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AMOR

1. Vocabulario.
2. Amor de Dios.
3. Amor natural.
4. Amor a Dios.
5. Amor al prójimo.
6. Amor al enemigo.

I. VOCABULARIO. En el heb. del AT el término común es 160 áhabah, ‫֧אֲהָבה‬,


relacionado con el vb. 147 áhab o áheb, ‫אהב‬, que la Sept. traduce por agape, ἀγάπη,
agapân, ἀγαπᾶν, agapetós, ἀγαπητός. La raíz verbal 7356 rajam, ‫רחם‬, también indica el
amor compasivo y misericordioso, sobre todo del Señor para con sus criaturas. Finalmente,
el sustantivo hesed, ‫סד‬ ֶ ‫ֶח‬, significa el amor benévolo, especialmente entre personas ligadas
por un pacto sagrado.
La lengua griega es más rica en vocablos para expresar el amor. Tiene por lo menos
cuatro, a saber:
1. Gr. 26 agape, ἀγάπη = «amor» y su vb. 25 agapao, ἀγαπάω = «amar». Con él se
designa el amor de origen divino, amor espontáneo y no egoísta. Juan lo pone en el centro de
su enseñanza: usa el vb. agapao 35 veces en el Evangelio y 28 en su primera carta, y el
substantivo agape 7 veces en el Evangelio y 18 en su primera carta.
2. Gr. 5373 philía, φιλία, y el vb. phileo, φιλέω, son las palabras más comunes para
«amor» y «amar». Se usan para las relaciones amistosas y conyugales de afecto y cariño.
Incluyen amistad, aprecio e intimidad. En el NT se utilizan también para expresar el amor
entre padres e hijos (Mt. 10:37); el amor de Jesús a Lázaro y al discípulo amado (Jn. 11:3,
36; 20:2); philos, φίλος, es el pariente o amigo.
3. Gr. eros, ἔρως, no aparece ni una sola vez en el NT, quizá por sus connotaciones
erótico-sexuales, aunque también puede utilizarse para expresar la pasión y la intensidad de
un sentimiento. En la LXX raramente encontramos el vocablo eros y sus derivados. Tiene
algo de demoníaco. Para Platón es la fuerza central que mueve el alma de los hombres a
buscar lo bueno, lo hermoso y lo verdadero, pero él mismo admite que es como una locura o
«manía», o una «pasión ciega», según Hesíodo. Para A. Nygren, eros es amor-deseo, amor
egocéntrico, nostalgia de conquista, un anhelo vehemente por lograr y disfrutar lo que nos
falta.
4. Gr. storgé, στοργή, tiene que ver especialmente con los afectos familiares. Expresa la
clase de amor que siente un pueblo por su gobernante o una nación o familia por su dios
tutelar, pero su uso regular describe fundamentalmente el amor de padres a hijos y viceversa.
Aparece una sola vez en Ro. 12:10, en el compuesto philóstorgos, φιλόστοργος, traducido
por «amor fraternal».
II. AMOR DE DIOS. Se puede decir que el «amor» es la clave de la visión bíblica de
Dios y su acción en el mundo, la cual tiene su fundamento en la > creación y en la >
redención, que son sus máximas expresiones. En ambas Dios se da a la humanidad sin más
razón que la de amar totalmente, sin posibilidad de recibir nada equivalente a cambio. El
pensamiento cristiano lo resume en una breve y significativa expresión: «Dios es amor» (1
Jn. 4:8). La historia de la revelación de Dios puede leerse a la luz de un amor que se expresa
y se descubre progresivamente hasta su total plenitud en Cristo. Yahvé ama su pueblo (Jer.
31:3; Os. 3:1; Sof. 3:17) con tal intensidad que se puede hablar analógicamente del > celo
divino. Nada tan conmovedor para el judío piadoso como la imagen de un Dios celoso del
amor de sus criaturas, tan profundamente interesado por llenar su corazón como pueda estarlo
un marido enamorado de su esposa.
Comenzando por el Edén y pasando por la elección de Israel hasta la encarnación y la
formación de la Iglesia, vemos que el amor de Dios es la base de su relación con los hombres,
frente a concepciones religiosas que presentan a los dioses como amos y señores despóticos
de la Humanidad. Los mismos griegos pensaban que el amor es una aspiración de lo inferior
a lo superior, de modo que el ser amado es más perfecto que el amante, por lo cual los dioses
no aman. En la concepción bíblica, el amor es descendente, va de lo superior a lo inferior,
algo similar a un poder regenerador que se manifiesta en su aprecio de lo «no amable»,
incluso de lo despreciable, ya que hace de lo malo bueno. En palabras el apóstol: «Dios
demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros» (Ro. 5:8).
Las vicisitudes que llevan a Israel a constituirse como pueblo manifiestan el inmerecido
amor divino que escoge y elige, que defiende y libera, que protege y mantiene sus promesas
(Dt. 4:34–38; 7:7; 10:15). A pesar de las repetidas infidelidades del pueblo, Dios corresponde
siempre a través del perdón y de la protección que definen la praxis de su amor. Los profetas
hablan en varias ocasiones del amor de Dios a Israel a partir de la misma experiencia del
amor conyugal. Oseas lo hace desde el límite del amor, que es la infidelidad. Ezequiel utiliza
la categoría de la fidelidad de Yahvé a su promesa y su intención de renovar su alianza con
el pueblo; Jeremías, recuperando el mismo lenguaje metafórico, afirma: «Con amor eterno te
te he amado; por tanto, te he prolongado mi misericordia» (Jer. 31:3). De todas formas, en
muchos aspectos esta etapa de la revelación del amor sigue estando marcada por una fuerte
connotación legal. El Dios que ama es el que lleva a cabo una alianza y el que da una Ley
que ha de observarse so pena de perder su protección.
El acontecimiento de la encarnación de Dios en Cristo pone de relieve el compromiso
mismo de Dios con nosotros. No hay más mediaciones, sino que Dios se revela directamente
a sí mismo en la persona del Hijo (Jn. 3:16; 1 Jn. 4:9). Dios se da a conocer en Jesús (Jn.
1:18); manifiesta su amor en la salvación del pecador (Ro. 8:39; 1 Jn. 3:1). Jesús es más que
el mesías-salvador esperado (Lc. 2:11), es además el Hijo (Mc. 1:11; 9:7; 12:6), a quien el
Padre ama (Jn. 3:35; 10:17; 15:9), propiamente uno con él, Dios en la misma medida que el
Padre (Jn. 1:1; cf. 10:30–38). Sorprendentemente, el amor de Dios en Cristo se revela de un
modo intenso y paradójico en el sufrimiento de la cruz. Es el acto supremo del amor divino
(Jn. 15:13). El escándalo de la cruz no es sino el escándalo del amor. En ella se manifiesta en
toda su plenitud el amor del Dios que elige y se desposa con la humanidad pecadora (Ef.
5:25ss; Gal. 2:20).
III. AMOR NATURAL. El amor humano en el AT se manifiesta principalmente en la
esfera natural, como la familia, y se expresa en el afecto, la fidelidad y la solidaridad.
Ejemplos notables son el de Jacob por Raquel (Gn. 29:20); el de David por Jonatán (2 Sam.
1:26), e incluso el infame de Amnón por Tamar (2 Sam. 13:1–18). El amor sexual aparece
descrito en escenas pasionales, motivadas por la atracción mutua de los sexos. > Rubén, hijo
de Jacob, movido por la pasión se une sexualmente a una concubina de su padre (Gn. 35:22).
Impulsado por una atracción puramente erótica, > Siquem raptó y violentó a > Dina, hija de
Jacob, si bien más tarde, al sentirse enamorado de ella, pidió a Jacob su mano; pero los
hermanos de Dina, para vengar la afrenta, mataron con una estratagema cruel y deshonesta a
todos los varones de aquella ciudad cananea (Gn. 34:1–29). Famosa es la escena del amor
pasional de la mujer de Putifar por José, la cual, enamorada locamente del joven, le tentó
varias veces, invitándole a unirse con ella; amor carnal que se transforma en odio y en
calumnia al verse rechazada por el joven hebreo (Gn. 39:6–20). Con frecuencia el
vocabulario erótico es utilizado por los profetas en clave religiosa para indicar la idolatría del
pueblo de Dios.
El amor es lo contrario del > odio, y, sin duda, infinitamente mejor y más placentero:
«Mejor es una comida de verduras donde hay amor que de buey engordado donde hay odio»
(Prov. 15:17). Por esta razón amor y felicidad van de la mano, por lo que el que ama es
bienaventurado (cf. Sir. 48:11).
El amor desordenado por uno mismo y por el mundo es condenado frontalmente en el
NT, al ser contrario a la ética cristiana, opuesta al egoísmo humano y a las ambiciones de
este mundo (Jn. 12:25; 15:19). Pablo deplora que > Demas lo haya abandonado por amor al
siglo presente o mundo (2 Tim. 4:10). Los falsos profetas son presentados como personas
sensuales que solo buscan el placer (2 P. 2:13). Las personas egoístas serán excluidas de la
Jerusalén celestial (Ap. 22:15). Es la ética del valor transcendente y puro frente a lo efímero
y pecaminoso: «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que hay en el mundo —los deseos de
la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida— no proviene del Padre sino del
mundo. Y el mundo está pasando, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre» (1 Jn. 2:15–16).
IV. AMOR A DIOS. El amor a Dios es desde el principio el mandamiento fundamental,
pues al ser Dios el Ser Supremo, a él le corresponde en propiedad ser el primer objeto del
amor religioso del hombre, y en especial de los que se saben objeto de su gracia y
misericordia (Dt. 6:4ss; 11:1; 30:16; Jos. 22:5; 23:11; cf. Mt. 22:38; Mc. 12:28). Los judíos
piadosos cantan con el salmista su amor a Dios: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fuerza»
(Sal. 18:2); «yo amo al Señor, porque escucha el grito de mi súplica» (Sal. 116:1). «Amad
al Señor todos sus fieles» (Sal. 31:24). El Templo de Jerusalén, en cuanto casa de Dios y
signo de su presencia, se convierte para el israelita en objeto de su amor, ya que es allí donde
encuentra a su Dios y experimenta su presencia salvífica. El piadoso hebreo desea
ardientemente la visión de Dios en su casa, lo mismo que anhela la cierva las fuentes de agua
fresca; allí es realmente donde contempla el rostro del Señor (Sal. 42:2ss). El salmista siente
un amor apasionado por el Templo de Jerusalén, lugar de la gloria divina (Sal. 26:8). Sión es
la ciudad amada por el Creador, que ha hecho morar en ella su sabiduría (Sir. 24:11). Por eso
hay prosperidad para todos los que aman a Jerusalén (Sal. 122:6).
En segundo lugar, la Torah, en cuanto expresión de la voluntad divina, es también objeto
de amor: «¡Cuánto amo tu ley! Todo el día ella es mi meditación» (Sal. 119:97; 113; cf. Sal.
34:14; Is. 56:6). En la literatura posterior se entenderá la Torah como la suprema
manifestación de la sabiduría divina. Los sabios de Israel no se cansan de exhortar a .amar la
sabiduría, mostrando los efectos benéficos de ese amor (Sab. 1:1ss). «Adquiere la
sabiduría…; no la abandones y ella te guardará, ámala y ella te custodiará» (Prov. 4:5–6).
En el cristianismo naciente se agudiza el sentido del amor, por lo cual se entiende a sí
mismo como lo contrapuesto a una religión de temor, ya que «en el amor no hay temor, sino
que el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Jn. 4:18). Por tanto, el amor pasa a ser el signo
expresivo que tiene que caracterizar a la vida de los cristianos. Constituye «el mandamiento
antiguo que tenéis desde el principio» (1 Jn. 2:7) y que figura como condición para ser
reconocidos como cristianos: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis
amor los unos por los otros» (Jn. 13:35). Sin amor, el cristiano no es nada (cf. 1 Cor. 13:1–
13). El amor es la condición constitutiva del ser creyente; todo será vano, incluso el acto
supremo con que se decida a ofrecer su propia vida en el martirio, si no es expresión del amor
(1 Cor. 13:3).
Pero el amor no se entiende nunca como una sentimiento vacío, como una pasión
emocional, sino como un modo de ser y actuar que se concreta en el cumplimiento de todos
los mandamientos que tienen que ver con Dios y el hombre (1 Jn. 5:3; 2 Jn. 6). Así el amor
llega a su plena realización, la comunión con Dios en conformidad con su voluntad (Jn.
15:10) y la comunión con el hombre en respeto a la justicia. El que ama conoce a Dios (1 Jn.
4:7); este conocimiento según el lenguaje bíblico, indica una existencia de comunión íntima,
como la que reina entre el Padre y el Hijo en su vida intratrinitaria (Jn. 10:14s). De ahí que
el amor que se expresa en la acción sea también criterio para juzgar la verdadera fe y las
verdaderas manifestaciones de amor a Dios. «Tú tienes fe, yo tengo obras: muéstrame tu fe
sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe» (Stg. 2:18). «Si alguien dice: Yo amo a
Dios y odia a su hermano, es mentiroso» (1 Jn. 4:20). El importante dicho paulino: «la fe que
obra por medio del amor» (Gal. 5:6) es la piedra fundamental de la teología cristiana que
sintetiza armoniosamente el doble aspecto de la única realidad cristiana: fe-amor.
Jesús acusa sobre todo a los escribas y fariseos de amar a Dios solo de labios, mientras
que su corazón está lejos de él (Mc. 7:6). Realmente no aman a Dios, pues no cumplen sus
mandamientos. En el fondo, según la concepción cristiana, el amor a Dios es el don celestial
por excelencia concedido por el Padre y dado por medio del Espíritu Santo (Ro. 5:5; cf. 2
Cor. 13:13; Ef. 6:23; 2 Tes. 3:5; Jud. 2:21).
El amor incondicional y absoluto a Jesucristo (cf. Mt. 10:37; Lc. 14:26; 1 Cor. 16:22; 1
Pd. 1:8) no representa un acto de idolatría e infidelidad al amor religioso debido única y
exclusivamente a Yahvé, sino que es interpretado como el cumplimiento cabal del amor a
Dios, toda vez que «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo» (2 Cor.
5:19). Presupuesta la identidad entre Jesús y Dios, no hay contradicción posible; el que ama
al Hijo ama también al Padre que lo engendró (Jn. 5:1). El que ama a Jesús es amado por el
Padre y por el Hijo (Jn. 14:21).
V. AMOR AL PRÓJIMO. La legislación mosaica contemplaba el precepto divino de
«amar al prójimo como a uno mismo» (Lv. 19:18). Este mandamiento está en paralelo con la
prohibición de vengarse contra los hijos del pueblo israelita, de lo que se deduce que el
prójimo aquí contemplado es el connacional, «hijo del mismo pueblo» (cf Ex. 2:13; Lv.
19:15, 17), o sea, el israelita, muy distinto del gentil y del forastero. Esta versión exclusivista
fue motivo de discusión en las escuelas rabínicas, confrontadas con un mundo gentil puertas
adentro cada vez más numeroso. ¿Quién es el prójimo al que hay que amar?, es la pregunta
que un doctor de la Ley plantea a Jesús (Lc. 10:29). En los Evangelios, cuando se habla del
amor al prójimo, se cita a menudo el precepto de la Ley Mosaica (cf. Mt. 19:19; 22:39; Mc.
12:31, 33) y se presupone que el prójimo es el israelita, según la mentalidad imperante. Pero
en la parábola del buen samaritano Jesús muestra que el concepto de prójimo debe abrirse al
extranjero, de modo que supere la posición tradicional e incluya hasta al miembro de un
pueblo enemigo (Lc. 10:29–36). Jesús revolucionó el mandamiento de la Ley Mosaica que
ordenaba el amor al prójimo y permitía el odio al enemigo (cf. Mt. 5:43). En las cartas de los
apóstoles no pocas veces se apela a la Sagrada Escritura para inculcar el amor al prójimo
(Stg. 2:8). En este precepto del amor universal se ve el cumplimiento pleno de la Ley (Gal.
5:14; Ro. 13:8ss).
El > extranjero, por el contrario, gozaba de un estatuto particular en Israel; se ordena
amarlo, no por motivos de solidaridad, sino religiosos. Este mandamiento se fundamenta en
la conducta de Dios, que amó a Israel cuando fue extranjero en la tierra de Egipto (Dt. 10:19;
Lv. 19:33ss). En este caso, el forastero no es todavía el prójimo, sino el emigrado, el
establecido en medio de los israelitas, pero sin llegar a ser israelita, aunque en algunos casos
abrazaba la fe de Israel.
La comprensión del concepto de «prójimo» que tiene Israel incluye el trato honorable y
la dedicación. Ofende a Dios quien es indiferente para con su prójimo o lo daña (Gn. 4:9).
La Ley Mosaica abunda en prescripciones de atención para con los pobres y los huérfanos
(Ex. 22:20–26; 23:4–12). Es creencia general de los profetas que no se puede agradar a Dios
sin respetar y proteger a los más desvalidos y explotados (Am. 1–2; Is. 1:14–17, Jer. 9:2–5;
Ez. 18:5–9; Mal. 3:5; cf. Prov. 14:21; 1:8–19; Eclo. 25:1; Sab. 2:10ss).
VI. AMOR AL ENEMIGO. El amor a los enemigos es un precepto desconocido en el
AT. Por el contrario, hallamos en él expresiones y actitudes radicalmente opuestas, como,
p.ej., las órdenes de exterminar a los enemigos de Israel. En sus guerras santas Israel
aniquilaba a sus adversarios hasta el punto de condenar a los que dejaran supervivientes (cf.
Ex. 17:8ss; Nm. 21:21ss; 31:1ss; Dt. 2:34; 3:3–7; Jos. 6:21, 24; 8:24s). En ocasiones Dios
ordenó destinar al > anatema, es decir, al exterminio, a todas las poblaciones gentiles, sin
excluir siquiera a los niños o a las mujeres encintas (cf. Jos. 11:20; 1 Sam. 15:1–3).
Normalmente, el amor a los enemigos aparece limitado a los adversarios dentro del mismo
pueblo o nación y de la misma fe; en este sentido hay que entender que Saúl sea perdonado
por David (1 Sam. 24:22). En tiempos de Jesucristo, el judaísmo llevaba tiempo
profundizando en la naturaleza del amor al enemigo; por lo general, los rabinos explicaban
los pasajes que hablaban del amor al prójimo y al enemigo como limitado a los pertencientes
a misma raza y religión, tanto que decían: «Amarás a tus prójimos, pero odiarás a tus
enemigos».
Es bien sabido que el mensaje del amor está en el centro de la predicación y vida de Jesús,
pero en el Sermón del Monte ahonda en el tema de manera especial y prohíbe formalmente
el odio a los enemigos; más aún, ordena expresamente amarlos (Mt. 5:43–46; Lc. 6:27–35;
cf. Ro. 12:20–21). Es un precepto realmente inaudito para la mentalidad judía más rigorista,
que tendía a excluir y evitar todo trato con los gentiles. Al exigir de los suyos extender el
amor hasta los enemigos (nacionales y extranjeros), Jesús se enfrenta con la praxis dominante
y se inspira en la conducta del Padre celestial, que no excluye a nadie de su corazón y por
eso concede a todos sus favores (Mt. 5:44s; cf. Lc. 6:27–35). El modelo perfecto de este amor
a los enemigos y a los perseguidores lo hallamos en la persona misma de Jesús, que no solo
no devolvía los insultos recibidos y no amenazaba a nadie durante su pasión (1 P. 2:21ss),
sino que desde la cruz suplicaba al Padre por sus verdugos, implorando para ellos el perdón
(Lc. 23:34), ejemplo seguido por el primer mártir cristiano, > Esteban, que oraba por quienes
lo lapidaban (Hch. 7:59s).
El amor a los enemigos impone obligaciones no siempre fáciles de cumplir. En primer
lugar, perdonar siempre de corazón, aun cuando el ofensor no pida perdón. Jesús lo pone
como requisito para que Dios nos perdone también a nosotros (Mt. 6:12ss). En segundo lugar,
reconocer las buenas cualidades que tenga el enemigo y desearle sinceramente todo bien. El
mismo Job podía alegar en su defensa que nunca se había alegrado de las desgracias de sus
enemigos (Job 31:29). La razón última de esta forma de actuar es la imitación del Dios que
hace salir el sol y llover sobre buenos y malos (Mt. 5:45–46).
BIBLIOGRAFÍA: E. Boylan, El amor supremo (Rialp 1963); H. Urs von Balthasar, Solo el amor es digno de
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“Amistad y amor”, en DTI I, 370–399; N.L. Geisler, La ética cristiana del amor (Caribe 1978); J. Guitton,
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Lewis, Los cuatro amores (Caribe 1977); G. Martelet, La existencia humana y el amor (DDB 1970); A. Maillor,
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Dios revelado en Cristo (EST 1982); A. Vergote, Amarás al Señor tu Dios. La identidad cristiana (ST 1999);
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