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El documento analiza las diferencias entre las estéticas de los regímenes fascistas de Italia, Alemania y España. Explica que el franquismo no tenía una doctrina clara y cambiaba según las circunstancias para sobrevivir. Los artistas se adaptaron a los diferentes periodos del régimen para ganar premios u obtener inmunidad. A diferencia de Italia y Alemania, en España el nacionalismo se centró más en aspectos estáticos como la familia y la religión católica debido a la destrucción de la guerra civil.
El documento analiza las diferencias entre las estéticas de los regímenes fascistas de Italia, Alemania y España. Explica que el franquismo no tenía una doctrina clara y cambiaba según las circunstancias para sobrevivir. Los artistas se adaptaron a los diferentes periodos del régimen para ganar premios u obtener inmunidad. A diferencia de Italia y Alemania, en España el nacionalismo se centró más en aspectos estáticos como la familia y la religión católica debido a la destrucción de la guerra civil.
El documento analiza las diferencias entre las estéticas de los regímenes fascistas de Italia, Alemania y España. Explica que el franquismo no tenía una doctrina clara y cambiaba según las circunstancias para sobrevivir. Los artistas se adaptaron a los diferentes periodos del régimen para ganar premios u obtener inmunidad. A diferencia de Italia y Alemania, en España el nacionalismo se centró más en aspectos estáticos como la familia y la religión católica debido a la destrucción de la guerra civil.
La seducción visual era, en tales regímenes, algo indispensable para
amueblar la imaginación y no dejar sitio para el razonamiento. Se trataba de hacer no sólo tolerables, sino incluso agradables la violencia física y moral revistiéndolas con una máscara halagadora de los sentidos. El franquismo no era una doctrina. Era una situación y una correlación cambiante de fuerzas, y era básicamente la trayectoria de una persona atravesando momentos distintos con la finalidad de sobrevivirlos. En consecuencia, hablar de estética del franquismo resulta ser hablar de las adaptaciones que los artistas visuales y los críticos, los del arte monumental con aspiración museable, y los del arte comercial propagandístico, hicieron para ser compatibles con las distintas etapas de aquella trayectoria, y para cosechar en ellas los premios de lo oficial o, en el nivel mínimo, la inmunidad frente a la represión. No es posible meter en el mismo saco la plástica propia de la Italia de Mussolini con la de la Alemania de Hitler, entre las cuales había radicales diferencias. Mucho menos posible será, pues, hacerlo con el arte franquista. En el modelo italiano y en el alemán, antes que en el español, se había dado el caso de que el aura poética del sueño proferido por los promotores activos del movimiento, había sido suficiente para entusiasmar no sólo a las clases medias sino, inclusive, a capas extensas del proletariado, particularmente del más bajo lumpen, para el cual la sujeción a una disciplina rígida aparecía como una esperanza, dado su alto grado de desamparo. La clase media llegó a pensar que tenía capacidad para planear un Estado interclasista, esto para negar la existencia de la lucha de clases y proponer lo que podía llamarse una tercera vía, entre el Capitalismo y la Revolución. Claro que, al cabo de cierto tiempo, cuando no se trató ya sólo de construir imágenes ideales y poéticas, sin contraste con la realidad, sino de entrar en una política de gobierno, se vio claro que los sueños anticapitalistas no podían tener ninguna posibilidad de trasladarse a ningún grado de realización porque el nuevo poder se establecía mediante pactos con el Capital, el cual proporcionaba dádivas y prebendas a los dirigentes a cambio de que se compenetrasen con sus intereses. Este fenómeno ha tenido una gran trascendencia desde el punto de vista artístico, puesto que el papel adoptado por los regímenes absolutistas del siglo XX ha asumido la doble función de actuar en silencio para favorecer una importante acumulación de capital, por un lado, y por el otro ha actuado visiblemente, estruendosamente, literaria y artísticamente, para conmover a la pequeña clase media destinada a constituir el sostén entusiástico y multitudinario del proceso. El arte se ha visto así empujado a una semántica excitante, dirigida hacia la consecución de ciertos mitos capaces de llegar a impresionar el universo escogido, que se sentía gratificado participando en ellos. Para obtener esta visión de borrar la visión de las clases en conflicto, era necesario apoyar todo lo que convergiese hacia el mito de la Unidad. Este mito fundamental, sobre el que se apoya toda la concepción cultural destinada a la creación de una weltanschauung favorable, tuvo naturalmente un aspecto privilegiado en la sacralización de lo que fue llamado nacional, dando a esta palabra emotiva una identificación con el Estado. El concepto de Imperio que alumbró el fascismo italiano, el del Espacio Vital, desarrollado por el nazismo, constituían estas perspectivas de trasladar el término de Unidad a un espacio más vasto que el estricto campo del Estado existente. En el caso español, en que el sistema no se instauró por una operación de audacia, como en Italia, ni por unos mecanismos constitucionales más o menos manipulados, como en Alemania, sino después de una larga guerra civil que dejó arruinado al país, y en las circunstancias de una terrible guerra mundial con grandes ejércitos en movimiento, no había la posibilidad de intentar la construcción de una Unidad práctica superior, como los italianos habían hecho con Etiopía y con Albania o los alemanes hicieron invadiendo casi toda Europa. Estos aspectos de la idea de Imperio tuvieron su impacto cultural y artístico a través de una identificación con una concepción estática del Catolicismo, un catolicismo preconciliar particularmente identificable con el mismo concepto de “Occidente” que los alemanes habían instalado. En cuanto a la identificación con un Estado sin clases sociales y distinto del pluralismo liberal, el arte se encargó de idealizar las formas de la vida pre-industrial: el folklore, la artesanía, la tradición católica campesina, doméstica y familiar, las familias numerosas, las cofradías, los gremios, todo lo que ayudase a idealizar las formas pretéritas de una sociedad muy atada por convenciones estables. Si los regímenes italiano y alemán pusieron el acento sobre todo en los primeros aspectos del imperialismo, con la expansión práctica, militar, que constituía su aspecto dinámico, el español, paralizado por las destrucciones de la guerra, el aislamiento internacional y la “pertinaz sequía”, puso más el acento en los aspectos estáticos, encarnados en el Catolicismo preconciliar y en la Familia. El común denominador de su misión modélica, en estos sentidos, era el concepto de Orden, uno de los conceptos fundamentales del sistema, tan fundamental que, cuando las circunstancias históricas fueron desacralizando los conceptos de Imperio, del Historicismo y hasta de la Unidad, con la sucesiva entrada en el vocabulario de los pluralismos y contrastes de pareceres, quedó como último reducto inviolable el concepto de Orden. El vago sueño imperial expansionista de los primeros tiempos, todavía dinámico, se apoyaba en el mito cultural de la “hermandad entre las armas y las letras” y el ideal del hombre perfecto, del caballero perfecto, en el “monje-soldado”, hecho de austeridad, de espíritu de sacrificio, pero también de violencia y de impasibilidad ante la sangre vertida. La adoración del Orden creó el culto a la Jerarquía, por el que cada cual, excepto el Jefe supremo, tenía que obedecer, y en el que cada cual, prácticamente, podía esperar mandar a alguien. Con tal sistema, que tiene su traducción plástica en los temas visuales con eje dominante, coronación, etc., y en la presencia de formas fuertes, rígidas o subrayadas, el pequeño burgués se sentía partícipe de los antiguos privilegios de la aristocracia. La visión interclasista, la idea misma del nacionalismo, al crear la ilusión de que “cuando el bosque se quema, algo tuyo también”, favorecía esta satisfacción pretenciosa. Por ello el arte de tal situación presenta rasgos tan característicos de aristocratismo, y no se dirigía a una exposición ni a una crítica racionales, sino a una emotividad irracional. Cimentaba lo que Gramsci llamó la visceralización ideológica. Ello resultó muy eficaz. Durante muchos años la crítica marxista no supo ver otra cosa que una disyuntiva entre el Capital y los trabajadores, y con ello no pudo comprender la fuerza real de la clase media que, aglutinada por la propaganda, y con el sueño de realizar una toma del poder, en nombre de la Unidad, de la Nación-Estado y del Orden, podía perfectamente colocarse como protagonista histórico, con la sola condición de conformarse a las condiciones impuestas por el gran capital. Por otra parte, el purismo ideológico de los movimientos obreros de los años treinta impedía aceptar lo que hoy vemos todos. Que los obreros no son necesariamente defensores de los intereses de su clase. Que existe el vastísimo fenómeno de la alienación por el que muchos asalariados pueden sentir como propios los intereses de la gran burguesía. En todas partes se producen situaciones como las que hacen creer a los americanos que lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos. El fenómeno a que aludimos es el que permitió que el tipo de arte a que nos referimos no fuese precisamente el más apreciado de las clases burguesas, sino que tuviese su éxito más cordial precisamente en las zonas geográficas más pobres, en los ámbitos predominantemente agrícolas, más atrasados tecnológicamente, con menos incidencia pedagógica y con más peso de las instituciones eclesiásticas. En esta visión –totalitaria– por la que el Estado llega a todas partes, todo fenómeno plural, de clases, de tendencias, de intereses, se convierte en una especie de descomposición, negativa, del cuerpo social. Cualquier particularidad es a modo de una traición. Por otra parte, si el Estado hiere a cualquiera –a uno mismo– debe considerarse que la violencia que ejerce es respetable, como una violencia sagrada. Esta aceptación del sacrificio, que complementa el culto a la autoridad, tiene una traducción doméstica en la sumisión de la mujer, entendida como vestal, guardiana de la casa, virtuosa, obediente, consagrada al cuidado de los hijos, a la cocina y a la limpieza. Este campo familiar es uno de los que presentan más diferencias –puesto que está más lejano al núcleo del poder político– entre los diferentes sistemas que nos ocupan. En Italia, a pesar de la existencia de las mujeres fascistas, que eran en principio enamoradas potenciales del Duce, persistía el modelo tradicional de la mujer esposa, honrada por la sociedad y recluida en casa, y la complementaria, la querida, deshonrada por la sociedad, utilizada como objeto por el hombre, pero capaz de experimentar ella misma un romántico enamoramiento por el varón, símbolo de poder y de violencia. En Alemania, donde tenía mucha importancia el homosexualismo entre los nazis, como dice María-Antonietta Macciocchi, la mujer estaba muy presente en el arte, como tema de la mitología racista, pero no en tanto que complemento sexual –pues solía presentarse señaladamente asexuada– sino en tanto que madre, con abundantes senos y caderas robustas. En Italia, la teoría dominante respecto a la mujer era la de Loffredo, según el cual se trata de un mamífero ignorante. En Alemania era vista como un objeto, que era necesario tener en cuenta, como decía Scolk Klink, no como una igual al hombre, sino como algo que puede valer sólo en función de las necesidades del pueblo alemán, para parir héroes. En España, donde la teoría que daba cohesión a las ideas de Unidad y de Orden era el Catolicismo preconciliar, la mujer era la tradicional madre de familia hogareña, virtuosa y modesta, sometida al marido, y algo avergonzada de no ser, como el gran modelo, propuesto todos los días y especialmente venerado, Virgen. Fruto de esa concepción, no aparecen en el arte los desnudos, imagen de la fecundidad, de la escultura alemana, y en la vida real la visión del cuerpo de la mujer es vetada rigurosamente, tanto en el teatro como en el cine y en las artes gráficas. Reich había visto bien que importaba mucho la inhibición sexual como medio para atar a los individuos, hombre, mujer, hijos, a la familia. La fijación de unos lazos especiales entre la madre, la famosa Mamma italiana o la “Madre que sólo hay una” de la mitología española, era la base psicológica para la futura relación del hombre con la Patria, con la Madre Patria. Aspecto muy importante para comprender el arte que nos ocupa es el de la transformación de los lenguajes que se operó en seno del Stato totalitario, del Totale Staat o del Estado totalitario, consistente en tomar la retórica de la lucha de clases, con toda su capacidad de movilización emotiva, y verterla en el lecho de la Revolución Nacional. Ello permitía hablar de Justicia de clase, de Revolución, de Liberación, y formular ataques contra el Capitalismo. El carácter de gobierno desde arriba hacía inofensivas las más violentas afirmaciones revolucionarias, que habrían sido posiblemente peligrosas en un régimen parlamentario. La gran importancia de las artes visuales en los sistemas como el que nos ocupa viene de su aptitud para suplantar la lógica. El vehículo verbal, por más que se le fuerce con abundantísimos refinamientos semánticos y filigranas de ambigüedad, conserva siempre una fuerte relación con la lógica y con la razón en general, lo cual es peligrosísimo puesto que, como ya hemos visto, se trataba de crear una mitología emotiva para las clases medias que actuase como pantalla para ocultar lo conflictivo y transformar la realidad en una imagen de la Unidad, el Orden y la Jerarquía. Los estudios de psicología de las masas ejercieron un influjo decisivo al mostrar que los comportamientos colectivos, establecidos por contagio, eran muy distintos de los comportamientos individuales. El hombre masa se movía mucho más por motivaciones instintivas, ancladas en sus instintos de defensa, de lucha, de gregarismo, de nutrición y de reproducción, que por cualquier razonamiento o cualquier crítica. La psicología de las masas consideró que la propaganda, o el sistema de coacción mental para inculcar a los otros ideas que crean que son ideas propias, no se debe basar en la formulación lógica de tales ideas, puesto que cada cual contra un concepto puede oponer otro, en una discusión crítica, y puede rechazar el que se le ofrece. Lo eficaz es hacer vivir a los otros algún tipo de experiencia. Contra ello no hay rechazo posible. La emoción producida en el organismo de un hombre por unos objetos vistos con sus ojos o tocados por sus manos, se inscribe definitivamente en lo vivido y no puede ser rechazada. Por vivida, está inevitablemente destinada a influir sobre los comportamientos futuros. El origen plástico hay que buscarlo en el futurismo italiano de 1911 y su primera voluntad de hacer ingresar en el arte las novedades técnicas y científicas del siglo XX. El futurismo, nacido en el entusiasmo y la retórica excitante, fue experto en deformar las imágenes para darles dinamismo y en deformar los textos para que dejasen de ser sólo expresiones de ideas y para que, a través de las variaciones tipográficas –que tuvieron su cúspide en los caligramas– se convirtiesen también en impresionantes imágenes sensibles. En la obra de Tchakhotine podemos hallar las líneas generales de la gran substitución del análisis racional por la corriente avasalladora de la emotividad irracional. En ella podemos darnos cuenta de cómo se formó la idea de un cierto orden de prioridad en el que se consideraba que lo primero, lo más poderoso, lo que, a falta de otra cosa debía estar presente, era el símbolo gráfico. El símbolo gráfico era la cúspide, la concreción más fuerte de toda la emotividad y en realidad de una ideología entera, del mismo modo que la marca registrada de un producto es capaz de sugerirnos por su sola presencia un gran lote de conceptos sobre su calidad. Consecuencia radical de la substitución de las ideas pensables por imágenes sensibles era el hecho de poner el acento, más que en la semántica, en el estilo. Lo que impresiona, en efecto, es la manera de hacer. El estilo es el factor básico de la capacidad de producir una emoción irracional, y por ello el estilo fue el verdadero eje de las artes visuales del fascismo y de todos los movimientos autoritarios vinculados con él. El estilo, por su propia naturaleza, permite prescindir de la realidad para crear otros valores. Él puede darnos un cisne terrible, un león sonriente, un águila amable o un pez sabio. El estilo podía borrar la irreversibilidad del nacimiento en un grupo social. Por ello las clases medias pudieron enamorarse tanto del estilo. El estilo permitía a un plebeyo aristocratizarse. A cualquiera, pertenecer a la clase dominante. De aquí nació la gran preocupación por la elegancia, tendente a hacer de todos un Pueblo de Señores, como se decía en Alemania, o bien Caballeros o Hidalgos, como se prodigaba en España. El uniforme fue uno de los elementos fundamentales en esta tarea, puesto que la adopción del estilo de vida definida por la práctica de las virtudes autorrepresivas, que caracteriza a los viejos señores, es difícil, y la adopción de un estilo de comportamiento propio de la clase superior requiere un entrenamiento arraigado en la época infantil que no se puede improvisar de adulto. El uniforme era el sistema más rápido y barato de dar sensación de estilo, y su adopción venía refrendada por el éxito que había tenido en configurar la disciplina de los ejércitos, en el mundo entero, y la dignidad del clero, a través de la sotana. El intento de sacralizar la camisa tuvo un gran alcance como medio para la creación de una imagen interclasista. De una parte, era asumir la prenda más barata, antes sólo exhibida, sin chaqueta, por la clase trabajadora. Por otra parte, la camisa era asociada a elementos militares, bolsillos de fuelle, hombreras, correajes y polainas, con lo que se tomaban símbolos de poder físico. Un cuidado estético para una y otra cosa, tendía a hacer el conjunto lo más elegante posible. Así se realizaba una síntesis interclasista perfecta. Para arrebatar sus símbolos a los movimientos obreros, en Italia se tomó el color negro de los anarquistas, para las camisas. En España, los mauristas y los seguidores nacionalistas del Doctor Albiñana, adoptaron la camisa azul, la que llevaban realmente los obreros de su época. El color pardo de las camisas nazis era la manifestación exacta de lo neutro, interclasista, el color de la tierra y el color del camuflaje militar básico. En el seno de esta aristocratización por medio del Estilo, tiene importancia la institucionalización de algo que antes era un hecho espontáneo en la conducta del señorito: el gamberrismo. Así los signos de agresividad se hicieron patentes junto a la elegancia. Aparecieron las calaveras y las tibias que habían distinguido a las tropas de choque de las antiguas monarquías y se hizo normal el porte del cuchillo en la cintura. Elemento esencial para el tipo de arte que nos ocupa es el tamaño, puesto que un gran formato basta, por sí solo, para convertir en impresionante cualquier forma. Por ello el colosalismo hace acto de presencia, real o figurado, en los edificios realmente inmensos o en las perspectivas representadas en dibujos, murales o carteles. Por otra parte, el colosalismo era un sistema para hacer vivir en la propia experiencia del espectador aquellas ideas que Giovanni Gentile había enunciado, por las cuales existe una voluntad colectiva, enorme, de la cual la voluntad individual no es más que una pequeña partícula dependiente. En esta búsqueda del estilo y en esta voluntad colosalista, se inscribe la gran importancia dada a los ceremoniales, las concentraciones, los desfiles con banderas o antorchas, los pebeteros, el acompañamiento musical, etc. (PÁG.32)