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GENERACIÓN X:

Sólo Para Ser Leído Por Cualquiera

Memorias y Desventuras de alguien que no


eligió nacer en los sesenta, pero que igual lo hizo.

CARLOS GUSTAVO FARINA


Dado que seguramente usted, lector, acostumbra saltarse
el prólogo, esta vez no le daré el gusto:

¡No hay prólogo!


¡Adelante con las historias!
ESCOLARIZANDO

No estoy del todo escolarizado, esa es la verdad. Y aunque el


verbo escolarizar y sus conjugaciones me resulten de por sí
desagradables, porque prefiero decir “ir a la escuela”, debo
reconocer que una parte de mi vida como estudiante estará por
siempre incompleta: el Jardín de Infantes.
Promediando los años sesenta tuve edad suficiente para iniciar esa
etapa de mi vida. Los padres de entonces no se creían obligados a
enviar a sus hijos al Jardín y, por ende, no sentían culpa si los
chicos se quedaban en casa hasta que les tocara comenzar primer
grado.
La presión social a veces hace que mucha gente se corte el pelo,
se ponga de novio, y hasta se case y tenga hijos casi sin advertirlo.
Imagino, de todos modos, que a mi madre le resultaría un poco
pesado ocuparse veinticuatro horas al día de tres infantes, muy
seguidos en edad, empezando por el mayor de cinco años y
terminando con la menor, de dos años. En el medio estaba yo, con
mis cuatro abriles.
Quizás para aliviar, aunque sea un rato, esa carga es que inscribió
a sus dos hijos mayores en el turno vespertino del Jardín n° 2,
estatal, ubicado en Origone y Uriburu – así se llamaba entonces
Boulevard Buenos Aires – de Monte Grande.
En ese tiempo, a muy poca gente se le ocurriría elegir un
establecimiento educativo privado y menos para algo considerado
tan superfluo como el preescolar.
El recuerdo es vago y borroso, pero adelanto que mi madre no
logró por mucho tiempo su objetivo de quedarse tranquila un rato
por las tardes, de lunes a viernes.
Mi hermano comenzaba un abundante y sonoro llanto apenas se le
comunicaba que debería asistir a clase; esta conducta no admitía
interrupciones y solamente cesaba minutos después de haber
regresado a casa.
Por mi parte evitaba el llanto, lo cual no implicaba en modo alguno
conformidad con la decisión materna: subía con rostro adusto a la
destartalada Estanciera que hacía las veces de transporte escolar y
evitaba todo tipo de comentarios en el trayecto.
La fábrica Amat, en su esplendor, indicaba que estábamos
llegando; se erguía orgullosa, sin sospechar su futuro de
hipermercado, quiebra judicial mediante.
No recuerdo quién tuvo el dudoso privilegio de ser mi maestra en
aquella etapa y sería deseable que ella tampoco me recordara.
Sí, en cambio, he retenido un cerco alambrado, barnizado de óxido
en el patio y un paisaje descampado alrededor, donde ahora está el
Colegio Naciones Unidas.
De mis compañeros, solamente me acuerdo de María del Carmen:
su pelo castaño y brilante se ordenaba con dos prolijas colitas.
Tenía pecas y mi misma edad.
Es difícil saber cómo empezó la cosa, quizás me le acerqué y ella
intentó escapar corriendo; quizás ella corría por otro motivo y yo
quise seguirla. La cuestión es que ni bien la pecosa se percataba de
mi diminuta presencia, emprendía una rápida carrera en dirección
contraria a donde yo me encontraba. Si estábamos en el patio, la
niña se refugiaba en el aula.
Por mi parte, no me rendía ni mucho menos. Corría detrás y
lograba alcanzarla en algún rincón, pues los varones solemos correr
más rápido. Me paraba frente a ella y entonces alternaba miradas a
sus ojos con miradas a las puntas de mis zapatos.
María del Carmen, para no ser menos, combinaba con destreza
gritos y lágrimas al verse acorralada.
Yo me retiraba.
El ritual volvía a empezar poco después.
El lector sospechará, posiblemente, que yo gustaba de María del
Carmen y no sabía expresarlo. Es probable que así fuera, pero
debo ser honesto y admitir que no recuerdo cuáles eran mis
sentimientos mientras la perseguía; es evidente, eso sí, que ambos
no comprendíamos bien la finalidad de esas reiteradas carreras.
Para fortuna de esta niña, mi hermano siguió tomando medidas de
fuerza contra la decisión inconsulta de integrarlo al proceso
educativo y logró que mi madre nos retirara a ambos del
establecimiento.
Me enviaron a Jardín muy pocos días.
Apenas si recuerdo haber hecho llorar al sexo opuesto y nada más.
No sé si alguna otra mujer vertió lágrimas por mí desde ese
entonces.

PRIMER DÍA DE CLASES

Mi experiencia de deserción escolar no podría haber sido más


precoz: abandoné Jardín de Infantes a pocos meses del ingreso.
Sin embargo, nada es para siempre. Inevitable como la muerte y
los impuestos, se aproximaba - a fines de los años sesenta - el
momento de comenzar primer grado.
La escuela elegida por mis padres era la número 43, dependiente
del Estado Nacional y ubicada en Arana 37, frente a la plaza de la
Estación.
- Te va gustar la escuela, vas a ver que te va a gustar – repetían
mis mayores con una insistencia que, aún a mi corta edad,
robustecía en mí la certeza de que la escuela no iba a gustarme en
absoluto.
Me tocó el turno de la tarde. No sé si por decisión paterna o porque
al momento de anotarme ya no había opción; al menos, las
desdichas que con certeza me esperaban no me agarrarían mal
dormido.
Por fin llegó el día. Todo en mí lucía flamante y lo era. Un
portafolios llamado cartera, de cuero o algo similar, con dos hebillas
plateadas en su frente alojaban un cuaderno sin forrar e
inexplorado. El guardapolvo me quedaba holgado, pues mi madre,
previsora, escogió un talle que me serviría más adelante.
Me serviría para más adelante, claro. Pero no me servía ahora.
Mi hermano empezaba segundo grado y su cara de desesperación
me resultaba un signo, inequívoco, de que algo siniestro debería
esconderse en esos claustros.
Al llegar, ingresamos por una especie de zaguán o pasillo corto. A
la derecha había una oficina, señalada por un cartel metálico y
opaco que decía Dirección.
El edificio tenía un patio central rodeado por aulas. Todo ello le
daba un aspecto de casa colonial aunque eso, claro está, lo supe
años más tarde.
Formamos en ese patio, al que después llamaría colonial, por
orden de altura creciente y a mí me tocó el primer lugar. Si
hubiésemos formado por orden de masa corporal, yo hubiese
ocupado la misma posición: no sólo era el más petiso, sino el más
flaco y esmirriado.
Una señora que juzgué muy vieja, ya que fácil pasaba los treinta
años, dijo unas palabras de bienvenida.
En la fila, detrás de mí - bueno, todo en la fila ocurría detrás de mí
- se escuchaban llantos, algunos desconsolados.
No quise darme vuelta, pues supuse que la vieja treintagenaria iba
a reprenderme. En realidad, desde el momento en que formé fila no
hice otra cosa que mirar el piso, por eso recuerdo tan bien ese
mosaico beige, acanalado.
Por esos canales, formando fila a la hora de la salida en días
posteriores, vi correr más de una vez anónimos ríos dorados, fruto
de una espera demasiado larga y de una vejiga aún demasiado
pequeña.
Unos grandulones se acercaron a un poste alto llamado mástil y
colgaron una bandera celeste y blanca, que en casa habían tenido
la precaución de explicarme que era nuestra enseña patria.
Así las cosas, la Señorita Alicia de Niz, porque usaba el apellido de
casada pero aun así era señorita, nos acompañó hasta el aula y nos
dijo que, a partir de ahora, sería nuestra maestra.
El salón de clases estaba al fondo, a la izquierda y me sentaron
con Luis, a quien - como imaginarán - jamás había visto. Yo estaba
del lado de la ventana, ésta daba a un estrecho pasillo cercado por
una medianera verde y descascarada.
No recuerdo de qué habló la señorita durante las horas siguientes,
pero la clase se me hizo larga y extraña. Más de una vez me ha
pasado: conservar una sensación sin recordar qué fue lo que la
causó. Sí tengo muy presente que, mirando a la ventana, en voz
muy baja, lancé una frase desesperanzada:
“- No voy a salir nunca de acá.”
Me equivocaba. Cerca de las cinco de la tarde, sonó un timbre y
nos formaron nuevamente.
Bajaron la bandera y mi cara seria, la misma que tuve desde que
ingresé, me hizo quedar como el patriota que esperaban que fuera.
Mi pole position me aseguró ser el primero en salir, apenas
hubimos pronunciado el “- Has – ta – lue – go – se – ño – ri – ta.” de
rigor.
Afuera, me esperaba mi madre y todo volvía a ser conocido.
Por el momento, si la escuela era el segundo hogar, yo seguía
pensando que con un hogar, el que tenía, me alcanzaba.
NOVIA EXTRANJERA

Dicen, quienes presumen de saber, que no hay que ponerse de


novio siendo muy joven.
Yo no hice caso de ese consejo y formé pareja antes de cumplir los
seis. Esto fue a pocos días de haber comenzado mi educación
formal, en turno tarde y con la resignación propia de quien sabe que
no existen alternativas: la escuela o barrer las calles de grande,
sostenían mis mayores, pero no me dejaban elegir.
Decía que en ese primer grado conocí a Gaia y me puse de novio
sin más trámite; lo de sin más trámite debe tomarse al pie de la
letra, porque a esa edad no es necesario el consentimiento de la
otra parte. Es más, la media naranja suele no enterarse siquiera y el
romance no es, por ello, menos tórrido.
En mi caso, Gaia jamás sospechó que era mi novia y no llegamos,
siquiera, a cruzar palabra.
Ella era linda e italiana. Llevaba pocos días viviendo en Monte
Grande.
Su piel muy blanca contrastaba con un pelo negro y brilloso que
rozaba sus hombros, formando melenita.
Recuerdo mi sorpresa cuando descubrí que, pese a su edad, Gaia
no sabía hablar. Bueno, saber sabía – pensaba yo - pero hablaba
muy mal, no se le entendía. Por ejemplo, no decía mamá como
cualquier infante sabe hacerlo: decía mama, sin acento y
arrastrando un ratito la segunda m, cual si le costara soltarla.
Pero, pese a sus extravagancias yo la quería; la venda del amor
enceguece y anestesia.
En los recreos, Gaia no jugaba con las demás nenas. Solía estar
con una maestra de otro grado. Me llamaba la atención que esta
maestra, cuando se dirigía a ella, en lugar de corregirla, hablaba
igual de mal. Dios las cría y ellas se juntan.
Confieso que mi pasión me llevaba a observarla con mucha
frecuencia. Sin embargo, cuando sus ojos apuntaban a los míos, mi
mirada comenzaba a pesar cada vez más, hasta estrellarse contra
el suelo de manera irremediable.
Cada tarde, al acercarse la hora de volver, planeaba entregar a mi
prometida una galletita azucarada, reservada especialmente desde
el último recreo. Imaginaba su suave mano rozando la mía al dar las
gracias.
Y cada tarde, esa galletita descansaba en mi bolsillo hasta llegar a
casa.
El mundo es de los valientes, no mío.
Pero pese a mi timidez, Gaia podía confiar en que allí estaba yo
para protegerla. Más de una vez fantaseé con que alguien viniera a
pegarle, para tener oportunidad de ejercer una heroica defensa.
Ahora bien, si las agresoras eran nenas, no resultaba correcto que
les metiera unas piñas; y si eran varones, seguramente yo
terminaría cobrando también, petiso y esmirriado como era. En
ambos casos, mi posición no resultaba nada seductora y por eso
abandoné pronto ese difuso anhelo.
La relación llevaba dos meses y, por lo que ya saben, literalmente
no habíamos tenido un sí ni un no. Es que todo transcurrió sin
sobresaltos hasta esa semana fatídica en que un lunes, pasado el
mediodía, llegué al colegio y Gaia no estaba.
Quizás se encontrara enferma. No pregunté, para no violar el
pacto de confidencialidad que conmigo mismo había celebrado.
El martes pasó de largo sin novedades y sin Gaia.
El miércoles, María del Carmen, una compañera, dijo en clase:
- Señorita ¿por qué faltó la nena que vino de lejos?
La maestra sonrió tímidamente. Quizás nunca hubiera tocado el
tema de no haber mediado esa pregunta:
- ¿Gaia? No, Gaia no va a venir más. Volvió a Italia con su mamá y
su papá.
Esa tarde soleada de mayo mi cielo, de golpe, se volvió plomizo.
El aire se hizo espeso, asfixiante.
Aquel viejo y gris edificio de la escuela 43 pareció derrumbarse
sobre mi esperanza.
Gaia se fue vivir a Italia: la frase suena como un pésimo pareado.
El dolor de su ingratitud me acompañó tres días. O quizás más.
Superarlo no fue fácil ni instántaneo, pero la vida siempre vuelve a
empezar.
A la distancia, un mes después y con la madurez que otorga la
media docena de años recién cumplida, reflexioné:
- Esa chica no era para mí. Y no sé si en Italia va a encontrar quien
le aguante esa costumbre de hablar con tantas “i”, sin que nada se
le entienda.

LA SEÑORA DE ROBLES

La Señora de Robles jugaba canasta con otras señoras. Se reunían


cada tarde en la casa de mi abuela paterna, allá por Rojas al
trescientos.
La Señora de Robles estaba casada con el Señor Emilio Robles,
viejo y asmático vecino.
Todo el mundo conocía en Monte Grande al señor Robles; tenía
fama de ser un caballero.
Ella fue linda de joven y él supo tener plata; esto facilitó su mutuo
enamoramiento y sus posteriores nupcias, según se decía.
La Señora de Robles opinaba sobre todo los temas con esa
seguridad y certeza que sólo proporciona la ignorancia.
Admiraba a Nicolino Locche. Recuerdo sus elogiosos comentarios,
acerca de esa fantástica habilidad que el mendocino tenía para
esquivar los embates adversarios y pegar solamente unos golpes
que le permitían ganar cada pelea.
- Locche es un verdadero boxeador, no necesita pegar mucho.-
decía.
Y remataba:
- Lo que se dice un verdadero boxeador.
Yo, con mis diez años, estaba de acuerdo.
Ahora, que sigo admirando al gran Nicolino, creo que el concepto
de un verdadero boxeador – si por verdadero entendemos típico -
tiene más que ver con el tipo que da piñas a lo loco y no con el que
apenas castiga.
No siempre era criteriosa la Señora de Robles.
Además, resultaba notoria y desmedida su parcialidad cuando de
hablar de los logros de los hijos se trataba.
Si alguien contaba que a un pariente le iba bien, tal relato jamás
impresionaba a la Señora de Robles: siempre tenía a mano una
anécdota en la cual a su hijo o a su hija – en idéntico rubro - le
había ido mejor.
A veces fanfarroneaba la Señora de Robles.
De chico, junto a otros pibes, yo jugaba con su nieto.
A la bolita jugábamos, como nenes de barrio.
Cierta vez, este nieto del que hablo había efectuado un canje que,
a la distancia, juzgo desigual: mi hermano y yo obtuvimos doce
flamantes japonesas entregando a cambio un bolón lechoso de
superficie irregular, secuela innegable de pasadas colisiones.
No obstante, el nieto estaba contento con el pacto y corrió a contar
a su abuela la buena nueva. Ella, como siempre, jugaba canasta
junto a mis abuelas y otras señoras.
- ¡Mirá, abuela! ¡Conseguí un bolón! – la alegría brillaba en los ojos
del niño, que sostenía con dos dedos su nueva pertenencia.
¿De dónde lo sacaste? – dijo, cortante.
Se los cambié a los chicos por doce bolitas chicas. Yo no tenía
ninguno de estos…
¡Pero está todo roto! ¡Es una porquería! Devolvéselo.
No, a mí me gusta…
Devolvéselo y pedile tus bolitas, que yo después te compro. No vas
a andar con eso, tan estropeado que no sirve más. – prosiguió,
terminante.
Y repitió con énfasis:
– Yo después te compro…
Debimos deshacer el acuerdo.
Todos los contratantes lo lamentamos.
Delante de mis ojos, la alegría de su nieto se volvió decepción.
Era una vieja de mierda la Señora de Robles.

CACHO

Apenas supe leer con alguna fluidez, me convertí en un gran


consumidor de historietas.
Por ello, mi niñez conoció algunos lugares dedicados a la venta de
revistas usadas. Eran frecuentes, además, dos maneras adicionales
de contratación: entregar una revista pagando una módica
diferencia para llevarse otra o aportar dos revistas propias para
recibir una a cambio. En la librería “El Arca de Noé”, de Dardo
Rocha al 100, allá por los años sesenta y setenta, muchos chicos
efectuaban este tipo de operaciones. Era un lugar oscuro y antiguo,
polvoriento, atendido por un señor alto que me recordaba a John
Wayne.
Sin embargo, yo solía ir con esos fines a lo de Cacho, quien tenía
un kiosco en la esquina de Dardo Rocha y General Paz.
El pequeño comercio había sido edificado sobre la vereda misma,
utilizando el modo de construcción tradicional, con ladrillos, revoque
y un pequeño techo de tejas. No sé si tenía permiso municipal o si,
como solía suceder en nuestro medio entonces y sucede ahora,
alguien decidió que aquel era un buen lugar para poner un kiosco y
lo levantó de guapo, nomás. Estaba pintado con esmalte sintético,
el mismo que se usa, por ejemplo, para pintar rejas, y eso le daba
un brillo más que notorio. Esta característica, sumada al color
naranja que Cacho había escogido, evitaba que el lugar pasara
inadvertido.
Todo era muy humilde. Además de los pilones de revistas ajadas,
amarillentas, muchas veces sin tapa, se veían pastillas, caramelos y
mercadería de bajo precio en general.
Cacho era una persona joven, tendría alrededor de treinta años,
morocho, de pelo negro bastante largo y vestido sin demasiado
esmero. Es posible que hubiera sido algo hippie en los sesenta y
luego, en los setenta, domesticado y enquioscado, conservara la
fachada como homenaje a esos tiempos de paz, amor y rebeldía.
Cacho, aunque amable, nunca resultó demasiado comunicativo. Al
verme llegar, sacaba a la vereda una pila de revistas que yo
repasaba hasta elegir las que quería. El esperaba fumando y
quemaba de esa manera, literalmente hablando, su exiguo capital.
A la sazón, por mi corta edad, no me preguntaba un montón de
cosas que ahora sí me pregunto, cuando no tienen ya importancia
ni respuesta: ¿De qué manera vería Cacho pasar sus días en ese
pobre recinto, de un metro y medio por lado? ¿Por qué había
elegido ese lugar que no era, ni es ahora siquiera, el sitio ideal para
poner un quiosco? ¿Tendría familia que mantener, con tan poca
mercadería y con tanto tiempo de dedicación, ya que abría
temprano y cerraba casi a la noche?
Viene a mi memoria en este momento una tarde plomiza, luego de
un violento temporal que derribó una pared y cortó para siempre el
sueño de una nena, en Rojas al quinientos, a dos cuadras de mi
casa. En el barrio, el estado de ánimo no era el mejor y, para
distraerme, compré a Cacho una revista de Luzbelito, aquel
pequeño y travieso demonio, a quien ya nadie recuerda.
Hoy pasé por General Paz y Dardo Rocha, para buscar en esa
esquina algún vestigio, con la esperanza de hallar, al menos, un
cimiento delator de aquellos tiempos. Mas no hubo caso, treinta
años son más que suficientes para borrar los rastros de otros días.
Ya nadie recuerda a Luzbelito, dije, como al quiosco anaranjado,
vistoso, demolido, como a Cacho, melancólico y silente.

EL EXILIO
Mi hermano tenía asma. Tenía asma todo el tiempo y estaba
extremadamente flaco. El contaba entonces con trece años, uno y
medio más que yo.
Mis padres no sabían qué hacer y los médicos menos.
Cuando íbamos de vacaciones a la Costa, se sentía perfectamente.
“El clima de mar lo ayuda” decía todo el mundo con razón.
Eran los últimos días de marzo y la decisión resultaba tan difícil
como inevitable: nos radicaríamos en alguna ciudad balnearia, para
evitar que el deterioro físico de mi hermano pusiera en peligro su
vida.
Se barajaba la posibilidad de instalarnos definitivamente en Mar
del Plata, donde habría mejores posibilidades laborales para mi
padre, comerciante y único sostén del hogar. El pondría allí una
sucursal del negocio que tenía, con otros socios, en Monte Grande.
Por el momento y como medida de emergencia, iríamos con mi
madre, mi hermano y mi hermana, dos años menor que yo, a
instalarnos en el departamento de mi abuela, calle 3 al 700 de
Santa Teresita. Mi padre, por razones de trabajo, quedaría en
Monte Grande y nos visitaría los fines de semana.
Once años de vida montegrandense habían hecho de mí una
persona, mejor dicho una personita, muy arraigada.
Sentí el primer escalofrío cuando se gestionó nuestro pase escolar
de la Escuela 37 hacia una escuela de allá.
Mi hermano, que había repetido tercer grado más por vago que por
enfermo, cursaba séptimo conmigo. Mi hermana estaba en quinto.
Las maestras y los compañeros de toda la vida me veían triste.
- Nosotros también sentimos que ustedes se vayan. - dijo mi amigo
Chanchi, tal vez porque sabía que el dolor, compartido, duele un
poco menos.
- Si, pero ustedes pierden dos compañeros y nosotros perdemos
treinta. – respondí.
Cada visita a la casa de Víctor y de Pablo, que antes era rutina,
tenía entonces sabor a despedida. La mirada a cada árbol, a cada
esquina, a cada vereda, tenía sabor a última vez. Y en los
momentos más pesimistas, creía que efectivamente así sería.
No siempre uno sabe que se esta despidiendo, pero sí en este
caso.
El viaje en el Fiat 1500 se hizo largo. En esos años, parte del
camino era de tierra y había llovido el día anterior.
A poco de llegar, comenzamos a cursar en la escuela Nº 7, Ricardo
Gutiérrez, calle 41 entre 4 y 5 de Santa Teresita, a ocho cuadras del
departamento en que acabábamos de instalarnos. Nos tocó el turno
mañana y viajábamos en transporte escolar: dos novedades.
Luis, el chofer del micro, no quería que volviéramos con Polo, que
manejaba el otro micro. Se enojaba si llegaba a enterarse.
Deberíamos volver con él aunque el recorrido de vuelta fuera, en
nuestro caso, mucho más largo y más lento. A la distancia, creo que
solamente un niño toleraría tales caprichos; pero hete aquí el
inconveniente: éramos niños y entonces lo tolerábamos.
La cuestión era, claro, tratar de integrarse. Pero nunca me había
pasado eso de ser nuevo en un grupo.
Mis compañeros, definitivamente, no me caían bien. A la distancia,
creo que tal cosa resultaba esperable y no era, por supuesto, culpa
de ellos: mi estado de ánimo hacía imposible que alguien me
simpatizara.
Además, hay algo arraigado, creo, en la naturaleza humana y es el
reflejo de mirar con recelo al desconocido. Eso les pasaba a ellos
con nosotros; y seguramente eso es lo que nosotros también les
demostrábamos.
Tino, un pibe del otro séptimo de quien nunca más supe, fue el
único que nos dio charla desde el comienzo, nos preguntó por qué
estábamos allí y nos hizo sentir menos extraños.
No mucho más durante los primeros días.
Me llamó la atención, eso sí, la inmensa libertad que tenían en ese
lugar los chicos de once o doce años: salían de noche, viajaban
solos en transporte público y algunos hasta conducían vehículos.
A veces, en esas muy frías mañanas costeras, mientras
esperábamos el colectivo conducido por Luis, cruzábamos algunas
palabras con Pepe y Dany, nuestros vecinos que vivían a la vuelta,
en la 34. Pepe cursaba con mi hermano y conmigo; Dany era un
año menor, estaba en sexto.
La mutua desconfianza fue cediendo a medida que empezamos a
conocernos, tal como ocurre en el mundo adulto y con cuestiones,
seguramente, más importantes.
En la escuela, durante un recreo, me hallaba parado junto a un
grupo de compañeros, formando un círculo en el patio. Todos
hablaban. Yo escuchaba y prestaba atención, pero la charla me era
razonablemente ajena. Pepe comentó que, después de la escuela,
solían ir con su hermano a pescar a un estanque cercano al Golf
Club. El Golf era un hermoso predio arbolado, con lindas casas, de
acceso libre y muy poco movimiento.
Y aunque no me hablaba a mí, dije tímidamente:
- Me gustaría conocerlo.
- Bueno, hoy a eso de las dos de la tarde, los paso a buscar a vos y
a tu hermano. Vamos a ir en bici. Creo que Dany se prende
también. – dijo Pepe.
Acabábamos de tender el primer puente.
Y así es que Pepe, Dany, mi hermano y yo recorrimos, pedaleando,
las diez cuadras que, aproximadamente, nos separaban del Golf
Club. El estanque en el que supuestamente pescaríamos era un
tanque australiano y, a decir verdad, ni por asomo se advertía la
presencia de peces.
No importa. Igual la velada resultó amena. Y una tibia sonrisa se me
dibujó a la vuelta.
Dos días después, Rita, la chica más linda del grado, nos invitó a
su cumpleaños. Por supuesto que fuimos y la pasamos bastante
bien. Hablamos poco, no contradijimos a nadie y sonreímos,
agradecidos por la posibilidad que nos brindaban.
De a poco, las primeras horas de la tarde, después de la escuela,
se transformaron en ocasiones para reunirse con los compañeros
de la escuela y con otros chicos del barrio. Andábamos en bicicleta
y corríamos carreras en las despobladas calles. El Negro Ramón,
un pibe muy alto que – después supe – murió muy joven, pedaleaba
como nadie y no había quien pudiera alcanzarlo. Incluso Claudia, la
hermana más chica de Dany y Pepe, que apenas tenía ocho años,
participaba de esas bicicleteadas como acompañante, en el
portaequipaje.
Más tarde, a veces me encontraba con Dany y charlábamos de
todo un poco. Filosofábamos diría, pero el término resulta
demasiado pretencioso.
Cada tanto, subíamos de a diez o doce chicos a la Estanciera
conducida por Silvio, quien pronto cumpliría catorce y para nosotros
era grande.
Mis nuevos compañeros empezaban a caerme bien, pero
extrañaba demasiado la ciudad en que nací. Y la tristeza no admitía
distracciones: me atrapaba antes de dormir, al despertar, cuando
estudiaba…
Una chica de apellido Romero, organizó un baile en un local, vacío
como casi todos en esa época del año, que quedaba en Mar del
Tuyú. La cita era a la noche y había que andar alrededor de
cuarenta cuadras por esas calles no muy bien iluminadas. Nadie
tenía miedo, claro. Llegamos al lugar caminando y en grupo.
Disfruté tanto de la larga recorrida nocturna, para mí impensada en
Monte Grande a esa edad, como de la fiesta.
La noche del 29 de junio hicimos, por supuesto, la fogata – que
llamábamos fogarata – de San Pedro y San Pablo. La cita fue en la
esquina de las calles 3 y 34, entonces baldía y hoy más que
edificada.
Y en esa época ocurrió la muerte del presidente Perón, que no
pudimos seguir por la tele porque no teníamos. Apenas vi unas
imágenes, muy borrosas y con interferencias, en la casa de Dany.
De a ratos, con suerte y con muchas rayas, podían sintonizarse en
ese entonces dos canales, que transmitían desde Mar del Plata.
Por fin, al cabo de tres meses y pico de añorar mucho, dado que
mi hermano se había recuperado lo suficiente, decidimos regresar a
Monte Grande.
Nuestros recientes amigos, al saber la noticia, nos organizaron una
despedida en el bowling Bambocha, calle 2 entre 34 y 35. Por
supuesto que la cita también fue a la noche y la pasamos muy bien.
El regreso resultó glorioso para mí, no tenía donde guardar tanta
alegría. De vuelta a la Escuela 37 y a terminar la primaria, viaje de
egresados a Córdoba incluido, con mis amigos de toda la vida.
Un tratamiento médico exitoso en Capital Federal, hizo que la
mejora de mi hermano resultara definitiva.
Durante los siguientes años, cada evocación de esa breve estancia
invernal en Santa Teresita, me provocaba angustia. El recuerdo del
sufrimiento que me causó el desarraigo impedía cualquier ejercicio
de agradable nostalgia.
Al pasar el tiempo, comenzaron a acudir a mi memoria las
personas que nombro en este relato y muchas otras. Entonces,
cada tanto volví a mirar la vieja foto escolar, ésa que justo tomaron
durante los meses en que mi hermano y yo cursábamos. Aún lo
hago: la observo y recuerdo cada uno de los nombres de mis
compañeros, anotados al dorso en su momento. Si ellos miraran la
foto, muy probablemente no registraran quién era ese pibe chiquito
y flaquito, un tal Carlos, que estuvo apenas unos meses.
Y de a poco, al cicatrizar la herida, los recuerdos se volvieron
risueños. Como dijo Serrat:
“Tus recuerdos son cada día más dulces
el olvido solo se llevo la mitad.”
Y es que el olvido se lleva lo feo, lo triste; se lleva esa mitad. Y nos
deja lo agradable, claro. Nos deja las sonrisas, las bicicleteadas, los
viajes en Estanciera, las fogaratas…
Santa Teresita es hoy uno de mis lugares en el mundo.
Estará ligada siempre a mi existencia tal como la viví en ese
invierno, durante mi forzado exilio infantil: con esa gente amistosa,
querible, solidaria.
Y con ese modo de vida tan libre y tan tranquilo que, quizás, como
tantas cosas, ya no exista.

UNA PROHIBIDA

Siempre me gustó ir al viejo Cine Monte Grande, ése que cerró en


los años ochenta y que estaba ubicado en Mariano Acosta, entre
Alem y Vicente López.
Sé que soy una excepción, un rara avis. Era más que frecuente,
entre nuestros coterráneos, llamar “raterío” o “pocilga” a nuestra
sala fílmica. El cine conservaba su aspecto original y el deterioro,
producto del paso del tiempo sin un adecuado mantenimiento, era la
causa de esos comentarios. A mí, repito, me gustaba el lugar tal
como estaba, con sus afiches pegados en los vidrios, su boletería a
la izquierda, sus puertas vaivén de madera para acceder a la sala y
su humilde quiosco a la izquierda, al costado del baño.
El interior de blancas paredes descascaradas y cielo raso
manchado de humedad tampoco era molestia.
Con doce años recién cumplidos, sentía un poco de bronca y
malsana curiosidad al advertir que muchas de las películas en
cartelera eran “prohibidas para menores de dieciocho años”, tal la
calificación vigente en 1974.
Ni se me hubiera ocurrido, claro está, intentar sacar entrada en
esos casos. Bueno, ni se me hubiera ocurrido, de no haber traído
Víctor el rumor, estimulante, de que a su vecino, apenas un año
mayor que nosotros, lo habían dejado entrar al Cine Monte Grande,
más de una vez, a ver una prohibida.
A partir de allí, todo fue cuestión de esperar, junto a Víctor, que el
cine pusiera en cartel alguna de esas cosas para hacer el intento.
Pasaron dos semanas en las que sólo se exhibieron películas aptas
para todo público, que, dadas nuestras recientes expectativas, nos
parecían exclusivas para lactantes.
Por fin, coloridos carteles anunciaban, para el próximo jueves, la
proyección de “La Mary”, con Susana Giménez y Carlos Monzón.
Debajo, en letra más chica, leímos con deleite: “Prohibida para
menores de 18 años.”
Entonces el jueves, a las siete de la tarde, dos horas después de la
escuela, me encontré en la puerta del cine con Víctor, con mi
hermano, un año mayor, que no dudó en acompañarnos y con el
flaco Larquín, un compañero de grado que escuchó hablar del
proyecto y quiso formar parte.
La película debería terminar a las nueve. Eso no era problema,
pues entonces no resultaba extraño que chicos de esa edad
volvieran a sus hogares solos, por la noche, seguros. En caso de
que nos negaran el ingreso, no podríamos pretender, por razones
obvias, discutir el tema, de manera tal que teníamos decidido, si eso
pasaba, no insistir y regresar a casa a esperar seis largos años.
Titubeantes, evidenciando comprender la criminalidad del acto, nos
acercamos los cuatro a sacar la entrada:
- Cuatro entradas – dije yo, que encima era el más petiso. Y arrimé
el importe justo, incluidas varias monedas.
El empleado, fríamente, extendió cuatro talones aclarando:
- Tienen que ir arriba, allá, por la escalera.
La planta alta, seguramente, era el lugar exclusivamente destinado
a que entraran los menores que no podían entrar. Imagino que, de
ocurrir una inspección, confiaban en que al funcionario le pesaran
las piernas y no quisiera subir las escaleras.
Llegando al último peldaño de blanco mármol, un acomodador nos
esperaba, extendiendo un programa. Intentamos seguir nuestro
camino, pero el tipo se interpuso, su mano derecha frotaba
visiblemente el pulgar contra el índice:
- ¡Vamos, vamos! ¡La propinosky, loco, que si no, no ven la película!
Exploramos nuestros exhaustos bolsillos y entregamos, con
desgano, algunos centavos olvidados:
- No tenemos más – dijo, con total sinceridad, Víctor.
El hombre se hizo a un costado y pudimos entrar.
Comprendimos que la clandestinidad tiene sus códigos.
No había mucha gente y todos nuestros ocasionales
acompañantes, vaya coincidencia, resultaban tan menores de edad
como nosotros.
La película, como imaginarán, nos encantó. Cada escena de sexo
nos pareció la más acabada – interprétenlo como quieran – muestra
de arte de la que el hombre contemporáneo es capaz.
Salimos del cine maravillados y un poco acalorados.
Días después, vimos dos, en continuado, de la Coca Sarli. La
propina resultó, en ese caso, un poquito más cara, pero estábamos
prevenidos.
Fue glorioso.
Hace poco, dieron “La Mary” por televisión: intenté volver a verla y
no aguanté ni media hora.
Puede que, pasados los años, mi gusto artístico se haya refinado.
Es una pena.

TÍA ROSA

Todos tenemos, o hemos tenido, una tía vieja portadora de


anécdotas.
En mi caso esa tía vieja se llamaba Rosa, quien en realidad era tía
de mi abuela materna; resultaba ser, por tanto, mi tía bisabuela.
Había nacido en 1888, año de la muerte de Sarmiento; siendo muy
pequeño me pregunté seriamente - más de una vez - si lo habría
conocido.
Era soltera y… ¿Cómo decirlo? La familia suponía, por unanimidad,
que era soltera en todo el sentido de la palabra; sus pecados no
había que buscarlos por el lado de la carne.
Una oscura cartera ocultaba la foto de Mario, aquel prometido que
seis décadas atrás, no había cumplido su promesa.
Ella vivía en el interior de la Provincia de Buenos Aires, con unos
sobrinos a quienes había casi criado y pasaba – cada tanto – largas
temporadas con mi abuela en Monte Grande.
Es fuerte la tentación de almibarar las vivencias al ser tamizadas
por el tiempo. Evitaré caer en eso: no es tía Rosa quien protagoniza
las anécdotas más dulces de mi infancia.
Interviene, eso sí, en un recuerdo que de tan antiguo me asombra
conservarlo: a los cuatro años, todavía usaba chupete pese a la
oposición de mis mayores.
Esta tía bisabuela asumió, por propia iniciativa, la tarea de lograr
que Carlitos, es decir yo, abandonara ese hábito tan precoz como
pernicioso.
- Recién estuvo la policía acá, en esta casa. Entraron y todo – me
dijo esa vez.
¿Por qué? – pregunté, algo temeroso.
Andaban averiguando si acá había chicos que usaban chupetes.
Les dije que en este momento no había ninguno, porque vos habías
salido con tu mamá y tus hermanos.
Creo que no respondí; seguramente el temor se dibujó en mis
facciones. Continuó:
Si encuentran un chupete se lo llevan. Y si el chico tiene puesto el
chupete, se llevan al chico también.
Jamás había leído un tratado de pedagogía y eso se notaba
demasiado.
Cuando, años después, cursé en la Facultad la materia Derecho
Penal II, supe con certeza que la tenencia de chupete para
consumo no resultaba punible, pero ya era tarde.
En general, tía Rosa nunca se caracterizó por haber sido
complaciente con mis hermanos y yo, sus sobrinos bisnietos. Le
gustaba contradecirnos y hacernos rezongar. Diré a su favor que,
probablemente, no percibía cuán en serio nos tomábamos su
actitud beligerante.
Sus pecados, como se advierte y como dije, no eran pecados de la
carne.
Con los años, las visitas se volvieron más espaciadas. Tía Rosa
pasaba los ochenta años y el cuerpo seguramente no estaba para
esos trotes.
Se mantuvo lúcida casi hasta los noventa; luego, como suele
ocurrir, combinaba lapsos de cordura con otros de desorientación
total. Llamaba frecuentemente a sus padres y hermanos quienes, si
se me permite el humor negro, no estaban en condiciones de acudir
a la cita.
Durante su última visita a Monte Grande, mi abuela notó que el
deterioro cognitivo era más que alarmante: no reconocía ya ni a sus
parientes más próximos. Decidió entonces internarla en un asilo
para ancianos de esta ciudad.
Allí pasó, en calma, sus últimos años la inefable Tía Rosa.
Si digo que los pasó en calma, no estoy siendo del todo veraz: un
incidente extraño turbó, aparentemente, esa placidez. Parece que
burlando la vigilancia del personal del geriátrico, un interno se
abalanzó sobre tía Rosa para dar rienda suelta, suponemos que
con las limitaciones propias de la edad, a sus pasiones más íntimas
e inconfensables.
Así nos lo contó, entre lamentos, una mucama del lugar.
Los familiares lo lamentamos también, algo espantados.
Y si tía Rosa se hubiese dado cuenta de que no pudo darse
cuenta, ella también lo hubiera lamentado.

LA PROFE MIMÍ

Terminé la primaria en la escuela pública y me enfrenté entonces al


primer cambio crucial en mi corta existencia: comenzar la
secundaria en una escuela distinta y, por eso mismo, con otros
compañeros.
Yo quería ir al Saavedra, del otro lado de la vía, porque allí se
habían anotado mis amigos Pablo y Juanca.
Mi madre, sin embargo, eligió el Instituto Grilli. Como supondrán,
los gustos personales de quien escribe no pesaron demasiado.
“Es buen colegio y queda cerca de casa. Vas y volvés enseguida.”
Son las razones que recuerdo.
El tema es que no conocía a nadie en ese lugar. ¡Y yo estaba tan a
gusto con mis amigos de entonces!
Creo que fue ésa la primera ocasión en que debí aceptar que la
vida depara pérdidas. Ya sé que nadie había muerto, pero las
pausas entre cada hora, la entrada y salida de la escuela y hasta
las clases, eran para mí como derechos adquiridos.
El primer día me sentaron con un compañero de apellido Sanabria.
Me parecía un buen pibe, pero era tan callado como yo.
Durante los recreos, como podrán imaginar, estaba solo. Un largo
banco de madera, apoyado sobre la pared lateral derecha del patio,
era mi refugio.
Tal vez por eso aún hoy, la imagen de un chico solo en el recreo
me parte el alma.
Si bien lo mío no era completamente una elección, el estar allí sin
más compañía que la de mi alma, constituía también un gesto de
rebeldía. Esa rebeldía contra sí mismos que a veces tienen los
adolescentes: esa soledad me parecía una forma de protesta contra
la finalización de la primaria.
Nadie registraba mi curiosa protesta, claro.
Durante un recreo como cualquier otro, se acercó Roberto, un
compañero con el que hasta entonces apenas había cruzado un par
de tímidos saludos. Me dijo:
- Vení, che. Vení con nosotros, vamos hasta el buffet.
Otros dos pibes que lo escoltaban, también de mi curso, insistieron
para que fuera.
Como habrán adivinado, no tenía absolutamente nada más
interesante para hacer, así que fui con ellos.
Roberto compró un turrón y me convidó. Nos quedamos charlando.
Hablamos mal de algunos profesores y bien de otros hasta que tocó
el timbre y debimos ir al aula. Eso de pedirme que los acompañara
me llamó la atención, pero no analicé demasiado la cosa.
De a poco, en los días sucesivos, comencé a acercarme a ellos.
Y si bien mis amigos de toda la vida seguían estando afuera, me
sentía relativamente cómodo en mi incipiente secundario.
Pasaron los meses y fuimos tomando confianza. Por supuesto que
seguíamos hablando bien de algunos profesores y mal de otros,
como todo alumno que se precie de tal.
Creo que fue más o menos para Octubre, cerca del final del ciclo
lectivo, que dije:
- La que es buena es la profe de matemáticas. Y explica bien. Lo
que no me gusta es la materia.
Roberto entonces dijo:
- Sí, es buena. Ella una vez nos pidió que te habláramos, porque
veía que estabas solo. ¿Recordás cuando te dijimos que nos
acompañaras al buffet?
- Claro, me acuerdo. – hice una pausa - No sabía eso.
- Sí, nos dijo: “Fíjense ese chico, Farina, siempre está solo. ¿Por
qué no se acercan y hablan con él?
Tal vez suene raro, pero sentí un poco de vergüenza al momento
de enterarme.
Pero cuarenta años después, aun valoro esa actitud de la profe
Mimí Santi.
Y conservo el afecto que sentí por ella durante los años siguientes,
en que también se ocupó de enseñarme matemáticas.
Nunca se lo dije, así que ahora lo escribo.
Creo que eso es ser docente, profe Santi.
Eso es ser docente más allá de la tiza, del pizarrón y del cállense
que voy a explicar un tema nuevo.

OCTAVIO Y EL SAPO

Octavio es grande, debe tener diecisiete o más; hasta su barba


mal rasurada lo demuestra.
El Sapo, aunque alto y corpulento, es de mi edad. En realidad es
un poco mayor. Tiene catorce, porque repitió y sigue en primero.
La escena se repite en cada recreo: Octavio - no sé si dije que está
en quinto - busca al Sapo por el patio.
Me llevo bien con El Sapo. A veces nos sentamos juntos y
hablamos un poco de fútbol, más que nada en la hora de Botánica,
que tanto nos aburre. El es un poco tímido; además, no es muy
agraciado. Por algo congeniamos.
Decía que Octavio lo busca y lo encuentra en el patio cada recreo
desde hace más de una semana. Cruza el brazo por su espalda,
como si fueran amigos y empieza:
- ¿Cómo andás, Sapo? ¿Alguna novedad?
Lo zamarrea exageradamente. El Sapo no contesta. Se deja
zamarrear y dibuja, con trazos torpes, una sonrisa que nadie del
público se cree.
Dije público porque somos varios alumnos los que nos juntamos
alrededor de ellos en cada recreo; un círculo formamos, todos
varones.
– A ver cómo andás de las costillas, Sapo. – dice. Y estalla una
piña de mediana potencia en el medio del pecho.
- ¡Pará, pará! - protesta el Sapo, pero no puede alejarse porque
Octavio aún lo abraza, mejor dicho lo retiene, con el brazo
izquierdo.
El público se ríe. Nos reímos, digo.
Alguien vigila por si se acerca el preceptor.
– A ver, Sapo, contame ¿Tuviste alguna vez una aventura
amorosa? – continúa Octavio, que copió esa frase de la televisión,
de un programa cómico.
- ¡Ah! ¿Lo viste ese programa ayer? – intenta preguntar el Sapo y
ensaya, por segunda vez, una sonrisa que nace muerta.
- Vaaaamos, Sapo, contame…. contales a los chicos ¿Tuviste
alguna vez una aventura amorosa?”
Otra vez la piña no muy fuerte. Duele más en su dignidad que en
su fornido esqueleto.
Pobre el Sapo.
Voy hasta el buffet a comprar una gaseosa. Cuando regreso, hay
menos gente alrededor.
Octavio no habla: está rumiando un masticable que hace un rato
era del Sapo.
Tira el papel en el piso y ni siquiera se fija en dónde cae.
En ese momento el Sapo se aleja, solo. Va a sentarse sobre un
banco de esos que están contra el muro medianero.
Se sienta solo, claro. Mira hacia abajo mientras apoya el índice y el
pulgar sobre su frente.
Pobre el Sapo.
El público se dispersa. Nos dispersamos, digo.
Poco después, suena nuevamente el timbre indicando el final del
recreo. Hay que regresar a clase, en la planta alta.
No es buena persona ese Octavio. Yo jamás sería capaz de hacer
algo como lo que él hace. A veces, hasta tengo ganas de defender
al Sapo, pero no lo hago y ahorro a a mi esmirriado físico una
sensible pateadura.
Siento un poco de culpa por haberme reído recién, en el patio. Lo
mismo sentí el otro día.
Pobre el Sapo.
Casi en la puerta del aula recuerdo eso que escuché hace un
tiempo: el valiente muere una vez y el cobarde muere mil veces.
Gran verdad. Calza justo la frase.
Por mí lo digo.

ATRAPAME

La película se llamaba “Atrápame si puedes” con Danny Kaye.


Título más que adecuado, pues junto a mi hermano planeábamos
colarnos en el establecimiento.
El lugar: Santa Teresita, en verano y a mediados de la década del
setenta; los protagonistas: dos inescrupulosos sujetos de trece y
catorce años.
Fue llegar a la entrada del viejo cine “California” ése que estaba en
la 2 esquina 33 y, aparentando seguridad y también alguna
urgencia fisiológica, meternos en el baño de caballeros, según se
ingresa, a la izquierda. Llevábamos un plan simple pero
contundente: quedarnos un ratito allí y, cuando la película hubiera
comenzado, con nuestra mejor cara de haber pagado la entrada,
mandarnos directamente hacia la oscura sala.
Eso fue lo que intentamos.
El acomodador, tal vez porque, al decir de Celedonio Flores, notó
algo que nos “vende, yo no sé si es la mirada”, preguntó adónde
íbamos.
- Salimos un momento, recién, para ir al baño y ahora volvemos.. -
respondimos.
Dudó un instante. Se produjo un silencio y nos dejó seguir.
La película ya era vieja en ese entonces, no obstante lo cual, el
cine estaba lleno.
¡Ni una butaca disponible, válgame Dios!
Luego de recorrer fila por fila y tras un instante de vacilación, nos
resignamos a observar el film parados, sobre el costado izquierdo,
según se entra.
La inexperiencia jugó en contra y allí fue que regresó, cual sabueso,
el acomodador.
Esta vez no hubo preguntas.
- Váyanse! ¡Ustedes no estaban antes acá adentro! – fue su breve
exhortación.
Enfilando hacia la puerta de salida, según se sale a la izquierda,
supimos que un sábado a la noche, de vacaciones, las salas de
espectáculos suelen llenarse más de lo que convenía a nuestros
ilegítimos propósitos.

9 DE JULIO

Tengo presente que en segundo año del secundario, cursado en el


Instituto Grilli allá por los setenta, no fui el mejor alumno.
En realidad, nunca fui el mejor alumno, pero tenía notas más o
menos altas y un aspecto lo suficientemente dócil como para ser
elegido representante de mi curso en el acto que, con motivo de
celebrarse el aniversario de nuestra independencia, se realizaría en
la plaza principal de Monte Grande el 9 de Julio.
Hay muchas maneras de concebir al patriotismo y también de
ejercerlo. En mi caso, ninguna de ellas pasaba por levantarme
temprano una fría mañana de un día feriado. Y menos aún para
escuchar un discurso militar, muy propio del gobierno que teníamos
en 1977, previa entonación del himno al son de una música
proveniente de disfónicos parlantes municipales.
Imaginará entonces el lector, y compartirá, mis ganas de
permanecer en la cama hasta el mediodía de esa fausta jornada.
Pero, dado que a las ocho en punto debería estar allí, me levanté
veinte minutos antes, me puse el pantalón gris, la camisa blanca, la
corbata bordó, el blazer del mismo tono y salí casi disparado para
recorrer las seis cuadras que separaban mi casa de la Plaza Mitre.
Minutos antes había amanecido. Hacía frío y me fui sin comer,
contrariando al respecto las expresas recomendaciones de mi
madre; y de todas las madres del mundo.
Llegué a tiempo, minutos antes de que comenzara el acto.
El escenario, construido de espaldas a la Parroquia de la
Inmaculada Concepción, estaba abarrotado de integrantes de las
Fuerzas Armadas.
Por supuesto que debí colocarme en fila, serio y en apariencia
concentrado, cerca de donde está el mástil.
Pasó el himno y otra canción patria cuya letra aún hoy desconozco.
Luego, por supuesto, palabras difíciles, desempolvadas para la
ocasión, monocordes, transportadas por un viento helado y matinal
al que el sol ni siquiera desafiaba.
Y es entonces cuando mi recuerdo se interrumpe bruscamente.
Todo a mi alrededor empezó a teñirse de plateado. Los oídos
parecían acoplarse con el micrófono del señor comisionado
municipal.
Las rodillas se flexionaron, desobedientes.
Me fui sin comer.
Caí desmayado.
No sé si fueron segundos o minutos. La escena siguiente me
encontró sentado en un viejo banco de madera del centro de la
plaza, rodeado por gente que impartía contradictorias indicaciones
respecto de qué hacer con mi maltrecha humanidad:
- ¡Pónganle la cabeza entre las piernas!
- ¡Levántenle la cabeza!
- ¡Denle aire!
- ¡Abríguenlo!
- Estoy bien, estoy bien – dije, casi pidiendo clemencia.
El público que entonces me seguía, comenzó a dispersarse,
decepcionado.
Como dije, me había ido sin comer, pero no tenía hambre y ya me
sentía bien.
Un hombre, canoso y cincuentón, hasta entonces desconocido, se
me acercó:
- ¿Vos no desayunaste, no es así? – preguntó
- No, no desayuné.
- Tendrías que comer algo.
- Sí, pero ahora no tengo ganas.
- Igual, tendrías que comer algo. Mirá, andate a Tinajón y pedite un
café con leche con medias lunas que te va a hacer bien. Tomá. -
dijo mientras me extendía un par de billetes que resultaban más que
suficientes para eso.
- No, está bien, gracias.
- Tomá, haceme caso – insistió, para luego agregar
afectuosamente:
- Yo también soy padre y sé que los chicos siempre salen así, sin
comer nada.
- Bueno, gracias – dije y tomé el dinero, por no despreciar un gesto
tan noble.
El hombre se alejó.
No volví a verlo.
Me conmueve la actitud de alguien que, de una manera
desinteresada y anónima, da plata a un desconocido.
En el archivo de mi memoria, es ése uno de los mejores ejemplos
que atesoro.
Confieso sentir culpa, cada tanto, por no haber ido a Tinajón, pues
recién comí algo al llegar a casa.
Y espero que a ese señor le guste Sui Generis, porque su aporte
fue sin dudas decisivo para la compra del disco Confesiones de
Invierno.

ESTA NOCHE

Esta noche, una compañera del colegio celebra sus quince años.
Los hombres no prestamos tanta atención a ese tipo de
ceremonias.
Parece que el salón es lindo y espacioso, del otro lado de la vía,
arriba de la confitería “Tierra Hermosa.”
Ella tiene unos meses más que yo; recién cumpliré quince el año
próximo.
Decía que el salón es lindo y espacioso, seguramente porque
espera recibir a mucha gente. Todos sabemos que hay invitados
ineludibles: los parientes, cuyo rostro, muchas veces, nos resulta
más familiar a través de una fotografía que la rara vez que vienen,
tan molestos.
Decía que espera recibir a mucha gente, que ha invitado a mucha
gente: pero a mí no me ha invitado.
Somos treinta y dos compañeros este año. Nadie hizo una lista de
incluidos y excluidos; pero escuché, la semana pasada, conversar
en el aula acerca de eso: si en la fiesta pasan lista de este curso, de
segundo, no seremos más de cuatro los ausentes.
No tengo la certeza, pero intuyo la razón que me lleva a integrar la
minoría.
Hasta mi hermano, a quien conoce de pasada y que va a otro
colegio, está invitado.
Menos mal que esta tarde me fui a Quilmes, en un micro, a jugar un
campeonato de ajedrez. Es por equipos y yo soy tercer tablero,
juvenil, del Club Atlético. Algunos me auguran buen futuro en esas
lides. Yo sé bien que el juego ciencia va a aburrirme, aún antes de
intentar algún progreso.
Lejos estoy de ser fanático de las fiestas de quince. No es
quedarme sin salir, pasarla en casa, tampoco, la razón de mi
tristeza.
Tengo catorce años y un deseo voraz de formar parte.
A nadie le he contado que me duele, salvo a Claudio, ese amigo
del barrio y de la esquina:
- Vos le debés haber hecho algo a esa mina, algo le hiciste, no te
hagas el sota. – Dice Claudio.
Y lamento que no acierte ni a los premios.
Este lunes, nomás, volviendo a clase, habrá un tema en común en
los recreos.
Llevaré ese día una revista, quizá El Gráfico y fingiré leerla, absorto,
ensimismado.

Ha pasado mucho tiempo, muchos años. Hoy mi edad es justo el


triple de catorce.
De esa chica que festejó sin invitarme, me hice amigo en los años
que siguieron.
Y aunque, como he dicho, sospechaba, igualmente pregunté por
qué lo hizo:
– Y.... no te invité, la verdad, porque ni te conocía. ¡Eras tan
antipático! No hablabas, no dabas bolilla ¡No te integrabas!
Las normas sociales son, a veces, más duras aún que las normas
jurídicas. Los castigos no son proporcionales.
La antipatía por soberbia, la del necio, tiene pena similar, o aún más
grave, que la otra antipatía, la del tímido, la mía.

LA PELEA

No sé si Monte Grande, allá por mediados de los setenta y de mi


adolescencia, era tanto más seguro y tranquilo que ahora, o si
nosotros éramos mucho más inconscientes. Es posible que hubiera
un poco de ambas cosas.
Motivos al margen, mis amigos y yo teníamos por costumbre
deambular, de noche, por lugares inhóspitos de la ciudad.
Las caminatas tenían por protagonistas, además de a quien relata,
a mi hermano, a mi primo, a Alberto y al Mono, antes llamado
Eduardo.
Esa noche vagábamos por los fondos del Club Hípico, en una calle
de tierra, amojonada por espesa arboleda.
A cierta edad, entre amigos, la agresividad suele ser una manera
de comunicarse. Remarcar un defecto físico o sacar a flote
recuerdos vergonzantes, resultan parte fundamental del diálogo
cotidiano.
Alberto estaba más conversador que de costumbre; él solía
identificarse más con los que escuchan que con los que hablan,
pero esta vez la excepción parecía confirmar la regla.
- Che, mono ¿Cuántas minas te levantaste hoy?
- No jodas. - contestaba el Mono, antes llamado Eduardo, sin
prestar mucha atención.
Este muchacho, el Mono, no era precisamente agraciado en lo
físico y, en desafortunada armonía, tampoco lo era en lo intelectual.
El rancho es sucio, pero está mal pintado, como dicen.
Particularmente, sentía un poco de lástima y ternura por ese
grandote bonachón, algo solitario.
He dicho que la agresividad suele ser un modo de comunicarse
entre adolescentes y el Mono, antes llamado Eduardo, era,
estadísticamente, el mayor receptor de agresiones.
Hablando en criollo, lo teníamos de punto
- Che, Mono, con la facha y la labia que tenés, vos sí que no debés
dejar un calzón sano en toda la zona Sur. - continuaba Alberto, en
la misma línea y sin obtener respuesta.
- Y en el zoológico ¿Cómo anduvo el levante, monito?
-¡Mirá quién habla de mono! – contestó, casi por compromiso y
cansado de aguantar las trilladas cargadas de Alberto.
Era lo que su agresor estaba esperando.
- ¡Ah! ¿Sos vivo? ¿Así que me llamás mono a mí? ¡Repetí eso! – la
frase sonaba tan absurda como injusta.
- ¡Dejá de joder! – casi suplicó el Mono, ue no parecía interesado en
polemizar acerca de quién tenía más puntos en común con el Pan
Troglodytes, comúnmente conocido por chimpancé.
- ¿Ves que sos un cagón? – Alberto redobló la apuesta,
plantándose frente a él para empujarlo con ambas manos.
El Mono, impasible, lo miraba fijo.
Los demás detuvimos, también, la marcha y nos paramos en
semicírculo.
- ¡Te voy a cagar a piñas, cagón! – siguió, envalentonado, Alberto.
- ¡Dejá de joder!
- ¡Cagón! – insistió, mientras tiraba una piña al rostro del atribulado
Mono, que alcanzó, a duras penas, a dar un paso atrás.
Tengo muy presente mi impresión de ese momento: Alberto, el
provocador, tenía una gran fuerza física, vencía con facilidad a
todos en las pulseadas. Además, exhibía un muy buen estado
atlético y era boxeador amateur. Se había propuesto, no conforme
con herir de palabra al tonto del grupo, agredirlo físicamente. Me
pareció el colmo de la iniquidad: por corto, por infeliz, iba a llevarse,
de yapa, la cara llena de bollos.
Quise decir algo para evitar lo inevitable, cuando una nueva
trompada de Alberto pegó de lleno en la guardia del Mono, antes
llamado Eduardo.
Un segundo o dos después, un sonido seco, contundente, de
zarpazo, cruzó el aire.
Alberto, el boxeador, cayó al piso sin escalas.
Se levantó, sorprendido, herido en su amor propio y buscando
venganza.
Se acercó al Mono, lo midió, lo acorraló, felinamente, como a una
presa.
Y volvió a besar el piso de una piña en el mentón.
Esta vez no tan confiado, al levantarse, Alberto volvió a intentar el
contraataque.
No hubo tiempo: la derecha y la izquierda del rival sobre su cara,
ya con sinceras promesas de hematomas, lo obligaron a acostarse
antes de tiempo.
Todos comprendimos que el combate, felizmente desigual, había
terminado.
Me preguntaba entonces, y todavía me pregunto, por qué el Mono
quiso evitar, hasta último momento esa pelea, negándose la
posibilidad de saldar cuentas.
Creo que ese gesto agiganta, éticamente, su figura.
Para terminar, dos cosas: la primera, a veces, en la vida real,
también ganan las buenos; y la segunda: al Mono, desde entonces,
volvimos a llamarlo Eduardo, por las dudas.

LAS FIESTAS

Como ocurre a casi todo el mundo, mis recuerdos de Navidades y


Años Nuevos pasados, los de la niñez, están entre los más
queridos.
A los diez años de edad, las comúnmente llamadas Fiestas eran
precisamente eso: fiestas.
Solíamos reunirnos, sospecho que por razones de cercanía física,
con los parientes del lado paterno que vivían todos en Monte
Grande.
Mis reuniones preferidas ocurrían en lo del Tío Titi, hermano de mi
padre que, vaya coincidencia seguramente fuente de equívocos y
chistes estúpidos, vivía entonces en la calle Farina, como su
apellido.
Era un chalecito medio cuadrado, sin entrada de auto, típico
representante del crecimiento demográfico montegrandense en los
años cincuenta.
Luego de la cena, los más chicos jugábamos en el patio.
Entre juego y juego intentábamos, a hurtadillas, escuchar los
chistes con doble sentido que perpetraban los mayores entre
carcajadas estrepitosas. Nos parecían la mar de ingeniosos,
aunque no los entendiéramos del todo: escaso sentido crítico el de
los infantes, mal que nos pese.
Estaba el pisa pisuela, color de ciruela, poliladron y algún
rompeportones que siempre parecía explotar demasiado cerca.
Recuerdo la copa de sidra birlada en un descuido e ingerida en
idéntica clandestinidad. El mareo por mí representado, justo es
confesarlo, tuvo mucho de fingido para no defraudar las
expectativas despertadas en los primos.
A través de la espléndida voz y la guitarra del Tío Juan, que no era
mí tío, sino cuñado del Tío Titi, supe que la hija de Don Juan Alba,
la que más quiero, mi compañera, tuvo el mal gusto de haberse
metido a monja y, para colmo de males, en el Convento de La
Paloma. Todavía hoy me parece el colmo de la iniquidad ponerte de
novio, para que ella elija a alguien tan espiritual como Dios y te deje
plantado.
No todo eran rosas, pues los primos por parte del Tío Titi se
peleaban a menudo con los primos por parte del Tío Negro. Mis
hermanos y yo actuábamos siempre como mediadores. La
frecuencia con que peleábamos con ambos bandos, otorgaba a
nuestros laudos la indispensable imparcialidad.
Entre conversaciones escuchadas de contrabando, pirotecnia,
juegos y peleas, los primos fuimos creciendo.
Resultó inevitable que cada uno tuviera, de a poco, sus propias
amistades con quienes reunirse para las fiestas, en un principio
después de las doce y luego también antes de esa hora.
Al llegar la esperada, envidiada y sufrida adolescencia llegó con
ella esa necesidad de identificarse. No recuerdo qué personaje, por
mí admirado en esos tiempos, dijo que las fiestas lo ponían triste. A
partir de allí y en adelante, resolví que las fiestas resultaban
deprimentes.
Me reunía con parientes y amigos, salía a bailar después de las
doce, me reía, hacía chistes, salía con mi novia cuando tenía, pero
intentaba no perder de vista que una persona sensible e inteligente
debía ser invadida, progresivamente, por una fuerte dosis de
tristeza a medida que avanzaba diciembre.
También eso se acabó. Un día intenté ponerme de acuerdo: si bien
las Fiestas no eran, desde hacía mucho tiempo, ocasión para
reunirnos y jugar esos juegos tan divertidos con los primos,
tampoco había nada de lúgubre ni de triste en su naturaleza.
Las Fiestas dejaron de deprimirme.
Volvimos a la típica reunión familiar, esta vez haciendo nosotros de
padres y nuestros padres, ya ancianos, de abuelos.
Antes de las doce, no juego con los primos; después de las doce,
no salgo a bailar.
Sin embargo la pasamos bien, aunque hace tiempo que he dejado
de alegrarme por decreto.
Y aunque los rompeportones rompan en mi ser, además de
portones, algo más anatómico y preciado.

MUNDIAL 78

Yo tenía dieciséis recién cumplidos.


No sé si debido a la férrea censura implantada o por mis naturales
condiciones para la ignorancia, pero confieso que no estaba
demasiado al tanto de las cosas terribles que pasaban en mi país,
Argentina, durante el Mundial de Fútbol 1978. Otras ilegalidades
llamaban mi atención en aquellos tiempos, y el 6 a 0 con que
nuestra selección derrotó a Perú para poder pasar a la final, si bien
colmó mi alma de hincha adolescente, despertó las sospechas más
profundas.
No obstante, aquel domingo, frente a Holanda, se decidiría el
nuevo campeón del mundo y, junto a mis familiares, me pegué al
televisor en blanco y negro para mirar el partido.
Argentina se puso en ventaja durante el primer tiempo, con gol de
Kempes, el Matador.
Un cabezazo de Nanninga marcó el empate de los europeos,
faltando menos de diez minutos; el tiro en el palo del holandés
Rensenbrink, a segundos del final, produjo la mayor contracción
simultánea de músculos glúteos de la década. En el alargue de
treinta minutos, Kempes por segunda vez y Bertoni pusieron el
partido tres a uno. Argentina fue el campeón.
– Somos campeones del mundo. – grité, como si yo hubiera jugado.
Actualmente, cuando escucho a un hincha asumir un protagonismo
que no tiene y decir “somos campeones”, me da vergüenza ajena.
A poco de haber finalizado el partido, mucha gente embanderó el
auto y se fue a festejar al Obelisco.
Mis amigos y yo, que no teníamos coche propio ni un padre tan
amante del fútbol como para hacer semejante cosa, fuimos, apenas,
caminando hasta Alem, es decir a la zona comercial de Monte
Grande.
La mayor concentración tenía lugar en la intersección de Alem con
la calle Anacleto Rojas, donde estaba el bar Zulueta.
En pleno invierno, a las seis y pico de la tarde era de noche, lo que
daba al festejo un marco más atractivo.
La noche embellece todo y a veces, si se me permite la digresión,
una mezcla de noche con alcohol, nos puede hacer tomar
decisiones de las que no alcanza una vida para arrepentirnos.
Bien, en la vereda del bar Zulueta, no cabía un alfiler, la calle
también estaba saturada. Los peatones debían desplazarse, a
menudo, para dar paso a una caravana de camiones repletos de
personas, banderas, banderines, gorros y vinchas celestes y
blancas.
Adentro del bar, manos anónimas habían armado una especie de
tarima en la que tres caracterizados borrachos, munidos de sendos
bombos, dirigían el concierto. Recuerdo una pieza que comenzaba
con “!Qué baranda, qué baranda / qué baranda, qué baranda!” para
luego hacer notar que a las cinco de la tarde le habíamos roto no sé
qué cosa a Holanda. También se entonó el clásico “Despacito,
despacito, despacito...” con un argumento muy similar. Cada tanto,
eso sí, matizábamos la interpretación con súbitos brincos al grito de:
“¡El que no salta es un holandés!”
Más tarde, nos subimos a uno de esos camiones donde también se
cantaba. Teníamos ahora la ventaja de haber memorizado la letra
de todos los temas.
Nunca he visto a la Avenida Alem, entre la Estación de ferrocarril y
la Plaza Mitre, tan llena de gente.
Recuerdo a mi hermana, a la sazón de catorce años, contando
que, varias veces, mientras gritaba a voz en cuello “-¡Ar–gen-tina!
¡Ar–gen–ti-na! ¡Ar–gen–ti-na!” sintió, con abrumadora certeza,
alguna mano posándose con energía y con intención lúbrica en
ciertas partes pudendas de su ser; al darse vuelta para intentar
descubrir al autor, todos los brazos circundantes se hallaban
nuevamente en alto, agitándose al compás de la cadencia con que
se pronunciaba, separado en sílabas, el nombre de nuestro bendito
país: otro ejemplo de impunidad.
La fiesta popular duró casi hasta medianoche. Al día siguiente, en
la escuela, el tema de conversación era excluyente.
Por desgracia, teníamos clase de derecho en la primera hora y,
según se nos había advertido días antes, íbamos a ser evaluados.
Alguien escribió en el pizarrón, con grandes letras mayúsculas de
tiza blanca:
“EL QUE TOMA LECCIÓN ES UN HOLANDÉS.”
Todos reímos y festejamos la ocurrencia.
La profesora de derecho, Betty, de quien tiempo después, por
circunstancias de la vida, me hice amigo, se puso seria al ver el
letrero:
- No voy a tomar lección, pero borren eso, porque no tiene nada de
malo ser holandés. – djo en un tono que evidenciaba disgusto.
Por supuesto que la profesora tenía razón. No era ninguna
vergüenza ser holandés: muchos de ellos habían denunciado
entonces las atrocidades que se estaban cometiendo en nuestro
suelo y que nosotros, a coro, en muchos casos sin saberlo,
tapamos con canciones patrioteras y soeces.

SE LLAMÓ MANUEL MEDEL

Fue, según quienes lo conocieron, un gran médico. Ejerció su


profesión en estas tierras echeverrianas durante buena parte del
siglo XX.
Caprichos del calendario impidieron que tuviera el gusto de verlo
alguna vez.
Al cumplirse no recuerdo qué aniversario relacionado con su paso
por este mundo, la Biblioteca Bernardino Rivadavia, de la que fue
fundador, organizó en su sede, a fines de la década del setenta, un
acto recordatorio.
Por no quedar mal, ya que en mi condición de socio de Interact Club
me habían invitado, concurrí a esa velada que prometía no ser
demasiado atractiva.
Al comenzar la ceremonia, se pronunciaron discursos de esos que
siempre resultan demasiado largos, matizados con el empleo de un
lenguaje tan arcaico como previsible.
Mi natural impaciencia, exacerbada en esos años de adolescencia,
amenazaba jugarme una mala pasada.
Nadie contó una sola anécdota, de las muchas que debieron
haberlo tenido como protagonista en un pueblo que tanto requirió de
sus servicios. Brillaron por su ausencia esos relatos que hacen a
una persona más humana, más terrenal y, por ello, más querible.
Sólo hubo adjetivaciones multiuso, tan impersonales que parecían
tomadas del acto escolar más reciente.
En suma, a esa altura me había quedado bastante claro que
Manuel Medel era un espejo en que deberían mirarse las
generaciones venideras, pues había hecho de su profesión un
apostolado, con desinterés y proverbial abnegación, sin descuidar
por ello su función de padre, esposo, hijo y cuñado ejemplar.
Para cerrar el acto, una poetisa local - este tipo de artistas deberían
ser todavía más locales, al punto de no salir de su casa-
interpretaría unos versos escritos en su homenaje.
- Se llamó Manuel Medel...
Exclamó, clamando al cielo, la ocasional creadora.
- Se llamó Manuel Medel...
Insistió, poco después.
Entre aquellos versos que nos recordaban los datos filiatorios de
Don Manuel, intercalaba otros que parecían copiados de cualquier
necrológica publicada en el diario local.
La cuestión es que al cuarto o quinto "Se llamó Manuel Medel."
Improvisé, al oído de Alfredo, un amigo que me acompañaba en el
sentimiento, este sencillo pareado:
- Se llamó Manuel Medel,
se limpiaba el culo, con papel.
Celebrando esa espontánea expresión de inspiración poética, mi
amigo sonrió en forma contagiosa y poco disimulada.
Luego reí yo un poco más fuerte, luego él, luego yo... hasta que
miradas atronadoras apuntaron a nuestros juveniles rostros.
Finalizada la sentida evocación, tres señoras de bien - de esas que
cuando van al baño sólo mueven el vientre - creyeron un deber
llamarnos a la reflexión acerca del mal ejemplo que estábamos
dando.
La sentencia fue concluyente:
"- Si hubieran conocido a Medel, no se hubieran reído."
Agachando la cabeza, y simulando lo mejor que pudimos un
inexistente arrepentimiento, debimos excusarnos.
Creo que hasta pedimos perdón.
Ambos sabíamos que el hecho de haber conocido al doctor, no era
óbice para tomar en solfa ese torrente de lugares comunes.
Mis padres me hablaron, luego, de este médico, quien atendió a mi
mamá durante su segundo parto que, quiso el destino, coincidió con
la confección de mi certificado de nacimiento. Supe, también, de su
don de gentes, de su desacartonamiento y de su risueña
concepción de la vida.
Me contaron que el doctor Medel se quejaba afablemente de mi
inoportuno nacimiento, ocurrido un sábado a la noche. Por mi culpa,
llegó tarde a una cena que tenía prevista y debieron recalentarle los
spaghettis. No obstante, hizo gala en la ocasión de su
profesionalismo y don de gentes.
Jamás tuve dudas: si Don Manuel hubiese tenido que elegir la
manera de ser homenajeado, preferiría mi torpe y espontánea rima
de aquella tarde, antes que esa apelmazada y tortuosa sucesión de
calificativos.
Doctor Medel: este humilde escriba, a quien Usted entre sonrisas
ayudó a venir al mundo, hoy le rinde homenaje.
Quiera el destino que alguna vez, en una dimensión distinta de la
humana, nos encontremos. Mi apellido también se presta para
rimas osadas y Usted sabrá tomar merecida revancha.

CERVECERÍA

Algunos sucesos del pasado ahora resultan impensables, como


llevar de excursión a un grupo de estudiantes secundarios a una
fábrica de cerveza y convidar a todos con esa bebida.
Tal cosa ocurrió con mi curso, cuarto año del Instituto Grilli, en el
año 1978.
Sabíamos que un ómnibus nos trasladaría a la planta que la
empresa Bieckert S.A. tenia en Llavallol, a pocos kilómetros de
Monte Grande.
La idea nos gustaba porque eso era no tener clases. Hay una
enorme lista de lugares que los alumnos visitarían con tal de no
estar en el aula.
Subimos al micro, viajamos unos minutos y descendimos en fila,
cuidando de no separarnos.
La querida profesora Elvira de Toro, de Merceología una materia
parecida a química, nos guiaba junto a un par de empleados de la
fábrica.
Entre palabras tales como malteado, lúpulo, cebada, fermentación,
PH y demás, mis compañeros y yo circulábamos por las galerías.
No entendíamos demasiado y tampoco, creo, nos preocupaba el
asunto.
El recorrido fue corto y al final nos esperaba una mesa servida con
sandwiches de miga, malta - que así se llamaba a la cerveza sin
alcohol – y grandes cantidades de cerveza helada.
¿Adivinen qué bebida elegimos mis compañeros varones y quien
escribe?
¡Acertaron!
Comenzamos a servirnos, a convidarnos y a hacer fondo blanco
mientras los adultos no nos vigilaban. A alguno se le escapó una
carcajada, coronada por un eructo a medias reprimido. Nos reíamos
mucho, un poco por la situación y más que nada por la graduación.
La profe, por suerte, seguía charlando con el personal de Bieckert,
ajena a todo.
Llegó la hora de volver al micro.
Mi situación etílica era la siguiente: sabía que no estaba
completamente en mis cabales, pero aún tenía la suficiente lucidez
como para intentar disimularlo.
Fue así que marché calmadamente hacia el vehículo junto a mis
compañeros, que en este caso eran además mis cómplices.
El viaje de regreso se me hizo largo, pero tal circunstancia tenía
una explicación: estaba ansioso por volver a la escuela.
¿A la escuela?
¿Al aula?
Mmmm... no, al aula no. Cerca de ahí, a un lugar que se frecuenta
en los recreos y al que a veces pedimos ir durante la clase: la
cerveza, la abundante y diurética cerveza... Ustedes entenderán.
Finalmente llegamos y nos hicieron formar en la puerta.
Nos recibió el señor Fernando, el rector. Preguntó cómo nos había
ido y su indicación fue terminante:
- De acá, ya saben, se van derecho al aula porque todavía estamos
en horario de clase.
Derecho al aula significaba tomar la escalera ésa que estaba a la
derecha, según se entra.
Y el baño quedaba para el otro lado. Muy para el otro lado.
Ya sé que en ese momento debí haber pedido permiso para ir al
baño explicando, si era necesario, lo perentorio del caso. Pero no,
simplemente no lo hice: tal petición podría despertar sospechas
sobre mi ligero estado de ebriedad.
Entonces subí la mentada escalera, de allí doblé a la izquierda y
luego nuevamente a la izquierda para tomar un pasillo, al término
del cual se encontraba el aula.
¿Estaría en condiciones de ingresar al salón, esperar que llegue el
docente y explicarle la situación? ¿Y si mi capacidad de resistencia
no era tan grande?
La obediencia, sabemos, tiene un límite y ciertas urgencias pueden
ser las que marquen ese límite.
A mitad del pasillo, sobre la derecha, una puerta que solía estar
cerrada me pareció familiar, pero nunca la había atravesado. Si mis
presunciones no resultaban equivocadas, era el baño de
profesores.
Me aparté ligeramente, manoteé el picaporte e ingresé en el
pequeño y desconocido recinto. Mientras cerraba la puerta, un par
de compañeros de curso miraron extrañados pero siguieron su
camino.
Sí, era un baño.
Instintivamente, traté de encender la luz porque el lugar se hallaba
completamente oscuro. Con mis dedos, busqué al costado de la
puerta y di con la llave. La accioné.
Nada, el lugar seguía a oscuras.
La accioné varias veces más, que es la estupidez que uno suele
hacer en esas circunstancias.
Nada.
La premura era mucha, pero no podía – o no convenía por lo
desprolijo - resolverla a ciegas.
A falta de visión, bueno es el tacto, así que intenté hallar, a
manotazos, el sanitario adecuado para la ocasión. El lugar, como
dije, era muy chico y gracias a eso no tardé en encontrarlo. La
precisión, en estos casos, es de vital importancia y por eso
consideré que debería realizar mi faena arrodillado: así fue. Creo
que la inesperada entrada de algún profesor o del mismísimo señor
Fernando en ese instante, hubiera resultado digna de una película.
No ocurrió tal cosa, claro.
Pues bien, me arreglé como pude, accioné la descarga también a
los manotazos, pero lentamente – como en casa ajena - y me
asomé: no había nadie.
Llegué al aula en segundos. Tomé asiento en mi lugar y me juré no
contar nunca este suceso.
Hoy, casi cuarenta años después, debo admitir que rompí mi
promesa.

MATEADAS

Sus padres nos tienen confianza.


Y, sí, ellos saben que somos chicos serios, responsables; chicos de
esos que jamás harían alguna macana.
– Los adolescentes de hoy en día son terribles. – repite
incesantemente la tía Rosa y agrega:
– No, si ya no se puede…. – pero jamás termina la frase y me deja
entonces sin saber qué es aquello que seguramente antes se podía
y ahora no.
Decía que sus padres confían en nosotros y no tienen ningún
problema en permitir que acompañemos de vuelta a casa a sus
hijas adolescentes, aún a altas horas de la noche.
Nuestras reuniones, denominadas mateadas – aunque rara vez
hay mate – comienzan a las nueve de la noche en casa de algún
integrante de Interact, esa institución juvenil dependiente del Rotary
Club a la que pertenecemos.
Para ser miembro de Interact hay que tener entre 13 y 18 años de
edad y además – condictio sine quanon – ser estudiante
secundario. Hoy se hubiera calificado a este último requisito como
discriminatorio, pero a nadie se le ocurría plantear tal cosa en el
Monte Grande y en la Argentina de fines de los setenta.
A través de Interact hacemos obras a favor de la comunidad y,
sobre todo, lo proclamamos y difundimos.
Volviendo a las mateadas, suelen ocurrir los viernes por la noche y
cuentan con la asistencia de casi todos los interactianos, que somos
algo más de veinte.
Hay chicas, hay muchachos y, como siempre sucede, hay ganas
de acercarse.
No sé bien qué es lo que, en estas reuniones, dificulta el ansiado
acercamiento. En mi caso, sospecho que la responsabilidad es
totalmente mía. Dicen por ahí que el miedo no es sonso y tal
afirmación resulta una gran mentira: el miedo al rechazo es de los
más sonso que me ha ocurrido.
Una flaquita, de pelo largo, es la que me gusta; mejor dicho, la que
nos gusta a todos aunque no lo confesemos.
Veo a Pablo departiendo con ella y los demás charlamos en grupo
o con algún premio consuelo.
Tal vez el lector esté suponiendo – con indisputable lógica y buen
tino – que esas charlas son el preludio de algo más interesante. Se
equivoca: esas charlas preceden a otras charlas y apenas se
interrumpen para sorber unos vasos de bebida gaseosa. ¿Y luego?
Sí, tal cual: siguen las charlas.
No somos lo que se dice seres proclives a cometer excesos.
Tampoco bailamos. Carecemos de destreza para eso y no dejamos
de alcarar que tal actividad nos parece una pavada. Así son las
cosas: nos jactamos de nuestras carencias.
Alguien critica la banalidad de los programas televisivos con una
sola intención: que los demás crean que uno es culto por decir eso;
algún otro realiza una afirmación arbitraria del tipo:
Charly García es el único músico argentino que vale la pena y los
demás son unos mediocres, fascistas y resentidos.
Nadie contesta, más por falta de ganas que por estar de acuerdo.
Durante estas veladas, conviven dentro de mí sensaciones que
luchan; tengo la impresión de actuar como un inmaduro y sé, a la
vez, que a mis dieciséis años no soy un adulto. Cosas de la
adolescencia: uno resulta demasiado grande para comportarse
como un chico y demasiado chico para comportarse como un
grande. Nuestros mayores aprovechan para, alternativamente,
censurarnos cualquier conducta con esa excusa.
Y así transcurre la noche hasta el previsible final. A eso de la una
de la mañana, una de las chicas dice que tiene que irse, otra la
imita… y otra….
En pocos minutos, nos aprontamos a volver a casa.
Como les dije al comienzo, los varones acompañamos a las chicas
caminando y luego regresamos juntos. En este caso, tomamos la
calle Vicente López al cien, subiendo la numeración:
–Lo que me pasa con esto de las mateadas es que todo parece
armado como para algo, no puedo precisar exactamente para qué y
cuando terminan, me quedo con la impresión de que ese algo no
ocurrió. – dice mi amigo Víctor, por entonces presidente de Interact.
Creo que es tal cual decís – respondo.
- Y haber asistido a una de estas reuniones es haber asistido a
todas – concluyo.
Adolescencia: esa etapa en que la vida nos provee de las
herramientas para vivirla y se mata de risa de nosotros hasta que
aprendemos a utilizarlas.

LA DESPEDIDA DE QUINTO

Estábamos en cuarto año del secundario y, tal como se estilaba,


teníamos que organizar la despedida a los de quinto, los futuros
egresados.
Compartimos con ellos, en la última hora y en el patio del colegio,
unas porciones de torta, alguna gaseosa y pequeños sándwiches
de jamón y queso.
Al finalizar ese modesto banquete, un alumno de cuarto debería
decir unas palabras.
Adivinen quién resultó ser ese alumno.
Sí, adivinaron.
Lamentablemente adivinaron.
Tres o cuatro compañeros se hablaron al oído y sin demora
pronunciaron mi nombre: era el candidato inamovible.
Sospecho que la elección no se debió a mis méritos, sino más bien
a mis carencias: estaba distraído y sabían que una vez que me
designaran, sentiría vergüenza de negarme.
Hasta entonces, lo más parecido a hablar en público que yo había
hecho, era dar una lección en el aula. Y ni siquiera esa labor me
resultaba cómoda.
Bueno, ahora Carlos va a decir unas palabras para ustedes. –
señaló sin demora Marcelo, un compañero de curso. Lo hizo a
modo de presentación y sospecho que también lo hizo como una
manera de evitar que yo escapara corriendo.
Mi rostro se mimetizó con el saco bordó que usábamos entonces
como parte del uniforme. Me puse de pie y apoyé las palmas sobre
la mesa, separadas, como a la defensiva ¿Vieron cuando parece
que el tiempo se detiene? Bueno, eso.
- Sí, quería decirles… - comencé. Y comencé mintiendo, porque no
quería decirles nada, me habían elegido sin consultar. Si algo
quería era ir a mi casa y preferentemente meterme debajo de la
cama.
- Quería decirles que….
Las miradas ajenas me pesaban. No podría afirmar que la
inminencia de mis palabras generara expectación. No, no era eso.
El público estaba, más que nada, aguardando a que yo terminara.
Incluso uno, que tenía la barba medio crecida, sostenía un pebete a
medio comer y parecía ansioso por terminarlo.
Bueno, quería decirles que ehh… bueno… que esto no debe ser un
adiós…
Breve pausa. Imaginarán el remate:
- … que esto no debe ser un adiós, sino un hasta siempre.
Ya está. Sí, ya está. Me senté. Algunos aplaudieron con pocas
ganas. La originalidad, convengamos, no era mi fuerte.
Han pasado muchos años. Mucha agua ha corrido bajo el puente.
Quienes me conocen y me tratan, saben que no me cuesta en
absoluto hablar en público; es más, me gusta hacerlo.
Pero no olvido aquellos instantes y si veo que alguien se resiste
sinceramente a dar un discurso, no insisto.
Y si llegara a insistir, aquel Carlitos tímido, vacilante y pletórico de
rubor facial, vendría a recordarme que eso, lo de insistir, no es cosa
que deba hacerse.

BAILE DE EGRESADOS

Nunca falla en las películas norteamericanas: los jóvenes terminan


su escuela secundaria y organizan un baile de graduación.
Aquí, en Argentina, más precisamente en Monte Grande y a fines
de los setenta, no podíamos ser menos: pronto terminaríamos
quinto año en el Instituto Grilli y había que festejar ese titulo de
perito mercantil, aunque no fuera pericia la que sobrara a esos
peritos.
Sin el glamour de esos jóvenes rubiones de las películas, igual
celebraríamos el acontecimiento en el salón del Club Atlético, más
precisamente al lado de donde está la pileta.
El curso que egresaba, mi curso, se componía de sólo cinco
varones y doce mujeres. La idea era entrar juntos, pero de manera
ordenada: asi fue que cada varón ingresó al salón llevando del
brazo al menos dos chicas. Nunca más tuve esa suerte.
Ni bien entramos nos sentamos a la mesa asignada, donde
aguardaban nuestros padres, hermanos y algún que otro familiar o
amigo.
Hacía mucho calor.
Y el calor provocaba sed.
Y la sed provocaba ganas de beber.
Y para beber, bastaba con solicitar bebida a los mozos.
Y los mozos traían todo aquello que les pedíamos.
Y resulta que les pedíamos, preferentemente, champagne.
No había transcurrido una hora desde el ingreso y ya sentía una
especie de liviandad, combinada con algo de descaro y muchas
ganas de reír. Como supondrán, todo ello era obra del champagne.
Es así que levantaba mi copa y brindaba a lo lejos.
Brindaba con mis compañeros, con mis familiares, con los familiares
de mis compañeros y con el mozo, para no despreciar.
Aún en esas condiciones, mi primera incursión al baño se podría
calificar como exitosa. El regreso, incluso, tuvo lugar sin incidentes,
salvo aquella silla – con persona sentada y todo - que me pasó
demasiado cerca.
Llegó el momento de una simbólica entrega de diplomas que irían
acompañados de una breve copla, alusiva a la personalidad del
homenajeado.
En mi caso, el texto decía:
“Chiste tras chiste,
Es el rey de la cargada
Carlos es único
Para decir pavadas.”
Es el día de hoy que todavía no sé si alegrarme u ofenderme.
La cuestión es que fui a recibirlo con cierta inseguridad acerca de
mi aptitud para caminar derecho, pero lo hice sonriente y mirando
de reojo la línea recta que marcaban los mosaicos del piso. Espero
que Chary, la profe que me entregó ese certificado, no se haya
dado cuenta.
Lo que sí puedo asegurar es que en esa situación no me sentí solo
ni incomprendido: varios de mis compañeros y sus acompañantes
habían calmado su sed de la misma manera. Aún conservo aquella
foto con Adriana, Roxana, Alfredo y Ricardo, todos abrazados e
incluso con alguna que otra flor en la oreja.
La fiesta recién comenzaba. Deberíamos estar en forma para
enfrentar los desafíos que se avecinaban, entre ellos el baile.
La música comenzó a apoderarse del ambiente, de los diálogos y
de los silencios: era cuestión de salir al ruedo.
El alcohol tiene la característica de predisponernos a llevar a cabo
aquello para lo que nos encontramos menos preparados. Mi torpeza
congénita para la danza se hacía más evidente y, sin embargo, un
impulso irrefrenable me obligaba a permanecer en la pista.
Bailamos, o hicimos como si, durante un rato.
La segunda visita al baño fue más pintoresca. Marcelo, un
muchacho que entonces era novio de mi hermana, se encontraba
sentado - a la derecha, según se ingresa - sobre un mingitorio. Su
postura no era de lo más ortodoxa y no parecía estar muy cómodo.
Además, tenía la corbata floja y la camisa manchada vaya uno a
saber con qué. Desde allí, me dijo con voz notoriamente
distorsionada:
- ¿Quién nos lleva?
No supe responder. Pero sin dudas era una pregunta más que
pertinente.
Volví a mi ubicación y para hacerlo elegí apoyarme en las paredes.
No siempre conviene el camino más corto es el más conveniente y
vaya si puse en práctica esa gran verdad.
Me quedé sentado un rato y debo reconocer que la mesa, aunque
parecía moverse bastante, me ayudó a descansar. Más
precisamente me ayudó a apoyar ambos brazos y luego la cabeza.
A la hora de volver a casa, la pregunta seguía siendo: “¿Quién nos
lleva?”
Yo, como conductor, era un absoluto inexperto: apenas había
manejado un auto unos pocos kilómetros en mi corta vida, carecía
de licencia y estaba borracho. Sin dudas, no resultaba la opción
más atractiva.
Mi padre, que había conducido el vehículo familiar en el viaje de
ida, si bien no evidenciaba su situación etílica decidió - con toda
prudencia - volver caminando y encargó a mi hermano que, por
esas cosas que tiene la Providencia no había bebido, que condujera
la rural Fiat 1500 de vuelta a casa.
El regreso fue plácido y sin mayores incidentes.
Marcelo, eso sí, sentado atrás y recostado contra la puerta del lado
izquierdo, asomaba cada tanto su cabeza para no manchar el
tapizado.
Ustedes me entienden.

MUCHACHOS VERSUS SEÑORES

Che, los viejos nos quieren hacer partido. – me dijo Pablo aquella
tarde de otoño.
¿Quiénes son los viejos?
El equipo de Pichi, el profesor de matemáticas.
Ah… Sí. Escuché decir que se juntaron varios veteranos y armaron
un equipo. ¿Hablaron con vos?
Sí, Pichi me dijo que si arreglábamos, ellos venían a la 37 a
desafiarnos.
Bueno ¿Te parece proponerles jugar para el domingo que viene?
Sí, dale. – dijo Pablo.
Ese diálogo fue la antesala: jugaríamos al fútbol, en la cancha de la
Escuela 37 contra un equipo formado por el citado Pichi - conocido
docente local - y un grupo de amigos de su edad.
Para nosotros, veinteañeros entonces, el apodo “Los Viejos”
aplicado a ese conjunto, resultaba más que atinado: algunos tenían,
incluso, más de cuarenta años.
Dicen que juegan bien, no nos confiemos. – comentó Alfredo.
A los diez minutos del primer tiempo los conectan a todos juntos al
pulmotor y se termina el partido. - dije, con ese desdén que a los
veinte tenemos respecto de aquello que, en un abrir y cerrar de
ojos, llegaremos a ser.
Así fue que el domingo a la mañana, a eso de las diez, nos dimos
cita en el campo de juego.
Ellos venían bien pertrechados. Su ropa deportiva era mucho mejor
que la nuestra. Es que su poder adquisitivo era, también, mejor que
el nuestro.
¡Qué nos importa!
“Y no tener fortuna
Y no importar la cosa
La juventud es una
Estupidez gloriosa”
Dijo Enrique Jardiel Poncela con toda razón.
La cancha era chica, así que jugaríamos ocho contra ocho.
Apenas comenzó el partido, recibí un pase en profundidad y no
tuve mayor problema en superar en velocidad a mi marcador. Pateé
en diagonal y la pelota se fue afuera, mucho más lejos de lo que
aconseja la ortodoxia futbolística..
Ellos jugaban, al parecer, de manera defensiva. Pateaban la pelota
bien lejos de su arco y ésta, invariablemente volvía.
Nosotros, al ser conscientes de la ventaja que teníamos en cuanto
a despliegue físico, basábamos nuestro juego en la velocidad.
Tres minutos después, Alfredo esquivó a un rival y lanzó un centro
que Marcelo cabeceó con precisión. La pelota picó en la línea y
traspasó el arco, inatajable.
Uno a cero para nosotros. Nos parecía poco.
Ellos tiraban pases largos y despejaban; nosotros atacábamos.
Uno de esos pases largos rebotó en Víctor, nuestro defensa,
cuando éste quiso despejar. El señor que estaba parado cerca del
arco la empalmó bastante bien, reconozcámoslo, y empató el
partido.
Nos fuimos todos al ataque, un poco ofendidos con nosotros
mismos y heridos en nuestro orgullo.
Hubo un rato largo de juego aburrido, sin peligro en los arcos.
De pronto, otra vez un pase largo de un señor de la defensa y el
mismo señor atacante colocó el dos a uno.
Los señores, todos juntos, todos viejos, todos cuarentones, nos
estaban ganando.
¡Vamos a mantenermos cada uno en su puesto! ¡No nos apuremos!
– grité.
Me pareció que, al escucharme, un señor le sonrió a otro señor.
Un ratito después yo mismo, que era el encargado de controlar el
tiempo, anuncié el final de la primera etapa.
Durante el intervalo, estuvimos de acuerdo en que habíamos
subestimado a nuestros rivales. Obviamente, íbamos a ganarles,
pero sólo si nos tomábamos en serio el partido.
Empezó el segundo tiempo y ahí nomás, en un reboté, empujé -
más bien con el tobillo -una pelota y logré el empate.
- ¿Vieron? ¿Vieron que había que dejarse de joder? – comenté a
mis compañeros mientras me abrazaban.
El partido se volvió aburrido: ellos atacaban poco y nosotros,
cautelosos, tampoco lo hacíamos. Era una guerra de pelotazos sin
ninguna precisión.
En una de esas, el más canoso de todos pateó de lejos y agarró
desprevenido a nuestro arquero Chanchi: tres a dos.
Y ahí nomás, una pelota boyando en nuestra área. Esta vez no fue
un canoso, sino uno que se teñía: la empujó y nos pusimos cuatro a
dos abajo.
De allí en adelante, todo fue para esos señores mayores, a quienes
– dado que el resultado a su favor se abultaba y por eso mismo –
cada vez considerábamos más unos viejos de mierda.
No nos salía una.
No vimos la pelota ni cuadrada hasta el final, que, todavía me da
vergüenza confesarlo, resultó ocho a dos a favor de ellos.
Supongo que estos señores deben haber notado, al comienzo, lo
agrandados que estábamos.
Supongo también que se deben haber reído mucho entre ellos, por
eso mismo, después del partido.
Por supuesto, no hubo revancha.
Para ellos, resultaba un riesgo que no querían correr.
Y, duele decirlo, para nosotros más aún.

PENTHOUSE

Pablo acababa de regresar de los Estados Unidos.


Eran los tiempos de la plata dulce, comienzos de los ochenta y
promediando el Proceso militar.
Viajar al exterior era barato, desde la perspectiva, claro está, de
una clase media acomodada como la que Pablo representaba.
Esa noche de jueves, como tantas, nos encontraba a Víctor, El
Tano, Juan Carlos, Pablo y yo sentados a una mesa de Zulueta, allí
en Alem y Rojas, esperando a que el recién llegado contara alguna
historia de su periplo por tierras del Norte.
- ¿Cómo te fue, Pablo? – comenzó Víctor.
- Me traje unas revistas de minas impresionantes – dijo el viajero,
apartándose, aceptémoslo, de lo que sería una respuesta
tradicional para ese tipo de preguntas; quizás era esperable la
descripción de una tórrida playa cercana al Golfo de México.
No entendimos bien si lo impresionante eran las revistas o las
minas, pero – ávidos por incorporar conocimientos – nos mostramos
profundamente interesados en examinar el contenido de esas
publicaciones periodísticas.
- Dale, traélas, si vivís a dos cuadras y media. Andá que te
esperamos y hasta te pagamos el café – dijo el Tano.
- ¿Acá? ¿Mirarlas acá, en la esquina más transitada de Monte
Grande? ¿Están locos? – respondió Pablo.
La censura y su natural consecuencia, la autocensura, estaban aún
bastante arraigadas y su precaución no nos pareció exagerada.
- En mi casa tampoco se puede – prosiguió Pablo – porque mis
viejos aún no se fueron a dormir y si caemos todos juntos a esta
hora se van a dar cuenta. Vamos a quedar como lo que somos.
Sé que, décadas después, el diálogo que acabo de transcribir
suena surrealista: varios jóvenes de 18 años, desesperados por ver
fotos de mujeres desnudas y afligidos por no encontrar un lugar
adecuado para hacerlo.
Así eran las cosas, en tiempos, no tan lejanos, de represión.
Juan Carlos tuvo una idea:
- ¡Ya sé! Le afano el colectivo a mi viejo, lo hago andar un par de
cuadras, lo detengo y vemos las revistas ahí.
A veces las cosas más absurdas, tal vez por su misma condición,
parecen lógicas e irrefutables.
Convinimos en que, para minimizar el riesgo de encontrar despierto
al padre de Juan Carlos, esperaríamos hasta medianoche.
Entre cafés dobles y charlas de compromiso resolvimos partir de
Zulueta a las doce menos cuarto. Pablo, de pasada,
subrepticiamente, ingresó en su vivienda y trajo consigo,
embolsado, el precioso material gráfico.
Abrimos el portón de la casa de Juan Carlos, en la calle Rotta al
200. Aprovechando la pendiente, entre todos, empujamos el interno
93 de la línea 165 hasta la calle, para que el ruido del motor al
encenderse no alertara a su familia.
Ascender, ponerlo en marcha y recorrer unas cuadras hasta
Mariano Acosta, casi Alem, fue cosa de niños; de niños un poco
onanistas, si ustedes quieren.
El colectivo detuvo su marcha y, con las puertas cerradas,
encendimos las luces interiores. Pablo extrajo las revistas
Penthouse, mejores que la Playboy, según aseguraba: el ambiente
se pobló de frases elogiosas.
- ¡Por Dios! – dijo alguien, contemplando las imágenes. No
advertí en ese momento que la mención del Altísimo en tal
circunstancia resultaba, por lo menos, de dudosa religiosidad.
La dicha duró poco. Unos rudos golpes en las puertas laterales
hicieron el milagro de desviar nuestras miradas:
- ¡Policía, abran la puerta!
Juan Carlos, accionando esa palanca que está cerca del volante,
permitió el ingreso de tres efectivos, uniformados ellos:
-¿Qué están haciendo? ¿De quién es el colectivo? – dijo un cabo
corpulento, de bigotes y acompañó sus frases con un rápido
manotazo a las Penthouse. Esto, de alguna manera, respondía a la
primera de las preguntas.
- El colectivo es de mi papá, él lo estaciona acá. – susurró Juan
Carlos.
Los agentes del orden no prestaron demasiada atención a la
respuesta y tal vez por eso no encontraron extraño que alguien
estacionara, por las noches, un vehículo de su propiedad a cuatro
cuadras de su casa. Sin duda las revistas constituían su verdadera
preocupación.
- Cierren el colectivo y vengan todos a la comisaría. Vamos a llamar
a sus padres.
Así se hizo. Esperamos sentados en unos bancos de madera a
nuestros viejos, quienes acudieron al llamado sin mucho
entusiasmo, tal vez porque la hora no ayudaba.
Mientras hacían no sé qué trámite para liberarnos, Víctor, hojeando
un ejemplar, discutía con un oficial de guardia, acerca del límite
entre erotismo y pornografía. No se ponían de acuerdo, sobre todo
en lo relativo a la exhibición de los genitales femeninos.
Antes de despedirnos, el comisario, en persona, aleccionó a padres
e hijos acerca del peligro subyacente en la difusión de esas
publicaciones.
Y actuó en consecuencia.
Esas revistas, coloridas amenazas para nuestras inmaculadas
mentes, jamás nos fueron devueltas.

EL DESAFÍO

“No sé si hicimos bien en aceptar el desafío.”


Mitad en serio, mitad en broma, transmito a Víctor, el zaguero
central, mis temores e inquietudes acerca del resultado del partido
de fútbol que está por comenzar.
Es domingo a la mañana, en la cancha para siete jugadores por
equipo de la escuela 37, Lavalle y Anacleto Rojas. Somos locales,
porque la directora nos dio permiso para usarla en esos días y
horarios, teniendo en cuenta que muchos de los veinteañeros
jugadores hemos cursado la primaria en el establecimiento.
Pirulo, que muchas veces juega para nosotros, trajo al equipo de
su barrio para enfrentar al nuestro, tal como venía prometiendo.
El mismo Pirulo, por amor al terruño que lo vio nacer, estará en el
bando de ellos. Lo lamentamos, porque, desagradable coincidencia,
se trata de nuestro mejor jugador.
- ¡Estos tienen una pinta de futboleros de todos los días! – comenta
Chanchi y la inquietud va en aumento.
La verdad es que ninguno de nosotros está como para arrancar
aplausos a la tribuna, ni siquiera si en la misma se sentaran
solamente nuestras abuelas. Pero ponemos ganas y
fundamentalmente, porque somos amigos, nos gusta jugar juntos.
Tiene razón Dolina cuando dice que uno se siente bien jugando al
fútbol con aquellos que quiere y, además, juega mejor en esas
circunstancias.
El cielo está muy nublado, espeso, oscuro y la cancha tiene poco
pasto. Si se larga a llover en este instante, se suspende enseguida
por el barro y quizás hasta sacamos un empate en cero.
Comienza, sin embargo, el partido.
La pelota es de ellos, que la pisan, la tocan y la vuelven a pisar.
Nosotros prescindimos, por incapacidad, de esas sutilezas.
Ya van cinco minutos y seguimos cero a cero. Cada vez que
arrojamos la pelota al otro lado ésta funciona como una especie de
bumerang y siempre vuelve a nuestra área.
Uno de ellos, de pelo largo, atado con colita, encuentra una pelota
picando a tres metros del arco y le pega fuerte, arriba, casi al
ángulo derecho: uno a cero en desventaja.
Voy a buscar el balón, ya polvoriento y al que comienza a asomarle
una costura, para llevarlo al punto que, metros más metros menos,
hace las veces de mitad de cancha.
Durante la siguiente media hora el partido no muestra mayores
variantes: ellos haciendo pases cortos, gambetas excesivas y
sobrándonos un poco; nosotros, corriendo cada pelota y dispuestos
a alejarla como fuera. Somos el mejor ejemplo para aquel tipo que
dijo no entender al fútbol: un montón de personas se matan
corriendo atrás de una pelota y cuando, con esfuerzo, se aproximan
a ella, lo primero que hacen es patearla.
En uno de esos rechazos, la redonda llega cerca del arco contrario.
El defensor quiere pararla, de lujo y de aburrido, con el pecho;
Alfredo se la quita y le pega al arco. La pelota da en el palo: mala
suerte la de los pobres. Estoy a tres metros de la línea de gol y,
aunque soy zurdo, empalmo el rebote con pierna derecha,
resbalando, bombeado, tibio, asqueroso. El arquero, a mitad de
camino, no llega: uno a uno, a los gritos.
No transcurren dos minutos cuando ellos, con tres pases llegan
frente a nuestro arquero. Otra vez el de colita, con un tiro bajo y
esquinado: dos a uno.
Termina el primer tiempo y nos vamos al descanso, a un costado
del arco, dominados por una fea sensación: Parece que nos ganan
cuando se lo proponen, casi a voluntad.
- Estamos jugando bien, si paramos un poco más la pelota,
podemos empatar – dice Yayo, nuestro rudo mediocampista,
mientras vacía una cantimplora de agua en su cabeza. No hay
respuesta. Sin embargo, tal vez por esas palabras, comenzamos el
segundo tiempo teniendo presente que, pese a la técnica superior
de los rivales, es mínima la diferencia en el marcador. Jueguito
florido y eficacia no siempre van de la mano.
Cambiamos de arco, pero el desarrollo del juego es similar durante
casi todo el complemento: ellos con la pelota, creando peligro, pero
sin puntería, algo egoístas, chocando con nuestras ganas y amor
propio.
Faltan sólo diez minutos y otra vez se distraen en defensa. Yayo,
con el cuerpo, le gana la posición al defensor. La pelota está
picando a media altura, a dos metros del arquero, que no sale.
Entonces, más allá de lo que la ortodoxia recomienda, empuja el
balón con la rodilla y coloca el partido dos a dos.
Ellos sacan del medio y Alfredo, que hasta ahora ni siquiera había
intentado una gambeta, roba la pelota, elude a dos y la cruza, junto
al palo derecho del arquero, de rastrón y hacia la gloria: tres a dos
para nosotros, qué joder.
Faltan nueve minutos y sabemos que la vida, o poco menos, se
juega en cada acción.
La sorpresa que ellos evidencian toma forma de reproche y
comienzan a acusarse.
Un petiso de rulitos, que no pasa una pelota ni por broma, sirve
ahora un pase peligroso que Chanchi, nuestro arquero, por guapo y
por centímetros, le gana a aquel del pelo atado, con colita.
Ya no nos sobran y, nerviosos, no paran de culparse mutuamente.
Resigno mi pretensión de delantero y me amontono en nuestro
campo, para aguantar el aluvión.
En estos partidos no existe el árbitro y las decisiones se toman por
consenso: al rato miro el reloj y advierto que ya van cuarenta y ocho
minutos del segundo tiempo:
- ¡Che, terminó! – digo mientras Víctor manda afuera, otra vez, un
ataque del rival.
Nadie discute mi afirmación. Pirulo, que esta vez ha jugado para
ellos, felicita con esfuerzo y muy poco entusiasmo.
Nos miramos:
- Yo les dije que podíamos ganar – exagera Yayo y, por supuesto,
nadie lo contradice.
Nada de gritar ni hacer piruetas, para que la victoria parezca una
circunstancia a la que estamos acostumbrados. Pero es en la
sonrisa de cada uno de mis compañeros donde advierto que no
importa tanto el resultado, que no importa contra quién, sino con
quién.
Y que los amigos, los de verdad, los de fierro, esos que duran toda
la vida, se hacen de chico, de joven, de a poco y con esa reiterada
sensación de estar, todos juntos, en el mismo barco.

POETA HAITIANO

Cuando a principios de los ochenta mis amigos y yo decidimos


comenzar un curso de teatro en la escuela municipal de arte, la
principal motivación no fue precisamente nuestro amor por la
escena. Más bien fue nuestro amor por el sexo opuesto y la poca
correspondencia que en esos adolescentes momentos solíamos
tener de su parte. En el lugar había chicas de nuestra edad y eso
era lo importante.
Al margen, advertimos que el ambiente en el grupo era realmente
amistoso e informal.
También es cierto que la afición al arte se presta, en general, para
el esnobismo y la admiración por las cosas más disparatadas.
Buen ejemplo de aquello resultaba Rubén, un muchacho de
anteojos que se autodefinía como poeta. Decía a quien quisiera
escucharlo y a veces incluso a quien no quisiera - porque hablaba
todo el tiempo - cosas tales como:
“ – Nosotros, los poetas, los que escribimos, sentimos las cosas de
otra manera.”
Claro, al decir “nosotros, los que escribimos” englobaba con toda
impunidad a Federico García Lorca, a Antonio Machado y a sí
mismo.
La cuestión es que el joven Rubén me causaba mucha gracia.
- La vez pasada, leí una antología muy buena de poetas cubanos
en la revista Plenario ¿la conocés? - le pregunté en alguna ocasión.
-Si, tuve algún ejemplar en mis manos – me dijo.
No le aclaré, eso sí, que yo acababa de inventar el nombre de esa
publicación.
Decía ser amigo de la cantante Sandra Mihanovich y relataba
anécdotas supuestamente ocurridas junto a ella. Cierta vez, contó
que había intentado convencerla para que actuara auspiciada por
nuestra municipalidad.
- Le dije a Sandra, que estaría bueno que se presentará acá, en
Esteban Echeverría. Yo podría hablar con alguien en la
municipalidad para que la contrataran. - Alardeaba, de paso, de sus
supuestos contactos políticos.
- Pero la misma Sandra me dijo: “Rubén, trabajar para una
municipalidad es una mierda.” Así me dijo, textual: “¡Una mierda!”
- Sí ¿Así te dijo?
- Tal cual te lo cuento. Este sábado pasado estuve con ella.
- Ah ¿Este sábado, anteayer?
- Sí.
- Pero si el sábado Sandra Mihanovich actuó en Mar del Plata.
Justo leí la crítica en el diario. - dije y reconozco que fui impiadoso.
Porque lo que yo estaba diciendo era la pura verdad.
No dijo palabra, pero todavía tengo presente su cara , ensayando
una especie de sonrisa y negando con la cabeza al mismo tiempo.
Está bueno desenmascarar a un mentiroso, pero creo que a veces
conviene dejarle una salida que le permita el beneficio de la duda.
Otro día, vino a pedirme ayuda:
Carlos, vos que leés poesía, necesitaría que me consiguieras algo:
estamos por organizar un festival literario relacionado con el
continente americano y no hemos conseguido, todavía, un buen
poeta de Haití.
- Ah ¿no tienen ninguno?
- Tenemos algunos, pero son malos. – respondió.
En ese instante advertí que el bueno de Rubén no sospechaba
siquiera dónde quedaba Haití. Yo, al respecto, estaba más o menos
igual.
- Bueno, creo que algo puedo conseguir. Voy a buscar y la semana
que viene te lo traigo.
- ¡Ay, gracias! ¡Sos muy buena persona, Carlos!
Ese “sos muy buena persona” era el principal impedimento para el
maléfico proyecto que rondaba en mi cabeza: inventaría el nombre
de un autor haitiano, con biografía y todo. Luego, escribiría una
poesía tan tonta como delirante en su nombre y se la entregaría con
mi mejor cara de solidario.
Tal cosa, admitamos, no parecía muy de buena persona. Pero la
idea era demasiado divertida como para no concretarla.
Ni bien llegué a casa tomé un almanaque mundial del año 1957 e
intenté saber algo acerca de ese tal Haití.
Así aprendí que en tal lugar se habla francés. El apellido y nombre
del poeta, por ende, debería tener ese origen para resultar más
creíble.
Como nombre se me ocurrió Francois, porque así se llamaba el
presidente de Francia. Y en una vieja revista El Gráfico encontré el
equipo que el país galo llevó al Mundial de fútbol de 1978: Berdoll,
el puntero derecho, resultaba un apellido apropiado.
Listo: Francois Berdoll sería el autor de una poesía que, por
supuesto, me puse a escribir inmediatamente.
La clave estaría en usar palabras no demasiado comunes y en
hilvanar frases sin sentido, tal como han hecho siempre algunos
que se dicen poetas.
El diccionario de sinónimos ayudó bastante.
Así fue que nació “Perderme y encontrarme” poema
correspondiente al libro titulado “Sobre el silencio y el miedo”; de
Francois Berdoll, por supuesto.
Decía cosas tales como:
“Llegar hasta el vergel
Tomar tu sideral espacio
Y perderme…
O bien:
“Sentirme frío, irresoluto,
Pusilánime, exacto, banal
Volver a perderme
Y nunca,
Nunca más encontrarme.

Llevé el escrito prolijamente mecanografiado a la próxima clase de


teatro y se la alcancé a Rubén.
- ¡Gracias! ¡Muchas gracias! – dijo y se puso a leerlo. Poco
después, exclamó:
¡Es buenísimo!
Así fue como comencé a sentir vergüenza: ajena y propia.
Pero la cosa siguió. Rubén se deshizo en elogios y comentó acerca
del poema a los demás integrantes del grupo.
Es más, propuso que lo leyera una chica, a modo de ensayo para
el festival.
Ella, al leer, procuraba otorgar la justa cadencia a cada término.
Todavía recuerdo con emoción la manera heroica en que aguanté la
risa cuando dijo “pusilámine” en lugar de “pusilánime”
La cuestión es que un amigo de Rubén pidió que también lo dejaran
probar. Todos escuchamos con atención esa segunda pasada.
En ese momento, lo juro, pensé que alguien iba a interrumpir la
acción al grito de:
- ¡Basta! ¿Qué están haciendo?
Para luego agregar, en voz aún más alta:
- ¿No ven que esto es una pelotudez sin sentido? ¿No se dan
cuenta?
Pero no, nada de eso ocurrió: los datos biográficos que inserté a
continuación del texto, lograron que nadie se animara a poner en
duda el talento del escritor antillano.
El planeado festival, finalmente, no se hizo. No recuerdo por qué.
Supe, tiempo después, que Rubén falleció joven y que estaba muy
solo.
Me consuela pensar que nunca supo de mi burla.
Yo no sé si ahora sería capaz de hacer algo así, quizás sentiría
pena. Por otra parte, buscando en Internet resultaría fácil descubrir
el engaño.
Sin embargo, hay algo que permanece inmutable y que, de alguna
manera, justifica este experimento: si alguien - incluso el más idiota
- tiene chapa de famoso, de aceptado, difícilmente será
cuestionado.
Nuestro sentido crítico, el mío, el tuyo, el de todos, suele cerrarse
frente a aquello que los demás consideran valioso.
De todos modos: perdón Rubén, la cosa no era con vos. Eso está
claro.

EL CANDIDATO

Nunca fui un apasionado de la política, al menos en el sentido de


pelearme a muerte o discutir en tono áspero con alguien que piense
diferente.
Lo mío, aclaro, tal vez se parezca más a la indiferencia que a la
tolerancia. Sin embargo, la posibilidad de concurrir a elecciones por
primera vez en mi vida y el cercano fin de casi ocho años de
gobierno militar, me despertó cierto interés por el asunto.
Corría mayo de 1983 y en Monte Grande no estaba muy claro
quienes serían los candidatos a ocupar el principal cargo en la
comuna; se hablaba de Oscar “Chango” Blanco por el peronismo.
Nadie quería ser el candidato del radicalismo, porque,
equivocadamente, esperaban la derrota y no querían quemarse.
Por eso todavía los partidos políticos no habían comenzado las
guerras de carteles, pintadas y volantes que caracterizan a una
etapa preelectoral.
Fue entonces que le comenté a Alfredo:
- ¿Qué te parece si nosotros presentamos algún candidato a
Intendente?
- Pero ¿Por qué partido? ¿Te proponés fundar uno? ¿Y a quien
podemos postular? Ninguno de nosotros tiene la edad mínima para
el cargo.
- Eso no importa
- ¿No importa?
- Lo que quiero decir es que estaría bueno inventar un candidato,
alguien ficticio, que no exista. Luego saldríamos a hacer campaña,
pegar afiches, enviar comunicaciones a los diarios, no sé, lo que se
nos ocurra.
La idea sonaba descabellada y por eso no dudamos en adoptarla.
Lacho, Víctor y Jorge, enterados, adhirieron de inmediato.
El nombre fue cosa sencilla: Alguien dijo Rodrigo y como apellido
nos gustó Peremateu, en homenaje a aquel recio marcador de
punta, que brillara en San Martín de Tucumán y en Platense
durante la década del setenta. Bueno, en realidad no sé si brilló
tanto; por eso confiamos en que nadie lo recordaría.
¿La ideología? Ambigua, como se estila: bastaría con hablar de la
democracia, de los más necesitados, de la falta de trabajo y la crisis
a la que nos han arrastrado sucesivas administraciones ineficientes,
cuando no corruptas.
¿La cara? Un viejo recorte de la revista “Goles” mostraba a Antonio
Ríos Seoane, presidente del Deportivo Español, sentado, con
expresión circunspecta. Debajo de la foto, la sabia frase “Debemos
trabajar unidos”. Lo elegimos sin dudar, pues era todo un llamado a
la concordia en los tiempos, de heridas abiertas, que corrían y
porque nadie reconocería esa cara.
Nuestra agrupación, por iniciativa de Jorge, se llamaría Movimiento
Demócrata Vecinal y el mismo Jorge diseño un bonito logotipo.
Así las cosas, hicimos la primera tanda de afiches que luego
engalanarían las paredes de nuestra ciudad. Para eso, un amigo
residente en Capital, vino expresamente hasta el comercio
encargado de ese trabajo: no había que dejar pistas.
En aquella época, las computadoras hogareñas estaban en pañales
y tuvimos que hacer el afiche a mano, para luego recurrir a la
fotoduplicación. Si esto se nos hubiera ocurrido ahora, supongo que
crearíamos, en casa, hasta un videoclip de Peremateu cantando y
bailando bajo la lluvia junto a Gene Kelly.
“Sin democracia no hay pan, paz, trabajo ni libertad” Rezaba,
enfático, el cartel. Transcribía, supuestamente, unas declaraciones
que Peremateu había formulado recientemente a “El Cronista
Sureño”, sin dudas un prestigioso diario local de haber existido.
Para trabajar tranquilos, la pegatina de afiches debería ser de
madrugada, un día de semana. Víctor, Alfredo, Lacho y yo,
conscientes de nuestro deber cívico, nos levantamos antes de las
cuatro y a esa hora nos encontramos, con los carteles, un tarro de
engrudo y un grueso pincel, en la esquina de Alem y Ameghino,
pleno centro de la ciudad.
Colocamos más de cien carteles, tamaño oficio, apaisado. No eran,
por supuesto, muy grandes, pero nos favoreció inmensamente el
hecho de ser los primeros en hacerlo: las paredes estaban aún
inmaculadas.
Días después, comenzamos a enviar comunicados a “La Noticia” y
a “La Voz del Pueblo” a través de dos encumbrados dirigentes de
nuestro movimiento: Alberto Eliseo Araya y Pedro José Beláustegui,
tan reales – por supuesto – como el citado Peremateu.
El objeto de esas cartas era anunciar la apertura de nuestro local
partidario, en la calle Ingeniero Colombo 284, Monte Grande. Es
una pena que “La Noticia” tal como comentó en su edición
siguiente, no haya podido enviarnos el periódico a nuestra sede,
porque el correo no logró ubicar ese domicilio, parece que ni
siquiera la calle Ingeniero Colombo encontraron. Además, según
nos contaron algunos empleados municipales conocidos, que
estaban al tanto de nuestra campaña, gente de la comuna revisó el
catastro con esa finalidad, también sin resultados.
La primera etapa estaba cumplida. No digo que éramos el tema
excluyente, pero unas cuantas personas ya conocían al candidato.
- Sí, es de Spegazzini, yo lo conozco – Dijo alguien
- ¡Habla de paz, pan, trabajo! ¡Comunista, ese tipo es
comunista” dijo otro.
No parábamos de reír.
Luego, por sugerencia de mi padre, denunciamos una campaña en
contra, que seguramente perseguía fines inconfesables. Para eso,
el Dr. Peremateu en persona, por decirlo de alguna manera, envió
sendas comunicaciones a “La Noticia” y a “La Voz del Pueblo”,
denunciando la clara actitud persecutoria y difamatoria de la que
éramos objeto. Ni la vida privada de nuestro prohombre fue
respetada, lo que fue también objeto de justificado repudio.
Textualmente atribuíamos la responsabilidad a “…sectores
fácilmente identificables que responden a oscuros intereses, desde
todo punto de vista antidemocráticos…”
Demás está decir que ambas cartas fueron publicadas y conservo
los ejemplares por si alguien no me cree.
Acorde con ello, tuvimos la precaución de adicionar, con grueso
fibrón negro, a los próximos afiches, inclusive antes de haberlos
pegado, expresiones tales como “CORNUDO” o “NAZI.” Recuerdo,
además, haber pintado a la foto un bigotito recortado, similar al que
usaba Hitler. Luego, siempre de madrugada, los colocábamos en
lugares visibles.
Durante los meses siguientes, la actividad de los partidos en serio,
si se me permite la expresión, comenzó a incrementarse y,
realmente, no hubo más lugar físico para nuestras humildes
pegatinas.
Todos olvidamos a Peremateu muy pronto.
Pero a partir de ese momento, me tiro al suelo de la risa y me
revuelco, cada vez que escucho:
“- ¡Lo que te digo es verdad, lo leí en el diario esta mañana!”

EL ABUELO

Mis padres habían ido a la Clínica Monte Grande a visitar, por


compromiso, a una tía abuela convaleciente. Llegaron de allí con la
triste noticia: falleció el abuelo de mi amigo Alfredo.
Un conocido se los contó mientras esperaban ingresar a la
habitación para desear un pronto restablecimiento a nuestra
pariente.
No fue sorpresivo, claro, porque el hombre arrastraba problemas
de salud de añeja data.
Sin embargo ocurre que, cuando muere alguien que conocimos,
evocamos momentos y recordamos nimiedades que creíamos
hundidas para siempre en el abismo del olvido.
Por eso vino a mi mente la imagen de Don Enrique, el abuelo de
Alfredo, sentado a la mesa familiar, erguido pese a su edad y
elegante como siempre.
Los anteojos le daban un aire de patriarca.
Su casa de toda la vida quedaba en la calle Nuestras Malvinas al
400, donde residía con su esposa, su única hija, su yerno y su nieto,
mi amigo.
Aunque no imagino que estuvieran esperándome, advertí que tenía
que ir hasta allí para dar el pésame.
Primero pensé en llamar por teléfono, pero considerando que vivía
a tres cuadras, me pareció cobarde y desatento no hacerlo
personalmente. Uno no sabe qué decir en estas circunstancias;
olvida que, en realidad, nadie espera que uno diga nada.
Lo que no quería era llegar solo, por eso me acerqué hasta lo de
Lacho, que vivía a la vuelta y le conté:
- Che, se murió el abuelo de Fred.
- ¿Cuándo? – Preguntó Lacho, tal como el lector estaría esperando.
- No sé bien, parece que hace un rato. A mis viejos les contó no sé
quién en la clínica.
- Y, andaba mal el viejo. Igual es una lástima.
- Mirá, me parece que tenemos que ir ¿Me acompañás? – Propuse
a Lacho.
- Sí, vamos, dale.
Caminamos, entre comentarios circunstanciales sobre el ser y la
nada, las dos cuadras que nos separaban de la casa de Alfredo.
Al llegar al portón de rejas de la entrada, pintado de blanco, nos
detuvimos.
A ambos nos daba cosa tocar el timbre. No sabíamos qué cara
poner cuando nos atendieran.
Sé que esto suena estúpido; debe ser porque es estúpido.
Decidimos abrir el portón, que estaba sin candado, tal como se
estilaba en los años ochenta e ingresar directamente. Siguiendo el
camino que termina en el garage, rodeamos la vivienda con el fin de
entrar, por la puerta trasera, a la casa, que imaginábamos llena de
familiares del extinto.
A metros de llegar, espiamos por la ventana del comedor, sin ser
vistos.
Estaba el padre de Alfredo, mirando televisión, junto a su esposa y
su suegra.
Estaba también Don Enrique, el abuelo de Alfredo, sentado a la
mesa familiar, erguido pese a su edad y elegante como siempre.
Los anteojos le daban un aire de patriarca.
Con Lacho nos miramos, congelados: la noticia de la muerte era un
tanto exagerada, hubiera dicho Mark Twain.
Sin pronunciar palabra, dimos media vuelta y salimos poco menos
que corriendo. Muy poco menos que corriendo.
No es usual encontrar al finado mirando televisión con los
dolientes.
Obviamente, la información que a mis padres habían recibido era
falsa, o fue mal interpretada.
Don Enrique, aún con sus achaques, falleció cinco o seis años
después de aquella fecha.
La familia de Alfredo habrá entendido, supongo, por qué no fui al
velorio verdadero.

LA EX NOVIA
Un día de estos podrías invitarme a bailar ¿No? - Me dijo, casi en
tono de reproche, Alejandra, fugaz ex novia, cuando la encontré
ayer en la esquina de Alem y Mariano Acosta.
No estoy acostumbrado a que una mujer tome la iniciativa.
Sostengo, además, que casi siempre esa actitud resulta poco
seductora.
Pero reconozco que mi ego se sintió acariciado al escuchar ese
reclamo; y mis ganas de aceptar esa propuesta tienen más que ver
con eso, que con el interés que esa chica me despierta.
Con Alejandra hemos salido, tiempo atrás, unas semanas, de
manera irregular, poco después de que ella sufriera un gran
desengaño amoroso. La decisión de cortar esa tenue relación fue
mía. Sin embargo, aquella vez, al despedirse me dijo:
- Gracias por llevarme a todos los lugares a los que me llevaste, por
sacarme un poco del bajón en que estaba metida. – Inclusive, estiró
la primera “a” de “Gracias”, dando énfasis a la expresión.
A persona tan agradecida, daba pena patearla.
Todo parece indicar que, ahora, ella quiere reflotar nuestro pasado.
Ese sábado ya teníamos medio arreglado, junto a Mario y al Matu,
para ir a bailar por la zona, en Monte Grande.
Preguntále, a ver si tiene dos amigas y vamos los seis – dice el
Matu.
La llamo a Alejandra y me dice que sí, que es muy probable que
pueda venir con unas compañeras de trabajo.
Sé que está mal ser vanidoso, pero no puedo evitar sentir un
orgullo, que juzgo legítimo, al ser invitado a bailar por una chica y,
tras cartón, conseguir dos chicas más para presentarle a los
muchachos.
Al mediodía de ese sábado, se confirma la múltiple presencia
femenina.
Vamos en el auto de El Matu, un Falcon con asiento delantero
enterizo, que puede transportar tres parejas convenientemente
apretujadas.
Como siempre ocurre cuando de presentaciones se trata, Mario y el
Matu andan preguntándose qué tal estarán las amigas de Alejandra.
Las pasamos a buscar, una por una y las chicas no son para nada
feas como sí lo somos nosotros. Una de ellas, inclusive, es muy
linda; rubia, de ojos claros, figura menuda y delicada. Tal vez por
negligencia nuestra, terminan sentadas las tres, en el asiento
posterior del Falcon. Nosotros compartimos el asiento, enterizo, de
adelante.
El viaje resulta breve hasta La Vieja Posada, en Dardo Rocha al
100. Llegar a un lugar bailable en compañía femenina otorga una
tranquilidad que compensa, a mi modo de ver quizás conservador,
la falta de aventuras que ello implica.
Cada uno de nosotros, por supuesto, paga la entrada a su
respectiva dama. Veo que Mario ingresa junto a la rubia más linda y
sospecho que le ganó el lugar al Matu mientras éste cerraba el
auto.
El lugar está oscuro, repleto de gente y el sonido resulta
ensordecedor; es decir, todo está en orden.
Tomo de la mano a Alejandra e intento avanzar, por un pasillo,
hacia una pista, la del medio. Siento que ella se detiene y me
detengo. Ha encontrado a una amiga o conocida y se ha puesto a
cruzar un par de palabras. La suelto de la mano, porque, si no lo
hago, la marea humana va a arrastrarnos.
Pasan cinco muchachos auxiliándose con los codos y pierdo de
vista a Alejandra.
Mala suerte, confío en que el lugar no es muy grande y volveré a
encontrarla.
No es tan fácil la tarea. Van dos vueltas, literalmente, que doy y ni
noticias. En los lugares bailables, cuando me he puesto a caminar
sin rumbo, invariablemente terminé en el lugar desde donde había
partido.
Decido quedarme parado, ya que si a Alejandra le ocurre lo mismo
que a mí, seguramente la veré pasar.
Nada, no hay caso. Vuelvo a dar vueltas.
Ha pasado más de una hora y nada. Tengo ganas de intentar sacar
a bailar a alguna desconocida, pero me parece el colmo de la
descortesía.
Al que sí encuentro es a Mario. Viene caminando, solo, pasea en
su mano un recipiente con una bebida espumosa y dorada.
- ¿Qué hacés, Mario? ¿Y la piba que estaba con vos, la rubiecita?
- Es una buena pregunta. Ni idea, che, bailó una media hora
conmigo, después vio a la amiga, la que estaba con el Matu y me
dejó de seña, se fue con ella. No he vuelto a saber de su paradero,
estoy pensando en publicar edictos.
- ¿Entonces el Matu también está en banda?
- Seguramente. No lo vi, pero imagino que sí.
Vamos con Mario hasta la barra; he resuelto acompañarlo con la
cerveza. Allí está el Matu, sin compañía y sujetando un vaso, con el
que saluda; me recuerda a Bogart en Casablanca, más
precisamente a la escena del piano y de Sam.
Tomamos asiento, dispuestos a compartir y comentar el plantón
simultáneo que acabamos de sufrir.
Nos reímos, somos jóvenes, todo puede mejorar; brindamos por la
noche, por la vida y por la jugarreta que nos hicieron esas
malvadas.
Convengamos en que mi orgullo por convocar a esta velada, con
una chica que me propone salir y dos más para los amigos, ha
menguado considerablemente.
La oscuridad de la noche palidece para encontrarnos charlando,
riendo y bebiendo. El Matu, presa del alcohol, con brazo tembloroso
y voz equivalente, señala un punto en el espacio, a la izquierda:
Miren, ahí están las tres, con tres flacos. Se las ve sonrientes.
Brindamos también por ellas.
Empieza a amanecer. Salimos a la vereda. El auto del Matu queda,
estacionado, cerca de la entrada. Ninguno de nosotros está en
condiciones de manejar. Volvemos a pie a nuestras casas. Hasta la
esquina lo hacemos abrazados y cantando a viva voz.
Celebrar la derrota es una manera de saber perder.

KARINA, MI AMIGUITA

Ayer, por la tarde encontré por Alem a Karina, mi amiguita.


Nos saludamos y seguimos.
Pasaron ya algunos años desde que dejamos de vernos con
frecuencia, pues ella abandonó el grupo de teatro que
integrábamos, allá en la Sociedad Italiana.
Me acuerdo, sus catorce años frente a mis recientes veintisiete.
Casi la doblaba en edad.
Como todas las nenas que están dejando de serlo, Karina no
perdía ocasión de comentar que la gente -en general- jamás le daba
la edad que realmente tenía, sino cuatro o cinco años más.
Yo, mentiroso a sabiendas, asentía invariablemente:
"- Y, no, nadie te daría trece años." .
Sin ser una belleza espectacular, no era fea, en absoluto. Además,
resultaba bastante madura e inteligente para su edad.
Ella lo sabía, y lejos estaba de querer disimularlo.
Dentro del elenco de teatro, era conmigo con quién más trataba.
No podía ocurrir de otra manera: la gente de su misma edad, según
ella, le resultaba infantil y aburrida.
Amén de eso, los integrantes del grupo mayores de cuarenta, no
vacilaban en calificarla -a sus espaldas- de "mocosa insolente que
se lleva el mundo por delante."
En parte coincido, pero no puedo asegurar, -viniendo de quienes
venía- que esa definición constituyera una crítica, un elogio o
ambas cosas.
La cuestión es que nuestra diferencia de edad atenuaba los efectos
que produce la diferencia de sexo: podíamos ejercer algo parecido
a la amistad, y nos gustaba hacerlo.
Debo ser absolutamente sincero, y por ello confesaré que, aunque
de manera muy diluida, en ocasiones olvidaba la corta edad de mi
amiguita. Ocurría entonces ese juego de seducción que, encubierto
o descarado, rige cualquier relación entre hombre y mujer. Pero no
más que eso.
Un natural y saludable mecanismo de censura cercenaba cualquier
fantasía. Mi pudorosa conciencia hubiera calificado esos
pensamientos como indecentes.
Cierta vez, llegué apenas un poco más lejos.
Fue una noche en que el ensayo demoró más de lo previsto. Era
tarde, llovía, y por eso me ofrecí a llevarla de vuelta.
Mi generosidad fue extrema, pues andaba a pie, y para buscar el
auto debía ir hasta mi casa, allí a cuatro cuadras, en San Martín,
casi esquina Mariano Alegre.
Ella no quiso esperar en el lugar de ensayo, e insistió en
acompañarme.
El garaje quedaba en el fondo del terreno, y se había cortado la luz
en toda la cuadra.
Las copas de los árboles, mojadas, silbando con el viento, más la
sombra plateada de un relámpago, daban al paisaje un romántico
aire de película de suspenso.
No pude evitar, recorriendo el inmenso y negro parque, un
comentario jocoso, que ahora califico, además, como intencionado:
- ¡Mirá, Karina, adónde te llevo!
- No importa, yo no tengo miedo... - respondió riendo.
Subimos al coche a oscuras.
Fue allí -en el interior del vehículo, antes de encender el motor- que
rondó mi cabeza la idea de hacer un paréntesis, y dar a mi amiguita
Karina, cuanto menos un beso.
El auto, quizás bajo el influjo del demonio que rige las tentaciones,
se negaba a arrancar.
Karina permanecía sentada a mi lado, callada, paciente y
distendida.
Hice algunos chistes olvidables sobre la conveniencia de una noble
bicicleta con paraguas, mientras insistía con el encendido.
El motor de arranque daba vueltas bajo el capot, y la idea
pecaminosa daba vueltas en mi cabeza, ambos vanamente.
Ambos me ponían nervioso.
Cada vez más inquieto y nervioso.
Por fin logré encender el auto.
Rumbeé para su casa sin vacilar y al llegar, el padre la esperaba,
preocupado y algo humedecido, en la puerta.
Ambos, ella y papá, agradecieron mi atención.
A la vuelta, en soledad, me sentí casi un monstruo desubicado e
impío, por haber pensado lo que tibiamente pensé.
Dos semanas después, ella abandonó el elenco y -como les decía-
no la vi más.
Meses más tarde, charlando con mi prima, quien también integraba
el grupo de teatro, recordamos a Karina con el siguiente diálogo:
- La que vino a casa a tomar mate el otro día fue Karina. ¿Te
acordás de ella? - dijo.
- ¡Claro que me acuerdo! No vino más a teatro.. ¿Viste?
- Creo que no tenía quien fuera a buscarla.
- Una lástima. Siempre charlaba con ella. Me parecía piola esa
nena. - comenté inocentemente.
- Sí, ella me preguntó por vos. ¿Era amiga tuya, no?
- Y, mirá -dije, casi canchereando - ella era tan chiquita, y yo tan
viejo, que no se nos hubiera ocurrido otra cosa.
Mi prima rió levemente, y exclamó:
- ¿Ella chiquita? ¿Vos viejo? Más de una vez me dijo que, cuando
te descuidaras, te iba a poner contra la pared.
Mi rostro esbozó una congelada sonrisa de sorpresa.
- Y decía que ahí sí que no te ibas a escapar. - concluyó mi prima,
dando a ese "sí que no te ibas a escapar" un énfasis más que
notorio.
Ayer, por la tarde, encontré por Alem a Karina, mi amiguita.
Nos saludamos y seguimos.
Hoy sé que si esta charla con mi prima hubiera ocurrido unos
meses antes de cuando efectivamente ocurrió, -o sea, mientras
Karina integraba el elenco- la historia no hubiese variado
sustancialmente.
Sé que mis escrúpulos me hubiesen frenado absolutamente, de la
misma manera en que lo hicieron entonces: trece años son muy
pocos años, objetivamente. No hay excusas.
Sé perfectamente que estuve bien en frenarme.
Pero, aún así, me planteo azorado lo siguiente: supongamos que
existe el Paraíso, y que yo, autor de este relato, lograra acceder a él
al cabo de la vida...
¿Recibiré algún plus, alguna bonificación celestial, que
recompense mi derroche de ingenuidad sobre este valle de
lágrimas?
SOPAPIZACIÓN

Alfredo se ha separado hace pocos días. Por supuesto, cuesta


volver al ruedo y recomponer una vida social que difiere mucho de
aquella que hacía de casado.
Yo, pasados los treinta y luego de relaciones errantes, ni siquiera
estoy de novio; en esa situación tampoco resulta fácil encontrar
lugares dónde pasarla bien o, al menos, pasarla.
Mónica y Adriana, divorciada y soltera, respectivamente, ambas un
poco menores que yo, me han invitado a cenar ese viernes al
departamento de la primera, que vive sola.
Pregunto si puede venir Alfredo y no hay reparos; al contrario.
Quizás el lector esté imaginando que este relato se orienta a la
descripción de una bacanal desenfrenada.
Absolutamente no.
La idea es solamente comer, beber y divertirse.
Después de todo, una reunión con amigos, de noche, con tragos,
es y será la fuente de mis mejores recuerdos.
Alfredo viene a casa, pasamos a buscar a Adriana, caminando y
nos dirigimos al edificio ubicado en Arana entre Alem y Las Heras.
Mónica vive allí, en el séptimo piso. Al ingresar al ascensor, llama
ligeramente nuestra atención un cartel, tamaño oficio, pegado al
lado de la botonera.
Se trata de una queja de la administración debido a que,
aparentemente, se han tapado cañerías por el uso incorrecto del
sistema.
La anfitriona nos espera en la puerta, pues le hemos avisado de
nuestra llegada a través del portero eléctrico.
Pasamos, encargamos unas pizzas y nos servimos bastante
cerveza.
La reunión empieza a animarse y el alcohol no es ajeno a esta
consecuencia.
Alfredo parece sentirse a gusto en una situación que, como era de
esperar, le resulta novedosa.
Empezamos a hacer malos chistes, cada vez con más frecuencia y
hasta rozamos el doble sentido en alguna ocasión. Todo es muy
divertido, pero fraterno, como se ha dicho. Y está bien que así sea,
como también se ha dicho.
Las pizzas dejan su aureola grasosa en la caja y la cerveza,
cansada de llenar vasos rápidamente vaciados, se rinde exhausta.
Con etílica sonrisa, vamos los cuatro a comprar más cerveza, allí a
la vuelta.
Al regreso, antes de dejar el ascensor, mantenemos abierta la
puerta unos momentos para leer con más atención ese letrero, el
que habla de los problemas sanitarios en el edificio. Por supuesto
que lo hallamos mucho más divertido que hace un rato: Menciona
que la gente ha arrojado por el inodoro impiadosamente – diría mi
amigo Daniel Filloy – presas de pollo, pañales descartables, toallas
femeninas, etcétera, provocando un imaginable colapso cloacal.
Agrega el informe que la vuelta a la normalidad ha costado mil
doscientos pesos al consorcio.
Mónica, tal vez por ser parte interesada, propone riendo:
- ¿Qué les parece si redactamos una respuesta y la pegamos al
lado de este cartel?
Segundos después, nos amontonamos frente al monitor de la PC.
No estamos totalmente borrachos, pero sí en ese estado, previo,
que aleja prejuicios y acrecienta el optimismo.
La dueña de casa maneja el teclado y todos aportamos algo, entre
carcajadas.
Alfredo, que luce algo cansado si se me permite el eufemismo, se
ha marchado a reposar a la habitación contigua, más precisamente
a la cama de Mónica. Apenas si lleva consigo una botella y desde
allí dicta a los gritos sus párrafos más inspirados. Tememos que
Don Pedro, el encargado, quien vive dos pisos más arriba, nos
escuche.
El texto resulta breve pero contundente. Imprimirlo y fijarlo con
cinta adhesiva en ambos ascensores es un juego de niños. El
consorcio cuenta, desde ahora, con nuevos e insobornables
aliados.
Transcribo a continuación nuestra proclama, porque un historiador
debe valerse de las fuentes:

“ Sres. Propietarios y/u ocupantes del Edificio Arana 37


S/D
Tenemos el honor de dirigirnos a Uds. para solidarizarnos
con la defensa de la Cloaca, ente inmaculado, merecedor de
nuestra eterna reverencia.
Asimismo, queremos comunicar a nuestros compatriotas
que debido a la crisis económico—financiera por la que atraviesa
nuestro bienamado terruño, no es cuestión de andar despilfarrando
mil doscientos pesos por culpa de:
- Pañales descartables usados, no importa cuánto.
- Tampones dilatados en virtud de la incesante, y nunca bien
ponderada regla, también llamada el mes o el asunto.
- Bombachas, corpiños, toallas mojadas, tachas, látigos y otros
adminículos cuya descripción he de obviar, porque ya me estoy
excitando, que uno no es de fierro, a la final.
- Miembros superiores y/o inferiores y/o pectorales
correspondientes a aves de corral y/o de rapiña.
- Deyecciones poco felices que obstaculizan el natural devenir del
torrente inodoiral.
Por lo expuesto, y ante las facultades que se arroga la
COMISIÓN ADMINISTRADORA a fin de propender a la libre
circulación del tránsito cloacal, proponemos:
1- Desalojar los intestinos con la moderación y mesura que
caracteriza a nuestro modo de vida occidental y cristiano.
2- Garantizar carriles exclusivos para la libre circulación de las
heces.
3- El estricto cumplimiento de una dieta que garantice la normal
evacuación de los componentes intestinales.
4-- Adecuado ejercicio del poder de policía sanitario a cargo de Don
Pedro, con facultades de inspección y/o extracción y/o sopapización
respecto de los entes impiadosamente arrojados por los
consorcistas y/o inquilinos y/u ocupantes.
5- Asimismo, estará a cargo del citado Don Pedro la promoción de
una política preventiva-educativa - sin perjuicio de la facultad
represiva - con el objeto de instruir a la consorcianía sobre el
particular.
6- Debemos considerar la función social del artefacto inodoiral,
tendiente a la satisfacción del interés público y comunitario, que la
Ley pone en cabeza de la COMISIÓN ADMINISTRADORA, sin
perjuicio de lo dispuesto en el art. 19 de la Constitución Nacional.
Sin más, y esperando que se encuentren todos bien
de salud, estando nosotros de igual manera, saludamos a Uds. muy
Atte. BRIGADA PRO SANEAMIENTO CLOACAL. Esteban
Echeverría.”

Al día siguiente, por la tarde, llamo a Mónica y me cuenta que


nuestros carteles han sido despegados.
¡Ingrato consorcio! Ya van a venir con el caballo cansado…
EL CUMPLEAÑOS DE ANGELITO

Angelito, el esposo de la directora de la escuela donde doy clases


de educación cívica, cumple hoy setenta años.
Pese a no que no está vinculado a la actividad docente, es un tipo
muy querible; a través de su esposa ha establecido lazos de
amistad con profesores, preceptores y directivos de esa institución,
el Naciones Unidas.
Por eso la directora, Señora Ana, organiza esta noche en su
domicilio una fiesta de cumpleaños sorpresa.
Somos quince invitados y llegamos temprano, alrededor de las
veinte, a la inmensa, hermosa casa de la directora.
Nos ha hecho pasar, deliberadamente, por una puerta lateral, para
dirigirnos directamente al quincho, que está en el fondo.
El plan es el siguiente: cuando Angelito despierte de una siesta un
tanto tardía, será llevado con engaños hasta el fondo; allí
brotaremos de nuestros escondites para entonar, al unísono, el feliz
cumpleaños.
Mientras tanto, nos entretenemos en adornar y servir la mesa, que
contiene una cena fría y tentadora.
A poco de llegar, empiezo a sentirme ansioso.
Quiero que Angelito aparezca cuanto antes, que la fiesta comience.
No tanto por el festejo en sí, sino porque estuve toda la tarde muy
ocupado y no pruebo bocado desde el mediodía.
Tengo un hambre de los mil demonios con hambre.
Una bandeja plateada, de acero inoxidable, que contiene cerdo
asado cortado en rodajas, parece mirarme sobradora, desdeñosa.
Angelito sigue en brazos de Morfeo
Mi estómago reclama atención y no la obtiene.
Angelito aún no despierta.
Tostada en los bordes, blanca en el centro: es bondiola parrillera,
no lo dudo.
Todos charlan, eligen escondite y a mí la espera me resulta
interminable.
Ya son casi las diez, Angelito evidencia intención de seguir de largo
hasta mañana.
No sé si es lechón o cerdo, pero como está bien cocido lo mismo
da.
La directora decide despertarlo con una singular excusa: debe
revisar la canilla del quincho, que está perdiendo agua a chorros, es
una urgencia.
La treta hará posible el encuentro con sus ocultos invitados.
La bondiola bien cocida, como ésta, es muy tierna.
Parece que Angelito ha comenzado a vestirse.
Calculo que hasta que llegue, cantemos y lo saludemos, pasarán
quince minutos, por lo menos.
Lo que tiene la carne de cerdo, sea o no bondiola, es que se puede
comer fría o caliente.
Queda mal abalanzarse sobre la mesa apenas llega el del
cumpleaños. Estimo que habrá que esperar, por lo menos, media
hora.
Con pan, en sándwich, la carne asada es rica, no importa de qué
animal sea.
La señora Ana hace una seña desde el patio y cada uno a su
escondite: Carmen, atrás del sofá; José Luis, en el baño; Adriana,
tras la cortina y así sucesivamente.
La carne sola, sin pan, también es rica.
Yo permanezco en mi lugar cuando se apagan las luces.
En realidad, cualquier comida es rica si está bien cocida.
La oscuridad es total, para que el cumpleañero ni sospeche.
La comida cruda, a veces está buena también.
Angelito está próximo: ahora o nunca. Nadie sabe dónde estoy.
Amparado en las sombras de la noche, doy un paso hacia delante,
sigiloso. A tientas reconozco la bandeja de acero inoxidable, con su
bondiola asada, tan esquiva.
Tengo prisa, de modo que a la sutileza es mejor hacerla a un lado,
mastico de a dos rodajas por vez y otras dos esperan en mi mano:
ya van seis.
Angelito se acerca. Corro y me escondo, rumiando, detrás de una
columna.
El quincho se ilumina:
“ – Que los cumplas feliz / que los cumplas feliz / que los cumplas,
Angeliiiiito / que los cumplas feliz!”
Todos cantan, yo mastico.
Un aplauso, un abrazo, dos abrazos, y allí van los invitados,
desordenadamente, a saludarlo.
Angelito está feliz, se ve radiante.
A mí, en cambio, se me nota bastante más tranquilo, relajado.

LA MUÑECA

Resulta difícil, al menos para mí, comenzar a narrar desde este


dolor o, más precisamente, desde esta compasión. Trataré de
describir el sentimiento que motiva este relato.
Para ubicarnos en lugar y tiempo, diré que fue ayer por la mañana,
transitando por Alem, a pocos metros de la Plaza Mitre, en Monte
Grande, cerca de la Capital de esta República Argentina, que
supimos conseguir y merecer.
Hay un hombre, joven, sucio de miseria y no de taller, con pobres
ropas, sentado en la vereda; la vitrina de una óptica es su
improvisado respaldo.
Tal paisaje, desalentadoramente cotidiano, no llama demasiado mi
atención. A su lado hay una nena arrodillada, sucia también, sucia
de miseria y no de juegos.
Ambos miran sin ver; la opacidad de esos ojos me recuerda al
refugiado, ese mismo que alguna vez he visto, desde la abrigada
tibieza de mi habitación, en documentales que emite un canal de TV
por cable.
Y aunque la desgarradora imagen de chicos en la calle también ha
sido anestesiada por la cotidianeidad, un detalle sortea la valla
tendida por mi indiferencia: en un cajón de manzanas, al lado de la
nena, se distinguen dos muñecas, de plástico y sentadas, también
sucias, de miserias y de juegos.
Un viento helado, imaginario, me recorre: sospecho que las nenas
de juguete me han mirado, reprochando mi burguesa condición.
Y es en este punto del relato, que me cuesta enfrentar nuevamente
la imagen de esa nena, sentada y triste, cuidando de sus hijas
postizas y de plástico, tan indigentes ella, tan gastadas.
Asocio esta visión con otra escena que no he podido desalojar de
mi memoria, no obstante el largo tiempo transcurrido: en el tren,
crudo invierno, una nena que pide limosna, moqueando por frío y
por resfrío, hace un alto en su tarea porque quiere leer, de ojito, la
revista de historietas que mi ocasional compañero de asiento, un
arropado nene de su edad, hojea como al descuido.
Ya sé: Quizás peor sería que la nena de la vereda no tuviera
siquiera un juguete, aún maltrecho y que la otra nena, la del tren no
tuviera voluntad de leer una historieta, pero hay un sentimiento que
trato de atrapar y explicar a quien me esté leyendo ¿Cómo es
posible que, en medio de esa orfandad de todo, sigan siendo niños?
¿De dónde sacan fuerza para espiar, a la distancia, revistas ajenas
o cuidar pordioseras hijas de juguete? ¿Cómo es que no gritan, no
protestan, ni buscan al culpable de sus penas? ¿Cómo es que los
demás no derramamos, siquiera, una lágrima al pasar?
“Los pobres no sienten frío, ni pasan calor, porque están
acostumbrados, no son como uno, que es delicado y se enferma de
nada.” Dijo una señora gorda, mientras buscaba todo objeto que
estorbara en su vivienda, para donarlo a los necesitados. Dos
pájaros de un tiro: su casa y su conciencia estarían más limpias
desde ahora.
Este relato no tiene moraleja, tal vez pueda decir que, aún a veces
sin saberlo, todos somos un poco esa señora gorda.

EL CLUB

Cuando cumplí diez años, mis padres me asociaron al Club.


Seguramente su decisión tuvo que ver con aquello que llaman
proceso de socialización del niño, aunque, pensándolo bien, no creo
que en esa época se plantearan semejante cosa.
La cuota mensual, muy accesible, daba derecho a un
importante descuento en la pileta. Además de resultar mucho más
caro, el realizar cualquier actividad del club como invitado era de
pajuerano, era no pertenecer.
El deporte principal siempre fue el básquetbol, y nunca me
sedujo; ahora sospecho que por mi estatura no demasiado
generosa, se trató desde el principio de un amor imposible para
ambas partes.
A la pileta se iba de tarde. Ir desde la mañana era mal visto,
no había un alma. Cuando mucho, podía uno cruzarse con algún
ignoto invitado que, obligado a pagar sin descuento, quería
aprovechar todo el día. Nunca entenderé por qué debe uno
quedarse más tiempo del deseado en un lugar tan solo porque ha
pagado por eso; es ridículo compensar el disgusto de quedarse con
el disgusto del dinero mal gastado.
En la pileta aprendí que, si la ducha es fría, ni un experto
notará la diferencia entre quien se ha enjabonado durante un cuarto
de hora y quien, como yo, ha contado hasta diez bajo el agua
castañeteando los dientes.
Unos años después, las inquietudes fueron otras y a la pileta
se sumaron los bailes.
De más está decir que eran bailes de club, o sea, bailes en el
Club. Nada de acondicionar un espacio de manera permanente: Se
bailaba el sábado y se jugaba al tenis de mesa lunes, miércoles y
viernes, todo en el mismo salón.
Es así que era posible, en la semana, rememorar y exagerar
un poco, junto a los amigos, los momentos salientes de la última
velada.
- Y al final me la llevé por acá, por este rincón. Ya sé que ahora da
justo el reflector, pero el sábado no se veía nada, te juro. - me decía
Horacio mientras practicábamos saques y estrenábamos paleta.
- En ese momento que me contás, no te vi, sí te recuerdo con
mucha claridad sentado en el buffet, conteniendo el bostezo. - le
digo, dudando muy seriamente de la veracidad de ese relato.
-Y, por supuesto que no me viste ¿No te acabo de decir que estaba
muy oscuro?
Yo tampoco me había lucido demasiado ese sábado, ni los
anteriores tampoco, para ser sincero y, carente de autoridad moral,
di por buena la explicación de mi amigo.
Es así que cada momento de mi niñez, adolescencia y juventud se
relaciona con esa institución y sus instalaciones.
En los ratos libres, no hacía falta acordar con alguien la cita:
bastaba ir al Club y allí encontraríamos ese amigo o conocido con
quien compartir un juego, un deporte o una charla.
Si cabe hablar de Segundo Hogar, éste no era la escuela, sino el
Club.
Han pasado veinte años desde que dejé de frecuentar ese lugar. El
Club está en el mismo lugar, pero hace dieciocho años que he
renunciado a mi condición de socio, para no pagar por un servicio
que no utilizaba.
Las razones de mi alejamiento son variadas y ninguna de ellas
resulta original: falta de tiempo libre, primeros pasos en el trabajo,
que plantea otras prioridades, falta de tiempo libre de mis amigos,
que dificulta el tan frecuente encuentro espontáneo de otrora.
Alguna vez pensé que el ciclo en el Club remeda el ciclo vital. De
esta forma, hay un momento para llegar, un momento para
quedarse y un momento para marcharse, para convertirse en
fantasma, sabiendo que otros ocuparán el lugar que dejemos
vacante.
Casi sin querer, supe que algo estaba cambiando en esa
institución: para ir a la pileta, es mínima la diferencia de precio entre
ser o no ser socio; a nadie se le ocurre organizar un baile en un
lugar que no es exclusivamente bailable; el buffet es un restaurante
que pertenece a un concesionario, cuya única relación con el Club
es el canon que abona en concepto de alquiler. Por cuestiones de
mercado que le dicen, muy poca gente paga una cuota mensual a
cambio del abstracto privilegio de ser socio.
El sábado pasado, a la noche, pasé con mi esposa por la puerta
del Club. Nostálgico como soy, quise encontrar a los fantasmas que
seguramente lo habitan, concretamente, quise encontrar a mis
fantasmas.
Pero no pude hallarlos. Imagino que ellos, los espectros, la estarían
pasando divinamente: todo estaba en silencio, las luces apagadas y
las puertas cerradas con llave.
Como les decía, casi sin querer, supe que algo estaba cambiando
en el Club.

NADA MÁS QUE ESO

Tengo apellido de calle de Monte Grande y eso no deja de


gustarme.
La arteria en cuestión se llama Pedro Farina, como homenaje de
alguna autoridad comunal a mi bisabuelo, antiguo vecino de la
zona.
No he llegado, ni por aproximación, a conocer al viejo Pietro, nacido
en Voghera, Italia, en 1862. Sé, por referencias familiares, que vino
a la Argentina, a radicarse en Monte Grande, allá por 1.895.
Me gusta intentar, en ocasiones, un juego de imaginación que
consiste en sentir nostalgia por un pasado que no es el mío. De
esa manera, reconstruyo mentalmente mi pueblo -en ese entonces
el pueblo de Don Pietro - tal como debió ser hace más de cien años.
Calles de tierra, en las que la distinción entre acera y calzada es un
tecnicismo leguleyo. Una casa o a lo sumo dos, por manzana,
comienzan a justificar el reciente trazado urbano. Más allá, árboles,
plantas y huertas se alternan con grandes pastizales. En una de
esas huertas, a tres cuadras de la estación, veo a ese tano
corpulento, sufrido, que se ha afincado junto a su hija mayor, menos
que adolescente.
El bisabuelo cuida el centavo y trabaja todo el día. Guarda sus
ahorros en una lata, saludable ejercicio financiero que los
argentinos nunca debimos olvidar.
Sabe que vaciar esa lata le permitirá, un par de años después, traer
consigo a su esposa, que, como corresponde a una buena cónyuge
italiana, se llama María y aguarda - entre ansiosa y esperanzada -
que su marido consiga rescatarla de las privaciones de la tierra
natal.
Pedro Farina logró, con los años, instalar un forraje, que duró cien
años, en la calle Anacleto Rojas al 100.
Pedro Farina nunca mendigó. Jamás tomó algo si no le pertenecía,
ni ocupó clandestinamente inmuebles abandonados.
Hizo de su vida algo más que buscar culpables para su pobreza o
esperar indemnizaciones y subsidios. Sacó provecho lentamente,
única manera honesta de hacerlo, de las oportunidades que
América ofrecía y que Europa le había negado en plena juventud.
A veces me preguntan qué hizo mi bisabuelo para tener una calle
con su nombre.
Respondo: "- Estuvo acá, en Monte Grande, hace más de cien años
y trabajó en el pueblo el resto de su vida. Nada más que eso."
Y nada menos.

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