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LA ESTÉTICA DEL FRANQUISMO (ALEXANDRE CIRICI)

La seducción visual era, en tales regímenes, algo indispensable para


amueblar la imaginación y no dejar sitio para el razonamiento. Se trataba de
hacer no sólo tolerables, sino incluso agradables la violencia física y moral
revistiéndolas con una máscara halagadora de los sentidos.
El franquismo no era una doctrina. Era una situación y una correlación
cambiante de fuerzas, y era básicamente la trayectoria de una persona
atravesando momentos distintos con la finalidad de sobrevivirlos. En
consecuencia, hablar de estética del franquismo resulta ser hablar de las
adaptaciones que los artistas visuales y los críticos, los del arte monumental
con aspiración museable, y los del arte comercial propagandístico, hicieron
para ser compatibles con las distintas etapas de aquella trayectoria, y para
cosechar en ellas los premios de lo oficial o, en el nivel mínimo, la
inmunidad frente a la represión.
No es posible meter en el mismo saco la plástica propia de la Italia de
Mussolini con la de la Alemania de Hitler, entre las cuales había radicales
diferencias. Mucho menos posible será, pues, hacerlo con el arte franquista.
En el modelo italiano y en el alemán, antes que en el español, se había dado
el caso de que el aura poética del sueño proferido por los promotores
activos del movimiento, había sido suficiente para entusiasmar no sólo a las
clases medias sino, inclusive, a capas extensas del proletariado,
particularmente del más bajo lumpen, para el cual la sujeción a una
disciplina rígida aparecía como una esperanza, dado su alto grado de
desamparo. La clase media llegó a pensar que tenía capacidad para planear
un Estado interclasista, esto para negar la existencia de la lucha de clases y
proponer lo que podía llamarse una tercera vía, entre el Capitalismo y la
Revolución. Claro que, al cabo de cierto tiempo, cuando no se trató ya sólo
de construir imágenes ideales y poéticas, sin contraste con la realidad, sino
de entrar en una política de gobierno, se vio claro que los sueños
anticapitalistas no podían tener ninguna posibilidad de trasladarse a ningún
grado de realización porque el nuevo poder se establecía mediante pactos
con el Capital, el cual proporcionaba dádivas y prebendas a los dirigentes a
cambio de que se compenetrasen con sus intereses. Este fenómeno ha
tenido una gran trascendencia desde el punto de vista artístico, puesto que el
papel adoptado por los regímenes absolutistas del siglo XX ha asumido la
doble función de actuar en silencio para favorecer una importante
acumulación de capital, por un lado, y por el otro ha actuado visiblemente,
estruendosamente, literaria y artísticamente, para conmover a la pequeña
clase media destinada a constituir el sostén entusiástico y multitudinario del
proceso. El arte se ha visto así empujado a una semántica excitante, dirigida
hacia la consecución de ciertos mitos capaces de llegar a impresionar el
universo escogido, que se sentía gratificado participando en ellos.
Para obtener esta visión de borrar la visión de las clases en conflicto, era
necesario apoyar todo lo que convergiese hacia el mito de la Unidad. Este
mito fundamental, sobre el que se apoya toda la concepción cultural
destinada a la creación de una weltanschauung favorable, tuvo naturalmente
un aspecto privilegiado en la sacralización de lo que fue llamado nacional,
dando a esta palabra emotiva una identificación con el Estado. El concepto
de Imperio que alumbró el fascismo italiano, el del Espacio Vital,
desarrollado por el nazismo, constituían estas perspectivas de trasladar el
término de Unidad a un espacio más vasto que el estricto campo del Estado
existente. En el caso español, en que el sistema no se instauró por una
operación de audacia, como en Italia, ni por unos mecanismos
constitucionales más o menos manipulados, como en Alemania, sino
después de una larga guerra civil que dejó arruinado al país, y en las
circunstancias de una terrible guerra mundial con grandes ejércitos en
movimiento, no había la posibilidad de intentar la construcción de una
Unidad práctica superior, como los italianos habían hecho con Etiopía y con
Albania o los alemanes hicieron invadiendo casi toda Europa.
Estos aspectos de la idea de Imperio tuvieron su impacto cultural y artístico a
través de una identificación con una concepción estática del Catolicismo, un
catolicismo preconciliar particularmente identificable con el mismo
concepto de “Occidente” que los alemanes habían instalado. En cuanto a la
identificación con un Estado sin clases sociales y distinto del pluralismo
liberal, el arte se encargó de idealizar las formas de la vida pre-industrial: el
folklore, la artesanía, la tradición católica campesina, doméstica y familiar,
las familias numerosas, las cofradías, los gremios, todo lo que ayudase a
idealizar las formas pretéritas de una sociedad muy atada por convenciones
estables. Si los regímenes italiano y alemán pusieron el acento sobre todo en
los primeros aspectos del imperialismo, con la expansión práctica, militar,
que constituía su aspecto dinámico, el español, paralizado por las
destrucciones de la guerra, el aislamiento internacional y la “pertinaz sequía”,
puso más el acento en los aspectos estáticos, encarnados en el Catolicismo
preconciliar y en la Familia. El común denominador de su misión modélica,
en estos sentidos, era el concepto de Orden, uno de los conceptos
fundamentales del sistema, tan fundamental que, cuando las circunstancias
históricas fueron desacralizando los conceptos de Imperio, del Historicismo
y hasta de la Unidad, con la sucesiva entrada en el vocabulario de los
pluralismos y contrastes de pareceres, quedó como último reducto inviolable
el concepto de Orden.
El vago sueño imperial expansionista de los primeros tiempos, todavía
dinámico, se apoyaba en el mito cultural de la “hermandad entre las armas y
las letras” y el ideal del hombre perfecto, del caballero perfecto, en el
“monje-soldado”, hecho de austeridad, de espíritu de sacrificio, pero
también de violencia y de impasibilidad ante la sangre vertida. La adoración
del Orden creó el culto a la Jerarquía, por el que cada cual, excepto el Jefe
supremo, tenía que obedecer, y en el que cada cual, prácticamente, podía
esperar mandar a alguien. Con tal sistema, que tiene su traducción plástica
en los temas visuales con eje dominante, coronación, etc., y en la presencia
de formas fuertes, rígidas o subrayadas, el pequeño burgués se sentía
partícipe de los antiguos privilegios de la aristocracia. La visión interclasista,
la idea misma del nacionalismo, al crear la ilusión de que “cuando el bosque
se quema, algo tuyo también”, favorecía esta satisfacción pretenciosa. Por
ello el arte de tal situación presenta rasgos tan característicos de
aristocratismo, y no se dirigía a una exposición ni a una crítica racionales,
sino a una emotividad irracional. Cimentaba lo que Gramsci llamó la
visceralización ideológica. Ello resultó muy eficaz. Durante muchos años la
crítica marxista no supo ver otra cosa que una disyuntiva entre el Capital y
los trabajadores, y con ello no pudo comprender la fuerza real de la clase
media que, aglutinada por la propaganda, y con el sueño de realizar una
toma del poder, en nombre de la Unidad, de la Nación-Estado y del Orden,
podía perfectamente colocarse como protagonista histórico, con la sola
condición de conformarse a las condiciones impuestas por el gran capital.
Por otra parte, el purismo ideológico de los movimientos obreros de los
años treinta impedía aceptar lo que hoy vemos todos. Que los obreros no
son necesariamente defensores de los intereses de su clase. Que existe el
vastísimo fenómeno de la alienación por el que muchos asalariados pueden
sentir como propios los intereses de la gran burguesía. En todas partes se
producen situaciones como las que hacen creer a los americanos que lo que
es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos. El
fenómeno a que aludimos es el que permitió que el tipo de arte a que nos
referimos no fuese precisamente el más apreciado de las clases burguesas,
sino que tuviese su éxito más cordial precisamente en las zonas geográficas
más pobres, en los ámbitos predominantemente agrícolas, más atrasados
tecnológicamente, con menos incidencia pedagógica y con más peso de las
instituciones eclesiásticas.
En esta visión –totalitaria– por la que el Estado llega a todas partes, todo
fenómeno plural, de clases, de tendencias, de intereses, se convierte en una
especie de descomposición, negativa, del cuerpo social. Cualquier
particularidad es a modo de una traición. Por otra parte, si el Estado hiere a
cualquiera –a uno mismo– debe considerarse que la violencia que ejerce es
respetable, como una violencia sagrada. Esta aceptación del sacrificio, que
complementa el culto a la autoridad, tiene una traducción doméstica en la
sumisión de la mujer, entendida como vestal, guardiana de la casa, virtuosa,
obediente, consagrada al cuidado de los hijos, a la cocina y a la limpieza.
Este campo familiar es uno de los que presentan más diferencias –puesto
que está más lejano al núcleo del poder político– entre los diferentes
sistemas que nos ocupan. En Italia, a pesar de la existencia de las mujeres
fascistas, que eran en principio enamoradas potenciales del Duce, persistía el
modelo tradicional de la mujer esposa, honrada por la sociedad y recluida
en casa, y la complementaria, la querida, deshonrada por la sociedad,
utilizada como objeto por el hombre, pero capaz de experimentar ella
misma un romántico enamoramiento por el varón, símbolo de poder y de
violencia. En Alemania, donde tenía mucha importancia el homosexualismo
entre los nazis, como dice María-Antonietta Macciocchi, la mujer estaba muy
presente en el arte, como tema de la mitología racista, pero no en tanto que
complemento sexual –pues solía presentarse señaladamente asexuada– sino
en tanto que madre, con abundantes senos y caderas robustas. En Italia, la
teoría dominante respecto a la mujer era la de Loffredo, según el cual se
trata de un mamífero ignorante. En Alemania era vista como un objeto, que
era necesario tener en cuenta, como decía Scolk Klink, no como una igual al
hombre, sino como algo que puede valer sólo en función de las necesidades
del pueblo alemán, para parir héroes. En España, donde la teoría que daba
cohesión a las ideas de Unidad y de Orden era el Catolicismo preconciliar,
la mujer era la tradicional madre de familia hogareña, virtuosa y modesta,
sometida al marido, y algo avergonzada de no ser, como el gran modelo,
propuesto todos los días y especialmente venerado, Virgen. Fruto de esa
concepción, no aparecen en el arte los desnudos, imagen de la fecundidad,
de la escultura alemana, y en la vida real la visión del cuerpo de la mujer es
vetada rigurosamente, tanto en el teatro como en el cine y en las artes
gráficas. Reich había visto bien que importaba mucho la inhibición sexual
como medio para atar a los individuos, hombre, mujer, hijos, a la familia. La
fijación de unos lazos especiales entre la madre, la famosa Mamma italiana o
la “Madre que sólo hay una” de la mitología española, era la base psicológica
para la futura relación del hombre con la Patria, con la Madre Patria.
Aspecto muy importante para comprender el arte que nos ocupa es el de la
transformación de los lenguajes que se operó en seno del Stato totalitario,
del Totale Staat o del Estado totalitario, consistente en tomar la retórica de la
lucha de clases, con toda su capacidad de movilización emotiva, y verterla en
el lecho de la Revolución Nacional. Ello permitía hablar de Justicia de clase,
de Revolución, de Liberación, y formular ataques contra el Capitalismo. El
carácter de gobierno desde arriba hacía inofensivas las más violentas
afirmaciones revolucionarias, que habrían sido posiblemente peligrosas en
un régimen parlamentario.
La gran importancia de las artes visuales en los sistemas como el que nos
ocupa viene de su aptitud para suplantar la lógica. El vehículo verbal, por
más que se le fuerce con abundantísimos refinamientos semánticos y
filigranas de ambigüedad, conserva siempre una fuerte relación con la lógica
y con la razón en general, lo cual es peligrosísimo puesto que, como ya
hemos visto, se trataba de crear una mitología emotiva para las clases medias
que actuase como pantalla para ocultar lo conflictivo y transformar la
realidad en una imagen de la Unidad, el Orden y la Jerarquía. Los estudios
de psicología de las masas ejercieron un influjo decisivo al mostrar que los
comportamientos colectivos, establecidos por contagio, eran muy distintos
de los comportamientos individuales. El hombre masa se movía mucho más
por motivaciones instintivas, ancladas en sus instintos de defensa, de lucha,
de gregarismo, de nutrición y de reproducción, que por cualquier
razonamiento o cualquier crítica. La psicología de las masas consideró que la
propaganda, o el sistema de coacción mental para inculcar a los otros ideas
que crean que son ideas propias, no se debe basar en la formulación lógica
de tales ideas, puesto que cada cual contra un concepto puede oponer otro,
en una discusión crítica, y puede rechazar el que se le ofrece. Lo eficaz es
hacer vivir a los otros algún tipo de experiencia. Contra ello no hay rechazo
posible. La emoción producida en el organismo de un hombre por unos
objetos vistos con sus ojos o tocados por sus manos, se inscribe
definitivamente en lo vivido y no puede ser rechazada. Por vivida, está
inevitablemente destinada a influir sobre los comportamientos futuros.
El origen plástico hay que buscarlo en el futurismo italiano de 1911 y su
primera voluntad de hacer ingresar en el arte las novedades técnicas y
científicas del siglo XX. El futurismo, nacido en el entusiasmo y la retórica
excitante, fue experto en deformar las imágenes para darles dinamismo y en
deformar los textos para que dejasen de ser sólo expresiones de ideas y para
que, a través de las variaciones tipográficas –que tuvieron su cúspide en los
caligramas– se convirtiesen también en impresionantes imágenes sensibles.
En la obra de Tchakhotine podemos hallar las líneas generales de la gran
substitución del análisis racional por la corriente avasalladora de la
emotividad irracional. En ella podemos darnos cuenta de cómo se formó la
idea de un cierto orden de prioridad en el que se consideraba que lo
primero, lo más poderoso, lo que, a falta de otra cosa debía estar presente,
era el símbolo gráfico. El símbolo gráfico era la cúspide, la concreción más
fuerte de toda la emotividad y en realidad de una ideología entera, del
mismo modo que la marca registrada de un producto es capaz de sugerirnos
por su sola presencia un gran lote de conceptos sobre su calidad.
Consecuencia radical de la substitución de las ideas pensables por imágenes
sensibles era el hecho de poner el acento, más que en la semántica, en el
estilo. Lo que impresiona, en efecto, es la manera de hacer. El estilo es el
factor básico de la capacidad de producir una emoción irracional, y por ello
el estilo fue el verdadero eje de las artes visuales del fascismo y de todos los
movimientos autoritarios vinculados con él. El estilo, por su propia
naturaleza, permite prescindir de la realidad para crear otros valores. Él
puede darnos un cisne terrible, un león sonriente, un águila amable o un pez
sabio. El estilo podía borrar la irreversibilidad del nacimiento en un grupo
social. Por ello las clases medias pudieron enamorarse tanto del estilo. El
estilo permitía a un plebeyo aristocratizarse. A cualquiera, pertenecer a la
clase dominante. De aquí nació la gran preocupación por la elegancia,
tendente a hacer de todos un Pueblo de Señores, como se decía en
Alemania, o bien Caballeros o Hidalgos, como se prodigaba en España. El
uniforme fue uno de los elementos fundamentales en esta tarea, puesto que
la adopción del estilo de vida definida por la práctica de las virtudes
autorrepresivas, que caracteriza a los viejos señores, es difícil, y la adopción
de un estilo de comportamiento propio de la clase superior requiere un
entrenamiento arraigado en la época infantil que no se puede improvisar de
adulto. El uniforme era el sistema más rápido y barato de dar sensación de
estilo, y su adopción venía refrendada por el éxito que había tenido en
configurar la disciplina de los ejércitos, en el mundo entero, y la dignidad del
clero, a través de la sotana. El intento de sacralizar la camisa tuvo un gran
alcance como medio para la creación de una imagen interclasista. De una
parte, era asumir la prenda más barata, antes sólo exhibida, sin chaqueta, por
la clase trabajadora. Por otra parte, la camisa era asociada a elementos
militares, bolsillos de fuelle, hombreras, correajes y polainas, con lo que se
tomaban símbolos de poder físico. Un cuidado estético para una y otra cosa,
tendía a hacer el conjunto lo más elegante posible. Así se realizaba una
síntesis interclasista perfecta. Para arrebatar sus símbolos a los movimientos
obreros, en Italia se tomó el color negro de los anarquistas, para las camisas.
En España, los mauristas y los seguidores nacionalistas del Doctor Albiñana,
adoptaron la camisa azul, la que llevaban realmente los obreros de su época.
El color pardo de las camisas nazis era la manifestación exacta de lo neutro,
interclasista, el color de la tierra y el color del camuflaje militar básico. En el
seno de esta aristocratización por medio del Estilo, tiene importancia la
institucionalización de algo que antes era un hecho espontáneo en la
conducta del señorito: el gamberrismo. Así los signos de agresividad se
hicieron patentes junto a la elegancia. Aparecieron las calaveras y las tibias
que habían distinguido a las tropas de choque de las antiguas monarquías y
se hizo normal el porte del cuchillo en la cintura. Elemento esencial para el
tipo de arte que nos ocupa es el tamaño, puesto que un gran formato basta,
por sí solo, para convertir en impresionante cualquier forma. Por ello el
colosalismo hace acto de presencia, real o figurado, en los edificios
realmente inmensos o en las perspectivas representadas en dibujos, murales
o carteles. Por otra parte, el colosalismo era un sistema para hacer vivir en la
propia experiencia del espectador aquellas ideas que Giovanni Gentile había
enunciado, por las cuales existe una voluntad colectiva, enorme, de la cual la
voluntad individual no es más que una pequeña partícula dependiente. En
esta búsqueda del estilo y en esta voluntad colosalista, se inscribe la gran
importancia dada a los ceremoniales, las concentraciones, los desfiles con
banderas o antorchas, los pebeteros, el acompañamiento musical, etc.
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