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Colección Sur-Sur

El león y el cazador
Historia del África subsahariana

Anna Maria Gentili


[II]
El África independiente

África independiente cumple cincuenta años


El presidente de Sudáfrica, Thabo Mbeki, al recordar en 2007 a
Kwame Nkrumah en ocasión del cincuentenario de la independencia
de la antigua Costa de Oro (5 de marzo de 1957), celebró a Ghana
como “la patria lejos de la patria” de todos los africanos141. Un año
antes que Ghana, en 1956, se había proclamado la independencia del
Sudán, encrucijada histórica y cultural entre el África mediterránea,
el África subsahariana y el Cercano Oriente, que en estos últimos cin-
cuenta años ha estado bajo la hegemonía de la élite política del norte,
culturalmente árabe y musulmana.
La lucha por las libertades políticas, y por ver reconocido el dere-
cho de los países africanos a la independencia, caracteriza a la segunda
mitad del siglo XX. No se trata de un hecho único, sino de un largo y
accidentado itinerario dominado en todas sus etapas por condiciona-
mientos y conflictos, provocados por la rivalidad entre el Este y el Oeste,
que transformarán a la guerra fría en una serie de “guerras calientes”
libradas en las regiones estratégicamente prioritarias: África austral, el
Cuerno de África, el Golfo de Guinea, África central.

141 Thabo Mbeki, Salute to Ghana. 50 Years on, en “ANC Today”, http://www.anc.org.za/
ancdocs/anctoday2007/at08.htm.

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El león y el cazador

En 1958, el rechazo de la Guinea Francesa (hoy Guinea-Conakry)


a la propuesta del presidente De Gaulle de adherir, con una forma de
autonomía interna, a una Unión Africana presidida por Francia, fue
seguido por la rápida disgregación del imperio francés. La enconada de-
fensa de la fórmula colonial de la civilisation francesa, ya deslegitimada
por la derrota sufrida en Indochina, se derrumbaba en forma definitiva
con la grave crisis política que la guerra de Argelia había desatado.
En 1960 acceden a la independencia nada menos que 16 países
africanos. Si se exceptúa a Nigeria, perla de los dominios británicos
y verdadero gigante de África por población y recursos, y al Congo
Belga (hoy Congo-Kinshasa) dotado de inmensos recursos mineros,
los países que obtienen la independencia durante el que fue definido
el año de África cuentan entre los más pobres del “África inútil” del
imperio francés, territorios sahelianos sin acceso al mar, en los que
coexistían poblaciones de pastores y de agricultores dedicados prepon-
derantemente a cultivos de subsistencia, cuyo recurso más importante
era ahora la emigración a las regiones más productivas y mejor insertas
en el mercado, como las costeras. Esas naciones pobres son el Alto Volta
(desde 1984 Burkina-Faso), el Chad, Mali y Ubangui-Chari (República
Centroafricana). Otros dos países asomados al golfo de Guinea, Togo y
Dahomey (desde 1975, Benin), poseen territorios de pequeñas dimen-
siones y escasos recursos, pero con antiguas tradiciones comerciales, y
son además bien conocidos por su riqueza en fermentos intelectuales y
políticos. De hecho, Dahomey/Benin era conocido como el “barrio lati-
no”, es decir, el reducto intelectual del África Occidental Francesa. En
Togo, los territorios del norte que habían sido dados en administración
habían decidido en 1956, a través de un referéndum, su incorporación
a la Costa de Oro (luego Ghana). Otros países del África occidental y
central habían comenzado a desarrollar sectores productivos de expor-
tación de productos agrícolas y forestales ya en los años Cincuenta, y
estaban dotados de prometedoras riquezas mineras. En Costa de Marfil
se había venido acelerando el proceso de desmonte de la selva para
expandir los cultivos de cacao y café, y ello había atraído una inmigra-
ción cada vez más masiva de las regiones sahelianas. El Congo Francés
(Congo-Brazzaville) y el Gabón comenzaron a explotar yacimientos de
petróleo, en respuesta a la creciente demanda de energía de una Europa
que había llegado a la plenitud de su crecimiento posbélico. Por fin el
Camerún (territorio federado con la región antes administrada desde
la Nigeria británica) contaba con un notable potencial agrícola, forestal
y energético.
De la unión entre la antigua colonia italiana de Somalia y la So-
malia británica se origina la República de Somalia. Siempre en 1960,
se independiza también Mauritania, vastísimo territorio escasamente

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El África independiente

ocupado por raleadas poblaciones nómadas y seminómadas, reivindi-


cado por Marruecos y encrucijada entre el África occidental subsa-
hariana y el Magreb. Éste es una región que resulta estratégicamente
prioritaria para los intereses franceses concentrados en la guerra de
Argelia, que sólo concluirá en 1962. La independencia de Madagascar
en 1960 adviene entre levantamientos y represiones, mientras que Yi-
buti, base naval francesa de primordial importancia en la ruta a las
Indias, sobre todo durante el desarrollo del conflicto indochino, sólo
obtendrá la suya en 1977, tras largas negociaciones. Antes de eso, en
1976, Francia habrá renunciado a las islas Comoras, con excepción de
la isla de Mayotte. Otra isla, la de Reunión, pasa a ser un departamento
de ultramar de la República Francesa.
En los años Sesenta las declaraciones de independencia parecen
convertirse en un alud indetenible. En 1961 la obtienen Sierra Leona
y Tanganica (de la unión federativa entre Tanganica y Zanzíbar sur-
girá Tanzania en 1964); en 1962 Burundi, Ruanda y Uganda; en 1963
Kenia; en 1964 Niasalandia (Malaui) y la Rodesia del Norte (Zambia);
en 1965, Gambia; en 1966 es el turno de dos de los “rehenes” de Sudá-
frica: Bechuanalandia (Botsuana) y Basutolandia (Lesoto); en 1968 le
tocará a Suazilandia, a la Guinea Española (Guinea Ecuatorial) y las
islas Mauricio.
Habrá que esperar hasta los años Setenta para ver reconocido
el derecho a la independencia de poblaciones que han debido sostener
luchas armadas de liberación nacional, en un contexto internacional de
radical contraposición ideológica. Las luchas por la liberación introdu-
jeron en África la primera etapa “caliente” de la guerra fría. En efecto,
la Unión Soviética, China, Cuba y los países del Este europeo desafia-
ron a Occidente en territorios que eran considerados posesiones de los
países occidentales, al punto de excluirlos de las independencias ne-
gociadas. Ofrecían a los movimientos de liberación de Guinea-Bissau,
Angola, Mozambique, Namibia, Zimbabue y Sudáfrica no solamente
apoyo diplomático y ayuda militar y logística, sino también alternativas
ideológicas, y modelos de socialismo de inspiración marxista; el éxito
de dicho modelo estuvo, en la época, en relación directamente propor-
cional con la comprobación del fracaso de las independencias negocia-
das durante la década anterior en asegurar una efectiva liberación de
las cadenas y los condicionamientos de la dependencia neocolonial. Es
preciso no subestimar el hecho de que las luchas de liberación de los
Sesenta y Setenta alcanzaron notable resonancia internacional porque
quienes las lideraban supieron captar e interpretar las ocasiones que
la coyuntura internacional les ofrecía para obtener ayuda económica
y apoyo político, no solamente de sus aliados de los países socialistas,

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El león y el cazador

sino también de un amplio espectro de fuerzas políticas y sociales de


los países occidentales.
En 1974, la caída del régimen de Marcelo Caetano, sucesor de
Salazar, y el comienzo de la transición democrática en Portugal permi-
ten negociaciones y acuerdos que llevan a su conclusión varias décadas
de lucha de liberación armada en las colonias portuguesas: Guinea-
Bissau se hace independiente en 1974, y en 1975 es el turno de Angola,
Mozambique, Cabo Verde, el archipiélago de Santo Tomé y Príncipe.
Por otra parte, en los años Setenta las negociaciones patrocinadas por
la comunidad internacional reconocen la legitimidad de los movimien-
tos de liberación, y llevan a la independencia de la Rodesia del Sur
(Zimbabue) en 1980, con lo que queda definitivamente desmantelado
el intento de mantener ese territorio dentro de la órbita del poder de la
minoría blanca, que en 1965 había intentado demorar, con la llamada
UDI, declaración unilateral de independencia, el acceso a los derechos
políticos por parte de la mayoría de la población. Caído el muro de Ber-
lín, llega el momento del referéndum y las elecciones que consagran la
independencia de Namibia en 1990.
El archipiélago de Seychelles en 1976 y la llamada Somalia Fran-
cesa (el puerto de Yibuti) en 1977 accedieron a la independencia tras
largas y complejas negociaciones, en las que hubo considerable par-
ticipación internacional, por la importancia estratégica de las islas y
del puerto, respectivamente, para Inglaterra y para Francia. En efecto,
la creciente importancia de las regiones petrolíferas de Arabia y del
Golfo habían hecho del Océano Índico, tras el cierre del Canal de Suez
en 1967, uno de los espacios estratégicos más importantes del mundo.
Ya en 1965 otras islas, las llamadas Chagos, Farquhar, Desroches y
Aldabra, en las cuales desemboca el tramo septentrional del canal de
Mozambique, fueron agrupadas en el British Indian Ocean Territory
(BIOT). Una de las islas Chagos, la de Diego García, fue cedida a Es-
tados Unidos como base militar. Santa Elena, en el Atlántico, siguió
siendo colonia británica. Ceuta y Melilla, en el estrecho de Gibraltar,
son territorios de soberanía española, las antes llamadas “plazas de
soberanía”. Siempre en África occidental, con el retiro de las tropas
españolas en 1976 se produjo la declaración de independencia del Sa-
hara Occidental por parte del movimiento POLISARIO (Frente Popular
para la Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro), que proclamó la
formación de la República Árabe Saharaui Democrática. La declara-
ción de independencia del territorio saharaui no fue reconocida por
Mauritania ni por Marruecos. Al retirarse Mauritania de la disputa,
Marruecos incrementó el número de sus fuerzas de ocupación militar
y civil del territorio, y se dio también a la construcción de un muro-
trinchera de 2.400 kilómetros de largo. El cese del fuego decretado en

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El África independiente

1991, negociado internacionalmente, tendría que haber sido seguido de


un referéndum, según la resolución 809 del Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas, de marzo de 1993. Sin embargo, Marruecos se ha
seguido negando a admitir la opción de la independencia. La Repúbli-
ca Saharaui es reconocida por más de setenta países, entre africanos
y latinoamericanos, y la entrada de Marruecos en la Unión Africana
ha quedado en suspenso, a la espera de la resolución de este conflicto.
Eritrea deberá esperar a los años Noventa para obtener el reco-
nocimiento de su derecho a la autodeterminación, tras una larga lucha
de liberación. Con su derrota en el frente africano de la segunda guerra
mundial, Italia había perdido el control de todas sus colonias africanas.
Por decisión de la ONU, Eritrea pasó a federarse con Etiopía en 1952,
tras un breve período de ocupación militar británica, en un acuerdo que
debía garantizarle su autonomía. La posterior anexión a Etiopía bajo un
régimen de autocracia imperial, que con la caída del emperador en 1974
se transformaría en un régimen de dictadura militar, había impulsado
la organización de una disensión armada, que reivindicaba la completa
independencia del país dentro de sus límites de la época colonial. Sólo
la caída en 1991 del régimen del Derg orientado por Mengistu, debida
entre otras causas a la alianza entre el Frente Popular Eritreo y fuerzas
disidentes tigriñas, reconoció los derechos de los eritreos, y permitió
en 1993 la realización de un referéndum en el que la gran mayoría de la
población se expresó a favor de la independencia.
Simbólicamente puede considerarse concluida la descoloniza-
ción del África con las elecciones por sufragio mayoritario que tuvieron
lugar en abril de 1994 en Sudáfrica, las primeras en que pudo votar la
población africana negra, y que marcaron el abandono definitivo del
régimen de discriminación racial conocido como apartheid.

Territorio, Estado, nación


Territorio, Estado, nación son los tres términos constitutivos de la
modernidad. Hoy casi no existe Estado que carezca de un territorio,
y la ambigüedad del término “nación” permite que todos los Estados
territoriales, incluso los plurinacionales, se remitan a un sentimiento
nacional basado en la ciudadanía. El estudio del Estado contemporáneo
en África ha permitido delinear la complejidad de las trayectorias de
transformación de las sociedades del continente, primero a través de la
conquista y la dominación colonial, después por medio de la adopción
de instituciones y procedimientos políticos moldeados sobre el Estado-
nación contemporáneo. El examen de las formas de Estado coloniales,
todas ellas de carácter despótico, demuestra que no existía una única
tradición de poder, sino una serie de caminos muy diferentes, siempre
en evolución según las coyunturas históricas sucesivas y las políticas

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El león y el cazador

que se adoptaran para hacerles frente. Más que artificiales, todos los
Estados coloniales eran asimétricos en diferentes grados, según la
importancia económica y estratégica que la potencia administradora
atribuyera a las diferentes poblaciones, localidades y regiones de cada
territorio. En el aspecto institucional coexistían regímenes diferentes
de subordinación, que no excluían la alianza con instituciones y élites
tradicionales, a las que se demandaba el mantenimiento de la ley y
del orden funcionales a la eficiencia del aprovechamiento de los recur-
sos disponibles, desde la tierra a la mano de obra. La asimetría de las
formas de subordinación condicionó la formación de los movimientos
nacionalistas, y también su fuerza y su capacidad de actuar y, con ellas,
también los procesos políticos e institucionales de la descolonización,
determinando cuáles debían ser las prerrogativas para el acceso a la
competencia y al poder político en los nuevos Estados independientes.
Los traumas y la pesada herencia de tres siglos de trata atlántica
y de explotación colonial, que dejaban al África en condiciones de grave
atraso, fueron seguidos durante el curso de la segunda guerra mundial
y en la inmediata posguerra por estrategias reformistas de desarrollo
político y económico, inspiradas primordialmente en la consolidación
del control colonial. Después, ya en los años Cincuenta, cuando se ha-
bía vuelto evidente que lo oportuno era negociar la devolución142 del
poder y de la soberanía para salvaguardar los intereses económicos y
garantizar alineamientos políticos, las reformas preveían la cooptación
de élites políticas africanas en el reparto de los recursos productivos.
Las reformas institucionales, políticas y económicas que presidieron
la descolonización de los años Cincuenta abrieron nuevos espacios de
lucha política, pusieron en evidencia la ambigüedad de unos intereses
coloniales que se disponían a partir pero sólo como forma de mejor
permanecer, y permitieron medir el grado de maduración ideológica
y la fortaleza de la estructuración territorial de alianzas en los movi-
mientos nacionalistas. A la vez, si se las analiza desde una perspectiva
histórica, esas reformas se revelaron determinantes para influir sobre
los rumbos y las decisiones que se tomaron, y sobre las perspectivas de
futura integración nacional y de desarrollo económico de los diferentes
países africanos.
Frederick Cooper143 individualiza una constante en la historia
política y social de África: entre los más influyentes ideólogos y políticos
que encabezaron las reformas de los sistemas coloniales ha predomina-

142 También aquí se emplea el término devolución como acto de restitución de un poder
hasta entonces monopolizado por el gobierno central [T.].

143 F. Cooper, Africa since 1940. The Past of the Present (New Approaches to African
History), Cambridge University Press, Cambridge 2002.

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El África independiente

do siempre la negación de la historicidad de las sociedades africanas.


Las reformas que abrieron el camino a la descolonización fueron con-
cebidas y realizadas de modo dirigista, con una tendencia a reforzar
instituciones conservadoras del poder económico. Dicho poder estuvo
siempre aliado con las instituciones tradicionales incorporadas a los go-
biernos locales, tal como se las definía en las reformas administrativas
de esos mismos gobiernos. Allí donde la protesta política logró ganar
consenso masivo, como es el caso de la Ghana de Kwame Nkrumah y
el del Congo de Lumumba, los fermentos, las esperanzas, las ambicio-
nes de redención social y política de nuevos sectores sociales, nuevos
grupos y nuevos intereses, fueron denunciados como peligrosas y deses-
tabilizadoras exigencias revolucionarias, impulsadas por las crecientes
pero extravagantes expectativas suscitadas.
Al término de la dominación colonial formal, los Estados afri-
canos no son ya meras invenciones artificiales de dominadores ex-
tranjeros (uno de los argumentos permanentemente esgrimidos en
la época de la descolonización para sostener el derecho-deber de las
potencias coloniales de echar sobre sus hombros la “carga del hom-
bre blanco”, guiando y controlando el acceso a la independencia). Así
lo demuestra la compleja dinámica de cambio de las interacciones
entre grupos e individuos. En las áreas urbanas, ella se revela en la
expansión que crea verdaderos melting pot (crisoles), territorios hí-
bridos de relaciones multiformes, de intercambios de experiencias,
en los que la modernidad estaba y está representada por interacción
e intercambios entre etnias, religiones, lenguas y costumbres. En
las regiones rurales esa dinámica se manifiesta por la integración
a través de itinerarios migratorios y –según las coyunturas espe-
cíficas– por diferentes formas de colaboración y de conflicto para
afirmar o negar derechos de acceso a la tierra y a las fuentes de
recursos naturales. La diversidad de las trayectorias, formas de ne-
gociación y luchas políticas que condujeron a la independencia de
los distintos países revela en qué medida la independencia no fue
benévolamente concedida por autoridades coloniales iluminadas,
sino que revela una toma de conciencia realista del radical cambio
operado en las relaciones de fuerza internacionales durante la pos-
guerra. Tales relaciones tenían lugar ahora sobre el fondo de formas
de protesta política y social organizadas por líderes políticos e inte-
lectuales que gozaban de creciente legitimidad interna, aliados tanto
con jefes tradicionales convertidos en comerciantes o en hombres
de negocios –capaces de animarse a aprovechar las oportunidades
que la economía mundial en expansión ofrecía sobre todo a países
dotados de materias primas–, como con religiosos y con influyentes
representantes de distintas profesiones “modernas”.

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El león y el cazador

Las primeras elecciones realizadas demostraron, más allá de


las diferentes opciones ideológicas, la capacidad de los líderes y par-
tidos –Kwame Nkrumah en Ghana, Houphouët Boigny en Costa de
Marfil, Senghor en Senegal, Nyerere en Tanzania, Kaunda en Zambia,
Kenyatta en Kenia– para construir alianzas con jefes tradicionales,
con líderes religiosos, con sectores sociales y económicos ya insertos
en los circuitos productivos y comerciales, en su apariencia plenamen-
te moderna de hombres instruidos, es decir, pertenecientes a las clases
emergentes de aquellos que, aprovechando las reformas coloniales,
habían llegado a ser actores importantes en el ámbito de lo espiritual,
en la producción, el comercio y los transportes. La literatura de época
sostiene también que la mayor parte de las independencias de la pri-
mera etapa, entre mediados de los años Cincuenta y fines de los Sesen-
ta, se caracterizó por el predominio de las negociaciones, conflictivas
pero esencialmente pacíficas, por sobre los enfrentamientos armados.
Las represiones manu militari, los abusos cometidos contra poblacio-
nes, el encarcelamiento de buena parte de los líderes nacionalistas,
como Patrice Lumumba en el Congo o Kwame Nkrumah en Ghana,
su demonización como presuntos cómplices del plan comunista de
conquista del mundo, fueron en gran medida silenciados, o quedaron
ofuscados por la retórica paternalista sobre la buena voluntad de las
potencias coloniales.
Los nacionalismos que se organizaron en el cuestionamiento po-
lítico a los gobiernos coloniales, ya lo hicieran utilizando instrumentos
permitidos por la ley o por medio de rebeliones, alzamientos o ver-
daderas revoluciones armadas, eran fruto de influencias culturales y
políticas, a veces fruto de conflictos por la hegemonía. En todos los
casos se remitían a naciones imaginadas, que se veían encarnadas en
líderes y élites políticas modernizadores. Su principal recurso fue la
capacidad de motivar, de comprometer y de conquistarse legitimidad
con la creación de un terreno común de esperanzas y conquistas para
la suma de intereses étnicos, religiosos, económicos que convivían e in-
teractuaban en cada territorio colonial. Haciendo uso de las leyes vigen-
tes, combatiendo o contribuyendo a las reformas, fueron movilizando
instituciones y autoridades tradicionales y modernas, integrando sus
respectivos intereses en elaboraciones ideológicas –el socialismo “afri-
cano”, la négritude, la ujamaa, la noción de la solidaridad comunitaria–
y elaborando lenguajes culturales que han tenido resonancia y logrado
considerable consenso en Occidente y en el mundo afro-asiático, en el
contexto de la reconstrucción posbélica y del unánime reconocimiento
del derecho de los pueblos a su autodeterminación
La formación de los movimientos nacionalistas y su dinámica
mostraban muchas analogías con las alternativas del nacimiento de

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El África independiente

nacionalismos en otras partes del mundo. Ya en el período entre am-


bas guerras, después de la crisis económica de los años Treinta, que
castigó especialmente a los sectores sociales emergentes –vale decir,
a los productores que se hallaban relacionados con el mercado de ex-
portación de materias primas–, comienzan a surgir reivindicaciones
de carácter nacional y de nuevo tipo. La alianza de esos sectores co-
menzó a organizarse entonces no en el nombre de una recuperación de
la autonomía por parte de entidades políticas precoloniales, sino para
exigir del Estado colonial derechos políticos modernos. Las reivindica-
ciones de las élites sociales y económicas, que con mucha frecuencia
tenían sus raíces en la formación que la actividad educativa de los mi-
sioneros y la transformación económica habían hecho posible, y que
se vinculaban de diversas maneras con las autoridades tradicionales,
tienen en esta etapa un carácter institucional, se apoyan en los derechos
fundamentales y se inscriben en la exigencia de tener derechos civiles.
Por lo tanto, las primeras organizaciones nacionalistas ejercen presión
para obtener reformas del ordenamiento jurídico y económico que se
inspiran en instituciones, leyes y normativas completamente moder-
nas. Lo inadecuado de las reformas concedidas en las dos décadas que
transcurrieron entre ambas guerras mundiales, si se las compara con
las expectativas de las poblaciones, expresadas tanto a través de las
autoridades tradicionales en relación con la cuestión del control de la
tierra y los recursos como con la voz de líderes modernos, abre la caja
de Pandora de reivindicaciones que preparan la etapa de radicalización
de la lucha política. En la segunda posguerra, esa radicalización ocu-
pará prepotentemente el escenario.
La reivindicación de la nación en el Estado se vinculaba con la
gran revolución emancipatoria de la modernidad, esto es, con el tríp-
tico de libertad (el paso de la condición de súbditos a la de ciudada-
nos), igualdad (de carácter racial, social y económico) y solidaridad
(como recuperación de la tradición comunitaria africana). En cuanto
programa político, la modernidad estatual en el proyecto nacional no
podía sino prevalecer sobre la fragmentación fomentada por la política
colonial del divide et impera, que había favorecido la división y el con-
servadorismo étnico-tribal. Remitirse al Estado-nación pasaba a ser
así el mensaje que mayor influencia ejercía hacia el exterior, el único
legitimado lo suficiente para ser escuchado en ámbitos internacionales
como la Asamblea de las Naciones Unidas, ámbitos que en el curso de
las negociaciones para obtener la independencia han tenido un papel de
primer orden. En ese sentido, las reivindicaciones nacionalistas encon-
trarán apoyo internacional en su forma, es decir en el ya inevitable re-
conocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos (como
lo expresa incluso la Carta de la ONU). Pero en sustancia las potencias

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El león y el cazador

coloniales tendrán mano libre para intentar “enderezar” esa devolución


del poder, de modo que quede garantizada la protección de sus intereses
económicos y estratégicos prioritarios.
El grupo dirigente que consiga imponerse en cada país será in-
variablemente el que mejor sepa negociar alianzas con el exterior, no
solamente con los gobiernos occidentales sino también con fuerzas de
la sociedad civil y religiosa, y que en lo interior sepa obtener el apoyo de
autoridades influyentes tradicionales y modernas, para poder presentar
un frente unido mayoritario en las elecciones por la independencia. La
“conquista del reino de la política” –célebre frase de Kwame Nkrumah
que define la estrategia de redención de su país, Ghana, y del África
entera– era el único recurso al alcance de los nacionalistas africanos144.
Nkrumah hacía constante referencia a una nación a la vez preexistente,
inmanente, que a través de sus líderes y de su lucha por la independen-
cia toma conciencia de la opresión que sufre, y a una nación que debía
ser construida, en el sentido de defender y promover su existencia con-
ceptual y emocional, que consideraba históricamente problemática por
causa solamente de las maniobras de divide et impera del colonialismo y
el neocolonialismo. En todos los nacionalismos africanos, la prioridad
de la integración nacional era definida por la elaboración de un pasado
común de opresión y expoliación (la esclavitud, el colonialismo), ele-
mento aglutinante para la organización de un frente unido nacional y
panafricano en el presente (la lucha política o armada, o bien política y
armada a la vez, por la conquista de la libertad y la justicia, entendida
como reconocimiento de la condición de ciudadano); ello permitiría
imaginar un futuro a partir de la promesa de desarrollo por medio del
acceso igualitario y equitativo a los recursos.
Es por eso, entonces, que los nacionalismos de la primera hora,
al defender, más aun, al reivindicar al Estado, aunque fuera en su
existencia de territorio que había sido definido por el reparto co-
lonial, lo hacen en nombre del pueblo, sin diferenciaciones de tipo
étnico, tribal, de religión o de clase. La razón de ser de este Esta-
do es la nación, concebida a través de una hipótesis que la ve como
única y unida en la común aversión por la opresión colonial y en la
lucha contra ella. Mientras se construye, esta misma nación debe
ir amalgamándose. Si en el período de las luchas anticoloniales la
reivindicación de la nación era la condición que permitía situar a las
poblaciones africanas en un plano de paridad con las demás del mun-
do, como afirmación de las convicciones, de las lealtades, de la solida-

144 K. Nkrumah, Ghana: the Autobiography of Kwame Nkrumah, Thomas Nelson,


Edimburgh 1959. Del mismo autor: Africa Must Unite, Heinemann, London 1963; Neo-
Colonialism: The Last Stage of Imperialism, Thomas Nelson, Edimburgh 1965

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El África independiente

ridad entre los hombres, no sólo dentro de los territorios coloniales, la


primacía de la política significó para los nacionalismos africanos la
adopción de una noción de democracia que daba el lugar central a la
libertad como reivindicación de derechos políticos, civiles y sociales
iguales para todos, bajo la responsabilidad de la conducción firme y
unitaria de un líder que se presentaba como intérprete y garante del
desarrollo político y económico.
La capacidad de hacer frente al poder colonial es la que forma
los grupos dirigentes y al mismo tiempo los legitima y hace que se
conviertan –hacia afuera, vale decir, respecto de la potencia colonial
y de la comunidad internacional, y hacia adentro, respecto de las
autridades tradicionales, los grupos de interés comerciales y pro-
ductivos, las instituciones religiosas– en intérpretes de la generali-
zada y común aspiración a la libertad. Sin dejar de tener en cuenta
las notables diferencias entre las distintas organizaciones políticas
nacionalistas, su inspiración ideológica presentaba rasgos comunes:
el eje de los proyectos de construcción nacional era la revaloración
de la originalidad de las raíces históricas propias, la historia nega-
da por la colonización y a la que se entendía, no como un regreso
a la tradición, sino como signo de identidad cultural que había que
recuperar y valorizar para proceder a la modernización política y
económica. Por todas partes, los elementos y valores permanentes y
fundacionales de las civilizaciones y las tradiciones africanas fueron
seleccionados y erigidos en mitología del pasado, con funciones de
reagrupación del consenso y de creación de una identidad unitaria.
Los nacionalismos africanos no fueron en la época de la descoloni-
zación –ni lo son hoy, como sostiene quien de ellos examina sólo la
apariencia sociológica– artificiales construcciones de élites minori-
tarias, o ideologías extranjeras que impusieron uniformidad sobre
sociedades profundamente distintas y divididas. Reflejan de manera
por completo análoga a cualquier otro nacionalismo la necesidd ob-
jetiva de elaborar un sentimiento común a los diferentes componen-
tes étnicos, religiosos o de intereses de la población. Consideradas
las características de explotación, más bien de expoliación colonial,
en el discurso nacionalista el derecho fundamental a la libertad se
conjugaba con la reivindicación de los derechos al desarrollo, a la
solidaridad, a la distribución igualitaria del acceso a los recursos y al
compromiso por reafirmar esa reivindicación, esto es, lo que dio en
llamarse la revolución de las expectativas crecientes, lo que significa
situar como centro de la liberación y de la democrazia otra dimen-
sión distinta: la de lo que hacía falta y lo que se tenía para lograr una
emancipación auténtica y total.

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