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FRANCISCO

Discursos, homilías, mensajes


2018
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MARÍA CUSTODIABA EN EL SILENCIO DE SU CORAZÓN
20180101. Homilía Solemnidad Sta María Madre de Dios
El año se abre en el nombre de la Madre de Dios. Madre de Dios es el
título más importante de la Virgen. Pero nos podemos plantear una cues-
tión: ¿Por qué decimos Madre de Dios y no Madre de Jesús? Algunos en
el pasado pidieron limitarse a esto, pero la Iglesia afirmó: María es Madre
de Dios. Tenemos que dar gracias porque estas palabras contienen una
verdad espléndida sobre Dios y sobre nosotros. Y es que, desde que el
Señor se encarnó en María, y por siempre, nuestra humanidad está inde-
fectiblemente unida a él. Ya no existe Dios sin el hombre: la carne que
Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo será para siempre.
Decir Madre de Dios nos recuerda esto: Dios se ha hecho cercano con la
humanidad como un niño a su madre que lo lleva en el seno.
La palabra madre (mater) hace referencia también a la pala-
bra materia. En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho
pequeño, se ha hecho materia, para estar no solamente con nosotros, sino
también para ser como nosotros. He aquí el milagro, he aquí la novedad: el
hombre ya no está solo; ya no es huérfano, sino que es hijo para siempre.
El año se abre con esta novedad. Y nosotros la proclamamos diciendo:
¡Madre de Dios! Es el gozo de saber que nuestra soledad ha sido derrota-
da. Es la belleza de sabernos hijos amados, de conocer que no nos podrán
quitar jamás esta infancia nuestra. Es reconocerse en el Dios frágil y niño
que está en los brazos de su Madre y ver que para el Señor la humanidad
es preciosa y sagrada. Por lo tanto, servir a la vida humana es servir a
Dios, y que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que
es anciana, la que sufre y está enferma, también la que es incómoda y
hasta repugnante, debe ser acogida, amada y ayudada.
Dejémonos ahora guiar por el Evangelio de hoy. Sobre la Madre de
Dios se dice una sola frase: «Custodiaba todas estas cosas, meditándolas
en su corazón» (Lc 2,19). Custodiaba. Simplemente custodiaba. María no
habla: el Evangelio no nos menciona ni tan siquiera una sola palabra suya
en todo el relato de la Navidad. También en esto la Madre está unida al
Hijo: Jesús es infante, es decir «sin palabra». Él, el Verbo, la Palabra de
Dios que «muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos
había hablado» (Hb 1,1), ahora, en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4),
está mudo. El Dios ante el cual se guarda silencio es un niño que no habla.
Su majestad es sin palabras, su misterio de amor se revela en la pequeñez.
Esta pequeñez silenciosa es el lenguaje de su realeza. La Madre se asocia
al Hijo y custodia en el silencio.
Y el silencio nos dice que también nosotros, si queremos custodiarnos,
tenemos necesidad de silencio. Tenemos necesidad de permanecer en
silencio mirando el pesebre. Porque delante del pesebre nos descubrimos
amados, saboreamos el sentido genuino de la vida. Y contemplando en
silencio, dejamos que Jesús nos hable al corazón: que su pequeñez desar-
me nuestra soberbia, que su pobreza desconcierte nuestra fastuosidad, que
su ternura sacuda nuestro corazón insensible. Reservar cada día un mo-
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mento de silencio con Dios es custodiar nuestra alma; es custodiar nuestra
libertad frente a las banalidades corrosivas del consumo y la ruidosa con-
fusión de la publicidad, frente a la abundancia de palabras vacías y las olas
impetuosas de las murmuraciones y quejas.
El Evangelio sigue diciendo que María custodiaba todas estas cosas,
meditándolas. ¿Cuáles eran estas cosas? Eran gozos y dolores: por una
parte, el nacimiento de Jesús, el amor de José, la visita de los pastores,
aquella noche luminosa. Pero, por otra parte: el futuro incierto, la falta de
un hogar, «porque para ellos no había sitio en la posada» (Lc 2,7), la de-
solación del rechazo, la desilusión de ver nacer a Jesús en un establo.
Esperanzas y angustias, luz y tiniebla: todas estas cosas poblaban el cora-
zón de María. Y ella, ¿qué hizo? Las meditaba, es decir las repasaba con
Dios en su corazón. No se guardó nada para sí misma, no ocultó nada en la
soledad ni lo ahogó en la amargura, sino que todo lo llevó a Dios. Así
custodió. Confiando se custodia: no dejando que la vida caiga presa del
miedo, del desconsuelo o de la superstición, no cerrándose o tratando de
olvidar, sino haciendo de toda ocasión un diálogo con Dios. Y Dios que se
preocupa de nosotros, viene a habitar nuestras vidas.
Este es el secreto de la Madre de Dios: custodiar en el silencio y llevar
a Dios. Y como concluye el Evangelio, todo esto sucedía en su corazón.
El corazón invita a mirar al centro de la persona, de los afectos, de la vida.
También nosotros, cristianos en camino, al inicio del año sentimos la
necesidad de volver a comenzar desde el centro, de dejar atrás los fardos
del pasado y de empezar de nuevo desde lo que importa. Aquí está hoy,
frente a nosotros, el punto de partida: la Madre de Dios. Porque María es
como Dios quiere que seamos nosotros, como quiere que sea su Iglesia:
Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del pecado,
unida a Jesús, que custodia a Dios en su corazón y al prójimo en su vida.
Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el
corazón de la Iglesia. La fiesta de hoy nos dice que para ir hacia delante es
necesario volver de nuevo al pesebre, a la Madre que lleva en sus brazos a
Dios.
La devoción a María no es una cortesía espiritual, es una exigencia de
la vida cristiana. Contemplando a la Madre nos sentimos animados a soltar
tantos pesos inútiles y a encontrar lo que verdaderamente cuenta. El don
de la Madre, el don de toda madre y de toda mujer es muy valioso para la
Iglesia, que es madre y mujer. Y mientras el hombre frecuentemente abs-
trae, afirma e impone ideas; la mujer, la madre, sabe custodiar, unir en el
corazón, vivificar. Para que la fe no se reduzca sólo a ser idea o doctrina,
todos necesitamos tener un corazón de madre, que sepa custodiar la ternu-
ra de Dios y escuchar los latidos del hombre. Que la Madre, que es el sello
especial de Dios sobre la humanidad, custodie este año y traiga la paz de
su Hijo a los corazones, nuestros corazones, y al mundo entero. Y como
niños, sencillamente, os invito a saludarla hoy con el saludo de los cristia-
nos de Éfeso, ante sus obispos: «¡Santa Madre de Dios!». Digámoslo, tres
veces, con el corazón, todos juntos, mirándola [volviéndose a la imagen
colocada a un lado del altar]: «¡Santa Madre de Dios!».
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MARÍA NOS ENSEÑA A RECIBIR EL DON DE DIOS
20180101. Ángelus
En la primera página del calendario del año nuevo que el Señor nos
dona, la Iglesia pone, como una hermosa miniatura, la solemnidad litúrgi-
ca de María Santísima Madre de Dios. En este primer día del año solar,
fijamos la mirada en Ella, para retomar, bajo su materna protección, el
camino a lo largo de los senderos del tiempo. El Evangelio de hoy
(cf Lucas 2, 16-21) nos reconduce al establo de Belén. Los pastores llegan
a toda prisa y encuentran a María, José y el Niño; e informan del anuncio
que les han dado los ángeles, es decir que ese recién nacido es el Salvador.
Todos se sorprenden, mientras que «María, por su parte, guardaba todas
estas cosas, y las meditaba en su corazón» (v. 19). La Virgen nos hace
entender cómo acoger el evento de la Navidad: no superficialmente sino
en el corazón. Nos indica el verdadero modo de recibir el don de Dios:
conservarlo en el corazón y meditarlo. Es una invitación dirigida a cada
uno de nosotros a rezar contemplando y gustando este don que es Jesús
mismo.
Es mediante María que el Hijo asume la corporeidad. Pero la materni-
dad de María no se reduce a esto: gracias a su fe, Ella es también la prime-
ra discípula de Jesús y esto «dilata» su maternidad. Será la fe de María la
que provoque en Caná el primer «signo» milagroso, que contribuye a
suscitar la fe de los discípulos. Con la misma fe, María está presente a los
pies de la cruz y recibe como hijo al apóstol Juan; y finalmente, después
de la Resurrección, se convierte en madre orante de la Iglesia sobre la cual
desciende con poder el Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Como
madre, María cumple una función muy especial: se pone entre su Hijo
Jesús y los hombres en la realidad de su privación, en la realidad de sus
indiferencias y sufrimientos. María intercede, como en Caná, consciente
que en cuanto madre puede, es más, debe hacer presente al Hijo las nece-
sidades de los hombres, especialmente de los más débiles y desfavoreci-
dos. Y precisamente a estas personas está dedicado el tema de la Jornada
mundial de la paz que hoy celebramos: «Migrantes y refugiados: hombres
y mujeres que buscan la paz», este es el lema de esta Jornada. Deseo, una
vez más, hacerme voz de estos hermanos y hermanas nuestras que invocan
para su futuro un horizonte de paz. Para esta paz, que es derecho de todos,
muchos de ellos están dispuestos a arriesgar la vida en un viaje que en
gran parte de los casos es largo y peligroso; están dispuestos a afrontar
fatigas y sufrimientos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la
Paz 2018, 1).
Por favor, no apaguemos la esperanza en sus corazones; ¡no sofoque-
mos sus expectativas de paz! Es importante que, de parte de todos, institu-
ciones civiles, realidades educativas, asistenciales y eclesiales; haya un
compromiso para asegurar a los refugiados, a los migrantes, a todos, un
futuro de paz. Que el Señor nos conceda trabajar en este nuevo año con
generosidad, para realizar un mundo más solidario y acogedor. Os invito a
rezar por esto, mientras que junto con vosotros encomiendo a María, Ma-
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dre de Dios y Madre nuestra, el 2018 que acaba de empezar. Los viejos
monjes rusos, místicos, decían que en tiempo de turbulencias espirituales
era necesario recogerse bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Pensan-
do en tantas turbulencias de hoy, y sobre todo de los migrantes y de los
refugiados, rezamos como ellos nos han enseñado a rezar: «Bajo tu pro-
tección buscamos refugio, Santa Madre de Dios: no desprecies nuestras
súplicas, que estamos en la prueba, sino líbranos de todo peligro, oh Vir-
gen, gloriosa y bendita».

LLAMADOS A SEGUIR EL EJEMPLO DE LOS MAGOS


20180106 Ángelus
Hoy, fiesta de la Epifanía del Señor, el Evangelio (cf. Mateo 2, 1-12)
nos presenta tres actitudes con las cuales ha sido acogida la venida de
Jesucristo y su manifestación al mundo. La primera actitud: búsqueda,
búsqueda atenta; la segunda: indiferencia; la tercera: miedo.
Búsqueda atenta: Los Magos no dudan en ponerse en camino para bus-
car al Mesías. Llegados a Jerusalén preguntan: «¿Dónde está el Rey de los
judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido
a adorarle» (v. 2). Han hecho un largo viaje y ahora con gran atención
tratan de identificar dónde se pueda encontrar al Rey recién nacido. En
Jerusalén se dirigen al rey Herodes, el cual pide a los sumos sacerdotes y a
los escribas que se informen sobre el lugar en el que debía nacer el Me-
sías.
A esta búsqueda atenta de los Magos, se opone la segunda actitud: la
indiferencia de los sumos sacerdotes y de los escribas. Estos eran muy
cómodos. Conocen las Escrituras y son capaces de dar la respuesta ade-
cuada al lugar del nacimiento: «En Belén de Judea, porque así está escrito
por medio del profeta»; saben, pero no se incomodan para ir a buscar al
Mesías. Y Belén está a pocos kilómetros, pero ellos no se mueven. Toda-
vía más negativa es la tercera actitud, la de Herodes: el miedo. Él tiene
miedo de que ese Niño le quiete el poder. Llama a los Magos y hace que le
digan cuándo había aparecido su estrella, y les envía a Belén diciendo: «Id
e indagad […] sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo,
para ir también yo a adorarle» (vv. 7-8). En realidad, Herodes no quería ir
a adorar a Jesús; Herodes quiere saber dónde se encuentra el niño no para
adorarlo, sino para eliminarlo, porque lo considera un rival. Y mirad bien:
el miedo lleva siempre a la hipocresía. Los hipócritas son así porque tie-
nen miedo en el corazón.
Estas son las tres actitudes que encontramos en el Evangelio: búsqueda
atenta de los Magos, indiferencia de los sumos sacerdotes, de los escribas,
de esos que conocían la teología; y miedo, de Herodes. Y también noso-
tros podemos pensar y elegir: ¿cuál de las tres asumir? ¿Yo quiero ir con
atención donde Jesús? «Pero a mí Jesús no me dice nada... estoy tranqui-
lo...». ¿O tengo miedo de Jesús y en mi corazón quisiera echarlo? El
egoísmo puede llevar a considerar la venida de Jesús en la propia vida
como una amenaza. Entonces se trata de suprimir o de callar el mensaje de
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Jesús. Cuando se siguen las ambiciones humanas, las prospectivas más
cómodas, las inclinaciones del mal, Jesús es considerado como un obs-
táculo.
Por otro parte, está siempre presente también la tentación de la indife-
rencia. Aun sabiendo que Jesús es el Salvador —nuestro, de todos noso-
tros—, se prefiere vivir como si no lo fuera: en vez de comportarse con
coherencia en la propia fe cristiana, se siguen los principios del mundo,
que inducen a satisfacer las inclinaciones a la prepotencia, a la sed de
poder, a las riquezas. Sin embargo, estamos llamados a seguir el ejemplo
de los Magos: estar atentos en la búsqueda, estar preparados para incomo-
darnos para encontrar a Jesús en nuestra vida. Buscarlo para adorarlo, para
reconocer que Él es nuestro Señor, Aquel que indica el verdadero camino
para seguir. Si tenemos esta actitud, Jesús realmente nos salva, y nosotros
podemos vivir una vida bella, podemos crecer en la fe, en la esperanza, en
la caridad hacia Dios y hacia nuestros hermanos.

JESÚS SE DEJA ENCONTRAR DE QUIEN LO BUSCA


20180106 Homilía Epifanía del Señor
Son tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al encuentro
del Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos los
pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella, caminan y ofrecen regalos.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos,
¿por qué sólo vieron la estrella los Magos? Tal vez porque eran pocas las
personas que alzaron la vista al cielo. Con frecuencia en la vida nos con-
tentamos con mirar al suelo: nos basta la salud, algo de dinero y un poco
de diversión. Y me pregunto: ¿Sabemos todavía levantar la vista al cielo?
¿Sabemos soñar, desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos llevar
por la vida como una rama seca al viento? Los Reyes Magos no se con-
formaron con ir tirando, con vivir al día. Entendieron que, para vivir real-
mente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar hacia arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que miraban
al cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt2, 2)? Quizás
porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que otras. El Evan-
gelio dice que era una estrella que los Magos vieron «salir» (vv. 2.9). La
estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que invita suavemente. Podemos
preguntarnos qué estrella seguimos en la vida. Hay estrellas deslumbran-
tes, que despiertan emociones fuertes, pero que no orientan en el camino.
Esto es lo que sucede con el éxito, el dinero, la carrera, los honores, los
placeres buscados como finalidad en la vida. Son meteoritos: brillan un
momento, pero pronto se estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas
fugaces que, en vez de orientar, despistan. En cambio, la estrella del Señor
no siempre es deslumbrante, pero está siempre presente; es mansa; te lleva
de la mano en la vida, te acompaña. No promete recompensas materiales,
pero garantiza la paz y da, como a los Magos, una «inmensa alegría»
(Mt 2,10). Nos pide, sin embargo, que caminemos.
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Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para encontrar a
Jesús. Su estrella, de hecho, requiere la decisión del camino, el esfuerzo
diario de la marcha; pide que nos liberemos del peso inútil y de la fastuo-
sidad gravosa, que son un estorbo, y que aceptemos los imprevistos que no
aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se deja encontrar por
quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse, salir. No esperar;
arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente: a quien lo bus-
ca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el calor
agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como un protocolo de corte-
sía que hay que respetar, sino un éxodo que hay que vivir. Dios, que liberó
a su pueblo a través de la travesía del éxodo y llamó a nuevos pueblos para
que siguieran su estrella, da la libertad y distribuye la alegría siempre y
sólo en el camino. En otras palabras, para encontrar a Jesús debemos dejar
el miedo a involucrarnos, la satisfacción de sentirse ya al final, la pereza
de no pedir ya nada a la vida. Tenemos que arriesgarnos, para encontrar-
nos sencillamente con un Niño. Pero vale inmensamente la pena, porque
encontrando a ese Niño, descubriendo su ternura y su amor, nos encon-
tramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a través de
diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el naci-
miento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y envía a
otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en su palacio.
Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la novedad de Dios.
Prefiere que todo permanezca como antes —«siempre se ha hecho así»—
y nadie tiene el valor de ir. La tentación de los sacerdotes y de los escribas
es más sutil. Ellos conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, ci-
tando también la antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia
Belén. Puede ser la tentación de los que creen desde hace mucho tiempo:
se discute de la fe, como de algo que ya se sabe, pero no se arries-
ga personalmente por el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero
no se hace el bien. Los Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mu-
cho. Aunque desconocen las verdades de la fe, están ansiosos y en camino,
como lo demuestran los verbos del Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v.
2), «se pusieron en camino; entrando, cayeron de rodillas; volvieron» (cf.
vv. 9.11.12): siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan al lugar donde está Jesús, después
del largo viaje, hacen como él: dan. Jesús está allí para ofrecer la vida,
ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro, incienso y mirra. El Evangelio se
realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente, por el
Señor, sin esperar nada a cambio: esta es la señal segura de que se ha
encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis recibido, dad gratis»
(Mt 10,8). Hacer el bien sin cálculos, incluso cuando nadie nos lo pide,
incluso cuando no ganamos nada con ello, incluso cuando no nos gusta.
Dios quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por nosotros, nos pide que
ofrezcamos algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes son? Son
precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el
necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel, el
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pobre (cf. Mt 25,31-46). Ofrecer un don grato a Jesús es cuidar a un en-
fermo, dedicarle tiempo a una persona difícil, ayudar a alguien que no nos
resulta interesante, ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones
gratuitos, no pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuer-
da Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos
(cf. Mt 5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de amor, y
tratemos de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que poda-
mos ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que
descubra de nuevo la alegría de dar».

CADA FORASTERO, OCASIÓN DE ENCUENTRO CON CRISTO


20180114 Homilía Jornada Mundial del Migrante y Refugiado
Este año he querido celebrar la Jornada Mundial del Migrante y del
Refugiado con una Misa a la que estáis invitados especialmente vosotros,
migrantes, refugiados y solicitantes de asilo. (…) Para todos ha resonado
en esta asamblea la Palabra de Dios, que nos invita hoy a profundizar la
especial llamada que el Señor dirige a cada uno de nosotros. Él, como hizo
con Samuel (cf. 1 S 3,3b-10.19) nos llama por nuestro nombre —a cada
uno— y nos pide que honremos el hecho de que hemos sido creados como
seres únicos e irrepetibles, diferentes los unos de los otros y con un papel
singular en la historia del mundo. En el Evangelio (Jn 1,35-42) los dos
discípulos de Juan preguntaron a Jesús: «¿Dónde vives?» (v. 38), lo que
sugiere que de la respuesta a esta pregunta dependerá su juicio sobre el
maestro de Nazaret. La respuesta de Jesús es clara: «Venid y veréis» (v.
39), y abre un encuentro personal, que encierra un tiempo adecuado pa-
ra acoger, conocer y reconocer al otro.
En el Mensaje para la Jornada de hoy escribí: «Cada forastero que lla-
ma a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se
identifica con el extranjero acogido o rechazado en cualquier época de la
historia (cf. Mt 25,35.43)». Y para el forastero, el migrante, el refugiado,
el prófugo y el solicitante de asilo, todas las puertas de la nueva tierra son
también una oportunidad de encuentro con Jesús. Su invitación «Venid y
veréis» se dirige hoy a todos nosotros, a las comunidades locales y a quie-
nes acaban de llegar. Es una invitación a superar nuestros miedos para
poder salir al encuentro del otro, para acogerlo, conocerlo y reconocerlo.
Es una invitación que brinda la oportunidad de estar cerca del otro, para
ver dónde y cómo vive. En el mundo actual, para quienes acaban de llegar,
acoger, conocer y reconocer significa conocer y respetar las leyes, la cul-
tura y las tradiciones de los países que los han acogido. También significa
comprender sus miedos y sus preocupaciones de cara al futuro. Y para las
comunidades locales, acoger, conocer y reconocer significa abrirse a la
riqueza de la diversidad sin ideas preconcebidas, comprender los potencia-
les y las esperanzas de los recién llegados, así como su vulnerabilidad y
sus temores.
El verdadero encuentro con el otro no se limita a la acogida sino que
nos involucra a todos en las otras tres acciones que resalté en el Mensaje
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para esta Jornada: proteger, promover e integrar. Y en el verdadero en-
cuentro con el prójimo, ¿sabremos reconocer a Jesucristo que pide ser
acogido, protegido, promovido e integrado? Como nos enseña la parábola
evangélica del juicio final: el Señor tenía hambre, sed, estaba desnudo,
enfermo, era extranjero y estaba en la cárcel, y fue asistido por algunos,
mientras que otros pasaron de largo (cf. Mt 25,31-46). Este verdadero
encuentro con Cristo es fuente de salvación, una salvación que debe ser
anunciada y llevada a todos, como nos muestra el apóstol Andrés. Después
de haber revelado a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías»
(Jn 1,41), Andrés lo llevó a Jesús para que pudiera vivir la misma expe-
riencia del encuentro.

CHILE: BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ


20180116 Homilía Misa por la paz y la justicia
«Al ver a la multitud» (Mt 5,1). En estas primeras palabras del Evange-
lio que acabamos de escuchar encontramos la actitud con la que Jesús
quiere salir a nuestro encuentro, la misma actitud con la que Dios siempre
ha sorprendido a su pueblo (cf. Ex 3,7). La primera actitud de Jesús es
ver, es mirar el rostro de los suyos. Esos rostros ponen en movimiento el
amor visceral de Dios. No fueron ideas o conceptos los que movieron a
Jesús… son los rostros, son las personas; es la vida que clama a la Vida
que el Padre nos quiere transmitir.
Al ver a la multitud, Jesús encuentra el rostro de la gente que lo seguía
y lo más lindo es ver que ellos, a su vez, encuentran en la mirada de Jesús
el eco de sus búsquedas y anhelos. De ese encuentro nace este elenco de
bienaventuranzas que son el horizonte hacia el cual somos invitados y
desafiados a caminar. Las bienaventuranzas no nacen de una actitud pasi-
va frente a la realidad, ni tampoco pueden nacer de un espectador que se
vuelve un triste autor de estadísticas de lo que acontece. No nacen de los
profetas de desventuras que se contentan con sembrar desilusión. Tampo-
co de espejismos que nos prometen la felicidad con un «clic», en un abrir
y cerrar de ojos. Por el contrario, las bienaventuranzas nacen del corazón
compasivo de Jesús que se encuentra con el corazón compasivo y necesi-
tado de compasión de hombres y mujeres que quieren y anhelan una vida
bendecida; de hombres y mujeres que saben de sufrimiento; que conocen
el desconcierto y el dolor que se genera cuando «se te mueve el piso» o
«se inundan los sueños» y el trabajo de toda una vida se viene abajo; pero
más saben de tesón y de lucha para salir adelante; más saben de recons-
trucción y de volver a empezar.
¡Cuánto conoce el corazón chileno de reconstrucciones y de volver a
empezar; cuánto conocen ustedes de levantarse después de tantos derrum-
bes! ¡A ese corazón apela Jesús; para que ese corazón reciba las bienaven-
turanzas!
Las bienaventuranzas no nacen de actitudes criticonas ni de la «pala-
brería barata» de aquellos que creen saberlo todo, pero no se quieren com-
prometer con nada ni con nadie, y terminan así bloqueando toda posibili-
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dad de generar procesos de transformación y reconstrucción en nuestras
comunidades, en nuestras vidas. Las bienaventuranzas nacen del corazón
misericordioso que no se cansa de esperar. Y experimenta que la esperan-
za «es el nuevo día, la extirpación de una inmovilidad, el sacudimiento de
una postración negativa» (Pablo Neruda, El habitante y su esperanza, 5).
Jesús, al decirle bienaventurado al pobre, al que ha llorado, al afligido,
al paciente, al que ha perdonado... viene a extirpar la inmovili-
dad paralizante del que cree que las cosas no pueden cambiar, del que ha
dejado de creer en el poder transformador de Dios Padre y en sus herma-
nos, especialmente en sus hermanos más frágiles, en sus hermanos descar-
tados. Jesús, al proclamar las bienaventuranzas viene a sacudir
esa postración negativa llamada resignación que nos hace creer que se
puede vivir mejor si nos escapamos de los problemas, si huimos de los
demás; si nos escondemos o encerramos en nuestras comodidades, si nos
adormecemos en un consumismo tranquilizante (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 2). Esa resignación que nos lleva a aislarnos de todos, a dividir-
nos, separarnos; a hacernos ciegos frente a la vida y al sufrimiento de los
otros.
Las bienaventuranzas son ese nuevo día para todos aquellos que siguen
apostando al futuro, que siguen soñando, que siguen dejándose tocar e
impulsar por el Espíritu de Dios.
Qué bien nos hace pensar que Jesús desde el Cerro Renca o Puntilla
viene a decirnos: bienaventurados… Sí, bienaventurado vos y vos; a cada
uno de nosotros. Bienaventurados ustedes que se dejan contagiar por el
Espíritu de Dios y luchan y trabajan por ese nuevo día, por ese nuevo
Chile, porque de ustedes será el reino de los cielos. «Bienaventurados los
que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
Y frente a la resignación que como un murmullo grosero socava nues-
tros lazos vitales y nos divide, Jesús nos dice: bienaventurados los que se
comprometen por la reconciliación. Felices aquellos que son capaces de
ensuciarse las manos y trabajar para que otros vivan en paz. Felices aque-
llos que se esfuerzan por no sembrar división. De esta manera, la biena-
venturanza nos hace artífices de paz; nos invita a comprometernos para
que el espíritu de la reconciliación gane espacio entre nosotros. ¿Quieres
dicha? ¿Quieres felicidad? Felices los que trabajan para que otros puedan
tener una vida dichosa. ¿Quieres paz?, trabaja por la paz.
No puedo dejar de evocar a ese gran pastor que tuvo Santiago cuando
en un Te Deum decía: «“Si quieres la paz, trabaja por la justicia” … Y si
alguien nos pregunta: “¿qué es la justicia?” o si acaso consiste solamente
en “no robar”, le diremos que existe otra justicia: la que exige que cada
hombre sea tratado como hombre» (Card. Raúl Silva Henríquez, Homilía
en el Te Deum Ecuménico, 18 septiembre 1977).
¡Sembrar la paz a golpe de proximidad, de vecindad! A golpe de salir
de casa y mirar rostros, de ir al encuentro de aquel que lo está pasando
mal, que no ha sido tratado como persona, como un digno hijo de esta
tierra. Esta es la única manera que tenemos de tejer un futuro de paz, de
volver a hilar una realidad que se puede deshilachar. El trabajador de la
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paz sabe que muchas veces es necesario vencer grandes o sutiles mez-
quindades y ambiciones, que nacen de pretender crecer y «darse un nom-
bre», de tener prestigio a costa de otros. El trabajador de la paz sabe que
no alcanza con decir: no le hago mal a nadie, ya que como decía san Al-
berto Hurtado: «Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no
hacer el bien» (Meditación radial, abril 1944).

CHILE: HORA CRUCIAL EN LA VIDA DE PEDRO


20180116 Discurso Sacerdotes, religsos/as, consagos/as y semin.
«Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». En este encuentro quere-
mos decirle al Señor: «aquí estamos» para renovar nuestro sí. Queremos
renovar juntos la respuesta al llamado que un día inquietó nuestro corazón.
Y para ello, creo que nos puede ayudar partir del pasaje del Evangelio
que escuchamos y compartir tres momentos de Pedro y de la primera co-
munidad: Pedro/la comunidad abatida, Pedro/la comunidad misericordia-
da, y Pedro/la comunidad transfigurada. Juego con este binomio Pedro-
comunidad ya que la vivencia de los apóstoles siempre tiene este doble
aspecto, uno personal y uno comunitario. Van de la mano, no los podemos
separar. Somos, sí, llamados individualmente pero siempre a ser parte de
un grupo más grande. No existe el selfie vocacional, no existe. La voca-
ción exige que la foto te la saque otro, y ¡qué le vamos a hacer! Así son las
cosas.
1. Pedro abatido, la comunidad abatida
Siempre me gustó el estilo de los Evangelios de no decorar ni endulzar
los acontecimientos, ni de pintarlos bonitos. Nos presentan la vida como
viene y no como tendría que ser. El Evangelio no tiene miedo de mostrar-
nos los momentos difíciles, y hasta conflictivos, que pasaron los discípu-
los.
Recompongamos la escena. Habían matado a Jesús; algunas mujeres
decían que estaba vivo (cf. Lc 24,22-24). Si bien habían visto a Jesús Re-
sucitado, el acontecimiento es tan fuerte que los discípulos necesitarían
tiempo para comprender. Lucas dice: “Era tal la alegría que no podían
creer”. Necesitarían tiempo para comprender lo que había sucedido. Com-
prensión que les llegará en Pentecostés, con el envío del Espíritu Santo. La
irrupción del Resucitado llevará tiempo para calar el corazón de los suyos.
Los discípulos vuelven a su tierra. Van a hacer lo que sabían hacer:
pescar. No estaban todos, sólo algunos. ¿Divididos, fragmentados? No lo
sabemos. Lo que nos dice la Escritura es que los que estaban no pescaron
nada. Tienen las redes vacías.
Pero había otro vacío que pesaba inconscientemente sobre ellos: el
desconcierto y la turbación por la muerte de su Maestro. Ya no está, fue
crucificado. Pero no sólo Él estaba crucificado, sino ellos también, ya que
la muerte de Jesús puso en evidencia un torbellino de conflictos en el
corazón de sus amigos. Pedro lo negó, Judas lo traicionó, los demás huye-
ron y se escondieron. Solo un puñado de mujeres y el discípulo amado se
quedaron. El resto, se marchó. En cuestión de días todo se vino abajo. Son
11
las horas del desconcierto y la turbación en la vida del discípulo. En los
momentos «en los que la polvareda de las persecuciones, tribulaciones,
dudas, etc., es levantada por acontecimientos culturales e históricos, no es
fácil atinar con el camino a seguir. Existen varias tentaciones propias de
ese tiempo: discutir ideas, no darle la debida atención al asunto, fijarse
demasiado en los perseguidores… y creo que la peor de todas las tentacio-
nes es quedarse rumiando la desolación»1. Sí, quedarse rumiando la de-
solación. Y esto es lo que le pasó a los discípulos.
Como nos decía el Card. Ezzati, «la vida presbiteral y consagrada en
Chile ha atravesado y atraviesa horas difíciles de turbulencias y desafíos
no indiferentes. Junto a la fidelidad de la inmensa mayoría, ha crecido
también la cizaña del mal y su secuela de escándalo y deserción».
Momento de turbulencias. Conozco el dolor que han significado los
casos de abusos ocurridos a menores de edad y sigo con atención cuanto
hacen para superar ese grave y doloroso mal. Dolor por el daño y sufri-
miento de las víctimas y sus familias, que han visto traicionada la confian-
za que habían puesto en los ministros de la Iglesia. Dolor por el sufrimien-
to de las comunidades eclesiales, y dolor también por ustedes, hermanos,
que además del desgaste por la entrega han vivido el daño que provoca la
sospecha y el cuestionamiento, que en algunos o muchos pudo haber in-
troducido la duda, el miedo y la desconfianza. Sé que a veces han sufrido
insultos en el metro o caminando por la calle; que ir «vestido de cura» en
muchos lados se está «pagando caro». Por eso los invito a que pidamos a
Dios nos dé la lucidez de llamar a la realidad por su nombre, la valentía de
pedir perdón y la capacidad de aprender a escuchar lo que Él nos está
diciendo y no rumiar la desolación.
Me gustaría añadir además otro aspecto importante. Nuestras socieda-
des están cambiando. El Chile de hoy es muy distinto al que conocí en
tiempos de mi juventud, cuando me formaba. Están naciendo nuevas y
diversas formas culturales que no se ajustan a los márgenes conocidos. Y
tenemos que reconocer que, muchas veces, no sabemos cómo insertarnos
en estas nuevas circunstancias. A menudo soñamos con las «cebollas de
Egipto» y nos olvidamos que la tierra prometida está delante, no atrás.
Que la promesa es de ayer, pero para mañana. Y entonces podemos caer
en la tentación de recluirnos y aislarnos para defender nuestros planteos
que terminan siendo no más que buenos monólogos. Podemos tener la
tentación de pensar que todo está mal, y en lugar de profesar una «buena
nueva», lo único que profesamos es apatía y desilusión. Así cerramos los
ojos ante los desafíos pastorales creyendo que el Espíritu no tendría nada
que decir. Así nos olvidamos que el Evangelio es un camino de conver-
sión, pero no sólo de «los otros», sino también de nosotros.
Nos guste o no, estamos invitados a enfrentar la realidad, así como se
presenta. La realidad personal, comunitaria y social. Las redes —dicen los

1
Jorge Mario Bergoglio, Las cartas de la tribulación, 9, ed. Diego de Torres, Buenos
Aires (1987).
12
discípulos— están vacías, y podemos comprender los sentimientos que
esto genera. Vuelven a casa sin grandes aventuras que contar, vuelven a
casa con las manos vacías, vuelven a casa abatidos.
¿Qué quedó de esos discípulos fuertes, animados, airosos, que se sen-
tían elegidos y que habían dejado todo para seguir a Jesús? (cf. Mc 1,16-
20); ¿qué quedó de esos discípulos seguros de sí, que irían a prisión y
hasta darían la vida por su Maestro (cf. Lc22,33), que para defenderlo
querían mandar fuego sobre la tierra (cf. Lc 9,54), por el que desenvaina-
rían la espada y darían batalla? (cf. Lc 22,49-51); ¿qué quedó del Pedro
que increpaba a su Maestro acerca de cómo tendría que llevar adelante su
vida y su programa redentor? La desolación (cf. Mc 8,31-33).
2. Pedro misericordiado, la comunidad misericordiada
Es la hora de la verdad en la vida de la primera comunidad. Es la hora
en la que Pedro se confrontó con parte de sí mismo. Con la parte de su
verdad que muchas veces no quería ver. Hizo experiencia de su limitación,
de su fragilidad, de su ser pecador. Pedro el temperamental, el jefe impul-
sivo y salvador, con una buena dosis de autosuficiencia y exceso de con-
fianza en sí mismo y en sus posibilidades, tuvo que someterse a su debili-
dad y pecado. Él era tan pecador como los otros, era tan necesitado como
los otros, era tan frágil como los otros. Pedro falló a quien juró cuidar.
Hora crucial en la vida de Pedro.
Como discípulos, como Iglesia, nos puede pasar lo mismo: hay mo-
mentos en los que nos confrontamos no con nuestras glorias, sino con
nuestra debilidad. Horas cruciales en la vida de los discípulos, pero en esa
hora es también donde nace el apóstol. Dejemos que el texto nos lleve de
la mano.
«Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan,
¿me amas más que estos?» (Jn 21,15).
Después de comer, Jesús invita a Pedro a dar un paseo y la única pala-
bra es una pregunta, una pregunta de amor: ¿Me amas? Jesús no va al
reproche ni a la condena. Lo único que quiere hacer es salvar a Pedro. Lo
quiere salvar del peligro de quedarse encerrado en su pecado, de que que-
de «masticando» la desolación fruto de su limitación; salvarlo del peligro
de claudicar, por sus limitaciones, de todo lo bueno que había vivido con
Jesús. Jesús lo quiere salvar del encierro y del aislamiento. Lo quiere sal-
var de esa actitud destructiva que es victimizarse o, al contrario, caer en un
«da todo lo mismo» y que al final termina aguando cualquier compromiso
en el más perjudicial relativismo. Quiere liberarlo de tomar a quien se le
opone como si fuese un enemigo, o no aceptar con serenidad las contra-
dicciones o las críticas. Quiere liberarlo de la tristeza y especialmente del
mal humor. Con esa pregunta, Jesús invita a Pedro a que escuche su cora-
zón y aprenda a discernir. Ya que «no era de Dios defender la verdad a
costa de la caridad, ni la caridad a costa de la verdad, ni el equilibrio a
costa de ambas, tiene que discernir, Jesús quiere evitar que Pedro se vuel-
13
va un veraz destructor o un caritativo mentiroso o un perplejo paraliza-
do»2, como nos puede pasar en estas situaciones.
Jesús interrogó a Pedro sobre su amor e insistió en él hasta que este
pudo darle una respuesta realista: «Sí, Señor, tú lo sabes todo; tú sabes
que te quiero» (Jn 21,17). Así Jesús lo confirma en la misión. Así lo vuel-
ve definitivamente su apóstol.
¿Qué es lo que fortalece a Pedro como apóstol? ¿Qué nos mantiene a
nosotros apóstoles? Una sola cosa: «Fuimos tratados con misericordia».
«Fuimos tratados con misericordia» (1 Tm 1,12-16). «En medio de nues-
tros pecados, límites, miserias; en medio de nuestras múltiples caídas,
Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericor-
dia. Cada uno de nosotros podría hacer memoria, repasando todas las
veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia» 3.
Los invito a que lo hagan. No estamos aquí porque seamos mejores que
otros. No somos superhéroes que, desde la altura, bajan a encontrarse con
los «mortales». Más bien somos enviados con la conciencia de ser hom-
bres y mujeres perdonados. Y esa es la fuente de nuestra alegría. Somos
consagrados, pastores al estilo de Jesús herido, muerto y resucitado. El
consagrado –y cuando digo consagrados digo todos los que están aquí– es
quien encuentra en sus heridas los signos de la Resurrección. Es quien
puede ver en las heridas del mundo la fuerza de la Resurrección. Es quien,
al estilo de Jesús, no va a encontrar a sus hermanos con el reproche y la
condena.
Jesucristo no se presenta a los suyos sin llagas; precisamente desde sus
llagas es donde Tomás puede confesar la fe. Estamos invitados a no disi-
mular o esconder nuestras llagas. Una Iglesia con llagas es capaz de com-
prender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompa-
ñarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no
se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y
tiene nombre: Jesucristo.
La conciencia de tener llagas nos libera; sí, nos libera de volvernos au-
torreferenciales, de creernos superiores. Nos libera de esa tendencia «pro-
meteica de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se
sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado»4.
En Jesús, nuestras llagas son resucitadas. Nos hacen solidarios; nos
ayudan a derribar los muros que nos encierran en una actitud elitista para
estimularnos a tender puentes e ir a encontrarnos con tantos sedientos del
mismo amor misericordioso que sólo Cristo nos puede brindar. «¡Cuántas
veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia
de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de
lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el
2
Cf. ibíd.
3
Videomensaje al CELAM en ocasión del Jubileo extraordinario de la Misericordia en el
Continente americano (27 agosto 2016).
4
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
14
trabajo que cansa, porque todo trabajo es sudor de nuestra frente» 5. Veo
con cierta preocupación que existen comunidades que viven arrastradas
más por la desesperación de estar en cartelera, por ocupar espacios, por
aparecer y mostrarse, que por remangarse y salir a tocar la realidad sufrida
de nuestro pueblo fiel.
Qué cuestionadora reflexión la de ese santo chileno que advertía: «Se-
rán, pues, métodos falsos todos lo que sean impuestos por uniformidad;
todos los que pretendan dirigirnos a Dios haciéndonos olvidar de nuestros
hermanos; todos los que nos hagan cerrar los ojos sobre el universo, en
lugar de enseñarnos a abrirlos para elevar todo al Creador de todo ser;
todos los que nos hagan egoístas y nos replieguen sobre nosotros mis-
mos»6.
El Pueblo de Dios no espera ni necesita de nosotros superhéroes, espe-
ra pastores, hombres y mujeres consagrados, que sepan de compasión, que
sepan tender una mano, que sepan detenerse ante el caído y, al igual que
Jesús, ayuden a salir de ese círculo de «masticar» la desolación que enve-
nena el alma.
3. Pedro transfigurado, la comunidad transfigurada
Jesús invita a Pedro a discernir y así comienzan a cobrar fuerza mu-
chos acontecimientos de la vida de Pedro, como el gesto profético del
lavatorio de los pies. Pedro, el que se resistía a dejarse lavar los pies, co-
menzaba a comprender que la verdadera grandeza pasa por hacerse pe-
queño y servidor7.
¡Que pedagogía la de nuestro Señor! Del gesto profético de Jesús a la
Iglesia profética que, lavada de su pecado, no tiene miedo de salir a servir
a una humanidad herida.
Pedro experimentó en su carne la herida no sólo del pecado, sino de
sus propios límites y flaquezas. Pero descubrió en Jesús que sus heridas
pueden ser camino de Resurrección. Conocer a Pedro abatido para conocer
al Pedro transfigurado es la invitación a pasar de ser una Iglesia de abati-
dos desolados a una Iglesia servidora de tantos abatidos que conviven a
nuestro lado. Una Iglesia capaz de ponerse al servicio de su Señor en el
hambriento, en el preso, en el sediento, en el desalojado, en el desnudo, en
el enfermo… (cf. Mt 25,35). Un servicio que no se identifica con asisten-
cialismo o paternalismo, sino con conversión de corazón. El problema no
está en darle de comer al pobre, o vestir al desnudo, o acompañar al en-
fermo, sino en considerar que el pobre, el desnudo, el enfermo, el preso, el
desalojado tienen la dignidad para sentarse en nuestras mesas, de sentirse
«en casa» entre nosotros, de sentirse familia. Ese es el signo de que el

5
Ibíd., 96.
6
San Alberto Hurtado, Discurso a jóvenes de la Acción Católica (1943).
7
«El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos»
(Mc 9,35).
15
Reino de los Cielos está entre nosotros. Es el signo de una Iglesia que
fue herida por su pecado, misericordiada por su Señor, y convertida en
profética por vocación.
Renovar la profecía es renovar nuestro compromiso de no esperar un
mundo ideal, una comunidad ideal, un discípulo ideal para vivir o para
evangelizar, sino crear las condiciones para que cada persona abatida
pueda encontrarse con Jesús. No se aman las situaciones ni las comunida-
des ideales, se aman las personas.
El reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites, lejos
de alejarnos de nuestro Señor nos permite volver a Jesús sabiendo que «Él
siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad
y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta
cristiana nunca envejece… Cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, mé-
todos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, pala-
bras cargadas de renovado significado para el mundo actual» 8. Qué bien
nos hace a todos dejar que Jesús nos renueve el corazón.

CHILE: CONCIENCIA DE QUE LA MISIÓN ES DE TODOS


20180116 Encuentro Obispos
Hermanos, ¡la paternidad del obispo con sus sacerdotes, con su presbi-
terio! Una paternidad que no es ni paternalismo ni abuso de autoridad. Es
un don a pedir. Estén cerca de sus curas al estilo de san José. Una paterni-
dad que ayuda a crecer y a desarrollar los carismas que el Espíritu ha que-
rido derramar en sus respectivos presbiterios. (…)
Uno de los problemas que enfrentan nuestras sociedades hoy en día es
el sentimiento de orfandad, es decir, que no pertenecen a nadie. Este sentir
«postmoderno» se puede colar en nosotros y en nuestro clero; entonces
empezamos a creer que no pertenecemos a nadie, nos olvidamos de que
somos parte del santo Pueblo fiel de Dios y que la Iglesia no es ni será
nunca de una élite de consagrados, sacerdotes u obispos. No podemos
sostener nuestra vida, nuestra vocación o ministerio sin esta conciencia de
ser Pueblo. Olvidarnos de esto —como expresé a la Comisión para Amé-
rica Latina— «acarrea varios riesgos y/o deformaciones en nuestra propia
vivencia personal y comunitaria del ministerio que la Iglesia nos ha con-
fiado»9. La falta de conciencia de pertenecer al Pueblo fiel de Dios como
servidores, y no como dueños, nos puede llevar a una de las tentaciones
que más daño le hacen al dinamismo misionero que estamos llamados a
impulsar: el clericalismo, que resulta una caricatura de la vocación recibi-
da.
La falta de conciencia de que la misión es de toda la Iglesia y no del
cura o del obispo limita el horizonte, y lo que es peor, coarta todas las
iniciativas que el Espíritu puede estar impulsando en medio nuestro. Di-

8
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11.
9
Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América
Latina (19 marzo 2016).
16
gámoslo claro, los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados.
No tienen que repetir como «loros» lo que le decimos. «El clericalismo,
lejos de impulsar los distintos aportes y propuestas, poco a poco va apa-
gando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en
el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida de que la visibilidad y
la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo fiel de Dios (cf.
Lumen gentium, 9-14) y no sólo a unos pocos elegidos e iluminados. 10
Velemos, por favor, contra esta tentación, especialmente en los semi-
narios y en todo el proceso formativo. Yo les confieso, a mí me preocupa
la formación de los seminaristas, sean Pastores, servicio del Pueblo de
Dios, como tiene que ser un Pastor, con la doctrina, con la disciplina, con
los sacramentos, con la cercanía, con las obras de caridad, pero que tengan
esa conciencia de Pueblo. Los seminarios deben poner el énfasis en que
los futuros sacerdotes sean capaces de servir al santo Pueblo fiel de Dios,
reconociendo la diversidad de culturas y renunciando a la tentación de
cualquier forma de clericalismo. El sacerdote es ministro de Jesucristo:
protagonista que se hace presente en todo el Pueblo de Dios. Los sacerdo-
tes del mañana deben formarse mirando al mañana: su ministerio se desa-
rrollará en un mundo secularizado y, por lo tanto, nos exige a nosotros
pastores discernir cómo prepararlos para desarrollar su misión en este
escenario concreto y no en nuestros «mundos o estados ideales». Una
misión que se da en unidad fraternal con todo el Pueblo de Dios. Codo a
codo, impulsando y estimulando al laicado en un clima de discernimiento
y sinodalidad, dos características esenciales en el sacerdote del mañana.
No al clericalismo y a mundos ideales que sólo entran en nuestros esque-
mas pero que no tocan la vida de nadie.
Y aquí, pedir al Espíritu Santo el don de soñar, por favor no dejen de
soñar, soñar y trabajar por una opción misionera y profética que sea capaz
de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el
lenguaje y toda la estructura eclesial se conviertan en un cauce adecuado
para la evangelización de Chile más que para una autopreservación ecle-
siástica. No le tengamos miedo a despojarnos de lo que nos aparte del
mandato misionero11.

CHILE: JÓVENES, ¿QUÉ HARÍA CRISTO EN MI LUGAR?


20180117 Encuentro con los jóvenes
(…) Y déjenme contarles una anécdota. Charlando un día con un joven
le pregunté qué es lo que lo ponía de mal humor. “¿A vos qué te pone de
mal humor?” –porque el contexto se daba para hacer esa pregunta. Y él
me dijo: «cuando al celular se le acaba la batería o cuando pierdo la señal
de internet». Le pregunté: «¿Por qué?». Me responde: «Padre, es simple,
me pierdo todo lo que está pasando, me quedo fuera del mundo, como
colgado. En esos momentos, salgo corriendo a buscar un cargador o una

10
Ibíd.
11
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27.
17
red de wifi y la contraseña para volverme a conectar». Esa respuesta me
enseñó, me hizo pensar que con la fe nos puede pasar lo mismo. Todos
estamos entusiastas, la fe se renueva –que un retiro, que una predicación,
que un encuentro, que la visita del Papa–, la fe crece pero después de un
tiempo de camino o del «embale» inicial, hay momentos en los que sin
darnos cuenta comienza a bajar «nuestro ancho de banda», despacito, y
aquel entusiasmo, aquel querer estar conectados con Jesús se empieza a
perder, y empezamos a quedarnos sin conexión, sin batería, y entonces nos
gana el mal humor, nos volvemos descreídos, tristes, sin fuerza, y todo lo
empezamos a ver mal. Al quedarnos sin esta «conexión» que es la que les
da vida a nuestros sueños, el corazón empieza a perder fuerza, a quedarse
también sin batería y como dice esa canción: «El ruido ambiente y soledad
de la ciudad nos aíslan de todo. El mundo que gira al revés pretende su-
mergirme en él ahogando mis ideas»12. ¿Les pasó esto alguna vez? No, no,
cada cual se contesta adentro, no quiero hacer pasar vergüenza a los que
no les pasó. A mí me pasó.
Sin conexión, sin la conexión con Jesús, sin esta conexión terminamos
ahogando nuestras ideas, ahogando nuestros sueños, ahogando nuestra fe
y, claro, nos llenamos de mal humor. De protagonistas —que lo somos y
lo queremos ser— podemos llegar a sentir que vale lo mismo hacer algo
que no hacerlo: “¿Para qué te vas a gastar? Mirá –el joven pesimista–:
Pasála bien, dejá, todas estas cosas sabemos cómo terminan, el mundo no
cambia, tomálo con soda y andá para adelante”. Y quedamos desconecta-
dos de la realidad y de lo que está pasando en «el mundo». Y quedamos,
sentimos que quedamos, «fuera del mundo», en “mi mundito” donde estoy
tranquilo, en mi sofá, ahí. Me preocupa cuando, al perder «señal», muchos
sienten que no tienen nada que aportar y quedan como perdidos: “Pará,
vos tenés algo que dar” – “No, mirá, esto es un desastre, yo trato de estu-
diar, tener un título, casarme, pero basta, no quiero líos, termina todo
mal”. Eso es cuando se pierde la conexión. Nunca pienses que no tienes
nada que aportar o que no le haces falta a nadie: “Le haces falta a mucha
gente y esto pensálo”. Cada uno de ustedes piénselo en su corazón: “Yo le
hago falta a mucha gente”. Ese pensamiento, como le gustaba decir a
Hurtado, «es el consejo del diablo» –“no le hago falta a nadie”–, que quie-
re hacerte sentir que no vales nada… pero para dejar las cosas como están,
por eso te hace sentir que no vales nada, para que nada cambie, porque el
único que puede hacer un cambio en la sociedad es el joven, uno de uste-
des. Nosotros ya estamos del otro lado. (Otro joven de los presentes se
desmaya) Y gracias, entre paréntesis, porque estos desmayos son un signo
de lo que están sintiendo muchos de ustedes. ¿Desde qué hora están acá,
me lo dicen? (Los jóvenes responden) ¡Gracias! Todos, decía, somos im-
portantes y todos tenemos algo que aportar. Con un “cachitito” de silencio
se pregunta cada uno –en serio, mírense en su corazón–: “¿Qué tengo yo
para aportar en la vida?”. Y cuántos de ustedes sienten las ganas de decir:
“No sé”. ¿No sabés lo que tenés para aportar? Lo tenés adentro y no lo

12
La Ley, Aquí.
18
conocés. Apuráte a encontrarlo para aportar. El mundo te necesita, la pa-
tria te necesita, la sociedad te necesita, vos tenés algo que aportar, no
pierdas la conexión.
Los jóvenes del Evangelio que escuchamos hoy querían esa «señal»,
buscaban esa señal que los ayudara a mantener vivo el fuego en sus cora-
zones. Esos jóvenes, que estaban ahí con Juan Bautista, querían saber
cómo cargar la batería del corazón. Andrés y el otro discípulo —que no
dice el nombre, y podemos pensar que ese otro discípulo puede ser cada
uno de nosotros— buscaban la contraseña para conectarse con Aquel que
es «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14,6). A ellos los guió Juan el Bautista.
Y creo que ustedes tienen un gran santo que les puede hacer de guía, un
santo que iba cantando con su vida: «contento, Señor, contento». Hurtado
tenía una regla de oro, una regla para encender su corazón con ese fuego
capaz de mantener viva la alegría. Porque Jesús es ese fuego al cual quien
se acerca queda encendido.
Y la contraseña de Hurtado para reconectar, para mantener la señal es
muy simple —seguro que ninguno de ustedes trajo un teléfono, ¿no? Me
gustaría que la anotaran en el teléfono, a ver si se animan, yo se las dicto–.
Hurtado se pregunta –esta es la contraseña–: «¿Qué haría Cristo en mi
lugar?». Los que pueden anótenlo: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?».
«¿Qué haría Cristo en mi lugar, en la escuela, en la universidad, en la
calle, en la casa, entre amigos, en el trabajo; frente al que le ha-
cen bullying: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Cuando salen a bailar,
cuando están haciendo deportes o van al estadio: «¿Qué haría Cristo en mi
lugar?». Esa es la contraseña, esa es la batería para encender nuestro cora-
zón y encender la fe y encender la chispa en los ojos que no se les vaya.
Eso es ser protagonistas de la historia. Ojos chispeantes porque descubri-
mos que Jesús es fuente de vida y de alegría. Protagonistas de la historia,
porque queremos contagiar esa chispa en tantos corazones apagados, opa-
cos, que se olvidaron de lo que es esperar; en tantos que son «fomes» y
esperan que alguien los invite y los desafíe con algo que valga la pena. Ser
protagonistas es hacer lo que hizo Jesús. Allí donde estés, con quien te
encuentres y a la hora en que te encuentres: «¿Qué haría Jesús en mi lu-
gar?». ¿Cargaron la contraseña? (Los jóvenes responde: “Sí”). Y la única
manera de no olvidarse de la contraseña es usarla, sino no va a pasar lo
que… –claro esto es de mi época, no de la de ustedes, pero por ahí saben
algo–, lo que les pasó a los tres chiflados en aquel film que arman un asal-
to, un robo, una caja fuerte, todo pensado, todo, y cuando llegan se olvida-
ron de la contraseña, se olvidaron de la clave. Si no usan la contraseña se
la van a olvidar. ¡Cárguenla en el corazón! ¿Cómo era la contraseña? (R:
«¿Qué haría Cristo en mi lugar?») Esa es la contraseña. ¡Repítanla, pero
úsenla, úsenla! –¿Qué haría Cristo en mi lugar? –. Y hay que usarla todos
los días. Llegará el momento que se la van a saber de memoria y llegará el
día en que, sin darse cuenta, el corazón de cada uno de ustedes latirá como
el corazón de Jesús. (…)
Queridos amigos, queridos jóvenes: «Sean ustedes, –se lo pido por fa-
vor–, sean ustedes los jóvenes samaritanos que nunca abandonan a nadie
19
tirado en el camino. En el corazón, otra pregunta: “¿Alguna vez abandoné
a alguien tirado en el camino? ¿Un pariente, un amigo, amiga…?”. Sean
samaritanos, nunca abandonen al hombre tirado en el camino. Sean uste-
des los jóvenes cirineos que ayudan a Cristo a llevar su cruz y se compro-
meten con el sufrimiento de sus hermanos. Sean como Zaqueo, que trans-
formó su enanismo espiritual en grandeza y dejó que Jesús transformara su
corazón materialista en un corazón solidario. Sean como la joven Magda-
lena, apasionada buscadora del amor, que sólo en Jesús encuentra las
respuestas que necesita. Tengan el corazón de Pedro, para abandonar las
redes junto al lago. Tengan el cariño de Juan, para reposar en Jesús todos
sus afectos. Tengan la disponibilidad de nuestra Madre, la primera discí-
pula, para cantar con gozo y hacer su voluntad»13[3].

CHILE: LA SABIDURÍA ES PRODUCTO DE LA REFLEXIÓN


20180117 Discurso Pontificia universidad católica de Chile
(…) En este sentido, quiero retomar sus palabras, señor Rector, cuando
afirmaba: «Tenemos importantes desafíos para nuestra patria, que dicen
relación con la convivencia nacional y con la capacidad de avanzar en
comunidad».
1. Convivencia nacional
Hablar de desafíos es asumir que hay situaciones que han llegado a un
punto que exigen ser repensadas. Lo que hasta ayer podía ser un factor de
unidad y cohesión, hoy está reclamando nuevas respuestas. El ritmo acele-
rado y la implantación casi vertiginosa de algunos procesos y cambios que
se imponen en nuestras sociedades nos invitan de manera serena, pero sin
demora, a una reflexión que no sea ingenua, utópica y menos aún volunta-
rista. Lo cual no significa frenar el desarrollo del conocimiento, sino hacer
de la Universidad un espacio privilegiado «para practicar la gramática del
diálogo que forma encuentro»14. Ya que «la verdadera sabiduría, [es]
producto de la reflexión, del diálogo y del encuentro generoso entre las
personas»15.
La convivencia nacional es posible —entre otras cosas— en la medida
en que generemos procesos educativos también transformadores, inclusi-
vos y de convivencia. Educar para la convivencia no es solamente adjuntar
valores a la labor educativa, sino generar una dinámica de convivencia
dentro del propio sistema educativo. No es tanto una cuestión de conteni-
dos sino de enseñar a pensar y a razonar de manera integradora. Lo que los
clásicos solían llamar con el nombre de forma mentis.

13
Card. Raúl Silva Henríquez, Mensaje a los jóvenes (7 octubre 1979).
14
Discurso a la Plenaria de la Congregación para la Educación Católica (9 febrero
2017).
15
Carta enc. Laudato si’, 47.
20
Y para lograr esto es necesario desarrollar una alfabetización integra-
dora que sepa acompasar los procesos de transformación que se están
produciendo en el seno de nuestras sociedades.
Tal proceso de alfabetización exige trabajar de manera simultánea la
integración de los diversos lenguajes que nos constituyen como personas.
Es decir, una educación —alfabetización— que integre y armonice el
intelecto, los afectos y las manos— es decir, la cabeza, el corazón y la
acción. Esto brindará y posibilitará a los estudiantes crecer no sólo armo-
nioso a nivel personal sino, simultáneamente, a nivel social. Urge generar
espacios donde la fragmentación no sea el esquema dominante, incluso del
pensamiento; para ello es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se
hace; a sentir lo que se piensa y se hace; a hacer lo que se piensa y se
siente. Un dinamismo de capacidades al servicio de la persona y de la
sociedad.
La alfabetización, basada en la integración de los distintos lenguajes
que nos conforman, irá implicando a los estudiantes en su propio proceso
educativo; proceso de cara a los desafíos que el mundo próximo les va a
presentar. El «divorcio» de los saberes y de los lenguajes, el analfabetismo
sobre cómo integrar las distintas dimensiones de la vida, lo único que
consigue es fragmentación y ruptura social.
En esta sociedad líquida16 o ligera17, como la han querido denominar
algunos pensadores, van desapareciendo los puntos de referencia desde
donde las personas pueden construirse individual y socialmente. Pareciera
que hoy en día la «nube» es el nuevo punto de encuentro, que está marca-
do por la falta de estabilidad ya que todo se volatiliza y por lo tanto pierde
consistencia.
Tal falta de consistencia podría ser una de las razones de la pérdida de
conciencia del espacio público. Un espacio que exige un mínimo de tras-
cendencia sobre los intereses privados —vivir más y mejor— para cons-
truir sobre cimientos que revelen esa dimensión tan importante de nuestra
vida como es el «nosotros». Sin esa conciencia, pero especialmente sin ese
sentimiento y, por lo tanto, sin esa experiencia, es y será muy difícil cons-
truir la nación, y entonces parecería que lo único importante y válido es
aquello que pertenece al individuo, y todo lo que queda fuera de esa juris-
dicción se vuelve obsoleto. Una cultura así ha perdido la memoria, ha
perdido los ligamentos que sostienen y posibilitan la vida. Sin el «noso-
tros» de un pueblo, de una familia, de una nación y, al mismo tiempo, sin
el nosotros del futuro, de los hijos y del mañana; sin el nosotros de una
ciudad que «me» trascienda y sea más rica que los intereses individuales,
la vida será no sólo cada vez más fracturada sino más conflictiva y violen-
ta.

16
Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida (1999).
17
Cf. Gilles Lipovetsky, De la ligereza (2016).
21
La Universidad, en este sentido, tiene el desafío de generar nuevas di-
námicas al interno de su propio claustro, que superen toda fragmentación
del saber y estimulen a una verdadera universitas.
2. Avanzar en comunidad
De ahí, el segundo elemento tan importante para esta casa de estudios:
la capacidad de avanzar en comunidad.
He sabido con alegría del esfuerzo evangelizador y de la vitalidad ale-
gre de su Pastoral Universitaria, signo de una Iglesia joven, viva y «en
salida». Las misiones que realizan todos los años en diversos puntos del
País son un punto fuerte y muy enriquecedor. En estas instancias, ustedes
logran alargar el horizonte de sus miradas y entran en contacto con diver-
sas situaciones que, más allá del acontecimiento puntual, los dejan movili-
zados. El «misionero», en el sentido etimológico de la palabra, nunca
vuelve igual de la misión; experimenta el paso de Dios en el encuentro con
tantos rostros o que no conocían o que no le eran cotidianos, o que le eran
lejanos.
Esas experiencias no pueden quedar aisladas del acontecer universita-
rio. Los métodos clásicos de investigación experimentan ciertos límites,
más cuando se trata de una cultura como la nuestra que estimula la partici-
pación directa e instantánea de los sujetos. La cultura actual exige nuevas
formas capaces de incluir a todos los actores que conforman el hecho
social y, por lo tanto, educativo. De ahí la importancia de ampliar el con-
cepto de comunidad educativa.
Esta comunidad está desafiada a no quedarse aislada de los modos de
conocer; así como tampoco a construir conocimiento al margen de los
destinatarios mismos. Es necesario que la adquisición de conocimiento
sepa generar una interacción entre el aula y la sabiduría de los pueblos que
conforman esta bendecida tierra. Una sabiduría cargada de intuiciones, de
«olfato», que no se puede obviar a la hora de pensar Chile. Así se produci-
rá esa sinergia tan enriquecedora entre rigor científico e intuición popu-
lar. Esta estrecha interacción entre ambos impide el divorcio entre la razón
y la acción, entre el pensar y el sentir, entre el conocer y el vivir, entre la
profesión y el servicio. El conocimiento siempre debe sentirse al servicio
de la vida y confrontarse con ella para poder seguir progresando. De ahí
que la comunidad educativa no puede reducirse a aulas y bibliotecas, sino
que debe avanzar continuamente a la participación. Tal diálogo sólo se
puede realizar desde una episteme capaz de asumir una lógica plural, es
decir, que asuma la interdisciplinariedad e interdependencia del saber. «En
este sentido, es indispensable prestar atención a los pueblos origina-
rios con sus tradiciones culturales. No son una simple minoría entre otras,
sino que deben convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a
la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios» 18.
La comunidad educativa guarda en sí un sinfín de posibilidades y po-
tencialidades cuando se deja enriquecer e interpelar por todos los actores
que configuran el hecho educativo. Esto exige un mayor esfuerzo en la

18
Carta enc. Laudato si’, 146.
22
calidad y en la integración, pues el servicio universitario ha de apuntar
siempre a ser de calidad y de excelencia, puestas al servicio de la convi-
vencia nacional. Podríamos decir que la Universidad se vuelve un labora-
torio para el futuro del país, ya que logra incorporar en su seno la vida y el
caminar del pueblo superando toda lógica antagónica y elitista del saber.
Cuenta una antigua tradición cabalística que el origen del mal se en-
cuentra en la escisión producida por el ser humano al comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal. De esta forma, el conocimiento adquirió un
primado sobre la creación, sometiéndola a sus esquemas y deseos 19. La
tentación latente en todo ámbito académico será la de reducir la Creación
a unos esquemas interpretativos, privándola del Misterio propio que ha
movido a generaciones enteras a buscar lo justo, bueno, bello y verdadero.
Y cuando el profesor, por su sapiencialidad, se convierte en «maestro»,
entonces sí es capaz de despertar la capacidad de asombro en nuestros
estudiantes. ¡Asombro ante un mundo y un universo a descubrir!

CHILE: APRENDAMOS DE MARÍA A ESTAR ATENTOS


20180118 Homilía Misa de la Virgen del Carmen
Éste fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en la ciudad de
Caná de Galilea» (Jn 2,11).
Así termina el Evangelio que hemos escuchado, y que nos muestra la
aparición pública de Jesús: nada más y nada menos que en una fiesta. No
podría ser de otra forma, ya que el Evangelio es una constante invitación a
la alegría. Desde el inicio el Ángel le dice a María: «Alégrate» (Lc 1,28).
Alégrense, le dijo a los pastores; alégrate, le dijo a Isabel, mujer anciana y
estéril...; alégrate, le hizo sentir Jesús al ladrón, porque hoy estarás conmi-
go en el paraíso (cf. Lc 23,43).
El mensaje del Evangelio es fuente de gozo: «Les he dicho estas cosas
para que mi alegría esté en ustedes, y esa alegría sea plena» (Jn 15,11).
Una alegría que se contagia de generación en generación y de la cual so-
mos herederos. Porque somos cristianos.
¡Cómo saben ustedes de esto, queridos hermanos del norte chileno!
¡Cómo saben vivir la fe y la vida en clima de fiesta! Vengo como pere-
grino a celebrar con ustedes esta manera hermosa de vivir la fe. Sus fiestas
patronales, sus bailes religiosos —que se prolongan hasta por una sema-
na—, su música, sus vestidos hacen de esta zona un santuario de piedad y
espiritualidad popular. Porque no es una fiesta que queda encerrada dentro
del templo, sino que ustedes logran vestir a todo el poblado de fiesta.
Ustedes saben celebrar cantando y danzando «la paternidad, la providen-
cia, la presencia amorosa y constante de Dios. Así llegan a engendrar
actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado
en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la
vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción»20. Cobran

19
Cf. Gershom Scholem, La mystique juive, París (1985), 86.
20
Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48.
23
vida las palabras del profeta Isaías: «Entonces el desierto será un vergel y
el vergel parecerá un bosque» (32,15). Esta tierra, abrazada por el desierto
más seco del mundo, logra vestirse de fiesta.
En este clima de fiesta, el Evangelio nos presenta la acción de María
para que la alegría prevalezca. Ella está atenta a todo lo que pasa a su
alrededor y, como buena Madre, no se queda quieta y así logra darse cuen-
ta de que, en la fiesta, en la alegría compartida, algo estaba pasando: había
algo que estaba por «aguar» la fiesta. Y acercándose a su Hijo, las únicas
palabras que le escuchamos decir son: «no tienen vino» (Jn 2,3).
Y así María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospita-
les. María es la Virgen de la Tirana; la Virgen Ayquina en Calama; la
Virgen de las Peñas en Arica, que anda por todos nuestros entuertos fami-
liares, esos que parecen ahogarnos el corazón para acercarse al oído de
Jesús y decirle: mira, «no tienen vino».
Y luego no se queda callada, se acerca a los que servían en la fiesta y
les dice: «Hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2,5). María, mujer de pocas
palabras, pero bien concretas, también se acerca a cada uno de nosotros a
decirnos tan sólo: «Hagan lo que Él les diga». Y de este modo se desata el
primer milagro de Jesús: hacer sentir a sus amigos que ellos también son
parte del milagro. Porque Cristo «vino a este mundo no para hacer una
obra solo, sino con nosotros –el milagro lo hace con nosotros–, con todos
nosotros, para ser la cabeza de un cuerpo cuyas células vivas somos noso-
tros, libres y activas»21. Así hace el milagro Jesús con nosotros.
El milagro comienza cuando los servidores acercan los barriles con
agua que estaban destinados a la purificación. Así también cada uno de
nosotros puede comenzar el milagro, es más, cada uno de nosotros está
invitado a ser parte del milagro para otros.
Hermanos, Iquique es tierra de sueños —eso significa el nombre en
aymara—; tierra que ha sabido albergar a gente de distintos pueblos y
culturas. Gente que han tenido que dejar a los suyos marcharse. Una mar-
cha siempre basada en la esperanza por obtener una vida mejor, pero sa-
bemos que va siempre acompañada de mochilas cargadas con miedo e
incertidumbre por lo que vendrá. Iquique es una zona de inmigrantes que
nos recuerda la grandeza de hombres y mujeres; de familias enteras que,
ante la adversidad, no se dan por vencidas y se abren paso buscando vida.
Ellos —especialmente los que tienen que dejar su tierra porque no encuen-
tran lo mínimo necesario para vivir— son imagen de la Sagrada Familia
que tuvo que atravesar desiertos para poder seguir con vida.
Esta tierra es tierra de sueños, pero busquemos que siga siendo tam-
bién tierra de hospitalidad. Hospitalidad festiva, porque sabemos bien que
no hay alegría cristiana cuando se cierran puertas; no hay alegría cristiana
cuando se les hace sentir a los demás que sobran o que entre nosotros no
tienen lugar (cf. Lc 16,19-31).

21
San Alberto Hurtado, Meditación Semana Santa para jóvenes (1946).
24
Como María en Caná, busquemos aprender a estar atentos en nuestras
plazas y poblados, y reconocer a aquellos que tienen la vida «aguada»; que
han perdido —o les han robado— las razones para celebrar. Los tristes de
corazón. Y no tengamos miedo de alzar nuestras voces para decir: «no
tienen vino». El clamor del pueblo de Dios, el clamor del pobre, que tiene
forma de oración y ensancha el corazón y nos enseña a estar atentos. Es-
temos atentos a todas las situaciones de injusticia y a las nuevas formas de
explotación que exponen a tantos hermanos a perder la alegría de la fiesta.
Estemos atentos frente a la precarización del trabajo que destruye vidas y
hogares. Estemos atentos a los que se aprovechan de la irregularidad de
muchos migrantes porque no conocen el idioma o no tienen los papeles en
«regla». Estemos atentos a la falta de techo, tierra y trabajo de tantas fami-
lias. Y como María digamos: no tienen vino, Señor.
Como los servidores de la fiesta aportemos lo que tengamos, por poco
que parezca. Al igual que ellos, no tengamos miedo a «dar una mano», y
que nuestra solidaridad y nuestro compromiso con la justicia sean parte
del baile o la canción que podamos entonarle a nuestro Señor. Aprove-
chemos también a aprender y a dejarnos impregnar por los valores, la
sabiduría y la fe que los inmigrantes traen consigo. Sin cerrarnos a esas
«tinajas» llenas de sabiduría e historia que traen quienes siguen arribando
a estas tierras. No nos privemos de todo lo bueno que tienen para aportar.
Y después dejemos a Jesús que termine el milagro, transformando
nuestras comunidades y nuestros corazones en signo vivo de su presencia,
que es alegre y festiva porque hemos experimentado que Dios-está-con-
nosotros, porque hemos aprendido a hospedarlo en medio de nuestro cora-
zón. Alegría y fiesta contagiosa que nos lleva a no dejar a nadie fuera del
anuncio de esta Buena Nueva; y a trasmitirle todo lo que hay de nuestra
cultura originaria, para enriquecerlo también con lo nuestro, con nuestras
tradiciones, con nuestra sabiduría ancestral, para que el que viene encuen-
tre sabiduría y dé sabiduría. Eso es fiesta. Eso es agua convertida en vino.
Eso es el milagro que hace Jesús.

PERÚ: SIN RAÍCES NO HAY FLORES NI FRUTOS


20180120 Discurso Encuentro con sacerdotes, religsos/as, semin.
Nos recibe este Colegio Seminario, uno de los primeros fundados en
América Latina para la formación de tantas generaciones de evangelizado-
res. Estar aquí y con ustedes es sentir que estamos en una de esas «cunas»
que gestaron a tantos misioneros. Y no olvido que esta tierra vio morir,
misionando —no sentado detrás de un escritorio—, a santo Toribio de
Mogrovejo, patrono del episcopado latinoamericano. Y todo esto nos lleva
a mirar hacia nuestras raíces, a lo que nos sostiene a lo largo del tiempo,
nos sostiene a lo largo de la historia para crecer hacia arriba y dar fruto.
Las raíces. Sin raíces no hay flores, no hay frutos. Decía un poeta que
“todo lo que el árbol tiene de florido le viene de lo que tiene de soterrado”,
las raíces. Nuestras vocaciones tendrán siempre esa doble dimensión:
raíces en la tierra y corazón en el cielo. No se olviden esto. Cuando falta
25
alguna de estas dos, algo comienza a andar mal y nuestra vida poco a poco
se marchita (cf. Lc 13,6-9), como un árbol que no tiene raíces, marchita. Y
les digo que da mucha pena ver algún obispo, algún cura, alguna monja,
“marchito”. Y mucha más pena me da cuando veo seminaristas marchitos.
Esto es muy serio. La Iglesia es buena, la Iglesia es madre y si ustedes ven
que no pueden, por favor, hablen antes de tiempo, antes de que sea tarde,
antes que se den cuenta que no tienen raíces ya y que se están marchitan-
do; todavía ahí hay tiempo para salvar, porque Jesús vino para eso, a sal-
var, y si nos llamó es para salvar.
Me gusta subrayar que nuestra fe, nuestra vocación es memoriosa, esa
dimensión deuteronómica de la vida. Memoriosa porque sabe reconocer
que ni la vida, ni la fe, ni la Iglesia comenzó con el nacimiento de ninguno
de nosotros: la memoria mira al pasado para encontrar la savia que ha
irrigado durante siglos el corazón de los discípulos, y así reconoce el paso
de Dios por la vida de su pueblo. Memoria de la promesa que hizo a nues-
tros padres y que, cuando sigue viva en medio nuestro, es causa de nuestra
alegría y nos hace cantar: «el Señor ha estado grande con nosotros, y es-
tamos alegres» (Sal 125,3).
Me gustaría compartir con ustedes algunas virtudes, o algunas dimen-
siones, si quieren, de este ser memoriosos. Cuando yo digo “quiero que un
obispo, un cura, una monja, un seminarista sea memorioso”, ¿qué quiero
decir? Y es lo que me gustaría compartir ahora.
1. Una dimensión es la alegre conciencia de sí. No hay que ser un in-
consciente de sí mismo, no. Saber qué es lo que le está pasando, pero
alegre conciencia de sí.
El Evangelio que hemos escuchado (cf. Gv 1,35-42) lo leemos habi-
tualmente en clave vocacional y así nos detenemos en el encuentro de los
discípulos con Jesús. Pero me gustaría, antes, mirar a Juan el Bautista. Él
estaba con dos de sus discípulos y al ver pasar a Jesús les dice: «Ese es el
Cordero de Dios» (Jn 1,36); al oír esto ¿qué pasó? dejaron a Juan y se
fueron con el otro (cf. v. 37). Es algo sorprendente, habían estado con
Juan, sabían que era un hombre bueno, más aún, el mayor de los nacidos
de mujer, como Jesús lo define (cf. Mt 11,11), pero él no era el que tenía
que venir. También Juan esperaba a otro más grande que él. Juan tenía
claro que no era el Mesías sino simplemente quien lo anunciaba. Juan era
el hombre memorioso de la promesa y de su propia historia. Era famoso,
tenía fama, todos venían a hacerse bautizar por él, lo escuchaban con res-
peto. La gente creía que era el Mesías, pero él era memorioso de su propia
historia y no se dejó engañar por el incienso de la vanidad.
Juan manifiesta la conciencia del discípulo que sabe que no es ni será
nunca el Mesías, sino sólo un invitado a señalar el paso del Señor por la
vida de su gente. A mí me impresiona cómo Dios permita que esto llegue
hasta las últimas consecuencias: muere degollado en un calabozo, así de
sencillo. Nosotros consagrados no estamos llamados a suplantar al Señor,
ni con nuestras obras, ni con nuestras misiones, ni con el sinfín de activi-
dades que tenemos para hacer. Yo cuando digo consagrados, involucro a
todos: obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, religiosos y reli-
26
giosas y seminaristas. Simplemente se nos pide trabajar con el Señor, codo
a codo, pero sin olvidarnos nunca de que no ocupamos su lugar. Y esto no
nos hace «aflojar» en la tarea evangelizadora, por el contrario, nos empu-
ja, nos exige trabajar recordando que somos discípulos del único Maestro.
El discípulo sabe que secunda y siempre secundará al Maestro. Y esa es la
fuente de nuestra alegría, la alegre conciencia de sí mismo.
¡Nos hace bien saber que no somos el Mesías! Nos libra de creernos
demasiado importantes, demasiado ocupados —es típica de algunas regio-
nes escuchar: «No, a esa parroquia no vayas porque el padre siempre está
muy ocupado»—. Juan el Bautista sabía que su misión era señalar el ca-
mino, iniciar procesos, abrir espacios, anunciar que Otro era el portador
del Espíritu de Dios. Ser memoriosos nos libra de la tentación de los me-
sianismos, de creerme yo el Mesías.
Esta tentación se combate de muchos modos, pero también con la risa.
De un religioso a quien yo quise mucho —era jesuita, un jesuita holandés
que murió el año pasado— se decía que tenía tal sentido del humor que
era capaz de reírse de todo lo que pasaba, de sí mismo y hasta de su propia
sombra. Conciencia alegre. Aprender a reírse de uno mismo nos da la
capacidad espiritual de estar delante del Señor con los propios límites,
errores y pecados, pero también aciertos, y con la alegría de saber que Él
está a nuestro lado. Un lindo test espiritual es preguntarnos por la capaci-
dad que tenemos de reírnos de nosotros mismos. De los demás es fácil
reírse ¿no es cierto? sacarle el cuero, reírse, pero de nosotros mismos no es
fácil. La risa nos salva del neopelagianismo «autorreferencial y prometei-
co de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y, se sienten
superiores a otros»22. Reíte. Rían en comunidad y no de la comunidad o de
los otros. Cuidémonos de esa gente tan, pero tan importante que, en la
vida, se han olvidado de sonreir. “Sí, padre, pero usted no tiene un reme-
dio, algo para…” Mira tengo dos “pastillas” que ayudan mucho: una,
hablá con Jesús, con la Virgen, la oración, rezá y pedí la gracia de la ale-
gría, de la alegría sobre la situación real; la segunda pastilla la podés hacer
varias veces por día si la necesitás, sino una sola basta, miráte al espejo,
miráte al espejo: “Y ¿ese soy yo?, ¿esa soy yo? Ja ja ja….”. Y eso te hace
reír. Y esto no es narcisismo, al contrario, es lo contrario, el espejo, acá,
sirve como cura. Primero era entonces la alegre, la alegre conciencia de sí.
2. Lo segundo es la hora del llamado, hacernos cargo de la hora del
llamado.
Juan el Evangelista recoge en su Evangelio incluso hasta la hora de
aquel momento que cambió su vida. Sí, cuando el Señor a una persona le
hace crecer la conciencia de que es un llamado…, se acuerda cuándo em-
pezó todo esto: «Eran las cuatro de la tarde» (v. 39). El encuentro con
Jesús cambia la vida, establece un antes y un después. Hace bien recordar
siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en el que nos
dimos cuenta, en serio, de que “esto que yo sentía” no eran ganas o atrac-

22
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
27
ciones, sino que el Señor esperaba algo más. Y acá uno se puede acordar:
ese día me di cuenta. La memoria de esa hora en la que fuimos tocados
por su mirada.
Las veces que nos olvidamos de esta hora, nos olvidamos de nuestros
orígenes, de nuestras raíces; y al perder estas coordenadas fundamentales
dejamos de lado lo más valioso que un consagrado puede tener: la mirada
del Señor: “No padre, yo lo miro al Señor en el sagrario”— Está bien, eso
está bien, pero sentáte un rato y dejáte mirar y recordá las veces que te
miró y te está mirando. Dejáte mirar por él. Es de lo más valioso que un
consagrado tiene: la mirada del Señor. Quizá no estás contento con ese
lugar donde te encontró el Señor, quizá no se adecua a una situación ideal
que te «hubiese gustado más». Pero fue ahí donde te encontró y te curó las
heridas, ahí. Cada uno de nosotros conoce el dónde y el cuándo: quizás un
tiempo de situaciones complejas, sí; con situaciones dolorosas, sí; pero ahí
te encontró el Dios de la Vida, para hacerte testigo de su Vida, para hacer-
te parte de su misión y ser, con Él, ser caricia de Dios para tantos. Nos
hace bien recordar que nuestras vocaciones son una llamada de amor para
amar, para servir. No para sacar tajada para nosotros mismos. ¡Si el Señor
se enamoró de ustedes y los eligió, no fue por ser más numerosos que los
demás, pues son el pueblo más pequeño, sino por amor! (cf. Dt 7,7-8). Así
le dice el Deuteronomio al pueblo de Israel. No te la creas, no sos el pue-
blo más importante, sos de lo peorcito, pero se enamoró de ese, y bueno,
qué quieren, tiene mal gusto el Señor, pero se enamoró de ese... Amor de
entrañas, amor de misericordia, que mueve nuestras entrañas para ir a
servir a otros al estilo de Jesucristo. No al estilo de los fariseos, de los
saduceos, de los doctores de la ley, de los zelotes, no, no, esos buscaban su
gloria.
Quisiera detenerme en un aspecto que considero importante. Muchos,
a la hora de ingresar al seminario o a la casa de formación, o noviciados
fuimos formados con la fe de nuestras familias y vecinos. Ahí, aprendimos
a rezar, de la mamá, de la abuela, de la tía… y después fue la catequista la
que nos preparó… Y así fue como dimos nuestros primeros pasos, apoya-
dos no pocas veces en las manifestaciones de piedad y espiritualidad po-
pular, que en Perú han adquirido las más exquisitas formas y arraigo en el
pueblo fiel y sencillo. Vuestro pueblo ha demostrado un enorme cariño a
Jesucristo, a la Virgen, a sus santos y beatos en tantas devociones que no
me animo a nombrarlas por miedo a dejar alguna de lado. En esos santua-
rios, «muchos peregrinos toman decisiones que marcan sus vidas. Esas
paredes contienen muchas historias de conversión, de perdón y de dones
recibidos, que millones podrían contar»23. Inclusive muchas de vuestras
vocaciones pueden estar grabadas en esas paredes. Los exhorto, por favor,
a no olvidar, y mucho menos despreciar, la fe fiel y sencilla de vuestro
pueblo. Sepan acoger, acompañar y estimular el encuentro con el Señor.

23
Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 260.
28
No se vuelvan profesionales de lo sagrado olvidándose de su pueblo, de
donde los sacó el Señor, de detrás del rebaño —como dice el Señor a su
elegido [David] en la Biblia—. No pierdan la memoria y el respeto por
quien les enseñó a rezar.
A mí me ha pasado que —en reuniones con maestros y maestras de
novicias o rectores de seminarios, padres espirituales de seminario— sale
la pregunta: “¿Cómo le enseñamos a rezar a los que entran?” Entonces, les
dan algunos manuales para aprender a meditar —a mí me lo dieron cuan-
do entré—: “o esto haga acá”, o “aquello no”, o “primero tenés que hacer
esto”, “después este otro tal paso” … Y en general, los hombres y mujeres
más sensatos que tienen este cargo de maestros de novicios o de padres
espirituales o rectores de seminarios optan: “Seguí rezando como te ense-
ñaron en casa”. Y después, poco a poco, los van haciendo avanzar en otro
tipo de oración. Pero, “seguí rezando como te enseñó tu madre, como te
enseñó tu abuela”, que por otro lado es el consejo que San Pablo le da a
Timoteo: “La fe de tu madre y de tu abuela, esa es la que tenés vos, seguí
por estas”. No desprecien la oración casera porque es la más fuerte. Re-
cordar la hora del llamado, hacer memoria alegre del paso de Jesucristo
por nuestra vida, nos ayudará a decir esa hermosa oración de san Francis-
co Solano, gran predicador y amigo de los pobres, «Mi buen Jesús, mi
Redentor y mi amigo. ¿Qué tengo yo que tú no me hayas dado? ¿Qué sé
yo que tú no me hayas enseñado?».
De esta forma, el religioso, sacerdote, consagrada, consagrado, semi-
narista es una persona memoriosa, alegre y agradecida: trinomio para
configurar y tener como «armas» frente a todo «disfraz» vocacional. La
conciencia agradecida agranda el corazón y nos estimula al servicio. Sin
agradecimiento podemos ser buenos ejecutores de lo sagrado, pero nos
faltará la unción del Espíritu para volvernos servidores de nuestros herma-
nos, especialmente de los más pobres. El Pueblo de Dios tiene olfato y
sabe distinguir entre el funcionario de lo sagrado y el servidor agradecido.
Sabe reconocer entre el memorioso y el olvidadizo. El Pueblo de Dios es
aguantador, pero reconoce a quien lo sirve y lo cura con el óleo de la ale-
gría y de la gratitud. En eso déjense aconsejar por el Pueblo de Dios. A
veces en las parroquias sucede que cuando el cura se desvía un poquito y
se olvida de su pueblo —estoy hablando de historias reales, ¿no? — cuán-
tas veces la vieja de la sacristía —como la llaman, “la vieja de la sacris-
tía”— le dice: “Padrecito, cuánto hace que no va a ver a su mamá. Vaya,
vaya a ver a su mamá que nosotros por una semana nos arreglamos con el
Rosario”.
3. Tercero, la alegría contagiosa. La alegría es contagiosa cuando es
verdadera. Andrés era uno de los discípulos de Juan el Bautista que había
seguido a Jesús ese día. Después de haber estado con Él y haber visto
dónde vivía, volvió a casa de su hermano Simón Pedro y le dijo: «Hemos
encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Ahí no más fue contagiado. Esta es la
noticia más grande que podía darle, y lo condujo a Jesús. La fe en Jesús se
contagia. Y si hay un cura, un obispo, una monja, un seminarista, un con-
sagrado que no contagia es un aséptico, es de laboratorio, que salga y se
29
ensucie las manos un poquito y ahí va a empezar a contagiar el amor de
Jesús. La fe en Jesús se contagia, no puede confinarse ni encerrarse; y aquí
se encuentra la fecundidad del testimonio: los discípulos recién llamados
atraen a su vez a otros mediante su testimonio de fe, del mismo modo que
en el pasaje evangélico Jesús nos llama por medio de otros. La misión
brota espontánea del encuentro con Cristo. Andrés comienza su apostola-
do por los más cercanos, por su hermano Simón, casi como algo natural,
irradiando alegría. Esta es la mejor señal de que hemos «descubierto» al
Mesías. La alegría contagiosa es una constante en el corazón de los após-
toles, y la vemos en la fuerza con que Andrés confía a su hermano: «¡Lo
hemos encontrado!». Pues «la alegría del Evangelio llena el corazón y la
vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar
por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del ais-
lamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»24. Y ésta es
contagiosa.

PERÚ: MARÍA NOS INDICA LA PUERTA DE LA VIDA


20180120 Discurso Celebración mariana Virgen de la Puerta
Sé del amor que le tienen a la Inmaculada Virgen de la Puerta de Otuz-
co que hoy junto a ustedes, quiero declarar: Virgen de la Puerta, «Madre
de Misericordia y de la Esperanza».
Virgencita que, en los siglos pasados, demostró su amor por los hijos
de esta tierra, cuando colocada sobre una puerta los defendió y los prote-
gió de las amenazas que los afligían, suscitando el amor de todos los pe-
ruanos hasta nuestros días.
Ella nos sigue defendiendo e indicando la Puerta que nos abre el ca-
mino a la vida auténtica, a la Vida que no se marchita. Ella es la que sabe
acompañar a cada uno de sus hijos para que vuelvan a casa. Nos acompa-
ña y lleva hasta la Puerta que da Vida porque Jesús no quiere que nadie se
quede afuera, a la intemperie. Así acompaña «la nostalgia que muchos
sienten de volver a la casa del Padre, que está esperando su regreso»25 y
muchas veces no saben cómo volver. Decía san Bernardo: «Tú que te
sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en
medio de borrascas y de tempestades: mira la Estrella e invoca a Ma-
ría»26. Ella nos indica el camino a casa, ella nos lleva a Jesús que es la
Puerta de la Misericordia, y nos deja con Él, no quiere nada para sí, nos
lleva a Jesús.
En el 2015 tuvimos la alegría de celebrar el Jubileo de la Misericordia.
Un año en el que invitaba a todos los fieles a pasar por la Puerta de la
Misericordia, «a través de la cual – escribía – cualquiera que entrará podrá
experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece espe-

24
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1.
25
Carta ap. Misericordia et misera al concluir el Jubileo extraordinario de la misericor-
dia (20 noviembre 2016), 16.
26
Hom. II super «Missus est», 17: PL 183, 70-71.
30
ranza»27. Y quiero repetir junto a ustedes el mismo deseo que tenía enton-
ces: «¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de miseri-
cordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la
ternura de Dios!»28. Cómo deseo que esta tierra que tiene a la Madre de la
Misericordia y la Esperanza pueda multiplicar y llevar la bondad y la
ternura de Dios a cada rincón. Porque, queridos hermanos, no hay mayor
medicina para curar tantas heridas que un corazón que sepa de misericor-
dia, que un corazón que sepa tener compasión ante el dolor y la desgracia,
ante el error y las ganas de levantarse de muchos y que no saben cómo
hacerlo.
La compasión es activa porque «hemos aprendido que Dios se inclina
hacia nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo
inclinándonos hacia los hermanos»29. Inclinándonos especialmente ante
aquellos que más sufren. Como María, estar atentos a aquellos que no
tienen el vino de la alegría, así sucedió en las bodas de Caná. (…)
Hermanos, la Virgen de la Puerta, Madre de la Misericordia y de Espe-
ranza, nos muestra el camino y nos señala la mejor defensa contra el mal
de la indiferencia y la insensibilidad. Ella nos lleva a su Hijo y así nos
invita a promover e irradiar una «cultura de la misericordia, basada en el
redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que nin-
guno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufri-
miento de los hermanos»30. Que la Virgen les conceda esta gracia.

PERÚ: EL GOZO DE SABERNOS HIJOS DE DIOS


20180121 Homilía Hora tercia con religiosas contemplativas
Escuchamos las palabras de san Pablo, recordándonos que hemos reci-
bido el espíritu de adopción filial que nos hace hijos de Dios (cf. Rm 8,15-
16). Esas pocas palabras condensan la riqueza de toda vocación cristiana:
el gozo de sabernos hijos. Esta es la experiencia que sustenta nuestras
vidas, la cual quiere ser siempre una respuesta agradecida a ese amor.
¡Qué importante es renovar día a día este gozo! Sobre todo, en los mo-
mentos en que el gozo parece que se fue o el alma está nublada o hay
cosas que no se entienden; ahí volverlo a pedir y renovar: “Soy hija, soy
hija de Dios”.
Un camino privilegiado que tienen ustedes para renovar esta certeza es
la vida de oración, oración comunitaria y personal. La oración es el núcleo
de vuestra vida consagrada, vuestra vida contemplativa, y es el modo de
cultivar la experiencia de amor que sostiene nuestra fe, y como bien nos
decía la Madre Soledad, es una oración siempre misionera. No es una
oración que rebota en los muros del convento y vuelve para atrás, no, es
una oración que va y sale, y sale...

27
Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 3.
28
Ibíd., 5.
29
Carta ap. Misericordia et misera al concluir el Jubileo extraordinario de la misericor-
dia (20 noviembre 2016), 16.
30
Ibíd., 20.
31
La oración misionera es la que logra unirse a los hermanos en las va-
riadas circunstancias en que se encuentran y rezar para que no les falte el
amor y la esperanza. Así lo decía santa Teresita del Niño Jesús: «Entendí
que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y
que, si faltase el amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los
mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de
que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo,
que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es
eterno… En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor» 31.
Ojalá que cada una de ustedes pueda decir esto. Si alguna está media floji-
ta y se le apagó el fueguito del amor, ¡pídalo!, ¡pídalo! Es un regalo de
Dios amor poder amar.
¡Ser el amor! Es saber estar al lado del sufrimiento de tantos hermanos
y decir con el salmista: «En el peligro grité al Señor, y me escuchó, po-
niéndome a salvo» (Sal 117,5). Así vuestra vida en clausura logra tener un
alcance misionero y universal y «un papel fundamental en la vida de la
Iglesia. Rezan e interceden por muchos hermanos y hermanas presos,
emigrantes, refugiados y perseguidos; por tantas familias heridas, por las
personas en paro, por los pobres, por los enfermos, por las víctimas de
dependencias, por no citar más que algunas situaciones que son cada día
más urgentes. Ustedes son como aquellos amigos que llevaron al paralítico
ante el Señor, para que lo sanara (cf. Mc 2,1-12). No tenían vergüenza,
eran “sin vergüenza”, pero bien dicho. No tuvieron vergüenza de hacer un
agujero en el techo y bajar al paralítico. Sean “sin vergüenza”, no tengan
vergüenza de hacer con la oración que la miseria de los hombres se acer-
que al poder de Dios. Esa es la oración vuestra. Por la oración, día y no-
che, acercan al Señor la vida de muchos hermanos y hermanas que por
diversas situaciones no pueden alcanzarlo para experimentar su misericor-
dia sanadora, mientras que Él los espera para llenarlos de gracias. Por
vuestra oración ustedes curan las llagas de tantos hermanos»32.
Por eso mismo podemos afirmar que la vida de clausura no encierra ni
encoge el corazón, sino que lo ensancha ¡Ay! de la monja que tiene el
corazón encogido. Por favor, busquen remedio. No se puede ser monja
contemplativa con el corazón encogido. Que vuelva a respirar, que vuelva
a ser un corazón grande. Además, las monjas encogidas son monjas que
han perdido la fecundidad y no son madres; se quejan de todo, no sé,
amargadas, siempre están buscando un “tiquismiquis” para quejarse. La
santa Madre [Teresa de Jesús] decía: «¡Ay! de la monja que dice: “hicié-
ronme sin razón, me hicieron una injusticia”. En el convento no hay lugar
para las “coleccionistas de injusticias”, sino hay lugar para aquellas que
abren el corazón y saben llevar la cruz, la cruz fecunda, la cruz del amor,
la cruz que da vida.

31
Manuscritos autobiográficos, Lisieux (1957), 227-229.
32
Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio
2016), 16.
32
El amor ensancha el corazón, y por tanto con el Señor vamos adelante,
porque él nos hace capaz de sentir de un modo nuevo el dolor, el sufri-
miento, la frustración, la desventura de tantos hermanos que son víctimas
en esta «cultura del descarte» de nuestro tiempo. Que la intercesión por los
necesitados sea la característica de vuestra plegaria. Con los brazos en alto
como Moisés, con el corazón así tendido, pidiendo… Y cuando sea posi-
ble ayúdenlos, no sólo con la oración, sino también con el servicio concre-
to. Cuántos conventos de ustedes, sin faltar la clausura, respetando el
silencio, en algunos momentos de locutorio pueden hacer tanto bien.
La oración de súplica que se hace en sus monasterios sintoniza con el
Corazón de Jesús que implora al Padre para que todos seamos uno, así el
mundo creerá (cf. Jn 17,21). ¡Cuánto necesitamos de la unidad en la Igle-
sia! Que todos sean uno. ¡Cuánto necesitamos que los bautizados sean
uno, que los consagrados sean uno, que los sacerdotes sean uno, que los
obispos sean uno! ¡Hoy y siempre! Unidos en la fe. Unidos por la espe-
ranza. Unidos por la caridad. En esa unidad que brota de la comunión con
Cristo que nos une al Padre en el Espíritu y, en la Eucaristía, nos une unos
con otros en ese gran misterio que es la Iglesia. Les pido, por favor, que
recen mucho por la unidad de esta amada Iglesia peruana porque está
tentada de desunión.

PERÚ: LAS PROEZAS DE SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO


20180121 Discurso Encuentro con los Obispos
El lema de este viaje nos habla de unidad y de esperanza. Es un pro-
grama arduo, pero a la vez provocador, que nos evoca las proezas de santo
Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de esta Sede y patrono del episcopado
latinoamericano, un ejemplo de «constructor de unidad eclesial», como lo
definió mi predecesor san Juan Pablo II en su primer Viaje Apostólico a
esta tierra33.
Es significativo que este santo Obispo sea representado en sus retratos
como un «nuevo Moisés». Como saben, en el Vaticano se custodia un
cuadro en el que aparece santo Toribio atravesando un río caudaloso,
cuyas aguas se abren a su paso como si se tratase del mar Rojo, para que
pudiera llegar a la otra orilla donde lo espera un numeroso grupo de nati-
vos. Detrás de santo Toribio hay una gran multitud de personas, que es el
pueblo fiel que sigue a su pastor en la tarea de la evangelización34. En la
Pinacoteca Vaticana está esto. Esta hermosa imagen me «da pie» para
centrar en ella mi reflexión con ustedes. Santo Toribio, el hombre que
quiso llegar a la otra orilla.
Lo vemos desde el momento en que asume el mandato de venir a estas
tierras con la misión de ser padre y pastor. Dejó terreno seguro para aden-
trarse en un universo totalmente nuevo, desconocido y desafiante. Fue
hacia una tierra prometida guiado por la fe como «garantía de los bienes

33
Discurso al episcopado peruano (2 febrero 1985), 3.
34
Cf. Milagro de santo Toribio, Pinacoteca vaticana.
33
que se esperan» (Hb 11,1). Su fe y su confianza en el Señor lo impulsó, y
lo va a impulsar a lo largo de toda su vida a llegar a la otra orilla, donde Él
lo esperaba en medio de una multitud.
1. Quiso llegar a la otra orilla en busca de los lejanos y dispersos. Para
ello tuvo que dejar la comodidad del obispado y recorrer el territorio con-
fiado, en continuas visitas pastorales, tratando de llegar y estar allí donde
se lo necesitaba, y ¡cuánto se lo necesitaba! Iba al encuentro de todos por
caminos que, al decir de su secretario, eran más para las cabras que para
las personas. Tenía que enfrentar los más diversos climas y geografías,
«de 22 años de episcopado —22 y un cachito—, 18 los pasó fuera de
Lima, fuera de su ciudad, recorriendo por tres veces su territorio»35, que
iba desde Panamá hasta el inicio de la capitanía de Chile, que no sé dónde
empezaba en aquel momento —quizás a la altura de Iquique, no estoy
seguro—, pero hasta el inicio de la capitanía de Chile. ¡Como cualquiera
de las diócesis de ustedes, no más…! Dieciocho años recorriendo tres
veces su territorio, sabía que esta era la única forma de pastorear: estar
cerca proporcionando los auxilios divinos, exhortación que también reali-
zaba continuamente a sus presbíteros. Pero no lo hacía de palabra sino con
su testimonio, estando él mismo en la primera línea de la evangelización.
Hoy le llamaríamos un Obispo «callejero». Un obispo con suelas gastadas
por andar, por recorrer, por salir al encuentro para «anunciar el Evangelio
a todos, en todos los lugares, sin asco y sin miedo. La alegría del Evange-
lio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie»36. ¡Cómo sabía esto
santo Toribio! Sin miedo y sin asco se adentró en nuestro continente para
anunciar la buena nueva.
2. Quiso llegar a la otra orilla no sólo geográfica sino cultural. Fue así
como promovió por muchos medios una evangelización en la lengua nati-
va. Con el tercer Concilio Limense, procuró que los catecismos fueran
realizados y traducidos en quechua y aymara. Impulsó al clero a que estu-
diara y conociera el idioma de los suyos para poder administrarles los
sacramentos de forma comprensible. Yo pienso a la reforma litúrgica
de Pío XII, cuando empezó con esto a retomar para toda la Iglesia... Visi-
tando y viviendo con su Pueblo se dio cuenta de que no alcanzaba llegar
tan sólo físicamente, sino que era necesario aprender a hablar el lenguaje
de los otros, sólo así, llegaría el Evangelio a ser entendido y penetrar en el
corazón. ¡Cuánto urge esta visión para nosotros, pastores del siglo XXI!,
que nos toca aprender un lenguaje totalmente nuevo como es el digital, por
citar un ejemplo. Conocer el lenguaje actual de nuestros jóvenes, de nues-
tras familias, de los niños… Como bien supo verlo santo Toribio, no al-
canza solamente llegar a un lugar y ocupar un territorio, es necesario po-
der despertar procesos en la vida de las personas para que la fe arraigue y
sea significativa. Y para eso tenemos que hablar su lengua. Es necesario
llegar ahí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la

35
Jorge Mario Bergoglio, Homilía en la celebración Eucarística, Aparecida (16 mayo
2007).
36
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 23.
34
Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de nuestras ciudades
y de nuestros pueblos37. La evangelización de la cultura nos pide entrar en
el corazón de la cultura misma para que ésta sea iluminada desde adentro
por el Evangelio. Estoy seguro que me conmovió, anteayer, en Puerto
Maldonado, cuando… —entre todos esos nativos que había ahí de tantas
etnias—, me conmovió cuando tres me trajeron una estola; todos pintados,
con sus trajes: eran diáconos permanentes. Anímense, anímense, así lo
hacía Toribio. En aquella época no había diáconos permanentes, había
catequistas, pero en su lengua, en su cultura, y ahí se metió. Me conmovió
ver a esos diáconos permanentes.
3. Quiso llegar a la otra orilla de la caridad. Para nuestro patrono la
evangelización no podía darse lejos de la caridad. Porque sabía que la
forma más sublime de la evangelización era plasmar en la propia vida la
entrega de Jesucristo por amor a cada uno de los hombres. Los hijos de
Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la
justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano (cf. 1
Jn 3,10). En sus visitas pudo constatar los abusos y los excesos que su-
frían las poblaciones originarias, y así no le tembló el pulso, en 1585,
cuando excomulgó al corregidor de Cajatambo, enfrentándose a todo un
sistema de corrupción y tejido de intereses que «arrastraba la enemistad de
muchos», incluyendo al Virrey38. Así nos muestra al pastor que sabe que
el bien espiritual no puede nunca separarse del justo bien material y tanto
más cuando se pone en riesgo la integridad y la dignidad de las personas.
Profecía episcopal que no tiene miedo a denunciar los abusos y excesos
que se cometen frente a su pueblo. Y de este modo logra recordar dentro
de la sociedad y de sus comunidades que la caridad siempre va acompaña-
da de la justicia y no hay auténtica evangelización que no anuncie y de-
nuncie toda falta contra la vida de nuestros hermanos, especialmente con-
tra la vida de los más vulnerables. Es una alerta a cualquier tipo de coque-
teo mundano que nos ata las manos por algunas migajas; la libertad del
Evangelio...
4. Quiso llegar a la otra orilla en la formación de sus sacerdotes. Fundó
el primer seminario postconciliar en esta zona del mundo, impulsando de
esta manera la formación del clero nativo. Entendió que no bastaba llegar
a todos lados y hablar la misma lengua, que era necesario que la Iglesia
pudiera engendrar a sus propios pastores locales y así se convirtiera en
madre fecunda. Para ello defendió la ordenación de los mestizos —cuando
estaba muy discutida la misma— buscando alentar y estimular a que el
clero, si se tenía que diferenciar en algo, era por la santidad de sus pasto-
res y no por la procedencia racial39. Y esta formación no se limitaba sola-
mente al estudio en el seminario, sino que proseguía en las continuas visi

37
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74.
38
Cf. Ernesto Rojas Ingunza, El Perú de los Santos, en: Kathy Perales Ysla
(coord.), Cinco Santos del Perú. Vida, obra y tiempo, Lima (2016), 57.
39
Cf. José Antonio Benito Rodríguez, Santo Toribio de Mogrovejo, en: Kathy Perales
Ysla (coord.), Cinco Santos del Perú. Vida, obra y tiempo, 178.
35
tas que les realizaba, estaba cerca de sus curas. Ahí podía ver de primera
mano el «estado de sus curas», preocupándose por ellos. Cuenta la leyenda
que en las vísperas de Navidad su hermana le regaló una camisa para que
la estrenara en las fiestas. Ese día fue a visitar a un cura y al ver la situa-
ción en que vivía, se sacó su camisa y se la entregó 40. Es el pastor que
conoce a sus sacerdotes. Busca alcanzarlos, acompañarlos, estimularlos,
amonestarlos —le recordó a sus curas que eran pastores y no comerciantes
y por lo tanto, habrían de cuidar y defender a los indios como a hijos—41.
Pero no lo hace desde «el escritorio», y así puede conocer a sus ovejas y
ellas reconocen en su voz, la voz del Buen Pastor.
5. Quiso llegar a la otra orilla, la de la unidad. Promovió de manera
admirable y profética la formación e integración de espacios de comunión
y participación entre los distintos integrantes del Pueblo de Dios. Así lo
señaló san Juan Pablo II cuando, en estas tierras, hablándole a los obispos
decía: «El tercer Concilio Limense es el resultado de ese esfuerzo, presi-
dido, alentado y dirigido por santo Toribio, y que fructificó en un precioso
tesoro de unidad en la fe, de normas pastorales y organizativas a la vez
que en válidas inspiraciones para la deseada integración latinoamerica-
na»42. Bien sabemos, que esta unidad y consenso fue precedida de grandes
tensiones y conflictos. No podemos negar las tensiones, existen, las dife-
rencias, existen; es imposible una vida sin conflictos. Pero estos nos exi-
gen, si somos hombres y cristianos, mirarlos de frente, asumirlos. Pero
asumirlos en unidad, en diálogo honesto y sincero, mirándonos a la cara y
cuidándonos de caer en tentación, o de ignorar lo que pasó o quedar pri-
sioneros y sin horizontes que ayuden a encontrar caminos que sean de
unidad y de vida. Resulta inspirador, en nuestro camino de Conferencia
Episcopal, recordar que la unidad siempre prevalecerá sobre el conflicto 43.
Queridos hermanos obispos, trabajen para la unidad, no se queden presos
de divisiones que parcializan y reducen la vocación a la que hemos sido
llamados: ser sacramento de comunión. No se olviden que lo que atraía de
la Iglesia primitiva era ver cómo se amaban. Esa era, es y será la mejor
evangelización.
6. Y a santo Toribio le llegó el momento de cruzar hacia la orilla defi-
nitiva, hacia esa tierra que lo esperaba y que iba degustando en su conti-
nuo dejar la orilla. Este nuevo partir, no lo hacía solo. Al igual que el
cuadro que les comentaba al inicio, iba al encuentro de los santos seguido
de una gran muchedumbre a sus espaldas. Es el pastor que ha sabido car-
gar «su valija» con rostros y nombres. Ellos eran su pasaporte al cielo. Y
fue tan así que no quisiera dejar de lado el acorde final, el momento en
que el pastor entregaba su alma a Dios. Lo hizo en un caserío junto a su

40
Cf. ibíd., 180.
41
Cf. Juan Villegas, Fiel y evangelizador. Santo Toribio de Mogrovejo, patrono de los
obispos de América Latina, Montevideo (1984), 22.
42
Juan Pablo II, Discurso al episcopado peruano (2 febrero 1985), 3.
43
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226-230.
36
pueblo y un aborigen le tocaba la chirimía para que el alma de su pastor se
sintiera en paz.

PERÚ: JESÚS SUSCITA Y DESPIERTA UNA NUEVA ESPERANZA


20180121 Homilía Lima
Algunas veces nos puede pasar lo mismo que a Jonás. Nuestras ciuda-
des, con las situaciones de dolor e injusticia que a diario se repiten, nos
pueden generar la tentación de huir, de escondernos, de zafar. Y razones,
ni a Jonás ni a nosotros nos faltan. Mirando la ciudad podríamos comenzar
a constatar que existen «ciudadanos que consiguen los medios adecuados
para el desarrollo de la vida personal y familiar —y eso nos alegra—, el
problema está en que son muchísimos los “no ciudadanos”, “los ciudada-
nos a medias” o los “sobrantes urbanos”»44 que están al borde de nuestros
caminos, que van a vivir a las márgenes de nuestras ciudades sin condi-
ciones necesarias para llevar una vida digna y duele constatar que muchas
veces entre estos «sobrantes humanos» se encuentran rostros de tantos
niños y adolescentes. Se encuentra el rostro del futuro.
Y al ver estas cosas en nuestras ciudades, en nuestros barrios —que
podrían ser un espacio de encuentro y solidaridad, de alegría— se termina
provocando lo que podemos llamar el síndrome de Jonás: un espacio de
huida y desconfianza (cf. Jon 1,3). Un espacio para la indiferencia, que
nos transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en
seres impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos
el alma del pueblo, de este pueblo noble. Como nos lo señalaba Benedicto
XVI, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su
relación con el sufrimiento y con el que sufre. […] Una sociedad que no
logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la
compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también
interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»45.
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el
Evangelio de Dios. A diferencia de Jonás, Jesús, frente a un acontecimien-
to doloroso e injusto como fue el arresto de Juan, entra en la ciudad, entra
en Galilea y comienza desde ese pequeño pueblo a sembrar lo que sería el
inicio de la mayor esperanza: El Reino de Dios está cerca, Dios está entre
nosotros. Y el Evangelio mismo nos muestra la alegría y el efecto en ca-
dena que esto produce: comenzó con Simón y Andrés, después Santiago y
Juan (cf. Mc 1,14-20) y, desde esos días, pasando por santa Rosa de Lima,
santo Toribio, san Martín de Porres, san Juan Macías, san Francisco So-
lano, ha llegado hasta nosotros anunciado por esa nube de testigos que han
creído en Él. Ha llegado hasta Lima, hasta nosotros para comprometerse
nuevamente como un renovado antídoto contra la globalización de la indi-
ferencia. Porque ante este Amor, no se puede permanecer indiferentes.

44
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74.
45
Carta enc. Spe salvi, 38.
37
Jesús invitó a sus discípulos a vivir hoy lo que tiene sabor a eternidad:
el amor a Dios y al prójimo; y lo hace de la única manera que lo puede
hacer, a la manera divina: suscitando la ternura y el amor de misericordia,
suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que aprendan a mirar la
realidad a la manera divina. Los invita a generar nuevos lazos, nuevas
alianzas portadoras de eternidad.

PERÚ: JÓVENES, CONFIAR EN EL SEÑOR ES EL SECRETO


20180121 Ángelus Palabras a los jóvenes en Lima
¡Queridos amigos, cuántos ejemplos tienen ustedes! Pienso en san
Martín de Porres. Nada le impidió a ese joven cumplir sus sueños, nada le
impidió gastar su vida por los demás, nada le impidió amar y lo hizo por-
que había experimentado que el Señor lo había amado primero. Así como
era: mulato, y teniendo que enfrentar muchas privaciones. A los ojos hu-
manos, o de sus amigos, parecía que tenía todo para «perder» pero él supo
hacer algo que sería el secreto de su vida: confiar. Confiar en el Señor que
lo amaba, ¿y saben por qué? Porque el Señor había confiado primero en
él; como confía en cada uno de ustedes y no se cansará nunca de confiar.
A cada uno de nosotros el Señor nos confía algo, y la respuesta es confiar
en Él. Cada uno de ustedes piense ahora en su corazón: ¿Qué me confió el
Señor? Cada uno piense… ¿Qué tengo en mi corazón que me confió el
Señor?
Me podrán decir: pero hay veces que se vuelve muy difícil. Los en-
tiendo. En esos momentos pueden venir pensamientos negativos, sentir
que hay muchas situaciones que se nos vienen encima y pareciera que nos
vamos quedando «fuera del mundial»; pareciera que nos van ganando.
Pero no es así, aun en los momentos en que ya se nos viene la descalifica-
ción seguir confiando.
Hay momentos donde pueden sentir que se quedan sin poder realizar el
deseo de sus vidas, de sus sueños. Todos pasamos por situaciones así. En
esos momentos donde parece que se apaga la fe no se olviden que Jesús
está a su lado. ¡No se den por vencidos, no pierdan la esperanza! No se
olviden de los santos que desde el cielo nos acompañan; acudan a ellos,
recen y no se cansen de pedir su intercesión. Esos santos de ayer pero
también de hoy: esta tierra tiene muchos, porque es una tierra «ensanta-
da». Perú es una tierra “ensantada”. Busquen la ayuda y el consejo de
personas que ustedes saben que son buenas para aconsejar porque sus
rostros muestran alegría y paz. Déjense acompañar por ellas y así andar el
camino de la vida.
Pero hay algo más: Jesús quiere verlos en movimiento. A vos te quiere
ver llevar adelante tus ideales, y que te animes a seguir sus instrucciones.
Él los llevará por el camino de las bienaventuranzas, un camino nada fácil
pero apasionante, es un camino que no se puede recorrer sólo, hay que
recorrerlo en equipo, donde cada uno puede colaborar con lo mejor de sí.
Jesús cuenta contigo como lo hizo hace mucho tiempo con santa Rosa de
Lima, santo Toribio, san Juan Macías, san Francisco Solano y tantos otros.
38
Y hoy te pregunta a vos si, al igual que ellos: ¿estás dispuesto, estás dis-
puesta a seguirlo? [Responden: “Si”] ¿Hoy, mañana, vas a estar dispuesto
o dispuesta a seguirlo? [Responden: “Si”] ¿Y dentro de una semana? [res-
ponden: “También”] No estés tan seguro, no estés tan segura. Mirá, si
querés estar dispuesto a seguirlo, pedíle a Él que te prepare el corazón
para estar dispuesto a seguirlo, ¿está claro?
Queridos amigos, el Señor los mira con esperanza, nunca se desanima
de nosotros. A veces a nosotros nos pasa que nos desanimamos de un
amigo, de una amiga porque nos parecía bueno y después vimos que no
era tanto, y bueno, nos desanimamos y lo dejamos de lado. Jesús nunca se
desanima, nunca. “Padre, pero si usted supiera las cosas que yo hago…,
yo digo una cosa, pero hago otra, mi vida no es del todo limpia…”. Así y
todo, Jesús no se desanima de vos. Y ahora, hagamos un poco de silencio.
Cada uno mire en su corazón cómo es la propia vida, la mira en el corazón
y vas a encontrar que por momentos hay cosas buenas, que por momentos
hay cosas que no son tan buenas, y, así y todo, Jesús no se desanima de
vos. Y desde tu corazón decíle: “Gracias, Jesús, gracias porque viniste
para acompañarme aun cuando estaba en las malas, gracias Jesús”.
Es muy lindo ver las fotos arregladas digitalmente, pero eso sólo sirve
para las fotos, no podemos hacerle «photoshop» a los demás, a la realidad,
ni a nosotros. Los filtros de colores y la alta definición sólo andan bien en
los videos, pero nunca podemos aplicárselos a los amigos. Hay fotos que
son muy lindas, pero están todas trucadas, y déjenme decirles que el cora-
zón no se puede «photoshopear», porque ahí es donde se juega el amor
verdadero, ahí se juega la felicidad y ahí mostrás lo que sos: ¿cómo es tu
corazón?
Jesús no quiere que te «maquillen» el corazón; Él te ama, así como
eres, y tiene un sueño para realizar con cada uno de ustedes. No se olvi-
den: Él no se desanima de nosotros. Y si ustedes se desaniman los invito a
agarrar la Biblia y acordarse y leer ahí los amigos que Jesús eligió, que
Dios eligió:
Moisés era tartamudo; Abrahán, un anciano; Jeremías, era muy joven;
Zaqueo, un petizo; los discípulos, cuando Jesús les decía que tenían que
rezar, se dormían; la Magdalena, una pecadora pública; Pablo, un perse-
guidor de cristianos; y Pedro, lo negó, después lo hizo Papa, pero lo ne-
gó… y así podríamos seguir esa lista. Jesús te quiere como sos, así como
quiso como eran a estos sus amigos, con sus defectos, con ganas de corre-
girse, pero, así como sos, así te ama el Señor. No te maquilles, no te ma-
quilles el corazón, pero mostrate delante de Jesús como sos para que Él te
pueda ayudar a progresar en la vida. Cuando Jesús nos mira, no piensa en
lo perfecto que somos, sino en todo el amor que tenemos en el corazón
para brindar y para seguirlo a Él. Para Él eso es lo importante, eso lo más
grande, ¿cuánto amor tengo yo en mi corazón? Y esa pregunta quiero que
la hagamos también a nuestra Madre: “Madre, querida Virgen María, mirá
el amor que tengo en el corazón, ¿es poco?, ¿es mucho?, no sé si es amor”.
39
LAS NOTICIAS FALSAS Y LA RESPONSABILIDAD PERSONAL
20180124 Mensaje LII J. M. de las Comunicaciones Sociales
«La verdad os hará libres» (Jn 8,32). Fake news y periodismo de paz
(…) Hoy, en un contexto de comunicación cada vez más veloz e in-
mersos dentro de un sistema digital, asistimos al fenómeno de las noticias
falsas, las llamadas «fake news». Dicho fenómeno nos llama a la reflexión;
por eso he dedicado este mensaje al tema de la verdad, como ya hicieron
en diversas ocasiones mis predecesores a partir de Pablo VI (cf. Mensaje
de 1972: «Los instrumentos de comunicación social al servicio de la ver-
dad»). (…)
1. ¿Qué hay de falso en las «noticias falsas»?
«Fake news» es un término discutido y también objeto de debate. Ge-
neralmente alude a la desinformación difundida online o en los medios de
comunicación tradicionales. Esta expresión se refiere, por tanto, a infor-
maciones infundadas, basadas en datos inexistentes o distorsionados, que
tienen como finalidad engañar o incluso manipular al lector para alcanzar
determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u obtener ga-
nancias económicas.
La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza
mimética, es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segun-
do lugar, estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el senti-
do de que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios po-
niendo el acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un teji-
do social, y se apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el ansia, el
desprecio, la rabia y la frustración. Su difusión puede contar con el uso
manipulador de las redes sociales y de las lógicas que garantizan su fun-
cionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar de carecer de funda-
mento, obtienen una visibilidad tal que incluso los desmentidos oficiales
difícilmente consiguen contener los daños que producen.
La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se debe
asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de
ambientes digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y opinio-
nes divergentes. El resultado de esta lógica de la desinformación es que,
en lugar de realizar una sana comparación con otras fuentes de informa-
ción, lo que podría poner en discusión positivamente los prejuicios y abrir
un diálogo constructivo, se corre el riesgo de convertirse en actores invo-
luntarios de la difusión de opiniones sectarias e infundadas. El drama de la
desinformación es el desacreditar al otro, el presentarlo como enemigo,
hasta llegar a la demonización que favorece los conflictos. Las noticias
falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al
mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro de la arrogan-
cia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad.
2. ¿Cómo podemos reconocerlas?
Ninguno de nosotros puede eximirse de la responsabilidad de hacer
frente a estas falsedades. No es tarea fácil, porque la desinformación se
basa frecuentemente en discursos heterogéneos, intencionadamente evasi-
40
vos y sutilmente engañosos, y se sirve a veces de mecanismos refinados.
Por eso son loables las iniciativas educativas que permiten aprender a leer
y valorar el contexto comunicativo, y enseñan a no ser divulgadores in-
conscientes de la desinformación, sino activos en su desvelamiento. Son
asimismo encomiables las iniciativas institucionales y jurídicas encamina-
das a concretar normas que se opongan a este fenómeno, así como las que
han puesto en marcha las compañías tecnológicas y de medios de comuni-
cación, dirigidas a definir nuevos criterios para la verificación de las iden-
tidades personales que se esconden detrás de millones de perfiles digitales.
Pero la prevención y la identificación de los mecanismos de la desin-
formación requieren también un discernimiento atento y profundo. En
efecto, se ha de desenmascarar la que se podría definir como la «lógica de
la serpiente», capaz de camuflarse en todas partes y morder. Se trata de la
estrategia utilizada por la «serpiente astuta» de la que habla el Libro del
Génesis, la cual, en los albores de la humanidad, fue el artífice de la pri-
mera fake news (cf. Gn 3,1-15), que llevó a las trágicas consecuencias del
pecado, y que se concretizaron luego en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y
en otras innumerables formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad
y la creación.
La estrategia de este hábil «padre de la mentira» (Jn 8,44) es
la mímesis, una insidiosa y peligrosa seducción que se abre camino en el
corazón del hombre con argumentaciones falsas y atrayentes. En la narra-
ción del pecado original, el tentador, efectivamente, se acerca a la mujer
fingiendo ser su amigo e interesarse por su bien, y comienza su discurso
con una afirmación verdadera, pero sólo en parte: «¿Conque Dios os ha
dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,1). En realidad, lo
que Dios había dicho a Adán no era que no comieran de ningún árbol,
sino tan solo de un árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal
no comerás» (Gn 2,17). La mujer, respondiendo, se lo explica a la serpien-
te, pero se deja atraer por su provocación: «Podemos comer los frutos de
los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín
nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario mori-
réis”» (Gn 3,2). Esta respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: ha-
biendo dado credibilidad al falsario y dejándose seducir por su versión de
los hechos, la mujer se deja engañar. Por eso, enseguida presta atención
cuando le asegura: «No, no moriréis» (v. 4). Luego, la deconstrucción del
tentador asume una apariencia creíble: «Dios sabe que el día en que co-
máis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento
del bien y el mal» (v. 5). Finalmente, se llega a desacreditar la recomenda-
ción paternal de Dios, que estaba dirigida al bien, para seguir la seductora
incitación del enemigo: «La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno
de comer, atrayente a los ojos y deseable» (v. 6). Este episodio bíblico
revela por tanto un hecho esencial para nuestro razonamiento: ninguna
desinformación es inocua; por el contrario, fiarse de lo que es falso produ-
ce consecuencias nefastas. Incluso una distorsión de la verdad aparente-
mente leve puede tener efectos peligrosos.
41
De lo que se trata, de hecho, es de nuestra codicia. Las fake news se
convierten a menudo en virales, es decir, se difunden de modo veloz y
difícilmente manejable, no a causa de la lógica de compartir que caracteri-
za a las redes sociales, sino más bien por la codicia insaciable que se en-
ciende fácilmente en el ser humano.
Las mismas motivaciones económicas y oportunistas de la desinforma-
ción tienen su raíz en la sed de poder, de tener y de gozar que en último
término nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico que el de sus
manifestaciones individuales: el del mal que se mueve de falsedad en
falsedad para robarnos la libertad del corazón. He aquí porqué educar en la
verdad significa educar para saber discernir, valorar y ponderar los deseos
y las inclinaciones que se mueven dentro de nosotros, para no encontrar-
nos privados del bien «cayendo» en cada tentación.
3. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32)
La continua contaminación a través de un lenguaje engañoso termina
por ofuscar la interioridad de la persona. Dostoyevski escribió algo intere-
sante en este sentido: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus propias
mentiras, llega al punto de no poder distinguir la verdad, ni dentro de sí
mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a perder el respeto a sí
mismo y a los demás. Luego, como ya no estima a nadie, deja también de
amar, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en
algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos; y por culpa de
sus vicios, se hace como una bestia. Y todo esto deriva del continuo men-
tir a los demás y a sí mismo» (Los hermanos Karamazov, II,2).
Entonces, ¿cómo defendernos? El antídoto más eficaz contra el virus
de la falsedad es dejarse purificar por la verdad. En la visión cristiana, la
verdad no es sólo una realidad conceptual que se refiere al juicio sobre las
cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas. La verdad no es solamente
el sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la realidad», como lleva a pensar
el antiguo término griego que la designa, aletheia (de a-lethès, «no escon-
dido»). La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el
significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz
‘aman, de la cual procede también el Amén litúrgico. La verdad es aquello
sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional,
el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se pue-
de contar siempre, es decir, «verdadero», es el Dios vivo. He aquí la afir-
mación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). El hombre, por tanto, des-
cubre y redescubre la verdad cuando la experimenta en sí mismo como
fidelidad y fiabilidad de quien lo ama. Sólo esto libera al hombre: «La
verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Liberación de la falsedad y búsqueda de la relación: he aquí los dos in-
gredientes que no pueden faltar para que nuestras palabras y nuestros
gestos sean verdaderos, auténticos, dignos de confianza. Para discernir la
verdad es preciso distinguir lo que favorece la comunión y promueve el
bien, y lo que, por el contrario, tiende a aislar, dividir y contraponer. La
verdad, por tanto, no se alcanza realmente cuando se impone como algo
extrínseco e impersonal; en cambio, brota de relaciones libres entre las
42
personas, en la escucha recíproca. Además, nunca se deja de buscar la
verdad, porque siempre está al acecho la falsedad, también cuando se
dicen cosas verdaderas. Una argumentación impecable puede apoyarse
sobre hechos innegables, pero si se utiliza para herir a otro y desacreditar-
lo a los ojos de los demás, por más que parezca justa, no contiene en sí la
verdad. Por sus frutos podemos distinguir la verdad de los enunciados: si
suscitan polémica, fomentan divisiones, infunden resignación; o si, por el
contrario, llevan a la reflexión consciente y madura, al diálogo constructi-
vo, a una laboriosidad provechosa.
4. La paz es la verdadera noticia
El mejor antídoto contra las falsedades no son las estrategias, sino las
personas, personas que, libres de la codicia, están dispuestas a escuchar, y
permiten que la verdad emerja a través de la fatiga de un diálogo sincero;
personas que, atraídas por el bien, se responsabilizan en el uso del lengua-
je. Si el camino para evitar la expansión de la desinformación es la res-
ponsabilidad, quien tiene un compromiso especial es el que por su oficio
tiene la responsabilidad de informar, es decir: el periodista, custodio de las
noticias. Este, en el mundo contemporáneo, no realiza sólo un trabajo,
sino una verdadera y propia misión. Tiene la tarea, en el frenesí de las
noticias y en el torbellino de las primicias, de recordar que en el centro de
la noticia no está la velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de
audiencia, sino las personas. Informar es formar, es involucrarse en la
vida de las personas. Por eso la verificación de las fuentes y la custodia de
la comunicación son verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien
que generan confianza y abren caminos de comunión y de paz. (…)
… inspirándonos en una oración franciscana, podríamos dirigirnos a la
Verdad en persona de la siguiente manera:
Señor, haznos instrumentos de tu paz.
Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no
crea comunión.
Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios.
Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas.
Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean se
millas de bien para el mundo:
donde hay ruido, haz que practiquemos la escucha;
donde hay confusión, haz que inspiremos armonía;
donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad;
donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir;
donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad;
donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdade
ros;
donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza;
donde hay agresividad, haz que llevemos respeto;
donde hay falsedad, haz que llevemos verdad. Amén.
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LA PARROQUIA LUGAR DE ENCUENTRO VIVO CON CRISTO
20180128 Discurso Comunidad greco-católica ucraniana Roma
Cuando cruzáis el umbral de este templo, recordad, traed a la memoria
a los padres y madres en la fe, porque son los cimientos que nos sostienen:
aquellos que nos han enseñado el Evangelio en vida todavía nos orientan y
nos acompañan en el camino. El arzobispo mayor ha hablado de las ma-
dres, de las abuelas ucranianas, que transmiten la fe, han transmitido la fe,
con valentía; han bautizado a sus hijos, a sus sobrinos, con valentía. Y
todavía hoy, [es grande] el bien -y digo esto porque lo sé- el bien que estas
mujeres hacen aquí en Roma, en Italia, ocupándose de los niños, o como
cuidadoras: transmiten fe a las familias, a veces tibias en la experiencia de
fe ... Pero vosotros tenéis una fe valiente. Y me viene en mente la lectura
del viernes pasado, cuando Pablo dice a Timoteo: "Tu madre y tu abuela".
Detrás de cada uno de vosotros hay una madre, una abuela que ha transmi-
tido la fe. Las mujeres ucranianas son heroicas, de verdad. ¡Demos gracias
al Señor!
En el itinerario de vuestra comunidad romana, la referencia estable es
esta rectoría. Junto con las comunidades ucranianas greco-católicas de
todo el mundo, habéis expresado claramente vuestro programa pastoral
con una frase: La parroquia viviente es el lugar de encuentro con el Cristo
viviente. Me gustaría hacer hincapié en dos palabras. La primera
es encuentro. La Iglesia es encuentro, es el lugar donde curarse de la sole-
dad, donde vencer la tentación de aislarse y cerrarse, donde sacar fuerzas
para superar el replegarse en uno mismo. La comunidad es, pues, el lugar
donde compartir las alegrías y las dificultades, dónde llevar las cargas del
corazón, las insatisfacciones de la vida y la nostalgia de casa. Aquí Dios
os espera para hacer que vuestra esperanza sea cada vez más segura, por-
que cuando se encuentra al Señor todo es atravesado por su esperanza. Os
deseo que consigáis siempre aquí el pan para el camino de cada día, el
consuelo del corazón, la curación de las heridas. La segunda palabra
es viviente. Jesús es el viviente, resucitó y está vivo, y así lo encontramos
en la Iglesia, en la Liturgia, en la Palabra. Cada una de sus comunidades,
entonces, no puede por menos que tener un aroma de vida. La parroquia
no es un museo de recuerdos del pasado o un símbolo de presencia en el
territorio, sino el corazón de la misión de la Iglesia, donde recibimos y
compartimos nueva vida, esa vida que vence al pecado, a la muerte, a la
tristeza, a toda tristeza, y mantiene el corazón joven. Si la fe nace del
encuentro y habla a la vida, el tesoro que habéis recibido de vuestros pa-
dres estará bien guardado. Sabréis así ofrecer los bienes inestimables de
vuestra tradición a las jóvenes generaciones que reciben la fe, especial-
mente cuando perciben a la Iglesia como cercana y vivaz. Los jóvenes
necesitan percibir esto: que la Iglesia no es un museo, que la Iglesia no es
un sepulcro, que Dios no es un algo allí ... no; que la Iglesia está viva, que
la Iglesia da vida y que Dios es Jesucristo en medio de la Iglesia, es Cristo
viviente.
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JESÚS MANIFIESTA A DIOS CON PALABRAS Y OBRAS
20180128 Ángelus
El Evangelio de este domingo (véase Marcos 1: 21-28) forma parte de
la narración más amplia conocida como “la jornada de Cafarnaúm". En el
centro de la historia está el evento del exorcismo, a través del cual Jesús se
presenta como un profeta poderoso en palabras y obras.
Entra a la sinagoga de Cafarnaúm el sábado y comienza a enseñar; las
personas se sorprenden de sus palabras, porque no son palabras comunes,
no se parecen a lo que generalmente escuchan. Los escribas, de hecho,
enseñan, pero sin tener una autoridad propia. Y Jesús enseña con autori-
dad. Jesús, en cambio, enseña como alguien que tiene autoridad, revelán-
dose, así como el Enviado de Dios, y no como un simple hombre que debe
basar su enseñanza solamente en las tradiciones precedentes. Jesús tiene
plena autoridad. Su doctrina es nueva y el Evangelio dice que la gente
comentaba: "Una doctrina nueva, expuesta con autoridad" (v. 27).
Al mismo tiempo, Jesús también es poderoso en sus obras. En la sina-
goga de Cafarnaúm hay un hombre poseído por un espíritu inmundo, que
se manifiesta gritando estas palabras: "¿Qué tenemos nosotros contigo,
Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: ¡el santo de
Dios!» (V.24). El diablo dice la verdad: Jesús vino a destruir al diablo, a
destruir al diablo, a vencerlo. Este espíritu inmundo conoce el poder de
Jesús y también proclama su santidad. Jesús lo conmina y le dice: "¡Cálla-
te y sal de él"! (v. 25). Estas pocas palabras de Jesús son suficientes para
obtener la victoria sobre Satanás, quien sale de ese hombre "agitándolo
violentamente y dando un fuerte grito ", dice el Evangelio (v.26).
Este hecho impresiona mucho a los presentes; todos son presos del te-
mor y se preguntan: «Pero, ¿qué es? [...] Manda hasta a los espíritus in-
mundos y le obedecen» (V. 27). El poder de Jesús confirma la autoridad
de su enseñanza. No pronuncia solamente palabras: actúa. Así manifiesta
el plan de Dios con palabras y con el poder de las obras. Efectivamente, en
el Evangelio vemos que Jesús, en su misión terrenal, revela el amor de
Dios sea con la predicación que, con innumerables gestos de atención y
socorro a los enfermos, a los necesitados, a los niños, a los pecadores.
Jesús es nuestro Maestro, poderoso en palabras y obras. Jesús nos co-
munica toda la luz que ilumina las calles, a veces oscuras, de nuestra exis-
tencia; también nos comunica la fuerza necesaria para superar las dificul-
tades, las pruebas, las tentaciones. ¡Pensemos en lo grande que ha sido
para nosotros la gracia de haber conocido a este Dios tan poderoso y tan
bueno! Un maestro y un amigo, que nos muestra el camino y nos cuida,
especialmente cuando lo necesitamos.

LA MADRE NO ES ALGO OPCIONAL


20180128 Homilía Traslación del icono Salus populi romani
El pueblo cristiano comprendió desde el inicio que en las dificultades y
en las pruebas es necesario acudir a la Madre, como indica la antífona
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mariana más antigua: Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de
Dios, no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita.
Buscamos refugio. Nuestros Padres en la fe enseñaron que en los mo-
mentos turbulentos es necesario ponerse bajo el manto de la Santa Madre
de Dios. En el pasado, los perseguidos y los necesitados buscaban refugio
en las mujeres de la nobleza: cuando su manto, que se consideraba invio-
lable, se extendía como signo de acogida, la protección era concedida. Del
mismo modo nos sucede a nosotros en relación a la Virgen, la mujer de
mayor rango del género humano. Su manto está siempre abierto para aco-
gernos y congregarnos. Nos lo recuerda bien el Oriente cristiano, donde
muchos festejan la Protección de la Madre de Dios, que está representada
en un precioso icono en el que, con su manto, protege a los hijos y cubre
el mundo entero. También los monjes antiguos aconsejaban refugiarse en
las pruebas bajo el manto de la Santa Madre de Dios: invocarla —«Santa
Madre de Dios»— era ya garantía de protección y ayuda, y esta oración
repetida: «Santa Madre de Dios», «Santa Madre de Dios». Y sólo así.
Esta sabiduría que viene de lejos nos ayuda: la Madre custodia la fe,
protege las relaciones, salva en las dificultades y preserva del mal. Allí
donde la Virgen es de casa el diablo no entra. Donde la Virgen es de casa
el diablo no entra. Donde está la Madre la turbación no prevalece, el mie-
do no vence. ¿Quién de nosotros no tiene necesidad de esto? ¿Quién de
nosotros no ha estado alguna vez turbado o inquieto? ¿Cuántas veces el
corazón es como un mar tempestuoso, donde las olas de los problemas se
suceden y los vientos de las preocupaciones no dejan de soplar? María es
el arca segura en medio del diluvio. No serán las ideas o la tecnología lo
que nos dará consuelo y esperanza, sino el rostro de la Madre, sus manos
que acarician la vida, su manto que nos protege. Aprendamos a encontrar
refugio, yendo cada día a la Madre.
No deseches nuestras súplicas, continúa la antífona. Cuando nosotros
le suplicamos, María suplica por nosotros. Hay un bonito título en griego
que dice esto: Grigorusa, es decir «aquella que intercede prontamente». Y
este prontamente es lo que usa Lucas en el Evangelio para decir cómo fue
María a visitar a Isabel: rápido, inmediatamente. Intercede velozmente, no
se demora, como hemos escuchado en el Evangelio, donde presenta inme-
diatamente a Jesús la necesidad concreta de aquella gente: «No tienen
vino» (Jn 2,3), nada más. Así actúa cada vez, si la invocamos: cuando nos
falta la esperanza, cuando escasea la alegría, cuando se agotan las fuerzas,
cuando se oscurece la estrella de la vida, la Madre interviene. Está atenta a
las fatigas, sensible a los desasosiegos —los desasosiegos de la vida—,
cercana al corazón. Y jamás desprecia nuestras oraciones; no deja sin
atender ni tan siquiera una. Es Madre, no se avergüenza nunca de noso-
tros, antes bien desea solamente poder ayudar a sus hijos.
Un episodio puede ayudarnos a comprender esto. Junto a la cama de
un hospital una madre velaba a su propio hijo, que sufría después de un
accidente. Aquella madre estaba siempre allí, día y noche. Una vez se
lamentó con el sacerdote, diciendo: «A nosotras las madres el Señor no
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nos ha permitido una cosa». «¿Qué?», preguntó el sacerdote. «Tomar el
dolor de los hijos», respondió la mujer. He aquí el corazón de madre: no
se avergüenza de las heridas, de las debilidades de los hijos, sino que
quisiera tomarlas consigo. Y la Madre de Dios y nuestra sabe tomar consi-
go, consolar, velar y sanar.
Continúa la antífona, líbranos de todo peligro. El Señor mismo sabe
que necesitamos refugio y protección en medio de tantos peligros. Por
esto, en el momento más álgido, en la cruz, dijo al discípulo amado, a todo
discípulo: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn19,27). La Madre no es al-
go opcional, no es opcional, es el testamento de Cristo. Y nosotros tene-
mos necesidad de ella como un caminante del descanso, como un niño de
ser llevado en brazos. Es un gran peligro para la fe vivir sin Madre, sin
protección, dejándonos llevar por la vida como las hojas por el viento. El
Señor lo sabe y nos recomienda acoger a la Madre. No son buenos moda-
les espirituales, sino es una exigencia de vida. Amarla no es poesía, es
saber vivir. Porque sin Madre no podemos ser hijos. Y nosotros, ante todo,
somos hijos, hijos amados, que tienen a Dios por Padre y a la Virgen por
Madre.

CENTRALIDAD DE LA CONCIENCIA
20180129 Discurso Inauguración Año judicial Tribunal Rota Roman
Hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre un aspecto significativo de
vuestro servicio judicial, es decir, sobre la centralidad de la conciencia,
que es al mismo tiempo la de cada uno de vosotros y la de las personas de
cuyos casos os ocupáis. De hecho, vuestra actividad se expresa también
como ministerio de la paz de las conciencias y pide ser ejercitada en toda
conciencia, como bien expresa la fórmula con la que se emanan vuestras
sentencias ad consulendum conscientiae o ut consulatur conscientiae.
Con respecto a la declaración de nulidad o validez del vínculo matri-
monial, os colocáis, de alguna manera, como expertos en la conciencia de
los fieles cristianos. En este papel, estáis llamados a invocar incesante-
mente la ayuda divina para llevar a cabo con humildad y mesura la grave
tarea confiada a la Iglesia, manifestando así la conexión entre la certeza
moral, que el juez debe alcanzar ex actis et probatis, y el ámbito de su
conciencia, conocido únicamente por el Espíritu Santo y asistido por Él.
De hecho, gracias a la luz del Espíritu, se os permite entrar en el área
sagrada de la conciencia de los fieles. Es significativo que la antigua ora-
ción del Adsumus, que se proclamaba al comienzo de cada sesión
del Concilio Vaticano II, se rece con tanta frecuencia en vuestro Tribunal.
El ámbito de la conciencia ha sido muy importante para los Padres de los
dos últimos Sínodos de los obispos, y ha resonado de manera significativa
en la exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia. Esto se deriva de
la toma de conciencia del Sucesor de Pedro y de los padres sinodales sobre
la urgente necesidad de escuchar, por parte de los pastores de la Iglesia,
las instancias y las expectativas de aquellos fieles cuya conciencia se ha
vuelto muda y ausente durante muchos años y después han sido ayudados
47
por Dios y por la vida a recuperar algo de luz, dirigiéndose a la Iglesia
para tener la paz de sus conciencias.
La conciencia asume un papel decisivo en las decisiones arduas que
los novios deben afrontar para acoger y construir la unión conyugal y
después la familia, según el diseño de Dios. La Iglesia, madre tierna, ut
consulatur conscientiae de los fieles necesitados de verdad, ha notado la
necesidad de invitar a cuantos trabajan en la pastoral matrimonial y fami-
liar a una renovada sensibilización a la hora de ayudar a construir y cuidar
el santuario íntimo de sus conciencias cristianas. En este sentido, me gusta
destacar que en los dos documentos en forma de motu proprio, emanados
de la reforma del procedimiento matrimonial, he exhortado a instituir la
encuesta pastoral diocesana para que el proceso fuera no solamente más
diligente, sino también más justo, en el debido conocimiento de las causas
y motivos que están en los orígenes del fracaso matrimonial. Por otro lado,
en la exhortación apostólica Amoris laetitia, se indicaban itinerarios pasto-
rales para ayudar a los novios a entrar sin temor en el discernimiento y la
consiguiente elección del estado futuro de vida conyugal y familiar, y se
describía en los primeros cinco capítulos la extraordinaria riqueza de la
alianza conyugal diseñada por Dios en las Escrituras y vivida por la Igle-
sia en el curso de la historia.
Es, cuanto menos, necesaria una continua experiencia de fe, esperanza
y caridad, para que los jóvenes vuelvan a decidir, con conciencia segura y
serena que la unión conyugal abierta al don de los hijos es alegría grande
para Dios, para la Iglesia, para la humanidad. El camino sinodal de refle-
xión sobre el matrimonio y la la familia y la sucesiva exhortación apostó-
lica Amoris laetitia han tenido un recorrido y un objetivo obligados: cómo
salvar a los jóvenes del bullicio y del ruido ensordecedor de lo efímero,
que les lleva a renunciar a asumir compromisos estables y positivos y por
el bien individual y colectivo. Un condicionamiento que silencia la voz de
su libertad, de esa célula íntima —la conciencia, de hecho— que Dios solo
ilumina y abre a la vida, si se le permite entrar.
¡Qué valiosa y urgente es la acción pastoral de toda la Iglesia por la re-
cuperación, la salvaguardia, la custodia de una conciencia cristiana, ilumi-
nada por los valores evangélicos! Será una empresa larga y no fácil, que
requiere a los obispos y sacerdotes un trabajo incansable para iluminar,
defender y sostener la conciencia cristiana de nuestro pueblo. La voz sino-
dal de los Padres obispos y la sucesiva exhortación apostólica Amoris
laetitia han asegurado así un punto primordial: la relación necesaria entre
la regula fidei, es decir, la fidelidad de la Iglesia al magisterio intocable
sobre el matrimonio, así como sobre la Eucaristía, y la atención urgente de
la Iglesia misma a los procesos psicológicos y religiosos de todas las per-
sonas llamadas a la elección del matrimonio y la familia. Recogiendo los
deseos de los padres sinodales, ya he tenido ocasión de recomendar el
esfuerzo de un catecumenado matrimonial, entendido como itinerario
indispensable de los jóvenes y de las parejas destinado a hacer revivir su
conciencia cristiana, sostenida por la gracia de los dos sacramentos, el
bautismo y el matrimonio. Como he reafirmado otras veces, el catecume-
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nado es en sí único, en cuanto bautismal, es decir, radicado en el bautismo
y al mismo tiempo en la vida necesita el carácter permanente, siendo per-
manente la gracia del sacramento matrimonial, que precisamente porque la
gracia es fruto del misterio, cuya riqueza no puede ser custodiada y asisti-
da en la conciencia de los cónyuges como individuos y como pareja. Se
trata, en realidad, de figuras peculiares de ese incesante cura anima-
rum que es la razón de ser de la Iglesia, y de nosotros pastores en primer
lugar.
Sin embargo, el cuidado de las conciencias no puede ser un compromi-
so exclusivo de los pastores, sino, con diferentes responsabilidades y mo-
dalidades, es la misión de todos, ministros y fieles bautizados. El bea-
to Pablo VI exhortaba a la «fidelidad absoluta para salvaguardar la regula
fidei» (Enseñanzas XV [1977], 663), que ilumina la conciencia y no puede
ser ofuscada o disgregada. Para hacer esto —dice Pablo vi— «hay que
evitar los extremismos opuestos, tanto por parte de los que apelan a la
tradición para justificar su desobediencia al supremo Magisterio y al Con-
cilio ecuménico, como por parte de aquellos que se desenraízan
del humus eclesial corrompiendo la doctrina verdadera de la Iglesia; am-
bas actitudes son un signo de subjetivismo indebido y tal vez inconsciente,
cuando no desafortunadamente de obstinación, de testarudez, de desequi-
librio; posturas que hieren en el corazón a la Iglesia, Madre y Maestra»
(Enseñanzas XIV [1976], 500).
La fe es luz que ilumina no solo el presente sino también el futuro: el
matrimonio y la familia son el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Por lo
tanto, es necesario promover un estado de catecumenado permanente para
que la conciencia de los bautizados esté abierta a la luz del Espíritu. La
intención sacramental nunca es el resultado de un automatismo, sino
siempre de una conciencia iluminada por la fe, como resultado de una
combinación de lo humano y lo divino. En este sentido, se puede decir que
la unión conyugal es verdadera solo si la intención humana de los cónyu-
ges está orientada según lo que desean Cristo y la Iglesia. Para hacer cada
vez más conscientes de ello a los futuros esposos es necesaria la aporta-
ción, además que, de los obispos y sacerdotes, de otras personas involu-
cradas en la pastoral, religiosos y fieles laicos corresponsables en la mi-
sión de la Iglesia.
Estimados jueces de la Rota romana, la estrecha conexión entre la esfe-
ra de la conciencia y la de los procesos matrimoniales de los que os ocu-
páis diariamente requiere que se evite que el ejercicio de la justicia se
reduzca a un mero trabajo burocrático. Si los tribunales eclesiásticos caye-
ran en esta tentación, traicionarían la conciencia cristiana. Por eso, en el
procedimiento del processus brevior, he establecido no solo que el papel
de vigilancia del obispo diocesano sea más evidente, sino también que él
mismo, juez nativo en la Iglesia que le fue confiada, juzgue en primera
instancia los posibles casos de nulidad matrimonial. Debemos impedir que
la conciencia de los fieles en dificultad con respecto a su matrimonio se
cierre a un camino de gracia. Este objetivo se logra mediante el acompa-
ñamiento pastoral, el discernimiento de las conciencias (véase la exhorta-
49
ción apostólica Amoris laetitia, 242) y con el trabajo de nuestros tribuna-
les. Este trabajo debe llevarse a cabo con sabiduría y en la búsqueda de la
verdad: solo de esta manera la declaración de nulidad produce una libera-
ción de las conciencias.

EL ENCUENTRO CON JESÚS MANTIENE VIVA LA LLAMA


20180202 Homilía Fiesta Presentación del Señor
Mirémonos a nosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados.
Todo comenzó gracias al encuentro con el Señor. De un encuentro y de
una llamada nació el camino de la consagración. Es necesario hacer me-
moria de ello. Y si recordamos bien veremos que en ese encuentro no
estábamos solos con Jesús: estaba también el pueblo de Dios —la Igle-
sia—, jóvenes y ancianos, como en el Evangelio. Allí hay un detalle in-
teresante: mientras los jóvenes María y José observan fielmente las pres-
cripciones de la Ley —el Evangelio lo dice cuatro veces—, y no hablan
nunca, los ancianos Simeón y Ana acuden y profetizan. Parece que debería
ser, al contrario: en general, los jóvenes son quienes hablan con ímpetu del
futuro, mientras los ancianos custodian el pasado. En el Evangelio sucede
lo contrario, porque cuando uno se encuentra en el Señor no tardan en
llegar las sorpresas de Dios. Para dejar que sucedan en la vida consagrada
es bueno recordar que no se puede renovar el encuentro con el Señor sin el
otro: nunca dejar atrás, nunca hacer descartes generacionales, sino acom-
pañarse cada día, con el Señor en el centro. Porque si los jóvenes están
llamados a abrir nuevas puertas, los ancianos tienen las llaves. Y la juven-
tud de un instituto está en ir a las raíces, escuchando a los ancianos. No
hay futuro sin este encuentro entre ancianos y jóvenes; no hay crecimiento
sin raíces y no hay florecimiento sin brotes nuevos. Nunca profecía sin
memoria, nunca memoria sin profecía; y, siempre encontrarse.
La vida frenética de hoy lleva a cerrar muchas puertas al encuentro, a
menudo por el miedo al otro —las puertas de los centros comerciales y las
conexiones de red permanecen siempre abiertas—. Que no sea así en la
vida consagrada: el hermano y la hermana que Dios me da son parte de mi
historia, son dones que hay que custodiar. No vaya a suceder que miremos
más la pantalla del teléfono que los ojos del hermano, o que nos fijemos
más en nuestros programas que en el Señor. Porque cuando se ponen en el
centro los proyectos, las técnicas y las estructuras, la vida consagrada deja
de atraer y ya no comunica; no florece porque olvida «lo que tiene sepul-
tado», es decir, las raíces.
La vida consagrada nace y renace del encuentro con Jesús tal como es:
pobre, casto y obediente. Se mueve por una doble vía: por un lado, la
iniciativa amorosa de Dios, de la que todo comienza y a la que siempre
debemos regresar; por otro lado, nuestra respuesta, que es de amor verda-
dero cuando se da sin peros ni excusas, y cuando imita a Jesús pobre,
casto y obediente. Así, mientras la vida del mundo trata de acumular, la
vida consagrada deja las riquezas que son pasajeras para abrazar a Aquel
que permanece. La vida del mundo persigue los placeres y los deseos del
50
yo, la vida consagrada libera el afecto de toda posesión para amar comple-
tamente a Dios y a los demás. La vida del mundo se empecina en hacer lo
que quiere, la vida consagrada elige la obediencia humilde como la liber-
tad más grande. Y mientras la vida del mundo deja pronto con las manos y
el corazón vacíos, la vida según Jesús colma de paz hasta el final, como en
el Evangelio, en el que los ancianos llegan felices al ocaso de la vida, con
el Señor en sus manos y la alegría en el corazón.
Cuánto bien nos hace, como Simeón, tener al Señor «en brazos»
(Lc 2,28). No sólo en la cabeza y en el corazón, sino en las manos, en todo
lo que hacemos: en la oración, en el trabajo, en la comida, al teléfono, en
la escuela, con los pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es
el antídoto contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado, por-
que el encuentro real con Jesús endereza tanto al devoto sentimental como
al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es también el remedio
para la parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la
gracia. Dejarse encontrar por Jesús, ayudar a encontrar a Jesús: este es el
secreto para mantener viva la llama de la vida espiritual. Es la manera de
escapar a una vida asfixiada, dominada por los lamentos, la amargura y las
inevitables decepciones. Encontrarse en Jesús como hermanos y herma-
nas, jóvenes y ancianos, para superar la retórica estéril de los «viejos
tiempos pasados» —esa nostalgia que mata el alma—, para acabar con el
«aquí no hay nada bueno». Si Jesús y los hermanos se encuentran todos
los días, el corazón no se polariza en el pasado o el futuro, sino que vive el
hoy de Dios en paz con todos.
Al final de los Evangelios hay otro encuentro con Jesús que puede
ayudar a la vida consagrada: el de las mujeres en el sepulcro. Fueron a
encontrar a un muerto, su viaje parecía inútil. También vosotros vais por
el mundo a contracorriente: la vida del mundo rechaza fácilmente la po-
breza, la castidad y la obediencia. Pero, al igual que aquellas mujeres, vais
adelante, a pesar de la preocupación por las piedras pesadas que hay que
remover (cf. Mc 16,3). Y al igual que aquellas mujeres, las primeras que
encontraron al Señor resucitado y vivo, os abrazáis a Él (cf. Mt 28,9) y lo
anunciáis inmediatamente a los hermanos, con los ojos que brillan de
alegría (cf. v. 8). Sois por tanto el amanecer perenne de la Iglesia: voso-
tros, consagrados y consagradas, sois el alba perenne de la Iglesia. Os
deseo que reavivéis hoy mismo el encuentro con Jesús, caminando juntos
hacia Él; y así se iluminarán vuestros ojos y se fortalecerán vuestros pasos.

EDUCAR EN UN ESTILO DE VIDA SOBRIO


20180203 Discurso Miembros consulta nacional antiusura
La usura humilla y mata. La usura es un mal antiguo y desafortunada-
mente todavía sumergido que, como una serpiente, estrangula a las vícti-
mas. Es necesario prevenirla, apartando a las personas de la patología de
la deuda hecha por subsistencia o para salvar la empresa. Y se puede pre-
venir educando para un estilo de vida sobrio, que sepa distinguir entre lo
que es superfluo y lo que es necesario y que responsabilice para no con-
51
traer deudas para procurarse cosas a las que se podría renunciar. Es impor-
tante recuperar las virtudes de la pobreza y del sacrificio: de la pobreza,
para no convertirse en esclavos de las cosas y del sacrificio, porque de la
vida no se puede recibir todo.
Es necesario formar una mentalidad basada en la legalidad y la hones-
tidad, en los individuos y en las instituciones; incrementar la presencia de
un voluntariado motivado y disponible para los necesitados, para que se
sienten escuchados, aconsejados, guiados, para levantarse de su condición
humillante.
En la base de las crisis económicas y financieras hay siempre una con-
cepción de la vida que otorga el primer puesto al beneficio y no a la per-
sona. La dignidad humana, la ética, la solidaridad y el bien común debe-
rían estar siempre en el centro de las políticas económicas de las institu-
ciones públicas. De ellas se espera que desincentiven, con medidas apro-
piadas, los instrumentos que, directa o indirectamente, son causa de usura,
como el juego de azar, otra plaga. Yo he visto, he sabido de mujeres an-
cianas de Buenos Aires, que iban al banco a retirar la jubilación y desde
allí, al sitio del juego de azar. ¡Es una patología que se aferra a ti y te
mata! La usura es un pecado grave: mata la vida, pisotea la dignidad de las
personas, es vehículo de corrupción y obstaculiza el bien común.

LA CUARESMA, SIGNO SACRAMENTAL DE CONVERSIÓN


20180206 Mensaje Cuaresma 2018
«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para preparar-
nos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma,
«signo sacramental de nuestra conversión»46, que anuncia y realiza la
posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a
vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome
en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad,
se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).
Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos
y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisa-
mente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo
a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe
la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente
a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha
gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el
centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los
falsos profetas?

46
Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.
52
Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las
emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos
quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un
placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hom-
bres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los
hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos
viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones
sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo
resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se
les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y ti-
rar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por
una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más senci-
llas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos
estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor, sino que quitan lo más valioso,
como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la
vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y
el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el
demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el
mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del
hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a
examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos
falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inme-
diato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro
interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y cierta-
mente sirven para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo
sentado en un trono de hielo 47; su morada es el hielo del amor extinguido.
Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles
son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en
nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de
todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por
tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nues-
tra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacra-
mentos48. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aque-
llos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por
nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el
prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.

47
«Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del
pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).
48
«Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados.
Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque
en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu
Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014).
53
También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la
caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por
negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recu-
brir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forza-
das; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven
surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación
apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes
de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la
tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la menta-
lidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo
de este modo el entusiasmo misionero49.
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes
he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a
veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el
dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón
descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros
mismos50, para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre
y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descu-
brir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto
desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de
vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejem-
plo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros
bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos
en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuan-
do invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de
Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cua-
resma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor
de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que
también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide
ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia:
cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios
hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no
va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar
por nadie en generosidad?51
El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y consti-
tuye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite expe-
rimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y cono-
cen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíri-
tu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos
49
Núms. 76-109.
50
Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33.
51
Cf. Pío XII, Enc. Fidei donum, III.
54
despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra
voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para
que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dis-
puestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque
en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que para-
liza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma
humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar
juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros herma-
nos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con ce-
lo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la
oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad
se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una
nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que
este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconcilia-
ción en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el
viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo
130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia
permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de
adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el ci-
rio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la
oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resuci-
tado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíri-
tu»52, para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos
de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con
el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y cari-
dad.
Vaticano, 1 de noviembre de 2017 Solemnidad de Todos los Santos

LA SONRISA ES UN PUENTE DE CORAZÓN A CORAZÓN


20180210 Discurso Correos Italianos
(…) Exhorto a todos los que entre vosotros están todos los días en re-
lación con el público y tratan de responder a sus necesidades, a mantener
esta actitud de disponibilidad y benevolencia hacia quienes se dirigen a
vosotros.
Cuando uno va a un mostrador o a una oficina, es importante encon-
trarse con personas que hagan bien su trabajo, que no refunfuñen ni den la
impresión de considerarte una carga o que hacen como si no te vieran. Por
otro lado, los clientes deben prestar atención a no tener, -como lamenta-
blemente sucede - una actitud de pretensión o de queja, descargando a

52
Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.
55
veces sobre los empleados sus propias frustraciones o todos los males de
la sociedad. ¡Qué difícil, pero también qué importante es, que en las mil
relaciones cotidianas entre colegas y con los ciudadanos, se mantenga un
estilo de escucha, disponibilidad y respeto! Cuesta trabajo, no es fácil.
Para lograrlo, es esencial entrenarse todos los días, educándose para actuar
con misericordia, incluso en pequeños gestos y pensamientos. ¡Una sonri-
sa, una sonrisa! Llega la viejecita que es algo sorda y tú le explicas las
cosas, pero no oye… Y tú, sonríe, en vez de hacer “uff” … La sonrisa es
siempre un puente, pero un puente de los grandes (de ánimo) porque la
sonrisa va de corazón a corazón. ¡No os olvidéis de la sonrisa! Quien se
comporta así se vuelve contagioso, porque la sonrisa es contagiosa, y la
paz que siembra no deja de producir frutos.

EL FUEGO DE JESÚS ES EL FUEGO DE LA CARIDAD


20180210 Discurso Congregación Sgdos estigmas de NSJC
(Discurso preparado y entregado a los presentes)
En el Evangelio Jesús anuncia: «He venido para arrojar un fuego sobre
la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lucas 12, 49).
Imitando al divino Maestro, también vosotros estáis llamados a llevar el
fuego en el mundo. Pero hay un fuego equivocado y un fuego bueno,
santo. El evangelista Lucas cuenta que una vez Jesús, mientras estaba en
camino hacia Jerusalén, mandó delante de sí a mensajeros que entraron en
un pueblo de samaritanos, y estos no quisieron acogerlo. Entonces los dos
discípulos y hermanos, Santiago y Juan dijeron: «Señor, ¿quieres que
digamos que baje el fuego del cielo y los consuma?» (Lucas 9, 54). Pero
Jesús se volvió y les reprendió; y siguieron hacia otro pueblo. Este es el
fuego equivocado. No gusta a Dios. Dios en la Biblia es comparado con el
fuego, pero es un fuego de amor, que conquista el corazón de las personas,
no con la violencia, sino respetando la libertad y los tiempos de cada uno.
El Evangelio se anuncia con mansedumbre y alegría, como hizo su
fundador san Gaspar Bertoni. Este es el estilo de evangelización de Jesús,
nuestro Maestro. Él acogía y se acercaba a todos y conquistaba a las per-
sonas con la bondad, la misericordia, con la palabra penetrante de la Ver-
dad. Así vosotros, discípulos misioneros, que sois evangelizadores, podéis
llevar a las personas a la conversión, a la comunión con Cristo, por medio
de la alegría de vuestra vida y con la mansedumbre. No siempre quien
anuncia el Evangelio es acogido, aplaudido. A veces es rechazado, obsta-
culizado, perseguido, incluso encarcelado o asesinado. ¡Esto lo sabéis
bien! Por eso es necesario perseverar, tener paciencia, pero no debemos
tener miedo en el testimoniar a Jesús y su palabra de Verdad.
El fuego bueno es el fuego de Jesús, de aquel que bautiza en Espíritu
Santo y fuego: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra» (Lucas 12,
49). Es el fuego de caridad que purifica los corazones y que se ha ardido
en la cruz de Cristo. Es el fuego del Espíritu Santo que ha bajado con
poder en Pentecostés. Fuego que separa el oro de los otros metales, es
decir que ayuda a distinguir lo que vale eternamente de lo que tiene poco
56
valor. «Pues todos —dice Jesús— han de ser salados con fuego» (Mar-
cos 9, 49). Es el fuego de las pruebas y de las dificultades que endurece,
nos hace fuertes y sabios. Es también el fuego de la caridad fraterna. Los
evangelizadores nacen y se forman en una comunidad reunida en el nom-
bre del Señor, y por esta son enviados. «Porque donde están dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18, 20).
El testimonio de amor de una comunidad fraterna de misioneros es con-
firmación del anuncio evangélico, es la «prueba de fuego». Si en una co-
munidad falta el fuego bueno, hay frialdad, oscuridad, soledad. Si está el
fuego del carisma fraterno, está el calor, la luz y la fuerza para ir adelante.
Y nuevas vocaciones son atraídas por la dulce misión de evangelizar.
Queridos misioneros estigmatinos, lleven este fuego a las comunidades
cristianas, donde la fe de tantas personas necesita ser encendida de nuevo,
encontrar fuerza para ser contagiosa. Al mismo tiempo, vayan, salgan a
anunciar el Evangelio a los pobres, a esos que no se sienten amados por
nadie, a quien vive en la tristeza y en la desesperación, a los presos, a los
sin hogar y sin techo, a los inmigrantes, a quien huye de las guerras. San
Gaspar Bertoni les ha transmitido el amor a los santos esposos, María y
José. Tengan por tanto una atención particular hacia la familia; junto con
los laicos, anunciad la alegría del amor. Lleven el fuego de Cristo a los
jóvenes, que necesitan de alguien que les escuche y les ayude a encontrar
el sentido de la vida. Si anuncian a Jesús, se sentirán atraídos; conducidles
a Él con paciencia y perseverancia. Sed misioneros alegres y mansos, bien
preparados para encontrar a cada persona.
San Gaspar Bertoni pensó su Congregación para preparar misioneros
apostólicos para ayudar a los obispos en el anuncio del Evangelio. Ser
misioneros, enviados por la Iglesia, no es en primer lugar un hacer algo,
una actividad, sino una identidad. Cuando Dios elige y llama por una
misión particular, al mismo tiempo da un nombre nuevo, crea una realidad
siempre nueva. Jesús os ha llamado para estar con Él, como discípulos
misioneros. Por eso tenéis antes que nada que cultivar y custodiar vuestra
comunión con Él, el Señor, contemplar su rostro en la oración, para reco-
nocerlo y servirlo con amor en los rostros de los hermanos.
(Discurso improvisado por el Santo Padre)
Algo que me ha llamado la atención ha sido la fraternidad: el Padre
General hablaba de la fraternidad, que tal vez se había debilitado un poco
... No es fácil vivir la fraternidad. La fraternidad religiosa, la vida en co-
mún ...También nuestro San Juan Berchmans decía que "mea maxima
poenitentia, vita communis". La vida de comunidad, la vida de fraternidad,
es difícil porque hay problemas humanos, celos, competitividad, malen-
tendidos: tantas cosas que todos tenemos, todos nosotros, yo el primero.
Todos. Ser consciente de esto es muy importante para ser comprensivos en
la vida comunitaria. Y llegar al punto de poder hablar como hermanos.
Está bien. Y a veces, cuando se habla como hermanos, se dicen cosas que
no gustan. Pero se dicen como hermano, es decir, con caridad, con dulzu-
ra, con humildad, pero no se esconden las cosas, no. Una de las cosas
claras, -la más clara de la vida comunitaria- es poder hablar como herma-
57
nos. Tal vez el hermano te dice algo que no te gusta, pero no hay que
guardar con rencor: "¡Él me hizo esto, lo pagará!". Esto no funciona. Pero
la fraternidad es una gracia, y si no hay oración, esta gracia no viene. "Sí,
rezo el oficio, rezo, medito sobre el Evangelio ...". Sí, sí, pero ¿rezas por
este hermano, por el otro, por el otro, por el Superior? La oración concreta
por el hermano. La oración concreta por el hermano. Y esto hace el mila-
gro de la fraternidad. Y a veces en reuniones de la comunidad se discute,
pero también en las buenas familias, en los buenos matrimonios se discu-
te. No es pecado discutir. El pecado es el rencor, el resentimiento que te
deja en el corazón el haber discutido, pero discutir es decir las cosas como
uno piensa, respirar el aire de la libertad como hermanos. No tengáis mie-
do. Sin ofender, pero diciendo las cosas como son. Y luego tened la valen-
tía de hablar como nos lo enseña el Evangelio: si tienes algo contra tu
hermano, o si sabes que él tiene algo en tu contra, habla con él. Habla con
él a solas. Y luego, si no funciona, habla con la comunidad, pero habla. No
te tragues lo que no es digerible, estos problemas no se digieren.
Os exhorto en la vida comunitaria a seguir este camino de la verdad, de
la libertad, con mucha caridad y oración, pero a seguir así, sin tener mie-
do. No tengáis miedo. Es malo que yo, religioso, no tenga el valor de decir
a mi hermano a la cara, lo que pienso de él, pero vaya y se lo diga a otro.
Esto es el chismorreo. Permitidme la palabra: es el chismorreo de los
"solterones”. Y hemos hecho un voto de castidad, no de "solteronía", no,
de castidad: es otra cosa. Y en lugar de ser castos nos volvemos "soltero-
nes”. ¿Y qué es lo peor de la solterona o del solterón? Renunciar a la pa-
ternidad, a la maternidad. Es interesante: cuando uno no renuncia a la
paternidad espiritual, trata de vivirla plenamente; y vive mejor la fraterni-
dad en la comunidad. En cambio, el chismorreo es una coartada: con eso
piensas en resolver el problema, pero no resuelves nada. Te desahogas un
poco, pero te desahogas como un "solterón". (…)
La segunda dimensión es vuestro nombre, que proviene de
los estigmas. A mí me gusta mucho. San Bernardo dice que el Verbo de
Dios hecho hombre es un "saco de misericordia", que, en la Pasión, con
los estigmas, se ha derramado sobre nosotros. Los estigmas del Señor, las
heridas del Señor son precisamente la puerta de donde proviene la miseri-
cordia. Esa "bolsa" de misericordia ", que es Jesucristo. Y San Bernardo
continúa – seguramente lo habréis leído -: si estoy deprimido, si he pecado
demasiado, si hice esto, esto y esto ..., voy y me refugio en las llagas del
Señor. Sois conscientes de que estáis "llagados". Cada uno de nosotros
está "llagado", y resuelve su vida si la une con las llagas del Señor. Solo la
conciencia de una Iglesia "llagada", de una Congregación "llagada", de un
alma o corazón "llagado" nos lleva a llamar a la puerta de la misericordia
en las llagas del Señor. Los que saben que están "llagados" buscan llagas.
Buscad este texto: la contemplación de las llagas del Señor es entrar en sus
heridas. De San Bernardo. Es una bella imagen, ¡me gusta tanto! El "saco
de misericordia" que se ha abierto para todos en las llagas del Señor. Esto
también es interesante: las personas que no se sienten "llagadas" por el
pecado, no entienden las llagas de Jesús. A veces escuchamos: "Pero esta
58
devoción a las llagas de Jesús es un poco medieval ...". Esa persona no se
siente "llagada". "Por sus llagas fuimos sanados" (véase 1 Pedro 2:24).
Precisamente allí: la llaga del Señor. Y como dice esa bella oración: "Den-
tro de tus llagas escóndeme" (Anima Christi). Escóndeme de mi vergüen-
za. Escóndeme de la ira del Padre. Escóndeme de mi miseria. Pero en tus
llagas. No os avergoncéis de la devoción a las llagas del Señor. Es vuestro
camino a la santificación. Enseñad a la gente que "llaga" somos todos
nosotros. Un pecador "llagado" encuentra perdón, paz y consuelo solo en
las llagas del Señor, no en otra parte. Esta es la segunda cosa que me vino
a la mente cuando habló el General.
Y la tercera es la Sagrada Familia. Jesús, María y José. Siempre dóci-
les para hacer la voluntad de Dios. María, la mujer "de prisa”. Me gusta
mucho ese pasaje de Lucas, cuando dice que María se fue "deprisa" adon-
de su prima para ayudarla (véase 1,39). En las Letanías sería bueno inser-
tar esto: "Virgen de la prisa, ruega por nosotros". Siempre deprisa, para
ayudar. Y José es el hombre manso, que recibía las noticias en sueños. Los
chismosos dicen que, como era anciano, José tenía insomnio, no podía
dormir. Pero era un problema psicológico: estaba asustado porque, cada
vez que se quedaba dormido, ¡le habían cambiado sus planes! Él es el
hombre abierto a las revelaciones del Señor. Y con la mansedumbre, el
trabajo ... Pero unidos, juntos: la prisa de María, la mansedumbre fuerte,
paciente de José ..., ¡fuerte!, Supo educar al Hijo. (…)

LA ALEGRÍA DE QUEDAR LIMPIOS


20180211 Ángelus
La página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 1, 40-45) nos presenta la
curación de un hombre enfermo de lepra, patología que en el Antiguo
Testamento se consideraba una grave impureza y que implicaba la margi-
nación del leproso de la comunidad: vivían solos. Su condición era real-
mente penosa, porque la mentalidad de aquel tiempo lo hacía sentir impu-
ro incluso delante de Dios, no solo delante de los hombres. Incluso delante
de Dios. Por eso el leproso del Evangelio suplica a Jesús con estas pala-
bras: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40).
Al oir eso, Jesús sintió compasión (v. 41). Es muy importante fijar la
atención en esta resonancia interior de Jesús, como hicimos largamente
durante el Jubileo de la Misericordia. No se entiende la obra de Cristo, no
se entiende a Cristo mismo si no se entra en su corazón lleno de compa-
sión y de misericordia. Es esta la que lo empuja a extender la mano hacia
aquel hombre enfermo de lepra, a tocarlo y a decirle: «Quiero; queda
limpio» (v. 41). El hecho más impactante es que Jesús toca al leproso,
porque aquello estaba totalmente prohibido por la ley mosaica. Tocar a un
leproso significaba contagiarse también dentro, en el espíritu, y, por lo
tanto, quedar impuro. Pero en este caso, la influencia no va del leproso a
Jesús para transmitir el contagio, sino de Jesús al leproso para darle la
purificación. En esta curación nosotros admiramos, más allá de la compa-
sión, la misericordia, también la audacia de Jesús, que no se preocupa ni
59
del contagio ni de las prescripciones, sino que se conmueve solo por la
voluntad de liberar a aquel hombre de la maldición que lo oprime.
Hermanos y hermanas, ninguna enfermedad es causa de impureza: la
enfermedad ciertamente involucra a toda la persona, pero de ningún modo
afecta o le inhabilita para su relación con Dios. De hecho, una persona
enferma puede permanecer aún más unida a Dios. En cambio, el pecado sí
que te deja impuro. El egoísmo, la soberbia, la corrupción, esas son las
enfermedades del corazón de las cuales es necesario purificarse, dirigién-
dose a Jesús como se dirigía el leproso: «Si quieres, puedes limpiarme».
Y ahora, guardemos un momento de silencio y cada uno de nosotros
—todos vosotros, yo, todos— puede pensar en su corazón, mirar dentro de
sí y ver las propias impurezas, los propios pecados. Y cada uno de noso-
tros, en silencio, pero con la voz del corazón decir a Jesús: «Si quieres,
puedes limpiarme». Hagámoslo todos en silencio.
Y cada vez que acudimos al sacramento de la reconciliación con el co-
razón arrepentido, el Señor nos repite también a nosotros: «Quiero, queda
limpio». ¡Cuánta alegría hay en esto! Así, la lepra del pecado desaparece,
volvemos a vivir con alegría nuestra relación filial con Dios y quedamos
reintegrados plenamente en la comunidad.

PASTORES CON LA AMPLITUD DEL CORAZÓN DE DIOS


20180212 Discurso Miembros Sínodo greco-melquita
Llegáis peregrinos a Roma, ante la tumba del apóstol Pedro, en con-
clusión de vuestra última reunión sinodal, que se ha celebrado en Líbano
en los primeros días del mes. Se trata siempre de un momento fundamen-
tal, de camino común, durante el que patriarca y obispos están llamados a
tomar decisiones importantes por el bien de los fieles, también a través de
la elección de nuevos obispos, de pastores que sean testigos del Resucita-
do. Pastores que, como hizo el Señor con sus discípulos, reanimen los
corazones de los fieles, estén cerca de ellos, consolándoles, bajando hacia
ellos y hacia sus necesidades; pastores que, al mismo tiempo, les acompa-
ñen hacia lo alto, «buscad las cosas de arriba, donde está Cristo, buscad
las cosas de arriba» (cf. Colosenses 3, 1-2). Necesitamos muchos pastores
que abracen la vida con la amplitud del corazón de Dios, sin reclinarse en
las satisfacciones terrenas, sin contentarse con mandar adelante lo que ya
hay, sino apuntando siempre hacia arriba; pastores portadores de lo Alto,
libres de las tentaciones de mantenerse «a baja cuota», desvinculados de
las medidas reducidas de una vida tibia y de rutina; pastores pobres, no
apegados al dinero y al lujo, en medio de un pueblo pobre que sufre;
anunciadores coherentes de la esperanza pascual, en perenne camino con
los hermanos y las hermanas. Si bien me complace otorgar el asentimiento
pontificio a los obispos que habéis elegido, me gustaría experimentar la
grandeza de estos horizontes.
60
LA VERDADERA SOLUCIÓN, LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN
20180212 Discurso J M de reflexión y oración trata de personas
La esperanza, vosotros jóvenes, la podéis encontrar en Cristo, y a Él lo
podéis encontrar también en las personas migrantes, que han huido de
casa, y permanecen atrapadas en las redes. No tengáis miedo de encontrar-
les. Abrid vuestro corazón, hacedles entrar, estad preparados para cambiar.
El encuentro con el otro lleva naturalmente a un cambio, pero no es nece-
sario tener miedo de este cambio. Será siempre el mejor. Recordad las
palabras del profeta Isaías: «ensancha el espacio de tu tienda» (cf. 54, 2).
(…)
La Iglesia debe promover y crear espacios de encuentro, por este moti-
vo he pedido abrir las parroquias a la acogida. Es necesario reconocer el
gran compromiso en respuesta a mi llamamiento, ¡gracias! Os pido a vo-
sotros aquí presentes hoy trabajar a favor de la apertura al otro, sobre todo
cuando está herido en la propia dignidad. Haceos promotores de iniciati-
vas que vuestras parroquias puedan acoger. Ayudad a la Iglesia a crear
espacios de compartir experiencias e integración de fe y de vida. (…)
Para los jóvenes es fundamental construir paso a paso la propia identi-
dad y tener un punto de referencia, un faro-guía. La Iglesia desde siempre
quiere estar al lado de las personas que sufren, en particular de los niños y
de los jóvenes, protegiéndoles y promoviendo su desarrollo humano inte-
gral. Los menores son a menudo «invisibles», sujetos a peligros y amena-
zas, solos y manipulables; queremos, también en las realidades más preca-
rias, ser vuestro faro de esperanzas y apoyo, porque Dios está siempre con
vosotros. (…)
Dejadme que lo diga, si hay tantas chicas víctimas de la trata que ter-
minan en las calles de nuestras ciudades es porque muchos hombres aquí
—jóvenes, de mediana edad, ancianos— piden estos servicios y están
dispuestos a pagar por su placer. Me pregunto entonces, ¿son realmente
los traficantes la causa principal de la trata? Yo creo que la causa principal
es el egoísmo sin escrúpulos de tantas personas hipócritas de nuestro
mundo. Cierto, arrestar a los traficantes es un deber de justicia. Pero la
verdadera solución es la conversión de los corazones, cortar la demanda
para sanear el mercado. (…)
Deseo, para los que son testigos reales de los riesgos de la trata en sus
países de origen, que puedan encontrar en el Sínodo un lugar para expre-
sarse, desde el cual llamar a la Iglesia a la acción. Por lo tanto, es mi gran
deseo que los jóvenes representantes de las «periferias» sean los protago-
nistas de este Sínodo. Espero que puedan ver el Sínodo como un lugar
para enviar un mensaje a los gobernantes de los países de origen y llegada
para solicitar protección y apoyo. Espero que estos jóvenes lancen un
mensaje global para una movilización juvenil mundial, para construir
juntos una casa común inclusiva y acogedora. Espero que sean un ejemplo
de esperanza para aquellos que atraviesan por el drama existencial del
desaliento. (…)
61
Quisiera finalmente concluir citando a santa Josefina Bakhita. Esta
grande sudanesa «es un testigo ejemplar de esperanza para las numerosas
víctimas de la esclavitud y un apoyo en los esfuerzos de todos aquellos
que se dedican a luchar contra esta “llaga en el cuerpo de la humanidad
contemporánea, una herida en la carne de Cristo”»[7]. Que pueda inspi-
rarnos para realizar gestos de hermandad con aquellos que se encuentran
en un estado de sumisión. A dejarnos interpelar, a dejarnos invitar al en-
cuentro.
Recemos:
Santa Josefina Bakhita, de niña fuiste vendida como esclava y tuviste
que enfrentar dificultades y sufrimientos indecibles.
Una vez liberada de tu esclavitud física, encontraste la verdadera re-
dención en el encuentro con Cristo y su Iglesia.
Santa Josefina Bakhita, ayuda a todos aquellos que están atrapados en
la esclavitud. En su nombre, intercede ante el Dios de la Misericordia, de
modo que las cadenas de su cautiverio puedan romperse.
Que Dios mismo pueda liberar a todos los que han sido amenazados,
heridos o maltratados por la trata y el tráfico de seres humanos. Lleva
consuelo a aquellos que sobreviven a esta esclavitud y enséñales a ver a
Jesús como modelo de fe y esperanza, para que puedan sanar sus propias
heridas.
Te suplicamos que reces e intercedas por todos nosotros: para que no
caigamos en la indiferencia, para que abramos los ojos y podamos mirar
las miserias y las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de su
dignidad y de su libertad y escuchar su grito de ayuda. Amén.

CUARESMA, TIEMPO PARA AFINAR Y CALENTAR EL CORAZÓN


20180214 Homilía Miércoles de Ceniza
El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes di-
sonantes de nuestra vida cristiana y recibir la siempre nueva, alegre y
esperanzadora noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia en su maternal
sabiduría nos propone prestarle especial atención a todo aquello que pueda
enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.
Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno
de nosotros conoce las dificultades que tiene que enfrentar. Y es triste
constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces que,
aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es sem-
brar desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad —como le gustaba
repetir a la Madre Teresa de Calcuta—, el fruto de la desconfianza es la
apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: esos demonios
que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente.
La Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y otras tentacio-
nes y dejar que nuestro corazón vuelva a latir al palpitar del Corazón de
Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir y podríamos decir
que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen para volver a «recalen-
tar el corazón creyente»: Detente, mira y vuelve.
62
Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el
alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún la-
do. Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y
termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el
tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad…
el tiempo de Dios.
Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por to-
dos, de estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar el valor de la
intimidad y el recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despre-
ciante que nace del olvido de la ternura, de la piedad y la reverencia para
encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables, heridos e
incluso inmersos en el pecado y el error.
Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo
todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente al don de la
vida y a tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nues-
tros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del silencio.
Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, in-
fecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y llevan al olvido
de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y sufrimientos.
Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que
nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de saber-
nos siempre en camino.
¡Detente para mirar y contemplar!
Mira los signos que impiden apagar la caridad, que mantienen viva la
llama de la fe y la esperanza. Rostros vivos de la ternura y la bondad ope-
rante de Dios en medio nuestro.
Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando día a día, con
mucho esfuerzo para sacar la vida adelante y, entre tantas premuras y
penurias, no dejan todos los intentos de hacer de sus hogares una escuela
de amor.
Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes cargados de fu-
turo y esperanza, cargados de mañana y posibilidad, que exigen dedica-
ción y protección. Brotes vivientes del amor y de la vida que siempre se
abren paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y egoístas.
Mira el rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros ancianos;
rostros portadores de la memoria viva de nuestros pueblos. Rostros de la
sabiduría operante de Dios.
Mira el rostro de nuestros enfermos y de tantos que se hacen cargo de
ellos; rostros que en su vulnerabilidad y en el servicio nos recuerdan que
el valor de cada persona no puede ser jamás reducido a una cuestión de
cálculo o de utilidad.
Mira el rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus errores y
equivocaciones y, desde sus miserias y dolores, luchan por transformar las
situaciones y salir adelante.
63
Mira y contempla el rostro del Amor crucificado, que hoy desde la
cruz sigue siendo portador de esperanza; mano tendida para aquellos que
se sienten crucificados, que experimentan en su vida el peso de sus fraca-
sos, desengaños y desilusión.
Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado por amor a
todos y sin exclusión. ¿A todos? Sí, a todos. Mirar su rostro es la invita-
ción esperanzadora de este tiempo de Cuaresma para vencer los demonios
de la desconfianza, la apatía y la resignación. Rostro que nos invita a ex-
clamar: ¡El Reino de Dios es posible!
Detente, mira y vuelve. Vuelve a la casa de tu Padre.
¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre
rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te espera.
¡Vuelve!, sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la
casa del Padre mío y Padre vuestro (cf. Jn 20,17). Este es el tiempo para
dejarse tocar el corazón… Permanecer en el camino del mal es sólo fuente
de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto y nuestro
corazón bien lo sabe. Dios no se cansa ni se cansará de tender la mano (cf.
Bula Misericordiae vultus, 19).
¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.
¡Vuelve!, sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y reconciliado-
ra de Dios. Deja que el Señor sane las heridas del pecado y cumpla la
profecía hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y pondré en
ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra
y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26).

CUARESMA, TIEMPO DE LUCHA ESPIRITUAL


20180218 Ángelus I Domingo de Cuaresma
En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio recuerda los temas
de la tentación, la conversión y de la Buena noticia. El evangelista Marcos
escribe: "El Espíritu empujó a Jesús al desierto y permaneció en el desier-
to cuarenta días, tentado por Satanás" (Mc 1, 12-13). Jesús va al desierto a
prepararse para su misión en el mundo. Él no necesita conversión, pero,
como hombre, debe pasar por esta prueba, tanto para sí mismo, para obe-
decer la voluntad del Padre, como para nosotros, para darnos la gracia de
vencer la tentación. Esta preparación consiste en luchar contra el espíritu
del mal, es decir, contra el demonio. También para nosotros la Cuaresma
es un tiempo de "competición" espiritual, de lucha espiritual: estamos
llamados a enfrentar al Maligno a través de la oración para poder, con la
ayuda de Dios, superarla en nuestra vida diaria. Lo sabemos, el mal des-
graciadamente está a la obra en nuestra existencia y a nuestro alrededor,
allí donde hay violencia, rechazo del otro, cerrazones, guerras, injusticias.
Todas estas son obras del maligno, del mal.
Inmediatamente después de las tentaciones en el desierto, Jesús co-
mienza a predicar el Evangelio, es decir, la Buena noticia, la segunda
palabra. La primera era "tentación"; la segunda, "Buena noticia". Y esta
Buena noticia exige la conversión del hombre - tercera palabra - y fe. Él
64
anuncia: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca"; luego
dirige la exhortación: "Convertíos y creed en el Evangelio" (v. 15), es
decir, creed en esta Buena noticia de que el reino de Dios está cerca. En
nuestra vida siempre necesitamos conversión, ¡todos los días! -, y la Igle-
sia nos hace orar por ello. De hecho, nunca estamos lo suficientemente
orientados hacia Dios y debemos dirigir continuamente nuestra mente y
corazón hacia Él. Para hacerlo debemos tener el valor de rechazar todo lo
que nos extravía, los valores falsos que nos engañan atrayendo con maña
nuestro egoísmo En cambio, debemos fiarnos del Señor, de su bondad y
de su proyecto de amor para cada uno de nosotros. La Cuaresma es un
tiempo de penitencia, sí, ¡pero no es un tiempo triste! Es un tiempo de
penitencia, pero no es un tiempo triste, de luto. Es un esfuerzo alegre y
serio para despojarnos de nuestro egoísmo, de nuestro hombre viejo, y
renovarnos según la gracia de nuestro bautismo.
Sólo Dios puede dar la verdadera felicidad: es inútil perder el tiempo
buscándola en otros sitios, en las riquezas, en los placeres, en el poder, en
la carrera ... El reino de Dios es la realización de todas nuestras aspiracio-
nes, porque es, al mismo tiempo, salvación del hombre y gloria de Dios.
En este primer domingo de Cuaresma, estamos invitados a escuchar aten-
tamente y recibir esta llamada de Jesús para convertirnos y creer en el
Evangelio. Se nos exhorta a comenzar con empeño el camino hacia la
Pascua, para recibir cada vez más la gracia de Dios, que quiere transfor-
mar el mundo en un reino de justicia, paz y hermandad.
¡Que María Santísima nos ayude a vivir esta Cuaresma con fidelidad a
la Palabra de Dios y con una oración incesante, como lo hizo Jesús en el
desierto! ¡No es imposible! Se trata de vivir los días con el deseo de reci-
bir el amor que proviene de Dios y quiere transformar nuestra vida y el
mundo entero.

DIOS INFUNDE VALOR PARA RESPONDER A LA LLAMADA


20180211 Mensaje XXXIII JMJ Domingo de Ramos, 25 de marzo
Esta nueva etapa de nuestra peregrinación cae en el mismo año en que
se ha convocado la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre
el tema: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Es una buena
coincidencia. La atención, la oración y la reflexión de la Iglesia estarán
puestas en vosotros, los jóvenes, con el deseo de comprender y, sobre
todo, de «acoger» el don precioso que representáis para Dios, para la Igle-
sia y para el mundo.
Como ya sabéis, hemos elegido a María, la joven de Nazaret, a quien
Dios escogió como Madre de su Hijo, para que nos acompañe en este viaje
con su ejemplo y su intercesión. Ella camina con nosotros hacia el Sínodo
y la JMJ de Panamá. Si el año pasado nos sirvieron de guía las palabras de
su canto de alabanza: «El Poderoso ha hecho obras grandes en mí»
(Lc 1,49), enseñándonos a hacer memoria del pasado, este año tratamos de
escuchar con ella la voz de Dios que infunde valor y da la gracia necesaria
para responder a su llamada: «No temas, María, porque has hallado gra-
65
cia delante de Dios» (Lc 1,30). Son las palabras pronunciadas por el men-
sajero de Dios, el arcángel Gabriel, a María, una sencilla jovencita de un
pequeño pueblo de Galilea.
1. No temas
Es comprensible que la repentina aparición del ángel y su misterioso
saludo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28) hayan
causado una fuerte turbación en María, sorprendida por esta primera reve-
lación de su identidad y de su vocación, desconocida para ella entonces.
María, como otros personajes de las Sagradas Escrituras, tiembla ante el
misterio de la llamada de Dios, que en un instante la sitúa ante la inmensi-
dad de su propio designio y le hace sentir toda su pequeñez, como una
humilde criatura. El ángel, leyendo en lo más profundo de su corazón, le
dice: «¡No temas!». Dios también lee en nuestro corazón. Él conoce bien
los desafíos que tenemos que afrontar en la vida, especialmente cuando
nos encontramos ante las decisiones fundamentales de las que depende lo
que seremos y lo que haremos en este mundo. Es la «emoción» que senti-
mos frente a las decisiones sobre nuestro futuro, nuestro estado de vida,
nuestra vocación. En esos momentos nos sentimos turbados y embargados
por tantos miedos.
Y vosotros jóvenes, ¿qué miedos tenéis? ¿Qué es lo que más os preo-
cupa en el fondo? En muchos de vosotros existe un miedo de «fondo» que
es el de no ser amados, queridos, de no ser aceptados por lo que sois. Hoy
en día, muchos jóvenes se sienten obligados a mostrarse distintos de lo
que son en realidad, para intentar adecuarse a estándares a menudo artifi-
ciales e inalcanzables. Hacen continuos «retoques fotográficos» de su
imagen, escondiéndose detrás de máscaras y falsas identidades, hasta casi
convertirse ellos mismos en un «fake». Muchos están obsesionados con
recibir el mayor número posible de «me gusta». Y este sentido de inade-
cuación produce muchos temores e incertidumbres. Otros tienen miedo a
no ser capaces de encontrar una seguridad afectiva y quedarse solos. Fren-
te a la precariedad del trabajo, muchos tienen miedo a no poder alcanzar
una situación profesional satisfactoria, a no ver cumplidos sus sueños. Se
trata de temores que están presentes hoy en muchos jóvenes, tanto creyen-
tes como no creyentes. E incluso aquellos que han abrazado el don de la fe
y buscan seriamente su vocación tampoco están exentos de temores. Al-
gunos piensan: quizás Dios me pide o me pedirá demasiado; quizás, yendo
por el camino que me ha señalado, no seré realmente feliz, o no estaré a la
altura de lo que me pide. Otros se preguntan: si sigo el camino que Dios
me indica, ¿quién me garantiza que podré llegar hasta el final? ¿Me des-
animaré? ¿Perderé el entusiasmo? ¿Seré capaz de perseverar toda mi vida?
En los momentos en que las dudas y los miedos inundan nuestros co-
razones, resulta imprescindible el discernimiento. Nos permite poner or-
den en la confusión de nuestros pensamientos y sentimientos, para actuar
de una manera justa y prudente. En este proceso, lo primero que hay que
hacer para superar los miedos es identificarlos con claridad, para no perder
tiempo y energías con fantasmas que no tienen rostro ni consistencia. Por
esto, os invito a mirar dentro de vosotros y «dar un nombre» a vuestros
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miedos. Preguntaos: hoy, en mi situación concreta, ¿qué es lo que me
angustia?, ¿qué es lo que más temo? ¿Qué es lo que me bloquea y me
impide avanzar? ¿Por qué no tengo el valor para tomar las decisiones
importantes que debo tomar? No tengáis miedo de mirar con sinceridad
vuestros miedos, reconocerlos con realismo y afrontarlos. La Biblia no
niega el sentimiento humano del miedo ni sus muchas causas. Abraham
tuvo miedo (cf. Gn 12,10s.), Jacob tuvo miedo (cf. Gn 31,31; 32,8), y
también Moisés (cf. Ex 2,14; 17,4), Pedro (cf. Mt 26,69ss.) y los Apósto-
les (cf. Mc 4,38-40, Mt 26,56). Jesús mismo, aunque en un nivel incompa-
rable, experimentó el temor y la angustia (Mt 26,37, Lc 22,44).
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4,40). Este reproche
de Jesús a sus discípulos nos permite comprender cómo el obstáculo para
la fe no es con frecuencia la incredulidad sino el miedo. Así, el esfuerzo
de discernimiento, una vez identificados los miedos, nos debe ayudar a
superarlos abriéndonos a la vida y afrontando con serenidad los desafíos
que nos presenta. Para los cristianos, en concreto, el miedo nunca debe
tener la última palabra, sino que nos da la ocasión para realizar un acto de
fe en Dios… y también en la vida. Esto significa creer en la bondad fun-
damental de la existencia que Dios nos ha dado, confiar en que él nos lleva
a un buen final a través también de las circunstancias y vicisitudes que a
menudo son misteriosas para nosotros. Si por el contrario alimentamos el
temor, tenderemos a encerrarnos en nosotros mismos, a levantar una barri-
cada para defendernos de todo y de todos, quedando paralizados. ¡Debe-
mos reaccionar! ¡Nunca cerrarnos! En las Sagradas Escrituras encontra-
mos 365 veces la expresión «no temas», con todas sus variaciones. Como
si quisiera decir que todos los días del año el Señor nos quiere libres del
temor.
El discernimiento se vuelve indispensable cuando se trata de encontrar
la propia vocación. La mayoría de las veces no está clara o totalmente
evidente, pero se comprende poco a poco. El discernimiento, en este caso,
no pretende ser un esfuerzo individual de introspección, con el objetivo de
aprender más acerca de nuestros mecanismos internos para fortalecernos y
lograr un cierto equilibrio. En ese caso, la persona puede llegar a ser más
fuerte, pero permanece cerrada en el horizonte limitado de sus posibilida-
des y de sus puntos de vista. La vocación, en cambio, es una llamada que
viene de arriba y el discernimiento consiste sobre todo en abrirse al Otro
que llama. Se necesita entonces el silencio de la oración para escuchar la
voz de Dios que resuena en la conciencia. Él llama a la puerta de nuestro
corazón, como lo hizo con María, con ganas de entablar en amistad con
nosotros a través de la oración, de hablarnos a través de las Sagradas Es-
crituras, de ofrecernos su misericordia en el sacramento de la reconcilia-
ción, de ser uno con nosotros en la comunión eucarística.
Pero también es importante hablar y dialogar con otros, hermanos y
hermanas nuestros en la fe, que tienen más experiencia y nos ayudan a ver
mejor y a escoger entre las diversas opciones. El joven Samuel, cuando
oyó la voz del Señor, no lo reconoció inmediatamente y por tres veces fue
a Elí, el viejo sacerdote, quien al final le sugirió la respuesta correcta que
67
debería dar a la llamada del Señor: «Si te llama de nuevo, di: “Habla Se-
ñor, que tu siervo escucha”» (1 S 3,9). Cuando dudéis, sabed que podéis
contar con la Iglesia. Sé que hay buenos sacerdotes, consagrados y consa-
gradas, fieles laicos, muchos de ellos jóvenes a su vez, que pueden acom-
pañaros como hermanos y hermanas mayores en la fe; movidos por el
Espíritu Santo, os ayudarán a despejar vuestras dudas y a leer el designio
de vuestra vocación personal. El «otro» no es únicamente un guía espiri-
tual, sino también el que nos ayuda a abrirnos a todas las riquezas infinitas
de la existencia que Dios nos ha dado. Es necesario que dejemos espacio
en nuestras ciudades y comunidades para crecer, soñar, mirar nuevos hori-
zontes. Nunca perdáis el gusto de disfrutar del encuentro, de la amistad, el
gusto de soñar juntos, de caminar con los demás. Los cristianos auténticos
no tienen miedo de abrirse a los demás, compartir su espacio vital trans-
formándolo en espacio de fraternidad. No dejéis, queridos jóvenes, que el
resplandor de la juventud se apague en la oscuridad de una habitación
cerrada en la que la única ventana para ver el mundo sea el ordenador y
el smartphone. Abrid las puertas de vuestra vida. Que vuestro ambiente y
vuestro tiempo estén ocupados por personas concretas, relaciones profun-
das, con las que podáis compartir experiencias auténticas y reales en vues-
tra vida cotidiana.
2. María
«Te he llamado por tu nombre» (Is 43,1). El primer motivo para no te-
ner miedo es precisamente el hecho de que Dios nos llama por nuestro
nombre. El ángel, mensajero de Dios, llamó a María por su nombre. Poner
nombres es propio de Dios. En la obra de la creación, él llama a la exis-
tencia a cada criatura por su nombre. Detrás del nombre hay una identi-
dad, algo que es único en cada cosa, en cada persona, esa íntima esencia
que sólo Dios conoce en profundidad. Esta prerrogativa divina fue com-
partida con el hombre, al cual Dios le concedió que diera nombre a los
animales, a los pájaros y también a los propios hijos (Gn 2,19-21; 4,1).
Muchas culturas comparten esta profunda visión bíblica, reconociendo en
el nombre la revelación del misterio más profundo de una vida, el signifi-
cado de una existencia.
Cuando Dios llama por el nombre a una persona, le revela al mismo
tiempo su vocación, su proyecto de santidad y de bien, por el que esa
persona llegará a ser alguien único y un don para los demás. Y también
cuando el Señor quiere ensanchar los horizontes de una existencia, decide
dar a la persona a quien llama un nombre nuevo, como hace con Simón,
llamándolo «Pedro». De aquí viene la costumbre de asumir un nuevo
nombre cuando se entra en una orden religiosa, para indicar una nueva
identidad y una nueva misión. La llamada divina, al ser personal y única,
requiere que tengamos el valor de desvincularnos de la presión homoge-
neizadora de los lugares comunes, para que nuestra vida sea de verdad un
don original e irrepetible para Dios, para la Iglesia y para los demás.
Queridos jóvenes: Ser llamados por nuestro nombre es, por lo tanto,
signo de la gran dignidad que tenemos a los ojos de Dios, de su predilec-
ción por nosotros. Y Dios llama a cada uno de vosotros por vuestro nom-
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bre. Vosotros sois el «tú» de Dios, preciosos a sus ojos, dignos de estima y
amados (cf. Is 43,4). Acoged con alegría este diálogo que Dios os propo-
ne, esta llamada que él os dirige llamándoos por vuestro nombre.
3. Has encontrado gracia ante Dios
El motivo principal por el que María no debe temer es porque ha en-
contrado gracia ante Dios. La palabra «gracia» nos habla de amor gratuito
e inmerecido. Cuánto nos anima saber que no tenemos que conseguir la
cercanía y la ayuda de Dios presentando por adelantado un «currículum de
excelencia», lleno de méritos y de éxitos. El ángel dice a María que ya ha
encontrado gracia ante Dios, no que la conseguirá en el futuro. Y la misma
formulación de las palabras del ángel nos da a entender que la gracia divi-
na es continua, no algo pasajero o momentáneo, y por esto nunca faltará.
También en el futuro seremos sostenidos siempre por la gracia de Dios,
sobre todo en los momentos de prueba y de oscuridad.
La presencia continua de la gracia divina nos anima a abrazar con con-
fianza nuestra vocación, que exige un compromiso de fidelidad que hay
que renovar todos los días. De hecho, el camino de la vocación no está
libre de cruces: no sólo las dudas iniciales, sino también las frecuentes
tentaciones que se encuentran a lo largo del camino. La sensación de no
estar a la altura acompaña al discípulo de Cristo hasta el final, pero él sabe
que está asistido por la gracia de Dios.
Las palabras del ángel se posan sobre los miedos humanos, disolvién-
dolos con la fuerza de la buena noticia de la que son portadoras. Nuestra
vida no es pura casualidad ni mera lucha por sobrevivir, sino que cada uno
de nosotros es una historia amada por Dios. El haber «encontrado gracia
ante Dios» significa que el Creador aprecia la belleza única de nuestro ser
y tiene un designio extraordinario para nuestra vida. Ser conscientes de
esto no resuelve ciertamente todos los problemas y no quita las incerti-
dumbres de la vida, pero tiene el poder de transformarla en profundidad.
Lo que el mañana nos deparará, y que no conocemos, no es una amenaza
oscura de la que tenemos que sobrevivir, sino que es un tiempo favorable
que se nos concede para vivir el carácter único de nuestra vocación perso-
nal y compartirlo con nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y en el
mundo.
4. Valentía en el presente
La fuerza para tener valor en el presente nos viene de la convicción de
que la gracia de Dios está con nosotros: valor para llevar adelante lo que
Dios nos pide aquí y ahora, en cada ámbito de nuestra vida; valor para
abrazar la vocación que Dios nos muestra; valor para vivir nuestra fe sin
ocultarla o rebajarla.
Sí, cuando nos abrimos a la gracia de Dios, lo imposible se convierte
en realidad. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»
(Rm 8,31). La gracia de Dios toca el hoy de vuestra vida, os «aferra» así
como sois, con todos vuestros miedos y límites, pero también revela los
maravillosos planes de Dios. Vosotros, jóvenes, tenéis necesidad de sentir
que alguien confía realmente en vosotros. Sabed que el Papa confía en
69
vosotros, que la Iglesia confía en vosotros. Y vosotros, ¡confiad en la
Iglesia!
A María, joven, se le confió una tarea importante, precisamente porque
era joven. Vosotros, jóvenes, tenéis fuerza, atravesáis una fase de la vida
en la que sin duda no faltan las energías. Usad esa fuerza y esas energías
para mejorar el mundo, empezando por la realidad más cercana a vosotros.
Deseo que en la Iglesia se os confíen responsabilidades importantes, que
se tenga la valentía de daros espacio; y vosotros, preparaos para asumir
esta responsabilidad.
Os invito a seguir contemplando el amor de María: un amor atento, di-
námico, concreto. Un amor lleno de audacia y completamente proyectado
hacia el don de sí misma. Una Iglesia repleta de estas cualidades marianas
será siempre Iglesia en salida, que va más allá de sus límites y confines
para hacer que se derrame la gracia recibida. Si nos dejamos contagiar por
el ejemplo de María, viviremos de manera concreta la caridad que nos
urge a amar a Dios más allá de todo y de nosotros mismos, a amar a las
personas con quienes compartimos la vida diaria. Y también podremos
amar a quien nos resulta poco simpático. Es un amor que se convierte en
servicio y dedicación, especialmente hacia los más débiles y pobres, que
transforma nuestros rostros y nos llena de alegría.
Quisiera terminar con las hermosas palabras de san Bernardo en su
famosa homilía sobre el misterio de la Anunciación, palabras que expresan
la expectativa de toda la humanidad ante la respuesta de María: «Oíste,
Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra
de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu
respuesta. También nosotros esperamos, Señora, esta palabra de miseri-
cordia. Por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llama-
dos de nuevo a la vida. Esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus
pies. Oh Virgen, da pronto tu respuesta» (Homilía 4, 8-9: Opera Omnia,
Ed. Cisterciense, 4 [1966] 53-54).
Queridos jóvenes: el Señor, la Iglesia, el mundo, esperan también
vuestra respuesta a esa llamada única que cada uno recibe en esta vida. A
medida que se aproxima la JMJ de Panamá, os invito a prepararos para
nuestra cita con la alegría y el entusiasmo de quien quiere ser partícipe de
una gran aventura. La JMJ es para los valientes, no para jóvenes que sólo
buscan comodidad y que retroceden ante las dificultades. ¿Aceptáis el
desafío?

SACERDOTES: ORACIÓN Y DIRECCIÓN ESPIRITUAL


20180215 Discurso Encuent. sac.y párr. de Roma Inicio Cuaresma
El grupo de los más jóvenes: "Muchas vocaciones nacen bien pero
luego se enfrían, se acostumbran, se apagan. ¿Cómo pasamos del enamo-
ramiento al amor en la vida sacerdotal? Es decir, ¿cómo podemos esperar
que toda la humanidad de un sacerdote se involucre en este centro, que es
el nuevo amor por el Señor? ¿Cómo se involucran también los deseos, las
aspiraciones, los límites? ¿Cómo podemos vivir en libertad una vida sa-
70
cerdotal que se nos pide que asumamos con amor, pero en lo concreto,
transcurre entre mil quehaceres y deberes? A veces uno se siente dentro de
un gran tren que corre independientemente de nosotros. ¿Cómo sentirse
elegido por Dios y realizado como hombre sin querer hacer carrera y ajeno
a las comparaciones? En nuestra ciudad, a menudo sentimos que contamos
poco: ¿Podemos ser nosotros una humanidad significativa, es decir, po-
demos tomar decisiones de vida que indiquen un camino evangélico sobre
cómo vivir la realidad urbana deshumanizante de nuestro tiempo? ¿Puede
el sacerdote convertirse hoy en un pequeño pero luminoso signo humano
que invita a su grey a la libertad? ¿Cuánto las fatigas de los jóvenes sacer-
dotes están dictadas por la poca fortaleza, por la poca profecía, por la falta
de transparencia, o cuánto pesa, en cambio, un estilo de Iglesia que aún no
se ha renovado? ¿Cuánto la vida común, el estilo sobrio, la oración menos
cultual y el abandono de las estructuras, no llegan a la vida concreta del
sacerdote porque no han sido renovadas, o cuánto, al contrario, la vida
ordinaria que se le pide al sacerdote no responde a una renovación de su
corazón?".
Esta es la pregunta. ¡Tantas preguntas en una pregunta! Pero me gustó
que hubiera muchas, porque hay algo común en estas preguntas: hay una
abundancia de circunstancias. Sí, esto es así y esto es tal y tal y tal ...:
Preguntas sobre las circunstancias. El énfasis está en las circunstancias.
"Cuando esto sucede, si las cosas son así y son así y siguen así, ¿cómo se
puede lidiar con estas circunstancias que son limitaciones que no nos
dejan avanzar?". En presencia de estas circunstancias, no hay salida. Si
hago una pregunta, -como en este caso-, sobre las circunstancias o sobre
tantas circunstancias, no se sale de este callejón. Es una trampa cuando las
circunstancias se vuelven tan fuertes. Es una trampa porque no te permite
crecer; es también mirar demasiado a las circunstancias. En cambio, lo
fundamental es vivir de un modo justo los compromisos sacerdotales y
buscar el estilo que ayude a ofrecer con paz y fervor. Dejemos de lado las
circunstancias, hay tantas, pero veamos cómo avanzar. Dije la palabra
"estilo": buscar el propio estilo sacerdotal, la propia personalidad sacer-
dotal, que no es un cliché. Todos sabemos cómo debe ser un sacerdote, las
virtudes que debe tener, el camino que debe seguir... Pero el estilo, tu
documento de identidad ... Sí, dice "sacerdote", pero es el tuyo, con tu
sello personal, con las motivaciones que te empujan a vivir en paz y fer-
vor. Por un lado, muchas circunstancias en este mundo que es así, tal y tal
...; por otro, tu estilo. Cada uno de nosotros tiene su propio estilo sacerdo-
tal. Sí, el sacerdocio es una forma de vida, es una vocación, una imitación
de Jesucristo de cierta manera; pero tu sacerdocio es único, en el sentido
de que no es lo mismo que otro. Yo diría, frente a estas preguntas: Busca
tu estilo. No mires tanto las circunstancias que cierran las salidas. Busca tu
estilo: Tu estilo de sacerdote y personal.
Y este estilo se mueve en una atmósfera. Me gustaría decir lo siguien-
te: no es un cliché seguir afirmando que no podemos vivir el ministerio
con alegría sin vivir momentos de oración personal, cara a cara con el
Señor, hablando, conversando con Él acerca de lo que estoy viviendo.
71
Esto no es un cliché. Vivir el ministerio con alegría y con momentos de
oración personal, cara a cara con el Señor, hablar con Él, conversando con
Él acerca de lo que estoy viviendo. Las circunstancias, tu propio estilo, el
Señor. ¿Hablo con el Señor sobre esto? ¿Todas estas preguntas? ¿O hablo
conmigo mismo, con mi incapacidad frente a tantas circunstancias que
cierran la puerta y me desaniman? "Ah, no se puede, es un desastre ... no
se puede ser sacerdote en este mundo secularizado ...". Y las quejas co-
mienzan. Los límites. La pregunta dice: "¿Cómo están involucrados tam-
bién los deseos y las aspiraciones, los límites?". Esta es una buena pregun-
ta: ¿Cómo están involucrados los límites en tu vocación sacerdotal, en tu
propio estilo? Individuar los límites: los generales - por el hecho de que
estoy aquí – y también los tuyos. El diálogo con los límites en el sentido
de lo que puedo hacer con este límite, cómo sobrellevar este límite. Dis-
cernir entre los límites. Y la pregunta puede asustarnos, porque hay mu-
chos límites, muchas circunstancias que nos desaniman y "No puedo ser
sacerdote", ¡no! La respuesta es: Hay un camino, es tu estilo sacerdotal, el
diálogo con tus límites, el discernimiento con los límites, incluso con estas
circunstancias. No tengáis miedo de esto. Para discernir incluso tus peca-
dos, porque los pecados son perdonados; es cierto, el Sacramento de la
Confesión es para esto; pero no termina todo allí. Tu pecado proviene de
una raíz, de un pecado capital, de una actitud, y esto es un límite, hay que
discernir. Es otra manera, diferente de pedir perdón por el pecado. "No, sí,
tengo este problema, lo confesé, se acabó". No, no termina ahí. El perdón
está ahí, pero luego tienes que dialogar con la tendencia que te llevó a un
pecado de orgullo, de vanidad, de celos, de chismes, no sé ... ¿Qué me
lleva a ello? Dialogar con el límite que tengo dentro, y discernir. Y el
diálogo con estos límites, siempre – para ser eclesial - se debe hacer frente
a un testigo, alguien que me ayude a discernir. Y ahí es muy importante
la confrontación: Esto que me pasa a mí, confrontarlo con otro. La necesi-
dad de confrontarse. No son tanto los pecados, yo diría que aquí hay que
hacer una distinción: Los pecados hay que confesarlos y pedir perdón, y se
termina allí; luego, con el Señor, avanzo. Sin embargo, los límites, las
tendencias, los problemas que me llevan a esto, las enfermedades espiri-
tuales que tengo, todo eso sí; nunca podría vencer esta tendencia o resol-
ver los problemas que me llevan [al pecado] sin confrontarme. Confron-
tarse. Y ahí [se trata de] buscar un hombre sabio. Un hombre sabio. Es la
figura eclesial del padre espiritual, que comienza con los monjes del de-
sierto: El que te guía, el que te ayuda, el que dialoga contigo, que te ayuda
a discernir. Si has pecado, esto es un límite, es verdad: Busca a uno mise-
ricordioso; y si es sordo, mejor. Pide perdón y sigue adelante. Pero no se
termina ahí. ¿Qué te llevó a pecar? ¿Cuál es la tendencia, cuál es el pro-
blema? Busca a un sabio para confrontarte, para dialogar con los límites,
con tus debilidades, para dialogar y tratar de corregir la trayectoria. Yo os
digo, de verdad, el cura es célibe y en este sentido, podemos decir que es
un hombre solo; sí, hasta cierto punto podría decirse. Pero no puede vivir
solo, sin un compañero de camino, una guía espiritual, un hombre que le
ayude a la confrontación, al discernimiento y al diálogo. No es suficiente
72
confesar los pecados: esto es importante, porque allí - y siempre lo he
sentido, es una de las cosas más bellas del Señor - está la humildad de un
pecador, y la misericordia de Dios, que se encuentran y se abrazan-; es un
bellísimo momento de la Iglesia, ese del perdón de los pecados. Pero no es
suficiente. También eres responsable de una comunidad, tienes que seguir
adelante, y para eso necesitas una guía. Os digo que no tengáis miedo;
también a los jóvenes: Empezad con esto desde jóvenes. Buscad. Hay
hombres sabios, hombres de discernimiento que ayudan mucho y acompa-
ñan tanto.
Por lo tanto, resumiendo: En esta pregunta hay demasiado énfasis en
las circunstancias, y esto puede convertirse en una coartada. Porque si solo
miras las circunstancias, no hay salida. Debes buscar tu propio estilo, la
manera correcta de vivir tu vocación sacerdotal; y esto no es algo antiguo,
no es un cliché seguir diciendo que no podremos vivir el ministerio con
alegría sin vivir momentos de oración personal, cara a cara con el Señor,
hablando, conversando con Él de lo que estamos viviendo. Estas cosas
deben llevarse a la oración, con el Señor. Sin diálogo con el Señor no
puedes avanzar. Dialogar con los límites, discernir los límites; y por eso
ayudarnos, confrontándonos con un padre espiritual, con un hombre sabio
que nos ayudará en el discernimiento. Y a los jóvenes les ayuda mucho, ¡y
lo hacen! - también - es algo más, esto, y también lo hacen los más mayo-
res - pequeños grupos de sacerdotes que se acompañan-: la fraternidad
sacerdotal. Se encuentran, hablan, y esto es importante, porque la soledad
no es buena, no es buena.
Esto es lo que me ha venido a la mente sobre la primera pregunta. Pero
me gustaría enfatizar esto: Tened cuidado de no engañaros a vosotros
mismos con los límites. "Oh, no se puede, mira esto, aquello, el mundo es
una calamidad, este, ese otro, la televisión, este, ese otro ...": Son límites
culturales o personales, pero este no es el camino. El camino es el otro que
dije. Y siempre en el centro el Señor Jesús, la oración.

UNIÓN CON CRISTO PARA EJERCITAR BIEN EL MINISTERIO


20180217 Discurso Seminario Pontificio Regional Sardo
Queridos seminaristas, os estáis preparando para ser el día de mañana
obreros en la cosecha del Señor, sacerdotes que sepan trabajar juntos,
incluso entre diferentes diócesis. Esto es particularmente valioso para una
región como Cerdeña, impregnada de fe y tradiciones religiosas cristianas,
y que, también debido a la condición de insularidad, requiere un cuidado
especial de las relaciones entre las diferentes comunidades diocesanas. La
pobreza material y espiritual actual hace que sea aún más importante lo
que siempre se ha requerido, es decir, que los pastores estén atentos a los
pobres, capaces de estar con ellos, con un estilo de vida simple, para que
los pobres sientan que nuestras iglesias son, en primer lugar, sus casas. Os
animo a que os preparéis desde ahora para ser sacerdotes de la gente
y para la gente, no dominadores del rebaño que os ha sido confiados (1 Pe
5,3), sino siervos. Hay una gran necesidad de hombres de Dios que bus-
73
quen lo esencial, que lleven una vida sobria y transparente, sin nostalgias
del pasado sino capaces de mirar hacia adelante según la saludable tradi-
ción de la Iglesia.
En estos años de preparación para el ministerio ordenado, vivís un
momento especial e irrepetible de vuestra vida. Sed siempre cada vez más
conscientes de la gracia que el Señor os ha otorgado haciendo resonar en
vosotros la invitación a dejarlo todo y seguirle, a estar con Él para ser
enviados a predicar (Mt 4: 19-20, Mc 3, 14). ¡En vosotros, de una manera
particular, están puestas las esperanzas de la Iglesia que está en Cerdeña!
Vuestros obispos os siguen con afecto y atención, contando mucho con
vosotros y vuestro propósito de conformaros a Jesús Buen Pastor por el
bien y la santidad de las comunidades cristianas de vuestra región. Cami-
nad con alegría, tenacidad y seriedad por este recorrido de formación, para
asumir la forma de vida apostólica, que pueda responder a las demandas
de evangelización de hoy.
El Seminario, antes e incluso más que una institución funcional para la
adquisición de competencias teológicas y pastorales y un lugar de vida y
de estudio común, es una experiencia eclesial verdadera y propia, una
comunidad singular de discípulos misioneros, llamados a seguir de cerca
al Señor Jesús, a estar con él día y noche, a compartir el misterio de su
Cruz y Resurrección, a exponerse a la Palabra y al Espíritu, para verificar
y hacer que maduren los rasgos específicos de la secuela apostólica. A
partir de ahora, preocupaos por prepararos adecuadamente para asumir
una decisión libre e irrevocable de fidelidad total a Cristo, a su Iglesia y a
su vocación y misión.
El seminario es la escuela de esta fidelidad, que se aprende ante todo
en la oración, especialmente en la litúrgica. En este tiempo se cultiva la
amistad con Jesús, centrada en la Eucaristía y alimentada de la contempla-
ción y el estudio de las Sagradas Escrituras. No se puede ejercitar bien el
ministerio si no se vive en unión con Cristo. Sin Él no podemos hacer
nada (Jn 15, 5).
En el camino del seminario, el papel de los formadores es decisivo: la
calidad del presbiterio depende en gran medida del compromiso de los
responsables de la formación. Están llamados a trabajar con rectitud y
sabiduría para el desarrollo de personalidades coherentes y equilibradas,
capaces de asumir válidamente y luego cumplir responsablemente la mi-
sión presbiteral. En esta delicada obra de formación, vuestro seminario
también desempeña un servicio indispensable para las diócesis, promo-
viendo la calidad de la formación del clero y la comunión entre las Igle-
sias.

LA BELLEZA INEFABLE DEL AMOR DE DIOS EN JESUCRISTO


20180224 Discurso Movimiento “Diaconía de la Belleza”
El papa Juan Pablo II escribía en su Carta a los artistas: “El artista vi-
ve una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real puede
decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el
74
don del «talento artístico». Y ciertamente, también éste es un talento que
hay que desarrollar según la lógica de la parábola evangélica de los talen-
tos (cf. Mt 25, 14-30)”. (4 de abril de 1999, n 3). Esta convicción ilumina
la visión y la dinámica propias de la “Diaconía de la belleza”, que echó
raíces aquí, en Roma, en el momento del Sínodo sobre la nueva evangeli-
zación, en octubre de 2012. Junto con vosotros, doy gracias al Señor por el
camino recorrido y por la variedad de vuestros talentos, que Él os llama a
desarrollar al servicio del prójimo y de toda la humanidad.
Los dones que habéis recibido son, para cada uno de vosotros, una res-
ponsabilidad y una misión. En efecto, se os pide que trabajéis sin dejaros
dominar por la búsqueda de la gloria vana o la popularidad fácil, y todavía
menos por el cálculo, a menudo mezquino, de la ganancia personal. En un
mundo en el que la técnica es a menudo entendida como el principal re-
curso para interpretar la existencia (véase. Enc. Laudato si’, 110), vosotros
estáis llamados, mediante vuestro talento y recurriendo a las fuentes de la
espiritualidad cristiana, a proponer “un modo alternativo de entender la
calidad de vida, a [alentar] un estilo de vida profético y contemplativo,
capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo” (ibíd.,
222), y a servir a la creación y la protección de “oasis de belleza” en nues-
tras ciudades a menudo cementadas y sin alma. Vosotros estáis llamados a
dar a conocer la gratuidad de la belleza.
Por lo tanto, os invito a desarrollar vuestros talentos para contribuir a
una conversión ecológica que reconozca la dignidad eminente de cada
persona, su valor peculiar, su creatividad y su capacidad para promover el
bien común. Vuestra búsqueda de la belleza en aquello que creáis esté
animada por el deseo de servir a la belleza en la calidad de vida de las
personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua. (cf.
ibid., 150). Por lo tanto, os aliento a que en esta “Diaconía de la Belleza”,
promováis una cultura del encuentro, a construir puentes entre las perso-
nas, entre los pueblos, en un mundo donde todavía se levantan tantos mu-
ros por miedo a los demás. Preocupaos también por atestiguar, en la ex-
presión de vuestro arte, que creer en Jesucristo y seguirlo “no es sólo algo
verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo
resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas”. (Ex.
Apost. Evangelii Gaudium, 167). La Iglesia cuenta con vosotros para
hacer perceptible la belleza inefable del amor de Dios y para hacer que
cada uno descubra la belleza de ser amado por Dios, de ser colmados con
su amor, para vivir de él y dar testimonio en la atención a los demás, espe-
cialmente aquellos que están excluidos, heridos, rechazados en nuestras
sociedades.

DIOS SIEMPRE NOS PREPARA PARA LAS PRUEBAS


20180225 Homilía Visita Parroquia romana San Gelasio I
Jesús se muestra a los apóstoles como es en el Cielo: glorioso, lumino-
so, triunfante, victorioso. Y lo hace para prepararlos a soportar la Pasión,
el escándalo de la cruz, porque no podían entender que Jesús moriría como
75
un criminal, no podían entenderlo. Pensaban que Jesús era un libertador,
pero como son los libertadores terrenales, los que ganan en la batalla, los
que siempre triunfan. Y el camino de Jesús es otro: Jesús triunfa a través
de la humillación, la humillación de la cruz. Pero como esto habría sido un
escándalo para ellos, Jesús les enseña lo que viene después, lo que está
detrás de la cruz, lo que nos espera, a todos nosotros. Esta gloria y este
cielo ¡Y esto es muy hermoso! Es muy hermoso porque Jesús, y –
escuchad bien esto-, siempre nos prepara para la prueba. De una forma u
otra, pero este es el mensaje: siempre nos prepara. Nos da la fuerza para
seguir adelante en los momentos de prueba y vencerlos con su fuerza.
Jesús no nos deja solos en las pruebas de la vida: Él siempre nos prepara,
nos ayuda, como preparó a aquellos [los discípulos], con la visión de su
gloria. Y así pudieron recordar este [momento] para soportar el peso de la
humillación. Esto es lo primero que la Iglesia nos enseña: Jesús siempre
nos prepara para las pruebas y está con nosotros en las pruebas, no nos
deja solos. Nunca.
Lo segundo podemos tomarlo de las palabras de Dios: "Este es mi Hi-
jo, el amado. Escuchadlo". Este es el mensaje que el Padre da a los Após-
toles. El mensaje de Jesús es prepararlos, mostrándoles su gloria. El men-
saje del Padre es: "Escuchadlo". No hay un momento en la vida que no se
pueda vivir plenamente escuchando a Jesús. En los momentos hermosos,
deteneos y escuchad a Jesús; en los malos momentos, deteneos y escuchad
a Jesús. Este es el camino. Él nos dirá lo que tenemos que hacer. Siempre.
Y avancemos en esta Cuaresma con estas dos cosas: en las pruebas, re-
cordar la gloria de Jesús, es decir, lo que nos espera; que Jesús está siem-
pre presente, con esa gloria para darnos fuerza. Y durante toda la vida,
escuchar a Jesús, lo que Jesús nos dice: en el Evangelio, en la liturgia, Él
siempre nos habla; o en el corazón.
En la vida diaria, tal vez tengamos problemas, o tengamos que resolver
muchas cosas. Hagámonos esta pregunta: ¿Qué nos dice Jesús hoy? E
intentemos escuchar la voz de Jesús, la inspiración desde dentro. Y así
seguiremos el consejo del Padre: "Este es mi Hijo, el amado". Escuchad-
le". Será Nuestra Señora la que nos dé el segundo consejo, en Caná en
Galilea, cuando sucede el milagro del agua [transformada] en vino. ¿Qué
dice la Virgen? "Haced lo que os diga". Escuchar a Jesús y hacer lo que
dice: éste es el camino seguro.

LA TRANSFIGURACIÓN AYUDA A ENTENDER LA CRUZ


20180225 Ángelus
El Evangelio hoy, segundo domingo de Cuaresma, nos invita a con-
templar la transfiguración de Jesús (cf. Marcos 9, 2-10). Este episodio está
ligado a lo que sucedió seis días antes, cuando Jesús había desvelado a sus
discípulos que en Jerusalén debería «sufrir mucho y ser reprobado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado a
los tres días» (Marcos 8, 31).
76
Este anuncio había puesto en crisis a Pedro y a todo el grupo de discí-
pulos, que rechazaban la idea de que Jesús terminara rechazado por los
jefes del pueblo y después matado. Ellos, de hecho, esperaban a un Mesías
poderoso, fuerte, dominador; en cambio, Jesús se presenta como humilde,
como manso, siervo de Dios, siervo de los hombres, que deberá entregar
su vida en sacrificio, pasando por el camino de la persecución, del sufri-
miento y de la muerte. Pero ¿cómo poder seguir a un Maestro y Mesías
cuya vivencia terrenal terminaría de ese modo? Así pensaban ellos. Y la
respuesta llega precisamente de la transfiguración. ¿Qué es la transfigura-
ción de Jesús? Es una aparición pascual anticipada.
Jesús toma consigo a los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan y «los
lleva, a ellos solos, a parte, a un monte alto» (Marcos 9, 2); y allí, por un
momento, les muestra su gloria, gloria de Hijo de Dios. Este evento de la
transfiguración permite así a los discípulos afrontar la pasión de Jesús de
un modo positivo, sin ser arrastrados. Lo vieron como será después de la
pasión, glorioso.
Y así Jesús les prepara para la prueba. La transfiguración ayuda a los
discípulos, y también a nosotros, a entender que la pasión de Cristo es un
misterio de sufrimiento, pero es sobre todo un regalo de amor, de amor
infinito por parte de Jesús. El evento de Jesús transfigurándose sobre el
monte nos hace entender mejor también su resurrección. Para entender el
misterio de la cruz es necesario saber con antelación que el que sufre y
que es glorificado no es solamente un hombre, sino el Hijo de Dios, que
con su amor fiel hasta la muerte nos ha salvado. El padre renueva así su
declaración mesiánica sobre el Hijo, ya hecha en la orilla del Jordán des-
pués del bautismo y exhorta: «Escuchadle» (v. 7).
Los discípulos están llamados a seguir al Maestro con confianza, con
esperanza, a pesar de su muerte; la divinidad de Jesús debe manifestarse
precisamente en la cruz, precisamente en su morir «de aquel modo», tanto
que el evangelista Marcos pone en la boca del centurión la profesión de fe:
«Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (15, 39).

EL CELO POR LA CASA DE SU PADRE LO LLEVARÁ A LA CRUZ


20180304 Ángelus
El Evangelio de hoy presenta, en la versión de Juan, el episodio en el
que Jesús expulsa a los vendedores del templo de Jerusalén (cf. Juan 2,
13-25). Él hizo este gesto ayudándose con un látigo, volcó las mesas y
dijo: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16).
Esta acción decidida, realizada en proximidad de la Pascua, suscitó gran
impresión en la multitud y la hostilidad de las autoridades religiosas y de
los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos. Pero, ¿cómo
debemos interpretarla? Ciertamente no era una acción violenta, tanto es
verdad que no provocó la intervención de los tutores del orden público: de
la policía. ¡No! Sino que fue entendida como una acción típica de los
profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos y
excesos. La cuestión que se planteaba era la de la autoridad. De hecho, los
77
judíos preguntaron a Jesús: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (v.
18), es decir ¿qué autoridad tienes para hacer estas cosas? Como pidiendo
la demostración de que Él actuaba en nombre de Dios. Para interpretar el
gesto de Jesús de purificar la casa de Dios, sus discípulos usaron un texto
bíblico tomado del salmo 69: «El celo por tu casa me devorará» (v. 17);
así dice el salmo: «pues me devora el celo de tu casa». Este salmo es una
invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio
de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el
Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: su celo es el del amor que
lleva al sacrificio de sí, no el falso que presume de servir a Dios mediante
la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su auto-
ridad será precisamente su muerte y resurrección: «Destruid este santuario
—dice— y en tres días lo levantaré» (v. 19). Y el evangelista anota: «Él
hablaba del Santuario de su cuerpo» (v. 21). Con la Pascua de Jesús inicia
el nuevo culto en el nuevo templo, el culto del amor, y el nuevo templo es
Él mismo.
La actitud de Jesús contada en la actual página evangélica, nos exhorta
a vivir nuestra vida no en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses,
sino por la gloria de Dios que es el amor. Somos llamados a tener siempre
presentes esas palabras fuertes de Jesús: «No hagáis de la Casa de mi
Padre una casa de mercado» (v. 16). Es muy feo cuando la Iglesia se des-
liza hacia esta actitud de hacer de la casa de Dios un mercado. Estas pala-
bras nos ayudan a rechazar el peligro de hacer también de nuestra alma,
que es la casa de Dios, un lugar de mercado que viva en la continua bús-
queda de nuestro interés en vez de en el amor generoso y solidario. Esta
enseñanza de Jesús es siempre actual, no solamente para las comunidades
eclesiales, sino también para los individuos, para las comunidades civiles
y para toda la sociedad. Es común, de hecho, la tentación de aprovechar
las buenas actividades, a veces necesarias, para cultivar intereses privados,
o incluso ilícitos. Es un peligro grave, especialmente cuando instrumenta-
liza a Dios mismo y el culto que se le debe a Él, o el servicio al hombre,
su imagen. Por eso Jesús esa vez usó «las maneras fuertes», para sacudir-
nos de este peligro mortal.

EL AMOR DE DIOS NO TIENE LÍMITES NI FRONTERAS


20180309 Homilía. Celebración penitencial
Cuánta alegría y consuelo nos dan las palabras de san Juan que hemos
escuchado: es tal el amor que Dios nos tiene, que nos hizo sus hijos, y,
cuando podamos verlo cara a cara, descubriremos aún más la grandeza de
su amor (cf. 1 Jn 3,1-10.19-22). No sólo eso. El amor de Dios es siempre
más grande de lo que podemos imaginar, y se extiende incluso más allá de
cualquier pecado que nuestra conciencia pueda reprocharnos. Es un amor
que no conoce límites ni fronteras; no tiene esos obstáculos que nosotros,
por el contrario, solemos poner a una persona, por temor a que nos quite
nuestra libertad.
78
Sabemos que la condición de pecado tiene como consecuencia el ale-
jamiento de Dios. De hecho, el pecado es una de las maneras con
que nosotros nos alejamos de Él. Pero esto no significa que él se aleje de
nosotros. La condición de debilidad y confusión en la que el pecado nos
sitúa, constituye una razón más para que Dios permanezca cerca de noso-
tros. Esta certeza debe acompañarnos siempre en la vida. Las palabras del
Apóstol son un motivo que impulsa a nuestro corazón a tener una fe in-
quebrantable en el amor del Padre: «En caso de que nos condene nuestro
corazón, [pues] Dios es mayor que nuestro corazón» (v. 20).
Su gracia continúa trabajando en nosotros para fortalecer cada vez más
la esperanza de que nunca seremos privados de su amor, a pesar de cual-
quier pecado que hayamos cometido, rechazando su presencia en nuestras
vidas.
Esta esperanza es la que nos empuja a tomar conciencia de la desorien-
tación que a menudo se apodera de nuestra vida, como le sucedió a Pedro,
en el pasaje del Evangelio que hemos escuchado: «Y enseguida cantó un
gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: “Antes de que cante
el gallo me negarás tres veces”. Y saliendo afuera, lloró amargamente»
(Mt 26,74-75). El evangelista es extremadamente sobrio. El canto del gallo
sorprende a un hombre que todavía está confundido, después recuerda las
palabras de Jesús y por último se rompe el velo, y Pedro comienza a vis-
lumbrar, a través de las lágrimas, que Dios se revela en ese Cristo abofe-
teado, insultado, renegado por él, pero que va a morir por él. Pedro, que
habría querido morir por Jesús, comprende ahora que debe dejar que mue-
ra por él. Pedro quería enseñar a su Maestro, quería adelantársele, en cam-
bio, es Jesús quien va a morir por Pedro; y esto Pedro no lo había entendi-
do, no lo había querido entender.
Pedro se encuentra ahora con la caridad del Señor y entiende por fin
que él lo ama y le pide que se deje amar. Pedro se da cuenta de que siem-
pre se había negado a dejarse amar, se había negado a dejarse salvar ple-
namente por Jesús y, por lo tanto, no quería que Jesús lo amara totalmente.
¡Qué difícil es dejarse amar verdaderamente! Siempre nos gustaría que
algo de nosotros no esté obligado a la gratitud, cuando en realidad estamos
en deuda por todo, porque Dios es el primero y nos salva completamente,
con amor. Pidamos ahora al Señor la gracia de conocer la grandeza de su
amor, que borra todos nuestros pecados. Dejémonos purificar por el amor
para reconocer el amor verdadero.

EL CRISTIANO, POR VOCACIÓN, HERMANO DE CADA HOMBRE


20180311 Discurso Comunidad de S. Egidio 50 aniversario
La Palabra de Dios es la lámpara con la que mirar el futuro, también el
de esta Comunidad. En su luz, los signos de los tiempos se pueden leer.
Decía el beato Pablo VI dijo: "El descubrimiento de los signos de los
tiempos "[...] resulta de una confrontación de la fe con la vida" de manera
que "el mundo se convierte en un libro para nosotros" (Audiencia general,
16 de abril de 1969: Enseñanzas VII, 1969, 919). Un libro para leer con la
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mirada y el corazón de Dios. Esta es la espiritualidad que proviene del
Concilio, que enseña una compasión grande y atenta del mundo.
Desde que nació vuestra comunidad, el mundo se ha vuelto "global": la
economía y las comunicaciones por así decirlo, se han "unificado". Pero
para tanta gente, especialmente los pobres, se han levantado nuevos mu-
ros. La diversidad es una ocasión para la hostilidad y el conflicto; todavía
está por construir una globalización de la solidaridad y del espíritu. El
futuro del mundo global es vivir juntos: este ideal requiere el esfuerzo de
tender puentes, de mantener abierto el diálogo, de seguir encontrándose.
No es solo un hecho político u organizativo. Cada uno está llamado a
cambiar su corazón mirando compasivamente al otro, para convertirse en
artesano de la paz y en profeta de la misericordia. El samaritano de la
parábola se hizo cargo del hombre medio muerto en el camino, porque
"vio y tuvo compasión" (Lc 10,33). El samaritano no tenía una responsabi-
lidad específica con el herido, y era extranjero. En cambio, se comportó
como un hermano, porque tuvo una mirada de misericordia. El cristiano,
por su vocación, es hermano de cada hombre, especialmente si es pobre, e
incluso si es un enemigo. Nunca digáis: "¿Yo qué tengo que ver?". ¡Her-
mosa frase para lavarse las manos! "¿Yo qué tengo que ver?". Una mirada
misericordiosa nos compromete a la audacia creativa del amor, ¡hace tanta
falta! Somos hermanos de todos y, por lo tanto, profetas de un mundo
nuevo; y la Iglesia es signo de la unidad del género humano, entre pue-
blos, familias y culturas.
Me gustaría que este aniversario fuera un aniversario cristiano: no un
momento para medir los resultados o las dificultades; no la hora de los
balances, sino el momento en que la fe está llamada a convertirse en nueva
audacia para el Evangelio. La audacia no es el coraje de un día, sino la
paciencia de una misión diaria en la ciudad y en el mundo. Es la misión de
volver a tejer pacientemente el tejido humano de las periferias, que la
violencia y el empobrecimiento han desgarrado; de comunicar el Evange-
lio a través de la amistad personal; de mostrar cómo una vida se vuelve
verdaderamente humana cuando se vive junto a los más pobres; de crear
una sociedad en la que nadie sea más extranjero. Es la misión de cruzar los
límites y los muros para encontrarse.
Hoy, todavía más, continuad audazmente por este camino. Continuad a
estar al lado de los niños de las periferias con las Escuelas de la Paz, que
he visitado; continuad a estar cerca de los ancianos: a veces se descartan,
pero para vosotros son amigos. Continuad abriendo corredores humanita-
rios para los prófugos de la guerra y del hambre. ¡Los pobres son vuestro
tesoro!
El apóstol Pablo escribe: "No se glorie nadie en los hombres porque
todo es vuestro [...] Pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1
Cor 3,21.23). ¡Vosotros sois de Cristo! Es el significado profundo de
vuestra historia hasta hoy, pero es sobre todo la clave con la que enfrentar
el futuro. Sed siempre de Cristo en la oración, en la atención de sus her-
manos menores, en la búsqueda de la paz, porque Él es nuestra paz. ¡Él
caminará con vosotros, os protegerá y os guiará!
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ALEGRÍA, PORQUE DIOS NOS AMA
20180311 Ángelus IV Domingo de Cuaresma
En este cuarto domingo de Cuaresma, llamado domingo “laetare”, es
decir, “alegraos”, porque así es la antífona de entrada de la liturgia euca-
rística que nos invita a la alegría: «Alégrate, Jerusalén […] - así, es una
llamada a la alegría – Exultad y alegraos, vosotros que estabais en la tris-
teza». Así empieza la misa. ¿Cuál es el motivo de esta alegría? El motivo
es el gran amor de Dios hacia la humanidad, como nos indica el Evangelio
de hoy: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para
que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna»
(Jn 3,16). Estas palabras, pronunciadas por Jesús durante el diálogo con
Nicodemo, sintetizan un tema que está en el centro del anuncio cristiano:
también cuando la situación parece desesperada, Dios interviene, ofre-
ciendo al hombre la salvación y la alegría. Dios, de hecho, no se hace a un
lado, sino que entra en la historia de la humanidad, se “entromete” en
nuestra vida, entra, para animarla con su gracia y salvarla.
Estamos llamados a escuchar este anuncio, rechazando la tentación de
considerarnos seguros de nosotros mismos, de querer prescindir de Dios,
reclamando una absoluta libertad de Él y de su Palabra. Cuando encon-
tramos la valentía de reconocernos por lo que somos - ¡es necesaria valen-
tía para esto! -, nos damos cuenta que somos personas llamadas a lidiar
con nuestra fragilidad y nuestros límites. Entonces puede suceder que nos
dejamos llevar por la angustia, la inquietud por el mañana, el miedo de la
enfermedad y la muerte. Esto explica por qué tantas personas, buscando
una salida, terminan a veces en peligrosos atajos como por ejemplo el
túnel de la droga o el de las supersticiones o de ruinosos rituales de magia.
Está bien conocer los propios límites, las propias fragilidades, debemos
conocerlas, pero no para desesperarnos, sino para ofrecerlas al Señor; y Él
nos ayuda en el camino de la sanación, nos toma de la mano, y nunca nos
deja solos, ¡nunca! Dios está con nosotros y por eso me «alegro», nos
«alegramos» hoy: «Alégrate, Jerusalén», dice, porque Dios está con noso-
tros.
Y nosotros tenemos la verdadera y gran esperanza en Dios Padre rico
de misericordia, que nos ha donado a su Hijo para salvarnos, y esta es
nuestra alegría. También tenemos muchas tristezas, pero, cuando somos
verdaderos cristianos, está esa esperanza que es una pequeña alegría que
crece y te da seguridad. Nosotros no debemos desanimarnos cuando ve-
mos nuestros límites, nuestros pecados, nuestras debilidades: Dios está ahí
cerca, Jesús está en la cruz para salvarnos. Esto es el amor de Dios. Mirar
al Crucificado y decirnos dentro: «Dios me ama». Es verdad, están estos
límites, estas debilidades, estos pecados, pero Él es más grande que los
límites y las debilidades y los pecados. No os olvidéis de esto: Dios es
más grande que nuestras debilidades, nuestras infidelidades, nuestros
pecados. Y damos al Señor la mano, miramos el Crucifijo y vamos adelan-
te.
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P. PÍO, FIDELIDAD INCONDICIONAL A CRISTO Y A LA IGLESIA
20180317 Discurso Visita a Pietrelcina y San Giovanni Rotondo
Me alegra estar en este pueblo, donde Francesco Forgione nació y co-
menzó su larga y fecunda aventura humana y espiritual. En esta comuni-
dad atemperó su humanidad, aprendió a rezar y reconocer en los pobres la
carne del Señor, hasta que creció en el seguimiento de Cristo y pidió ser
admitido entre los Frailes Menores Capuchinos, convirtiéndose así en Fray
Pío de Pietrelcina. Aquí comenzó a experimentar la maternidad de la Igle-
sia, de la cual siempre fue un hijo devoto. Amaba la Iglesia, amaba la
Iglesia con todos sus problemas, con todos sus líos, con todos nuestros
pecados. Porque todos nosotros somos pecadores, nos avergonzamos, pero
el Espíritu de Dios nos ha convocado en esta Iglesia que es santa. Y él
amaba la Iglesia santa y a sus hijos pecadores, todos. Este era san Pío.
Aquí meditó con intensidad el misterio de Dios que nos amó hasta entre-
garse por nosotros (Gal 2:20). (…)
Nos encontramos hoy en el mismo terreno donde el Padre Pío estuvo
en septiembre de 1911 para “respirar aire más sano”. En aquella época, no
había antibióticos y las enfermedades se curaban volviendo al pueblo
donde uno había nacido, con la madre, comiendo lo que sienta bien, a
respirar aire bueno y a rezar. Así hizo él, como un hombre cualquiera,
como un campesino. Esta era su nobleza. Jamás renegó de su país, jamás
renegó de sus orígenes, jamás renegó de su familia. En aquella época,
efectivamente, residía en su pueblo natal por razones de salud. No fue un
momento fácil para él: estaba fuertemente atormentado en su corazón y
temía caer en el pecado, sintiéndose asaltado por el demonio. Y eso no da
paz, porque se mueve (se pone manos a la obra). Pero ¿vosotros creéis que
el demonio existe? ¿No estáis muy convencidos? Diré al obispo que haga
unas catequesis… ¿Existe o no el demonio? (responden: “¡Sí!”). Y va, va
por todos los sitios, se mete dentro de nosotros, nos mueve, nos atormenta,
nos engaña. Y él (el Padre Pío) tenía miedo de que el demonio lo asaltara,
lo empujase al pecado. Podía hablar con pocas personas, sea por corres-
pondencia, que en el pueblo: solamente al arcipreste, don Salvatore Pan-
nullo, manifestó "casi todo" su "intento de ver con claridad" (Carta 57,
en Epistolario I p.250) porque no entendía, quería aclarar lo que pasaba en
su alma. ¡Era un buen hombre!
En aquellos momentos terribles Padre Pío obtuvo linfa vital de la ora-
ción constante y de la confianza que supo depositar en el Señor: "Todos
los malos fantasmas -así decía- que el diablo me va metiendo en la mente
desaparecen cuando me abandono confiado en los brazos de Jesús." ¡Aquí
está toda la teología! Tú tienes un problema, estás triste, estás enfermo:
abandónate en los brazos de Jesús. Y eso fue lo que hizo él. Amaba a
Jesús y se fiaba de Él. Así escribía al Ministro Provincial, aseverando que
su corazón se sentía "atraído por una fuerza superior antes de unirse a Él
en el sacramento por la mañana." "Y esta hambre y esta sed en lugar de
saciarse" después de recibirlo, "aumenta [ba] cada vez más" (Carta 31,
en Epistolario I, p. 217). El Padre Pío se sumergió, por lo tanto, en la
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oración para adherirse cada vez mejor a los designios divinos. A través de
la celebración de la santa misa, que constituía el corazón de cada una de
sus jornadas y la plenitud de su espiritualidad, alcanzó un elevado nivel de
unión con el Señor. Durante este período, recibió de las alturas dones
místicos especiales, que precedieron a la manifestación en su carne de los
signos de la Pasión de Cristo.
Estimados hermanos y hermanas de Pietrelcina y de la diócesis de Be-
nevento, vosotros contáis con el Padre Pío entre las figuras más bellas y
luminosas de vuestro pueblo. Este humilde fraile capuchino asombró al
mundo con su vida completamente entregada a la oración y a la escucha
paciente de los hermanos, sobre cuyos sufrimientos derramaba como un
bálsamo la caridad de Cristo. Imitando su heroico ejemplo y sus virtudes,
también vosotros podéis convertiros en instrumentos del amor de Dios, del
amor de Jesús por los más débiles. Al mismo tiempo, considerando su
fidelidad incondicional a la Iglesia, daréis testimonio de comunión, porque
solo la comunión –es decir, estar siempre unidos, en paz entre nosotros, la
comunión entre nosotros- edifica y construye.

P. PÍO, ORACIÓN, PEQUEÑEZ, SABIDURÍA


20180317 Homilía Visita a Pietrelcina y San Giovanni Rotondo
De las lecturas bíblicas que hemos escuchado, quisiera tomar tres pa-
labras: oración, pequeñez, sabiduría.
Oración. El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que reza. De su co-
razón fluyen estas palabras: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra ..." (Mt 11:25). Para Jesús, la oración surgía espontáneamente, pero
no era opcional: solía retirarse a lugares desiertos para rezar (véase Mc
1,35); el diálogo con el Padre ocupaba el primer lugar. Y los discípulos
descubrieron así, de manera natural, lo importante que era la oración,
hasta que un día le preguntaron: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11, 1). Si
queremos imitar a Jesús, comencemos desde donde comenzaba Él, es
decir, desde la oración.
Podemos preguntarnos: ¿Nosotros, los cristianos rezamos lo suficien-
te? A menudo, en el momento de rezar, nos vienen a la mente tantas excu-
sas, tantas cosas urgentes por hacer ... Otras veces, se deja de lado la ora-
ción porque somos presa de un activismo que no concluye en nada cuando
se olvida "la parte mejor " (Lc) 10.42), cuando olvidamos que sin Él no
podemos hacer nada (Jn 15, 5) y dejamos de lado la oración. San Pío,
cincuenta años después de su partida al Cielo, nos ayuda, porque quiso
dejarnos en herencia la oración. Recomendaba: "Rezad mucho, hijos míos,
rezad siempre, sin cansaros nunca". (Palabras en la II Conferencia Interna-
cional de Grupos de Oración, 5 de mayo de 1966).
Jesús en el Evangelio también nos muestra cómo orar. En primer lugar,
dice: "Te bendigo, Padre"; no empieza diciendo "necesito esto y aquello",
sino diciendo "Te bendigo". No conocemos al Padre sin abrirnos a la ala-
banza, sin dedicarle tiempo solo a Él, sin adorar. ¡Cuánto nos hemos olvi-
dado de la oración de adoración, de la oración de alabanza! Tenemos que
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reanudarla. Cada uno puede preguntarse ¿Cómo adoro yo? ¿Cuándo adoro
yo? ¿Cuándo adoro a Dios? Reanudar la oración de adoración y de ala-
banza. Es el contacto personal, de tú a tú, el estar en silencio ante el Señor
el secreto para entrar cada vez más en comunión con Él. La oración puede
nacer como una petición, incluso de intervención urgente, pero madura en
la alabanza y en la adoración. Oración madura. Entonces se vuelve verda-
deramente personal, como para Jesús, que luego dialoga libremente con el
Padre: "Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" (Mt 11,26). Y así, en un
diálogo libre y confiado, la oración se carga de toda la vida y la presenta
ante Dios.
Entonces preguntémonos: ¿nuestras oraciones se parecen a las de Jesús
o se reducen a llamadas de emergencia ocasionales? “Necesito esto”, y
entonces voy corriendo a rezar. Y cuando no lo necesitas ¿qué haces? ¿O
las usamos como tranquilizantes que deben tomarse en dosis regulares
para aliviar el estrés? No, la oración es un gesto de amor, es estar con Dios
y llevarle la vida del mundo: es una obra indispensable de misericordia
espiritual. Y si nosotros no confiamos los hermanos, las situaciones al
Señor, ¿quién lo hará? ¿Quién intercederá, quién se preocupará de llamar
al corazón de Dios para abrir la puerta de la misericordia a la humanidad
necesitada? Para ello el Padre Pio nos dejó los grupos de oración. Y les
dijo: "Es la oración, esta fuerza unida de todas las almas buenas, la que
mueve el mundo, que renueva las conciencias, [...] que sana a los enfer-
mos, que santifica el trabajo, que eleva la atención médica, que da fuerza
moral [...], que difunde la sonrisa y la bendición de Dios sobre cada lan-
guidez y debilidad "(ibid.). Custodiemos estas palabras y preguntémonos
de nuevo: ¿rezo? Y cuando rezo, ¿sé alabar, sé adorar, sé llevar mi vida y
la de toda la gente ante Dios?
Segunda palabra: Pequeñez. En el Evangelio, Jesús alaba al Padre por-
que ha revelado los misterios de su Reino a los pequeños. ¿Quiénes son
estos pequeños, que saben cómo acoger los secretos de Dios? Los peque-
ños son aquellos que necesitan a los grandes, que no son autosuficientes,
que no creen que pueden bastarse a sí mismos. Pequeños son aquellos que
tienen el corazón humilde y abierto, pobre y necesitado, que sienten la
necesidad de orar, de confiarse y de dejarse acompañar. El corazón de
estos pequeños es como una antena, capta la señal de Dios, inmediatamen-
te, se da cuenta enseguida. Porque Dios busca el contacto con todos, pero
el que se hace grande crea una interferencia enorme, no llega el deseo de
Dios: Cuando uno está lleno de sí mismo, no hay lugar para Dios. Por lo
tanto, Él prefiere a los pequeños, se revela a ellos, y la forma de encontrar-
se con Él es abajarse, encogerse dentro, reconocerse necesitado. El miste-
rio de Jesucristo es misterio de pequeñez: Él se abajó, se aniquiló. El mis-
terio de Jesús, como vemos en la hostia en cada misa, es un misterio de
pequeñez: de amor humilde, y solo se puede comprender siendo pequeño
y frecuentando a los pequeños.
Y ahora podemos preguntarnos: ¿sabemos cómo buscar a Dios allí
dónde está? Aquí hay un santuario especial donde está presente, porque
hay tantos de los pequeños que Él prefiere. San Pío lo llamó " templo de
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oración y ciencia", donde todos están llamados a ser "reservas de amor"
para los demás (Discurso por el 1er aniversario de la inauguración, 5 de
mayo de 1957): es la Casa Sollievo della Sofferenza. En el enfermo se
encuentra Jesús, y en el amoroso cuidado de aquellos que se inclinan sobre
las heridas del prójimo, está el camino para encontrar a Jesús. Quien cuida
a los niños está del lado de Dios y vence a la cultura del descarte, que, por
el contrario, prefiere a los poderosos y considera inútiles a los pobres. Los
que prefieren a los pequeños proclaman una profecía de vida contra los
profetas de muerte de todos los tiempos, también de hoy, que descartan a
la gente, descartan a los niños, a los ancianos, porque no sirven. De pe-
queño, en la escuela, nos enseñaban la historia de los espartanos. A mí
siempre me llamaba la atención lo que nos decía la maestra, que cuando
nacía un niño o una niña con malformaciones lo llevaban a la cima del
monte y lo arrojaban desde allí para que no hubiera niños como ellos.
Nosotros, los niños, decíamos: “¡Pero que crueldad!”. Hermanos y herma-
nas, nosotros hacemos lo mismo, con más crueldad, con más ciencia. Lo
que no sirve, lo que no produce, se descarta. Esta es la cultura del descar-
te; hoy no se quiere a los pequeños. Por eso Jesús se deja de lado.
Finalmente, la tercera palabra. En la primera lectura, Dios dice: "No se
jacten los sabios de su sabiduría, no se jacte el fuerte de su fuerza" (Jer
9:22). La verdadera sabiduría no estriba en tener grandes cualidades y la
verdadera fuerza no está en la potencia. Los que se muestran fuertes y los
que responden al mal con el mal no son sabios. La única arma sabia e
invencible es la caridad animada por la fe, porque tiene el poder de desar-
mar a las fuerzas del mal. San Pío luchó contra el mal durante toda su vida
y luchó con sabiduría, como el Señor: con humildad, con obediencia, con
la cruz, ofreciendo el dolor por amor. Y todos están admirados; pero pocos
hacen lo mismo. Todos hablan bien, pero ¿cuántos imitan? Muchos están
dispuestos a poner un "me gusta" en la página de los grandes santos, pero
¿quién hace cómo ellos? Porque la vida cristiana no es un "me gusta"; es
un "me doy". La vida perfuma cuando se ofrece como un don; se vuelve
insípida cuando se guarda para uno mismo.
Y en la primera lectura, Dios también explica de dónde sacar la sabi-
duría de la vida: "El que quiere gloriarse, que se gloríe [...] de conocerme"
(v.23). Conocerle, es decir encontrarlo, como Dios que salva y perdona:
este es el camino de la sabiduría. En el Evangelio, Jesús reafirma: "Venid
a mí todos los que estáis cansados y oprimidos" (Mt 11,28). ¿Quién de
nosotros puede sentirse excluido de la invitación? ¿Quién puede decir:
"No lo necesito"? San Pío ofreció su vida y sus innumerables sufrimientos
para hacer que los hermanos se encontrasen con el Señor. Y el medio
decisivo para encontrarlo era la Confesión, el sacramento de la Reconci-
liación. Allí comienza y recomienza una vida sabia, amada y perdonada,
allí comienza la curación del corazón. El Padre Pio fue un apóstol del
confesionario. También hoy nos invita allí; él nos dice: "¿Dónde vas?
¿Dónde Jesús o dónde tu tristeza? ¿A dónde vuelves? ¿A quién te salva o
a tu abatimiento, a tus remordimientos, a tus pecados? Ven, ven, el Señor
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te está esperando. Coraje, no existe un motivo tan grave como para ex-
cluirte de su misericordia ".
Los grupos de oración, los enfermos de la Casa Sollievo, el confesio-
nario; tres signos visibles que nos recuerdan tres preciosos legados: la
oración, la pequeñez y la sabiduría de la vida. Pidamos la gracia de culti-
varlos todos los días.

EL DINAMISMO DEL GRANO DE TRIGO Y LA LEY PASCUAL


20180318 Ángelus
El Evangelio de hoy (Jn 12, 20-33) narra un episodio que tuvo lugar en
los últimos días de la vida de Jesús. La escena tiene lugar en Jerusalén,
donde se encuentra para la fiesta de la Pascua judía. Para esta celebración
ritual llegaron también algunos griegos; se trata de hombres animados por
sentimientos religiosos, atraídos por la fe del pueblo judío, quienes ha-
biendo oído hablar de este gran profeta, se acercan a Felipe, uno de los
doce apóstoles, y le dicen, “queremos ver a Jesús” (v. 21). Juan subraya
esta frase, centrada en el verbo ver, que, en el vocabulario del evangelista
significa ir más allá de las apariencias para captar el misterio de
una persona. El verbo que utiliza Juan, “ver”, es llegar hasta el corazón,
llegar, a través de la vista, de la comprensión, hasta lo más profundo de la
persona, hasta dentro.
La reacción de Jesús es sorprendente. No responde con un “sí” o un
“no”, sino que dice: “Para el Hijo del hombre ha llegado la hora de ser
glorificado” (v. 23). Estas palabras que, a simple vista, parecen ignorar la
pregunta de los griegos, dan en realidad la respuesta verdadera porque
quién quiere conocer a Jesús debe mirar dentro de la cruz dónde se revela
su gloria. Mirar dentro de la cruz. El Evangelio de hoy nos invita a dirigir
nuestra mirada hacia el crucifijo, que no es un objeto ornamental o una
prenda de vestir, del que ¡a veces se abusa!, sino un signo religioso que
hay que contemplar y comprender. En la imagen de Jesús crucificado se
revela el misterio de la muerte del Hijo como supremo acto de amor, fuen-
te de vida y salvación para la humanidad de todos los tiempos. En sus
llagas hemos sido curados.
Puedo pensar “¿Cómo miro el crucifijo? ¿Como una obra de arte para
ver si es bello o no? ¿O miro dentro, entro en las llagas de Jesús hasta su
corazón? ¿Miro el misterio del Dios aniquilado hasta la muerte, como un
esclavo, como un criminal?”. No os olvidéis: Mirad el crucifijo, pero mi-
rarlo desde dentro. Hay una hermosa devoción de rezar un Padre nuestro
por cada una de las cinco llagas: Cuando rezamos este Padre nuestro,
tratamos de entrar a través de las llagas de Jesús, dentro, precisamente a su
corazón. Y allí aprenderemos la gran sabiduría del misterio de Cristo, la
gran sabiduría de la cruz.
Y para explicar el significado de su muerte y de su resurrección, Jesús
se sirve de una imagen y dice: “Si el grano de trigo no cae en tierra y mue-
re se queda solo; pero si muere da mucho fruto”. Quiere hacer comprender
que su vivencia extrema, -es decir la cruz, muerte y resurrección- es un
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acto de fecundidad, -sus llagas nos han curado- una fecundidad que dará
fruto para muchos. De esta manera se compara con el grano que muere en
la tierra y genera vida nueva. Con la encarnación Jesús ha venido a la
tierra; pero esto no basta: Él debe también morir para rescatar a los hom-
bres de la esclavitud del pecado y darles una nueva vida reconciliada en el
amor. He dicho: “para rescatar a los hombres”, pero para rescatarme a mí,
a ti, a cada uno de nosotros, Él pagó ese precio. Este es el misterio de
Cristo. Ve a sus llagas, entra, contempla; mira a Jesús, pero desde dentro.
Y este dinamismo del grano de trigo, que se cumple en Jesús, debe
cumplirse también en nosotros, sus discípulos: estamos llamados a hacer
nuestra esta ley pascual, de perder la vida para recibirla nueva y también
eterna. ¿Y qué significa perder la vida? Es decir, ¿qué significa ser el
grano de trigo? Significa pensar menos en uno mismo, en los intereses
personales y saber “ver” y salir al encuentro de las necesidades de nuestro
prójimo, especialmente de los últimos. Cumplir con alegría obras de cari-
dad con los que sufren en el cuerpo y en el espíritu es el modo más autén-
tico de vivir el Evangelio, es el fundamento necesario para que nuestras
comunidades crezcan en la fraternidad y en la acogida recíproca.
Quiero ver a Jesús, pero verlo desde dentro. Entra en sus llagas y con-
templa ese amor de su corazón, por tí, por tí, por tí, por mí, por todos.
¡Que la Virgen María, que tuvo siempre la mirada de su corazón fija en
su Hijo, desde Belén hasta la cruz del Calvario, nos ayude a encontrarlo y
a conocerlo, así como Él quiere, para que podamos vivir iluminados por
Él, y podamos llevar al mundo frutos de justicia y de paz!

LA PRIMERA TAREA DEL OBISPO ES LA ORACIÓN


20180319 Homilía Ordenaciones episcopales
En cuanto a ustedes, hermanos queridos, elegidos por el Señor, piensen
que han sido elegidos entre los hombres y para los hombres, han sido
constituidos en las cosas que se refieren a Dios. No para otras cosas. No
para los negocios, no para la mundanidad, no para la política. «Episcopa-
do», en efecto, es el nombre de un servicio, no de un honor. Porque al
obispo le compete más servir que dominar, según el mandamiento del
Maestro: «el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que
gobierna, como el que sirve». Huyan de la tentación de convertirse en
príncipes.
Anuncien la Palabra en toda ocasión: a tiempo y a destiempo. Advier-
tan, reprochen, exhorten, con toda magnanimidad y doctrina. Y mediante
la oración y el ofrecimiento del sacrificio por su pueblo, tomen de la pleni-
tud de la santidad de Cristo la multiforme riqueza de Dios. La oración del
obispo: la primera tarea del obispo. Cuando fueron donde los apóstoles las
viudas de los helenistas a lamentarse porque no se preocupaban tanto de
ellas, se reunieron y, con la fuerza del Espíritu Santo, inventaron el diaco-
nado. Y Pedro, cuanto explica esto, ¿qué dice? “Ustedes hacen esto, esto y
esto; a nosotros, la oración y el anuncio de la Palabra”. La primera tarea
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del obispo es la oración. Un obispo que no reza no cumple con su deber,
no llena su vocación.
En la Iglesia que se les confía, sean fieles custodios y dispensadores de
los misterios de Cristo. Puestos por el Padre en la guía de su familia, sigan
siempre el ejemplo del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas, ellas le co-
nocen y por ellas no dudó en dar la vida.
Amen con amor de padre y de hermano a todos aquellos que Dios les
confía. Ante todo, a los presbíteros y a los diáconos, sus colaboradores en
el ministerio. Cercanía a los presbíteros, por favor: que puedan encontrar
el obispo el mismo día o máximo al día siguiente en que los buscan. Cer-
canía a los sacerdotes. Pero también cercanía a los pobres, a los indefensos
y a cuantos tienen necesidad de acogida y de ayuda. Exhorten a los fieles a
cooperar en el compromiso apostólico y escúchenles de buen grado.
Presten viva atención a cuantos no pertenecen al único rebaño de Cris-
to, porque ellos también les han sido confiados en el Señor. Recuerden
que, en la Iglesia católica, reunida en el vínculo de la caridad, están unidos
al Colegio de los obispos y deben llevar en ustedes la solicitud por todas
las Iglesias, socorriendo generosamente a las más necesitadas de ayuda.

LA ALEGRÍA QUE DESPIERTA JESÚS EN LOS JÓVENES


20180325 Homilía Domingo de Ramos XXXIII JMJ
Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y
tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar
a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al
terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebra-
ción se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos
que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra
desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y
mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y tam-
bién de odiar ―y mucho―; capaces de entregas valerosas y también de
saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelida-
des pero también de grandes abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús des-
pierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y
gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la
del leproso sanado o el balar de la oveja perdida, que resuenan a la vez
con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el
grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y
mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su
dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos poster-
gados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nom-
bre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la digni-
dad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que
volvieron a confiar y a esperar. Y estos gritan. Se alegran. Es la alegría.
88
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón
escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles»
a la ley y a los preceptos rituales53. Alegría insoportable para quienes han
bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Mu-
chos de estos piensan: «¡Mira que pueblo más maleducado!». Alegría
intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas
oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta
de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y
acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros! 54
Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifíca-
lo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se
forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio.
Es el grito que nace cuando se pasa del hecho a lo que se cuenta, nace de
lo que se cuenta. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a
su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para salirse con
la suya. Esto es un falso relato. El grito del que no tiene problema en bus-
car los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es
el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que ter-
mina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es
la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando espe-
cialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tra-
moya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin pro-
blemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la espe-
ranza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindan-
do el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo»
que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la
mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese «padecer con», la
compasión, que es la debilidad de Dios.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de
Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su
amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecado-
res, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos
sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que
nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada miseri-
cordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras priori-
dades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el
que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y her-
manas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de
alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades
hacia los pecadores, los últimos, los olvidados?

53
Cf. R. Guardini, El Señor, 383.
54
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
89
Y a ustedes, queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes
es para algunos, motivo de enojo y también de irritación, ya que un joven
alegre es difícil de manipular. ¡Un joven alegre es difícil de manipular!
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fari-
seos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» y él
responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras»
(Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido.
Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes.
Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «rui-
do», para que no se pregunten y cuestionen. «¡Estad callados!». Hay mu-
chas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños
pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juven-
tud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y
de todos los tiempos, también a los de hoy: «Si ellos callan, gritarán las
piedras» (Lc 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes
decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del
viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si
nosotros los mayores y responsables ―tantas veces corruptos― callamos,
si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?
Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.

SACERDOTES CERCANOS, A DIOS Y A LA GENTE


20180329 Homilía Misa Crismal
Leyendo los textos de la liturgia de hoy me venía a la mente, de mane-
ra insistente, el pasaje del Deuteronomio que dice: «Porque ¿dónde hay
una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor,
nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7). La cercanía de Dios...
nuestra cercanía apostólica.
En el texto del profeta Isaías contemplamos al enviado de Dios ya
«ungido y enviado», en medio de su pueblo, cercano a los pobres, a los
enfermos, a los prisioneros... y al Espíritu que «está sobre él», que lo im-
pulsa y lo acompaña por el camino.
En el Salmo 88, vemos cómo la compañía de Dios, que ha conducido
al rey David de la mano desde que era joven y que le prestó su brazo,
ahora que es anciano, toma el nombre de fidelidad: la cercanía mantenida
a lo largo del tiempo se llama fidelidad.
El Apocalipsis nos acerca, hasta que podemos verlo, al «Erjómenos»,
al Señor que siempre «está viniendo» en Persona. La alusión a que «lo
verán los que lo traspasaron» nos hace sentir que siempre están a la vista
las llagas del Señor resucitado, siempre está viniendo a nosotros el Señor
si nos queremos «hacer próximos» en la carne de todos los que sufren,
especialmente de los niños.
90
En la imagen central del Evangelio de hoy, contemplamos al Señor a
través de los ojos de sus paisanos que estaban «fijos en él» (Lc 4,20).
Jesús se alzó para leer en su sinagoga de Nazaret. Le fue dado el rollo del
profeta Isaías. Lo desenrolló hasta que encontró el pasaje del enviado de
Dios. Leyó en voz alta: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido
y enviado...» (Is 61,1). Y terminó estableciendo la cercanía tan provocado-
ra de esas palabras: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de
oír» (Lc 4,21).
Jesús encuentra el pasaje y lee con la competencia de los escribas. Él
habría podido perfectamente ser un escriba o un doctor de la ley, pero
quiso ser un «evangelizador», un predicador callejero, el «portador de
alegres noticias» para su pueblo, el predicador cuyos pies son hermosos,
como dice Isaías (cf. 52,7). El predicador es cercano.
Esta es la gran opción de Dios: el Señor eligió ser alguien cercano a su
pueblo. ¡Treinta años de vida oculta! Después comenzará a predicar. Es la
pedagogía de la encarnación, de la inculturación; no solo en las culturas
lejanas, también en la propia parroquia, en la nueva cultura de los jóve-
nes...
La cercanía es más que el nombre de una virtud particular, es una acti-
tud que involucra a la persona entera, a su modo de vincularse, de estar a
la vez en sí mismo y atento al otro. Cuando la gente dice de un sacerdote
que «es cercano» suele resaltar dos cosas: la primera es que «siempre
está» (contra el que «nunca está»: «Ya sé, padre, que usted está muy ocu-
pado», suelen decir). Y la otra es que sabe encontrar una palabra para cada
uno. «Habla con todos», dice la gente: con los grandes, los chicos, los
pobres, con los que no creen... Curas cercanos, que están, que hablan con
todos... Curas callejeros.
Y uno que aprendió bien de Jesús a ser predicador callejero fue Felipe.
Dicen los Hechos quere corría anunciando la Buena Nueva de la Palabra
predicando en todas las ciudades y que estas se llenaban de alegría (cf.
8,4.5-8). Felipe era uno de esos a quienes el Espíritu podía «arrebatar» en
cualquier momento y hacerlo salir a evangelizar, yendo de un lado para
otro, uno capaz hasta de bautizar gente de buena fe, como el ministro de la
reina de Etiopía, y hacerlo ahí mismo, en la calle (cf. Hch 8,5; 36-40).
Queridos hermanos, la cercanía es la clave del evangelizador porque es
una actitud clave en el Evangelio (el Señor la usa para describir el Reino).
Nosotros tenemos incorporado que la proximidad es la clave de la miseri-
cordia, porque la misericordia no sería tal si no se las ingeniara siempre,
como «buena samaritana», para acortar distancias. Pero creo que nos falta
incorporar más el hecho de que la cercanía es también la clave de la ver-
dad. No sólo de la misericordia, sino también de la verdad. ¿Se pueden
acortar distancias en la verdad? Sí se puede. Porque la verdad no es solo la
definición que hace nombrar las situaciones y las cosas a distancia de
concepto y de razonamiento lógico. No es solo eso. La verdad es también
fidelidad (emeth), esa que te hace nombrar a las personas con su nombre
propio, como las nombra el Señor, antes de ponerles una categoría o defi-
nir «su situación». Y aquí hay una costumbre –fea, ¿verdad? – de la «cul-
91
tura del adjetivo»: «Este es así, este es un tal, este es un cual…». No, este
es hijo de Dios. Después, tendrá virtudes o defectos, pero… la verdad fiel
de la persona y no el adjetivo convertido en sustancia.
Hay que estar atentos a no caer en la tentación de hacer ídolos con al-
gunas verdades abstractas. Son ídolos cómodos que están a mano, que dan
cierto prestigio y poder y son difíciles de discernir. Porque la «verdad-
ídolo» se mimetiza, usa las palabras evangélicas como un vestido, pero no
deja que le toquen el corazón. Y, lo que es mucho peor, aleja a la gente
simple de la cercanía sanadora de la Palabra y de los sacramentos de Je-
sús.
En este punto, acudimos a María, Madre de los sacerdotes. La pode-
mos invocar como «Nuestra Señora de la Cercanía»: «Como una verdade-
ra madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama ince-
santemente la cercanía del amor de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gau-
dium, 286), de modo tal que nadie se sienta excluido. Nuestra Madre no
solo es cercana por ir a servir con esa «prontitud» (ibíd., 288) que es un
modo de cercanía, sino también por su manera de decir las cosas. En Ca-
ná, el momento oportuno y el tono suyo con el cual dice a los servidores
«Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5), hará que esas palabras sean el
molde materno de todo lenguaje eclesial. Pero para decirlas como ella,
además de pedirle la gracia, hay que saber estar allí donde «se cocinan»
las cosas importantes, las de cada corazón, las de cada familia, las de cada
cultura. Solo en esta cercanía –podemos decir «de cocina»– uno puede
discernir cuál es el vino que falta y cuál es el de mejor calidad que quiere
dar el Señor.
Les sugiero meditar tres ámbitos de cercanía sacerdotal en los que es-
tas palabras: «Hagan todo lo que Jesús les diga» deben resonar ―de mil
modos distintos, pero con un mismo tono materno― en el corazón de las
personas con las que hablamos: el ámbito del acompañamiento espiritual,
el de la confesión y el de la predicación.
La cercanía en la conversación espiritual la podemos meditar contem-
plando el encuentro del Señor con la Samaritana. El Señor le enseña a
discernir primero cómo adorar, en Espíritu y en verdad; luego, con delica-
deza, la ayuda a poner nombre a su pecado, sin ofenderla; y, por fin, el
Señor se deja contagiar por su espíritu misionero y va con ella a evangeli-
zar a su pueblo. Modelo de conversación espiritual es el del Señor, que
sabe hacer salir a la luz el pecado de la Samaritana sin que proyecte su
sombra sobre su oración de adoradora ni ponga obstáculos a su vocación
misionera.
La cercanía en la confesión la podemos meditar contemplando el pasa-
je de la mujer adúltera. Allí se ve claro cómo la cercanía lo es todo porque
las verdades de Jesús siempre acercan y se dicen (se pueden decir siem-
pre) cara a cara. Mirando al otro a los ojos ―como el Señor cuando se
puso de pie después de haber estado de rodillas junto a la adúltera que
querían apedrear, y puede decir: «Yo tampoco te condeno» (Jn 8,11), no
es ir contra la ley. Y se puede agregar «En adelante no peques más»
(ibíd.), no con un tono que pertenece al ámbito jurídico de la verdad-
92
definición ―el tono de quien siente que tiene que determinar cuáles son
los condicionamientos de la Misericordia divina― sino que es una frase
que se dice en el ámbito de la verdad-fiel, que le permite al pecador mirar
hacia adelante y no hacia atrás. El tono justo de este «no peques más» es
el del confesor que lo dice dispuesto a repetirlo setenta veces siete.
Por último, el ámbito de la predicación. Meditamos en él pensando en
los que están lejos, y lo hacemos escuchando la primera prédica de Pedro,
que debe incluirse dentro del acontecimiento de Pentecostés. Pedro anun-
cia que la palabra es «para los que están lejos» (Hch 2,39), y predica de
modo tal que el kerigma les «traspasó el corazón» y les hizo preguntar:
«¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37). Pregunta que, como decíamos,
debemos hacer y responder siempre en tono mariano, eclesial. La homilía
es la piedra de toque «para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro
de un Pastor con su pueblo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 135). En la
homilía se ve qué cerca hemos estado de Dios en la oración y qué cerca
estamos de nuestro pueblo en su vida cotidiana.
La buena noticia se da cuando estas dos cercanías se alimentan y se cu-
ran mutuamente. Si te sientes lejos de Dios, por favor, acércate a su pue-
blo, que te sanará de las ideologías que te entibiaron el fervor. Los peque-
ños te enseñarán a mirar de otra manera a Jesús. Para sus ojos, la Persona
de Jesús es fascinante, su buen ejemplo da autoridad moral, sus enseñan-
zas sirven para la vida. Y si tú te sientes lejos de la gente, acércate al Se-
ñor, a su Palabra: en el Evangelio, Jesús te enseñará su modo de mirar a la
gente, qué valioso es a sus ojos cada uno de aquellos por los que derramó
su sangre en la Cruz. En la cercanía con Dios, la Palabra se hará carne en
ti y te volverás un cura cercano a toda carne. En la cercanía con el pueblo
de Dios, su carne dolorosa se volverá palabra en tu corazón y tendrás de
qué hablar con Dios, te volverás un cura intercesor.
Al sacerdote cercano, ese que camina en medio de su pueblo con cer-
canía y ternura de buen pastor (y unas veces va adelante, otras en medio y
otras veces va atrás, pastoreando), no es que la gente solamente lo aprecie
mucho; va más allá: siente por él una cosa especial, algo que solo siente en
presencia de Jesús. Por eso, no es una cosa más esto de «discernir nuestra
cercanía». En ella nos jugamos «hacer presente a Jesús en la vida de la
humanidad» o dejar que se quede en el plano de las ideas, encerrado en
letras de molde, encarnado a lo sumo en alguna buena costumbre que se
va convirtiendo en rutina.
Queridos hermanos sacerdotes, pidamos a María, Nuestra Señora de la
Cercanía, que nos acerque entre nosotros y, a la hora de decirle a nuestro
pueblo que haga todo lo que Jesús le diga, nos unifique el tono, para que,
en la diversidad de nuestras opiniones, se haga presente su cercanía ma-
terna, esa que con su sí nos acercó a Jesús para siempre.
93
CON CRISTO RESUCITA NUESTRA ESPERANZA
20180331 Homilía Vigilia pascual
Esta celebración la hemos comenzado fuera... inmersos en la oscuridad
de la noche y en el frío que la acompaña. Sentimos el peso del silencio
ante la muerte del Señor, un silencio en el que cada uno de nosotros puede
reconocerse y cala hondo en las hendiduras del corazón del discípulo que
ante la cruz se queda sin palabras.
Son las horas del discípulo enmudecido frente al dolor que genera la
muerte de Jesús: ¿Qué decir ante tal situación? El discípulo que se queda
sin palabras al tomar conciencia de sus reacciones durante las horas cru-
ciales en la vida del Señor: frente a la injusticia que condenó al Maestro,
los discípulos hicieron silencio; frente a las calumnias y al falso testimo-
nio que sufrió el Maestro, los discípulos callaron. Durante las horas difíci-
les y dolorosas de la Pasión, los discípulos experimentaron de forma dra-
mática su incapacidad de «jugársela» y de hablar en favor del Maestro. Es
más, no lo conocían, se escondieron, se escaparon, callaron (cfr. Jn 18, 25-
27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra entumecido y
paralizado, sin saber hacia dónde ir frente a tantas situaciones dolorosas
que lo agobian y rodean. Es el discípulo de hoy, enmudecido ante una
realidad que se le impone haciéndole sentir, y lo que es peor, creer que
nada puede hacerse para revertir tantas injusticias que viven en su carne
nuestros hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso en una rutina aplastante
que le roba la memoria, silencia la esperanza y lo habitúa al «siempre se
hizo así». Es el discípulo enmudecido que, abrumado, termina «normali-
zando» y acostumbrándose a la expresión de Caifás: «¿No les parece pre-
ferible que un solo hombre muera por el pueblo y no perezca la nación
entera?» (Jn 11,50).
Y en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan contundente-
mente, entonces las piedras empiezan a gritar (cf. Lc 19,40)55 y a dejar
espacio para el mayor anuncio que jamás la historia haya podido contener
en su seno: «No está aquí ha resucitado» (Mt 28,6). La piedra del sepulcro
gritó y en su grito anunció para todos un nuevo camino. Fue la creación la
primera en hacerse eco del triunfo de la Vida sobre todas las formas que
intentaron callar y enmudecer la alegría del evangelio. Fue la piedra del
sepulcro la primera en saltar y a su manera entonar un canto de alabanza y
admiración, de alegría y de esperanza al que todos somos invitados a to-
mar parte.
Y si ayer, con las mujeres contemplábamos «al que traspasaron»
(Jn 19,36; cf. Za 12,10); hoy con ellas somos invitados a contemplar la
tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: «no tengan miedo… ha
resucitado» (Mt 28,5-6). Palabras que quieren tocar nuestras convicciones

55
«Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras».
94
y certezas más hondas, nuestras formas de juzgar y enfrentar los aconte-
cimientos que vivimos a diario; especialmente nuestra manera de relacio-
narnos con los demás. La tumba vacía quiere desafiar, movilizar, cuestio-
nar, pero especialmente quiere animarnos a creer y a confiar que Dios
«acontece» en cualquier situación, en cualquier persona, y que su luz
puede llegar a los rincones menos esperados y más cerrados de la existen-
cia. Resucitó de la muerte, resucitó del lugar del que nadie esperaba nada
y nos espera —al igual que a las mujeres— para hacernos tomar parte de
su obra salvadora. Este es el fundamento y la fuerza que tenemos los cris-
tianos para poner nuestra vida y energía, nuestra inteligencia, afectos y
voluntad en buscar, y especialmente en generar, caminos de dignidad. ¡No
está aquí…ha resucitado! Es el anuncio que sostiene nuestra esperanza y
la transforma en gestos concretos de caridad. ¡Cuánto necesitamos dejar
que nuestra fragilidad sea ungida por esta experiencia, cuánto necesitamos
que nuestra fe sea renovada, cuánto necesitamos que nuestros miopes
horizontes se vean cuestionados y renovados por este anuncio! Él resucitó
y con él resucita nuestra esperanza y creatividad para enfrentar los pro-
blemas presentes, porque sabemos que no vamos solos.
Celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no deja de
irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y para-
lizadores determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús venza esa
pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta sepultar todo tipo
de esperanza.
La piedra del sepulcro tomó parte, las mujeres del evangelio tomaron
parte, ahora la invitación va dirigida una vez más a ustedes y a mí: invita-
ción a romper las rutinas, renovar nuestra vida, nuestras opciones y nues-
tra existencia. Una invitación que va dirigida allí donde estamos, en lo que
hacemos y en lo que somos; con la «cuota de poder» que poseemos. ¿Que-
remos tomar parte de este anuncio de vida o seguiremos enmudecidos ante
los acontecimientos?
¡No está aquí ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita a volver al
tiempo y al lugar del primer amor y decirte: No tengas miedo, sígueme.

LAS SORPRESAS DE DIOS NOS PONEN EN CAMINO


20180401 Homilía Domingo de Pascua
Después de la escucha de la Palabra de Dios, de este paso del Evange-
lio, me nace decir tres cosas.
Primero: el anuncio. Ahí hay un anuncio: el Señor ha resucitado. Este
anuncio que desde los primeros tiempos de los cristianos iba de boca en
boca; era el saludo: el Señor ha resucitado. Y las mujeres, que fueron a
ungir el cuerpo del Señor, se encontraron frente a una sorpresa. La sorpre-
sa... Los anuncios de Dios son siempre sorpresas, porque nuestro Dios es
el Dios de las sorpresas. Y así desde el inicio de la historia de la salvación,
desde nuestro padre Abraham, Dios te sorprende: «Pero ve, ve, deja, vete
de tu tierra». Y siempre hay una sorpresa detrás de la otra. Dios no sabe
hacer un anuncio sin sorprendernos. Y la sorpresa es lo que te conmueve
95
el corazón, lo que te toca precisamente allí, donde tú no lo esperas. Para
decirlo un poco con un lenguaje de los jóvenes: la sorpresa es un golpe
bajo; tú no te lo esperas. Y Él va y te conmueve. Primero: el anuncio he-
cho sorpresa.
Segundo: la prisa. Las mujeres corren, van deprisa a decir: «¡Pero he-
mos encontrado esto!».
Las sorpresas de Dios nos ponen en camino, inmediatamente, sin espe-
rar. Y así corren para ver. Y Pedro y Juan corren. Los pastores la noche de
Navidad corren: «Vamos a Belén a ver lo que nos han dicho los ángeles».
Y la Samaritana, corre para decir a su gente: «Esta es una novedad: he
encontrado a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho». Y la
gente sabía las cosas que ella había hecho. Y aquella gente, corre, deja lo
que está haciendo, también la ama de casa deja las patatas en la cazuela —
las encontrará quemadas— pero lo importante es ir, correr, para ver esa
sorpresa, ese anuncio. También hoy sucede.
En nuestros barrios, en los pueblos cuando sucede algo extraordinario,
la gente corre a ver. Ir deprisa. Andrés no perdió tiempo y fue deprisa
donde Pedro a decirle: «Hemos encontrado al Mesías».
Las sorpresas, las buenas noticias, se dan siempre así: deprisa. En el
Evangelio hay uno que se toma un poco de tiempo; no quiere arriesgar.
Pero el Señor es bueno, lo espera con amor, es Tomás. «Yo creeré
cuando vea las llagas», dice. También el Señor tiene paciencia para aque-
llos que no van tan deprisa.
El anuncio-sorpresa, la respuesta deprisa y lo tercero que yo quisiera
decir hoy es una pregunta:
«¿Y yo qué? ¿Tengo el corazón abierto a las sorpresas de Dios? ¿Soy
capaz de ir deprisa, o siempre con esa cantilena, “veré mañana, mañana”?
¿Qué me dice a mí la sorpresa?».
Juan y Pedro fueron deprisa al sepulcro. De Juan el Evangelio nos di-
ce: «Creed». También Pedro: «Creed», pero a su modo, con la fe un poco
mezclada con el remordimiento de haber negado al Señor. El anuncio
causó sorpresa, la carrera/ir deprisa y la pregunta: ¿Y yo hoy en esta Pas-
cua de 2018 qué hago? ¿Tú, qué haces?

LA PASCUA DE CRISTO ABRE A LA FRATERNIDAD


20180402 Regina coeli
El lunes después de Pascua se llama «Lunes del Ángel», según una
tradición muy hermosa que corresponde a las fuentes bíblicas sobre la
Resurrección. Narran, de hecho, los Evangelios (cf. Mateo 28, 1-10, Mar-
cos 16, 1-7; Lucas 24, 1-12) que, cuando las mujeres fueron al Sepulcro,
lo encontraron abierto. Temieron no poder entrar porque la tumba había
estado cerrada con una gran piedra. En cambio, estaba abierta; y desde
dentro una voz les dijo que Jesús no estaba allí, que había resucitado. Por
primera vez se pronunciaron las palabras: «Ha resucitado». Los evangelis-
tas nos refieren que este primer anuncio fue dado por los ángeles, es decir,
los mensajeros de Dios. Hay un significado en esta presencia angélica:
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como quien anunció la Encarnación del Verbo fue un ángel, Gabriel, así
también no era suficiente una palabra humana para anunciar por primera
vez la Resurrección. Era necesario un ser superior para comunicar una
realidad tan sobrecogedora, tan increíble, que tal vez ningún hombre ha-
bría osado pronunciarla. Después de este primer anuncio, la comunidad de
los discípulos comenzó a repetir: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y
se ha aparecido a Simón!» (Lucas, 24, 34). Es hermoso este anuncio. Po-
demos decirlo todos juntos ahora: «Verdaderamente el Señor ha resucita-
do». Este primer anuncio —«realmente ha resucitado»— requería una
inteligencia superior a la humana.
El de hoy es un día de celebración y convivencia que generalmente se
vive con la familia. Es un día familiar. Después de celebrar la Pascua,
sentimos la necesidad de reunirnos con nuestros seres queridos y con
amigos para hacer fiesta. Porque la fraternidad es el fruto de la Pascua de
Cristo que, con su muerte y resurrección derrotó el pecado que separaba al
hombre de Dios, al hombre de sí mismo, al hombre de sus hermanos. Pero
nosotros sabemos que el pecado siempre separa, siempre hace enemistad.
Jesús abatió el muro de división entre los hombres y restableció la paz,
empezando a tejer la red de una nueva fraternidad. Es muy importante, en
este tiempo nuestro, redescubrir la fraternidad, así como se vivía en las
primeras comunidades cristianas. Redescrubir cómo dar espacio a Jesús
que nunca separa, siempre une. No puede haber una verdadera comunión y
un compromiso por el bien común y la justicia social sin la fraternidad y
sin compartir. Sin un intercambio fraterno, no se puede crear una auténtica
comunidad eclesial o civil: existe sólo un grupo de individuos motivados
por sus propios intereses. Pero la fraternidad es una gracia que hace Jesús.
La Pascua de Cristo hizo estallar algo más en el mundo: la novedad del
diálogo y de la relación, algo nuevo que se ha convertido en una responsa-
bilidad para los cristianos. De hecho, Jesús dijo: «En esto conocerán que
todos sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros»
(Juan 13, 35). He aquí por qué no podemos cerrarnos en nuestro privado,
en nuestro grupo, sino que estamos llamados a ocuparnos del bien común,
a cuidar de los hermanos, especialmente de aquellos más débiles y margi-
nados.
Solo la fraternidad puede garantizar una paz duradera, vencer la pobre-
za, extinguir las tensiones y las guerras y erradicar la corrupción y la cri-
minalidad. Que el ángel que nos dice: «ha resucitado», nos ayude a vivir la
fraternidad y la novedad del diálogo y de la relación y la preocupación por
el bien común.

HABLAD DE JESUCRISTO, COMO LO HIZO EL P. CHEVRIER


20180407 Discurso Asociación Sacerdotes del Prado
Me complace daros la bienvenida con motivo de vuestra peregrinación
a Roma, como miembros de la familia del Prado, comprometidos a dar la
vida todos los días siguiendo los pasos y el ejemplo del Padre Antoine
Chevrier al servicio de los más pobres. Este encuentro me ofrece la opor-
97
tunidad de dar gracias al Señor por el camino recorrido desde la época en
que vuestro beato fundador, conmovido por la indigencia de los más des-
heredados de su tiempo, decidió hacerse prójimo de ellos para que pudie-
ran conocer y amar a Jesucristo. Desde entonces la planta se ha desarrolla-
do admirablemente: ahora formáis una hermosa familia de sacerdotes, de
monjas y de laicas consagradas, distribuidos en varios países, habitados
por el mismo amor de Jesús que se hizo pobre entre los pobres, y por el
mismo ardor de evangelizar.
Nuestra época también conoce sus pobrezas, viejas y nuevas, materia-
les y espirituales, y son muchos los que a nuestro alrededor experimentan
el sufrimiento, las heridas, las miserias y las angustias de todo tipo. Muy a
menudo están lejos de la Iglesia e ignoran por completo la alegría y el
consuelo que provienen del Evangelio. La misión que cumplir entre ellos
es inmensa y la Madre Iglesia es feliz de poder contar con el apoyo de los
discípulos del Padre Chevrier. Efectivamente, no puedo por menos que
aprobar y alentar la acción pastoral que lleváis a cabo según el carisma
propio de vuestros institutos, un carisma que me toca personalmente y que
está en el centro de la renovación misionera a la que está llamada toda la
Iglesia; por “la íntima conexión que existe entre evangelización y promo-
ción humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda
acción evangelizadora”. (Exhortación apostólica Evangelii Gaudium,
178).
El santo Papa Juan Pablo II, en ocasión de la beatificación del Padre
Chevrier, en 1986 en Lyon, os propuso diferentes orientaciones, que cono-
céis muy bien, para fortalecer vuestro dinamismo y, por mi parte, solo
puedo renovarlas. Para retomar solamente una, os pedía: "Hablad de Jesu-
cristo con la misma intensidad de fe que el Padre Chevrier. [...] Los pobres
tienen derecho a que se les hable de Jesucristo. Tienen derecho al Evange-
lio y a la totalidad del Evangelio "(Discurso al Instituto del Prado, 7 de
octubre de 1986). De hecho, me gusta recordar, que la inmensa mayoría
de los pobres tiene una apertura particular a la fe; necesitan a Dios, y la
falta de atención espiritual hacia ellos constituye la peor discriminación:
"La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en
una atención religiosa privilegiada y prioritaria." (Evangelii gau-
dium, 200).
Queridos hermanos y hermanas, os invito a regresar continuamente a
la magnífica figura de vuestro fundador, a meditar sobre su vida, a pedir
su intercesión. La experiencia espiritual que vivió intensamente - una
inmensa compasión por los pobres, la comprensión y el compartir su su-
frimiento y, al mismo tiempo, una contemplación del despojarse de Cristo
que se convirtió en uno de ellos - fue la fuente de su ardor apostólico. Y
también lo será de vuestro dinamismo misionero.
98
INRAIZADOS EN CRISTO EN UNA VIDA INTERIOR SÓLIDA
20180407 Discurso a la “Communauté de l’Emmanuel”
El carisma de la Comunidad del Emmanuel está inscrito en su nombre:
Emmanuel, Dios con nosotros. Esencialmente, es desde la contemplación
del misterio de la encarnación, en particular de la adoración eucarística,
donde brota vuestro dinamismo misionero para anunciar la Buena Nueva a
todos aquellos a quienes Jesús ofrece su amistad. Os aliento a que hagáis
descubrir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, dondequiera que el
Espíritu os envíe, la Misericordia de Dios que nos amó hasta el punto de
habitar entre nosotros. Esta misericordia del Señor, siempre presente cerca
de su pueblo, debe proponerse con un entusiasmo nuevo a través de una
pastoral renovada, con el fin de llegar a los corazones de las personas y
animarlas a encontrar su camino de vuelta al Padre (cf. Bula Misericor-
diae Vultus, 15). Ojalá, que allí donde esté presente vuestra Comunidad, se
manifieste la Misericordia del Padre, especialmente hacia los más pobres,
en el corazón o en el cuerpo, curando sus heridas con el consuelo del
Evangelio, con la solidaridad y la debida atención (ibid.).
Queridos amigos, la Comunidad del Emmanuel, desde sus orígenes, ha
sabido expresar un dinamismo verdadero para anunciar la Buena Nueva de
una manera viva y alegre. Os exhorto a permanecer enraizados en Cristo a
través de una vida interior sólida y confiando en el Espíritu Santo, que sale
en ayuda de nuestra fragilidad y nos sana de todo lo que debilita nuestro
compromiso misionero; a atesorar en el corazón este ardiente deseo de
transmitir la alegría del Evangelio a quienes no lo conocen o lo han perdi-
do; a ser protagonistas de la "Iglesia en salida" que está en la cima de mis
deseos. ¡La Iglesia cuenta con vosotros, con vuestra fidelidad a la Palabra,
con vuestra disponibilidad para el servicio y testimonio de vidas transfor-
madas por el Espíritu Santo!" (Discurso en la Vigilia de Pentecostés, 3 de
junio de 2017).
Junto a vosotros doy gracias por todo el camino que habéis recorrido
bajo el impulso del Espíritu Santo, que quiere que estemos constantemente
en marcha; y os invito a permanecer siempre a su escucha, porque no hay
mayor libertad que la de dejarse guiar por el Espíritu y permitirle que nos
ilumine y nos guíe a donde elija.

SOLO JESÚS NOS SALVA DE LAS ESCLAVITUDES INTERIORES


20180407 Discurso a Jóvenes de Brescia
Me impresionaron las palabras de ese joven al que el obispo acaba de
citar – y que ya conocía antes-: "¿Realmente creen los obispos que los
jóvenes pueden ayudar a la Iglesia a cambiar?". No sé si ese joven, que
hizo esta pregunta, está aquí entre vosotros ... ¿Está aquí? ...No está; de
acuerdo. Pero, en cualquier caso, puedo decirle a él y a todos vosotros que
esta pregunta también es muy importante para mí. Me importa mucho que
el próximo Sínodo de los Obispos, que tratará de “Los jóvenes, la fe y el
discernimiento vocacional”, se prepare escuchando realmente a los jóve-
99
nes. Y puedo atestiguar que se está haciendo. También me lo demostráis
vosotros, con el trabajo que se está llevando a cabo en vuestras diócesis. Y
cuando digo "escuchando realmente" también me refiero a la disponibili-
dad para cambiar algo, para caminar juntos, para compartir sueños, como
dijo ese joven.
Pero yo también tengo derecho a hacer preguntas y quiero haceros una
pregunta. Preguntáis con razón si los obispos estamos dispuestos a escu-
charos realmente y a cambiar algo en la Iglesia. Y yo os pregunto: ¿Voso-
tros, estáis dispuestos a escuchar a Jesús y a cambiar algo de vosotros?
Dejo ahí la pregunta para que entre en vuestro corazón. La repito. ¿Estáis
dispuestos a escuchar a Jesús y a cambiar algo de vosotros mismos? Si
estáis aquí creo que es así, pero no puedo y no quiero darlo por sentado.
Que cada uno de vosotros reflexione para sí mismo, en su corazón: ¿Estoy
dispuesto a hacer míos los sueños de Jesús? ¿O tengo miedo de que sus
sueños pueden "perturbar" mis sueños?
¿Y cuál es el sueño de Jesús? El sueño de Jesús es lo que en los Evan-
gelios se llama el reino de Dios. El reino de Dios significa amor con Dios
y amor entre nosotros, formando una gran familia de hermanos y herma-
nas con Dios como Padre, que ama a todos sus hijos y se llena de alegría
cuando uno que se ha perdido vuelve a casa. Este es el sueño de Jesús.
Pregunto: ¿Estáis dispuesto a hacerlo vuestro? ¿Estáis dispuesto a hacerlo
vuestro? ¿También estáis dispuestos a cambiar para abrazar este sueño?
(Los jóvenes responden: ¡Sí!). Muy bien
Jesús es muy claro. Dice: "Si uno quiere venir en pos de mí, es decir
conmigo, tras de mí, niéguese a sí mismo". ¿Por qué usa esta palabra que
suena un poco fea, "negarse a sí mismo"? ¿Por qué? ¿En qué sentido debe-
ría entenderse? No significa despreciar lo que Dios mismo nos ha dado: la
vida, los deseos, el cuerpo, las relaciones ... No; todo esto Dios lo ha que-
rido y lo quiere para nuestro bien. Sin embargo, Jesús pide al que quiere
seguirlo que se "niegue a sí mismo", porque en cada uno de nosotros hay
lo que en la Biblia se llama el "hombre viejo": hay un hombre viejo, un yo
egoísta que no sigue la lógica de Dios, la lógica del amor, sino que sigue
la lógica opuesta, la del egoísmo, la del interés propio, a menudo enmasca-
rado con una buena fachada, para ocultarlo. Vosotros sabéis todo esto, son
cosas de la vida. Jesús murió en la cruz para liberarnos de esta esclavitud
del hombre viejo, que no es exterior, es interior. Cuántos de nosotros so-
mos esclavos del egoísmo, del apego a las riquezas, de los vicios. Estas
son las esclavitudes interiores. Es el pecado, lo que nos hace morir por
dentro. Solo Él, Jesús, puede salvarnos de este mal, pero necesita nuestra
colaboración, que cada uno de nosotros diga: "Jesús, perdóname, dame un
corazón como el tuyo, humilde y lleno de amor". Es bonita esta oración:
“Jesús, perdóname, dame un corazón como el tuyo, humilde y lleno de
amor". Así amaba Jesús, así vivía Jesús.
¿Sabéis? Una oración como esa, ¡Jesús la toma en serio! Sí, y a los que
se fían de Él les regala experiencias sorprendentes. Por ejemplo, sentir una
nueva alegría al leer el Evangelio, la Biblia, una sensación de la belleza y
de la verdad de su Palabra. O la de sentirse atraído por participar en la
100
Misa, que para un joven no es muy común, ¿no es verdad? Y en su lugar
siente el deseo de estar con Dios, de permanecer en silencio ante la Euca-
ristía. O Jesús nos hace sentir su presencia en las personas que sufren, en
los enfermos, en los excluidos. Pensad en lo que habéis sentido cuando
habéis hecho algo bueno, cuando habéis ayudado a alguien. ¿No es verdad
que os habéis sentido bien? Es lo que da Jesús. Es El quien nos cambia; es
así. O nos da valor para hacer su voluntad yendo a contracorriente, pero
sin orgullo, sin presunción, sin juzgar a los demás ... Todas estas cosas son
regalos suyos, - son sus regalos - que hacen que nos sintamos cada vez
más vacíos de nosotros mismos y más llenos de Él.
Los santos nos demuestran todo esto. San Francisco de Asís, por ejem-
plo: era un joven lleno de sueños, pero eran los sueños del mundo, no los
de Dios. Jesús le habló en el crucifijo, en la iglesia de San Damiano, y su
vida cambió. Abrazó el sueño de Jesús, se despojó de su hombre viejo,
negó su yo egoísta y acogió a Jesús, humilde, pobre, sencillo, misericor-
dioso, lleno de alegría y admiración por la belleza de las criaturas.
Y pensemos también en Giovanni Battista Montini, Pablo VI: estamos
acostumbrados, con razón, a recordarlo como Papa. Pero antes fue un
hombre joven, un chico como vosotros, de un pueblo de vuestra tierra. Me
gustaría poneros unos deberes, unos “deberes para casa”: descubrir cómo
era Giovanni Battista Montini cuando era joven; como era en su familia,
como estudiante, como era en el oratorio ...; cuáles eran sus "sueños" ...
Intentad encontrarlo.

ENTRAR EN SUS LLAGAS PARA CONTEMPLAR EL AMOR


20180408 Homilía II domingo de Pascua, de la Divina Misericordia
En el Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: «Los discí-
pulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20); luego, dijeron a
Tomás: «Hemos visto al Señor» (v. 25). Pero el Evangelio no describe al
Resucitado ni cómo lo vieron; solo hace notar un detalle: «Les enseñó las
manos y el costado» (v. 20). Es como si quisiera decirnos que los discípu-
los reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo
sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus manos la señal de los
clavos» (v. 25) y después de haber visto creyó (v. 27).
A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se
conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tam-
poco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar
sus heridas, los signos de su amor. El Evangelio llama a Tomás «Dídimo»
(v. 24), es decir, mellizo, y en su actitud es verdaderamente nuestro her-
mano mellizo. Porque tampoco para nosotros es suficiente saber que Dios
existe; no nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un
Dios distante, por más que sea justo y santo. No, tenemos también la nece-
sidad de “ver a Dios”, de palpar que él resucitó, resucitó por nosotros.
¿Cómo podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus llagas. Al
mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los per-
donaba, a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo
101
abandonó. Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota
de su corazón. Este es el camino. Es entender que su corazón palpita por
mí, por ti, por cada uno de nosotros. Queridos hermanos y hermanas:
Podemos considerarnos y llamarnos cristianos, y hablar de los grandes
valores de la fe, pero, como los discípulos, necesitamos ver a Jesús tocan-
do su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los
discípulos, una paz y una alegría (cf. vv. 19-20) que son más sólidas que
cualquier duda.
Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor
mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo
que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría
parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío?
¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no
profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el
que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en una historia de amor, le
decimos: “Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y enton-
ces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el
amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado”.
Dios no se ofende de ser “nuestro”, porque el amor pide intimidad, la
misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los diez man-
damientos ya decía: «Yo soy el Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba:
«Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de
Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota
del corazón conmovido de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Entrando
hoy en el misterio de Dios a través de las llagas, comprendemos que la
misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo
de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos
inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en
verdaderos enamorados del Señor. No tengamos miedo a esta palabra:
enamorados del Señor.
¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericor-
dia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que
la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas
resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimen-
tar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar. Dejarse perdonar. Me
pregunto a mí, y a cada uno de vosotros: ¿Me dejo perdonar? Para expe-
rimentar ese amor, se necesita pasar por esto: ¿Me dejo perdonar? “Pero,
Padre, ir a confesarse parece difícil…”, porque nos viene la tentación ante
Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio: atrincherarnos con las
puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros también tenemos
miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor nos con-
ceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una
puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro. Cuando sentimos
vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el
mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que
necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos aver-
gonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos
102
de la vergüenza al perdón. No tengáis miedo de sentir vergüenza. No ten-
gáis miedo.
Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la
resignación. La resignación es siempre una puerta cerrada. La experimen-
taron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que todo
había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén, desalen-
tados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y después de tanto tiempo con
él nada había cambiado, se resignaron. También nosotros podemos pensar:
“Soy cristiano desde hace mucho tiempo y, sin embargo, en mí no cambia
nada, cometo siempre los mismos pecados”. Entonces, desalentados, re-
nunciamos a la misericordia. Pero el Señor nos interpela: “¿No crees que
mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar?
Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana”. Además —
quien conoce el sacramento del perdón lo sabe—, no es cierto que todo
sigue como antes. En cada perdón somos renovados, animados, porque
nos sentimos cada vez más amados, más abrazados por el Padre. Y cuando
siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfi-
co, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la
fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón
en perdón. Así es la vida: de vergüenza en vergüenza, de perdón en per-
dón. Esta es la vida cristiana.
Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a
veces blindada: nuestro pecado, el mismo pecado. Cuando cometo un
pecado grande, si yo —con toda honestidad— no quiero perdonarme, ¿por
qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una
parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable. A él, como enseña
el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con las puertas cerradas” —lo
hemos escuchado—, cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra
maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los
que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito:
descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del
Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él. Allí, el Dios herido de
amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas
miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Existe una transforma-
ción: mi llaga miserable se parece a sus llagas gloriosas. Porque él es
misericordia y obra maravillas en nuestras miserias. Pidamos hoy como
Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón
nuestra alegría, de encontrar en su misericordia nuestra esperanza.

DIOS ME HA TRATADO CON MISERICORDIA


20180410 Discurso encuentro con Misioneros de la Misericordia
Me gustaría compartir con vosotros algunas reflexiones para sostener
mejor la responsabilidad que he puesto en vuestras manos, y para que el
ministerio de misericordia que estáis llamados a vivir de una manera espe-
cial se exprese de la mejor manera, de acuerdo con la voluntad del Padre
103
que Jesús nos reveló, y que en la luz de Pascua adquiere su significado
más pleno.
Una primera reflexión la sugiere el texto del profeta Isaías, donde lee-
mos: "En el momento de la benevolencia, te respondí, el día de la salva-
ción te ayudé". [...] el Señor consuela a su pueblo y tiene misericordia de
sus pobres. Sion dijo: "El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvi-
dado". ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del
hijo de sus entrañas? Pues, aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvi-
do"(Is 49.8.13-15). Es un texto impregnado del tema de la misericordia.
La benevolencia, el consuelo, la cercanía, la promesa del amor eterno ...:
todas son expresiones que pretenden expresar la riqueza de la misericordia
divina, sin agotarla solamente en un aspecto.
San Pablo, en su segunda carta a los Corintios, tomando este texto de
Isaías, lo actualiza y parece querer aplicarlo precisamente a nosotros.
Escribe así: “Y como cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que
no recibáis en vano la gracia de Dios”. Pues dice él: “En el tiempo favora-
ble te escuché y en el día de salvación te ayudé. ¡Mirad ahora el momento
favorable, mirad ahora el día de salvación!” (6: 1-2). La primera indica-
ción que nos brinda el Apóstol es que somos colaboradores de Dios.
Cuanto sea intenso este llamado, es fácil de verificar. Algunos versículos
antes, Pablo había expresado el mismo concepto diciendo: "Somos, pues,
embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En
nombre de Cristo os suplicamos: -parece como si estuviera de rodillas-
¡reconciliaos con Dios!” (5,20). El mensaje que nosotros llevamos como
embajadores en nombre de Cristo es hacer las paces con Dios. Nuestro
apostolado es un llamado a buscar y recibir el perdón del Padre. Como
podemos ver, Dios necesita hombres que lleven al mundo su perdón y su
misericordia. Es la misma misión que el Señor resucitado dio a los discí-
pulos después de su Pascua: “Jesús les dijo otra vez: "¡La paz sea con
vosotros! Como el Padre me envío, también yo os envío". Dicho esto,
sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo". A quienes perdo-
néis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos” (Jn 20: 21-23). Esta responsabilidad puesta en nuestras
manos –nosotros somos responsables- requiere un estilo de vida coherente
con la misión que hemos recibido. Siempre es el Apóstol quien lo recuer-
da: "A nadie damos ocasión alguna de tropiezo, para que no se haga mofa
del ministerio" (2 Cor 6: 3). Ser colaboradores de la misericordia, por lo
tanto, presupone vivir el amor misericordioso que nosotros hemos experi-
mentado primero. No podría ser de otra manera.
En este contexto, recuerdo las palabras que Pablo, al final de su vida,
ya anciano, escribió a Timoteo, su fiel colaborador que dejará como suce-
sor suyo en la comunidad de Éfeso. El Apóstol agradece al Señor Jesús
por haberlo llamado al ministerio (ver 1 Timoteo 1:12); confiesa que fue
un "blasfemo, un perseguidor y un insolente"; y sin embargo, dice, "en-
contré misericordia" (1:13). Os confieso que tantas, tantas veces, me de-
tengo en este versículo: “He encontrado misericordia”. Y a mí me hace
bien, me da valor. Por decirlo así, siento come el abrazo del Padre, las
104
caricias del Padre. Repetir esto, a mí, personalmente, me da mucha fuerza,
porque es verdad: yo también puedo decir “encontré misericordia”. La
gracia del Señor fue superabundante en él; actuó de tal manera que le hizo
comprender lo pecador que era y, a partir de aquí, le permitió descubrir el
núcleo del Evangelio. Por eso: “Es cierta y digna de ser aceptada por to-
dos, esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores,
y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia, fue para que en
mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia” (1: 15-16). Al
final de la vida, el Apóstol no renuncia a reconocer quién era, no oculta su
pasado. Podría hacer una lista de sus muchos éxitos, nombrar las tantas
comunidades que había fundado ...; en cambio, prefiere subrayar la expe-
riencia que más le afectó y marcó en la vida. A Timoteo le indica el ca-
mino a seguir: reconocer la misericordia de Dios sobre todo en la existen-
cia personal. Ciertamente, no se trata de acomodarse al hecho de ser peca-
dores, como si quisiéramos justificarnos cada vez, anulando así el poder
de la conversión. Pero siempre debemos recomenzar desde este punto fijo:
Dios me ha tratado con misericordia. Esta es la clave para convertirse en
cooperadores de Dios. Experimentamos la misericordia y nos convertimos
en ministros de misericordia. En resumen, los ministros no se colocan por
encima de los demás como si fueran jueces de los hermanos pecadores. Un
verdadero misionero de misericordia se refleja en la experiencia del Após-
tol: Dios me ha elegido; Dios confía en mí; Dios ha puesto su confianza en
mí llamándome, a pesar de ser un pecador, para que sea su cooperador
para que haga real, eficaz y concreta su misericordia.
Este es el comienzo, por decirlo así. Prosigamos.
Sin embargo, San Pablo agrega a las palabras del profeta Isaías algo
extremadamente importante. Cuántos son cooperadores de Dios y admi-
nistradores de misericordia deben prestar atención para no hacer vana la
gracia de Dios. Él escribe: "Os exhortamos a que no recibáis en vano la
gracia de Dios" (2 Cor 6: 1). Esta es la primera advertencia que recibimos:
reconocer la acción de la gracia y su primacía en nuestras vidas y perso-
nas.
Sabéis que me gusta mucho el neologismo: primerear. Como la flor del
almendro, así se define el Señor. “Yo soy como la flor del almen-
dro”. Primerear. La primavera, primerear. Y amo este neologismo para
expresar precisamente la dinámica del primer acto con el que Dios viene a
nuestro encuentro. El primerear de Dios nunca puede ser olvidado o dado
como obvio, de lo contrario no se entiende plenamente el misterio de la
salvación realizada mediante el acto de reconciliación que Dios obra a
través del misterio pascual de Jesucristo. La reconciliación no es, como a
menudo pensamos, una iniciativa privada nuestra o el fruto de nuestro
esfuerzo. Si este fuera el caso, caeríamos en esa forma de neo-
pelagianismo que tiende a sobreestimar al hombre y sus proyectos, olvi-
dando que el Salvador es Dios y no nosotros. Siempre debemos reiterar,
pero especialmente con respecto al sacramento de la Reconciliación, que
la primera iniciativa es del Señor; es Él quien nos precede en el amor, pero
no de forma universal: caso por caso. En cada caso El precede, con cada
105
persona. Por esta razón, la Iglesia “sabe adelantarse, -tiene que hacerlo-
sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y
llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. El Evange-
lio nos dice que la fiesta fue con ellos (cfr. Lc 14,21). Vive un deseo
inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infini-
ta misericordia del Padre y su fuerza difusiva.” (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 24).
Cuando se acerca a nosotros un penitente, es importante y consolador
reconocer que estamos ante el primer fruto del encuentro ya acaecido con
el amor de Dios, que con su gracia ha abierto su corazón haciéndolo dis-
ponible a la conversión. Nuestro corazón sacerdotal debe percibir el mila-
gro de una persona que se ha encontrado con Dios y que ya ha experimen-
tado la eficacia de su gracia. No podría haber una verdadera reconcilia-
ción, si ésta no comenzase con la gracia de un encuentro con Dios que
precede al encuentro con nosotros los confesores. Esta mirada de fe permi-
te situar la experiencia de reconciliación como un evento que tiene su
origen en Dios, el Pastor que apenas se da cuenta de haber perdido una
oveja sale a buscarla hasta que la encuentra (cf. Lc. 15,4 -6).
Nuestra tarea, y este es un segundo paso, consiste en no hacer vana la
acción de la gracia de Dios, sino sostenerla y permitir que se realice. A
veces, desafortunadamente, puede suceder que un sacerdote, con su com-
portamiento, en lugar de acercar al penitente, lo aleje. Por ejemplo, para
defender la integridad del ideal evangélico, se descuidan los pasos que una
persona da día tras día. No se alimenta así la gracia de Dios. Reconocer el
arrepentimiento del pecador equivale a darle la bienvenida con los brazos
abiertos, para imitar al padre de la parábola que da la bienvenida a su hijo
cuando vuelve a casa (Lc 15:20); significa no dejarle que termine ni si-
quiera las palabras. A mí, esto me ha llamado siempre la atención: el papá
ni siquiera le ha dejado que terminase las palabras, lo ha abrazado. Él tenía
el discurso preparado, pero (el padre) lo abraza. Significa no dejarle ni
siquiera terminar las palabras que había preparado para disculparse (cfr. v
22), porque el confesor ya ha entendido todo, fuerte de la experiencia de
ser un pecador también. No hay necesidad de hacer que se avergüence
aquel que ya ha reconocido su pecado y sabe que se ha equivocado; no es
necesario inquirir - esos confesores que preguntan, preguntan, diez, veinte,
treinta, cuarenta minutos… ¿Y cómo se hizo? ¿Y cómo…? No es necesa-
rio inquirir allí donde la gracia del Padre ya ha intervenido; no está permi-
tido violar el espacio sagrado de una persona en su relación con Dios. Un
ejemplo de la Curia romana: hablamos tan mal de la Curia romana, pero
aquí dentro hay santos. Un cardenal, Prefecto de una Congregación, tiene
la costumbre de ir a confesar a Santo Spritio in Sassia, dos o tres veces por
semana – tiene su horario fijo- y un día, explicando, me dijo: “Cuando me
doy cuenta de que una persona empieza a tener dificultades en decir algo y
yo ya he entendido de qué se trata, le digo: “He entendido. Sigue”. Y esa
persona “respira”. Es un buen consejo: cuando se sabe de qué se trata “he
entendido, sigue”.
106
SACERDOTES QUE SE DEJAN REGENERAR POR EL ESPÍRITU
20180410 Homilía Eucaristía con Misioneros de la Misericordia
Hoy la Palabra de Dios ofrece dos indicaciones que me gustaría brin-
daros, pensando precisamente en vuestra misión.
El Evangelio recuerda que aquel que está llamado a dar testimonio de
la Resurrección de Cristo debe, en primera persona, "nacer de lo alto"
(Jn 3, 7). De lo contrario, se termina como Nicodemo que, a pesar de ser
un maestro en Israel, no entendía las palabras de Jesús cuando decía que
para "ver el reino de Dios" hay que "nacer de lo alto", nacer "del agua y
del Espíritu" (cf. 3-5). Nicodemo no entendía la lógica de Dios, que es la
lógica de la gracia, de la misericordia, por la cual el que se hace pequeño
se vuelve grande, el que se hace último pasa a ser el primero, el que se
reconoce enfermo se cura. Esto significa dejar realmente la primacía al
Padre, a Jesús y al Espíritu Santo en nuestra vida. Atención: no se trata de
convertirse en sacerdotes "poseídos", casi como si se fuera depositario de
un carisma extraordinario. No. Sacerdotes ordinarios, simples, humildes,
equilibrados, pero capaces de dejarse regenerar constantemente por el
Espíritu, dóciles a su fuerza, interiormente libres -sobre todo de sí mis-
mos- porque les mueve el "viento" del Espíritu que sopla donde quiere
(Jn 3, 8).
La segunda indicación se refiere al servicio a la comunidad: ser sacer-
dotes capaces de "levantar" en el "desierto" del mundo el signo de la
salvación, es decir, la Cruz de Cristo, como fuente de conversión y reno-
vación para toda la comunidad y para el mundo mismo (ver Jn 3: 14-15).
En particular, me gustaría hacer hincapié en que el Señor muerto y resuci-
tado es la fuerza que crea la comunión en la Iglesia y, a través de la Igle-
sia, en toda la humanidad. Jesús lo dijo antes de la Pasión: "Cuando sea
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Esta fuerza de
comunión se manifestó desde el principio en la comunidad de Jerusalén
donde, -como atestigua el Libro de los Hechos- "La multitud de los cre-
yentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma" (4,32). Era una
comunión que compartía los bienes de forma concreta, de modo que "todo
era en común entre ellos" (v. Ibíd.). Y "no había entre ellos ningún necesi-
tado" (v. 34). Pero este estilo de vida de la comunidad también era "conta-
gioso" para el exterior: la presencia viva del Señor resucitado produce una
fuerza de atracción que, a través del testimonio de la Iglesia y de las diver-
sas formas de proclamación de la Buena Nueva, tiende a alcanzar a todos,
ninguno excluido. Vosotros, queridos hermanos, poned al servicio de este
dinamismo vuestro ministerio específico de Misioneros de la Misericor-
dia. En efecto, tanto la Iglesia como el mundo de hoy tienen una necesidad
particular de Misericordia para que la unidad deseada por Dios en Cristo
prevalezca sobre la acción negativa del maligno que aprovecha muchos
medios actuales, en sí mismos buenos, pero que, mal utilizados, en lugar
de unir, dividen. Estamos convencidos de que "la unidad es superior al
conflicto" (Evangelii gaudium, 228), pero también sabemos que sin la
107
Misericordia este principio no tiene fuerza para actuarse en lo concreto de
la vida y de la historia.

EL PECADO ENVEJECE, PERO EL RESUCITADO NOS RENUEVA


20180415 Homilía Visita Parroq. romana San Pablo de la Cruz
Los discípulos sabían que Jesús había resucitado porque se lo había di-
cho María Magdalena por la mañana; luego lo vio Pedro; después los
discípulos que habían regresado de Emaús contaron su encuentro con
Jesús resucitado. Lo sabían: ha resucitado y vive. Pero esa verdad no había
entrado en sus corazones. Sí, sabían esa verdad, pero dudaban. Tal vez
preferían tener esa verdad en sus mentes. Es menos peligroso tener una
verdad en la mente que tenerla en el corazón. Es menos peligroso.
Estaban todos reunidos y apareció el Señor. Y primero se asustaron y
pensaron que era un fantasma. Pero el mismo Jesús les dijo: "No, mirad-
me, tocadme". Mirad las llagas. Un fantasma no tiene cuerpo: “¡Mirad,
soy yo!”. Pero ¿por qué no creían? ¿Por qué dudaban? Hay una palabra en
el Evangelio que nos da la explicación: "Pero por alegría, todavía no
creían y estaban llenos de asombro ...". Por alegría, no podían creer. ¡Esa
alegría era tanta! Si esto es verdad, ¡es una inmensa alegría! "Ah, no me lo
creo. No puedo". No podían creer que hubiera tanta alegría; la alegría que
lleva a Cristo.
También nos pasa a nosotros cuando nos dan una buena noticia. Antes
de recibirla en el corazón, decimos: "¿Es verdad? ¿Pero cómo lo sabes?
¿Dónde lo escuchaste?". Lo hacemos para estar seguros, porque si es cier-
to, es una gran alegría. ¡Lo que a nosotros nos sucede en lo pequeño, ima-
gináis a los discípulos! Era tanta la alegría que era mejor decir: "No, no lo
creo". ¡Pero estaba allí! Sí, pero no podían. No podían aceptar; no podían
dejar pasar al corazón la verdad que veían. Y al final, obviamente, creye-
ron. Y esta es la "juventud renovada" que el Señor nos da. En la oración
de colecta hablamos de ello: la "juventud renovada". Estamos acostum-
brados a envejecer con el pecado ... El pecado envejece el corazón, siem-
pre. Te hace un corazón duro, viejo y cansado. El pecado cansa el corazón
y perdemos un poco de fe en Cristo resucitado: "No, no creo ... Sería una
alegría tan grande ... Sí, sí, él está vivo, pero está en el cielo por sus asun-
tos ...". ¡Pero sus asuntos soy yo! ¡Cada uno de nosotros! Pero no somos
capaces de darnos cuenta.
En la segunda lectura, el apóstol Juan dice: "Si alguien ha pecado, te-
nemos un abogado ante el Padre". No tengáis miedo, él perdona. Él nos
renueva. El pecado nos envejece, pero Jesús, resucitado, vivo, nos renue-
va. Esta es la fuerza de Jesús resucitado. Cuando nos acercamos al sacra-
mento de la Penitencia, es para renovarnos, para rejuvenecer Y esto lo
hace Jesús resucitado. Es Jesús resucitado el que está hoy entre nosotros:
él estará aquí en el altar; está en la Palabra ... Y en el altar estará así: ¡re-
sucitado! Es Cristo quien quiere defendernos, el Abogado, cuando hemos
pecado, para rejuvenecernos.
108
Hermanos y hermanas, pidamos la gracia de creer que Cristo está vivo,
¡ha resucitado! Esta es nuestra fe, y si creemos esto, otras cosas son se-
cundarias. Esta es nuestra vida, esta es nuestra verdadera juventud. La
victoria de Cristo sobre la muerte, la victoria de Cristo sobre el pecado.
Cristo está vivo. "Sí, sí, ahora haré, comulgaré...". Pero cuando comulgas
¿estás seguro de que Cristo está vivo allí, ha resucitado? "Sí, es un poco de
pan bendito ..." No. “¡Es Jesús!” Cristo está vivo, ha resucitado en medio
de nosotros y si no lo creemos, nunca seremos buenos cristianos, no po-
dremos serlo.
“Pero porque no creían por la alegría y estaban llenos de asombro". Pi-
damos al Señor la gracia de que la alegría no nos impida creer, la gracia de
tocar al Jesús resucitado: tocarlo en el encuentro mediante la oración; en el
encuentro a través de los sacramentos; en el encuentro con su perdón, que
es la juventud renovada de la Iglesia; en el encuentro con los enfermos,
cuando vamos a visitarlos, con los presos, con los más necesitados, con
los niños, con los ancianos. Si sentimos el deseo de hacer algo bueno, es
Jesús resucitado el que nos empuja a ello. Siempre es la alegría, la alegría
lo que nos hace jóvenes.

RESURRECIÓN Y PERSPECTIVA CRISTIANA SOBRE EL CUERPO


20180415 Regina Coeli
El episodio relatado por el evangelista Lucas insiste mucho en el rea-
lismo de la Resurrección, Jesús no es un fantasma. De hecho, no se trata
de una aparición del alma de Jesús sino de su presencia real con el cuerpo
resucitado.
Jesús se da cuenta que sus apóstoles están turbados al verlo, están des-
concertados porque la realidad de la Resurrección es para ellos inconcebi-
ble. Creen que ven un fantasma; pero Jesús resucitado no es un fantasma,
es un hombre con cuerpo y alma y por esto les dice: “Mirad mis manos y
mis pies: -les enseña las llagas -soy realmente yo”. “Tocadme y miradme;
un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (v 39). Y
porque esto no parece bastar para vencer la incredulidad de los discípulos,
el Evangelio dice también algo interesante: era tanta la alegría que tenían
dentro que no lo podían creer: “¡No, no es posible! ¡No puede ser! ¡Tanta
alegría no es posible!”. Entonces Jesús, para convencerles, les dice ¿Te-
néis aquí algo para comer? (v 41). Le ofrecieron pescado asado; Jesús lo
toma y se lo come delante de ellos, para convencerlos.
La insistencia de Jesús sobre la realidad de la Resurrección ilumina la
perspectiva cristiana sobre el cuerpo: el cuerpo no es un obstáculo o una
prisión del alma, el cuerpo está creado por Dios y el hombre no es comple-
to si no está en unión de cuerpo y alma. Jesús que ha vencido la muerte y
ha resucitado en cuerpo y alma nos hace entender que debemos tener una
idea positiva de nuestro cuerpo. Puede transformarse en ocasión o instru-
mento de pecado, pero el pecado no es provocado por el cuerpo sino por
nuestra debilidad moral. El cuerpo es un don maravilloso de Dios destina-
do, en unión con el alma, a expresar en plenitud la imagen y semejanza
109
con Él. Por lo tanto, estamos llamados a tener un gran respeto y cuidado
de nuestro cuerpo y del de los demás.
¡Toda ofensa, herida o violencia al cuerpo de nuestro prójimo es un ul-
traje a Dios creador! Mi pensamiento va en particular a los niños, a las
mujeres, a los ancianos maltratados en el cuerpo. En la carne de estas
personas encontramos el cuerpo de Cristo. Cristo herido, burlado, calum-
niado, humillado, flagelado, crucificado. Jesús nos ha enseñado el amor,
un amor que en la Resurrección se ha demostrado más poderoso que el
pecado y la muerte y quiere rescatar a todos aquellos que experimentan en
el propio cuerpo las esclavitudes de nuestros tiempos.
En un mundo donde prevalece muchas veces la arrogancia contra los
más débiles y el materialismo que sofoca el espíritu, el Evangelio de hoy
nos llama a ser personas capaces de mirar en profundidad, llenas de estu-
por y de alegría grande por haber encontrado al Señor resucitado. Nos
llama a ser personas que saben recoger y valorizar la novedad de vida que
él siembra en la historia para orientarla hacia los cielos nuevos y la tierra
nueva.

LOS MONASTERIOS, OASIS DE SILENCIO Y ORACIÓN


20180419 Discurso a la Confederación Benedictina
La espiritualidad benedictina es renombrada por su lema: Ora et labo-
ra et lege. Oración, trabajo, estudio. En la vida contemplativa, Dios a
menudo anuncia su presencia de una manera inesperada. Con la medita-
ción de la Palabra de Dios en la lectio divina, estamos llamados a perma-
necer en religiosa escucha de su voz para vivir en obediencia constante y
gozosa. La oración genera en nuestros corazones, dispuestos a recibir los
increíbles dones que Dios siempre está dispuesto a darnos, un espíritu de
fervor renovado que nos lleva, a través de nuestro trabajo diario, a intentar
compartir los dones de la sabiduría de Dios con los demás: con la comuni-
dad, con aquellos que vienen al monasterio para su búsqueda de Dios
("quaerere Deum"), y con aquellos que estudian en vuestras escuelas,
institutos y universidades. Así se genera una vida espiritual siempre reno-
vada y fortalecida.
Algunos aspectos característicos del tiempo litúrgico pascual, que es-
tamos viviendo, como el anuncio y la sorpresa, la pronta respuesta y el
corazón dispuesto a recibir los dones de Dios, son en realidad parte de la
vida benedictina de todos los días. San Benito os pide en su Regla "no
anteponer nada absolutamente a Cristo" (n° 72), para que estéis siempre
alerta, en el hoy, listos para escucharlo y seguirlo dócilmente (cf.
aquí, Prólogo). Vuestro amor por la liturgia, como una obra fundamental
de Dios en la vida monástica, es esencial sobre todo para vosotros mis-
mos, ya que os permite estar en la presencia viva del Señor; y es precioso
para toda la Iglesia, que a lo largo de los siglos, se ha beneficiado de ello
como de agua de manantial que riega y fecunda, alimentando la capacidad
de vivir, personalmente y en comunidad, el encuentro con el Señor resuci-
tado.
110
Si San Benito fue una estrella luminosa –como lo llama san Gregorio
Magno– en su tiempo marcado por una profunda crisis de los valores y de
las instituciones, era porque aprendió a discernir entre lo esencial y lo
secundario en la vida espiritual, poniendo firmemente en el centro al Se-
ñor. ¡Qué también vosotros, hijos suyos en nuestro tiempo, podáis practi-
car el discernimiento para reconocer lo que proviene del Espíritu Santo y
lo que proviene del espíritu del mundo o del espíritu del diablo! Discerni-
miento que "no supone solamente una buena capacidad de razonar o un
sentido común, [sino que] es también un don que hay que pedir al Espíritu
Santo. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmen-
te en marionetas a merced de las tendencias del momento" (Exhortación
Apostólica Gaudete et exsultate, 166-167).
En esta época, cuando las personas están tan ocupadas que no tienen
tiempo suficiente para escuchar la voz de Dios, vuestros monasterios y
conventos se convierten en oasis, donde hombres y mujeres de todas las
edades, orígenes, culturas y religiones pueden descubrir la belleza del
silencio y redescubrirse a sí mismos, en armonía con la creación, permi-
tiendo que Dios restablezca un orden apropiado en sus vidas. El carisma
benedictino de acogida es muy valioso para la nueva evangelización, por-
que os da la oportunidad de recibir a Cristo en cada persona que llega,
ayudando a aquellos que buscan a Dios a recibir los dones espirituales que
Él tiene reservados para cada uno de nosotros.
Además, a los benedictinos se les ha reconocido siempre su compro-
miso con el ecumenismo y el diálogo interreligioso. Os animo a continuar
en esta importante obra para la Iglesia y para el mundo, poniendo a su
servicio vuestra hospitalidad tradicional. En efecto, no hay oposición entre
la vida contemplativa y el servicio a los demás. Los monasterios benedic-
tinos, tanto en las ciudades como lejos de ellas, son lugares de oración y
de acogida. Vuestra estabilidad también es importante para las personas
que vienen a buscaros. Cristo está presente en este encuentro: está presen-
te en el monje, en el peregrino, en el necesitado.
Os agradezco vuestro servicio en el ámbito de la educación y de la
formación, aquí en Roma y en tantas partes del mundo. Se sabe que los
benedictinos son "una escuela del servicio del Señor". Os exhorto a dar a
los estudiantes, junto con las nociones y conocimiento necesarios, las
herramientas para que puedan crecer en esa sabiduría que los empuje a
buscar continuamente a Dios en sus vidas; esa misma sabiduría que los
llevará a practicar el entendimiento mutuo, porque todos somos hijos de
Dios, hermanos y hermanas, en este mundo que tiene tanta sed de paz.

LOS QUE SIGUEN A JESÚS AMAN A LOS POBRES Y HUMILDES


20180420 Discurso en Alessano 25° Aniv. Muerte don Tonino Bello
He venido como peregrino a esta tierra donde nació el Siervo de Dios
Tonino Bello. Acabo de rezar en su tumba, que no asciende monumental-
mente hacia arriba, sino que está plantada en la tierra: Don Tonino, sem-
brado en su tierra, como una semilla sembrada en su tierra, parece querer
111
decirnos cuánto amaba este territorio. Me gustaría reflexionar sobre ello
evocando, ante todo, algunas palabras suyas de gratitud: «Gracias, tierra
mía, pequeña y pobre, que me has hecho nacer tan pobre como tú, pero
por eso me has dado la riqueza incomparable de entender a los pobres y de
poder hoy disponerme para servirlos»56.
Entender a los pobres era para él una verdadera riqueza, era entender
también a su mamá, entender que los pobres era su riqueza. Tenía razón,
porque los pobres son realmente la riqueza de la Iglesia. Recuérdanoslo de
nuevo, Don Tonino, frente a la tentación recurrente de ponernos en fila
detrás de los poderosos del momento, de buscar privilegios, de apoltronar-
nos en una vida cómoda. El Evangelio - él solía recordarlo en Navidad y
en Pascua- llama a una vida a menudo incómoda, porque los que siguen a
Jesús aman a los pobres y a los humildes. Así lo hizo el Maestro, así lo
proclamó su Madre, alabando a Dios porque "derribó a los poderosos de
sus tronos, exaltó a los humildes" (Lc 1, 52). Una Iglesia que se preocupa
por los pobres permanece siempre sintonizada con el canal de Dios, nunca
pierde la frecuencia del Evangelio y siente que debe regresar a lo esencial
para profesar con coherencia que el Señor es el único bien verdadero.
Don Tonino nos recuerda que no debemos teorizar acerca de la cerca-
nía a los pobres, sino estar cerca de ellos, como hizo Jesús, que por noso-
tros, de rico que era, se hizo pobre (2 Cor 8,9). Don Tonino sentía la nece-
sidad de imitarlo, involucrándose en primera persona, hasta despojarse de
sí mismo. No le molestaban las peticiones, le hería la indiferencia. No le
tenía miedo a la falta de dinero, pero le preocupaba la incertidumbre del
trabajo, un problema, todavía hoy, tan actual. No perdía oportunidad para
decir que en primer lugar está el trabajador con su dignidad, no el benefi-
cio con su avaricia. No estaba de brazos cruzados: actuaba en ámbito local
para sembrar la paz en ámbito mundial, convencido de que la mejor mane-
ra de prevenir la violencia y todo tipo de guerras es cuidar a los necesita-
dos y promover la justicia. En efecto, si la guerra genera pobreza, también
la pobreza genera guerra57. La paz, por lo tanto, se construye a partir de las
casas, de las calles, de las tiendas, allí donde la comunión se plasma de
forma artesanal. Don Tonino decía, con optimismo: «Desde la fábrica,
como un día desde el taller de Nazaret, saldrá la palabra de paz que enca-
minará a la humanidad, sedienta de justicia, por nuevos destinos»58.
Queridos hermanos y hermanas, esta vocación de paz pertenece a
vuestra tierra, a esta maravillosa tierra de frontera, -finis-terrae, que Don
Tonino llamaba "tierra-ventana", porque desde el sur de Italia se abre a los
muchos sur del mundo, donde «Los más pobres son cada vez más nume-
rosos, mientras los ricos son cada vez más ricos y siempre menos»59.
Sois «una ventana abierta, desde la que se puede observar toda la pobreza

56
«Grazie, Chiesa di Alessano», La terra dei miei sogni. Bagliori di luce dagli scritti
ugentini, 2014, 477.
57
San Juan Pablo II “Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre”, Mensaje para la Jor-
nada Mundial de la Paz, 1° enero 1993
58
La terra dei miei sogni, 32.
59
«Il pentalogo della speranza», Scritti vari, interviste aggiunte, 2007, 252.
112
que se cierne sobre la historia»60, pero sobre todo sois una ventana de
esperanza para que el Mediterráneo, cuenca histórica de civilización, no
sea nunca un arco de guerra tendido, sino un arca acogedora de paz61.
Don Tonino es un hombre de su tierra, porque su sacerdocio maduró
en esta tierra. Aquí brotó su vocación a la que le gustaba lla-
mar evocación: evocación de la manera en que Dios elige perdidamente,
una a una, nuestras frágiles vidas; eco de su voz de amor que nos habla
cada día; llamada a seguir siempre adelante, a soñar con audacia, a des-
centralizar la propia existencia para ponerla al servicio; invitación a fiarse
siempre de Dios, el único capaz de transformar la vida en una fiesta. Esta
es, pues, la vocación según Don Tonino: una llamada a convertirse no solo
en fieles devotos, sino en verdaderos y propios enamorados del Señor, con
el ardor del sueño, el impulso del don, la audacia de no detenerse a me-
dias. Porque cuando el Señor inflama el corazón, la esperanza no se puede
extinguir. Cuando el Señor pide un "sí", no podemos responder con un "tal
vez". Hará bien, no solo a los jóvenes, sino a todos nosotros, a todos aque-
llos que buscan el sentido de la vida, escuchar y volver a escuchar las
palabras de Don Tonino.
En esta tierra, Antonio nació Tonino y se convirtió en don Tonino. Este
nombre simple y familiar, que leemos en su tumba, todavía nos habla.
Habla de su deseo de hacerse pequeño para estar cerca, de acortar distan-
cias, de ofrecer una mano tendida. Invita a la apertura simple y genuina
del Evangelio. Don Tonino lo recomendaba mucho, dejándolo en herencia
a sus sacerdotes. Decía: «Amemos el mundo. Querámoslo. Tomémoslo
bajo el brazo. Usémosle misericordia. No le contrapongamos siempre los
rigores de la ley si no los hemos atemperado antes con dosis de ternura»62.
Son palabras que revelan el deseo de una Iglesia para el mundo:
no mundana, sino para el mundo. ¡Qué el Señor nos conceda esta gracia:
una gracia no mundana, al servicio del mundo! Una Iglesia mondada de
auto-referencias y «extrovertida, tendida, no envuelta en sí misma»63, no
en espera de recibir, sino de prestar los primeros auxilios; nunca adorme-
cida en la nostalgia del pasado, sino encendida de amor por el día de hoy,
siguiendo el ejemplo de Dios, que "amó tanto al mundo" (Jn 3,16).
El nombre de "don Tonino" también nos habla de su saludable alergia
a títulos y honores, de su deseo de privarse de algo por Jesús que se despo-
jó de todo, de su coraje para liberarse de lo que puede recordar los signos
del poder para dar espacio al poder de los signos.64 Don Tonino, cierta-
mente, no lo hacía por conveniencia o para buscar consensos, sino movido
por el ejemplo del Señor. En el amor por Él, encontramos la fuerza para
despojarnos de las vestiduras que obstaculizan el paso para revestirnos de

60
«La speranza a caro prezzo», Scritti di pace, 1997, 348.
61
Cfr «La profezia oltre la mafia», ivi, 280.
62
“Torchio e spirito. Omelia per la Messa crismale 1993», Omelie e scritti quaresimali,
2015, 97.
63
«Sacerdoti per il mondo», Cirenei della gioia, 2004, 26
64
«Dai poveri verso tutti», ivi, 122 ss.
113
servicio, para ser «Iglesia del delantal, única vestimenta sacerdotal recogi-
da en el Evangelio»65.
De esta amada tierra suya, ¿qué podría decirnos todavía don Tonino?
Este creyente con los pies en el suelo y los ojos en el cielo, y sobre todo
con un corazón que conectaba el cielo y la tierra, acuñó, entre muchas
otras, una palabra original, con la que pasa a cada uno de nosotros una
gran misión. Le gustaba decir que los cristianos «debemos ser contempl-
activos, con una c, es decir, personas que parten de la contemplación y
luego dejan que su dinamismo, su compromiso desemboquen en la ac-
ción»66, gente que nunca separa oración y acción. Querido don Tonino,
nos pusiste en guardia para que no nos sumergiéramos en el torbellino de
las tareas sin plantarnos frente al tabernáculo, para no engañarnos con
trabajar en vano por el Reino67. Y nosotros podríamos preguntarnos si
comenzamos desde el tabernáculo o desde nosotros mismos. También
podrías preguntarnos si, una vez que partimos, caminamos; si, como Ma-
ría, mujer del camino, nos levantamos para alcanzar y servir al hombre, a
cada hombre. Si nos lo preguntases, deberíamos sentirnos avergonzados
por nuestro inmovilismo y nuestras constantes justificaciones. Devuélve-
nos entonces a nuestra alta vocación; ayúdanos a ser cada vez más una
Iglesia contemplactiva, enamorada de Dios y apasionada por el hombre.
Queridos hermanos y hermanas, en cada época el Señor pone en el
camino de la Iglesia testigos que encarnan el buen anuncio de Pascua,
profetas de la esperanza para el futuro de todos. Dios hizo surgir uno de
vuestra tierra, como don y profecía para nuestros tiempos. Y Dios desea
que su don sea aceptado, que su profecía se cumpla. No nos contentemos
con anotar buenos recuerdos, no nos dejemos atrapar por la nostalgia del
pasado ni tampoco por las charlas ociosas del presente o por los temores
del futuro. Imitemos a don Tonino, dejémonos llevar por su joven ardor
cristiano, sintamos su invitación acuciante a vivir sin descuentos el Evan-
gelio. Es una fuerte invitación para cada uno de nosotros y para nosotros
como Iglesia. Nos ayudará verdaderamente a difundir hoy la fragante
alegría del Evangelio.

DESPUÉS DE LA MISA YA NO SE VIVE PARA SÍ MISMO


20180420 Homilía en Molfetta 25° Aniv. Muerte don Tonino Bello
Las lecturas que hemos escuchado presentan dos elementos clave de la
vida cristiana: el Pan y la Palabra.
El Pan. El pan es el alimento esencial para vivir y Jesús en el Evange-
lio se nos ofrece como Pan de vida, como si dijese: “Sin mí, no podéis
vivir”. Y utiliza expresiones fuertes: “Comed mi carne y bebed mi sangre”
(cfr Jn 6.53). ¿Qué significa? Que para nuestra vida es esencial establecer
una relación vital, personal con Él. Carne y sangre. La Eucaristía es esto:

65
«Configurati a Cristo capo e sacerdote», ivi, 61.
66
Idem, 55.
67
Cfr «Contempl-attivi nella ferialità quotidiana», Non c’è fedeltà senza rischio, 2000,
124; «Soffrire le cose di Dio e soffrire le cose dell’uomo», Cirenei della gioia, 81-82.
114
no es un rito hermoso, sino la comunión más íntima, más concreta, más
asombrosa que se pueda imaginar con Dios: una comunión de amor tan
real que asume la forma de la comida. La vida cristiana cada vez vuelve a
comenzar desde aquí, de esta mesa donde Dios nos sacia de amor. Sin Él,
Pan de vida, cada esfuerzo en la Iglesia es vano, como recordaba don
Tonino Bello: «No son suficientes las obras de caridad, si falta la caridad
de las obras. Si falta el amor desde el que comienzan las obras, si falta la
fuente, si falta el punto de partida que es la Eucaristía, cada compromiso
pastoral resulta solamente un remolino de cosas»68.
Jesús en el Evangelio añade: “El que me coma vivirá por mi” (v. 57).
Como diciendo: quien se alimenta de la Eucaristía, asimila la misma men-
talidad del Señor. Él es Pan partido para nosotros y quien lo recibe se
vuelve a su vez pan partido, que no fermenta con orgullo, sino que se da a
los demás: deja de vivir para sí mismo, para su propio éxito, para obtener
algo o para ser alguien, sino que vive para Jesús y como Jesús, o sea por
los demás. Vivir para es la marca de quien come este Pan, la “etiqueta” del
cristiano. Vivir para. Se podría poner como aviso fuera de cada iglesia:
“Después de la Misa ya no se vive para uno mismo, sino para los demás”.
Sería bonito que en esta diócesis de don Tonino Bello hubiera este aviso,
en la puerta de las iglesias, para que lo leyeran todos: “Después de la Misa
ya no se vive para uno mismo, sino para los demás”. Don Tonino vivió
así: ha sido entre vosotros un Obispo-siervo, un Pastor que se hizo pueblo
que frente al Tabernáculo aprendía a hacerse comer por la gente. Soñaba
con una Iglesia hambrienta de Jesús e intolerante a toda mundanidad, una
Iglesia que «sabe ver el cuerpo de Cristo en los tabernáculos incómodos
de la miseria, del sufrimiento, de la soledad»69 Porque, decía, «la Eucaris-
tía no soporta el sedentarismo» y si no nos levantamos de la mesa sería un
“sacramento incompleto”70. Nos podemos preguntar: En mí, ¿este Sacra-
mento se realiza? Más concretamente: ¿Me gusta solo ser servido a la
mesa por el Señor o me levanto para servir como el Señor? ¿Doy en la
vida lo que recibo en misa? Y en cuanto Iglesia nos podríamos preguntar:
Después de tantas comuniones, ¿nos hemos vuelto gente de comunión?
El Pan de vida, el Pan partido, de hecho, también es Pan de paz. Don
Tonino decía que: «La paz no llega cuando uno toma solo su pan y va a
comérselo por su cuenta. [...] La paz es algo más: es convivialidad». Es
«comer el pan junto a los demás, sin separarse, sentarse a la mesa entre
personas diferentes», donde «el otro es un rostro que descubrir, que con-
templar, que acariciar»71. Porque los conflictos y todas las gue-
rras «trovano la loro radice nella dissolvenza dei volti» (“hunden su raíz
en la disolvencia de los rostros”)72. Y nosotros, que compartimos este Pan
de unidad y de paz, estamos llamados a amar cada rostro, a coser cada
desgarro; a ser, siempre y en cualquier sitio, constructores de paz.

68
«Configurati a Cristo capo e sacerdote», Cirenei della gioia, 2004, 54-55.
69
«Sono credibili le nostre Eucarestie?», Articoli, corrispondenze, lettere, 2003, 236.
70
«Servi nella Chiesa per il mondo», ivi, 103-104.
71
«La non violenza in una società violenta», Scritti di pace, 1997, 66-67.
72
«La pace come ricerca del volto», Omelie e scritti quaresimali, 1994, 317.
115
Junto con el Pan, la Palabra. El Evangelio recoge ásperas discusiones
sobre las palabras de Jesús: “¿Cómo puede este darnos su carne de co-
mer?” (v.52). Hay un tono de escepticismo en estas palabras. Muchas
palabras nuestras se parecen a estas: ¿Cómo puede el Evangelio resolver
los problemas del mundo? ¿Para qué hacer el bien en medio de tanto mal?
Así caemos en el error de aquella gente, paralizada por el discutir sobre las
palabras de Jesús, en vez de estar dispuesta a acoger el cambio de vida que
Él pedía. No entendían que la Palabra de Jesús es para caminar en la vida,
no para sentarse a hablar de lo que es y de lo que no es. Don Tonino, pre-
cisamente en el tiempo de Pascua, manifestaba el deseo de recibir esta
nueva vida, pasando por fin del dicho al hecho. Por esto exhortaba fer-
vientemente a los que no tenían el coraje de cambiar: «los especialistas de
la perplejidad. Los contables pedantes de los pro y de los contra. Los cal-
culadores desconfiados hasta el límite antes de moverse»73. No se respon-
de a Jesús según los cálculos y las conveniencias del momento, se le res-
ponde con el “sí” de toda la vida. Él no busca nuestras reflexiones, sino
nuestra conversión. Apunta al corazón.
Es la misma Palabra de Dios la que lo sugiere. En la primera lectura,
Jesús resucitado se dirige a Saulo y no le propone sutiles razonamientos,
sino que le pide que ponga en juego la vida. Le dice “Levántate y entra en
la ciudad y se te dirá lo que debes hacer” (Hch 9,6). Ante todo “Levánta-
te”. La primera cosa de evitar es quedarse en el suelo, padecer la vida,
quedarse atenazados por el miedo. Cuantas veces Don Tonino repetía:
“¡De pie!” porque «frente al resucitado solo es lícito estar de pie». Volver-
se a levantar siempre, mirar hacia arriba, porque el apóstol de Jesús no
puede contentarse con pequeñas satisfacciones.
El Señor después le dice a Saulo: “Entra en la ciudad”. También a cada
uno de nosotros nos dice “Sal, no te quedes cerrado en tus espacios segu-
ros, ¡arriésgate!”. ¡“Arriésgate”! La vida cristiana hay que invertirla por
Jesús y gastarla por los demás. Después de haber encontrado al Resucitado
no se puede esperar, no se puede aplazar; hay que ir, salir, no obstante,
todos los problemas y las incertidumbres. Fijémonos en Saulo, por ejem-
plo, que después de haber hablado con Jesús, aunque estaba ciego, se
levanta y va a la ciudad. Fijémonos en Ananías que, aunque con miedo y
titubeante, dice: “¡Aquí estoy, Señor!” (v.10) y enseguida va donde Saulo.
Todos estamos llamados, en cualquier situación que nos encontremos, a
ser portadores de esperanza pascual, “cireneos de la alegría”, como decía
don Tonino; servidores del mundo, pero como resucitados, no como em-
pleados. Sin entristecernos nunca, sin resignarnos nunca. Es hermoso ser
“mensajeros de esperanza”, distribuidores simples y alegres de
la aleluya pascual.
Al final Jesús le dice a Saulo: “Se te dirá lo que debes hacer”. Saulo,
hombre decidido y renombrado, calla y va, dócil a la Palabra de Jesús.
Acepta obedecer, se vuelve paciente, entiende que su vida ya no depende
de él. Aprende la humildad. Porque ser humilde no significa ser tímido o

73
«Lievito vecchio e pasta nuova», Vegliare nella notte, 1995, 91.
116
resignado, sino dócil a Dios y vacío de sí mismo. Entonces también las
humillaciones, como la que sintió Saulo tirado en el suelo en el camino a
Damasco, se vuelven providenciales, porque desnudan de la presunción y
permiten a Dios levantarnos. Y la Palabra de Dios hace esto: libera, levan-
ta, hace seguir adelante, humildes y valientes al mismo tiempo. No hace
de nosotros protagonistas renombrados y campeones de nuestro propio
talento, no, sino testigos auténticos de Jesús, muerto y resucitado, en el
mundo.
Pan y Palabra. Queridos hermanos y hermanas, en cada Misa nos ali-
mentamos del Pan de vida y de la Palabra que salva: ¡Vivamos lo que
celebramos! Así, como don Tonino, seremos fuentes de esperanza, de
alegría y de paz.

TENED SIEMPRE DELANTE EL EJEMPLO DEL BUEN PASTOR


20180422 Homilía Ordenaciones sacerdotales
En cuanto a vosotros, amados hijos y hermanos, que estáis a punto de
ser promovidos al presbiterado, considerad que, al ejercer el ministerio de
la Sagrada Doctrina, vosotros seréis partícipes de la misión de Cristo,
único Maestro. Dispensad a todos la Palabra de Dios que vosotros mismos
habéis recibido con alegría. Leed y meditad asiduamente la Palabra del
Señor para creer lo que habéis leído, para enseñar lo que habéis aprendido
en la fe, vivir lo que habéis enseñado. Que sea, por lo tanto, nutrición para
el pueblo vuestra doctrina, alegría y sustento a los fieles de Cristo el per-
fume de vuestra vida. Y que con la palabra y el ejemplo podáis edificar la
Casa de Dios que es la Iglesia. Vosotros continuaréis la obra santificadora
de Cristo.
Mediante vuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se ha-
ce perfecto, porque está unido al sacrificio de Cristo, que por vuestras
manos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece sin derramamiento de san-
gre sobre el altar en la celebración de los Santos Misterios. Reconoced,
por lo tanto, lo que hacéis. Imitad lo que celebráis porque al participar en
el misterio de la muerte y resurrección del Señor, lleváis la muerte de
Cristo a sus miembros y camináis con Él en la novedad de la vida.
Con el bautismo agregaréis nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el sa-
cramento de penitencia perdonaréis los pecados en el nombre de Cristo y
de la Iglesia. Y aquí me detengo para pediros: por favor, no os canséis de
ser misericordiosos. Pensad en vuestros pecados, en vuestras miserias que
Jesús perdona. Sed misericordiosos. Con el aceite santo daréis alivio a los
enfermos. Celebrando los sagrados ritos y elevando la oración de alabanza
y súplica durante las diversas horas del día, os haréis voz del Pueblo de
Dios y de toda la humanidad. Conscientes de haber sido elegidos entre los
hombres y constituidos en su favor para atender las cosas de Dios, ejerci-
tad en alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, únicamente
atentos de complacer a Dios y no a vosotros mismos o a los hombres, por
otros intereses. Solamente al servicio a Dios, para el bien del santo pueblo
fiel de Dios.
117
EL BUEN PASTOR SANA DANDO SU VIDA
20180422 Regina coeli
La liturgia de este cuarto domingo de Pascua continúa en el intento de
ayudarnos a redescubrir nuestra identidad de discípulos del Señor resuci-
tado. En los Hechos de los Apóstoles, Pedro declara abiertamente que la
curación del lisiado, realizada por él y de la que habla todo Jerusalén, tuvo
lugar en el nombre de Jesús, porque «no hay bajo el cielo otro nombre
dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (4, 12). En
ese hombre sanado está cada uno de nosotros —ese hombre es la figura de
nosotros: nosotros estamos todos allí—, están nuestras comunidades: cada
uno puede recuperarse de las muchas formas de debilidad espiritual que
tiene: ambición, pereza, orgullo, si acepta depositar con confianza su exis-
tencia en las manos del Señor resucitado. «Por el nombre de Jesucristo, el
Nazareno —afirma Pedro— a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios
resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se pre-
senta éste aquí sano delante de vosotros» (v. 10) Pero ¿quién es Cristo
sanador? ¿En qué consiste ser sanado por Él? ¿De qué nos cura? ¿Y me-
diante qué maneras?
La respuesta a todas estas preguntas la encontramos en el Evangelio de
hoy, donde Jesús dice: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida
por las ovejas» (Juan 10, 11). Esta autopresentación de Jesús no puede ser
reducida a una sugestión emotiva, sin ningún efecto concreto. Jesús sana
siendo un pastor que da vida. Dando su vida por nosotros. Jesús le dice a
cada uno: «tu vida es tan valiosa para mí, que para salvarla yo doy todo de
mí mismo». Es precisamente esta ofrenda de vida lo que lo hace el buen
Pastor por excelencia, el que sana, el que nos permite vivir una vida bella
y fructífera. La segunda parte de la misma página evangélica nos dice en
qué condiciones Jesús puede sanarnos y puede hacer nuestra vida bella y
fecunda: «Yo soy el buen pastor, —dice Jesús— conozco a mis ovejas y
las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al
Padre» (vv. 14-15). Jesús no habla de un conocimiento intelectual, sino de
una relación personal, de predilección, de ternura mutua, un reflejo de la
misma relación íntima de amor entre Él y el Padre. Esta es la actitud a
través de la cual se realiza una relación viva y personal con Jesús: deján-
donos conocer por Él. No cerrándonos en nosotros mismos, abrirse al
Señor, para que Él me conozca. Él está atento a cada uno de nosotros,
conoce nuestro corazón profundamente: conoce nuestras fortalezas y nues-
tras debilidades, los proyectos que hemos logrado y las esperanzas que
fueron decepcionadas. Pero nos acepta tal como somos, nos conduce con
amor, porque de su mano podemos atravesar incluso caminos inescruta-
bles sin perder el rumbo. Nos acompaña Él.
A nuestra vez, nosotros estamos llamados a conocer a Jesús. Esto im-
plica buscar un encuentro con Él, que despierte el deseo de seguirlo aban-
donando las actitudes autorreferenciales para emprender nuevos senderos,
indicados por Cristo mismo y abiertos a vastos horizontes. Cuando en
nuestras comunidades se enfría el deseo de vivir la relación con Jesús, de
118
escuchar su voz y seguirlo fielmente, es inevitable que prevalezcan otras
formas de pensar y vivir que no son coherentes con el Evangelio.

EL SECRETO DE LA VIDA CRISTIANA, PERMANECER EN JESÚS


20180429 Regina coeli
La Palabra de Dios, también este quinto Domingo de Pascua, continúa
indicándonos el camino y las condiciones para ser comunidad del Señor
Resucitado. El pasado Domingo se puso de relieve la relación entre el
creyente y Jesús Buen Pastor. Hoy el Evangelio nos propone el momento
en el que Jesús se presenta como la vid verdadera y nos invita a permane-
cer unidos a Él para llevar mucho fruto (cf. Juan 15, 1-8). La vid es una
planta que forma un todo con el sarmiento; y los sarmientos son fecundos
únicamente cuando están unidos a la vid. Esta relación es el secreto de la
vida cristiana y el evangelista Juan la expresa con el verbo «permanecer»,
que en el pasaje de hoy se repite siete veces. «Permaneced en mí» dice el
Señor; permanecer en el Señor.
Se trata de permanecer en el Señor para encontrar el valor de salir de
nosotros mismos, de nuestras comodidades, de nuestros espacios restrin-
gidos y protegidos, para adentrarnos en el mar abierto de las necesidades
de los demás y dar un respiro amplio a nuestro testimonio cristiano en el
mundo. Este coraje de salir de sí mismos y de adentrarse en las necesida-
des de los demás, nace de la fe en el Señor Resucitado y de la certeza de
que su Espíritu acompaña nuestra historia. Uno de los frutos más maduros
que brota de la comunión con Cristo es, de hecho, el compromiso de cari-
dad hacia el prójimo, amando a los hermanos con abnegación de sí, hasta
las últimas consecuencias, como Jesús nos amó. El dinamismo de la cari-
dad del creyente no es fruto de estrategias, no nace de solicitudes externas,
de instancias sociales o ideológicas, sino del encuentro con Jesús y del
permanecer en Jesús. Él es para nosotros la vida de la que absorbemos la
savia, es decir, la «vida» para llevar a la sociedad una forma diferente de
vivir y de brindarse, lo que pone en el primer lugar a los últimos.
Cuando somos íntimos con el Señor, como son íntimos y unidos entre
sí la vid y los sarmientos, somos capaces de dar frutos de vida nueva, de
misericordia, de justicia y de paz, que derivan de la Resurrección del Se-
ñor. Es lo que hicieron los santos, aquellos que vivieron en plenitud la
vida cristiana y el testimonio de la caridad, porque eran verdaderos sar-
mientos de la vid del Señor. Pero para ser santos «no es necesario ser
obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos […] Todos estamos llamados a
ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las
ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (Gaudete et
Exsultate, 14). Todos nosotros estamos llamados a ser santos; debemos ser
santos con esta riqueza que recibimos del Señor resucitado. Cada actividad
—el trabajo, el descanso, la vida familiar y social, el ejercicio de las res-
ponsabilidades políticas, culturales y económicas— cada actividad, pe-
queña o grande, si se vive en unión con Jesús y con actitud de amor y de
119
servicio, es una ocasión para vivir en plenitud el Bautismo y la santidad
evangélica.

HABITAR EN LA CORRIENTE DEL AMOR DE DIOS


20180506 Regina coeli
En este tiempo pascual, la Palabra de Dios continúa indicándonos esti-
los de vida coherentes para ser la comunidad del Resucitado. Entre estos,
el Evangelio de hoy presenta el mandato de Jesús: «Permaneced en mi
amor» (Juan 15, 9): permanecer en el amor de Jesús. Habitar en la corrien-
te del amor de Dios, tomar demora estable, es la condición para hacer que
nuestro amor no pierda por el camino su ardor y su audacia. También
nosotros, como Jesús y en Él, debemos acoger con gratitud el amor que
viene del Padre y permanecer en este amor, tratando de no separarnos con
el egoísmo y el pecado. Es un programa arduo, pero no imposible.
Primero es importante tomar conciencia de que el amor de Cristo no es
un sentimiento superficial, no, es una actitud fundamental del corazón, que
se manifiesta en el vivir como Él quiere. Jesús, de hecho, afirma: «Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guar-
dado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (v. 10).
El amor se realiza en la vida de cada día, en las actitudes, en las acciones;
de otra manera es solamente algo ilusorio. Son palabras, palabras, pala-
bras: eso no es el amor. El amor es concreto, cada día. Jesús nos pide
cumplir sus mandamientos, que se resumen en esto: «que os améis los
unos a los otros como yo os he amado» (v. 12).
¿Cómo hacer para que este amor que el Señor resucitado nos dona
pueda ser compartido por los demás? En más de una ocasión Jesús ha
indicado quién es el otro a quien hay que amar, no con palabras, sino con
los hechos. Es aquel que encuentro en mi camino y que, con su rostro y su
historia, me interpela; es aquel que, con su misma presencia, me impulsa a
salir de mis intereses y de mis seguridades; es aquel que espera mi dispo-
nibilidad a escuchar y a hacer una parte de camino juntos. Disponibilidad
hacia cada hermano y hermana, sea quien sea y en cualquier situación que
se encuentre, empezando por quien está cerca de mí en la familia, en la
comunidad, en el trabajo, en la escuela... De esta manera, yo permanezco
unido a Jesús, su amor puede alcanzar al otro y atraerlo a sí, a su amistad.
Y este amor por los demás no se puede reservar a momentos excepciona-
les, sino que se debe convertir en la constante de nuestra existencia. Es por
esto que somos llamados, por ejemplo, a cuidar de los ancianos como un
tesoro precioso y con amor, incluso si crean problemas económicos y
dificultades, pero debemos cuidarlos. Es por esto que a los enfermos,
también si están en la última etapa, debemos dar toda la asistencia posible.
Por eso los no nacidos deben ser siempre acogidos; por esto, en definitiva,
la vida debe ser siempre tutelada desde la concepción hasta su ocaso natu-
ral. Y esto es amor. Nosotros somos amados por Dios en Jesucristo, que
nos pide amarnos como Él nos ama. Pero eso no podemos hacerlo si no
tenemos en nosotros su mismo Corazón.
120
UNA NUEVA CIVILIZACIÓN FUNDADA EN EL EVANGELIO
20180510 Discurso Comunidad de Nomadelfia
He venido aquí, en medio de vosotros, en el recuerdo de don Zeno Sal-
tini y para expresar mi apoyo a vuestra comunidad fundada por él. (…)
Nomadelfia es una realidad profética que tiene como objetivo crear una
nueva civilización, poniendo en práctica el Evangelio como una forma de
vida buena y bella.
Vuestro fundador se dedicó con ardor apostólico a preparar el terreno
para las semillas del Evangelio, para que diera frutos de vida nueva. Cre-
cido en medio de los campos de las fértiles llanuras de Emilia, sabía que,
cuando llega la estación apropiada, es el momento de tomar el arado y
preparar el terreno para la siembra. Se le había quedado imprimida la frase
de Jesús: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto
para el reino de Dios" (Lc 9,62). La repetía a menudo, quizás previendo
las dificultades que habría de encontrar para encarnar, en la realidad de la
vida cotidiana, la fuerza renovadora del Evangelio.
La ley de la fraternidad que caracteriza vuestra vida, fue el sueño y la
meta de toda la existencia de don Zeno, que quería una comunidad de vida
inspirada en el modelo descrito en los Hechos de los Apóstoles: "La multi-
tud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie
llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos”
(Hch 4,32). Os exhorto a continuar con este estilo de vida, confiando en la
fuerza del Evangelio y del Espíritu Santo, mediante vuestro límpido testi-
monio cristiano.
Frente a los sufrimientos de los niños huérfanos o marcados por la di-
ficultad, Don Zeno comprendió que el único lenguaje que entendían era el
del amor. Por lo tanto, supo identificar una forma particular de sociedad
en la que no hay lugar para el aislamiento o la soledad, sino que se rige
por el principio de colaboración entre las diferentes familias, donde los
miembros se reconocen como hermanos en la fe. Así en Nomadelfia, en
respuesta a una vocación especial del Señor, se establecen lazos mucho
más sólidos que los del parentesco. Se actúa una consanguinidad con
Jesús, propia de quien ha renacido del agua y del Espíritu Santo y según
las palabras del divino Maestro: "Quien cumpla la voluntad de Dios, ése
es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35).

CIUDAD NUEVA EN EL ESPÍRITU DEL EVANGELIO.


20180510 Discurso en Loppiano, ciudadela internac. Focolares
Pregunta: Santo Padre: Vivir el mandamiento nuevo es el punto de
partida de nuestra vida cristiana y, al mismo tiempo, es el punto de llega-
da: la meta a la que tendemos. Después del período de la fundación vivido
con Chiara, estamos viviendo una nueva fase. Quizás para alguno haya
pasado el tiempo del entusiasmo y, sin lugar a dudas es más difícil identi-
ficar los caminos que hay que recorrer para encarnar la profecía del
comienzo. ¿Cómo vivir Santo Padre, este período?
121
Papa Francisco
A vosotros, "pioneros", y a todos los habitantes de Loppiano, repito
espontáneamente las palabras que la Carta a los Hebreos dirige a una co-
munidad cristiana que vivía una etapa de su camino similar a la vuestra.
La Carta a los Hebreos dice: "Traed a la memoria los días pasados, en que
después de ser iluminados, hubisteis de soportar un duro y doloroso com-
bate [...]. Pues, [...] os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes,
conscientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera. No perdáis
vuestra franqueza, -vuestra parresia- dice, a la que se reserva una gran
recompensa. Solamente necesitáis perseverancia; hypomoné, -es la palabra
que utiliza, es decir llevar sobre los hombros el peso de cada día- para que,
cumpliendo la voluntad de Dios, consigáis así lo que se os ha prometido"
(10: 32-36).
Son dos palabras clave, pero en el marco de la memoria. Esa dimen-
sión “deuteronómica” de la vida: la memoria. Cuando, no digo ya un cris-
tiano, sino un hombre o una mujer cierra la llave de la memoria, empieza a
morir. Por favor, memoria. Como dice el autor de la Carta a los Hebreos:
“Traed a la memoria los días pasados”. Con este marco de memoria se
puede vivir, se puede respirar, se puede salir adelante y dar fruto. Pero si
no tienes memoria…Los frutos del árbol son posibles porque el árbol tiene
raíces: no es un desenraizado. Pero si no tienes memoria, eres un desenrai-
zado, una desenraizada, no habrá frutos. Memoria: este es el marco de la
vida.
Hete aquí dos palabras clave del camino de la comunidad cristiana en
todo esto: parresia e hypomoné. Valor, franqueza y soportar, perseverar,
llevar el peso de cada día sobre los hombros.
Parresia en el Nuevo Testamento, dice cuál es el estilo de vida de los
discípulos de Jesús: el valor y la sinceridad en dar testimonio de la verdad
y, al mismo tiempo, la fe en Dios y en su misericordia. También la oración
debe hacerse con parresia. Decir a Dios las cosas a la cara, con valor.
Acordaos de cómo rezaba nuestro padre Abraham, cuando tuvo el valor de
pedir a Dios, de “negociar” sobre el número de justos de Sodoma: “¿Y si
fueran treinta?... ¿Y si fueran veinticinco? ¿Y si fueran quince?”. Ese
valor de combatir con Dios. Y el valor de Moisés, el gran amigo de Dios,
que le dice a la cara: “Si destruyes a este pueblo, me destruyes a mí”.
Valor. Combatir con Dios en la oración. Hace falta parresia, parresia en la
vida, en la acción, y también en la oración.
La parresia expresa las cualidades fundamentales de la vida cristiana:
tener el corazón vuelto a Dios, creer en su amor (cf. 1 Jn 4:16), porque su
amor ahuyenta cualquier temor falso, cualquier tentación de esconderse en
la vida tranquila, en la respetabilidad o incluso en una sutil hipocresía.
Todas son polillas que arruinan el alma. Es necesario pedir al Espíritu
Santo la franqueza, el valor, la parresia, siempre unidas con el respeto y la
ternura, al dar testimonio de las grandes y bellas obras de Dios que él
realiza en nosotros y en medio de nosotros. Y también en las relaciones
dentro de la comunidad es necesario ser siempre sinceros, abiertos, fran-
cos, no miedosos, ni perezosos, ni hipócritas. No, abiertos. No estar aparte
122
para sembrar cizaña, murmurar, sino esforzarse por vivir como discípulos
sinceros y valientes en caridad y verdad. Este sembrar cizaña, destruye a
la Iglesia, a la comunidad, destruye la propia vida, porque te envenena a ti
también. (…)
Y luego la otra palabra hypomoné, que podemos traducir como el asu-
mir, el soportar, el permanecer, aprendiendo a habitar las situaciones tra-
bajosas que la vida nos presenta. Con este término, el apóstol Pablo expre-
sa constancia y firmeza en llevar adelante la elección de Dios y de una
nueva vida en Cristo. Se trata de mantener firme esta decisión, incluso a
costa de las dificultades y las contrariedades, sabiendo que esta constan-
cia, esta firmeza y esta paciencia producen esperanza. Así dice Pablo. Y la
esperanza no defrauda, (véase Rom 5: 3-5). Esto hay que metérselo en la
cabeza: ¡La esperanza no defrauda, nunca defrauda! Para el apóstol, el
fundamento de la esperanza es el amor de Dios derramado en nuestros
corazones con el don del Espíritu, un amor que nos precede y nos hace
capaces de vivir con tenacidad, serenidad, positividad, fantasía... e incluso
con algo de humorismo, incluso en los momentos más difíciles. Pedid la
gracia del humorismo; es la actitud humana que más se acerca a la gracia
de Dios, el humorismo. Conocí a un sacerdote, santo, lleno hasta arriba de
trabajo –iba de aquí para allá-, pero nunca dejaba de sonreír. Y como tenía
este sentido del humor, decían de él: “Este es capaz de reírse de los demás,
de reírse de sí mismo y de reírse hasta de su sombra”. Así es el humoris-
mo.
La Carta a los Hebreos nos invita además a "traer a la memoria los
días pasados", es decir, a reavivar en nuestro corazón y en nuestra mente
el fuego de la experiencia de la cual todo nació.
Chiara Lubich sintió de Dios el impulso de dar vida a Loppiano - y
luego a las otras ciudadelas que han surgido en varias partes del mundo –
mientras contemplaba, un día, la abadía benedictina de Einsiedeln, con su
iglesia y el claustro de los monjes, pero también con la biblioteca, la car-
pintería, los campos ... Allí, en la abadía, Dios es el centro de la vida, en la
oración y en la celebración de la Eucaristía, de la que nace y se alimenta,
de la fraternidad, el trabajo, la cultura, la irradiación en medio de la gente
de la luz y la energía social del Evangelio. Y así Clara, contemplando la
abadía se sintió empujada a crear algo similar, de una forma nueva y mo-
derna, en sintonía con el Concilio Vaticano II, a partir del carisma de la
unidad: un boceto de ciudad nueva en el espíritu del Evangelio.
Una ciudad en la que resaltase ante todo la belleza del Pueblo de Dios,
en la riqueza y variedad de sus miembros, de las diferentes vocaciones, de
las expresiones sociales y culturales, cada una en diálogo y al servicio de
todos. Una ciudad que tiene su corazón en la Eucaristía, fuente de unidad
y de vida siempre nueva, y que se presenta a los ojos de quienes la visitan
también en su veste laica y laboriosa, inclusiva y abierta: con el trabajo de
la tierra, la actividad de la empresa y de la industria, las escuelas de for-
mación, los hogares para la hospitalidad y los ancianos, los talleres artísti-
cos, los conjuntos musicales, los medios de comunicación modernos ...
Una familia en la que todos se reconocen hijos e hijas del único Padre,
123
comprometidos a vivir entre ellos y con todos el mandamiento del amor
mutuo. No para estar tranquilos fuera del mundo, sino para salir, para
encontrar, para cuidar, para arrojar a manos llenas la levadura del Evange-
lio en la masa de la sociedad, especialmente donde más se necesita, donde
la alegría del Evangelio se espera y se invoca: en la pobreza, en el sufri-
miento, en la prueba, en la búsqueda, en la duda.
El carisma de la unidad es un estímulo providencial y una ayuda pode-
rosa para vivir esta mística evangélica del nosotros, es decir, para caminar
juntos en la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo como "un
solo corazón y un alma sola " (cf. 4,32), descubriéndose y amándose mu-
tuamente de manera concreta como "miembros los unos de los otros"
(Romanos 12: 5). Por eso, Jesús pidió al Padre: "Que todos sean uno,
como tú y yo somos uno" (Juan 17:21), y nos mostró en sí mismo el ca-
mino hasta la entrega total de todo en el vaciamiento abismal de la cruz
(cf. Mc 15,34, Filipenses 2: 6-8). Es esa espiritualidad del "nosotros".
Podéis haceros vosotros y a los demás también, para bromear, un test. Un
sacerdote que está aquí, más o menos escondido, me lo hizo. Me dijo:
"Dígame, Padre, ¿qué es lo contrario de 'yo', lo opuesto a 'yo'? Y caí en la
trampa, e inmediatamente dije: 'Tú'. Y él me dijo: "No, lo contrario de
cada individualismo, tanto del yo como del tú, es 'nosotros'. Lo opuesto es
nosotros”. Es esta espiritualidad del nosotros, la que debéis llevar adelan-
te, que nos salva de todo egoísmo e interés egoísta. La espiritualidad del
nosotros.
No es solo un hecho espiritual, sino una realidad concreta con conse-
cuencias formidables, si la vivimos y si declinamos con autenticidad y
valentía sus diversas dimensiones -en un nivel social, cultural, político,
económico- ... Jesús ha redimido no solamente la persona individual, sino
también las relaciones sociales (véase Evangelii gaudium, 178). Tomar en
serio este hecho significa plasmar un nuevo rostro de la ciudad de los
hombres de acuerdo con el plan de amor de Dios. Loppiano está llamado a
ser esto. Y puede intentar, con confianza y realismo, mejorar cada vez
más. Esto es lo esencial. Y desde aquí siempre debemos comenzar de
nuevo.

EL EVANGELIO ES UN CAMINO DE HUMANIZACIÓN


20180512 Discurso Asociación “Logia” de Bélgica
Con vosotros doy las gracias al Señor que os ha permitido “volver a la
fuente y recuperar la frescura original del Evangelio” (Ex-
hort.ap. Evangelii gaudium, 11) y que surja el proyecto Logia, nacido en
la parte flamenca de Bélgica. Dentro de una sociedad secularizada, donde
algunos querrían relegar la religión a la intimidad secreta de las personas,
el objetivo de vuestra asociación remarca que “una auténtica fe [...] siem-
pre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores,
de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra.” (cf. 183).
Así, con vuestra presencia en el corazón del ámbito público y en los
medios de comunicación, atestiguáis que la decisión de seguir a Cristo y
124
de poner en práctica sus palabras jamás constituye una pérdida de huma-
nidad, sino que favorece el desarrollo de nuestros talentos y de nuestras
competencias de cara al bien de todos, al servicio de la edificación de una
sociedad más justa, más fraternal, más humana conforme al corazón de
Dios. Por esta razón os animo a destacar, mediante la participación al
debate público, que el Evangelio es un camino de humanización según la
escuela de Jesús, nuestro Señor y nuestro Maestro, no como enemigos que
apuntan con el dedo y condenan, sino con gentileza y respeto (cf. 1P 3,
16), sin cansaros de hacer el bien (cf. Gál 6,9).
Atestiguad, a través de vuestras múltiples iniciativas, el deseo de la
Iglesia de acompañar, junto con las diferentes fuerzas sociales, “las pro-
puestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien
común” (Evangelii gaudium, 241), apoyándoos en la gran riqueza de la
tradición cristiana y en la Doctrina social de la Iglesia.
Preocupaos de manifestar, con las palabras y con las acciones, que la
fe en Jesucristo nunca es sinónimo de cierre, porque es un don de Dios
ofrecido a todos los hombres como un camino que libera del pecado, de la
tristeza, del vacío interior, del aislamiento y fuente de un gozo del que
nadie nos puede privar (cf. Jn 15,11).
Para ello, no tengáis miedo de pedir con insistencia, en vuestra oración
y con vuestra participación a los sacramentos, la ayuda del Espíritu Santo
para que os sea dado “un espíritu de santidad que impregne tanto la sole-
dad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de
manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada
del Señor” (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 31). En esta perspectiva,
también os invito, por medio de vuestras reuniones mensuales, a desarro-
llar vínculos de fraternidad para que sea visible esta comunión de las dife-
rencias, de la que el Espíritu Santo es el maestro, el director de obra, para
que crezca, con vuestro testimonio de vida, una cultura del encuentro y del
diálogo en medio de la sociedad. Impulsados por la gracia de Dios sacad a
la luz esa santidad a la que el Señor nos llama, construyendo, con audacia
y perseverancia, puentes entre los hombres, entre las generaciones, entre
los diferentes ámbitos sociales y profesionales, y prestando particular
atención a los pequeños, a los pobres y a todas las personas que, de una
manera o de otra, son excluidas.

JÓVENES, NO TENGÁIS MIEDO A SER SANTOS


20180512 Videomens. Vigilia Mariana Intern.Jóvenes Teramo Italia
Me alegra participar en la Vigilia Internacional Mariana de los jóve-
nes, organizada en el nuevo santuario de San Gabriel de Nuestra Señora de
los Dolores, en preparación para la próxima Asamblea del Sínodo de los
Obispos. Es cierto que estoy físicamente lejos de vosotros, pero gracias a
las modernas tecnologías de comunicación tenemos la posibilidad de eli-
minar distancias. En efecto, nosotros los cristianos siempre hemos sabido
que la única fe y la oración concorde unen a los creyentes de todo el mun-
125
do: ¡Podemos decir que, incluso sin saberlo, hemos sido los precursores de
la revolución digital!
Ahora quisiera confiaros algunos pensamientos que me interesan de
manera especial.
El primer pensamiento es para María. Es hermoso que los jóvenes re-
cen el rosario, mostrando así su afecto por la Virgen. Su mensaje, además,
es hoy más actual que nunca. Y lo es porque es una joven entre los jóve-
nes, una "mujer de nuestros días", como le gustaba decir a Don Tonino
Bello.
Ella era joven, —tal vez apenas adolescente— cuando el ángel se diri-
gió a ella, trastocando sus pequeños proyectos para hacerla parte del gran
proyecto de Dios en Jesucristo. Permaneció joven incluso después, cuan-
do, a pesar del paso de los años, se hizo discípula del Hijo con el entu-
siasmo de los jóvenes, y lo siguió hasta la cruz con el coraje que solo
poseen los jóvenes. Sigue siendo por siempre joven, incluso ahora cuando
la contemplamos asunta al cielo, porque la santidad mantiene eternamente
joven, es el verdadero "elixir de la juventud" que tanto necesitamos. Es la
juventud renovada que nos trajo la resurrección del Señor.
Lo había entendido muy bien san Gabriel de la Virgen de los Dolores,
patrón de los estudiantes, un santo joven enamorado de María. Él, que
había perdido a su madre cuando era niño, sabía que tenía dos madres en
el cielo velando por él. Y así se comprende su gran amor por la oración
del Rosario y su tierna devoción a la Virgen, que quiso asociar para siem-
pre con su nombre cuando, con solo dieciocho años, se consagró a Dios en
la familia religiosa de los Pasionistas, convirtiéndose en Gabriel de la
Virgen de los Dolores.
Como recientemente reiteré en la Exhortación Apostólica Gaudete et
exsultate, "la santidad es el rostro más bello de la Iglesia" (n. 9) y la trans-
forma en una comunidad "amistosa" (n. 93). Si San Ambrosio estaba con-
vencido de que "todas las edades están maduras para la santidad" (De
virginitate, 40), sin duda lo está también la edad juvenil. ¡No tengáis en-
tonces miedo de ser santos, mirando a María, a San Gabriel y a todos los
santos que os han precedido y os muestran el camino! (…)
Queridos jóvenes, unidos en oración desde lugares tan lejanos, voso-
tros sois una profecía de paz y reconciliación para toda la humanidad.
Nunca me cansaré de repetirlo: ¡No levantéis muros, construid puentes!
¡No levantéis muros, construid puentes! Unid las orillas de los océanos
que os separan con el entusiasmo, la determinación y el amor de los que
sois capaces. Enseñad a los adultos, cuyos corazones a menudo se han
endurecido, a elegir el camino del diálogo y la concordia, para dar a sus
hijos y nietos un mundo más hermoso y más digno del hombre.
El tercer y último pensamiento es para el Sínodo cercano. Ya sabéis
que la próxima Asamblea del Sínodo de los Obispos estará dedicada a
"Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional", y que toda la Iglesia
está desde hace tiempo intensamente comprometida en el camino sinodal.
Cuando encontré a tantos jóvenes como vosotros con motivo de la
reunión pre-sinodal en marzo pasado, advertí contra el peligro de hablar
126
de los jóvenes sin dejar que los jóvenes hablasen, dejándolos “a distancia
de seguridad". Los jóvenes no muerden, pueden acercarse y tienen entu-
siasmo, y vosotros, además del entusiasmo, tenéis la llave del futuro.
Queridos jóvenes, cuando regreséis a vuestras familias y a vuestras pa-
rroquias —a Teramo, a Panamá, a Rusia, a Irlanda, a Taiwán— no dejéis
que os callen. Por supuesto, el que habla puede equivocarse y también los
jóvenes a veces se equivocan, son humanos, pecando de imprudencia, por
ejemplo. Pero no tengáis miedo de equivocaros y de aprender de vuestros
errores, así se va adelante. Si alguien, incluidos vuestros padres, vuestros
sacerdotes, vuestros maestros, intentase cerraros la boca, recordadles que
la Iglesia y el mundo también necesitan a los jóvenes para rejuvenecerse.
Y no olvidéis que tenéis a vuestro lado aliados imbatibles: Cristo, el eter-
namente joven, María, una mujer joven, san Gabriel y todos los santos,
que son el secreto de la juventud perenne de la Iglesia.

EL BAUTISMO NOS CAPACITA PARA LA MISIÓN


20180513 Regina coeli
Hoy, en Italia y en muchos otros países, se celebra la solemnidad de la
Ascensión del Señor. Esta fiesta contiene dos elementos. Por un lado,
dirige nuestra mirada al cielo, donde Jesús glorificado se sienta a la diestra
de Dios (ver Mc 16, 19). Por otro, nos recuerda el comienzo de la misión
de la Iglesia: ¿por qué? Porque Jesús resucitado y ascendido al cielo envía
a sus discípulos a difundir el Evangelio en todo el mundo. Por lo tanto, la
Ascensión nos insta a levantar la mirada hacia el cielo, para volverla in-
mediatamente después a la tierra, llevando a cabo las tareas que el Señor
resucitado nos confía.
Es lo que nos invita a hacer el pasaje del Evangelio de hoy, en el cual
el evento de la Ascensión viene inmediatamente después de la misión que
Jesús confía a los discípulos. Es una misión infinita, es decir, -literalmente
sin confines- que excede las fuerzas humanas. En efecto, Jesús dice: "Id
por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15).
¡Realmente parece demasiado audaz la tarea que Jesús confía a un peque-
ño grupo de hombres simples y sin grandes capacidades intelectuales! Sin
embargo, esta compañía escasa, irrelevante para los grandes poderes del
mundo, es enviada a llevar el mensaje de amor y misericordia de Jesús a
todos los rincones de la tierra.
Pero este proyecto de Dios solo puede cumplirse con la fuerza que
Dios mismo concede a los apóstoles. En este sentido, Jesús les asegura
que su misión será sostenida por el Espíritu Santo. Dice así: "Recibiréis la
fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra"
(Hch 1,8). Así, esta misión pudo hacerse realidad, y los apóstoles comen-
zaron esa tarea, que luego continuaron sus sucesores. La misión confiada
por Jesús a los apóstoles ha continuado a través de los siglos, y continúa
todavía hoy: requiere la colaboración de todos nosotros. Efectivamente,
cada uno, en virtud del bautismo que ha recibido, está capacitado por su
127
parte para anunciar el Evangelio. El Bautismo es precisamente lo que nos
habilita y también nos impulsa a ser misioneros, a anunciar el Evangelio.
La Ascensión del Señor al cielo, mientras inauguramos una nueva
forma de presencia de Jesús en medio de nosotros, nos pide que tengamos
ojos y corazón para encontrarlo, servirlo y testimoniarlo a él ante los de-
más. Se trata de ser hombres y mujeres de la Ascensión, es decir, buscado-
res de Cristo a lo largo de los senderos de nuestro tiempo, llevando su
palabra de salvación hasta los confines de la tierra. En este itinerario noso-
tros encontramos a Cristo mismo en los hermanos, especialmente en los
más pobres, en aquellos que sufren en carne propia la dura y mortificante
experiencia de las pobrezas viejas y nuevas. Como al principio Cristo
resucitado envió a sus apóstoles con la fuerza Espíritu Santo, también hoy
nos envía a todos, con la misma fuerza, para dar señales concretas y visi-
bles de esperanza. Porque Jesús nos da esperanza, subió al cielo y abrió
sus puertas y la esperanza de que lleguemos allí.

TRES “P”: PLEGARIA, POBREZA, PACIENCIA


20180504 Discurso Congr. Int. Cong. Inst. Vida Consagr. Soc. V.A.
Me he preguntado: ¿Cuáles son las cosas que el Espíritu quiere que se
mantengan fuertes en la vida consagrada? Y el pensamiento volaba, se iba,
volvía..., y a mí siempre me volvía [a la mente] el día que fui a San Gio-
vanni Rotondo: no sé por qué, pero vi que había muchos hombres y muje-
res consagrados que trabajan... y pensé en lo que dije allí, en las "tres p"
que dije allí. Y me dije a mí mismo: Estas son columnas que permanecen,
que son permanentes en la vida consagrada. La plegaria, la pobreza y la
paciencia. Y decidí hablaros de esto, de lo que pienso que es la plegaria en
la vida consagrada, y luego la pobreza y la paciencia.
La plegaria es volver siempre a la primera llamada. Cualquier plega-
ria, tal vez una plegaria en caso de necesidad, pero siempre es regresar a
esa Persona que me ha llamado. La plegaria de un consagrado, de una
consagrada, es regresar al Señor que me ha invitado a estar cerca de él.
Regresar a Aquel que me miró a los ojos y me dijo: "Ven. Deja todo y
ven". —"Pero, yo quisiera dejar la mitad..." (de esto hablaremos a propósi-
to de la pobreza). —"No, ven. Deja todo. Ven". Y la alegría en ese mo-
mento de dejar lo tanto o lo poco que teníamos. Todo el mundo sabe lo
que ha dejado atrás: dejar a su madre, a su padre, a su familia, a su carre-
ra... Es cierto que alguien busca la carrera "dentro", y eso no es bueno. En
aquel momento, encontrar al Señor que me ha llamado para seguirlo de
cerca. Cada plegaria es volver a aquello. Y la plegaria es lo que me hace
trabajar para ese Señor, no para mis intereses o para la institución en la
que trabajo, no: Para el Señor. Hay una palabra que se usa mucho, se ha
usado demasiado y ha perdido un poco de fuerza, pero indicaba bien es-
to: radicalidad. No me gusta usarla porque se ha usado demasiado, pero es
esto: Lo dejo todo por ti. Es la sonrisa de los primeros pasos... Después
llegaron los problemas, tantos problemas que todos hemos tenido, pero
siempre se trata de volver al encuentro con el Señor. Y la plegaria, en la
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vida consagrada, es el aire que nos hace respirar esa llamada, renovar esa
llamada. Sin ese aire no podríamos ser buenos consagrados. Quizás sere-
mos buenas personas, cristianos, católicos que trabajan en tantas obras de
la Iglesia, pero tú tienes que renovar continuamente la consagración allí,
en la plegaria, en un encuentro con el Señor. "Pero estoy ocupado, estoy
ocupada, tengo muchas cosas que hacer...". Esto es más importante. Vete a
rezar. Y luego está esa plegaria que nos mantiene durante el día en presen-
cia del Señor. Pero, de todos modos, la plegaria. "Pero tengo un trabajo
demasiado arriesgado que me lleva todo el día...". Piensa en una consa-
grada de nuestros días: Madre Teresa. La Madre Teresa también iba a
"buscar problemas", porque era como una máquina para buscar problemas,
porque se metía aquí, allí, allí ... Pero las dos horas de oración ante el
Santísimo Sacramento, no se las quitaba nadie. "¡Ah, la gran Madre Tere-
sa!". Pues haz lo que ella hacía, haz lo mismo. Busca a tu Señor, al que te
llamó. La plegaria. No solo por la mañana... Cada uno tiene que buscar
cómo hacerla, dónde hacerla y cuándo hacerla. Pero hacedla siempre,
rezad. No se puede vivir la vida consagrada, no se puede discernir lo que
está sucediendo sin hablar con el Señor
No quisiera hablar más sobre esto, pero me habéis entendido, creo.
Plegaria. Y la Iglesia necesita hombres y mujeres que recen, en este mo-
mento de gran dolor en la humanidad.
La segunda "p" es la pobreza. En las Constituciones, san Ignacio nos
escribía a nosotros, los jesuitas —pero no era algo original suyo, creo, tal
vez lo había tomado de los Padres del desierto—: "La pobreza es la madre,
es el muro de contención de la vida consagrada". Es "madre". Interesante:
Él no dice la castidad, que quizás esté más vinculada con la maternidad,
con la paternidad, no: La pobreza es la madre. Sin pobreza no hay fecun-
didad en la vida consagrada. Y es "muro", te defiende. Te protege del
espíritu de la mundanidad, por supuesto. Sabemos que el diablo entra por
los bolsillos. Todos lo sabemos. Y las pequeñas tentaciones contra la po-
breza son heridas a la pertenencia al cuerpo de la vida consagrada. La
pobreza según las reglas, las constituciones de cada congregación: No es
lo mismo la pobreza de una congregación que la de otra. Las reglas dicen:
"Nuestra pobreza va de esta parte", "la nuestra va de esa"; pero siempre
existe el espíritu de pobreza. Y esto no puede negociarse. Sin pobreza
nunca podremos discernir qué está sucediendo en el mundo. Sin el espíritu
de pobreza. "Deja todo, dáselo a los pobres", dijo el Señor a aquel joven.
Y aquel joven somos todos nosotros. "Pero yo no, padre, no tengo tanta
fortuna...". Sí, pero algo, ¡tienes algo a lo que estás apegado! El Señor te
pide eso: Ese será "el Isaac" que debes sacrificar. Desnudo en el alma,
pobre. Y con este espíritu de pobreza, el Señor nos defiende —¡Él nos
defiende!— de tantos problemas y de muchas cosas que intentan destruir
la vida consagrada.
Hay tres peldaños para pasar de la consagración religiosa a la munda-
nidad religiosa. Sí, también religiosa; hay una mundanidad religiosa; mu-
chos religiosos y consagrados son mundanos. Tres peldaños. Primero: el
dinero, es decir, la falta de pobreza. Segundo: la vanidad, que va desde el
129
extremo de hacerse un "pavo real" hasta pequeñas cosas de vanidad. Y
tercero: la soberbia, el orgullo. Y a partir de ahí, todos los vicios. Pero el
primer peldaño es el apego a la riqueza, el apego al dinero. Vigilando ese,
los otros no vienen. Y digo a las riquezas, no solo al dinero. A las rique-
zas. Para discernir qué está sucediendo, este espíritu de pobreza es necesa-
rio.
Unos deberes para casa son: ¿Cómo está mi pobreza? Mirad en los ca-
jones, en los cajones de vuestras almas, mirad en la personalidad, mirad en
la Congregación... Mirad cómo va la pobreza. Es el primer peldaño: Si lo
defendemos, los otros no vienen. Es el muro que nos defiende de los otros,
es la madre que nos hace más religiosos y nos hace poner todas nuestras
riquezas en el Señor. Es el muro que nos defiende de ese desarrollo mun-
dano que tanto daño hace a cada consagración. La pobreza.
Y tercero, la paciencia. "Pero, padre, ¿qué tiene que ver la paciencia
con esto?" La paciencia es importante No solemos hablar de ella, pero es
muy importante. Mirando a Jesús, la paciencia es la que tuvo Jesús para
llegar al final de su vida. Cuando Jesús, después de la Cena, va al Jardín
de los Olivos, podemos decir que en ese momento de una manera especial
Jesús "entra en paciencia". "Entrar en paciencia": Es una actitud de cada
consagración, que va desde las pequeñas cosas de la vida comunitaria o de
la vida consagrada, que cada uno tiene, en esta variedad que hace el Espí-
ritu Santo... De las cosas pequeñas, de las tolerancias pequeñas, desde los
pequeños gestos de sonrisa cuando, en cambio, me gustaría decir palabro-
tas ... hasta el sacrificio de uno mismo, de la vida. La paciencia. Ese "lle-
var sobre los hombros" (hypomoné) de San Pablo: San Pablo habló de
"llevar sobre los hombros", como virtud cristiana. La paciencia. Sin pa-
ciencia, es decir, sin la capacidad de padecer, sin "entrar en paciencia",
una vida consagrada no puede sostenerse a sí misma, estará a medio hacer.
Sin paciencia, por ejemplo, se entienden las guerras internas de una con-
gregación. Porque no han tenido la paciencia de soportarse el uno al otro,
y gana la parte más fuerte, no siempre la mejor; e incluso la que pierde
tampoco es la mejor, porque es impaciente. Sin paciencia, comprendemos
a los que quieren hacer carrera en los capítulos generales, ese formar las
"camarillas” antes…por poner dos ejemplos. ¡No sabéis la cantidad de
problemas, guerras internas, disputas que le llegan a Mons. Carballo!
[Secretario de la Congregación]. ¡Pero él es de Galicia, puede soportarlo!
La paciencia. Para soportarse el uno al otro.
Pero no solo la paciencia en la vida comunitaria: paciencia ante los su-
frimientos del mundo. Llevar sobre los hombros los problemas, los sufri-
mientos del mundo. "Entrar en paciencia", como Jesús entró en paciencia
para consumar la redención. Este es un punto clave, no solo para evitar
estas peleas internas que son un escándalo, sino para ser consagrados, para
poder discernir. La paciencia.
Y también paciencia frente a los problemas comunes de la vida consa-
grada: Pensemos en la escasez de vocaciones. "No sabemos qué hacer,
porque no tenemos vocaciones... Hemos cerrado tres casas...". Esta es una
queja diaria, la habéis escuchado, escuchado con vuestros oídos y sentido
130
en vuestro corazón. Las vocaciones no llegan. Y cuando no hay esta pa-
ciencia... Lo que voy a decir ahora ha sucedido, sucede: Conozco al menos
dos casos, en un país demasiado secularizado, que conciernen a dos con-
gregaciones y a dos provincias respectivas. La provincia ha comenzado
ese camino que también es un camino mundano, del "ars bene moriendi",
la actitud para morir bien. ¿Y qué significa esto en esa provincia, en esas
dos provincias de dos congregaciones diferentes? Cerrar la admisión al
noviciado, y nosotros que estamos aquí, envejecemos hasta la muerte. Y la
congregación en ese lugar se ha terminado. Y esto no son cuentos: Estoy
hablando de dos provincias masculinas que han tomado esta decisión;
provincias de dos congregaciones religiosas. Falta paciencia y terminamos
con el "ars bene moriendi". ¿Falta la paciencia y las vocaciones no vie-
nen? Vendemos y nos agarramos al dinero por cualquier cosa que pueda
suceder en el futuro. Esta es una señal, una señal de que se está cerca de la
muerte: Cuando una congregación comienza a sentir apego al dinero. No
tiene paciencia y cae en la segunda "p", en la falta de pobreza.
Puedo preguntarme: ¿Esto que ha pasado en esas dos provincias que
hicieron la opción del "ars bene moriendi" pasa en mi corazón? ¿Mi pa-
ciencia se ha terminado y salgo adelante sobreviviendo? Sin paciencia no
se puede ser magnánimo, no se puede seguir al Señor: Nos cansamos. Lo
seguimos hasta un punto determinado y a la primera o segunda prueba,
adiós. Elijo el "ars bene moriendi"; mi vida consagrada ha llegado aquí,
cierro mi corazón y sobrevivo. ¿Está en estado de gracia? Sí, por supuesto.
"Padre, ¿no iré al infierno?". No, tal vez no irás. ¿Pero tu vida? ¿Has deja-
do la posibilidad de ser padre y madre de familia, de tener la alegría de los
hijos, de los nietos, todo esto, para terminar así? Este "ars bene morien-
di", es la eutanasia espiritual de un corazón consagrado que no aguanta
más, que no tiene el coraje de seguir al Señor. Y no llama...
He tomado como punto de partida para hablar de esto la escasez de vo-
caciones: Esto amarga el alma. "No tengo descendencia", era el lamento
de nuestro padre Abraham: "Señor, mis riquezas serán heredadas por un
extranjero". El Señor le dijo: "Ten paciencia. Tendrás un hijo". —"¿Pero a
los 90? ". Y la esposa detrás de la ventana que era como— perdonadme—,
como las mujeres: espiaba por la ventana — pero ésta es una cualidad de
las mujeres; está bien, no está mal—; sonreía, porque pensaba: "¿Pero yo,
a los 90? Y mi esposo, casi 100, ¿tendremos un hijo? ". "Paciencia", había
dicho el Señor. Esperanza. Adelante, adelante, adelante.
Prestad atención a estas tres "p": plegaria, pobreza y paciencia. Prestad
atención. Y creo que al Señor le gustarán las decisiones —me permito la
palabra que no me gusta— las decisiones radicales en este sentido. Ya
sean personales, ya sean comunitarias. Pero apostad por ello.

EL ESPÍRITU SANTO ES LA FUERZA QUE CAMBIA EL MUNDO


20180520 Homilía Solemnidad de Pentecostés
En la primera lectura de la liturgia de hoy, la venida del Espíritu Santo
en Pentecostés se compara a «un viento que soplaba fuertemente»
131
(Hch 2,2). ¿Qué significa esta imagen? El viento impetuoso nos hace
pensar en una gran fuerza, pero que no acaba en sí misma: es una fuerza
que cambia la realidad. El viento trae cambios: corrientes cálidas cuando
hace frío, frescas cuando hace calor, lluvia cuando hay sequía... así actúa.
También el Espíritu Santo, aunque a nivel totalmente distinto, actúa así: Él
es la fuerza divina que cambia, que cambia el mundo. La Secuencia nos lo
ha recordado: el Espíritu es «descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enju-
ga las lágrimas»; y lo pedimos de esta manera: «Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo, lava las manchas». Él entra en las situaciones y
las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.
Cambia los corazones. Jesús dijo a sus Apóstoles: «Recibiréis la fuer-
za del Espíritu Santo […] y seréis mis testigos» (Hch 1,8). Y aconteció
precisamente así: los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo,
atrincherados con las puertas cerradas también después de la resurrección
del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el
Evangelio de hoy, “dan testimonio de él” (cf. Jn 15,27). De vacilantes
pasan a ser valientes y, dejando Jerusalén, van hasta los confines del mun-
do. Llenos de temor cuando Jesús estaba con ellos; son valientes sin él,
porque el Espíritu cambió sus corazones.
El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resis-
tencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de en-
trega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apol-
trona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado.
Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos
prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portento-
sas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar
las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espí-
ritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia
nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace
libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino
que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás
de la vida. El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud.
La juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después
pasa; el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento
malsano, el interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformán-
dolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos
hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a
ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a
esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría,
que florezca la paz en el corazón.
En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio
verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos
hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nues-
tras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece
imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la
fuerza de Dios. Es él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida».
Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir,
132
cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi
jornada”.
El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los aconteci-
mientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las situa-
ciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un
libro que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu—
asistimos a un dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discí-
pulos no se lo esperan, el Espíritu los envía a los gentiles. Abre nuevos
caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por
un camino desierto, de Jerusalén a Gaza —cómo suena doloroso hoy este
nombre. Que el Espíritu cambie los corazones y los acontecimientos y
conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe predica al funcio-
nario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a
Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de
Dios. Luego está Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22),
viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que
nunca había visto. Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él
sopla jamás existe calma, jamás.
Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de “floje-
dad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es
una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del
Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los leja-
nos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las
velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo,
precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la san-
tidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima
de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de
vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios,
hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impul-
sa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un
“sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el
amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de
sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la
que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto
de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras
actividades: “Ven, Espíritu Santo”.
Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única que es, por así decir, al
mismo tiempo centrípeta y centrífuga. Es centrípeta, es decir empuja
hacia el centro, porque actúa en lo más profundo del corazón. Trae unidad
en la fragmentariedad, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones.
Lo recuerda Pablo en la segunda lectura, escribiendo que el fruto del Espí-
ritu es alegría, paz, fidelidad, dominio de sí (cf. Ga 5,22). El Espíritu rega-
la la intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante. Pero al mismo
tiempo él es fuerza centrífuga, es decir empuja hacia el exterior. El que
lleva al centro es el mismo que manda a la periferia, hacia toda periferia
humana; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos.
Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe Pablo— amor,
133
misericordia, bondad, mansedumbre. Solo en el Espíritu Consolador de-
cimos palabras de vida y alentamos realmente a los demás. Quien vive
según el Espíritu está en esta tensión espiritual: se encuentra orientado a la
vez hacia Dios y hacia el mundo.
Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios,
sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la
ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines
lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el
mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven,
Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra. Amén.

EL ESPÍRITU SANTO ES LA FUENTE DE LA SANTIDAD


20180520 Regina coeli Pentecostés
En la fiesta de hoy de Pentecostés culmina el tiempo pascual, centrado
en la muerte y resurrección de Jesús. Esta solemnidad nos hace recordar y
revivir el derramamiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los de-
más discípulos, reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo
(cf. Hechos de los Apóstoles 2, 1-11). Aquel día se inició la historia de la
santidad cristiana, porque el Espíritu Santo es la fuente de la santidad, que
no es el privilegio de unos pocos, sino la vocación de todos. Por el bau-
tismo, de hecho, estamos todos llamados a participar en la misma vida
divina de Cristo y con la confirmación, a convertirnos en testigos suyos en
el mundo.
«El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pue-
blo fiel de Dios» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). «Dios quería santi-
ficar y salvar a los hombres, no individualmente y sin ninguna conexión
entre ellos, sino que quiere convertirlos en un pueblo, reconociéndolo
según la verdad y servirlo en santidad» (Cost. Dogm. Lumen gentium, 9).
Ya por medio de los antiguos profetas el Señor había anunciado al
pueblo este designio suyo. Ezequiel: «Infundiré mi espíritu en vosotros y
haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis
normas. […] Vosotros seréis mi pueblo yo seré vuestro Dios» (36, 27-28).
El profeta Joel: «Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos e
hijas profetizarán. […] Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi
Espíritu en aquellos días. […] Todo el que invoque el nombre de Yahveh
será salvo» (3, 1-2.5). Y todas estas profecías se realizan en Jesucristo,
«mediador y garante de la efusión perenne del Espíritu» (Misal Romano,
Prefacio después de la Ascensión). Y hoy es la fiesta de la efusión del
Espíritu.
Desde aquel día de Pentecostés, y hasta el fin de los tiempos, esta san-
tidad, cuya plenitud es Cristo, se entrega a todos aquellos que se abren a la
acción del Espíritu Santo, y se esfuerzan en serle dóciles. Es el Espíritu el
que hace experimentar una alegría plena. El Espíritu Santo, viniendo a
nosotros, vence la sequedad, abre los corazones a la esperanza, estimula y
favorece la maduración interna en la relación con Dios y el prójimo. Es lo
que dice san Pablo: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia,
134
afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gálatas 5,
22). Todo esto hace el Espíritu en nosotros. Por eso, hoy festejamos esta
riqueza que el Padre nos da.
Pidamos a la Virgen María que obtenga hoy un Pentecostés renovado
para la Iglesia, una renovada juventud que nos dé la alegría de vivir y
testimoniar el Evangelio e «infunda en nosotros un intenso anhelo de ser
santos para la mayor gloria de Dios» (Gaudete et exsultate, 177).

CUANDO TE ENCUENTRAS CON JESÚS TODO SE RENUEVA


20180525 Videomensaje II Encuentro nac. Juventud Argentina
Cuando pensaba en ustedes y en qué podía compartirles para este en-
cuentro, se me ocurrieron tres palabras: presencia, comunión y misión.
La primera palabra es presencia. Jesús está con nosotros, está presente
en nuestra historia. Si no nos convencemos de esto, no somos cristianos.
Él camina con nosotros, aunque no lo conozcamos. Pensemos en los dis-
cípulos de Emaús. Jesús se ha hecho nuestro hermano, nos invita también
a nosotros a encarnarnos, a construir juntos esa palabra tan linda, la civili-
zación del amor, como discípulos y misioneros suyos, acá y ahora: en tu
casa, con tus amigos, en las situaciones que te tocan vivir a diario. Para
eso es necesario estar con él, ir a su encuentro en la oración, en la Palabra,
en los sacramentos. Dedicarle tiempo, hacer silencio para oír su voz. ¿Vos
sabés hacer silencio en tu corazón para escuchar la voz de Jesús? No es
fácil. Probá.
Él está con vos, aunque tal vez en algunos momentos te sientas como
los de Emaús antes de encontrarse con Jesús resucitado: te sientas triste,
decepcionado, bajoneado, bajoneada, sin muchas esperanzas de que las
cosas cambien. Y bueno, se ve cada cosa en la vida, que a veces, claro,
nos bajoneamos. Vas herido por el camino, y parece que ya no podés más,
que las contradicciones son más fuertes que todo lo positivo, que toda la
polenta que vos le quieras poner, que no ves la luz al final del túnel. Pero
cuando te encontrás con Jesús —es una gracia— el buen samaritano que
se acerca a ayudarte, ese Jesús, todo se renueva, vos te renovás y podés
con Jesús renovar la historia. "Eh padre no exagere, cómo vamos a reno-
var la historia". Podés renovar la historia. La renovó una chica de dieciséis
años que en Nazaret dijo "sí". Podés renovar la historia.
El buen samaritano es Cristo que se acerca al pobre, al que lo necesita.
El buen samaritano también sos vos cuando, como Cristo, te acercás al
que está a tu lado, y en él sabés descubrir el rostro de Cristo. Es un camino
de amor y misericordia: Jesús nos encuentra, nos sana, nos envía a sanar a
otros. Nos envía a sanar a otros. Solamente nos es lícito mirar a una per-
sona de arriba a abajo, desde arriba, solamente para agacharnos y ayudarla
a levantarse. Si no, no tenemos derecho de mirar a nadie desde arriba.
Nada con la naricita así, ¿eh? Si yo miro desde arriba es para agachar y
ayudar a levantar.
Pero para recorrer este camino de ayudar a levantar a otros, no lo olvi-
demos, necesitamos de los encuentros personales con Jesús, momentos de
135
oración, de adoración y, sobre todo, de escucha de la Palabra de Dios. Les
pregunto nomás: ¿Cuántos de ustedes leen dos minutos el Evangelio en el
día? ¡Dos minutos, eh! Tenés un Evangelio chiquito, lo llevás en el bolsi-
llo, en la cartera... Mientras vas en el bus, mientras vas en el subte, en el
tren o te parás y te sentás en tu casa, lo abrís y leés dos minutos. Probá. Y
vas a ver cómo te cambia la vida. ¿Por qué? Porque te encontrás con Je-
sús. Te encontrás con la Palabra.
La segunda palabra es comunión. No vamos solos escribiendo la histo-
ria; algunos se la creyeron, piensan que solos o con sus planes van a cons-
truir la historia. Somos un pueblo y la historia la construyen los pueblos,
no los ideólogos. Los pueblos son los protagonistas de la historia. Somos
una comunidad, somos una Iglesia. Y si vos querés construir como cris-
tiano tenés que hacerlo en el pueblo de Dios, en la Iglesia, como pueblo.
No en un grupito pitucón o estilizado, apartado de la vida del pueblo de
Dios. El pueblo de Dios es la Iglesia, con toda la gente de buena voluntad,
con sus chicos, sus grandes, sus enfermos, sus sanos, sus pecadores ¡que
somos todos! Con Jesús, la Virgen, los Santos que nos acompa-
ñan. Caminar en pueblo. Construir una historia de pueblo. Jesús cuenta
con vos y también cuenta con él, con ella, con todos nosotros, con cada
uno. Sabemos que como Iglesia estamos en un tiempo muy especial, en el
año del Sínodo de los obispos que va a tratar el tema de los jóvenes. Uste-
des los jóvenes serán el objeto de las reflexiones de este Sínodo. Y ade-
más, recibiremos de ustedes los aportes, ya sea de la asamblea pre-sinodal
que se realizó en Roma, con 350 chicos y chicas de todo el mundo: cris-
tianos, no cristianos y no creyentes, en la cual también participaron 15.000
a través de las redes sociales, que se iban comunicando con ellos. Ellos
han hecho una propuesta, una semana estudiaron: peleando, discutiendo,
riéndose. Y ese aporte nos llega al Sínodo. Y ahí estás vos. Con ese aporte
vamos adelante.
Los invito a ser partícipes, protagonistas desde el corazón de este acon-
tecimiento eclesial tan importante. No se queden al margen, compromé-
tanse, digan lo que piensan. No sean exquisitos: "Que me miró, que me
tocó, que si la piensa distinto, que no estoy de acuerdo con lo que pensás".
¿Vos cómo vivís? ¡Compartí lo que vivís! El Papa quiere escucharlos. El
Papa quiere dialogar y buscar juntos nuevos caminos de encuentro, que
renueven nuestra fe y revitalicen nuestra misión evangelizadora.
Ustedes saben mejor que yo que las computadoras, los celulares nece-
sitan actualizaciones para funcionar mejor. También nuestra pastoral nece-
sita actualizarse, renovarse, revisar la conexión con Cristo a la luz del
Evangelio —ese que desde ahora vas a llevar en el bolsillo y vas a leer dos
minutos por día— mirando al mundo de hoy, discerniendo y dando nuevas
energías a la misión compartida. Ese es el trabajo que van a tener ustedes
en estos días, sobre todo, y que yo acompaño con mi cercanía y mi ora-
ción. Y mi simpatía.
Decíamos, entonces, presencia y comunión. La tercera palabra
es misión. Se nos llama a ser Iglesia en salida, en misión. Una Iglesia
misionera, no encerrada en nuestras comodidades y esquemas, sino que
136
salga al encuentro del otro. Iglesia samaritana, misericordiosa, en actitud
de diálogo, de escucha. Jesús nos convoca, nos envía y nos acompaña para
acercarnos a todos los hombres y mujeres de hoy. Así lo escucharemos el
próximo domingo en el Evangelio: «Vayan y hagan que todos los pueblos
sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo... Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,
19-20). ¡Vayan, no tengan miedo! Los jóvenes tienen la fuerza de la in-
quietud, del inconformismo —sean inconformistas—, hagan lío, no dejen
que la historia se escriba fuera, mientras miran por la ventana, "no balco-
neen la vida", pónganse las zapatillas, salgan, con la camiseta de Cristo y
juéguense por sus ideales. Vayan con él a curar las heridas de tantos her-
manos nuestros que están tirados al borde del camino, vayan con él a sem-
brar esperanza en nuestros pueblos y ciudades, vayan con él a renovar la
historia.
Muchas veces han oído decir que ustedes son el futuro, en este caso el
futuro de la patria. El futuro está en las manos de ustedes, verdad, porque
nosotros nos quedamos y ustedes siguen. Pero cuidado: un futuro sólido,
un futuro fecundo, un futuro que tenga raíces. Algunos sueñan con un
futuro utópico: "No, la historia ya pasó; no, lo de antes no, ahora empie-
za". Ahora no empieza nada. Te la vendieron. Bernárdez, nuestro poeta,
termina un verso diciendo: «Lo que el árbol tiene de florido vive de lo que
tiene sepultado». Volvé a las raíces y armá tú futuro desde las raíces desde
donde te viene la savia: no renegués la historia de tu patria, no renegués la
historia de tu familia, no niegues a tus abuelos. Buscá las raíces, buscá la
historia. Y desde allí construí el futuro. Y aquellos que te dicen: "Que si
los héroes nacionales ya pasaron o que no tiene sentido, que ahora empie-
za todo de nuevo..." Riételes en la cara. Son payasos de la historia.
Y los invito también a mirar en estos días a María, la Virgen del Rosa-
rio, que supo estar cerca de su Hijo acompañándolo en sus misterios de
gozo y de dolor, de luz y de gloria. Que ella, María, Madre de la cercanía
y la ternura, Señora del corazón abierto y siempre disponible para ir al
encuentro de quienes la necesitan, sea su maestra en el modelo de la vida
de fe. Ustedes busquen allí, que ella les enseña.

LA ALEGRÍA DE SER HIJOS AMADOS POR DIOS


20180527 Ángelus
Hoy, domingo después de Pentecostés, celebramos la fiesta de la San-
tísima Trinidad. Una fiesta para contemplar y alabar el misterio del Dios
de Jesucristo, que es Uno en la comunión de tres Personas: el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. Para celebrar con asombro siempre nuevo a Dios-
Amor, que nos ofrece su vida gratuitamente y nos pide que la difundamos
en el mundo.
Las lecturas bíblicas de hoy nos hacen comprender cómo Dios no quie-
ra revelar tanto que Él existe, sino que es el "Dios con nosotros", cerca de
nosotros, que nos ama, que camina con nosotros, que está interesado en
nuestra historia personal y se ocupa de todos, empezando por los pequeños
137
y los necesitados. Él "es Dios allá arriba en los cielos" pero también "aquí
abajo en la tierra" (véase Dt 4:39). Por lo tanto, nosotros no creemos en
una entidad distante, ¡no! En una entidad indiferente, ¡no! Sino al contra-
rio, en el Amor que creó el universo y generó un pueblo, se hizo carne,
murió y resucitó por nosotros, y como Espíritu Santo, todo transforma y
conduce a la plenitud.
San Pablo (ver Rom 8: 14-17), que en primera persona experimentó es-
ta transformación hecha por Dios-Amor, comunica su deseo de ser llama-
do Padre, o mejor dicho, "Papá" - Dios es "nuestro Papá" - con la total
confianza de un niño que se abandona en los brazos de quien le dio la
vida. El Espíritu Santo - recuerda de nuevo el apóstol - al actuar en noso-
tros hace que Jesucristo no se reduzca a un personaje del pasado, no, sino
que lo sintamos cerca, nuestro contemporáneo, y experimentemos la ale-
gría de ser hijos amados por Dios. Por último, en el Evangelio, el Señor
resucitado nos promete que permanecerá con nosotros para siempre. Y
gracias a su presencia y a la fuerza de su Espíritu podemos realizar con
serenidad la misión que Él nos confía. ¿Cuál es la misión? Anunciar y dar
testimonio a todos de su Evangelio y así dilatar la comunión con Él y la
alegría que se deriva de ello. Dios, caminando con nosotros, nos llena de
alegría y la alegría es, de alguna manera, el primer lenguaje del cristiano.
Por lo tanto, la Santísima Trinidad nos hace contemplar el misterio de
Dios que constantemente crea, redime y santifica, siempre con amor y por
amor, y a toda criatura que lo recibe le da para que refleje un rayo de su
belleza, bondad y verdad. Él siempre ha elegido caminar con la humani-
dad y formar un pueblo que sea una bendición para todas las naciones y
para todas las personas, nadie excluido. El cristiano no es una persona
aislada, pertenece a un pueblo: este pueblo que forma Dios. Uno no puede
ser cristiano sin tal pertenencia y comunión. Somos el pueblo, el pueblo de
Dios. ¡Que la Virgen María nos ayude a cumplir con alegría la misión de
testimoniar al mundo, sediento de amor, que el sentido de la vida es sólo
el amor infinito, el amor concreto del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!

AUDACES PARA COLABORAR CON EL ESPÍRITU SANTO


20180601 Discurso Obras misionales pontificias
Siempre se deben renovar las cosas: renovar el corazón, renovar las
obras, renovar las organizaciones, porque, de otro modo, terminaríamos
todos en un museo. Nos tenemos que renovar para no acabar en un museo.
Sabéis bien cuánto me preocupa el peligro de que vuestro trabajo se re-
duzca a la mera dimensión monetaria de la ayuda material —es una gran
preocupación—, convirtiéndoos en una agencia más, aunque sea de inspi-
ración cristiana. No es esto lo que querían los fundadores de las Obras
Misionales Pontificias y el Papa Pío XI cuando las crearon y las organiza-
ron al servicio del Sucesor de Pedro. Por esta razón propongo de nuevo,
como actual y urgente, para la renovación de la conciencia misionera de
toda la Iglesia hoy, la valiente y gran intuición del Papa Benedicto XV,
138
contenida en su Carta apostólica Maximum illud: es decir, la necesidad de
dar una nueva impronta evangélica a la misión de la Iglesia en el mundo.
Este objetivo común puede y debe ayudar a las Obras Misionales Pon-
tificias a vivir una comunión de espíritu, colaboración recíproca y apoyo
mutuo. Si la renovación es auténtica, creativa y eficaz, la reforma de vues-
tras Obras consistirá en una refundación, una reestructuración según las
exigencias del Evangelio. No se trata simplemente de replantear las moti-
vaciones para mejorar lo que ya hacéis. La conversión misionera de las
estructuras de la Iglesia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27) requiere
santidad personal y creatividad espiritual. Por lo tanto, no solo renovar lo
viejo, sino permitir que el Espíritu Santo cree lo nuevo. No nosotros: el
Espíritu Santo. Hacer espacio al Espíritu Santo, dejarle que cree algo nue-
vo, que haga nuevas todas las cosas (cf. Sal 104,30; Mt 9,17;
2 P3,13; Ap 21,5). Él es el protagonista de la misión: es él el “jefe de la
oficina” de las Obras Misionales Pontificias. Es él, no nosotros. No ten-
gáis miedo de la novedad que proviene del Señor Crucificado y Resucita-
do: esta novedad es hermosa. Temed otras novedades: esas no están bien.
Las que no vienen de esa raíz. Sed audaces y valientes en la misión, cola-
borando con el Espíritu Santo en comunión con la Iglesia de Cristo (cf.
Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 131). Y esta audacia significa caminar
con la valentía, con el fervor de los primeros que anunciaron el Evangelio.
Que vuestro libro frecuente de oración y de meditación sea los Hechos de
los Apóstoles. Id allí a encontrar inspiración. Y el protagonista de este
libro es el Espíritu Santo.
Para vosotros, Obras Pontificias —que junto con la Congregación para
la Evangelización de los Pueblos estáis preparando el Mes Misionero
Extraordinario—, ¿qué comporta recapacitaros evangélicamente? Creo
que significa simplemente una conversión misionera. Necesitamos reca-
pacitarnos —la intuición de Benedicto XV—, de recapacitarnos a partir de
la misión de Jesús, dar una nueva impronta al esfuerzo de recaudar y dis-
tribuir las ayudas materiales a la luz de la misión y de la formación que
esta requiere, para que la conciencia, el conocimiento y la responsabilidad
misionera vuelvan a ser parte de la vida ordinaria de todo el Pueblo santo
de Dios.
“Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mun-
do”. Este es el tema que hemos elegido para el Mes Misionero de octubre
de 2019. Con él se quiere subrayar que el envío a la misión es una llamada
inherente al bautismo y es para todos los bautizados. De este modo la
misión es envío para la salvación, que realiza la conversión del enviado y
del destinatario: nuestra vida es, en Cristo, una misión. Nosotros mis-
mos somos misión porque somos el amor de Dios comunicado, somos la
santidad de Dios creada a su imagen. Por lo tanto, la misión es nuestra
propia santificación y la del mundo entero, desde la creación (cf. Ef 1,3-6).
La dimensión misionera de nuestro bautismo se traduce así en testimonio
de santidad que da vida y belleza al mundo.
Por tanto, renovar las Obras Misionales Pontificias significa hacer pro-
pia desde un compromiso serio y valiente la santidad de cada uno y de la
139
Iglesia como familia y comunidad. Os pido que renovéis con creatividad
la naturaleza y la acción de las Obras Misionales Pontificias, poniéndolas
al servicio de la misión, para que la santidad de la vida de los discípulos
misioneros esté al centro de nuestras preocupaciones. De hecho, para
colaborar en la salvación del mundo, debemos amarlo (cf. Jn 3,16) y estar
dispuestos a dar la vida sirviendo a Cristo, único Salvador del mundo.
Nosotros no tenemos un producto que vender —no tiene nada que ver con
el proselitismo, no tenemos un producto que vender—, sino una vida que
comunicar: Dios, su vida divina, su amor misericordioso, su santidad. Y es
el Espíritu Santo que nos envía, nos acompaña, nos inspira: es él el autor
de la misión. Es él quien conduce la Iglesia, no nosotros. Tampoco la
institución Obras Misionales Pontificias. Podemos preguntarnos: ¿Le dejo
a él ser el auténtico protagonista? ¿O quiero domesticarlo, enjaularlo en
estructuras mundanas que, al final, nos llevan a concebir las Obras Misio-
nales Pontificias como una compañía, una empresa, una cosa nuestra, pero
con la bendición de Dios? No, esto no funciona. Debemos hacernos esta
pregunta: ¿Dejo que sea él o lo enjaulo? Él, el Espíritu Santo, hace todo,
nosotros solo somos sus siervos.

DAR LO MEJOR DE UNO MISMO. DEPORTE Y PERSONA.


20180601 Mensaje al Prefecto Dicast. Laicos, Flia y Vida
Con alegría recibí la noticia de la publicación del documento “Dar lo
mejor de uno mismo”, sobre la perspectiva cristiana del deporte y la per-
sona humana, que el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida ha
preparado con el objetivo de resaltar el papel de la Iglesia en el mundo del
deporte y de cómo el deporte puede ser un instrumento de encuentro, de
formación, de misión y santificación.
El deporte es un lugar de encuentro donde personas de todo nivel y
condición social se unen para lograr un objetivo común. En una cultura
dominada por el individualismo y el descarte de las generaciones más
jóvenes y de los más mayores, el deporte es un ámbito privilegiado en
torno al cual las personas se encuentran sin distinción de raza, sexo, reli-
gión o ideología y donde podemos experimentar la alegría de competir por
alcanzar una meta juntos, formando parte de un equipo en el que el éxito o
la derrota se comparte y se supera; esto nos ayuda a desechar la idea de
conquistar un objetivo centrándonos solo en uno mismo. La necesidad del
otro abarca no solo a los compañeros de equipo sino también al entrena-
dor, los aficionados, la familia, en definitiva, todas aquellas personas que
con su entrega y dedicación hacen posible llegar a “dar lo mejor de uno
mismo”. Todo esto hace del deporte un catalizador de experiencias de
comunidad, de familia humana. Cuando un padre juega con su hijo, cuan-
do los chicos juegan juntos en el parque o en la escuela, cuando el depor-
tista celebra la victoria con los aficionados, en todos esos ambientes se
puede ver el valor del deporte como lugar de unión y encuentro entre las
personas. ¡Los grandes objetivos, en el deporte como en la vida, los lo-
gramos juntos, en equipo!
140
El deporte es también un vehículo de formación. Quizás hoy más que
nunca debemos fijar la mirada en los jóvenes, puesto que, cuanto antes se
inicie el proceso de formación, más fácil resultará el desarrollo integral de
la persona a través del deporte. ¡Sabemos cómo las nuevas generaciones
miran y se inspiran en los deportistas! Por eso, es necesaria la participa-
ción de todos los deportistas, de cualquier edad y nivel, para que los que
forman parte del mundo del deporte sean un ejemplo en virtudes como la
generosidad, la humildad, el sacrificio, la constancia y la alegría. Del
mismo modo, deberían dar su aportación en lo que se refiere al espíritu de
equipo, el respeto, la competitividad y la solidaridad con los demás. Es
esencial que todos seamos conscientes de la importancia que tiene el
ejemplo en la práctica deportiva, ya que es buen arado en tierra fértil que
facilitará la cosecha siempre que se cuide y se trabaje adecuadamente.
Por último, quisiera resaltar el papel del deporte como medio de misión
y santificación. La Iglesia está llamada a ser un signo de Jesús en medio
del mundo, también a través del deporte en los “oratorios”, en las parro-
quias y en las escuelas, en las asociaciones, etc. Siempre es ocasión de
llevar el mensaje de Cristo, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). Es im-
portante llevar, comunicar esta alegría que transmite el deporte, que no es
otra que descubrir las potencialidades de la persona, que nos llaman a
desvelar la belleza de la creación y del propio ser humano puesto que está
hecho a imagen y semejanza de Dios. El deporte puede abrir el camino a
Cristo en aquellos lugares o ambientes donde por diferentes motivos no es
posible anunciarlo de manera directa. Y las personas con su testimonio de
alegría, con la práctica deportiva en comunidad, pueden ser mensajeras de
la Buena Noticia.
Dar lo mejor de uno mismo en el deporte, es también una llamada a
aspirar a la santidad. Durante el reciente encuentro con los jóvenes en
preparación al Sínodo de los Obispos manifesté la convicción de que todos
los jóvenes allí presentes físicamente o a través de las redes sociales, te-
nían el deseo y la esperanza de dar lo mejor de uno mismo. He utilizado la
misma expresión en la reciente exhortación apostólica, recordando que el
Señor tiene una forma única y específica de llamada a la santidad para
todos nosotros: “Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio
camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha
puesto en él” (Gaudete et Exsultate, 11).
Es necesario profundizar en la estrecha relación que existe entre el de-
porte y la vida, para que puedan iluminarse recíprocamente, para que el
afán de superación en una disciplina atlética sirva también de inspiración
para mejorar siempre como persona en todos los aspectos de la vida. Tal
búsqueda, con la ayuda de la gracia de Dios, nos encamina a aquella pleni-
tud de vida que nosotros llamamos santidad. El deporte es una riquísima
fuente de valores y virtudes que nos ayudan a mejorar como personas.
Como el atleta durante el entrenamiento, la práctica deportiva nos ayuda a
dar lo mejor de nosotros mismos, a descubrir sin miedo nuestros propios
límites, y a luchar por mejorar cada día. De esta forma, “en la medida en
que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo”
141
(ibidem, 33). Para el deportista cristiano, la santidad será entonces vivir el
deporte como un medio de encuentro, de formación de la personalidad, de
testimonio y de anuncio de la alegría de ser cristiano con los que le ro-
dean.

SOLO AMANDO A LOS DEMÁS, LA PERSONA SE REALIZA


20180602 Discurso Unión Ital. Lucha contra Distrofia Muscular
A través de la actividad que desarrolláis, también podéis experimentar
que, solo amando a los demás y entregándose a ellos, la persona se realiza
plenamente. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos comunica la razón
profunda de esta experiencia humana. Manifestando el rostro de Dios que
es amor (1 Jn 4, 8), revela al hombre que la ley suprema de su ser es el
amor. En la vida terrena Jesús hizo visible la ternura divina, vaciándose
"de sí mismo asumiendo la condición de siervo, haciéndose semejante a
los hombres" (Filipenses 2,7). Compartiendo, hasta la muerte, nuestra vida
terrenal, Jesús nos enseñó a caminar en la caridad.
La caridad representa la forma más elocuente de testimonio evangélico
porque, respondiendo a necesidades concretas, revela a los hombres el
amor de Dios, providente y padre, siempre solícito con cada uno. Siguien-
do esta enseñanza, tantos hombres y mujeres cristianos, a lo largo de los
siglos, han escrito maravillosas páginas de amor al prójimo. Entre otros,
pienso en los santos sacerdotes Giuseppe Cottolengo, Luigi Guanella y
Luigi Orione: su caridad dejó una fuerte huella en la sociedad italiana.
También en nuestros días, cuantas personas, comprometiéndose con el
prójimo, han llegado a redescubrir la fe, porque en el enfermo han encon-
trado a Cristo, el Hijo de Dios. Él pide que lo sirvamos en los hermanos
más débiles, habla al corazón de quien se pone a su servicio y nos hace
experimentar la alegría del amor desinteresado, el amor que es la fuente de
la verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la ayuda que se brinda es importante,
pero lo es aún más el corazón con que se ofrece. Estáis llamados a ser una
"escuela" de vida, especialmente para los jóvenes, contribuyendo a edu-
carlos en una cultura de solidaridad y de acogida, abierta a las necesidades
de las personas más frágiles. Y esto sucede a través de la gran lección del
sufrimiento: una lección que proviene de las personas enfermas y que
sufren, y que ninguna otra cátedra puede impartir. El que sufre comprende
mejor el valor del don divino de la vida, que hay que promover, defender
y proteger desde la concepción hasta el ocaso natural.

VIVIR EUCARÍSTICAMENTE: PASAR DEL YO AL TÚ


20180603 Homilía Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo
En el Evangelio que hemos escuchado se narra la Última Cena, pero
sorprendentemente la atención está más puesta en los preparativos que en
la cena. Se repite varias veces el verbo "preparar". Los discípulos pregun-
tan, por ejemplo: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de
142
Pascua?» (Mc 14,12). Jesús los envía a prepararla dándoles indicaciones
precisas y ellos encuentran «una habitación grande, acondicionada y dis-
puesta» (v. 15). Los discípulos van a preparar, pero el Señor ya había
preparado.
Algo similar ocurre después de la resurrección, cuando Jesús se apare-
ce por tercera vez a los discípulos: mientras pescan, él los espera en la
orilla, donde les prepara pan y pescado. Pero, al mismo tiempo, pide a los
suyos que lleven un poco del pescado que acababan de pescar y que él les
había indicado cómo pescarlo (cf. Jn 21,6.9-10). También aquí, Jesús
prepara con antelación y pide a los suyos que cooperen. Incluso, poco
antes de la Pascua, Jesús había dicho a los discípulos: «Voy
a prepararos un lugar […] para que donde estoy yo estéis también voso-
tros» (Jn 14,2.3). Es Jesús quien prepara, el mismo Jesús que, sin embar-
go, con fuertes llamamientos y parábolas, antes de su Pascua, nos pide que
nos preparemos, que estemos listos (cf. Mt 24,44; Lc 12,40).
Jesús, en definitiva, prepara para nosotros y nos pide que también no-
sotros preparemos. ¿Qué prepara Jesús para nosotros? Prepara un lu-
gar y un alimento. Un lugar mucho más digno que la «habitación grande
acondicionada» del Evangelio. Es nuestra casa aquí abajo, amplia y espa-
ciosa, la Iglesia, donde hay y debe haber un lugar para todos. Pero nos ha
reservado también un lugar arriba, en el paraíso, para estar con él y entre
nosotros para siempre. Además del lugar nos prepara un alimento, un pan
que es él mismo: «Tomad, esto es mi cuerpo» (Mc 14,22). Estos dos do-
nes, el lugar y el alimento, son lo que nos sirve para vivir. Son la comida y
el alojamiento definitivos. Ambos se nos dan en la Eucaristía. Alimento y
lugar.
Jesús nos prepara un puesto aquí abajo, porque la Eucaristía es el co-
razón palpitante de la Iglesia, la genera y regenera, la reúne y le da fuerza.
Pero la Eucaristía nos prepara también un puesto arriba, en la eternidad,
porque es el Pan del cielo. Viene de allí, es la única materia en esta tierra
que sabe realmente a eternidad. Es el pan del futuro, que ya nos hace pre-
gustar un futuro infinitamente más grande que cualquier otra expectativa
mejor. Es el pan que sacia nuestros deseos más grandes y alimenta nues-
tros sueños más hermosos. Es, en una palabra, la prenda de la vida eterna:
no solo una promesa, sino una prenda, es decir, una anticipación, una
anticipación concreta de lo que nos será dado. La Eucaristía es la "reserva"
del paraíso; es Jesús, viático de nuestro camino hacia la vida bienaventu-
rada que no acabará nunca.
En la Hostia consagrada, además del lugar, Jesús nos prepara el ali-
mento, la comida. En la vida necesitamos alimentarnos continuamente, y
no solo de comida, sino también de proyectos y afectos, deseos y esperan-
zas. Tenemos hambre de ser amados. Pero los elogios más agradables, los
regalos más bonitos y las tecnologías más avanzadas no bastan, jamás nos
sacian del todo. La Eucaristía es un alimento sencillo, como el pan, pero
es el único que sacia, porque no hay amor más grande. Allí encontramos a
Jesús realmente, compartimos su vida, sentimos su amor; allí puedes expe-
rimentar que su muerte y resurrección son para ti. Y cuando adoras a Jesús
143
en la Eucaristía recibes de él el Espíritu Santo y encuentras paz y alegría.
Queridos hermanos y hermanas, escojamos este alimento de vida: ponga-
mos en primer lugar la Misa, descubramos la adoración en nuestras comu-
nidades. Pidamos la gracia de estar hambrientos de Dios, nunca saciados
de recibir lo que él prepara para nosotros.
Pero, como a los discípulos entonces, también hoy a nosotros Jesús nos
pide preparar. Como los discípulos le preguntamos: «Señor, ¿dónde quie-
res que vayamos a preparar?». Dónde: Jesús no prefiere lugares exclusivos
y excluyentes. Busca espacios que no han sido alcanzados por el amor, ni
tocados por la esperanza. A esos lugares incómodos desea ir y nos pide a
nosotros realizar para él los preparativos. Cuántas personas carecen de un
lugar digno para vivir y del alimento para comer. Todos conocemos a
personas solas, que sufren y que están necesitadas: son sagrarios abando-
nados. Nosotros, que recibimos de Jesús comida y alojamiento, estamos
aquí para preparar un lugar y un alimento a estos hermanos más débiles.
Él se ha hecho pan partido para nosotros; nos pide que nos demos a los
demás, que no vivamos más para nosotros mismos, sino el uno para el
otro. Así se vive eucarísticamente: derramando en el mundo el amor que
brota de la carne del Señor. La Eucaristía en la vida se traduce pasando del
yo al tú.
Los discípulos, dice el Evangelio, prepararon la Cena después de haber
«llegado a la ciudad» (v. 16). El Señor nos llama también hoy a preparar
su llegada no quedándonos fuera, distantes, sino entrando en nuestras
ciudades. También en esta ciudad, cuyo nombre —“Ostia”— recuerda
precisamente la entrada, la puerta. Señor, ¿qué puertas quieres que te
abramos aquí? ¿Qué portones nos pides que abramos, qué barreras debe-
mos superar? Jesús desea que sean derribados los muros de la indiferencia
y del silencio cómplice, arrancadas las rejas de los abusos y las intimida-
ciones, abiertas las vías de la justicia, del decoro y la legalidad. El amplio
paseo marítimo de esta ciudad llama a la belleza de abrirse y remar mar
adentro en la vida. Pero para hacer esto hay que soltar esos nudos que nos
unen a los muelles del miedo y de la opresión. La Eucaristía invita a dejar-
se llevar por la ola de Jesús, a no permanecer varados en la playa en espe-
ra de que algo llegue, sino a zarpar libres, valientes, unidos.
Los discípulos, concluye el Evangelio, «después de cantar el himno,
salieron» (v. 26). Al finalizar la Misa, también nosotros saldremos. Cami-
naremos con Jesús, que recorrerá las calles de esta ciudad. Él desea habitar
en medio de vosotros. Quiere visitar las situaciones, entrar en las casas,
ofrecer su misericordia liberadora, bendecir, consolar. Habéis experimen-
tado situaciones dolorosas; el Señor quiere estar cerca. Abrámosle las
puertas y digámosle:

Ven, Señor, a visitarnos.


Te acogemos en nuestros corazones,
en nuestras familias, en nuestra ciudad.
Gracias porque nos preparas el alimento de vida
y un lugar en tu Reino.
144
Haz que seamos activos en la preparación,
portadores gozosos de ti que eres la vida,
para llevar fraternidad, justicia y paz
a nuestras calles. Amén.

LÓGICA EUCARÍSTICA: RECIBIR Y COMPARTIR EL AMOR


20180603 Ángelus
Precisamente en la fuerza de ese testamento de amor, la comunidad
cristiana se reúne cada domingo y cada día, en torno a la eucaristía, sa-
cramento del sacrificio redentor de Cristo. Y atraídos por su presencia
real, los cristianos lo adoran y lo contemplan a través del humilde signo
del pan convertido en su Cuerpo. Cada vez que celebramos la eucaristía, a
través de este Sacramento sobrio y al mismo tiempo solemne, experimen-
tamos la Nueva Alianza, que realiza en plenitud la comunión entre Dios y
nosotros. Y como participantes de esta Alianza, nosotros, aunque peque-
ños y pobres, colaboramos en la edificación de la historia, como quiere
Dios. Por eso, toda celebración eucarística a la vez que constituye un acto
de culto público a Dios, recuerda la vida y hechos concretos de nuestra
existencia. Mientras nos nutrimos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos
asimilamos a Él, recibimos en nosotros su amor, no para retenerlo celosa-
mente, sino para compartirlo con los demás. Esta lógica está inscrita en la
eucaristía, recibimos su amor en nosotros y lo compartimos con los de-
más. Esta es la lógica eucarística. En ella, de hecho, contemplamos a Jesús
como pan partido y donado, sangre derramada por nuestra salvación. Es
una presencia que, como un fuego, quema en nosotros las actitudes egoís-
tas, nos purifica de la tendencia a dar sólo cuando hemos recibido, y en-
ciende el deseo de hacernos, también nosotros, en unión con Jesús, pan
partido y sangre derramada por los hermanos.
Por lo tanto, la fiesta del Corpus Domini es un misterio de atracción y
de transformación en Él. Y es escuela de amor concreto, paciente y sacri-
ficado, como Jesús en la cruz. Nos enseña a ser más acogedores y disponi-
bles con quienes están en búsqueda de comprensión, ayuda, aliento y están
marginados y solos. La presencia de Jesús vivo en la eucaristía es como
una puerta, una puerta abierta entre el templo y el camino, entre la fe y la
historia, entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre.

QUIÉNES SON LOS VERDADEROS POBRES


20180614 Mensaje II Jornada Mundial de los Pobres
Este pobre gritó y el Señor lo escuchó
1.«Este pobre gritó y el Señor lo escuchó» (Sal 34, 7). Las palabras del
salmista se vuelven también las nuestras a partir del momento en que
somos llamados a encontrar las diversas situaciones de sufrimiento y mar-
ginación en las que viven tantos hermanos y hermanas, que habitualmente
designamos con el término general de “pobres”. Quien escribe tales pala-
bras no es ajeno a esta condición, al contrario. Él tiene experiencia directa
145
de la pobreza y, sin embargo, la transforma en un canto de alabanza y de
acción de gracias al Señor. Este salmo permite también a nosotros hoy
comprender quiénes son los verdaderos pobres a los que estamos llamados
a volver nuestra mirada para escuchar su grito y reconocer sus necesida-
des.
Se nos dice, ante todo, que el Señor escucha los pobres que claman a
Él y que es bueno con aquellos que buscan refugio en Él con el corazón
destrozado por la tristeza, la soledad y la exclusión. Escucha a cuantos son
atropellados en su dignidad y, a pesar de ello, tienen la fuerza de alzar su
mirada hacia lo alto para recibir luz y consuelo. Escucha a aquellos que
son perseguidos en nombre de una falsa justicia, oprimidos por políticas
indignas de este nombre y atemorizados por la violencia; y aun así saben
que en Dios tienen a su Salvador. Lo que surge de esta oración es ante
todo el sentimiento de abandono y confianza en un Padre que escucha y
acoge. En la misma onda de estas palabras podemos comprender más a
fondo lo que Jesús proclamó con las bienaventuranzas: «Bienaventurados
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,
3).
En virtud de esta experiencia única y, en muchos sentidos, inmerecida
e imposible de describir por completo, nace por cierto el deseo de contarla
a otros, en primer lugar a aquellos que son, como el salmista, pobres,
rechazados y marginados. En efecto, nadie puede sentirse excluido del
amor del Padre, especialmente en un mundo que con frecuencia pone la
riqueza como primer objetivo y hace que las personas se encierren en sí
mismas.

2.El salmo caracteriza con tres verbos la actitud del pobre y su relación
con Dios. Ante todo, “gritar”. La condición de pobreza no se agota en una
palabra, sino que se transforma en un grito que atraviesa los cielos y llega
hasta Dios. ¿Qué expresa el grito del pobre si no es su sufrimiento y sole-
dad, su desilusión y esperanza? Podemos preguntarnos: ¿cómo es que este
grito, que sube hasta la presencia de Dios, no alcanza a llegar a nuestros
oídos, dejándonos indiferentes e impasibles? En una Jornada como esta,
estamos llamados a hacer un serio examen de conciencia para darnos
cuenta si realmente hemos sido capaces de escuchar a los pobres.
El silencio de la escucha es lo que necesitamos para poder reconocer
su voz. Si somos nosotros los que hablamos mucho, no lograremos escu-
charlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aunque de suyo merito-
rias y necesarias, estén dirigidas más a complacernos a nosotros mismos
que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres hacen
sentir su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de sintonizar con su
condición. Se está tan atrapado en una cultura que obliga a mirarse al
espejo y a cuidarse en exceso, que se piensa que un gesto de altruismo
bastaría para quedar satisfechos, sin tener que comprometerse directamen-
te.
3.El segundo verbo es “responder”. El Señor, dice el salmista, no sólo
escucha el grito del pobre, sino que responde. Su respuesta, como se tes-
146
timonia en toda la historia de la salvación, es una participación llena de
amor en la condición del pobre. Así ocurrió cuando Abrahán manifestaba
a Dios su deseo de tener una descendencia, no obstante él y su mujer Sara,
ya ancianos, no tuvieran hijos (cf. Gén 15, 1-6). Sucedió cuando Moisés, a
través del fuego de una zarza que se quemaba intacta, recibió la revelación
del nombre divino y la misión de hacer salir al pueblo de Egipto (cf. Éx 3,
1-15). Y esta respuesta se confirmó a lo largo de todo el camino del pue-
blo por el desierto: cuando el hambre y la sed asaltaban (cf. Éx 16, 1-16;
17, 1-7), y cuando se caía en la peor miseria, la de la infidelidad a la alian-
za y de la idolatría (cf. Éx 32, 1-14).
La respuesta de Dios al pobre es siempre una intervención de salvación
para curar las heridas del alma y del cuerpo, para restituir justicia y para
ayudar a retomar la vida con dignidad. La respuesta de Dios es también
una invitación a que todo el que cree en Él obre de la misma manera den-
tro de los límites de lo humano. La Jornada Mundial de los Po-
bres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida
por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de toda región para que no
piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una
gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un
signo de compartir para cuantos pasan necesidad, que hace sentir la pre-
sencia activa de un hermano o una hermana. Los pobres no necesitan un
acto de delegación, sino del compromiso personal de aquellos que escu-
chan su clamor. La solicitud de los creyentes no puede limitarse a una
forma de asistencia – que es necesaria y providencial en un primer mo-
mento –, sino que exige esa «atención amante» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 199) que honra al otro como persona y busca su bien.
4.El tercer verbo es “liberar”. El pobre de la Biblia vive con la certeza
de que Dios interviene en su favor para restituirle dignidad. La pobreza no
es buscada, sino creada por el egoísmo, el orgullo, la avaricia y la injusti-
cia. Males tan antiguos como el hombre, pero que son siempre pecados,
que involucran a tantos inocentes, produciendo consecuencias sociales
dramáticas. La acción con la cual el Señor libera es un acto salvación para
quienes le han manifestado su propia tristeza y angustia. Las cadenas de la
pobreza se rompen gracias a la potencia de la intervención de Dios. Tantos
salmos narran y celebran esta historia de salvación que se refleja en la vida
personal del pobre: «Él no ha mirado con desdén ni ha despreciado la
miseria del pobre: no le ocultó su rostro y lo escuchó cuando pidió auxi-
lio» (Sal 22, 25). Poder contemplar el rostro de Dios es signo de su amis-
tad, de su cercanía, de su salvación. «Tú viste mi aflicción y supiste que
mi vida peligraba, […] me pusiste en un lugar espacioso» (Sal 31, 8-9).
Ofrecer al pobre un “lugar espacioso” equivale a liberarlo de la “red del
cazador” (cf. Sal 91, 3), a alejarlo de la trampa tendida en su camino, para
que pueda caminar expedito y mirar la vida con ojos serenos. La salvación
de Dios toma la forma de una mano tendida hacia el pobre, que ofrece
acogida, protege y hace posible experimentar la amistad de la cual se tiene
necesidad. Es a partir de esta cercanía, concreta y tangible, que comienza
un genuino itinerario de liberación: «Cada cristiano y cada comunidad
147
están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción
de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la socie-
dad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del
pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).
5.Me conmueve saber que muchos pobres se han identificado con Bar-
timeo, del cual habla el evangelista Marcos (cf. 10, 46-52). El ciego Bar-
timeo «estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna» (v. 46), y
habiendo escuchado que pasaba Jesús «empezó a gritar» y a invocar el
«Hijo de David» para que tuviera piedad de él (cf. v. 47). «Muchos lo
increpaban para que se callara. Pero él gritaba más fuerte» (v. 48). El Hijo
de Dios escuchó su grito: «“¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le
contestó: “Rabbunì, que recobre la vista!”» (v. 51). Esta página del Evan-
gelio hace visible lo que el salmo anunciaba como promesa. Bartimeo es
un pobre que se encuentra privado de capacidades básicas, como son la de
ver y trabajar. ¡Cuántas sendas conducen también hoy a formas de preca-
riedad! La falta de medios básicos de subsistencia, la marginación cuando
ya no se goza de la plena capacidad laboral, las diversas formas de escla-
vitud social, a pesar de los progresos realizados por la humanidad… Como
Bartimeo, ¡cuántos pobres están hoy al borde del camino en busca de un
sentido para su condición! ¡Cuántos se cuestionan sobre el porqué tuvie-
ron que tocar el fondo de este abismo y sobre el modo de salir de él! Espe-
ran que alguien se les acerque y les diga: «Ánimo. Levántate, que te lla-
ma» (v. 49).
Lastimosamente a menudo se constata que, por el contrario, las voces
que se escuchan son las del reproche y las que invitan a callar y a sufrir.
Son voces destempladas, con frecuencia determinadas por una fobia hacia
los pobres, considerados no sólo como personas indigentes, sino también
como gente portadora de inseguridad, de inestabilidad, de desorden para
las rutinas cotidianas y, por lo tanto, merecedores de rechazo y aparta-
miento. Se tiende a crear distancia entre ellos y el proprio yo, sin darse
cuenta que así se produce el alejamiento del Señor Jesús, quien no los
rechaza sino que los llama así y los consuela. Con mucha pertinencia
resuenan en este caso las palabras del profeta sobre el estilo de vida del
creyente: «soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en
libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; […] compartir tu pan
con el hambriento, […] albergar a los pobres sin techo, […] cubrir al que
veas desnudo» (Is 58, 6-7). Este modo de obrar permite que el pecado sea
perdonado (cf. 1Pe 4, 8), que la justicia recorra su camino y que, cuando
seremos nosotros lo que gritaremos al Señor, Él entonces responderá y
dirá: ¡Aquí estoy! (cf. Is 58, 9).
6.Los pobres son los primeros capacitados para reconocer la presencia
de Dios y dar testimonio de su proximidad en sus vidas. Dios permanece
fiel a su promesa, e incluso en la oscuridad de la noche no hace faltar el
calor de su amor y de su consolación. Sin embargo, para superar la opresi-
va condición de pobreza es necesario que ellos perciban la presencia de
los hermanos y hermanas que se preocupan por ellos y que, abriendo la
puerta del corazón y de la vida, los hacen sentir amigos y familiares. Sólo
148
de esta manera podremos «reconocer la fuerza salvífica de sus vidas» y
«ponerlos en el centro del camino de la Iglesia» (Exhort. apost. Evangelii
gaudium, 198).
En esta Jornada Mundial estamos invitados a hacer concretas las pala-
bras del Salmo: «los pobres comerán hasta saciarse» (Sal 22, 27). Sabe-
mos que en el templo de Jerusalén, después del rito del sacrificio, tenía
lugar el banquete. En muchas Diócesis, esta fue una experiencia que, el
año pasado, enriqueció la celebración de la primera Jornada Mundial de
los Pobres. Muchos encontraron el calor de un una casa, la alegría de una
comida festiva y la solidaridad de cuantos quisieron compartir la mesa de
manera simple y fraterna. Quisiera que también este año y en el futuro
esta Jornada fuera celebrada bajo el signo de la alegría por redescubrir el
valor de estar juntos. Orar juntos y compartir la comida el día domingo.
Una experiencia que nos devuelve a la primera comunidad cristiana, que
el evangelista Lucas describe en toda su originalidad y simplicidad: «To-
dos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y
participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
[…]Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común:
vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos,
según las necesidades de cada uno» (Hch 2, 42. 44-45).
7.Son innumerables las iniciativas que diariamente emprende la comu-
nidad cristiana para dar un signo de cercanía y de alivio a las variadas
formas de pobreza que están ante nuestros ojos. A menudo la colaboración
con otras realidades, que no están motivadas por la fe sino por la solidari-
dad humana, hace posible brindar una ayuda que solos no podríamos rea-
lizar. Reconocer que, en el inmenso mundo de la pobreza, nuestra inter-
vención es también limitada, débil e insuficiente hace que tendamos la
mano a los demás, de modo que la colaboración mutua pueda alcanzar el
objetivo de manera más eficaz. Nos mueve la fe y el imperativo de la
caridad, pero sabemos reconocer otras formas de ayuda y solidaridad que,
en parte, se fijan los mismos objetivos; siempre y cuando no descuidemos
lo que nos es propio, a saber, llevar a todos hacia Dios y a la santidad. El
diálogo entre las diversas experiencias y la humildad en el prestar nuestra
colaboración, sin ningún tipo de protagonismo, es una respuesta adecuada
y plenamente evangélica que podemos realizar.
Frente a los pobres, no es cuestión de jugar a ver quién tiene el prima-
do de la intervención, sino que podemos reconocer humildemente que es
el Espíritu quien suscita gestos que son un signo de la respuesta y cercanía
de Dios. Cuando encontramos el modo para acercarnos a los pobres, sa-
bemos que el primado le corresponde a Él, que ha abierto nuestros ojos y
nuestro corazón a la conversión. No es protagonismo lo que necesitan los
pobres, sino ese amor que sabe esconderse y olvidar el bien realizado. Los
verdaderos protagonistas son el Señor y los pobres. Quien se pone al ser-
vicio es instrumento en las manos de Dios para hacer reconocer su presen-
cia y su salvación. Lo recuerda San Pablo escribiendo a los cristianos de
Corinto, que competían ente ellos por los carismas, en busca de los más
prestigiosos: «El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”, ni la
149
cabeza, a los pies: “No tengo necesidad de ustedes”» (1Cor 12, 21). El
Apóstol hace una consideración importante al observar que los miembros
que parecen más débiles son los más necesarios (cf. v. 22); y que «los que
consideramos menos decorosos son los que tratamos más decorosamente.
Así nuestros miembros menos dignos son tratados con mayor respeto, ya
que los otros no necesitan ser tratados de esa manera» (vv. 23-24). Mien-
tras ofrece una enseñanza fundamental sobre los carismas, Pablo también
educa a la comunidad en la actitud evangélica respecto a los miembros
más débiles y necesitados. Lejos de los discípulos de Cristo sentimientos
de desprecio o de pietismo hacia ellos; más bien están llamados a honrar-
los, a darles precedencia, convencidos de que son una presencia real de
Jesús entre nosotros. «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de
mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
8.Aquí se comprende cuánta distancia existe entre nuestro modo de
vivir y el del mundo, el cual elogia, sigue e imita a quienes tienen poder y
riqueza, mientras margina a los pobres, considerándolos un desecho y una
vergüenza. Las palabras del Apóstol son una invitación a darle plenitud
evangélica a la solidaridad con los miembros más débiles y menos capaces
del cuerpo de Cristo: «¿Un miembro sufre? Todos los demás sufren con él.
¿Un miembro es enaltecido? Todos los demás participan de su alegría»
(1Cor 12, 26). Del mismo modo, en la Carta a los Romanos nos exhorta:
«Alégrense con los que están alegres, y lloren con los que lloran. Vivan en
armonía unos con otros, no quieran sobresalir, pónganse a la altura de los
más humildes» (12, 15-16). Esta es la vocación del discípulo de Cristo; el
ideal al cual aspirar con constancia es asimilar cada vez más en nosotros
los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
9.Una palabra de esperanza se convierte en el epílogo natural al que
conduce la fe. Con frecuencia son precisamente los pobres los que ponen
en crisis nuestra indiferencia, hija de una visión de la vida en exceso in-
manente y atada al presente. El grito del pobre es también un grito de
esperanza con el que manifiesta la certeza de ser liberado. La esperanza
fundada sobre el amor de Dios que no abandona a quien en Él confía
(cf. Rom 8, 31-39). Santa Teresa de Ávila en su Camino de perfec-
ción escribía: «La pobreza es un bien que encierra todos los bienes del
mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los bienes del mundo a
quien no le importan nada» (2, 5). Es en la medida que seamos capaces de
discernir el verdadero bien que nos volveremos ricos ante Dios y sabios
ante nosotros mismos y ante los demás. Así es: en la medida que se logra
dar el sentido justo y verdadero a la riqueza, se crece en humanidad y se
vuelve capaz de compartir.
10.Invito a los hermanos obispos, a los sacerdotes y en particular a los
diáconos, a quienes se les impuso las manos para el servicio de los pobres
(cf. Hch 6, 1-7), junto con las personas consagradas y con tantos laicos y
laicas que en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos
hacen tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los pobres, a que vivan
esta Jornada Mundial como un momento privilegiado de nueva evangeli-
zación. Los pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la
150
belleza del Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gra-
cia. Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que tendiendo
recíprocamente las manos, uno hacia otro, se realice el encuentro salvífico
que sostiene la fe, hace activa la caridad y permite que la esperanza prosi-
ga segura en el camino hacia el Señor que viene.

ARTÍFICES DEL PROPIO DESTINO MEDIANTE EL TRABAJO


20180615 Discurso Congr. Nac. Federación Maestros del Trab. It.
Desde la histórica Encíclica Rerum novarum del Papa León XIII, la
doctrina social de la Iglesia ha colocado el trabajo en el centro de las cues-
tiones relativas a la sociedad. El trabajo en el centro. El trabajo, de hecho,
está en el corazón mismo de la vocación dada por Dios al hombre, para
prolongar su acción creativa y realizar, a través de su libre iniciativa y su
juicio, un dominio sobre las otras criaturas que no se traduce en una escla-
vitud despótica, sino en armonía y respeto.
Estamos llamados a contemplar la belleza de este plan divino, que se
basa en la concordia, tanto entre los seres humanos como con otros seres
vivos y con la naturaleza. Al mismo tiempo, miramos con preocupación la
condición actual de la humanidad y de la creación, que lleva profunda-
mente grabada los signos del pecado, signos de enemistad, de egoísmo y
de ciego privilegio de uno mismo. ¡Cuántas personas están todavía exclui-
das del progreso económico! ¡Cuántos de nuestros hermanos sufren por-
que son aplastados por la violencia y la guerra, o por la degradación del
medio ambiente natural! ¡Cuántos, aún, están oprimidos por la marginali-
dad en la que están relegados, y sufren por la falta de perspectivas positi-
vas para el futuro y, por lo tanto, de esperanza!
No seamos nunca pasivos o indiferentes ante la debilidad y el sufri-
miento que afectan a tanta gente, sino que podamos ser cada vez más
capaces de reconocerlos en los rostros de los hermanos, para tratar de
aliviarlos. Seamos cada vez más solícitos al tratar de dar, a quien la haya
perdido, la esperanza que necesita para vivir que, de hecho, representa, de
alguna manera, el primero y el más fundamental derecho humano, antes
que nada de los jóvenes. El derecho a la esperanza, esa esperanza cancela-
da hoy para tanta gente...El primer derecho humano: el derecho a la espe-
ranza.
La esperanza de un futuro mejor siempre pasa por la propia actividad e
iniciativa, es decir por el propio trabajo, y nunca solamente por los medios
materiales disponibles. De hecho, no hay seguridad alguna ni forma de
bienestar que pueda garantizar plenitud de vida y realización personal.
Uno no puede ser feliz sin la posibilidad de ofrecer su propia contribución,
pequeña o grande, a la construcción del bien común. Cada persona puede
dar su contribución, ¡más aún, debe darla! - para no volverse pasiva, o
sentirse ajena a la vida social.
Por esta razón, una sociedad que no se base en el trabajo, que no lo
promueva concretamente, y que no se preocupe por aquellos que están
excluidos, se condenaría a la atrofia y a la multiplicación de las desigual-
151
dades. Por el contrario, una sociedad que, en un espíritu subsidiario, inten-
te que dé fruto el potencial de cada mujer y cada hombre, de cualquier
origen y edad, realmente respirará a pleno pulmón y podrá superar los
obstáculos más grandes recurriendo a un capital humano casi inagotable y
poniendo a todos en la situación de convertirse en artífices de su propio
destino, de acuerdo con el plan de Dios. Hacerse artífices: esa dimensión
“artesanal”, del trabajo, de la vida propia, esa dimensión personal del
trabajo.
Estos días en el debate del congreso, habéis puesto en relación el tema
del trabajo con el rico patrimonio ambiental, artístico y cultural de Italia,
que representa el bien común más valioso para el país. Los tesoros del
pasado, de hecho, viven en el tiempo gracias al cuidado de aquellos a
quienes han sido confiados, y la herencia incomparable del arte y la cultu-
ra en Italia constituye un potencial único, que debe fructificar con políticas
prudentes y estrategias a largo plazo. También a vosotros, Maestros del
Trabajo, compete la tarea moral y civil de difundir, promover y ampliar el
cuidado del "Bel Paese" (véase F. PETRARCA, Canzoniere, CXLVI, v.
13).
Cuando se persigue este objetivo, la cuestión moral es prioritaria. Está
situada, justamente, en el centro de la vida de la Fundación, que se inspira
en los valores de "corrección, responsabilidad y transparencia" (Código de
Ética, art.1), y cuyo objetivo es vivir, testimoniar y difundir estos mismos
principios en todo el contexto social, especialmente en el laboral. Renovar
el trabajo en un sentido ético significa, en efecto, renovar toda la sociedad,
ahuyentando el fraude y la mentira, que envenenan el mercado, la convi-
vencia civil y la vida de las personas, especialmente la de las más débiles.
Para hacer esto, para ser testigos de los valores humanos y evangélicos en
cada contexto y en cada circunstancia, es necesaria una tensión de cohe-
rencia en la vida. Coherencia en la vida y armonía en la vida propia. Hay
que concebir la totalidad de la vida como "una misión" (cf. ibíd., N.
et Gaudete et Exsultate, 23): una misión armoniosa.
Sólo con este espíritu de entrega, sólo si el amor a los hermanos arde
dentro como un "carburante espiritual" - que, a diferencia de los combus-
tibles fósiles, no se agota sino que se multiplica con el uso - nuestro testi-
monio será realmente eficaz y capaz de incendiar, a través de la caridad,
todo nuestro mundo. "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra - Jesús
dice a sus discípulos – y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc
12,49). A nosotros hoy se nos ha confiado esta llama; se nos ha dado el
Espíritu del Señor, el Espíritu de fortaleza, de participación, de santidad y
misericordia: "Ahora es el momento favorable" (2 Cor 6,2).
Que en este camino, arduo pero apasionante, nos sirvan de guía las
bienaventuranzas de Jesús en el Evangelio (cf. Mt 5.3 - 11; Exhort.
Apost. Gaudete et Exsultate, 67-94.): que nos lleven a mirar siempre con
amor a Jesús que las encarnó en su persona; que nos muestren que la san-
tidad no solo concierne al espíritu, sino también a los pies, para ir hacia
los hermanos, y a las manos, para compartir con ellos. Que nos enseñen a
nosotros y a nuestro mundo a no desconfiar o abandonar a merced de las
152
olas a quien deja su tierra hambriento de pan y justicia; que nos guíen a no
vivir de lo superfluo, a gastarnos para la promoción de todos, a inclinarnos
con compasión hacia los más débiles. Sin la cómoda ilusión de que, de la
rica mesa de unos pocos, pueda "llover" automáticamente para todos. Eso
no es verdad.

MOSTRAR LA BELLEZA DE LA FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS


20180616 Discurso Delegación Foro de Asociaciones Familiares
La familia, que promovéis de diversas maneras, está en el centro del
plan de Dios, como demuestra toda la historia de la salvación. Por un
misterioso designio divino, la complementariedad y el amor entre el hom-
bre y la mujer los vuelven cooperadores del Creador, que les da la tarea de
generar nuevas criaturas a la vida, preocupándose de su crecimiento y su
educación. El amor de Jesús por los niños, su relación filial con el Padre
Celestial, su defensa del vínculo matrimonial, que declara sagrado e indi-
soluble, revela plenamente el lugar de la familia en el plan de Dios: al ser
la cuna de la vida y el primer lugar de la acogida y del amor, tiene un
papel esencial en la vocación del hombre, y es como una ventana que se
abre al misterio de Dios mismo, que es Amor en la unidad y trinidad de las
Personas.
Nuestro mundo, a menudo tentado y guiado por lógicas individualistas
y egoístas, no pocas veces pierde el significado y la belleza de los vínculos
estables, del compromiso con las personas, del cuidado incondicional, de
la asunción de responsabilidad en favor del prójimo, de la gratuidad y del
don de uno mismo. Por esta razón, es difícil entender el valor de la fami-
lia, y se acaba por concebirla según la misma lógica que privilegia al indi-
viduo en lugar de las relaciones y del bien común. Y esto a pesar del he-
cho de que en los últimos años de crisis económica la familia ha represen-
tado el amortiguador social más poderoso, capaz de redistribuir los recur-
sos según las necesidades de cada uno.
Por el contrario, el pleno reconocimiento y el apoyo adecuado a la fa-
milia deberían ser el primer interés por parte de las instituciones civiles,
llamadas a favorecer la creación y el crecimiento de familias fuertes y
serenas, que se ocupen de la educación de los hijos y atiendan las situa-
ciones de debilidad. De hecho, quien aprende a vivir relaciones auténticas
dentro de la familia, será también más capaz de vivirlas en contextos más
amplios, desde la escuela hasta el mundo del trabajo; y quien se ejercita en
el respeto y el servicio en el hogar podrá también practicarlos mejor en la
sociedad y en el mundo.
Ahora bien, el objetivo de un apoyo más fuerte a las familias y de su
valorización más apropiada, debe lograrse a través de una obra incansable
de sensibilización y de diálogo. Este es el compromiso del Foro desde
hace veinticinco años, durante los cuales habéis llevado a cabo un gran
número de iniciativas, estableciendo una relación de confianza y colabora-
ción con las Instituciones. Os insto a que continuéis este trabajo hacién-
doos promotores de propuestas que muestren la belleza de la familia, y
153
que casi obliguen, porque son convincentes, a reconocer su importancia y
preciosidad.
Os animo, por lo tanto, a dar testimonio de la alegría del amor, que
ilustré en la Exhortación Apostólico Amoris laetitia, donde recogí los
frutos del providencial itinerario sinodal sobre la familia recorrido por
toda la Iglesia. De hecho, no hay mejor argumento que la alegría que,
transparentándose desde el interior, demuestra el valor de las ideas y de las
vivencias e indica el tesoro que hemos descubierto y deseamos compartir.
Movidos, pues, por esta fuerza, seréis cada vez más capaces de tomar
la iniciativa. El apóstol Pablo le recuerda a Timoteo que "Dios no nos ha
dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y prudencia" (2 Tim
1: 7). Que ese sea el espíritu que os anime también a vosotros enseñán-
doos el respeto pero también la audacia, a involucraros y buscar nuevos
caminos, sin miedo. Es el estilo que pedí a toda la Iglesia desde mi prime-
ra y programática Exhortación Apostólica, cuando utilicé el término "pri-
merear", que sugiere la capacidad de salir con valor al encuentro de los
demás, de no encerrarse en la propia comodidad, sino de buscar los puntos
de convergencia con las personas, de construir puentes yendo a buscar el
bien donde sea que esté (cf. Evangelii gaudium, 24). Dios es el primero
que primerea con nosotros: si realmente le hemos conocido, no podemos
escondernos, sino que debemos salir y actuar, utilizando nuestros talentos.
¡Gracias porque os esforzáis por hacerlo! Gracias por el esfuerzo que
hacéis, como requiere vuestro estatuto en favor de una "participación
activa y responsable de las familias en la vida cultural, social y política"
(2.1.b.), y de la "promoción de políticas familiares adecuadas que protejan
y apoyen las funciones de la familia y sus derechos "(2.1.c.). Continuad,
además, en el ámbito de la escuela, fomentando una mayor participación
de los padres y alentando a muchas familias a un estilo de participación.
No os canséis de apoyar el crecimiento de la natalidad en Italia, sensibili-
zando a las instituciones y a la opinión pública sobre la importancia de dar
vida a políticas y estructuras más abiertas al don de los hijos. Es una ver-
dadera paradoja que el nacimiento de los hijos, que es la mayor inversión
para un país y la primera condición de su prosperidad futura, a menudo
represente para las familias una causa de pobreza, debido a la falta de
apoyo que reciben o a la ineficiencia de muchos servicios.
Estas y otras cuestiones deben tratarse con firmeza y caridad, demos-
trando que vuestra sensibilidad acerca de la familia no se debe etiquetar de
confesional para culparla - erradamente - de ser sesgada. Se basa, en cam-
bio, en la dignidad de la persona humana y por lo tanto puede ser recono-
cida y compartida por todos, como sucede cuando, también en los entor-
nos institucionales, nos referimos al “Factor familia" como elemento de
evaluación política y operativa, multiplicador de la riqueza humana, eco-
nómica y social
154
DESDE LA CENTRALIDAD DE CRISTO SE DIO A TODOS
20180603 Discurso Hermanas Teatinas de la Inmac. Concepción
Os doy la bienvenida y me alegra hacerlo mientras estáis celebrando el
cuarto centenario del regreso a la casa del Padre de vuestra fundadora, la
Venerable Orsola Benincasa. (…) Orsola Benincasa era una mujer con-
templativa: esto quiero subrayarlo: la contemplación. Al igual que el pro-
feta Jeremías, ella también se sintió seducida por el Señor y se dejó sedu-
cir (véase Jer 20: 7). A lo largo de su vida buscó la plena conformidad con
el Cristo crucificado, también gracias a las experiencias místicas. Enamo-
rada de la Eucaristía, hizo de este Sacramento el centro y el alimento de su
vida. Arraigada en Cristo y atraída por la luz de la Inmaculada Concep-
ción, os ha dejado un carisma que es inseparablemente cristocéntrico y
mariano; y, como testamento, el vivir "sin ninguna otra regla que el amor"
¡Y esto no es fácil! Partiendo de esta centralidad de Cristo en su vida,
comprendió las necesidades de la gente, especialmente de los jóvenes,
viviendo para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
En esta estructura espiritual, donde Cristo es el único bien supremo, se
apoya diariamente vuestra vida de oración. Una oración que, lejos de
separaros del mundo y de sus necesidades, os lleva a amar al mundo como
lo ama y lo quiere el Señor. De una manera particular, os lleva a dedicaros
a la educación y formación de las nuevas generaciones, atentas a su pro-
moción humana y su crecimiento en la fe, sin descuidar por ello vuestra
presencia cerca de las personas que sufren, en quienes reconocéis a Jesús
crucificado. Por este camino, el Señor os llama a salir de vosotras mismas
y a ir a las periferias existenciales, con libertad de corazón. Vosotras mis-
mas encontráis vida dando vida, encontráis esperanza dando esperanza,
encontráis vuestra razón de ser en la Iglesia y en el mundo, amando y
viviendo siempre según la lógica del don, la lógica del Evangelio.
Os animo a ser, siguiendo el ejemplo de vuestra fundadora, maestras
de conocimiento experiencial de Dios. El mundo de hoy en día necesita
testigos de la trascendencia, personas que sean sal de la tierra y luz del
mundo (Mt 5,13-14), que sean levadura en la masa (ver Mt 13.33). No
privéis a los hombres y a las mujeres de hoy de este alimento, tan necesa-
rio como el pan material. Junto con las personas en condiciones de pobre-
za material, hay muchas que han perdido el sentido de la vida, corazones
resecos y sedientos de buen pan y agua de vida, que, incluso sin saberlo,
esperan encontrar a Jesús. También hay corazones hambrientos y sedien-
tos. Id a saciar esa hambre, esa sed, donde no hay capacidad de saciarse
con esa ilusión, la ilusión de las luces que no dan vida, de las luces que no
alumbran. Y también, a vosotros como a los discípulos, Jesús os dice hoy:
Dadles de beber y de comer (ver Mc 6:37), ese pan que sacia, esa agua que
sacia. Si estáis abiertas al Espíritu, Él os guiará para responder con creati-
vidad al grito de los pobres y de tantos hambrientos y sedientos de Dios.
El Espíritu mismo os ayudará a preguntaros: ¿Qué nos piden el Señor y
los hermanos? Os ayudará a manteneros despiertas, vigilantes como centi-
155
nelas del Señor, para que la luz y el calor del amor de Dios lleguen a las
personas que encontréis y despierten en ellas la esperanza.
El mundo también necesita vuestro testimonio de vida fraterna en co-
munidad. No es fácil la vida fraterna, no es fácil. Siempre hay algo por
qué reñir, de qué chismorrear. ¿Es verdad? Siempre, siempre. Es muy feo
chismorrear en familia. Es feo, pero hay remedio, un medicamento muy
bueno para no chismorrear: morderse la lengua. Se hincha, pero no se
chismorrea. ¡Probadlo! Por lo tanto, espiritualidad de comunión. La espiri-
tualidad de vivir juntas, para que el camino comunitario se convierta en
una "peregrinación santa" (ver Exhortación Apostólica Evangelii Gau-
dium, 87). Ahuyentando la crítica, el chisme, los antagonismos, y practi-
cando en cambio la acogida y la atención recíproca, la comunión de bienes
materiales, el respeto para con los más débiles (cf. Carta a todas las per-
sonas consagradas, 21 de noviembre de 2014, II, 3). Esto es muy impor-
tante: preocuparse de los ancianos. Son la memoria de la congregación.
No dejarlos allí, en la enfermería, abandonados. No. Id donde están, ha-
cedles hablad –son la memoria-, acariciadlos. No os olvidéis de los ancia-
nos. Que resuene siempre en vuestros corazones el testamento de la Fun-
dadora: "Amaos mutuamente". Respetaos mutuamente. Que cada una
busque el bien de la otra. ¡Este es un hermoso camino de santidad! Así,
encarnareis el mandamiento del amor donde vivís y trabajáis: en las escue-
las, en las parroquias, en los hogares de ancianos, en cada lugar donde
lleváis con la vida y con la palabra el Evangelio de Cristo. De esta manera,
seréis siempre constructoras de la comunión dentro de vuestro Instituto y
más allá (ver JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica, Vita Consecra-
ta, 51).
María Inmaculada, a quien veneráis como modelo y patrona, os conce-
da la gracia de ser mujeres apasionadas de Cristo y de la humanidad; de
poneros constantemente en camino para servir a los más necesitados,
como ella hizo en la Visitación (ver Lc 1:39); de saber estar allí donde es
necesaria vuestra presencia como discípulas del Señor y mujeres consa-
gradas (véase Hechos 1: 14).

EL SEÑOR SIEMPRE NOS SORPRENDE


20180617 Ángelus
En la página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 4, 26-34), Jesús habla a
la multitud del Reino de Dios y de los dinamismos de su crecimiento, y lo
hace contando dos breves parábolas.
En la primera parábola (cf. vv. 26-29), el Reino de Dios se compara
con el crecimiento misterioso de la semilla, que se lanza al terreno y des-
pués germina, crece y produce trigo, independientemente del cuidado
cotidiano, que al finalizar la maduración se recoge. El mensaje de esta
parábola lo que nos enseña es esto: mediante la predicación y la acción de
Jesús, el Reino de Dios es anunciado, irrumpe en el campo del mundo y,
como la semilla, crece y se desarrolla por sí mismo, por fuerza propia y
según criterios humanamente no descifrables. Esta, en su crecer y brotar
156
dentro de la historia, no depende tanto de la obra del hombre, sino que es
sobre todo expresión del poder y de la bondad de Dios, de la fuerza del
Espíritu Santo que lleva adelante la vida cristiana en el Pueblo de Dios. A
veces la historia, con sus sucesos y sus protagonistas, parece ir en sentido
contrario al designio del Padre celestial, que quiere para todos sus hijos la
justicia, la fraternidad, la paz. Pero nosotros estamos llamados a vivir
estos periodos como temporadas de prueba, de esperanza y de espera vigi-
lante de la cosecha. De hecho, ayer como hoy, el Reino de Dios crece en
el mundo de forma misteriosa, de forma sorprendente, desvelando el poder
escondido de la pequeña semilla, su vitalidad victoriosa. Dentro de los
pliegues de eventos personales y sociales que a veces parecen marcar el
naufragio de la esperanza, es necesario permanecer confiados en el actuar
tenue pero poderoso de Dios. Por eso, en los momentos de oscuridad y de
dificultad nosotros no debemos desmoronarnos, sino permanecer anclados
en la fidelidad de Dios, en su presencia que siempre salva. Recordad esto:
Dios siempre salva. Es el salvador.
En la segunda parábola (cf. vv. 30-32), Jesús compara el Reino de
Dios con un grano de mostaza. Es una semilla muy pequeña, y sin embar-
go se desarrolla tanto que se convierte en la más grande de todas las plan-
tas del huerto: un crecimiento imprevisible, sorprendente. No es fácil para
nosotros entrar en esta lógica de la imprevisibilidad de Dios y aceptarla en
nuestra vida. Pero hoy el Señor nos exhorta a una actitud de fe que supera
nuestros proyectos, nuestros cálculos, nuestras previsiones. Dios es siem-
pre el Dios de las sorpresas. El Señor siempre nos sorprende. Es una invi-
tación a abrirnos con más generosidad a los planes de Dios, tanto en el
plano personal como en el comunitario. En nuestras comunidades es nece-
sario poner atención en las pequeñas y grandes ocasiones de bien que el
Señor nos ofrece, dejándonos implicar en sus dinámicas de amor, de aco-
gida y de misericordia hacia todos. La autenticidad de la misión de la
Iglesia no está dada por el éxito o por la gratificación de los resultados,
sino por el ir adelante con la valentía de la confianza y la humildad del
abandono en Dios. Ir adelante en la confesión de Jesús y con la fuerza del
Espíritu Santo. Es la consciencia de ser pequeños y débiles instrumentos,
que en las manos de Dios y con su gracia pueden cumplir grandes obras,
haciendo progresar su Reino que es «justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo» (Romanos 14, 17). Que la Virgen María nos ayude a ser sencillos,
a estar atentos, para colaborar con nuestra fe y con nuestro trabajo en el
desarrollo del Reino de Dios en los corazones y en la historia.

GINEBRA: CAMINAR SEGÚN EL ESPÍRITU


20180621 Oración ecuménica
Hemos escuchado las palabras del Apóstol Pablo a los Gálatas, quienes
estaban pasando por tribulaciones y luchas internas. De hecho, había gru-
pos que se enfrentaban y se acusaban mutuamente. En este contexto y
hasta dos veces en pocos versículos, el Apóstol invita a «caminar según el
Espíritu» (Ga 5,16.25).
157
Caminar. El hombre es un ser en camino. Está llamado a ponerse en
camino durante toda la vida, a salir continuamente del lugar donde se
encuentra: desde que sale del seno de la madre hasta que pasa de una a
otra etapa de la vida; desde que sale de la casa de los padres hasta el mo-
mento en que deja esta existencia terrena. El camino es una metáfora que
revela el sentido de la vida humana, de una vida que no es suficiente en sí
misma, sino que anhela algo más. El corazón nos invita a marchar, a al-
canzar una meta.
Pero caminar es una disciplina, un esfuerzo, se necesita cada día pa-
ciencia y un entrenamiento constante. Es preciso renunciar a muchos ca-
minos para elegir el que conduce a la meta y reavivar la memoria para no
perderla. Meta y memoria. Caminar requiere la humildad de volver sobre
los propios pasos, cuando es necesario, y la preocupación por los compa-
ñeros de viaje, porque únicamente juntos se camina bien. Caminar, en
definitiva, exige una continua conversión de uno mismo. Por este motivo,
son muchos los que renuncian, prefiriendo la tranquilidad doméstica, en la
que atienden cómodamente sus propios asuntos sin exponerse a los riesgos
del viaje. Pero así se aferran a seguridades efímeras, que no dan la paz y la
alegría que el corazón aspira, y que solo se consiguen saliendo de uno
mismo.
Dios nos llama a esto ya desde el principio. A Abraham le pidió que
dejara su tierra y que se pusiera en camino, con el único equipaje de la
confianza en Dios (cf. Gn 12,1). Moisés, Pedro y Pablo, y todos los ami-
gos del Señor vivieron en camino. Pero es sobre todo Jesús quien nos ha
dado ejemplo. Salió de su condición divina por nosotros (cf. Flp 2,6-7) y
vino entre nosotros para caminar, él que es el Camino (cf. Jn 14,6). Él, el
Señor y Maestro, se hizo peregrino y huésped entre nosotros. Cuando
regresó al Padre, nos dio el don de su mismo Espíritu, para que también
nosotros tuviéramos la fuerza para caminar hacia él y hacer lo que Pablo
pide: caminar según el Espíritu.
Según el Espíritu: si cada hombre es un ser en camino, y encerrándose
en sí mismo reniega de su vocación, mucho más el cristiano. Porque —
indica Pablo— la vida cristiana lleva consigo una alternativa irreconcilia-
ble: por una parte, caminar según el Espíritu, siguiendo el itinerario inau-
gurado por el Bautismo; por otra, «realizar los deseos de la carne»
(Ga 5,16). ¿Qué quiere decir esta expresión? Significa intentar realizarse
buscando la vía de la posesión, la lógica del egoísmo, con la que el hom-
bre intenta acaparar aquí y ahora todo lo que le apetece. No se deja acom-
pañar con docilidad por donde Dios le indica, sino que persigue su propia
ruta. Las consecuencias de esta trágica trayectoria saltan a la vista: el
hombre, insaciable de cosas materiales, pierde de vista a los compañeros
de viaje. Entonces, por los caminos del mundo, reina una profunda indife-
rencia. Empujado por sus propios instintos, se convierte en esclavo de un
consumismo frenético y, en ese instante, la voz de Dios se silencia; los
demás, sobre todo si son incapaces de caminar por sí mismos, como los
niños y los ancianos, se convierten en desechos molestos; la creación no
tiene otro sentido, sino el de producir en función de las necesidades.
158
Queridos hermanos y hermanas: Las palabras del Apóstol Pablo nos
interpelan hoy más que nunca. Caminar según el Espíritu es rechazar la
mundanidad. Es elegir la lógica del servicio y avanzar en el perdón. Es
sumergirse en la historia con el paso de Dios; no con el paso rimbombante
de la prevaricación, sino con la cadencia de «una sola frase: amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (v. 14). La vía del Espíritu está marcada por las
piedras miliares que Pablo enumera: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabi-
lidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (v. 22.23).
Todos juntos estamos llamados a caminar de ese modo: el camino pasa
por una continua conversión y la renovación de nuestra mentalidad para
que se haga semejante a la del Espíritu Santo. A lo largo de la historia, las
divisiones entre cristianos se han producido con frecuencia porque funda-
mentalmente se introducía una mentalidad mundana en la vida de las co-
munidades: primero se buscaban los propios intereses, solo después los de
Jesucristo. En estas situaciones, el enemigo de Dios y del hombre lo tuvo
fácil para separarnos, porque la dirección que perseguíamos era la de la
carne, no la del Espíritu. Incluso algunos intentos del pasado para poner
fin a estas divisiones han fracasado estrepitosamente, porque estaban ins-
pirados principalmente en una lógica mundana. Pero el movimiento ecu-
ménico —al que tanto ha contribuido el Consejo Ecuménico de las Igle-
sias— surgió por la gracia del Espíritu Santo (cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Unitatis redintegratio, 1). El ecumenismo nos ha puesto en camino
siguiendo la voluntad de Jesús, y progresará si, caminando bajo la guía del
Espíritu, rechaza cualquier repliegue autorreferencial.
Alguno podría objetar que caminar de este modo es trabajar sin prove-
cho, porque no se protegen como es debido los intereses de las propias
comunidades, a menudo firmemente ligados a orígenes étnicos o a orien-
taciones consolidadas, ya sean mayoritariamente “conservadoras” o “pro-
gresistas”. Sí, elegir ser de Jesús antes que de Apolo o Cefas (cf. 1
Co 1,12), de Cristo antes que «judíos o griegos» (cf. Ga 3,28), del Señor
antes que de derecha o de izquierda, elegir en nombre del Evangelio al
hermano en lugar de a sí mismos significa con frecuencia, a los ojos del
mundo, trabajar sin provecho. No tengamos miedo a trabajar sin provecho.
El ecumenismo es “una gran empresa con pérdidas”. Pero se trata de pér-
dida evangélica, según el camino trazado por Jesús: «El que quiera salvar
su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará»
(Lc 9,24). Salvar lo que es propio es caminar según la carne; perderse
siguiendo a Jesús es caminar según el Espíritu. Solo así se da fruto en la
viña del Señor. Como Jesús mismo enseña, no son los que acaparan los
que dan fruto en la viña del Señor, sino los que, sirviendo, siguen la lógica
de Dios, que continúa dando y entregándose (cf. Mt 21,33-42). Es la lógi-
ca de la Pascua, la única que da fruto.
Mirando nuestro camino, podemos vernos reflejados en ciertas situa-
ciones de las comunidades de la Galacia de entonces: qué difícil es calmar
la animadversión y cultivar la comunión; qué complicado es escapar de las
discrepancias y los rechazos mutuos que han sido alimentados durante
siglos. Más difícil aún es resistir a la astuta tentación: estar junto a otros,
159
caminar juntos, pero con la intención de satisfacer algún interés personal.
Esta no es la lógica del Apóstol, es la de Judas, que caminaba junto a
Jesús, pero para su propio beneficio. La respuesta a nuestros pasos vaci-
lantes es siempre la misma: caminar según el Espíritu, purificando el cora-
zón del mal, eligiendo con santa obstinación la vía del Evangelio y recha-
zando los atajos del mundo.
Después de tantos años de compromiso ecuménico, en este setenta
aniversario del Consejo, pedimos al Espíritu que fortalezca nuestro cami-
nar. Con demasiada facilidad este se detiene ante las diferencias que per-
sisten; con frecuencia se bloquea al empezar, desgastado por el pesimis-
mo. Las distancias no son excusas; se puede desde ahora caminar según el
Espíritu: rezar, evangelizar, servir juntos, esto es posible y agradable a
Dios. Caminar juntos, orar juntos, trabajar juntos: he aquí nuestro camino
fundamental de hoy.
Este camino tiene una meta precisa: la unidad. La vía contraria, la de la
división, conduce a guerras y destrucciones. Basta con leer la historia. El
Señor nos pide que invoquemos continuamente la vía de la comunión, que
conduce a la paz. La división, en efecto, «contradice clara y abiertamente
la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa
santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Unitatis redintegratio,
1). El Señor nos pide unidad; el mundo, desgarrado por tantas divisiones
que afectan principalmente a los más débiles, invoca unidad.

GINEBRA: CAMINAR, REZAR, TRABAJAR JUNTOS


20180621 Encuentro ecuménico 70° aniversario Consejo Ec. Igl.
En la Biblia, setenta años evocan un período de tiempo cumplido,
signo de la bendición de Dios. Pero setenta es también un número que
hace aflorar en la mente dos célebres pasajes evangélicos. En el primero,
el Señor nos ha mandado perdonarnos no siete, sino «hasta setenta veces
siete» (Mt 18,22). El número no se refiere desde luego a un concepto
cuantitativo, sino que abre un horizonte cualitativo: no mide la justicia,
sino que inaugura el criterio de una caridad sin medida, capaz de perdonar
sin límites. Esta caridad que, después de siglos de controversias, nos per-
mite estar juntos, como hermanos y hermanas reconciliados y agradecidos
con Dios nuestro Padre.
Si estamos aquí es gracias también a cuantos nos han precedido en el
camino, eligiendo la senda del perdón y gastándose por responder a la
voluntad del Señor: «que todos sean uno» (Jn 17,21). Impulsados por el
deseo apremiante de Jesús, no se han dejado enredar en los nudos intrin-
cados de las controversias, sino que han encontrado la audacia para mirar
más allá y creer en la unidad, superando el muro de las sospechas y el
miedo. Tenía razón un antiguo padre en la fe cuando afirmaba: «Si el
amor logra expulsar completamente al temor y este, transformado, se
convierte en amor, entonces veremos que la unidad es una consecuencia
de la salvación» (S. Gregorio de Nisa, Homilía 15, Comentario sobre el
libro del Cantar de los Cantares).
160
Somos los depositarios de la fe, de la caridad, de la esperanza de tantos
que, con la fuerza inerme del Evangelio, han tenido la valentía de cambiar
la dirección de la historia, esa historia que nos había llevado a desconfiar
los unos de los otros y a distanciarnos recíprocamente, cediendo a la dia-
bólica espiral de continuas fragmentaciones. Gracias al Espíritu Santo,
inspirador y guía del ecumenismo, la dirección ha cambiado y se ha traza-
do de manera indeleble un camino nuevo y antiguo a la vez: el camino de
la comunión reconciliada, hacia la manifestación visible de esa fraternidad
que ya une a los creyentes.
El número setenta ofrece en el Evangelio un segundo punto de refle-
xión. Se refiere a los discípulos que Jesús envió a la misión durante su
ministerio público (Lc 10,1) y cuya memoria se celebra en el Oriente cris-
tiano. El número de estos discípulos remite a las naciones conocidas,
enumeradas al comienzo de la Escritura (cf. Gn 10). ¿Qué nos sugiere
esto? Que la misión está dirigida a todos los pueblos y que cada discípulo,
por ser tal, debe convertirse en apóstol, en misionero. El Consejo Ecumé-
nico de las Iglesias ha nacido como un instrumento de aquel movimiento
ecuménico suscitado por una fuerte llamada a la misión: ¿cómo pueden los
cristianos evangelizar si están divididos entre ellos? Esta apremiante pre-
gunta es la que dirige también hoy nuestro caminar y traduce la oración
del Señor a estar unidos «para que el mundo crea» (Jn 17,21).
Permitidme, queridos hermanos y hermanas, manifestaros también,
además del vivo agradecimiento por el esfuerzo que realizáis en favor de
la unidad, una preocupación. Esta nace de la impresión de que el ecume-
nismo y la misión no están tan estrechamente unidos como al principio. Y,
sin embargo, el mandato misionero, que es más que la diakonia y que la
promoción del desarrollo humano, no puede ser olvidado ni vaciado. Se
trata de nuestra identidad. El anuncio del Evangelio hasta el último confín
es connatural a nuestro ser cristianos. Ciertamente, el modo como se reali-
za la misión cambia según los tiempos y los lugares y, frente a la tentación
―lamentablemente frecuente―, de imponerse siguiendo lógicas munda-
nas, conviene recordar que la Iglesia de Cristo crece por atracción.
¿En qué consiste esta fuerza de atracción? Evidentemente, no en nues-
tras ideas, estrategias o programas. No se cree en Jesucristo mediante un
acuerdo de voluntades y el Pueblo de Dios no es reductible al rango de
una organización no gubernamental. No, la fuerza de atracción radica en
aquel don sublime que conquistó al apóstol Pablo: «conocerlo a él [Cris-
to], y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos»
(Flp 3,10). Solo de esto podemos presumir: del «conocimiento de la gloria
de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2 Co 4,6), que nos da el Espíritu
vivificador. Este es el tesoro que nosotros, frágiles vasijas de barro (cf. v.
7), debemos ofrecer a nuestro amado y atormentado mundo. No seríamos
fieles a la misión que se nos ha confiado si redujéramos este tesoro al
valor de un humanismo puramente inmanente, adaptable a las modas del
momento. Y seríamos malos custodios si quisiéramos solo preservarlo,
enterrándolo por miedo a los desafíos del mundo (cf. Mt 25,25).
161
Tenemos necesidad de un nuevo impulso evangelizador. Estamos lla-
mados a ser un pueblo que vive y comparte la alegría del Evangelio, que
alaba al Señor y sirve a los hermanos, con un espíritu que arde por el de-
seo de abrir horizontes de bondad y de belleza insospechados para quien
no ha tenido aún la gracia de conocer verdaderamente a Jesús. Estoy con-
vencido de que, si aumenta la fuerza misionera, crecerá también la unidad
entre nosotros. Así como en los orígenes el anuncio marcó la primavera de
la Iglesia, la evangelización marcará el florecimiento de una nueva prima-
vera ecuménica. Como en los orígenes, estrechémonos en comunión en
torno al Maestro, no sin antes arrepentirnos de nuestras continuas vacila-
ciones y digámosle, con Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tie-
nes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Queridos hermanos y hermanas: He deseado estar presente en las cele-
braciones de este aniversario del Consejo también para reafirmar el com-
promiso de la Iglesia Católica en la causa ecuménica y para animar la
cooperación con las Iglesias miembros y con los interlocutores ecuméni-
cos. En este contexto, también quisiera detenerme un poco en el lema
elegido para esta jornada: Caminar – Rezar – Trabajar juntos.
Caminar: sí, pero ¿hacia dónde? En base a cuanto se ha dicho, propon-
go un doble movimiento: de entrada y de salida. De entrada, para dirigir-
nos constantemente hacia el centro, para reconocernos sarmientos injerta-
dos en la única vid que es Jesús (cf. Jn 15,1-8). No daremos fruto si no
nos ayudamos mutuamente a permanecer unidos a él. De salida, hacia las
múltiples periferias existenciales de hoy, para llevar juntos la gracia sana-
dora del Evangelio a la humanidad que sufre. Preguntémonos si estamos
caminando de verdad o solo con palabras, si los hermanos nos importan de
verdad y los encomendamos al Señor o están lejos de nuestros intereses
reales. También preguntémonos si nuestro camino es un volver sobre
nuestros propios pasos o si es un ir al mundo con convicción para llevar
allí al Señor.
Rezar: También en la oración, como en el camino, no podemos avan-
zar solos, porque la gracia de Dios, más que hacerse a medida individual,
se difunde armoniosamente entre los creyentes que se aman. Cuando de-
cimos «Padre nuestro» resuena dentro de nosotros nuestra filiación, pero
también nuestro ser hermanos. La oración es el oxígeno del ecumenismo.
Sin oración la comunión se queda sin oxígeno y no avanza, porque impe-
dimos al viento del Espíritu empujarla hacia adelante. Preguntémonos:
¿Cuánto rezamos los unos por los otros? El Señor ha rezado para que
fuésemos una sola cosa, ¿lo imitamos en esto?
Trabajar juntos: En este sentido quisiera subrayar que la Iglesia Cató-
lica reconoce la especial importancia del trabajo que desempeña la Comi-
sión Fe y Constitución, y desea seguir contribuyendo a través de la parti-
cipación de teólogos altamente cualificados. El estudio de Fe y Constitu-
ción, para una visión común de la Iglesia y su trabajo en el discernimiento
de las cuestiones morales y éticas tocan puntos neurálgicos del desafío
ecuménico. (…) Por otra parte, el trabajo típicamente eclesial tiene un
sinónimo bien definido: diakonia. Es el camino por el que seguimos al
162
Maestro, que «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). El
servicio variado e intenso de las Iglesias miembros del Consejo encuentra
una expresión emblemática en la Peregrinación de justicia y paz. La cre-
dibilidad del Evangelio se ve afectada por el modo cómo los cristianos
responden al clamor de todos aquellos que, en cualquier rincón de la tie-
rra, son injustamente víctimas del trágico aumento de una exclusión que,
generando pobreza, fomenta los conflictos. Mientras los débiles son cada
vez más marginados, sin pan, trabajo ni futuro, los ricos son cada vez
menos y más ricos. Dejémonos interpelar por el llanto de los que sufren, y
sintamos compasión, porque «el programa del cristiano es un corazón que
ve» (Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 31). Veamos qué pode-
mos hacer concretamente, antes de desanimarnos por lo que no podemos.

GINEBRA: NO NOS CANSEMOS DE DECIR “PADRE NUESTRO”


20180621 Homilía
Padre, pan, perdón. Tres palabras que nos regala el Evangelio de hoy.
Tres palabras que nos llevan al corazón de la fe.
«Padre» —así comienza la oración—. Puede ir seguida de otras pala-
bras, pero no se puede olvidar la primera, porque la palabra “Padre” es la
llave de acceso al corazón de Dios; porque solo diciendo Padre rezamos
en lenguaje cristiano. Rezamos “en cristiano”: no a un Dios genérico, sino
a un Dios que es sobre todo Papá. De hecho, Jesús nos ha pedido que
digamos «Padre nuestro que estás en el cielo», en vez de “Dios del cielo
que eres Padre”. Antes de nada, antes de ser infinito y eterno, Dios es
Padre.
De él procede toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3,15). En él está el
origen de todo bien y de nuestra propia vida. «Padre nuestro» es por tan-
to la fórmula de la vida, la que revela nuestra identidad: somos hijos ama-
dos. Es la fórmula que resuelve el teorema de la soledad y el problema de
la orfandad. Es la ecuación que nos indica lo que hay que hacer: amar a
Dios, nuestro Padre, y a los demás, nuestros hermanos. Es la oración
del nosotros, de la Iglesia; una oración sin el yo y sin el mío, toda dirigida
al tú de Dios («tu nombre», «tu reino», «tu voluntad») y que se conjuga
solo en la primera persona del plural: «Padre nuestro», dos palabras que
nos ofrecen señales para la vida espiritual.
Así, cada vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jorna-
da y antes de cada actividad importante, cada vez que decimos «Padre
nuestro», renovamos las raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de
ello en nuestras sociedades a menudo desarraigadas. El «Padre nuestro»
fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está excluido; el
miedo y la incertidumbre no triunfan. Aflora la memoria del bien, porque
en el corazón del Padre no somos personajes virtuales, sino hijos amados.
Él no nos une en grupos que comparten los mismos intereses, sino que nos
regenera juntos como familia.
No nos cansemos de decir «Padre nuestro»: nos recordará que no exis-
te ningún hijo sin Padre y que, por tanto, ninguno de nosotros está solo en
163
este mundo. Pero nos recordará también que no hay Padre sin hijos: nin-
guno de nosotros es hijo único, cada uno debe hacerse cargo de los her-
manos de la única familia humana. Diciendo «Padre nuestro» afirmamos
que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas maldades que ofen-
den el rostro del Padre, nosotros sus hijos estamos llamados a actuar como
hermanos, como buenos custodios de nuestra familia, y a esforzarnos para
que no haya indiferencia hacia el hermano, hacia ningún hermano: ni
hacia el niño que todavía no ha nacido ni hacia el anciano que ya no habla,
como tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar ni hacia el
pobre descartado. Esto es lo que el Padre nos pide, nos manda que nos
amemos con corazón de hijos, que son hermanos entre ellos.
Pan. Jesús nos dice que pidamos cada día el pan al Padre. No hace fal-
ta pedir más: solo el pan, es decir, lo esencial para vivir. El pan es sobre
todo la comida suficiente para hoy, para la salud, para el trabajo diario; la
comida que por desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestros.
Por esto digo: ¡Ay de quien especula con el pan! El alimento básico para
la vida cotidiana de los pueblos debe ser accesible a todos.
Pedir el pan cotidiano es decir también: “Padre, ayúdame a llevar una
vida más sencilla”. La vida se ha vuelto muy complicada. Diría que hoy
para muchos está como “drogada”: se corre de la mañana a la tarde, entre
miles de llamadas y mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros,
inmersos en una complejidad que nos hace frágiles y en una velocidad que
fomenta la ansiedad. Se requiere una elección de vida sobria, libre de
lastres superfluos. Una elección contracorriente, como hizo en su tiempo
san Luis Gonzaga, que hoy recordamos. La elección de renunciar a tantas
cosas que llenan la vida, pero vacían el corazón. Hermanos y hermanas:
Elijamos la sencillez, la sencillez del pan para volver a encontrar la valen-
tía del silencio y de la oración, fermentos de una vida verdaderamente
humana. Elijamos a las personas antes que a las cosas, para que surjan
relaciones personales, no virtuales. Volvamos a amar la fragancia genuina
de lo que nos rodea. Cuando era pequeño, en casa, si el pan se caía de la
mesa, nos enseñaban a recogerlo rápidamente y a besarlo. Valorar lo sen-
cillo que tenemos cada día, protegerlo: no usar y tirar, sino valorar y con-
servar.
Además, el «Pan de cada día», no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no po-
demos hacer nada (cf. Jn 15,5). Él es el alimento primordial para vivir
bien. Sin embargo, a veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es
el alimento de nuestra vida, el centro de nuestros días, el respiro de nuestra
cotidianidad, nada vale, todo es guarnición. Pidiendo el pan suplicamos al
Padre y nos decimos cada día: sencillez de vida, cuidado del que está a
nuestro alrededor, Jesús sobre todo y antes de nada.
Perdón. Es difícil perdonar, siempre llevamos dentro un poco de
amargura, de resentimiento, y cuando alguien que ya habíamos perdonado
nos provoca, el rencor vuelve con intereses. Pero el Señor espera nuestro
perdón como un regalo. Nos debe hacer pensar que el único comentario
original al Padre nuestro, el que hizo Jesús, se concentre sobre una sola
frase: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdo-
164
nará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco
vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). El único comen-
tario que hace el Señor. El perdón es la cláusula vinculante del Padre
nuestro. Dios nos libera el corazón de todo pecado, Dios perdona todo,
todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al mismo tiempo, no nos can-
semos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno de nosotros otorgue
una amnistía general a las culpas ajenas. Tendríamos que hacer una buena
radiografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay barreras, obs-
táculos para el perdón, piedras que remover. Y entonces decir al Padre:
“¿Ves este peñasco?, te lo confío y te ruego por esta persona, por esta
situación; aun cuando me resulta difícil perdonar, te pido la fuerza para
poder hacerlo”.
El perdón renueva, el perdón hace milagros. Pedro experimentó el
perdón de Jesús y llegó a ser pastor de su rebaño; Saulo se convirtió en
Pablo después de haber sido perdonado por Esteban; cada uno de nosotros
renace como una criatura nueva cuando, perdonado por el Padre, ama a
sus hermanos. Solo entonces introducimos en el mundo una verdadera
novedad, porque no hay mayor novedad que el perdón, este perdón
que cambia el mal en bien. Lo vemos en la historia cristiana. Perdonarnos
entre nosotros, redescubrirnos hermanos después de siglos de controver-
sias y laceraciones, cuánto bien nos ha hecho y sigue haciéndonos. El
Padre es feliz cuando nos amamos y perdonamos de corazón
(cf. Mt 18,35). Y entonces nos da su Espíritu. Pidamos esta gracia: no
encerrarnos con un corazón endurecido, reclamando siempre a los demás,
sino dar el primer paso, en la oración, en el encuentro fraterno, en la cari-
dad concreta. Así seremos más semejantes al Padre, que ama sin esperar
nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el Espíritu de la unidad.

VALENTÍA Y CONFIANZA EN DIOS


20180622 Discurso Capítulo Grl Sociedad del Verbo Divino
El tema que guía sus trabajos tiene un claro sabor paulino y misionero:
«“El amor de Cristo nos urge” (2 Co 5,14): enraizados en la Palabra, com-
prometidos en su misión». Es el amor de Cristo que nos empuja a la reno-
vación personal y comunitaria para fortalecer el compromiso de salir y
anunciar el Evangelio. Para esto será necesario volver a mirar las raíces,
ver dónde están arraigados, cuál es la savia que da vida a sus comunidades
y a las obras que realizan, en cada rincón del mundo donde están presen-
tes. Desde esta mirada a los orígenes, quisiera reflexionar en torno a tres
palabras: confianza, anuncio y hermanos.
En primer lugar, la confianza. Confianza en Dios y en su divina Provi-
dencia, porque el saber abandonarnos en sus manos es esencial en nuestra
vida de cristianos y consagrados. ¿Hasta dónde llega nuestra confianza en
Dios, en su amor providente y misericordioso? ¿Estamos dispuestos a
arriesgar, a ser valientes y decididos en nuestra misión? San Arnoldo esta-
ba convencido de que en la vida de un misionero no hay nada que pueda
justificar la falta de valentía y de confianza en Dios. No permitamos que
165
entre nosotros, que hemos experimentado el amor de Dios, haya miedo y
cerrazón, como tampoco que seamos nosotros quienes pongamos frenos y
trabas a la acción del Espíritu. Conscientes del don recibido, de «tantas
pruebas de la ayuda divina», los animo a renovar la confianza en el Señor
y a salir sin miedo, a dar testimonio de la alegría del Evangelio, que hace
felices a muchos. Que esta confianza en el Señor, renovada cada día en el
encuentro con Él en la oración y en los sacramentos, los ayude también a
estar abiertos al discernimiento, para examinar la propia vida, buscando
hacer la voluntad de Dios en todas sus actividades y proyectos.
La segunda palabra es: anuncio. En su carisma es esencial proclamar la
Palabra de Dios a todos los hombres, en todo tiempo y lugar, aprovechan-
do todos los medios posibles, formando comunidades de discípulos y
misioneros que están unidos entre sí y con la Iglesia. En el corazón de
todo Verbita deben arder como un fuego que no se apaga las palabras de
san Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16). Ese ha
sido el desvelo de tantos misioneros y misioneras que los han precedido,
esa es la antorcha que les han legado y el desafío que hoy tienen por de-
lante. Su fundador pensó en ustedes como misioneros ad gentes. «Id por
todo el mundo y proclamad la Buena Noticia» (Mc 16,15). El mandato
misionero no conoce fronteras ni culturas, pues todo el mundo es tierra de
misión.
Aunque esto es un poco desordenado, pero el asunto es ir, después será
el orden, más adelante. Pero la vida del misionero siempre es desordenada.
Solamente tiene una seguridad de orden: la oración. Y con la oración va
adelante.
Queridos hermanos: Si están anclados en la Palabra de Dios, enraiza-
dos en ella, si la asumen como fundamento de sus vidas y dejan que la
Palabra arda en sus corazones (cf. Lc 24,32); esta Palabra los irá transfor-
mando y hará de cada uno de ustedes un verdadero misionero. Vivan y
déjense santificar por la Palabra de Dios, y vivirán para ella.
La tercera palabra que propongo es hermanos. No estamos solos, so-
mos Iglesia, somos un pueblo. Tenemos hermanos y hermanas a nuestro
lado con quienes recorremos el camino de la vida y de nuestra propia
vocación. Una comunidad de hermanos unidos por el Señor que nos atrae
y nos aglutina, asumiendo lo que somos como personas y sin dejar que
seamos nosotros mismos. De Dios reciben la fuerza y la alegría para man-
tenerse fieles y para marcar la diferencia, siguiendo el camino que nos
indica: «Ámense unos a otros» (Jn 13,34). Es hermoso ver una comunidad
que camina unida y donde sus miembros se aman; es la mayor evangeliza-
ción. Aunque se peleen, aunque discutan, porque en toda buena familia
que se ama, se pelea, se discute. Pero después hay armonía y hay paz. El
mundo, como también la Iglesia, necesita palpar este amor fraternal a
pesar de la diversidad y la interculturalidad, que es una de las riquezas que
obtienen ustedes. Una comunidad, en la que sacerdotes, religiosas y laicos
se sienten miembros de una familia, en la que se comparte y se vive la fe y
un mismo carisma, en la que todos están al servicio de los demás y nadie
es más que el otro.
166
Y así, unidos, podrán afrontar cualquier dificultad y la tarea de salir al
encuentro de otros hermanos que están fuera, excluidos por la sociedad.
Vivimos la cultura de la exclusión, la cultura del descarte. Salir al encuen-
tro de esos hermanos excluidos, abandonados a su suerte, pisoteados por
intereses egoístas… Ellos también son nuestros hermanos que necesitan
nuestra ayuda y necesitan experimentar la presencia de Dios que sale a su
encuentro. Allí también ustedes son enviados para hacer realidad el espíri-
tu de las Bienaventuranzas a través de las obras de misericordia: escu-
chando y dando respuesta a los gritos de quienes piden pan y justicia;
llevando paz y promoción integral a los que buscan una vida más digna;
consolando y ofreciendo razones de esperanza a las tristezas y sufrimien-
tos de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo… Que esta sea la brú-
jula que oriente sus pasos de hermanos y misioneros.
Dos cosas, los orígenes. Los orígenes no son solo una historia, no son
una cosa, no son una espiritualidad abstracta. Los orígenes son raíces y
para que la raíz pueda dar vida hay que cuidarla, hay que regarla. Hay que
mirarla y quererla. Les dije que estén arraigados a los orígenes, es decir,
que los orígenes de ustedes sean raíz que los haga crecer. La segunda cosa,
no es un pensamiento lúgubre. Piensen en los cementerios. Cementerios
de regiones lejanas, en Asia, en África, en Amazonia… Cuántos de uste-
des están allí y en la lápida se lee que murieron jóvenes, porque se juga-
ron, se jugaron la vida. Raíces y cementerio que también son raíces para
ustedes.

CONTEMPLAR EN HUMILDAD Y SILENCIO LA OBRA DE DIOS


20180624 Ángelus
Hoy la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Natividad de san
Juan Bautista. Su nacimiento es el evento que ilumina la vida de sus pa-
dres Isabel y Zacarías e implica en la alegría y en el asombro a los parien-
tes y vecinos. Estos ancianos padres habían soñado y preparado aquel día,
pero ya no lo esperaban: se sentían excluidos, humillados, decepcionados.
Ante el anuncio del nacimiento de un hijo, (cf. Lucas 1, 13) Zacarías se
quedó incrédulo, porque las leyes naturales no lo consentían, eran viejos:
eran ancianos; como consecuencia el Señor lo dejó mudo durante todo el
tiempo de la gestación (cf. v. 20). Es una señal. Pero Dios no depende de
nuestras lógicas y de nuestras limitadas capacidades humanas. Es necesa-
rio aprender a fiarse y a callar frente al misterio de Dios y a contemplar en
humildad y silencio su obra, que se revela en la historia y que tantas veces
supera nuestra imaginación.
Y ahora que el evento se cumple, ahora que Isabel y Zacarías experi-
mentan que «nada es imposible para Dios» (Lucas 1, 37), grande es su
alegría. La página evangélica del día (Lucas 1, 57-66.80) anuncia el naci-
miento y luego se detiene en el momento de la imposición del nombre al
niño. Isabel elige un nombre extraño a la tradición familiar y dice: «Se
llamará Juan», don gratuito y también inesperado, porque Juan significa
«Dios ha hecho la gracia». Y este niño será heraldo, testigo de la gracia de
167
Dios para los pobres que esperan con humilde fe su salvación. Zacarías
confirma de forma inesperada la elección de ese nombre, escribiéndolo en
una tablilla —porque estaba mudo— «y al punto se abrió su boca y su
lengua y hablaba bendiciendo a Dios» (v. 64).
Todo el evento del nacimiento de Juan Bautista está rodeado por un
alegre sentido de asombro, de sorpresa, de gratitud. Asombro, sorpresa,
gratitud. La gente fue invadida por un santo temor a Dios «y en toda la
montaña de Judea se comentaban todas estas cosas» (v. 65).
Hermanos y hermanas, el pueblo fiel intuye que ha sucedido algo
grande, incluso si humilde y escondido, y se pregunta «¿Qué será este
niño?» (v. 66). El pueblo fiel de Dios es capaz de vivir la fe con alegría,
con sentido de asombro, de sorpresa y de gratitud. Vemos a aquella gente
que hablaba bien de esta cosa maravillosa, de este milagro del nacimiento
de Juan, y lo hacía con alegría, estaba contenta, con sentido de asombro,
de sorpresa y de gratitud. Y viendo esto preguntémonos: ¿cómo es mi fe?
¿Es una fe alegre o una fe siempre igual, una fe «plana»? ¿Tengo un senti-
do de asombro cuando veo las obras del Señor, cuando escucho hablar de
cosas de la evangelización o de la vida de un santo, o cuando veo a tanta
gente buena: ¿siento la gracia dentro, o nada se mueve en mi corazón? ¿Sé
sentir las consolaciones del espíritu o estoy cerrado a ello? Preguntémonos
cada uno de nosotros en un examen de conciencia: ¿cómo es mi fe? ¿es
alegre? ¿está abierta a las sorpresas de Dios? Porque Dios es el Dios de las
sorpresas: ¿he «probado» en el alma aquel sentido de estupor que hace la
presencia de Dios, ese sentido de gratitud? Pensemos en estas palabras,
que son estados de ánimo de la fe: alegría, sentido de asombro, sentido de
sorpresa y gratitud.
Que la Virgen Santa nos ayude a comprender que en cada persona hu-
mana está la impronta de Dios, fuente de la vida. Que ella, Madre de Dios
y madre nuestra nos haga más conscientes de que en la generación de un
hijo los padres actúan como colaboradores de Dios. Una misión verdade-
ramente sublime que hace de cada familia un santuario de la vida y des-
pierta —cada nacimiento de un hijo— la alegría, el asombro, la gratitud.

CAMBIAR LA EDUCACIÓN PARA CAMBIAR EL MUNDO


20180625 Discurso Fundación “Gravissimum educationis”
Solo si se cambia la educación se puede cambiar el mundo. Para hacer
esto, quisiera proponerles algunas sugerencias.
1. En primer lugar, es importante “crear redes”. Crear redes significa
reunir las instituciones escolares y universitarias para potenciar la iniciati-
va educativa y de investigación, enriqueciéndose con los aspectos desta-
cados de cada uno, para ser más eficaces a nivel intelectual y cultural.
Crear redes quiere decir también juntar los saberes, las ciencias y las
disciplinas para afrontar los complejos desafíos con la inter- y la trans-
disciplinariedad, como recuerda la Veritatis gaudium (cf. n. 4c).
Crear redes implica crear lugares de encuentro y de diálogo dentro de
las instituciones educativas y promoverlos fuera, con ciudadanos proce-
168
dentes de otras culturas, de otras tradiciones, de otras religiones, para que
el humanismo cristiano contemple la condición universal de la humanidad
actual.
Crear redes significa también que la escuela sea una comunidad que
eduque, en la que los docentes y los estudiantes no estén relacionados solo
a través de un programa didáctico, sino por un programa de vida y de
experiencia, que sepa educar en la reciprocidad entre las distintas genera-
ciones. Y esto es muy importante para no perder las raíces.
Además, los desafíos que interpelan al hombre de hoy son globales en
un sentido más amplio de lo que se considera frecuentemente. La educa-
ción católica no se queda en formar mentes para que tengan una visión
más amplia, capaz de aglutinar las realidades más lejanas. La educación
católica se da cuenta de que, además de extenderse en el espacio, la res-
ponsabilidad moral del hombre de hoy se extiende también a través del
tiempo y que las decisiones del presente tienen consecuencias en las gene-
raciones futuras.
2. La otra expectativa a la que la educación está llamada a responder y
que indiqué en la Exhortación apostólica Evangelii gaudiumes: «no nos
dejemos robar la esperanza»(n. 86). Con esta invitación quise animar a
los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo a afrontar positivamente los
cambios sociales, sumergiéndose en la realidad con la luz irradiada por la
promesa de la salvación cristiana.
Estamos llamados a no perder la esperanza porque tenemos que donar
esperanza al mundo global de hoy. «Globalizar la esperanza» y «sostener
las esperanzas de la globalización» son compromisos fundamentales en la
misión de la educación católica, como lo afirma el reciente documento de
la Congregación para la Educación Católica: Educar al humanismo soli-
dario (cf. nn. 18-19). Una globalización sin esperanza y sin horizonte se
expone a los condicionamientos de los intereses económicos, que a menu-
do están lejos de una recta concepción del bien común, y produce fácil-
mente tensiones sociales, conflictos económicos, abusos de poder. Tene-
mos que infundir un alma al mundo global, a través de una formación
intelectual y moral que sepa favorecer las cosas buenas que trae la globali-
zación y corregir aquellas negativas.
Se trata de metas importantes, que han de ser alcanzadas a través del
desarrollo de la investigación científica confiada a las universidades y
también presente en la misión de la Fundación Gravissimum Educatio-
nis. Una investigación de calidad, que tiene ante sí un horizonte amplio de
desafíos. Algunos de estos, mencionados en la Encíclica Laudato si’, se
refieren a los procesos de interdependencia global, que por un lado se
presenta como una fuerza histórica positiva, porque marca una mayor
cohesión entre los seres humanos; pero por otro lado produce injusticia y
muestra la estrecha relación entre las miserias humanas y las deficiencias
ecológicas del planeta. La respuesta está en el desarrollo y en la investiga-
ción de una ecología integral. Quisiera subrayar también el desafío eco-
nómico, basado en la búsqueda de mejores modelos de desarrollo, que
respondan a una concepción más auténtica de felicidad y que sepan corre-
169
gir algunos mecanismos perversos del consumismo y de la producción. Y,
además, el desafío político: el poder de la tecnología está en constante
expansión. Uno de sus efectos es la difusión de la cultura del descarte, que
devora cosas y seres humanos sin distinción alguna. Dicho poder se funda
en una antropología que concibe al hombre como un depredador y al
mundo en el que vive como un recurso para depredar a voluntad.
Ciertamente no falta trabajo para los estudiosos y los investigadores
que colaboran con la Fundación Gravissimum Educationis.
3. Para que sea eficaz el trabajo que tienen por delante, sosteniendo
proyectos educativos originales, debe obedecer a tres criterios esenciales.
Ante todo, la identidad. Exige coherencia y continuidad con la misión
de las escuelas, de las universidades y de los centros de investigación que
han sido creados, promovidos y acompañados por la Iglesia y que están
abiertos a todos. Dichos valores son fundamentales para seguir el surco
trazado por la civilización cristiana y por la misión evangelizadora de la
Iglesia. De esta manera ayudaréis a mostrar los caminos a seguir con la
finalidad de dar respuestas actualizadas a los dilemas del presente, tenien-
do una mirada preferencial por los más necesitados.
Otro aspecto esencial es la calidad. Es el faro seguro para iluminar
cualquier iniciativa de estudio, de investigación y de educación. Es nece-
saria para realizar aquellos «polos de excelencia interdisciplinares» que
son recomendados en la Constitución Veritatis gaudium (cf. n. 5) y que la
Fundación Gravissimum Educationis desea sostener.
Y además en vuestro trabajo no puede faltar el objetivo del bien co-
mún. Es difícil definir el bien común en nuestra sociedad marcada por la
convivencia de ciudadanos, grupos y pueblos que tienen culturas, tradicio-
nes y credos tan diferentes. Es necesario ampliar los horizontes del bien
común, educar a todos para que se sientan parte de la familia humana.
Para cumplir vuestra misión necesitáis por tanto edificar a partir de la
coherencia con la identidad cristiana, poner los medios en conformidad a
la calidad del estudio y de la investigación, y perseguir objetivos en sinto-
nía con el servicio al bien común.
Un programa de pensamiento y de acción basado en estos sólidos pila-
res podrá contribuir, a través de la educación, a la construcción de un
futuro en el que la dignidad de la persona y la fraternidad universal sean
los recursos globales a los que cada ciudadano del mundo pueda recurrir.

ECOLOGÍA Y ÉTICA DE LA VIDA HUMANA


20180625 Discurso Academia pontificia para la vida
La sabiduría que debe inspirar nuestra actitud en relación con la «eco-
logía humana» está instada a considerar la cualidad ética y espiritual de la
vida en todas sus fases. Existe una vida humana concebida, una vida en
gestación, una vida que viene a la luz, una vida niña, una vida adolescente,
una vida adulta, una vida envejecida y consumida — y existe la vida eter-
na. Existe una vida que es familia y comunidad, una vida que es invoca-
ción y esperanza. Como también existe la vida humana frágil y enferma, la
170
vida herida, ofendida, abatida, marginada, descartada. Es siempre vida
humana. Es la vida de las personas humanas, que habitan la tierra creada
por Dios y comparten la casa común a todas las criaturas vivientes. Cier-
tamente en los laboratorios de biología se estudia la vida con los instru-
mentos que consienten explorar los aspectos físicos, químicos y mecáni-
cos. Un estudio importantísimo e imprescindible, pero que debe ser inte-
grado con una perspectiva más amplia y más profunda, que pide atención
a la vida propiamente humana, que irrumpe en la escena del mundo con el
prodigio de la palabra y del pensamiento, de los afectos y del espíritu.
¿Qué reconocimiento recibe hoy la sabiduría humana de la vida de las
ciencias de la naturaleza? ¿Y qué cultura política inspira la promoción y la
protección de la vida humana real? El trabajo «bonito» de la vida es la
generación de una persona nueva, la educación de sus cualidades espiri-
tuales y creativas, la iniciación al amor de la familia y de la comunidad, el
cuidado de sus vulnerabilidades y de sus heridas; como también la inicia-
ción a la vida de los hijos de Dios, en Jesucristo.
Cuando entregamos niños a la privación, los pobres al hambre, los per-
seguidos a la guerra, los viejos al abandono, ¿no hacemos nosotros mis-
mos, sin embargo, el trabajo «sucio» de la muerte? ¿De dónde viene, de
hecho, el trabajo sucio de la muerte? Viene del pecado. El mal trata de
persuadirnos de que la muerte es el final de cada cosa, que hemos venido
al mundo por casualidad y estamos destinados a terminar en la nada. Ex-
cluyendo al otro de nuestro horizonte, la vida se repliega sobre sí y se
convierte en bien de consumo. Narciso, el personaje de la mitología anti-
gua, que se ama a sí mismo e ignora el bien de los demás, es ingenuo y no
se da ni siquiera cuenta. Pero mientras tanto, difunde un virus espiritual
muy contagioso, que nos condena a convertirnos en hombres—espejo y
mujeres—espejo, que se ven solamente a sí mismos y nada más. Es como
volverse ciegos a la vida y a su dinámica, en cuanto don recibido de otros
y que pide ser puesto responsablemente en circulación por otros. La visión
global de la bioética, que vosotros os estáis preparando para relanzar en el
campo de la ética social y del humanismo planetario, fuertes de la inspira-
ción cristiana, se comprometerá con más seriedad y rigor a desencadenar
la complicidad con el trabajo sucio de la muerte, sostenido por el pecado.
Nos podrá así restituir a las razones y a las prácticas de la alianza con la
gracia destinada por Dios en la vida de cada uno de nosotros. Esta bioética
no se moverá a partir de la enfermedad y de la muerte para decidir el sen-
tido de la vida y definir el valor de la persona. Se moverá más bien de la
profunda convicción de la irrevocable dignidad de la persona humana, así
como Dios la ama, dignidad de toda persona, en cada fase y condición de
su existencia, en la búsqueda de las formas del amor y del cuidado que
deben ser dirigidos a su vulnerabilidad y a su fragilidad.
Por tanto, en primer lugar, esta bioética global será una modalidad es-
pecífica para desarrollar la perspectiva de la ecología integral que es pro-
pia de la encíclica Laudato si’, con la que he insistido sobre estos puntos-
fuertes: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la
convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo
171
paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invita-
ción a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor
propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de
debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política inter-
nacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo
de vida. Estos temas no se cierran ni abandonan, sino que son constante-
mente replanteados y enriquecidos» (n. 16).
En segundo lugar, en una visión holística de la persona, se trata de ar-
ticular cada vez con mayor claridad todos las uniones y las diferencias
concretas en las que habita la universal condición humana y que nos im-
plican a partir de nuestro cuerpo. De hecho «nuestro propio cuerpo nos
sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivien-
tes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para
acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común,
mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en
una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. Aprender a recibir el
propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados es esencial para una
verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en
su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en
el encuentro con el diferente» (Laudato si’, 155).
Es necesario por tanto proceder en un cuidadoso discernimiento de las
complejas diferencias fundamentales de la vida humana: del hombre y de
la mujer, de la paternidad y de la maternidad, de la filiación y de la frater-
nidad, de la socialidad y también de todas las diferentes edades de la vida.
Como también de todas las condiciones difíciles y de todos los pasajes
delicados o peligrosos que exigen especial sabiduría ética y valiente resis-
tencia moral: la sexualidad y la generación, la enfermedad y la vejez, la
insuficiencia y la discapacidad, la privación y la exclusión, la violencia y
la guerra. «La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe
ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la
vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá
de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya
han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la
trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos pri-
vados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de
descarte» (Exort. ap. Gaudete et exsultate, 101).
En los textos y en las enseñanzas de la formación cristiana y eclesiásti-
ca, estos temas de la ética y de la vida humana deberán encontrar una
colocación adecuada en el ámbito de una antropología global y no ser
confinados entre las cuestiones límite de la moral y el derecho. Una con-
versión a la centralidad actual de la ecología humana integral, es decir, de
una comprensión armónica y global de la condición humana, que espero
encontréis en vuestro compromiso intelectual, civil y religioso, válido
soporte y entonación propositiva.
La bioética global nos incita, por lo tanto, a la sabiduría de un profun-
do y objetivo discernimiento del valor de la vida personal y comunitaria,
que debe ser custodiado y promovido también en las condiciones más
172
difíciles. Debemos afirmar con fuerza que, sin el adecuado sostén de una
proximidad humana responsable, ninguna regla puramente jurídica y nin-
gún auxilio técnico podrán, por sí solos, garantizar condiciones y contex-
tos relacionales correspondientes a la dignidad de la persona. La perspec-
tiva de una globalización que, dejada solamente a su dinámica espontánea,
tiende a aumentar y profundizar las desigualdades, pide una respuesta
ética a favor de la justicia. La atención a los factores sociales, económicos,
culturales y ambientales que determinan la salud entra en este compromiso
y se convierte en una forma concreta de hacer realidad el derecho de cada
pueblo a «la participación, sobre la base de la igualdad y de la solidaridad,
de los bienes que están destinados a todos los hombres». (Juan Pablo II,
Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 21).
Por último, la cultura de la vida debe dirigir más seriamente la mirada
a la «cuestión seria» de su destino último. Se trata de resaltar con mayor
claridad qué es lo que orienta la existencia del hombre hacia un horizonte
que lo supera: cada persona está llamada gratuitamente «como hijo, a la
unión con Dios y a la participación de su felicidad. […] Enseña además la
Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las ta-
reas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo
para su ejercicio» (Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, 21).
Es necesario interrogarse más a fondo sobre el destino último de la vida,
capaz de restituir dignidad y sentido al misterio de sus efectos más pro-
fundos y más sagrados. La vida del hombre, hermosa hasta encantar y
frágil hasta morir, se refiere más allá de sí misma: nosotros somos infini-
tamente más que aquello que podemos hacer por nosotros mismos. Pero la
vida del hombre es increíblemente tenaz, ciertamente por una misteriosa
gracia que viene desde lo alto, en la audacia de su invocación de una justi-
cia y de una victoria definitiva del amor. Y es incluso capaz —esperanza
contra cada esperanza— de sacrificarse por ella, hasta el final. Reconocer
y apreciar esta fidelidad y esta dedicación suya a la vida suscita en noso-
tros gratitud y responsabilidad y nos alienta a ofrecer generosamente nues-
tro saber y nuestra experiencia a toda la comunidad humana. La sabiduría
cristiana debe reabrir con pasión y audacia el pensamiento del destino del
género humana hacia la vida de Dios, que ha prometido abrir al amor de la
vida, más allá de la muerte, el horizonte infinito de amorosos cuerpos de
luz, sin más lágrimas. Y sorprenderlos eternamente con el siempre nuevo
encanto de todas las cosas «visibles e invisibles» que están escondidas en
la gracia del Creador.

NO SERÁ ASÍ ENTRE VOSOTROS


20180628 Homilía Consistorio nuevos cardenales
«Estaban subiendo por el camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante de
ellos» (Mc 10,32).74

74
El verbo proago es el mismo con el que Cristo resucitado anuncia a sus discípulos que
los “precederá” en Galilea (cf. Mc 16,7).
173
El comienzo de este paradigmático pasaje en Marcos siempre nos ayu-
da a ver cómo el Señor cuida de su pueblo con una pedagogía sin igual.
De camino a Jerusalén, Jesús no deja de primerear a los suyos.
Jerusalén es la hora de las grandes determinaciones y decisiones. To-
dos sabemos que los momentos importantes y cruciales en la vida dejan
hablar al corazón y muestran las intenciones y las tensiones que nos habi-
tan. Tales encrucijadas de la existencia nos interpelan y logran sacar a la
luz búsquedas y deseos no siempre transparentes del corazón humano. Así
lo revela, con toda simplicidad y realismo, el pasaje del Evangelio que
acabamos de escuchar. Frente al tercer y más cruel anuncio de la pasión, el
evangelista no teme desvelar ciertos secretos del corazón de los discípu-
los: búsqueda de los primeros puestos, celos, envidias, intrigas, arreglos y
acomodos; una lógica que no solo carcome y corroe desde dentro las rela-
ciones entre ellos, sino que además los encierra y enreda en discusiones
inútiles y poco relevantes. Pero Jesús no se detiene en ello, sino que se
adelanta, los primerea y enfáticamente les dice: «No será así entre voso-
tros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor»
(Mc 10,43). Con esa actitud, el Señor busca recentrar la mirada y el cora-
zón de sus discípulos, no permitiendo que las discusiones estériles y auto-
rreferenciales ganen espacio en el seno de la comunidad. ¿De qué sirve
ganar el mundo entero si se está corroído por dentro? ¿De qué sirve ganar
el mundo entero si se vive atrapado en intrigas asfixiantes que secan y
vuelven estéril el corazón y la misión? En esta situación —como alguien
hacía notar— se podrían vislumbrar ya las intrigas palaciegas, también en
las curias eclesiásticas.
«No será así entre vosotros», respuesta del Señor que, en primer lugar,
es una invitación y una apuesta a recuperar lo mejor que hay en los discí-
pulos y así no dejarse derrotar y encerrar por lógicas mundanas que des-
vían la mirada de lo importante. «No será así entre vosotros» es la voz del
Señor que salva a la comunidad de mirarse demasiado a sí misma en lugar
de poner la mirada, los recursos, las expectativas y el corazón en lo impor-
tante: la misión.
Y así Jesús nos enseña que la conversión, la transformación del cora-
zón y la reforma de la Iglesia siempre es y será en clave misionera, pues
supone dejar de ver y velar por los propios intereses para mirar y velar por
los intereses del Padre. La conversión de nuestros pecados, de nuestros
egoísmos no es ni será nunca un fin en sí misma, sino que apunta princi-
palmente a crecer en fidelidad y disponibilidad para abrazar la misión. Y
esto de modo que, a la hora de la verdad, especialmente en los momentos
difíciles de nuestros hermanos, estemos bien dispuestos y disponibles para
acompañar y recibir a todos y a cada uno, y no nos vayamos convirtiendo
en exquisitos expulsivos o por cuestiones de estrechez de miradas 75 o, lo
que sería peor, por estar discutiendo y pensando entre nosotros quién será
el más importante. Cuando nos olvidamos de la misión, cuando perdemos
de vista el rostro concreto de nuestros hermanos, nuestra vida se clausura

75
Cf. Jorge Mario Bergoglio, Ejercicios Espirituales a los obispos españoles, 2006.
174
en la búsqueda de los propios intereses y seguridades. Así comienza a
crecer el resentimiento, la tristeza y la desazón. Poco a poco queda menos
espacio para los demás, para la comunidad eclesial, para los pobres, para
escuchar la voz del Señor. Así se pierde la alegría, y se termina secando el
corazón (cf. Exhort. Ap. Evangelii Gaudium, 2).
«No será así entre vosotros —nos dice el Señor—, […] el que quiera
ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44). Es la bienaventuranza y
el magníficat que cada día estamos invitados a entonar. Es la invitación
que el Señor nos hace para no olvidarnos que la autoridad en la Iglesia
crece en esa capacidad de dignificar, de ungir al otro, para sanar sus heri-
das y su esperanza tantas veces dañada. Es recordar que estamos aquí
porque hemos sido enviados a «evangelizar a los pobres, a proclamar a los
cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los opri-
midos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
Queridos hermanos Cardenales y neo-Cardenales: Mientras vamos de
camino a Jerusalén, el Señor se nos adelanta para recordarnos una y otra
vez que la única autoridad creíble es la que nace de ponerse a los pies de
los otros para servir a Cristo. Es la que surge de no olvidarse que Jesús,
antes de inclinar su cabeza en la cruz, no tuvo miedo ni reparo de inclinar-
se ante sus discípulos y lavarles los pies. Esa es la mayor condecoración
que podemos obtener, la mayor promoción que se nos puede otorgar:
servir a Cristo en el pueblo fiel de Dios, en el hambriento, en el olvidado,
en el encarcelado, en el enfermo, en el tóxico-dependiente, en el abando-
nado, en personas concretas con sus historias y esperanzas, con sus ilusio-
nes y desilusiones, sus dolores y heridas. Solo así, la autoridad del pastor
tendrá sabor a Evangelio, y no será como «un metal que resuena o un
címbalo que aturde» (1 Co 13,1). Ninguno de nosotros debe sentirse “su-
perior” a nadie. Ningunos de nosotros debe mirar a los demás por sobre el
hombro, desde arriba. Únicamente nos es lícito mirar a una persona desde
arriba hacia abajo, cuando la ayudamos a levantarse.
Quisiera recordar con vosotros parte del testamento espiritual de
san Juan XXIII que adelantándose en el camino pudo decir: «Nacido po-
bre, pero de honrada y humilde familia, estoy particularmente contento de
morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias de mi vida
sencilla y modesta, al servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me
ha alimentado, cuanto he tenido entre las manos —poca cosa por otra
parte— durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado. Aparentes
opulencias ocultaron con frecuencia espinas escondidas de dolorosa po-
breza y me impidieron dar siempre con largueza lo que hubiera deseado.
Doy gracias a Dios por esta gracia de la pobreza de la que hice voto en mi
juventud, como sacerdote del Sagrado Corazón, pobreza de espíritu y
pobreza real; que me ayudó a no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni
favores, nunca, ni para mí ni para mis parientes o amigos» (29 junio
1954).
175
NO SEPARAR LA GLORIA DE LA CRUZ
20180629 Homilía Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Las lecturas proclamadas nos permiten tomar contacto con la tradición
apostólica más rica, esa que «no es una transmisión de cosas muertas o
palabras sino el río vivo que se remonta a los orígenes, el río en el que los
orígenes están siempre presentes» (Benedicto XVI, Catequesis, 26 abril
2006) y nos ofrecen las llaves del Reino de los cielos (cf. Mt 16,19). Tra-
dición perenne y siempre nueva que reaviva y refresca la alegría del
Evangelio, y nos permite así poder confesar con nuestros labios y con
nuestro corazón: «Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre»
(Flp 2,11).
Todo el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba en el co-
razón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos ros-
tros sedientos de vida: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar
a otro?» (Mt 11,3). Pregunta que Jesús retoma y hace a sus discípulos: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15).
Pedro, tomando la palabra en Cesarea de Filipo, le otorga a Jesús el tí-
tulo más grande con el que podía llamarlo: «Tú eres el Mesías»
(Mt 16,16), es decir, el Ungido de Dios. Me gusta saber que fue el Padre
quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo Jesús ungía a su Pue-
blo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único
deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: “unge” al muerto
(cf. Mc 5,41-42; Lc 7,14-15), unge al enfermo (cf. Mc 6,13; St 5,14), unge
las heridas (cf. Lc 10,34), unge al penitente (cf. Mt 6,17), unge la esperan-
za (cf. Lc 7,38; 7,46; 10,34; Jn 11,2; 12,3). En esa unción, cada pecador,
perdedor, enfermo, pagano —allí donde se encontraba— pudo sentirse
miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos, Jesús les decía de
modo personal: tú me perteneces. Como Pedro, también nosotros pode-
mos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que
hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos
sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del
Santo. Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción
(cf. Is 10,27). No nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos
rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar «tú eres el Hijo de Dios
vivo» (Mt 16,16).
Y es interesante, luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje
del Evangelio en que Pedro confiesa la fe: «Desde entonces comenzó
Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer
allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que
tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). El Ungido de
Dios lleva el amor y la misericordia del Padre hasta sus últimas conse-
cuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los rincones de la
vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las
comodidades, la posición… el martirio.
Ante este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal co-
sa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), y se transforma inmediata-
176
mente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender
los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo
llama “Satanás”). Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también
aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo.
Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secre-
teos” del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo
“secreteos” porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se
conozca su intención, «se comporta como vano enamorado en querer
mantenerse en secreto y no ser descubierto» (S. Ignacio de Loyo-
la, Ejercicios Espirituales, n. 326).
En cambio, participar de la unción de Cristo es participar de su gloria,
que es su Cruz: Padre, glorifica a tu Hijo… «Padre, glorifica tu nombre»
(Jn 12,28). Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden sepa-
rarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el
esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será
la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”.
No son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos
manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la
miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de
los demás. Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige
—como le exigió a Pedro— identificar los “secreteos” del maligno.
Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o comunitarios
que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que nos
impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos
privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de
Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270).
Al no separar la gloria de la cruz, Jesús quiere rescatar a sus discípu-
los, a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servi-
cio, vacíos de compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una
imaginación sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel
o, lo que sería peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse
de los caminos polvorientos de la historia. Contemplar y seguir a Cristo
exige dejar que el corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que
él mismo se quiso identificar (Cf. S. Juan Pablo II, Novo millennio ineun-
te, 49), y esto con la certeza de saber que no abandona a su pueblo.
Queridos hermanos, sigue latiendo en millones de rostros la pregunta:
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
(Mt 11,3). Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesu-
cristo es Señor» (Flp 2,11). Este es nuestro cantus firmus que todos los
días estamos invitados a entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría
de saber que «la Iglesia resplandece no con luz propia, sino con la de
Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego:
“Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20)»
(S. Ambosio, Hexaemeron, IV, 8,32).
177
ENCONTRAR A JESÚS Y ABRIRSE A SU MISTERIO
20180629 Ángelus
Quisiera detenerme en el Evangelio (cf. Mateo 16, 13-19) que la litur-
gia nos propone en esta fiesta. En él se cuenta un episodio que es funda-
mental para nuestro camino de fe. Se trata del diálogo en el que Jesús
plantea a sus discípulos la pregunta sobre la identidad. Él primero pregun-
ta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (v. 13). Y
después les interpela directamente a ellos: «Y vosotros, ¿quién decís que
soy yo?» (v. 15). Con estas dos preguntas, Jesús parece decir que una cosa
es seguir la opinión corriente, y otra es encontrarle a Él y abrirse a su
misterio: allí se descubre la verdad. La opinión común contiene una res-
puesta verdadera pero parcial; Pedro, y con él la Iglesia de ayer, de hoy y
de siempre, responde, por gracia de Dios, la verdad: «Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo» (v. 16).
A lo largo de los siglos, el mundo ha definido a Jesús de distintas ma-
neras: un gran profeta de la justicia y del amor; un sabio maestro de vida;
un revolucionario; un soñador de los sueños de Dios... etc. Muchas cosas
bonitas. En la Babel de estas y otras hipótesis destaca todavía hoy, sencilla
y neta, la confesión de Simón llamado Pedro, hombre humilde y lleno de
fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16). Jesús es el Hijo de
Dios: por eso está perennemente vivo Él como está eternamente vivo su
Padre. Esta es la novedad que la gracia enciende en el corazón de quien se
abre al misterio de Jesús: la certeza no matemática, pero todavía más fuer-
te, interior, de haber encontrado la Fuente de Vida, la Vida misma hecha
carne, visible y tangible en medio de nosotros. Esta es la experiencia del
cristiano, y no es mérito suyo, de nosotros cristianos, y no es mérito nues-
tro, sino que viene de Dios, es una gracia de Dios, Padre e Hijo y Espíritu
Santo. Todo esto está contenido en esencial en la respuesta de Pedro: «Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Y después, la respuesta de Jesús está llena de luz «Y yo a mi vez te di-
go que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas
del Hades no prevalecerán contra ella» (v. 18). Es la primera vez que Jesús
pronuncia la palabra «Iglesia»: y lo hace expresando todo el amor hacia
ella, que define «mi Iglesia».
Y la nueva comunidad de la Alianza, ya no basada en la descendencia
y la Ley, sino en la fe en Él, Jesús, Rostro de Dios.
Una fe que el beato Pablo VI, cuando todavía era arzobispo de Milán,
expresaba con esta maravillosa oración:
«Oh Cristo, nuestro único mediador, Tú nos eres necesario: para vivir
en Comunión con Dios Padre; para convertirnos contigo, que eres Hijo
único y Señor nuestro, sus hijos adoptivos; para ser regenerados en el
Espíritu Santo» (Carta pastoral, 1955).
Que por intercesión de la Virgen María, Reina de los Apóstoles, el Se-
ñor conceda a la Iglesia, a Roma y en el mundo entero, ser siempre fiel al
Evangelio, a cuyo servicio los santos Pedro y Pablo han consagrado su
vida.
178
LA SANGRE, SIGNO ELOCUENTE DEL AMOR SUPREMO
20180630 Discurso Familias de la Preciosísima Sangre
Desde los comienzos del cristianismo, el misterio del amor a la Sangre
de Cristo ha fascinado a muchas personas. También vuestros santos fun-
dadores y fundadoras cultivaron esta devoción, colocándola en la base de
vuestras Constituciones, porque entendieron a la luz de la fe que la Sangre
de Cristo es fuente de salvación para el mundo. Dios ha elegido el signo
de la sangre, porque ningún otro signo es tan elocuente para expresar el
amor supremo de la vida entregada a los demás. Esta donación se repite en
cada celebración eucarística, en la que se hace presente, junto con el
Cuerpo de Cristo, su preciosa Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna,
que será derramada por todos para el perdón de los pecados (cf. Mt 26,27).
La meditación del sacrificio de Cristo nos lleva a hacer obras de mise-
ricordia, dando nuestra vida por Dios y por los hermanos sin ahorrarnos.
La meditación del misterio de la sangre de Cristo derramada en la cruz por
nuestra redención nos empuja, en particular, hacia aquellos que podrían
ser curados en su sufrimiento físico y moral, y se dejan languidecer, en
cambio, en los márgenes de una sociedad del consumo y la indiferencia.
En esta perspectiva resalta, en toda su importancia, vuestro servicio a la
Iglesia y a la sociedad. Por mi parte, sugiero tres aspectos que puedan
ayudaros en vuestra actividad y en vuestro testimonio: el coraje de la
verdad; la atención a todos, especialmente a aquellos que están lejos; la
capacidad de fascinar y comunicar.
El coraje de la verdad. Es importante ser personas valientes, construir
comunidades valientes que no tengan miedo de tomar partido para afirmar
los valores del Evangelio y la verdad sobre el mundo y el hombre. Se trata
de hablar claro y de no volver la mirada hacia otra parte frente a los ata-
ques al valor de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural,
frente a la dignidad de la persona humana, frente a los problemas sociales,
frente a las diversas formas de pobreza. El testimonio de los discípulos de
Jesús está llamado a tocar las vidas de las parroquias y de los barrios, a no
dejar indiferentes sino a repercutir, transformando los corazones y las
vidas de las personas.
El segundo aspecto es la atención a todos, especialmente a aquellos
que están lejos. En vuestra misión, estáis llamados a llegar a todos, a que
todos os entiendan, a ser "populares" usando un lenguaje a través del cual
todos puedan entender el mensaje del Evangelio. Los destinatarios del
amor y de la bondad de Jesús son todos: los que están cerca, pero sobre
todo los que están lejos. Por lo tanto, necesitamos identificar las formas
más adecuadas para poder acercarnos a una multiplicidad de personas en
los hogares, en los entornos sociales y en la calle. Para hacerlo, tenéis ante
vosotros el ejemplo de Jesús y de los discípulos que caminaban por los
senderos de Palestina anunciando el Reino de Dios con tantos signos de
curación que confirmaban la Palabra. Esforzaos por ser imagen de una
Iglesia que camina por la calle, entre la gente, incluso arriesgándoos en
179
primera persona, compartiendo las alegrías y las dificultades de cuantos
encontráis.
El tercer aspecto que sugiero para vuestro testimonio es la capacidad
de fascinar y comunicar. Está dirigido especialmente a la predicación, a la
catequesis, a los itinerarios de profundización en la Palabra de Dios. Se
trata de despertar una participación cada vez más grande para ofrecer y
hacer saborear los contenidos de la fe cristiana, solicitando a una nueva
vida en Cristo. El Evangelio y el Espíritu Santo suscitan palabras y gestos
que hacen arder los corazones y los ayudan a abrirse a Dios y a los demás.
Para este ministerio de la Palabra, podemos inspirarnos en la actitud con la
que Jesús dialogaba con la gente para revelar su misterio a todos, para
fascinar a la gente común con enseñanzas elevadas y exigentes. La fuerza
de esta actitud se esconde "en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más
allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a
vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino"(Exhortación Apostólica
Evangelii Gaudium, 141). Imitar el estilo con que Jesús predicó, nos ayu-
da a acercarnos a los demás, haciéndoles percibir la ternura de Dios. Creo
que vivimos en un tiempo en que esto es necesario para llevar a cabo la
revolución de la ternura.
Estas son tres características que pueden ser útiles para vuestro camino
de fe y vuestro apostolado. Pero no olvidemos que la verdadera fuerza del
testimonio cristiano proviene del Evangelio mismo. Y aquí es donde
emerge la centralidad de la Sangre de Cristo y su espiritualidad. Se trata
de fiarse sobre todo de la "sobreabundancia de amor" expresada en la
Sangre del Señor, que han puesto de relieve los Padres de la Iglesia y los
grandes santos y místicos de la historia cristiana, desde san Buenaventura
a santa Catalina de Siena, hasta un santo especialmente querido por voso-
tros: San Gaspare del Bufalo. Este sacerdote romano, fundador de los
Misioneros de la Preciosísima Sangre, se esforzó por mantener vivo el
fervor de la fe en el pueblo cristiano recorriendo las regiones del centro de
Italia. Con el ejemplo de su amor a Dios, de su humildad, de su caridad,
supo llevar a todos los lugares la reconciliación y la paz, saliendo al en-
cuentro de las necesidades materiales y espirituales de las personas más
vulnerables, que vivían en los márgenes de la sociedad.

SENTIRSE NECESITADOS Y CONFIAR EN JESÚS


20180701 Ángelus
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 5, 21-43) presenta dos pro-
digios hechos por Jesús, describiéndolos casi como una especie de marcha
triunfal hacia la vida.
Primero el Evangelista narra acerca de un cierto Jairo, uno de los jefes
de la Sinagoga, que va donde Jesús y le suplica ir a su casa porque la hija
de doce años se está muriendo. Jesús acepta y va con él; pero, de camino,
llega la noticia de que la chica ha muerto. Podemos imaginar la reacción
de aquel padre. Pero Jesús le dice: «No temas. Solamente ten fe» (v. 36).
Llegados a casa de Jairo, Jesús hace salir a la gente que lloraba —había
180
también mujeres dolientes que gritaban fuerte— y entra en la habitación
solo con los padres y los tres discípulos y dirigiéndose a la difunta dice:
«Muchacha, a ti te digo, levántate» (v. 41). E inmediatamente la chica se
levanta, como despertándose de un sueño profundo (cf. v. 42).
Dentro del relato de este milagro, Marcos incluye otro: la curación de
una mujer que sufría de hemorragias y se cura en cuanto toca el manto de
Jesús (cf. v. 27). Aquí impresiona el hecho de que la fe de esta mujer atrae
—a mí me entran ganas de decir «roba»— el poder divino de salvación
que hay en Cristo, el que, sintiendo que una fuerza «había salido de Él»,
intenta entender qué ha pasado. Y cuando la mujer, con mucha vergüenza,
se acercó y confesó todo, Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado» (v. 34). Se
trata de dos relatos entrelazados, con un único centro: la fe, y muestran a
Jesús como fuente de vida, como Aquél que vuelve a dar la vida a quien
confía plenamente en Él. Los dos protagonistas, es decir, el padre de la
muchacha y la mujer enferma, no son discípulos de Jesús y sin embargo
son escuchados por su fe. Tienen fe en aquel hombre. De esto compren-
demos que en el camino del Señor están admitidos todos: ninguno debe
sentirse un intruso o uno que no tiene derecho. Para tener acceso a su
corazón, al corazón de Jesús hay un solo requisito: sentirse necesitado de
curación y confiarse a Él. Yo os pregunto: ¿Cada uno de vosotros se siente
necesitado de curación? ¿De cualquier cosa, de cualquier pecado, de cual-
quier problema? Y, si siente esto, ¿tiene fe en Jesús? Son dos los requisi-
tos para ser sanados, para tener acceso a su corazón: sentirse necesitados
de curación y confiarse a Él. Jesús va a descubrir a estas personas entre la
muchedumbre y les saca del anonimato, los libera del miedo de vivir y de
atreverse. Lo hace con una mirada y con una palabra que los pone de nue-
vo en camino después de tantos sufrimientos y humillaciones. También
nosotros estamos llamados a aprender y a imitar estas palabras que liberan
y a estas miradas que restituyen, a quien está privado, las ganas de vivir.
En esta página del Evangelio se entrelazan los temas de la fe y de la
vida nueva que Jesús ha venido a ofrecer a todos. Entrando en la casa
donde la muchacha yace muerta, Él echa a aquellos que se agitan y se
lamentan (cf. v. 40) y dice: «La niña no ha muerto; está dormida» (v. 39).
Jesús es el Señor y delante de Él la muerte física es como un sueño: no
hay motivo para desesperarse. Otra es la muerte de la que tener miedo: la
del corazón endurecido por el mal. ¡De esa sí que tenemos que tener mie-
do! Cuando sentimos que tenemos el corazón endurecido, el corazón que
se endurece y, me permito la palabra, el corazón momificado, tenemos que
sentir miedo de esto. Esta es la muerte del corazón. Pero incluso el peca-
do, incluso el corazón momificado, para Jesús nunca es la última palabra,
porque Él nos ha traído la infinita misericordia del Padre. E incluso si
hemos caído, su voz tierna y fuerte nos alcanza: «Yo te digo: ¡Levánta-
te!». Es hermoso sentir aquella palabra de Jesús dirigida a cada uno de
nosotros: «yo te digo: Levántate. Ve. ¡Levántate, valor, levántate!». Y
Jesús vuelve a dar la vida a la muchacha y vuelve a dar la vida a la mujer
sanada: vida y fe a las dos.
181
CONVERTIRNOS PARA ALCANZAR LA PAZ
20180707 Discurso al término del encuentro por la paz en Bari
Estoy muy agradecido por este encuentro que hemos tenido la gracia
de vivir. Nos hemos ayudado a redescubrir nuestra presencia como cristia-
nos en Oriente Medio, como hermanos. Y será tanto más profética cuanto
más manifieste a Jesús, el Príncipe de la paz (cf. Is 9,5). Él no empuña la
espada, sino que les pide a los suyos que la metan de nuevo en la vaina
(cf. Jn 18,11). También nuestro modo de ser iglesia se ve tentado por la
lógica del mundo, lógica de poder y de ganancia, lógica apresurada y de
conveniencia. Y está nuestro pecado, la incoherencia entre la fe y la vida,
que oscurece el testimonio. Sentimos una vez más que debemos convertir-
nos al Evangelio, garantía de auténtica libertad, y hacerlo con urgencia
ahora, en la noche del Oriente Medio en agonía. Como en la noche angus-
tiosa de Getsemaní, no será la huida (cf. Mt 26,56) o la espada
(cf. Mt 26,52) lo que anticipe el radiante amanecer de la Pascua, sino el
don de sí a imitación del Señor.
La buena noticia de Jesús, crucificado y resucitado por amor, que nos
llegó desde las tierras de Oriente Medio, ha conquistado el corazón del
hombre a lo largo de los siglos porque no está ligada a los poderes del
mundo, sino a la fuerza inerme de la Cruz. El Evangelio nos obliga a una
conversión diaria a los planes de Dios, a que encontremos solo en él segu-
ridad y consuelo, para anunciarlo a todos y a pesar de todo. La fe de las
personas sencillas, tan profundamente arraigada en Oriente Medio, es la
fuente en la que debemos saciarnos y purificarnos, como sucede cuando
volvemos a los orígenes, yendo como peregrinos a Jerusalén, a Tierra
Santa o a los santuarios de Egipto, Jordania, Líbano, Siria, Turquía y de
otros lugares sagrados de esa región.
Alentándonos mutuamente, hemos dialogado fraternalmente. Ha sido
un signo de que el encuentro y la unidad hay que buscarlos siempre, sin
temer las diferencias. Así también la paz: hay que cultivarla también en las
áridas tierras de las contraposiciones, porque hoy, a pesar de todo, no hay
alternativa posible a la paz. La paz no vendrá gracias a las treguas sosteni-
das por muros y pruebas de fuerza, sino por la voluntad real de escuchar y
dialogar. Nosotros nos comprometemos a caminar, orar y trabajar, e im-
ploramos que el arte del encuentro prevalezca sobre las estrategias de
confrontación, que la ostentación de los amenazantes signos de poder deje
paso al poder de los signos de esperanza: hombres de buena voluntad y de
diferentes credos que no tienen miedo de hablarse, de aceptar las razones
de los demás y de cuidarse unos a otros. Solo así, cuidando que a nadie le
falte pan y trabajo, dignidad y esperanza, los gritos de guerra se transfor-
marán en cantos de paz.
Para ello es esencial que quien tiene el poder se ponga decidida y sin
más dilaciones al servicio verdadero de la paz y no al de los propios in-
tereses. ¡Basta del beneficio de unos pocos a costa de la piel de muchos!
¡Basta de las ocupaciones de las tierras que desgarran a los pueblos! ¡Bas-
ta con el prevalecer de las verdades parciales a costa de las esperanzas de
182
la gente! ¡Basta de usar a Oriente Medio para obtener beneficios ajenos a
Oriente Medio! (…)
La esperanza tiene el rostro de los niños. En Oriente Medio, durante
años, un número aterrador de niños llora a causa de muertes violentas en
sus familias y ve amenazada su tierra natal, a menudo con la única posibi-
lidad de tener que huir. Esta es la muerte de la esperanza. Son demasiados
los niños que han pasado la mayor parte de sus vidas viendo con sus ojos
escombros en lugar de escuelas, oyendo el sordo estruendo de las bombas
en lugar del bullicio festivo de los juegos. Que la humanidad – os ruego –
escuche el grito de los niños, cuya boca proclama la gloria de Dios
(cf. Sal 8,3). Solo secando sus lágrimas el mundo encontrará la dignidad.

ABRIRSE A LA REALIDAD DIVINA QUE VIENE A NOSOTROS


20180708 Ángelus
La página evangélica del día (cf. Marcos 6, 1-6) presenta a Jesús cuan-
do vuelve a Nazaret y un sábado comienza a enseñar en la sinagoga. Des-
de que había salido de Nazaret y comenzó a predicar por las aldeas y los
pueblos vecinos, no había vuelto a poner un pie en su patria.
Ha vuelto. Por lo tanto, irá todo el vecindario a escuchar a aquel hijo
del pueblo cuya fama de sabio maestro y de poder sanador se difundía por
toda la Galilea y más allá. Pero lo que podría considerarse como un éxito,
se transformó en un clamoroso rechazo, hasta el punto que Jesús no pudo
hacer ningún prodigio, tan solo algunas curaciones (cf. v. 5).
La dinámica de aquel día está reconstruida al detalle por el evangelista
Marcos: la gente de Nazaret primero escucha y se queda asombrada; luego
se pregunta perpleja: «¿de dónde vienen estas cosas?», ¿esta sabiduría?, y
finalmente se escandaliza, reconociendo en Él al carpintero, el hijo de
María, a quien vieron crecer (vv. 2-3).
Por eso, Jesús concluye con la expresión que se ha convertido en pro-
verbial: «un profeta solo en su patria, entre sus parientes y en su casa
carece de prestigio» (v. 4). Nos preguntamos: ¿Por qué los compatriotas
de Jesús pasan de la maravilla a la incredulidad? Hacen una comparación
entre el origen humilde de Jesús y sus capacidades actuales: es carpintero,
no ha estudiado, sin embargo, predica mejor que los escribas y hace mila-
gros.
Y en vez de abrirse a la realidad, se escandalizan: ¡Dios es demasiado
grande para rebajarse a hablar a través de un hombre tan simple! Es el
escándalo de la encarnación: el evento desconcertante de un Dios hecho
carne, que piensa con una mente de hombre, trabaja y actúa con manos de
hombre, ama con un corazón de hombre, un Dios que lucha, come y
duerme como cada uno de nosotros.
El Hijo de Dios da la vuelta a cada esquema humano: no son los discí-
pulos quienes lavaron los pies al Señor, sino que es el Señor quien lavó los
pies a los discípulos (cf. Juan 13, 1-20). Este es un motivo de escándalo y
de incredulidad no solo en aquella época, sino en cada época, también
hoy. El cambio hecho por Jesús compromete a sus discípulos de ayer y de
183
hoy a una verificación personal y comunitaria. También en nuestros días,
de hecho, puede pasar que se alimenten prejuicios que nos impiden captar
la realidad. Pero el Señor nos invita a asumir una actitud de escucha hu-
milde y de espera dócil, porque la gracia de Dios a menudo se nos presen-
ta de maneras sorprendentes, que no se corresponden con nuestras expec-
tativas. Pensemos juntos en la Madre Teresa de Calcuta, por ejemplo. Una
hermana pequeña —nadie daba diez liras por ella— que iba por las calles
recogiendo moribundos para que tuvieran una muerte digna. Esta pequeña
hermana, con la oración y con su obra hizo maravillas. La pequeñez de
una mujer revolucionó la obra de la caridad en la Iglesia. Es un ejemplo de
nuestros días. Dios no se ajusta a los prejuicios. Debemos esforzarnos en
abrir el corazón y la mente, para acoger la realidad divina que viene a
nuestro encuentro. Se trata de tener fe: la falta de fe es un obstáculo para
la gracia de Dios.
Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera: se repiten los
gestos y signos de fe, pero no corresponden a una verdadera adhesión a la
persona de Jesús y a su Evangelio. Cada cristiano —todos nosotros, cada
uno de nosotros— está llamado a profundizar en esta pertenencia funda-
mental, tratando de testimoniarla con una conducta coherente de vida,
cuyo hilo conductor será la caridad. Pidamos al Señor, que por intercesión
de la Virgen María, deshaga la dureza de los corazones y la estrechez de
las mentes, para que estemos abiertos a su gracia, a su verdad y a su mi-
sión de bondad y misericordia, dirigida a todos, sin exclusión.

EL CENTRO Y EL ROSTRO DE LA MISIÓN: JESÚS


20180715 Ángelus
El Evangelio de hoy (cf. Marcos 6, 7-13) narra el momento en el que
Jesús envía a los Doce en misión. Después de haberles llamado por su
nombre uno por uno, «para que estuvieran con él» (Marcos 3, 14) escu-
chando sus palabras y observando sus gestos de sanación, entonces les
convoca de nuevo para «enviarlos de dos en dos» (6, 7) a los pueblos a los
que Él iba a ir. Son una especie de «prácticas» de lo que serán llamados a
hacer después de la Resurrección del Señor con el poder del Espíritu San-
to. El pasaje evangélico se detiene en el estilo del misionero, que podemos
resumir en dos puntos: la misión tiene un centro; la misión tiene un rostro.
El discípulo misionero tiene antes que nada su centro de referencia,
que es la persona de Jesús. La narración lo indica usando una serie de
verbos que tienen a Él por sujeto —«llama», «comenzó a mandarlos»,
«dándoles poder», «ordenó», «les dijo» (vv. 7.8.10)—, así que el ir y el
obrar de los Doce aparece como el irradiarse desde un centro, el repropo-
nerse de la presencia y de la obra de Jesús en su acción misionera. Esto
manifiesta cómo los apóstoles no tienen nada propio que anunciar, ni
propias capacidades que demostrar, sino que hablan y actúan como «en-
viados», como mensajeros de Jesús.
Este episodio evangélico se refiere también a nosotros, y no solo a los
sacerdotes, sino a todos los bautizados, llamados a testimoniar, en los
184
distintos ambientes de vida, el Evangelio de Cristo. Y también para noso-
tros esta misión es auténtica solo a partir de su centro inmutable que es
Jesús. No es una iniciativa de los fieles ni de los grupos y tampoco de las
grades asociaciones, sino que es la misión de la Iglesia inseparablemente
unida a su Señor. Ningún cristiano anuncia el Evangelio «por sí», sino
solo enviado por la Iglesia que ha recibido el mandado de Cristo mismo.
Es precisamente el bautismo lo que nos hace misioneros. Un bautizado
que no siente la necesidad de anunciar el Evangelio, de anunciar a Jesús,
no es un buen cristiano.
La segunda característica del estilo del misionero es, por así decir, un
rostro, que consiste en la pobreza de medios. Su equipamiento responde a
un criterio de sobriedad. Los Doce, de hecho, tienen la orden de «que nada
tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla
en la faja» (v. 8). El Maestro les quiere libres y ligeros, sin apoyos y sin
favores, seguros solo del amor de Él que les envía, fuerte solo por su pala-
bra que van a anunciar. El bastón y las sandalias son la dotación de los
peregrinos, porque tales son los mensajeros del reino de Dios, no gerentes
omnipotentes, no funcionarios inamovibles, no divas de gira.
Pensemos, por ejemplo, en esta diócesis de la cual yo soy Obispo. Pen-
semos en algunos santos de esta diócesis de Roma: san Felipe Neri, san
Benito José Labre, san Alejo, santa Ludovica Albertoni, santa Francisca
Romana, san Gaspar del Búfalo y muchos otros. No eran funcionarios o
empresarios, sino humildes trabajadores del reino. Tenían este rostro. Y a
este «rostro» pertenece también la forma en la que es acogido el mensaje:
puede, de hecho, suceder no ser escuchados o acogidos (cf. v. 11). Tam-
bién esto es pobreza: la experiencia del fracaso. La situación de Jesús, que
fue rechazo y crucificado, prefigura el destino de su mensajero. Y solo si
estamos unidos a Él, muerto y resucitado, conseguimos encontrar la valen-
tía de la evangelización.

TRANSFORMAR LA FAMILIA CON LA FUERZA DEL AMOR


20180715 Videomensaje Asamblea de Jóvenes en las Antillas
Saludo con afecto a ustedes los jóvenes que quieren transformar la fa-
milia del Caribe. Lindo trabajito. Se ve que tienen garra y quieren luchar.
Sigan adelante.
Es un tema desafiante, ustedes son jóvenes, pero me pregunto: ¿Son
jóvenes o jóvenes envejecidos? Porque si son jóvenes envejecidos no van
a poder hacer nada. Tienen que ser jóvenes "jóvenes". Con toda la fuerza
de la juventud para transformar. Y lo primero que tienen que hacer es ver
si se "instalaron". No, si están instalados la cosa no va. Tienen que desins-
talarse los que están instalados, y empezar a luchar. Ustedes quieren trans-
formar, quieren llevar adelante y han hecho suyas las directivas de la Ex-
hortación post-Sinodal sobre la familia para llevar adelante la familia, para
transformar la familia del Caribe. Llevarla adelante hoy para mañana, o
sea, en el presente para el futuro. Y hoy, ustedes, para entender el presente
tienen que saber describirla, saberla comprender para enfrentar el mañana.
185
Y en el camino de hoy a mañana necesitan de la doctrina sobre la familia y
la tienen en el capítulo cuarto de la Exhortación: ahí está el núcleo. Estú-
dienlo. Véanlo y van a tener las pautas de progresión. Pero hoy y mañana.
Nos queda el ayer. No se puede mirar al mañana sin mirar al ayer. No se
puede mirar el futuro sin reflexionar sobre el pasado. Ustedes se preparan
para transformar algo que les fue dado por sus mayores. Ustedes reciben
historia de ayer, reciben tradiciones de ayer. Ustedes tienen raíces y sobre
esto quiero detenerme un minutito: no se puede hacer nada en el presente
ni en el futuro si no estás arraigado en el pasado, en tu historia, en tu cul-
tura, en tu familia; si no tenés las raíces bien metidas adentro. De la raíz te
va a venir la fuerza para seguir adelante. Todos nosotros y ustedes no
fuimos fabricados en un laboratorio, tenemos esa historia, esas raíces. Y lo
que hagamos, los frutos que demos, la belleza que podamos hacer en ade-
lante, vienen de esas raíces.
Un poeta termina su gran poema con este verso: «Todo lo que el árbol
tiene de florido, le viene de lo que tiene soterrado». Miren hacia atrás
también para tener raíces, miren a sus abuelos, miren a sus viejos y hablen
con ellos, y tomen eso y lo llevan adelante. Transformado, pero ahí van a
tener las raíces, la fuerza para transformar la familia. Es una tensión trans-
formante. No se puede transformar sin tensión.
Les dije que el núcleo de Amoris laetitia era el capítulo cuarto. Cómo
vivir el amor. Cómo vivir el amor de la familia. Hablen entre ustedes
sobre el capítulo cuarto. Ahí van a tener mucha fuerza para seguir adelante
y hacer la transformación. Y no se olviden una cosa: que el amor tiene
fuerza propia. El amor tiene fuerza propia. Y el amor no termina nunca.
San Pablo dice: «La fe y la esperanza acabarán cuando ya estemos con el
Señor, en cambio el amor seguirá con el Señor» (cf. 1 Co 13,13). Ustedes
están transformando algo que es para toda la eternidad.

VERBOS DEL PASTOR: VER, TENER COMPASIÓN, ENSEÑAR


20180722 Ángelus
El Evangelio de hoy (cf. Marcos 6, 30-34) nos narra que los apóstoles,
tras su primera misión, regresaron donde estaba Jesús y le contaron «todo
lo que habían hecho y lo que habían enseñado» (v. 30). Después de la
experiencia de la misión, ciertamente entusiasta pero también agotadora,
tenían necesidad de descanso. Jesús, lleno de comprensión, se preocupa de
asegurarles un poco de alivio y dice: «Venid también vosotros aparte, a un
lugar solitario, para descansar un poco» (v. 31). Pero esta vez la intención
de Jesús no se puede realizar, porque la multitud, intuyendo el lugar solita-
rio hacia donde se dirigía con la barca junto con sus discípulos, corrió
hacia allí antes de su llegada. Eso mismo también puede suceder hoy. A
veces no logramos realizar nuestros proyectos porque surge un imprevisto
urgente que modifica nuestros programas y que exige disponibilidad hacia
las necesidades de los demás.
En estas circunstancias estamos llamados a imitar todo lo que hizo Je-
sús: «Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues
186
estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas
cosas» (v. 34). En esta breve frase, el evangelista nos ofrece un flash de
especial intensidad, fotografiando los ojos del divino Maestro y su actitud.
Observemos los tres verbos de este fotograma: ver, tener compasión, en-
señar. Los podemos llamar los verbos del Pastor. La mirada de Jesús no es
una mirada neutra, o peor, fría o alejada, porque Jesús mira siempre con
los ojos del corazón. Y su corazón es tan tierno y está tan lleno de compa-
sión, que sabe acoger las necesidades de las personas que permanecen
incluso más escondidas. Además, su compasión no indica simplemente
una reacción emotiva frente a una situación de malestar de la gente, sino
que va más allá: es la actitud y la predisposición de Dios hacia el hombre
y su historia. Jesús aparece como la preocupación y el cuidado de Dios por
su pueblo.
Dado que Jesús se conmovió al ver a toda aquella gente necesitada de
guía y de ayuda, podríamos esperar de Él que obrara algún milagro. Sin
embargo, se puso a enseñarles muchas cosas. He aquí el primer pan que el
Mesías ofrece a la multitud hambrienta y perdida: el pan de la Palabra.
Todos nosotros tenemos necesidad de palabras de verdad que nos guíen y
que iluminen nuestro camino. Sin la verdad, que es Cristo mismo, no es
posible encontrar la orientación correcta en la vida.
Cuando nos alejamos de Jesús y de su amor, nos perdemos y la exis-
tencia se transforma en desilusión e insatisfacción. Con Jesús al lado, se
puede proceder con seguridad, se pueden superar las pruebas, avanzar en
el amor hacia Dios y hacia el prójimo. Jesús se hizo don para los demás,
convirtiéndose así en modelo de amor y de servicio para cada uno de no-
sotros.

DISPONIBLES PARA COLABORAR CON JESÚS


20180729 Ángelus
El Evangelio de hoy (cf. Juan 6, 1-15) presenta el relato de la multi-
plicación de los panes y de los peces. Viendo la gran muchedumbre que lo
había seguido cerca del mar de Galilea, Jesús se dirige al apóstol Felipe y
pregunta: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?» (v. 5).
El poco dinero que Jesús y los apóstoles poseen, de hecho, no bastan para
quitar el hambre de aquella multitud. Y he ahí que Andrés, otro de los
Doce, conduce hasta Jesús a un chico que pone a disposición todo lo que
tiene: cinco panes y dos peces; pero ciertamente —dice Andrés— no son
nada para tantos (cf. v. 9). ¡Bueno este chico! Valiente. También él veía a
la multitud y veía sus cinco panes. Dice: «Yo tengo esto: si sirve, estoy a
disposición». Este chico nos hace pensar... esa valentía... los jóvenes son
así, tienen valor. Debemos ayudarlos a llevar adelante ese valor. Sin em-
bargo, Jesús ordena a los discípulos que hagan que la gente se siente,
luego toma esos panes y esos peces, le da gracias al Padre y los distribuye
(cf. v. 11), y todos pueden tener alimento hasta saciarse. Todos comieron
lo que quisieron.
187
Con esta página evangélica, la litúrgica nos lleva a no quitar la mirada
de aquel Jesús que el pasado domingo, en el Evangelio de Marcos, viendo
«una gran multitud tuvo compasión de ellos» (6, 34). También aquel chico
de los cinco panes entendió esta compasión y dijo: «¡Pobre gente! Yo
tengo esto...». La compasión le llevó a ofrecer lo que tenía. Hoy, de hecho,
Juan nos muestra nuevamente a Jesús atento a las necesidades primarias
de las personas. El episodio surge de un hecho concreto: las personas están
hambrientas y Jesús involucra a sus discípulos para que esta hambre se
sacie. Este es el hecho concreto. A la multitud, Jesús no se limitó a donar
esto —ofreció su Palabra, su consuelo, su salvación, su vida—, pero cier-
tamente hizo también esto: se encargó del alimento para el cuerpo. Y
nosotros, sus discípulos, no podemos hacer como si nada. Solamente es-
cuchando las más sencillas peticiones de la gente o poniéndose cerca de
sus situaciones existenciales concretas se podrá ser escuchado cuando se
habla de valores superiores. El amor de Dios por la humanidad hambrienta
de pan, de libertad, de justicia, de paz, y sobre todo de su gracia divina
nunca falla.
Jesús continúa también hoy quitando el hambre, haciéndose presencia
viva que da consuelo, y lo hace a través de nosotros. Por lo tanto, el Evan-
gelio nos invita a estar disponibles y laboriosos, como aquel chico que se
da cuenta de que tiene cinco panes y dice: «Yo doy esto, después tú ve-
rás...». Frente al grito de hambre —toda clase de «hambre»— de tantos
hermanos y hermanas en todas partes del mundo, no podemos quedarnos
como meros espectadores alejados y tranquilos.
El anuncio de Cristo, pan de vida eterna, requiere un generoso com-
promiso de solidaridad por los pobres, los débiles, los últimos, los inde-
fensos. Esta acción de proximidad y de caridad es la mejor muestra de la
calidad de nuestra fe, tanto a nivel personal como a nivel comunitario.
Después, al final del relato, Jesús, cuando todos fueron saciados, Jesús
dijo a los discípulos que recogieran los pedazos que habían sobrado, para
que no se perdiera nada. Y yo quisiera proponeros esta frase de Jesús:
«Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda» (v. 12). Pienso en
la gente que tiene hambre y en cuánta comida sobrante tiramos... que cada
uno piense: el alimento que sobra en la comida, la cena, ¿a dónde va? ¿En
mi casa qué se hace con la comida que sobra? ¿Se tira? No. Si tú tienes
esta costumbre, te doy un consejo: habla con tus abuelos que han vivido la
posguerra, y pregúntales qué hacían con la comida sobrante. Nunca se tira
la comida sobrante.

EL ÚNICO PAN CAPAZ DE SACIAR: EL AMOR DE CRISTO


20180729 Mensaje Comunidad de Vida Cristiana Mundial
He recibido tu atenta carta, en la que me informas de la celebración de
vuestra Asamblea Mundial 2018, cuando se cumplen los 50 años de vues-
tro caminar como Comunidad de Vida Cristiana. Con este motivo, quieren
orar y reflexionar juntos para que el Señor les conceda una mayor profun-
188
didad en la vivencia de vuestro carisma, y así, ahondando en el carisma
recibido, sigan siendo un regalo para la Iglesia y para el mundo.
Pero este reconocer el don y la gracia que el Señor les ha concedido en
estos años los ha de llevar, en primer lugar, a una humilde acción de gra-
cias, porque Jesús se ha fijado en ustedes más allá de sus cualidades y
virtudes. Pero al mismo tiempo, esto supone una llamada a la responsabi-
lidad, a salir de ustedes mismos e ir al encuentro de los demás, para ali-
mentarlos con el único pan capaz de saciar el corazón humano: el amor de
Cristo. Que la “ilusión gnóstica” no los desoriente.
En el centro de vuestra espiritualidad ignaciana está el querer ser con-
templativos en la acción. Contemplación y acción, las dos dimensiones
juntas: porque sólo podemos entrar en el corazón de Dios a través de las
llagas de Cristo, y sabemos que Cristo está llagado en los hambrientos, los
ignorantes, los descartados, los ancianos, los enfermos, los encarcelados,
en toda carne humana vulnerable.
Conducirse con un estilo de vida cristiano, de intensa vida espiritual y
de trabajo por el Reino, significa dejarse plasmar por el amor de Jesús,
tener sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5), preguntarse continuamente:
¿Qué he hecho por Cristo?, ¿qué hago por Cristo?, ¿qué debo hacer por
Cristo? (cf. EE 53).

EL GRAN DON DEL PADRE ES JESÚS MISMO, PAN DE VIDA


20180805 Ángelus
En estos últimos domingos, la liturgia nos ha mostrado la imagen car-
gada de ternura de Jesús que va al encuentro de la multitud y de sus nece-
sidades. En el pasaje evangélico de hoy (cf. Juan 6, 24-35) la perspectiva
cambia: es la multitud, hambrienta de Jesús, quien se pone nuevamente a
buscarle, va al encuentro de Jesús. Pero a Jesús no le basta que la gente lo
busque, quiere que la gente lo conozca; quiere que la búsqueda de Él y el
encuentro con Él vayan más allá de la satisfacción inmediata de las nece-
sidades materiales.
Jesús ha venido a traernos algo más, a abrir nuestra existencia a un ho-
rizonte más amplio respecto a las preocupaciones cotidianas del nutrirse,
del vestirse, de la carrera, etc. Por eso, dirigido a la multitud, exclama:
«Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis
comido de los panes y os habéis saciado» (v. 26).
Así estimula a la gente a dar un paso adelante, a preguntarse sobre el
significado del milagro, y no solo a aprovecharse. De hecho, ¡la multipli-
cación de los panes y de los peces es un signo del gran don que el Padre ha
hecho a la humanidad y que es Jesús mismo!
Él, verdadero «pan de la vida» (v. 35), quiere saciar no solamente los
cuerpos sino también las almas, dando el alimento espiritual que puede
satisfacer el hambre profunda. Por esto invita a la multitud a procurarse no
la comida que no dura, sino esa que permanece para la vida eterna (cf. v.
27). Se trata de un alimento que Jesús nos dona cada día: su Palabra, su
Cuerpo, su Sangre.
189
La multitud escucha la invitación del Señor, pero no comprende el sen-
tido —como nos sucede muchas veces también a nosotros— y le pregun-
tan: «¿qué hemos de hacer para llevar a cabo las obras de Dios?» (v. 28).
Los que escuchan a Jesús piensan que Él les pide cumplir los preceptos
para obtener otros milagros como ese de la multiplicación de los panes. Es
una tentación común, esta, de reducir la religión solo a la práctica de las
leyes, proyectando sobre nuestra relación con Dios la imagen de la rela-
ción entre los siervos y su amo: los siervos deben cumplir las tareas que el
amo les ha asignado, para tener su benevolencia. Esto lo sabemos todos.
Por eso la multitud quiere saber de Jesús qué acciones debe hacer para
contentar a Dios. Pero Jesús da una respuesta inesperada: «La obra de
Dios es que creáis en quien él ha enviado» (v. 29). Estas palabras están
dirigidas, hoy, también a nosotros: la obra de Dios no consiste tanto en el
«hacer» cosas, sino en el «creer» en Aquel que Él ha mandado. Esto signi-
fica que la fe en Jesús nos permite cumplir las obras de Dios. Si nos deja-
mos implicar en esta relación de amor y de confianza con Jesús, seremos
capaces de realizar buenas obras que perfumen a Evangelio, por el bien y
las necesidades de los hermanos.
El Señor nos invita a no olvidar que, si es necesario preocuparse por el
pan, todavía más importante es cultivar la relación con Él, reforzar nuestra
fe en Él que es el «pan de la vida», venido para saciar nuestra hambre de
verdad, nuestra hambre de justicia, nuestra hambre de amor.
Que la Virgen María, en el día en el que recordamos la dedicación de
la Basílica de Santa María Mayor en Roma, la Salus populi romani, nos
sostenga en nuestro camino de fe y nos ayude a abandonarnos con alegría
al designio de Dios sobre nuestra vida.

NO ES SUFICIENTE NO HACER EL MAL


20180812 Ángelus
En la segunda lectura de hoy, San Pablo nos invita con urgencia: "No
traten de entristecer al Espíritu Santo de Dios, con quien fueron señalados
para el día de la redención" (Efesios 4,30).
Pero me pregunto a mí mismo: ¿cómo se entristece al Espíritu San-
to? Todos lo hemos recibido en el Bautismo y la Confirmación, por lo
tanto, para no entristecer al Espíritu Santo, es necesario vivir de manera
coherente las promesas del Bautismo, renovadas en la Confirmación. De
manera coherente, no con hipocresía: no lo olvideis. El cristiano no puede
ser hipócrita: debe vivir de manera coherente. Las promesas del bautismo
tienen dos aspectos: la renuncia al mal y la adhesión al bien.
Renunciar al mal significa decir "no" a las tentaciones, al pecado, a
Satanás. Más concretamente, significa decir "no" a una cultura de la muer-
te, que se manifiesta en la huida de lo real hacia una felicidad falsa que se
expresa en mentiras, en fraude, en injusticia, en desprecio del otro. Para
todo esto, "no". La nueva vida que se nos ha dado en el Bautismo, y que
tiene al Espíritu como su fuente, rechaza un comportamiento dominado
por sentimientos de división y discordia. Esta es la razón por la cual el
190
apóstol Pablo exhorta a eliminar de su corazón "toda dureza, indignación,
enojo, gritos y calumnias con toda clase de malicia" (v. 31). Esto es lo que
Pablo dice. Estos seis elementos o vicios, que perturban el gozo del Espíri-
tu Santo, envenenan el corazón y conducen a imprecaciones contra Dios y
el prójimo.
Pero no es suficiente no hacer el mal para ser un buen cristiano; es ne-
cesario hacer el bien. Aquí, entonces, continúa San Pablo: "En cambio,
sean amables unos con otros, misericordiosos, perdonándose los unos a los
otros como Dios los ha perdonado en Cristo" (v. 32). Muchas veces suce-
de escuchar a algunos que dicen: "No hago daño a nadie". Y se cree que es
un santo. De acuerdo, pero ¿eres bueno? Cuántas personas no hacen el
mal, pero no hacen el bien, y su vida fluye hacia la indiferencia, la apatía,
la tibieza. Esta actitud es contraria al Evangelio, y también es contraria al
carácter de ustedes, jóvenes, que por naturaleza son dinámicos, apasiona-
dos y valientes. Recuerda esto: si lo recuerdas, podemos repetirlo juntos:
"Es bueno no hacer el mal, pero es malo no hacer el bien". Esto fue lo que
dijo San Alberto Hurtado.
¡Hoy los exhorto a ser protagonistas en el bien! Protagonistas en
el bien. No te sientas bien cuando no haces el mal; todos son culpables del
bien que podía hacer y no lo hizo. No es suficiente no odiar, es necesario
perdonar; no es suficiente no guardar rencor, debemos orar por los enemi-
gos; no es suficiente no ser causa de división, debemos traer paz donde no
existe; no es suficiente no hablar mal de los demás, debemos detener a los
que hablan mal de otros. Si no nos oponemos al mal, lo alimentamos táci-
tamente. Es necesario intervenir donde el mal se propaga; porque el mal se
extiende donde no hay cristianos atrevidos que se oponen con el bien,
"caminando en amor" (véase 5, 2), según la advertencia de San Pablo.
Queridos jóvenes, ¡han caminado mucho estos días! Por lo tanto, están
entrenados y puedo decirles: ¡Caminen en el amor! ¡Caminen en la cari-
dad! Y caminemos juntos hacia el próximo Sínodo de Obispos. Que la
Virgen María nos apoye con su intercesión materna, para que cada uno de
nosotros, todos los días, con hechos, podamos decir "no" al mal y "sí" al
bien.

LLAMADOS A GLORIFICAR A DIOS CON ALMA Y CUERPO


20180815 Ángelus Asunción de María
En la solemnidad de hoy de la Asunción de la Beata Virgen María, el
pueblo santo y fiel de Dios expresa con alegría su veneración por la Vir-
gen Madre. Lo hace en la liturgia común y también con mil formas dife-
rentes de piedad; y así la profecía de María misma se hace realidad: «des-
de ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lucas 1,
48). Porque el Señor ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.
La asunción al cielo, en alma y en cuerpo es un privilegio divino dado
a la Santa Madre de Dios por su particular unión con Jesús. Se trata de una
unión corporal y espiritual, iniciada desde la Anunciación y madurada en
toda la vida de María a través de su participación singular en el misterio
191
del Hijo. María siempre iba con el Hijo: iba detrás de Jesús y por eso no-
sotros decimos que fue la primera discípula.
La existencia de la Virgen se desarrolló como la de una mujer común
de su tiempo: rezaba, gestionaba la familia y la casa, frecuentaba la sina-
goga… Pero cada acción diaria la hacía siempre en unión total con Jesús.
Y sobre el Calvario esta unión alcanzó la cumbre en el amor, en la compa-
sión y en el sufrimiento del corazón. Por eso Dios le donó una participa-
ción plena en la resurrección de Jesús. El cuerpo de la Santa Madre fue
preservado de la corrupción, como el del hijo.
La Iglesia hoy nos invita a contemplar este misterio: este nos muestra
que Dios quiere salvar al hombre por completo, alma y cuerpo. Jesús resu-
citó con el cuerpo que había asumido de María; y subió al Padre con su
humanidad transfigurada. Con el cuerpo, un cuerpo como el nuestro, pero
transfigurado.
La asunción de María, criatura humana, nos da la confirmación de
nuestro destino glorioso. Los filósofos griegos ya habían entendido que el
alma del hombre está destinada a la felicidad después de la muerte. Sin
embargo, despreciaban el cuerpo —considerado prisión del alma— y no
concebían que Dios hubiera dispuesto que también el cuerpo del hombre
estuviera unido al alma en la beatitud celestial. Nuestro cuerpo, transfigu-
rado, estará allí. Esto —la «resurrección de la carne»— es un elemento
propio de la revelación cristiana, una piedra angular de nuestra fe.
La realidad estupenda de la Asunción de María manifiesta y confirma
la unidad de la persona humana y nos recuerda que estamos llamados a
servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, alma y cuerpo. Servir a
Dios solamente con el cuerpo sería una acción de esclavos; servirlo solo
con el alma estaría en contraste con nuestra naturaleza humana. Un gran
padre de la Iglesia, hacia el año 220, san Ireneo, afirma que «la gloria de
Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de
Dios» (Contra las herejías, iv, 20, 7). Si hubiéramos vivido así, en el
alegre servicio a Dios, que se expresa también en un generoso servicio a
los hermanos, nuestro destino, en el día de la resurrección, será similar al
de nuestra Madre celestial. Entonces se nos dará la oportunidad de realizar
plenamente la exhortación del apóstol Pablo: «Glorificad, por tanto, a
Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6, 20) y lo glorificaremos para siem-
pre en el cielo.

EN LA EUCARISTÍA RECIBIMOS LA VIDA MISMA DE DIOS


20180819 Ángelus
El pasaje evangélico de este domingo (cf. Juan 6, 51-58) nos introduce
en la segunda parte del discurso que hizo Jesús en la sinagoga de Cafar-
naún, después de haber dado de comer a una gran multitud con cinco pa-
nes y dos peces: la multiplicación de los panes. Él se presenta como «el
pan vivo, bajado del cielo», el pan que da la vida eterna, y añade: «el pan
que yo les voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (v. 51). Este pasa-
je es decisivo, y de hecho provoca la reacción de los que están escuchan-
192
do, que se ponen a discutir entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer
su carne?» (v. 52). Cuando el signo del pan compartido lleva a su verdade-
ro significado, es decir, el don de sí hasta el sacrificio, emerge la incom-
prensión, emerge incluso el rechazo de Aquel que poco antes se quería
llevar al triunfo. Recordemos que Jesús ha tenido que esconderse porque
querían hacerlo rey.
Jesús prosigue: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no be-
béis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (v. 53). Aquí junto a la carne
aparece también la sangre. Carne y sangre en el lenguaje bíblico expresan
la humanidad concreta. La gente y los mismos discípulos instituyen que
Jesús les invita a entrar en comunión con Él, a «comer» a Él, su humani-
dad para compartir con Él el don de la vida para el mundo. ¡Mucho más
que triunfos y espejismos exitosos! Es precisamente el sacrificio de Jesús
lo que se dona a sí mismo por nosotros.
Este pan de vida, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, vie-
ne a nosotros donado gratuitamente en la mesa de la eucaristía. En torno al
altar encontramos lo que nos alimenta y nos sacia la sed espiritualmente
hoy y para la eternidad. Cada vez que participamos en la santa misa, en un
cierto sentido, anticipamos el cielo en la tierra, porque del alimento euca-
rístico, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aprendemos qué es la vida eterna.
Esta es vivir por el Señor: «el que me coma vivirá por mí» (v. 57), dice el
Señor. La eucaristía nos moldea para que no vivamos solo por nosotros
mismos, sino por el Señor y por los hermanos. La felicidad y la eternidad
de la vida dependen de nuestra capacidad de hacer fecundo el amor evan-
gélico que recibimos en la eucaristía.
Jesús, como en aquel tiempo, también hoy nos repite a cada uno: «Si
no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis
vida en vosotros» (v. 53). Hermanos y hermanas, no se trata de una comi-
da material, sino de un pan vivo y vivificante, que comunica la vida mis-
ma de Dios. Cuando hacemos la comunión recibimos la vida misma de
Dios. Para tener esta vida es necesario nutrirse del Evangelio y del amor
de los hermanos. Frente a la invitación de Jesús a nutrirnos con su Cuerpo
y su Sangre, podremos sentir la necesidad de discutir y de resistir, como
hicieron los que escuchaban de los que habla el Evangelio de hoy. Esto
sucede cuando nos cuesta mucho modelar nuestra existencia sobre la de
Jesús, y actuar según sus criterios y no según los criterios del mundo.
Nutriéndonos con este alimento podemos entrar en plena sintonía con
Cristo, con sus sentimientos, con sus comportamientos. Esto es muy im-
portante: ir a misa y comulgar, porque recibir la comunión es recibir este
Cristo vivo, que nos transforma dentro y nos prepara para el cielo.

LA PENITENCIA NOS AYUDARÁ A SER MÁS SENSIBLES


20180820 Carta al Pueblo de Dios
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas pala-
bras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez
más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexua-
193
les, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos
y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de dolor e
impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familia-
res y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes. Mirando hacia
el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar
reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo
que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones
no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas
y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro
dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garan-
tizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnera-
bilidad.
1. Si un miembro sufre
En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vi-
vido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder
y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta
años. Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al
pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de
muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y
nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir es-
fuerzos para erradicar esta cultura de muerte; las heridas “nunca prescri-
ben”. El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega
al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado.
Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silen-
ciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron
la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó
demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de
María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque
el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a
los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos que nues-
tro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que recitamos con nuestra
voz.
Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumi-
mos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a
tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba
causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los peque-
ños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en
el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de
dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Igle-
sia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entre-
gados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! [...] La traición de
los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es cier-
tamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos
queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor,
sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).
194
2. Todos sufren con él
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este he-
cho de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en
todo camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí
mismo no basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asu-
mir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu.
Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta,
hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y
desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y
futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y especialmente
las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano tendida que
las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228).
Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello que ponga en
peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que reclama luchar
contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, «porque se
trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pare-
ciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de
autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz
(2 Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san
Pablo a sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento
de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el
guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas
partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que
den seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de
vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de
los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o
encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y
sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una
mayor cultura del cuidado en el presente y en el futuro.
Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los
bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que
tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y
comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira.
Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos parti-
do de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre
todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificar-
se» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde el
Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el cora-
zón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito a
todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el
ayuno siguiendo el mandato del Señor,76 que despierte nuestra conciencia,
nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca
más” a todo tipo y forma de abuso.

76
«Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).
195
Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la par-
ticipación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada
vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas
élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones
teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin ros-
tro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida 77. Esto se manifiesta con claridad en
una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia —tan común en
muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso se-
xual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo, esa actitud que
«no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tenden-
cia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo
puso en el corazón de nuestra gente»78. El clericalismo, favorecido sea por
los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuer-
po eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy
denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier
forma de clericalismo.
Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación,
ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un
pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos
atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales
que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una di-
námica popular, en la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos para responder a este
mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos
involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia de
sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que
reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura
penitencial capaz de dejarse renovar desde dentro. Todo lo que se realice
para erradicar la cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una parti-
cipación activa de todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las
dinámicas necesarias para una sana y realista transformación. La dimen-
sión penitencial de ayuno y oración nos ayudará como Pueblo de Dios a
ponernos delante del Señor y de nuestros hermanos heridos, como pecado-
res que imploran el perdón y la gracia de la vergüenza y la conversión, y
así elaborar acciones que generen dinamismos en sintonía con el Evange-
lio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la
frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras
formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renova-
do significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar
con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagra-
das, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y
cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y

77
Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).
78
Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América
Latina (19 marzo 2016).
196
ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los
delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y com-
prometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.
Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nues-
tros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de
dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que
el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en
niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia
e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judicia-
les que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a compro-
meternos desde la verdad y la caridad con todos los hombres de buena
voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de
abuso sexual, de poder y de conciencia.
De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido
llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por
medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía per-
sonal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el
don de la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María
supo estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera,
sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta
su modo de estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que
nos produce estas llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en
la oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando
crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula, nos
enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el sufrimien-
to del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es aprender
a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción in-
terior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compun-
ción y nuestra decisión de luchar con valentía.

LA VIDA COMO MISIÓN, COMO VOCACIÓN AL DON DE SI


20180520 Mensaje Jornada mundial de las misiones 2018
Junto a los jóvenes, llevemos el Evangelio a todos
Queridos jóvenes, deseo reflexionar con vosotros sobre la misión que
Jesús nos ha confiado. Dirigiéndome a vosotros lo hago también a todos
los cristianos que viven en la Iglesia la aventura de su existencia como
hijos de Dios. Lo que me impulsa a hablar a todos, dialogando con voso-
tros, es la certeza de que la fe cristiana permanece siempre joven cuando
se abre a la misión que Cristo nos confía. «La misión refuerza la fe», es-
cribía san Juan Pablo II (Carta enc. Redemptoris missio, 2), un Papa que
tanto amaba a los jóvenes y que se dedicó mucho a ellos.
197
El Sínodo que celebraremos en Roma el próximo mes de octubre, mes
misionero, nos ofrece la oportunidad de comprender mejor, a la luz de la
fe, lo que el Señor Jesús os quiere decir a los jóvenes y, a través de voso-
tros, a las comunidades cristianas.
La vida es una misión
Cada hombre y mujer es una misión, y esta es la razón por la que se
encuentra viviendo en la tierra. Ser atraídos y ser enviados son los dos
movimientos que nuestro corazón, sobre todo cuando es joven en edad,
siente como fuerzas interiores del amor que prometen un futuro e impul-
san hacia adelante nuestra existencia. Nadie mejor que los jóvenes, perci-
be cómo la vida sorprende y atrae. Vivir con alegría la propia responsabi-
lidad ante el mundo es un gran desafío. Conozco bien las luces y sombras
del ser joven, y, si pienso en mi juventud y en mi familia, recuerdo lo
intensa que era la esperanza en un futuro mejor. El hecho de que estemos
en este mundo sin una previa decisión nuestra, nos hace intuir que hay una
iniciativa que nos precede y nos llama a la existencia. Cada uno de noso-
tros está llamado a reflexionar sobre esta realidad: «Yo soy una misión en
esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gau-
dium, 273).
Os anunciamos a Jesucristo
La Iglesia, anunciando lo que ha recibido gratuitamente
(cf. Mt 10,8; Hch 3,6), comparte con vosotros, jóvenes, el camino y la
verdad que conducen al sentido de la existencia en esta tierra. Jesucristo,
muerto y resucitado por nosotros, se ofrece a nuestra libertad y la mueve a
buscar, descubrir y anunciar este sentido pleno y verdadero. Queridos
jóvenes, no tengáis miedo de Cristo y de su Iglesia. En ellos se encuentra
el tesoro que llena de alegría la vida. Os lo digo por experiencia: gracias a
la fe he encontrado el fundamento de mis anhelos y la fuerza para realizar-
los. He visto mucho sufrimiento, mucha pobreza, desfigurar el rostro de
tantos hermanos y hermanas. Sin embargo, para quien está con Jesús, el
mal es un estímulo para amar cada vez más. Por amor al Evangelio, mu-
chos hombres y mujeres, y muchos jóvenes, se han entregado generosa-
mente a sí mismos, a veces hasta el martirio, al servicio de los hermanos.
De la cruz de Jesús aprendemos la lógica divina del ofrecimiento de noso-
tros mismos (cf. 1 Co 1,17-25), como anuncio del Evangelio para la vida
del mundo (cf. Jn 3,16). Estar inflamados por el amor de Cristo consume a
quien arde y hace crecer, ilumina y vivifica a quien se ama (cf. 2 Co 5,14).
Siguiendo el ejemplo de los santos, que nos descubren los amplios hori-
zontes de Dios, os invito a preguntaros en todo momento: «¿Qué haría
Cristo en mi lugar?».
Transmitir la fe hasta los confines de la tierra
También vosotros, jóvenes, por el Bautismo sois miembros vivos de la
Iglesia, y juntos tenemos la misión de llevar a todos el Evangelio. Voso-
tros estáis abriéndoos a la vida. Crecer en la gracia de la fe, que se nos
transmite en los sacramentos de la Iglesia, nos sumerge en una corriente
de multitud de generaciones de testigos, donde la sabiduría del que tiene
experiencia se convierte en testimonio y aliento para quien se abre al futu-
198
ro. Y la novedad de los jóvenes se convierte, a su vez, en apoyo y espe-
ranza para quien está cerca de la meta de su camino. En la convivencia
entre los hombres de distintas edades, la misión de la Iglesia construye
puentes inter-generacionales, en los cuales la fe en Dios y el amor al pró-
jimo constituyen factores de unión profunda.
Esta transmisión de la fe, corazón de la misión de la Iglesia, se realiza
por el “contagio” del amor, en el que la alegría y el entusiasmo expresan el
descubrimiento del sentido y la plenitud de la vida. La propagación de la
fe por atracción exige corazones abiertos, dilatados por el amor. No se
puede poner límites al amor: fuerte como la muerte es el amor (cf. Ct 8,6).
Y esa expansión crea el encuentro, el testimonio, el anuncio; produce la
participación en la caridad con todos los que están alejados de la fe y se
muestran ante ella indiferentes, a veces opuestos y contrarios. Ambientes
humanos, culturales y religiosos todavía ajenos al Evangelio de Jesús y a
la presencia sacramental de la Iglesia representan las extremas periferias,
“los confines de la tierra”, hacia donde sus discípulos misioneros son
enviados, desde la Pascua de Jesús, con la certeza de tener siempre con
ellos a su Señor (cf. Mt 28,20; Hch 1,8). En esto consiste lo que llama-
mos missio ad gentes. La periferia más desolada de la humanidad necesi-
tada de Cristo es la indiferencia hacia la fe o incluso el odio contra la
plenitud divina de la vida. Cualquier pobreza material y espiritual, cual-
quier discriminación de hermanos y hermanas es siempre consecuencia del
rechazo a Dios y a su amor.
Los confines de la tierra, queridos jóvenes, son para vosotros hoy muy
relativos y siempre fácilmente “navegables”. El mundo digital, las redes
sociales que nos invaden y traspasan, difuminan fronteras, borran límites y
distancias, reducen las diferencias. Parece todo al alcance de la mano, todo
tan cercano e inmediato. Sin embargo, sin el don comprometido de nues-
tras vidas, podremos tener miles de contactos, pero no estaremos nunca
inmersos en una verdadera comunión de vida. La misión hasta los confi-
nes de la tierra exige el don de sí en la vocación que nos ha dado quien nos
ha puesto en esta tierra (cf. Lc 9,23-25). Me atrevería a decir que, para un
joven que quiere seguir a Cristo, lo esencial es la búsqueda y la adhesión a
la propia vocación.
Testimoniar el amor
Agradezco a todas las realidades eclesiales que os permiten encontrar
personalmente a Cristo vivo en su Iglesia: las parroquias, asociaciones,
movimientos, las comunidades religiosas, las distintas expresiones de
servicio misionero. Muchos jóvenes encuentran en el voluntariado misio-
nero una forma para servir a los “más pequeños” (cf. Mt 25,40), promo-
viendo la dignidad humana y testimoniando la alegría de amar y de ser
cristianos. Estas experiencias eclesiales hacen que la formación de cada
uno no sea solo una preparación para el propio éxito profesional, sino el
desarrollo y el cuidado de un don del Señor para servir mejor a los demás.
Estas formas loables de servicio misionero temporal son un comienzo
fecundo y, en el discernimiento vocacional, pueden ayudaros a decidir el
don total de vosotros mismos como misioneros.
199
Las Obras Misionales Pontificias nacieron de corazones jóvenes, con
la finalidad de animar el anuncio del Evangelio a todas las gentes, contri-
buyendo al crecimiento cultural y humano de tanta gente sedienta de Ver-
dad. La oración y la ayuda material, que generosamente son dadas y dis-
tribuidas por las OMP, sirven a la Santa Sede para procurar que quienes
las reciben para su propia necesidad puedan, a su vez, ser capaces de dar
testimonio en su entorno. Nadie es tan pobre que no pueda dar lo que
tiene, y antes incluso lo que es. Me gusta repetir la exhortación que dirigí
a los jóvenes chilenos: «Nunca pienses que no tienes nada que aportar o
que no le haces falta a nadie: Le haces falta a mucha gente y esto piénsalo.
Cada uno de vosotros piénselo en su corazón: Yo le hago falta a mucha
gente» (Encuentro con los jóvenes, Santuario de Maipú, 17 de enero de
2018).

PARA RECRISTIANIZAR EL MUNDO: LA COMUNIDAD


20180708 Mensaje Capítulo general Compañía de María
«Haced lo que Él os diga» (cf. Jn 2, 5). Esta disponibilidad de la Ma-
dre de Dios ha inspirado vuestra gran familia marianista, con «la finalidad
de llegar a la conformidad con Cristo y de trabajar por la venida de su
Reino» (cf. Regla de Vida, art. 2). El beato José Guillermo Chaminade
vivió en un contexto de indiferencia religiosa y abandono de la vida cris-
tiana. Él mismo sufrió la persecución y el exilio, sin embargo, bajo la
acción del Espíritu Santo, vislumbró un nuevo medio de recristianización
del mundo: la comunidad. María, que acogió y meditó en su corazón la
Palabra del Señor, ha guiado y guía vuestro carisma fundacional de prepa-
rar apóstoles y de hacer surgir comunidades de seglares comprometidos
(cf. Regla de Vida, art. 71) en una misión en comunidad más que como
individuos.
Como lema de vuestro Capítulo General habéis elegido una expresión
del P. Chaminade, «un hombre que no muera», que nos recuerda la verdad
fundamental de que los cristianos «muertos al pecado, estamos vivos para
Dios en Cristo Jesús» (cf. Rm 6, 11). La fuente de la vida cristiana brota
del Bautismo que nos incorpora a la Iglesia y nos hace hijos en el Hijo. De
aquí surge la gracia para la misión permanente, para estar presentes en el
mundo compartiendo sus alegrías y tristezas, desde una profunda expe-
riencia de Dios que nos capacita para ser sus testigos.
Consagrados a María, hoy como ayer, sois sensibles a las personas, si-
tuaciones y acontecimientos que hicieron vibrar el corazón de pastor de
vuestro Fundador, dispuestos a entregaros a la misión. Quisiera resaltar
tres rasgos distintivos de vuestro carisma.
El primero es la dimensión eclesial. Nacidos en la Iglesia para servir a
Dios, colaboráis en la construcción de su Reino, en diálogo con el mundo
laico y su cultura. Como maestros en la educación humana, moral y reli-
giosa, este Capítulo General es una ocasión para renovar el carisma de
servir a los jóvenes y a los más necesitados, renovando la invitación de
volverse al Señor y de asumir su misión en la Iglesia.
200
El segundo es la disponibilidad. La apertura de mente y corazón para
conocer, amar y servir el espíritu y el carisma de la Compañía con una
sólida formación humana y espiritual (cf. Regla de vida, art. 6.15). Enrai-
zados en Cristo recibiréis la gracia para continuar con la misión de promo-
ción de la fe y el compromiso por la justicia social.
El tercer elemento es la espiritualidad mariana. María, Virgen y Ma-
dre, «esclava del Señor», que se pone en camino para llevar la buena noti-
cia del reino a su prima Isabel, es la maestra de la consagración a Dios.
Por ello, os ruego que la consagración mariana se refleje tanto en las gran-
des obras apostólicas como también en el trabajo cotidiano y humilde.
Queridos hermanos: Podemos responder al Señor con generosidad
cuando experimentamos que somos amados por Dios a pesar de nuestros
pecados y debilidades. Os animo a vivir en la esperanza de que el Señor
Jesús os mostrará un camino hermoso, por donde transitar con un espíritu
renovado. Hoy nuestros contemporáneos necesitan ver testigos convenci-
dos de Cristo (cf. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 41), que sepan anunciar
la Buena Nueva con los medios oportunos, con la alegre convicción de
que merece la pena el seguimiento de Cristo y la predicación del Evange-
lio vivido con radicalidad y sinceridad.

IRLANDA: “NUNCA TE DEJARÉ NI TE ABANDONARÉ”


20180825 Discurso Visita a la catedral
Casarse y compartir la vida es algo hermoso. Hay un dicho español
que dice así: “dolor compartido es medio dolor; alegría compartida es
doble alegría”. Este es el camino del matrimonio. Cuánto amor se ha ma-
nifestado, cuántas gracias se han recibido en este sagrado lugar. (…)
Agradezco también a las parejas jóvenes que me han dirigido algunas
preguntas con franqueza. No es fácil responder a estas preguntas. Denis y
Sinead están a punto de embarcarse en un viaje de amor que según el
proyecto de Dios lleva consigo un compromiso para toda la vida. Han
preguntado cómo pueden ayudar a otros a comprender que el matrimonio
no es simplemente una institución sino una vocación, una vida que va
adelante, una decisión consciente y para toda la vida, a cuidarse, ayudarse
y protegerse mutuamente.
Ciertamente debemos reconocer que hoy no estamos acostumbrados a
algo que dure realmente toda la vida. Vivimos en una cultura de lo provi-
sional; no estamos acostumbrados. Si siento que tengo hambre o sed,
puedo nutrirme, pero mi sensación de estar saciado no dura ni siquiera un
día. Si tengo un trabajo, sé que podría perderlo aun contra mi voluntad o
que podría verme obligado a elegir otra carrera diferente. Es difícil incluso
estar al día en el mundo de hoy, pues todo lo que nos rodea cambia, las
personas van y vienen en nuestras vidas, las promesas se hacen, pero con
frecuencia no se cumplen o se rompen. Puede que lo que me estáis pidien-
do en realidad sea algo todavía más fundamental: “¿No
hay nada verdaderamente importante que dure?”. Esta es la pregunta.
Parece que nada hermoso, ni precioso dura. “¿Pero es verdad que no hay
201
nada precioso que pueda durar? ¿Ni siquiera el amor?”. Y está la tentación
de que ese “para toda la vida”, que vosotros os diréis el uno al otro, se
transforme y muera con el tiempo. Si el amor no se hace crecer con el
amor, dura poco. Ese “para toda la vida” es un compromiso para hacer
crecer el amor, porque en el amor no existe lo provisional. Si no se llama
entusiasmo, se llama, no sé, encanto, pero el amor es definitivo, es un
“yo” y un “tú”. Como decimos, es “mi media naranja”: tú eres mi media
naranja, yo soy tu media naranja. El amor es así: todo y para toda la vida.
Es fácil caer prisioneros de la cultura de lo efímero, y esta cultura ataca las
raíces mismas de nuestros procesos de maduración, de nuestro crecimiento
en la esperanza y el amor. ¿Cómo podemos experimentar, en esta cultura
de lo efímero, lo que es verdaderamente duradero? Esta es una pregunta
seria: ¿Cómo podemos experimentar, en esta cultura de lo efímero, lo que
es verdaderamente duradero?
Lo que quisiera deciros es esto. Entre todas las formas de la fecundi-
dad humana, el matrimonio es único. Es un amor que da origen a una vida
nueva. Implica la responsabilidad mutua en la trasmisión del don divino
de la vida y ofrece un ambiente estable en el que la vida nueva puede
crecer y florecer. El matrimonio en la Iglesia, es decir el sacramento del
matrimonio, participa de modo especial en el misterio del amor eterno de
Dios. Cuando un hombre y una mujer cristianos se unen en el vínculo del
matrimonio, la gracia de Dios los habilita a prometerse libremente el uno
al otro un amor exclusivo y duradero. De ese modo su unión se convierte
en signo sacramental —esto es importante: el sacramento del matrimo-
nio— se convierte en signo sacramental de la nueva y eterna alianza entre
el Señor y su esposa, la Iglesia. Jesús está siempre presente en medio de
ellos. Los sostiene en el curso de la vida, en su recíproca entrega, en la
fidelidad y en la unidad indisoluble (cf. Gaudium et spes, 48). El amor de
Jesús para las parejas es una roca, es un refugio en los tiempos de prueba,
pero sobre todo es una fuente de crecimiento constante en un amor puro y
para siempre. Haced apuestas serias, para toda la vida. Arriesgad. Porque
el matrimonio es también un riesgo, pero es un riesgo que vale la pena.
Para toda la vida, porque el amor es así.
Sabemos que el amor es lo que Dios sueña para nosotros y para toda la
familia humana. Por favor, no lo olvidéis nunca. Dios tiene un sueño para
nosotros y nos pide que lo hagamos nuestro. No tengáis miedo de ese
sueño. Soñad a lo grande. Custodiadlo como un tesoro y soñadlo juntos
cada día de nuevo. Así, seréis capaces de sosteneros mutuamente con
esperanza, con fuerza, y con el perdón en los momentos en los que el
camino se hace arduo y resulta difícil recorrerlo. En la Biblia, Dios se
compromete a permanecer fiel a su alianza, aun cuando lo entristecemos y
nuestro amor se debilita. ¿Qué dice Dios a su pueblo en la Biblia? Escu-
chad bien: «Nunca te dejaré ni te abandonaré» (Hb 13,5). Y vosotros,
como marido y mujer, ungiros mutuamente con estas palabras de promesa,
cada día por el resto de vuestras vidas. Y no dejéis nunca de soñar. Repe-
tid siempre en el corazón: «Nunca te dejaré ni te abandonaré».
202
Stephen y Jordan están recién casados y han preguntado algo muy im-
portante: cómo pueden los padres trasmitir la fe a los hijos. Sé que aquí en
Irlanda la Iglesia ha preparado cuidadosamente programas de catequesis
para educar en la fe dentro de las escuelas y de las parroquias. Pero el
primer y más importante lugar para trasmitir la fe es el hogar: se aprende a
creer en el hogar, a través del sereno y cotidiano ejemplo de los padres que
aman al Señor y confían en su palabra. Ahí, en el hogar, que podemos
llamar la «iglesia doméstica», los hijos aprenden el significado de la fide-
lidad, de la honestidad y del sacrificio. Ven cómo mamá y papá se com-
portan entre ellos, cómo se cuidan el uno al otro y a los demás, cómo
aman a Dios y a la Iglesia. Así los hijos pueden respirar el aire fresco del
Evangelio y aprender a comprender, juzgar y actuar en modo coherente
con la fe que han heredado. La fe, hermanos y hermanas, se trasmite alre-
dedor de la mesa doméstica, en el hogar, en la conversación ordinaria, a
través del lenguaje que solo el amor perseverante sabe hablar. No olvidéis
nunca, hermanos y hermanas: la fe se transmite en dialecto. El dialecto del
hogar, el dialecto de la vida doméstica, ahí, en la vida de familia. Pensad a
los siete hermanos Macabeos. Cómo la madre les hablaba “en dialecto”; es
decir, lo que habían aprendido desde pequeños sobre Dios. Es más difícil
recibir la fe —se puede hacer, pero es más difícil— si no ha sido recibida
en la lengua materna, en el hogar, en dialecto. Me siento tentado de hablar
de una experiencia personal, de pequeño. Si sirve la digo. Recuerdo una
vez —tendría cinco años— que entré a la casa y allí, en el comedor, mi
padre llegaba del trabajo en ese momento, antes que yo, y vi a mi padre y
a mi madre que se daban un beso. Nunca lo olvido. Qué hermoso. Él esta-
ba cansado del trabajo, pero tuvo fuerzas para manifestar su amor a su
mujer. Que vuestros hijos os vean así, que os acariciéis, os deis besos, os
abracéis; esto es muy hermoso, porque aprenden así este dialecto del
amor, y la fe, es este dialecto del amor.
Por tanto, es importante, rezad juntos en familia, hablad de cosas bue-
nas y santas, y dejad que María nuestra Madre entre en vuestra vida, la
vida familiar. Celebrad las fiestas cristianas. Que vuestros hijos sepan qué
es una fiesta en familia. Vivid en profunda solidaridad con cuantos sufren
y están al margen de la sociedad, y que los hijos aprendan. Otra anécdota.
Conocí una mujer que tenía tres hijos, de siete, cinco y tres años más o
menos; eran buenos esposos, tenían mucha fe y enseñaban a sus hijos a
ayudar a los pobres, porque ellos los ayudaban mucho. Y una vez estaban
almorzando, la mamá con los tres hijos, el papá estaba trabajando. Llaman
a la puerta, y el mayor va a abrir, después vuelve y dice: “Mamá, es un
pobre que pide comida”. Estaban comiendo un filete a la milanesa, rebo-
zado —son muy buenos— [ríen]. Y la mamá pregunta a los hijos: “¿Qué
hacemos?”. Todos los tres: “Sí, mamá, dale algo”. Había también algunos
filetes que habían sobrado, pero la mamá tomó un cuchillo y comenzó a
cortar por la mitad cada uno de los que tenían los hijos. Y los hijos dicen:
“No, mamá, dale esos, no los nuestros”. “Ah, no: a los pobres se les da de
lo tuyo, no de lo que sobra”. Así esa mujer de fe enseñó a sus hijos a dar a
los pobres de lo propio. Pero todas estas cosas se pueden hacer en casa,
203
cuando hay amor, cuando hay fe, cuando se habla ese dialecto de fe. En
fin, vuestros hijos aprenderán de vosotros el modo de vivir cristiano; voso-
tros seréis sus primeros maestros en la fe, los transmisores de la fe.
Las virtudes y las verdades que el Señor nos enseña no siempre son es-
timadas por el mundo de hoy —a veces, el Señor pide cosas que no son
populares— el mundo de hoy tiene poca consideración por los débiles, los
vulnerables y todos aquellos que considera “improductivos”. El mundo
nos dice que seamos fuertes e independientes; que no nos importen los que
están solos o tristes, rechazados o enfermos, los no nacidos o los moribun-
dos. Dentro de poco iré privadamente a encontrarme con algunas familias
que afrontan desafíos serios y dificultades reales, pero los padres capuchi-
nos les dan amor y ayuda. Nuestro mundo tiene necesidad de una revolu-
ción del amor. La “tormenta” que vivimos es sobre todo de egoísmo, de
intereses personales… el mundo necesita de una revolución del amor. Que
esta revolución comience desde vosotros y desde vuestras familias.

IRLANDA: EVANGELIO DE LA FAMILIA, ALEGRÍA DEL MUNDO


20180825 Discurso Fiesta de las familias Irlanda
… he querido que el tema de este Encuentro Mundial de las Familias
fuera «El Evangelio de la familia, alegría para el mundo». Dios quiere
que cada familia sea un faro que irradie la alegría de su amor en el mundo.
¿Qué significa esto? Significa que, después de haber encontrado el amor
de Dios que salva, intentemos, con palabras o sin ellas, manifestarlo a
través de pequeños gestos de bondad en la rutina cotidiana y en los mo-
mentos más sencillos del día.
Y esto ¿cómo se llama? Esto se llama santidad. Me gusta hablar de los
santos «de la puerta de al lado», de todas esas personas comunes que refle-
jan la presencia de Dios en la vida y en la historia del mundo (cf. Exhort.
ap. Gaudete et exsultate, 6-7). La vocación al amor y a la santidad no es
algo reservado a unos pocos privilegiados. Incluso ahora, si tenemos ojos
para ver, podemos vislumbrarla a nuestro alrededor. Está silenciosamente
presente en los corazones de todas aquellas familias que ofrecen amor,
perdón, misericordia cuando ven que es necesario, y lo hacen en silencio,
sin tocar la trompeta. El Evangelio de la familia es verdaderamente alegría
para el mundo, ya que allí, en nuestras familias, siempre se puede encon-
trar a Jesús; él vive allí, en simplicidad y pobreza, como lo hizo en la casa
de la Sagrada Familia de Nazaret.
El matrimonio cristiano y la vida familiar manifiestan toda su belleza y
atractivo si están anclados en el amor de Dios, que nos creó a su imagen,
para que podamos darle gloria como iconos de su amor y de su santidad en
el mundo. Padres y madres, abuelos y abuelas, hijos y nietos: todos, todos
llamados a encontrar la plenitud del amor en la familia. La gracia de Dios
nos ayuda todos los días a vivir con un solo corazón y una sola alma.
¡También las suegras y las nueras! Nadie dice que sea fácil, lo sabéis me-
jor que yo. Es como preparar un té: es fácil hervir el agua, pero una buena
taza de té requiere tiempo y paciencia; hay que dejarlo reposar. Así, día
204
tras día, Jesús nos envuelve con su amor, asegurándose de que penetre
todo nuestro ser. Del tesoro de su sagrado Corazón, derrama sobre noso-
tros la gracia que necesitamos para sanar nuestras enfermedades y abrir
nuestra mente y corazón para escucharnos, entendernos y perdonarnos
mutuamente.
Acabamos de escuchar el testimonio de Felicité, Isaac y Ghislain, que
vienen de Burkina Faso. Nos han contado una conmovedora historia de
perdón en familia. El poeta decía que «errar es humano, perdonar es di-
vino». Y es verdad: el perdón es un regalo especial de Dios que cura nues-
tras heridas y nos acerca a los demás y a él. Gestos pequeños y sencillos
de perdón, renovados cada día, son la base sobre la que se construye una
sólida vida familiar cristiana. Nos obligan a superar el orgullo, el desapego
y la vergüenza, y a hacer las paces. Muchas veces estamos enojados entre
nosotros y queremos hacer las paces, pero no sabemos cómo. Da vergüen-
za hacer las paces, pero lo deseamos. No es difícil. Es fácil. Da una cari-
cia; así se hacen las paces. Es cierto, me gusta decir que en las familias
necesitamos aprender tres palabras —tú [Ghislain] las dijiste— tres pala-
bras: “perdón”, “por favor” y “gracias”. Tres palabras. ¿Qué palabras son?
Todos: [perdón, por favor, gracias]; otra vez: [perdón, por favor, gracias];
no escucho… [perdón, por favor, gracias]. Muchas gracias. Cuando discu-
tas en casa, asegúrate de pedir disculpas y decir que lo sientes antes de irte
a la cama. Antes de que termine el día, haced las paces. ¿Y sabéis por qué
es necesario hacer las paces antes de terminar el día? Porque si no haces
las paces, al día siguiente, la “guerra fría” es muy peligrosa. Cuidado con
la guerra fría en la familia. Pero a veces, quizás, estás enojado y tienes la
tentación de irte a dormir a otra habitación, solo y aislado; si te sientes así,
simplemente llama a la puerta y di: “Por favor, ¿puedo pasar?”. Lo que se
necesita es una mirada, un beso, una palabra afectuosa... y todo vuelve a
ser como antes. Digo esto porque, cuando las familias lo hacen, sobrevi-
ven. No hay familia perfecta. Sin el hábito de perdonar, la familia se en-
ferma y se desmorona gradualmente.
Perdonar significa dar algo de sí mismo. Jesús nos perdona siempre.
Con la fuerza de su perdón, también nosotros podemos perdonar a los
demás, si realmente lo queremos. ¿No es lo que pedimos cuando rezamos
el Padrenuestro? Los niños aprenden a perdonar cuando ven que sus pa-
dres se perdonan recíprocamente. Si entendemos esto, podemos apreciar la
grandeza de la enseñanza de Jesús sobre la fidelidad en el matrimonio. En
lugar de ser una fría obligación legal, es sobre todo una poderosa promesa
de la fidelidad de Dios mismo a su palabra y a su gracia sin límites. Cristo
murió por nosotros para que nosotros, a su vez, podamos perdonarnos y
reconciliarnos unos con otros. De esta manera, como personas y como
familias, empezamos a comprender la verdad de las palabras de san Pablo:
mientras todo pasa, «el amor no pasa nunca» (1 Co 13,8).
Gracias, Nisha y Ted, por vuestro testimonio de la India, donde estáis
enseñando a vuestros hijos a ser una verdadera familia. Nos habéis ayuda-
do también a comprender que las redes sociales no son necesariamente un
problema para las familias, sino que pueden ayudar a construir una «red»
205
de amistades, solidaridad y apoyo mutuo. Las familias pueden conectarse
a través de Internet y beneficiarse de ello. Las redes sociales pueden ser
beneficiosas si se usan con moderación y prudencia. Por ejemplo, voso-
tros, que participáis en este Encuentro Mundial de las Familias, formáis
una “red” espiritual y de amistad, y las redes sociales os pueden ayudar a
mantener este vínculo y extenderlo a otras familias en muchas partes del
mundo. Es importante, sin embargo, que estos medios no se conviertan en
una amenaza para la verdadera red de relaciones de carne y hueso, apri-
sionándonos en una realidad virtual y aislándonos de las relaciones con-
cretas que nos estimulan a dar lo mejor de nosotros mismos en comunión
con los demás. Quizás la historia de Ted y Nisha puede ayudar a todas las
familias a que se pregunten sobre la necesidad de reducir el tiempo que se
dedica a estos medios tecnológicos, y de pasar más tiempo de calidad
entre ellos y con Dios. Pero cuando tú usas demasiado las redes sociales,
tú “entras en órbita”. Cuando en la mesa, en lugar de hablar con la familia,
todos tienen un teléfono celular y se conectan con el exterior, están “en
órbita”. Pero esto es peligroso. ¿Por qué? Porque te saca de lo concreto de
la familia y te lleva a una vida “gaseosa”, sin consistencia. Cuidado con
esto. Recuerda la historia de Ted y Nisha; ellos nos enseñan cómo usar
bien las redes sociales.
Hemos escuchado de Enass y Sarmaad cómo el amor y la fe en la fa-
milia pueden ser fuentes de fortaleza y paz incluso en medio de la violen-
cia y la destrucción causada por la guerra y la persecución. Su historia nos
lleva a las trágicas situaciones que muchas familias sufren a diario, obli-
gadas a abandonar sus hogares en busca de seguridad y paz. Pero Enass y
Sarmaad también nos han mostrado cómo, a partir de la familia y gracias a
la solidaridad manifestada por muchas otras familias, la vida se puede
reconstruir y renace la esperanza. Hemos visto este apoyo en el vídeo de
Rammy y su hermano Meelad, en el que Rammy ha manifestado profunda
gratitud por el ánimo y por la ayuda que su familia ha recibido de otras
familias cristianas de todo el mundo, que han hecho posible de regresar a
sus pueblos. En toda sociedad, las familias generan paz, porque enseñan el
amor, la aceptación y el perdón, que son los mejores antídotos contra el
odio, los prejuicios y la venganza que envenenan la vida de las personas y
de las comunidades.
Como enseñaba un buen sacerdote irlandés, «la familia que reza unida
permanece unida» e irradia paz. Una familia así puede ser un apoyo espe-
cial para otras familias que no viven en paz. Después de la muerte del
padre Ganni, Enass, Sarmaad y sus familias prefirieron el perdón y la
reconciliación en lugar del odio y el resentimiento. Vieron, a la luz de la
Cruz, que el mal solo se puede vencer con el bien, y que el odio solo pue-
de superarse con el perdón. De manera casi increíble, han podido encon-
trar la paz en el amor de Cristo, un amor que hace nuevas todas las cosas.
Y esta noche comparten con nosotros esta paz. Ellos rezaron. Oración,
rezar juntos. Cuando escuchaba el coro, vi allí a una madre que enseñaba a
su hijo a santiguarse. Os pregunto: ¿Enseñáis a los niños a hacer la señal
de la cruz? ¿Sí o no? [Sí] ¿O enseñáis a hacer algo como esto [hace un
206
gesto rápido], que no se entiende lo que es? Es muy importante que los
niños pequeños aprendan a hacer bien la señal de la cruz: es el primer
Credo que aprenden; credo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.
Antes de ir a la cama esta noche, preguntaos vosotros, padres: ¿Enseño a
mis hijos a hacer bien la señal de la cruz? Piénsalo, es vuestra responsabi-
lidad.
El amor de Cristo, que renueva todo, es lo que hace posible el matri-
monio y un amor conyugal caracterizado por la fidelidad, la indisolubili-
dad, la unidad y la apertura a la vida. Esto es lo que quería resaltar en el
cuarto capítulo de Amoris laetitia. Hemos visto este amor en Mary y Da-
mián, y en su familia con diez hijos. Os pregunto [a Mary y a Damián]:
¿Os hacen enojar los hijos? ¡Eh, la vida es así! Pero es hermoso tener diez
hijos. Gracias. ¡Gracias por vuestras palabras y por vuestro testimonio de
amor y de fe! Vosotros habéis experimentado la capacidad del amor de
Dios que ha transformado completamente vuestra vida y que os bendice
con la alegría de una hermosa familia. Nos habéis indicado que la clave de
vuestra vida familiar es la sinceridad. Entendemos por vuestro testimonio
lo importante que es continuar yendo a esa fuente de la verdad y del amor
que puede transformar nuestra vida. ¿Quién es? Jesús, que inauguró su
ministerio público precisamente en una fiesta de bodas. Allí, en Caná,
cambió el agua en un buen vino nuevo y que permitió continuar magnífi-
camente con la alegre celebración. Pero, habéis pensado, ¿qué hubiera
pasado si Jesús no hubiera hecho eso? ¿Habéis pensado en lo feo que es
terminar una fiesta de bodas solo con agua? ¡Es feo! La Virgen entendió, y
le dijo al Hijo: “No tienen vino”. Y Jesús comprendió que la fiesta termi-
naría mal solo con agua. Lo mismo sucede con el amor conyugal. El vino
nuevo comienza a fermentar durante el tiempo del noviazgo, necesario
aunque transitorio, y madura a lo largo de la vida matrimonial en una
entrega mutua, que hace a los esposos capaces de convertirse, aun siendo
dos, en «una sola carne». Y también, a su vez, de abrir sus corazones al
que necesita amor, especialmente al que está solo, abandonado, débil y, en
cuanto vulnerable, frecuentemente marginado por la cultura del descarte.
Esta cultura que vivimos hoy, que descarta todo: descarta todo lo que no
es necesario, descarta a los niños porque molestan, descarta a los ancianos
porque no sirven... Solo el amor nos salva de esta cultura del descarte.

IRLANDA: LA FORMACIÓN REQUIERE MAESTROS ALEGRES


20180826 Discurso Encuentro con los obispos
La genuina formación religiosa requiere maestros fieles y alegres, ca-
paces de formar no solo las mentes sino también los corazones en el amor
de Cristo y en la práctica de la oración. A veces pensamos que formar en
la fe significa dar conceptos religiosos, y no pensamos en formar el cora-
zón, en formar actitudes. Ayer el presidente de la nación me dijo que había
escrito un poema sobre Descartes y lo dijo, más o menos: “La frialdad del
pensamiento ha matado la música del corazón”. Formar la mente, sí, pero
también el corazón. Y enseñar a rezar: enseñar a los niños a rezar; desde el
207
principio, oración. La preparación de tales maestros y la difusión de pro-
gramas para la formación permanente son esenciales para el futuro de la
comunidad cristiana, en la que un laicado comprometido está particular-
mente llamado a llevar la sabiduría y los valores de su fe como parte de su
compromiso con los diferentes sectores de la vida social, cultural y políti-
ca del país.
La conmoción de los últimos años ha puesto a prueba la fe tradicio-
nalmente fuerte de los irlandeses. No obstante, ha constituido también una
oportunidad para una renovación interior de la Iglesia en este país y ha
indicado modos nuevos de concebir su vida y su misión. «Dios siempre es
novedad» y «nos empuja a partir una y otra vez y a desplazarnos para ir
más allá de lo conocido» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 135). Que con
humildad y confianza en su gracia, podáis discernir y emprender caminos
nuevos para estos tiempos nuevos. Sed valientes y creativos. Ciertamente,
el fuerte sentido misionero arraigado en el alma de vuestro pueblo os ins-
pirará las formas creativas para dar testimonio de la verdad del Evangelio
y hacer crecer la comunidad de los creyentes en el amor de Cristo y en el
celo por el crecimiento de su Reino.
Que en vuestros esfuerzos diarios por ser padres y pastores de la fami-
lia de Dios en este país —padres, por favor, no padrastros—, seáis soste-
nidos siempre por la esperanza que se fundamenta en la verdad de las
palabras de Cristo y en la seguridad de sus promesas. En todo tiempo y
lugar, esta verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32), posee su propio poder
intrínseco para convencer a las mentes y conducir los corazones hacia sí.
No os desaniméis cada vez que vosotros y vuestro pueblo os sintáis un
pequeño rebaño expuesto a desafíos y dificultades. Como nos enseña san
Juan de la Cruz, en la noche oscura es donde la luz de la fe brilla más pura
en nuestros corazones. Y esta luz mostrará el camino para la renovación
de la vida cristiana en Irlanda en los próximos años.

IRLANDA: UN NUEVO PENTECOSTÉS PARA LAS FAMILIAS


20180826 Homilía conclusiva IX encuentro mundial familias
«Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
En la conclusión de este Encuentro Mundial de las Familias, nos
reunimos como familia alrededor de la mesa del Señor. Agradecemos al
Señor por tantas bendiciones que ha derramado en nuestras familias. Que-
remos comprometernos a vivir plenamente nuestra vocación para ser,
según las conmovedoras palabras de santa Teresa del Niño Jesús, «el amor
en el corazón de la Iglesia».
En este momento maravilloso de comunión entre nosotros y con el Se-
ñor, es bueno que nos detengamos un momento para considerar la fuente
de todo lo bueno que hemos recibido. En el Evangelio de hoy, Jesús revela
el origen de estas bendiciones cuando habla a sus discípulos. Muchos de
ellos estaban desolados, confusos y también enfadados, debatiendo sobre
aceptar o no sus “palabras duras”, tan contrarias a la sabiduría de este
208
mundo. Como respuesta, el Señor les dice directamente: «Las palabras que
os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63).
Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo, rebosan de
vida para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la fuente
última de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos
días: el Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mun-
do, en los corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias.
Cada nuevo día en la vida de nuestras familias y cada nueva generación
trae consigo la promesa de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés domésti-
co, una nueva efusión del Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como
nuestro Abogado, nuestro Consolador y quien verdaderamente nos da
valentía.
Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y promesa
de Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida familiar,
que podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de ánimo
para los demás, para compartir con ellos “las palabras de vida eterna” de
Jesús. Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio
para difundir esas palabras como “buena noticia” para todos, especialmen-
te para aquellos que desean dejar el desierto y la “casa de esclavitud”
(cf. Jos 24,17) para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la
libertad.
En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el matrimonio es
una participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo a su espo-
sa, la Iglesia (cf. Ef 5,32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica, tal vez
pueda parecer a alguno una “palabra dura”. Porque vivir en el amor, como
Cristo nos ha amado (cf. Ef 5,2), supone la imitación de su propio sacrifi-
cio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y
duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del peca-
do, del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de
los menos afortunados. Este es el amor que hemos conocido en Jesucristo,
que se ha encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y que a
través del testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en cada
generación, de derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios y
hacer de nosotros lo que desde siempre estamos destinados a ser: una
única familia humana que vive junta en la justicia, en la santidad, en la
paz.
La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es fácil. Sin em-
bargo, los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son, a su
manera, más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros
irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de com-
pañeros llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de
oscuridad y decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no
estaba basado en métodos tácticos o planes estratégicos, no, sino en una
humilde y liberadora docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su
testimonio cotidiano de fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquis-
tó los corazones que deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo
que contribuyó al nacimiento de la cultura europea. Ese testimonio perma-
209
nece como una fuente perenne de renovación espiritual y misionera para el
pueblo santo y fiel de Dios.
Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la Buena No-
ticia, que “murmurarán” contra sus “palabras duras”. Pero, como san Co-
lumbano y sus compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares
tempestuosos para seguir a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar
jamás ante la mirada fría de la indiferencia o los vientos borrascosos de la
hostilidad.
Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos con no-
sotros mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas
de Jesús. Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desa-
fiante es acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es
soportar la desilusión, el rechazo, la traición. Qué incómodo es proteger
los derechos de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los
más ancianos, que parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad.
Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que el Señor
nos pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6,67). Con la
fuerza del Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado,
podemos responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de
Dios» (v. 69). Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También noso-
tros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24,18).
Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada cristiano
es enviado para ser un misionero, un “discípulo misionero” (cf. Evangelii
gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a “salir” para
llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo. Que esta
celebración nuestra de hoy pueda confirmar a cada uno de vosotros, pa-
dres y abuelos, niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y religio-
sas, contemplativos y misioneros, diáconos y sacerdotes, y obispos, para
compartir la alegría del Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de
la familia como alegría para el mundo.

EL AGUA, ELEMENTO ESENCIAL DE PURIFICACIÓN Y DE VIDA


20180901 Mensaje IV Jornada Mund. Orac. Cuidado de la Creac.
El agua nos invita a reflexionar sobre nuestros orígenes. El cuerpo hu-
mano está compuesto en su mayor parte de agua; y muchas civilizaciones
en la historia han surgido en las proximidades de grandes cursos de agua
que han marcado su identidad. Es sugestiva la imagen usada al comienzo
del Libro del Génesis, donde se dice que en el principio el espíritu del
Creador «se cernía sobre la faz de las aguas» (1,2).
Pensando en su papel fundamental en la creación y en el desarrollo
humano, siento la necesidad de dar gracias a Dios por la “hermana agua”,
sencilla y útil para la vida del planeta como ninguna otra cosa. Precisa-
mente por esto, cuidar las fuentes y las cuencas hidrográficas es un impe-
rativo urgente. Hoy más que nunca es necesaria una mirada que vaya más
allá de lo inmediato (cf. Laudato si’, 36), superando «un criterio utilitaris-
ta de eficiencia y productividad para el beneficio individual» (ibíd., 159).
210
Urgen proyectos compartidos y gestos concretos, teniendo en cuenta que
es inaceptable cualquier privatización del bien natural del agua que vaya
en detrimento del derecho humano de acceso a ella.
Para nosotros los cristianos, el agua representa un elemento esencial de
purificación y de vida. La mente va rápidamente al bautismo, sacramento
de nuestro renacer. El agua santificada por el Espíritu es la materia por
medio de la cual Dios nos ha vivificado y renovado, es la fuente bendita
de una vida que ya no muere más. El bautismo representa también, para
los cristianos de distintas confesiones, el punto de partida real e irrenun-
ciable para vivir una fraternidad cada vez más auténtica a lo largo del
camino hacia la unidad plena. Jesús, durante su misión, ha prometido un
agua capaz de aplacar la sed del hombre para siempre (cf. Jn 4,14) y ha
profetizado: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Ir a
Jesús, beber de él, significa encontrarlo personalmente como Señor, sa-
cando de su Palabra el sentido de la vida. Dejemos que resuenen con fuer-
za en nosotros aquellas palabras que él pronunció en la cruz: «Tengo sed»
(Jn 19,28). El Señor nos sigue pidiendo que calmemos su sed, tiene sed de
amor. Nos pide que le demos de beber en tantos sedientos de hoy, para
decirnos después: «Tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25,35). Dar de
beber, en la aldea global, no solo supone realizar gestos personales de
caridad, sino opciones concretas y un compromiso constante para garanti-
zar a todos el bien primario del agua.
Quisiera abordar también la cuestión de los mares y de los océanos.
Tenemos el deber de dar gracias al Creador por el imponente y maravillo-
so don de las grandes masas de agua y de cuanto contienen (cf. Gn 1,20-
21; Sal 146,6), y alabarlo por haber revestido la tierra con los océanos
(cf. Sal 104,6). Dirigir nuestra mente hacia las inmensas extensiones mari-
nas, en continuo movimiento, también representa, en cierto sentido, la
oportunidad de pensar en Dios, que acompaña constantemente su creación
haciéndola avanzar, manteniéndola en la existencia (cf. S. Juan Pablo
II, Catequesis, 7 mayo 1986).
Custodiar cada día este bien valioso representa hoy una responsabili-
dad ineludible, un verdadero y auténtico desafío: es necesaria la coopera-
ción eficaz entre los hombres de buena voluntad para colaborar en la obra
continua del Creador. Lamentablemente, muchos esfuerzos se diluyen ante
la falta de normas y controles eficaces, especialmente en lo que respecta a
la protección de las áreas marinas más allá de las fronteras nacionales
(cf. Laudato si’, 174). No podemos permitir que los mares y los océanos
se llenen de extensiones inertes de plástico flotante. Ante esta emergencia
estamos llamados también a comprometernos, con mentalidad activa,
rezando como si todo dependiese de la Providencia divina y trabajando
como si todo dependiese de nosotros.
Recemos para que las aguas no sean signo de separación entre los pue-
blos, sino signo de encuentro para la comunidad humana. Recemos para
que se salvaguarde a quien arriesga la vida sobre las olas buscando un
futuro mejor. Pidamos al Señor, y a quienes realizan el eminente servicio
de la política, que las cuestiones más delicadas de nuestra época ―como
211
son las vinculadas a las migraciones, a los cambios climáticos, al derecho
de todos a disfrutar de los bienes primarios― sean afrontadas con respon-
sabilidad, previsión, mirando al mañana, con generosidad y espíritu de
colaboración, sobre todo entre los países que tienen mayores posibilida-
des. Recemos por cuantos se dedican al apostolado del mar, por quienes
ayudan en la reflexión sobre los problemas en los que se encuentran los
ecosistemas marítimos, por quienes contribuyen a la elaboración y aplica-
ción de normativas internacionales sobre los mares para que tutelen a las
personas, los países, los bienes, los recursos naturales —pienso por ejem-
plo en la fauna y la flora pesquera, así como en las barreras coralinas
(cf. ibíd., 41) o en los fondos marinos— y garanticen un desarrollo inte-
gral en la perspectiva del bien común de toda la familia humana y no de
intereses particulares.

PERO SU CORAZÓN ESTÁ LEJOS DE MÍ


20180902 Ángelus
En este domingo retomamos la lectura del Evangelio de Marcos. En el
pasaje de hoy (cfr Marcos 7,1-8.14-15.21-23), Jesús afronta un tema im-
portante para todos nosotros creyentes: la autenticidad de nuestra obedien-
cia a la Palabra de Dios, contra toda contaminación mundana o formalis-
mo legalista. El pasaje se abre con la objeción que los escribas y los fari-
seos dirigen a Jesús, acusando a sus discípulos de no seguir los preceptos
rituales según las tradiciones. De esta manera, los interlocutores preten-
dían golpear la confiabilidad y la autoridad de Jesús como maestro porque
decían: «Pero este maestro deja que los discípulos no cumplan las pres-
cripciones de la tradición». Pero Jesús replica fuerte y replica diciendo:
«Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según esta escrito: “Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano
me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hom-
bres”» (vv. 6-7). Así dice Jesús, ¡Palabras claras y fuertes! Hipócrita es,
por así decir, uno de los adjetivos más fuertes que Jesús usa en el Evange-
lio y lo pronuncia dirigiéndose a los maestros de la religión: doctores de la
ley, escribas... «Hipócrita», dice Jesús.
Jesús de hecho quiere sacudir a los escribas y los fariseos del error en
el que han caído, ¿y cuál es este error? El de alterar la voluntad de Dios,
descuidando sus mandamientos para cumplir las tradiciones humanas. La
reacción de Jesús es severa porque es mucho lo que hay en juego: se trata
de la verdad de la relación entre el hombre y Dios, de la autenticidad de la
vida religiosa. El hipócrita es un mentiroso, no es auténtico.
También hoy el Señor nos invita a huir del peligro de dar más impor-
tancia a la forma que a la sustancia. Nos llama a reconocer, siempre de
nuevo, eso que es el verdadero centro de la experiencia de fe, es decir el
amor de Dios y el amor del prójimo, purificándola de la hipocresía del
legalismo y del ritualismo. El mensaje del Evangelio hoy está reforzado
también por la voz del apóstol Santiago, que nos dice en síntesis como
debe ser la verdadera religión, y dice así: la verdadera religión es «visitar a
212
los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado
del mundo» (v. 27). «Visitar a los huérfanos y a las viudas» significa prac-
ticar la caridad hacia el prójimo a partir de las personas más necesitadas,
más frágiles, más a los márgenes. Son las personas de las cuales Dios
cuida de forma especial, y nos pide a nosotros hacer lo mismo. «No dejar-
se contaminar de este mundo» no quiere decir aislarse y cerrarse a la reali-
dad. No. Tampoco aquí debe ser una actitud exterior sino interior, de sus-
tancia: significa vigilar para que nuestra forma de pensar y de actuar no
esté contaminada por la mentalidad mundana, o sea de la vanidad, la ava-
ricia, la soberbia. En realidad, un hombre o una mujer que vive en la vani-
dad, en la avaricia, en la soberbia y al mismo tiempo cree que se hace ver
como religiosa e incluso llega a condenar a los otros, es un hipócrita. Ha-
gamos un examen de conciencia para ver cómo acogemos la Palabra de
Dios. El domingo la escuchamos en la misa. Si la escuchamos de forma
distraída o superficial, esta no nos servirá de mucho. Debemos, sin embar-
go, acoger la Palabra con mente y corazón abiertos, como un terreno
bueno, de forma que sea asimilada y lleve fruto en la vida concreta. Así la
Palabra misma nos purifica el corazón y las acciones y nuestra relación
con Dios y con los otros es liberada de la hipocresía.

LA BELLEZA Y LA FELICIDAD DE SER AMADOS POR DIOS


20180906 Discurso Congreso internac. de viudas consagradas
«La viudez es una experiencia particularmente difícil [...] Algunos,
cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus
energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en
esta experiencia de amor una nueva misión educativa [...]» (Exhortación
apostólica postsinodal Amoris Laetitia, 254). Si esto es verdad para la
mayoría de vosotras, la muerte de vuestro cónyuge también os ha llevado
a reconocer una llamada particular del Señor y a responder consagrándoos
a Él por amor y con amor. Junto con vosotras, doy gracias a Dios por la
fidelidad de vuestro amor que une a cada una, más allá de la muerte, con
vuestro marido y que os ha llamado y consagrado para vivir hoy siguiendo
a Cristo en castidad, obediencia y pobreza. «A veces la vida presenta desa-
fíos mayores y a través de ellos el Señor nos invita a nuevas conversiones
que permiten que su gracia se manifieste mejor en nuestra existencia «para
que participemos de su santidad» (Hb 12,10. (Exhortación Apostólica.
ap. Gaudete et exsultate, 17). Así, con vuestra consagración, atestiguais
que es posible, con la gracia de Dios y el apoyo y acompañamiento de los
ministros y otros miembros de la Iglesia, vivir los consejos evangélicos
ejerciendo vuestras responsabilidades familiares, profesionales y sociales.
Vuestra consagración en la viudez es un don que el Señor da a su Igle-
sia para recordar a todos los bautizados que la fuerza de su amor miseri-
cordioso es un camino de vida y santidad, que nos permite pasar las prue-
bas y renacer a la esperanza y a la alegría del Evangelio. Os invito, pues, a
mantener los ojos fijos en Jesucristo y a cultivar el vínculo especial que os
une a Él. Porque es allí, en el corazón a corazón con el Señor, escuchando
213
su palabra, donde conseguimos el valor y la perseverancia de entregarnos
en cuerpo y alma para ofrecer lo mejor de nosotros mismos a través de
nuestra consagración y nuestros esfuerzos (ver ibid., 25).
Ojalá vosotras también, mediante vuestra vida sacramental, deis testi-
monio de este amor de Dios que es para cada hombre una llamada a reco-
nocer la belleza y la felicidad de ser amados por Él. Unidas a Cristo, sed
levadura en la masa de este mundo, luz para aquellos que caminan en la
oscuridad y en la sombra de la muerte. Con la calidad de vuestra vida
fraterna, dentro de vuestras comunidades, procurad, a través de la expe-
riencia de vuestra propia fragilidad, estar cerca de los jóvenes y de los
pobres, para mostrarles la ternura de Dios y su cercanía en el amor. En
esta perspectiva, os animo a vivir vuestra consagración en la vida diaria
con sencillez y humildad, invocando al Espíritu Santo para que os ayude a
testimoniar, en el ámbito de la Iglesia y del mundo, que “Dios puede ac-
tuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos”,
y que “quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será
fecundo” (Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 279).

LOS HIJOS SON EL DON MÁS PRECIADO


20180907 Discurso Asociación italiana de padres
…cuando hoy se habla de una alianza educativa entre la escuela y la
familia, se hace sobre todo para denunciar su decadencia: el pacto educa-
tivo está en decadencia. La familia ya no aprecia, como hace tiempo, el
trabajo de los maestros –a menudo pagados mal– y éstos sienten como una
intromisión molesta la presencia de los padres en las escuelas, terminando
por dejarlos al margen o por considerarlos adversarios.
Para cambiar esta situación, es necesario que alguien dé el primer pa-
so, superando el miedo del otro y tendiendo la mano con generosidad. Por
eso, os invito a cultivar y alimentar siempre la confianza en la escuela y
los profesores: sin ellos corréis el riesgo de quedaros solos en vuestra
actividad educativa y de ser cada vez menos capaces de enfrentar los nue-
vos desafíos educativos que provienen de la cultura contemporánea, de la
sociedad, de los medios de comunicación, de las nuevas tecnologías. Los
maestros están comprometidos, día tras día, como vosotros en el servicio
educativo de vuestros hijos. Si es justo quejarse de los posibles límites de
su acción, es nuestro deber estimarlos como los aliados más preciados en
la empresa educativa que juntos realizáis. Me permito contaros una anéc-
dota. Tenía diez años, y le dije algo feo a la maestra. La maestra llamó a
mi madre. Al día siguiente vino mi madre, y la maestra fue a recibirla;
hablaron, y después mi madre me llamó y delante de la maestra me regañó
y me dijo. “Pide perdón a la maestra”. Yo lo hice. “Besa a la maestra”, me
dijo mi madre. Y lo hice, y luego volví a la clase, contento, y se acabó la
historia. Pero no, no se había acabado…El segundo capítulo fue cuando
volví a casa…Esto se llama “colaboración” en la educación de un hijo:
entre la familia y los profesores.
214
Vuestra presencia responsable y disponible, signo de amor no solo pa-
ra vuestros hijos sino también para ese bien de todos que es la escuela,
contribuirá a superar muchas divisiones y malentendidos en este ámbito, y
hará que se reconozca el rol principal de las familias en la educación e
instrucción de los niños y de los jóvenes. De hecho, si vosotros, los padres
necesitáis a los maestros, la escuela os necesita también a vosotros y no
puede lograr sus objetivos sin establecer un diálogo constructivo con los
que tienen la responsabilidad principal del crecimiento de sus alumnos.
Como señala la Exhortación Amoris laetitia, "La escuela no sustituye a los
padres, sino que los complementa. Este es un principio básico: «Cualquier
otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los
padres, con su consenso y, en cierta medida, incluso por encargo suyo»
"(n. ° 84).
Vuestra experiencia asociativa ciertamente os ha enseñado a confiar en
la ayuda mutua. Recordemos el sabio proverbio africano: "Para educar a
un niño hace falta una aldea". Por lo tanto, en la educación escolar, nunca
debe faltar la colaboración entre los diversos componentes de la comuni-
dad educativa. Sin comunicación frecuente y sin confianza mutua, la co-
munidad no se construye y sin una comunidad no es posible educar.
Contribuir a eliminar la soledad educativa de las familias es también
tarea de la Iglesia, que os invito a que sintáis siempre a vuestro lado en la
misión de educar a vuestros hijos y de hacer que toda la sociedad sea un
lugar a medida de la familia, para que cada persona sea acogida, acompa-
ñada, orientada hacia los valores verdaderos y capacitada para dar lo me-
jor de sí para el crecimiento común. Tenéis pues, una doble fortaleza: la
que proviene de ser asociación, es decir, personas que se unen
no contra alguien sino para el bien de todos, y la fortaleza que recibís de
vuestro vínculo con la comunidad cristiana, donde encontráis inspiración,
confianza, apoyo.
Queridos padres, los hijos son el don más preciado que habéis recibi-
do. Custodiadlo con tenacidad y generosidad, dejándoles la libertad nece-
saria para crecer y madurar como personas que a su vez algún día podrán
abrirse al don de la vida. La atención con la cual, como asociación, veláis
por los peligros que amenazan la vida de los más pequeños, no os impida
mirar con confianza al mundo, sabiendo elegir e indicar a vuestros hijos
las mejores ocasiones para el crecimiento humano, civil y cristiano. Ense-
ñad a vuestros hijos el discernimiento ético: esto es bueno, esto no es tan
bueno, y esto es malo. Que sepan distinguir. Pero esto se aprende en casa
y se aprende en la escuela: conjuntamente, las dos.

EL VALOR DE LA ORACIÓN NO SE PUEDE CALCULAR


20180908 Discurso Unión Internacional de las Benedictinas
Como tema, habéis elegido una exhortación tomada del capítulo 53 de
la Regla de San Benito: "Todos sean recibidos como Cristo". Esta frase ha
imprimido en la la Orden Benedictina una vocación decidida de hospitali-
dad, en obediencia a esa palabra del Señor Jesús, que es parte de vuestra
215
"regla de conducta", recogida en el Evangelio de Mateo: "Era forastero y
me acogisteis" (25,35; cfr. Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate,
102-103). Hoy en el mundo hay muchas personas que tratan de vivir la
ternura, la compasión, la misericordia y la aceptación de Cristo en sus
vidas. A ellas, ofrecéis el precioso regalo de vuestro testimonio cuando os
hacéis instrumentos de la ternura de Dios para los que pasan por necesida-
des. Vuestra acogida a personas de diferentes tradiciones religiosas contri-
buye, con unción espiritual, al progreso del ecumenismo y el diálogo inter-
religioso. Durante siglos, los lugares benedictinos han sido conocidos
como lugares de acogida, oración y hospitalidad generosa. Espero que al
reflexionar juntas sobre este tema y al compartir experiencias, podáis
poner de manifiesto las varias formas de continuar en vuestros monaste-
rios esta obra evangélica esencial.
El lema "Ora et labora" pone la oración en el centro de vuestra vida.
La celebración diaria de la santa misa y de la liturgia de las horas os sitúa
en el corazón de la vida eclesial. Cada día, vuestra oración enriquece, por
así decirlo, el "aliento" de la Iglesia. Es una oración de alabanza, con la
cual dais voz a toda la humanidad y también a la creación. Es una oración
de acción de gracias por los innumerables y continuos beneficios del Se-
ñor. Es una oración de súplica por los sufrimientos y las ansiedades de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo, especialmente los pobres. Es una
oración de intercesión por aquellos que sufren injusticias, guerras y vio-
lencia, y que ven su dignidad violada. No os encontráis físicamente con
estas personas, pero sois hermanas suyas en la fe y en el Cuerpo de Cristo.
El valor de vuestra oración no se puede calcular, pero ciertamente es un
regalo precioso. Dios siempre escucha las oraciones de los corazones
humildes y compasivos.
También os digo gracias por vuestra atención especial del medio am-
biente y vuestro esfuerzo en preservar los dones de la tierra, para que
puedan ser compartidos por todos. Sé que las monjas y las hermanas be-
nedictinas en el mundo son buenas administradoras de los dones de Dios.
Como mujeres, sentís y apreciáis de manera especial la belleza y la armo-
nía de la creación. Vuestros monasterios a menudo se encuentran en luga-
res de gran belleza donde las personas van a rezar, a encontrar silencio y
contemplar las maravillas de la creación. Os animo a continuar con este
estilo y con este servicio, para que las obras de Dios puedan ser admiradas
y hablar de Él a tantas personas.
Vuestra vida comunitaria atestigua la importancia del amor y del res-
peto mutuo. En efecto, procedéis de lugares y experiencias diferentes, y
vosotras mismas sois diferentes las unas de las otras, por lo que la acepta-
ción mutua es la primera señal que dais a un mundo al que le cuesta traba-
jo vivir este valor. Todos somos hijos de Dios y vuestras oraciones, vues-
tro trabajo, vuestra hospitalidad, vuestra generosidad, se combinan para
expresar una comunión en la diversidad que manifiesta la esperanza de
Dios para nuestro mundo: una unidad hecha de paz, de aceptación mutua y
de amor fraternal.
216
Queridas hermanas, os acompaño con la oración. Aportáis un don va-
lioso para la vida de la Iglesia con el testimonio femenino de bondad, fe
y generosidad, a imitación de la Santa Madre de la Iglesia, la Virgen Ma-
ría. Vosotras sois iconos de la Iglesia y de la Virgen: no lo olvidéis. Ico-
nos. El que os ve, ve a la Iglesia Madre y a la Madona, Madre de Cristo.

TESTIMONIAR CON HUMILDAD EL AMOR DE DIOS


20180908 Discurso Obispos territorios de misión
¿Quién es el obispo? Interroguémonos sobre nuestra identidad de pas-
tores para ser más conscientes de ella incluso si sabemos que no existe un
modelo-estándar, idéntico en todos los lugares. El ministerio del obispo da
escalofrío, tan grande es el misterio que lleva dentro de sí. Gracias a la
efusión del Espíritu Santo, el obispo está configurado a Cristo, Pastor y
Sacerdote. Es decir, está llamado a tener las características del Buen Pas-
tor y a hacer suyo el corazón del sacerdocio, o sea, la ofrenda de la vida.
Por lo tanto, no vive para sí mismo, sino que tiende a dar vida a las ovejas,
en particular a las más débiles y en peligro. Por eso el obispo nutre una
compasión genuina por la multitud de hermanos que son como ovejas sin
pastor (cf. Mc 6,34) y por los que, de diversas maneras, son descartados.
Os pido que tengáis gestos y palabras de especial consuelo para aquellos
que experimentan marginalidad y degrado; más que otros, necesitan perci-
bir la predilección del Señor, de quien sois las manos bondadosas.
¿Quién es el obispo? Me gustaría bosquejar con vosotros tres rasgos
esenciales: un hombre de oración, un hombre de anuncio y un hombre de
comunión.
Hombre de oración. El obispo es el sucesor de los apóstoles y como
los apóstoles está llamado por Jesús a estar con Él (véase Mc 3, 14). Allí
encuentra su fortaleza y su confianza. Delante del tabernáculo aprende a
confiarse y a confiar al Señor. Así madura en él la certeza de que incluso
por la noche, mientras duerme, o de día, entre el trabajo y el sudor en el
campo que cultiva, madura la semilla (cf. Mc 4,26-29). Para el obispo la
oración no es una devoción, sino una necesidad; no es un compromiso
entre muchos, sino un ministerio indispensable de intercesión: debe poner
todos los días ante Dios personas y situaciones. Al igual que Moisés, le-
vanta sus manos al cielo en favor de su pueblo (cf. Ex el 17,8 a 13) y es
capaz de insistir con el Señor (véase Éxodo 33.11 a 14), de negociar con el
Señor, como Abraham. La parresia de la oración. Una oración sin parresia
no es oración.: ¡Este es el Pastor que reza! Uno que tiene el valor de discu-
tir con Dios por su rebaño. Activo en la oración, comparte la pasión y la
cruz de su Señor. Nunca satisfecho, trata constantemente de asimilarse a
Él, en camino para convertirse, como Jesús, en víctima y altar para la
salvación de su pueblo. Y esto no proviene de saber muchas cosas, sino de
saber una cosa todos los días en la oración: "Jesucristo, y Cristo crucifica-
do" (1 Cor 2: 2). Porque es fácil llevar una cruz sobre el pecho, pero el
Señor nos pide que llevemos una mucho más pesada sobre los hombros y
en el corazón: Nos pide que compartamos su cruz. Pedro, cuando explica a
217
los fieles que tenían que hacer los diáconos recientemente creados añade –
y vale también para nosotros, obispos: “La oración y el anuncio de la
palabra”. En primer lugar, la oración. Me gusta preguntarle a cada obispo:
“¿Cuántas horas rezas cada día?”.
Hombre del anuncio. Sucesor de los Apóstoles, el obispo siente suyo
el mandato que Jesús les dio: "Id y proclamad el Evangelio" (Mc 16:15).
"Id": el Evangelio no se anuncia mientras se está sentado, sino por el ca-
mino. El obispo no vive en la oficina, como un director de empresa, sino
entre la gente, por los caminos del mundo, como Jesús. Lleva a su Señor,
donde no es conocido, donde está desfigurado y perseguido. Y saliendo de
sí mismo, se encuentra. No se complace de la comodidad, no se siente un
príncipe, no le gusta la vida tranquila y no ahorra energías, sino que se
entrega a los demás, abandonándose a la fidelidad de Dios. Si buscase
apoyos y seguridades mundanas, no sería un verdadero apóstol del Evan-
gelio.
¿Y cuál es el estilo del anuncio? Testimoniar con humildad el amor de
Dios, tal como lo hizo Jesús, que por amor se humilló. La proclamación
del Evangelio sufre las tentaciones del poder, de la satisfacción, de la
propaganda, de la mundanidad. La mundanidad. Guardaos de la mundani-
dad. Siempre existe el riesgo de preocuparse más de la forma que de la
sustancia, de convertirse en actores en lugar de testigos, de diluir la Pala-
bra de salvación proponiendo un Evangelio sin Jesús crucificado y resuci-
tado. Pero vosotros estáis llamados a ser memorias vivas del Señor, para
recordarle a la Iglesia que anunciar significa dar la vida, sin medias tintas,
dispuestos también a aceptar el sacrificio total de sí mismos.
Y tercero, hombre de comunión. El obispo no puede tener todas las do-
tes, el conjunto de los carismas, -algunos creen que los tienen, ¡pobreci-
tos!- pero está llamado a tener el carisma del conjunto, es decir, a mante-
ner unida, a cimentar la comunión. La Iglesia necesita unión, no solistas
fuera del coro o líderes de batallas personales. El Pastor reúne: obis-
po para sus fieles, es cristiano con sus fieles. No sale en los periódicos, no
busca el consenso del mundo, no está interesado en proteger su buena
reputación, pero le gusta tejer la comunión involucrándose en primera
persona y actuando con humildad. No sufre por la falta de protagonismo,
sino que vive arraigado en el territorio, rechazando la tentación de alejarse
con frecuencia de la diócesis -la tentación de los obispos de aeropuerto- y
huyendo de la búsqueda de su propia gloria.
No se cansa de escuchar. No se basa en proyectos prefabricados, sino
que se deja interpelar por la voz del Espíritu, que ama hablar a través de la
fe de los simples. Se hace uno con su gente y sobre todo con su presbite-
rio, siempre disponible para recibir y alentar a sus sacerdotes. Promueve
con el ejemplo, más que con palabras, una genuina fraternidad sacerdotal,
mostrando a los sacerdotes que uno es pastor para el rebaño, no por razo-
nes de prestigio o carrera. No seáis trepas ni ambiciosos: apacentad el
rebaño de Dios "no como amos de las personas que os han sido confiadas,
sino haciéndoos modelos del rebaño" (1 Pedro 5,3).
218
Huid del clericalismo, “una manera anómala de entender la autoridad
en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado
las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia”. Corroe la co-
munión, ya que "genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y
ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al
abuso es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.” (Car-
ta al Pueblo de Dios, 20 de agosto de 2018). Por lo tanto, no os sin-
táis señores del rebaño, aunque otros lo hagan o determinadas costumbres
locales lo favorezcan. El pueblo de Dios, para el cual, y al cual habéis
sido ordenados, sienta que sois padres bondadosos: nadie debe mostrar
actitudes de sujeción hacia vosotros. En esta coyuntura histórica, parecen
acentuarse en varias partes determinadas tendencias de liderazgo. Mos-
trarse como hombres fuertes que mantienen las distancias y dominan a los
demás puede parecer cómodo y atractivo, pero no evangélico. Comporta, a
menudo, daños irreparables al rebaño, por el que Cristo dio su vida con
amor, abajándose y aniquilándose. Sed, por lo tanto, hombres pobres de
bienes y ricos de relaciones, nunca duros y antipáticos, sino afables, pa-
cientes, simples y abiertos.
También me gustaría pediros que os preocupaseis, en particular, de al-
gunas realidades:
Las familias. Aunque penalizadas por una cultura que transmite la ló-
gica de lo provisional y favorece los derechos individuales, siguen siendo
las primeras células de todas las sociedades y las primeras Iglesias, porque
son iglesias domésticas. Promoved cursos de preparación para el matri-
monio y el acompañamiento para las familias: serán siembras que darán
frutos a su tiempo. Defended la vida de los concebidos como la de los
ancianos, apoyad a los padres y abuelos en su misión.
Los seminarios. Son los viveros del mañana. Allí, sed como uno de ca-
sa. Verificad cuidadosamente que estén guiados por hombres de Dios, por
educadores capaces y maduros que, con la ayuda de las mejores ciencias
humanas, garanticen la formación de perfiles humanos sanos, abiertos,
auténticos y sinceros. Dad prioridad al discernimiento vocacional para
ayudar a los jóvenes a reconocer la voz de Dios entre las muchas que
retumban en los oídos y en el corazón.
Los jóvenes, a quienes se dedicará el Sínodo inminente. Escuchémos-
los, dejemos que nos interpelen, acojamos sus deseos, dudas, críticas y
crisis. Son el futuro de la Iglesia y de la sociedad: un mundo mejor depen-
de de ellos. Incluso cuando parezcan estar infectados por los virus del
consumismo y el hedonismo, no los dejemos nunca en cuarentena; bus-
quémoslos, sintamos su corazón que suplica vida e implora libertad.
Ofrezcámosles el Evangelio con valor.
Los pobres. Amarlos significa luchar contra todas las pobrezas, espiri-
tuales y materiales. Dedicad tiempo y energía a los últimos, sin temor a
ensuciaros las manos. Como apóstoles de la caridad, llegad a las periferias
humanas y existenciales de vuestras diócesis.
Finalmente, queridos hermanos, desconfiad, os lo ruego, de la tibieza
que conduce a la mediocridad y a la pereza; de la tranquilidad que esquiva
219
el sacrificio; de la prisa pastoral que conduce a la intolerancia; de la abun-
dancia de bienes que desfigura el Evangelio. Os deseo en cambio la santa
inquietud por el Evangelio, la única inquietud que da paz. Os agradezco
por la escucha y os bendigo, en la alegría de teneros como los más queri-
dos entre los hermanos.

EL BIEN SE REALIZA EN SILENCIO


20180909 Ángelus
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 7, 31-37) se refiere al epi-
sodio de la sanación milagrosa de un sordomudo, realizada por Jesús. Le
llevaron a un sordomudo, pidiéndole que le impusiera la mano. Él, sin
embargo, realiza sobre él diferentes gestos: antes de todo lo apartó lejos de
la multitud. En esta ocasión, como en otras, Jesús actúa siempre con dis-
creción. No quiere impresionar a la gente, Él no busca popularidad o éxito,
sino que desea solamente hacer el bien a las personas. Con esta actitud, Él
nos enseña que el bien se realiza sin clamores, sin ostentación, sin «hacer
sonar la trompeta». Se realiza en silencio.
Cuando se encontró apartado, Jesús puso los dedos en las orejas del
sordomudo y con la saliva le tocó la lengua. Esto recuerda a la Encarna-
ción. El Hijo de Dios es un hombre insertado en la realidad humana: se ha
hecho hombre, por tanto puede comprender la condición penosa de otro
hombre e interviene con un gesto en el cual está implicada su propia hu-
manidad. Al mismo tiempo, Jesús quiere hacer entender que el milagro
sucede por motivo de su unión con el Padre: por esto, levantó la mirada al
cielo. Después emitió un suspiro y pronunció la palabra resolutiva: «Ef-
fatá», que significa «Ábrete». Y en seguida el hombre fue sanado: se le
abrieron los oídos, se soltó la atadura de su lengua. La sanación fue para él
una «apertura» a los demás y al mundo.
Este pasaje del Evangelio subraya la exigencia de una doble sanación.
Sobre todo la sanación de la enfermedad y del sufrimiento físico, para
restituir la salud del cuerpo; incluso esta finalidad no es completamente
alcanzable en el horizonte terreno, a pesar de tantos esfuerzos de la ciencia
y de la medicina. Pero hay una segunda sanación, quizá más difícil, y es la
sanación del miedo. La sanación del miedo que nos empuja a marginar al
enfermo, a marginar al que sufre, al discapacitado. Y hay muchos modos
de marginar, también con una pseudo piedad o con la eliminación del
problema; nos quedamos sordos y mudos delante de los dolores de las
personas marcadas por la enfermedad, angustias y dificultades. Demasia-
das veces el enfermo y el que sufre se convierten en un problema, mien-
tras que deberían ser ocasión para manifestar la preocupación y la solida-
ridad de una sociedad en lo relacionado con los más débiles.
Jesús nos ha desvelado el secreto de un milagro que podemos repetir
también nosotros, convirtiéndonos en protagonistas del «Effatá», de esa
palabra «Ábrete» con la cual Él dio de nuevo la palabra y el oído al sor-
domudo. Se trata de abrirnos a las necesidades de nuestros hermanos que
sufren y necesitan ayuda, escapando del egoísmo y la cerrazón del cora-
220
zón. Es precisamente el corazón, es decir el núcleo profundo de la perso-
na, lo que Jesús ha venido a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de
vivir plenamente la relación con Dios y con los demás. Él se hizo hombre
para que el hombre, que se ha vuelto interiormente sordo y mudo por el
pecado, pueda escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su
corazón, y así aprenda a hablar a su vez el lenguaje del amor, traduciéndo-
lo en gestos de generosidad y de donación de sí.

LA BELLEZA DE SENTIRSE AMADOS POR DIOS


20180913 Discurso Congr. “La teol. de la ternura en P. Francisco”
Yo, sencillamente, quisiera proponeros tres sugerencias.
La primera se refiere a la frase teología de la ternura. Teología y ter-
nura parecen dos palabras distantes: la primera parece recordar el contexto
académico, la segunda las relaciones interpersonales. En realidad, nuestra
fe las vincula inextricablemente. La teología, de hecho, no puede ser abs-
tracta, - si fuera abstracta sería ideología- porque surge de un conocimien-
to existencial, nacido del encuentro con el Verbo hecho carne. La teología
está llamada, pues, a comunicar la concreción del Dios amor. Y la ternura
es un buen "existencial concreto", para traducir en nuestros tiempos el
afecto que el Señor nutre por nosotros.
Hoy, efectivamente, nos concentramos menos que en el pasado en el
concepto o en la praxis y más en el "sentir". Puede no gustar, pero es un
hecho: se empieza de lo que sentimos. La teología ciertamente no puede
reducirse al sentimiento, pero tampoco puede ignorar que, en muchas
partes del mundo, el enfoque de cuestiones vitales ya no parte de las últi-
mas cuestiones o de las demandas sociales, sino de lo que la persona ad-
vierte emocionalmente. La teología está llamada a acompañar esta bús-
queda existencial, aportando la luz que proviene de la Palabra de Dios. Y
una buena teología de la ternura puede declinar la caridad divina en este
sentido. Es posible, porque el amor de Dios no es un principio general
abstracto, sino personal y concreto, que el Espíritu Santo comunica ínti-
mamente. Él, en efecto, alcanza y transforma los sentimientos y pensa-
mientos del hombre. ¿Qué contenidos podría tener entonces una teología
de la ternura? Dos me parecen importantes, y son las otras dos sugerencias
que me gustaría brindaros: la belleza de sentirnos amados por Dios y la
belleza de sentir que amamos en nombre de Dios.
Sentirse amado Es un mensaje que nos ha llegado más fuerte en los úl-
timos tiempos: del Sagrado Corazón, del Jesús misericordioso, de la mise-
ricordia como propiedad esencial de la Trinidad y de la vida cristiana. Hoy
la liturgia nos recordaba la palabra de Jesús: “Sed misericordiosos, como
vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). La ternura puede indicar
precisamente nuestra forma de recibir hoy la misericordia divina. La ter-
nura nos revela, junto al rostro paterno, el rostro materno de Dios, de un
Dios enamorado del hombre, que nos ama con un amor infinitamente más
grande que el de una madre por su propio hijo (cf. Is 49,15). Pase lo que
pase, hagamos lo que hagamos, estamos seguros de que Dios está cerca,
221
compasivo, listo para conmoverse por nosotros. La ternura es una palabra
beneficiosa, es el antídoto contra el miedo con respecto a Dios, porque "en
el amor no hay temor" (1 Jn 4:18), porque la confianza supera el miedo.
Sentirse amado, por lo tanto, significa aprender a confiar en Dios, a decir-
le, como quiere: "Jesús, confío en ti".
Estas y otras consideraciones pueden profundizar la búsqueda: para dar
a la Iglesia una teología "sabrosa"; para ayudarnos a vivir una fe conscien-
te, ardiente de amor y esperanza; para exhortarnos a que doblemos nues-
tras rodillas, tocados y heridos por el amor divino. En este sentido, la
ternura enlaza con la Pasión. La Cruz es, de hecho, el sello de la ternura
divina, que proviene de las llagas del Señor. Sus heridas visibles son las
ventanas que abren su amor invisible. Su Pasión nos invita a transformar
nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, a apasionarnos por
Dios. Y por el hombre, por amor de Dios.
He aquí, pues, la última sugerencia: sentir que podemos amar. Cuando
el hombre se siente verdaderamente amado, se siente inclinado a amar. Por
otro lado, si Dios es ternura infinita, también el hombre, creado a su ima-
gen, es capaz de ternura. La ternura, entonces, lejos de reducirse al senti-
mentalismo, es el primer paso para superar el replegarse en uno mismo,
para salir del egocentrismo que desfigura la libertad humana. La ternura
de Dios nos lleva a entender que el amor es el significado de la vida.
Comprendemos, por lo tanto, que la raíz de nuestra libertad nunca es auto-
rreferencial. Y nos sentimos llamados a derramar en el mundo el amor
recibido del Señor, a declinarlo en la Iglesia, en la familia, en la sociedad,
a conjugarlo en el servicio y la entrega. Todo esto no por deber, sino por
amor, por amor a aquel por quien somos tiernamente amados.
Estas breves sugerencias apuntan a una teología en camino: una teolo-
gía que salga del cuello de botella en el que a veces se ha encerrado y con
dinamismo se dirija a Dios, tomando al hombre de la mano; una teología
no narcisista, sino encaminada al servicio de la comunidad; una teología
que no se contente con repetir los paradigmas del pasado, sino que sea
Palabra encarnada. Ciertamente, la Palabra de Dios no cambia (ver Heb
1,1-2, 13,8), pero la carne que está llamada a asumir, esa sí, cambia en
cada época. Hay tanto trabajo, pues, para la teología y su misión hoy:
encarnar la Palabra de Dios para la Iglesia y para el hombre del tercer
milenio. Hoy, más que nunca, hace falta una revolución de la ternura. Esto
nos salvará.

LA TAREA MÁS URGENTE, LA DE LA SANTIDAD


20180913 Discurso Obispos recién nombrados
Con alegría os recibo hoy al concluir vuestra peregrinación de nuevos
obispos a las fuentes espirituales de esta antigua y siempre nueva Roma de
Pedro y Pablo. Mientras os abrazo como nuevos pastores de la Iglesia,
quizás todavía atravesados por la maravilla de estar llamados a esta misión
nunca proporcionada y conforme a nuestras fuerzas, quisiera como hablar
con vosotros aparte, con vosotros y con cada una de vuestras iglesias; me
222
gustaría acercarme a vosotros con el toque de Cristo, Evangelio de Dios,
que calienta el corazón, abre los oídos y suelta la lengua a la alegría que
no se estropea y no se apaga, porque nunca se compra o se merece, sino
que es pura gracia.
En la perspectiva de la alegría del Evangelio habéis tratado de leer el
misterio de vuestra identidad apenas recibida como don de Dios. Habéis
elegido el punto de vista acertado para sumergiros en el ministerio episco-
pal, para el que no podemos presumir de ningún crédito y donde no hay
derechos de propiedad o títulos adquiridos. Hemos encontrado casi "por
casualidad" el tesoro de nuestra vida y, por lo tanto, estamos llamados a
vender todo para preservar el campo en el que se esconde esta mina inago-
table (ver Mt 13.44). Todos los días es necesario retomar este precioso
don, en su luz buscar la luz (ver Salmos 35:10) y dejarse transfigurar por
su rostro.
Os hablo de la tarea más urgente como pastores: la de la santidad. Co-
mo dice la oración de la Iglesia acerca de vosotros, fuisteis elegidos por el
Padre, que conoce los secretos de los corazones, para servirlo día y no-
che, y atraer sus favores sobre vuestro pueblo (cf. Pontifical Romano,
Oración de Ordenación de los Obispos).
No sois el fruto de un escrutinio meramente humano, sino de una elec-
ción desde Arriba. Por eso no se os pide una dedicación intermitente, una
fidelidad alternada, una obediencia selectiva, no: estáis llamados a consu-
miros noche y día.
Permanecer alerta, incluso cuando la luz desaparece, o cuando Dios
mismo se oculta en la oscuridad, cuando la tentación de retirarse se insi-
núa y el maligno, que siempre está al acecho sugiere sutilmente que el
amanecer ya no llegará. Justo en ese momento, caer rostro en tie-
rra (véase Génesis 17: 3), para escuchar a Dios que habla y renueva su
promesa nunca desmentida. Y luego permanecer fieles incluso cuando, en
el calor del día, desfallecen las fuerzas de la perseverancia y el resultado
de la fatiga ya no depende de los recursos que tenemos.
Y todo esto no para nutrir la pretensión narcisista de ser esenciales,
sino para hacer que el Padre sea favorable a vuestro Pueblo. Dios ya está a
favor del hombre. Su ser divino, que podría existir también sin nosotros,
en su Hijo Jesús, se revela para nosotros. En él, se ofrece la paternidad de
Dios que nunca se resigna; en Él conocemos el corazón divino que nada y
nadie da por perdido. Este es el mensaje que los fieles tienen el derecho de
encontrar en vuestros labios, en vuestros corazones y en vuestra vida.
Cuando comienza vuestro ministerio, os pido que pongáis a Dios en el
centro: Él es quien pide todo, pero a cambio ofrece la vida en plenitud. No
esa vida aguada y mediocre, vacía de significado, porque está llena de
soledad y de soberbia, sino la vida que fluye de su compañía que nunca
falla, de la fuerza humilde de la Cruz de su Hijo, de la seguridad serena
del amor victorioso que nos habita.
No os dejéis tentar por cuentos de desastres o profecías de fatalidad,
porque lo que realmente importa es perseverar evitando que se enfríe el
amor (cf. Mt 24,12) y mantener la cabeza alta y levantada hacia el Señor
223
(cf. Lc 21:28) porque la Iglesia no es nuestra, ¡es de Dios! Él era antes que
nosotros y será después de nosotros. El destino de la Iglesia, de la pequeña
grey, se esconde victoriosamente en la cruz del Hijo de Dios. Nuestros
nombres están grabados en su corazón; -¡grabados en su corazón!- nuestro
destino está en sus manos. Por lo tanto, no desperdiciéis vuestras mejores
energías contabilizando fracasos y reprochando amarguras, dejando que
vuestro corazón se encoja y vuestros horizontes se reduzcan. Cristo sea
vuestra alegría, el Evangelio vuestro alimento. Mantened vuestra mirada
fija solamente en el Señor Jesús y, acostumbrándoos a su luz, sabed bus-
carla incesantemente incluso donde se refracta, incluso a través de humil-
des chispas.
Allí, en las familias de vuestras comunidades donde, en la paciencia
tenaz y en la generosidad anónima, el don de la vida se acuna y se nutre.
Allí, donde pervive en los corazones la certeza frágil, pero indestructi-
ble de que la verdad prevalece, de que el amor no es en vano, de que el
perdón tiene el poder de cambiar y de reconciliar, de que la unidad siem-
pre vence la división, de que el valor de olvidarse de uno mismo para el
bien del otro es más satisfactorio que la primacía intangible del ego.
Allí, donde tantos consagrados y ministros de Dios, en la entrega si-
lenciosa de sí mismos, perseveran sin importarles el hecho de que a menu-
do el bien no hace ruido, no es tema de blogs ni llega a las primeras pági-
nas. Siguen creyendo y predicando valientemente el Evangelio de la gracia
y de la misericordia a hombres sedientos de razones para vivir, para tener
esperanza y para amar. No se asustan de las heridas de la carne de Cristo,
siempre infligidas por el pecado y no pocas veces por los hijos de la Igle-
sia.
Soy muy consciente de que la soledad y el abandono se difunden en
nuestro tiempo, de que se expande el individualismo y crece la indiferen-
cia por el destino de los demás. Millones de hombres y mujeres, niños,
jóvenes están perdidos en una realidad que ha oscurecido los puntos de
referencia, están desestabilizados por la angustia de pertenecer a la nada.
Su destino no desafía la conciencia de todos y, a menudo, lamentablemen-
te, aquellos que tendrían la mayor responsabilidad, los evitan culpable-
mente. Pero a nosotros no se nos permite ignorar la carne de Cristo, que
nos ha sido confiada no solo en el Sacramento que partimos, sino también
en el Pueblo que hemos heredado.
También sus heridas nos pertenecen. Tenemos el deber de tocarlas, no
para hacer manifiestos programáticos de ira real y comprensible, sino
lugares donde la Esposa de Cristo aprenda cómo puede desfigurarse cuan-
do de su rostro se desvanecen los rasgos del Esposo. Pero aprenda también
de donde volver a empezar, con fidelidad humilde y escrupulosa a la voz
de su Señor. Sólo Él puede garantizar que, en las ramas de su viña, los
hombres no encuentren simplemente las uvas silvestres (Is 5,4), sino el
buen vino (Jn 2:11), el de la vid verdadera, sin la cual nada podemos ha-
cer (Jn 15: 5)
Este es el objetivo de la Iglesia: distribuir este vino nuevo que es Cris-
to en el mundo. Nada puede distraernos de esta misión. Necesitamos cons-
224
tantemente odres nuevos (véase Marcos 2:22), y todo lo que hacemos
nunca es suficiente para hacerlos merecedores del vino nuevo que están
llamados a contener y verter. Pero, precisamente por eso, los contenedores
deben saber que sin el vino nuevo serán vasijas de piedra fría, capaces de
recordar la falta, pero no de dar plenitud. Por favor, ¡que no os distraiga
nada de este objetivo: dar plenitud!
Que vuestra santidad no sea fruto del aislamiento, sino que florezca y
fructifique en el cuerpo vivo de la Iglesia que el Señor os ha confiado, así
como a los pies de la cruz confió su Madre al discípulo amado. Recibidla
como novia para amar, virgen para defender, madre para fecundar. Que
vuestro corazón no se enamore de otros amores; cuidad de que el terreno
de vuestras Iglesias sea fértil para la semilla del Verbo y nunca
sea pisoteado por jabalíes (cf. Sal 80,14).
¿Cómo lo lograreis? Recordando que no somos el origen de nuestra
"porción de santidad", sino que siempre es Dios. Es una santi-
dad pequeñita, que se nutre del abandono en sus manos como un niño
destetado que no necesita pedir una prueba de la cercanía materna
(ver Salmo 131.2). Es una santidad consciente de que no hay nada más
efectivo, más grande, más precioso, más necesario que podáis ofrecer al
mundo que la paternidad que está en vosotros. Que cuando os conozcan,
cada persona pueda al menos rozar la belleza de Dios, la seguridad de su
compañía y la plenitud de su cercanía. Es una santidad que crece mientras
se descubre que Dios no es domesticable, no necesita recintos para defen-
der su libertad, y no se contamina mientras se acerca, al contrario, santifi-
ca lo que toca.
No nos sirve la contabilidad de nuestras virtudes, ni un programa de
ascetismo, un gimnasio de esfuerzo personal o una dieta que se renueve de
lunes a lunes, como si la santidad fuera solamente el fruto de la voluntad.
La fuente de la santidad es la gracia de acercarnos a la alegría del Evange-
lio y dejar que sea ella la que invade nuestra vida, para que ya no podamos
vivir de otra forma.
Ya antes de que existiéramos, Dios estaba allí y nos amaba. La santi-
dad es tocar esta carne de Dios que nos precede. Es entrar en contacto con
su bondad. Mirad a los pastores llamados en la noche de Belén: ¡encontra-
ron en ese Niño la bondad de Dios! Es una alegría que nadie puede robar-
les. Mirad la gente que desde lejos observaba el Calvario: regresaba a casa
golpeándose el pecho porque había visto el cuerpo sangrante del Verbo de
Dios. La visión de la carne de Dios se adentra en el corazón y prepara el
lugar donde poco a poco hace su morada la divina plenitud.
Por eso os recomiendo que no os avergoncéis de la carne de vuestras
Iglesias. Entrad en diálogo con sus preguntas. Os recomiendo una atención
especial al clero y a los seminarios. No podemos responder a los retos que
nos plantean sin actualizar nuestros procesos de selección, acompañamien-
to y evaluación. Pero nuestras respuestas no tendrán futuro si no llegasen a
la sima espiritual que, en muchos casos, permitió debilidades escandalo-
sas, si no pusieran al desnudo el vacío existencial que han alimentado, si
no revelasen por qué se ha enmudecido tanto a Dios, por qué se le ha si-
225
lenciado tanto, por qué se le ha alejado de una determinada forma de vida,
como si no existiera.
Y aquí, cada uno de nosotros debe entrar con humildad en lo más pro-
fundo de su ser y preguntarse qué puede hacer para que sea más santo el
rostro de la Iglesia que gobernamos en nombre del Pastor Supremo. No
sirve solo señalar con el dedo a los otros, fabricar chivos expiatorios, ras-
garse las vestiduras, excavar en la debilidad de los demás como les gusta
hacer a los hijos que han vivido en la casa como si fueran siervos (cf. Lc
15.30 a 31). Aquí es necesario trabajar juntos y en comunión, convenci-
dos, sin embargo, de que la santidad auténtica es la que Dios hace en no-
sotros, cuando dóciles a su Espíritu regresamos a la alegría sencilla del
Evangelio, para que su beatitud se haga carne para los demás en nuestras
decisiones y en nuestras vidas.
Os invito, pues, a seguir adelante, alegres y no amargados, tranquilos y
no ansiosos, consolados y no desolados, - buscad el consuelo del Señor-
conservando el corazón de corderos que, aunque rodeado de lobos, saben
que ganarán porque cuentan con la ayuda del pastor (cf. San Juan Crisós-
tomo, Hom 33.1: PG 57,389).

LA HUMILDAD Y LA SIMPLICIDAD SON EL ESTILO DE DIOS


20180914 Discurso Capítulo general Frailes Menores Capuchinos
Siguiendo los pasos del Divino Maestro y el ejemplo de San Francisco,
que encontrando a los leprosos encontró humildad y servicio, os esforzáis
por vivir las relaciones y la actividad religiosa en la gratuidad, la humildad
y la mansedumbre. Así, podéis realizar con gestos concretos y cotidianos
la "menoría" que caracteriza a los seguidores de Francisco. Es un don
precioso y de gran necesidad para la Iglesia y para la humanidad de nues-
tro tiempo. Así actúa el Señor: hace las cosas simplemente. La humildad y
la simplicidad son el estilo de Dios; y este es el estilo que todos los cris-
tianos estamos llamados a asumir en nuestra vida y en nuestra misión. La
verdadera grandeza es hacerse pequeños y servidores.
Con esta menoría en el corazón y en el estilo de vida, dais vuestra
aportación al gran compromiso de la Iglesia con la evangelización. Lo
hacéis mediante la generosidad del apostolado en contacto directo con
diferentes pueblos y culturas, especialmente con tantas personas pobres y
que sufren. Os animo en este esfuerzo, que en el Capítulo general habéis
compartido a nivel internacional, exhortándoos a no desanimaros ante las
dificultades, entre ellas la disminución del número de frailes en ciertas
zonas, sino a renovar cada día la confianza y la esperanza en la ayuda de
la gracia de Dios. La alegría del Evangelio, que fascinó irresistiblemente
al Pobrecillo de Asís, sea la fuente de vuestra fuerza y de vuestra constan-
cia porque con la referencia a la Palabra de Jesús todo aparece con una
nueva luz, la del amor providencial de Dios. Cada vez que acudimos a la
fuente para recuperar la frescura original del Evangelio, surgen nuevos
caminos, nuevos enfoques pastorales y métodos creativos que se adhieren
a las circunstancias actuales.
226
Nuestro tiempo muestra signos de un evidente malestar espiritual y
moral, debido a la pérdida de las referencias seguras y consoladoras de la
fe. ¡Cuánta necesidad tienen hoy las personas de ser acogidas, escuchadas,
iluminadas con amor! ¡Y qué gran tradición tenéis vosotros, los Capuchi-
nos, en la proximidad de todos los días a la gente, en compartir los pro-
blemas concretos, en la conversación espiritual y en la administración del
Sacramento de la Reconciliación! No dejéis de ser maestros de oración, de
cultivar la robusta espiritualidad, que comunica a todos el llamado de las
"cosas de allá arriba".
En esto, seréis más convincentes si también vuestras comunidades y
estructuras manifiestan sobriedad y frugalidad, una señal visible de esa
primacía de Dios y de su Espíritu de la cual las personas consagradas se
comprometen a dar un testimonio límpido. En esta perspectiva, también la
gestión transparente y profesional de los recursos económicos es imagen
de una verdadera familia que camina en corresponsabilidad y solidaridad
entre sus miembros y con los pobres. Otro aspecto importante de la vida
de vuestras comunidades es la unidad y la comunión, que se realizan dedi-
cando un amplio espacio a la escucha y el diálogo para fortalecer el dis-
cernimiento fraterno.
La historia de vuestra Orden está repleta de testigos valientes de Cristo
y del Evangelio, muchos de los cuales proclamados santos y beatos. Su
santidad confirma la fecundidad de vuestro carisma y demuestra las señas
de vuestra identidad: la consagración total a Dios hasta el martirio, cuando
es requerido, la vida sencilla entre la gente, la sensibilidad hacia los po-
bres, el acompañamiento espiritual como cercanía y humildad que nos
permite acoger a todos. En el surco de este estilo de vida, caminad anima-
dos por un renovado celo para adentraros, con libertad profética y sabio
discernimiento, por caminos apostólicos valientes y fronteras misioneras,
cultivando siempre la colaboración con los obispos y los otros miembros
de la comunidad eclesial.
Vuestra identidad carismática, enriquecida por la variedad cultural de
vuestra familia religiosa, es más que nunca válida y constituye una pro-
puesta atractiva para muchos jóvenes del mundo que buscan autenticidad
y esencialidad. Que la fraternidad brille como un elemento calificativo de
vuestra vida consagrada, alejando de vosotros toda actitud elitista, estimu-
lándoos a buscar siempre el encuentro entre vosotros y con todos, espe-
cialmente con los muchos sedientos del amor misericordioso que solo
Cristo puede ofrecernos.

VIVIR LA DICHA DE LA PEQUEÑEZ, PEQUEÑO REBAÑO


20180915 Discurso en Piazza Armerina, aniv. muerte Pino Puglisi
Os exhorto, por lo tanto, a comprometeros con la nueva evangelización
de este territorio central siciliano, precisamente a partir de sus cruces y
sufrimientos. Después de completar el bicentenario de vuestra diócesis, os
espera una misión emocionante, para volver a presentar el rostro de
227
una Iglesia sinodal y de la Palabra; Iglesia de la caridad misionera; Igle-
sia Comunidad Eucarística.
La perspectiva de una Iglesia sinodal y de la Palabra requiere el coraje
de escucharse recíprocamente, pero sobre todo de escuchar la Palabra del
Señor. Por favor, no antepongáis nada al núcleo esencial de la comunión
cristiana, que es la Palabra de Dios, sino hacedla vuestra en especial a
través de la lectio divina, momento maravilloso de encuentro corazón a
corazón con Jesús, de descanso a los pies del divino Maestro. Palabra de
Dios y comunión sinodal son la mano extendida a los que viven entre
esperanzas y decepciones e invocan una Iglesia misericordiosa cada vez
más fiel al Evangelio y abierta para recibir a los que se sienten derrotados
en el cuerpo y en el espíritu, o son relegados a los márgenes. Para llevar a
cabo esta misión, es necesario referirse siempre al espíritu de la primera
comunidad cristiana que, animada por el fuego de Pentecostés, fue testigo
valiente de Jesús Resucitado. Entrad con confianza, queridos hermanos y
hermanas, en el tiempo del discernimiento y de las opciones fecundas,
útiles para vuestra felicidad y para el desarrollo armonioso. Pero para ir
adelante así, tenéis que estar acostumbrados a la Palabra de Dios: leed el
Evangelio todos los días, un pasaje pequeño del Evangelio. (…)
Para ser Iglesia de caridad misionera, se debe prestar atención al ser-
vicio de la caridad que hoy es requerido por circunstancias concretas. Los
sacerdotes, los diáconos, las personas consagradas y los fieles laicos están
llamados a sentir compasión evangélica – esta palabra es clara, es lo que
sentía Jesús: compasión evangélica- por los muchos males de la gente,
convirtiéndoos en apóstoles de la misericordia viaja por la zona, a imita-
ción de Dios, que "es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia cons-
tante y renovadora. "(Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, 134).
Id con sencillez a través de las callejuelas, los cruces de caminos, las pla-
zas y lugares de la vida diaria, y llevad a todos la buena noticia de que es
posible una convivencia justa entre nosotros, agradable y amable, y de que
la vida no es maldición oscura que hay que soportar con fatalismo, sino
con confianza en la bondad de Dios y en la caridad de los hermanos. (…)
El tercer elemento que os indico es el de la Iglesia comunidad eucarís-
tica. De allí, de la Eucaristía sacamos el amor de Cristo para llevarlo a las
calles del mundo, para ir con él al encuentro de nuestros hermanos. Con
Él, -este es el secreto-, podemos consagrar toda la realidad a Dios, hacer
que su rostro se imprima en vuestros rostros, que su amor llene los vacíos
del amor. Por cuanto respecta a la participación en la Santa Misa, espe-
cialmente la misa dominical, es importante no estar obsesionado por los
números: os exhorto a vivir la dicha de la pequeñez, de ser semilla de
mostaza, pequeño rebaño, puñado de la levadura, llama resistente, piedre-
cilla de sal. Cuántas veces he oído: “Ah, padre, yo rezo, pero no voy a
misa”. Pero, ¿por qué? “Porque el sermón me aburre, dura cuarenta minu-
tos”. No, toda la misa tiene que durar cuarenta minutos, pero un sermón
que dure más de ocho minutos no funciona.
La Eucaristía y el sacerdocio ministerial son inseparables: el sacerdote
es el hombre de la Eucaristía. Dirijo un pensamiento particular a los pres-
228
bíteros, buenos hermanos, y los exhorto a estar cerca del obispo y entre
ellos, para llevar el Señor a todos. Queridos sacerdotes, ¡qué necesario es
construir pacientemente la alegría de la familia presbiteral, amándonos y
apoyándonos unos a otros! Es bueno trabajar juntos, considerando a los
hermanos "superiores a vosotros mismos" (véase Filipenses 2: 3). En me-
dio del pueblo de Dios que se os ha confiado, estáis llamado a ser los
primeros en superar las barreras, los prejuicios que dividen; el primero en
detenerse en humilde contemplación ante la difícil historia de esta tierra,
con la sabia caridad pastoral que es un don del Espíritu; los primeros en
indicar los caminos a través de los cuales la gente puede ir hacia espacios
abiertos de rescate y verdadera libertad. Consolados por Dios, vosotros
podréis ser consoladores, enjugar lágrimas, sanar heridas, reconstruir
vidas, vidas rotas que se confían fielmente a vuestro ministerio
(véase Hechos 5: 14-16). Me permito daros una receta a vosotros, los
sacerdotes, no sé si servirá: ¿Cómo acabo el día? ¿Tengo que tomar pasti-
llas para dormir? Entonces algo no ha ido bien. Pero si termino el día
cansado, cansadísimo, las cosas han ido bien. Esto es un punto importante.

DANDO LA VIDA SE ENCUENTRA LA ALEGRÍA


20180915 Homilía Palermo 25° aniv. muerte Pino Puglisi
Hoy Dios nos habla de la victoria y de la derrota. San Juan en la pri-
mera lectura presenta la fe como "la victoria que ha vencido al mundo" (1
Jn 5,4), mientras el Evangelio recoge las palabras de Jesús: "El que ama su
vida la pierde" (Jn 12,25).
Esta es la derrota: pierde quien ama su vida. ¿Por qué? Ciertamente, no
porque haya que odiar la vida: la vida debe ser amada y defendida, ¡es el
primer don de Dios! Lo que lleva a la derrota es amar la propia vida, es
decir, amar lo propio. El que vive para sí mismo pierde, nosotros decimos
que es un egoísta. Parecería lo contrario. El que vive para sí mismo, el que
multiplica su facturación, el que tiene éxito, el que satisface plenamente
sus necesidades parece un ganador a los ojos del mundo. La publicidad
nos machaca con esta idea, - la idea de buscar lo propio, del egoísmo- pero
Jesús no está de acuerdo y la rechaza. Según él, quien vive para sí mismo
no solo pierde algo, sino toda la vida; mientras el que se entrega encuentra
el sentido de la vida y gana.
Entonces hay que elegir: amor o egoísmo. El egoísta piensa en cuidar
de su vida y está apegado a las cosas, al dinero, al poder, al placer. Enton-
ces el diablo tiene las puertas abiertas. El diablo entra “por los bolsillos”,
si estás apegado al dinero. El diablo hace que creas que todo está bien,
pero en realidad el corazón está anestesiado de egoísmo. El egoísmo es
una anestesia muy potente. Este camino siempre termina mal: al final uno
se queda solo, con el vacío dentro. El final de los egoístas es triste: vacíos,
solos, rodeados solamente de los que quieren heredar. Es como el grano
del Evangelio: si permanece cerrado, se queda bajo tierra. Si, en cambio,
se abre y muere, da fruto en la superficie.
229
Pero podríais decirme: darse, vivir para Dios y para los demás es un
gran esfuerzo para nada, el mundo no rueda así: para salir adelante no se
necesitan granos de trigo, se necesita dinero y poder. Pero es una gran
ilusión: el dinero y el poder no liberan al hombre, lo esclavizan. Escuchad:
Dios no ejerce el poder para resolver nuestros males y los del mundo. Su
camino es siempre el del amor humilde: solo el amor libera en el interior,
da paz y alegría. Esta es la razón por la cual el verdadero poder, el poder
según Dios, es el servicio. Lo dice Jesús. Y la voz más fuerte no es la del
que grita más. La voz más fuerte es la oración. Y el mayor éxito no es la
propia fama, como un pavo real, no. La gloria más grande, el mayor éxito
es el testimonio.
Queridos hermanos y hermanas, hoy estamos llamados a elegir de qué
lado estamos: vivir para nosotros mismos – con las manos cerradas (hace
el gesto) -o dar la vida, con las manos abiertas (hace el gesto). Solo dando
la vida se derrota el mal. Un precio muy alto, pero solo así (se derrota el
mal). Don Pino nos lo enseña: no vivía para ser visto, no vivía de llama-
mientos contra la mafia, y tampoco se contentaba con no hacer nada malo,
pero sembraba el bien, tanto bien. La suya parecía la lógica de un perde-
dor, mientras la lógica de la cartera parecía la ganadora. Pero el padre Pino
tenía razón: la lógica del dios-dinero es siempre perdedora. Miremos den-
tro de nosotros. Tener empuja siempre a querer: tengo una cosa e inmedia-
tamente quiero otra, y luego otra, más y más, sin fin. Cuanto más tienes,
más quieres: es una mala adicción. Es una mala adicción. Es como una
droga. El que se infla de cosas estalla. El que ama, en cambio, se encuen-
tra a sí mismo y descubre que hermoso es ayudar, qué hermoso es servir;
encuentra alegría dentro y una sonrisa fuera, como lo fue para Don Pino.
Hace veinticinco años, como hoy, cuando murió el día de su cumplea-
ños, coronó su victoria con una sonrisa, con esa sonrisa que no dejó dor-
mir por la noche a su asesino, que dijo, "había una especie de luz en aque-
lla sonrisa”. El padre Pino estaba indefenso, pero su sonrisa transmitía la
fuerza de Dios: no un resplandor cegador, sino una luz apacible que pene-
tra e ilumina el corazón. Es la luz del amor, del don, del servicio. Necesi-
tamos tantos sacerdotes sonrientes. Necesitamos cristianos sonrientes, no
porque se tomen las cosas a la ligera, sino porque son ricos solo de la
alegría de Dios, porque creen en el amor y viven para servir. Dando la
vida se encuentra la alegría, porque hay más alegría en dar que en recibir
(véase Hechos 20,35). Entonces me gustaría preguntaros: ¿También voso-
tros queréis vivir así? ¿Queréis dar vuestra vida, sin esperar a que otros
den el primer paso? ¿Queréis hacer el bien sin esperar algo a cambio, sin
esperar a que el mundo mejore? Queridos hermanos y hermanas ¿queréis
arriesgaros por este camino, arriesgaros por el Señor?
Don Pino, el sí, él sabía que estaba en peligro, pero sabía sobre todo
que el peligro real en la vida no es arriesgarse, es vivir entre el confort,
con las medias tintas, con los atajos. Dios nos libre de vivir por lo bajo,
contentándonos con verdades a medias. Las verdades a medias no sacian
el corazón, no hacen bien. Dios nos libre de una vida pequeña, que gira en
torno a la “calderilla”. Nos libre de pensar que todo está bien si a mí me va
230
bien y que los demás se las arreglen. Nos libre de creer que somos justos
si no hacemos nada para contrarrestar la injusticia. El que no hace nada
para contrarrestar la injustica no es un hombre o una mujer justo. Nos libre
de creer que somos buenos solo porque no hacemos nada malo. “Es bueno
–decía un santo- no hacer el mal. Pero es malo no hacer el bien” (san Al-
berto Hurtado). Señor, danos el deseo de hacer el bien; de buscar la ver-
dad que detesta la falsedad; de elegir el sacrificio, no la pereza; el amor,
no el odio; el perdón, no la venganza.
A los demás la vida se les da, no se les quita. No puedes creer en Dios
y odiar a tu hermano, quitar la vida con odio. La primera lectura recuerda
esto: “Si uno dice: "Amo a Dios" y odia a su hermano, es un mentiroso”
(1 Jn 4,20). Un mentiroso, porque desmiente la fe que dice que tiene, la fe
que profesa Dios-amor. El amor de Dios repudia toda violencia y ama a
todos los hombres. Por lo tanto, la palabra odio debe ser borrada de la vida
cristiana; por eso, uno no puede creer en Dios y maltratar a tu hermano.
No se puede creer en Dios y ser mafioso. El mafioso no vive como cris-
tiano, porque blasfema con su vida el nombre de Dios-amor. Hoy necesi-
tamos hombres y mujeres de amor, no hombres y mujeres de honor; de
servicio, no de dominio. Tenemos necesidad de caminar juntos, no de
perseguir el poder. Si la letanía de la mafia es: "Tu no sabes quién soy yo",
la cristiana es: "Yo te necesito". Si la amenaza mafiosa es: "Me la paga-
rás", la oración cristiana es: "Señor, ayúdame a amar". Por eso, digo a los
mafiosos: ¡Cambiad, hermanos y hermanas! Dejad de pensar en vosotros y
en vuestro dinero. Sabes, sabéis que “el sudario no tiene bolsillos”. No
podréis llevaros nada. ¡Convertíos al verdadero Dios de Jesucristo, queri-
dos hermanos y hermanas! Os digo a vosotros, mafiosos: si no lo hacéis
vuestra vida se perderá y será la peor de las derrotas.
Hoy el Evangelio termina con la invitación de Jesús: "Si alguien quiere
servirme, que me siga" (v.26). Que me siga, es decir, que se ponga en
camino. No se puede seguir a Jesús con las ideas, hay que moverse. "Si
cada uno hace algo, se puede hacer mucho", repetía don Pino. ¿Cuántos de
nosotros ponemos en práctica estas palabras? Hoy, ante él, preguntémo-
nos: “¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer por los demás, por la Iglesia,
por la sociedad?”. No esperes a que la Iglesia haga algo por ti, empieza tú.
No esperes a que lo haga la sociedad, ¡empieza tú! No pienses en ti mis-
mo, no huyas de tu responsabilidad, ¡elige el amor! Siente la vida de tu
gente necesitada, escucha a tu pueblo. Temed la sordera de no escuchar a
vuestro pueblo. Este es el único populismo posible: escuchar a vuestro
pueblo, el único "populismo cristiano": escuchar y servir a la gente, sin
gritar, acusar y provocar disputas.

SACERDOTE, HOMBRE DEL DON Y DEL PERDÓN


20180915 Discurso Clero, relig. y semin. 25 aniv. Pino Puglisi
Esta mañana hemos celebrado juntos la memoria del beato Pino Pugli-
si. Ahora quisiera compartir con vosotros tres aspectos básicos de su sa-
cerdocio, que pueden ayudar a nuestro sacerdocio y también ayudar a las
231
consagradas y consagrados no sacerdotes, a nuestro "sí" a Dios y a los
demás. Son tres verbos simples, por lo tanto, fieles a la figura de Don
Pino, que era simplemente un sacerdote, un verdadero sacerdote. Y como
sacerdote, un consagrado a Dios, porque también las monjas pueden parti-
cipar en esto.
El primer verbo es celebrar. También hoy, como en el centro de cada
Misa, hemos pronunciado las palabras de la Institución: "Tomad y comed
todos de él: este es mi cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros”. Estas
palabras no deben permanecer en el altar, deben calarse en la vida: son
nuestro programa de vida diaria. No solo debemos decirlas in persona
Christi, debemos vivirlas en primera persona. Tomad y comed, éste es mi
cuerpo ofrecido. Lo decimos a los hermanos, junto con Jesús las palabras
de la Institución, describen entonces nuestra identidad sacerdotal, nos
recuerdan que el sacerdote es hombre del don, del don de sí, todos los
días, sin vacaciones y sin descanso. Porque la nuestra, queridos sacerdo-
tes, no es una profesión sino una entrega; no es un trabajo, que también
puede servir para hacer carrera, sino una misión. Y así también la vida
consagrada. Todos los días podemos hacer el examen de conciencia, so-
lamente con estas palabras - Tomad y comed, éste es mi cuerpo ofrecido
por vosotros- y preguntarnos: “¿Hoy he dado la vida por amor del Señor?
¿Me he dejado comer por los hermanos?”. Don Pino vivió así: el epílogo
de su vida fue la consecuencia lógica de la misa que celebraba todos los
días.
Hay una segunda fórmula sacramental fundamental en la vida del sa-
cerdote: "Yo te absuelvo de tus pecados". Aquí está la alegría de dar el
perdón de Dios. Pero aquí el sacerdote, hombre del don, también se des-
cubre como hombre del perdón. También todos los cristianos debemos ser
hombres y mujeres de perdón. Los sacerdotes de manera especial en el
sacramento de la Reconciliación. En efecto, las palabras de Reconciliación
no solo dicen lo que sucede cuando actuamos in persona Christi, sino que
también nos muestran cómo actuar de acuerdo con Cristo. Yo te absuelvo:
el sacerdote, hombre del perdón, está llamado a encarnar estas palabras.
Es el hombre del perdón. Y del mismo modo, las religiosas son mujeres
del perdón. Cuántas veces en las comunidades religiosas no hay perdón,
hay habladurías, hay celos... No. Hombre del perdón, el sacerdote en la
confesión, pero también todos los consagrados hombres y mujeres del
perdón. El sacerdote no guarda rencor, no hace pesar lo que no ha recibi-
do, no devuelve mal por mal. El sacerdote es el portador de la paz de Je-
sús: benévolo, misericordioso, capaz de perdonar a los demás como Dios
los perdona a través de él (véase Ef. 4,32). Lleva concordia donde hay
división, armonía donde hay riña, serenidad donde hay animosidad. Pero
si el sacerdote es un chismoso, en lugar de llevar concordia, llevará divi-
sión, llevará guerra, llevará cosas que harán que el presbiterio termine
dividido en su interior y con el obispo. El sacerdote es un ministro de
reconciliación a tiempo completo: administra el "perdón y la paz" no solo
en el confesionario, sino en todas partes. Pidamos a Dios que sea-
mos portadores sanos del Evangelio, capaz de perdonar de corazón, de
232
amar a nuestros enemigos. Pensemos en tantos sacerdotes y tantas comu-
nidades donde se odian mutuamente como enemigos, por competencia,
celos, arribismo... ¡no es cristiano! Un obispo me dijo una vez: "Yo, algu-
nas comunidades religiosas y algunos sacerdotes los volvería a bautizar
para hacerlos cristianos". Porque se comportan como paganos. Y el Señor
nos pide que seamos hombres y mujeres de perdón, capaces de perdonar
de corazón, de amar a nuestros enemigos y de rezar por los que nos hacen
daño (cf. Mt. 18.35, 5.44). Esto de rezar por los que nos hacen daño parece
una cosa de museo... ¡No, tenemos que hacerlo hoy, hoy! La fuerza de
vosotros, sacerdotes, de vuestro sacerdocio, la fuerza de vosotros, religio-
sos, de vuestra vida consagrada, está aquí: rezar por aquellos que hacen el
mal, como Jesús.
El gimnasio donde entrenarse para ser hombres de perdón es el semi-
nario primero y el presbiterio después. Para los consagrados es la comuni-
dad. Todos sabemos que no es fácil perdonarnos entre nosotros: "¿Me
hiciste esto? ¡Me lo pagarás!". Pero no solo en la mafia, también en nues-
tras comunidades y en nuestros sacerdotes, así es como es. En el presbite-
rio y en la comunidad, hay que alimentar el deseo de unir, según Dios; no
el de dividir según el diablo. Grabémoslo en la mente. Donde hay divi-
sión, está el diablo, él es el gran acusador, el que acusa para dividir, ¡lo
divide todo! Allí, en el presbiterio y en la comunidad, los hermanos y las
hermanas deben ser aceptados, allí el Señor llama todos los días a trabajar
para superar las divergencias. Y esta es parte constitutiva de ser sacerdotes
y consagrados. No es un accidente, pertenece a la sustancia. Sembrar ciza-
ña, provocar divisiones, chismorrear, cotillear no son "pecadillos que
todos hacen", no: es negar nuestra identidad de sacerdotes, hombres del
perdón y de consagrados, hombres de comunión. Siempre debe distinguir-
se el error de quien lo comete, siempre deben ser amados y esperados el
hermano y la hermana. Pensamos en Don Pino, que estaba disponible para
todos y a todos esperaba con el corazón abierto, incluso a los delincuentes.
Sacerdote hombre del don y del perdón, he aquí cómo conjugar en la
vida el verbo celebrar. Puedes celebrar misa todos los días y luego ser un
hombre de división, de cotilleo, de celos, incluso un "criminal" porque
matas a tu hermano con la lengua. Y estas no son palabras mías, esto es lo
que dice el apóstol Santiago. Leed la carta de Santiago. También las co-
munidades religiosas pueden ir a misa todos los días, comulgar, pero con
odio en sus corazones por sus hermanos. El sacerdote es un hombre de
Dios las veinticuatro horas del día, no es un hombre de lo sagrado cuando
se pone las vestimentas. La liturgia sea vida para vosotros, no un ritual.
Por eso es fundamental orar a Aquel de quien hablamos, nutrirnos con la
Palabra que predicamos, adorar el Pan que consagramos y hacerlo todos
los días. Plegaria, Palabra, Pan; el Padre Pino Puglisi, llamado "3P", nos
ayuda a recordar estas tres "P" esenciales para cada sacerdote todos los
días, esenciales para todos los consagrados y consagradas todos los días:
Plegaria, Palabra, Pan. (…)
Os propongo un segundo verbo: acompañar. Acompañar es la piedra
angular de ser pastores hoy. Necesitamos ministros que encarnen la pro-
233
ximidad del Buen Pastor, de sacerdotes que sean íconos vivos de la pro-
ximidad. Debe enfatizarse esta palabra: "proximidad", porque es lo que
Dios ha hecho. Lo hizo primero con su pueblo. Sobre esto también los
reprocha en el Deuteronomio – pensadlo - les dice: "Decidme, ¿habéis
visto alguna vez un pueblo que tenga dioses tan cercanos a él como voso-
tros tenéis a vuestro Dios cerca de vosotros?". Esta cercanía, esta proximi-
dad de Dios en el Antiguo Testamento, se hizo carne, se hizo uno de noso-
tros en Jesucristo. Dios se hizo cercano aniquilándose, vaciándose, así dice
Pablo. Proximidad, debemos retomar esta palabra. Pobres de bienes y de
proclamaciones, ricos de relación y de comprensión. Pensemos de nuevo
en don Puglisi que, más que hablar de los jóvenes, hablaba con los jóve-
nes. Estar con ellos, seguirlos, hacer que broten junto a ellos las preguntas
más verdaderas y las respuestas más hermosas. Es una misión que surge
de la paciencia, de la escucha cordial, del tener un corazón de padre, cora-
zón de madre, para las religiosas, y nunca un corazón de amo. El arzobis-
po nos habló sobre el apostolado "del oído", la paciencia de escuchar. La
pastoral se hace así con paciencia y dedicación, por Cristo y a tiempo
completo.
Don Pino arrancaba del malestar simplemente haciendo de cura con
corazón de pastor. Aprendamos de él a rechazar cualquier espiritualidad
incorpórea y a ensuciarnos las manos con los problemas de las personas. A
mí me huele mal esa espiritualidad que te lleva a estar con los ojos vueltos
hacia arriba, cerrados o abiertos, y siempre estás ahí... ¡Eso no es católico!
Salgamos al encuentro de las personas con la simplicidad de aquellos que
quieren amarlos con Jesús en el corazón, sin proyectos faraónicos, sin las
modas del momento. A nuestra edad, hemos visto tantos proyectos pasto-
rales faraónicos... ¿Qué han hecho? ¡Nada! Los proyectos pastorales, los
planes pastorales son necesarios, pero como un medio, un medio para
ayudar a la proximidad, a la predicación del Evangelio, pero en sí mismos
no sirven. El camino del encuentro, de la escucha, del compartir es el
camino de la Iglesia. Crecer juntos en la parroquia, seguir el recorrido de
los jóvenes en la escuela, acompañar de cerca las vocaciones, las familias
y los enfermos; crear lugares de encuentro donde rezar, reflexionar, jugar,
pasar el tiempo de una manera saludable y aprender a ser buenos cristia-
nos y ciudadanos honestos. Esta es una pastoral que genera, y que regene-
ra al sacerdote mismo, a la religiosa misma.
Quisiera decir algo especialmente a las religiosas: vuestra misión es
grande, porque la Iglesia es una madre y su manera de acompañar siempre
debe tener un rasgo materno. Vosotras religiosas, pensad que sois un ícono
de la Iglesia, porque la Iglesia es mujer, esposa de Cristo, vosotras sois
ícono de la Iglesia. Pensad que sois un ícono de la Virgen, que es la madre
de la Iglesia. Vuestra maternidad hace mucho bien, mucho. Una vez, -lo
he contado muchas veces-, lo digo brevemente. Donde trabajaba mi padre,
había tantos inmigrantes después de la guerra española, comunistas, socia-
listas... todos come curas. Uno de ellos se enfermó, lo trataron 30 días en
casa, porque iba a curarlo una monja; él tenía una enfermedad muy mala,
muy difícil de tratar. En los primeros días le soltó todas las palabrotas que
234
sabía, y la monja lo curaba en silencio. Una vez que la historia termina,
ese hombre se reconcilió. Y una vez, saliendo del trabajo junto con otros,
dos monjas pasaban y los otros decían palabrotas y él le dio un puñetazo a
uno ellos y lo tiró al suelo y dijo: "Con Dios y con los sacerdotes, vale,
¡pero la Virgen y las monjas ni las toques!”. Vosotras sois la puerta por-
que sois madres y la Iglesia es madre. La ternura de una madre, la pacien-
cia de una madre... Por favor, no quitéis valor a vuestro carisma de muje-
res y al carisma de consagradas. Es importante que os involucréis en la
pastoral para revelar el rostro de la Iglesia madre. Es importante que los
obispos os llamen a los consejos, en los diversos consejos pastorales,
porque la voz de la mujer siempre es importante, la voz de la persona
consagrada es importante. Y me gustaría dar las gracias a las contemplati-
vas que, con la oración y el don total de la vida, son el corazón de la Igle-
sia madre y bombean en el Cuerpo de Cristo el amor que conecta todo.
Celebrar, acompañar y ahora el último verbo, que en realidad es lo
primero que se debe hacer: testimoniar. Esto nos concierne a todos y, en
particular, se aplica a la vida religiosa, que es en sí misma testimonio y
profecía del Señor en el mundo. En el apartamento donde vivió el Padre
Pino resalta una simplicidad genuina. Es el signo elocuente de una vida
consagrada al Señor, que no busca el consuelo y la gloria del mundo. La
gente busca esto en el sacerdote y en los consagrados, busca el testimonio.
La gente no se escandaliza cuando ve que el sacerdote "resbala", es un
pecador, se arrepiente y continúa ... El escándalo de las personas es cuan-
do ve sacerdotes mundanos, con el espíritu del mundo. El escándalo de la
gente es cuando encuentra en el sacerdote un funcionario, no un pastor. Y
esto grabadlo en vuestra mente y en vuestro corazón: ¡pastores sí, funcio-
narios no! La vida habla más que las palabras. El testimonio es contagio-
so. Ante Don Pino pidamos la gracia de vivir el Evangelio como él: a la
luz del sol, inmerso en su pueblo, rico solo del amor de Dios. Se puede
discutir tanto sobre la relación entre la Iglesia y el mundo y entre el Evan-
gelio y la historia, pero no sirven si el Evangelio no pasa antes por la pro-
pia vida. Y el Evangelio nos pide, hoy más que nunca, esto: servir en
simplicidad, en testimonio. Esto significa ser ministros: no hacer funcio-
nes, sino servir felices, sin depender de las cosas que pasan y sin unirse a
los poderes del mundo. Así, libres para testimoniar, se manifiesta que la
Iglesia es sacramento de salvación, es decir, signo que indica e instrumen-
to que ofrece salvación al mundo.
La Iglesia no está por encima del mundo, -esto es clericalismo-, la
Iglesia está dentro del mundo, para hacerlo fermentar, como levadura en la
masa. Por esto, queridos hermanos y hermanas, hay que ahuyentar toda
forma de clericalismo. Es una de las perversiones más difíciles de eliminar
hoy en día, el clericalismo: que no tengan ciudadanía en vosotros actitudes
altaneras, arrogantes o dominantes. Para ser testigos creíbles, hay que
recordar que antes de ser sacerdotes, somos siempre diáconos; antes de ser
ministros sagrados, somos hermanos de todos, siervos. ¿Qué diríais a un
obispo que me dice que algunos de sus sacerdotes no quieren ir a una
aldea cercana para decir una misa de difuntos si no llega antes la oferta?
235
¿Qué le diríais a ese obispo? ¡Y los hay! ¡Hermanos y hermanas, los hay!
Recemos por estos hermanos, funcionarios. También el arribismo y el
favorecer a la parentela son enemigos que deben ser expulsados, porque su
lógica es la del poder, y el sacerdote no es un hombre de poder, sino de
servicio. La monja no es una mujer de poder, sino de servicio. Testimo-
niar, entonces, significa huir de toda duplicidad; esa hipocresía, que está
tan estrechamente ligada al clericalismo; escapar de toda duplicidad de
vida, en el seminario, en la vida religiosa, en el sacerdocio. No se puede
vivir una doble moral: una para el pueblo de Dios y otra en el propio ho-
gar. No, el testimonio es solo uno. El testigo de Jesús siempre le pertene-
ce. Y por amor suyo emprende una batalla diaria contra sus vicios y contra
toda mundanidad alienante.
Finalmente, testigo es el que, sin tanta palabrería, pero con una sonrisa
y con serenidad confiada sabe cómo animar y consolar, porque revela con
naturalidad la presencia de Jesús resucitado y vivo. Os deseo sacerdotes,
consagrados y consagradas, seminaristas, que seáis testigos de la esperan-
za, como bien dijo don Pino: "Para los desorientados, el testimonio de la
esperanza no indica qué es la esperanza, sino quién es la esperanza. La
esperanza es Cristo, y se indica lógicamente a través de la propia vida
orientada hacia Cristo "(Discurso a la Conferencia del Movimiento "Pre-
sencia del Evangelio", 1991). No con las palabras.

¿CÓMO ESCUCHAR LA VOZ DEL SEÑOR?


20180915 Discurso jóvenes Palermo 25° aniv. muerte Pino Puglisi
Conocía las tres preguntas… La primera, la tuya, era sobre cómo escu-
char la voz del Señor y madurar una respuesta. Pero yo preguntaría: ¿Có-
mo se escucha al Señor? ¿Cómo se escucha? ¿Dónde habla el Señor?
¿Tienes el número de teléfono del Señor para llamarlo? ... ¿Cómo se escu-
cha al Señor? Os diré esto, y en serio: El Señor no se escucha estando en
un sillón. ¿Entendido? Sentado, cómodo, sin hacer nada, y me gustaría
escuchar al Señor. Te aseguro que escucharás cualquier cosa excepto al
Señor. El Señor, con la vida cómoda, en un sillón, no puede ser escucha-
do. Permanecer sentados, en la vida, -escuchad esto, es muy importante
para vuestra vida de jóvenes- permanecer sentado crea interferencia con la
Palabra de Dios, que es dinámica. La Palabra de Dios no es estática, y si
estás estático no puedes oírlo. A Dios lo descubres caminando. Si no estás
en camino para hacer algo, trabajar para otros, dar testimonio, hacer el
bien, nunca escucharás al Señor. Para escuchar al Señor debemos estar en
camino, no esperando que algo suceda mágicamente en la vida. Lo vemos
en la fascinante historia de amor que es la Biblia. Aquí el Señor continua-
mente llama a los jóvenes. Siempre, continuamente. Y le gusta hablar a los
jóvenes mientras están en camino - por ejemplo, pensad en los dos discí-
pulos de Emaús - o mientras están ocupados - pensad en David que estaba
cuidando el rebaño, mientras que sus hermanos estaban en casa tranquilos,
o en la guerra. Dios detesta la pereza y ama la acción. Grabáoslo en el
corazón y en la mente: Dios detesta la pereza y ama la acción. La gente
236
perezosa no puede heredar la voz del Señor. ¿Entendido? Pero no se trata
de moverse para mantenerse en forma, de correr todos los días para entre-
nar. No, no se trata de eso. Se trata de mover el corazón, poner el corazón
en camino. Pensad en el joven Samuel. Estaba de día y de noche en el
templo, y , sin embargo, estaba en constante movimiento, porque no esta-
ba inmerso en sus asuntos, sino a la búsqueda. Si quieres escuchar la voz
del Señor, ponte en marcha, vive en búsqueda. El Señor habla a aquellos
que buscan. Aquellos que buscan, caminan. Estar a la búsqueda es siempre
saludable; sentirse ya llegados, especialmente para vosotros, es trágico.
¿Entendido? ¡Nunca sintáis que habéis llegado, nunca! Me gusta decir,
retomando la imagen del sillón, me gusta decir que es malo ver a un joven
jubilado, jubilado. ¡Es feo! Un joven debe estar en camino, no jubilado. La
juventud te empuja a esto, pero si te jubilas a los 22 años, ¡has envejecido
demasiado temprano, demasiado temprano!
Jesús nos da un consejo para escuchar la voz del Señor: "Buscad y en-
contraréis" (Lc 11: 9). Sí, pero ¿dónde buscar? No en el teléfono, como
dije: allí las llamadas del Señor no llegan. No en la televisión, donde el
Señor no tiene canal. Ni siquiera en la música ensordecedora y en el atur-
dimiento que atonta: allí se interrumpe la línea con el cielo. El Señor tam-
poco se busca en el espejo - esto es un peligro, escuchadme bien: el Señor
tampoco se busca en el espejo - donde estando solos corréis el peligro de
decepcionaros de lo que sois. Esa amargura que sentís, a veces, que con-
duce a la tristeza: "¿Pero quién soy? ¿Qué hago? No sé qué hacer ..." y te
lleva a la tristeza. No. En camino, siempre en camino. No lo busquéis en
vuestra habitación, encerrados en vosotros mismos para pensar en el pasa-
do o deambular con el pensamiento en un futuro desconocido. No, Dios
habla ahora en la relación. En el camino y en la relación con los demás.
No os encerréis en vosotros mismos, confiad en Él, confiadle todo a Él,
buscadlo en la oración, buscadlo en el diálogo con los demás, buscadlo
siempre en movimiento, buscadlo en el camino. Comprenderéis que Jesús
cree en vosotros más de lo que vosotros creéis en vosotros mismos. Esto
es importante: Jesús cree en vosotros más de lo que vosotros creéis en
vosotros mismos. Jesús os ama más de lo que os amáis a vosotros mismos.
Buscadlo en el camino: os espera. Formad un grupo, haced amigos, cami-
nad, encontraos, haced Iglesia así, caminad. El Evangelio es escuela de
vida, el Evangelio siempre nos lleva al camino. Creo que esta es la manera
de prepararse para escuchar al Señor.
Y entonces, escucharás la invitación del Señor para hacer una cosa u
otra ... En el Evangelio vemos que a alguno le dice: "Sígueme". A otro le
dice: "Ve y haz esto ...". El Señor te hará escuchar lo que quiere de ti, pero
sólo si no estás sentado, si estás en camino, si buscas a los otros y tratas de
dialogar y hacer comunidad con otros, y sobre todo si rezas. Reza con tus
palabras: con lo que te sale del corazón. Es la oración más hermosa. Jesús
siempre nos llama a remar lejos: no te contentes con mirar el horizonte
desde la playa, no, adelante. Jesús no quiere que te quedes sentado, te
invita a salir al campo. Él no quiere que estés detrás de la escena para
espiar a los demás o en las gradas para comentar : él te quiere en el esce-
237
nario. ¡Entra en juego! ¿Tienes miedo de que te salga mal? Que te salga
mal, paciencia. A todos nos ha pasado. Pasar vergüenza no es el drama de
la vida. El drama de la vida es no dar la cara, ¡ese es el drama! ¡Es no dar
la vida! Mejor cabalgar hermosos sueños y que algo salga mal, que con-
vertirse en jubilados de vida tranquila - barrigones, allí, cómodos -. Mejor
buenos idealistas que perezosos realistas: ¡mejor ser Don Quijote que
Sancho Panza!
Y otra cosa que puede ayudaros, lo dije de paso, pero quiero repetirlo:
¡Soñad a lo grande! ¡Soñad a lo grande, grande! Porque en los grandes
sueños encontrarás muchas, tantas palabras del Señor que te está diciendo
algo. Caminar, buscar, soñar ... Un último verbo que ayuda a escuchar la
voz del Señor es servir, hacer algo por los demás. Siempre para los demás,
no replegado en sí mismo, como aquellos que se llaman: Yo, mi, me,
conmigo” esa gente que vive para sí misma, pero que termina como el
vinagre, tan malo ...

ACOGER A CRISTO EN EL CENTRO DE LA PROPIA VIDA


20180916 Ángelus
En el pasaje evangélico de hoy (cf. Marcos 8, 27-35) vuelve la pregun-
ta que atraviesa todo el Evangelio de Marcos: ¿Quién es Jesús? Pero esta
vez es Jesús mismo quien la hace a los discípulos, ayudándolos gradual-
mente a afrontar el interrogativo sobre su identidad. Antes de interpelarlos
directamente, a los Doce, Jesús quiere escuchar de ellos qué piensa de Él
la gente y sabe bien que los discípulos son muy sensibles a la popularidad
del Maestro. Por eso, pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?»
(v. 27) De ahí emerge que Jesús es considerado por el pueblo como un
gran profeta. Pero, en realidad, a Él no le interesan los sondeos de las
habladurías de la gente. Tampoco acepta que sus discípulos respondan a
sus preguntas con fórmulas prefabricadas, citando a personajes famosos de
la Sagrada Escritura, porque una fe que se reduce a las fórmulas es una fe
miope.
El Señor quiere que sus discípulos de ayer y de hoy establezcan con Él
una relación personal, y así lo acojan en el centro de sus vidas. Por este
motivo los exhorta a ponerse con toda la verdad ante sí mismos y les pre-
gunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Jesús, hoy, nos
vuelve a dirigir esta pregunta tan directa y confidencial a cada uno de
nosotros: «¿Tú quién dices que soy? ¿Vosotros quién decís que soy?
¿Quién soy yo para ti?». Cada uno de nosotros está llamado a responder,
en su corazón, dejándose iluminar por la luz que el Padre nos da para
conocer a su Hijo Jesús. Y puede sucedernos a nosotros lo mismo que le
sucedió a Pedro, y afirmar con entusiasmo: «Tú eres el Cristo».
Cuando Jesús les dice claramente aquello que dice a los discípulos, es
decir, que su misión se cumple no en el amplio camino del triunfo, sino en
el arduo sendero del Siervo sufriente, humillado, rechazado y crucificado,
entonces puede sucedernos también a nosotros como a Pedro, y protestar y
rebelarnos porque eso contrasta con nuestras expectativas, con las expec-
238
tativas mundanas. En esos momentos, también nosotros nos merecemos el
reproche de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Porque tus pensamien-
tos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 33).
Hermanos y hermanas, la profesión de fe en Jesucristo no puede que-
darse en palabras, sino que exige una auténtica elección y gestos concre-
tos, de una vida marcada por el amor de Dios, de una vida grande, de una
vida con tanto amor al prójimo. Jesús nos dice que, para seguirle, para ser
sus discípulos, se necesita negarse a uno mismo (cf. v. 34), es decir, los
pretextos del propio orgullo egoísta y cargar con la cruz. Después da a
todos una regla fundamental. ¿Y cuál es esta regla? «Quien quiera salvar
su vida, la perderá». A menudo, en la vida, por muchos motivos, nos equi-
vocamos de camino, buscando la felicidad solo en las cosas o en las per-
sonas a las que tratamos como cosas. Pero la felicidad la encontramos
solamente cuando el amor, el verdadero, nos encuentra, nos sorprende, nos
cambia. ¡El amor cambia todo! Y el amor puede cambiarnos también a
nosotros, a cada uno de nosotros. Lo demuestran los testimonios de los
santos.

COMPAÑEROS DE VIAJE DE LAS NUEVAS GENERACIONES


20180920 Discurso Hijos de Santa María Inmaculada
La Iglesia no se cansa de exhortar a los religiosos a una fidelidad di-
námica a su propia identidad carismática, con docilidad al Espíritu y un
fuerte sentido eclesial. Esta fidelidad dinámica requiere un discernimiento
constante, que a su vez es un don sobrenatural (cf., Exhortación Apostóli-
ca Gaudete et exsultate, 170), pero también requiere compromiso, escu-
cha, diálogo. El lema de vuestro Capítulo General fueron las palabras del
Señor recogidas en el Evangelio de Juan: "En esto conocerán todos que
sois mis discípulos, en que os améis los unos a los otros" (Jn 13, 35). Os
animo a vivir el mandamiento de Jesús cada vez más como un verdade-
ro distintivo de vuestro ser cristianos y consagrados, siguiendo la estela de
Giuseppe Frassinetti, que cultivó las amistades espirituales y promovió la
fraternidad entre los sacerdotes.
El Concilio Vaticano II ha reafirmado clara y profundamente la voca-
ción universal de los fieles a la santidad, enraizada en la llamada bautis-
mal. Mis predecesores han desarrollado este tema con una gran riqueza de
motivaciones y creatividad de expresiones. Se ha hablado de la medida
alta de la vida cristiana, de la necesidad de difundir la vida buena del
Evangelio con ternura, coherencia y coraje.
Entre los pastores que, en el siglo XIX, difundieron el ideal de la santi-
ficación del pueblo de Dios, merece también un lugar destacado el Vene-
rable Frassinetti, tanto por el ejemplo de su vida y de sus relaciones, como
por sus escritos ricos de ánimo para un camino humilde, sereno y valiente
en el seguimiento de Cristo. Él pone en la base de la amistad con Dios, el
deseo de amar y el ofrecimiento de todo su ser a Él. Es bueno, por tanto,
que os dediquéis a la fructificación de los ideales “frassinettianos” en la
239
vida diaria, atesorando de la espiritualidad eclesial cosas nuevas y cosas
antiguas (ver Mt 13:52).
Un elemento importante de vuestro carisma se refiere al compromiso
vocacional, con particular atención a todas las dimensiones de la vida de
consagración especial. Sabemos que siempre es Dios quien llama, pero
podemos y debemos trabajar juntos para crear buenos terrenos donde la
semilla desbordante de la llamada pueda echar raíces y no desperdiciarse.
La Iglesia también se preocupa con solicitud de la formación inicial y
permanente de los llamados, tanto a la vida sacerdotal como a la religiosa.
En vuestro último capítulo, esta cuestión ha sido tratada adecuadamente,
haciéndoos eco del gran ardor vocacional de Giuseppe Frassinetti. Espero
que este compromiso de oración, de catequesis, de acompañamiento, de
formación vocacional siempre tenga un lugar privilegiado en la vida y la
pastoral de vuestra congregación.
Me gustaría referirme al próximo Sínodo de los Obispos sobre el te-
ma: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. La participación
espiritual en este evento, que interesa a todos los fieles, debería encontra-
ros particularmente sensibles y colaboradores en virtud de la dimensión
educativa y juvenil de vuestro carisma. Don Frassinetti, como su amigo
Don Bosco, se dieron cuenta del papel estratégico de las nuevas genera-
ciones en una sociedad dinámica y proyectada en el futuro. Os exhorto a
amar las nuevas generaciones, a haceros compañeros de viaje de su ca-
mino, a veces confuso pero lleno de sueños, que también son parte de la
llamada de Dios.

REZAR ES LA PRIMERA TAREA DEL SACERDOTE


20180921 Discurso Curia Arquidiócesis de Valencia
Valencia es tierra de santos y celebra este año el jubileo por uno de
ellos, san Vicente Ferrer, que trabajó y se empeñó con todas sus fuerzas
por la unidad en la comunidad eclesial. Este santo propone a los sacerdo-
tes tres medios fundamentales para conservar la amistad y la unión con
Jesucristo: el primero es la oración, como alimento de todo sacerdote; el
segundo, la obediencia a la vocación de la predicación del Evangelio a
toda criatura79; y el tercero, la libertad en Cristo, para poder así beber el
cáliz del Señor en cualquier circunstancia (cf. Mt 20,22)80. Oración, obe-
diencia a la vocación de la predicación y libertad en Cristo. De algún mo-
do, la Iglesia en Valencia, al conservar la reliquia del santo cáliz en su
catedral, se hace testigo y portadora de la verdad de la salvación.
El sacerdote es hombre de oración, es el que trata a Dios de tú a tú,
mendigando a sus pies por su vida y por la de su pueblo. Un sacerdote sin
vida de oración no llega muy lejos; está ya derrotado y su ministerio se
resiente, yendo a la deriva. El pueblo fiel tiene buen olfato y percibe si su
pastor reza y tiene trato con el Señor. Se dan cuenta. Rezar es la primera

79
Cf. Sermón en la conmemoración de san Pablo Apóstol, 7-10.
80
Cf. Sermón en la fiesta de san Bartolomé, 10.
240
tarea para el obispo y para el sacerdote. La primera. De esta relación de
amistad con Dios se recibe la fuerza y la luz necesaria para afrontar cual-
quier apostolado y misión, pues el que ha sido llamado se va identificando
con los sentimientos del Señor y así sus palabras y hechos rezuman ese
sabor tan puro que da el amor de Dios81. Es lo que en lenguaje clásico
decimos: “este habla con unción”; eso viene de la vida en oración.
San Vicente Ferrer nos propone una sencilla oración: «Señor, perdó-
name. Tengo tal defecto o pecado, ayúdame»82. Cortita pero qué linda.
Una petición sincera y real, que se hace en silencio, y que tiene un sentido
comunitario. La vida interior del sacerdote repercute en toda la Iglesia,
empezando por sus fieles. Necesitamos la gracia para seguir en el camino
y para recorrerlo con todos los que nos han sido encomendados. El sacer-
dote, al igual que el obispo, va delante de su pueblo, pero también en
medio de su pueblo y detrás; allá donde se le necesita, y siempre con la
oración. Esta pastoral del movimiento en medio del rebaño. En medio del
pueblo, marca el rumbo, va para atrás para buscar los rezagados y cuidar,
se mete en el medio para tener el olfato del pueblo; y eso con la oración,
con el espíritu de oración. Necesitamos tener presente en nuestra vida a
aquellos que nos enseñaron a rezar: a nuestros abuelos, a nuestros padres,
a aquel sacerdote o religiosa, al catequista… Ellos nos precedieron y nos
transmitieron el amor al Señor; ahora nosotros tenemos que hacer lo mis-
mo. Yo recuerdo una oración que me enseñó mi abuela; yo tendría dos
años o tres años, más no tenía; y me llevó a su mesita de luz y ahí tenia
escrito un versito. “Me tenés que rezar esto todos los días, así te vas a
acordar de que la vida tiene un fin”. Yo no entendía mucho, pero el verso
lo tengo grabado desde los tres años: “Mira que te mira Dios, mira que te
está mirando, piensa que te has de morir y que no sabes cuándo”. Y me
ayudó. Era un poco tétrica la cosa, pero me ayudó.
El segundo aspecto es la obediencia para predicar el evangelio a toda
criatura. O sea, si el primero es rezar el segundo es la Palabra, anunciar. Y
ser obedientes. El Señor nos llama al sacerdocio para ser sus testigos ante
el mundo, para transmitir la alegría del Evangelio a todos los hombres;
esta es la razón de nuestro existir. No somos propietarios de la Buena
Noticia, ni “empresarios” de lo divino, sino custodios y dispensadores de
lo que Dios nos confía a través de su Iglesia. Esto supone una gran res-
ponsabilidad, pues conlleva preparación y actualización de lo aprendido y
asumido. No puede quedar en el baúl de los recuerdos, necesita revivir de
nuevo la llamada del Señor que nos cautivó y nos hizo dejar todo por él. A
veces nos olvidamos, a veces la rutina, las dificultades de la vida nos ha-
cen demasiado funcionales. Es necesario el estudio y también confrontarse
con otros sacerdotes para hacer frente a los momentos que estamos vi-
viendo y a las realidades que nos cuestionan. No se olviden que la espiri-
tualidad de la congregación religiosa que fundó san Pedro es la “diocesa-
neidad”, con tres relaciones claves: con el obispo, con el pueblo y entre

81
Cf. Tratado de la vida espiritual, 13.
82
Sermón en la fiesta de san Bartolomé, 5.
241
ustedes. El presbiterio es como la cacerola donde se hace la paella; ahí es
donde se cocina la amistad sacerdotal, las peleas sacerdotales, que tienen
que existir, pero en público, no por detrás, como varones; y ahí se elabora
la amistad.
Ustedes ahora lo realizan a través de la iniciativa del Convictorio Sa-
cerdotal y con otros encuentros; la formación permanente es una realidad
que tiene que profundizarse y tomar cuerpo en el presbiterio. O sea, me
ordené, adiós, no… La formación sigue hasta el último día. Siempre en-
comiendo a los obispos que estén presentes, que sean accesibles a sus
sacerdotes y los escuchen, pues ellos son sus inmediatos colaboradores, y
junto a ellos, a los demás miembros de la Iglesia, porque la barca de la
Iglesia no es de uno, ni de unos pocos, sino de todos los bautizados —
Lumen gentium—. El santo pueblo fiel de Dios, cuánto necesita también
del entusiasmo de los jóvenes y de la sabiduría de los ancianos para ir mar
adentro. Y esto es un poco coyuntural, pero aprovecho para pasar el aviso.
Procuren lograr dialogo entre los jóvenes y los viejos, porque los del me-
dio están ahí, con esta cultura tan relativista que por ahí han perdido las
raíces. Las raíces la tienen los viejos. Que los chicos sepan que no pueden
ir adelante sin raíces y que los viejos sepan que tienen esperanza. Es el
dialogo. Al principio parece que cuesta, después se entusiasman; y hasta
diría que son capaces de hablar el mismo lenguaje. Procuren hacerlo;
acuérdense de Joel, la gran promesa de Joel: «Los ancianos soñarán y los
jóvenes profetizarán». Cuando un joven va a hablar con un viejo lo hace
soñar, porque ve que hay vida adelante, y cuando escucha el joven al viejo
empieza a profetizar, es decir, a llevar adelante el Evangelio.
Por último, el sacerdote es libre en cuanto está unido a Cristo, y de él
obtiene la fuerza para salir al encuentro de los demás. San Vicente tiene
una bonita imagen de la Iglesia en salida: «Si el sol estuviese quieto en un
lugar, no daría calor al mundo: una parte se quemaría, y la otra estaría fría;
[…] tengan cuidado, no se lo impida el afán de comodidad»83. Dice él.
Estamos llamados a salir a dar testimonio, a llevar a todos, la ternura de
Dios, también en el despacho y en las tareas de curia, sí; pero con actitud
de salida, de ir al encuentro del hermano. Aquel secretario de curia que —
en un momento de crisis de la Iglesia con la sociedad viene una ola de
apostasía, vienen a apostatar varios—, el obispo le encargó que los aten-
diera. Entonces, siéntate… ¿De dónde vienes? ¿Cuántos chicos tienes?
¿Un café? Y más de la mitad dice: lo voy a repensar… Calor humano que
recibía la gente, no solo el trámite.
En este momento, deseo agradeceros todo lo que hacen en esa Archi-
diócesis en favor de los más necesitados, en particular por la generosidad
y grandeza de corazón en la acogida a los inmigrantes. Yo saltaba de ale-
gría cuando vi cómo recibieron ese barco… Todos ellos encuentran en
ustedes una mano amiga y un lugar donde poder experimentar la cercanía
y el amor. Gracias por este ejemplo y testimonio que dan, muchas veces
con escasez de medios y de ayudas, pero siempre con el mayor de los

83
Sermón en la fiesta de san Bartolomé, 10.
242
precios, que no es el reconocimiento de los poderosos ni de la opinión
pública, sino la sonrisa de gratitud en el rostro de tantas personas a las que
les han devuelto la esperanza.
Sigan llevando la presencia de Dios a tantas personas que la necesitan;
este es uno de los desafíos del sacerdote hoy. Sean libres de toda munda-
nidad; por favor, no se metan a mundanos, que les queda mal, que la ha-
cemos mal. Entonces preferible ser buenos curas y malos mundanos y
perder todo. La mundanidad se nos mete dentro, nos enreda, nos aleja de
Dios y de los hermanos, haciéndonos esclavos; con el carrerismo… y,
¿por qué a este lo hicieron párroco de esto y de aquello? Y ¿por qué a mí
no? Podemos preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas riquezas?
¿Dónde tenemos puesto el corazón? ¿Cómo buscamos colmar nuestro
vacío interior? Cuando estaba en Buenos Aires y visitaba las parroquias,
en las visitas pastorales, le preguntaba siempre al cura: Y ¿cómo te vas a
dormir, vos? “Llego molido la mayoría de las veces y como dos bocados
ahí, y me voy a la cama con la televisión…”. ¿Y el tabernáculo para cuán-
do? No por favor. Terminen el día con el Señor; empiecen el día con el
Señor. Y la televisión en la pieza, mejor que no. Ténganla en el lugar de
estar. Hagan lo que quieran: un consejo nada más. No es dogma de fe.
Respondan en su interior y pongan los medios para que siempre se reco-
nozcan pobres de Cristo, necesitados de su misericordia, para dar testimo-
nio ante el mundo de Jesús, que por nosotros se hizo pobre y nos enrique-
ció con su pobreza.
Que la Virgen María, Madre de los Desamparados, los cuide y los sos-
tenga siempre, para que no dejen de volcar en los demás el don que han
recibido. Aquello de Pablo: No “vanifiques”, no hagas vano el don que
has recibido y de testimoniarlo con alegría y generosidad.

LA CATEQUESIS ES LA COMUNICACIÓN DE UNA EXPERIENCIA


20180922 Videomensaje Conferencia internac. catequistas
Me hubiera gustado mucho compartir con vosotros en persona este
momento tan importante en que os reunís para reflexionar sobre la segun-
da parte del Catecismo de la Iglesia Católica, que aborda contenidos im-
portantes y fundamentales para la Iglesia y para todos los cristianos, como
la vida sacramental, la acción litúrgica y su impacto en la catequesis. (…)
Recuerdo con placer el primer encuentro que tuve con vosotros en el Año
de la Fe, en 2013, y cuando os pedí “¡sed catequistas!, no trabajéis de
catequistas: ¡esto no sirve! Yo trabajo de catequista porque me gusta
enseñar. Pero si no eres un catequista, no sirve. ¡No serás fecundo, no
serás fecunda! Ser catequista es una vocación: ser catequista, esta es la
vocación, no trabajar de catequista. Prestad atención, no he dicho hacer
de catequista, sino serlo, porque involucra la vida. Lleva al encuentro con
Jesús con las palabras y con la vida, con el testimonio”.
Hoy estoy en Vilnius para el viaje apostólico a los Países bálticos que
se había programado hace tiempo. Aprovecho estas eficaces herramientas
de la tecnología para estar con vosotros y dirigiros algunos pensamientos
243
que quiero transmitiros, para que vuestra llamada a ser catequistas asuma
cada vez más una forma de servicio que se lleva a cabo en la comunidad
cristiana y que debe ser reconocido como un ministerio de la Iglesia, ver-
dadero y genuino, que necesitamos mucho.
A menudo pienso en el catequista como aquel que se ha puesto al ser-
vicio de la Palabra de Dios, que frecuenta esta Palabra diariamente para
hacer de ella su alimento y participarla con los demás con eficacia y credi-
bilidad. El catequista sabe que esta Palabra está "viva" (Hebreos 4:12)
porque constituye la regla de la fe de la Iglesia (véase CONC, ECUM II
VAT, Dei Verbum, 21, Lumen Gentium, 15). En consecuencia, el catequis-
ta no puede olvidar, especialmente hoy en un contexto de indiferencia
religiosa, que su palabra es siempre un primer anuncio. Pensadlo bien: en
este mundo, en esta área de tanta indiferencia, vuestra palabra siempre
será un primer anuncio, que llega a tocar el corazón y la mente de muchas
personas que están a la espera de encontrar a Cristo. Incluso sin saberlo,
pero lo están esperando. Y cuando digo el primer anuncio no lo digo solo
en el sentido temporal. Por supuesto, esto es importante, pero no siempre
es así. ¡El primer anuncio equivale a subrayar que Jesucristo muerto y
resucitado por el amor del Padre, da su perdón a todos sin distinción de
personas, si tan solo abren sus corazones para dejarse convertir! A menu-
do no percibimos el poder de la gracia que, a través de nuestras palabras,
llega profundamente a nuestros interlocutores y los moldea para que pue-
dan descubrir el amor de Dios. El catequista no es un maestro o un profe-
sor que cree que da una lección. La catequesis no es una lección; la cate-
quesis es la comunicación de una experiencia y el testimonio de una fe que
enciende los corazones, porque introduce el deseo de encontrar a Cristo.
¡Este anuncio de varias maneras y con diferentes idiomas es siempre el
"primero" que el catequista está llamado a dar!
Por favor, en la comunicación de la fe no caigáis en la tentación de
trastocar el orden con el cual la Iglesia desde siempre ha anunciado y
presentado el kerigma, y que también se refleja en la misma estructura del
Catecismo. Por ejemplo, no se puede anteponer la ley, aunque fuera la
moral, al anuncio tangible del amor y de la misericordia de Dios. No po-
demos olvidar las palabras de Jesús: "No he venido a condenar, sino a
perdonar... "(Cf. Jn 3:17; 12.47). De la misma manera, no se puede pre-
sumir de imponer una verdad de fe prescindiendo de la llamada a la liber-
tad que esta conlleva. Los que han experimentado el encuentro con el
Señor siempre se parecen a la samaritana que desea beber un agua que no
se agote, pero al mismo tiempo corre inmediatamente a decir a los vecinos
de su aldea que vengan donde está Jesús (cf. 30). Es necesario que el cate-
quista entienda, por lo tanto, el gran desafío al que se enfrenta para educar
en la fe, en primer lugar a aquellos que tienen una identidad cristiana débil
y, por esta razón, necesitan proximidad, acogida, paciencia, amistad. Sólo
así la catequesis se convierte en promoción de la vida cristiana, apoyo en
la formación global de creyentes e incentivo para ser discípulos misione-
ros.
244
Una catequesis que pretende ser fecunda y en armonía con toda la vida
cristiana encuentra su savia en la liturgia y en los sacramentos. La inicia-
ción cristiana requiere que en nuestras comunidades se active cada vez
más un camino catequético que nos ayude a experimentar el encuentro con
el Señor, el crecimiento en su conocimiento y el amor por su seguimiento.
La mistagógica ofrece una oportunidad muy importante para recorrer este
camino con valor y determinación, favoreciendo el abandono de una fase
estéril de la catequesis, que a menudo aleja sobre todo a nuestros jóvenes,
porque no encuentran la frescura de la propuesta cristiana y la incidencia
en su vida. El misterio que celebra la Iglesia encuentra su expresión más
bella y coherente en la liturgia. No olvidemos en nuestra catequesis la
contemporaneidad de Cristo. Efectivamente, en la vida sacramental, que
encuentra su culminación en la Santa Eucaristía, Cristo se hace contempo-
ráneo con su Iglesia: la acompaña en las vicisitudes de su historia y nunca
está lejos de su Esposa. Él es quien se hace cercano y próximo a los que lo
reciben en su Cuerpo y su Sangre, y los convierte en instrumentos del
perdón, testigos de la caridad con los que sufren, y participantes activos en
la creación de la solidaridad entre los hombres y los pueblos. ¡Qué benefi-
cioso sería para la Iglesia que nuestras catequesis se basaran en captar y
vivir la presencia de Cristo que actúa y obra salvación, permitiendo que
experimentemos incluso ahora la belleza de la vida de comunión con el
misterio de Dios el Padre, Hijo y Espíritu Santo!

LITUANIA: DIOS NOS SALVA EN COMUNIDAD


20180922 Discurso Encuentro con los jóvenes
La vida, el modo de ser y la muerte de tu papá, Mónica; tu enferme-
dad, Jonás, os podría haber devastado... Y, sin embargo, estáis aquí, com-
partiendo vuestra experiencia con una mirada de fe, haciéndonos descubrir
que Dios os dio la gracia para aguantar, para levantaros, para seguir cami-
nando en la vida.
Y yo me pregunto: ¿Cómo se derramó en vosotros esta gracia de Dios?
No por el aire, no por arte de magia, no hay una varita mágica para la vida.
Esto ha sucedido a través de personas que se cruzaron en vuestras vidas,
gente buena que os nutrió de su experiencia de fe. Siempre hay gente en la
vida que nos da una mano para ayudarnos a levantarnos. Mónica: tu abue-
la y tu mamá, la parroquia franciscana, fueron para ti como la confluencia
de estos dos ríos: así como el Vilna se une al Neris, tú te sumaste, te dejas-
te llevar por esa corriente de gracia. Porque el Señor nos salva haciéndo-
nos parte de un pueblo. El Señor nos salva haciéndonos parte de un pue-
blo. Nos introduce en un pueblo, y nuestra identidad, en última instancia,
está en pertenecer a un pueblo. Nadie puede decir “yo me salvo solo”,
estamos todos interconectados, estamos todos “en red”. Dios quiso entrar
en esta dinámica de relaciones y nos atrae hacia sí en comunidad, dando
pleno sentido de identidad y pertenencia a nuestra vida (cf. Exhort.
ap. Gaudete et exsultate, 6). También tú, Jonás, encontraste en otros ―en
tu esposa y en la promesa hecha el día del matrimonio― la razón para
245
seguir, para luchar, para vivir. No permitáis que el mundo os haga creer
que es mejor caminar solos. Solos no se llega a ninguna parte. Sí, podrás
tener éxito en la vida, pero sin amor, sin amigos, sin pertenecer a un pue-
blo, sin una experiencia tan hermosa que es arriesgar junto con otros. No
se puede caminar solos. No cedáis a la tentación de ensimismaros, mirán-
doos el ombligo, a la tentación de volveros egoístas o superficiales ante el
dolor, la dificultad o el éxito pasajero. Volvamos a afirmar que “lo que le
pasa al otro, me pasa a mí”, vayamos contra la corriente de ese individua-
lismo que aísla, que nos vuelve egocéntricos, que nos hace ser vanidosos,
preocupados solamente por la imagen y el propio bienestar. Preocupado
por la imagen, de cómo me verán. Es fea la vida mirándose al espejo, es
feo. En cambio, la vida es hermosa con los demás, en familia, con amigos,
con la lucha de mi gente... Así, la vida es hermosa.
Somos cristianos y queremos lograr la santidad. Apostad por la santi-
dad desde el encuentro y la comunión con los demás, atentos a sus necesi-
dades (cf. ibíd., 146). Nuestra verdadera identidad supone la pertenencia a
un pueblo. No existen identidades “de laboratorio”, no existen, ni identi-
dades “destiladas”, identidades “purasangre”: estas no existen. Existe la
identidad de caminar juntos, de luchar juntos, de amar juntos. La identidad
de pertenecer a una familia, a un pueblo. Existe la identidad que te da
amor, ternura, de preocuparte por los demás... Existe la identidad que te da
la fuerza para luchar y al mismo tiempo la ternura para acariciar. Cada uno
de nosotros conoce la belleza y también el cansancio —es hermoso que
los jóvenes se cansen, es signo de que trabajan—, y muchas veces el dolor
de pertenecer a un pueblo, vosotros conocéis esto. Aquí radica nuestra
identidad, no somos personas sin raíces. No somos personas sin raíces.
También los dos recordáis la presencia en el coro, la oración familiar,
la misa, la catequesis y la ayuda a los más necesitados; son armas podero-
sas que el Señor nos da. La oración y el canto, para no encerrarse en la
inmanencia de este mundo: al suspirar por Dios habéis salido de vosotros
mismos y habéis podido contemplar con los ojos de Dios lo que os pasaba
en el corazón (cf. ibíd., 147); practicando la música os abrís a la escucha y
a la interioridad, os dejáis impactar de tal modo en la sensibilidad y eso es
siempre una buena oportunidad para el discernimiento (cf. Sínodo dedica-
do a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 162). Es cierto que la oración
puede ser una experiencia de “batalla espiritual”, pero es allí donde apren-
demos a escuchar al Espíritu, a discernir los signos de los tiempos y a
recuperar las fuerzas para seguir anunciando el Evangelio hoy. ¿De qué
otro modo batallaríamos contra el desaliento ante las enfermedades y
dificultades propias y ajenas, ante los horrores del mundo? ¿Cómo haría-
mos sin la oración para no creer que todo depende de nosotros, que esta-
mos solos ante el cuerpo a cuerpo con la adversidad? “¡Jesús y yo, mayo-
ría completa!”. No lo olvidéis; esto lo decía un santo, san Alberto Hurtado.
El encuentro con él, con su palabra, con la eucaristía nos recuerda que no
importa la fuerza del oponente; no importa que esté primero el “Žalgiris
Kaunas” o el “Vilnius Rytas”… A propósito, os pregunto: ¿Cuál es el
246
primero?... No importa cuál es el primero, no importa el resultado, sino
que el Señor está con nosotros.
También a vosotros os ha sostenido en la vida la experiencia de ayudar
a otros, descubrir que cerca nuestro hay gente que lo pasa mal, incluso
mucho peor que nosotros. Mónica: nos has contado de tu tarea con niños
discapacitados. Ver la fragilidad de otros nos ubica, nos evita vivir la-
miéndonos las propias heridas. Es feo vivir quejándose, es feo. Es feo
vivir lamiéndose las heridas. Cuántos jóvenes se van del país por falta de
oportunidades, cuántos son víctimas de la depresión, el alcohol y las dro-
gas. Vosotros lo sabéis bien. Cuántas personas mayores solas, sin nadie
con quien compartir el presente y miedosas de que vuelva el pasado. Vo-
sotros, jóvenes, podéis responder a esos desafíos con vuestra presencia y
con el encuentro entre vosotros y los demás. Jesús nos invita a salir de
nosotros mismos, a arriesgar en el “cara a cara” con los otros. Es verdad
que creer en Jesús implica muchas veces dar saltos de fe en el vacío, y eso
da miedo. Otras veces nos lleva a cuestionarnos, a salir de nuestros es-
quemas, y eso puede hacernos sufrir y dejarnos tentar por el desánimo.
Pero, sed valientes. Seguir a Jesús es una aventura apasionante, que llena
nuestra vida de sentido, que nos hace sentir parte de una comunidad que
nos anima, de una comunidad que nos acompaña, que nos compromete a
servir. Queridos jóvenes, vale la pena seguir a Cristo, ¡vale la pena! No
tengamos miedo a formar parte de la revolución a la que él nos invita: la
revolución de la ternura (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88).

LITUANIA: MARÍA NOS ENSEÑA A CUIDAR SIN DESCONFIAR


20180922 Discurso Visita Santuario Mater Misericordiae
Estamos frente a la “Puerta de la Aurora”, lo que queda del muro pro-
tector de esta ciudad que servía para defenderse de cualquier peligro y
provocación, y que en 1799 el ejército invasor destruyó en su totalidad,
dejando solo esta puerta: ya entonces estaba allí la imagen de la “Virgen
de la Misericordia”, la Santa Madre de Dios que siempre está dispuesta a
socorrernos, a salir en nuestro auxilio.
Ya desde esos días, ella nos quería enseñar que se puede proteger sin
atacar, que es posible cuidar sin la necesidad enfermiza de desconfiar de
todos. Esta Madre, sin Niño, toda dorada, es la Madre de todos; ella ve en
cada uno de los que vienen hasta aquí lo que tantas veces ni nosotros
mismos alcanzamos a percibir: el rostro de su Hijo Jesús grabado en nues-
tro corazón.
Y porque la imagen de Jesucristo está puesta como un sello en todo co-
razón humano, todo hombre y toda mujer nos dan la posibilidad de encon-
trarnos con Dios. Cuando nos encerramos dentro de nosotros mismos por
miedo a los demás, cuando construimos muros y barricadas, terminamos
privándonos de la Buena Noticia de Jesús que conlleva la historia y la vida
de los demás. Hemos construido demasiadas fortalezas en nuestro pasado,
pero hoy sentimos la necesidad de mirarnos a la cara y reconocernos como
hermanos, de caminar juntos descubriendo y experimentando con alegría y
247
paz el valor de la fraternidad (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87). Cada
día visitan a la Madre de la Misericordia en este lugar multitud de perso-
nas venidas de muchos países: lituanos, polacos, bielorrusos y rusos; cató-
licos y ortodoxos. Hoy lo permite la fluidez de las comunicaciones, la
libertad de circulación entre nuestros países. Qué bueno sería que a esta
facilidad para movernos de un lugar a otro se le sumara también la facili-
dad para establecer puntos de encuentro y solidaridad entre todos, para
hacer circular los dones que gratuitamente hemos recibido, para salir de
nosotros mismos y darnos a los demás, acogiendo a su vez la presencia y
la diversidad de los otros como un regalo y una riqueza en nuestras vidas.
A veces pareciera que abrirnos al mundo nos lanza a espacios de com-
petencia, donde “el hombre es lobo para el hombre” y solo hay lugar para
el conflicto que nos divide, las tensiones que nos agotan, el odio y la
enemistad que no nos llevan a ninguna parte (cf. Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 71-72).
La Madre de la Misericordia, como toda buena madre, busca reunir a
la familia y nos dice al oído: “Busca a tu hermano”. Así nos abre la puerta
a un nuevo amanecer, a una nueva aurora. Nos lleva hasta el umbral, como
en la puerta del rico Epulón del Evangelio (cf. Lc 16,19-31). Hoy nos han
esperado niños y familias con las llagas sangrando; no son las de Lázaro
en la parábola, son las de Jesús; son reales, concretas y, desde su dolor y
oscuridad, claman para que nosotros les acerquemos la sanadora luz de la
caridad. Porque es la caridad la llave que nos abre la puerta del cielo.
Queridos hermanos: Que al cruzar este umbral experimentemos la
fuerza que purifica nuestro modo de abordar a los demás, y la Madre nos
permita mirar sus limitaciones y defectos con misericordia y humildad, sin
creernos superiores a nadie (cf. Flp 2,3). Que al contemplar los misterios
del rosario le pidamos ser una comunidad que sabe anunciar a Cristo Je-
sús, nuestra esperanza, a fin de construir una patria que sabe acoger a
todos, que recibe de la Virgen Madre los dones del diálogo y la paciencia,
de la cercanía y la acogida que ama, perdona y no condena (cf. Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 165); una patria que elige construir puentes y no
muros, que prefiere la misericordia y no el juicio. Que María sea siempre
la Puerta de la Aurora para toda esta bendita tierra.

LITUANIA: CRISTO JESÚS, NUESTRA ESPERANZA


20180923 Discurso Sacerdotes, religiosos, consagr., seminar.
Toda la visita a vuestro país ha estado enmarcada en una expresión:
“Cristo Jesús, nuestra esperanza”. Ya casi al finalizar este día, nos encon-
tramos con un texto del apóstol Pablo que nos invita a esperar con cons-
tancia. Y esta invitación la hace habiéndonos anunciado el sueño de Dios
para todo ser humano, es más, para toda la creación: que «Dios dispone
todas las cosas para el bien de quienes lo aman» (Rm 8,28); “endereza”
todas las cosas, sería la traducción literal.
248
Hoy querría compartir con vosotros algunos rasgos de esa esperanza;
rasgos que nosotros —sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagra-
das— estamos invitados a vivir.
En primer lugar, antes de invitarnos a la esperanza, Pablo ha repetido
tres veces la palabra “gemir”: gime la creación, gimen los hombres, gime
el Espíritu en nosotros (cf. Rm 8,22-23.26). Se gime desde la esclavitud de
la corrupción, desde el anhelo de plenitud. Y hoy nos hará bien preguntar-
nos si está presente en nosotros ese gemido, o por el contrario ya nada
grita en nuestra carne, nada anhela al Dios vivo. Como decía vuestro obis-
po: “No sentimos más la alegría en la oración, en la vida comunitaria”. El
bramido de la cierva sedienta ante la escasez de agua debería ser el nues-
tro, en la búsqueda de lo profundo, de lo verdadero, de lo bello de Dios.
Queridos hermanos: ¡No somos “funcionarios de Dios”! Quizás la “socie-
dad del bienestar” nos tiene demasiado repletos, llenos de servicios y de
bienes, y terminamos “empachados” de todo y llenos de nada; quizás nos
tiene aturdidos o dispersos, pero no plenos. Peor aún: A veces no tenemos
más hambre. Somos nosotros, hombres y mujeres de especial consagra-
ción, los que nunca nos podemos permitir perder ese gemido, esa inquie-
tud del corazón que solo encuentra descanso en el Señor (cf. S. Agus-
tín, Confesiones, I,1,1). La inquietud del corazón. Ninguna información
inmediata, ninguna comunicación virtual instantánea nos puede privar de
los tiempos concretos, prolongados, para conquistar —de eso se trata, de
un esfuerzo sostenido—; para conquistar un diálogo cotidiano con el Se-
ñor por medio de la oración y la adoración. Se trata de cultivar nuestro
deseo de Dios, como escribía san Juan de la Cruz. Decía así: «Procure ser
continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje.
Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande
deseando a Dios y apegando a él su corazón» (Avisos a un religioso para
alcanzar la perfección, 9).
Ese gemido también brota de la contemplación del mundo de los hom-
bres, es un clamor de plenitud ante las necesidades insatisfechas de nues-
tros hermanos más pobres, ante la ausencia de sentido de la vida de los
más jóvenes, la soledad de los ancianos, el atropello al mundo creado. Es
un gemido que busca organizarse para incidir en el acontecer de una na-
ción, de una ciudad; no como presión o ejercicio del poder, sino como
servicio. A nosotros nos debe impactar el clamor de nuestro pueblo, como
a Moisés, a quien Dios le reveló el sufrimiento de su pueblo en el encuen-
tro junto a la zarza ardiente (cf. Ex 3,9). Escuchar la voz de Dios en la
oración nos hace ver, nos hace oír, conocer el dolor de los demás para
liberarlos. Pero también nos debe impactar cuando nuestro pueblo ha
dejado de gemir, ha dejado de buscar el agua que sacia la sed. Es un mo-
mento también para discernir qué puede estar anestesiando la voz de nues-
tra gente.
El clamor que nos hace buscar a Dios en la oración y adoración es el
mismo que nos hace auscultar el quejido de nuestros hermanos. Ellos
“esperan” en nosotros y precisamos, desde un delicado discernimiento,
organizarnos, planificar y ser audaces y creativos en nuestros apostolados.
249
Que nuestra presencia no esté entregada a la improvisación, sino que res-
ponda a las necesidades del pueblo de Dios y sea así fermento en la masa
(cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 33).
Pero el apóstol también habla de constancia; constancia en el sufri-
miento, constancia para perseverar en el bien. Esto supone estar centrados
en Dios, permanecer firmemente arraigados en él, ser fieles a su amor.
Vosotros, los de mayor edad —cómo no mencionar a Mons. Sigitas
Tamkevicius— sabéis testimoniar esta constancia en el sufrir, ese “esperar
contra toda esperanza” (cf. Rm 4,18). La violencia ejercida sobre vosotros
por defender la libertad civil y religiosa, la violencia de la difamación, la
cárcel y la deportación no pudieron vencer vuestra fe en Jesucristo, Señor
de la historia. Por eso, tenéis mucho que decirnos y enseñarnos, y también
mucho que proponer, sin necesidad de juzgar la aparente debilidad de los
más jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando ante pequeñas frustra-
ciones que os desalientan tendéis a encerraros en vosotros mismos, a recu-
rrir a estilos y diversiones que no están acordes con vuestra consagración,
buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores. Veo
que hay jóvenes aquí. Repito, porque hay jóvenes. Y vosotros, los más
jóvenes, cuando ante las pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis
a cerraros en vosotros mismos, a recurrir a comportamientos y evasiones
que no son coherentes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y
mirad el camino recorrido por los mayores. Es mejor que toméis otro
camino que vivir en la mediocridad. Esto para jóvenes. Todavía estáis a
tiempo, y la puerta está abierta. Son precisamente las tribulaciones las que
perfilan los rasgos distintivos de la esperanza cristiana, porque cuando es
solo una esperanza humana podemos frustrarnos y aplastarnos en el fraca-
so. No sucede lo mismo con la esperanza cristiana, ella sale más nítida,
más aquilatada tras pasar por el crisol de las tribulaciones.
Es cierto que estos son otros tiempos y vivimos en otras estructuras,
pero también es cierto que esos consejos son mejor asimilados cuando los
que han vivido esas experiencias duras no se encierran, sino que las com-
parten aprovechando los momentos comunes. Sus relatos no están llenos
de añoranzas de tiempos pasados presentados como mejores, ni de acusa-
ciones solapadas ante los que tienen estructuras afectivas más frágiles. La
reserva de constancia de una comunidad discipular es eficaz cuando sabe
integrar —como aquel escriba— lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,52), cuan-
do es consciente de que la historia vivida es raíz para que el árbol pueda
florecer.
Por último, mirar a Cristo Jesús como nuestra esperanza signifi-
ca identificarnos con él, participar comunitariamente de su suerte. Para el
apóstol Pablo, la salvación esperada no se limita a un aspecto negativo —
liberación de una tribulación interna o externa, temporal o escatológica—
sino que el énfasis está puesto en algo altamente positivo: la participación
en la vida gloriosa de Cristo (cf. 1 Ts 5,9-10), la participación en su Reino
glorioso (cf. 2 Tm 4,18), la redención del cuerpo (cf. Rm 8,23-24). Enton-
ces, se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que
Dios tiene para cada uno. Porque no hay nadie que nos conozca ni nos
250
haya conocido con tanta profundidad como Dios, por eso él nos destina a
algo que parece imposible, apuesta sin posibilidad a equivocarse a que
reproduzcamos la imagen de su Hijo. Él ha puesto sus expectativas en
nosotros, y nosotros esperamos en él.
Nosotros, un “nosotros” que integra, pero también supera y excede el
“yo”; el Señor nos llama, nos justifica y nos glorifica juntos, tan juntos
que incluye a toda la creación. Muchas veces hemos puesto tanto énfasis
en la responsabilidad personal que lo comunitario pasó a ser un telón de
fondo, solo un ornamento. Pero el Espíritu Santo nos reúne, reconcilia
nuestras diferencias y genera nuevos dinamismos para impulsar la misión
de la Iglesia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 131; 235).
Este templo en el que nos reunimos, está dedicado a San Pedro y San
Pablo. Ambos apóstoles fueron conscientes del tesoro que se les había
dado; ambos, en momentos y en circunstancias diferentes, fueron invita-
dos a «ir mar adentro» (Lc 5,4). En la barca de la Iglesia estamos todos,
intentando siempre clamar a Dios, ser constantes en medio de las tribula-
ciones y tener a Cristo Jesús como el objeto de nuestra esperanza. Y esta
barca reconoce en el centro de su misión el anuncio de esa gloria esperada,
que es la presencia de Dios en medio de su pueblo, en Cristo Resucitado, y
que un día, anhelado por toda la creación, se manifestará en los hijos de
Dios. Este es el desafío que nos urge: el mandato a evangelizar. Es la
razón de ser de nuestra esperanza y de nuestra alegría.
Cuantas veces encontramos sacerdotes, consagrados y consagradas,
tristes. La tristeza espiritual es una enfermedad. Triste porque no saben...
Triste porque no encuentran el amor, porque no están enamorados: enamo-
rados del Señor. Dejaron atrás una vida de matrimonio, de familia, y que-
rían seguir al Señor. Pero ahora parece que están cansados... Y la tristeza
va calando. Por favor, cuando os sintáis tristes, deteneos. Y buscad un
sacerdote sabio, una monja sabia. No son sabios porque tienen un título
universitario, no, no por eso. Sabio o sabia porque han sido capaces de
avanzar en el amor. Id y pedid consejo. Cuando inicia esa tristeza, pode-
mos profetizar que si no se cura a tiempo, os hará “solterones” y “soltero-
nas”, hombres y mujeres que no son fecundos. ¡Tened miedo a esta triste-
za! El diablo siembra.
Y hoy ese mar, en el que “se adentrarán”, serán “los escenarios y los
desafíos siempre nuevos” de esta Iglesia en salida. Es necesario volver a
preguntarnos: ¿qué nos pide el Señor? ¿Cuáles son las periferias que más
necesitan de nuestra presencia para llevarles la luz del Evangelio? (cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).
Si no, si no tenéis la alegría de la vocación, ¿quién podrá creer que
Cristo Jesús es nuestra esperanza? Solo nuestro ejemplo de vida dará ra-
zón de nuestra esperanza en él.
Hay algo más que tiene relación con la tristeza: confundir la vocación
con una empresa, con una empresa de trabajo. “Yo me dedico a esto, tra-
bajo en esto, tengo entusiasmo con esto... y estoy feliz porque tengo esto”.
Pero mañana, viene un obispo, otro o el mismo, o viene otro superior,
superiora, y te dice: “No, deja esto y ve a otra parte”. Es el momento de la
251
derrota. ¿Por qué? Porque, en ese momento, caerás en la cuenta de que has
tomado un camino equivocado. Te darás cuenta de que el Señor, que te ha
llamado a amar, está desilusionado contigo, porque has preferido hacer
negocios. Al principio os dije que la vida de los que siguen a Jesús no es
la vida de un funcionario o funcionaria: es la vida del amor del Señor y del
celo apostólico por la gente. Haré una caricatura: ¿Qué hace un sacerdote
funcionario? Él tiene su tiempo, su oficina, abre la oficina a una hora, hace
su trabajo, cierra la oficina... Y la gente está afuera. Él no se acerca a la
gente. Queridos hermanos y hermanas: Si no queréis ser funcionarios, os
diré una palabra: cercanía. Proximidad, cercanía. Cercanía al Sagrario,
cara a cara con el Señor. Y cercanía a las personas. “Pero, padre, la gente
no viene...”. ¡Id a buscarla! “Pero, los jóvenes hoy no vienen...”. Inventa
algo: el oratorio, para seguirlos, para ayudarlos. Cercanía a las personas y
cercanía con el Señor en el Sagrario. El Señor os quiere pastores del pue-
blo, y no clérigos del estado.
Cercanía significa misericordia. En esta tierra donde Jesús se reveló a
sí mismo como Jesús misericordioso, un sacerdote tiene que ser miseri-
cordioso. Sobre todo, en el confesionario. Pensad en cómo Jesús daría la
bienvenida a esta persona [que se confiesa]. ¡A ese pobre hombre, ya lo ha
golpeado bastante la vida! Hazle sentir el abrazo del Padre que perdona. Si
no puedes darle la absolución, por ejemplo, dale el consuelo de hermano,
de padre. Anímalo a seguir adelante. Convéncelo de que Dios perdona
todo. Pero esto con la calidez de un padre. ¡Nunca eches a nadie del con-
fesionario! Nunca eches a nadie. “Mira, no puedes... Ahora no puedo, pero
Dios te ama, reza, vuelve y hablaremos...”. Así, cercanía. Esto es ser padre
¿No te importa ese pecador que lo echas así? No estoy hablando de voso-
tros, porque no os conozco. Hablo de otras realidades. Y misericordia. El
confesionario no es el estudio de un psiquiatra. El confesionario no es para
hurgar en los corazones de las personas.
Y por esto, queridos sacerdotes, la cercanía para vosotros también sig-
nifica tener entrañas de misericordia. Y las entrañas de misericordia, ¿sa-
béis dónde se adquieren? Allí, en el Sagrario.

LITUANIA: LA VIDA CRISTIANA SIEMPRE PASA POR LA CRUZ


20180923 Homilía
La vida cristiana siempre pasa por momentos de cruz, y a veces pare-
cen interminables. Las generaciones pasadas habrán dejado grabado a
fuego el tiempo de la ocupación, la angustia de los que eran llevados, la
incertidumbre de los que no volvían, la vergüenza de la delación, de la
traición. (…)
Pero los discípulos no querían que Jesús les hablase de dolor y cruz, no
quieren saber nada de pruebas y angustias. Y san Marcos recuerda que se
interesaban por otras cosas, que volvían a casa discutiendo quién era el
mayor. Hermanos: el afán de poder y de gloria constituye el modo más
común de comportarse de quienes no terminan de sanar la memoria de su
historia y, quizás por eso mismo, tampoco aceptan esforzarse en el trabajo
252
del presente. Y entonces se discute sobre quién brilló más, quién fue más
puro en el pasado, quién tiene más derecho a tener privilegios que los
otros. Y así negamos nuestra historia, «que es gloriosa por ser historia de
sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el
servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 96). Es una actitud estéril y vanidosa, que renuncia a implicarse
en la construcción del presente al perder el contacto con la realidad sufrida
de nuestro pueblo fiel. No podemos ser como esos “expertos” espirituales,
que solo juzgan desde afuera y se entretienen en un continuo hablar sobre
“lo que habría que hacer” (cf. ibíd.).
Jesús, sabiendo lo que sentían, les propone un antídoto a estas luchas
de poder y al rechazo del sacrificio; y, para darle solemnidad a lo que va a
decir, se sienta como un Maestro, los llama, y realiza un gesto: pone a un
niño en el centro; un niñito que generalmente se ganaba los mendrugos
haciendo los mandados que nadie quería hacer. ¿A quién pondrá en el
medio hoy, aquí, en esta mañana de domingo? ¿Quiénes serán los más
pequeños, los más pobres entre nosotros, aquellos que tenemos que acoger
a cien años de nuestra independencia? ¿Quién no tiene nada para devol-
vernos, para hacer gratificante nuestro esfuerzo y nuestras renuncias?
Quizás son las minorías étnicas de nuestra ciudad, o aquellos desocupados
que deben emigrar. Tal vez son los ancianos solos, o los jóvenes que no
encuentran sentido a la vida porque perdieron sus raíces. “En medio”
significa equidistante, para que nadie se pueda hacer el distraído, ninguno
pueda argumentar que “es responsabilidad de otro”, porque “yo no lo vi” o
“estoy más lejos”. Sin protagonismos, sin querer ser los aplaudidos o los
primeros. Allá, en la ciudad de Vilna, le tocó al río Vilna aportar su caudal
y perder su nombre ante el Neris; acá, es el mismo Neris el que pierde su
nombre aportando su caudal al Nemunas. De eso se trata, de ser una Igle-
sia “en salida”, de no tener miedo a salir y entregarnos aun cuando parezca
que nos disolvemos, de perder en pos de los más pequeños, de los olvida-
dos, de aquellos que habitan en las periferias existenciales. Pero sabiendo
que ese salir implicará también en ocasiones un detener el paso, dejar de
lado ansiedades y urgencias, para saber mirar a los ojos, escuchar y acom-
pañar al que se quedó al borde del camino. A veces tocará comportarse
como el padre del hijo pródigo, que se queda a la puerta esperando su
regreso, para abrirle apenas llegue (cf. ibíd., 46); y otras, como los discí-
pulos que tienen que aprender que cuando se recibe a un pequeño es al
mismo Jesús a quien se recibe.
Porque por eso estamos hoy acá, ansiosos de recibir a Jesús: en su pa-
labra, en la eucaristía, en los pequeños. Recibirlo para que él reconcilie
nuestra memoria y nos acompañe en un presente que nos sigue apasionan-
do por sus desafíos, por los signos que nos deja, para que lo sigamos como
discípulos, porque no hay nada verdaderamente humano que no tenga
resonancia en el corazón de los discípulos de Cristo, y así sentimos como
nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y afligidos (cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. ap. Gaudium et spes, 1). Por eso, y porque como
253
comunidad nos sentimos verdadera e íntimamente solidarios del género
humano —de esta ciudad y de toda Lituania— y de su historia
(cf. ibíd.), queremos entregar la vida en el servicio y en la alegría, y así
hacer saber a todos que Cristo Jesús es nuestra única esperanza.

LITUANIA: CUANDO EL EVANGELIO LLEGA A LO HONDO


20180923 Ángelus Lituania
El libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura nos
habla del justo perseguido, de aquel cuya “sola presencia” molesta a los
impíos. El impío es descrito como el que oprime al pobre, no tiene compa-
sión de la viuda ni respeta al anciano (cf. 2,17-20). El impío tiene la pre-
tensión de creer que su “fuerza es la norma de la justicia”. Someter a los
más frágiles, usar la fuerza en cualquiera de sus formas: imponer un modo
de pensar, una ideología, un discurso dominante, usar la violencia o repre-
sión para doblegar a quienes simplemente, con su hacer cotidiano honesto,
sencillo, trabajador y solidario, expresan que es posible otro mundo, otra
sociedad. Al impío no le alcanza con hacer lo que quiere, dejarse llevar
por sus caprichos; no quiere que los otros, haciendo el bien, dejen en evi-
dencia su modo de actuar. En el impío, el mal siempre intenta aniquilar el
bien. (…)
Jesús en el Evangelio nos recuerda una tentación sobre la que tendre-
mos que vigilar con insistencia: el afán de primacía, de sobresalir por
encima de los demás, que puede anidar en todo corazón humano. Cuántas
veces ha sucedido que un pueblo se crea superior, con más derechos ad-
quiridos, con más privilegios por preservar o conquistar. ¿Cuál es el antí-
doto que propone Jesús cuando aparece esa pulsión en nuestro corazón o
en el latir de una sociedad o un país? Hacerse el último de todos y el ser-
vidor de todos; estar allí donde nadie quiere ir, donde nada llega, en lo
más distante de las periferias; y sirviendo, generando encuentro con los
últimos, con los descartados. Si el poder se decidiera por eso, si permitié-
ramos que el Evangelio de Jesucristo llegara a lo hondo de nuestras vidas,
entonces sí sería una realidad la “globalización de la solidaridad”. «Mien-
tras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas
formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra
propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes,
de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas”
(Ga 6,2)» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
Aquí en Lituania está la colina de las cruces, donde millares de perso-
nas, a lo largo de los siglos, han plantado el signo de la cruz. Los invito a
que, al rezar el Ángelus, le pidamos a María que nos ayude a plantar la
cruz de nuestro servicio, de nuestra entrega allí donde nos necesitan, en la
colina donde habitan los últimos, donde es preciso la atención delicada a
los excluidos, a las minorías, para que alejemos de nuestros ambientes y
de nuestras culturas la posibilidad de aniquilar al otro, de marginar, de
seguir descartando a quien nos molesta y amenaza nuestras comodidades.
254
LETONIA: SI LA MÚSICA DEL EVANGELIO DEJA DE VIBRAR
20180924 Discurso Encuentro ecuménico
En esta catedral se encuentra uno de los órganos más antiguos de Eu-
ropa, y que fue el más grande del mundo en el tiempo de su inauguración.
Podemos imaginar cómo acompañó la vida, la creatividad, la imaginación
y la piedad de todos aquellos que se dejaban acariciar por su melodía. Ha
sido instrumento de Dios y de los hombres para elevar la mirada y el cora-
zón. Hoy es un emblema de esta ciudad y de esta catedral. Para el “resi-
dente” en este lugar significa más que un órgano monumental, es parte de
su vida, de su tradición, de su identidad. En cambio, para un turista, es
lógicamente una pieza más de arte a conocer y fotografiar. Y ese es uno de
los peligros que siempre se corre: pasar de residentes a turistas. Hacer de
aquello que nos identifica una pieza del pasado, una atracción turística y
de museo que recuerda las gestas de antaño, de alto valor histórico, pero
que ha dejado de movilizar el corazón de aquellos que lo escuchan.
Con la fe nos puede pasar exactamente lo mismo. Podemos dejar de
sentirnos cristianos residentes para volvernos turistas. Es más, podríamos
afirmar que toda nuestra tradición cristiana puede correr la misma suerte:
quedar reducida a una pieza del pasado que, encerrada en las paredes de
nuestros templos, deja de entonar una melodía capaz de movilizar e inspi-
rar la vida y el corazón de aquellos que la escuchan. Sin embargo, como
afirma el evangelio que hemos escuchado, nuestra fe no es para ocultarla
sino para darla a conocer y hacerla resonar en diferentes ámbitos de la
sociedad, para que todos puedan contemplar su belleza y ser iluminados
con su luz (cf. Lc 11,33).
Si la música del evangelio deja de ejecutarse en nuestra vida y se con-
vierte en una bella partitura del pasado, dejará de romper las monotonías
asfixiantes que impiden movilizar la esperanza, volviendo así estériles
todos nuestros esfuerzos.
Si la música del evangelio deja de vibrar en nuestras entrañas, habre-
mos perdido la alegría que brota de la compasión, la ternura que nace de la
confianza, la capacidad de reconciliación que encuentra su fuente en sa-
bernos siempre perdonados-enviados.
Si la música del evangelio deja de sonar en nuestras casas, en nuestras
plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado
la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad de todo hombre y
mujer, sea cual sea su proveniencia, encerrándonos en “lo mío”, olvidán-
donos de “lo nuestro”: la casa común que nos atañe a todos.
Si la música del evangelio deja de sonar, habremos perdido los sonidos
que conducirán nuestras vidas al cielo, encerrándonos en uno de los peores
males de hoy en día: la soledad y el aislamiento. Esa enfermedad que nace
en quien no tiene vínculos, y que puede verse en los ancianos abandona-
dos a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y
de oportunidades para el futuro (cf. Discurso al Parlamento Europeo, 25
noviembre 2014).
255
Padre, «que todos sean uno, […] para que el mundo crea» (Jn 17,21).
Estas palabras siguen resonando con fuerza en medio nuestro, gracias a
Dios. Es Jesús que antes de su entrega reza al Padre. Es Jesucristo que,
mirando de frente su cruz y la cruz de tantos hermanos nuestros, no deja
de implorar al Padre. Es el susurro de esta oración la que nos marca el
sendero y nos indica el camino a seguir. Sumergidos en su oración, como
creyentes en él y en su Iglesia, deseando la comunión de gracia que el
Padre tiene desde toda la eternidad (cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint,
9), encontramos allí el único camino posible para todo ecumenismo: en la
cruz del sufrimiento de tantos jóvenes, ancianos y niños expuestos muchas
veces a la explotación, al sin sentido, a la falta de oportunidades y a la
soledad. Mirando Jesús a su Padre y a nosotros sus hermanos no deja de
implorar: que todos sean uno.
La misión hoy nos sigue pidiendo y reclamando la unidad, es la misión
la que nos exige dejar de mirar las heridas del pasado o toda actitud auto-
rreferencial para centrarnos en la oración del Maestro. Es la misión la que
reclama que la música del evangelio no deje de sonar en nuestras plazas.
Algunos pueden llegar a decir: son tiempos difíciles, son tiempos
complejos los que nos toca vivir. Otros pueden llegar a pensar que, en
nuestras sociedades, los cristianos tienen cada vez menos márgenes de
acción o de influencia debido a un sinfín de componentes como puede ser
el secularismo o las lógicas individualistas. Esto no debe conducir a una
actitud de encierro, de defensa, e incluso de resignación. No podemos
dejar de reconocer que ciertamente no son tiempos fáciles, especialmente
para muchos hermanos nuestros que hoy viven en su carne el destierro e
inclusive el martirio a causa de la fe. Pero su testimonio nos lleva a descu-
brir que el Señor nos sigue llamando e invitando a vivir el evangelio con
alegría, gratitud y radicalidad. Si Cristo nos consideró dignos de vivir en
estos tiempos, en esta hora —la única que tenemos—, no podemos dejar-
nos vencer por el miedo ni dejarla pasar sin asumirla con la alegría de la
fidelidad. El Señor nos dará la fuerza para hacer de cada tiempo, de cada
momento, de cada situación una oportunidad de comunión y reconcilia-
ción con el Padre y con nuestros hermanos, especialmente con aquellos
que hoy son considerados inferiores o material de descarte. Si Cristo nos
consideró dignos de hacer sonar la melodía del evangelio, ¿dejaremos de
hacerlo?

LETONIA: CÓMO SE NOS MUESTRA MARÍA


20180924 Homilía
Bien podríamos decir que aquello que relata san Lucas en el comienzo
del libro de los Hechos de los Apóstoles se repite hoy aquí: íntimamente
unidos, dedicados a la oración, y en compañía de María, nuestra Madre
(cf. 1,14). Hoy hacemos nuestro el lema de esta visita: “¡Muéstrate, Ma-
dre!”, haz evidente en qué lugar sigues cantando el Magníficat, en qué
sitios está tu Hijo crucificado, para encontrar a sus pies tu firme presencia.
256
El evangelio de Juan relata solo dos momentos en que la vida de Jesús
se entrecruza con la de su Madre: las bodas de Caná (cf. Jn2,1-12) y el que
acabamos de leer, María al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27). Pareciera que
al evangelista le interesa mostrarnos a la Madre de Jesús en esas situacio-
nes de vida aparentemente opuestas: el gozo de unas bodas y el dolor por
la muerte de un hijo. Que, al adentrarnos en el misterio de la Palabra, ella
nos muestre cuál es la Buena Noticia que el Señor hoy quiere compartir-
nos.
Lo primero que señala el evangelista es que María está “firmemente de
pie” junto a su Hijo. No es un modo liviano de estar, tampoco evasivo y
menos aún pusilánime. Es con firmeza, “clavada” al pie de la cruz, expre-
sando con la postura de su cuerpo que nada ni nadie podría moverla de ese
lugar. María se muestra en primer lugar así: al lado de los que sufren, de
aquellos de los que todo el mundo huye, incluso de los que son enjuicia-
dos, condenados por todos, deportados. No se trata solo de que sean opri-
midos o explotados, sino de estar directamente “fuera del sistema”, al
margen de la sociedad (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 53). Con ellos
está también la Madre, clavada junto a esa cruz de la incomprensión y del
sufrimiento.
También María nos muestra un modo de estar al lado de estas realida-
des; no es ir de paseo ni hacer una breve visita, ni tampoco es “turismo
solidario”. Se trata de que quienes padecen una realidad de dolor nos sien-
tan a su lado y de su lado, de modo firme, estable; todos los descartados de
la sociedad pueden hacer experiencia de esta Madre delicadamente cerca-
na, porque en el que sufre siguen abiertas las llagas de su Hijo Jesús. Ella
lo aprendió al pie de la cruz. También nosotros estamos llamados a “tocar”
el sufrimiento de los demás. Vayamos al encuentro de nuestro pueblo para
consolarlo y acompañarlo; no tengamos miedo de experimentar la fuerza
de la ternura y de implicarnos y complicarnos la vida por los otros
(cf. ibíd., 270). Y, como María, permanezcamos firmes y de pie: con el
corazón puesto en Dios y animados, levantando al que está caído, enalte-
ciendo al humilde, ayudando a terminar con cualquier situación de opre-
sión que los hace vivir como crucificados.
María es invitada por Jesús a recibir al discípulo amado como su hijo.
El texto nos dice que estaban juntos, pero Jesús percibe que no lo suficien-
te, que no se han recibido mutuamente. Porque uno puede estar al lado de
muchísimas personas, puede incluso compartir la misma vivienda, o el
barrio, o el trabajo; puede compartir la fe, contemplar y gozar de los mis-
mos misterios, pero no acogerse, no hacer el ejercicio de una aceptación
amorosa del otro. Cuántos matrimonios podrían relatar sus historias de
estar cerca pero no juntos; cuántos jóvenes sienten con dolor esta distancia
con los adultos, cuántos ancianos se sienten fríamente atendidos, pero no
amorosamente cuidados y recibidos.
Es cierto que, a veces, cuando nos hemos abierto a los demás nos ha
hecho mucho daño. También es verdad que, en nuestras realidades políti-
cas, la historia de desencuentro de los pueblos todavía está dolorosamente
fresca. María se muestra como mujer abierta al perdón, a dejar de lado
257
rencores y desconfianzas; renuncia a hacer reclamos por lo que “hubiera
podido ser” si los amigos de su Hijo, si los sacerdotes de su pueblo o si los
gobernantes se hubieran comportado de otra manera, no se deja ganar por
la frustración o la impotencia. María le cree a Jesús y recibe al discípulo,
porque las relaciones que nos sanan y liberan son las que nos abren al
encuentro y a la fraternidad con los demás, porque descubren en el otro al
mismo Dios (cf. ibíd., 92). Monseñor Sloskans, que descansa aquí, una
vez apresado y enviado lejos, escribía a sus padres: «Os lo pido desde lo
más hondo de mi corazón: no dejéis que la venganza o la exasperación se
abran camino en vuestro corazón. Si lo permitiésemos no seríamos verda-
deros cristianos, sino fanáticos». En tiempos donde pareciera que vuelve a
haber modos de pensar que nos invitan a desconfiar de los otros, que con
estadísticas nos quieren demostrar que estaríamos mejor, seríamos más
prósperos, habría más seguridad si estuviéramos solos, María y los discí-
pulos de estas tierras nos invitan a acoger, a volver a apostar por el her-
mano, por la fraternidad universal.
Pero María se muestra también como la mujer que se deja recibir, que
humildemente acepta pasar a ser parte de las cosas del discípulo. En aque-
lla boda que se había quedado sin vino, con el peligro de terminar llena de
ritos pero seca de amor y de alegría, fue ella la que les mandó que hicieran
lo que él les dijera (cf. Jn 2,5). Ahora, como discípula obediente, se deja
recibir, se traslada, se acomoda al ritmo del más joven. Siempre cuesta la
armonía cuando somos distintos, cuando los años, las historias y las cir-
cunstancias nos ponen en modos de sentir, pensar y hacer que a simple
vista parecen opuestos. Cuando con fe escuchamos el mandato de recibir y
ser recibidos, es posible construir la unidad en la diversidad, porque no
nos frenan ni dividen las diferencias, sino que somos capaces de mirar más
allá, de ver a los otros en su dignidad más profunda, como hijos de un
mismo Padre (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228).
En esta, como en cada eucaristía, hacemos memoria de aquel día. Al
pie de la cruz, María nos recuerda el gozo de haber sido reconocidos como
sus hijos, y su Hijo Jesús nos invita a traerla a casa, a ponerla en medio de
nuestra vida. Ella nos quiere regalar su valentía, para estar firmemente de
pie; su humildad, que la hace adaptarse a las coordenadas de cada momen-
to de la historia; y clama para que en este, su santuario, todos nos com-
prometamos a acogernos sin discriminarnos.

ESTONIA: DIOS LLEVA AL HOMBRE A SU PLENITUD


20180925 Homilía
El pueblo que llega hasta el Sinaí es un pueblo que ya ha visto el amor
de su Dios expresado en los milagros y portentos, es un pueblo que decide
hacer un pacto de amor porque Dios ya lo amó primero y le expresó ese
amor. No está obligado, Dios lo quiere libre. Cuando decimos que somos
cristianos, cuando abrazamos un estilo de vida, lo hacemos sin presiones,
sin que sea un intercambio donde cumplimos si Dios cumple. Pero, sobre
todo, sabemos que la propuesta de Dios no nos quita nada, al contrario,
258
lleva a la plenitud, potencia todas las aspiraciones del hombre. Algunos se
consideran libres cuando viven sin Dios o al margen de él. No advierten
que de ese modo transitan por esta vida como huérfanos, sin un hogar
donde volver. «Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que
giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte» (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 170).
Nos toca a nosotros, al igual que al pueblo salido de Egipto, escuchar y
buscar. A veces algunos piensan que la fuerza de un pueblo se mide hoy
desde otros parámetros. Hay quien habla con un tono más alto, quien al
hablar parece más seguro —sin fisuras ni titubeos—, hay quien al gritar
añade amenazas de armamento, despliegue de tropas, estrategias... Este es
el que parece más “firme”. Pero eso no es “buscar” la voluntad de Dios;
sino un acumular para imponerse desde el tener. Esta actitud esconde en sí
un rechazo a la ética y, en ella, a Dios. Pues la ética nos pone en relación
con un Dios que espera de nosotros una respuesta libre y comprometida
con los demás y con nuestro entorno, que está fuera de las categorías del
mercado (cf. ibíd., 57). Vosotros no habéis conquistado vuestra libertad
para terminar esclavos del consumo, del individualismo, o del afán de
poder o dominio.
Dios conoce lo que necesitamos, lo que a menudo escondemos detrás
del afán de tener; también nuestras inseguridades resueltas desde el poder.
Esa sed, que habita en todo corazón humano, Jesús, en el Evangelio que
hemos escuchado, nos anima a resolverla yendo a su encuentro. Él es
quien puede saciarnos, llenarnos de la plenitud que tiene la fecundidad de
su agua, su pureza, su fuerza arrolladora. La fe es también caer en la cuen-
ta de que él vive y nos ama; no nos abandona y, por eso, es capaz de inter-
venir misteriosamente en nuestra historia; él saca bien del mal con su
poder y con su infinita creatividad (cf. ibíd., 278).
En el desierto, el pueblo de Israel va a caer en la tentación de buscarse
otros dioses, de adorar el becerro de oro, de confiar en sus propias fuerzas.
Pero Dios siempre lo atrae nuevamente, y ellos recordarán lo que escucha-
ron y vieron en el monte. Como aquel pueblo, nosotros nos sabemos pue-
blo “elegido, sacerdotal y santo” (cf. Ex 19,6; 1 P 2,9), el Espíritu es el
que nos recuerda todas estas cosas (cf. Jn 14,26).
Elegidos no significa exclusivos, ni sectarios; somos la pequeña por-
ción que tiene que fermentar toda la masa, que no se esconde ni se aparta,
que no se considera mejor ni más pura. El águila pone a resguardo sus
polluelos, los lleva a lugares escarpados hasta que pueden valerse por sí
mismos, pero tiene que empujarlos para que salgan de ese lugar de con-
fort. Agita a su nidada, tira a los polluelos al vacío para que pongan en
juego sus alas; y se pone debajo para protegerlos, para evitar que se hagan
daño. Así es Dios con su pueblo elegido, lo quiere en “salida”, arriesgado
en su vuelo y siempre protegido solo por él. Tenemos que perder el miedo
y salir de los espacios blindados, porque hoy la mayoría de los estonios no
se reconocen como creyentes.
Salir como sacerdotes; lo somos por el bautismo. Salir a promover la
relación con Dios, a facilitarla, a favorecer un encuentro amoroso con
259
aquel que está gritando «venid a mí» (Mt 11,28). Necesitamos crecer en
una mirada cercana para contemplar, conmovernos y detenernos ante el
otro, cuantas veces sea necesario. Este es el “arte del acompañamiento”
que se realiza con el ritmo sanador de la “projimidad”, con una mirada
respetuosa y llena de compasión que es capaz de sanar, desatar ataduras y
hacer crecer en la vida cristiana (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 169).
Y dar testimonio de ser un pueblo santo. Podemos caer en la tentación
de pensar que la santidad es solo para algunos. Sin embargo, «todos esta-
mos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testi-
monio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuen-
tra» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 14). Pero, así como el agua en el
desierto no era un bien personal sino comunitario, así como el maná no
podía ser acumulado porque se echaba a perder, del mismo modo la santi-
dad vivida se expande, fluye, fecunda todo lo que está a sus márgenes.
Hoy elegimos ser santos saneando los márgenes y las periferias de nuestra
sociedad, allí donde nuestro hermano yace y sufre el descarte. No dejemos
que sea el que viene detrás de mí el que dé el paso para socorrerlo, ni
tampoco que sea una cuestión para resolver desde las instituciones; que
seamos nosotros mismos los que fijemos nuestra mirada en ese hermano y
le tendamos la mano para levantarlo, pues en él está la imagen de Dios, es
un hermano redimido por Jesucristo. Esto es ser cristianos y la santidad
vivida en el día a día (cf. ibíd., 98).

A TRAVÉS DEL CRISOL DE LAS PRUEBAS VIENE LA ALEGRÍA


20180926 Mensaje a los católicos chinos y a la Iglesia universal
En este momento resuenan en mi interior las palabras con las que mi
venerado Predecesor os exhortaba en la Carta del 27 de mayo de 2007:
«Iglesia católica en China, pequeña grey presente y operante en la vaste-
dad de un inmenso Pueblo que camina en la historia, ¡cómo resuenan
alentadoras y provocadoras para ti las palabras de Jesús: “No temas, pe-
queño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”
(Lc 12,32)! Por tanto, “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que
vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro a Padre que está en el
cielo” (Mt 5,16)» (Benedicto XVI, Carta a los católicos chinos, 27 mayo
2007, 5).
1. En los últimos tiempos, han circulado muchas voces opuestas sobre
el presente y, especialmente, sobre el futuro de la comunidad católica en
China. Soy consciente de que semejante torbellino de opiniones y conside-
raciones habrá provocado mucha confusión, originando en muchos cora-
zones sentimientos encontrados. En algunos, surgen dudas y perplejidad;
otros, tienen la sensación de que han sido abandonados por la Santa Sede
y, al mismo tiempo, se preguntan inquietos sobre el valor del sufrimiento
vivido en fidelidad al Sucesor de Pedro. En otros muchos, en cambio,
predominan expectativas y reflexiones positivas que están animadas por la
esperanza de un futuro más sereno a causa de un testimonio fecundo de la
fe en tierra china.
260
Dicha situación se ha ido acentuando sobre todo con referencia al
Acuerdo Provisional entre la Santa Sede y la República Popular China
que, como sabéis, se ha firmado recientemente en Pekín. En un momento
tan significativo para la vida de la Iglesia, y a través de este breve Mensa-
je, deseo, sobre todo, aseguraros que cada día os tengo presentes en mi
oración además de compartir con vosotros los sentimientos que están en
mi corazón.
Son sentimientos de gratitud al Señor y de sincera admiración —que es
la admiración de toda la Iglesia católica— por el don de vuestra fidelidad,
de la constancia en la prueba, de la arraigada confianza en la Providencia
divina, también cuando ciertos acontecimientos se demostraron particu-
larmente adversos y difíciles. Tales experiencias dolorosas pertenecen al
tesoro espiritual de la Iglesia en China y de todo el Pueblo de Dios que
peregrina en la tierra. Os aseguro que el Señor, precisamente a través del
crisol de las pruebas, no deja nunca de colmarnos de sus consolaciones y
de prepararnos para una alegría más grande. Con el Salmo 126 tenemos la
certeza de que «los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares»
(v. 5). Sigamos, entonces, con la mirada fija en el ejemplo de tantos fieles
y pastores que no han dudado en ofrecer su “testimonio maravilloso” (cf. 1
Tm 6,13) al Evangelio, hasta el ofrecimiento de la propia vida. Se han de
considerar como verdaderos amigos de Dios.

URGENCIA DE ACOMPAÑAR A LOS NOVIOS Y ESPOSOS


20180927 Discurso Curso de formación matr. y flia Rota Romana
Muchas veces la raíz última de los problemas, que salen a la luz des-
pués de la celebración del sacramento del matrimonio, se encuentra no
solo en una inmadurez oculta y remota que emerge de improviso, sino
sobre todo en la debilidad de la fe cristiana y en la falta de acompañiento
eclesial, en la soledad, en la que se deja a los recién casados después de la
celebración de la boda. Solo enfrentados a la realidad cotidiana de la vida
juntos, que llama a los cónyuges a crecer en un camino de entrega y sacri-
ficio, algunos se dan cuenta de que no habían entendido plenamente lo que
iban a comenzar. Y se sienten inadecuados, especialmente si se confrontan
con el alcance y el valor del matrimonio cristiano, por cuanto se refiere a
las implicaciones concretas relacionadas con la indisolubilidad del víncu-
lo, la apertura para transmitir el don de la vida y la fidelidad.
Por eso reitero la necesidad de un catecumenado permanente para el
Sacramento del Matrimonio que atañe a su preparación, celebración y a
los primeros tiempos sucesivos. Es un camino compartido entre sacerdo-
tes, operadores pastorales y esposos cristianos. Los sacerdotes, especial-
mente los párrocos, son los primeros interlocutores de los jóvenes que
desean formar una nueva familia y casarse con el sacramento del matri-
monio. El acompañamiento del ministro ordenado ayudará a los futuros
esposos a comprender que el matrimonio entre un hombre y una mujer es
un signo de los esponsales entre Cristo y la Iglesia, haciéndolos conscien-
tes del profundo significado del paso que están a punto de dar. Cuanto más
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profundo y extendido en el tiempo sea el camino de preparación, más
aprenderán las parejas jóvenes a corresponder a la gracia y la fuerza de
Dios y también desarrollarán los "anticuerpos" para hacer frente a los
inevitables momentos de dificultad y fatiga de la vida conyugal y familiar.
En los cursos de preparación para el matrimonio es esencial reanudar
la catequesis de la iniciación cristiana a la fe, cuyo contenido no debe
darse por sentado o como ya asumido por los novios. En cambio, en la
mayoría de los casos, el mensaje cristiano debe ser redescubierto por
aquellos que se han quedado con alguna noción elemental del catecismo
de la Primera Comunión y, si todo va bien, de la Confirmación. La expe-
riencia demuestra que el tiempo de preparación para el matrimonio es un
tiempo de gracia, en el que la pareja está particularmente abierta a escu-
char el Evangelio, a recibir a Jesús como maestro de vida. A través de una
actitud sincera de acogida de las parejas, de un lenguaje adecuado y una
presentación clara de los contenidos, es posible activar dinámicas que
superen lagunas muy difusas hoy en día: sea la carencia de formación
catequética que la falta de un sentido filial de la Iglesia, la cual también
forma parte de los fundamentos del matrimonio cristiano.
El cuidado pastoral es mucho más eficaz cuando el acompañamiento
no termina con la celebración de la boda, sino que "escolta" al menos
durante los primeros años de la vida conyugal. A través de coloquios con
la pareja y con la comunidad, se trata de ayudar a los cónyuges jóvenes a
adquirir las herramientas y los apoyos para vivir su vocación. Y esto solo
puede suceder a través de un camino de crecimiento en la fe de las parejas
mismas. La fragilidad que, bajo este perfil, se encuentra a menudo en los
jóvenes que se acercan al matrimonio hace que sea necesario acompañar
su camino más allá de la celebración de la boda. Y esto, -nos dice otra vez
la experiencia-, es una alegría para ellos y para quienes los acompañan. Es
una experiencia de alegre maternidad, cuando los recién casados son obje-
to de los cuidados solícitos de la Iglesia que, siguiendo los pasos de su
Maestro, es una madre atenta que no abandona, no descarta, sino que se
acerca con ternura, abraza y alienta.

JESÚS QUIERE EDUCARNOS EN LA LIBERTAD INTERIOR


20180930 Ángelus
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 9, 38-43.45.47-48) nos pre-
senta uno de esos momentos particulares muy instructivos de la vida de
Jesús con sus discípulos. Estos habían visto que un hombre, el cual no
formaba parte del grupo de los seguidores de Jesús, expulsaba a los demo-
nios en el nombre de Jesús, y por eso querían prohibírselo. Juan, con el
entusiasmo acérrimo típico de los jóvenes, informa sobre el hecho al
Maestro buscando su apoyo; pero Jesús, al contrario, responde: «No se lo
impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y
que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra noso-
tros, está por nosotros» (vv. 39-40).
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Juan y los demás discípulos manifiestan una actitud de cerrazón frente
a un suceso que no entra en sus esquemas, en este caso la acción, aunque
sea buena, de una persona «externa» al círculo de seguidores. Sin embar-
go, Jesús aparece muy libre, plenamente abierto a la libertad del Espíritu
de Dios, que en su acción no está limitado por ningún confín o algún re-
cinto. Jesús quiere educar a sus discípulos, también a nosotros hoy, en esta
libertad interior. Nos hace bien reflexionar sobre este episodio, y hacer un
poco de examen de conciencia. La actitud de los discípulos de Jesús es
muy humana, muy común, y lo podemos encontrar en las comunidades
cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mis-
mos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad
de una cierta experiencia, tutelando al fundador o al líder de los falsos
imitadores. Pero al mismo tiempo está como el temor de la «competencia»
—esto es feo: el temor de la competencia—, que alguno pueda robar nue-
vos seguidores, y entonces no se logra apreciar el bien que los otros hacen:
no va bien porque «no es de los nuestros», se dice. Es una forma de auto-
rreferencialidad. Es más, aquí está la raíz del proselitismo. Y la Iglesia —
decía el Papa Benedicto— no crece por proselitismo, crece por atracción,
es decir crece por el testimonio dado a los demás con la fuerza del Espíritu
Santo.
La gran libertad de Dios al donarse a nosotros constituye un desafío y
una exhortación a modificar nuestras actitudes y nuestras relaciones. Es la
invitación que nos dirige Jesús hoy. Él nos llama a no pensar según las
categorías de «amigo/enemigo», «nosotros/ellos», «quien está den-
tro/quien está fuera», «mío/tuyo», sino para ir más allá, a abrir el corazón
para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambien-
tes insólitos e imprevisibles y en personas que no forman parte de nuestro
círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo boni-
to y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia
de quien lo cumple. Y —como nos sugiere la parte restante del Evangelio
de hoy —en vez de juzgar a los demás, debemos examinarnos a nosotros
mismos, y «cortar» sin compromisos todo lo que puede escandalizar a las
personas más débiles en la fe. Que la Virgen María, modelo de dócil aco-
gida de las sorpresas de Dios, nos ayude a reconocer los signos de la pre-
sencia del Señor en medio de nosotros, descubriéndolo allá donde Él se
manifieste, también en las situaciones más impensables y raras.

EL SILENCIO PRODUCE FRUTOS DE SANTIDAD


20181001 Discurso Instituto de la Caridad (Rosminianos)
Vuestra visita muestra el apego a la Iglesia y a la Santa Sede recomen-
dado y vivido por vuestro fundador, el Beato Antonio Rosmini. Vivió
heroicamente. Le gustaba repetir: «El cristiano debe alimentar en sí mismo
un afecto, un apego y un respeto sin límite alguno por la Santa Sede del
Romano Pontífice» (Máximas de perfección cristiana aptas para todo tipo
de personas, Lección III, n. 6). La fidelidad a la sede de Pedro expresa la
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unidad en la diversidad y la comunión eclesial, un elemento indispensable
para una misión fructífera.
Durante vuestra asamblea, os habéis propuesto reflexionar sobre el te-
ma “Sed perfectos… sed misericordiosos”. Se trata de poner en primer
plano la alegre noticia de que todo cristiano está llamado a la santidad, y
de recorrer este camino juntos en la caridad. Esta perspectiva, exquisita-
mente evangélica, es un punto focal de la enseñanza de vuestro fundador,
que se encuentra de manera especial en el libro de las Máximas. La santi-
dad y el ejercicio de las virtudes no están reservadas a unos pocos, y tam-
poco a un momento particular de la existencia. Todos pueden vivirlas en
fidelidad diaria a la vocación cristiana; los consagrados, en particular, en
la adhesión fiel a la profesión religiosa. En este sentido, el Beato Rosmini
rezaba: «Oh Dios, envíanos a tus héroes». Era evidente en él lo que he
señalado en el reciente Motu proprio Majorem hac dilectionem sobre la
heroicidad de la vida, es decir, «un ofrecimiento de la vida por los demás,
perseverando hasta la muerte» (n. 5). La santidad es el camino de la ver-
dadera reforma de la Iglesia, que, como vio claramente Rosmini, trans-
forma el mundo en la medida en que ella misma se reforma.
Vuestro fundador quiso atribuir a su familia religiosa la denominación
“Instituto de la caridad”, precisamente para resaltar la supremacía de la
virtud de la caridad, que, como dice el Apóstol, debe colocarse «por enci-
ma de todo» (Col 3, 14). Y Rosmini acompañaba la caridad con una fuerte
“firmeza interior”, intrépido en el “callar”: su ejemplo os impulse a pro-
gresar en la fecundidad del silencio interior y en el heroísmo del silencio
exterior. Este es el camino que produce frutos de bien y de santidad, el
camino que los santos han recorrido y que la Iglesia indica a cada creyen-
te. También es importante mantener esa “santa indiferencia” que vuestro
fundador sacó de San Ignacio de Loyola: sin ella no es posible actuar una
auténtica caridad universal.
En vuestra actividad eclesial, os invito a disponer las obras de caridad
corporal, intelectual, espiritual y pastoral de manera que secunden siempre
al Espíritu Santo que indica dónde, cuándo y cómo amar. En lo que res-
pecta a la acción educativa, no se limita simplemente a la instrucción, sino
a la caridad intelectual. En efecto, el centro viviente de la educación cris-
tiana es la ciencia que se transmite a partir de la Palabra de Dios, cuya
plenitud es Jesucristo, Verbo hecho carne.

NO OLVIDAR LA HUMILDE FIDELIDAD DIARIA


20181001 Discurso sacerdotes diócesis de Créteil, Francia.
En primer lugar, deseo agradecer a Dios que os ha llamado y "elegido
para el servicio de su Evangelio" (cf. Rom 1, 1), para ser en medio de su
pueblo fieles administradores de los misterios de Cristo. Vivimos en un
contexto en el que el barco de la Iglesia es golpeado por vientos contrarios
y violentos, a causa, especialmente, de las graves culpas de algunos de sus
miembros. Por eso es aún más importante no olvidar la humilde fidelidad
diaria al ministerio que el Señor permite vivir a la gran mayoría de aque-
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llos que ha dado a su Iglesia como sacerdotes. Sabemos que, respondiendo
al llamado del Señor, no fuimos consagrados por el don del Espíritu para
ser "superhéroes". Hemos sido enviados con la conciencia de ser hombres
perdonados, para convertirnos en pastores a la manera de Jesús, heridos,
muertos y resucitados. Porque nuestra misión como ministros de la Iglesia
es, hoy como ayer, dar testimonio de la fuerza de la Resurrección en las
heridas de este mundo. De esta manera, estamos llamados a avanzar hu-
mildemente en el camino de la santidad, ayudando a los discípulos de
Jesucristo a responder a su vocación bautismal, para que sean cada vez
más misioneros, testigos de la alegría del Evangelio. Después de todo, ¿no
es este el significado del Sínodo diocesano que celebrasteis en 2016?
Queridos amigos, al tomar tiempo para reflexionar sobre la revisión de
la organización de vuestra diócesis, no tengáis miedo de mirar las heridas
de nuestra Iglesia, no para quejaros, sino para ir hasta Jesucristo. Solo él
puede curarnos, permitiéndonos comenzar de nuevo con él y encontrar,
con él y en él, los medios concretos para proponer su vida a todos, en un
contexto de pobreza y de carencia. Porque "si algo debe inquietarnos san-
tamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros
vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin
una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de
vida."(Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 49). En esta perspecti-
va, pedid insistentemente al Espíritu Santo que os guíe e ilumine. Que os
ayude, en el ejercicio de vuestro ministerio, a hacer que la Iglesia de Jesu-
cristo sea amable y amorosa, de acuerdo con la bella expresión de la Ve-
nerable Madeleine Delbrȇl. Con esta fuerza proveniente de lo alto, os
sentiréis empujados a salir para estar más cerca de todos cada día espe-
cialmente de aquellos que están heridos, marginados, excluidos.
Durante vuestra peregrinación a Roma, os confrontaréis sobre el relan-
zamiento de la pastoral de las vocaciones al ministerio ordenado y a la
vida consagrada. Recordemos que " donde hay vida, fervor, ganas de
llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. " (ibíd., 107).
Pero también es a través de vuestra forma de vivir el ministerio cómo
haréis que los jóvenes acogen la llamada del Señor al sacerdocio o a la
vida consagrada. Por lo tanto, os animo a que mantengáis vuestra mirada
fija en Jesucristo y cultivéis el vínculo particular que os une a él, a través
de la oración personal, la escucha de su Palabra, la celebración de los
sacramentos y el servicio a los hermanos. Es importante fomentar y desa-
rrollar la calidad de la vida fraterna, entre vosotros y dentro de vuestras
comunidades, para que el valor y la belleza del ministerio y de la vida
consagrada sean reconocidos por todos como el servicio de la verdadera
comunión misionera. A partir de la fuente de la gracia de vuestra llamada
y con el poder del Espíritu Santo, seréis testimonios de esa esperanza que
no defrauda (cf. Rom 5, 5), a pesar de las dificultades y la fatiga de cada
día; manifestaréis a través de vuestra vida diaria, e incluso en la experien-
cia de su fragilidad, que el don de la vida al servicio del Evangelio y de los
hermanos es una fuente de alegría que nadie puede quitarnos. Trasparezca
de vosotros esta alegría que se profundiza en la amistad con el Señor y en
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la atención renovada y constante a los demás, especialmente a los peque-
ños y los pobres. Pero sobre todo, dejaos transformar y renovar por el
Espíritu Santo para reconocer cual es la palabra que el Señor Jesús quiere
ofrecer al mundo a través de vuestra vida y de vuestro ministerio (cf. Ex-
hortación apostólica Gaudete et exsultate, 24).

ENCENDER EL CORAZÓN DE LOS JÓVENES


20181003 Homilía Apertura XV Asamblea Sínodo Ob.
«El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo
enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14,26).
De esta forma tan sencilla, Jesús les ofrece a sus discípulos la garantía
que acompañará toda la obra misionera que les será encomendada: el
Espíritu Santo será el primero en custodiar y mantener siempre viva y
actuante la memoria del Maestro en el corazón de los discípulos. Él es
quien hace que la riqueza y hermosura del Evangelio sea fuente de cons-
tante alegría y novedad.
Al iniciar este momento de gracia para toda la Iglesia, en sintonía con
la Palabra de Dios, pedimos con insistencia al Paráclito que nos ayude a
hacer memoria y a reavivar esas palabras del Señor que hacían arder nues-
tro corazón (cf. Lc 24,32). Ardor y pasión evangélica que engendra el
ardor y la pasión por Jesús. Memoria que despierte y renueve en nosotros
la capacidad de soñar y esperar. Porque sabemos que nuestros jóvenes
serán capaces de profecía y de visión en la medida que nosotros, ya mayo-
res o ancianos, seamos capaces de soñar y así contagiar y compartir esos
sueños y esperanzas que anidan en el corazón (cf. Jl 3,1).
Que el Espíritu nos dé la gracia de ser Padres sinodales ungidos con el
don de los sueños y de la esperanza para que podamos, a su vez, ungir a
nuestros jóvenes con el don de la profecía y la visión; que nos dé la gracia
de ser memoria operante, viva, eficaz, que de generación en generación no
se deja asfixiar ni aplastar por los profetas de calamidades y desventuras
ni por nuestros propios límites, errores y pecados, sino que es capaz de
encontrar espacios para encender el corazón y discernir los caminos del
Espíritu. Con esta actitud de dócil escucha de la voz del Espíritu, hemos
venido de todas partes del mundo. Hoy, por primera vez, están también
aquí con nosotros dos hermanos obispos de China Continental. Démosles
nuestra afectuosa bienvenida: gracias a su presencia, la comunión de todo
el Episcopado con el Sucesor de Pedro es aún más visible.
Ungidos en la esperanza comenzamos un nuevo encuentro eclesial ca-
paz de ensanchar horizontes, dilatar el corazón y transformar aquellas
estructuras que hoy nos paralizan, nos apartan y alejan de nuestros jóve-
nes, dejándolos a la intemperie y huérfanos de una comunidad de fe que
los sostenga, de un horizonte de sentido y de vida (cf. Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 49).
La esperanza nos interpela, moviliza y rompe el conformismo del
«siempre se hizo así» y nos pide levantarnos para mirar de frente el rostro
de nuestros jóvenes y las situaciones en las que se encuentran. La misma
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esperanza nos pide trabajar para revertir las situaciones de precariedad,
exclusión y violencia a las que están expuestos nuestros muchachos.
Nuestros jóvenes, fruto de muchas de las decisiones que se han tomado
en el pasado, nos invitan a asumir junto a ellos el presente con mayor
compromiso y luchar contra todas las formas que obstaculizan sus vidas
para que se desarrollen con dignidad. Ellos nos piden y reclaman una
entrega creativa, una dinámica inteligente, entusiasta y esperanzadora, y
que no los dejemos solos en manos de tantos mercaderes de muerte que
oprimen sus vidas y oscurecen su visión.
Esta capacidad de soñar juntos que el Señor hoy nos regala como Igle-
sia, reclama, como nos decía san Pablo en la primera lectura, desarrollar
entre nosotros una actitud definida: «No os encerréis en vuestros intereses,
sino buscad todos, el interés de los demás» (Flp 2,4). E inclusive apunta
más alto al pedir que con humildad consideremos estimar a los demás
superiores a nosotros mismos (cf. v. 3). Con este espíritu intentaremos
ponernos a la escucha los unos de los otros para discernir juntos lo que el
Señor le está pidiendo a su Iglesia. Y esto nos exige estar alertas y velar,
para que no domine la lógica de autopreservación y autorreferencialidad
que termina convirtiendo en importante lo superfluo y haciendo superfluo
lo importante. El amor por el Evangelio y por el pueblo que nos fue con-
fiado nos pide ampliar la mirada y no perder de vista la misión a la que
nos convoca para apuntar a un bien mayor que nos beneficiará a todos. Sin
esta actitud, vanos serán todos nuestros esfuerzos.
El don de la escucha sincera, orante y con el menor número de prejui-
cios y presupuestos nos permitirá entrar en comunión con las diferentes
situaciones que vive el Pueblo de Dios. Escuchar a Dios, hasta escuchar
con él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar en él la
voluntad a la que Dios nos llama (cf. Discurso durante el encuentro para
la familia, 4 octubre 2014).
Esta actitud nos defiende de la tentación de caer en posturas «eticis-
tas» o elitistas, así como de la fascinación por ideologías abstractas que
nunca coinciden con la realidad de nuestros pueblos (cf. J. M. Bergo-
glio, Meditaciones para religiosos, 45-46).
Hermanos y hermanas: Pongamos este tiempo bajo la materna protec-
ción de la Virgen María. Que ella, mujer de la escucha y la memoria, nos
acompañe a reconocer las huellas del Espíritu para que, «sin demora»
(cf. Lc 1,39), entre sueños y esperanzas, acompañemos y estimulemos a
nuestros jóvenes para que no dejen de profetizar.
Padres sinodales: Muchos de nosotros éramos jóvenes o comenzába-
mos los primeros pasos en la vida religiosa al finalizar el Concilio Vati-
cano II. A los jóvenes de aquellos años les fue dirigido el último mensaje
de los padres conciliares. Lo que escuchamos de jóvenes nos hará bien
volverlo repasar en el corazón recordando las palabras del poeta: «Que el
hombre mantenga lo que de niño prometió» (F. Hölderlin).
Así nos hablaron los Padres conciliares: «La Iglesia, durante cuatro
años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los
designios de su fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al
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final de esa impresionante “reforma de vida” se vuelve a vosotros. Es para
vosotros los jóvenes, sobre todo para vosotros, porque la Iglesia acaba de
alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir. La Iglesia
está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la digni-
dad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vues-
tras […]. En el nombre de este Dios y de su Hijo, Jesús, os exhortamos a
ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la
llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vues-
tras energías. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los
instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de
males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entu-
siasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores» (Pablo VI, Mensaje
a los jóvenes, con ocasión de la clausura del Concilio Vaticano II, 8 di-
ciembre 1965). Padres sinodales: la Iglesia los mira con confianza y amor.

EL ENCUENTRO ENTRE GENERACIONES GENERA ESPERANZA


20181003 Discurso Inicio Sínodo dedicado a los jóvenes
Deseo enviar también un vivo agradecimiento a los jóvenes que están
conectados con nosotros en este momento, y a todos los jóvenes que de
distintas formas han hecho oír su voz. Les doy las gracias por haber apos-
tado a favor de que merece la pena sentirse parte de la Iglesia, o entrar en
diálogo con ella; vale la pena tener a la Iglesia como madre, como maes-
tra, como casa, como familia, y que, a pesar de las debilidades humanas y
las dificultades, es capaz de brillar y trasmitir el mensaje imperecedero de
Cristo; vale la pena aferrarse a la barca de la Iglesia que, aun a través de
las terribles tempestades del mundo, sigue ofreciendo a todos refugio y
hospitalidad; vale la pena que nos pongamos en actitud de escucha los
unos de los otros; vale la pena nadar contra corriente y vincularse a los
valores más grandes: la familia, la fidelidad, el amor, la fe, el sacrificio, el
servicio, la vida eterna.
Nuestra responsabilidad en el Sínodo es la de no desmentirlos, es más,
la de demostrar que tenían razón en apostar: de verdad vale la pena, de
verdad no es una pérdida de tiempo.
Y os doy las gracias especialmente a vosotros, queridos jóvenes aquí
presentes. El camino de preparación al Sínodo nos ha enseñado que el
universo juvenil es tan variado que no puede ser representado totalmente,
pero vosotros sois de verdad un signo importante del mismo. Vuestra
participación nos llena de alegría y de esperanza.
El Sínodo que estamos viviendo es un tiempo para la participa-
ción. Deseo, por tanto, en este inicio del itinerario de la Asamblea sinodal,
invitar a todos a hablar con valentía y parresia, es decir integran-
do libertad, verdad y caridad. Solo el diálogo nos hace crecer. Una crítica
honesta y transparente es constructiva y útil, mientras que no lo son la
vana palabrería, los rumores, las sospechas o los prejuicios.
Y a la valentía en el hablar debe corresponder la humildad en el escu-
char. Decía a los jóvenes en la reunión pre-sinodal: «Si habla el que no me
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gusta, debo escuchar más, porque cada uno tiene el derecho de ser escu-
chado, como cada uno tiene el derecho de hablar». Esta escucha franca
requiere valentía para tomar la palabra y hacerse portavoz de tantos jóve-
nes del mundo que no están presentes. Este escuchar es el que abre espa-
cio al diálogo. El Sínodo debe ser un ejercicio de diálogo, en primer lu-
gar, entre los que participan en él. Y el primer fruto de ese diálogo es que
cada uno se abra a la novedad, a cambiar su propia opinión gracias a lo
que ha escuchado de los demás. Esto es importante para el Sínodo. Mu-
chos de vosotros habéis preparado ya vuestra intervención antes de venir
—y os doy las gracias por este trabajo—, pero os invito a sentiros libres
de considerar lo que habéis preparado como un borrador provisional abier-
to a las eventuales integraciones y modificaciones que el camino sinodal
os podrá sugerir a cada uno. Sintámonos libres de acoger y comprender a
los demás y por tanto de cambiar nuestras convicciones y posiciones: es
signo de gran madurez humana y espiritual.
El Sínodo es un ejercicio eclesial de discernimiento. La franqueza en
el hablar y la apertura en el escuchar son fundamentales para que el Síno-
do sea un proceso de discernimiento. El discernimiento no es
un slogan publicitario, no es una técnica organizativa, y ni siquiera una
moda de este pontificado, sino una actitud interior que tiene su raíz en
un acto de fe. El discernimiento es el método y a la vez el objetivo que nos
proponemos: se funda en la convicción de que Dios está actuando en la
historia del mundo, en los acontecimientos de la vida, en las personas que
encuentro y que me hablan. Por eso estamos llamados a ponernos en acti-
tud de escuchar lo que el Espíritu nos sugiere, de maneras y en direcciones
muchas veces imprevisibles. El discernimiento tiene necesidad de espacios
y de tiempos. Por esto dispongo que, durante los trabajos, en la asamblea
plenaria y en los grupos, cada cinco intervenciones se observe un momen-
to de silencio —de tres minutos aproximadamente—, para permitir que
cada uno preste atención a la resonancia que las cosas que ha escuchado
suscite en su corazón, para profundizar y aceptar lo que más le haya in-
teresado. Este interés con respecto a la interioridad es la llave para recorrer
el camino del reconocer, interpretar y elegir.
Somos signo de una Iglesia a la escucha y en camino. La actitud de es-
cucha no puede limitarse a las palabras que nos dirijamos en los trabajos
sinodales. El camino de preparación para este momento ha evidenciado
una Iglesia «con una deuda de escucha», también en relación a los jóve-
nes, que muchas veces no se sienten comprendidos en su originalidad por
parte de la Iglesia y, por tanto, no suficientemente aceptados por lo que
son realmente, y, alguna vez incluso, hasta rechazados. Este Sínodo tiene
la oportunidad, la tarea y el deber de ser signo de la Iglesia que se pone
verdaderamente a la escucha, que se deja interpelar por las instancias de
aquellos con los que se encuentra, que no tiene siempre una respuesta ya
preparada y preconfeccionada. Una Iglesia que no escucha se muestra
cerrada a la novedad, cerrada a las sorpresas de Dios, y no será creíble, en
particular para los jóvenes, que inevitablemente se alejan en vez de acer-
carse.
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Huyamos de prejuicios y estereotipos. Un primer paso en la dirección
de la escucha es liberar nuestras mentes y nuestros corazones de prejuicios
y estereotipos: cuando pensamos que ya sabemos quién es el otro y lo que
quiere, entonces se hace realmente difícil escucharlo en serio. Las relacio-
nes entre las generaciones son un terreno en el que los prejuicios y este-
reotipos se arraigan con una facilidad proverbial, sin que a menudo ni
siquiera nos demos cuenta. Los jóvenes tienen la tentación de considerar a
los adultos como anticuados; los adultos tienen la tentación de calificar a
los jóvenes como inexpertos, de saber cómo son y sobre todo cómo debe-
rían de ser y de comportarse. Todo esto puede llegar a ser un fuerte obs-
táculo para el diálogo y el encuentro entre las generaciones. La mayoría de
los aquí presentes no pertenecéis a la generación de los jóvenes, por lo que
es evidente que debemos vigilar para evitar sobre todo el riesgo de hablar
de los jóvenes a partir de categorías y esquemas mentales que ya están
superados. Si podemos evitar este riesgo, entonces podremos contribuir a
que sea posible una alianza entre generaciones. Los adultos deben superar
la tentación de subestimar las capacidades de los jóvenes y juzgarlos nega-
tivamente. Leí una vez que la primera mención de este hecho se remonta
al 3000 a.C. y fue encontrado en una vasija de barro de la antigua Babilo-
nia, donde está escrito que la juventud es inmoral y que los jóvenes no son
capaces de salvar la cultura del pueblo. Es una vieja tradición de nosotros,
los viejos. Los jóvenes, en cambio, deberían de vencer la tentación de no
escuchar a los adultos y de considerar a los ancianos como «algo antiguo,
pasado y aburrido», olvidando que es absurdo querer empezar siempre de
cero, como si la vida comenzara solo con cada uno de ellos. En realidad,
los ancianos, a pesar de su fragilidad física, permanecen siempre como la
memoria de nuestra humanidad, las raíces de nuestra sociedad, el «pulso»
de nuestra civilización. Despreciarlos, desprenderse de ellos, encerrarlos
en reservas aisladas o ignorarlos es una muestra de cesión a la mentalidad
del mundo que está devorando nuestras casas desde dentro. Descuidar el
tesoro de las experiencias que cada generación recibe en herencia y trans-
mite a la siguiente es un acto de autodestrucción.
Por una parte, es necesario superar con decisión la plaga del clerica-
lismo. En efecto, escuchar y huir de los estereotipos es también un podero-
so antídoto contra el riesgo del clericalismo, al que una asamblea como
esta se ve inevitablemente expuesta, más allá de las intenciones de cada
uno de nosotros. Surge de una visión elitista y excluyente de la vocación,
que interpreta el ministerio recibido como un poder que hay que ejercer
más que como un servicio gratuito y generoso que ofrecer; y esto nos lleva
a creer que pertenecemos a un grupo que tiene todas las respuestas y no
necesita ya escuchar ni aprender nada, o hace como que escucha. El cleri-
calismo es una perversión y es la raíz de muchos males en la Iglesia:
debemos pedir humildemente perdón por ellos y, sobre todo, crear las
condiciones para no repetirlos.
Por otro lado, sin embargo, es necesario curar el virus de la autosufi-
ciencia y de las conclusiones apresuradas de muchos jóvenes. Un prover-
bio egipcio dice: «Si no hay un anciano en tu casa, cómpralo, porque te
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será útil». Repudiar y rechazar todo lo que se ha transmitido a lo largo de
los siglos solo conduce al peligroso extravío que lamentablemente está
amenazando nuestra humanidad; lleva al estado de desilusión que se ha
apoderado del corazón de generaciones enteras. La acumulación, a lo
largo de la historia, de experiencias humanas es el tesoro más valioso y
digno de confianza que las generaciones reciben unas de otras. Sin olvidar
nunca la revelación divina, que ilumina y da sentido a la historia y a nues-
tra existencia.
Hermanos y hermanas: Que el Sínodo despierte nuestros corazones. El
presente, también el de la Iglesia, aparece lleno de trabajos, problemas y
cargas. Pero la fe nos dice que es también kairos, en el que el Señor viene
a nuestro encuentro para amarnos y llamarnos a la plenitud de la vida. El
futuro no es una amenaza que hay que temer, sino el tiempo que el Señor
nos promete para que podamos experimentar la comunión con él, con
nuestros hermanos y con toda la creación. Necesitamos redescubrir las
razones de nuestra esperanza y sobre todo transmitirlas a los jóvenes, que
tienen sed de esperanza, como bien afirmó el Concilio Vaticano II: «Po-
demos pensar, con razón que el porvenir de la humanidad está en manos
de aquellos sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razo-
nes para vivir y para esperar» (Cost. Past., Gaudium et Spes, 31).
El encuentro entre generaciones puede ser extremadamente fructífero
para generar esperanza. El profeta Joel nos los enseña –lo recordé también
a los jóvenes de la reunión pre-sinodal– en esa que considero la profecía
de nuestro tiempo: «Vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes
verán visiones» (3,1), y profetizarán.
No hay necesidad de sofisticados argumentos teológicos para mostrar
nuestro deber de ayudar al mundo contemporáneo a caminar hacia el reino
de Dios, sin falsas esperanzas y sin ver solo ruinas y problemas. En efecto,
san Juan XXIII, hablando de las personas que valoran los hechos sin sufi-
ciente objetividad ni juicio prudente, dijo: «Ellas no ven en los tiempos
modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época,
comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si
nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la
vida» (Discurso pronunciado para la solemne apertura del Concilio Vati-
cano II, 11 octubre 1962).
Por tanto, no hay que dejarse tentar por las «profecías de desgracias»,
ni gastar energías en «llevar cuenta de los fallos y echar en cara amargu-
ras», hay que mantener los ojos fijos en el bien, que «a menudo no hace
ruido, ni es tema de los blogs ni aparece en las primeras páginas», y no
asustarse «ante las heridas de la carne de Cristo, causadas siempre por el
pecado y con frecuencia por los hijos de la Iglesia» (cf. Discurso a los
Obispos participantes en el curso promovido por la Congregación para
los Obispos y para las Iglesias orientales, 13 septiembre, 2018).
Comprometámonos a procurar «frecuentar el futuro», y a que salga de
este Sínodo no sólo un documento –que generalmente es leído por pocos y
criticado por muchos–, sino sobre todo propuestas pastorales concretas,
capaces de llevar a cabo la tarea del propio Sínodo, que es la de hacer que
271
germinen sueños, suscitar profecías y visiones, hacer florecer esperanzas,
estimular la confianza, vendar heridas, entretejer relaciones, resucitar
una aurora de esperanza, aprender unos de otros, y crear un imaginario
positivo que ilumine las mentes, enardezca los corazones, dé fuerza a las
manos, e inspire a los jóvenes –a todos los jóvenes, sin excepción– la
visión de un futuro lleno de la alegría del evangelio. Gracias.

EL PROYECTO ORIGINARIO DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO


20181007 Ángelus
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 10, 2-16) nos ofrece la pa-
labra de Jesús sobre el matrimonio. El relato se abre con la provocación de
los fariseos que preguntan a Jesús si es lícito para un marido repudiar a la
propia mujer, así como preveía la ley de Moisés (cf. vv. 2-4). Jesús, ante
todo, con la sabiduría y la autoridad que le vienen del Padre, redimensiona
la prescripción mosaica diciendo: «Teniendo en cuenta la dureza de vues-
tro corazón escribió para vosotros este precepto» (v. 5). Se trata de una
concesión que sirve para poner un parche en las grietas producidas por
nuestro egoísmo, pero no se corresponde con la intención originaria del
Creador.
Y Jesús retoma el Libro del Génesis: «Pero desde el comienzo de la
creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre
y a su madre y los dos se harán una sola carne» (vv. 6-7). Y concluye: «Lo
que Dios unió, no lo separe el hombre» (v. 9).
En el proyecto originario del Creador, no es el hombre el que se casa
con una mujer, y si las cosas no funcionan, la repudia. No. Se trata, en
cambio, de un hombre y una mujer llamados a reconocerse, a completarse,
a ayudarse mutuamente en el matrimonio
Esta enseñanza de Jesús es muy clara y defiende la dignidad del ma-
trimonio como una unión de amor que implica fidelidad. Lo que permite a
los esposos permanecer unidos en el matrimonio es un amor de donación
recíproca sostenido por la gracia de Cristo.
Si en vez de eso, en los cónyuges prevalece el interés individual, la
propia satisfacción, entonces su unión no podrá resistir. Y es la misma
página evangélica la que nos recuerda, con gran realismo, que el hombre y
la mujer, llamados a vivir la experiencia de la relación y del amor, pueden
dolorosamente realizar gestos que la pongan en crisis. Jesús no admite
todo lo que puede llevar al naufragio de la relación. Lo hace para confir-
mar el designio de Dios, en el que destacan la fuerza y la belleza de la
relación humana. La Iglesia, por una parte no se cansa de confirmar la
belleza de la familia como nos ha sido entregada por la Escritura y la Tra-
dición, pero al mismo tiempo se esfuerza por hacer sentir concretamente
su cercanía materna a cuantos viven la experiencia de relaciones rotas o
que siguen adelante de manera sufrida y fatigosa.
272
TESTIMONIARON LA ALEGRÍA DE SEGUIR A JESÚS
20181014 Homilía canonización Pablo VI, O. Romero y otros
El Evangelio, en concreto, nos invita a encontrarnos con el Señor, si-
guiendo el ejemplo de «uno» que «se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17).
Podemos identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre en
el texto, como para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros.
Le pregunta a Jesús cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida
para siempre, la vida en plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero,
vemos que la pide como una herencia para poseer, como un bien que hay
que obtener, que ha de conquistarse con las propias fuerzas. De hecho,
para conseguir este bien ha observado los mandamientos desde la infancia
y para lograr el objetivo está dispuesto a observar otros; por esto pregunta:
«¿Qué debo hacer para heredar?».
La respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su mirada en él y
lo ama (cf. v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los preceptos observa-
dos para obtener recompensas al amor gratuito y total. Aquella persona
hablaba en términos de oferta y demanda, Jesús le propone una historia de
amor. Le pide que pase de la observancia de las leyes al don de sí mismo,
de hacer por sí mismo a estar con él. Y le hace una propuesta de vida
«tajante»: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y
sígueme» (v. 21). Jesús también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven: no
estés quieto, porque para ser de Jesús no es suficiente con no hacer nada
malo. Sígueme: no vayas detrás de Jesús solo cuando te apetezca, sino
búscalo cada día; no te conformes con observar los preceptos, con dar un
poco de limosna y decir algunas oraciones: encuentra en él al Dios que
siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza para entregarte.
Jesús sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres». El
Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va directo a
la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón, que te vacíes de
bienes para dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no se puede
seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón
está lleno de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en
una cosa más. Por eso la riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta
incluso la salvación. No porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en
nosotros: el tener demasiado, el querer demasiado, ahoga, ahoga nuestro
corazón y nos hace incapaces de amar. De ahí que san Pablo nos recuerde
que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Lo ve-
mos: donde el dinero se pone en el centro, no hay lugar para Dios y tam-
poco para el hombre.
Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide
un corazón indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos
darle a cambio las migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto
de ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle solo con la observan-
cia de algún precepto. A él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos
darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un «porcenta-
273
je de amor»: no podemos amarlo al veinte, al cincuenta o al sesenta por
ciento. O todo o nada.
Queridos hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un imán: se
deja atraer por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir
entre amar a Dios o amar las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para
amar o vivir para sí mismo (cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado
estamos. Preguntémonos cómo va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos
conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como
enamorados, realmente dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos pregunta
a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos una
Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su
Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los
pasos del mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos
basta Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos la gracia de
saber dejar por amor del Señor: dejar riquezas, dejar nostalgias de puestos
y poder, dejar estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio del
Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al
mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor, nuestra vida y nuestra
Iglesia se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer pasaje-
ro, se recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de
una vida cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la
tristeza de sentirse imperfecto.
Así sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se mar-
chó triste» (v. 22). Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos bie-
nes, no había dado su corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió
su mirada amorosa, se marchó triste. La tristeza es la prueba del amor
inacabado. Es el signo de un corazón tibio. En cambio, un corazón des-
prendido de los bienes, que ama libremente al Señor, difunde siempre la
alegría, esa alegría tan necesaria hoy. El santo Papa Pablo VI escribió:
«Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contempo-
ráneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto» (Ex-
hort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús nos invita hoy a regresar a las fuen-
tes de la alegría, que son el encuentro con él, la valiente decisión de
arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para abrazar su camino. Los
santos han recorrido este camino.
Pablo VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del Apóstol del que tomó su
nombre. Al igual que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atrave-
sando nuevas fronteras y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el
diálogo, profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida
de los pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones,
testimonió de una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir
totalmente a Jesús. También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del
que fue sabio timonel, a vivir nuestra vocación común: la vocación uni-
versal a la santidad. No a medias, sino a la santidad. Es hermoso que junto
a él y a los demás santos y santas de hoy, se encuentre Monseñor Romero,
quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para
274
entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con
el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede decir-
se de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper,
de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y también del gran muchacho
abrucense-napolitano, Nuncio Sulprizio: el joven santo, valiente, humilde,
que supo encontrar a Jesús en el sufrimiento, el silencio y en la entrega de
sí mismo. Todos estos santos, en diferentes contextos, han traducido con
la vida la palabra de hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arries-
garse y de dejar. Hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a imitar
sus ejemplos.

LA BÚSQUEDA DE LOS PRIMEROS PUESTOS NOS INFECTA


20181021 Ángelus
La página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 10, 35-45) describe a Je-
sús, que una vez más y con gran paciencia, intenta corregir a sus discípu-
los convirtiéndolos de la mentalidad del mundo a la de Dios. Le brindan la
ocasión los hermanos Santiago y Juan, dos de los primeros que Jesús en-
contró y llamó a seguirlo. Ya han recorrido un largo camino con Él y
pertenecen al grupo de los doce Apóstoles. Por eso, mientras se dirigen a
Jerusalén, donde los discípulos esperan con ansia que Jesús, con ocasión
de la fiesta de Pascua, instaure finalmente el Reino de Dios, los dos her-
manos se arman de valor, se acercan y dirigen al maestro su petición:
«Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu
izquierda» (v. 37). Jesús sabe que Santiago y Juan están animados por un
gran entusiasmo por Él y por la causa del Reino, pero sabe también que
sus expectativas y su celo están contaminados por el espíritu del mundo.
Por eso responde: «No sabéis lo que pedís» (v. 38). Y mientras ellos ha-
blaban de «tronos de gloria» en los que sentarse junto a Cristo Rey, Él
habla de un «cáliz» para beber, de un «bautismo» a recibir, es decir de su
pasión y muerte.
Santiago y Juan, siempre mirando al privilegio esperado, dicen depri-
sa: ¡sí «podemos»! Pero tampoco aquí se dan cuenta de lo que verdadera-
mente dicen. Jesús preanuncia que su cáliz lo beberán y su bautismo lo
recibirán, es decir, ellos también, como los demás apóstoles, participarán
en su cruz, cuando llegue el momento. Sin embargo —concluye Jesús—
«sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino
que es para quienes está preparado» (v. 40). Como diciendo: ahora se-
guidme y aprended el camino del amor «con pérdida», y el Padre celestial
se hará cargo del premio. El camino del amor es siempre «con pérdida»,
porque amar significa dejar a parte el egoísmo, la autorreferencialidad,
para servir a los demás. Jesús se da cuenta de que los otros diez Apóstoles
se enfadan con Santiago y Juan, demostrando así que tienen la misma
mentalidad mundana. Y esto le ofrece la inspiración para una lección que
se aplica a los cristianos de todos los tiempos, también para nosotros.
Dice: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las do-
minan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder.
275
Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera llegar a ser
grande entre vosotros, será vuestro servidor» (v. 42-44). Es la regla del
cristiano. El mensaje del Maestro es claro: mientras los grandes de la
Tierra construyen «tronos» para el poder propio, Dios elige un trono in-
cómodo, la cruz, desde donde reinar dando la vida: «Tampoco el Hijo del
Hombre —dice Jesús— ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su
vida como rescate por muchos» (v. 45).
El camino del servicio es el antídoto más eficaz contra la enfermedad
de la búsqueda de los primeros puestos; es la medicina para los arribistas,
esta búsqueda de los primeros puestos, que infecta muchos contextos
humanos y no perdona tampoco a los cristianos, al pueblo de Dios, ni
tampoco a la jerarquía eclesiástica. Por lo tanto, como discípulos de Cris-
to, acojamos este Evangelio como un llamado a la conversión, a dar testi-
monio con valentía y generosidad de una Iglesia que se inclina a los pies
de los últimos, para servirles con amor y sencillez. Que la Virgen María,
que se adhirió plenamente y humildemente a la voluntad de Dios, nos
ayude a seguir a Jesús con alegría en el camino del servicio, el camino
maestro que lleva al Cielo.

DE LA CRUZ FLUYE EL AMOR DE DIOS QUE RECONCILIA


20181022 Discurso Congr. de la Pasión de Jesucristo (Pasionistas)
En estos días, vuestras reflexiones se han guiado por el tema "Renovar
nuestra misión: gratitud, profecía y esperanza". Estas tres palabras: grati-
tud, profecía y esperanza expresan el espíritu con el que deseáis estimular
a vuestra Congregación para que se renueve en la misión. En efecto, ade-
más de elegir el gobierno del Instituto, os proponéis emprender un nuevo
camino de formación permanente para vuestras comunidades, enraizado
en la experiencia de la vida diaria; y también queréis discernir la metodo-
logía pastoral en el acercamiento a las jóvenes generaciones.
Vuestro Fundador, San Pablo de la Cruz, se dio a sí mismo y a sus
compañeros este lema: "Que la Pasión de Jesucristo esté siempre en nues-
tros corazones". Su primer biógrafo, San Vicente María Strambi, dijo de
él: "Parecía que Dios Todopoderoso hubiera elegido al Padre Pablo, de
manera especial, para que enseñase a la gente cómo buscarlo dentro de su
corazón". San Pablo de la Cruz quería que vuestras comunidades fueran
escuelas de oración, donde se pudiera experimentar a Dios. Vivió su santi-
dad misma entre la oscuridad y la desolación, pero también con una ale-
gría y una paz que tocaban el corazón de quienes lo encontraban.
En el centro de vuestra vida y vuestra misión está la Pasión de Jesús,
que el Fundador describió como "la obra más grande y hermosa del amor
de Dios" (Cartas II, 499). El voto que os distingue, con el que os com-
prometéis a mantener vivo el recuerdo de la pasión, os coloca al pie de la
Cruz, desde donde fluye el amor de Dios que sana y reconcilia. Os animo
a ser ministros de curación espiritual y de reconciliación, tan necesarias en
el mundo de hoy, marcado por antiguas y nuevas llagas. Vuestras consti-
tuciones os llaman a dedicaros por completo a la "evangelización y re-
276
evangelización de los pueblos, prefiriendo a los más pobres en los lugares
más abandonados" (Const. 70).
Vuestra cercanía a las personas, expresada tradicionalmente a través de
las misiones populares, la dirección espiritual y el sacramento de la Peni-
tencia, es un precioso testimonio. La Iglesia necesita ministros que hablen
con ternura, escuchen sin condenar y reciban con misericordia.
La Iglesia de hoy siente con fuerza el llamamiento a salir de sí misma e
ir a las periferias, tanto geográficas como existenciales. Vuestro compro-
miso de abrazar las nuevas fronteras de la misión implica no solo ir a
nuevos territorios para llevar el Evangelio, sino también enfrentar los
nuevos desafíos de nuestro tiempo, como las migraciones, el secularismo
y el mundo digital. Esto significa estar presente en aquellas situaciones en
que la gente percibe la ausencia de Dios y tratar de estar cerca de aquellos
que, de cualquier modo, o forma, están sufriendo.
En esta época de cambios, que es más bien un cambio de época, estáis
llamado a estar atentos a la presencia y la acción del Espíritu Santo, le-
yendo los signos de los tiempos. Nuevas situaciones requieren nuevas
respuestas. San Pablo de la Cruz fue muy creativo para responder a las
necesidades de su tiempo, reconociendo, como dice en la Regla, que "el
amor de Dios es muy ingenioso y no se manifiesta tanto con palabras,
como con las obras y los ejemplos de quién ama"(XVI). Una fidelidad
creativa a vuestro carisma os permitirá responder a las necesidades de la
gente de hoy, permaneciendo cerca del Cristo sufriente para poder llevar
su presencia a un mundo que sufre.
Vuestra Congregación ha dado muchos ejemplos de santidad al pueblo
de Dios; pensemos en San Gabriel de Nuestra Señora de los Dolores, un
joven cuyo gozoso seguimiento de Cristo todavía habla a los jóvenes de
hoy. El testimonio de los santos y beatos de vuestra familia religiosa ma-
nifiesta la fecundidad de vuestro carisma y representa modelos de inspira-
ción para vuestras elecciones apostólicas. La fuerza y la sencillez de vues-
tro mensaje, que es el amor de Dios revelado en la Cruz, todavía pueden
hablar a la sociedad actual, que ha aprendido a no confiar solo en las pala-
bras y a dejarse convencer solamente por los hechos. Para muchos jóvenes
que buscan a Dios, la Pasión de Jesús puede ser fuente de esperanza y
valor, mostrándoles que todos son amados personalmente y hasta el final.
¡Qué vuestro testimonio y apostolado continúen enriqueciendo a la Iglesia,
y que siempre permanezcáis cerca de Cristo crucificado y de su pueblo
que sufre!

JÓVENES MADUROS CON LAS MANOS ABIERTAS


20181023 Diálogo con jóvenes y ancianos Sínodo 2018
Federica Ancona - Italia, 26 años
Papa Francisco, hoy los jóvenes estamos siempre expuestos a modelos
de vida que expresan una idea de "usar y tirar", lo que usted llama "cultura
del descarte". Me parece que la sociedad actual nos empuja a vivir una
forma de individualismo que termina en competencia. No me piden que dé
277
lo mejor de mí, sino que siempre sea mejor que los demás. Pero tengo la
impresión de que aquellos que caen en este mecanismo terminan sintién-
dose fracasados. ¿Cuál es, en cambio, el camino a la felicidad? ¿Cómo
puedo vivir una vida feliz? ¿Cómo podemos los jóvenes mirar dentro de
nosotros mismos y entender lo que es realmente importante? ¿Cómo po-
demos los jóvenes crear relaciones verdaderas y auténticas cuando todo lo
que nos rodea parece falso, de plástico?
Papa Francisco:
"Falso y de plástico": es la cultura del maquillaje, lo que cuenta son las
apariencias; lo que cuenta es el éxito personal, incluso al precio de piso-
tear la cabeza de los demás, salir adelante con esta competencia de la que
hablas: Aquí tengo las preguntas escritas, para no perderme. Y tu pregunta
es: ¿Cómo ser feliz en este mercado de la competencia, en este mercado
de la apariencia? No has dicho la palabra, pero me atrevo a decirla yo
mismo: en este mercado de la hipocresía; digo esto no en un sentido mo-
ral, sino en un sentido psicológico-humano: aparecer como algo que no
está dentro, uno aparece de una manera, pero dentro hay vacío, por ejem-
plo, o el afán por llegar, ¿no es verdad?
Sobre esto se me ocurre hacer un gesto, un gesto para explicar lo que
quiero deciros con mi respuesta. El gesto es este: la mano tendida y abier-
ta. La mano de la competencia está cerrada y toma: siempre toma, acumu-
la, muchas veces a un precio alto, al costo de aniquilar a otros, por ejem-
plo, al costo del desprecio por los otros, pero... ¡esta es la competencia! El
gesto de la anti-competencia es este: abrirse. Y abrirse en el camino. La
competencia es generalmente estática: hace sus cálculos, muy a menudo
inconscientemente, pero es estática, no entra en juego; hace cálculos, pero
no se involucra. Por otro lado, la maduración de la personalidad siempre
tiene lugar en el camino, entra en juego. Para decirlo con una expresión
común: se ensucia las manos. ¿Por qué? Porque tiene la mano tendida para
saludar, abrazar, recibir. Y esto me hace pensar en lo que dicen los santos,
también Jesús: "Hay más alegría en dar que en recibir". Contra esta cultura
que destruye los sentimientos, está el servicio, servir. Y verás que las
personas más maduras, los jóvenes más maduros, maduros en el sentido
de desarrollados, seguros de sí mismos, sonrientes, con sentido del humor,
son aquellos con las manos abiertas, en camino, con el servicio. Y la otra
palabra: que se arriesgan. Si en la vida no te arriesgas, nunca, nunca ma-
durarás, nunca dirás una profecía, solo tendrás la ilusión de acumular para
estar segura. Es una cultura del descarte, pero para aquellos que no se
sienten descartados, es la cultura de la seguridad: tener todas las segurida-
des posibles para bien. Y me viene a la mente esa parábola de Jesús: el
hombre rico que había tenido una cosecha tan grande que no sabía dónde
poner el trigo. Y dijo: "Haré almacenes más grandes y así estaré seguro".
Seguro de vida. Y Jesús dice que esta historia termina así: "Estúpido: esta
noche morirás" (cf. Lc 12, 16-21). La cultura de la competencia nunca
mira al final. Mira al fin que se ha propuesto en su corazón: llegar, escalar,
de cualquier modo, pero siempre pisoteando cabezas. En cambio, la cultu-
278
ra de la convivencia, de la fraternidad, es una cultura de servicio, una
cultura que se abre y se ensucia las manos.
Este es el gesto. No lo sé, no quiero repetirme, pero creo que esta es la
respuesta esencial a tu pregunta. ¿Quieres salvarte de esta cultura que te
hace sentir una fracasada, de la cultura de la competencia, de la cultura del
descarte, vivir una vida feliz? Abre: el gesto de la mano siempre tendida
así, la sonrisa, caminar, nunca sentada, siempre en camino, ensúciate las
manos. Y serás feliz. No sé, esto es lo que se me ocurre.
Tony y Grace Naudi - Malta, 71 y 65 años.
Santo Padre, mi nombre es Tony. Mi esposa, Grace, y yo hemos tenido
una familia de cuatro hijos, un hijo y tres hijas, y tenemos cinco nietos.
Como muchas familias, hemos dado a nuestros hijos una educación católi-
ca, y hemos hecho todo lo posible para ayudarlos a vivir la Palabra de
Dios en sus vidas diarias. Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos co-
mo padres para transmitir la fe, los hijos a veces son muy críticos, nos
contestan y parecen rechazar su educación católica. ¿Qué debemos decir-
les? La fe es importante para nosotros. Nos duele ver a nuestros hijos y
nietos lejos de la fe o muy interesados por las cosas más mundanas o su-
perficiales. Denos una palabra de aliento y ayuda. ¿Qué podemos hacer
como padres y abuelos para compartir nuestra fe con nuestros hijos y
nietos?
Papa Francisco:
Hay algo que dije una vez, porque se me ocurrió espontáneamente, so-
bre la transmisión de la fe: la fe debería transmitirse "en dialecto". Siem-
pre. El dialecto familiar, el dialecto... Pensad en la madre de aquellos siete
jóvenes que leemos en el Libro de los Macabeos: dos veces la historia
bíblica dice que la mamá los alentaba "en dialecto", en la lengua materna,
porque la fe se había transmitido así, la fe se transmite en el hogar. Siem-
pre. Son precisamente los abuelos, en los momentos más difíciles de la
historia, quienes han transmitido la fe. Pensemos en las persecuciones
religiosas del siglo pasado, en las dictaduras genocidas que todos hemos
conocido: eran los abuelos los que a escondidas enseñaban a sus nietos a
rezar, la fe, e incluso los llevaban a escondidas a bautizarse. ¿Por qué no
los padres? Porque los padres estaban involucrados en la filosofía del
partido, de los dos partidos [nazi y comunista] y, si se hubiera sabido que
bautizaban a sus hijos, habrían perdido sus empleos, por ejemplo, o ha-
brían sido víctimas de persecución. Me contaba una maestra, una maestra
de uno de estos países, que el lunes después de Pascua tenían que pregun-
tar a los niños: "¿Qué has comido ayer en casa?", simplemente, y de los
que decían "huevos, huevos", pasar la información para castigar a los
padres. Así que ellos [los padres] no podían transmitir la fe: eran los abue-
los los que lo hacían. Y tuvieron, en esos momentos de persecución, una
gran responsabilidad asumida por ellos mismos, y la llevaban a cabo, a
escondidas, con los métodos más elementales.
Resumo: la fe siempre debe ser transmitida en dialecto: el dialecto de
casa. Y también el dialecto de la amistad, de la cercanía, pero siempre en
dialecto. Usted no puede transmitir la fe con el catecismo: "Lee el cate-
279
cismo y tendrás fe". No. Porque la fe no es solo contenido, es el modo de
vivir, de evaluar, de estar alegre, de entristecerse, de llorar...: es una vida
entera la que lleva allí. Y su pregunta es un poco, -me permito-, parece
expresar un sentimiento de culpa: "¿Quizás hemos fallado en la transmi-
sión de la fe?". No. No se puede decir eso. La vida es así. Al principio
vosotros habéis transmitido la fe, pero luego se vive, y el mundo hace
propuestas que entusiasman a los hijos cuando crecen, y muchos se alejan
de la fe porque hacen una elección, no siempre mala, pero a menudo in-
consciente, entre los valores, sienten ideologías más modernas y se alejan.
Quería detenerme en esta descripción de la transmisión de la fe para decir
mi opinión. Lo primero es no tener miedo, no perder la paz. La paz, siem-
pre hablando con el Señor: " Nosotros hemos transmitido la fe y ahora...".
Tranquilos. Nunca intentéis convencer, porque la fe, como la Iglesia, no
crece con el proselitismo, crece por atracción. Esta es una frase de Bene-
dicto XVI, es decir, por el testimonio. Escucharlos, dar la bienvenida, a los
nietos, a los niños, acompañarlos en silencio.
Me viene a la mente una anécdota de un sindicalista, -un dirigente, un
sindicalista que conocí, que a los veinte o veintiún años había caído en la
adicción al alcohol-. Vivía solo con su madre porque su madre lo había
tenido siendo muy joven. Se emborrachaba. Y por la mañana veía que su
madre iba a trabajar: trabajaba lavando manteles, camisas, como se lava-
ban en aquella época, con la tabla de madera. Trabajaba todo el día, y su
hijo allí... Y él veía a su madre, pero se hacía el dormido, -no tenía trabajo
en una época en la que había tanto trabajo- y veía cómo su mamá se dete-
nía, lo miraba con ternura y se iba a trabajar. Esto le hizo venirse abajo:
ese silencio, esa ternura de su madre echó por tierra toda su resistencia y
un día dijo: "No, no puede ser así", trabajó duro, maduró y formó una
buena familia, hizo una buena carrera... Silencio, ternura ... Silencio que
acompaña, no el silencio de la acusación, no, el que acompaña. Es una de
las virtudes de los abuelos. Hemos visto tantas cosas en la vida que tantas
veces solo un buen silencio, ese que es cálido, puede ayudar.
Luego, si uno se pregunta cuáles son las causas de este alejamiento,
siempre hay una sola causa que abre la puerta a las ideologías: los testi-
monios negativos. No siempre en la familia, no, la mayoría son los testi-
monios negativos de las personas de la Iglesia: sacerdotes neuróticos, o
personas que dicen ser católicos y tienen una doble vida, incoherencias,
por el hecho de buscar en las comunidades cristianas cosas que no son
valores cristianos... Son siempre los testimonios negativos los que alejan
de la vida [de la fe]. Y luego, las personas que reciben estos ejemplos
negativos, acusan. Dicen: "Yo he perdido la fe porque he visto esto y
esto...". Y tienen razón. Y solo se necesita otro testimonio, el de la bon-
dad, la mansedumbre, la paciencia, el testimonio que Jesús dio en su pa-
sión, cuando sufría y era capaz de llegar al corazón.
A los padres y abuelos que pasan por esta experiencia, les recomiendo
mucho amor, mucha ternura, comprensión, testimonio y paciencia. Y
oración, oración. Pensad en Santa Mónica: venció con lágrimas. Era bue-
na. Pero nunca discutáis, nunca, porque es una trampa: los hijos quieren
280
llevar a los padres a la discusión. No. Mejor decir: "No se responder a
esto, busca en otra parte, pero busca, busca...". Evitar siempre la discusión
directa, porque aleja. Y siempre el testimonio "en dialecto", o sea con esas
caricias que ellos entienden. Esto.

LA FE ES VIVIR EL AMOR DE DIOS QUE NOS CAMBIA


20181028 Homilía Clausura XV Asamblea grl ord. Sínodo Ob.
El episodio que hemos escuchado es el último que narra el evangelista
Marcos sobre el ministerio itinerante de Jesús, quien poco después entrará
en Jerusalén para morir y resucitar. Bartimeo es, por lo tanto, el último
que sigue a Jesús en el camino: de ser un mendigo al borde de la vía en
Jericó, se convierte en un discípulo que va con los demás a Jerusalén.
Nosotros también hemos caminado juntos, hemos “hecho sínodo” y ahora
este evangelio sella tres pasos fundamentales para el camino de la fe.
En primer lugar, nos fijamos en Bartimeo: su nombre significa “hijo de
Timeo”. Y el texto lo especifica: «El hijo de Timeo, Bartimeo»
(Mc 10,46). Pero, mientras el Evangelio lo reafirma, surge una paradoja: el
padre está ausente. Bartimeo yace solo junto al camino, lejos de casa y sin
un padre: no es alguien amado sino abandonado. Es ciego y no tiene quien
lo escuche; y cuando quería hablar lo hacían callar. Jesús escucha su grito.
Y cuando lo encuentra le deja hablar. No era difícil adivinar lo que Barti-
meo le habría pedido: es evidente que un ciego lo que quiere es tener o
recuperar su vista. Pero Jesús no es expeditivo, da tiempo a la escucha.
Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe: escuchar. Es el
apostolado del oído: escuchar, antes de hablar.
Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a
Bartimeo para que se callara (cf. v. 48). Para estos discípulos, el necesita-
do era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeter-
minado. Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de
escuchar a los demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran
sus propios planes. Es un peligro del que tenemos que prevenirnos siem-
pre. Para Jesús, en cambio, el grito del que pide ayuda no es algo molesto
que dificulta el camino, sino una pregunta vital. ¡Qué importante es para
nosotros escuchar la vida! Los hijos del Padre celestial escuchan a sus
hermanos: no las murmuraciones inútiles, sino las necesidades del próji-
mo. Escuchar con amor, con paciencia, como hace Dios con nosotros, con
nuestras oraciones a menudo repetitivas. Dios nunca se cansa, siempre se
alegra cuando lo buscamos. Pidamos también nosotros la gracia de un
corazón dócil para escuchar. Me gustaría decirles a los jóvenes, en nombre
de todos nosotros, adultos: disculpadnos si a menudo no os hemos escu-
chado; si, en lugar de abrir vuestro corazón, os hemos llenado los oídos.
Como Iglesia de Jesús deseamos escucharos con amor, seguros de dos
cosas: que vuestra vida es preciosa ante Dios, porque Dios es joven y ama
a los jóvenes; y que vuestra vida también es preciosa para nosotros, más
aún, es necesaria para seguir adelante.
281
Después de la escucha, un segundo paso para acompañar el camino de
fe: hacerse prójimos. Miramos a Jesús, que no delega en alguien de la
«multitud» que lo seguía, sino que se encuentra con Bartimeo en persona.
Le dice: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51). Qué quieres: Jesús se
identifica con Bartimeo, no prescinde de sus expectativas; que yo haga:
hacer, no solo hablar; por ti: no de acuerdo con ideas preestablecidas para
cualquiera, sino para ti, en tu situación. Así lo hace Dios, implicándose en
primera persona con un amor de predilección por cada uno. Ya en su mo-
do de actuar transmite su mensaje: así la fe brota en la vida.
La fe pasa por la vida. Cuando la fe se concentra exclusivamente en las
formulaciones doctrinales, se corre el riesgo de hablar solo a la cabeza, sin
tocar el corazón. Y cuando se concentra solo en el hacer, corre el riesgo de
convertirse en moralismo y de reducirse a lo social. La fe, en cambio, es
vida: es vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. No
podemos ser doctrinalistas o activistas; estamos llamados a realizar la
obra de Dios al modo de Dios, en la proximidad: unidos a él, en comunión
entre nosotros, cercanos a nuestros hermanos. Proximidad: aquí está el
secreto para transmitir el corazón de la fe, no un aspecto secundario.
Hacerse prójimos es llevar la novedad de Dios a la vida del hermano,
es el antídoto contra la tentación de las recetas preparadas. Preguntémonos
si somos cristianos capaces de ser prójimos, de salir de nuestros círculos
para abrazar a los que “no son de los nuestros” y que Dios busca ardien-
temente. Siempre existe esa tentación que se repite tantas veces en las
Escrituras: lavarse las manos. Es lo que hace la multitud en el Evangelio
de hoy, es lo que hizo Caín con Abel, es lo que hará Pilato con Jesús:
lavarse las manos. Nosotros, en cambio, queremos imitar a Jesús, e igual
que él ensuciarnos las manos. Él, el camino (cf. Jn 14,6), por Bartimeo se
ha detenido en el camino. Él, la luz del mundo (cf. Jn 9,5), se ha inclinado
sobre un ciego. Reconozcamos que el Señor se ha ensuciado las manos por
cada uno de nosotros, y miremos la cruz y recomencemos desde allí, del
recordarnos que Dios se hizo mi prójimo en el pecado y la muerte. Se hizo
mi prójimo: todo viene de allí. Y cuando por amor a él también nosotros
nos hacemos prójimos, nos convertimos en portadores de nueva vida: no
en maestros de todos, no en expertos de lo sagrado, sino en testigos del
amor que salva.
Testimoniar es el tercer paso. Fijémonos en los discípulos que llaman a
Bartimeo: no van a él, que mendigaba, con una moneda tranquilizadora o
a dispensar consejos; van en el nombre de Jesús. De hecho, le dirigen solo
tres palabras, todas de Jesús: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). En
el resto del Evangelio, solo Jesús dice ánimo, porque solo él resucita el
corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar el espíritu y
el cuerpo. Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantan-
do al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la
vida. Muchos hijos, muchos jóvenes, como Bartimeo, buscan una luz en la
vida. Buscan un amor verdadero. Y al igual que Bartimeo que, a pesar de
la multitud, invoca solo a Jesús, también ellos invocan la vida, pero a
282
menudo solo encuentran promesas falsas y unos pocos que se interesan de
verdad por ellos.
No es cristiano esperar que los hermanos que están en busca llamen a
nuestras puertas; tendremos que ir donde están ellos, no llevándonos a
nosotros mismos, sino a Jesús. Él nos envía, como a aquellos discípulos,
para animar y levantar en su nombre. Él nos envía a decirles a todos:
“Dios te pide que te dejes amar por él”. Cuántas veces, en lugar de este
mensaje liberador de salvación, nos hemos llevado a nosotros mismos,
nuestras “recetas”, nuestras “etiquetas” en la Iglesia. Cuántas veces, en
vez de hacer nuestras las palabras del Señor, hemos hecho pasar nuestras
ideas por palabra suya. Cuántas veces la gente siente más el peso de nues-
tras instituciones que la presencia amiga de Jesús. Entonces pasamos por
una ONG, por una organización paraestatal, no por la comunidad de los
salvados que viven la alegría del Señor.
Escuchar, hacerse prójimos, testimoniar. El camino de fe termina en el
Evangelio de una manera hermosa y sorprendente, con Jesús que dice:
«Anda, tu fe te ha salvado» (v. 52). Y, sin embargo, Bartimeo no hizo
profesiones de fe, no hizo ninguna obra; solo pidió compasión. Sentirse
necesitados de salvación es el comienzo de la fe. Es el camino más directo
para encontrar a Jesús. La fe que salvó a Bartimeo no estaba en la claridad
de sus ideas sobre Dios, sino en buscarlo, en querer encontrarlo. La fe es
una cuestión de encuentro, no de teoría. En el encuentro Jesús pasa, en el
encuentro palpita el corazón de la Iglesia. Entonces, lo que será eficaz es
nuestro testimonio de vida, no nuestros sermones.
Y a todos vosotros que habéis participado en este “caminar juntos”, os
agradezco vuestro testimonio. Hemos trabajado en comunión y con fran-
queza, con el deseo de servir a Dios y a su pueblo. Que el Señor bendiga
nuestros pasos, para que podamos escuchar a los jóvenes, hacernos próji-
mos suyos y testimoniarles la alegría de nuestra vida: Jesús.

LA CONDICIÓN DE TODA MISIÓN ES ESTAR UNIDOS A CRISTO


20181029 Discurso Cong. Misioneros de S. Carlos (Scalabrinianos)
Frente al fenómeno migratorio de hoy, muy vasto y complejo, vuestra
Congregación obtiene los recursos espirituales necesarios del testimonio
profético del Fundador, tan actual como siempre, y de la experiencia de
tantos hermanos que han trabajado con gran generosidad desde vuestros
orígenes, hace 131 años, hasta hoy. Hoy como ayer, vuestra misión tiene
lugar en contextos difíciles, a veces caracterizados por actitudes de sospe-
cha y prejuicio, o incluso de rechazo hacia la persona extranjera. Esto os
empuja todavía más a un entusiasmo apostólico valiente y perseverante,
para llevar el amor de Cristo a aquellos que, lejos de su patria y de su
familia, están en peligro de sentirse también lejos de Dios.
La imagen bíblica de los discípulos de Emaús muestra que Jesús expli-
ca las Escrituras mientras camina con ellos. La evangelización se hace
caminando con las personas. En primer lugar, debemos escuchar a las
personas, escuchar la historia de las comunidades; sobre todo las esperan-
283
zas defraudadas, las expectativas de los corazones, las pruebas de la fe...
Antes que nada, escuchar, y hacerlo con una actitud de com-pasión, de
sincera cercanía. ¡Cuántas historias hay en los corazones de los migrantes!
Historias hermosas y feas. El peligro es que sean removidas: las feas, es
obvio; pero también las hermosas, porque el recuerdo les hace sufrir. Y,
por lo tanto, el riesgo es que el migrante se convierta en una persona des-
arraigada, sin rostro, sin identidad. Pero esta es una pérdida muy grave,
que se puede evitar escuchando, caminando junto a las personas y las
comunidades de migrantes. Poder hacerlo es una gracia, y también es un
recurso para la Iglesia y para el mundo.
Después de escuchar, como Jesús, debemos dar la Palabra y la señal
del Pan partido. Es fascinante hacer conocer a Jesús a través de las Escri-
turas a personas de diferentes culturas; contarles su misterio de Amor:
encarnación, pasión, muerte y resurrección. Compartir con los migrantes
el asombro de una salvación que es histórica, está situada, y, no obstante,
es universal, ¡es para todos! Disfrutar juntos de la alegría de leer la Biblia,
de recibir de ella la Palabra de Dios para nosotros hoy; de descubrir que a
través de las Escrituras, Dios quiere darles a estos hombres y mujeres
concretos su Palabra de salvación, de esperanza, de liberación, de paz. Y
luego, invitarlos a la Mesa de la Eucaristía, donde las palabras callan y
queda el Signo del Pan partido: Sacramento en el que se resume todo, en
el que el Hijo de Dios ofrece su Cuerpo y su Sangre por la vida de esos
viandantes. de esos hombres y mujeres que corren el peligro de perder la
esperanza y para no sufrir prefieren cancelar el pasado.
Cristo resucitado os envía también hoy, en la Iglesia, a caminar junto
con tantos hermanos y hermanas que recorren, como migrantes, el camino
desde Jerusalén a Emaús. Misión antigua y siempre nueva; cansina, y a
veces dolorosa, pero también capaz de hacer llorar de alegría. Os aliento a
llevarla adelante con vuestro propio estilo, madurado en el fructífero en-
cuentro entre el carisma del beato Scalabrini y las circunstancias históri-
cas. De este estilo forma parte la atención que prestáis a la dignidad de la
persona humana, especialmente donde está más herida y amenazada. De
ella son parte el compromiso educativo con las nuevas generaciones, la
catequesis y el cuidado pastoral familiar.
Queridos hermanos, no olvidemos que la condición de toda misión en
la Iglesia es que estemos unidos a Cristo resucitado como los sarmientos a
la vid (cf. Jn 15, 1-9). De lo contrario hacemos activismo social. Por eso
os repito, también a vosotros, la exhortación a permanecer en Él. Noso-
tros, en primer lugar, tenemos necesidad de ser renovados en la fe y la
esperanza por Jesús vivo en la Palabra y en la Eucaristía, pero también en
el perdón sacramental. Necesitamos estar con Él en la adoración silencio-
sa, en la lectio divina, en el Rosario de la Virgen María.
284
ESCUCHAR LA PALABRA DE DIOS CON EL CORAZÓN
20181029 Saludo Jóvenes Viviers, Francia, que fueron a Argentina
Pregunta 1
Durante nuestro peregrinaje tuvimos la oportunidad de descubrir que el
Señor tiene siempre algo muy personal y actual que decirnos. Como nos
invita Angelelli a hacerlo, un oído al Evangelio, pudimos frecuentar la
Palabra viva meditándola y compartiéndola cada día, así como recibiendo
las enseñanzas de nuestro obispo. Santo Padre, ¿cómo dar la oportunidad y
el gusto a los jóvenes de compartir con sencillez la Palabra de Dios cuan-
do muchos creen no tener el nivel o las competencias para hacerlo?
Santo Padre
Los que mejor entienden la Palabra de Dios son los pobres porque no
ponen ninguna barrera a esa palabra que es como una espada de dos filos y
te llega al corazón. Y cuanto más pobres de espíritu nos hacemos, mejor la
entendemos. Ustedes mismos toman la Biblia, el Evangelio, y pueden
decir: “Qué lío esto, no lo entiendo porque no tengo cultura”. Hacé la
prueba, quedate tranquilo, abrí, leé y escuchá y te vas a llevar una sorpre-
sa: la Palabra llegó. Esto es muy importante, la Palabra de Dios no solo se
escucha por el oído, entra por el oído, o si la leés te entra por los ojos; sino
que se escucha con el corazón. Escuchar la Palabra de Dios con corazón
abierto. Aquel muchacho bueno que le fue a pedir a Jesús qué tenía que
hacer para alcanzar la vida eterna, y Jesús le dice: los mandamientos; y
dice: “yo los cumplo”. Jesús lo amó. “Qué puedo hacer más”. Y Jesús le
dice lo que tiene que hacer. Y eso no fue escuchado porque tenía el cora-
zón lleno de riquezas.
Una pregunta que uno puede hacerse: ¿Por qué no me llega la Palabra
de Dios? ¿Cuándo no llega? Porque tengo el corazón lleno de otra cosa.
Un corazón que no escucha. ¿Está claro? Solamente podemos escuchar la
Palabra de Dios con el corazón abierto.

Pregunta 2
Orar juntos fue el primer lugar de encuentro, de comunión con los ar-
gentinos y especialmente con los más pobres, con los cuales teníamos
realidades de vida realmente diversas. La oración nos permitía entonces
unir nuestros espíritus y nuestros corazones. Más allá de la fuerza de unión
de la oración, ¿cómo la oración puede permitir un encuentro personal con
Dios?
Santo Padre
Dos cosas: la oración cuando la hago junto a mi pueblo, cuando la ha-
go en grupo, es más fuerte porque nos ayudamos juntos a orar. Pero esto
nos tiene que enseñar que no se puede rezar solo. ¿Cómo, el padre de
Foucauld rezaba solo? Sí, yo puedo estar solo y debo a veces estar solo
delante de Dios para encontrarme con él en la oración. Solo físicamente,
pero tener consciencia que conmigo está toda la Iglesia, está toda la co-
munidad, esa es la manera de rezar de un cristiano. El ermitaño más es-
condido que está solo en su ermita, sabe que está unido al pueblo de Dios,
285
y con ese sentimiento reza, va acompañado espiritualmente de otros. Por
eso, cuando ustedes rezan solos sepan que está con ustedes todo el pueblo
de Dios rezando, y eso los ayudará a encontrar mejor a Jesús.

Pregunta 5
Durante nuestro viaje en Argentina pudimos experimentar el testimo-
nio, compartiendo con los argentinos la manera en la cual vivimos la fe.
Compartimos también tiempos espirituales fuertes, lo que nos ha evange-
lizado a nosotros mismos. Entonces fue a través de encuentros y el testi-
monio sencillo de lo que vivimos que pudimos, a nuestra manera, evange-
lizar. Hoy en día, ¿cuál es la forma de evangelización que es prioritaria?
Santo Padre
Yo diría, evangelizar en camino. Jesús envió para evangelizar. No les
dijo: “reúnanse, tomen mate y así evangelizan”. No. Envió para evangeli-
zar. Entonces, pensar cuando se reúnen dónde podemos ir: o al hospital, o
a la casa de reposo de los ancianos, o a un lugar de niños…; siempre pen-
sar dónde puedo ir medio día, e ir en grupo. Vuestro obispo usó una pala-
bra sobre evangelizar que a mi juicio es una de las palabras más importan-
tes de la pastoral: la dulce y consoladora alegría de evangelizar. Vos te vas
a dar cuenta si estás evangelizando bien si eso te da gozo, si te da alegría,
si te hace manso en la comunicación. Esa frase está tomada del final
de Evangelii nuntiandi, que es el documento pastoral más importante y
que todavía tiene vigencia del post concilio. Es el más importante y tiene
vigencia. Y si pueden, les vendría bien, en una reunión, leer todo ese nú-
mero, el penúltimo. San Pablo VI dice la frase y después pinta los malos
evangelizadores. Evangelizadores tristes, desanimados, sin ilusión. Yo
diría con cara de “vinagre”. Lean, mediten ese número. Es el mejor tratado
de evangelización. Voy a La Rioja; vi que cantaron, tomaron mate, ¿pro-
baron la grapa de La Rioja? ¡Es la mejor grapa del mundo! Yo conocí al
padre Gabriel Longueville. Mons. Angelelli en La Rioja nos predicó el
retiro espiritual el 13 de junio de 1973 en el cual fui elegido provincial. Lo
conocí ahí y entendí ese consejo: “un oído para escuchar la Palabra de
Dios y un oído para escuchar al pueblo”. Escuchen esto: no existe la evan-
gelización de laboratorio, la evangelización siempre es “cuerpo a cuerpo”,
“personal”, sino no es evangelización. Cuerpo a cuerpo con el pueblo de
Dios, y cuerpo a cuerpo con la Palabra de Dios.

LA PALABRA DE DIOS PUEDE TRANSFORMAR LA VIDA


20181031 Discurso Delegación Sociedad Bíblica Americana
Os doy las gracias por la actividad de la American Bible Society y os
aliento a continuar y, en la medida de lo posible, a intensificar el compro-
miso de «transformar las vidas de las personas a través de la Palabra de
Dios», como se expresa en vuestro mission statement. Verdaderamente la
Palabra de Dios tiene el poder de transformar la vida, porque «es viva,
eficaz y más cortante que espada alguna de dos filos; [...] escruta los sen-
timientos y pensamientos del corazón» (Heb 4, 12). Con este pasaje de la
286
Carta a los Hebreos, quisiera expresar mis mejores deseos a vosotros,
venidos a Roma para vuestro retiro anual, centrado precisamente en el
poder de la Palabra divina.
Esa Palabra es viva y eficaz. En efecto, desde el principio «Dios dijo
[...] y fue» (Gen 1, 6-7). Y en la plenitud de los tiempos, Jesús nos ha dado
palabras que «son espíritu y vida» (Jn 6, 63). Con la palabra, Él dio nueva
vida a corazones apagados, como el de Zaqueo y al publicano Mateo,
cuando «le dijo: "Sígueme”. Y él se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). En los
próximos días, al rezar con las Escrituras, volveréis a experimentar su
eficacia: no queda sin efecto, sin cumplir aquello por lo que Dios nos la ha
dado (cf. Is 5, 10-11). Os deseo que recibáis siempre la Biblia en su pre-
ciosa unicidad: como palabra que, imbuida del Espíritu Santo, dador de
vida, nos comunica a Jesús que es vida (cf. Jn 14, 6) y así hace fecunda
nuestra vida. Ningún otro libro tiene el mismo poder. Mediante su palabra,
conocemos al Espíritu que la inspiró; de hecho, solo en el Espíritu Santo
puede ser verdaderamente recibida, vivida y anunciada, porque el Espíritu
enseña todo y recuerda cuanto Jesús dijo (cf. Jn 14, 26).
Además, la Palabra de Dios es cortante. Es miel que da la dulzura con-
soladora del Señor, pero también es espada que lleva una inquietud salu-
dable al corazón (cf. Ap 10, 10). En efecto, penetra en lo más profundo y
saca a la luz las zonas de sombra del alma. Cavando, purifica. El doble
tajo de esta espada, en un primer momento puede doler, pero en realidad
es beneficioso, porque amputa lo que nos separa de Dios y del amor. De-
seo que sintáis y disfrutéis internamente, a través de la Biblia, el tierno
afecto del Señor, así como su presencia sanadora, que nos escruta y nos
conoce (ver Salmo 138.1).
Finalmente, la palabra divina escruta los pensamientos y los sentimien-
tos. El Verbo de vida también es la verdad (cf. Jn 14, 6) y su palabra hace
la verdad en nosotros, disipando falsedades y dobleces. Las Escrituras nos
empujan continuamente a redirigir la ruta de la vida hacia Dios. Dejarnos
leer por la Palabra nos permite así convertirnos en "libros abiertos", trans-
parencias vivas de la Palabra que salva, testigos de Jesús y anunciadores
de su novedad. La Palabra de Dios, en efecto, aporta siempre noticias, es
inasible, escapa de nuestras predicciones y a menudo rompe nuestros
patrones.

¿QUIÉN SOY YO?


20181101 Videomensaje III encuentro Scholas Occurrentes
La palabra identidad no es fácil. Y es la pregunta por el “quién soy
yo”. Y es una de las preguntas más importantes que uno puede hacerse:
delante de sí mismo, delante de los demás, delante de Dios, delante de la
historia. ¿Quién soy yo?
Es la pregunta que va junto a la pregunta por el sentido de mi vida,
quién soy yo y qué sentido tiene mi vida. Pero atención, no es una pregun-
ta para sacarse de encima ni para responderla rápido u olvidarla. Es una
287
pregunta para mantener siempre, siempre. Y mantenerla abierta, mantener-
la cercana: Yo, ¿quién soy?
Nuestra identidad no es un dato que viene dado, no es un número de
fábrica, no es una información que puedo buscar en internet para saber
quién soy. No somos algo totalmente definido, establecido. Estamos en
camino, estamos en crecimiento, y ese núcleo de identidad va creciendo,
creciendo, y vamos caminando; estamos creciendo con un estilo propio,
con una historia propia, con ese núcleo de identidad propio. Somos testi-
gos, somos redactores y lectores de nuestras vidas y no somos los únicos
autores: somos lo que Dios sueña para nosotros, lo que nos contamos,
lo que nos volvemos a contar, lo que los otros nos cuentan, siempre y
cuando seamos fieles. Fieles a nuestra integridad personal, fieles a nuestra
nobleza interior, fieles a una palabra que la gente le tiene miedo: fieles a la
coherencia. No hay identidades de laboratorio, no las hay. Toda identidad
tiene historia. Y al tener historia, tiene pertenencia. Mi identidad viene de
una familia, de un pueblo, de una comunidad. Ustedes no pueden hablar
de identidad sin hablar de pertenencia. Identidad es pertenecer. Pertenecer
a algo que me trasciende, algo que es más grande que vos.
El peligro, tan presente en estos tiempos, es cuando una identidad se
olvida de sus raíces, se olvida de donde viene, se olvida de su historia, no
se abre a la diferencia de la convivencia actual; ve al otro con miedo, lo ve
como enemigo, y ahí comienza la guerra. Basta agarrar el diario de cada
día o ver el tele informativo: guerra pequeña al principio, casi impercepti-
ble, pero grande y terrible en su final. Por eso, para que la identidad no se
vuelva violenta, no se vuelva autoritaria, no se vuelva negadora de la dife-
rencia, necesita permanentemente del encuentro con el otro, necesita del
diálogo, necesita crecer en cada encuentro y necesita de la memoria de la
propia pertenencia. ¿Cuáles son mis raíces? ¿De dónde vengo? ¿Cuál es la
cultura de mi pueblo? No hay identidades abstractas. Bueno, habría una,
que es la cédula de identidad que es un papel. Pero esa no sirve, esa no te
hace crecer. A lo más, te dejará tranquilo cuando alguien de seguridad te
la pide: “basta, bien vaya”. No hay identidades de laboratorios, ni identi-
dades quietas. ¿Quién soy?, volvamos a preguntarnos cada uno de noso-
tros. Recreémonos en el camino, crezcamos en el camino, con la memoria,
con el diálogo, con la pertenencia y con la esperanza. Y así, nos enrique-
ceremos cada día más a nosotros mismos.
Identidad es pertenencia. Por favor, cuídenla, cuiden la propia perte-
nencia. No se dejen embaucar. Cuiden la propia pertenencia. Y así, cuando
vemos gente que no respeta nada entre nosotros. Cuántas veces oímos
decir: “De ese no te fiés porque vende hasta la madre”. Cada uno pregún-
tese: ¿Yo vendo mi pertenencia? ¿Yo vendo la historia de mi pueblo? ¿Yo
vendo la cultura de mi pueblo? ¿Yo vendo la cultura y lo que recibí de mi
familia? ¿Yo vendo la coherencia de vida? ¿Yo vendo el diálogo con el
hermano, aunque tenga ideas distintas, o hago ficción de diálogo? No
vendan lo que es más hondo nuestro, que es la pertenencia, la identidad y
que en el camino se hace encuentro de identidades diversas para enrique-
cerse mutuamente. Se hace fraternidad.
288
DEJÉMONOS PROVOCAR POR LOS SANTOS
20181101 Ángelus Solemnidad de todos los santos
La primera lectura de hoy, del Libro del Apocalipsis, nos habla del cie-
lo y nos coloca ante «una muchedumbre inmensa», que nadie podía con-
tar, «de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Apocalipsis 7, 9). Son los
santos. ¿Qué hacen «allá arriba»? Cantan juntos, alaban a Dios con ale-
gría. Sería hermoso escuchar su canto ... Pero podemos imaginarlo: ¿sa-
béis cuándo? Durante la misa, cuando cantamos «Santo, santo, santo el
Señor, Dios del universo ...». Es un himno, dice la Biblia, que viene del
cielo, que se canta allí (cf. Isaias 6, 3, Apocalipsis 4, 8), un himno de
alabanza. Entonces, cantando el «Santo», no solo pensamos en los santos,
sino que hacemos lo que ellos hacen: en ese momento, en la misa, nos
unimos a ellos más que nunca.
Y estamos unidos a todos los santos: no solo a los más conocidos, del
calendario, sino también a los «de la puerta de al lado», a los miembros de
nuestra familia y conocidos que ahora forman parte de esa inmensa multi-
tud. Hoy, pues, es una fiesta familiar. Los santos están cerca de nosotros,
de hecho, son nuestros verdaderos hermanos y hermanas. Nos entienden,
nos aman, saben lo que es nuestro verdadero bien, nos ayudan y nos espe-
ran. Son felices y nos quieren felices con ellos en el paraíso.
Por este motivo, nos invitan al camino de la felicidad, indicado en el
Evangelio de hoy, tan hermoso y conocido: «Bienaventurados los pobres
de espíritu [...] Bienaventurados los mansos, Bienaventurados los limpios
de corazón...» (cf. Mateo 5, 3-8). El Evangelio dice bienaventurados los
pobres, mientras que el mundo dice bienaventurados los ricos. El Evange-
lio dice bienaventurados los mansos, mientras que el mundo dice biena-
venturados los prepotentes. El Evangelio dice bienaventurados los puros,
mientras que el mundo dice bienaventurados los astutos y los vividores.
Este camino de la bienaventuranza, de la santidad, parece conducir al
fracaso. Y, sin embargo, —la primera lectura nos lo recuerda de nuevo—
los santos tienen «palmas en sus manos» (v. 9), es decir, los símbolos de
la victoria. Han ganado ellos, no el mundo. Y nos exhortan a elegir su
parte, la de Dios que es santo.
Preguntémonos de qué lado estamos: ¿del cielo o de la tierra? ¿Vivi-
mos para el Señor o para nosotros mismos, para la felicidad eterna o para
alguna satisfacción ahora? Preguntémonos: ¿realmente queremos la santi-
dad? ¿O nos contentamos con ser cristianos sin pena ni gloria, que creen
en Dios y estiman a los demás, pero sin exagerar? El Señor «lo pide todo,
y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos crea-
dos» (Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 1). En resumen, ¡o
santidad o nada! Es bueno para nosotros dejarnos provocar por los santos,
que no han tenido medias tintas aquí y desde allí nos «animan» para que
elijamos a Dios, la humildad, la mansedumbre, la misericordia, la pureza,
para que nos apasionemos por el cielo más que por la tierra.
Hoy, nuestros hermanos y hermanas no nos piden que escuchemos otra
vez un bello Evangelio, sino que lo pongamos en práctica, que emprenda-
289
mos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extra-
ordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo,
nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro
futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir
nunca más, ¡nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios! El Señor nos
anima y quienquiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice:
«Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los
cielos» (Mateo 5, 12).

IR AL ENCUENTRO DEL ESPOSO


20181103 Homilía Sufragio cardenales y ob. fallecidos en el año
Hemos escuchado en la parábola del Evangelio que las diez vírgenes
«salieron al encuentro del esposo» (Mt 25,1). Para todos, la vida es una
llamada continua a salir: del seno materno, de la casa donde nacimos, de
la infancia a la juventud y de la juventud a la edad adulta, hasta que sal-
gamos de este mundo.
También para los ministros del Evangelio la vida es una salida conti-
nua: de la casa de nuestra familia hacia donde la Iglesia nos envía, de un
servicio a otro; estamos siempre de paso, hasta el paso final.
El Evangelio nos recuerda el sentido de esta continua salida que es la
vida: ir al encuentro del esposo. Vivimos por ese anuncio que en el Evan-
gelio resuena en la noche, y que podremos acoger plenamente en el mo-
mento de la muerte: «¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!» (v. 6). El
encuentro con Jesús, Esposo que «amó a su Iglesia y se entregó a sí mis-
mo por ella» (Ef 5,25-26), da sentido y orientación a la vida. No hay otro.
El final ilumina lo que precede. Y como la siembra se evalúa por la cose-
cha, así el camino de la vida se plantea a partir de la meta.
Entonces la vida, si es un camino en salida hacia el esposo, es el tiem-
po que se nos da para crecer en el amor. Vivir es una cotidiana prepara-
ción a las nupcias, un gran noviazgo. Preguntémonos: ¿Vivo como quien
prepara el encuentro con el esposo? En el ministerio, ante todos los en-
cuentros, las actividades que se organizan y las prácticas que se tramitan,
no se debe olvidar el hilo conductor de toda la historia: la espera del espo-
so. El centro está en un corazón que ama al Señor. Solo así el cuerpo visi-
ble de nuestro ministerio estará sostenido por un alma invisible. Podemos
comprender entonces lo que dice el apóstol Pablo en la segunda Lectura:
«No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que
se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2 Co 4,18). No nos quede-
mos en las dinámicas terrenas, miremos más allá. Es verdad lo que dice la
célebre expresión: «Lo esencial es invisible a los ojos». Lo esencial de la
vida es escuchar la voz del esposo. Esta nos invita a que vislumbremos
cada día al Señor que viene y a que transformemos cada actividad en una
preparación para las bodas con él.
Nos lo recuerda el elemento que en el Evangelio es esencial para las
vírgenes que esperan las nupcias: no el vestido, ni tampoco las lámparas,
sino el aceite, custodiado en pequeños vasos.
290
Se evidencia una primera característica de este aceite: no es visto-
so. Permanece escondido, no aparece, pero sin él no hay luz. ¿Qué nos
sugiere esto? Que ante el Señor no cuentan las apariencias, sino el corazón
(cf. 1 Sam 16,7). Lo que el mundo busca y ostenta —los honores, el poder,
las apariencias, la gloria— pasa, sin dejar rastro. Tomar distancia de las
apariencias mundanas es indispensable para prepararse para el cielo. Es
necesario decir no a la “cultura del maquillaje”, que enseña a cuidar las
formas externas. Sin embargo, debe purificarse y custodiarse el corazón, el
interior del hombre, precioso a los ojos de Dios; no lo externo, que desa-
parece.
Después de esta primera característica —no ser vistoso sino esencial—
hay un segundo aspecto del aceite: existe para ser consumido. Solo ilumi-
na quemándose. Así es la vida: difunde luz solo si se consume, si se gasta
en el servicio. El secreto de la vida es vivir para servir. El servicio es el
billete que se debe presentar en la entrada de las bodas eternas. Lo que
queda de la vida, ante el umbral de la eternidad, no es cuánto hemos gana-
do, sino cuánto hemos dado (cf. Mt 6,19-21; 1 Co 13,8). El sentido de la
vida es dar respuesta a la propuesta de amor de Dios. Y la respuesta pasa a
través del amor verdadero, del don de sí mismo, del servicio. Servir cues-
ta, porque significa gastarse, consumirse; pero, en nuestro ministerio, no
sirve para vivir quien no vive para servir. Quien custodia demasiado la
propia vida, la pierde.
Una tercera característica del aceite surge en el Evangelio de modo re-
levante: la preparación. El aceite se prepara con tiempo y se lleva consigo
(cf. vv. 4.7). El amor es ciertamente espontáneo, pero no se improvisa.
Precisamente en la falta de preparación está la imprudencia de las vírgenes
que quedan fuera de las nupcias. Ahora es el tiempo de la preparación: en
el momento presente, día tras día, el amor necesita ser alimentado. Pida-
mos la gracia para que se renueve cada día el primer amor con el Señor
(cf. Ap 2,4), para no dejar que se apague. La gran tentación es conformarse
con una vida sin amor, que es como un vaso vacío, como una lámpara
apagada. Si no se invierte en amor, la vida se apaga. Los llamados a las
bodas con Dios no pueden acomodarse a una vida sedentaria, siempre
igual y horizontal, que va adelante sin ímpetu, buscando pequeñas satis-
facciones y persiguiendo reconocimientos efímeros. Una vida desvaída,
rutinaria, que se contenta con hacer su deber sin darse, no es digna del
esposo.
Mientras rezamos por los cardenales y los obispos difuntos durante el
año pasado, pidamos la intercesión de quien ha vivido sin querer aparen-
tar, de quien ha servido de corazón, de quien se ha preparado día a día al
encuentro con el Señor. Siguiendo el ejemplo de estos testigos, que gracias
a Dios hay, y son muchos, no nos conformemos con una mirada furtiva a
nuestro presente; deseemos más bien una mirada que vaya más allá, a las
nupcias que nos esperan. Una vida atravesada por el deseo de Dios y en-
trenada en el amor estará preparada para entrar por siempre en la morada
del Esposo. Y esto por siempre.
291
AMAR A DIOS EN EL SERVICIO SIN RESERVAS AL PRÓJIMO
20181104 Ángelus
En el centro del Evangelio de este domingo (cf. Marcos 12, 28b-34),
está el mandamiento del amor: amor a Dios y amor al prójimo. Un escriba
preguntó a Jesús: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (v.
28). Él responde citando la profesión de fe con la que cada israelita abre y
cierra su día y que empieza con las palabras «Escucha, Israel. Yahveh
nuestro Dios es el único Yahveh» (Deuteronomio 6, 4). De este modo
Israel custodia su fe en la realidad fundamental de todo su credo: existe un
solo Señor y ese Señor es «nuestro» en el sentido de que está vinculado a
nosotros con un pacto indisoluble, nos ha amado, nos ama y nos amará por
siempre. De esta fuente, de este amor de Dios, se deriva para nosotros el
doble mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas […] Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (vv. 30-31).
Eligiendo estas dos Palabras dirigidas por Dios a su pueblo y ponién-
dolas juntas, Jesús enseñó una vez para siempre que el amor por Dios y el
amor por el prójimo son inseparables, es más, se sustentan el uno al otro.
Incluso si se colocan en secuencia, son las dos caras de una única moneda:
vividos juntos son la verdadera fuerza del creyente,
Amar a Dios es vivir de Él y para Él, por aquello que Él es y por lo que
Él hace. Y nuestro Dios es donación sin reservas, es perdón sin límites, es
relación que promueve y hace crecer. Por eso, amar a Dios quiere decir
invertir cada día nuestras energías para ser sus colaboradores en el servicio
sin reservas a nuestro prójimo, en buscar perdonar sin límites y en cultivar
relaciones de comunión y de fraternidad. El evangelista Marcos no se
preocupa en especificar quién es el prójimo porque el prójimo es la perso-
na que encuentro en el camino, durante mi jornada. No se trata de prese-
leccionar a mi prójimo, eso no es cristiano. Pienso que mi prójimo es
aquel que he preseleccionado: no, esto no es cristiano, es pagano. Se trata
de tener ojos para verlo y corazón para querer su bien. Si nos ejercitamos
para ver con la mirada de Jesús, podremos estar siempre a la escucha y
cerca de quien tiene necesidad. Las necesidades del prójimo reclaman
ciertamente respuestas eficaces, pero primero exigen compartir.
Con una imagen podemos decir que el hambriento necesita no solo un
plato de comida sino también una sonrisa, ser escuchado y también una
oración, tal vez hecha juntos. El Evangelio de hoy nos invita a todos noso-
tros a proyectarse no solo hacia las urgencias de los hermanos más pobres,
sino sobre todo a estar atentos a su necesidad de cercanía fraterna, de
sentido de la vida, de ternura. Esto interpela a nuestras comunidades cris-
tianas: se trata de evitar el riesgo de ser comunidades que viven de muchas
iniciativas, pero de pocas relaciones; el riesgo de comunidades «estaciones
de servicio», pero de poca compañía en el sentido pleno y cristiano de este
término.
Dios, que es amor, nos ha creado por amor y para que podamos amar a
los otros permaneciendo unidos a Él. Sería ilusorio pretender amar al
292
prójimo sin amar a Dios y sería también ilusorio pretender amar a Dios sin
amar al prójimo. Las dos dimensiones, por Dios y por el prójimo, en su
unidad caracterizan al discípulo de Cristo.

DIFUNDIR UNA “CULTURA EUCARÍSTICA”


20181110 Discurso Comité Congresos eucarísticos internac.
¿Qué significa celebrar un Congreso eucarístico en una ciudad moder-
na y multicultural donde el Evangelio y las formas de pertenencia religiosa
se han vuelto marginales? Significa colaborar con la gracia de Dios para
difundir, a través de la oración y la acción, una “cultura eucarística”, es
decir, una forma de pensar y trabajar fundada en el sacramento, pero que
se puede percibir también más allá de la pertenencia a la Iglesia. En Euro-
pa, enferma por la indiferencia y atravesada por divisiones y barreras, los
cristianos ante todo renuevan cada domingo el gesto sencillo y fuerte de su
fe: se reúnen en el nombre del Señor, reconociéndose hermanos entre sí. Y
el milagro se repite: en la escucha de la Palabra y en el gesto del Pan par-
tido, incluso la asamblea más pequeña y humilde de creyentes se convierte
en el cuerpo del Señor, su sagrario en el mundo. Así, la celebración de la
Eucaristía favorece el desarrollo de las actitudes que generan una cultura
eucarística, porque nos impulsa a transformar, en gestos y actitudes de
vida, la gracia de Cristo, que se entregó totalmente.
La primera de estas actitudes es la comunión. En la última cena, Jesús
eligió, como signo de su entrega, el pan y el cáliz de la fraternidad. De
esto se deduce que la celebración de la memoria del Señor, en la que nos
alimentamos de su cuerpo y su sangre, requiere y establece la comunión
con él y la comunión de los fieles entre sí. Precisamente la comunión con
Cristo es el verdadero desafío de la pastoral eucarística, porque se trata de
ayudar a los fieles a establecer esa comunión con él, presente en el sacra-
mento, para que vivan en él y con él en la caridad y en la misión. A esto
también contribuye en gran medida el culto eucarístico fuera de la misa,
que siempre ha sido un momento importante en estos eventos eclesiales.
La oración de adoración nos enseña a no separar a Cristo cabeza de su
cuerpo, es decir, la comunión sacramental con él de la comunión de sus
miembros y del compromiso misionero que conlleva.
La segunda actitud es la del servicio. La comunidad eucarística, parti-
cipando en el destino de Jesús Siervo, se convierte en “servidora”: al co-
mer el “cuerpo entregado” se transforma en un “cuerpo ofrecido por las
multitudes”. Volviendo constantemente a la “habitación superior”
(cf. Hch 1,13), vientre que da a luz a la Iglesia, donde Jesús lavó los pies a
sus discípulos, los cristianos sirven a la causa del Evangelio entrando en
los lugares de la debilidad y de la cruz para compartir y sanar. Hay mu-
chas situaciones en la Iglesia y en la sociedad sobre las que se debe de-
rramar el bálsamo de la misericordia con las obras espirituales y corpora-
les: son familias con dificultades, jóvenes y adultos sin trabajo, ancianos y
enfermos solos, migrantes marcados por la fatiga y la violencia —y recha-
zados—, como también otros tipos de pobreza. En estos lugares de la
293
humanidad herida, los cristianos celebran el memorial de la cruz y hacen
vivo y presente el Evangelio del Siervo Jesús que se entregó por amor.
Así, los bautizados siembran una cultura eucarística haciéndose servidores
de los pobres, no en nombre de una ideología, sino del Evangelio mismo,
que se convierte en la regla de vida de cada persona y de las comunidades,
como lo atestigua el conjunto ininterrumpido de santos y santas de la cari-
dad.
Finalmente, cada misa nutre una vida eucarística trayendo a la luz pa-
labras del Evangelio que nuestras ciudades a menudo han olvidado. Solo
pensemos en la palabra misericordia, casi eliminada del diccionario en la
cultura actual. Todos se quejan del río cárstico de miseria que experimenta
nuestra sociedad. Se trata de tantas formas de miedo, opresión, arrogancia,
iniquidad, odio, barreras, abandono del medio ambiente, entre otras. Y, sin
embargo, los cristianos experimentan cada domingo que este río en creci-
da no puede hacer nada contra el océano de misericordia que inunda el
mundo. La Eucaristía es la fuente de este océano de misericordia porque,
en ella, el Cordero de Dios inmolado, pero que está en pie, hace surgir de
su costado abierto ríos de agua viva, infunde su Espíritu para una nueva
creación y se ofrece como alimento en la mesa de la nueva pascua (cf.
Carta ap. Misericordiae vultus, 7). La misericordia entra así en las venas
del mundo y ayuda a construir la imagen y la estructura del Pueblo de
Dios adecuadas para el tiempo de la modernidad.
El próximo Congreso Eucarístico Internacional, con su historia más
que centenaria, está llamado a indicar este camino de novedad y conver-
sión, recordando que en el centro de la vida eclesial está la Eucaristía. Esta
es misterio pascual capaz de influir positivamente no solo en cada bauti-
zado, sino también en la ciudad terrenal en la que vive y trabaja. Que este
acontecimiento eucarístico de Budapest fomente procesos de renovación
en las comunidades cristianas, de modo que la salvación que brota de la
Eucaristía se traduzca también en una cultura eucarística capaz de inspirar
a hombres y mujeres de buena voluntad en los campos de la caridad, la
solidaridad, la paz, la familia y el cuidado de la creación.

LAS BALANZAS DEL SEÑOR SON DIFERENTES


20181111 Ángelus
El episodio evangélico de hoy (ver Mc 12, 38-44) concluye la serie de
enseñanzas impartidas por Jesús en el templo de Jerusalén y resalta dos
figuras opuestas: el escriba y la viuda. Pero ¿por qué están contrapuestas?
El escriba representa a las personas importantes, ricas, influyentes; la otra
—la viuda— representa a los últimos, a los pobres, a los débiles. En reali-
dad, el juicio resuelto de Jesús contra los escribas no concierne a toda la
categoría de escribas, sino que se refiere a aquellos que alardean de su
posición social, que se enorgullecen del título de “rabí”, es decir, maestro,
a quienes les gusta que les reverencien y ocupar los primeros puestos (ver
versículos 38-39). Lo peor es que su ostentación es sobre todo de naturale-
za religiosa, porque rezan, dice Jesús —“so capa de largas oraciones”—
294
(v.40) y se sirven de Dios para proclamarse como los defensores de su ley.
Y esta actitud de superioridad y de vanidad les lleva a despreciar a los que
cuentan poco o se encuentran en una posición económica desaventajada,
como es el caso de las viudas.
Jesús desenmascara este mecanismo perverso: denuncia la opresión
instrumentalizada de los débiles por motivos religiosos, diciendo clara-
mente que Dios está del lado de los últimos. Y para grabar esta lección en
la mente de los discípulos, les pone un ejemplo viviente: una pobre viuda,
cuya posición social era insignificante porque no tenía un marido que
pudiera defender sus derechos, y por eso era presa fácil para algún acree-
dor sin escrúpulos. Esta mujer, que echará en el tesoro del templo sola-
mente dos moneditas, todo lo que le quedaba, y hace su ofrenda intentan-
do pasar desapercibida, casi avergonzándose. Pero, precisamente con esta
humildad, ella cumple una acción de gran importancia religiosa y espiri-
tual. Ese gesto lleno de sacrificio no escapa a la mirada de Jesús, que, al
contrario, ve brillar en él el don total de sí mismo en el que quiere educar a
sus discípulos.
La enseñanza que Jesús nos da hoy nos ayuda a recobrar lo que es
esencial en nuestras vidas y favorece una relación concreta y cotidiana con
Dios. Hermanos y hermanas, las balanzas del Señor son diferentes a las
nuestras. Pesa de manera diferente a las personas y sus gestos: Dios no
mide la cantidad sino la calidad, escruta el corazón, mira la pureza de las
intenciones. Esto significa que nuestro “dar” a Dios en la oración y a los
demás en la caridad debería huir siempre del ritualismo y del formalismo,
así como de la lógica del cálculo, y debe ser expresión de gratuidad, como
hizo Jesús con nosotros: nos salvó gratuitamente, no nos hizo pagar la
redención. Nos salvó gratuitamente. Y nosotros, debemos hacer las cosas
como expresión de gratuidad. Por eso, Jesús indica a esa viuda pobre y
generosa como modelo a imitar de vida cristiana. No sabemos su nombre,
pero conocemos su corazón —la encontraremos en el Cielo y seguramente
iremos a saludarla—, y eso es lo que cuenta ante Dios. Cuando nos senti-
mos tentados por el deseo de aparentar y de contabilizar nuestros gestos de
altruismo, cuando estamos demasiado interesados en la mirada de los
demás pensemos en esta mujer y, —permitidme las palabras— cuando nos
pavoneemos, pensemos en esta mujer. Nos hará bien: nos ayudará a des-
pojarnos de lo superfluo para ir a lo que realmente importa, y a permane-
cer humildes.

ORIENTADOS HACIA DIOS Y HACIA EL PRÓJIMO


20181118 Homilía II Jornada Mundial de los Pobres
Veamos tres acciones que Jesús realiza en el Evangelio.
La primera. En pleno día, deja: deja a la multitud en el momento del
éxito, cuando lo aclamaban por haber multiplicado los panes. Y mientras
los discípulos querían disfrutar de la gloria, los obliga rápidamente a irse y
despide a la multitud (cf. Mt 14,22-23). Buscado por la gente, se va solo;
cuando todo iba “cuesta abajo”, sube a la montaña para rezar. Luego, en
295
mitad de la noche, desciende de la montaña y se acerca a los suyos cami-
nando sobre las aguas sacudidas por el viento. En todo, Jesús va contraco-
rriente: primero deja el éxito, luego la tranquilidad. Nos enseña el valor de
dejar: dejar el éxito que hincha el corazón y la tranquilidad que adormece
el alma.
¿Para ir a dónde? Hacia Dios, rezando, y hacia los necesitados, aman-
do. Son los auténticos tesoros de la vida: Dios y el prójimo. Subir hacia
Dios y bajar hacia los hermanos, aquí está la ruta que Jesús nos señala. Él
nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las cómodas llanuras de la
vida, del ir tirando ociosamente en medio de las pequeñas satisfacciones
cotidianas. Los discípulos de Jesús no están hechos para la predecible
tranquilidad de una vida normal. Al igual que el Señor Jesús, viven su
camino, ligeros, prontos para dejar la gloria del momento, vigilantes para
no apegarse a los bienes que pasan. El cristiano sabe que su patria está en
otra parte, sabe que ya ahora es ―como nos recuerda el apóstol Pablo en
la segunda lectura― «conciudadano de los santos, y miembro de la fami-
lia de Dios» (cf. Ef 2,19). Es un ágil viajero de la existencia. No vivimos
para acumular, nuestra gloria está en dejar lo que pasa para retener lo que
queda. Pidamos a Dios que nos parezcamos a la Iglesia descrita en la pri-
mera lectura: siempre en movimiento, experta en el dejar y fiel en el servi-
cio (cf. Hch 28,11-14). Despiértanos, Señor, de la calma ociosa, de la
tranquila quietud de nuestros puertos seguros. Desátanos de los amarres de
la autorreferencialidad que lastran la vida, libéranos de la búsqueda de
nuestros éxitos. Enséñanos, Señor, a saber, dejar, para orientar nuestra
vida en la misma dirección de la tuya: hacia Dios y hacia el prójimo.
La segunda acción: en plena noche Jesús alienta. Se dirige hacia los
suyos, inmersos en la oscuridad, caminando «sobre el mar» (v. 25). En
realidad, se trataba de un lago, pero el mar, con la profundidad de su oscu-
ridad subterránea, evocaba en aquel tiempo a las fuerzas del mal. Jesús, en
otras palabras, va hacia los suyos pisoteando a los malignos enemigos del
hombre. Aquí está el significado de este signo: no es una manifestación en
la que se celebra el poder, sino la revelación para nosotros de la certeza
tranquilizadora de que Jesús, solo él, derrota a nuestros grandes enemigos:
el diablo, el pecado, la muerte, el miedo, la mundanidad. También hoy nos
dice a nosotros: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (v. 27).
La barca de nuestra vida a menudo se ve zarandeada por las olas y sa-
cudida por el viento, y cuando las aguas están en calma, pronto vuelven a
agitarse. Entonces la emprendemos con las tormentas del momento, que
parecen ser nuestros únicos problemas. Pero el problema no es la tormenta
del momento, sino cómo navegar en la vida. El secreto de navegar bien
está en invitar a Jesús a bordo. Hay que darle a él el timón de la vida para
que sea él quien lleve la ruta. Solo él da vida en la muerte y esperanza en
el dolor; solo él sana el corazón con el perdón y libra del miedo con la
confianza. Invitemos hoy a Jesús a la barca de la vida. Igual que los discí-
pulos, experimentaremos que con él a bordo los vientos se calman (cf. v.
32) y nunca naufragaremos. Con él a bordo nunca naufragaremos. Y solo
con Jesús seremos capaces también nosotros de alentar. Hay una gran
296
necesidad de personas que sepan consolar, pero no con palabras vacías,
sino con palabras de vida, con gestos de vida. En el nombre de Jesús, se da
un auténtico consuelo. Solo la presencia de Jesús devuelve las fuerzas, no
las palabras de ánimo formales y obligadas. Aliéntanos, Señor: conforta-
dos por ti, confortaremos verdaderamente a los demás.
Y tercera acción de Jesús: en medio de la tormenta, extiende su
mano (cf. v. 31). Agarra a Pedro que, temeroso, dudaba y, hundiéndose,
gritaba: «Señor, sálvame» (v. 30). Podemos ponernos en la piel de Pedro:
somos gente de poca fe y estamos aquí mendigando la salvación. Somos
pobres de vida auténtica y necesitamos la mano extendida del Señor, que
nos saque del mal. Este es el comienzo de la fe: vaciarnos de la orgullosa
convicción de creernos buenos, capaces, autónomos y reconocer que nece-
sitamos la salvación. La fe crece en este clima, un clima al que nos adap-
tamos estando con quienes no se suben al pedestal, sino que tienen necesi-
dad y piden ayuda. Por esta razón, vivir la fe en contacto con los necesita-
dos es importante para todos nosotros. No es una opción sociológica, no es
la moda de un pontificado, es una exigencia teológica. Es reconocerse
como mendigos de la salvación, hermanos y hermanas de todos, pero
especialmente de los pobres, predilectos del Señor. Así, tocamos el espíri-
tu del Evangelio: «El espíritu de pobreza y de caridad ―dice el Conci-
lio― son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo» (Const. Gaudium et
spes, 88).
Jesús escuchó el grito de Pedro. Pidamos la gracia de escuchar el grito
de los que viven en aguas turbulentas. El grito de los pobres: es el grito
ahogado de los niños que no pueden venir a la luz, de los pequeños que
sufren hambre, de chicos acostumbrados al estruendo de las bombas en
lugar del alegre alboroto de los juegos. Es el grito de los ancianos descar-
tados y abandonados. Es el grito de quienes se enfrentan a las tormentas
de la vida sin una presencia amiga. Es el grito de quienes deben huir, de-
jando la casa y la tierra sin la certeza de un destino. Es el grito de pobla-
ciones enteras, privadas también de los enormes recursos naturales de que
disponen. Es el grito de tantos Lázaros que lloran, mientras que unos po-
cos epulones banquetean con lo que en justicia corresponde a todos. La
injusticia es la raíz perversa de la pobreza. El grito de los pobres es cada
día más fuerte pero también menos escuchado. Cada día ese grito es más
fuerte, pero cada día se escucha menos, sofocado por el estruendo de unos
pocos ricos, que son cada vez menos pero más ricos.
Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo permanecemos con los
brazos cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura
del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indife-
rente, ni con los brazos caídos, fatalista: ¡no! El creyente extiende su
mano, como lo hace Jesús con él. El grito de los pobres es escuchado por
Dios. Pregunto: ¿y nosotros? ¿Tenemos ojos para ver, oídos para escuchar,
manos extendidas para ayudar, o repetimos aquel “vuelve mañana”? «Es
el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la cari-
dad de sus discípulos» (ibíd.). Nos pide que lo reconozcamos en el que
297
tiene hambre y sed, en el extranjero y despojado de su dignidad, en el
enfermo y el encarcelado (cf. Mt 25,35-36).
El Señor extiende su mano: es un gesto gratuito, no obligado. Así es
como se hace. No estamos llamados a hacer el bien solo a los que nos
aman. Corresponder es normal, pero Jesús pide ir más lejos (cf. Mt 5,46):
dar a los que no tienen con qué devolver, es decir,
amar gratuitamente (cf. Lc 6,32-36). Miremos lo que sucede en cada una
de nuestras jornadas: entre tantas cosas, ¿hacemos algo gratuito, alguna
cosa para los que no tienen cómo corresponder? Esa será nuestra mano
extendida, nuestra verdadera riqueza en el cielo.
Extiende tu mano hacia nosotros, Señor, y agárranos. Ayúdanos a amar
como tú amas. Enséñanos a dejar lo que pasa, a alentar al que tenemos a
nuestro lado, a dar gratuitamente a quien está necesitado. Amén.

VIVIR BIEN EL PRESENTE Y ESTAR PREPARADOS


20181118 Ángelus
En el pasaje evangélico de este domingo (cf. Mc 13, 24-32), el Señor
quiere instruir a sus discípulos sobre los eventos futuros. No se trata prin-
cipalmente de un discurso sobre el fin del mundo, sino que es una invita-
ción a vivir bien el presente, a estar atentos y siempre preparados para
cuando nos pidan cuentas de nuestra vida. Jesús dice: "Por esos días, des-
pués de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su res-
plandor, las estrellas irán cayendo del cielo" (versículos 24-25). Estas
palabras nos hacen pensar en la primera página del Libro de Génesis, la
historia de la creación: el sol, la luna, las estrellas, que desde el principio
del tiempo brillan en su orden y dan luz, signo de vida, aquí están descri-
tas en su decadencia, mientras caen en la oscuridad y el caos, signo del fin.
En cambio, la luz que brillará en ese último día será única y nueva: será la
del Señor Jesús que vendrá en gloria con todos los santos. En ese encuen-
tro finalmente veremos su rostro a la plena luz de la Trinidad, un rostro
radiante de amor, ante el cual todo ser humano también aparecerá en su
verdad total.
La historia de la humanidad, como la historia personal de cada uno de
nosotros, no puede entenderse como una simple sucesión de palabras y
hechos que no tienen sentido. Tampoco se puede interpretar a la luz de
una visión fatalista, como si todo estuviera ya preestablecido de acuerdo
con un destino que resta todo espacio de libertad, impidiendo tomar deci-
siones que son el resultado de una elección verdadera. En el Evangelio de
hoy, más bien, Jesús dice que la historia de los pueblos y de los individuos
tiene una meta y una meta que debe alcanzarse: el encuentro definitivo
con el Señor. No sabemos el tiempo ni las formas en que sucederá; el
Señor ha reiterado que "nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo ni el
Hijo" (v. 32). Todo se guarda en el secreto del misterio del Padre. Sin
embargo, sabemos un principio fundamental con el que debemos enfren-
tarnos: "El cielo y la tierra pasarán, dice Jesús, pero mis palabras no pasa-
rán" (v. 31). El verdadero punto crucial es este. En ese día, cada uno de
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nosotros tendrá que entender si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado
su existencia personal, o si le ha dado la espalda, prefiriendo confiar en
sus propias palabras. Será más que nunca el momento en el que nos aban-
donemos definitivamente al amor del Padre y nos confiemos a su miseri-
cordia.
¡Nadie puede escapar de este momento, ninguno de nosotros! La astu-
cia, que a menudo utilizamos en nuestro comportamiento para avalar la
imagen que queremos ofrecer, ya no será necesaria; de la misma manera,
el poder del dinero y de los medios económicos con los que pretendemos,
con presunción, que compramos todo y a todos, ya no se podrá utilizar. No
tendremos con nosotros nada más que lo que hemos logrado en esta vida
creyendo en su Palabra: el todo y la nada de lo que hemos vivido o dejado
de hacer. Solo llevaremos con nosotros lo que hemos dado.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María, para que la constatación de
nuestra temporalidad en la tierra y de nuestros límites no nos haga caer en
la angustia, sino que nos llame a la responsabilidad con nosotros mismos,
con nuestro prójimo, con el mundo entero.

TOMAR EN SERIO EL DESAFÍO DE LA FORMACIÓN


20181121 Mensaje Encuentro con motivo Jornada Pro Orantibus
Aprovechando esta Jornada, deseo manifestaros, una vez más, el gran
aprecio de la Iglesia por vuestra forma de vida. ¿Qué sería de la Iglesia sin
la vida contemplativa? ¿Qué sería de los miembros más débiles de la Igle-
sia que encuentran en vosotros un apoyo para continuar el camino? ¿Qué
sería de la Iglesia y del mundo sin los faros que señalan el puerto a los que
se han perdido en alta mar, sin las antorchas que iluminan la noche oscura
que estamos atravesando, sin los centinelas que anuncian el nuevo día
cuando todavía es de noche? Gracias, hermanas y hermanos contemplati-
vos, porque vosotros sois todo esto para el mundo: apoyo para los débiles,
faros, antorchas y centinelas (cf. Const. Ap. Vultum Dei quaerere, I, 6).
Gracias por enriquecernos con tantos frutos de santidad, de misericordia y
de gracia (cf. ibíd., I, 5).
Con toda la Iglesia, yo también rezo para que "el Señor realice en
vuestros corazones su obra y os transforme enteramente en él, que es el fin
último de la vida contemplativa;[86] y que vuestras comunidades o frater-
nidades sean verdaderas escuelas de contemplación y oración... El mundo
y la Iglesia os necesitan, [...]. Que sea esta vuestra profecía "(ibíd., I, 36).
En esta circunstancia, os invito a tomar en serio el desafío de la forma-
ción, que, como bien sabéis, consiste en "un itinerario de progresiva asimi-
lación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre." (San Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Vita Consecrata,65). Por este motivo, ya que
claramente la formación dura toda la vida, también es necesario aceptar
con responsabilidad que la formación es un proceso lento, por lo que es
importante no tener prisa. En este contexto, también os recuerdo la impor-
tancia del discernimiento y del acompañamiento espiritual y vocacional de
los candidatos, sin dejarse nunca llevar por ansiedad de los números y de
299
la eficiencia (véase CIVCSVA, Ripartire da Cristo, 19 de mayo de 2002,
18), así como la formación de las formadoras y de las hermanas llamadas
a prestar el servicio de autoridad.
Para que vuestra vida contemplativa sea significativa para la Iglesia y
para el mundo de hoy, es necesario apuntar a una formación adecuada a
las necesidades del momento presente: una formación integral, personali-
zada y bien acompañada. Tal formación nutrirá y defenderá vuestra fideli-
dad creativa al carisma recibido, tanto de cada una de las hermanas como
de toda la comunidad.

MARÍA ESCUCHÓ Y RESPONDIÓ CON TODA GENEROSIDAD


20181121 Videomensaje con motivo XXXIV JMJ Panamá 2019
Nos aproximamos a la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebra-
rá en Panamá el próximo mes de enero y tiene como lema la respuesta de
la Virgen María a la llamada de Dios: «He aquí la sierva del Señor; hágase
en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Sus palabras son un “sí” valiente y generoso. El sí de quien ha com-
prendido el secreto de la vocación: salir de uno mismo y ponerse al servi-
cio de los demás. Nuestra vida solo encuentra significado en el servicio a
Dios y a los demás.
Hay muchos jóvenes, creyentes o no, que al final de una etapa de estu-
dios muestran su deseo de ayudar a otros, de hacer algo por los que sufren.
Esta es la fuerza de los jóvenes, la fuerza de todos ustedes, la que puede
cambiar el mundo; esta es la revolución que puede desbaratar los grandes
poderes de este mundo: la “revolución” del servicio.
Ponerse al servicio de los demás no significa solamente estar listos pa-
ra la acción, sino que también hay que ponerse en diálogo con Dios, en
actitud de escucha, como lo hizo María. Ella escuchó lo que el ángel le
decía y después respondió. De ese trato con Dios en el silencio del cora-
zón, se descubre la propia identidad y la vocación a la que el Señor llama;
esta puede expresarse en diferentes formas: en el matrimonio, en la vida
consagrada, en el sacerdocio… Todas ellas son modos para seguir a Jesús.
Lo importante es descubrir lo que el Señor espera de nosotros y ser valien-
tes para decir “sí”.
María fue una mujer feliz, porque fue generosa ante Dios y se abrió al
plan que tenía para ella. Las propuestas de Dios para nosotros, como la
que le hizo a María, no son para apagar sueños, sino para encender deseos;
para hacer que nuestra vida fructifique y haga brotar muchas sonrisas y
alegre muchos corazones. Dar una respuesta afirmativa a Dios, es el pri-
mer paso para ser feliz y hacer felices a muchas personas.
Queridos jóvenes: Anímense a entrar cada uno en su interior y decirle
a Dios: ¿Qué es lo que quieres de mí? Dejen que el Señor les hable; ya
verán vuestra vida transformada y colmada de alegría.
Ante la inminente Jornada Mundial de la Juventud de Panamá, los in-
vito a que se preparen, siguiendo y participando en todas las iniciativas
que se llevan a cabo. Les ayudarán a ir caminando hacia esta meta. Que la
300
Virgen María los acompañe en este peregrinaje y que su ejemplo los ani-
me a ser valientes y generosos en su respuesta.

EL MUNDO NECESITA PERSONAS LIBRES


20181122 Videomensaje VIII edic. Festival Doctr. Soc. de la Igl.
Los organizadores han elegido como tema "El riesgo de la libertad",
para invitar a reflexionar sobre lo que ha sostenido siempre el camino de
los hombres, de las mujeres, de la sociedad y de las civilizaciones. Sin
embargo, no pocas veces, el deseo de libertad —que es el gran don de
Dios a su criatura— ha tomado formas desviadas, generando guerras,
injusticias, violaciones de los derechos humanos.
Como cristianos, fieles al Evangelio y conscientes de la responsabili-
dad que tenemos con todos nuestros hermanos, estamos llamados a estar
atentos y en guardia para que "el riesgo de la libertad" no pierda su signi-
ficado más elevado y exigente. Arriesgar, de hecho, significa involucrarse.
Y esta es nuestra primera llamada. Todos juntos debemos esforzarnos por
eliminar lo que priva a los hombres y a las mujeres del tesoro de la liber-
tad. Y, al mismo tiempo, redescubrir el sabor de esa libertad que sabe
cómo custodiar la casa común que Dios nos ha dado.
Son muchas las situaciones en las que, también hoy en día, los hom-
bres y las mujeres no pueden hacer que su libertad fructifique, no pueden
arriesgarla. Subrayo tres: la indigencia, el dominio de la tecnología, la
reducción del hombre a consumidor.
En primer lugar, la indigencia, causada por grandes injusticias, que se
siguen cometiendo en todo el mundo, también en nuestras ciudades. «Ya
no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión,
sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la
pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella aba-
jo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son
"explotados" sino desechos, "sobrantes"» (Exhortación Apostóli-
ca Evangelii gaudium, 53). ¡Es la cultura del descarte! Si un hombre o una
mujer se reducen a "sobrantes", no solo experimentan sobre sí los frutos
malvados de la libertad de los demás, sino que se les arrebata la posibili-
dad de "arriesgar" su libertad por ellos mismos, por su familia, por una
vida buena, justa y digna.
Luego hay otra situación que afecta negativamente la experiencia de la
libertad y es el desarrollo tecnológico cuando no está acompañado por un
desarrollo adecuado de la responsabilidad, de los valores y de la concien-
cia. Se pierde así el sentido del límite, con la consecuencia de no ver los
desafíos históricos que tenemos ante nosotros. La absolutización de la
técnica puede volverse contra el hombre. Como recordaba san Pablo VI,
en su discurso por el 25 aniversario de la FAO: «Los progresos científicos
más extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el crecimien-
to económico más prodigioso si no van acompañados de un auténtico
progreso social y moral se vuelven en definitiva contra el hombre» (16 de
noviembre de 1970).
301
La tercera situación negativa está representada por la reducción del
hombre a un mero consumidor. Aquí la libertad para "arriesgar" sigue
siendo solo una ilusión. De hecho, «tal paradigma hace creer a todos que
son libres mientras tengan una supuesta libertad para consumir, cuando
quienes en realidad poseen la libertad son los que integran la minoría que
detenta el poder económico y financiero» (Enc. Laudato si', 203). Esto no
es libertad, es esclavitud: la experiencia diaria está marcada por la resig-
nación, la desconfianza, el miedo, el cerrarse en uno mismo.
A pesar de estas desviaciones, nunca desfallece en nosotros el deseo de
"arriesgar" la libertad. Incluso en aquellos que han vivido y viven situa-
ciones de esclavitud y explotación. Durante el Festival podréis escuchar
testimonios de libertad reencontrada: por ejemplo, de la prostitución, de
las garras de la usura, etc. Son historias que atestiguan una liberación en
curso, que da fuerza y esperanza. Son historias que hacen que la gente
diga: sí, ¡el riesgo de la libertad es posible!
Aunque algunos temen ir a contracorriente, muchos, en su vida coti-
diana, llevan estilos de vida sobrios, solidarios, abiertos y acogedores.
Ellos son la verdadera respuesta a las diversas esclavitudes porque se
mueven como personas libres. Encienden deseos latentes, abren horizon-
tes, hacen deseable el bien. La libertad vivida nunca se limita a adminis-
trar lo que sucede porque siempre contiene algo que va más allá. La liber-
tad nunca mata los sueños, sino que construye en la vida lo que muchos
desean, pero no tienen el valor de perseguir. Ciertamente, ser libre es un
desafío, un desafío permanente: fascina, encanta, da valor, hace soñar,
crea esperanza, invierte en el bien, cree en el futuro. Por lo tanto, contiene
una fuerza que es más fuerte que cualquier esclavitud. ¡El mundo necesita
personas libres!
«La persona humana más crece, más madura y más se santifica a me-
dida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comu-
nión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su
propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella
desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una
espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trini-
dad» (ibíd., 240).
Por eso la libertad humana se descubre en lo más profundo, cuando
comprende que es generada y sostenida por la libertad amorosa del Padre,
que se revela en el Hijo en el rostro de la Misericordia. Bajo su mirada
compasiva, todo hombre puede reanudar siempre el camino del "riesgo de
la libertad".

FIGURA EJEMPLAR DE SERVICIO AL BIEN COMÚN


20181123 Discurso Fundación “Giorgio La Pira”
En un momento en que la complejidad de la vida política italiana e in-
ternacional necesita fieles laicos y estadistas de gran calidad humana y
cristiana para el servicio del bien común, es importante redescubrir a
Giorgio La Pira, una figura ejemplar para la Iglesia y para el mundo con-
302
temporáneo. Fue un testigo entusiasta del Evangelio y un profeta de los
tiempos modernos; su actitud estuvo siempre inspirada por una perspecti-
va cristiana, mientras que su acción a menudo se adelantaba a sus tiempos.
Su actividad como profesor universitario fue variada y multiforme, es-
pecialmente en Florencia, pero también en Siena y Pisa. Junto a ella dio
vida a varias obras de caridad, como la "Misa del Pobre" en San Procolo y
la Conferencia de San Vicente "Beato Angélico". Desde 1936 vivió en el
convento de San Marcos, donde estudió la patrística, ocupándose también
de la publicación de la revista Principi, en la que no faltaban las críticas al
fascismo. Buscado por la policía de ese régimen, se refugió en el Vati-
cano, donde durante un período permaneció en la casa del Sustituto Mons.
Montini, que lo estimaba mucho. En 1946 fue elegido en la Asamblea
Constituyente, donde contribuyó a la redacción de la Constitución de la
República Italiana.
Pero su misión al servicio del bien común encontró su cumbre en el
período en que fue alcalde de Florencia en los años cincuenta. La Pira
tomó una línea política abierta a las necesidades del catolicismo social y
siempre al lado de los últimos y de los sectores más frágiles de la pobla-
ción.
También emprendió un importante programa para promover la paz so-
cial e internacional, con la organización de conferencias internacionales
"por la paz y la civilización cristiana" y con fuertes llamamientos contra la
guerra nuclear. Por el mismo motivo hizo un viaje histórico a Moscú en
agosto de 1959. Su compromiso político-diplomático se hacía cada vez
más incisivo: en 1965 convocó un simposio por la paz en Vietnam en
Florencia, y yendo luego personalmente a Hanói donde se encontró con
Ho Chi Min y Phan Van Dong.
Queridos amigos, os animo a que mantengáis vivo y difundáis el pa-
trimonio de acción eclesial y social del Venerable Giorgio La Pira; en
particular, su testimonio integral de fe, el amor por los pobres y margina-
dos, el trabajo por la paz, la puesta en práctica del mensaje social de la
Iglesia y la gran fidelidad a las enseñanzas católicas. Todos estos son
elementos que constituyen un mensaje válido para la Iglesia y la sociedad
actual, respaldados por la ejemplaridad de sus gestos y de sus palabras.
Su ejemplo es inapreciable, especialmente para aquellos que trabajan
en el sector público, que están llamados a estar alerta frente a esas situa-
ciones negativas que San Juan Pablo II definió como "estructuras de peca-
do" (ver Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 36). Se trata de la suma
de factores que actúan en dirección opuesta a la realización del bien co-
mún y del respeto por la dignidad de la persona. Se cede a esas tentaciones
cuando, por ejemplo, se busca exclusivamente el beneficio personal o de
un grupo en lugar del interés de todos; cuando el clientelismo prevalece
sobre la justicia; cuando el apego excesivo al poder bloquea de hecho el
recambio generacional y el acceso a los jóvenes. Como decía Giorgio La
Pira: "la política es un compromiso de humanidad y de santidad". Por lo
tanto, es un camino exigente de servicio y responsabilidad para los fieles
laicos, llamados a actuar cristianamente en las realidades temporales como
303
enseña el Concilio Vaticano II (cf. Decreto sobre el apostolado de los
laicos Apostolicam actuositatem, 4).
Hermanos y hermanas, el legado de La Pira, que conserváis en vues-
tras diversas experiencias asociativas, constituye para vosotros como un
"puñado" de talentos que el Señor os pide que hagáis fructificar. Os exhor-
to, pues, a resaltar las virtudes humanas y cristianas que forman parte del
patrimonio ideal y también espiritual del Venerable Giorgio La Pira. Así
podréis, en los territorios en los que vivís, ser operadores de paz, artífices
de justicia, testigos de solidaridad y caridad; ser levadura de valores evan-
gélicos en la sociedad, especialmente en el ámbito de la cultura y de la
política; podréis renovar el entusiasmo de entregaros a los demás, dándo-
les alegría y esperanza. En su discurso vuestro presidente ha repetido dos
veces la palabra “primavera”: hoy hace falta una “primavera”. Hoy hacen
falta profetas de esperanza, profetas de santidad que no tengan miedo de
ensuciarse las manos, para trabajar, para salir adelante. Hoy hacen falta
“golondrinas”: sedlo vosotros.

LA MÚSICA Y EL CANTO, INSTRUMENTO DE EVANGELIZACIÓN


20181124 Discurso III Encuentro Internac. Corales
Hace pocos días, como sabéis tuvo lugar el Sínodo de los Obispos, de-
dicado a los jóvenes, y un tema que se trató con interés fue precisamente
el de la música: "Es muy peculiar la importancia de la música, que repre-
senta un verdadero y propio entorno en el que los jóvenes están constan-
temente inmersos, así como una cultura y un lenguaje capaces de despertar
emociones y moldear la identidad. El lenguaje musical también representa
un recurso pastoral, que interpela en particular la liturgia y su renovación»
(Documento final, 47).
Vuestra música y vuestros cantos son un verdadero instrumento de
evangelización en la medida en que os hacéis testimonio de la profundidad
de la Palabra de Dios que toca los corazones de las personas, y permite
una celebración de los sacramentos, especialmente de la Sagrada Eucaris-
tía, que deja entrever la belleza del Paraíso. No cedáis nunca en este com-
promiso tan importante para la vida de nuestras comunidades; de esta
manera, con el canto dais voz a las emociones que están en lo profundo
del corazón de todos. En los momentos de alegría y de tristeza, la Iglesia
está llamada a estar siempre cerca de las personas, para ofrecerles la com-
pañía de la fe. ¡Cuántas veces la música y el canto hacen que esos momen-
tos sean únicos en la vida de las personas, porque los conservan como un
recuerdo precioso que ha marcado su existencia!
El Concilio Vaticano II, al realizar la renovación de la liturgia, reiteró
que "la tradición musical de la Iglesia constituye un patrimonio de valor
inestimable" (Const. Sacrosanctum Concilium, 112). Y así es. Pienso, en
particular, en las muchas tradiciones de nuestras comunidades dispersas
por todo el mundo, que muestran las formas más arraigadas en la cultura
popular, y que se convierten en una oración verdadera y propia. Esa pie-
dad popular que sabe rezar con creatividad, que sabe cantar con creativi-
304
dad: esa piedad popular que, como ha dicho un obispo italiano, es “el
sistema inmunitario” de la Iglesia. Y el canto lleva adelante esta oración.
A través de estas músicas y cantos, se da también voz a la oración y de
este modo se forma un verdadero coro internacional, donde al unísono se
eleva al Padre de todos la alabanza y la gloria de su pueblo.
Vuestra presencia, al tiempo que resalta la internacionalidad de vues-
tros respectivos países, nos hace comprender la universalidad de la Iglesia
y sus diferentes tradiciones. Vuestro canto y vuestra música, especialmen-
te en la celebración de la Eucaristía, evidencian que somos un solo Cuerpo
y cantamos con una sola voz nuestra única fe. Incluso si hablamos diferen-
tes idiomas, todos pueden entender la música con la que cantamos, la fe
que profesamos y la esperanza que nos aguarda.
Vosotros estudiáis y os preparáis para hacer de vuestro canto una me-
lodía que favorezca la oración y la celebración litúrgica. Sin embargo, no
caigáis en la tentación de un protagonismo que eclipsa vuestro compromi-
so y humilla la participación activa del pueblo en la oración. Por favor, no
hagáis de “prima donna”. Sed animadores del canto de toda la asamblea y
no lo reemplacéis, privando al pueblo de Dios de cantar con vosotros y de
dar testimonio de una oración eclesial y comunitaria. A veces me da pena
cuando, en algunas ceremonias, se canta muy bien, pero la gente no puede
cantar esas cosas…Vosotros que habéis comprendido más profundamente
la importancia del canto y de la música, no menoscabéis las otras expre-
siones de la espiritualidad popular: las fiestas patronales, las procesiones,
las danzas y los cantos religiosos de nuestro pueblo también son un verda-
dero patrimonio de la religiosidad que merece ser valorado y sostenido
porque es siempre una acción del Espíritu Santo en el corazón de la Igle-
sia. El Espíritu en el canto nos ayuda a salir adelante.
La música, pues, sea un instrumento de unidad para hacer eficaz el
Evangelio en el mundo de hoy, a través de la belleza que aún fascina y
hace posible creer confiándose al amor del Padre.

COLABORADORES CON EL ESPÍRITU SANTO


20181124 Discurso seminaristas diócesis de Agrigento
En el breve tiempo de este encuentro me gustaría daros algunas suge-
rencias para la reflexión personal y comunitaria, que tomo del reciente
Sínodo de los jóvenes.
En primer lugar, el icono bíblico: el evangelio de los discípulos de
Emaús. Me gustaría dejaros este icono, porque ha guiado todo el trabajo
del último Sínodo y puede continuar inspirando vuestro camino.
Y camino es precisamente la primera palabra clave: Jesús resucitado nos
encuentra en el camino, que es al mismo tiempo la carretera, es decir la
realidad en la que cada uno de nosotros está llamado a vivir, y es el ca-
mino interior, el camino de la fe y de la esperanza, que tiene momentos de
luz y momentos de oscuridad. Aquí, en el camino, el Señor nos encuentra,
nos escucha y nos habla.
305
En primer lugar, nos escucha. Esta es la segunda palabra cla-
ve: escuchar. Nuestro Dios es Palabra, y al mismo tiempo es silencio que
escucha. Jesús es la Palabra que se ha hecho escucha, aceptación de nues-
tra condición humana. Cuando aparece junto a los dos discípulos camina
con ellos, escuchándolos, e incluso animándoles a expresar lo que llevan
dentro, su esperanza y su decepción. Esto, en vuestra vida de seminario,
significa que el primer puesto lo ocupa el diálogo con el Señor hecho de
escucha recíproca: Él me escucha y yo le escucho. Ninguna farsa. Ninguna
máscara.
Esta escucha del corazón en la oración nos enseña a ser personas capa-
ces de escuchar a los demás, a convertirnos, si Dios quiere, en sacerdotes
que ofrecen el servicio de escucha - y ¡cómo se necesita! -; y nos enseña a
ser cada vez más, Iglesia a la escucha, comunidad que sabe escuchar.
Vosotros lo vivís ahora, especialmente en contacto con los jóvenes, encon-
trándoles, escuchándoles, invitándoles a expresarse ... Pero esto se aplica a
toda la vida pastoral: como Jesús, la Iglesia es enviada al mundo para
escuchar el grito de la humanidad, que es a menudo un grito silencioso, a
veces reprimido, sofocado.
Camino; escucha; la tercera palabra es discernimiento. El seminario es
lugar y tiempo de discernimiento. Y esto requiere acompañamiento, como
hace Jesús con los dos discípulos y con todos sus discípulos, especialmen-
te con los Doce. Los acompaña con paciencia y sabiduría, y les enseña a
seguir la verdad, desenmascarando las falsas expectativas que albergan en
sus corazones. Con respeto y con decisión, como buen amigo y también
como buen médico, que a veces tiene que usar el bisturí. Tantos problemas
que ocurren en la vida de un sacerdote se deben a una falta de discerni-
miento durante los años del seminario. No todos y no siempre, pero tantos.
Es normal, lo mismo pasa en el matrimonio: algunas cosas que no se
abordaron antes pueden convertirse en problemas más adelante. Jesús no
finge con los dos de Emaús, no es evasivo, no remueve el problema: los
llama "tontos y lentos de corazón" (Lc 24,25), porque no creen en los
profetas. Y les abre la mente a las Escrituras, y más tarde, en la mesa, les
abre los ojos a su nueva Presencia en el signo del pan partido.
El misterio de la vocación y del discernimiento es una obra maestra del
Espíritu Santo, que requiere la colaboración del joven llamado y del adulto
que le acompaña.
Sabemos que la cuarta palabra es misión; y el Sínodo de la Juventud ha
resaltado enormemente la dimensión sinodal de la misión: ir juntos al
encuentro de los demás. Los dos de Emaús regresan juntos a Jerusalén y
sobre todo se unen a la comunidad apostólica que, por el poder del Espíri-
tu, se vuelve totalmente misionera. Este subrayado es importante, porque
la tentación de ser buenos misioneros individuales está siempre al acecho.
Ya de seminaristas se puede caer en esta tentación: sentirse inteligentes,
porque uno es brillante en la predicación, o en la organización de eventos,
o en las bellas ceremonias, y así sucesivamente. Con demasiada frecuen-
cia, nuestro enfoque ha sido individual, más que colegial, fraternal. Y así,
el presbiterio y la pastoral diocesana cuentan tal vez con espléndidos indi-
306
viduos, pero con poco testimonio de comunión, de colegialidad. Gracias a
Dios se está mejorando también en este aspecto, obligados también por la
escasez de sacerdotes, pero la comunión no se hace por obligación, hay
que creer y ser dóciles al Espíritu.
Queridos hermanos, aquí están las sugerencias que os dejo, todas con-
tenidas en el ícono del Evangelio de los discípulos de Emaús: caminar;
escuchar; discernir; ir juntos.

UN REY QUE POR AMOR SE INMOLA EN LA CRUZ


20181125 Ángelus Solemnidad de Cristo Rey
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, que celebramos hoy,
se coloca al final del año litúrgico y recuerda que la vida de la creación no
avanza por casualidad, sino que procede hacia una meta final: la manifes-
tación definitiva de Cristo, Señor de la historia y de toda la creación. La
conclusión de la historia será su reino eterno. El pasaje del Evangelio de
hoy (cf. Jn 18: 33b-37) nos habla de este reino, relatando la situación
humillante en que se encontró Jesús después de haber sido arrestado en
Getsemaní: atado, insultado, acusado y llevado ante las autoridades de
Jerusalén. Y luego, es presentado ante el procurador romano como alguien
que atenta contra el poder político, para convertirse en el rey de los judíos.
Pilatos entonces, investiga y en un interrogatorio dramático le pregunta
dos veces si Él sea un rey (vs. 33b.37).
Y Jesús primero responde que su reino “no es de este mundo” (v. 36).
Luego afirma: «Tú lo dices: yo soy rey» (v.37). Es evidente que en toda su
vida Jesús no tiene ambiciones políticas. Recordemos que después de la
multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada con el milagro, hubiera
querido proclamarlo rey, para derrocar el poder romano y reinstaurar el
reino de Israel. Pero para Jesús, el reino es algo distinto, y ciertamente no
se realiza con la revuelta, la violencia y la fuerza de las armas. Por eso, se
había retirado a un monte para orar en soledad (cf. Jn 6, 5-15). Ahora,
respondiendo a Pilato, le hace notar que sus discípulos no habían luchado
para defenderlo. Dice: “Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores
habrían luchado para que yo no fuera entregado a los judíos” (v.36).
Jesús quiere que se entienda que por encima del poder político hay otro
mucho mayor, que no se logra con medios humanos. Él vino a la tierra
para ejercer este poder, que es el amor, dando testimonio de la verdad (v.
37). Se trata de la verdad divina que, en última instancia, es el mensaje
esencial del Evangelio: “Dios es amor” (1 Jn 4: 8) y quiere establecer en el
mundo su reino de amor, de justicia y de paz. Este es el reino del que
Jesús es rey, y que se extiende hasta el fin de los tiempos. La historia nos
enseña que los reinos fundados en el poder de las armas y en la tiranía son
frágiles y tarde o temprano se derrumban. Pero el reino de Dios está fun-
dado en su amor y se enraíza en los corazones, -el Reino de Dios se enraí-
za en los corazones- concediendo a quien lo acoge paz, libertad y plenitud
de vida. Todos nosotros queremos paz, todos nosotros queremos libertad y
queremos plenitud. ¿Cómo se consigue? Deja que el amor de Dios, el
307
reino de Dios, el amor de Jesús se enraíce en tu corazón y tendrás paz,
tendrás libertad y tendrás plenitud.
Jesús nos pide hoy que le dejemos convertirse en nuestro rey. Un rey
que, con su palabra, su ejemplo y su vida inmolada en la cruz nos ha sal-
vado de la muerte, e indica –este rey- el camino al hombre extraviado, da
nueva luz a nuestra existencia marcada por la duda, el miedo y las pruebas
de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este
mundo. El podrá dar un sentido nuevo a nuestra vida, a veces puesta a
dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solo con la
condición de que no sigamos la lógica del mundo y de sus “reyes”.

ADVIENTO: ESPERAR LA NOVEDAD Y ALEGRÍA DE DIOS


20181201 Discurso Peregrinos diócesis de Ugento y Molfetta
El recuerdo de Don Tonino Bello ha unido nuestros caminos: la mía
hacia vosotros en abril y la vuestra hacia mí en estos días. Me gusta, pues,
daros la bienvenida con una oración llena de afecto, que Don Tonino pro-
nunció al final de la última Misa del Crisma, justo antes de vivir su Pas-
cua: «Me gustaría deciros uno por uno mirándoos a los ojos: "Te quiero"».
Y que esta sea nuestra forma de vida: hermanos y hermanas que, mirándo-
se a los ojos, saben decir: "Te quiero".
En esa ocasión Don Tonino también recomendó algo. Dijo: "Por favor,
mañana, no os entristezcáis por ninguna amargura de vuestro hogar o por
cualquier otra. No entristezcáis vuestra vida”. Los que creen en Jesús no
pueden estar tristes; «Lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo
triste» (Il Vangelo del Coraggio, 2012, 145). Hagamos nuestra su reco-
mendación de no entristecernos nunca: si la ponemos en práctica, lleva-
remos el tesoro de la alegría de Dios a la pobreza del hombre de hoy. En
efecto, el que se entristece se queda solo, habla mal de todos, chismorrea
aquí y allá. Tiene el corazón triste. El chismoso, la chismosa, tienen el
corazón triste. Esta es la raíz. También aquí, cuando chismorrean, es por-
que ese hombre, esa mujer están tristes. En efecto, el que se entristece se
queda solo, no tiene amigos y ve únicamente problemas; ve solamente el
lado oscuro de la vida. Quizás todo es hermoso, todo blanco, todo lumino-
so; pero él o ella ven la mancha, ven la sombra, lo negativo. A veces,
cuando encuentro personas así, que viven siempre tristes y criticando,
pienso: ¿Pero que tienes en las venas, sangre o vinagre? En cambio, los
que ponen al Señor antes que los problemas reencuentran la alegría. En-
tonces dejan de quejarse y, en lugar de entristecerse comienzan a hacer lo
contrario: consolar, ayudar.
Queridos hermanos y hermanas, esta noche comienza un tiempo de
consuelo y esperanza, el tiempo de Adviento: comienza un nuevo año
litúrgico, que trae consigo la novedad de nuestro Dios, que es el "Dios de
toda consolación" (2 Cor 1,3). Si miramos dentro de nosotros, vemos que
todas las noticias, incluso las “a chorro continuo” de hoy, no son suficien-
tes para satisfacer nuestras expectativas. Nos quedamos siempre con ham-
bre, a este ritmo, de novedad. Y no te sacias. "Tendamos hacia cosas nue-
308
vas porque hemos nacido para grandes cosas", escribió Don Tonino (Non
c’è fedeltà senza rischio, 2000, 34). Y es verdad: hemos nacido para estar
con el Señor. Cuando dejamos entrar a Dios, llega la novedad verdadera.
El renueva, desplaza, siempre sorprende: es el Dios de las sorpresas. Vivir
el Adviento es «optar por lo inédito», por lo nuevo, es aceptar el buen
revuelo de Dios y de sus profetas, como también lo fue Don Tonino. Para
él, recibir al Señor significaba estar dispuestos a cambiar nuestros planes
(ver ibíd., 102). A mí me gusta pensar en San José. El, un hombre bueno,
se durmió y le cambiaron los planes. Se durmió otra vez y le volvieron a
cambiar los planes. Va a Egipto, se duerme otra vez, y regresa de Egipto.
¡Que sea Dios el que nos cambia los planes con nuestra alegría!
Es hermoso esperar la novedad de Dios en la vida: no vi-
vir de esperas, que quizás no se hagan realidad, sino vivir en espera, es
decir, desear al Señor que siempre trae novedad. Es importante saberlo
esperar. No se espera a Dios con los brazos cruzados, sino siendo activos
en el amor. "La verdadera tristeza, -recordaba Don Tonino-, es cuando ya
no esperas nada de la vida" (Cirenei della gioia 2004, 97). Esto es muy
feo. Estar muerto en vida, no esperar nada de la vida. Nosotros, los cristia-
nos estamos llamados a preservar y difundir la alegría de esperar: espera-
mos a Dios que nos ama infinitamente y, al mismo tiempo, somos espera-
dos por Él. Vista así, la vida se convierte en un gran noviazgo. No estamos
abandonados a nosotros mismos, no estamos solos. Somos visitados, ya
ahora. Hoy habéis venido a verme, yo os estaba esperando y os lo agra-
dezco, pero Dios os visitará donde no yo puedo ir: en vuestros hogares, en
vuestras vidas. Dios nos visita y espera quedarse con nosotros para siem-
pre. Hoy, mañana, mañana, siempre. Si tu lo echas, el Señor se queda a la
puerta, esperando, a la espera de que lo dejes entrar otra vez. No echemos
nunca al Señor de nuestra vida. Él está siempre esperando estar con noso-
tros.
Os deseo que viváis el Adviento como un tiempo de noticias consola-
doras y de alegre espera. "Aquí en la tierra es el hombre quien espera el
regreso del Señor. Allá arriba en el cielo es el Señor quien espera el regre-
so del hombre": ¡Que hermoso es esto! También Dios espera que vayamos
allá. He aquí el tiempo de Adviento. Así hablaba Don Tonino hace treinta
años, comentando el Evangelio que escucharemos este domingo con pala-
bras que parecen escritas hoy. Notaba que la vida está llena de miedo:
"Miedo de nuestros semejantes. Miedo del vecino de casa... Miedo del
otro ... Miedo de la violencia ... Miedo de no lograr algo. Miedo de no ser
aceptado... Miedo de que sea inútil comprometerse. Miedo de que, de
todas formas, el mundo no podemos cambiarlo... Miedo de no encontrar
trabajo "(Homilía, 27 de noviembre de 1988). A este escenario sombrío,
solía decir que el Adviento responde con "el Evangelio del anti-miedo".
Porque mientras los que tienen miedo están tirados por el suelo, el Señor
con su palabra levanta. Lo hace a través de los "dos verbos del anti-miedo,
los dos verbos típicos del Adviento": cobrad ánimo y levantad la cabeza
(cf. Lc 21, 28). Si el miedo te hace tirarte al suelo, el Señor te invita a
levantarte; si la negatividad te empuja a mirar hacia abajo, Jesús nos invita
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a dirigir nuestra mirada al cielo, de donde vendrá. Porque no somos hijos
del miedo, sino hijos de Dios; porque el miedo se supera venciendo con
Jesús el replegarse en uno mismo: yendo más allá de este replegarse.
Vosotros conocéis muy bien la belleza del mar, -bello, vuestro mar- Os
digo algo: es el mar más azul que haya visto en mi vida. ¡Qué bonito! Ese
mar que os abraza en su grandeza. Mirándolo, podéis pensar en el signifi-
cado de la vida: abrazada por Dios, belleza infinita, no puede permanecer
amarrado a puertos seguros, sino que está llamada a navegar, siempre. El
Señor nos llama a cada uno de nosotros a salir al mar abierto. No quiere
que seamos los revisores del muelle ni los guardianes del faro, sino los
navegantes confiados y valientes, que siguen las rutas desconocidas del
Señor, lanzando las redes de la vida sobre su palabra. Una vida "privada",
privada de riesgos y llena de miedo, que se protege a sí misma, no es una
vida cristiana. Es una vida sin fecundidad. No estamos destinados a sue-
ños tranquilos, sino a sueños atrevidos. Aceptemos, pues, la invitación del
Evangelio, esa invitación repetida tantas veces por Don Tonino a ponerse
de pie, a levantarse. ¿De dónde? De los sofás de la vida: de la comodidad
que te hace perezoso, de la mundanidad que te enferma por dentro, de la
autocompasión que te ensombrece. "Levantarse significa abandonar el
suelo de la maldad, de la violencia, de la ambigüedad, porque el pecado
envejece la tierra" (ibíd.). Alzados en pie, levantemos la mirada al cielo.
Advertiremos también la necesidad de abrir nuestras manos a los demás.
Y el consuelo que podremos dar sanará nuestros miedos.
Antes de daros la bendición, me gustaría saludaros con algunas pala-
bras de esperanza, las de la última, brevísima "homilía" que Don Tonino
pronunció desde su cama, esperando a Jesús: "¡Señor mío y Dios mío! Yo
también quiero ver al Señor resucitado y ser fuente de esperanza y alegría
para todos. ¡Señor mío y Dios mío!”. Que así sea para nosotros también.

ADVIENTO, INVITACIÓN A ESTAR DESPIERTOS Y A ORAR


20181202 Ángelus Primer domingo de Adviento
Hoy empieza el Adviento, el tiempo litúrgico que nos prepara para la
Navidad, invitándonos a levantar la mirada y abrir nuestros corazones para
recibir a Jesús. En Adviento, no vivimos solamente la espera navide-
ña; también estamos invitados a despertar la espera del glorioso regreso de
Cristo, cuando – al final de los tiempos regresará-, preparándonos para el
encuentro final con él mediante decisiones coherentes y valien-
tes. Recordamos la Navidad, esperamos el glorioso regreso de Cristo y
también nuestro encuentro personal: el día que el Señor nos lla-
me. Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una
forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas, ali-
mentando sueños para un futuro nuevo. El evangelio de este domingo
(cf. Lc21, 25-28, 34-36) va precisamente en esta dirección y nos advierte
de que no nos dejemos oprimir por un modo de vida egocéntrico o de los
ritmos convulsos de los días. Resuenan de forma particularmente incisiva
las palabras de Jesús: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros
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corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de
la vida y venga aquel Día de improviso sobre vosotros […] Estad en vela,
pues, orando todo el tiempo” (vv 34.36).
Estar despiertos y orar: he aquí como vivir este tiempo desde hoy has-
ta la Navidad. Estar despiertos y orar. El sueño interno viene siempre de
dar siempre vueltas en torno a nosotros mismos, y del permanecer ence-
rrados en la propia vida con sus problemas, alegrías y dolores, pero siem-
pre dando vueltas en torno a nosotros mismos. Y eso cansa, eso aburre,
esto cierra a la esperanza. Esta es la raíz del letargo y de la pereza de las
que habla el Evangelio. El Adviento nos invita a un esfuerzo de vigilancia,
mirando más allá de nosotros mismos, alargando la mente y el corazón
para abrirnos a las necesidades de la gente, de los hermanos y al deseo de
un mundo nuevo. Es el deseo de tantos pueblos martirizados por el ham-
bre, por la injusticia, por la guerra; es el deseo de los pobres, de los débi-
les, de los abandonados. Este es un tiempo oportuno para abrir nuestros
corazones para hacernos preguntas concretas sobre cómo y por quién
gastamos nuestras vidas.
La segunda actitud para vivir bien el tiempo de la espera del Señor es
la oración. “Cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque vuestra liberación
está cerca” (v. 28), es la admonición del evangelio de Lucas. Se trata de
levantarse y rezar, dirigiendo nuestros pensamientos y nuestro corazón a
Jesús que está por llegar. Uno se levanta cuando se espera algo o a al-
guien. Nosotros esperamos a Jesús, queremos esperarle en oración, que
está estrechamente vinculada con la vigilancia. Rezar, esperar a Jesús,
abrirse a los demás, estar despiertos, no encerrados en nosotros mis-
mos. Pero si pensamos en la Navidad en un clima de consumismo, de ver
qué puedo comprar para hacer esto o aquello, de fiesta mundana, Jesús
pasará y no lo encontraremos. Nosotros esperamos a Jesús y queremos
esperarle en oración, que está estrechamente vinculada con la vigilancia.
Pero ¿cuál es el horizonte de nuestra espera en oración? En la Biblia
nos lo dicen, sobre todo, las voces de los profetas. Hoy, es la de Jeremías,
que habla al pueblo sometido a la dura prueba del exilio y que corre el
riesgo de perder su identidad. También nosotros, los cristianos, que somos
pueblo de Dios, corremos el peligro de convertirnos en “mundanos” y
perder nuestra identidad, e incluso de “paganizar” el estilo cristiano. Por
eso necesitamos la Palabra de Dios que, a través del profeta, nos anuncia:
“Mirad que días vienen en que confirmaré la buena palabra que dije a la
casa de Israel y a la casa de Judá. […] Haré brotar para David un Germen
justo y practicará el derecho y la justicia en la tierra” (33, 14-15) Y ese
germen justo es Jesús que viene y que nosotros esperamos.

FUNDAR LA VIDA EN JESÚS


20181203 Discurso Colegio Internacional del Gesú en Roma
Gracias por vuestra visita; me alegra. Vosotros recordáis el 50°
Aniversario del Colegio del Gesù, abierto por iniciativa del Padre Arrupe
en 1968. En el año cincuenta, el del jubileo, la Escritura dice que “cada
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uno regresará a sus tierras y sus familias” (Lev 25,10). ¡Pero ninguno tiene
que hacer las maletas! Todos, sin embargo, estáis llamados a regresar al
lugar que os es propio, a desear “lo que es esencial y original” (San Pedro
Favre, Memorial, 63), a revisitar aquella familia en la cual Dios os ha
regenerado, donde habéis profesado la pertenencia a Él. Dios os ha funda-
do como Jesuitas: este jubileo es un tiempo de gracia para hacer memoria
y sentiros con la Iglesia, en una Compañía y en una pertenencia que tiene
un nombre: Jesús. Hacer memoria significa fundarse nuevamente en Jesús,
en su vida; significa reafirmar un claro "no" a la tentación de vivir para
uno mismo; para reafirmar que, como Jesús, existimos para el Padre (cf.
Jn 6, 57); que, como Jesús, debemos vivir para servir, no para ser servidos
(cf. Mc 10, 45). Recordar es repetir con la inteligencia y la voluntad que la
Pascua del Señor es suficiente para la vida del jesuita. No hace falta nada
más. Será bueno retomarla segunda semana de los Ejercicios, para refun-
darse en la vida de Jesús, en camino hacia la Pascua. Porque formarse, es,
ante todo, fundarse. Sobre esto me permito aconsejaros que volváis al
Coloquio del servicio para ser como Jesús, para imitar a Jesús, que se
vació a sí mismo, se aniquiló y obedeció hasta la muerte; el Coloquio que
te lleva al momento de pedir persistentemente calumnias, persecuciones,
humillaciones. ¡Este es el criterio, hermanos! Si alguien falla en esto, que
hable con su padre espiritual. Imitar a Jesús. Como Él, en ese camino que
Pablo nos dice en Filipenses 2,7, y no tener miedo de pedir porque es una
bienaventuranza: "Bienaventurados seréis cuando digan cosas malas de
vosotros, os calumnien, os persigan...". Este es vuestro camino. Si no
conseguís a hacer ese Coloquio con el corazón y dar toda la vida, conven-
cidos y a pedir esto, no estaréis bien enraizados.
Fundarse, es el primer verbo que quisiera dejaros. Lo escribía San
Francisco Javier, a quien hoy festejamos: “Os pido que, en todas vuestras
cosas, os fundéis totalmente en Dios” (Carta 90 de Kagoshima). De este
modo, agregaba, no habrá adversidad a la cual no se pueda estar prepara-
do. Vosotros vivís en la casa donde San Ignacio vivió, escribió las Consti-
tuciones y envió a los primeros compañeros en misión por el mundo. Os
fundáis en los orígenes. Es la gracia de estos años romanos: la gracia del
fundamento, la gracia de los orígenes. Y vosotros sois un vivero que trae
el mundo a Roma y lleva Roma al mundo, la Compañía en el corazón de
la Iglesia y la Iglesia en el corazón de la Compañía.
El segundo verbo es crecer. En estos años estáis llamados a crecer,
hundiendo las raíces. La planta crece desde las raíces, que no se ven pero
que sostienen todo. Y deja de dar fruto no cuando tiene pocas ramas, sino
cuando se secan sus raíces. Tener raíces es tener un corazón bien inserta-
do, que en Dios es capaz de dilatarse. A Dios, semper maior, se responde
con el magis de la vida, con entusiasmo claro y ardiente, con el fuego que
arde por dentro, con esa tensión positiva, siempre creciente, que dice ‘no’
a todo acomodamiento. Es el ‘ay de mí si no anuncio el Evangelio’ del
Apóstol Pablo, es el ‘no me detuve ni un momento’ de San Francisco
Javier, es lo que impulsó a San Alberto Hurtado a ser una flecha puntiagu-
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da en los miembros dormidos de la Iglesia. El corazón si no se expande, se
atrofia. Si no crece, se marchita.
No hay crecimiento sin crisis, -no tengáis miedo de las crisis- así como
no hay fruto sin poda ni victoria sin lucha. Crecer, echar raíces significa
luchar sin tregua contra toda mundanidad espiritual, que es el peor mal
que nos puede pasar, como decía el Padre de Lubac. Si la mundanidad
afecta a las raíces, adiós frutos y adiós plantas. Y para mí, este es el peli-
gro más fuerte en este tiempo: la mundanidad espiritual, que te lleva al
clericalismo y de ahí a más. Si, en cambio, el crecimiento es un constan-
te actuar contra el propio ego habrá mucho fruto. Y mientras el espíritu
enemigo no se rendirá en el tentaros a buscar vuestras ‘consolaciones’,
insinuando que se vive mejor si se tiene lo que se quiere, el Espíritu amigo
os animará suavemente en el bien, a crecer en una docilidad humilde,
yendo adelante, sin rasgones y sin insatisfacción, con esa serenidad que
sólo viene de Dios. Alguno que tenga malos pensamientos podría decir:
“¡Pero esto es pelagianismo!”. No, esto es confrontación con el Cristo
Crucificado, con el que tú harás el coloquio, ese citado más arriba, porque
solamente con la gracia del Señor se puede recorrer este camino.
Quisiera citar dos signos positivos del crecimiento, la libertad y la
obediencia: dos virtudes que avanzan si caminan juntas. La libertad es
esencial, porque donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2
Cor. 3,17). El Espíritu de Dios habla libremente a cada uno a través de
sentimientos y pensamientos; no puede ser encerrado en esquemas, sino
que debe ser acogido con el corazón, en el camino, como hijos libres, no
como siervos. Os deseo que seáis hijos libres que, unidos en su diversidad,
luchan cada día por conquistar la libertad más grande: la de sí mismos. La
oración os será de gran ayuda, la oración que nunca debe ser descuidada:
es la herencia que el Padre Arrupe nos dejó al final. El “canto del cisne”
del Padre Arrupe. Leed ese llamado, esa conferencia que dio a los jesuitas
en el campo de refugiados de Tailandia. Luego tomó el avión y aterrizó en
Roma, donde tuvo el derrame cerebral. Y la libertad va con la obediencia:
como para Jesús, para nosotros también el alimento de la vida es hacer la
voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34) y de los padres que la Iglesia da. Libres y
obedientes, siguiendo el ejemplo de San Ignacio, cuando esperaba tanto
tiempo en Villa d'Este y, humilde y decidido al mismo tiempo, en comple-
ta libertad presentaba al Papa la obediencia total de la Compañía, en una
Iglesia que ciertamente no brillaba por las costumbres evangélicas. Allí
está la instantánea del jesuita adulto, crecido. La libertad y la obediencia
dan vida a esa manera creativa de actuar con el Superior. Una vez le dije a
un grupo de jesuitas que se estaban preparando, creo, para convertirse en
superiores, que el General de la Compañía era un pastor de "un rebaño de
sapos", porque la libertad del jesuita, con la iniciativa, lleva a muchas
iniciativas y el pobre Superior debe ir de un lado a otro... ¡Hacer la unidad
no con ovejas mansas, sino con sapos! Y esto es cierto, es importante.
¿Pero dónde está la garantía de este vínculo con el Superior, de esta uni-
dad? En el rendir cuentas de la conciencia. Por favor, nunca lo dejéis por-
que es lo que garantiza la posibilidad del Superior de apoyar al “rebaño de
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sapos", de llevarlo a una armonía diferente, porque te conoce y mañana
será tú el que reciba las cuentas de conciencia de él porque todos somos
hermanos que se conocen bien. Libertad, obediencia, rendir cuentas de la
conciencia como método, como camino.
Fundarse, crecer y, en fin, madurar. Es el tercer verbo, No se madura
en las raíces y en el tronco, sino dando frutos, que fecundan la tierra con
nuevas semillas. Aquí es donde entra en juego la misión, el ponerse cara a
cara con las situaciones de hoy, el cuidar del mundo que Dios ama. San
Pablo VI decía: ‘Dondequiera que en la Iglesia, incluso en los campos más
difíciles y de punta, en la encrucijada de las ideologías, en las trincheras
sociales, haya habido y haya una confrontación entre las necesidades ar-
dientes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio, ahí ha habido y
hay jesuitas’. (Discurso durante la XXXII Congregación general de la
Compañía de Jesús 3 diciembre 1974). Estas palabras están en el mensaje
que yo creo haya sido, quizás, el más profundo de un Papa a la Compañía.
En los cruces más intrincados, en las tierras fronterizas, en los desiertos de
la humanidad: aquí está llamado a estar el jesuita. Se puede encontrar
como un cordero en medio de los lobos, pero no debe luchar contra los
lobos, sólo debe permanecer como cordero. Así el Pastor lo alcanzará allí,
donde está su cordero. (Cfr. S. Juan Crisóstomo, Homilía XXXIII sobre el
evangelio de Mateo).
Contribuyen a esta misión la pasión y la disciplina en los estudios. Y
siempre os hará bien aunar el ministerio de la Palabra con el ministerio de
la consolación. Allí, tocáis la carne que la Palabra ha asumido: acarician-
do a los miembros sufrientes de Cristo, aumentáis la familiaridad con la
Palabra encarnada. El sufrimiento que veis no os espante. Llevadlo ante al
Crucificado. Se llevan allí y a la Eucaristía, donde se obtiene el amor
paciente, que sabe abrazar a los crucificados de todos los tiempos. Así
madura también la paciencia, como la esperanza, porque son gemelas:
crecen juntas. No tengáis miedo de llorar en contacto con situaciones
difíciles: son gotas que irrigan la vida, la hacen dócil. Las lágrimas de
compasión purifican el corazón y los afectos.
Mirándoos, veo una comunidad internacional, llamada a crecer y ma-
durar junta. El Colegio del Gesù es y debe ser un campo de entrenamiento
activo en el arte de vivir, incluyendo al otro. No se trata sólo de compren-
derse y quererse, tal vez a veces de soportarse, sino de llevar los unos los
pesos de los otros (cfr. Gal 6,2). Y no sólo los pesos de las debilidades
mutuas, sino también los de las diferentes historias, culturas y recuerdos
de los pueblos. Os hará mucho bien compartir y descubrir las alegrías y
los problemas reales del mundo a través de la presencia del hermano que
está a vuestro lado; abrazad en él no solo lo que interesa o fascina, sino
también la angustia y las esperanzas de una Iglesia y de un pueblo: am-
pliar los confines, cambiando el horizonte cada vez, siempre un poco más
lejos. La bendición que os doy pueda también llegar a vuestros países y
ayudaros a fundaros, crecer y madurar para la mayor gloria de Dios.
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NO PERDER EL ASOMBRO NI LA HUMILDAD
20181203 Discurso Asociación Rondine-Ciudadela de la Paz
Queridos amigos, este vigésimo aniversario de vuestra asociación re-
nueve el empuje para difundir en el mundo vuestro testimonio simple y
sólido, vuestro método, vuestro deseo de cambio que, a partir de las rela-
ciones, impregna todos los aspectos de la vida. Que podáis contribuir a
derribar los muros más altos, construir puentes y eliminar las fronteras
infranqueables, legado de un mundo que se está acabando. Habéis supera-
do las barreras más difíciles, las que están dentro de cada uno de vosotros,
disolviendo el engaño del enemigo, y os habéis sorprendido cuando habéis
reabierto los confines bloqueados por las guerras. Por favor, no perdáis
nunca vuestro asombro ni vuestra humildad. Guardad, queridos jóvenes de
Rondine, la confianza que habéis logrado entre vosotros y transformadla
en una generosa tarea de servicio al bien común.

REDESCUBRIR LA BELLEZA DE LA ETERNIDAD


20181204 Mensaje a la XXIII Sesión de las Academias Pontificias
Me congratulo por la elección del tema de esta Sesión Pública: "Eter-
nidad, la otra cara de la vida", que nos estimula a reflexionar nuevamente
y con más amplitud sobre un ámbito no solo teológico, que, aunque es
esencial y fundamental para la experiencia cristiana, resulta bastante des-
cuidado, tanto en la investigación teológica de los últimos años como,
sobre todo, en el anuncio y la formación de los creyentes.
«Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro»,
afirmamos todos los domingos, recitando el último artículo del Credo
Niceno-Constantinopolitano. Y el Símbolo de los Apóstoles se cierra con
estas palabras: "Creo [...] en la resurrección de la carne y la vida eterna".
Por lo tanto, se trata del núcleo esencial de la fe cristiana, de una realidad
estrechamente vinculada a la profesión de fe en Cristo muerto y resucita-
do. Y, sin embargo, la reflexión escatológica sobre la vida eterna y la
resurrección, en la catequesis y en la celebración, no encuentra el espacio
y la atención que merece. A veces se tiene la impresión de que este tema
se olvide deliberadamente y se deje de lado porque aparentemente está
muy lejos, es extraño a la vida cotidiana y a la sensibilidad contemporá-
nea.
No hay por qué maravillarse: En efecto, uno de los fenómenos que
marca la cultura actual, es precisamente el cierre a los horizontes trascen-
dentes, el repliegue en sí mismo, el apego casi exclusivo al presente, olvi-
dando o censurando las dimensiones del pasado y sobre todo del futuro,
percibido, especialmente por los jóvenes, como oscuro y lleno de incerti-
dumbres. El futuro más allá de la muerte aparece, en este contexto, inevi-
tablemente aún más distante, indescifrable o completamente inexistente.
Pero la poca atención al tema de la eternidad, a la esperanza cristiana
que proclama la resurrección y la vida eterna en Dios y con Dios, también
puede depender de otros factores: por ejemplo, el lenguaje tradicional,
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utilizado en la predicación o la catequesis para anunciar esta verdad de la
fe, hoy puede parecer casi incomprensible y transmitir, a veces, una ima-
gen poco positiva y "atractiva" de la vida eterna. La otra cara de la vida
puede ser percibida, así, como monótona y repetitiva, aburrida, incluso
triste o totalmente insignificante e irrelevante para el presente.
No pensaba así el gran Padre de la Iglesia, Gregorio de Nisa, quien, en
una homilía sobre El Cantar de los Cantares (VIII), -que se presentará
oportunamente durante la sesión- daba una visión muy diferente de la
eternidad. De hecho, la vida eterna es concebida por él como una condi-
ción existencial que no es estática sino dinámica y vivaz. El deseo humano
de vida y de felicidad, vinculado estrechamente con el de ver y conocer a
Dios, crece y se renueva continuamente, pasando de una etapa a otra sin
encontrar nunca un final y una realización. La experiencia del encuentro
con Dios trasciende, en efecto, todas las conquistas humanas y constituye
la meta infinita y siempre nueva.
También Santo Tomás de Aquino subrayaba este aspecto, afirmando
que en la vida eterna se cumple la unión del hombre con Dios, que es "la
recompensa y el fin de todas nuestras fatigas", y esta unión consiste en la
"visión perfecta". En ese estado, continúa Santo Tomás, "cada bienaventu-
rado tendrá más de lo que deseaba y esperaba, y solo [...] Dios puede sa-
ciarlo, e ir incluso mucho más allá, hasta el infinito". Además, continúa,
"la vida eterna consiste en la alegre fraternidad de todos los santos". Ci-
tando a San Agustín, Tomás afirma: "Toda la alegría no entrará en los
bienaventurados, pero todos los bienaventurados entrarán en la alegría.
[...] Contemplaremos su rostro, nos saciaremos de su presencia en una
juventud eternamente renovada» (Conferencias sobre el Credo, Art. 12).
La reflexión de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos debe-
ría, pues, ayudarnos y animarnos a replantear con eficacia y pasión, tanto
con un lenguaje apropiado para nuestra vida diaria como con la profundi-
dad adecuada, el corazón de nuestra fe, la esperanza que nos anima y da
fuerza al testimonio cristiano en el mundo: la belleza de la eternidad.
Espero que, tanto a nivel teológico como a nivel de anuncio, de cate-
quesis y de formación cristiana, se renueve el interés y la reflexión sobre
la eternidad, sin la cual la dimensión del presente carece de un significado
final, de la capacidad de renovación, de la esperanza en el futuro.

SEGUIR A CRISTO SIGNIFICA DAR LA VIDA


20181206 Discurso Mercedarios en el octavo centenario
En este encuentro, deseo poner ante vuestra mirada aquel amor prime-
ro que expresan con el voto de redención. En él prometen «dar la vida
como Cristo la dio por nosotros, si fuere necesario, para salvar a los cris-
tianos que se encuentran en extremo peligro de perder su fe, en las nuevas
formas de cautividad» (Constituciones, 14). Hace muy poco tiempo, a una
de ustedes, yo le decía: ¿Cuántos problemas que tenés ahí? “Y bueno,
tengo el voto de dar la vida”, me contestó. Estas palabras nos recuerdan a
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todos, y de modo especial a los religiosos, que seguir a Cris-
to significa dar la vida para salvar almas.
Todos sabemos de la importancia del seguimiento de Cristo, pero a ve-
ces en vez de seguirlo planteamos nuestra vida como si fuera Él el que nos
tiene que seguir a nosotros —son difíciles los caprichos de los religiosos,
Dios mío, son bien difíciles— y Él tiene que acomodarse a los planes y
proyectos que nosotros nos hacemos y creamos. Es la tentación, ¿no?
Seguir a Jesús no es cuestión de metodología; es dejar que Él nos pre-
ceda, que marque el ritmo del caminar personal y comunitario. El carisma
mercedario es de actualidad y está llamado a dejarse interpelar por los
nuevos campos de acción y de “servicio redentor”, como pueden ser la
promoción de la dignidad de la persona humana, la prevención de esclavi-
tudes físicas o espirituales, el acompañamiento y la reinserción de los más
vulnerables de nuestra sociedad. Redención de cautivos, es decir, tengan la
seguridad que hoy hay muchos más, más del doble de cautivos que en el
tiempo de la fundación de la Orden. La familia Mercedaria, consagrados y
laicos, necesita dejarse inspirar por esa “creatividad de Dios”, aun cuando
eso suponga un tener que romper los propios esquemas que, con el tiempo,
se fueron añadiendo al carisma fundacional. Eso siempre nos pasa con los
carismas fundacionales, el tiempo como que los va opacando o les va
creando cáscaras; y si uno no está alerta a quitar esas cáscaras, el carisma
resulta el carozo de un gran coco después, y cuesta volver al carozo. Es
quitar esas cáscaras del tiempo para volver a aquello, a la intuición primi-
genia, que es un llamado de Dios.
El que sigue a Cristo lo hace dando la vida; no es un seguimiento par-
cial. El pobre joven rico quiso hacer un seguimiento parcial y no pudo.
Esto nos pone ante la verdad medular de nuestra consagración religiosa.
Fiarse del Señor significa entregarnos a Él sin guardarse nada en el bolsi-
llo; no solo dando lo material y lo superfluo, sino darle todo lo que consi-
deramos como propio, hasta nuestros gustos y opiniones. La entrega de la
propia vida no es algo opcional, sino que es la consecuencia de un corazón
que fue “tocado” por el amor de Dios.
Por favor, les pido que no se dejen arrastrar por la tentación de consi-
derar su sacrificio y su entrega como una inversión destinada al provecho
personal, para alcanzar una posición o una seguridad de vida. ¡No!, eso
no. Esfuércense más bien por hacer realidad esta oblación y consagración
al servicio de Dios y de los hombres, viviendo la alegría del evangelio a
través del carisma de la redención. Quienes se dejan salvar por el Señor
son liberados del pecado y, sobre todo, de la tristeza, del vacío interior y
del aislamiento (cf. Evangelii gaudium, 1). Dar la vida es encontrarla en
aquellos que han sido redimidos por el Señor a través de nuestro ejemplo y
testimonio.
La Orden de la Merced hace eco del evangelio de la salvación que di-
ce: «El Señor ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,68). Así, el gesto
de “visitar y liberar” marca toda su vocación y su acción misionera. Están
llamados a salir para salvar a los cristianos que están en peligro de perder
la fe, que se ven degradados en su dignidad como personas y enredados en
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principios y sistemas opuestos al evangelio. Este concepto de cristianos
enredados trabájenlo mucho porque es una manera de esclavitud, terminar
enredados en mil cosas mundanas o que les presenta la misma sociedad y
no saber cómo salir, liberar a cristianos enredados también.
Hoy, como en otras épocas de la historia, el cristiano está amenazado
por ese triple enemigo: el mundo, el demonio y la carne. Esto no es algo
del pasado; es algo de actualidad. Estos peligros están a veces camuflados,
no los reconocemos, pero sus consecuencias son evidentes, adormecen la
conciencia, provocan una parálisis espiritual que lleva a la muerte interior.
Estos enemigos a veces se nos presentan de frente, pero la mayoría de las
veces van despacito, despacito, adormeciéndonos y uno no se da cuenta,
no se da cuenta, y hace falta la gracia de Dios para decir: “¿Dónde estoy?
¿Cómo he venido a caer de allá, acá?”. Esa anestesia. Vigilen, vigilen para
que no terminen anestesiados. También nosotros debemos estar atentos
para no caer en ese estado de falta de vitalidad espiritual. Pensemos en la
mundanidad espiritual que entra de forma sutil en nuestra vida y va desva-
neciendo la belleza y la fuerza de ese amor primero de Dios en nuestras
almas (cf. Gaudete et exsultate, 93-97). Del Apocalipsis recordamos esto:
«Tengo contra ti que has perdido el primer amor» (2,4). Y las veces que el
Señor reprocha a su Pueblo: “De ti recuerdo el amor de tu juventud, aquel
seguirme por el desierto”, en Jeremías (cf. 2,2). O sea, la memoria, la
memoria del primer amor. Que no se nos reproche: “Qué lástima, la Orden
está bien organizada, anda bien y todo, pero qué lástima, perdieron el
primer amor”. Que nunca se dé ese reproche. Hace un tiempo en una au-
diencia en la plaza, mientras saludaba a la gente, había un matrimonio
anciano pero muy juveniles, cumplían sesenta años de casados y no pare-
cía. Y yo les pregunté: “¿Se siguen queriendo?”. Y ellos se miraron entre
ellos, volvieron a mirarme a mí y tenían los ojos mojados, y me dijeron:
“Estamos enamorados”. Les dejo esta imagen, que cada uno de ustedes
pueda decir: “Estoy enamorado, no perdí el primer amor”.
Ustedes, como miembros de una Orden redentora, deben experimentar
primero en sí mismos la redención de Cristo para ayudar a sus hermanos a
descubrir al Dios que salva. “Redimidos para redimir”, buena definición
de su vida y vocación. Los invito a seguir siendo portadores de la reden-
ción del Señor a los presos, a los refugiados y los migrantes, a los que
caen en las redes de la trata de personas, a los adultos vulnerables, a los
niños huérfanos y explotados… Lleven a todos los que son descartados
por la sociedad la ternura y la misericordia de Dios.

MARÍA VENCE CON SU ‘HEME AQUÍ’


20181208 Ángelus Inmaculada Concepción
La Palabra de Dios nos presenta hoy una alternativa. En la primera lec-
tura está el hombre que en los orígenes dice no a Dios y en el Evangelio
está María que en la Anunciación dice sí a Dios. En ambas lecturas es
Dios quien busca al hombre. Pero en el primer caso se dirige a Adán,
después del pecado, y le pregunta: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9), y él respon-
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de: «Me he escondido» (v. 10). En el segundo caso, en cambio, se dirige a
María, sin pecado, que le responde: «He aquí la esclava del Señor»
(Lc 1,38)». Heme aquí es lo opuesto de me he escondido. El heme
aquí abre a Dios, mientras el pecado cierra, aísla, hace permanecer solos
con uno mismo.
Heme aquí, es la palabra clave de la vida. Marca el pasaje de una vida
horizontal, centrada en uno mismo y en las propias necesidades, a una
vida vertical, elevada hacia Dios. Heme aquí, es estar disponible para el
Señor, es la cura para el egoísmo, el antídoto de una vida insatisfecha, a la
que siempre le falta algo. Heme aquí es el remedio contra el envejecimien-
to del pecado, es la terapia para permanecer jóvenes dentro. Heme aquí, es
creer que Dios cuenta más que mi yo. Es elegir apostar por el Señor, dócil
a sus sorpresas. Por eso decirle heme aquí es la mayor alabanza que po-
demos ofrecerle. ¿Por qué no empezar los días así? Sería bueno decir
todas las mañanas: Heme aquí, Señor, hágase hoy en mí tu voluntad. Lo
diremos en la oración del Ángelus, pero podemos repetirlo ya ahora, jun-
tos: ¡Heme aquí, Señor, hágase hoy en mí tu voluntad!
María añade: «Hágase en mí según tu palabra». No dice “Hágase se-
gún yo”, dice “Hágase según Tú”. No pone límites a Dios. No piensa: “me
dedico un poco a Él, me doy prisa y luego hago lo que quiero”. No, María
no ama al Señor cuando le apetece, a ratos. Vive fiándose de Dios en todo
y para todo. Ese es el secreto de la vida. Todo lo puede quien se fía de
Dios. El Señor, sin embargo, queridos hermanos y hermanas, sufre cuando
le respondemos como Adán: “tengo miedo y me he escondido”. Dios es
Padre, el más tierno de los padres, y desea la confianza de sus hijos.
¡Cuántas veces sospechamos de Él!, ¡sospechamos de Dios! Pensamos que
puede enviarnos alguna prueba, privarnos de la libertad, abandonarnos.
Pero esto es un gran engaño, es la tentación de los orígenes, la tentación
del diablo: insinuar la desconfianza en Dios. María vence esta primera
tentación con su heme aquí. Y hoy miramos la belleza de la Virgen, nacida
y vivida sin pecado, siempre dócil y transparente a Dios.
Eso no significa que la vida fuera fácil para ella, no. Estar con Dios no
resuelve mágicamente los problemas. Lo recuerda la conclusión del Evan-
gelio de hoy: «Y el ángel se alejó de ella» (v. 38). Se alejó: es un verbo
fuerte. El ángel deja sola a la Virgen en una situación difícil. Ella sabía en
qué modo particular se convertiría en la Madre de Dios —se lo había
dicho el ángel—, pero el ángel no se lo había explicado a los demás, sólo a
ella. Y los problemas comenzaron inmediatamente: pensemos en la situa-
ción irregular según la ley, en el tormento de San José, en los planes de
vida desbaratados, en lo que la gente habría dicho… Pero María pone su
confianza en Dios ante los problemas. El ángel la deja, pero ella cree que,
con ella, en ella, ha permanecido Dios. Y se fía. Se fía de Dios. Está segu-
ra de que, con el Señor, aunque de modo inesperado, todo irá bien. He
aquí la actitud sabia: no vivir dependiendo de los problemas —terminado
uno, se presentará otro–, sino fiándose de Dios y confiándose cada día a
Él: ¡heme aquí! “Heme aquí” es la palabra. “Heme aquí” es la oración.
Pidamos a la Inmaculada la gracia de vivir así.
319
REQUISITOS PARA PREPARAR EL CAMINO AL SEÑOR
20181209 Ángelus II Domingo de Adviento
El domingo pasado la liturgia nos invitaba a vivir el tiempo de Advien-
to y de espera del Señor con actitud de vigilancia y también de ora-
ción: “velad” y “orad”. Hoy, segundo domingo de Adviento, se nos indi-
ca cómo dar sustancia a esta espera: emprendiendo un camino de conver-
sión, cómo hacer concreta esta espera. Como guía en este camino, el
Evangelio nos presenta la figura de Juan el Bautista, que «recorrió toda la
región del río Jordán, predicando un bautismo de conversión para el per-
dón de los pecados» (Lc 3,3). Para describir la misión del Bautista, el
evangelista Lucas recoge la antigua profecía de Isaías que dice así: «Voz
que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus
sendas. Todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado»
(vv. 4-5).
Para preparar el camino al Señor que viene, es necesario tener en cuen-
ta los requisitos de conversión a la que invita el Bautista. ¿Cuáles son
estos requisitos de conversión? Ante todo, estamos llamados a rellenar los
barrancos causados por la frialdad y la indiferencia, abriéndonos a los
demás con los mismos sentimientos de Jesús, es decir, con esa cordialidad
y atención fraterna que se hace cargo de las necesidades del prójimo. Es
decir, rellenar los barrancos producidos por la frialdad. No se puede tener
una relación de amor, de fraternidad, de caridad con el prójimo si hay
“agujeros”, así como no se puede ir por un camino con muchos baches,
¿no? Hace falta cambiar de actitud. Y todo esto hacerlo también con una
atención especial por los más necesitados. Después es necesario rebajar
tantas asperezas causadas por el orgullo y la soberbia. Cuánta gente, qui-
zás sin darse cuenta, es soberbia, áspera, no tiene esa relación de cordiali-
dad. Hay que superar esto haciendo gestos concretos de reconciliación con
nuestros hermanos, de solicitud de perdón por nuestras culpas. No es fácil
reconciliarse, siempre se piensa: ¿quién da el primer paso? Pero el Señor
nos ayuda a hacerlo si tenemos buena voluntad. La conversión, de hecho,
es completa si lleva a reconocer humildemente nuestros errores, nuestras
infidelidades, nuestras faltas.
El creyente es aquel que, a través de su hacerse cercano al hermano,
como Juan el Bautista, abre caminos en el desierto, es decir, indica pers-
pectivas de esperanza incluso en aquellos contextos existenciales tortuo-
sos, marcados por el fracaso y la derrota. No podemos rendirnos ante las
situaciones negativas de cierre y de rechazo; no debemos dejarnos subyu-
gar por la mentalidad del mundo, porque el centro de nuestra vida es Jesús
y su palabra de luz, de amor, de consuelo. ¡Es Él! El Bautista invitaba a la
gente de su tiempo a la conversión con fuerza, con vigor, con severidad.
Sin embargo, sabía escuchar, sabía hacer gestos de ternura, gestos de per-
dón hacia la multitud de hombres y mujeres que acudían a él para confesar
sus pecados y ser bautizados con el bautismo de la penitencia.
El testimonio de Juan el Bautista, nos ayuda a ir adelante en nuestro
testimonio de vida. La pureza de su anuncio, su valentía al proclamar la
320
verdad, lograron despertar las expectativas y esperanzas del Mesías que
desde hace tiempo estaban adormecidas. También hoy, los discípulos de
Jesús están llamados a ser sus testigos humildes pero valientes para reen-
cender la esperanza, para hacer comprender que, a pesar de todo, el reino
de Dios sigue construyéndose día a día con el poder del Espíritu Santo.
Pensemos, cada uno de nosotros: ¿cómo puedo cambiar algo de mi actitud,
para preparar el camino al Señor?

EN LA ESCUELA DE MARÍA: CAMINAR Y CANTAR


20181212 Homilía Nuestra Señora de Guadalupe
«Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de
gozo en Dios, mi salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su
servidora» (Lc 1,46-48). Así comienza el canto del Magníficat y, a través
de él, María se vuelve la primera «pedagoga del evangelio» (CE-
LAM, Puebla, 290): nos recuerda las promesas hechas a nuestros padres y
nos invita a cantar la misericordia del Señor.
María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son
necesarias tantas palabras ni programas, su método es muy simple: caminó
y cantó.
María caminó
Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presu-
rosa —pero no ansiosa— caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla
en la última etapa del embarazo; presurosa caminó hacia Jesús cuando
faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por el pasar de los años,
caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de
oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí.
Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando
el Continente cuando, por medio de una imagen o estampita, de una vela o
de una medalla, de un rosario o Ave María, entra en una casa, en la celda
de una cárcel, en la sala de un hospital, en un asilo de ancianos, en una
escuela, en una clínica de rehabilitación ... para decir: «¿No estoy aquí yo,
que soy tu madre?» (Nican Mopohua, 119). Ella más que nadie sabía de
cercanías. Es mujer que camina con delicadeza y ternura de madre, se
hace hospedar en la vida familiar, desata uno que otro nudo de los tantos
entuertos que logramos generar, y nos enseña a permanecer de pie en
medio de las tormentas.
En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí
donde tenemos que estar: al pie y de pie entre tantas vidas que han perdido
o le han robado la esperanza.
En la escuela de María aprendemos a caminar el barrio y la ciudad no
con zapatillas de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos
inmediatos; no a fuerza de promesas fantásticas de un seudo-progreso que,
poco a poco, lo único que logra es usurpar identidades culturales y fami-
liares, y vaciar de ese tejido vital que ha sostenido a nuestros pueblos, y
esto con la intención pretenciosa de establecer un pensamiento único y
uniforme.
321
En la escuela de María aprendemos a caminar la ciudad y nos nutrimos
el corazón con la riqueza multicultural que habita el Continente; cuando
somos capaces de escuchar ese corazón recóndito que palpita en nuestros
pueblos y que custodia —como un fueguito bajo aparentes cenizas— el
sentido de Dios y su trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto por
la creación, los lazos de solidaridad, la alegría del arte del buen vivir y la
capacidad de ser feliz y hacer fiesta sin condiciones, ahí llegamos a enten-
der lo que es la América profunda (cf. Encuentro con el Comité Directivo
del CELAM, Colombia, 7 septiembre 2017).
María caminó y María cantó
María camina llevando la alegría de quien canta las maravillas que
Dios ha hecho con la pequeñez de su servidora. A su paso, como buena
Madre, suscita el canto dando voz a tantos que de una u otra forma sentían
que no podían cantar. Le da la palabra a Juan —que salta en el seno de su
madre—, le da la palabra a Isabel —que comienza a bendecir—, al an-
ciano Simeón —y lo hace profetizar y soñar—, enseña al Verbo a balbu-
cear sus primeras palabras.
En la escuela de María aprendemos que su vida está marcada no por el
protagonismo sino por la capacidad de hacer que los otros sean protago-
nistas. Brinda coraje, enseña a hablar y sobre todo anima a vivir la audacia
de la fe y la esperanza. De esta manera ella se vuelve trasparencia del
rostro del Señor que muestra su poder invitando a participar y convoca en
la construcción de su templo vivo. Así lo hizo con el indiecito Juan Diego
y con tantos otros a quienes, sacando del anonimato, les dio voz, les hizo
conocer su rostro e historia y los hizo protagonistas de esta nuestra historia
de salvación. El Señor no busca el aplauso egoísta o la admiración mun-
dana. Su gloria está en hacer a sus hijos protagonistas de la creación. Con
corazón de madre, ella busca levantar y dignificar a todos aquellos que,
por distintas razones y circunstancias, fueron inmersos en el abandono y el
olvido.
En la escuela de María aprendemos el protagonismo que no necesita
humillar, maltratar, desprestigiar o burlarse de los otros para sentirse va-
lioso o importante; que no recurre a la violencia física o psicológica para
sentirse seguro o protegido. Es el protagonismo que no le tiene miedo a la
ternura y la caricia, y que sabe que su mejor rostro es el servicio. En su
escuela aprendemos el auténtico protagonismo, dignificar a todo el que
está caído y hacerlo con la fuerza omnipotente del amor divino, que es la
fuerza irresistible de su promesa de misericordia.
En María, el Señor desmiente la tentación de dar protagonismo a la
fuerza de la intimidación y del poder, al grito del más fuerte o del hacerse
valer en base a la mentira y a la manipulación. Con María, el Señor custo-
dia a los creyentes para que no se les endurezca el corazón y puedan cono-
cer constantemente la renovada y renovadora fuerza de la solidaridad,
capaz de escuchar el latir de Dios en el corazón de los hombres y mujeres
de nuestros pueblos.
María, «pedagoga del evangelio», caminó y cantó nuestro Continente
y, así, la Guadalupana no es solamente recordada como indígena, españo-
322
la, hispana o afroamericana. Simplemente es latinoamericana: Madre de
una tierra fecunda y generosa en la que todos, de una u otra manera, nos
podemos encontrar desempeñando un papel protagónico en la construc-
ción del Templo santo de la familia de Dios.
Hijo y hermano latinoamericano, sin miedo, canta y camina como lo
hizo tu Madre.

UN COMPROMISO EDUCATIVO QUE NO PUEDE APLAZARSE


20181213 Discurso Colaboradores y amigos de radio Telepace
… estoy contento de compartir este momento de fiesta de vuestro
aniversario. No es un fin en sí mismo, sino una oportunidad para renovar
el compromiso adquirido hace cuarenta años. Para ello, quisiera encarga-
ros brevemente tres compromisos.
El primero: Ser antenas de espiritualidad. La imagen de la antena es
siempre hermosa y elocuente en su doble función de emitir y recibir una
señal. Telepace, como canal radiotelevisivo es experta en este proceso de
comunicación. Vuestra tarea es saber cómo reconocer los signos espiritua-
les del amor misericordioso del Padre en todo lo que sucede. “También
hoy el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos
«canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la
Buena Nueva en medio del drama de la historia" (Mensaje para la LI
Jornada Mundial de las Comunicaciones, 24 de enero de 2017). ¡Ojalá en
vuestra profesión seáis "canales vivos" de espiritualidad para Dios y para
todos vuestros oyentes y espectadores! Sobre todo, los pobres, los últimos,
los excluidos. ¡Nunca os olvidéis de ellos, los pobres de al lado! Seguid
estando al lado de los presos, de los condenados a muerte, -es horrible,
pero todavía hay pena de muerte- como cuando fuisteis al Pabellón de la
Muerte en Texas, donde acompañasteis al patíbulo y asististeis a dos jóve-
nes después de haberlos consolado con los Sacramentos. ¡Es la espirituali-
dad de la caridad!
Segundo compromiso: educar a los jóvenes en la escuela del Evange-
lio. Uno de los temas surgidos en la reciente asamblea sinodal, dedicada a
los jóvenes, se refiere precisamente a su relación con la Iglesia. En el
Documento Final leemos: "Todos los jóvenes, ninguno excluido, están en
el corazón de Dios y, por lo tanto, también en el corazón de la Iglesia. Sin
embargo, reconocemos francamente que esta afirmación que resuena en
nuestros labios no siempre es una expresión real en nuestra acción pastoral
[...]. Sin embargo, el Evangelio nos pide que nos atrevamos y queremos
hacerlo sin presunción y sin hacer proselitismo, dando testimonio del
amor del Señor y tendiendo su mano a todos los jóvenes del mundo "(No.
117). ¡Cómo me gustaría que también los medios de comunicación presta-
sen más atención a los jóvenes, no contando solo sus fracasos, sino tam-
bién sus sueños y sus esperanzas! El Evangelio de la alegría nos llama a
un compromiso educativo que ya no puede aplazarse. Educar a los jóve-
nes en la escuela del Evangelio significa, ante todo, ser testigos de la
única Palabra que salva. Que vuestra comunicación sea en salida, para
323
dialogar e, incluso antes, para escuchar a los jóvenes. Recordemos: ¡el
Evangelio pide atreverse!
Tercero: Ser narradores que no caigan en el cotilleo. La comunicación
no es solo transmisión de noticias: es disponibilidad, enriquecimiento
mutuo, relación. Desgraciadamente, sigue estando generalizada una forma
de comunicación que no tiene nada que ver con la atención a los demás y
con el entendimiento mutuo: es cotilleo. Es una mala práctica que cada día
socava la comunidad humana, sembrando envidia, celos y ansia de poder.
Se puede matar incluso a una persona con esta arma, ya sea empuñándola,
es decir fabricando cotilleo, o pasándola de mano, cuando se presta escu-
cha, prolongando la vida a la mentira y la delación. Por lo tanto, es impor-
tante comunicar de manera responsable, pensando también en cuanto daño
se puede hacer con la lengua, con el chismorreo, con el cotilleo. Renuevo,
pues, la invitación a "promover un periodismo de paz, un [...] periodismo
hecho por personas para personas, y que se comprende como servicio a
todos, especialmente a aquellos –y son la mayoría en el mundo– que no
tienen voz; un [...] periodismo empeñado en indicar soluciones alternati-
vas a la escalada del clamor y de la violencia verbal.» (Mensaje para la
LII Jornada Mundial de las Comunicaciones, 24 de enero de 2018).
¡Que el Señor os ayude a no traicionar nunca el objetivo que lleváis en
el nombre: Tele-pace (Tele-paz), a ser siempre una televisión de paz, que
es un don de Dios, y es una humilde y constante conquista de la humani-
dad! Vuestro logo es la paloma que lleva una rama de olivo en el pico. Os
deseo que todos los días seáis palomas de paz y voléis en el éter con las
dos alas de la oración y la caridad.
Queridos amigos, dentro de poco será Navidad. Preparémonos para es-
te gran misterio en silencio: dejemos que hable el Niño; dejemos que su
mirada, pobre e indefensa, penetre en nuestros corazones y con su ternura
nos haga "canales" de paz.

FORMAR UNA RED CON LA EDUCACIÓN


20181214 Discurso Artistas concierto “Navidad en el Vaticano”.
La Navidad siempre es nueva, porque nos invita a renacer en la fe, a
abrirnos a la esperanza, a reavivar la caridad. Este año, en particular, nos
llama a reflexionar sobre la situación de muchos hombres, mujeres y niños
de nuestro tiempo, -migrantes, prófugos y refugiados-, en marcha para
escapar de las guerras, de las miserias causadas por las injusticias sociales
y del cambio climático. Para dejarlo todo, -hogar, parientes, patria- y en-
frentar lo desconocido, ¡se debe haber padecido una situación muy grave!
También Jesús venía "de otro lugar". Moraba en Dios el Padre, con el
Espíritu Santo, en una comunión de sabiduría, luz y amor, que quiso traer-
nos con su venida al mundo. Vino a morar entre nosotros, en medio de
nuestros límites y nuestros pecados, para darnos el amor de la Santísima
Trinidad. Y como hombre nos mostró el "camino" del amor, es decir, el
servicio, hecho con humildad, hasta dar la vida.
324
Cuando la violenta ira de Herodes se abatió sobre el territorio de Be-
lén, la Sagrada Familia de Nazaret experimentó la angustia de la persecu-
ción y, guiada por Dios, se refugió en Egipto. El pequeño Jesús nos re-
cuerda que la mitad de los refugiados de hoy en el mundo son niños, víc-
timas inocentes de la injusticia humana.
La Iglesia responde a estos dramas con muchas iniciativas de solidari-
dad y asistencia, de hospitalidad y acogida. Siempre hay mucho por hacer,
hay tanto sufrimiento que aliviar y problemas por resolver. Necesitamos
una mayor coordinación, acciones más organizadas, capaces de abrazar a
cada persona, grupo y comunidad, de acuerdo con el diseño de la fraterni-
dad que nos une a todos. Por eso es necesario formar una red.
Formar una red con la educación, en primer lugar, para educar a los
más pequeños entre los migrantes, es decir, aquellos que, en lugar de sen-
tarse en las sillas de la escuela como tantos de sus coetáneos, pasan los
días haciendo largas marchas a pie o en vehículos improvisados y peligro-
sos. También ellos necesitan formación para poder trabajar el día de ma-
ñana y participar como ciudadanos conscientes en el bien común. Y, al
mismo tiempo, se trata de educarnos a todos en la acogida y la solidaridad,
para evitar que los migrantes y los prófugos encuentren indiferencia o,
peor aún, rechazo en su camino.
Formar una red con la educación significa hacer que las personas se
levanten, que puedan volver a ponerse en camino con plena dignidad, con
la fuerza y el coraje de enfrentar la vida, valorizando sus talentos y su
trabajo.
Formar una red con la educación es una solución válida para abrir de
par en par las puertas de los campos de refugiados, hacer que los jóvenes
migrantes se incorporen en las sociedades nuevas encontrando solidaridad
y generosidad y promovíendolas a su vez.

LA PRESENCIA DE JESÚS ES LA FUENTE DE LA ALEGRÍA


20181216 Ángelus III Domingo Adviento
En este tercer domingo de Adviento la liturgia nos invita a la alegría.
Escuchad bien: a la alegría. Con estas palabras, el profeta Sofonías se
dirige a la pequeña porción del pueblo de Israel: "¡Lanza gritos de gozo,
hija de Sion, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija
de Jerusalén!" (3,14). Gritar de gozo, exultar, alegrarse: esta es la invita-
ción de este domingo. Los habitantes de la ciudad santa están llamados a
regocijarse porque el Señor ha retirado su sentencia (cfr. v. 15). Dios ha
perdonado, no ha querido castigar. En consecuencia, ya no hay ninguna
razón para la tristeza del pueblo, ya no hay razón para el desaliento, sino
que todo conduce a una gratitud gozosa a Dios, que siempre quiere redimir
y salvar a quienes ama. Y el amor del Señor por su pueblo es incesante,
comparable a la ternura del padre por los hijos, del esposo por la esposa,
como dice Sofonías: "Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor,
danza por ti con gritos de júbilo” (v. 17). Este es, así se llama, el domingo
de la alegría: el tercer domingo de Adviento, antes de Navidad.
325
Esta llamada del profeta es especialmente apropiada en el tiempo en
que nos preparamos para la Navidad, porque se aplica a Jesús, Emmanuel,
Dios con nosotros: su presencia es la fuente de alegría. De hecho, Sofo-
nías proclama: "¡Yahveh, Rey de Israel, está en medio de tí"; y un poco
más tarde, repite: "Yahveh, un poderoso salvador" (versículos 15.17). Este
mensaje encuentra su pleno significado en el momento de la Anunciación
a María, narrado por el evangelista Lucas. Las palabras dirigidas por el
ángel Gabriel a la Virgen son como un eco de las del profeta. ¿Qué dice el
arcángel Gabriel? "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,
28). "Alégrate", le dice a la Virgen. En un pueblo remoto de Galilea, en el
corazón de una joven desconocida para el mundo, Dios enciende la chispa
de la felicidad para todo el mundo. Y hoy, el mismo anuncio se dirige a la
Iglesia, llamada a acoger el Evangelio para que se convierta en carne, vida
concreta. Dice a la Iglesia, a todos nosotros: "Regocíjate, pequeña comu-
nidad cristiana, pobre y humilde pero hermosa a mis ojos porque deseas
ardientemente mi Reino, tienes hambre y sed de justicia, tejes paciente-
mente tramas de paz, no sigues a los poderosos de turno, sino que te man-
tienes fielmente al lado de los pobres. Y así no tienes miedo de nada, sino
que tu corazón está alegre". Si vivimos así, en la presencia del Señor,
nuestro corazón siempre estará alegre. La alegría de "alto nivel", cuando
existe, plena, y la alegría humilde de cada día, es decir, la paz. La paz es la
alegría más pequeña, pero es alegría.
También hoy, San Pablo nos exhorta a no angustiarnos, a no a desespe-
rarnos por nada, sino a presentar en todas las circunstancias nuestras peti-
ciones, nuestras necesidades, nuestras preocupaciones a Dios "con la ora-
ción y la súplica" (Fil 4,6). La certeza de que en las dificultades siempre
podemos recurrir al Señor y de que Él nunca rechaza nuestras invocacio-
nes, es un gran motivo de alegría. Ninguna preocupación, ningún temor
conseguirá quitarnos nunca la serenidad que no proviene de las cosas
humanas, de los consuelos humanos, no, la serenidad que proviene de
Dios, de saber que Dios guía amorosamente nuestras vidas y siempre lo
hace. Incluso en medio de los problemas y de los sufrimientos, esta certe-
za nutre la esperanza y el valor.
Pero para recibir la invitación del Señor a la alegría, necesitamos ser
personas dispuestas a cuestionarnos a nosotros mismos. ¿Qué significa
esto? Al igual que aquellos que, después de haber escuchado la predica-
ción de Juan el Bautista, le preguntan: "Tú predicas así, y nosotros, ¿qué
debemos hacer?" (Lc 3, 10). ¿Qué debo hacer?, la conversión a que esta-
mos invitados en este tiempo de Adviento. Cada uno de nosotros se pre-
gunte: ¿qué debo hacer? Algo pequeño, pero "¿qué debo hacer?".

LLAMADOS A SER AMIGOS DE JESÚS, QUE NOS AMA


20181220 Discurso Jóvenes Acción Católica Italiana
Sé que este año vuestro itinerario de formación se centra en el tema del
encuentro entre Jesús y las dos hermanas Marta y María de Betania, como
lo narra el evangelista Lucas. A partir de este episodio, vosotros y los
326
demás jóvenes de todas las diócesis italianas estáis redescubriendo la
llamada a ser amigos de Jesús, a conocerlo cada vez mejor y a encontrarlo
todos los días en la oración, para ser misioneros suyos. Se trata de trans-
mitir un hermoso anuncio, un mensaje de salvación a vuestros coetáneos y
también a los adultos. ¿Y cuál es este mensaje? Que todos somos amados
por el Señor: esta es la verdadera y grande buena noticia que Dios ha dado
al mundo con la venida de su Hijo Jesús entre nosotros. Todos nosotros
somos amados por el Señor. ¡Nos ama! Todo juntos y uno por uno. ¡Qué
hermoso es! (…)
Queridos jóvenes, en Navidad, una vez más, Jesús quiere nacer en vo-
sotros, en vuestro corazón, para daros la alegría verdadera que nadie os
puede quitar. Y vosotros, ofreced esta alegría a los otros jóvenes que viven
situaciones de sufrimiento, momentos de dificultad, especialmente a aque-
llos que veis más solos y tal vez maltratados. Sed con todos generosos
"canales" de bondad y acogida, para construir un mundo más fraternal,
más solidario, más cristiano.

LA SALVACIÓN NO ACTÚA SIN NUESTRA COOPERACIÓN


20181221 Discurso a la Curia romana
«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras
de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz» (Rm 13,12).
La Navidad es la fiesta que nos llena de alegría y nos da la seguridad
de que ningún pecado es más grande que la misericordia de Dios y que
ningún acto humano puede impedir que el amanecer de la luz divina nazca
y renazca en el corazón de los hombres. Es la fiesta que nos invita a reno-
var el compromiso evangélico de anunciar a Cristo, Salvador del mundo y
luz del universo. Porque si «Cristo, “santo, inocente, inmaculado”
(Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente
a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su
propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa e inmaculada y
necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la peni-
tencia y de la renovación. La Iglesia “va peregrinando entre las persecu-
ciones del mundo y los consuelos de Dios”- entre las persecuciones del
espíritu mundano y las consolaciones del Espíritu de Dios- anunciando la
cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la
virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus
aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mun-
do fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se mani-
fieste en todo el esplendor al final de los tiempos» (Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, 8).
Apoyándonos en la firme convicción de que la luz es siempre más
fuerte que la oscuridad, me gustaría reflexionar con vosotros sobre la luz
que une la Navidad – es decir la primera venida en humildad a la Parusía-
y la segunda venida en esplendor- y nos confirma en la esperanza que
nunca defrauda. Esa esperanza de la que depende la vida de cada uno de
327
nosotros y toda la historia de la Iglesia y del mundo. Sería fea una Iglesia
sin esperanza.
Jesús, en realidad, nace en una situación sociopolítica y religiosa llena
de tensión, agitación y oscuridad. Su nacimiento, por una parte, esperado y
por otra rechazado, resume la lógica divina que no se detiene ante el mal,
sino que lo transforma radical y gradualmente en bien, y también la lógica
maligna que transforma incluso el bien en mal para postrar a la humanidad
en la desesperación y en la oscuridad: «La luz brilla en la tiniebla, y la
tiniebla no lo recibió» (Jn 1,5).
Sin embargo, la Navidad nos recuerda cada año que la salvación de
Dios, dada gratuitamente a toda la humanidad, a la Iglesia y en particular a
nosotros, personas consagradas, no actúa sin nuestra voluntad, sin nuestra
cooperación, sin nuestra libertad, sin nuestro esfuerzo diario. La salvación
es un don, esto es verdad, pero un don que hay que acoger, custodiar y
hacer fructificar (cf. Mt 25,14-30). Por lo tanto, para el cristiano en gene-
ral, y en particular para nosotros, el ser ungidos, consagrados por el Señor
no significa comportarnos como un grupo de personas privilegiadas que
creen que tienen a Dios en el bolsillo, sino como personas que saben que
son amadas por el Señor a pesar de ser pecadores e indignos. En efecto,
los consagrados no son más que servidores en la viña del Señor que deben
dar, a su debido tiempo, la cosecha y lo obtenido al Dueño de la viña
(cf. Mt20,1-16).
La Biblia y la historia de la Iglesia nos enseñan que muchas veces, in-
cluso los elegidos, andando en el camino, empiezan a pensar, a creerse y a
comportarse como dueños de la salvación y no como beneficiarios, como
controladores de los misterios de Dios y no como humildes distribuidores,
como aduaneros de Dios y no como servidores del rebaño que se les ha
confiado.
Muchas veces ―por un celo excesivo y mal orientado― en lugar de
seguir a Dios nos ponemos delante de él, como Pedro, que criticó al Maes-
tro y mereció el reproche más severo que Cristo nunca dirigió a una per-
sona: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no
como Dios!» (Mc 8,33).
Queridos hermanos y hermanas: Este año, en el mundo turbulento, la
barca de la Iglesia ha vivido y vive momentos de dificultad, y ha sido
embestida por tormentas y huracanes. Muchos se han dirigido al Maestro,
que aparentemente duerme, para preguntarle: «Maestro, ¿no te importa
que perezcamos?» (Mc 4,38); otros, aturdidos por las noticias comenzaron
a perder la confianza en ella y a abandonarla; otros, por miedo, por intere-
ses, por un fin ulterior, han tratado de golpear su cuerpo aumentando sus
heridas; otros no ocultan su deleite al verla zarandeada; muchos otros, sin
embargo, siguen aferrándose a ella con la certeza de que «el poder del
infierno no la derrotará» (Mt 16,18).
Mientras tanto, la Esposa de Cristo continúa su peregrinación en medio
de alegrías y aflicciones, en medio de éxitos y dificultades, externas e
internas. Ciertamente, las dificultades internas siguen siendo siempre las
más dolorosas y más destructivas.
328
Las aflicciones
Son muchas las aflicciones: cuántos inmigrantes —obligados a aban-
donar sus países de origen y arriesgar sus vidas— hallan la muerte, o so-
breviven, pero se encuentran con las puertas cerradas y sus hermanos de
humanidad entregados a las conquistas políticas y de poder. Cuánto miedo
y prejuicio. Cuántas personas y cuántos niños mueren cada día por la falta
de agua, alimentos y medicinas. Cuánta pobreza y miseria. Cuánta violen-
cia contra los débiles y contra las mujeres. Cuántos escenarios de guerras,
declaradas y no declaradas. Cuánta sangre inocente se derrama cada día.
Cuánta inhumanidad y brutalidad nos rodean por todas partes. Cuántas
personas son sistemáticamente torturadas todavía hoy en las comisarías de
policía, en las cárceles y en los campos de refugiados en diferentes lugares
del mundo.
Vivimos también, en realidad, una nueva era de mártires. Parece que la
persecución cruel y atroz del imperio romano no tiene fin. Continuamente
nacen nuevos Nerones para oprimir a los creyentes, solo por su fe en Cris-
to. Nuevos grupos extremistas se multiplican, tomando como punto de
mira a iglesias, lugares de culto, ministros y simples fieles. Viejos y nue-
vos círculos y conciliábulos viven alimentándose del odio y la hostilidad
hacia Cristo, la Iglesia y los creyentes. Cuántos cristianos, en tantas partes
del mundo, viven todavía hoy bajo el peso de la persecución, la margina-
ción, la discriminación y la injusticia. Sin embargo, siguen abrazando
valientemente la muerte para no negar a Cristo. Qué difícil es vivir hoy
libremente la fe en tantas partes del mundo donde no hay libertad religiosa
y libertad de conciencia.
Por otro lado, el ejemplo heroico de los mártires y de numero-
sos buenos samaritanos, es decir, de los jóvenes, de las familias, de los
movimientos caritativos y de voluntariado, y de muchas personas fieles y
consagradas, no nos hace olvidar, sin embargo, el antitestimonio y los
escándalos de algunos hijos y ministros de la Iglesia.
Me limito aquí solo a las dos heridas de los abusos y de la infidelidad.
Desde hace varios años, la Iglesia se está comprometiendo seriamente
por erradicar el mal de los abusos, que grita la venganza del Señor, del
Dios que nunca olvida el sufrimiento experimentado por muchos menores
a causa de los clérigos y personas consagradas: abusos de poder, de con-
ciencia y sexuales.
Pensando en este tema doloroso me vino a la mente la figura del rey
David, un «ungido del Señor» (cf. 1 S 16,13 - 2 S11-12). Él, de cuyo lina-
je deriva el Niño divino —llamado también el “hijo de David”—, a pesar
de ser un elegido, rey y ungido por el Señor, cometió un triple pecado, es
decir, tres graves abusos a la vez: abuso sexual, de poder y de conciencia.
Tres abusos distintos, que sin embargo convergen y se superponen.
La historia comienza —como sabemos— cuando el rey, siendo un
guerrero experto, se quedó holgazaneando en casa en vez de ir a la batalla
en medio del pueblo de Dios. David se aprovecha, para su conveniencia y
su interés, de ser el rey (abuso de poder). El ungido, abandonándose a la
comodidad, comienza un irrefrenable declive moral y de conciencia. Y es
329
precisamente en este contexto que él, desde la terraza del palacio, ve a
Betsabé, mujer de Urías, el hitita, mientras se bañaba y se siente atraído
(cf. 2 S 11). Manda llamarla y se une a ella (otro abuso de poder, más
abuso sexual). Así, abusa de una mujer casada y sola y, para cubrir su
pecado, llama a Urías e intenta sin conseguirlo convencerlo de que pase la
noche con su mujer. Y, posteriormente, ordena al jefe del ejército que
exponga a Urías a una muerte segura en la batalla (otro abuso de poder,
más abuso de conciencia). La cadena del pecado se alarga como una man-
cha de aceite y rápidamente se convierte en una red de corrupción. Él se
queda holgazaneando en casa.
De las chispas de la pereza y de la lujuria, y del “bajar la guardia” co-
mienza la cadena diabólica de pecados graves: adulterio, mentira y homi-
cidio. Presumiendo que al ser rey puede hacer todo y obtener todo, David
también trata de engañar al marido de Betsabé, a la gente, a sí mismo e
incluso a Dios. El rey descuida su relación con Dios, infringe los manda-
mientos divinos, daña su propia integridad moral sin siquiera sentirse
culpable. El ungido seguía ejerciendo su misión como si nada hubiera
pasado. Lo único que le importaba era salvaguardar su imagen y su apa-
riencia. «Porque quienes sienten que no cometen faltas graves contra la
Ley de Dios, pueden descuidarse en una especie de atontamiento o ador-
mecimiento. Como no encuentran algo grave que reprocharse, no advier-
ten esa tibieza que poco a poco se va apoderando de su vida espiritual y
terminan desgastándose y corrompiéndose» (Exhort. ap. Gaudete et exsul-
tate, 164). De pecadores acaban convirtiéndose en corruptos.
También hoy, hay muchos “ungidos del Señor”, hombres consagrados,
que abusan de los débiles, valiéndose de su poder moral y de la persua-
sión. Cometen abominaciones y siguen ejerciendo su ministerio como si
nada hubiera sucedido; no temen a Dios ni a su juicio, solo temen ser
descubiertos y desenmascarados. Ministros que desgarran el cuerpo de la
Iglesia, causando escándalo y desacreditando la misión salvífica de la
Iglesia y los sacrificios de muchos de sus hermanos.
También hoy, queridos hermanos y hermanas muchos David, sin pes-
tañear, entran en la red de corrupción, traicionan a Dios, sus mandamien-
tos, su propia vocación, la Iglesia, el pueblo de Dios y la confianza de los
pequeños y sus familiares. A menudo, detrás de su gran amabilidad, su
labor impecable y su rostro angelical, ocultan descaradamente a un lobo
atroz listo para devorar a las almas inocentes.
Los pecados y crímenes de las personas consagradas adquieren un tinte
todavía más oscuro de infidelidad, de vergüenza, y deforman el rostro de
la Iglesia socavando su credibilidad. En efecto, también la Iglesia, junto
con sus hijos fieles, es víctima de estas infidelidades y de estos verdaderos
y propios “delitos de malversación”.
Queridos hermanos y hermanas: Está claro que, ante estas abomina-
ciones, la Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para llevar ante
la justicia a cualquiera que haya cometido tales crímenes. La Iglesia nunca
intentará encubrir o subestimar ningún caso. Es innegable que algunos
responsables, en el pasado, por ligereza, por incredulidad, por falta de
330
preparación, por inexperiencia –tenemos que juzgar el pasado con la her-
menéutica del pasado- o por superficialidad espiritual y humana han trata-
do muchos casos sin la debida seriedad y rapidez. Esto nunca debe volver
a suceder. Esta es la elección y la decisión de toda la Iglesia.
En el próximo mes de febrero, la Iglesia reiterará su firme voluntad de
continuar, con toda su fuerza, en el camino de la purificación. La Iglesia
se cuestionará, valiéndose también de expertos, sobre cómo proteger a los
niños; cómo evitar tales desventuras, cómo tratar y reintegrar a las vícti-
mas; cómo fortalecer la formación en los seminarios. Se buscará transfor-
mar los errores cometidos en oportunidades para erradicar este flagelo no
solo del cuerpo de la Iglesia sino también de la sociedad. De hecho, si esta
gravísima desgracia ha golpeado algunos ministros consagrados, la pre-
gunta es: ¿Cuánto podría ser profunda en nuestra sociedad y en nuestras
familias? Por eso, la Iglesia no se limitará a curarse a sí misma, sino que
tratará de afrontar este mal que causa la muerte lenta de tantas personas, a
nivel moral, psicológico y humano.
Queridos hermanos y hermanas: Hablando de esta herida, algunos,
dentro de la Iglesia, se alzan contra ciertos agentes de la comunicación,
acusándolos de ignorar la gran mayoría de los casos de abusos, que no son
cometidos por ministros de la Iglesia, - las estadísticas hablan de más del
95%- y acusándolos de querer dar de forma intencional una imagen falsa,
como si este mal golpeara solo a la Iglesia Católica. En cambio, me gusta-
ría agradecer sinceramente a los trabajadores de los medios que han sido
honestos y objetivos y que han tratado de desenmascarar a estos lobos y de
dar voz a las víctimas. Incluso si se tratase solo de un caso de abuso ―que
ya es una monstruosidad por sí mismo― la Iglesia pide que no se guarde
silencio y salga a la luz de forma objetiva, porque el mayor escándalo en
esta materia es encubrir la verdad.
Todos recordamos que fue solo a través del encuentro con el profeta
Natán como David entendió la gravedad de su pecado. Hoy necesitamos
nuevos Natán que ayuden a muchos David a despertarse de su vida hipó-
crita y perversa. Por favor, ayudemos a la santa Madre Iglesia en su difícil
tarea, que es reconocer los casos verdaderos, distinguiéndolos de los fal-
sos, las acusaciones de las calumnias, los rencores de las insinuaciones,
los rumores de las difamaciones. Una tarea muy difícil porque los verda-
deros culpables saben esconderse tan bien que muchas esposas, madres y
hermanas no pueden descubrirlos entre las personas más cercanas: espo-
sos, padrinos, abuelos, tíos, hermanos, vecinos, maestros… Incluso las
víctimas, bien elegidas por sus depredadores, a menudo prefieren el silen-
cio e incluso, vencidas por el miedo, se ven sometidas a la vergüenza y al
terror de ser abandonadas.
Y a los que abusan de los menores querría decirles: convertíos y entre-
gaos a la justicia humana, y preparaos a la justicia divina, recordando las
palabras de Cristo: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen
en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo
arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevita-
331
ble que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el es-
cándalo!» (Mt 18,6-7).
Queridos hermanos y hermanas: Ahora permitidme hablar también de
otra aflicción, a saber, la infidelidad de quienes traicionan su vocación, su
juramento, su misión, su consagración a Dios y a la Iglesia; aquellos que
se esconden detrás de las buenas intenciones para apuñalar a sus hermanos
y sembrar la discordia, la división y el desconcierto; personas que siempre
encuentran justificaciones, incluso lógicas, incluso espirituales, para se-
guir recorriendo sin obstáculos el camino de la perdición.
Y esto no es nada nuevo en la historia de la Iglesia. San Agustín, ha-
blando del trigo bueno y de la cizaña, afirma: «¿Pensáis, hermanos, que la
cizaña no sube a las cátedras episcopales? ¿Pensáis que está abajo y no
arriba? Ojalá no seamos cizaña. […] En las cátedras episcopales hay trigo
y hay cizaña; y en las comunidades de fieles hay trigo y hay cizaña»
(Sermo73, 4: PL 38, 472).
Estas palabras de san Agustín nos exhortan a recordar el proverbio:
«El camino del infierno está lleno de buenas intenciones»; y nos ayudan a
comprender que el Tentador, el Gran Acusador, es el que divide, siembra
la discordia, insinúa la enemistad, persuade a los hijos y los lleva a dudar.
En realidad, las treinta monedas de plata están casi siempre detrás de
estos sembradores de cizaña. Aquí la figura de David nos lleva a la de
Judas el Iscariote, otro elegido por el Señor que vende y entrega a su
maestro a la muerte. David el pecador y Judas Iscariote siempre estarán
presentes en la Iglesia, ya que representan la debilidad que forma parte de
nuestro ser humano. Son iconos de los pecados y de los crímenes cometi-
dos por personas elegidas y consagradas. Iguales en la gravedad del peca-
do, sin embargo, se distinguen en la conversión. David se arrepintió, con-
fiando en la misericordia de Dios, mientras que Judas se suicidó.
Para hacer resplandecer la luz de Cristo, todos tenemos el deber de
combatir cualquier corrupción espiritual, que «es peor que la caída de un
pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde
todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas
formas sutiles de autorreferencialidad, ya que «el mismo Satanás se dis-
fraza de ángel de luz» (2 Co 11,14). Así acabó sus días Salomón, mientras
el gran pecador David supo remontar su miseria» (Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 165).
Las alegrías
Pasamos a las alegrías. Han sido numerosas este año, por ejemplo, la
feliz culminación del Sínodo dedicado a los jóvenes, de los que hablaba el
Cardenal Decano. Los pasos que se han dado hasta ahora en la reforma de
la Curia. Muchos se preguntan: ¿Cuándo terminará? Jamás terminará, pero
los pasos son buenos. Como pueden ser: los trabajos de clarificación y
transparencia en la economía; los encomiables esfuerzos realizados por la
Oficina del Auditor General y del AIF; los buenos resultados logrados por
el IOR; la nueva Ley del Estado de la Ciudad del Vaticano; el Decreto
sobre el trabajo en el Vaticano, y tantos otros logros menos visibles. Re-
cordamos, entre las alegrías, los nuevos beatos y santos que son las “pie-
332
dras preciosas” que adornan el rostro de la Iglesia e irradian esperanza, fe
y luz al mundo. Es necesario mencionar aquí los diecinueve mártires de
Argelia: «Diecinueve vidas entregadas por Cristo, por su evangelio y por
el pueblo argelino… modelos de santidad común, la santidad de la “puerta
de al lado”» (Thomas Georgeon, Nel segno della fraternità: L’Osservatore
Romano, 8 diciembre 2018, p. 6); el elevado número de fieles que reciben
el bautismo cada año y renuevan la juventud de la Iglesia como una madre
siempre fecunda, y los numerosos hijos que regresan a casa y abrazan de
nuevo la fe y la vida cristiana; familias y padres que viven seriamente la fe
y la transmiten diariamente a sus hijos a través de la alegría de su amor
(cf. Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 259-290); el testimonio de mu-
chos jóvenes que valientemente eligen la vida consagrada y el sacerdocio.
Un gran motivo de alegría es también el gran número de personas con-
sagradas, de obispos y sacerdotes, que viven diariamente su vocación en
fidelidad, silencio, santidad y abnegación. Son personas que iluminan la
oscuridad de la humanidad con su testimonio de fe, amor y caridad. Per-
sonas que trabajan pacientemente por amor a Cristo y a su Evangelio, en
favor de los pobres, los oprimidos y los últimos, sin tratar de aparecer en
las primeras páginas de los periódicos o de ocupar los primeros puestos.
Personas que, abandonando todo y ofreciendo sus vidas, llevan la luz de la
fe allí donde Cristo está abandonado, sediento, hambriento, encarcelado y
desnudo (cf. Mt 25,31-46). Y pienso especialmente en los numerosos
párrocos que diariamente ofrecen un buen ejemplo al pueblo de Dios,
sacerdotes cercanos a las familias, que conocen los nombres de todos y
viven su vida con sencillez, fe, celo, santidad y caridad. Personas olvida-
das por los medios de comunicación, pero sin las cuales reinaría la oscuri-
dad.
Queridos hermanos y hermanas: Cuando hablaba de la luz, de las aflic-
ciones, de David y de Judas, quise evidenciar el valor de la conciencia,
que debe transformarse en un deber de vigilancia y de protección de quie-
nes ejercen el servicio del gobierno en las estructuras de la vida eclesiásti-
ca y consagrada. En realidad, la fortaleza de cualquier institución no reside
en la perfección de los hombres que la forman (esto es imposible), sino en
su voluntad de purificarse continuamente; en su habilidad para reconocer
humildemente los errores y corregirlos; en su capacidad para levantarse de
las caídas; en ver la luz de la Navidad que comienza en el pesebre de Be-
lén, recorre la historia y llega a la Parusía.
Por lo tanto, nuestro corazón necesita abrirse a la verdadera luz, Jesu-
cristo: la luz que puede iluminar la vida y transformar nuestra oscuridad
en luz; la luz del bien que vence al mal; la luz del amor que vence al odio;
la luz de la vida que derrota a la muerte; la luz divina que transforma todo
y a todos en luz; la luz de nuestro Dios: pobre y rico, misericordioso y
justo, presente y oculto, pequeño y grande.
Recordamos las maravillosas palabras de san Macario el Grande, padre
del desierto egipcio del siglo IV que, hablando de la Navidad, afirma:
«Dios se hace pequeño. Lo inaccesible e increado, en su bondad infinita e
inimaginable, ha tomado cuerpo y se ha hecho pequeño. En su bondad
333
descendió de su gloria. Nadie en el cielo y en la tierra puede entender la
grandeza de Dios y nadie en el cielo y en la tierra puede entender cómo
Dios se hace pobre y pequeño para los pobres y los pequeños. Igual que su
grandeza es incomprensible, también lo es su pequeñez» (cf. Homilías IV,
9-10; XXXII, 7: en Spirito e fuoco. Omelie spirituali. Colección II,
Qiqajon-Bose, Magnano 1995, pp.88-89.332-333).
Recordemos que la Navidad es la fiesta del «gran Dios que se hace pe-
queño y en su pequeñez no deja de ser grande. Y en esta dialéctica, lo
grande es pequeño: está la ternura de Dios. Esa palabra que la mundanidad
desea siempre quitar del diccionario: ternura. El Dios grande que se hace
pequeño, que es grande y sigue haciéndose pequeño» (cf Homilía en Santa
Marta, 14 diciembre 2017; Homilía en Santa Marta, 25 abril 2013).
La Navidad nos da cada año la certeza de que la luz de Dios seguirá
brillando a pesar de nuestra miseria humana; la certeza de que la Iglesia
saldrá de estas tribulaciones aún más bella, purificada y espléndida. Por-
que, todos los pecados, las caídas y el mal cometidos por algunos hijos de
la Iglesia nunca pueden oscurecer la belleza de su rostro, es más, nos ofre-
cen la prueba cierta de que su fuerza no está en nosotros, sino que está
sobre todo en Cristo Jesús, Salvador del mundo y Luz del universo, que la
ama y dio su vida por ella, su esposa. La Navidad es una manifestación de
que los graves males cometidos por algunos nunca ocultarán todo el bien
que la Iglesia realiza gratuitamente en el mundo. La Navidad nos da la
certeza de que la verdadera fuerza de la Iglesia y de nuestro trabajo diario,
a menudo oculto, -como el de la Curia, donde hay santos- reside en el
Espíritu Santo, que la guía y protege a través de los siglos, transformando
incluso los pecados en ocasiones de perdón, las caídas en ocasiones de
renovación, el mal en ocasión de purificación y victoria.

SED SANTOS PARA SER FELICES


20181221 Discurso empleados de la Santa Sede y Vaticano
La Navidad es una fiesta alegre por excelencia, pero a menudo nos
damos cuenta de que la gente, y quizás nosotros mismos, estamos ocupa-
dos con tantas cosas y al final no hay alegría o, si la hay, es muy superfi-
cial. ¿Por qué?
Me vino a la mente esa frase del escritor francés Léon Bloy: "Existe
una sola tristeza, la de no ser santos" (La mujer pobre, ver Exort.
Ap. Gaudete et exsultate, 34). Por lo tanto, lo opuesto a la tristeza, es decir
la alegría, está vinculada a ser santos. También la alegría de la Navidad.
Ser buenos, al menos tener el deseo de ser buenos.
Miremos el belén ¿Quién es feliz, en el belén? Esto me gustaría pre-
guntárselo a vosotros, niños, a los que os encanta mirar las figuras ... y tal
vez incluso moverlas un poco, cambiarlas de sitio, haciendo que se enfade
vuestro padre, ¡que las ha puesto allí con tanto cuidado! Entonces, ¿quién
es feliz en el Belén? La Virgen y San José están llenos de alegría: miran al
Niño Jesús y son felices porque, después de mil preocupaciones, han acep-
tado este Regalo de Dios, con tanta fe y tanto amor. Están "rebosantes" de
334
santidad y, por lo tanto, de alegría. Y me diréis vosotros: ¡Anda, claro!
¡Son la Virgen y San José! Sí, pero no pensemos que haya sido fácil para
ellos: los santos no nacen, se hacen, y esto vale también para ellos.
Luego, también están llenos de alegría los pastores. También los pasto-
res son santos, seguro, porque respondieron al anuncio de los ángeles,
corrieron enseguida a la gruta y reconocieron la señal del Niño en el pese-
bre. No era obvio. En particular, en los belenes a menudo hay un pastor
joven, que mira hacia la gruta con un aire de ensueño y encantado: ese
pastor expresa la alegría asombrada de aquellos que acogen el misterio de
Jesús con el espíritu de un niño. Este es un rasgo de la santidad: conservar
la capacidad de maravillarse, de asombrarse de los dones de Dios, de sus
"sorpresas", y el regalo más grande, la sorpresa siempre nueva es Jesús.
¡La gran sorpresa es Dios!
Después, en algunos belenes, los más grandes, con tantos personajes,
están los oficios: el zapatero, el aguador, el herrero, el panadero ..., y tan-
tos otros. Y todos son felices. ¿Por qué? Porque están como "contagiados"
por el gozo del evento en el que participan, es decir, el nacimiento de
Jesús. Por lo tanto, su trabajo también está santificado por la presencia de
Jesús, por su venida entre nosotros.
Y esto también nos hace pensar en nuestro trabajo. Por supuesto, traba-
jar siempre tiene una parte de cansancio, es normal. Pero yo, en mi tierra
conocía a alguien que nunca estaba cansado: fingía trabajar, pero no traba-
jaba. ¡No se cansaba, por supuesto! Pero si cada uno reflexiona sobre la
santidad de Jesús, se necesita muy poco, un pequeño rayo, -una sonrisa,
una atención, una cortesía, una disculpa-, entonces todo el entorno laboral
se vuelve más "respirable", ¿no es así? Se disipa ese clima pesado que a
veces los hombres y las mujeres creamos con nuestras arrogancias, los
cierres, los prejuicios y se trabaja todavía mejor, con más fruto.
Hay algo que nos pone tristes en el trabajo y enferma el entorno labo-
ral: es el cotilleo. Por favor, no habléis mal de los demás, no cotilleéis.
"Sí, pero aquel me cae antipático, y ese otro ...". Mira, reza por él, pero no
hables mal, por favor, porque destruye: destruye la amistad, la espontanei-
dad. Y criticar esto y aquello. Mira, es mejor guardar silencio. Si tienes
algo contra él, ve y díselo directamente. Pero no hables mal. "Eh, padre,
sale solo, el cotilleo ...". Pero hay una buena medicina para no hablar mal,
os la diré: morderse la lengua. Cuando tengas ganas, muérdete la lengua y
así no hablarás mal.
También en el lugar de trabajo existe "la santidad de la puerta de al
lado" (ver Gaudete et exsultate, 6-9). También aquí en el Vaticano, por
supuesto, y puedo atestiguarlo. Conozco a algunos de vosotros que son un
ejemplo de vida: trabajan para la familia, y siempre con esa sonrisa, con
esa laboriosidad sana, bella. La santidad es posible. Es posible.
Esta es mi sexta Navidad como obispo de Roma, y debo decir que he
conocido a varios santos y santas que trabajan aquí. Santos y santas que
viven bien la vida cristiana y si hacen algo mal piden perdón. Pero siguen
adelante, con la familia. Se puede vivir así. Es una gracia, y es tan bonito.
Por lo general, son personas a las que no les gusta lucirse, personas sim-
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ples, modestas, pero que hacen mucho bien en el trabajo y en las relacio-
nes con los demás. Y son gente alegre; no porque siempre se rían, no, sino
porque tienen una gran serenidad en su interior y saben cómo transmitirla
a los demás. ¿Y de dónde viene esa serenidad? Siempre de él, Jesús, el
Dios con nosotros. Él es la fuente de nuestra alegría, tanto personal como
familiar, como en el trabajo.
Así que mi deseo es este: sed santos, para ser felices. ¡Pero no santos
de estampita! No, no. Santos normales. Santos y santas de carne y hueso,
con nuestro carácter, nuestras faltas, incluso nuestros pecados, -pedimos
perdón y seguimos adelante- pero listos para dejarnos "contagiar" de la
presencia de Jesús en medio de nosotros, listos para correr hacia él, como
los pastores, para ver este evento, esta increíble señal que Dios nos ha
dado. ¿Qué decían los ángeles? "Os anuncio una gran alegría, que lo será
para todo el pueblo" (Lc. 2, 10). ¿Iremos a verlo? ¿O estaremos ocupados
con otras cosas?
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de la santidad. Os
lo aseguro, es el camino de la alegría. ¡Feliz Navidad a todos!

EN BELÉN DIOS NO TOMA, SINO QUE DA LA VIDA


20181224 Homilía Nochebuena
José, con María su esposa, subió «a la ciudad de David, que se llama
Belén» (Lc 2,4). Esta noche, también nosotros subimos a Belén para des-
cubrir el misterio de la Navidad.
1. Belén: el nombre significa casa del pan. En esta “casa” el Señor
convoca hoy a la humanidad. Él sabe que necesitamos alimentarnos para
vivir. Pero sabe también que los alimentos del mundo no sacian el cora-
zón. En la Escritura, el pecado original de la humanidad está asociado
precisamente con tomar alimento: «tomó de su fruto y comió», dice el
libro del Génesis (3,6). Tomó y comió. El hombre se convierte en ávido y
voraz. Parece que el tener, el acumular cosas es para muchos el sentido de
la vida. Una insaciable codicia atraviesa la historia humana, hasta las
paradojas de hoy, cuando unos pocos banquetean espléndidamente y mu-
chos no tienen pan para vivir.
Belén es el punto de inflexión para cambiar el curso de la historia. Allí,
Dios, en la casa del pan, nace en un pesebre. Como si nos dijera: Aquí
estoy para vosotros, como vuestro alimento. No toma, sino que ofrece el
alimento; no da algo, sino que se da él mismo. En Belén descubrimos que
Dios no es alguien que toma la vida, sino aquel que da la vida. Al hombre,
acostumbrado desde los orígenes a tomar y comer, Jesús le dice: «Tomad,
comed: esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). El cuerpecito del Niño de Belén
propone un modelo de vida nuevo: no devorar y acaparar, sino compartir y
dar. Dios se hace pequeño para ser nuestro alimento. Nutriéndonos de él,
Pan de Vida, podemos renacer en el amor y romper la espiral de la avidez
y la codicia. Desde la “casa del pan”, Jesús lleva de nuevo al hombre a
casa, para que se convierta en un familiar de su Dios y en un hermano de
su prójimo. Ante el pesebre, comprendemos que lo que alimenta la vida no
336
son los bienes, sino el amor; no es la voracidad, sino la caridad; no es la
abundancia ostentosa, sino la sencillez que se ha de preservar.
El Señor sabe que necesitamos alimentarnos todos los días. Por eso se
ha ofrecido a nosotros todos los días de su vida, desde el pesebre de Belén
al cenáculo de Jerusalén. Y todavía hoy, en el altar, se hace pan partido
para nosotros: llama a nuestra puerta para entrar y cenar con nosotros
(cf. Ap 3,20). En Navidad recibimos en la tierra a Jesús, Pan del cielo: es
un alimento que no caduca nunca, sino que nos permite saborear ya desde
ahora la vida eterna.
En Belén descubrimos que la vida de Dios corre por las venas de la
humanidad. Si la acogemos, la historia cambia a partir de cada uno de
nosotros. Porque cuando Jesús cambia el corazón, el centro de la vida ya
no es mi yo hambriento y egoísta, sino él, que nace y vive por amor. Al
estar llamados esta noche a subir a Belén, casa del pan, preguntémonos:
¿Cuál es el alimento de mi vida, del que no puedo prescindir?, ¿es el Se-
ñor o es otro? Después, entrando en la gruta, individuando en la tierna
pobreza del Niño una nueva fragancia de vida, la de la sencillez, pregun-
témonos: ¿Necesito verdaderamente tantas cosas, tantas recetas complica-
das para vivir? ¿Soy capaz de prescindir de tantos complementos super-
fluos, para elegir una vida más sencilla? En Belén, junto a Jesús, vemos
gente que ha caminado, como María, José y los pastores. Jesús es el Pan
del camino. No le gustan las digestiones pesadas, largas y sedentarias, sino
que nos pide levantarnos rápidamente de la mesa para servir, como panes
partidos por los demás. Preguntémonos: En Navidad, ¿parto mi pan con el
que no lo tiene?
2. Después de Belén casa de pan, reflexionemos sobre Belén ciudad de
David. Allí David, que era un joven pastor, fue elegido por Dios para ser
pastor y guía de su pueblo. En Navidad, en la ciudad de David, los que
acogen a Jesús son precisamente los pastores. En aquella noche —dice el
Evangelio— «se llenaron de gran temor» (Lc 2,9), pero el ángel les dijo:
«No temáis» (v. 10). Resuena muchas veces en el Evangelio este no te-
máis: parece el estribillo de Dios que busca al hombre. Porque el hombre,
desde los orígenes, también a causa del pecado, tiene miedo de Dios: «me
dio miedo […] y me escondí» (Gn 3,10), dice Adán después del pecado.
Belén es el remedio al miedo, porque a pesar del “no” del hombre, allí
Dios dice siempre “sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y para que
su presencia no inspire miedo, se hace un niño tierno. No temáis: no se lo
dice a los santos, sino a los pastores, gente sencilla que en aquel tiempo no
se distinguía precisamente por la finura y la devoción. El Hijo de David
nace entre pastores para decirnos que nadie estará jamás solo; tenemos un
Pastor que vence nuestros miedos y nos ama a todos, sin excepción.
Los pastores de Belén nos dicen también cómo ir al encuentro del Se-
ñor. Ellos velan por la noche: no duermen, sino que hacen lo que Jesús
tantas veces nos pedirá: velar (cf. Mt 25,13; Mc 13,35; Lc 21,36). Perma-
necen vigilantes, esperan despiertos en la oscuridad, y Dios «los envolvió
de claridad» (Lc 2,9). Esto vale también para nosotros. Nuestra vida puede
ser una espera, que también en las noches de los problemas se confía al
337
Señor y lo desea; entonces recibirá su luz. Pero también puede ser
una pretensión, en la que cuentan solo las propias fuerzas y los propios
medios; sin embargo, en este caso el corazón permanece cerrado a la luz
de Dios. Al Señor le gusta que lo esperen y no es posible esperarlo en el
sofá, durmiendo. De hecho, los pastores se mueven: «fueron corriendo»,
dice el texto (v. 16). No se quedan quietos como quien cree que ha llegado
a la meta y no necesita nada, sino que van, dejan el rebaño sin custodia, se
arriesgan por Dios. Y después de haber visto a Jesús, aunque no eran ex-
pertos en el hablar, salen a anunciarlo, tanto que «todos los que lo oían se
admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (v. 18).
Esperar despiertos, ir, arriesgar, comunicar la belleza: son gestos de
amor. El buen Pastor, que en Navidad viene para dar la vida a las ovejas,
en Pascua le preguntará a Pedro, y en él a todos nosotros, la cuestión final:
«¿Me amas?» (Jn 21,15). De la respuesta dependerá el futuro del rebaño.
Esta noche estamos llamados a responder, a decirle también nosotros: “Te
amo”. La respuesta de cada uno es esencial para todo el rebaño.
«Vayamos, pues, a Belén» (Lc 2,15): así lo dijeron y lo hicieron los
pastores. También nosotros, Señor, queremos ir a Belén. El camino, tam-
bién hoy, es en subida: se debe superar la cima del egoísmo, es necesario
no resbalar en los barrancos de la mundanidad y del consumismo. Quiero
llegar a Belén, Señor, porque es allí donde me esperas. Y darme cuenta de
que tú, recostado en un pesebre, eres el pan de mi vida. Necesito la fra-
gancia tierna de tu amor para ser, yo también, pan partido para el mundo.
Tómame sobre tus hombros, buen Pastor: si me amas, yo también podré
amar y tomar de la mano a los hermanos. Entonces será Navidad, cuando
podré decirte: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (cf. Jn 21,17).

LA NAVIDAD: DIOS ES PADRE Y NOSOTROS HERMANOS


20181225 Mensaje Urbi et Orbi Navidad 2018
A vosotros, fieles de Roma, a vosotros, peregrinos, y a todos los que
estáis conectados desde todas las partes del mundo, renuevo el gozoso
anuncio de Belén: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hom-
bres de buena voluntad» (Lc 2,14).
Como los pastores, que fueron los primeros en llegar a la gruta, con-
templamos asombrados la señal que Dios nos ha dado: «Un niño envuelto
en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). En silencio, nos arrodi-
llamos y adoramos.
¿Y qué nos dice este Niño, que nos ha nacido de la Virgen María?
¿Cuál es el mensaje universal de la Navidad? Nos dice que Dios es Padre
bueno y nosotros somos todos hermanos.
Esta verdad está en la base de la visión cristiana de la humanidad. Sin
la fraternidad que Jesucristo nos ha dado, nuestros esfuerzos por un mun-
do más justo no llegarían muy lejos, e incluso los mejores proyectos co-
rren el riesgo de convertirse en estructuras sin espíritu.
Por eso, mi deseo de feliz Navidad es un deseo de fraternidad.
Fraternidad entre personas de toda nación y cultura.
338
Fraternidad entre personas con ideas diferentes, pero capaces de respe-
tarse y de escuchar al otro.
Fraternidad entre personas de diversas religiones. Jesús ha venido a re-
velar el rostro de Dios a todos aquellos que lo buscan.
Y el rostro de Dios se ha manifestado en un rostro humano concreto.
No apareció como un ángel, sino como un hombre, nacido en un tiempo y
un lugar. Así, con su encarnación, el Hijo de Dios nos indica que la salva-
ción pasa a través del amor, la acogida y el respeto de nuestra pobre hu-
manidad, que todos compartimos en una gran variedad de etnias, de len-
guas, de culturas…, pero todos hermanos en humanidad.
Entonces, nuestras diferencias no son un daño o un peligro, son una ri-
queza. Como para un artista que quiere hacer un mosaico: es mejor tener a
disposición teselas de muchos colores, antes que de pocos.
La experiencia de la familia nos lo enseña: siendo hermanos y herma-
nas, somos distintos unos de otros, y no siempre estamos de acuerdo, pero
hay un vínculo indisoluble que nos une, y el amor de los padres nos ayuda
a querernos. Lo mismo vale para la familia humana, pero aquí Dios es el
“padre”, el fundamento y la fuerza de nuestra fraternidad.

CONFIAR EN DIOS QUE ES PADRE Y PERDONAR


20181226 Ángelus Fiesta de San Esteban
La alegría de la Navidad aún inunda nuestros corazones: la maravillosa
proclamación de que Cristo nace para nosotros continúa y trae paz al
mundo. En este ambiente de alegría, hoy celebramos la fiesta de san Este-
ban, diácono y primer mártir. Puede parecer extraño unir la memoria de
San Esteban en el nacimiento de Jesús, porque emerge el contraste entre la
alegría de Belén y el drama de Esteban, apedreado en Jerusalén en la pri-
mera persecución contra la Iglesia naciente. En realidad, no es así, porque
el Niño Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, que salvará a la humani-
dad muriendo en la cruz. Ahora lo contemplamos envuelto en pañales en
la cuna; después de su crucifixión, será envuelto nuevamente con vendas y
colocado en un sepulcro.
San Esteban fue el primero en seguir los pasos del Maestro divino con
el martirio; murió como Jesús confiando su vida a Dios y perdonando
a sus perseguidores. Dos actitudes: confió su vida a Dios y perdo-
nó. Mientras estaba siendo lapidado, dijo: "Señor Jesús, recibe mi espíritu"
(Hechos 7,59). Estas palabras son muy similares a las pronunciadas por
Cristo en la cruz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,
46). La actitud de Esteban, que imita fielmente el gesto de Jesús, es una
invitación dirigida a cada uno de nosotros para que recibamos con fe de
las manos del Señor lo que la vida nos reserva de positivo y también de
negativo. Nuestra existencia está marcada no solo por circunstancias feli-
ces, lo sabemos, sino también por momentos de dificultad y sufrimien-
to. Pero confiar en Dios nos ayuda a aceptar los momentos difíciles y a
vivirlos como una oportunidad para crecer en la fe y construir nuevas
339
relaciones con nuestros hermanos. Se trata de abandonarnos en las manos
del Señor, que sabemos que es un Padre rico en bondad para con sus hijos.
La segunda actitud con la que Esteban imitó a Jesús en el momento ex-
tremo de la cruz es el perdón. Él no maldice a sus perseguidores, sino que
ora por ellos: «Dobló las rodillas y gritó a gran voz: "Señor, no les tengas
en cuenta este pecado"» (At 7,60). Estamos llamados a aprender de él a
perdonar, a perdonar siempre, y no es fácil hacerlo, todos lo sabemos. El
perdón agranda el corazón, genera compartir, da serenidad y paz. El proto-
mártir Esteban nos muestra el camino a seguir en las relaciones interper-
sonales en la familia, en los lugares de la escuela, en el lugar de trabajo, en
la parroquia y en las diferentes comunidades. Siempre abierto al per-
dón. La lógica del perdón y la misericordia siempre es victoriosa y abre
horizontes de esperanza. Pero el perdón se cultiva a través de la oración,
que nos permite mantener nuestros ojos fijos en Jesús. Esteban fue capaz
de perdonar a sus asesinos porque, lleno del Espíritu Santo, miró al cielo y
tenía los ojos abiertos a Dios (cf. Hechos 7,55). De la oración surgió la
fuerza para sufrir el martirio. Debemos orar insistentemente para que el
Espíritu Santo derrame sobre nosotros el don de la fortaleza que sana
nuestros miedos, nuestras debilidades, nuestras trivialidades y ensancha
nuestros corazones para perdonar. ¡Perdonar siempre!

EL ASOMBRO Y LA ANGUSTÍA EN LA FAMILIA


20181230 Ángelus Sagrada Familia
Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia y la liturgia nos invita
a reflexionar sobre la experiencia de María, José y Jesús, unidos por un
inmenso amor y animados por una gran confianza en Dios. El pasaje del
Evangelio de hoy (cf. Lc 2,41-52) narra el viaje de la familia de Nazaret a
Jerusalén, para la fiesta de la Pascua. Pero, en el viaje de regreso, los pa-
dres se dan cuenta de que su hijo, de doce años, no está en la carava-
na. Después de tres días de búsqueda y angustia, lo encuentran en el tem-
plo, sentado entre los doctores, discutiendo con ellos. Al ver al Hijo, Ma-
ría y José "se asombraron" (v. 48) y la Madre le dijo: "Tu padre y yo te
hemos estado buscando angustiados" (ibid.).
El asombro, ellos "se asombraron", y la angustia, "tu padre y yo, an-
gustiados", son los dos elementos sobre los que me gustaría llamar tu
atención: asombro y angustia.
El asombro nunca cesó en la familia de Nazaret, ni siquiera en un mo-
mento dramático como la pérdida de Jesús: es la capacidad de asombrarse
ante la manifestación gradual del Hijo de Dios. Es el mismo asombro que
también afecta a los doctores del templo, admirados "por su inteligencia y
sus respuestas" (v. 47). Pero ¿qué es el asombro, qué es asombrarse? El
asombro y la maravilla son lo contrario de dar todo por descontado, es lo
contrario de interpretar la realidad que nos rodea y los acontecimientos de
la historia solo de acuerdo con nuestros criterios. Y una persona que hace
esto no sabe qué es la maravilla, qué es el asombro. Sorprenderse es abrir-
se a los demás, comprender las razones de los demás: esta actitud es im-
340
portante para sanar las relaciones debilitadas entre las personas, y también
es indispensable para sanar las heridas abiertas en la familia. Cuando hay
problemas en las familias, damos por descontado que nosotros tenemos la
razón y cerramos la puerta a los demás. Por el contrario, uno debe pensar:
"¿Qué tiene de bueno esta persona?" Y maravillarse con esto “bueno”. Y
esto ayuda a la unidad de la familia. Si tienes problemas en la familia,
piensa en las cosas buenas que tiene el familiar con el cual tienes proble-
mas, y maravíllese de esto. Y esto ayudará a curar las heridas familiares.
El segundo elemento que me gustaría comprender del Evangelio es
la angustia que experimentaron María y José cuando no pudieron encon-
trar a Jesús. Esta angustia manifiesta la centralidad de Jesús en la Sagrada
Familia. La Virgen y su esposo habían acogido a ese Hijo, lo custodiaron
y lo vieron crecer en edad, sabiduría y gracia en medio de ellos, pero sobre
todo crecia en sus corazones; y, poco a poco, aumentaban su afecto y
comprensión por él. Por eso la familia de Nazaret es santa: porque esta-
ba centrada en Jesús, todas las atenciones y solicitudes de María y José
estaban dirigidas a él.
Esa angustia que sintieron en los tres días de la pérdida de Jesús, tam-
bién debe ser nuestra angustia cuando estamos lejos de él, cuando estamos
lejos de Jesús. Debemos sentir angustia cuando, por más de tres días, nos
olvidamos de Jesús, sin orar, sin leer el Evangelio, sin sentir la necesidad
de su presencia y su amistad consoladora. Y tantas veces pasan los días sin
que yo me acuerde de Jesús. Pero esto es malo, esto es muy ma-
lo. Debemos sentir angustia cuando suceden estas cosas. María y José lo
buscaron y lo encontraron en el templo mientras enseñaba: nosotros tam-
bién, es sobre todo en la casa de Dios que podemos encontrarnos con el
divino Maestro y acoger su mensaje de salvación. En la celebración euca-
rística hacemos una experiencia viva de Cristo; Él nos habla, nos ofrece su
Palabra, nos ilumina, ilumina nuestro camino, nos da su Cuerpo en la
Eucaristía, del cual obtenemos fuerzas para enfrentar las dificultades de
cada día.
Y hoy volvemos a casa con estas dos palabras: asombro y angus-
tia. ¿Sé tener asombro cuando veo las cosas buenas de los demás, y así
resuelvo los problemas familiares? ¿Me siento angustiado cuando me he
apartado de Jesús?

AL AMOR DA PLENITUD A TODO


20181231 Homilía I Vísperas María Madre de Dios
Al final del año, la Palabra de Dios nos acompaña con estos dos ver-
sículos del apóstol Pablo (cf. Ga 4,4-5). Son expresiones concisas y den-
sas: una síntesis del Nuevo Testamento, que da sentido a un momento
“crítico”, como suele ser un cambio de año.
La primera expresión que nos llama la atención es «plenitud del tiem-
po». En estas últimas horas del año solar, en el que sentimos aún más la
necesidad de algo que llene de significado el transcurrir del tiempo, dicha
expresión tiene una resonancia especial. Algo o, mejor, alguien. Y este
341
“alguien” ha venido, Dios lo ha enviado: es “su Hijo”, Jesús. Acabamos de
celebrar su nacimiento: nació de una mujer, la Virgen María; nació bajo la
ley, un niño judío, sujeto a la ley del Señor. Pero, ¿cómo es posible? ¿Có-
mo puede ser este el signo de la «plenitud del tiempo»? Es cierto que por
el momento aquel Jesús es casi invisible e insignificante, pero en poco
más de treinta años desatará una fuerza sin precedentes, que todavía per-
manece y perdurará a lo largo de toda la historia: la fuerza del Amor. El
amor da plenitud a todo, incluso al tiempo; y Jesús es el “concentrado” de
todo el amor de Dios en un ser humano.
San Pablo dice claramente por qué el Hijo de Dios nació en el tiempo,
y cuál es la misión que el Padre le ha encomendado: nació «para rescatar».
Esta es la segunda palabra que llama la atención: rescatar, es decir, sacar
de una condición de esclavitud y devolver a la libertad, a la dignidad y a la
libertad propia de los hijos. La esclavitud a la que se refiere el apóstol es
la de la “ley”, entendida como un conjunto de preceptos a observar, una
ley que ciertamente educa al hombre, que es pedagógica, pero que no lo
libera de su condición de pecador, sino que, en cierto modo, lo “sujeta” a
esta condición, impidiéndole alcanzar la libertad de hijo.
Dios ha enviado al mundo a su Hijo unigénito para erradicar del cora-
zón del hombre la esclavitud antigua del pecado y restituirle así su digni-
dad. En efecto, del corazón humano —como enseña Jesús en el Evangelio
(cf. Mc 7,21-23)— salen todas las intenciones perversas, las maldades que
corrompen la vida y las relaciones.
Y aquí debemos detenernos, detenernos a reflexionar con dolor y arre-
pentimiento porque, también en este año que llega a su fin, muchos hom-
bres y mujeres han vivido y viven en situaciones de esclavitud, indignas
de personas humanas.
También en nuestra ciudad de Roma hay hermanos y hermanas que,
por distintos motivos, se encuentran en esta situación. En particular, pien-
so en tantas personas sin hogar. Son más de diez mil. Su situación es espe-
cialmente dura en los meses de invierno. Todos son hijos e hijas de Dios,
pero diferentes formas de esclavitud, a veces muy complejas, los han
llevado a vivir al borde de la dignidad humana. También Jesús nació en
una condición análoga, pero no por casualidad o por accidente: quiso
nacer de esa manera para manifestar el amor de Dios por los pequeños y
los pobres, y lanzar así la semilla del Reino de Dios en el mundo. Reino
de justicia, de amor y de paz, donde nadie es esclavo, sino todos herma-
nos, hijos del único Padre.
La Iglesia que está en Roma no quiere ser indiferente a las esclavitudes
de nuestro tiempo, ni simplemente observarlas y socorrerlas, sino que
quiere estar dentro de esa realidad, cercana a esas personas y a esas situa-
ciones. Cercana, materna.
Al celebrar la divina maternidad de la Virgen María, quiero animar esa
forma de maternidad de la Iglesia. Contemplando este misterio, recono-
cemos que Dios ha «nacido de mujer» para que nosotros pudiésemos reci-
bir la plenitud de nuestra humanidad, «la adopción filial». Por su anona-
damiento hemos sido exaltados. De su pequeñez ha venido nuestra gran-
342
deza. De su fragilidad, nuestra fuerza. De su hacerse siervo, nuestra liber-
tad.
¿Cómo llamar a todo esto, sino Amor? Amor del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, a quien esta tarde la santa madre Iglesia eleva en todo el
mundo su himno de alabanza y de agradecimiento.
343

Índice
María custodiaba en el silencio de su corazón ........................................... 1
María nos enseña a recibir el don de Dios ................................................. 3
Llamados a seguir el ejemplo de los Magos .............................................. 4
Jesús se deja encontrar de quien lo busca .................................................. 5
Cada forastero, ocasión de encuentro con Cristo ....................................... 7
Chile: Bienaventurados los que trabajan por la paz ................................... 8
Chile: Hora crucial en la vida de Pedro ....................................................10
Chile: Conciencia de que la misión es de todos ........................................15
Chile: Jóvenes, ¿qué haría Cristo en mi lugar? .........................................16
Chile: La sabiduría es producto de la reflexión .........................................19
Chile: Aprendamos de María a estar atentos .............................................22
Perú: Sin raíces no hay flores ni frutos .....................................................24
Perú: María nos indica la Puerta de la Vida ..............................................29
Perú: El gozo de sabernos hijos de Dios ...................................................30
Perú: Las proezas de Santo Toribio de Mogrovejo ...................................32
Perú: Jesús suscita y despierta una nueva esperanza .................................36
Perú: Jóvenes, confiar en el Señor es el secreto ........................................37
Las noticias falsas y la responsabilidad personal ......................................39
La parroquia lugar de encuentro vivo con Cristo ......................................43
Jesús manifiesta a Dios con palabras y obras ............................................44
La Madre no es algo opcional ...................................................................44
Centralidad de la conciencia .....................................................................46
El encuentro con Jesús mantiene viva la llama .........................................49
Educar en un estilo de vida sobrio ............................................................50
La Cuaresma, signo sacramental de conversión ........................................51
La sonrisa es un puente de corazón a corazón ..........................................54
El fuego de Jesús es el fuego de la caridad ...............................................55
La alegría de quedar limpios .....................................................................58
Pastores con la amplitud del corazón de Dios ...........................................59
La verdadera solución, la conversión del corazón ....................................60
Cuaresma, tiempo para afinar y calentar el corazón .................................61
Cuaresma, tiempo de lucha espiritual .......................................................63
Dios infunde valor para responder a la llamada ........................................64
Sacerdotes: Oración y dirección espiritual ................................................69
Unión con Cristo para ejercitar bien el ministerio ....................................72
La belleza inefable del amor de Dios en Jesucristo...................................73
Dios siempre nos prepara para las pruebas ...............................................74
La transfiguración ayuda a entender la cruz..............................................75
El celo por la casa de su Padre lo llevará a la cruz ....................................76
El amor de Dios no tiene límites ni fronteras ............................................77
El cristiano, por vocación, hermano de cada hombre................................78
Alegría, porque Dios nos ama ...................................................................80
P. Pío, fidelidad incondicional a Cristo y a la Iglesia ...............................81
P. Pío, oración, pequeñez, sabiduría .........................................................82
344
El dinamismo del grano de trigo y la ley pascual .....................................85
La primera tarea del obispo es la oración ..................................................86
La alegría que despierta Jesús en los jóvenes ...........................................87
Sacerdotes cercanos, a Dios y a la gente ...................................................89
Con Cristo resucita nuestra esperanza .......................................................93
Las sorpresas de Dios nos ponen en camino .............................................94
La Pascua de Cristo abre a la fraternidad ..................................................95
Hablad de Jesucristo, como lo hizo el P. Chevrier ....................................96
Inraizados en Cristo en una vida interior sólida ........................................98
Solo Jesús nos salva de las esclavitudes interiores....................................98
Entrar en sus llagas para contemplar el amor ..........................................100
Dios me ha tratado con misericordia .......................................................102
Sacerdotes que se dejan regenerar por el Espíritu ...................................106
El pecado envejece, pero el resucitado nos renueva ...............................107
Resurreción y perspectiva cristiana sobre el cuerpo ...............................108
Los monasterios, oasis de silencio y oración ..........................................109
Los que siguen a Jesús aman a los pobres y humildes ............................110
Después de la Misa ya no se vive para sí mismo ....................................113
Tened siempre delante el ejemplo del Buen Pastor .................................116
El Buen Pastor sana dando su vida .........................................................117
El secreto de la vida cristiana, permanecer en Jesús ...............................118
Habitar en la corriente del amor de Dios ................................................119
Una nueva civilización fundada en el Evangelio ....................................120
Ciudad nueva en el espíritu del Evangelio. .............................................120
El Evangelio es un camino de humanización ..........................................123
Jóvenes, no tengáis miedo a ser santos ...................................................124
El bautismo nos capacita para la misión .................................................126
Tres “p”: plegaria, pobreza, paciencia ....................................................127
El Espíritu Santo es la fuerza que cambia el mundo ...............................130
El Espíritu Santo es la fuente de la santidad ...........................................133
Cuando te encuentras con Jesús todo se renueva ....................................134
La alegría de ser hijos amados por Dios .................................................136
Audaces para colaborar con el Espíritu Santo .........................................137
Dar lo mejor de uno mismo. Deporte y persona. ....................................139
Solo amando a los demás, la persona se realiza ......................................141
Vivir eucarísticamente: pasar del yo al tú ...............................................141
Lógica eucarística: recibir y compartir el amor ......................................144
Quiénes son los verdaderos pobres .........................................................144
Artífices del propio destino mediante el trabajo .....................................150
Mostrar la belleza de la familia en el plan de Dios .................................152
Desde la centralidad de Cristo se dio a todos ..........................................154
El Señor siempre nos sorprende ..............................................................155
Ginebra: Caminar según el Espíritu ........................................................156
Ginebra: Caminar, rezar, trabajar juntos .................................................159
Ginebra: No nos cansemos de decir “Padre Nuestro” .............................162
Valentía y confianza en Dios ..................................................................164
Contemplar en humildad y silencio la obra de Dios ...............................166
345
Cambiar la educación para cambiar el mundo ........................................167
Ecología y ética de la vida humana .........................................................169
No será así entre vosotros .......................................................................172
No separar la gloria de la cruz ................................................................175
Encontrar a Jesús y abrirse a su misterio ................................................177
La sangre, signo elocuente del amor supremo ........................................178
Sentirse necesitados y confiar en Jesús ...................................................179
Convertirnos para alcanzar la paz ...........................................................181
Abrirse a la realidad divina que viene a nosotros ....................................182
El centro y el rostro de la misión: Jesús ..................................................183
Transformar la familia con la fuerza del amor ........................................184
Verbos del Pastor: ver, tener compasión, enseñar ...................................185
Disponibles para colaborar con Jesús .....................................................186
El único pan capaz de saciar: el amor de Cristo ......................................187
El gran don del Padre es Jesús mismo, Pan de vida ................................188
No es suficiente no hacer el mal .............................................................189
Llamados a glorificar a Dios con alma y cuerpo .....................................190
En la Eucaristía recibimos la vida misma de Dios ..................................191
La penitencia nos ayudará a ser más sensibles ........................................192
La vida como misión, como vocación al don de si .................................196
Para recristianizar el mundo: la comunidad ............................................199
Irlanda: “Nunca te dejaré ni te abandonaré” ...........................................200
Irlanda: Evangelio de la familia, alegría del mundo ...............................203
Irlanda: La formación requiere maestros alegres ....................................206
Irlanda: Un nuevo Pentecostés para las familias .....................................207
El agua, elemento esencial de purificación y de vida..............................209
Pero su corazón está lejos de mí .............................................................211
La belleza y la felicidad de ser amados por Dios ....................................212
Los hijos son el don más preciado ..........................................................213
El valor de la oración no se puede calcular .............................................214
Testimoniar con humildad el amor de Dios ............................................216
El bien se realiza en silencio ...................................................................219
La belleza de sentirse amados por Dios ..................................................220
La tarea más urgente, la de la santidad ...................................................221
La humildad y la simplicidad son el estilo de Dios .................................225
Vivir la dicha de la pequeñez, pequeño rebaño .......................................226
Dando la vida se encuentra la alegría ......................................................228
Sacerdote, hombre del don y del perdón .................................................230
¿Cómo escuchar la voz del Señor?..........................................................235
Acoger a Cristo en el centro de la propia vida ........................................237
Compañeros de viaje de las nuevas generaciones ...................................238
Rezar es la primera tarea del sacerdote ...................................................239
La catequesis es la comunicación de una experiencia .............................242
Lituania: Dios nos salva en comunidad ..................................................244
Lituania: María nos enseña a cuidar sin desconfiar ................................246
Lituania: Cristo Jesús, nuestra esperanza ................................................247
Lituania: La vida cristiana siempre pasa por la cruz ...............................251
346
Lituania: Cuando el Evangelio llega a lo hondo .....................................253
Letonia: Si la música del Evangelio deja de vibrar .................................254
Letonia: Cómo se nos muestra María......................................................255
Estonia: Dios lleva al hombre a su plenitud ............................................257
A través del crisol de las pruebas viene la alegría ...................................259
Urgencia de acompañar a los novios y esposos ......................................260
Jesús quiere educarnos en la libertad interior..........................................261
El silencio produce frutos de santidad ....................................................262
No olvidar la humilde fidelidad diaria ....................................................263
Encender el corazón de los jóvenes ........................................................265
El encuentro entre generaciones genera esperanza .................................267
El proyecto originario de Dios sobre el matrimonio ...............................271
Testimoniaron la alegría de seguir a Jesús ..............................................272
La búsqueda de los primeros puestos nos infecta ...................................274
De la Cruz fluye el amor de Dios que reconcilia ....................................275
Jóvenes maduros con las manos abiertas ................................................276
La fe es vivir el amor de Dios que nos cambia .......................................280
La condición de toda misión es estar unidos a Cristo .............................282
Escuchar la Palabra de Dios con el corazón ............................................284
La Palabra de Dios puede transformar la vida ........................................285
¿Quién soy yo? ........................................................................................286
Dejémonos provocar por los santos ........................................................288
Ir al encuentro del Esposo .......................................................................289
Amar a Dios en el servicio sin reservas al prójimo .................................291
Difundir una “cultura eucarística” ..........................................................292
Las balanzas del Señor son diferentes .....................................................293
Orientados hacia Dios y hacia el prójimo ...............................................294
Vivir bien el presente y estar preparados ................................................297
Tomar en serio el desafío de la formación ..............................................298
María escuchó y respondió con toda generosidad ...................................299
El mundo necesita personas libres ..........................................................300
Figura ejemplar de servicio al bien común .............................................301
La música y el canto, instrumento de evangelización .............................303
Colaboradores con el Espíritu Santo .......................................................304
Un rey que por amor se inmola en la cruz ..............................................306
Adviento: esperar la novedad y alegría de Dios ......................................307
Adviento, invitación a estar despiertos y a orar ......................................309
Fundar la vida en Jesús ...........................................................................310
No perder el asombro ni la humildad ......................................................314
Redescubrir la belleza de la eternidad .....................................................314
Seguir a Cristo significa dar la vida ........................................................315
María vence con su ‘heme aquí’ .............................................................317
Requisitos para preparar el camino al Señor ...........................................319
En la escuela de María: caminar y cantar ................................................320
Un compromiso educativo que no puede aplazarse ................................322
Formar una red con la educación ............................................................323
La presencia de Jesús es la fuente de la alegría .......................................324
347
Llamados a ser amigos de Jesús, que nos ama ........................................325
La salvación no actúa sin nuestra cooperación .......................................326
Sed santos para ser felices .......................................................................333
En Belén Dios no toma sino que da la vida.............................................335
La Navidad: Dios es Padre y nosotros hermanos ....................................337
Confiar en Dios que es Padre y perdonar ................................................338
El asombro y la angustía en la familia ....................................................339
Al amor da plenitud a todo ......................................................................340

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