “Sociedad de Naciones” como quería Kant porque el punto de partida es la voluntad
particular de cada Estado. Sobre ella solamente se puede fundamentar la figura del contrato.
No hay ningún pretor entre los Estados, a lo sumo árbitros y mediadores entre Estados, y aún éstos sólo
accidentalmente, es decir, según voluntad particular. La representación kantiana de una paz perpetua mediante
una confederación de Estados que allanara toda disputa y que arreglara toda discrepancia en cuanto poder
reconocido por cada Estado individual, y de este modo hiciera imposible la decisión mediante guerra, presupone
el acuerdo de los Estados, que descansaría en razones y consideraciones morales, religiosas o de otra índole,
siempre en general en voluntades particulares soberanas, y por eso continuaría afectada por la contingencia. (§
333).
Lo que es irrebasable en este planteo es, en definitiva, el horizonte de comprensión de la filosofía moderna. Pese
a la ampliación del concepto de voluntad que analizamos en la primera parte, Hegel se atiene aquí al más crudo
voluntarismo que, como bien lo señala en este parágrafo, se fundamenta en lo particular y no en lo universal. No
hay razones religiosas, morales o de otra índole que puedan abrir paso al universal necesario en este plano.
La sustancia ética, el Estado, tiene su existencia, es decir, su derecho, inmediatamente en una existencia no
abstracta sino concreta, y que sólo esta existencia concreta -y no uno de los muchos pensamientos universales
tenidos por preceptos morales- puede ser principio de su actuar y conducirse.
Lo que queda es estar atento al paso del Espíritu sobre la tierra. Estar atento a su proceso de condensación en
algunos Estados privilegiados. ¿En ellos se “condensa” el universal? ¿Otra vez el individuo histórico? Aún más,
Hegel justificará la preeminencia de unos Estados por sobre otros, más atrasados en el proceso ascencional del
Espíritu.
Cada pueblo es portador de un principio de libertad, es cierto. Pero por su finitud y pluralidad, los pueblos
expresan el movimiento a través del cual el Espíritu reúne en sí la realización de sus diferentes determinaciones y
llega a condensarlas en una época, en un pueblo determinado. El pueblo que es depositario de esta
condensación, ¿tiene un derecho absoluto sobre los otros pueblos? Rosenfield (p.285) cree que no. Hegel parece
desmentirlo:
Al pueblo al que le corresponde semejante momento como principio natural se le encomienda la realización del
mismo en el progreso de la autoconciencia desplegada del espíritu universal. Este pueblo es el dominante en la
historia universal en esa época, y en ella sólo puede hacer época una vez. Frente a éste su derecho absoluto de
ser portador del estadio actual de despliegue del espíritu universal, los espíritus de los otros pueblos carecen de
derecho y, como aquellos cuya época ya ha pasado, ya no cuentan en la historia universal. (§ 347).
Hemos dicho que consideramos de suma importancia este “lugar” del pensamiento para comprender hasta dónde
llega una antropología de la intersubjetividad en Hegel. En efecto, la conciencia europea de la modernidad que
llegó a autocaracterizarse mediante la “mayoría de edad” y, en Hegel, como la irrenunciable conciencia de los
derechos de la subjetividad, reconocidos definitivamente por el derecho racional y, por ende, universal; esa
conciencia europea de la modernidad tenía una contracara que la hacía posible: la de los pueblos conquistados y
colonizados de lo que luego se llamará el tercer mundo. ¿Tampoco cuentan estos pueblos para redefinir la
intersubjetividad, planteada siempre en el plano individual? ¿No cuentan estas relaciones inter-estatales para
redefinir la soberanía, la autonomía y la libertad?
La experiencia de intersubjetividad a ese nivel parece haber impactado de diferente modo a un lado y al otro de
los Pirineos. A Francisco de Vitoria, la nueva situación ecuménica lo llevó a un profundo replanteo de los temas
cruciales para la existencia del estado español y su rol como nación. El descubrimiento y conquista de América
no dejó indemne a la conciencia que tenían de sí los ibéricos: a partir de entonces, el 'sí mismo' comenzó a ser
pensado desde la alteridad. Gaspar Risco Fernández ha señalado que lo que verdaderamente descubren españoles
y amerindios juntos es la situación de encuentro como tal. No el hecho concreto del encuentro, sino que a través
de él, se inaugura una situación permanente para la humanidad: la situación en que nos hallamos los pueblos ex-
puestos ante los demás, una situación de comunicación, una situación de encuentro.
Por la lectura que hemos realizado de la Filosofía del Derecho de Hegel, aunque primera y necesitada de
relecturas, podemos concluir que esta experiencia no fue asumida por Hegel para el planteo de la
intersubjetividad. Al llegar a este punto, el pensador alemán recurre a los viejos esquemas individualistas que él
mismo había desmontado para explicar la constitución interna del Estado. El Estado es el non plus ultra de la
intersubjetividad. Todo lo demás recibe la forma moral, abstracta y vacía, del Sollen.
La relación entre Estados, pensada desde la experiencia europea de dominación de otros pueblos, plantea el
límite de Hegel. Este remite la cuestión al “tribunal de la historia”, pues entre los Estados rige la hobbesiana
guerra de todos contra todos. Tres siglos antes, un español se dejó interpelar por esta experiencia y abrió cauces
para una ecúmene confederal, pues “no es el hombre lobo del hombre, como dice Ovidio, sino hombre”.-

Bibliografía consultada
AAVV: Estudios sobre la Filosofía del Derecho de Hegel. Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid 1989.
ANGHERN Emil: ¿Razón en la historia? Sobre el problema de la filosofía de la
historia en Hegel. En AAVV: Estudios sobre la Filosofía del Derecho de Hegel. Op.
Cit. Pp. 349-375.-
BOBBIO, Norberto: Hegel y el Iusnaturalismo, en AAVV: Estudios sobre la Filosofía
del Derecho de Hegel, op.cit. P.377-406.-
DÍAZ Carlos: Hegel, filósofo romántico, editorial Cincel, Madrid 1985.
HEGEL, G.W.F.: Fundamentos de la filosofía del derecho. Ed. Libertarias/Prodhufi.
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HEGEL, G.W.F.: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Alianza
Universidad, Madrid 1980. Traducción de José Gaos, Prólogo de José Ortega y Gasset.-
RISCO Gaspar: Dialéctica de la comunicación intercultural. En Antropología cultural
del azúcar, Centro de Documentación e Información Educativa de la Secretaría de
Estado de Educación y Cultura. Tucumán, 1995. PP. 179-191.-
RITTER, Joachim: Persona y Propiedad. Un comentario de los §§ 34-81 de los
“Principios de la Filosofía del Derecho” de Hegel. En AAVV: Estudios sobre la
Filosofía del Derecho de Hegel. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1989.
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ROSENFIELD, Denis: Política y Libertad. La estructura lógica de la Filosofía del
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Barrales Valladares).-
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ULLMANN, Walter: Principios de gobierno y política en la Edad Media. Alianza
Editorial. Madrid 1985 (traducción de la versión de 1961 en inglés por Graciela
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VALLS PLANA, Ramón: Del yo al nosotros (Lectura de la Fenomenología del Espíritu de
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VAZQUES, E.: Dialéctica y derecho en Hegel. Monte Ávila Editores. Caracas, 1976.
VITORIA Francisco de: Relectio De Indis prior. Edición de T. URDANOZ: Obras de
Francisco de Vitoria, BAC, Madrid 1960.-

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